Apuntes sobre la ballena y otros cetáceos

por Miguel Cáceres Murrie I 25 Marzo 2025

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Su sangre está en mí, sus lujurias son mis olas”.
Philip Hoare

El carácter monstruoso, destructivo de la naturaleza, subraya en cierta manera las escalas diferenciales entre nosotros y los demás seres vivientes. “El aparecer en el continuo de la diferencia”: esta fue la maravillosa definición de monstruo que dio Michel Foucault en Las palabras y las cosas.

Literalmente “monstruos marinos”, los cetáceos, especialmente las ballenas con barbas y el cachalote, son un ícono de esa dimensión oculta y desconocida en la que el lenguaje se hunde como un pecio al intentar nombrar, describir, clasificar y ordenar. Los grandes cetáceos fueron las criaturas que aceitaron, lubricaron e iluminaron la Revolución Industrial e incluso la Modernidad tardía. “Entre 1914 y 1917 murieron 175 mil ballenas para producir las bombas británicas y aceite que impidiera que los pies de los soldados se pudrieran. En 1917, el ministro de armamento Winston Churchill aceleró la demanda de lo que se conocía como train oil, del holandés traen, que significa lágrima o gota”, apunta Philip Hoare en su magnífico libro Alberto y la ballena, segundo trabajo que el periodista y ensayista inglés dedica a su pasión y fascinación por las ballenas y el mar, cuyo antecesor, Leviatán o la ballena, es un ensayo que persigue compulsivamente cada indicio, cada relación entre seres humanos y ballenas. Hoare conecta el desarrollo industrial de Europa y los Estados Unidos con la novela de Herman Melville Moby Dick, y no deja de sumergirse en las curiosidades históricas que preceden dicha conjunción cargada de un carácter tan trágico como destructivo.

Los cetáceos se dividen en dos grandes grupos: los odontocetos, cetáceos con dientes, y los misticetos, cetáceos con barbas. Se trata de mamíferos que descienden directamente de ancestros terrestres emparentados hoy con todos los artiodáctilos (ungulados de dedos pares, como vacas, cerdos, cabras, camélidos o jirafas), algo así como lobos con pezuñas que evolucionaron adaptándose —y volviendo— completamente al mar hace aproximadamente 60 millones de años.

Otro libro muy reciente, escrito quizás con menos talento literario que los de Hoare, pero que reúne una cantidad inmensa e igualmente fascinante de datos sobre la historia evolutiva, la biología y la ecología de los cetáceos, es Cómo hablar balleno, del biólogo y realizador audiovisual Tom Mustill, quien nos hunde en un frenesí de historias y relaciones sobre las cuales emerge no solo la pregunta de si los animales tienen lenguaje (cuestión bastante demostrada), sino también de si en algún punto es posible comunicarnos con ellos. Esta interrogante lo persigue de forma obsesiva después de que una ballena jorobada les saltara encima a él y a su amiga Charlotte, durante un paseo en kayak frente a la costa de California, hecho bastante particular del cual ambos salieron ilesos, pero marcados de por vida. El video del acontecimiento fue grabado por otros kayakistas y personas que avistaban ballenas esa mañana en el mismo sector, por lo que es muy fácil encontrarlo en YouTube.

El aceite y las barbas de las ballenas se ocuparon para molduras de vestimenta, corsés, sombreros, peines, peinetas, paraguas y fuelles de aplicación industrial. De todos los productos balleneros, el de más alto valor es el ámbar gris, utilizado como fijador de aromas en la industria de la perfumería. Es una materia cerosa que secretan los cachalotes en su tracto digestivo, la que recubre los intestinos para favorecer el tránsito de los afilados picos y ventosas quitinosas de los inmensos calamares que ingieren aún vivos, su principal alimento. El ámbar gris, sin embargo, pese a sus refinadas aplicaciones, se encuentra defecado o vomitado, ya sea flotando en la superficie del mar o en las costas cercanas a las fosas submarinas abismales presentes en todos los océanos. Dado que la sustancia se produce durante la digestión, es difícil hallarla dentro de un cachalote muerto. Tiene el aspecto de una roca y se asemeja a un trozo de mármol, aunque con la consistencia de la arcilla. Se sabe que poblaciones de pescadores o personas que han tenido la suerte de encontrar una “roca” de ámbar gris se han enriquecido inmediatamente, ya que en el mercado formal el kilo de ámbar puede valer entre 50 mil y 80 mil euros. Hoy, los principales compradores son las compañías de perfumes francesas, como Channel, Givenchy y Christian Dior, que lo utilizan como estabilizador basal en cada uno de sus productos.

Las ballenas, evidentemente, pueblan la imaginación de la Historia (y de todas las historias, relatos y narraciones), desde la religión y el arte hasta la ciencia y la industria. A los libros-tesoros de Philip Hoare se une La Baleine: une histoire culturelle, del historiador medievalista Michel Pastoureau (lamentablemente no traducido al castellano), que explora más metodológica y sistemáticamente a la ballena como objeto cultural. También destaca Historia natural del cachalote, del naturalista, especulador de opio, comerciante y cirujano a bordo de un ballenero Thomas Beale, del que se dice que sería una referencia importante para la obra maestra de Melville. Beale presenta una ciencia oculta de la cual los balleneros eran los principales portadores, un conocimiento situado entre el mito y la razón material: la cetología.

La ballena, recurso infinito, recurso finito, tiempo mítico que comunica el mundo de los vivos con el mundo de los muertos, monumento natural, especie protegida, animal que presta servicios ecosistémicos, cuerpo marcado por la contingencia y arbitrariedad del acontecimiento, lejanía y oscuridad del mar que habita, sigue disparando en nosotros, los humanos, una imaginación salvaje que nos recuerda esa conmovedora y aberrante distancia que paradójicamente nos emparenta.

El antropólogo e historiador Daniel Quiroz Larrea, que ha reunido casi toda su investigación sobre la caza y el aprovechamiento de ballenas en las costas de Chile en su libro Soplan las ballenas (Ediciones de la Biblioteca Nacional, 2020), relata la evolución de las costumbres y mentalidades que atraviesan a los cetáceos, así como a los usos culturales y tradicionales de las “ballenas”, incluyendo también la industria turística y científica, donde profundiza en cierta “ruptura” histórica respecto de las ballenas como monstruos que se enfrentan a los balleneros en sus frágiles embarcaciones.

Conocida es la interpretación de Moby Dick como una alegoría de la esclavitud. Según esta mirada, el monumental cachalote blanco sería no solo la melancólica obsesión del capitán Ahab, empecinado con matarlo en un acto de venganza, sino también la morbidez monstruosa y la capacidad destructiva del progreso económico del capitalismo y sus aberraciones, que terminan por destruir a Ahab, su barco y su tripulación. O sea, el ser humano es avasallado no solo por las fuerzas de la naturaleza, sino también por la monstruosidad de su propia naturaleza, que se mueve destructivamente entre la paradoja que plantean la tradición y el progreso.

Hoy, por cierto, vemos cómo las ballenas se han convertido desde la segunda mitad del siglo pasado en íconos de la conservación, el activismo medioambiental y la defensa del mar contra la explotación indiscriminada. Y los balleneros, como señala Quiroz, se han transmutado en monstruos insensibles que mantienen procedimientos espantosos contra animales inteligentes, carismáticos e indefensos. Testigo de ello es la cuestionada caza científica que Japón practicó por décadas en aguas polares, y que, dicho sea de paso, abandonó hace un par de años para restablecer la caza comercial en sus aguas jurisdiccionales. O el grindadráp en las islas Feroe, costumbre cinegética que se celebra todos los años y que se mantiene vigente desde que las islas eran una colonia normanda hace 1.200 años, en que se caza un gran grupo de calderones de aleta larga para abastecerse de proteína y grasa durante el año en un archipiélago donde, dadas sus condiciones geomorfológicas, la agricultura y la ganadería no tienen cabida como sustento para la población.

En un sentido similar a estas cuestionadas tradiciones, la Comisión Ballenera Internacional permite una cuota mínima de captura (entre uno y tres ejemplares anuales de cada etnia) por el concepto de “caza de subsistencia”, concentrándose en el hemisferio norte y principalmente en el ártico norteamericano y ruso, a excepción de la comunidad costera de Bequia, en San Vicente y las Granadinas, en el Caribe centroamericano, y Lamalera, una pequeña isla del archipiélago indonesio.

En mi experiencia como fundador y director del Museo de Historia Natural Río Seco (Punta Arenas, 2013), me ha tocado participar de siete levantamientos de los restos de grandes cetáceos: una ballena sei, muerta posiblemente por causas naturales; una ballena franca, herida de muerte en su porción lumbar por la hélice de una embarcación de calado mediano; una ballena azul, que fue atacada por orcas y varada a causa de su propia desesperación; una ballena jorobada, colisionada por una embarcación mayor que le provocó una hernia cuyo resultado es la intromisión del intestino dentro de la cavidad torácica, y tres orcas, sin causa de muerte deducible. Pero también estuve involucrado en los trabajos infructuosos para levantar tres cachalotes, dos de los cuales tenían evidentes signos de fractura a la altura del cráneo, y un cadáver sin signos aparentes de heridas mortales. A otro cachalote, del que no sabíamos la causa de muerte, le extrajeron su mandíbula del lugar en que estábamos trabajando para levantar los restos, posiblemente para comercializar los dientes en el mercado negro.

La ballena, recurso infinito, recurso finito, tiempo mítico que comunica el mundo de los vivos con el mundo de los muertos, monumento natural, especie protegida, animal que presta servicios ecosistémicos, cuerpo marcado por la contingencia y arbitrariedad del acontecimiento, lejanía y oscuridad del mar que habita, sigue disparando en nosotros, los humanos, una imaginación salvaje que nos recuerda esa conmovedora y aberrante distancia que paradójicamente nos emparenta.

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