Ante la vorágine de datos y curvas epidemiológicas, el frenesí de investigaciones en curso y las álgidas controversias respecto de los mejores caminos para abordar el covid-19, resulta conveniente tomar distancia y analizar el impacto que vivió el mundo hace un siglo, cuando la gripe española barrió con la vida de hasta 100 millones de personas. ¿Cómo es posible que todavía un virus haga tambalear las economías del mundo entero? ¿De qué nos sirven los avances científicos, si somos incapaces de controlar un desastre de esta envergadura? O quizás lo más esencial: ¿qué lecciones podemos sacar mirando hacia el pasado?
por Gonzalo Argandoña Lazo I 25 Junio 2020
Son tan antiguas como la civilización.
Desde que el ser humano hizo la transición de un estilo de vida de cazadores-recolectores hacia una sociedad sedentaria, gracias a la agricultura y ganadería, con la consiguiente proliferación de pequeñas aldeas y más tarde de atiborradas ciudades, las epidemias nos han acompañado a lo largo de los milenios. De hecho, el mismo concepto de aislamiento y confinamiento tan en boga por estos días, se conoce desde tiempos bíblicos. Existen registros de su práctica en varios lugares del mundo a lo largo de la historia.
En el Levítico, uno de los libros del Antiguo Testamento, escrito alrededor del siglo VII antes de Cristo, se hace una mención a esta vieja práctica de separar a las personas infectadas para prevenir el contagio de las enfermedades: “Si la mancha brillante en la piel es blanca pero no parece ser más profunda que la piel y el cabello no se ha vuelto blanco, el sacerdote debe aislar a la persona afectada durante siete días. En el séptimo día el sacerdote debe examinarlo, y si ve que la llaga no ha cambiado y no se ha extendido en la piel, debe aislarlo durante otros siete días” (Levítico 13:4).
Así como hoy presenciamos disputas y roces entre el Ministerio de Salud, los alcaldes, el Colegio Médico y la comunidad de científicos respecto de cómo lidiar con la emergencia, podemos imaginarnos los debates que se deben haber producido en esa época sobre si aislar o no a grupos de personas o a una comunidad entera, más aún cuando estaban muy lejos de comprender la verdadera naturaleza de las enfermedades y sus mecanismos de transmisión.
De esa reclusión inicial de siete días de tiempos bíblicos, con el paso de los siglos se fue aumentando progresivamente el tiempo de aislación. Así fue cómo surgió la palabra cuarentena, que proviene de Quaranta giorni en italiano, que a su vez proviene de la palabra quadraginta en latín y que puede traducirse como cuatro veces 10.
El concepto tuvo un origen religioso al principio y más tarde se comenzó a usar con el sentido médico del término, por el aislamiento de 40 días que se les aplicaba a las personas sospechosas de portar la temible peste bubónica, durante la pandemia del siglo XIV y XV. En esa época terrible de la Muerte Negra, se estima que falleció por lo menos un 30 por ciento de la población de Europa y una proporción significativa de la población de Asia. Ante la emergencia sanitaria, se implementó el aislamiento para las naves y las personas como una medida desesperada para intentar frenar la plaga. Un documento de 1377 indica que en la Ciudad-Estado de Ragusa, en Dalmacia (actual Croacia), los viajeros y visitantes debían pasar 30 días –treintena– en un lugar restringido, en un comienzo islas cercanas, a la espera de si desarrollaban síntomas de la enfermedad.
En 1448, el senado de Venecia prolongó el período de espera a 40 días, dando inicio a la palabra cuarentena, tan universal en estos días. Sin el desarrollo de la ciencia actual ni la tecnología del siglo XXI, basados meramente en la práctica de ensayo y error, se observó que la enfermedad tardaba no más de 39 días en aparecer y quienes tenían la fortuna de sobrevivir no volvían a contagiarse.
De acuerdo a estimaciones actuales, la peste bubónica habría tenido un período de 37 días desde la infección a la muerte, por lo que las cuarentenas europeas habrían sido un método efectivo para dilucidar la salud de las tripulaciones que llegaban en barcos con víveres y mercancías.
Es un ejemplo de cómo la capacidad de observación y la racionalidad pueden eventualmente llegar a buenas conclusiones, aun en las circunstancias más desesperadas.
Realicemos ahora un salto en el tiempo de varios siglos, hasta los estertores de la Primera Guerra Mundial, que significó grandes aglomeraciones de soldados y el contacto estrecho de personas de distintas nacionalidades, que luego volvían a sus países de origen tras ser dados de baja. Fue el escenario ideal para la propagación de un virus cuyo origen hasta el día de hoy es motivo de discusión. Una de las teorías señala que surgió de una mutación genética, posiblemente en Asia. Se trata de la influenza tipo A, conocida como H1N1. Pero más allá de su identificación biológica, se la conoció popularmente como gripe española, por razones geopolíticas más que por el origen de la enfermedad. Con las potencias europeas y Estados Unidos en guerra, la prensa de esos países no informaba libremente de la infección que viajaba de manera alarmante dentro de la población, mientras que en España, país neutral en el conflicto, sí se publicaban reportes de prensa alertando de esta enfermedad respiratoria. A ojos del público, entonces, se identificó a este nuevo mal con la península Ibérica.
Pero los virus poco tienen que ver con censura y con los deseos o buenas intenciones de los políticos, como lo han podido comprobar en las últimas semanas Donald Trump en Estados Unidos, el presidente Xi Jinping en China y buena parte de los mandatarios en el mundo.
La H1N1 se hizo global gracias al masivo y rápido movimiento de tropas. Desde su surgimiento en enero de 1918, llegó a infectar a unos 500 millones de personas, alrededor de un cuarto de la población de aquella época. Las estimaciones respecto del número de fallecidos son variadas, llegando incluso a 100 millones de víctimas fatales, constituyendo una de las pandemias más mortales en la historia de la humanidad. En 24 meses, provocó más muertes que el VIH en 24 años y más fallecidos que la Peste Negra en un siglo.
En el caso de Chile, la primera ola de contagios se produjo en octubre de 1918, teniendo un peak en diciembre de 1919, con un impacto moderado. Después de unos meses de tranquilidad, con la llegada del invierno se produjo una segunda ola de contagios, que alcanzó un peak de muertes en agosto de 1919. La primavera y el verano de 1920-1921 trajeron una tercera ola pandémica, que afectó a solo cuatro provincias, que fue seguida de una cuarta ola y final, de junio a diciembre de 1921, que se vivió con mayor fuerza en Santiago. En esta ciudad, la estimación del aumento de la tasa de mortalidad fue de 99,7 muertes por cada 10 mil habitantes, correspondiente a un alza de 42,8% de la tasa de mortalidad. Se estima que durante todo el período que la gripe española afectó al país, fallecieron alrededor de 40.000 personas por esta causa en Chile.
En el artículo “Chile entre pandemias: la influenza de 1918, la globalización y la nueva medicina”, publicado en la Revista Chilena de Infectología, se relata que la Policía de Aseo y Ornato recorría cada barrio capitalino inspeccionando y, eventualmente, clausurando conventillos, ferias y todos los lugares en donde se detectara algún atisbo de la enfermedad. También se adoptaron decisiones polémicas para la época, tales como la suspensión de la romería a los cementerios el 1 de noviembre y la prohibición de la comercialización en la Vega Central, lugar que parte de la prensa y del público identificó como el foco principal de contagio. El mismo autor señala que el impacto de la crisis fue tal que –como contrapartida– contribuyó a dar un nuevo impulso a la modernización de la salud pública chilena y a la instauración en la década de 1920 al modelo de la medicina preventiva.
Además del impacto en la salud, la economía también sufrió los efectos. La pandemia afectó a una población mundial que ya padecía el impacto de la Primera Guerra Mundial, con altos índices de pobreza, desnutrición y malas condiciones sanitarias. En Estados Unidos, ciudades como Nueva York y Filadelfia entraron en cuarentena total. Los negocios cerraron, se cancelaron los eventos deportivos, se prohibieron las reuniones privadas, incluyendo los funerales.
Para hacernos una idea del impacto global de la pandemia, podemos rescatar algunos fragmentos de un ilustrador artículo titulado “Las lecciones de la pandemia”, publicado el 30 de mayo de 1919 por la revista Science: “La pandemia que acaba de barrer la Tierra no ha tenido precedentes. Han existido epidemias más mortales, pero ellas han sido más circunscritas; han existido epidemias casi tan extendidas, pero han sido menos mortales. Inundaciones, hambrunas, erupciones volcánicas y terremotos, todos ellos han escrito sus historias en términos de destrucción humana casi demasiado terribles para su comprensión. Sin embargo, nunca antes ha habido una catástrofe tan repentina, tan devastadora y tan universal”, dice el texto escrito hace un siglo.
Aun en el centro de la pandemia, el artículo propone una visión de contexto, entregando algunas conclusiones de la comunidad científica y médica de aquel entonces. El texto plantea que tres factores principales jugaban en contra de una mejor prevención de la enfermedad. Como un ejercicio de reflexión y comparación con el presente, resumimos esos tres factores:
a) La indiferencia pública: “La gente no aprecia los riesgos que corre. La gran complejidad y rango en severidad de las infecciones respiratorias confunden y esconden el peligro. Las infecciones varían desde el resfrío común hasta la neumonía. (…) Los síntomas al comienzo pueden ser idénticos a los de un resfrío común y la verdadera naturaleza de la enfermedad puede escapar inadvertida hasta que el paciente muestra síntomas alarmantes e indesmentibles. Para ese entonces, otras personas pueden haber sido infectadas”.
b) El carácter personal de las medidas que deben ser aplicadas: “Las excreciones de la nariz y la garganta son proyectadas en el aire, contaminando las manos, la comida, las ropas y el ambiente de la persona infectada. Esto es hecho de manera inconsciente, invisible, sin sospechar. Las medidas de prevención recaen en las personas que ya están infectadas, mientras que las personas no expuestas poco pueden hacer. La carga es puesta donde probablemente no será bien llevada. No forma parte de la naturaleza humana para una persona que cree que solo tiene un ligero resfrío, encerrarse en un aislamiento rígido”.
c) La naturaleza altamente infecciosa de las enfermedades respiratorias, que añade dificultad a su control: “Todos los intentos de excluir la infección de la comunidad parecen haber fracasado. Hay una y solo una manera de prevención absoluta, y es estableciendo un aislamiento absoluto. Es necesario desconectar a aquellos que son capaces de transmitir el virus de aquellos que son capaces de ser infectados, o viceversa”.
Publicadas hace 101 años, estas palabras resuenan con los debates del presente, con el hashtag #quedatencasa de las redes sociales de hoy, con las denuncias y reclamos contra las personas infectadas asintomáticas que no respetan su cuarentena y exponen a los demás al contagio, así como la falsa dicotomía entre empleo y salud, que en ocasiones se toma los editoriales de la prensa nacional.
Si bien hace un siglo no existía el desarrollo biotecnológico de hoy, resulta interesante también recordar cuál era el decálogo que se proponía para hacer frente a la enfermedad. Estas son las medidas que propone el artículo de 1919 de Science, como un mero ejercicio de comparación, no necesariamente para seguirlo como consejo médico en la actualidad:
1.- Evite aglomeraciones innecesarias.
2.- Contenga su tos y estornudos: otros no quieren los gérmenes que usted expulsa.
3.- Recuerde las 3L: una boca limpia, una piel limpia y ropas limpias.
4.- Trate de mantenerse fresco cuando camine y cálido cuando duerma.
5.- Abra las ventanas, siempre en el hogar y en la oficina cuando es posible.
6.- La comida ganará la guerra si le da una oportunidad: ayude eligiendo bien y masticando de manera correcta su comida.
7.- Su destino puede estar en sus propias manos: lave sus manos antes de comer.
8.- No use una servilleta, toalla, cuchara, tenedor, vaso o taza que haya sido usada por otra persona y no haya sido lavada.
9.- Evite ropas ajustadas, zapatos ajustados, guantes ajustados: haga de la naturaleza su aliado, no un prisionero (posiblemente esta recomendación tenía que ver con las estrictas etiquetas de vestuario de la época).
10.- Cuando el aire es puro, respire todo lo que pueda: respire profundamente.
Si bien muchas de estas medidas son de sentido común, coinciden con los consejos actuales de mantener la distancia social y también con los llamados a poner en uso uno de los más importantes inventos en la historia de la humanidad contra los gérmenes: el simple jabón, cuyas moléculas disuelven la estructura de los virus.
Hay que recordar que los virus son estructuras relativamente sencillas: básicamente una envoltura exterior de grasa protectora, un núcleo de material genético que necesita de nuestra maquinaria celular para reproducirse y unas proteínas externas (llaves) que le permiten engancharse a las células que invadirán. Bien aplicado sobre la piel, el modesto jabón común disuelve ese envoltorio de grasa del virus.
En aquel entonces, no se conocía esta propiedad del jabón para destruir la capa exterior de los virus. De hecho, nadie había observado alguna vez un virus. No existían los microscopios electrónicos ni tampoco se había descubierto aún el material genético de los virus. Pero eso no impedía la simple constatación práctica y cotidiana de que mantener limpias las manos ayudaba a detener la infección. Nuevamente, el espíritu de observación y racionalidad que puede prevalecer en las circunstancias más adversas.
Más allá de las comparaciones entre el presente y un siglo atrás en cuanto al número potencial de víctimas y las mejores medidas de prevención, hoy tenemos varias ventajas para hacer frente a la pandemia. Vale la pena recalcarlo: para la época de la gripe española, los científicos conocían la existencia de los virus, pero jamás habían observado uno.
Hoy no solo se sabe cómo aislar un virus, sino que además se puede describir su secuencia genética. En lugar de científicos y médicos manipulando muestras protegidos solo por una bata y mascarilla, hoy existen laboratorios de contención biológica nivel 3 y 4, que protegen a los técnicos y profesionales que realizan investigación. También se están probando distintas drogas ya conocidas y usadas en otras enfermedades, para ver su potencial eficacia contra el covid-19, al menos para ayudar a los pacientes más graves, donde habrá que poner en la balanza los riesgos y efectos secundarios de dichos medicamentos versus los beneficios.
Asimismo, ya existen candidatas a vacunas en curso, que demorarán varios meses en poder llegar a la meta, pero solo es cosa de tiempo.
Mientras en la arena política vemos a líderes en el mundo tomando decisiones erráticas y entrando en una nueva era de piratería de respiradores mecánicos, la comunidad científica está dando el ejemplo de los frutos que puede obtener la humanidad cuando trabaja unida ante un tema crítico.
Así lo he podido ver personalmente en mis años dedicados a la divulgación científica, donde he tenido la oportunidad de conocer hazañas espectaculares, como el acelerador de partículas del CERN, el Proyecto Genoma Humano o la primera imagen que se obtuvo de un agujero negro gracias a una red de radiotelescopios en distintos puntos de la Tierra, los cuales transformaron al planeta en un único y gran telescopio virtual.
Hoy día, todos los grandes observatorios en el desierto de Atacama, en el norte de nuestro país, han cerrado sus compuertas hasta nuevo aviso, en un hecho inédito en la historia de la astronomía de los últimos 50 años. Pero en paralelo, hay innumerables esfuerzos de cooperación global para domar al virus responsable de la pandemia. La plataforma Crowdfight COVID-19, por ejemplo, reúne a voluntarios con investigadores que tienen tareas y necesidades específicas, desde transcribir datos hasta buscar antecedentes en la literatura científica, o simplemente enviar e-mails. Este esfuerzo ha atraído hasta ahora a más de 35 mil voluntarios (https://crowdfightcovid19.org).
Otro proyecto colaborativo es Solidarity, un estudio coordinado por la Organización Mundial de la Salud, para el cual en pocos días se obtuvieron más de 43 millones de dólares que donaron más de 173 mil personas y organizaciones. La investigación está analizando diferentes alternativas de tratamiento contra el virus.
Un editorial reciente de revista Nature señaló que la comunidad científica está “trabajando en todos los continentes, prestando su tiempo, ideas, experiencia, equipo y dinero al esfuerzo de emergencia de salud pública. Están proporcionando instalaciones de prueba de virus; donando equipos de protección personal; diseño y fabricación de ventiladores y otros aparatos de respiración. Y cuando se trata del esfuerzo de investigación en sí, miles de voluntarios de todo el mundo se suscriben con entusiasmo para decir que están disponibles para hacer lo que puedan”.
En contraste con estos esfuerzos colaborativos, las autoridades políticas en el mundo, más allá de las ideologías y partidos, tienden a moverse con lentitud, muy lejos de su respuesta a la crisis financiera de 2008, cuando los jefes de gobierno, los ministerios de finanzas, los bancos centrales y otras agencias multilaterales de préstamos se reunieron y acordaron rápidamente lo que había que hacer. La comunidad científica está haciendo su parte, ahora es el turno de los líderes mundiales y el multilateralismo para una respuesta global y efectiva ante la pandemia.
por Juan Cristóbal Villalobos