El ritmo de Harlem: desvíos y torsiones en tres actos

Esta nueva y ágil novela de Colson Whitehead (Nueva York, 1969) es la culminación de un trabajo que abarca ocho libros y dos décadas en que ha depurado su oficio al punto de permitirle continuar el triunfo de El ferrocarril subterráneo (2016) y Los chicos de la Nickel (2019), ambas merecedoras del Premio Pulitzer, con un cambio de estilo que pocos autores arriesgan en este punto de sus carreras.

por Rodrigo Olavarría I 8 Enero 2024

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El ritmo de Harlem (2021) es una novela de crímenes dividida en tres actos que podríamos considerar como tesis, antítesis y síntesis; en ella, Whitehead nos presenta tres episodios en la vida de Ray Carney, situados en 1959, 1961 y 1964. Carney es un personaje complejo y memorable que ingresa al mundo del crimen como por acto reflejo, casi afirmando que es inevitable para un hombre negro tomar ciertos desvíos y pasos bajo nivel en una trayectoria moral hasta entonces intachable; ese es el primer acto, una trepidante serie de eventos y retratos de personajes del hampa.

En el segundo acto, Carney se rebela contra una de las verdades del racismo estructural, los límites que la sociedad impone a la ambición, y hace suya la inescapable herencia criminal de su padre.

En el último acto encuentra una “tercera vía”, una metáfora tan poderosa como el tren que permite a los esclavos huir de los estados del sur en El ferrocarril subterráneo o la escuela reformatoria para adolescentes negros de Los chicos de la Nickel, aunque esta solución parece más predecible y de menor alcance que las anteriores.

Uno de los grandes logros de la novela es cómo, episodio tras episodio, vemos caer los muros entre las identidades de Carney, hasta que en las últimas páginas lo vemos compartiendo la mesa con su esposa, sus hijos y Pepper, un compinche de su padre en pretéritos atracos.

Podríamos decir que, al aligerar el estilo de sus dos novelas anteriores y escribir El ritmo de Harlem, Whitehead realizó una operación parecida a la que Cormac McCarthy llevó a cabo al abandonar la complejidad de libros como Suttree (1979) y Meridiano de sangre (1985) por el estilo más digerible de No es país para viejos (2005) y La carretera (2006). Al mismo tiempo, si bien El ritmo de Harlem comparte una cantidad importante de ADN con los libros de bolsillo que solían venderse en quioscos, es innegable que tanto Whitehead como McCarthy expanden los límites de los géneros populares, colmándolos de humanidad, al tiempo que reformulan las expectativas de la convención genérica y las parodian sin sorna.

El retrato humano del que hablo es inseparable de la creación de Ray Carney, un sujeto que subdivide su identidad y transforma su lenguaje y performance social según la ocasión, mostrándose como un yo fracturado por imposiciones sociales de tipo afectivo, familiar, laboral, criminal o de funcionamiento ante el “mundo blanco”. De hecho, uno de los grandes logros de la novela es cómo, episodio tras episodio, vemos caer los muros entre las identidades de Carney, hasta que en las últimas páginas lo vemos compartiendo la mesa con su esposa, sus hijos y Pepper, un compinche de su padre en pretéritos atracos. Esa fractura y serie de subdivisiones se aplica también para el elocuente e informado retrato histórico que Whitehead hace de Harlem y su compleja estratificación racial y social. Quizás es precisamente al plantear ese paralelo entre las identidades fracturadas de Carney y la sociedad en que se desenvuelve donde Whitehead consigue, como Herman Melville con la tripulación del Pequod, hacer un retrato de su nación y, por extensión, de la humanidad.

Una de las cosas que se celebra a Toni Morrison, como si fuese un logro y no algo natural, es que escribió sobre personas negras con la atención y empatía que la literatura estadounidense hasta entonces reservaba a personajes blancos. Colson Whitehead no solo pertenece a su escuela, además nos hace habitar la piel de alguien expuesto a diversos matices de racismo, desde los más insultantes a otros casi imperceptibles para quienes no los sufren.

Una de las cosas que se celebra a Toni Morrison, como si fuese un logro y no algo natural, es que escribió sobre personas negras con la atención y empatía que la literatura estadounidense hasta entonces reservaba a personajes blancos. Colson Whitehead no solo pertenece a su escuela, además nos hace habitar la piel de alguien expuesto a diversos matices de racismo, desde los más insultantes a otros casi imperceptibles para quienes no los sufren, y a experimentar la extrañeza de ver la cultura blanca desde el mundo negro, un poco como en la serie Atlanta o en el arte afro-surrealista.

El traductor Luis Murillo Fort ofrece una versión de la lengua que no hace concesiones al lector latinoamericano y que incluso puede pesar al lector peninsular, forzándonos a detenernos y repasar oraciones vibrantes que parecen interrumpidas por “lomos de toro” o, como dirían en España, badenes. Pese a esto, El ritmo de Harlem es una novela que encanta desde su primer acto, que baja la velocidad en el segundo y en el tercero avanza a toda máquina, para estrellarse con la última página.

Una última observación. El título original de esta novela, Harlem Shuffle, admite significados que incluyen: arrastrar los pies, un tipo de baile y actuar de forma engañosamente servil. En cualquier caso, to shuffle es una forma de moverse, de adaptarse, de permitirse desvíos y torsiones para sobrevivir en una sociedad donde ser derecho o rígido equivale a una condena.

 


El ritmo de Harlem
, Colson Whitehead, Random House, 2023, 288 páginas, $17.000.

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