Sin la determinación y el sacrificio del presidente Allende, probablemente Pinochet se habría sumado a la larga y olvidada lista de militares golpistas que abundan en los países latinoamericanos. Fue él quien lo empujó al afán refundacional que derivó en una revolución capitalista sin parangón. Esto ciertamente no alcanzó para borrar la traición y encaramarlo como héroe, pero fue el punto de no retorno: con La Moneda en llamas y el fantasma de Allende a sus espaldas, para Pinochet y los militares no quedó más opción que la fuga hacia adelante. En otras palabras, debían llevar a cabo una revolución a la altura de la tragedia.
por Eugenio Tironi I 8 Septiembre 2023
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¿Por qué al momento de conmemorarse medio siglo del golpe militar de 1973, la primera figura que asoma es la del presidente Salvador Allende, el derrotado, y no la del general Augusto Pinochet, el vencedor? ¿Por qué se apodera de la escena quien representa el último y fracasado intento de superar la crisis del Chile que surgió en los años 30, y no aquel que encabezara la profunda revolución a partir de la cual hemos tenido que ir construyendo, con sus claroscuros, el Chile de nuestros días? Son preguntas que, de obvias, o no se hacen o se verbalizan apenas, quizás en un susurro. Pero ya formuladas, hay que ensayar responderlas: es lo que intentaré en estas breves líneas.
Ante la historia, ambas figuras quedaron íntimamente enlazadas. La grandeza de uno va de la mano con la miseria del otro: suma cero. Con su gesto de quedarse y morir en La Moneda, Allende se afincó para siempre en la memoria y condenó a Pinochet a la condición de personaje turbio, arribista y traidor, como lo describe cruelmente Roberto Ampuero. La defensa de la que fue objeto tras su detención en Londres, en 1998, no hizo más que confirmar la distancia entre dos destinos contrapuestos.
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Allende confió en Pinochet para defenderlo de una eventual sublevación militar. Era su única garantía, pero en la hora clave el general le dio la espalda. Puede haber pensado en dar el Golpe, sacar a Allende a empellones de la sede de gobierno, mandarlo al exilio y ahí ver lo que le deparaba el futuro. Se encontró, sin embargo, con una situación imprevista: el presidente decidió no moverse de su lugar y, para no dejar dudas, afirmó a través de la radio que pagaría con su vida “la defensa de principios que son caros a la Patria”.
Pinochet no le creyó: “Este huevón no se dispara”, habría dicho el futuro dictador en esos minutos cruciales. Allende fue presionado a salvarse por algunos de sus cercanos, pero no transó. Ante una resistencia que estaba fuera de su imaginario, el general dio a los pilotos de los Hawker Hunter la orden de bombardeo y, aún en su puesto, el doctor Allende se quitó la vida. Lo hizo, en sus propias palabras, como “castigo moral” a la “traición” de la que había sido víctima, especialmente por parte de Pinochet, en quien había mantenido la confianza hasta horas antes. También, sugiere Tomás Moulian, como senal de consecuencia frente a la retórica vacía de los dirigentes de los partidos de izquierda que boicotearon sus postreros intentos para evitar este desenlace.
Aquel fue el punto de no retorno. A partir de ahí, con La Moneda en llamas y el fantasma de Allende a sus espaldas, para Pinochet y los militares no quedó más opción que la fuga hacia adelante. Debían llevar a cabo una revolución a la altura de la tragedia.
Como al triste personaje de la tragedia Macbeth, fue la sangre en sus manos lo que obligó a los militares a justificar lo que habían hecho mediante un plan de refundación del país que, a su vez, diera sentido a una dictadura militar prolongada.
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Si la intención original de los golpistas era una intervención militar breve, que reprimiera a los extremos y repusiera cuanto antes una democracia con ciertas restricciones —lo que le habría conseguido, si no el apoyo, al menos la benevolencia de las fuerzas de centro—, ella se desbarató por la resistencia del presidente Allende y la consiguiente violencia del Golpe.
Un memorándum apócrifo dirigido a la Junta Militar en sus primeros meses —que se imputa a Jaime Guzmán—, verbalizó la situación sin tapujos, como lo consigna Robert Barros. Si la Junta es solo un paréntesis histórico —senalaba—, sus actos serán juzgados con criterios democráticos, ante los cuales no habrá excusa válida o posible. Su “misión”, entonces, es “abrir una nueva etapa en la historia nacional, proyectando su acción en un régimen que se prolongue por largo tiempo”, hasta conseguir para sus actos un juicio histórico radicalmente diferente, un dictamen que los justifique por la necesidad de crear un “nuevo orden”. Solo el tiempo, en otras palabras, apagaría el deseo de hacer justicia frente a los crímenes cometidos.
Sin la determinación y el sacrificio del presidente Allende, probablemente Pinochet se habría sumado a la larga y olvidada lista de militares golpistas que abundan en los países latinoamericanos. Fue él quien lo empujó al afán refundacional que derivó en una revolución capitalista sin parangón. Esto ciertamente no alcanzó para borrar la traición y encaramarlo como héroe, pero al menos lo colocó, con dos caras, en los anales de la historia.
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La conmoción mundial desatada por el bombardeo de La Moneda y la muerte del presidente Allende, por el asalto y saqueo de su domicilio particular de Tomás Moro, por la intervención de las universidades, por la extensa represión posterior y por el desmantelamiento de la misma institucionalidad que los golpistas habían prometido restaurar, provocó que las Iglesias, la Democracia Cristiana y buena parte de los gobiernos democráticos del mundo, incluyendo el de Estados Unidos, se distanciaran del nuevo régimen. Este alarmante aislamiento volvió aún más urgente construir un relato que diera sentido de gesta a actos que, de otro modo, resultaban incomprensibles por su desmesura.
Luego de una etapa inicial de confusión y a instancias nuevamente de Jaime Guzmán, los militares encontraron esa narrativa en la propuesta que elaborara un grupo encabezado por jóvenes economistas formados en la Escuela de Chicago. El ladrillo, como se la conoció, planteaba la necesidad de terminar con el modelo de capitalismo de tipo europeo prevaleciente por más de medio siglo, y ensayar la aplicación en Chile de las ideas economicistas y ultraliberales de Milton Friedman y Gary Becker, las cuales, para asentarse, requerirían de un prolongado gobierno autoritario. Fue el matrimonio perfecto: Pinochet necesitaba la justificación que le proveía el plan de los Chicago Boys, y estos necesitaban de su poder para materializar cambios que habrían sido totalmente inviables en democracia.
Nada de esto estaba en la mente de las Fuerzas Armadas o de Pinochet antes del 11. Un giro en tal dirección era incongruente con el ADN de los militares chilenos, quienes habían participado del origen mismo del modelo desarrollista que se presentaba ahora como la fuente de toda clase de desventuras.
Hay quienes imputan el éxito de las entonces extravagantes ideas de los Chicago Boys a las personalidades de sus líderes: la tosca inteligencia y asertividad de Sergio de Castro, que llegó a cautivar a Pinochet, así como la portentosa capacidad retórica de Jaime Guzmán, quien fuera el encargado de convencer uno a uno a los mandos militares. Los personajes siempre influyen, y mucho, en el curso que toma la historia, pero ellos no agotan su explicación.
De ahí que, si hubiese que individualizar el principal factor que sacó a Chile de la ruta europea y lo puso tras el “sueno americano”, habría que mencionar a Allende. Los militares, con el fantasma del presidente muerto a sus espaldas, tenían que producir una fractura histórica equiparable a la fractura moral que ya se había consumado. La suerte estaba echada. Nada mejor, entonces, que romper con el rumbo económico, social y político que traía el país hasta 1973, como lo ofrecían Guzmán y De Castro.
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Daniel Kahneman denomina “falacia narrativa” a la tendencia humana de establecer relaciones causales y explicaciones simples para entender eventos pasados y anticipar el futuro. Esto fue lo que hizo el nuevo régimen, con el argumentario provisto por el “Chicago-gremialismo”, como bautizara Jovino Novoa, uno de los jerarcas históricos de la UDI, a la férrea alianza entre Jaime Guzmán y los Chicago Boys.
Refiriéndose a eso mismo, J. Samuel Valenzuela ha utilizado apropiadamente la noción de “legitimación inversa”. Se refiere así al intento del nuevo régimen de justificarse a sí mismo exagerando hasta la caricatura las fallas —que por cierto las tenía; de lo contrario, no habría habido la crisis que precipitó el Golpe— del modelo histórico precedente. Albert O. Hirschman advierte lo mismo cuando dice que “los Chicago Boys exageraron la imposibilidad de arreglar el sistema existente, porque querían algo enteramente diferente”. Esto explica el esfuerzo que se pusiera, por 17 años, en condenar el pasado e insistir en que la crisis de 1973 y sus consecuencias habían sido el resultado del agotamiento ineluctable de los modelos económico-social y político-institucional que imperaron en Chile durante gran parte del siglo XX; y, al mismo tiempo, reiterar majaderamente que la estabilidad y la democracia solo podrían ser restablecidas a partir de un nuevo modelo, condensado en la Constitución de 1980.
“A través de la decisión de defender hasta el fin la legalidad democrática, Allende deseaba imposibilitar a la burguesía la reconstrucción del aparato de Estado tradicional”. La afirmación de Joan Garcés, el asesor más cercano de Allende, tiene mucho de profecía. Curioso que venga de él, quien terminó por sepultar a Pinochet, primero, con su apresamiento en Londres por orden del juez Garzón, y luego, con la publicidad de sus cuentas en el Banco Riggs. Es otra de las múltiples ironías de esta historia.
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Pero no solo fue Allende, con su heroica decisión de no entregarse, como le ofrecían para obtener así su salvación personal, quien determinó que su figura y la de Pinochet tuvieran destinos opuestos. En la decadencia definitiva del general, también influyó su patética defensa en el proceso judicial al que fue sometido en Londres, en 1998, a raíz de la orden de detención internacional pedida por el juez español Baltasar Garzón, por las violaciones a los derechos humanos bajo su gobierno.
Pudo ser una oportunidad para el “Yo acuso” en boca del general y sus defensores. La Cámara de los Lores era el escenario ideal para que explicaran ante la historia la crisis sin salida que había desembocado en el 11 de septiembre. Para argumentar sobre la necesidad del bombardeo y la despiadada represión posterior, destinados a marcar un quiebre irreversible y evitar una guerra civil. Para insistir, en fin, en los incontables beneficios que traería consigo el paso sin concesiones desde el desarrollismo cepaliano hasta el neoliberalismo chicaguense.
Tal ocasión, sin embargo, se descartó. Quizás no venía con el personaje. Como sea, sus defensores prefirieron argüir que el general había sido objeto de una “confabulación” del marxismo internacional, como si la Guerra Fría, de la que él tanto profitó, aún siguiera en pie. En Chile sus colaboradores civiles levantaron la voz en forma amenazante, para advertir que su detención había roto el “pacto de la Transición”, y exigían del gobierno del momento, y de la centroizquierda, medidas y actitudes que lindaban con lo grotesco. Nada de esto funcionó. Así, ante el fracaso del camino político, el pinochetismo se decidió por salvar al Pinochet “biológico” a costa del Pinochet “histórico”. O sea, lo opuesto de Allende.
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Los alegatos de los abogados del general Pinochet ante la Cámara de los Lores, rogando por que se le reconociera inmunidad al viejo dictador retenido en The Clinic, no pudieron ser más demoledores para su figura y su obra.
En el célebre juicio de Jerusalén, Eichmann se presentó a sí mismo como la pieza secundaria de un engranaje que tenía vida propia, para así evadir toda responsabilidad personal. La defensa jurídica de Pinochet en Londres aplicó la misma estrategia. En lugar de rebatir los actos por los que era acusado, se contentó con puntualizar que ellos no eran atribuibles a su voluntad o decisión individual, sino a su condición de jefe de Estado, lo que lo hacía merecedor de la inmunidad que reclamaba. Esto incluía, por cierto, la actuación de la Dirección de Inteligencia Nacional, la Dina. El argumento fue, por cierto, descartado de un plumazo por los lores: los “crímenes contra la humanidad”, como en este caso, no son ni pueden ser jamás actos de Estado, por lo que sus responsables, concluyeron en voto mayoritario, no están sujetos a inmunidad. Lo mismo había pasado con Eichmann.
Fue así como, para la mirada expectante de la opinión pública chilena y mundial, lo que quedó grabado en la retina fue una defensa que dejó pasar sin protestar las acusaciones que se le hacían a Pinochet como responsable de la violación sistemática de los derechos humanos de sus compatriotas, para enfocarse exclusivamente en sostener que gozaba de inmunidad en su calidad de ex jefe de Estado y como embajador en misión especial.
Para sus partidarios, que sus abogados no gastaran un minuto en defenderlo de las acusaciones debe haber sido motivo de desazón y, por qué no, de dolor. Para el público en general, fue avalar ante la historia el contenido mismo de las imputaciones.
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Para conseguir su liberación, familiares y partidarios crearon la imagen de un anciano desconcertado, abatido y deprimido. De su entorno surgieron voces pidiendo ayuda y piedad, así como promesas de que, si el general retornaba a Chile, haría algunos de los “gestos” que tanto se habían esperado de él en relación con lo que aún se desconoce de la violación de los derechos humanos bajo su mandato. Todas esas senales, reafirmadas por rostros llorosos, buscaban crear un sentimiento de compasión en las autoridades laboristas británicas, en quienes radicaba la decisión de su extradición a Chile; pero también en sus contrapartes chilenas, antiguos opositores a Pinochet, con la esperanza de que ejercieran presión sobre el gobierno de Su Majestad.
¿Alguien se imagina a Allende callando ante sus acusadores, evitando la responsabilidad personal sobre sus actos, escudándose en triquinuelas jurídicas, pidiendo a sus adversarios históricos un poco de compasión o fingiendo demencia para ser liberado?
El fin de la historia es conocido. El Pinochet “biológico” finalmente se salvó. Retornó a Chile dando inesperadas senales de buena salud. Lo aguardaban, sin embargo, 59 querellas, incluyendo la de la Caravana de la Muerte, por la cual sería desaforado meses después. La Corte Suprema ratificó su sobreseimiento definitivo bajo el alegato de “demencia senil”, luego de lo cual Pinochet renunció a su cargo de senador vitalicio, diciendo que lo hacía “por el bien del país”. Murió rodeado de su familia, pero el precio que pagó por todo esto fue la demolición de su figura “histórica”.
De aquel líder que, desde Chile, había dado una lucha sin cuartel contra el comunismo e impulsado reformas económicas vanguardistas a escala mundial, lo que quedó después de Londres fue apenas un espectro.
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¿Fue Pinochet un personaje excepcional, que a fuerza de genio o de valor marcó su tiempo? El día de su muerte muchos se deben haber hecho la pregunta. Aunque se ha escrito poco sobre su figura, todo indica que, antes que un líder, fue un hombre que asumió con oportunismo y astucia un protagonismo que no planeó.
No fue él quien ideó y organizó el golpe militar; pero cuando este ya era inevitable ante el caos social y económico del momento y ante una democracia incapaz de dar salida a los conflictos y garantizar un mínimo de orden, no tuvo escrúpulos en dar la espalda a las promesas hechas al presidente Allende y ponerse a la cabeza de la sublevación. Como sucede a menudo con los conversos de último momento, sorprendió a sus propios compañeros de armas, que habían venido planeando la sedición desde la primera hora, al emplear una fuerza cruel y desproporcionada: fue su manera de acabar con las suspicacias.
No hay duda de que Pinochet encabezó una revolución capitalista que sacudió a Chile hasta sus raíces. Esto tampoco fue planificado: fue el correlato y la justificación de la fractura provocada por un golpe militar que terminó con un presidente democrático muerto en la casa de gobierno.
El personaje, sin embargo, tiene un punto a su favor: luego de su derrota en el plebiscito de 1988, aceptó dejar el poder el 11 de marzo de 1990. ¿Por qué? Porque percibió, otra vez, hacia dónde iba la historia. De un lado, las condiciones que lo habían colocado en el poder (Guerra Fría, inflación, desabastecimiento, violencia, crisis económica, polarización) habían desaparecido. Del otro, se había creado una sociedad más moderna y abierta al mundo, incompatible con una dictadura con el historial que la suya mostraba en materia de violación de libertades y derechos humanos. Fue su propia revolución, entonces, la que terminó por expulsarlo del poder; y más allá de algunos corcoveos, el general nuevamente se resignó a su suerte. Lo que jamás imaginó fue que la cuestión de los derechos humanos lo perseguiría hasta Londres. Al momento en que esto sucedió, probablemente recordó a Jaime Guzmán y su memorándum: “A mí también me traicionaron”, debe haber murmurado.
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En sus largos años en el poder, y antes del 16 de octubre de 1998, cuando fue detenido en Londres e iniciaba su calvario judicial, Pinochet alguna vez pudo haberse reconocido como un héroe. Pero aquel 11 de septiembre de 1973, con perfecta conciencia de lo que hacía, Allende se lo hizo imposible. Frente a un personaje que dejó su vida en La Moneda bombardeada, que rechazó con desprecio las ofertas que le hicieran de abandonar el país, que ordenó a las mujeres y a sus colaboradores salir del Palacio para resguardar sus vidas, que privilegió salvar su dimensión histórica a cambio de su propia vida, lo que quedó de Pinochet fue la imagen imperecedera de aquella figura que se vio en Londres, y que a Allende se le develó completa recién el día del Golpe: un individuo dispuesto a entregar cualquier cosa, incluyendo su dignidad, a cambio de la breve gloria que da el poder… o bien, de unos pocos años adicionales de sobrevida.
Augusto Pinochet murió en su casa de Santiago, el 10 de diciembre de 2006. Pocos recuerdan la fecha y la misma no es objeto de recuerdos o conmemoraciones públicas. En sus últimas horas, el viejo general seguramente se preguntó por las crueles ironías de la historia. Creyó haber derrotado a Allende, pero fue este quien lo venció. Su sacrificio y la traición de la que fue objeto serán los que quedarán registrados para siempre en la memoria. Tal desenlace quedó escrito en el primer acto, del que este año se cumple ya medio siglo y que a pesar de ello no deja de estar vivo.
Imagen de portada: El 23 de agosto de 1973, Salvador Allende nombra a Augusto Pinochet como comandante en jefe del Ejército. Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.