
La historia que le dio el nombre y el carácter a la disciplina, aquella que han leído públicos amplios desde la Antigüedad, se publica en libros, no en artículos académicos que solo permiten abordar episodios, aspectos e instantes. Esa es la tesis central del último libro de Alfredo Jocelyn-Holt, defensor apasionado de las obras de Heródoto y Edward Gibbon, o de Mario Góngora y Alberto Edwards en nuestro país, quien a través de varios textos de este libro se muestra como enemigo acérrimo de toda historiografía academicista.
por Sebastián Hurtado-Torres I 17 Noviembre 2025
Pocos historiadores han participado tan asiduamente del debate público en Chile en las últimas décadas como Alfredo Jocelyn-Holt. A través de sus libros, ensayos y columnas en medios de prensa, el catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile ha formulado provocadoras tesis sobre la historia, la política y la historiografía de Chile, ideas que han cuestionado las ortodoxias intelectuales imperantes. El libro La historia en disputa recoge algunos de sus ensayos y columnas de las últimas tres décadas, para dar cuenta de las ideas que más consistentemente ha defendido Jocelyn-Holt en su trayectoria. En sus palabras, se trata de un “libro sin pretensión academicista”, muy en línea con el tono tradicional de su obra, que marca una posición “combativa en favor de la historia”, disciplina a la que, en su criterio, “se la usa y abusa, hasta por historiadores, sin atender a su complejidad, prefiriéndose burdas simplificaciones (…) y sin concederle ese mínimo relativismo con que razonablemente se excusa a la antropología”.
Emblemática de su posición heterodoxa es una de sus tesis interpretativas centrales sobre el curso de la historia de Chile. “Creo en las élites; admiro su capacidad creativa y política histórica”, afirma Jocelyn-Holt y agrega, provocadoramente: “Sus logros están ahí y si no se los aprecia, malditos sean quienes prefieren empobrecer la historia en aras de una supuesta ‘perfección’ inexistente, imposible”. En una época en que la ortodoxia cultural descree dogmáticamente de las estructuras sociales jerárquicas, una idea como esta tiene pocas posibilidades de convencer a quienes se han formado en el relato de la historia dispensado en la educación media y superior en las últimas décadas, marcado por la crítica automática de cualquier fenómeno que huela a desigualdad o, en las palabras más duras del autor, “la campaña de adoctrinamiento más exitosa llevada a cabo en instancias pedagógicas de este país”. Seguramente, tampoco convencería a lo que él denomina “el gremio de historiadores”, responsable de dicha campaña y culpable, entre otros pecados, de “suponer que lo de ellos es la historia que vale (no otra)”.
Las palabras de Jocelyn-Holt son exageradas, sin duda. No obstante, son producto de una concepción intelectual sobre la historia, como transcurso y como disciplina, anclada en convicciones filosóficas consolidadas (con su propio riesgo de dogmatismo, por cierto). “En Chile quienes verdaderamente han hecho una contribución al canon superaron con creces, una y otra vez, los límites estrechos de la historiografía profesionalizante”, señala sin mayores remilgos en su ensayo sobre la historia de la disciplina en el país. Alberto Edwards, Mario Góngora, Jaime Eyzaguirre y Francisco Encina son algunos de los nombres que tiene en mente para tal afirmación. En su elogio de Encina, Jocelyn-Holt deja muy claro cuál es su posición en la disputa por la epistemología y la práctica de la historia: “Escribió a pesar del establishment académico (…) al margen tanto del mundo político partidista como de los corrillos académico-intelectuales, particularmente el vinculado al oficio histórico, el que de un tiempo a esta parte se autoproclama ‘gremio’”.
El “gremio” que practica “la historia profesionalizante” a la que se refiere es, por cierto, muy distinto de lo que era en los tiempos de Francisco Encina. Por lo mismo, su crítica es anacrónica e injusta. Pero en sus argumentos en la disputa con el bando “profesionalizante” —en el que, me temo, nos encontramos la mayoría de quienes nos decimos historiadores—, Jocelyn-Holt tiene algo de razón. La historia profesional se realiza dentro del marco institucional del sistema universitario chileno, que pone un desmesurado acento en la productividad de los investigadores. La acreditación de las universidades y sus programas de posgrado, llave de acceso al financiamiento estatal, depende de que los académicos que se dedican a la investigación obtengan financiamiento para desarrollarla —investigar sin financiamiento no tiene valor para las métricas de acreditación— y cumplan con índices de productividad, definidos por cantidades de artículos publicados en revistas con cierto tipo de certificación, en períodos de tiempo relativamente breves. Esto es cierto en todas las disciplinas académicas, pero la historia —las humanidades en general— se ve particularmente afectada por la práctica. El relato histórico y su argumento intelectual difícilmente caben en textos formateados como los que las revistas indexadas obligan a escribir, imitando prácticas de otras disciplinas sin observar detenidamente su lógica.
La formulación de la teoría de la relatividad de Albert Einstein se expuso en un artículo de 30 páginas en el Annalen der Physik en 1905; el descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN de Francis Crick y James Watson se dio a conocer en un texto de una página en la revista Nature en 1953. Las obras de Heródoto sobre las guerras médicas, Edward Gibbon sobre la caída del Imperio Romano y Francisco Encina sobre la historia de Chile se extienden por miles de páginas. La historia que le dio el nombre y el carácter a la disciplina, que han leído públicos amplios desde la Antigüedad y que nos atrajo a quienes hemos hecho de ella nuestro oficio, se publica en libros, no en artículos académicos que solo permiten abordar episodios, aspectos e instantes; apenas la epidermis de un tejido de muchas capas y profundidad que se nos hace cada vez más ininteligible. En las escalas de evaluación profesional vigentes, libros como El peso de la noche o El Chile perplejo, aportes sustanciales de Jocelyn-Holt al canon historiográfico chileno, pueden valer lo mismo que un artículo pobremente escrito sobre algún movimiento de izquierda que no tuvo impacto alguno en nuestro devenir como sociedad, pero cuya experiencia sería representativa —a eso aspiraría al menos el artículo— del manoseado concepto “historia social”. Parece una exageración, pero no lo es.
Dicho esto de otro modo, Jocelyn-Holt, autor de varios libros importantes sobre la historia de Chile y pensador imprescindible de nuestra posmodernidad criolla, no aportaría con puntaje para la acreditación de un programa de posgrado en historia ni podría aspirar a obtener financiamiento estatal para un proyecto de investigación en la disciplina. Por supuesto, nos queda claro que estas cosas, en sus propias palabras, le importan “un bledo”, lo cual es bienvenido por quienes disfrutamos de la exposición libre y heterodoxa de ideas. No obstante, se trata de una realidad inexplicable y crecientemente indefendible. El esquema de exigencias e incentivos descrito anteriormente premia el trabajo académico que se realiza casi como tarea escolar, cumpliendo con formatos y rúbricas, y que es medible para mecanismos formularios de control de gestión. No hay que ser especialmente inteligente ni agudo, ni siquiera es preciso escribir muy bien, para ser productivo en ese contexto. “Se publica mucha ‘investigación histórica’ sin que ello mejore la calidad últimamente”, afirma Jocelyn-Holt, al tiempo que nos invita a adquirir una mayor “conciencia de la historia como género literario en deuda con la utopía y la novela”. Tal vez esto sea imposible en las condiciones institucionales que gobiernan nuestro trabajo actualmente, pero la invitación se parece mucho al grito del niño que acusó que el emperador iba desnudo.
Con todo, la crítica a la historia profesionalizante tiene sus límites. Después de todo, el conocimiento histórico más elemental sí es resultado de la investigación en fuentes ubicadas en archivos que, según Jocelyn-Holt, se fetichizan por parte de quienes basan sus trabajos en ellos. “Positivismo academicista” es el término peyorativo que usa para referirse a quienes, según él, se dedican a “pirquinear los archivos y papeles, olvidándose que lo esencial en el trabajo histórico es ofrecer interpretaciones, hermenéutica y restituirles la voz a esos meros datos, registros y repertorios instrumentales”. Aunque, como se ha dicho, el formateo del trabajo de los historiadores atenta contra el cumplimiento de estos objetivos, muchas obras que definen la disciplina se basan en la lectura inmersiva de fuentes primarias. Quienes nos dedicamos a la historia profesionalizante, con más o menos talento que Jocelyn-Holt, sabemos que se equivoca cuando afirma que solo los libros se leen, mientras que los documentos son meramente fuentes que “puede que se pesquisen, escarben, rastrillen, picoteen”, pero “no se dejan leer”. Un buen libro de la disciplina requiere de una infraestructura provista por la lectura detenida y no meramente por el “picoteo” de las fuentes primarias. De otro modo, lo único que queda es la palabra del autor y esta, por muy inteligente y original que sea, no es suficiente para darle la entidad de historia a su obra.
Si lo único que queda es la valoración de ideas, sin atención al método, crece el riesgo de que el debate intelectual sea cooptado por alguna élite autoimpuesta y endogámica. Muchos de quienes han producido el tipo de historia valorado por Jocelyn-Holt, incluido él mismo, contaron con un amplio capital cultural y social, o adhirieron a grupos con poder corporativo o consignas ideológicas de moda. Pudieron, a diferencia de la mayoría, darse el lujo de situarse fuera de las convenciones de la academia y, en virtud de ello, producir tesis e ideas generalizantes y participar activamente del debate público, merced al interés que generan sus figuras. Para el resto, el camino en el mundo del debate intelectual se forja cumpliendo con normas como las que enmarcan el funcionamiento del sistema universitario.
En parte por estas razones, la historia producida industrialmente, pero escasamente leída, se encuadra en el paradigma que Jocelyn-Holt denuncia con razón como contradictorio con el espíritu de una disciplina que nunca ha dejado de formar parte del conjunto de las humanidades. Por otro lado, tampoco parece que existan alternativas evidentes al formateo institucional que, después de todo, ofrece condiciones de desempeño iguales a todos los cultores de la disciplina. En esta compleja modernidad burocrática, no hay panaceas ni balas de plata. Es urgente, sin embargo, que en estos tiempos tecnológicos en que la IA puede procesar información a velocidades inalcanzables para nuestras mentes, le demos una nueva mirada a la evaluación del trabajo intelectual basada en criterios cuantitativos, porque en ese campo llevamos las de perder. Más allá de los detalles, los emplazamientos de Alfredo Jocelyn-Holt desde su trinchera, que quizás solo él ha formulado con consistencia e integridad en nuestro mundo intelectual siempre contingente, ofrecen un indispensable punto de partida para una reevaluación sistémica que, a estas alturas, es perentoria. Si esto ocurre, quienes nos dedicamos a la disciplina desde otra vereda podremos acoger su llamado a “escribir menos y leer más”. Sería un triunfo mayor en la infinita disputa por la historia.

La historia en disputa. Reflexiones y debates (1991-2024), Alfredo Jocelyn-Holt, FCE, 2025, 453 páginas, $19.200.