(H)ojeando Araucaria: páginas en exilio

Durante 16 números, la autora de este texto formó parte del comité de redacción de la célebre revista que agrupó al exilio chileno en los años 70 y 80. Su director, Volodia Teitelboim, viajaba desde Moscú a las reuniones que se efectuaban en París, y luego la publicación se imprimía en Madrid. Esa triangulación habla por sí sola de la dispersión, el extrañamiento y, en buena medida, de la necesidad de forjar un espacio común. Eso fue Araucaria, un lugar en el que encontrarse y que, a pesar de tener un objetivo político claro, también le dio tribuna a los escritores que empezaban a renovar la literatura chilena.

por Soledad Bianchi I 10 Noviembre 2020

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Araucaria de Chile fue una revista publicada en el exilio, pero no fue solo de exiliados ni solo para exiliados. Fue creada, inventada, organizada y promovida por el Partido Comunista de Chile, pero no era de partido ni solo para los comunistas chilenos, pues sus colaboradores trascendieron los márgenes de esa militancia. Fue, sin duda, una publicación política, “nacida” para oponerse al discurso de la dictadura, pero sobre todo fue cul­tural y en sus páginas podían encontrarse escritos literarios de autores conocidos y nuevos, exámenes sobre marxismo, artes, historia, economía, religión, ciencia o derecho, dibujos y reproducciones de pin­turas, debates, humor, análisis sobre la institución universitaria o los documentos de Gramsci, memorias, crónicas, entrevistas y artículos que podían ser muy contingentes o con un enfoque temporal extenso. Fue esta amplitud, entre otras causas seguramente, la que ha hecho que hoy siga llamando la atención. Dicen algunos que es consulta obligada si se quiere saber sobre los quehaceres del destierro chileno; que para haber sido comunista es una rareza por la vastedad de sus colaboradores y temas; que sin la disciplina de los militantes, nunca hubiera durado tanto; que sin el dinero de la Unión Soviética no hubiera podido aparecer ni mantenerse; que su existencia fue una derrota de los “obreristas” del Comité Central, donde Orlando Millas habría tenido una pugna –anterior y constante– con Volodia Teitelboim, etc., etc.

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Imagino que me invitan a contar sobre Araucaria pues desde antes de su inicio, en 1978, y hasta 1981, por 16 números (de un total de 48), integré su comité de redacción. Pero, ¿podré decir algo nuevo, después de mi testimonio “Por las ramas de Araucaria”, del 2005 (¡hace 15 años!), que publicó la Revista de Crítica Cultural? ¿Tengo más –y diversos– recuerdos? ¿Será que no quiero evocar mi doloroso período de exilio? (pues, a pesar de todo lo bueno que tuvo, yo lo viví con dolor cotidiano). Casi como una obsesión, aún me (a)pena el destierro y hasta hoy considero que, en Chile, fijarse y querer saber del extrañamiento, aproximarse a él y tratar de entenderlo, es minoritario e importa poco, y creo que está entre los numerosos silencios y evasiones –provocados o no– para (des)conocer lo que fue la época de la dictadura cívico–militar y sus múltiples represiones.

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Aunque muchas vivencias y sentimientos y posturas que narraré no me pertenecen solo a mí, ni fui yo sola quien las experimentó de ese modo, me instalaré –y expresaré– desde mi yo, única visión desde la que puedo ubicarme. Me gustaría que lo que yo examine y anote mos­trara una revista que fue concebida y perduró en condiciones difíciles y evidenciara, asimismo, que este proyecto cultural y su concreción trascendió instrumentales objetivos políticos, coyunturales e inmediatos, amalga­mándose, simultánea e inseparablemente, con la necesidad de romper desuniones y ausencias e inventarse comunidades y geografías.

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Entre otras discrepancias con el pasado, ahora mi mirada es doble o “bizca” (como la nombra Sigrid Weigel), pues habrá relatos ocurridos en el tiempo que se concibió y apare­ció Araucaria, pero todo observado y reconstruido desde el presente de este año 2020, con una distan­cia de 40 años y… ¡dema­siados muros (internos y externos) derrumbados! Un ejemplo: en la actualidad, buena parte del contenido y las firmas del N°1 (1978) me parecen casi ingenuamente “oficiales”, por su extrema vecindad al Partido Comunista, lo que, posiblemente, ni siquiera percibí ni registré en ese momento. Y una curiosidad: en el Editorial no se anuncia ni reconoce su adscripción partidaria: “La iniciativa corresponde a gente de una clara y permanente línea antifascista”, se indica vagamente. No creo que quisiera ser un engaño; sin embargo, tampoco creo que sea una casualidad: acaso, una manera tácita de señalar que este periódi­co no era el vocero de la (monolítica y centralizada) línea política partidista y que, por esto mismo, se esperaban participaciones desde ángulos y sesgos variados: intención aplicada y realizada, según yo, con menos dificultades hacia la cultura artística, a la que se le aceptaba mayor flexibilidad para acercamientos caleidoscópicos, disímiles, mientras la tolerancia disminuía para la cultura política y sus reflexiones, cuyas propuestas no debían ser ideológicamente polémicas ni contrarias a los principios políticos partidarios, a pesar de que no fuera comunista quien suscribiera.

¿Alguna prueba?

No era extraño que comenzaran a llegar a Araucaria artículos que planteaban dudas frente al dogmatismo y las respuestas frágiles y apresuradas. ‘Pobre compañero, dicen que está muy deprimido. ¡Es difícil el exilio…!’, comentó el director sobre uno de los autores, exiliado en Italia, y sobre otro camarada que había enjuiciado un documento. Cuando aludió a la salud mental (y no al escrito) del segundo o, quizá, de un tercero, un escalofrío me hizo trascender sus palabras.

Ya empezaba el pe­ríodo de los debates y cuestionamientos que derivaron en la llamada “renovación socialista”, cuyos ecos era impo­sible desconocer. Por otro lado, el Partido Comunista Italiano era bastante crítico del modo cómo se había instaurado el “socialis­mo real” y de las limitaciones y problemas que esos países tenían; lo acompañaban en sus apreciaciones las colectividades de Francia y España, en una ten­dencia que se denomi­nó EuroComunismo. Luego, no era extraño que comenzaran a lle­gar a Araucaria artículos que planteaban dudas frente al dogmatismo y las respuestas frágiles y apresuradas. “Pobre compañero, dicen que está muy deprimido. ¡Es difícil el exilio…!”, comentó el director sobre uno de los autores, exiliado en Italia, y sobre otro camarada que había enjuiciado un documento. Cuando aludió a la salud mental (y no al escrito) del segundo o, quizá, de un tercero, un escalofrío me hizo trascender sus palabras, y la escena la tengo grabada todavía.

No obstante, es inequívoco que si el director, Volodia Teitelboim, era miembro del Comité Central, y si la inmensa mayoría de quienes participan en esa edición inicial eran militantes, conocidos como tales y, por lo general, de extensa trayectoria, había un “secreto a voces”, como una suerte de revelar los naipes lateralmente, como para callado. Por otra parte, jamás se oculta la posición política de la publicación, ni sus objetivos inmediatos (el fin de la dictadura chilena) ni a futuro (cambiar la sociedad capitalista por una socialista).

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Podría abundar en la cronología inaugural y recordar la reunión preliminar que tuvimos, en París, unos meses antes de que se imprimiera, quienes sería­mos el futuro Comité de Redacción y su secretario, Carlos Orellana, con Volodia Teitelboim, el director (función que, a mi entender, en muchas ocasiones cumplía Orellana). Esa en el barrio de Montmartre, donde desde la ventana del departamento en que nos reunimos los cinco o seis convocados se divisaban, próximas, las cúpulas del Sacré Coeur que nos hacían comprender que aun hablando en castellano y sobre Chile, no estábamos en Santiago, pues esa no era la iglesia de los Sacramentinos, ahí en Arturo Prat con Santa Isabel, su copia (casi) fiel.

A mí me extrañó que me propusieran integrar el equipo, pues siguiendo los patrones y conductas habituales de “El Partido”, yo consideraba no tener ni la edad ni la trayectoria partidista como para que se me invitara a ese (importante) desafío. Recién me doy cuenta de que apenas en el número 3 (1978) aparecimos los del Comité en el colofón. De todos modos, por ser trabajo militante, a nadie se le hubiera ocurrido exigir ser mencionado (por lo mismo, y con lógica consecuencia, una retribución económica era impensable). Al comienzo, nuestras firmas pueden haber sido omitidas por seguridad, pues nos suge­rían cuidar nuestras identidades para no cerrarnos las puertas del regreso a Chile: a Volodia, el régimen autoritario le había arrebatado su nacionalidad; había pasaportes con la leyenda: “Válido solo para salir del país”; hubo muchos expulsados de Chile y muchos impedidos de ingresar, y castigos peores, lo sabemos.

A diferencia del resto, yo no conocía al director. Me llamó la atención la formalidad con que lo trataban: “Volodia, estás idéntico a ti mismo”, le dijo uno de los asistentes, y yo no supe si era sarcasmo o adulación. Tampoco sabía que antes, otro equipo, proveniente de lugares distantes entre sí, se había reunido en Roma para imaginar este periódico trimestral. Para evitar los excesivos desplazamientos, se optó por el grupo de París, que nos juntábamos con el director, quien venía de Moscú, aproximadamente una vez por cada ejemplar. Y como además se imprimía en Madrid, Araucaria se me figura una metáfora de la diáspora. Sin duda, un modo de romperla era creando una revista, o sea, un sinónimo de unión y reunión. Sin duda, asimismo, era un excelente barómetro para acoger, enterarse, comunicar y compartir el estado, los razonamientos y haceres de la dispersa y variada comunidad chilena. Por estos motivos, antes y mientras existió Araucaria (cuyo último volumen, de 1989, por poco coincide con el término del régimen cívico–militar), hubo decenas, docenas, hubo centenas de folletos, cuadernos, libros, revistas, catálogos, apuntes: ediciones e impresiones de dispares proveniencias, orientaciones y finalidades. No competían: sumaban, se complementaban.

A diferencia del resto, yo no conocía al director. Me llamó la atención la formalidad con que lo trataban: ‘Volodia, estás idéntico a ti mismo’, le dijo uno de los asistentes, y yo no supe si era sarcasmo o adulación. Tampoco sabía que antes, otro equipo, proveniente de lugares distantes entre sí, se había reunido en Roma para imaginar este periódico trimestral.

Por sus intereses básicos, yo colocaría a Araucaria entre otras dos revistas previas y que se le aseme­jan por haber tenido larga duración: Chile–América (1974–1983 = 89 volúmenes), con marcado énfasis político, aparecía en Roma como resultado de una colaboración entre seguidores de la Unidad Popular y de la Democracia Cristiana, y Literatura Chilena en el Exilio: comenzada en 1977, en Los Angeles, California, pero que con distintos nombres y emplazamientos, y a veces dilatadísimos intervalos, se extendió, en Chile, hasta 1994, como Literatura Chilena, creación y crítica. Sin embargo, Araucaria fue más abarcadora por la vastedad de su comprensión de la cultura que –como ya anoté– incluía múltiples disciplinas, siempre tratadas al mismo nivel: en el volumen 13, de 1981, por ejemplo, coexisten “La intervención económica del Estado bajo el fascismo” (Daniel Fuenzalida), “El Clásico Universitario: un teatro de masas de invención chilena” (Osvaldo Obregón), “Aportes a la historio­grafía chilena” (Bernardo Subercaseaux) y “Gardel, ¿un fantasma del viejo pasado?” (Carlos Ossa), etc. En el Capítulo de la Cultura Chilena sobre la Música (Nº 2, 1978) conviven: el cantante lírico Hans Stein; los cantantes Ángel Parra y Patricio Castillo, y los compositores “doctos” Gustavo Becerra y Fernando García, junto a Sergio Ortega, por supuesto, que sin­tetizaba ambos trayectos, pues habiendo egresado del Conservatorio se ligó –y aportó– grandemente a la canción popular (y no fue el único), siendo el autor de “El pueblo unido” y “Venceremos”, entre centenares, entre miles de composiciones, y no creo exagerar.

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Desde el inicio, esos documentos aparecieron estruc­turados en secciones nada rígidas: Exámenes, Nuestro tiempo, La historia vivida, Notas de lectura, Crónica, Cartas de Chile, y otras, que podían repetirse, desa­parecer o crearse entre un número y los siguientes. Entre estos, Homenaje (a Hernán Ramírez Necochea; a Alejandro Lipschutz, valiosos militantes fallecidos); efemérides (“Noventa años de Gabriela Mistral”, “Doscientos años de Andrés Bello”); o situaciones contemporáneas fundamentales, como el triunfo de la Revolución Sandinista (julio de 1979) a la que se dedica Nuestro Tiempo de los números 8, 9 y 10: victoria tan celebrada, por la que dieron la vida demasiados jóvenes latinoamericanos y chilenos y que, hoy, recordamos con nostalgia e ilusión hechas trizas.

Pero a mi entender, Araucaria no es una reliquia ni una colección inerte, colocada en un estante para llenarse de polvo por su falta de actualidad y porque, en ella, encontraríamos trazos y trazas estáticos de un ayer remoto y ya superado y vuelto historia pasada. Hay casos, eso sí, en que el lenguaje puede volvérsenos opaco por el uso de una terminología anquilosada, por su pesada carga ideológica. Pero en Araucaria todavía hay materiales que, como murmullos, entregan antecedentes desconocidos o no considera­dos, datos fundamentales para enterarse de ciertas realidades, incluso pre­sentes, para un estudio, para una investigación (“Desalojo en el ‘San Luis’”, un imprescin­dible testimonio del arquitecto Miguel Lawner, nos turba y hace trastabillar en el tiempo, pues hasta 2019, si no más, se ha continuado discutien­do el asunto: ¿el tiempo se detiene o la historia se repite mientras los poderes no los modelen a su amaño?) ¡Ni qué decir la información aportada por Capítulos de la cultura chilena!, “inventados” por Luis Bocaz (del Consejo de Redacción), y centrados en siete especialida­des: plástica, música, universidad, ciencia, teatro, ciencias socia­les y cine. Con cierta inclinación por pro­fesionales comunistas, hay que reconocer como un verdadero acierto que sea Raúl Ruiz la figura principal en el apartado dedicado al cine, cuando su producción ya se abría y callejeaba, digamos, por otras pistas, por otras visiones. Teniendo en cuenta, además, que su irónica Diálogo de exiliados, de 1975, había significado un “escandalillo” entre la comunidad chilena y en sus partidos. En su entrevista “No hacer más una película como si fuera la última”, con su sabida agudeza y perspicacia, Ruiz apunta al abismo insuperable entre ser cineasta en el subdesarrollo y serlo en la holgura del desarrollo. Y sobre el exilio, esencial es la sección Un millón de chilenos, parte que se extiende entre los números 7, 8 y 9 (1979 y 1980), al que, en este volumen, se añade la sección Temas, donde destaca “Fuera de lugar”, de Federico Schopf.

Y ahora, a punto de terminar, enfoco Textos, la sección que acogía narrativa, poemas, obras de teatro, testimonios. Es cierto que, al comienzo, y volunta­riamente, como una forma de atraer, los autores se (im)pusieron por sus nombres, pero pronto, en esos tiempos sin computador ni mensajes–electrónicos ni WhatsApp ni redes sociales, desde Chile y desde el éxodo, desde la clandestinidad, públicamente o con seudónimo, llegaban y llegaban, por correo postal, trabajos para publicar. Entre decenas, fueron editados: Juan Godoy, Waldo Rojas, Eduardo Embry, Hernán Castellano Girón, Bárbara Délano, Omar Lara, Armando Uribe, Oscar Hahn, Jorge Montealegre, Ariel Dorfman, Claudio Giaconi, Virginia Vidal, Antonio Skármeta, Bruno Montané, José Leandro Urbina, Raúl Barrientos, Roberto Bolaño, Cecilia Vicuña, Gonzalo Millán… La abundante correspondencia manifestaba la diversidad y variedad de lo que estábamos escribiendo los chilenos, en el paisaje que fuera y, así, llegaron manus­critos con modos de decir y perspectivas novedosas para expresarse y para expresar, incluso la contingencia polí­tica (entre los sobresalientes: Mauricio Redolés). En todo caso, lo que interesa rescatar es la riqueza por la diferencia de edades, de lenguajes, de perspectivas, de escrituras, de ubicaciones; revisando sus enunciados, encontra­mos a los escritores que han continuado haciendo y componiendo la literatura chilena actual.

“El destierro no consiste en estar en otro país que el propio: es no estar en ninguna parte, es el fantasma para el que no hay lugar”, decía Armando Uribe en su libro El criollo en su destierro. Pienso que Araucaria, al igual que las múltiples realizaciones en el exilio, cada cual a su manera y con sus limitaciones y logros, aunque fuera en el deseo y la imaginación de la lectura y la escritura, creaba un territorio que nos permitía encontrarnos y reconocernos y acer­carnos a Chile.

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