El sociólogo y periodista alemán Wolfgang Sofsky ha hecho de la violencia uno de sus temas centrales. Para él, el contrato social que le entrega al Estado el monopolio de la violencia para asegurar la paz no es más que una fábula, porque “al estado de naturaleza suceden el dominio, la tortura y la persecución; el orden desemboca en la revuelta, en la fiesta de la masacre”. Para Sofsky, la violencia domina toda la historia de la especie humana, al ritmo de revoluciones, guerras y matanzas. Por lo mismo, desmiente dos ilusiones: que el sufrimiento puede dar sentido a la vida y que la cultura atempera el poder destructivo. “Es la cultura —escribe— y no la naturaleza, la que ha hecho al hombre ser lo que ha sido y continúa siendo”.
por Patricio Tapia I 4 Marzo 2025
Bienaventurados quienes viven sin la amenaza de la agresión, porque para ellos la violencia parece azarosa y remota. Sin embargo, podría no ser ni lo uno ni lo otro, dada su inmensa diversidad de significados a lo largo del tiempo y a través de las culturas. La violencia adopta tantas formas diferentes como aquellas en que se experimenta. Filósofos, psicólogos evolutivos, historiadores, sociólogos, arqueólogos y teóricos políticos han intentado aclarar qué es.
Hay quienes distinguen entre la violencia como fuerza y como violación de derechos. Definir dónde comienza y dónde termina la fuerza no es sencillo (¿es siempre violencia la extracción de sangre o el encarcelamiento?); tampoco toda violencia requiere fuerza, como demuestra el asesinar con veneno. Al definir la violencia como violación de derechos, dependerá del concepto de esos derechos y mientras más amplio sea este más presente estará aquella. Casi cualquier acto puede tenerse como una violación de los derechos de alguien y toda vulneración de derechos sería, así, violenta.
Restringir la violencia a actos físicos no considera su dimensión psicológica. Ella es más que la agresión del cuerpo y ha de sopesar las secuelas emocionales. En ambos casos, la parte “intencional” es fundamental, pues excluye los accidentes.
Se ha intentado incluir acciones que antes no se consideraban necesariamente violentas: el trabajo forzado, la pobreza, el racismo, el acoso. Categorías como la violencia “estructural” (Galtung), la simbólica (Bourdieu) o la distinción de Žižek entre “subjetiva” (visible) y “objetiva” (invisible), cuestionan la intencionalidad, pues los resultados de una acción violenta podrían no ser deliberados.
Nada de esto —o muy poco— parece interesarle a Wolfgang Sofsky, alguna vez profesor de sociología en universidades alemanas, quien ha hecho de la violencia uno de sus temas centrales. Sus muy controvertidos estudios inspiraron lo que llegó a conocerse como “programa fenomenológico” de investigación sobre la violencia, formulado por sociólogos alemanes en la década de 1990 (Von Trotha, Nedelmann y otros).
Pero Sofsky es muy particular. Su estilo es sorprendente y su enfoque, personal, ensayístico, literario. En sus libros no parece querer presentar un argumento científico, histórico o sistemático, ni intenta aclarar término alguno, ciertamente no el de “violencia”, tan discutido en las ciencias sociales. La violencia es causar y sufrir dolor. No está interesado en formas estructurales ni abstractas de ella. Para él, su posibilidad está siempre presente. No es algo ajeno al ser humano. Siempre ha existido y probablemente siempre existirá.
Sofsky analizó el funcionamiento de los campos de concentración en La organización del terror (1993): allí no hay nombres, ni de víctimas ni de perpetradores, ni el trasfondo ideológico nazi, solamente estudia los mecanismos y estructuras sociales del sistema. Más tarde abordó otras esferas de la violencia en los ensayos de Tiempos de horror (2002) y estudió las imágenes de ella en Tipos de muerte (2011). Sin embargo, es en Tratado sobre la violencia (publicado en alemán en 1996) donde amplió su enfoque hacia una antropología integral del fenómeno violento.
En el libro hay descripciones de eventos, procesos y situaciones. La paráfrasis de textos literarios o históricos le sirve para examinar detalladamente formas de violencia como la tortura, la ejecución, el combate y la guerra, las persecuciones humanas y las masacres desde diferentes perspectivas: la visión del verdugo, de la multitud, de los espectadores y de las víctimas.
Su punto de partida es que, como mortales y vulnerables, los humanos se ponen de acuerdo para asegurar su existencia, mediante un contrato social que prohíbe la violencia. Para poner fin a la guerra mutua, el Estado absorbe el monopolio de la violencia. Según Sofsky, esta “fábula” o “mito” de origen de la sociedad y el Estado no supone el fin de la violencia, sino las mutaciones de sus formas: “Al estado de naturaleza suceden el dominio, la tortura y la persecución; el orden desemboca en la revuelta, en la fiesta de la masacre. La violencia es omnipresente”. Ella domina toda la historia de la especie humana al ritmo de revoluciones, guerras y matanzas.
Pero no es fortuita. La brutalidad tiene reglas y patrones discernibles. Cada manifestación de violencia masiva tiene sus leyes y un objetivo. Los individuos, como el asesino o el guerrero, también tienen una razón: alcanzar un estado de euforia y libertad total.
Estas ideas bastarían para considerar estimulante y turbador el libro de Sofsky, aunque la incomodidad se intensifica cuando el autor aclara, con todo detalle, lo que les sucede a las víctimas. En algún momento precisa los efectos de la tortura: “Este siente que al menor movimiento las ligaduras le cortan la carne; siente crujir y crepitar las articulaciones retorcidas; ve manchas azuladas y verdosas bailándole en los ojos, hasta que todo es de color rojo de sangre; siente como si unas agujas metálicas hurgasen en su cráneo; el grito no puede salir de la boca amordazada, y este grito ahogado vuelve a la laringe, los pulmones, el corazón”.
Puede ser inquietante también cuando examina las consecuencias de crímenes colectivos que, según él, solamente traen consigo el deseo de venganza, una amargura que se transmitirá de generación en generación. “De reconciliación solo hablan quienes no participaron directamente”, señala, pues la reconciliación necesita olvido. “Pero la violencia, el sufrimiento y los sacrificios no se olvidan”.
Sofsky supone que se pueden identificar formas universales de violencia, las que, en última instancia, se basan en el poder de herir y la apertura del cuerpo humano a las lesiones.
Su mirada se enfoca en un objeto: el arma. La primera del ser humano es él mismo, todo su cuerpo sirve para atacar, aunque la vulnerabilidad física es objetivo de la violencia. La cultura material es rica en armas potenciales.
También explora la conexión entre violencia y pasión. El célebre caso de Gilles de Rais, autor de crímenes contra niños en el siglo XV, le sirve de ilustración: su crueldad es el disfrute del desbordamiento, el desprecio del sufrimiento. Las atrocidades producen “una ilusión de omnipotencia” y “el deseo de traspasar todo límite”, el impulso de la violencia lleva a que, una vez desatada, “adquiera el movimiento infinito del exceso”.
El despliegue de la crueldad en la matanza significa una liberación que pasa, según Sofsky, por un placer físico, como ocurre en las masacres. Y el arma preferida es el cuchillo. El asesino “quiere chapotear en la sangre, quiere sentir en sus manos, en la punta de sus dedos, lo que hace”. Esta satisfacción se pierde en la masacre mecanizada, en que el desbordamiento se manifiesta en la devastación.
Dedica un capítulo a la destrucción de las cosas. “Su sueño es un desierto donde no haya ni una piedra, ni un fragmento, ni un pedazo: el lugar mudo, el escenario vacío”. Y alcanza a los objetos en que se ha depositado el lenguaje y el saber: actas, registros, libros, el desmantelamiento de obras de arte y monumentos públicos.
El dolor y el miedo son aspectos centrales en la comprensión de la violencia. Y la muerte violenta es la abrumadora fascinación del libro.
La tortura no es una técnica para matar, sino para hacer sentir la agonía, pura crueldad. A pesar de la repugnancia, el espectador de la violencia sucumbe a ella: está al pie de la horca, cerca de las hogueras, en la plaza del descuartizamiento. Las masacres no son raras y tienen una forma usual: cercamiento del lugar, batida, incendio, violación, carnicería y aniquilación. Cita a Cioran: “La nostalgia de la barbarie es la última palabra de la civilización”.
Sofsky prescinde casi por completo de datos, nombres y referencias. El tono es férreo, indiscutible. Las frases son latigazos que restallan. Su libro es tan absoluto como la violencia. Así se pierden las diferenciaciones históricas y, con ellas, todas las opciones políticas. Más allá de las ocasionales afirmaciones dudosas, no pretende probar ni convencer. Su pesimismo es implacable.
Comenzó abordando la relación entre orden y violencia. En el siglo XVII, Hobbes describió el “estado de naturaleza”, prepolítico y feroz, donde todos intentan destruir o subyugar a los demás, con una vida “solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”. La violencia era el problema, pero también la solución. Se escapaba del estado prepolítico violento formando una sociedad política bajo una autoridad que se basa en el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Pero al contrato social, dice Sofsky, le sigue el contrato del poder. La violencia no desaparece, solamente cambia de rostro y continúa sin alteraciones, hasta que llega un momento en que las personas se hartan de él, y se produce “un último levantamiento”. La revuelta no es contra el régimen antiguo, sino contra el principio de orden. La violencia crea caos, y el orden crea violencia. Y así…
Sofsky no da esperanza de que la violencia pueda eliminarse o abolirse. Para él existen dos ilusiones culturales. La primera, que las personas tienen que experimentar sufrimiento en sus vidas para equilibrarlas y darles sentido. Sufrir, a su juicio, carece de todo sentido: “No es un signo ni es portador de ningún mensaje. No revela nada. No es sino el mayor de todos los males”.
La segunda ilusión: la megalomanía de lograr sobrevivir a la muerte a través de la cultura. Las pirámides o las grandes ciudades se construyeron sobre cimientos de esclavitud y montones de huesos. Pero no se puede dar sentido a lo que no lo tiene: “Ningún pensamiento ha calmado jamás un dolor, ninguna idea ha conseguido jamás alejar el miedo a la muerte”. La cultura crea la violencia. En sus palabras: “Es la cultura, y no la naturaleza, la que ha hecho al hombre ser lo que ha sido y continúa siendo”.
Tratado sobre la violencia, Wolfgang Sofsky, traducción de Joaquín Chamorro, Abada, 2006, 228 páginas, $27.200.