Ejercicio de admiración

por Bruno Cuneo I 21 Agosto 2025

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Mi primer libro iba a ser un relato de viaje. Recorrería una parte de la Riviera de Levante italiana, entre Portofino y La Spezia, y me detendría sobre todo en Rapallo, la ciudad en que nació mi abuelo en 1902 y de la que emigró a Chile en 1927. Describiría minuciosamente el paisaje, las circunstancias del viaje, mis estados de ánimo y, a partir de una anécdota cualquiera, como una noticia leída en el diario local, contaría una larga historia relacionada con algún personaje, un hecho histórico o una edificación del lugar: los días, por ejemplo, del poeta Ezra Pound como animador cultural de la ciudad bajo el régimen fascista; un improbable encuentro con mi abuelo, su vecino anarquista; la hermosa casa que ocupó Gabriela Mistral en San Michele di Pagana mientras era cónsul de Chile; o las largas caminatas de Friedrich Nietzsche por la costa ligure, que le inspiraron toda la primera parte de Así habló Zaratustra. En mis relatos intercalaría a veces algunas fotografías, solo para acreditar ciertos hechos y nunca con intenciones artísticas, y mediante un largo rodeo por entre temas y anécdotas, casi siempre literarias o históricas, concluiría que la historia es generosa únicamente en correspondencias y calamidades, como la emigración y el exilio, que yo había escogido como el tema central de mi libro y al que volvería una y otra vez, aunque de manera oblicua.

¿Qué pasó con Viaje a Rapallo? Lo escribí, pero no lo publiqué nunca. Formalmente, y hasta ideológicamente, se parecía demasiado a Los anillos de Saturno (1995), de W. G. Sebald, que había leído un año antes y que me había impresionado. El libro narra la caminata que emprendió el autor en 1992 por el condado de Sufolk, al este de Inglaterra, en busca de la calavera del escritor Sir Thomas Browne, un periplo que le inspirará melancólicas meditaciones sobre la fortuna desvanecida de los pueblos visitados; perfiles crepusculares de escritores como Joseph Conrad, Charles Algernon Swinburne, Michael Hamburger o Edward Fitzgerald; relaciones de una retahíla de hechos históricos desventurados, como las atrocidades de la colonización belga en el Congo, las limpiezas étnicas en los Balcanes, la guerra civil en China y, hacia el final, una minuciosa descripción del cultivo de la seda en ese país oriental, su desarrollo en distintos países de Europa y la curiosa promoción de la que fue objeto durante el nazismo, un período que será siempre para este escritor —alemán trasplantado a Inglaterra— el origen de su visión calamitosa y desesperanzada de la historia. La búsqueda de una calavera —vieja alegoría de la caducidad o la muerte— transformaba de este modo todo el relato de Sebald en una vanitas literaria, en la luctuosa rumia de un narrador que en todo lo que ve halla las huellas del abandono o la destrucción, del infeliz transcurso del mundo bajo el signo de Saturno, el astro de la melancolía, el más pesado y el de las revoluciones más lentas. “Si el viaje tradicional —escribió Susan Sontag en “Una mente de luto”— nos acercaba a la naturaleza, aquí mide los grados de la devastación”.

Creo no equivocarme al afirmar que Los anillos de Saturno fue el último gran libro del siglo XX, e incluso del modernismo, si ser un modernista, como decía Roland Barthes, es ser alguien que tiene algo nuevo que decir e inventa para ello un estilo personal que lo distingue de otros inventores. Y el estilo de Sebald era, por cierto, inconfundible: la fijación en una anécdota o un detalle provocaba siempre en él una deriva narrativa inusitada, donde las historias se sucedían en cadena, una tras otra, y concitaban, además, una enorme erudición histórica. Una escritura proliferante, podríamos decir también, que se internaba de preferencia por los oscuros pasadizos de las épocas y que le infligía, además, una peculiar modulación a “la función formativa del desplazamiento”, para emplear una noción del filósofo Michel Onfray.

Creo no equivocarme al afirmar que Los anillos de Saturno fue el último gran libro del siglo XX, e incluso del modernismo, si ser un modernista, como decía Roland Barthes, es ser alguien que tiene algo nuevo que decir e inventa para ello un estilo personal que lo distingue de otros inventores. Y el estilo de Sebald era, por cierto, inconfundible: la fijación en una anécdota o un detalle provocaba siempre en él una deriva narrativa inusitada, donde las historias se sucedían en cadena, una tras otra, y concitaban, además, una enorme erudición histórica.

El viaje, en efecto, no conduce tanto en Sebald al conocimiento del propio yo (“¿qué he aprendido de mí?”) como al conocimiento del desgraciado transcurso del mundo (“¿qué he aprendido de la historia?”) y, por eso mismo, antes que la excitación o la ansiedad frente al acontecimiento, lo que prima siempre en él es la depresión o el “vértigo”, que es el título de otro de sus libros, un relato de viaje por Italia en el que se leen declaraciones como esta: “Al igual que él [Grillparzer], no encuentro placer en nada, me quedo desmedidamente decepcionado de todos los monumentos y, como acostumbro a decir, mejor hubiera hecho quedándome en casa con mis mapas y mis planos”. Ideado originalmente para llenar el vacío dejado por un trabajo académico extenuante, la caminata condujo, de hecho, a Sebald al hospital, donde comenzó a idear su libro: desde la postración, justamente lo contrario de la libertad de movimiento.

Le comento a un amigo que tengo la impresión de que Sebald ha inventado el relato de viaje angustioso, “decepcionado del monumento”, pero eso, me dice, ya puede encontrarse de algún modo en Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux. Es verdad, pero una diferencia, me atrevo a precisar, es que en ese libro la decepción brota de una colisión demasiado fuerte entre culturas distintas, mientras que en el de Sebald brota de un enfrentamiento con la propia cultura, la europea, como si lo familiar se hubiese vuelto de pronto extraño, incluso ominoso. De paso por Orford, por ejemplo, Sebald se topa con unas edificaciones de hormigón abandonadas, antiguos centros de estudio de armamentos durante la Segunda Guerra Mundial, y comenta lo siguiente: “Cuanto más me acercaba a las ruinas, tanto más se desvanecía la idea de una isla misteriosa de los muertos y me figuraba estar entre los restos de nuestra propia civilización perdida en una catástrofe venidera”.

La escritura, dice Annie Ernaux, es búsqueda de una forma. No les pedimos a todos los libros que inventen una, pero nos aferramos con más fuerza a aquellos que producen algo más que una variación ejemplar de una forma preexistente. Me habría gustado con Viaje a Rapallo producir algo así, pero mi libro, más que buscar una forma, reproducía inconscientemente una, cuya imantación había resultado ser demasiado fuerte. Sucede pocas veces con un libro (“¡Debí escribirlo yo!”) y sucede también que cuando nos topamos con él es difícil atribuirle una parentela, aunque el propio Sebald no dejó nunca de reconocer la gran deuda que mantenía con Robert Walser, a quien le dedicó un ensayo precioso. Sus paseos solitarios, dice allí, acompañaron siempre sus excursiones, pero supo olvidarse de él cuando se quedó solo, enfrentado a los surcos y las líneas del papel.

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