Doris Lessing: prisiones electivas

Las grandes transformaciones políticas, sociales y culturales del siglo XX europeo habrían sido, para la escritora británica, efectos colaterales, ecos, “ondulaciones de la tormenta” de un gran conflicto bélico desarrollado en dos capítulos, las guerras mundiales. Esa historia de violencia habría imperado también en otras latitudes y se debería en parte a que nos encontramos aún en una fase evolutiva temprana, que llamó la era de la creencia.

por Sergio Missana I 21 Enero 2025

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La guerra es el hecho central de nuestro tiempo”, anotó Doris Lessing en el quinto volumen de su pentalogía autobiográfica Hijos de la violencia (1952-1969), la novela La ciudad de las cuatro puertas. Esa intuición tenía un trasfondo personal. Su padre sufrió la amputación de una pierna durante la Primera Guerra Mundial; las secuelas psíquicas le penaron durante el resto de su vida. “Soy hija de la Primera Guerra Mundial (…) mis dos padres fueron gravemente dañados por la guerra. Mi padre, físicamente, y ambos mental y emocionalmente”.

Lessing observó en su ensayo Prisiones en las que elegimos vivir (1987), un fenómeno recurrente, acaso cíclico: los hombres marchan a la guerra en un estado de exaltación, una “espantosa euforia pública”. La máquina de moler carne de la violencia no solo deja un reguero de muerte y destrucción, sino que inflige un trauma colectivo, un daño profundo e irreparable que, sin embargo, no impide que nuevas generaciones marchen exultantes a la guerra. El odio sería “un lugar”, una fuerza casi impersonal, una suerte de longitud de onda que cualquiera puede sintonizar. Nunca estamos demasiado lejos del “descenso a la barbarie”. Y agrega: “En tiempos de guerra, como saben quienes han experimentado una o hablado con soldados que se permiten recordar la verdad, y no los sentimentalismos con los que nos protegemos de los horrores de los que somos capaces (…) volvemos, como especie, al pasado, y se nos permite ser brutales y crueles. Es por esta razón (…) que mucha gente disfruta de la guerra. Pero de esto no se habla a menudo”.

Puede no existir una distinción tajante entre la paz y la guerra, esta última a veces arriba de manera solapada (en tal sentido, hay quienes aseveran hoy que Estados Unidos se encontraría ya en una guerra civil): “Así comienza una guerra. En tiempos de paz, llega un anuncio, una amenaza. Una bomba cae en algún lugar, los posibles traidores son encarcelados sin mucho ruido. Y durante algún tiempo, días, meses, tal vez un año, la vida tiene un carácter pacífico en el que se entremezclan acontecimientos bélicos. Pero a medida que el conflicto se prolonga, toda la vida se convierte en guerra, cada acontecimiento tiene un carácter bélico, no queda nada de la paz”.

La violencia puede tomar muchas maneras, sugiere la ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2007. Una de las más insidiosas es aquella que se ejerce sobre las mentes. Noam Chomsky afirmó recientemente que el Partido Republicano quizás sea la institución más dañina de la historia de la humanidad, por su actitud ante la crisis climática, ya que puede contribuir al fin de la civilización tal como la conocemos. Lessing apuntaba en Prisiones a la Iglesia Católica, un “régimen tiránico”, que duró dos mil años y “dominaba la sociedad en su totalidad como único árbitro de conducta y pensamiento”, antes de perder influencia a comienzos del siglo XX y transformarse en una especie de “institución caritativa”.

Al mismo tiempo, la violencia parece cumplir en varias obras de Lessing una función, aunque nunca explicitada, tanto en el terreno social como personal: “Lo nuevo, la apertura, debía ocurrir a través de una región de caos, de conflicto”.

Un ejemplo notable es La buena terrorista (1985), sobre un grupo de jóvenes que ocupan una casa abandonada en Londres y transitan hacia el radicalismo político. ‘Aún somos animales grupales’, sostiene. Si formas parte de una comunidad, agrega, es muy difícil sostener opiniones disidentes, manifestar desacuerdo con las ideas que imperan en ella es un riesgo.

Animales grupales

La preocupación por la violencia recorre toda la trayectoria de la autora. Los estudiosos han dividido su obra en períodos secuenciales. Resulta más productivo abordarla en términos de capas superpuestas; al igual que los de uno de sus precursores, Marcel Proust, sus textos operan en múltiples niveles: psicológico, de dinámica grupales, sociológico, político, histórico y un plano superior de integración que se puede describir, sin temor a la exageración, como visionario. Esas dimensiones no calzan perfectamente entre sí, no conforman un sistema. Leer a Lessing equivale a sumergirse en un río con corrientes y contracorrientes, en permanente transformación, en que la única constante es el cambio.

En el plano psicológico, da vida a personajes móviles, en constante mutación, que evolucionan de maneras inesperadas, que se trenzan en vínculos misteriosos, que resultan inasibles incluso para sí mismos: “Hay que deducir los verdaderos sentimientos de una persona sobre algo por una sonrisa que no sabe que tiene en la cara, por la forma en que la amargura tensa los músculos de la comisura de los labios o el aire es expulsado de los pulmones”. Un motivo recurrente es el contraste entre personajes eficientes, competentes, capaces de valerse por sí mismos y de sostener a otros, y de sujetos que no pueden hacer frente a la realidad, que deben ser apuntalados financiera y emocionalmente. Otro tema reiterado es el de un personaje que se ve enfrentado a una cierta tarea y entra en una especie de túnel (uno de sus cuentos más memorables se llama “A través del túnel”), no es libre hasta haberla completado. Cada vez que se critica a otra persona, señala, interviene un componente de envidia. Es más, existe un mecanismo misterioso mediante el cual lo que criticamos en otros termina por pasarnos la cuenta. “Lo que uno condena, regresa para ser experimentado (…) uno debe sufrir lo que desprecia”. Bajo las numerosas facetas, máscaras e identidades que componen sus personajes y narradores, subyace un yo profundo que a veces llama un “observador silencioso”.

En un nivel que puede describirse como de psicología social, Lessing insiste una y otra vez en retratar dinámicas grupales. Un ejemplo notable es La buena terrorista (1985), sobre un grupo de jóvenes que ocupan una casa abandonada en Londres y transitan hacia el radicalismo político. “Aún somos animales grupales”, sostiene. Si formas parte de una comunidad, agrega, es muy difícil sostener opiniones disidentes, manifestar desacuerdo con las ideas que imperan en ella es un riesgo. Solo una minoría se atreve a pensar por sí misma; “el futuro de todos depende de esa minoría”. Un grupo de pertenencia es como una droga, declara, al mismo tiempo reconfortante y “el enemigo”. La breve novela de terror El quinto hijo (1988) elabora el impacto en una familia del nacimiento de un niño extraño, acaso no del todo humano.

Al igual que otros intelectuales, percibe una línea de continuidad entre religión e ideología, aunque admitiendo que se trata de un lugar común. De los dos mil años de régimen tiránico de la Iglesia heredamos no solo la idea de redención, el anhelo de un estado futuro de absoluta perfección y felicidad, sino también el sectarismo.

En un plano más amplio, sociológico, sugiere que “nos gobiernan olas de emoción colectiva”. La educación no sería más que adoctrinamiento. “Idealmente, se debiera decir a cada niño, repetidamente, a lo largo de su vida escolar: ‘Estás siendo adoctrinado. Aún no hemos desarrollado un sistema educativo que no sea un sistema de adoctrinamiento. Lo sentimos, pero es lo mejor que podemos hacer. Lo que se les enseña aquí es una amalgama de los prejuicios actuales y de las opciones de esta cultura en particular’”. Lessing sugiere que nadamos en las corrientes de nuestro tiempo y que es extraordinariamente difícil, si no imposible, sustraerse a ellas. Se refiere, por ejemplo, a “la gente despreocupada, de modales relajados de hoy”, para acentuar hasta qué punto en el pasado reciente los hábitos e incluso la vestimenta imponían una rigidez física. Se refiere al sexo y la comida como prioridades culturales contemporáneas, cuya relevancia damos por sentada. Cita a George Bernard Shaw, quien sugirió que los seres humanos se habrían hipersexualizado (algo que, por lo demás, parece estar cambiando en el siglo XXI). Lessing relata que en su juventud en Rodesia del Sur —la actual Zimbabue— y luego en Londres, existía una obsesión generalizada con el alcohol, era tema obligado de conversación, una preocupación que se ha desplazado hacia la comida. La sociología como disciplina, junto a otras “ciencias blandas” y la misma literatura formarían parte de un fenómeno crucial: “La habilidad todavía en ciernes de la humanidad de considerarse a sí misma de manera objetiva”, que sería un contrapeso del atavismo de la violencia. El conocimiento reciente sobre la naturaleza humana debiera integrarse, sostiene, a las instituciones. Conjetura que los y las habitantes del futuro se van a extrañar de que no lo hayamos hecho mucho antes.

En el ámbito político, la trayectoria de Doris Lessing estuvo marcada por la militancia comunista y por su posterior desencanto y renuncia al partido en los años 50. Tanto la serie Los hijos de la violencia como su novela más famosa, El cuaderno dorado (1962), dan cuenta de ese tránsito del fervor a la decepción, tema al que regresaría más tarde en El sueño más dulce (2001). Al igual que otros intelectuales, percibe una línea de continuidad entre religión e ideología, aunque admitiendo que se trata de un lugar común. De los dos mil años de régimen tiránico de la Iglesia heredamos no solo la idea de redención, el anhelo de un estado futuro de absoluta perfección y felicidad, sino también el sectarismo. “Es posible que el marxismo fuera el primer intento, en nuestra época, fuera de las religiones formales, de una mente global, de una ética global. No funcionó, no pudo evitar dividirse y subdividirse, como todas las demás religiones, en capillas, sectas y credos cada vez más pequeños. Pero fue un intento”.

Observa que solo en los ámbitos de la política y la religión, personas completamente desquiciadas pasan por viables e incluso asumen papeles de liderazgo. “Si una gran cantidad de personas están locas de la misma manera, no se reconoce como locura”. Argumentó en Prisiones que nos encontramos en una fase primitiva de evolución cultural que llama la era de la creencia, basada en un anhelo de certeza: la noción de que nuestras convicciones son las correctas, que nos lleva a “formar parte de movimientos equipados con verdades”. “Nos domina algo muy poderoso y primitivo”, escribió, una forma de delirio grupal, una percepción de superioridad moral frente a quienes piensan distinto. Lessing asevera que debemos transitar deliberadamente hacia una forma de objetividad, basada en una observación precisa y desinteresada de nuestro comportamiento y capacidades, aunque los resultados sean incómodos. Por ejemplo, instó a reconocer que en todos los países del mundo, en todas las épocas, ha habido clases privilegiadas. Muchas revoluciones se llevaron a cabo para deshacerse de una élite, pero al poco tiempo, entre los revolucionarios se conforma una nueva élite. Los movimientos de masas generan una actitud violenta, emocional, partisana, que suprime los hechos que no le convienen, mintiendo, haciendo imposible el tono sensato, calmado, “que conduce a la verdad”. Los países dan por sentado que son democracias, advierte, pero esta es una idea nueva, frágil, precaria.

“A menudo, las emociones colectivas parecen las más nobles y bellas. Y, sin embargo, dentro de un año, cinco años, una década, cinco décadas, la gente se preguntará: ‘¿Cómo pudiste creer eso?’, porque habrán ocurrido hechos que habrán desterrado esas emociones al basurero de la historia”.

Aguas profundas

En el terreno histórico, la autora retorna una y otra vez a la idea de zeitgeist, el entramado de convicciones que domina cada época: “Las ideas más poderosas son aquellas que se dan por sentadas”, declara. El zeitgeist es inescapable y al mismo tiempo transitorio, destinado a quedar atrás. “A menudo, las emociones colectivas parecen las más nobles y bellas. Y, sin embargo, dentro de un año, cinco años, una década, cinco décadas, la gente se preguntará: ‘¿Cómo pudiste creer eso?’, porque habrán ocurrido hechos que habrán desterrado esas emociones al basurero de la historia”. Este es un fenómeno al cual son particularmente proclives las generaciones jóvenes, que suelen situarse en una alborada, considerando que todo lo anterior fue un desatino y que su papel consiste en empezar de cero, construir una nueva realidad social, libre de los errores del pasado. Lessing advierte que “a la gente joven no le interesa la historia”. De esta es posible aprender “cómo vernos a nosotros y a la sociedad en que vivimos de esa manera calmada, fría, crítica, escéptica que es la única posible para un ser humano civilizado (…) así lo han afirmado filósofos y sabios”. El examen de la historia depararía, al igual que el envejecimiento personal, “los placeres de la ironía”.

En el plano visionario, en el que traza líneas sobre el sentido y destino de la humanidad en una escala de tiempo más amplia, acusa la influencia de su interés por el sufismo y su amistad con el pensador y erudito Idries Shah. Lessing fue una de las figuras literarias que gravitaron hacia Shah, junto a Robert Graves, Ted Hughes y J. D. Salinger. Su ambiciosa pentalogía de ciencia-ficción Canopus en Argos (1979-1983) recorre la historia universal en función de la intervención secreta de civilizaciones extraterrestres, influencias tanto benignas como malignas. En ella destacan la primera entrega, Shikasta (1979), que en cierta medida reescribe el Antiguo Testamento, y The Making of the Representative for Planet 8 (1982), que contiene ecos del Libro de Job. Pero ese aspecto visionario, su capacidad de navegar en “aguas profundas”, va más allá de su incursión en la ciencia-ficción. “Enamorarse es comprender que somos exiliados”, estampó en una de sus novelas tardías, De nuevo el amor (1996), sobre una compañía de teatro que prepara el montaje de una obra sobre la vida de una trovadora. La protagonista, una mujer de 65 años, se enamora de un hombre al que dobla en edad; su historia aborda el amor de una manera proustiana (“la honda necesidad de un ser”, escribió este) y también en su dimensión mística, que los trovadores tomaron a partir del siglo XI de la poesía árabe y que se extendería a Occidente en el ciclo artúrico, la Comedia dantesca y el culto bajomedieval a la Virgen María. La idea del amor como una forma de exilio recuerda la lectura de Borges de la Odisea. Podemos leerla, sugirió este, como una serie de aventuras marítimas o como una alegoría en torno a la sospecha de que nunca estamos en casa.

En esta época da miedo estar vivo, es difícil pensar en los seres humanos como criaturas racionales. Por todas partes vemos brutalidad, estupidez, parece no haber nada más: un descenso a la barbarie, que somos incapaces de frenar. Pero creo que, si bien es cierto hay un empeoramiento general, es precisamente porque las cosas son tan aterradoras que nos hipnotizamos y no notamos —o menospreciamos— fuerzas igualmente fuertes en el otro lado, las fuerzas, en resumen, de la razón, la cordura y la civilización”. En varias novelas de Lessing está presente, de manera más o menos evidente, una amenaza externa, el mundo acotado de la narración parece estar cercado por fuerzas poderosas, por un lento y sostenido proceso de destrucción cifrado en un bombardeo de malas noticias, desastres de diversa índole. De manera contraintuitiva, Lessing mantiene una postura que se podría considerar optimista. Ve en ese deterioro “una reacción, una resaca, un movimiento hacia delante de la evolución social que no podemos distinguir con facilidad”. Estaríamos avanzando hacia una mayor complejidad y flexibilidad. Los “filósofos y sabios” han recomendado “vivir nuestras vidas con mentes libres de compromisos violentos y apasionados, en una condición de duda inteligente sobre nosotros mismos, en un estado de curiosidad calmada, tentativa, desapasionada”.

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