Más allá de haber sufrido (o no) detención y tortura, la lectura de Tejas Verdes ayuda a comprender que esto le ocurrió a un cuerpo colectivo y todavía, a 50 años del golpe de Estado, no sabemos bien cómo incluirlo en el flujo vital de la vida. El testimonio de Hernán Valdés —publicado en 1974— continúa provocando un malestar incluso físico: “Uno sufre día a día la asfixia del detenido y no sabe qué le deparará el destino”, escribe el autor de este ensayo, “a pesar de que sí sabemos que saldrá libre y que contará la historia; es decir, será un testigo que nos legará nuestra historia, individual y colectiva”.
por Rodrigo Cánovas I 9 Septiembre 2023
Es extraño. Recién tomo conciencia de que he leído muy pocos testimonios sobre detenidos, torturados y exiliados debido al golpe militar. Y solo ahora, casi a medio siglo de su publicación, leo Tejas Verdes. Diario de un campo de concentración en Chile, publicado primero en Barcelona en 1974, traducido a muchas lenguas en los años inmediatamente siguientes y solo en 1996 editado en Chile por LOM.
Leo y me recojo, me ovillo y trato de mantener la calma. Teniendo presente el vasto material de videos, entrevistas y recuentos escritos sobre el Holocausto, es increíble el parecido de estos testimonios con el de Hernán Valdés. Ya lo decían alemanes detenidos en esos tiempos (recientemente avecindados en Chile, algunos habiendo hecho clases en las Deutsche Schule del país): “Está sucediendo lo mismo que con las detenciones de Hitler: no hay esperanza”.
¿Qué hemos aprendido desde entonces?
Más allá de haber sufrido (o no) detención y tortura, comprendo que esto le ocurrió a un cuerpo colectivo, al cuerpo de los chilenos, y no sabemos bien cómo incluirlo en el flujo vital de la vida. El rito de los 50 años puede que ayude: “El dolor —leemos en Tejas Verdes— corresponde, por una parte, a una mutilación. Es como si se me arrancara el sexo de raíces, como una dentellada que me deja abierto y, arriba, en la boca, como una explosión que volara toda la carne, que dejara los huesos de la cara y del cuello al desnudo, los nervios petrificados, en el vacío. Es más que eso, no hay memoria del dolor”.
¿Constituye lo allí contado, en estos momentos, una sorpresa? Al leer este diario en Chile, no importa cuándo, ¿es novedad? En realidad, desde un inicio cada uno de nosotros escuchó con miedo muchos relatos de amigos y conocidos en la intimidad del hogar: me amarraron a una silla, me conectaron cables eléctricos a la lengua, el pene y las tetillas… y vinieron las descargas, caí de bruces, perdí el conocimiento. Lo común era que las preguntas fueran una simple excusa para denigrar al detenido: dónde están las armas, confiesa el paradero de tal dirigente. Y en muchos casos, se soltaba al insurrecto, 24 horas después, con unas costillas rotas. Para asustar a todos: a la familia, al barrio, a los del trabajo, a los universitarios. Y volver a la rutina, como si nada hubiera pasado. Con el testimonio de Hernán Valdés se disparan los recuerdos: es el regreso de lo reprimido, el trabajo con la culpa introyectada, la posibilidad de mirar nuevamente de frente el lado oscuro de la condición humana.
Entremos en materia. Este texto está escrito en forma de diario, poco tiempo después de haber salido (expulsado con vida, por suerte) del campo de concentración Tejas Verdes. Aclaremos: no es que el autor haya escrito día a día mientras estaba preso, sino que vuelve a vivir desde la escritura esta experiencia límite, incorporando en el relato la incertidumbre que sufrió: no sabe qué ocurrirá con él, cuándo le llegará el turno de la tortura y si logrará salir vivo de esa temporada en el infierno: “Puede suceder cualquier cosa. Son dueños de hacer con nosotros lo que les dé la gana”.
¿Y qué pasa con nosotros, los lectores? Uno sufre día a día la asfixia del detenido y no sabe qué le deparará el destino; a pesar de que sí sabemos que saldrá libre y que contará la historia; es decir, será un testigo que nos legará nuestra historia, individual y colectiva.
Tejas Verdes es un campamento compuesto por cabañas (pocilgas, donde se depositan los prisioneros, “tráfico de carne”), que aparecen camufladas a la vista de curiosos que puedan deambular cerca de la carretera, en viaje al balneario de Santo Domingo, que está al frente. En realidad, estamos habitando el espacio chileno, vivido esquizofrénicamente: por un lado, el descanso familiar en las playas del litoral, cercano a la capital (el mismo Hernán Valdés estuvo allí con su compañera un poco antes de su detención), y yuxtapuesto, el campo de concentración, donde los detenidos apenas atisban la luz entre las rendijas de las denominadas “cabañas”. Solo el espacio natural (el verdor de la clorofila) y el espacio estelar, cuando los prisioneros salen a defecar, le devuelve a nuestro autor un hálito de trascendencia vital. Dos mundos que no se tocan, que se ignoran: la vida cotidiana durante la dictadura, la venda a medias corrida sobre nuestros ojos, mundos individuales.
Desde la primera página del diario, Hernán Valdés vive un tiempo muerto, un vacío que lo llena de zozobra: es el tiempo de la Espera: a ser detenido, a ser torturado, a morir. Es un tiempo irremediable, que en el caso de la tortura (centro de la incertidumbre) fija el espíritu de los días: “Pensamos que los sábados, por ejemplo, deben ser excelentes, ya que entonces los torturadores han de estar impacientes por terminar su jornada e irse a tomar un trago o a almorzar. Por el contrario, creemos que los lunes deben volver llenos de energías”.
¿Qué significa la tortura? ¿Es la división del espíritu y el cuerpo, la conversión al sujeto en mero detritus? ¿Un lenguaje denigratorio que pretende despojarlo de sus órganos, cual operación maligna? ¿Una materia descompuesta, los ideales habitando un mero esqueleto? Son todas imágenes que surgen de las vivencias exhibidas en este diario: “Soy una pura masa que tiembla y que trata todavía de tragar aire”. Sufrir el hacinamiento (sujeto tapiado), caminar a tientas con una capucha hedionda que cubre el rostro (el juego a la gallinita ciega), los hervores malolientes de las sopas; en fin, golpizas reiteradas y un constante lenguaje denigratorio, que se exacerban en la tortura bajo los golpes de corriente: “Alguien me da un agarrón en el sexo. Insisten en que les describa los órganos sexuales de Eva, el color de sus pendejos, la forma de sus tetas. Quieren saber qué hacemos en la cama, cómo y qué nos besamos. Si mis respuestas son evasivas o demorosas, viene la descarga”.
El relato exhibe el sadismo enmascarado en chiste de los juegos que implantan los cuidadores sobre los prisioneros, como si se nos presentara una serie de lugares comunes del lenguaje donde los seres humanos (aquí, los chilenos) gozan denostando al otro, no se sabe bien por qué: puede ser miedo, resentimiento, ignorancia, repetición de lo visto y vivido, en muchos casos, lo cotidiano. Los soldados, “amoratados por la cerveza”, exigen a los pobres diablos (personas indefensas) que alguien cante, que cuente un chiste. Un cuidador, al despertarlos les espeta: “¿Durmieron bien, pelotudos? ¿Tienen alguna queja?”. Y en la rutina diaria del trote por el campamento: “¡Abajo, huevones! ¡De pie, huevones!”. Y el autor acota: “No sé hacia dónde, pero una patada en el culo me orienta”.
Bofetadas circenses, golpes gratuitos con laques y porras, pataditas en las canillas; acaso hipérboles de los antiguos castigos ejercidos por los inspectores en los colegios: coscorrones, reglazos, bromas que los muchachos del curso celebran nerviosamente.
Menciono esto, porque muchas de las actitudes pueden estar en el corazón de nuestra educación colegial y hogareña. En este campo de concentración ocurren situaciones inverosímiles para nosotros, pero que hablan del oportunismo y de situaciones absurdas y tragicómicas, como el negocio que arma la señora de un suboficial en la vivienda ubicada en el mismo centro de detención: “Dicen que hasta hace poco la mujer del suboficial vendía sándwiches y cigarrillos a los prisioneros a través de la alambrada, pero que últimamente se lo han prohibido”. Un cruce de caminos: todos vamos a comprar berlines al quiosco de la tía, en el recreo en el colegio.
Cagados, orinados, pulguientos, alimentándose de comida agusanada, están al borde del desquiciamiento: “Hace tres días que no duermo ni cago. Es un estado semejante a la alucinación, al desvarío de los inmundos ascetas del desierto. No puedo razonar. Todo lo que me propongo como pensamiento se transforma en ensoñaciones, en visiones tortuosas y escalofriantes”. Aquí, lo que más llama la atención es la fijación de la mirada en las deposiciones, que alude a la descomposición de lo humano, a la pérdida de la dignidad: “La mierda de Rubén sale ante mis propios ojos, es como un parto. Un cilindro de mierda compacto, increíblemente grueso, estriado de nervaduras amarillas y con algunas incrustaciones blancas, granulosas, sale de un orificio estrechísimo”.
Es un vaciamiento, el reverso del alma, un cuerpo-máquina que licúa sustancias: “Quedo asombrado, cada día, de las cantidades de mierda que logro evacuar, de color amarillo subido, como pulpa de naranja prensada, cantidades superiores a lo que he comido”. Es el espejo ominoso, lo que va quedando del hombre en el proceso de denigración. Y repetimos aquí la sombría cláusula de Primo Levi, judío sefardí sobreviviente de Auschwitz, al exhibir la miseria humana de los campos de concentración: “Si esto es un hombre”.
Quiero abordar finalmente un aspecto relevante en relación con el tono de este testimonio de Hernán Valdés: el énfasis en lo antiépico, su realismo escéptico (al borde del sarcasmo) para referirse al fracaso de su vida sentimental y al derrumbe de la utopía política, sus retratos paródicos de quienes lo acompañan en las cabañas (pocilgas) y muchas veces el gesto de distinguirse de los demás, acaso por el hecho de ser un intelectual.
No es alguien obsecuente. Aquí (por suerte) no hay héroes como en las películas: nadie aguanta la tortura, entre los detenidos hay gente desagradable, algunos demasiado ingenuos o de pocas luces. Siendo calificados como “prisioneros de guerra”, no hay ningún detenido que sea un dirigente de renombre; por el contrario, son personas del montón (Valdés incluido): un mozo de cocina del hospital Barros Luco, alguien que trabaja en una farmacia, un profesor de primaria socialista que dirigía la repartición de mercaderías en su barrio, un antiguo dirigente de suplementeros, un joven seguidor de un gurú. El autor acota: “Somos un mosaico informe de la sociedad”. Un grupo heterogéneo, atrapado en un sistema irracional que castiga a los débiles.
Desde ya avanzado el siglo XXI, resulta pintoresco leer algunos retratos de soldados y campesinos, quizás desafiando algunos estereotipos de lo popular que se tenían en aquella época, pero también demostrando cierta cuota de clasismo. Así, de un soldado (procaz, como los demás) se indica: “Si no fuera por el fusil y el casco de acero, que lo cubre hasta las cejas, y las fuertes botas, no sería sino un típico campesino chileno: mestizo, piel aceitunada, ojos pequeños, grandes dientes. No debe tener más de veinte años, juraría que conozco sus héroes. El Colo Colo, las teleseries mexicanas, los cómics”. Anotemos, de paso, según registros fotográficos, que la figura de Hernán Valdés no está alejada de ese retrato. Y de una enfermera (cuyo trabajo es examinar a los detenidos luego de la tortura: lo hace despreocupadamente), acota: “Es una pequeña morena, también de rasgos nacionales muy característicos, un moreno enfermizo, ceniciento, ojos negros, boca pequeña. Está muy maquillada en los ojos”. Por cierto, son gentes que no tienen conciencia de sus actos, del daño que provocan y se quisiera hacer un símil con su figura física.
Hay cierta picaresca al registrar las historias de algunos detenidos, que revelan un alma popular que vive de mitos. Por ejemplo, don Ramón, viejo suplementero, cuenta su vida que es un calco de la del maratonista Manuel Plaza, indicando que compitió en las Olimpíadas de 1936 en Berlín. Y en el caso de un joven aspirante a gurú, el autor se complace en citarlo: “La energía es amor. Es perceptible por los sentidos. Hugo puede verla, con los ojos cerrados, como una luz azul, puede oírla como un rumor poderoso, melodioso, puede gustarla, como un sabor fuerte, de alcachofa”. A veces, eso sí, en el ruedo que se forma alrededor del que narra su historia personal, se escuchan algunas risas y chanzas, como desvirtuando aquellos cuentos.
Este texto me ha conmovido. A veces hiere mi sensibilidad, un humor ácido que trabaja mi cuerpo. Pero nos devuelve a lo real poniendo en tensión el sentimiento de solidaridad: “Nos peleamos por la comida, por el pan, nos robamos unos a otros las mejores frazadas. No nos gustan nuestras caras; la fealdad de los demás expresa demasiado claramente cuál debe ser la fealdad de la propia”. Y, simultáneamente, ocurre algo maravilloso: en este testimonio reconocemos la dignidad de esos cuerpos abusados, su resiliencia, un sentir comunitario de algo perdido, en fin, la esperanza nunca abolida. Por ello, Hernán Valdés escribió lo que escribió.