El entierro de la sardina

El autor de este ensayo toma prestado el título de una pintura de Goya para vincular fiesta y crimen, carnaval y estallido, risa y demonio, de la misma forma en que lo hizo el escritor Germán Marín en El Palacio de la Risa, Ídola y Cartago, tres novelas cortas o relatos largos que siguen impactando por su profundidad y desafío, es decir, por aquello que le falta a la literatura más reciente que se alimenta de la dictadura de Pinochet. ¿No es la memoria otro órgano que hay que cubrir y recubrir?, se pregunta Gumucio a 50 años del Golpe.

por Rafael Gumucio I 15 Septiembre 2023

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Releer hoy El Palacio de la Risa, de Germán Marín, es una experiencia tan vertiginosa como paradójica. No solo porque es sin lugar a dudas la mejor novela sobre el tema escrita en Chile, sino porque goza de una libertad y un descaro que parece que hemos perdido completamente. La llamada “literatura de los hijos” tiende a enfatizar la inocencia de sus protagonistas para conseguir una visión pop, pero no por eso menos maniquea, del pasado dictatorial y de las deudas o renuncias de la Transición. Visión del mundo que encuentra su máxima representación en la obra de Nona Fernández, donde el ingenio de los dispositivos que usa para convocar la memoria excluye, casi siempre, la ironía, el rencor y la ambigüedad. En Marín, en cambio, nadie es inocente, porque ni la Unidad Popular ni la dictadura son del todo gestas plenamente épicas o trágicas: ambas son parte de un continuo histórico de fracasos, desmesura y parodia que se llama Chile.

El Palacio de la Risa se puede leer de muchas maneras distintas. Una de estas obedece a sus circunstancias editoriales: la novela se publicó primero en un volumen que llevaba ese título (en realidad, es una novela corta o relato corto), pero que incluía Carne de perro (también una historia de media distancia) y el cuento “Nudos”. Leída en ese orden, la historia de un hombre que regresa del exilio y visita un centro de torturas que antes fue una discoteca, una discoteca donde él conoció el amor y el deseo, venía a ser un recuento despiadado de las posibilidades y fracasos de la Unidad Popular. Posibilidades y fracaso que eran también el centro de Carne de perro, donde Marín narra con clínica mesura la vida y obra de la VOP (Vanguardia Organizada del Pueblo), el grupúsculo de ultraizquierda que acribilló a Edmundo Pérez Zujovic en pleno gobierno de Allende.

La unión de las dos novelas cortas venía a confirmar que el pasado añorado por el protagonista de El Palacio de la Risa ya estaba marcado por la traición y el absurdo desde su nacimiento. En Carne de perro, de hecho, en los años felices de la revolución, un grupo de locos semimarginales era capaz de poner todo en juego por un extraño capricho. ¿Y qué sucedía? Pues fueron severamente reprimidos por la policía de la Unidad Popular.

Todo eso era en 1995, cuando se publicó el libro, inédito hasta entonces. Los libros sobre la dictadura no vendían. Soy testigo de que cuando el propio Marín insistió en publicar, en 1998, mis Memorias prematuras, todos le predijeron un esperado fracaso. Si la dictadura no vendía libros, el exilio menos. El humor, el impudor y el sexo solían estar en aquella época, como ha vuelto a serlo hoy, separados del “trabajo de la memoria”, que solo se emprendía entre los convencidos. Para el resto, cualquier cosa que oliera a UP, olía también a pobreza y aburrimiento.

Mientras la izquierda concertacionista se acomodaba al presente, la izquierda cultural solía pensar, como decía Armando Uribe, que Chile había muerto en 1973. Pero uno puede enamorarse perfectamente de un muerto. Y no solo platónicamente; también literariamente. Esa posibilidad, la de la necrofilia como una forma extrema de la memoria, es la que explora Marín en Cartago, la última parte de la trilogía Un animal mudo levanta la vista. Allí vino a alojar El Palacio de la Risa cuando lo volvió a publicar en editorial Sudamericana, el 2003.

Cartago, la historia de un hombre que se enamora de un brazo, extremidad de una víctima de la dictadura encontrada en el parque de Villa Grimaldi, es la versión alucinada de El Palacio de la Risa. Entre las dos novelas Germán Marín situó Ídola, su exploración más lograda por los laberintos del Santiago de los años 90 y su picaresca. Explora también el fetichismo de su personaje, un sujeto que, extraviado de la política —que era por supuesto el centro de su pasado—, se ve arrojado a la tragicomedia de los instintos.

El Palacio de la Risa, puesta al inicio de la trilogía Un animal mudo levanta la vista, no es solo un ajuste de cuentas con las ilusiones y realidades de la Unidad Popular, el golpe de Estado y el trágico dolor que vino después, sino la obertura a una exploración al mundo que se construyó sobre las ruinas de ese palacio que alguna vez fue una mansión de hombres cultos, luego un local de placer y diversión, para terminar por convertirse en un atroz centro de tortura. ¿Qué queda?

El Palacio de la Risa, puesta al inicio de la trilogía Un animal mudo levanta la vista, no es solo un ajuste de cuentas con las ilusiones y realidades de la Unidad Popular, el golpe de Estado y el trágico dolor que vino después, sino la obertura a una exploración al mundo que se construyó sobre las ruinas de ese palacio que alguna vez fue una mansión de hombres cultos, luego un local de placer y diversión, para terminar por convertirse en un atroz centro de tortura. ¿Qué queda?

Villa Grimaldi, un “lugar de memoria” abordado en términos artísticos en forma magistral por Guillermo Calderón en su imprescindible díptico teatral Villa+Discurso.

Pero alrededor de ese lugar de memoria, ¿qué ciudad, qué vida se ha construido?

En Ídola, el narrador que recordaba en El Palacio se ve empujado a ser parte de este nuevo Chile que no se decide nunca a terminar algo y termina siendo parte de una oscura trama de pornografía y secuestros. Ese oscuro bajo fondo de tortura y sexo carece de una excusa política, queda vacío; no obstante, la violencia de Villa Grimaldi sigue a sus anchas bajo otras formas, todas ellas oscuras e impunes.

Ídola empieza con una resaca de whisky, al ritmo de la cual el narrador recorre una ciudad en completo estado de catástrofe, similar al ambiente del estallido chileno de octubre del 2019. La novela entera puede ser leída como la exploración de esa conciencia carnavalesca, hedonista, victimizada, sadomasoquista, resentida y dislocada que el narrador atisba con tanto miedo como placer en El Palacio. Esa nueva conciencia, que protagoniza las dos siguientes partes de la trilogía y se hará visible a los ojos de todos en el estallido más reciente, deja la ciudad marcada por sus labios, por sus garras.

En la pintura El entierro de la sardina, de Goya, que servía de portada de la edición de 1995, daba la clave por donde se podía acceder al libro. En ella, un pueblo borracho de alegría baila entre una arboleda de ominosa sombra. En un cartel aparece, riendo en todo su esplendor, mostrando sus dientes en forma aterradora, un demonio. En esa endemoniada risa, en esa fiesta que es un entierro y también un carnaval, está la clave para comprender en qué sentido la barbarie de la dictadura se convirtió en una forma de nombrar algo anterior y posterior a ella misma. Algo que habita en la violencia con que la policía reprimió el estallido, pero también en la ritualizada desmesura con que se quemó una iglesia o se destruyó —dos veces— el Museo Violeta Parra.

La beatería bien pensante que ha dominado los terrenos de la memoria —y los escritores que caminan por ese filón— llega a parecer estridente en comparación con la enorme profundidad y sorna con que Germán Marín abordó esos territorios, antes y mejor que nadie. Quizás la razón de este choque de visiones estéticas y, por qué no, morales, anide en esa necesidad desesperada de inocencia que habita la sociedad chilena desde que se hizo culpable de tantos crímenes, o quizás porque esta memoria, invocada, y subvencionada, es una forma programada de olvido de ese carnaval cruel y permanente que, a pesar de todos nuestros intentos, vuelve, siempre vuelve.

 

Imagen: El entierro de la sardina (1814-1816), de Francisco de Goya.

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