Las obras de Carlos Droguett, Raúl Zurita, Lina Meruane, Luis Poirot y Alfredo Jaar dialogan en este ensayo que se interroga sobre el marco posible de lo real. “Como ante un altar —escribe su autora—, nuestras ventanas son hoy día como ayer un medio que junto con volver posible una imagen para el aquí y el ahora, nos invitan a la contemplación de tiempos y espacios otros que, aun distantes, no cesan de estallar en nuestros frágiles, impotentes cristales”.
por Macarena García Moggia I 26 Diciembre 2023
De un tiempo a esta parte, diría uno, tal vez dos años, escucho con cierta frecuencia el retumbar de fuegos artificiales más o menos lejanos a través de mi ventana. Como vivo en una ciudad, doy por sentado que aquello que escucho desde mi ventana lo escuchan también otros desde la suya. Podría, de cualquier forma, vivir en la ciudad en la que vivo o en muchas otras, y la impresión que ese no demasiado lejano retumbar me causaba en un inicio se habría disipado igual: corre la voz, el dato, la información de que lanzar fuegos artificiales en algún momento de la noche es una práctica recurrente en las comunidades narcos, ya sea por funerales o por ingreso de la droga, entre otras razones que no nos inquieta desconocer precisamente porque nos basta con ese saber.
A menudo las ventanas convierten lo que ocurre afuera, en el exterior de nuestras casas o de cualquiera sea el interior que habitamos, en una página por leer. La recurrencia de algunos estímulos, sonoros en este caso, sumado a cierta información contextual, nos brinda la posibilidad de comprender un suceso determinado, encuadrándolo en un marco de sentido, por precario que este sea. Si nuestras ventanas no funcionaran cotidianamente como un marco de sentido en el que se dejan caber y, con ello, leer ciertos acontecimientos, nuestra situación en el mundo se vería a lo menos alterada. De alguna manera, la idea que nos hemos hecho de una casa, de un hogar, depende de la estabilidad que un espacio logra mantener respecto del tiempo que transcurre afuera. Y digo tiempo pensando en el clima, ciertamente, pero también, y acaso sobre todo, en un modo de transcurrir de las cosas: hay un tiempo del afuera que nuestra ventana desea enmarcar, expresándose la distancia que respecto de él necesitamos tomar en un medio tan transparente y frágil como un cristal.
El hecho es que ocurren, han ocurrido —y nada indica que dejen de hacerlo—acontecimientos que desbaratan por completo esas circunstancias ventaneras que deseamos o suponemos la mayor parte del tiempo estables, como si se tratara de un cuadro. Sucesos que no son historias, aún, que puedan leerse o contarse. Acontecimientos como pudo ser la mañana que un día 11 de septiembre encontró, hace ya increíbles 50 años, a muchas y muchos relegados, devueltos, asombrados o aterrorizados, apostándose en el marco de sus ventanas. Mirando, escuchando, ocultándose, asomándose. Intentando leer, comprender lo que estaba ocurriendo afuera bajo la forma de una cantidad ingente de signos diversos que invadieron, de pronto, la ciudad. La vida. Las historias. La Historia de un país.
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Con ocasión de esta negra conmemoración se publicó hace algunos meses una novela de Carlos Droguett que lleva un título doble y singularmente emotivo: Según pasan los años. Allende, compañero Allende. La novela fue escrita el año 1976, un día 7 de diciembre de 1976 a las 11:30 de la mañana, exiliado Droguett en la ciudad suiza de Berna hacía algo más de un año. En ella, con una voz continua, tan melancólica como exasperada y enardecida, Droguett da curso al relato de lo que fue ese día 11 de septiembre, de la mañana a la noche. Ese día que vio morir a Allende y con él tanto y a tantos más: “Casi no necesito recordarlo, es la pura verdad, porque lo he estado reviviendo todo el tiempo, todos los días desde aquel 11 de septiembre fatal”. La mañana lo encontró temprano visitando a Hugo, un amigo librero de cuyo departamento ya no podrá salir en dos o más días y desde cuya ventana comenzarán a ver pasar los aviones mientras una voz en la radio vociferaba “que dentro de 30 minutos si el señor Allende no abandona La Moneda este será bombardeado, aló, aló”. La jornada transcurre entre balazos y explosiones y humaredas y sirenas de incendio parcialmente vistas y oídas, intercalándose con las noticias interrumpidas que logran escuchar por la radio. Entre mirarse las caras, tomar café, fumar, lavar las tazas, hablar un poco, recordar y tomar vino, mirar inmóviles por la ventana, pensar en salir y no hacerlo: quedarse paralizados ante un espectáculo de muerte frente al cual se sienten tomando palco, un palco ciego, recortado el presente por el presente. Recortado el tiempo por un marco que deja la historia fuera de campo.
En rigor, la novela entera es una elipsis. Todo el relato se organiza en función de un acontecimiento que está ausente, aunque en el centro: el bombardeo a La Moneda y la muerte de Allende. Solo están los medios, la ventana y la radio y los recuerdos que ese fuera de campo despierta en quien narra, para construir un posible relato de lo que está ocurriendo. Y lo que hace Droguett es detenerse, tres años después, únicamente en ellos, reconstruyendo las huellas materiales que cada uno de esos medios imprimió en la experiencia y el imaginario de un día que, en sus palabras, no ha cesado de repetirse.
En otro relato publicado recientemente, el cronista Juan Pablo Meneses ha hecho también de la repetición y la ventana el medio a partir del cual se configura el imaginario de algo, una historia, un acontecimiento que se sustrajo. El libro se titula Una historia perdida y arranca de la imagen de un niño desprevenido que ese 11 de septiembre de 1973, siendo las 11 en punto de la mañana, comienza a oír los bombardeos desde su ventana y se acerca a mirar lo que está ocurriendo cuando, desobedeciendo los llamados de su mamá, la ventana estalla en su cara, dejando las esquirlas del cristal incrustadas en su cuerpo y su memoria, una memoria colectiva que será también de orden psíquico, personal. El libro entero es un precario intento por recomponer, en las palabras, ese vidrio que estalló en la cara de Pablo, contracara del autor, dejándolo sin posibilidad de ver ni comprender un evento que muchos años después se convertiría en el núcleo velado y sintomático de sus recuerdos. Su lectura me devolvió a la imagen del lente quebrado de Allende que un día Carlos Altamirano instaló ampliado a escala inusitada en La Moneda, así como también a un ensayo escrito hace un par de años por Lina Meruane, movido y conmovido por las múltiples cegueras que dejó el estallido social de 2019. Al leerlo, recuerdo muy bien, fue creciendo en mí la sensación de comprender cómo, ante la falta de justicia y verdad, la historia, nuestra historia, se ha escrito en la ceguera y la oscuridad.
Volver ahora a estas ventanas redobla esa sensación. A estas ventanas que son los ojos de las casas, que al mismo tiempo que nos brindan la ilusión de dominio de un campo visual, son su parte más frágil, su agujero acuático, visceral. En estos modos de ofrecerse como medio para aquello no era posible representar, imagino agazapado un pedazo de la política de la ceguera que a contar de ese día 11 de septiembre se impondría, bajo muchas formas de violencia —entre otras, la censura—, en todo el país.
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Raúl Zurita escribió un libro inmenso volcado únicamente, en sus casi 800 páginas, a repetir en sus distintas capas y profundidades los afectos e imágenes que produjo un solo día, aquel 11 de septiembre de 1973. Lo tituló Zurita. La segunda parte, “Tu rota noche”, se cierra con el poema “Y emergimos del mar”, compuesto de ocho partes que arrancan con una imagen del nacimiento: entre los paredones de la cordillera abriéndose sobre las playas, alguien abre sus piernas y pare a un hombre y con él a la entera humanidad. A la cabeza de cada uno de los textos se repiten las palabras CIELO ABAJO, que es en verdad una suerte de mantra a lo largo de todo el libro. Bajo el último CIELO ABAJO, este poema:
Ya es 11 de septiembre. Como si fuera otro mar, el
inacabable pedrerío se estrella contra la reja de
una casa de dos pisos que se ha mantenido intacta,
incólume, en medio de la tierra infinitamente
arrasada. Te acercas. Miras por una de sus
ventanas y ves que todo sigue igual; el cuadro con
un puerto de noche colgado en el living, la
pequeña mesa de centro, el sofá y los dos sillones
de un verde muy claro. Tu madre se levanta de
uno de los sillones con un niño de días en sus
brazos y alza los ojos. Le haces gestos desde el
otro lado de la ventana, le mueves las manos, le
golpeas los vidrios, mientras el sonido del mar se
hace uno con el estruendo de la muchedumbre
cruzando las aguas. Son infinidades de niños,
mujeres y hombres que se abrazan con los ojos
enrojecidos, hijos cargando a sus padres en las
espaldas, pueblos, generaciones enteras que
avanzan fundiéndose con el río de la barrosa
humanidad que emerge gritando. Tú también
gritas, tú también chillas pegado a la ventana de
una casa en medio de la tierra devastada.
Empapado, con desesperación golpeas los vidrios
y los gritos se oyen cada vez más fuertes. Tu
madre se acerca a la ventana con el niño de días
en los brazos y mira el amanecer. Sus ojos se
cruzan con los tuyos. No te ve. No puede mirarte.
¿Quién es ese niño que naciendo se asoma junto a su madre a la ventana? ¿Quién es aquel que al crecer le hace gestos desde el otro lado del cristal? ¿Cuál es esa muchedumbre que, como generaciones enteras de la humanidad, atraviesa con sus padres a cuestas el marco de la ventana, o de la historia? Hay un hombre, la humanidad, que marcha en medio de la tierra devastada y a la vez chilla como un niño contra el cristal de la ventana. Uno y otro no se ven, no pueden verse. Cielo abajo algo cayó, interrumpiendo acaso, de una vez y para siempre, el encuentro entre la imagen que se ve a través del cristal y la realidad que, desesperada, lo golpea.
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Una imagen falta. Lo sucedido no logra ser representado, solo queda el signo de una imagen posible. Como escribe Pascal Quignard, la imagen que está por verse es lo que falta en la imagen. Como faltan, por ejemplo, en estas pocas imágenes ventaneras una gran ventana que hubo y persiste en el fuera de campo de cada una, que se sustrajo a las demás, que se calló. Una ventana que será imagen del silencio y la muerte que enlutó los días, los meses, los años que siguieron a ese inolvidable y repetido 11 de septiembre: la imagen de la ventana, o el balcón, de la oficina de Allende en La Moneda, que solo días después del Golpe pudo ser vista por los transeúntes, autorizados a pasar frente al palacio una vez depuesto el estado de sitio. Entre esos transeúntes, paseantes, espectadores, hubo uno que registró esa ventana bombardeada, desolada. Radicalmente abierta, es decir impedida la mediación, y por lo tanto ciega, como la ventana de un mausoleo, esa imagen puso, a través del lente de Luis Poirot, un velo posible que hiciera frente al desgarro total de los imaginarios que esa misma ventana inauguró.
Azuzados por el deseo de pensar y recordar e imaginar nuevos relatos y relaciones posibles, vi la muestra que inauguró este año Alfredo Jaar en el Bellas Artes de Santiago. Me encontré con un trabajo que no conocía: una reinterpretación de esa fotografía de Luis Poirot en manos de distintos estudiantes de escuelas de arte norteamericanas, quienes habrían recibido de parte del artista el encargo de dibujar un fragmento de la imagen fotografiada, diseccionada mediante una cuadrícula. Jaar somete en ese ejercicio aquella imagen inmensamente política del fin de un relato, es decir de un modo de contarnos la historia, a un régimen de representación visual tan antiguo como la pintura enmarcada. En ese gesto, a primera vista paradojal, un poco a la manera de un ready-made de Duchamp, lo que sentimos, sin embargo, es también la amargura de presenciar la repetición del horror: por un lado el intento de copiar, de representar cada una de las ventanas que conforman la fachada del bombardeo acudiendo, para ello, a un velo, que es también el velo que resulta de todo trabajo de elaboración —poner frente a lo real el velo de algún lenguaje—; por otro lado, sin embargo, la repetición del desgarro, de la imagen ausente —la muerte de Allende— que sin embargo insiste en el tiempo y en el espacio del presente.
Hoy día, de hecho, a esta misma hora, hay ventanas estallando en una parte del mundo. Si aún es posible esperar de nuestras ventanas el ingreso del viento y la luz, es porque seguimos pidiéndoles un pedazo de cielo. Ese pedazo de cielo es el mismo cielo que las ventanas de La Moneda bombardeada dejaron traslucir en su derruido interior, y es el mismo cielo abajo que compartimos con quienes están viendo destruirse las suyas, despedazándose con ellas el marco posible de lo real.