Seeland, volumen compuesto de cuatro relatos, se publicó en 1919, en una tirada de 600 ejemplares, con algunos grabados de su hermano Karl, pintor. Traducido por primera vez al español —más de cien años después—, el título alude a la región donde mora Walser, una topografía al pie de distintos montes, entre tres lagos. En la confluencia de géneros —retrato, crónica o una misiva— o incluso en la inexistencia de limitaciones concretas, hay un estímulo hacia las aperturas que posibilitan las caminatas, fugas perceptivas y emocionales.
por Mariano Vespa I 26 Septiembre 2025
Siempre hay algo para encontrar en Robert Walser, como en esas caminatas cotidianas, sin esperanza y sin desesperar, surge algún recodo, un halo de luz que viaja hacia la interioridad del observador. La traducción al español de Seeland (Pinka), un volumen de relatos perdido, escrito en la placidez de su Biel natal, atestigua, frente a la evanescencia del presente, una pausa para caminar en forma poética siguiendo sus pasos.
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La anécdota tiene un grado de impermanencia: Immanuel Kant camina por Königsberg después del almuerzo y, según cuenta De Quincey, escoge respirar solo por la nariz, un gesto meditativo que, a la vez, supone un ritual cotidiano para quienes los rodean. En la ciudad, todos ponen en hora sus relojes según el comienzo del recorrido puntual del filósofo. Con Robert Walser (1878-1956) sucede algo similar, no solo en tanto heredero de la experiencia de la caminata misma, sino también en aquello que genera como caminante.
Nadie hace dos veces el mismo trayecto. Walser lo tiene claro, a campo traviesa, por la ciudad, o incluso dentro de un museo, el parpadeo se vuelve sustancia literaria. Vale recordar a Sei Shōnagon, artífice de El libro de la almohada, pensaba en los Zuihitsu, esas piezas poéticas o ensayos narrativos fragmentarios donde prima la contemplación, como una forma de vincular el ejercicio literario con los trazos de un pincel. De toda la obra de Walser, Ante la pintura es la que más realza la conexión con distintas piezas pictóricas, donde esboza destellos —écfrasis o ficciones— alrededor de artistas célebres, como Cézanne, o menos visibles, como pintores de su territorio, Suiza. A su vez, hay un impulso ético en las caminatas. A propósito de un cuadro de Brueghel dice: “Todos somos ciegos en cierto sentido, todos, a pesar de poseer ojos con los que vemos”. Y en relación a Watteau: “Quien vive a gusto y agradecido lleva una existencia más amable y serena”. No es casual, entonces, que el relato que abre Seeland, “Vida de un pintor”, hable de los vaivenes de la práctica a través de la mirada de un joven artista, arraigado en las alegrías minúsculas para hacerles frente a las distintas restricciones que padece.
Aquello que atraviesan los cuatro relatos que conforman Seeland es la puesta en valor de la percepción en movimiento, en el registro más terrenal del ecosistema, en las proporciones, en las nubes de la inmensidad. Si bien Walser termina este libro el mismo año que sale El paseo (1917), ve la luz en 1919, en una tirada de 600 ejemplares, con algunos grabados de su hermano Karl, pintor. Publicado por primera vez en español ahora —más de cien años después—, el título alude a la región donde mora Walser, una topografía al pie de distintos montes, entre tres lagos. En la confluencia de géneros —retrato, crónica o una misiva— o incluso en la inexistencia de limitaciones concretas, hay un estímulo hacia las aperturas que posibilitan las caminatas, fugas perceptivas, emocionales: “Tenía la costumbre, ante ciertas bellezas pueblerinas o arquitectónicas, o ante fenómenos naturales, de quedarse quieto, como un pintor que ya esboza, mientras mira en su propia fantasía, los tonos y los contornos”, escribe en el relato “Hans”, y pareciera que lo hace sobre sí mismo.
Susan Sontag dijo que Walser, con elegancia y un impredecible alcance, imprime su primera persona en formas que abundan en la literatura japonesa clásica, como el relato bajo la almohada, el diario poético y “el ensayo de ociosidad”, donde las comillas hablan por sí solas. No se vislumbra un gesto anárquico a lo Thoreau, ni siquiera antiproductivista —incluso se cuestiona no tener un trabajo como otros—, aquello que se acentúa es una vocación a la observación, unos valores en potencia que, en la caminata, operan en cuerpo, mente y espíritu. Vaga acumulando observaciones: “Buscar, seguir las huellas, atrapar, escrutar y parar la oreja” es parte de su alquimia, de su paleta de colores.
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Las caminatas, desde el nacimiento, conllevan aprendizaje, riesgo, adaptación y una relación con la espacialidad. En Elogio del caminar, el neurocientífico Shane O’Mara esboza distintas peculiaridades del flujo expansivo del movimiento, no solo en la escala humana. Considera que de una raya andante a un tetrápodo que habita en la orilla del agua, de un ratón a un humano, hay un entramado común, una red genética que tiene que ver con el impulso y la necesidad de desplazarse. Los motivos, al igual que los terrenos, son vastos. Así surge toda una constelación de libros que veneran el andar, el senderismo, el vagabundeo, el peregrinaje, la errancia, el paseo nocturno. Tantísimos grandes autores han reflexionado sobre la caminata. Pienso en Stevenson, Hazlitt, Thoreau, Juan José Saer, Sergio Chejfec, Anne Carsson, María Sonia Cristoff… y muchos por descubrir. Mientras ese sinfín de referencias se vuelve un mapa. Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog, es posiblemente aquella pieza que reúne múltiples modos de concebir la caminata. En ese viaje que Herzog realiza desde Múnich a París para honrar a su amiga y mentora, Lotte Eisner, hay una resonancia silvestre que remite al maestro del haiku Matsuo Bashō, donde la importancia no es responder las preguntas de sus antecesores, sino transitar las mismas preguntas una y otra vez. También hay algo walseriano en concebir la caminata como un valor en sí mismo. Por ejemplo, el relato “Hans”, de Seeland, es pura contemplación en la inmersión de un bosque, imágenes que activan la memoria emocional.
Tal vez Wanderlust —y otras intervenciones de Rebecca Solnit— sea el ensayo más complejo alrededor de la caminata, no solo en cuanto tópico, sino también como un modo de hacer frente a las variadas erosiones que significa practicarla en la actualidad. Los relieves que atraviesa su análisis van desde la sencillez meditativa de Rosseau, los caminos de la fe en distintas manifestaciones espirituales, el placer de atravesar jardines, la unión de senderistas frente al riesgo, la privatización de los caminos y el carácter político de toda marcha. A propósito de la presencia del tan mentado flâneur, donde invoca a Baudelaire y a Benjamin, Solnit dice: “Caminar se ha vuelto sexo”. Pero ese deseo se derrumbará pronto, con un lamento: “Si hay una historia del caminar, también tiene que llegar a un lugar donde el camino desaparece, un lugar donde ya no hay espacio público y el paisaje está siendo pavimentado, donde el ocio está menguando al ser aplastado por la ansiedad de producir, donde los cuerpos no están en el mundo, sino al interior de edificios y automóviles, y donde una apoteosis de la velocidad hace parecer anacrónicos o débiles esos cuerpos”.
Hoy el peatón es alguien sospechoso, olvidable, loco, sobre todo en un escenario capitalista, algorítmico y electromagnético, donde diversos modos de vida en movimiento se hacen dentro de un automóvil. Alguna vez Sergio Chejfec comentó que si en un relato queremos destacar a alguien, hay que ponerlo a caminar, porque caminar es no hacer casi nada y, a la vez, denota una actitud poco clara. En esa nada, paradójicamente, hay una completitud, una persistencia.
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La antropóloga Valeria Mata, en su bellísimo libro alrededor de las identidades nómadas, Todo lo que se mueve, menciona a Albert Dadas, a quien también retoma Sonia Cristoff en Mal de época, un joven francés que hacia fines del siglo XIX abandona su casa y su trabajo, y reaparece en un hospital, acusado de dromomanía, una inclinación obsesiva por trasladarse de un lugar a otro en un estado de amnesia itinerante. “Es común —dice Mata— que algunos padecimientos empiecen a desvanecerse cuando la gente deje de considerarlos anomalías o comportamientos irritantes que no se adaptan a los modelos de conductas propios de la época”. Cuanto más individualista se torna el mundo, el caminante queda más solo.
A propósito de la singularidad de Walser, Sebald, uno de los tantos apóstoles peripatéticos, como también Claudio Magris, escribió: “Cómo entender a un autor tan acosado por las sombras y que, sin embargo, iluminaba cada página con la luz más genial, un autor que creaba sketches humorísticos de pura desesperación, que casi siempre escribía lo mismo y, sin embargo, nunca se repetía, a quien sus propios pensamientos, que tenía los pies en la tierra pero se perdía siempre en las nubes, cuya prosa tiende a disolverse con la lectura, de modo que pocas horas después apenas se recuerdan los efímeros personajes, acontecimientos y cosas de los que hablaba”.
En 1929, después de algunos ataques de ansiedad y alucinaciones, por sugerencia de su hermana, Robert Walser se internó voluntariamente en un psiquiátrico en Waldau. Una digresión forzada: ese mismo año en Hamburgo, a 900 kilómetros, moría el historiador de arte Aby Warburg, también germanohablante y con diagnósticos (cuestionables) de esquizofrenia. Dos trayectorias aparentemente disímiles, pero que imantan las conexiones entre disciplinas, el desborde de la percepción más allá de lo visible y una supuesta locura. Con su internación en otro centro de salud mental en Herisau, en 1933, Walser abandonó su proyecto de escritura. “Dejé de escribir. ¿Por qué? Destrozado por los nazis. Los periódicos para los que escribía han desaparecido; sus directores han sido expulsados o están muertos. Así que me he convertido prácticamente en un fósil”, le cuenta a su amigo y posterior albacea Carl Seelig, quien registra en el libro Paseos con Robert Walser más de dos décadas de confinamiento y por el cual es posible esbozar un retrato, al menos incompleto, a través de las salidas compartidas, las apreciaciones de la naturaleza, las diatribas existenciales, en conversaciones alrededor de sus lecturas, en pensamientos sobre la belleza de lo minúsculo. “Mi casa era y es el reino entre el cielo y la tierra. Nunca les di mucha importancia a las posesiones externas, aunque pude adquirir muchos objetos valiosos y exquisitas obras de arte”, relata. Puede ser un lindo ejercicio imaginarse la colección de este delicado andariego, que siempre adoptó una vida nómade. En ese plano, está cerca de Chatwin, otro de los grandes escritores que hicieron de la aventura a pie, dispersa y espontánea, un devenir. Reliquias pequeñas, que entran en la mano, pero que en sí mismas portan un universo complejo.
En la Navidad de 1956, Walser muere en su ley, en una caminata por los bosques. Una foto bastante conocida refleja los pasos en la nieve. Como diría Stella Díaz Varín, el color blanco da terror y pánico, una luz cegadora, una página/lienzo vacía. Tal vez de eso se trate el olvido.
Seeland, Robert Walser, traducción de Guillermo Piro, Pinka, 2024, 112 páginas, $21.000.