Profusamente documentada con diarios de vida, cartas, entrevistas, recortes de prensa y testimonios, Ribeyro, una vida es una biografía notable, donde Jorge Coaguila consigue conjurar la aparición de un alma modesta, orgullosa y perseverante, volcada siempre a la literatura, capaz de una pasiva condescendencia y falta de heroísmo, en una rotunda negación de la línea con que el propio Ribeyro abre su autobiografía: “Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar”.
por Rodrigo Olavarría I 10 Marzo 2025
Fuera de la biografía de Gabriel García Márquez escrita por Gerald Martin, “tolerada más que autorizada”, son escasos los esfuerzos contemporáneos por trazar el arco vital de un escritor, más todavía si este trabajo surge en un mercado editorial reducido, como el peruano —o el chileno, por cierto. La excepción local a esta regla sería La poesía acabó conmigo (2017), de Roberto Careaga, una valiosa y necesaria investigación de la vida del poeta Rodrigo Lira. Por su parte, la biografía Ribeyro, una vida (2021), del peruano Jorge Coaguila, es un trabajo documentadísimo y ambicioso, que cumple con la premisa esencial de un libro de esta naturaleza: hacer surgir un alma de una enredadera de datos y testimonios falaces.
El acierto de la biografía de Coaguila está en su manera de trenzar diarios de vida, cartas, entrevistas, recortes de prensa y testimonios en un todo que puede contradecirse a ratos, pero siempre iluminando su objeto. Este libro no busca revelar la forja de la escritura de Julio Ramón Ribeyro, pero sí consigue mostrar algunos secretos de la cocina del autor. No hay una crítica profunda de su obra o de sus motivos más recurrentes; de hecho, Coaguila suele tratar los cuentos, novelas y obras de teatro del limeño como piezas monolíticas e intocables. Otra cosa ocurre con la vida personal del cuentista peruano y el desarrollo no siempre admirable de su vida política, estos ámbitos son explorados citando un tapiz de fuentes que no pueden sino conjurar el orgullo, la modestia y falta de heroísmo que daban forma a la personalidad de este autor.
El mito fundacional de la escritura de Ribeyro y quizás la fuente de la obsesión que lo llevó a llenar millares de páginas, es la muerte de su padre. Esta ocurrió cuando el escritor tenía 17 años y se debió a una tuberculosis tratada como un tabú, tal como ocurriría después con el primer cáncer de Ribeyro, diagnóstico que solo conoció gracias al desliz de una prima. La pérdida de Julio Ramón padre dejó a Julio hijo y a sus hermanos Juan Antonio, Mercedes y Alicia en la extraña posición de nunca haber entrado en conflicto con él, dejando al muerto intocado en el altar de la infalibilidad. El padre era un hombre culto, fue amigo de Abraham Valdelomar, poseía ambiciones literarias y, por las tardes, leía a sus hijos textos de Balzac, Ricardo Palma y poemas de Baudelaire.
Esta formación centrada en Maupassant, Flaubert y Chéjov, sumada a lecturas de la madre, Salgari y Verne, fueron en palabras de Ribeyro las que despertaron en él la necesidad de emulación. En el cuento “Página de un diario” escribe, “cuando muere mi padre, entro a su escritorio y noto que la pluma tiene mis propias iniciales, y pienso: ‘Bueno, ahora voy a escribir lo que él no pudo’”. A esto debemos sumar un mandato (o encargo) ocurrido mucho antes, cuando su padre ya estaba enfermo en cama y Julio llegó del colegio contando que había soñado con una pelota que rodaba por la Avenida Pardo. Después de tres días escuchando cómo Julio hacía crecer más y más la historia de la pelota, su padre le dijo: “Oye, oye, tú vas a ser escritor”. Quizás ese día su destino se selló y empezó a ver el barrio miraflorino de Santa Cruz con los ojos de quien debe rendir testimonio.
La familia Ribeyro Zúñiga llegó a Santa Cruz cuando “Julitín” tenía siete años, cuando entre su casa y el barranco solo había acequias y chacras, y las calles no tenían alumbrado público. Este escenario es descrito en “Los eucaliptos”, cuento recogido en su segundo libro, Cuentos de circunstancias. Los niños solían jugar en la Huaca Juliana, sitio arqueológico de la cultura Lima (200-700 d. C.) hoy reducido a un tercio de su tamaño original. “La huaca estaba para nosotros cargada de misterio. Era una ciudad muerta, una ciudad para los muertos. Nunca nos atrevimos a esperar en ella el atardecer. Bajo la luz del sol era acogedora y nosotros conocíamos de memoria sus terraplenes y el sabor de su tierra, donde se encontraban pedazos de alfarería. A la hora del crepúsculo, sin embargo, cobraba un aspecto triste, parecía enfermarse y nosotros huíamos, despavoridos, por sus faldas. Se hablaba de un tesoro escondido, de una bola de fuego que alumbraba la luna. Había, además, leyendas sombrías de hombres muertos con la boca llena de espuma”.
En una entrevista de 1993, Ribeyro dice: “Sobre mi infancia, hay muchos cuentos que hablan de ella. Todos mis cuentos escritos en primera persona, en los cuales yo soy el protagonista, son reales”. Así mismo, Juan Antonio y Mercedes, sus hermanos, solían destacar el carácter autobiográfico de los cuentos ribeyrianos, contando la “historia real” detrás de cada relato. Por ejemplo, al comentar “Por las azoteas”, confirman que jugaban en azoteas llenas de muebles descartados y que un joven enfermo de tuberculosis los observaba a la distancia. Al mencionar “Los eucaliptos”, señalan que “las peleas en los barrios surgían de diferencias sociales a veces no tan notorias”, mientras Ribeyro en el cuento se encarga precisamente de detallar esa clasificación social: “Estaba la gente del corralón, la gente del callejón, la gente de la quinta, la gente del chalé, la gente del palacete. Cada cual tenía su grupo, sus costumbres, su forma de vestir”. Los hermanos también revelan que Crónica de San Gabriel (1960), la mejor novela del limeño, surge de un viaje de 1944 a una hacienda familiar cercana a Santiago de Chuco. Allí, Julio escuchó a los indígenas contar historias de aparecidos y una en particular le quitó el sueño, la de un cura sin cabeza que salía por la puerta falsa de la iglesia.
Uno de los extremos de esta conexión entre la vida y lo narrado se da en “Solo para fumadores”, cuento concebido antes como forma que como historia propiamente tal. En un punto, Ribeyro pensó escribir su vida repasando una a una las playas que conoció, luego consideró hacerlo enumerando bibliotecas, gatos y marcas de vino, para decidirse finalmente por los cigarrillos. Este cuento, tanto sus amigos como su esposa lo citan como si se tratase de un documento verídico; Bryce, por ejemplo, se refiere al ya célebre uso de cubiertos de plata para falsear su peso y ser dado de alta tras las operaciones de 1973.
Tras la muerte de su padre, ocurrida en marzo de 1946, la familia debió arrendar unos cuartos de la casa. Ese mismo año, Julio empezó a estudiar Letras en la Universidad Católica de Lima, pese a que su bisabuelo y tatarabuelo paternos fueron rectores de la Universidad de San Marcos. Tras dos años de Letras, se cambia a Derecho, pero ya en 1950, en su diario, publicado con el título de La tentación del fracaso, anota: “Tengo unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo. Ser abogado, ¿para qué?”. No sería abogado, sería escritor.
En noviembre de 1949 publicó por primera vez un texto propio, “La vida gris”, relato que calificó como “el padre de todos sus cuentos” y que funciona como una especie de matriz para los personajes de la mayoría de sus escritos. La línea que abre este relato, escrito cuando Ribeyro tenía solamente 20 años, dice: “Nunca ocurrió vida más insípida y mediocre que la de Roberto”, y se trata de una afirmación que, según su obra es publicada, va creciendo en amplitud y matices, ingresando también a la esfera de sus diarios y su correspondencia. Más de 20 años después de publicar ese primer cuento, en una entrevista con Jorge Coaguila, Ribeyro reitera el motivo filosófico que estructura su obra: “La tonalidad de la frustración, del chasco, está tan presente en mis cuentos como en mis diarios”.
En 1948 se produce el golpe de Estado de Manuel Arturo Odría, que reprimió ferozmente a apristas y comunistas. Ribeyro, que tenía 19 años, no participó en las protestas y, de hecho, más de 20 años después dijo que hasta su viaje a Europa, en octubre de 1952, fue un conservador en materias políticas y que incluso compartía los prejuicios raciales de su clase. Pero poco más de un año después, en diciembre de 1953, anota en su diario: “Emocional y racionalmente me aproximo cada vez más al marxismo”. Jorge Coaguila conecta esta cita a sus penurias económicas para sugerir una relación causal entre su pobreza y su giro político, y no una evolución ideológica, como sugiere el cuento “Interior L”, escrito ese mismo año.
La biografía plantea que Ribeyro no llegaría ser marxista, pero sí un simpatizante lo suficientemente cercano como para participar del V Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, celebrado en Varsovia en 1955. Al respecto, en una entrevista de 1991 con Jorge Coaguila, el escritor dice: “No soy izquierdista, aunque he tenido actitudes y acciones izquierdistas. Por ejemplo, apoyé a la guerrilla del 63, de Javier Heraud, o a la guerrilla del 65, de Guillermo Lobatón, Paúl Escobar y otros. Me acuerdo de que en París, Guillermo Lobatón dijo que había llegado el momento de la decisión: que quiénes iban a la lucha. Todos levantaron la mano, menos yo. Pero qué iba a hacer; yo no tengo espíritu de soldado”.
Fue en Europa que inició una nutrida correspondencia con su hermano Juan Antonio, su confidente y agente literario, donde expresó con sinceridad lo que no tenía cabida en sus diarios. En estas más de 500 mil cartas recogidas con el título Cartas a Juan Antonio (1996), lo llama “Recordado narigón”, “Honorable primogénito”, “Agudín”, “Sedentario pertinaz” o “Cher narices”. Uno de los aspectos que hacen enormemente valiosa la correspondencia de los hermanos, sugiere esta biografía, es que en ella Ribeyro ensaya temas que luego pasarán a su escritura. Por ejemplo, en una carta de marzo de 1958 vemos un par de líneas que parecen levantadas directamente de “Solo para fumadores”: “¿Qué sería de mí si no se hubiera inventado el cigarrillo? Son las tres de la tarde y ya he fumado 30. Lo que pasa es que he estado escribiendo cartas y para mí escribir es un acto complementario al placer de fumar”. También estas misivas revelan que Julio pide a Toño material para su literatura bajo la forma de anécdotas del barrio y cosas que haya visto entre la gente del pueblo, “cosas concretas para estimular mi imaginación” (encargo que recuerda el pedido de James Joyce de datos específicos sobre calles y personajes de Dublín, durante la composición de Ulises).
Como vemos en estas páginas, su vida en Europa transcurre entre la pobreza y el despilfarro. El 23 de abril de 1955 anota: “Soy incorregible. En cuatro días he gastado íntegramente el dinero que recibí de Lima, ese dinero que he esperado durante tantos meses y cuya sabia administración me había tantas veces jurado. Ropa, mujeres y libros… La única constante que advierto en mi naturaleza es una fría pasión por el desorden”.
En 1955, Ribeyro, el pródigo profesional, llega a vivir a Múnich. Ahí conoció a Wolfgang A. Luchting, quien llegaría a ser su traductor, amigo y hombre de confianza. En esa ciudad, el 12 de diciembre de 1955, recibió una copia de Los gallinazos sin plumas. Lo leyó, releyó y revisó hasta quedar dividido entre el entusiasmo y la decepción. Para Ribeyro, el mayor mérito de este, su primer libro, es que aborda “lo que he visto de más tocante y significativo en nuestro pueblo, he tratado de animarlo, infundirle vida y movimiento”. En Múnich, tras estudiar alemán por más de un año, acabó reconociendo que jamás aprendería ese idioma, algo parecido le pasó con el inglés. Incluso amigos suyos dicen que, pese a haber vivido en París por más de 30 años, no dominaba el francés y lo pronunciaba mal. Frustrado por su incapacidad de avanzar en sus estudios de filología románica, acepta la propuesta de un amigo de aprender fotografía en una fábrica de cámaras en Amberes, con la idea de hacerse cargo de una sucursal en Lima. ¿Qué ocurre con ese proyecto? Cursa los estudios, instala la sucursal limeña y renuncia un par de meses después. Suena como una enorme pérdida de tiempo, pero al menos en Amberes conoció a Mimí, la mujer con quien en noviembre de 1960, recién retornado del Perú, viviría “las páginas de oro de mi vida”.
El libro de Coaguila está plagado de historias memorables, como cuando en 1966 Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA, el primer partido político moderno de Perú, acusó a Ribeyro en un artículo firmado con un alias de ser “agente del comunismo internacional” y operador de una célula europea encargada de prestar ayuda a la guerrilla peruana. Y aquí la historia imita el estilo de una novela de John Le Carré. Según Haya, en 1965, Ribeyro habría utilizado como fachada el Congreso por la Libertad y la Cultura, un evento anticomunista celebrado en Berlín Occidental (al que asistieron Borges, Ciro Alegría, Roa Bastos y otros), para cruzar a Berlín Oriental y recoger instrucciones y dinero para el MIR, un grupo armado surgido del APRA cuando este viró a la derecha a fines de los 50. La razón detrás de esta acusación es que un año antes, Ribeyro, Vargas Llosa y seis intelectuales peruanos firmaron un manifiesto que decía: “Aprobamos la lucha armada iniciada por el MIR, condenamos a la prensa interesada que desvirtúa el carácter nacionalista y reivindicativo de las guerrillas”. En una carta a su hermano, Ribeyro se ve divertido: “Deberías buscar el artículo y leerlo porque es regocijante y, en el fondo, ingenuo. Como si una organización revolucionaria del tipo MIR tuviera necesidad de recurrir a personas no afiliadas, más bien, sospechosas de tibieza como yo, para este tipo de trabajos”.
Otro de los aspectos más valorables de este volumen es la curva vital de la amistad de Ribeyro y Mario Vargas Llosa, “nuestro futuro premio Nobel”, como lo llama cuando escribe a su hermano, y a quien analiza en esta carta de 1966 a Luchting: “Me anonada su seguridad, su diligencia, su ecuanimidad, su forma práctica, realista, casi mecánica de vivir. Es un hombre que sabe resolver sus problemas. Los zanja con lucidez y sangre fría. Y lo que es más grave es que todos ignoramos todo de él. (…) Tal vez por eso dé una impresión de inhumanidad”. La historia con Vargas Llosa es amarga y se relaciona con estas características apuntadas por Ribeyro. Se conocieron en 1958 en París y fueron muy cercanos, Vargas Llosa incluso le consiguió el trabajo en la agencia France Presse, donde se desempeñó por 10 años, hasta 1972, cuando gracias a gestiones palaciegas de su esposa y la primera dama del general Velasco, recibió el cargo de agregado cultural en París.
Dos años después, en 1975, este acercamiento al oficialismo de Ribeyro motivó un primer roce con Vargas Llosa. Esto ocurrió cuando el general Velasco expropió los medios escritos, entre ellos La Prensa y El Comercio, y Vargas Llosa se opuso en una severa carta dirigida al presidente: “Con el cierre de esta publicación desaparece el último órgano independiente del Perú y se instala definitivamente la noche de la obsecuencia en los medios de comunicación del país”.
Las críticas al novelista desde la izquierda fueron duras y Ribeyro guardó silencio. El 30 de marzo de 1975, le escribe a Juan Antonio: “Los valores que defiende Vargas Llosa no corresponden a las aspiraciones de la mayoría de nuestro pueblo, sino a las de una fracción ilustrada de la burguesía, a la que él pertenece y pertenezco. Pero a veces yo me libero de ese cascarón y veo las cosas de una manera diferente, me pongo en el caso del analfabeto, del sin trabajo, del sin casa, y, entonces, problemas como el de la libertad de prensa me tienen sin cuidado”. La tensión entre los amigos creció con “El Limazo” de febrero de 1975, cuando una huelga policial derivó en una revuelta que acabó con una violenta intervención del ejército, y Ribeyro apareció entre los firmantes de una carta que acusaba a la CIA de maniobrar contra el gobierno.
Diez años después, en 1985, tras alcanzar la presidencia del Perú, Alan García viajó a París y le propuso a Ribeyro hacerse cargo de una nueva cartera, el Ministerio de Cultura, nombramiento que el cuentista rechazó, aceptando en cambio el de embajador ante la Unesco. Un año después, en una ceremonia ante cinco mil personas y sin darle previo aviso, Alan García otorgó a Ribeyro la Orden del Sol, la más alta distinción que ofrece el gobierno peruano: “Acepta, Julio Ramón, el homenaje humilde de tu pueblo…”. Esta emboscada de García quedaría en el plano de la anécdota si, tres meses después, tras la matanza de 300 presos políticos en las cárceles de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara, Vargas Llosa no hubiese denunciado de inmediato la masacre como un acto “moral y legalmente injustificable”, mientras que Ribeyro volvió a guardar silencio.
El último clavo en el ataúd de esta amistad llegó en 1987, con la propuesta de Alan García de estatización de bancos, financieras y compañías de seguro, proyecto rechazado por Vargas Llosa en un manifiesto que, grandilocuente, tituló “Contra la amenaza totalitaria”. Ante esto, Ribeyro declaró a France Presse: “En este debate, pienso que la posición asumida por Vargas Llosa lo identifica objetivamente con los sectores conservadores del Perú y lo oponen a la irrupción irresistible de las clases populares que luchan por su bienestar, y que terminarán por imponer su propio modelo social, más justo y solidario, por más que nos pese a los hijos de la burguesía”.
Vargas Llosa nunca lo perdonó y en sus memorias, tituladas El pez en el agua, dice con sequedad: “Ribeyro (…) había sido nombrado diplomático ante la Unesco por la dictadura de Velasco y fue mantenido en el puesto por todos los gobiernos sucesivos, dictaduras o democracias, a los que sirvió con docilidad, imparcialidad y discreción”.
Capítulo aparte merecen las sucesivas enfermedades, úlceras, hemorragias y cánceres que torturaron y acabaron por matar a Ribeyro, amén de mantenerlo siempre flaquísimo. Es curioso que tal como ocurrió con la tuberculosis de su padre, el cáncer de esófago que casi lo liquida en 1973 fuera tratado como secreto y se lo revelaran años después, cuando una salud daba nuevos bríos al fumador profesional. En “Solo para fumadores”, publicado en 1987, recuerda esa operación: “Me desperté siete horas más tarde cortado como una res y cosido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas y agujas me salían por todos los orificios del cuerpo. Me habían sacado parte del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del esófago”.
Como sea, Ribeyro se recuperó y ganó suficiente tiempo para ver publicados sus cuentos en los cuatro tomos de La palabra del mudo, y disfrutó del reconocimiento de su obra. Sus últimos años los pasó en un departamento con vista al mar, en el distrito limeño de Barranco, ahí concedió una entrevista a María Laura Hernández donde señala: “Para un escritor [el mar] es un modelo de conducta, llegar a ser como el mar, monótono pero variado al mismo tiempo, tenaz e infinito”. Poco después, en 1993, se le descubrió un cáncer generalizado que incluso se hizo espacio en su columna y cobró su vida el 4 de diciembre de 1994, días después de obtener el Premio Juan Rulfo.
No cabe duda de que Ribeyro, una vida es un trabajo admirable. Sin embargo, sorprende que un trabajo de semejante acuciosidad y magnitud muestre tanto descuido al nivel de la edición. Es un libro lleno de fotografías, muchas de ellas innecesarias, como la que ilustra la llegada de Ribeyro a Madrid con un retrato del dictador Francisco Franco. Es imposible obviar la cantidad de erratas que lo empañan; este libro merecía una atención que evitase muchas desconcertantes repeticiones, como las tocantes a la relación del cuentista y Mario Vargas Llosa. Pese a esto, se trata de un libro valioso y recomendable, donde Jorge Coaguila consigue conjurar la aparición de un alma modesta, orgullosa y perseverante, volcada a la literatura, capaz de una pasiva condescendencia y falta de heroísmo, en una rotunda negación de la línea con que Ribeyro abre su autobiografía: “Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar”.
Ilustración: Gabriel Garbo, técnica digital, 2024.
Ribeyro, una vida, Jorge Coaguila, Revuelta Editores, 2021, 588 páginas, $31.300.