Michael Shellenberger y Elizabeth Kolbert enfrentan el idealismo de los activistas medioambientales con un pragmatismo a toda prueba. Al revés de lo que proponen muchos ecologistas, que sueñan con el retorno a una era preindustrial, ellos señalan que la inventiva puede ayudar a la humanidad a salir del atolladero en el que se encuentra. La actual crisis exige usar el mismo ingenio científico y tecnológico que nos introdujo en ella, para revertirla o mitigarla, porque solo la creatividad y los incentivos bien puestos podrán proveer las soluciones necesarias para enfrentar el problema.
por Juan Ignacio Brito I 15 Noviembre 2024
Cuesta encontrar argumentos serenos en la discusión sobre el medioambiente. Desde el negacionismo anticientífico hasta el tremendismo apocalíptico, las posiciones extremas no se dan cuartel en un debate sin matices. Por lo mismo, se agradece cuando voces informadas razonan en torno a cuestiones tan fundamentales, como el calentamiento global, la preservación de las especies, la generación de energía o la intervención humana del entorno físico. Es lo que hacen Michael Shellenberger en No hay apocalipsis y Elizabeth Kolbert en Bajo un cielo blanco. El primero es un activista que se ha especializado en temas energéticos y que fue nombrado “héroe del medioambiente” en 2008 por la revista Time. La segunda es una periodista dedicada a cubrir temas ecológicos, que ha publicado varios libros y ganó el premio Pulitzer por La sexta extinción (2014). Se trata, en ambos casos, de expertos cuyo compromiso con la preservación está fuera de duda, pero que comprenden que muchas veces la conversación se ha contaminado por la cacofonía vocinglera de los que prefieren gritar antes que argumentar. Shellenberger critica que “gran parte de lo que se les dice a las personas sobre el medioambiente, incluido el clima, es erróneo”, y apunta que decidió escribir su libro “después de hartarme de la exageración, el alarmismo y el extremismo, que son enemigos de un ecologismo positivo, humanista y racional”.
El problema, afirma el físico Klaus Lackner en el libro de Kolbert, es que la discusión medioambiental se ha moralizado a tal punto, que hoy solo se puede afirmar aquello que ciertas élites consideran correcto: “Esa postura moral hace que prácticamente todos sean pecadores y convierte en hipócritas a muchos de los que se preocupan del cambio climático, pero gozan igualmente de los beneficios de la modernidad”. Es necesario, sugiere Lackner, “cambiar el paradigma”, aceptar que el daño infligido a la naturaleza es un dato de la causa y que resulta urgente aplicar el ingenio humano a la búsqueda de soluciones creativas.
Para ello, a la causa medioambiental le serviría dejar de estar basada, según Shellenberger, en una apelación romántica a la naturaleza y lo natural, apelación que a menudo adquiere connotaciones cuasi religiosas, con dogmas incuestionables abrazados por una feligresía a ratos fundamentalista.
En contraposición a lo que postulan algunos ambientalistas radicales, Kolbert descarta la posibilidad de volver a una época prístina y natural, porque ello ya no es factible en un mundo alterado, sin vuelta atrás, por la mano del hombre. “El nuevo esfuerzo comienza con un planeta que ha sido rehecho y que se revuelve sobre sí. No se trata del control de la naturaleza, sino más bien del control del control de la naturaleza”, indica esta autora que jamás pone en duda que la intervención humana se deja ver en la desertificación, la acidificación de los mares, el deshielo de los glaciares y en el alza de la temperatura atmosférica y oceánica, entre otros varios efectos de la “sexta extinción”, la primera en la historia causada por los seres humanos.
El medioambiente está en un camino sin retorno y la mayoría de los proyectos hoy existentes buscan reparar o alterar un efecto ya producido. La periodista pone varios ejemplos ilustrativos de “control del control”. Uno de ellos es la electrificación del río Chicago en EE.UU., para evitar que las voraces carpas asiáticas —introducidas en la cuenca del Mississippi hace décadas, para que se comieran las algas que superpoblaban las aguas— terminen acabando con las especies autóctonas de la cuenca de los Grandes Lagos, posibilidad abierta luego de que se decidiera invertir el curso del Chicago, lo cual conectó dos grandes hoyas hidrográficas que hasta entonces estaban separadas. Otro proyecto llamativo es el que da nombre al libro: la idea de bombardear la estratósfera (la muy estable capa atmosférica por donde vuelan los aviones comerciales) con polvo blanco (idealmente, carbonato de calcio) que quede suspendido y refleje de vuelta al espacio parte de la energía solar que calienta nuestro planeta. Esto lograría disminuir la temperatura atmosférica y generar atardeceres espectaculares y cielos diurnos blancos. Según Dan Schrag, director del Centro para el Medioambiente de la Universidad de Harvard, esta solución es la “mejor oportunidad” para la supervivencia a largo plazo de los ecosistemas naturales de la Tierra, aunque difícilmente pueda llamarse a estos “sistemas ingenieriles” una solución “natural”.
Shellenberger y Kolbert enfrentan el idealismo de los activistas medioambientales con un pragmatismo a toda prueba, sin resignarse a la existencia de condiciones irrevocables. El daño de la acción humana sobre el entorno no es algo que se pueda resarcir, lo cual obliga a trabajar dentro de él, no contra él. Al revés de lo que proponen muchos ecologistas, que sueñan con un retorno imposible a una era preindustrial, ambos señalan que la inventiva puede ayudar a la humanidad a salir del atolladero ambiental en el que se encuentra. Lo que se requiere es un desarrollo inteligente y sensato, que dé esperanza, deje de lado los tabúes y ayude a solucionar la crisis sin complejos ni ideologismos paralizantes.
Su visión es la opuesta de quienes proponen el decrecimiento, concepto usado por primera vez en 1972, por el teórico francés André Gorz, para denotar la necesidad de recuperar el equilibrio del planeta, incluso si ello significaba desafiar la supervivencia del sistema capitalista. Desde entonces, la décroissance se transformó en un grito de batalla común entre intelectuales ecologistas y anticapitalistas. Uno de ellos es el antropólogo Jason Hickel, quien acusa al “crecimientismo” de ser una ideología que conduce a la locura. En su libro Menos es más (2021), aboga por reducir el uso de materiales y energía para devolver el “equilibrio al mundo viviente, al mismo tiempo que se redistribuye el ingreso, se libera a la gente del trabajo innecesario y se invierte en bienes públicos que la gente necesite para prosperar”. Otro es el japonés Kohei Saito, un filósofo marxista cuyo libro Slow down: The Degrowth Manifesto (2024) ha vendido medio millón de ejemplares. El llamado de Saito es a no contemporizar con el capitalismo, acabar con él y promover en su lugar un “comunismo de decrecimiento” que solo se aplicaría en el Norte desarrollado. Ni Hickel ni Saito parecen reparar en detalles importantes: ¿Quién decidiría cuáles son los “bienes y trabajos innecesarios” que ellos quieren que no se produzcan más? ¿Sería posible que Estados Unidos acepte congelar su crecimiento mientras China, su rival geopolítico en vías de desarrollo, continúa creciendo y amenaza su liderazgo? Saito dice que haber nacido en 1987 lo libera de la pesada carga totalitaria del experimento marxista soviético, una salida conveniente para sacudirse de una herencia incómoda que, sin embargo, no impide advertir el tufillo autoritario que despide su propuesta, al igual que la de Hickel. Una pequeña muestra de las complicaciones prácticas de propuestas que amenazan con disminuir la calidad de vida de la población se registró en 2018, cuando el gobierno de Emmanuel Macron anunció un alza del impuesto de las bencinas para desincentivar el uso de combustibles fósiles y cumplir con los compromisos internacionales adquiridos por Francia. Las violentas protestas de los “chalecos amarillos” sacudieron el país por semanas y obligaron a Macron a echar pie atrás.
Por el contrario, el Nobel de Economía Paul Krugman y la científica de datos de la Universidad de Oxford Hannah Ritchie postulan que la idea de “crecimiento verde” es perfectamente viable. En su libro Not the End of the World (2024), Ritchie refuta la noción de que “el mundo está condenado” y escribe que, “si damos unos pasos para atrás, podemos ver algo verdaderamente radical, que cambia las reglas del juego y proporciona vida: la humanidad se encuentra en una posición única para construir un mundo sustentable”. Este optimismo se basa de manera principal en lo que Krugman denomina el “espectacular progreso tecnológico” en materia de generación energética que ha tenido lugar en los últimos 15 años.
Michael Shellenberger solo está parcialmente de acuerdo. Él no cree en el poder transformador de las energías renovables, en especial la eólica y la solar. Sostiene que no son confiables, debido a que dependen de las condiciones atmosféricas, por lo que requieren de un respaldo siempre disponible en caso de fallar, y les falta densidad energética, lo que obliga a dedicarles grandes extensiones de tierra y costosas líneas de transmisión. Afirma que los gobiernos malgastan dinero al subsidiar ese tipo de generación eléctrica, en especial debido a que la energía nuclear, la alternativa obvia, más segura y barata, ha sufrido una injusta campaña de desprestigio. El autor acusa que es una paradoja llamativa, incluso sospechosa, que “las personas que dicen que el cambio climático es lo que más les preocupa, aseguren que no necesitamos energía nuclear”. Y observa que numerosos grupos ambientalistas y ONG verdes reciben financiamiento de parte de la industria de las energías renovables no convencionales. La energía nuclear ha avanzado mucho para garantizar la seguridad y es la más eficiente de todas, pues, como ya hizo ver Einstein en su famosa fórmula E = mc2 (energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado), se necesita muy poca materia para generar enormes cantidades de energía.
Tal como Krugman y Ritchie, Elizabeth Kolbert insiste en que la única manera posible de frenar el desastre ambiental ocasionado por el ser humano es usar las capacidades innovadoras para desarrollar soluciones. Menciona, por ejemplo, la aplicación de la tecnología de edición genética CRISPR (sigla en inglés de Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas), que permite manipular las moléculas de la vida. En Australia, los científicos buscan intervenir el genoma del gigantesco y venenoso sapo de caña. Originarios de América e introducidos en Oceanía en 1935 con el objetivo de que acabaran con unas larvas que afectaban los cultivos de caña de azúcar, los batracios se convirtieron en una insaciable plaga que acaba con todo lo que se les cruza por delante. La modificación genética busca evitar la reproducción de los sapos, para acabar con ellos. La misma técnica se quiere usar para reintroducir en Estados Unidos el castaño americano, que prácticamente se extinguió en ese país luego de que fuera insertado allí el castaño japonés, portador de una plaga mortal para sus primos locales. El propósito es realizar un “rescate genético” —concepto que genera controversia entre los científicos—, desarrollando un castaño que resista la plaga gracias a la introducción en su código de un gen importado desde el trigo.
La intervención del ADN se logra a través de la identificación, aislamiento y sintetización de los llamados “genes conductores”, para permitir a los científicos manipular el proceso y afectar a los organismos vivos y su descendencia. “En un mundo de genes conductores sintéticos, la frontera entre lo humano y lo natural, entre el laboratorio y lo salvaje, que ya es bastante difusa, simplemente se disuelve. En ese mundo, la gente no solo fija las condiciones bajo las cuales tiene lugar la evolución, sino que puede, en principio, determinar su resultado”, dice Kolbert. La periodista se da cuenta de los riesgos que ello supone, pues implica “jugar a ser Dios” y amenaza con provocar nuevos efectos indeseados de los que todavía no somos conscientes. Ese nuevo rol entrega a la humanidad responsabilidades para las que difícilmente puede decirse que esté suficientemente preparada, pues implica una gestión plagada de dilemas morales y filosóficos.
Shellenberger añade que, al revés de lo que piensan muchos ambientalistas, la persecución de la rentabilidad e incluso la codicia pueden ayudar a la recuperación ecológica. Es lo que ocurrió con las ballenas, apunta. Aunque a los activistas les gusta creer que la supervivencia de estos enormes mamíferos acuáticos se debe a la prohibición de la caza en 1982, Shellenberger expone que, en realidad, las ballenas se salvaron del exterminio debido a que los aceites vegetales (más baratos) surgieron como eficientes sustitutos para el aceite de ballena, cuyo uso comenzó a decaer en la década de 1950, junto con la caza. “Fue el aceite vegetal, no un tratado internacional, el que salvó a las ballenas”, postula.
Ambos autores coinciden en mostrar que no son un insensato congelamiento del progreso humano y el improbable retorno a una sociedad pastoril los que ofrecen la posibilidad de enfrentar con éxito la crisis medioambiental que ha generado el desarrollo. El calentamiento global, concuerdan, difícilmente será detenido a través de la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, como insisten la ONU y los firmantes de distintos protocolos ambientales. El objetivo, afirma Shellenberger, debería ser “reducir las emisiones y mantener las temperaturas lo más bajas posibles, sin socavar el desarrollo económico”.
Más que medidas de difícil viabilidad política y ciudadana que amenazan con devolvernos a la edad de piedra, salir de la crisis exige usar el mismo ingenio científico y tecnológico que nos introdujo en ella, para revertirla o mitigarla. Solo la creatividad y los incentivos bien puestos podrán proveer las soluciones necesarias para enfrentar el problema. Kolbert menciona la posibilidad de recurrir a las “emisiones negativas” para capturar el CO2 lanzado a la atmósfera y fijarlo en piedras, retirándolo de circulación. Es un proceso que ha progresado desde que se inventó en 1990 y que, aunque todavía no logra resolver dónde ubicar las piedras resultantes, demuestra que es necesario experimentar e investigar para dar con soluciones que tengan probabilidades de hacerse viables.
Se trata, coinciden Shellenberger y Kolbert, de un camino plagado de riesgos y problemas, pero que debe ser recorrido con realismo, sin prejuicios ideológicos ni sentimentalismos.
No hay apocalipsis. Por qué el alarmismo medioambiental nos perjudica a todos, Michael Shellenberger, Deusto, 2021, 495 páginas, $32.000.
Bajo un cielo blanco. Cómo los humanos estamos creando la naturaleza del futuro, Elizabeth Kolbert, Crítica, 2021, 213 páginas, $38.000.
por Juan Rodríguez Medina