por María José Viera-Gallo I 24 Abril 2025
No se termina de conocer una ciudad hasta que te cruzas con sus fantasmas. Beatrice Cenci se me manifestó con discreta insistencia durante un viaje a Roma. La primera vez fue a través de una curadora de arte, quien me habló de la povera Cenci a sottovoce, como si se tratara del alma en pena de una amiga. La joven noble romana había sido ejecutada hace 500 años al frente de Castel Sant’Angelo, cerca de donde nos encontrábamos. Se la acusó de ser la autora intelectual del asesinato de su padre, el conde Francesco Cenci, un reconocido sádico que abusaba a piacere de ella y de sus seis hermanos. La noche del 11 septiembre de 1599, luego de ser encarcelada por orden del Papa Clemente VIII y de sufrir torturas medievales en un calabozo a orillas del Tíber, Beatrice Cenci perdió irremediablemente la cabeza. Un verdugo papal la decapitó con un sable frente a miles de romanos que gritaban en vano por su salvación. Algo del alma de Roma se despedazó esa noche con ella.
Si te paseas un 11 de septiembre por el Puente Sant’ Angelo, puede que veas a una veinteañera vestida de blanco que camina con su cabeza entre las manos, me dijo la curadora al despedirnos.
De vuelta al presente, me pregunté cómo era posible que Beatrice Cenci aún sobreviviera en la memoria de los romanos. La ciudad es un purgatorio de fantasmas locales —Santa Cecilia, Giordano Bruno, Pier Paolo Pasolini, Emanuela Orlandi— curtido de historias de crímenes, conspiraciones y martirios.
Símbolo del ideal femenino renacentista, la bella Beatrice había pasado toda su adolescencia defendiéndose de las garras de una bestia, su padre. Su corta vida parecía una pesadilla doméstica sacada de una fábula moral de Bocaccio. La crónica roja de un femicidio que, si bien había ocurrido a fines del Renacimiento, hoy día tenía el poder de despertar nuevos sentires y sentidos. Una madre protectora muerta antes de que ella cumpliera siete años. Un padre poderoso, narciso, brutal, con rasgos psicópatas, que se creía su amo. Un suntuoso palacio ubicado en el centro de la ciudad, en el que Beatrice y su hermana mayor, Antonina, se escondían apenas escuchaban los pasos paternos. Un clero que amparaba los delitos de la nobleza y hacía oídos sordos a las acusaciones de sodomía y violación de chicos callejeros que pesaban sobre el patriarca Cenci. Apenas enviudó, decidió enviar a sus hijas a un convento a fin de ahorrarse dinero y dolores de cabeza. Únicas nobles entre niñas huérfanas y pobres, pasaron ocho años allí. A los 15 años, Beatrice volvió a su palazzo perdido y al poco andar soñó con volver al convento. Su padre, quien se había vuelto a casar con una mujer noble llamada Lucrecia Petroni, dirigió su delirio misógino hacia ella, quizás porque era la más bella y la más rebelde de los hijos. Se sabía que en el Palacio Cenci ocurrían toda clase de abusos. Los gritos en la mitad de la noche se escuchaban en todo el barrio. Nadie decía nada. Antonina logró casarse, es decir, huir. Los hermanos mayores se fueron a estudiar a España, desheredados de por vida.
Cuando Beatrice le fue a pedir ayuda al Papa Clemente VIII para que convenciera a su padre de darle la dote (que le permitía casarse), este la acusó a su amigo. El conde la castigó encerrándola en un palacio de veraneo a las afueras de Roma, el castillo de Petrella Salto, junto a su madrastra Lucrecia, quien también había osado rebelarse al marido. Las dos mujeres vivieron en el último piso de una torre, aisladas del resto de la casa. Se desconoce qué hizo Beatrice durante los años de reclusión. Es probable que se dedicara a estudiar latín y álgebra, lo máximo que se les permitía a las mujeres de su clase. Aunque se le prohibía el contacto con cualquier hombre, se sabe que tuvo un romance con un joven llamado Olimpio, uno de los vasallos del castillo.
El día en que cumplió 20 años encontró la solución final a su martirio en las tragedias griegas que leía: asesinar al padre. El crimen fue organizado por toda la familia, el verano de 1598. Olimpio, con la ayuda de otro empleado, Marzio, le pegaron en la cabeza con un martillo al conde mientras dormía, e inconsciente lo arrojaron desde un balcón, simulando un accidente.
El Papa Clemente VIII sospechó del complot de muerte y abrió una investigación. Fue el fin de los Cenci. La sentencia dispuso la decapitación de la madrastra y de la hija, el descuartizamiento del hijo mayor, Giacomo, y el encierro de Bernardo, el menor, para que trabajara de sirviente en el Vaticano. Más que justicia divina por el parricidio del amigo, el Papa buscaba quedarse con los bienes del conde, lo que despertó aún más indignación entre la gente. Mientras el pueblo se arrimaba a los techos y murallones para ver el sacrificio, un joven pintor lo dibujaba atento. Con esa escena, Caravaggio pintaría después una de sus pinturas más famosas: Judith cortando la cabeza de Holofernes, que para algunos es la recreación más realista de la decapitación de Beatrice Cenci.
Nunca vi el codiciado espectro de Beatrice, pero un día me encontré por casualidad con el único retrato que se conserva de ella. La pintura, expuesta en el Palazzo Barberini, cerca de la Judith de Caravaggio, se titula Mujer con turbante. Su autora es Ginevra Cantofoli, una de las pocas pintoras del 600, alumna de la escuela barroca de Guido Reni, a quien por mucho tiempo se le atribuyó la autoría. (En Chile hay dos reproducciones en la colección del Museo de Bellas Artes, una de Francisco Echaurren y otra de Eusebio Lillo).
Hay quienes sostienen que el retrato fue pintado en su celda, horas antes de su ejecución. Otros dicen que la edad de la retratada corresponde a la de una Beatrice adolescente, y la túnica y el turbante blanco que lleva puestos no son el uniforme carcelario de esos años, sino una cita a las musas del Renacimiento. Como sea, Beatrice nos mira por encima de su hombro, como si estuviera muerta en vida.
En “Los Cenci”, de sus Crónicas italianas, Stendhal describe la pintura así: “El rostro es dulce y bello, la mirada muy tierna y los ojos muy grandes, con la expresión asombrada de una persona a la que acaban de sorprender llorando amargamente”. El autor de Paseos por Roma —probablemente la guía más letrada que se haya escrito sobre los secretos de la ciudad— no fue el único escritor del siglo XIX que quedó eclipsado por el retrato de Beatrice. También sucumbieron a su hechizo Shelley, Hawthorne y Dumas, quienes vieron en ella a la heroína romántica perfecta.
En el siglo XX, la cencimanía alcanzó a Artaud, Zweig, Moravia y Lucio Fulci, director de cine B, quien hizo una película de culto. Quizás quien mejor ahonda en el personaje sin idealizarla es Stefan Zweig en su crónica “Leyenda y verdad de Beatrice Cenci” (1926). Desmitifica el Renacimiento y lo describe como una época “brutal y sangrienta, sin escrúpulos y cruel”. A diferencia de Stendhal, quien encuentra en Francesco Cenci la figura descarnada de un Don Juan, se refiere al conde como “una araña del placer que comete todas las infamias imaginables”, y a su hija como “la mártir, que vengó su honra virginal en su padre, que profanó su propia sangre”.
Justo cuando me empezaba a olvidar de Beatrice Cenci, me la volví a encontrar mientras caminaba a solas por un laberíntico barrio a orillas del Tíber. Si bien Google Maps me indicaba doblar por una determinaba dirección para llegar a mi destino, tuve el antojo de desobedecerle y tomar la calle opuesta, Via Monserrato. De pronto, sin saber por qué, miré hacia lo alto y me fijé en una inscripción de mármol anclada en una muralla. Se leía: “Desde aquí, la cárcel de Corte Savella, el 11 de septiembre de 1599, Beatrice Cenci fue llevada al patíbulo, víctima de una justicia injusta”.
Ningún fantasma tiene garantizada su inmortalidad en Roma, excepto, quizás, quienes encuentran la veneración sin buscarla. Zweig tiene una explicación de por qué Beatrice es un espectro querido, buscado y muchas veces encontrado: “El poder de la juventud y la belleza es tan fuerte —dice—, que donde quiera la toque la muerte, crea misterio y turbación, y el mundo, contra toda realidad, se niega a creer en su culpa”.
Imagen de portada: Mujer con turbante, de Ginevra Cantofoli.