por María José Viera-Gallo I 13 Septiembre 2024
“¿Dónde vives? En ninguna parte. ¿De dónde eres? Del río. ¿A qué te dedicas? Soy escritora. ¿Por qué le disparaste a Andy Warhol?”.
El interrogatorio ocurre en una comisaría de Manhattan, el 3 de junio de 1968. Unas horas antes de entregarse a la policía, Valerie Solanas tomó el ascensor hasta el sexto piso de un edificio, ubicado en el número 33 de Union Square West, y apareció en la puerta de The Factory con una pistola Beretta calibre 32 escondida en una bolsa de papel.
—Te maquillaste —le dijo Warhol con cierta suspicacia apenas la vio entrar. Valerie jamás se arreglaba. Su look era clásico tomboy; cara lavada, pelo corto, chaquetas oversize y una boina.
La interpelada respondió al comentario con una mueca de desprecio y lo apuntó con su pistola.
—Oh, Valerie, no, no… —fue lo último que dijo Warhol antes de recibir una bala en el abdomen.
“Tenía demasiado control sobre mí”, “no creía que las mujeres pudieran ser artistas”, “quería robarme mis ideas”: son algunas de las razones que explicó Solanas durante el juicio. “La mujer que le disparó a Andy Warhol”, como se le conoció desde entonces, era una perfecta desconocida. No tenía amigos ni familia, tampoco un domicilio fijo, se ganaba la vida prostituyéndose ocasionalmente en la calle y vendiendo un fanzine de su autoría. Tras el proceso, fue derivada al Psiquiátrico de la cárcel durante tres años.
La bala loca de Solanas le costó a Warhol varias cirugías, y a ella, algo parecido a 15 minutos de fama. “Estaba celosa de mi éxito”, fue lo único que dijo públicamente la mayor figura del Arte Pop, dejando a su agresora diluida en la mitología warholiana.
Pero Valerie Solanas fue más que la bala que disparó. A sus 30 años, sufría de una esquizofrenia no tratada y, al igual que otros artistas secundarios que pululaban entre el Hotel Chelsea y la Factory en la Nueva York de los 60, intentaba hacerse visible como escritora. Mala para la fiesta, para los happenings, para saber who is who, nunca quiso formar parte de ningún círculo social. Era, a diferencia de otros hípsters de la escena neoyorquina, una genuina desadaptada. Tenía una máquina de escribir que arrastraba consigo de hotel en hotel, hasta que la echaban por escándalos o cuentas impagas. En 1965 ya había escrito una obra de teatro, pero es su manifiesto radical-feminista SCUM (Society for Cutting Up Men / Sociedad Exterminadora del Macho) el que perdura, fuera de toda ley y orden, como una obra de culto.
Para el mundo del arte, sin embargo, Solanas siempre será la víbora (así la llamó Lou Reed) que intentó hacerse famosa a través de su performance. Y para el movimiento feminista biempensante, el tipo de figuras disruptivas, de vidas antihigiénicas que ensucian la causa de las mujeres.
Separar al autor de la obra, en el caso de Solanas, se vuelve necesario si queremos expurgarla de la figura de Warhol. ¿Cómo una chica de clase media de New Jersey se convierte en la primera feminista abiertamente radical y hater de Nueva York? Es poco lo que se sabe. Valerie Solanas aprendió a golpes a odiar a los hombres; su padre la violaba (quedó embarazada de él a los 14 años y tuvo que “donar” en adopción a su hija), su abuelo le pegaba, su primer y único novio se arrancó de ella apenas supo que estaba embarazada. A los 17 años sabía de primera fuente lo que era el incesto, la violación, el embarazo no deseado, la violencia intrafamiliar y el abandono. A pesar de esto, nunca adoptó la postura de víctima. “Su voz es la de una criatura de nuestra época, perdida y herida. Una voz salvaje y glacial, cruel, una voz situada más allá de la razón y de la decencia burguesa”, se lee en el prólogo de SCUM, escrito por Vivian Gornick.
En su paso por la Universidad de Maryland, donde a mediados de los años 50 estudió Psicología, fue reconocida como una brillante polemista. La primera pelea la tuvo en 1957, con Max Shulman, un famoso estudiante conservador que llamaba a abolir el matriarcado. Ambos tuvieron un intercambio de cartas conocido como “la guerra de los bolígrafos”, donde Solanas cuestionaba el sexismo de Shulman y se cuestionaba si acaso ser mujer era una identidad cultural o una condición biológica. La academia estaba lejos de tener un Departamento de Estudios de Género y rápidamente Valerie se dio cuenta de que no había un lugar para ella.
Según sus propias palabras, su Manifiesto SCUM era “un estado mental”, que imaginaba la distopía feminista de un mundo sin hombres. Satírica, provocadora, adelantada a su época, Solanas no se contentaba con dispararles a los machos. Odiaba a los hippies y la falsedad de su discurso sobre la liberación sexual (“Hay que haber follado mucho para odiar toda esa mierda del sexo”, escribe aludiendo a su propia experiencia), a ciertas mujeres a las que llama “hijas de papi” y que viven bajo el embrujo de Edipo, y a una sociedad conformista que describe como “aburrida, no apta para las mujeres amantes de las emociones”.
Tras ser rechazada por las editoriales, Solanas hizo sus propias impresiones del manifiesto, que vendía en la calle, cobrándoles un dólar a las mujeres y dos y medio a los hombres. La paradoja de esta discriminación a la inversa fue solo una de las disrupciones que incomodaban a las feministas. A pesar de ser lesbiana, era sabido que se prostituía ofreciendo juegos sadomasoquistas. Jamás aceptó las invitaciones a reuniones de mujeres afines al radicalismo feminista, como las que organizaba Shulamith Firestone, quien también terminaría marginada. Cuando algunas de ellas solicitaron ir a verla al Psiquiátrico, se negó. Su vida outsider y su obra extremadamente disruptiva terminaron por ser una mancha de la causa. Pero Valerie era ambiciosa y sabía exigirles atención a ciertos hombres, a los que consideraba “auxiliares” de su propia batalla solitaria. Una noche, en un pasillo del Hotel Chelsea, conoció al editor de Olympia Press, Maurice Girodias. Girodias, quien había alcanzado la fama editando obras censuradas, como Lolita y El almuerzo desnudo, y a escritores como Anais Nin, D. H. Lawrence, Jean Genet o Georges Bataille. Su fama de “editor pornógrafo” en Francia lo había llevado a emigrar a Nueva York, buscando una second chance. A Girodias le interesó Solanas, y luego de invitarla a beber, le pidió que escribiera una novela a cambio de un adelanto de 500 dólares. Valerie no logró cumplir con su cometido y Girodias retuvo los derechos de autor de su manifiesto, prometiéndole publicarlo.
Mientras esperaba esa publicación, Valerie intentó por otro lado.
“Una chica me llamó y me ofreció leerla”, cuenta Warhol en sus diarios. A Warhol le gustó más la obra de teatro, Up your ass, que el manifiesto. No así, Valerie. La encontró “rara”. Al verla por primera vez pensó que era un policía encubierto. “Claro, y esta es mi placa”, le respondió ella bajándose los pantalones. Solanas empezó a merodear la Factory, pero no encajaba entre las mujeres glamorosas que rondaban a Warhol. Con él, tampoco conectaba en lo superficial, pero sí en sus pasados. Ambos eran queer, católicos, de origen popular, con infancias desgarradas, solitarias. Compartían, además de cierto autismo, la misma visión distorsionada del sexo. Cenaron a solas un par de veces, en el boliche habitual de Warhol, el Max. Valerie quería que le produjera su obra. Warhol prometió hacerlo. Luego de esperar más de la cuenta, ella le pidió el guion de regreso. Era su única copia. Warhol le dijo que lo había perdido. No se sabe realmente si lo perdió o quiso sacársela de encima, pero en medio de un brote paranoico, Valerie creyó que Andy quería robarle su idea. No era el único ladrón. También estaba Girodias, quien retenía SCUM. Antes de ir a la Factory, Solanas se dirigió a las oficinas de Olympia Press. Su primera víctima no estaba. Una vez que salió en la portada de los diarios por intentar matar a Warhol, Girodias no dudó en publicar SCUM. El guion apareció en un baúl de Warhol, poco después de su muerte, en 1987. Para ese entonces, Valerie Solanas era una homeless que vagaba por el West Village, desconociendo el éxito que empezaba a tener su manifiesto entre las nuevas generaciones de feministas.
Nadie supo nada de ella hasta 1988, cuando apareció muerta en una pieza del Hotel Bristol, en San Francisco. Tenía 52 años. Hay una placa en la entrada del hotel donde desfilan diversos nombres de residentes célebres. El de ella no está.