Miles Davis y John Coltrane después de los pájaros

Juntos tenían el mundo a sus pies: no hubo ni habrá duplas de vientos como la de estos dos. Sin embargo, su entendimiento y química musical no traspasó las fronteras del escenario. Davis confiaba en sí mismo y lo sabía; Coltrane, por su parte, tocaba a leguas de su Yo y solo soñaba con regresar a Filadelfia para estar al lado de su madre.

por Federico Galende I 27 Junio 2019

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Nacieron el mismo año y con una cantidad similar de aire en los pulmones, pero la actitud con la que llevaban la música era distinta. Uno se mostraba recio e imprevisible, tocaba de espaldas al público, jamás hablaba de jazz y podía marcharse del escenario tras soplar unas pocas notas; el otro era más bien inseguro, solía arrastrar los pies y cuando pegaba el saxo a su boca se extasiaba en fraseos que duraban casi una hora, incluso cuando la aparición que arreglaba la banda era de 40 o 50 minutos.

Después venían los previsibles gritos, los retos, los insultos roncos del recio. Todo ocurría fuera de escena, y un Thelonious Monk azorado recuerda particularmente la noche de 1956, en la que entró de improviso tras bambalinas en el Café Bohemia y sorprendió a Davis abofeteando y pegándole en el estómago a Coltrane, quien se limitaba a mirarlo con esos ojitos mansos de yonqui perdido. Los golpes los recibía con la resignación del descendiente de esclavos que sopla si hay que soplar, pero que en el trajín es capaz de arrancarle al instrumento notas abiertas y burbujeantes, modulaciones magistrales, alaridos cortos, atropellados y llenos de pena.

La historia cuenta que Miles Davis había dejado las drogas y no quería saber nada de un nuevo Bird muriendo frente al televisor, rodeado de moscas y olor a mierda, con los brazos escamados y desvanecidos por los pinchazos. Así que de alguna forma los golpes eran una manera de traerlo a la vida, de despertarlo. Juntos, Davis y Coltrane, tenían el mundo a sus pies: no hubo ni habrá duplas de vientos como la de estos dos y estuvieron a punto de levantar la única iglesia en la que se pudren los blancos, mientras los negros se ganan su merecido pedazo de cielo.

Davis confiaba en sí mismo y lo sabía; Coltrane tocaba a leguas de su Yo y solo soñaba con regresarse a Filadelfia, sentarse en silencio en el porche al lado de su madre y retorcerse más tarde en la cama mientras aguantaba el Cold Turkey. Si levantaba el teléfono y al otro lado escuchaba las cuerdas repletas de nódulos de su amigo, corría otra vez hacia Nueva York, donde por esos años se mandarían cinco elepés al hilo y pondrían la vara más alta en la historia del jazz con el célebre Kind of Blue.

Lo que sigue se sabe: Bill Evans, que parte casi acariciando las teclas, el contrabajo que entra con ese riff sobrio y armónico, Miles Davis que irrumpe en el silencio dibujando figuras melódicas muy desnudas y Coltrane, al final, arremetiendo con todo y empujando a Evans a redondear más los acordes y pegarle más fuerte al piano. De modo que si lo de Davis era la introspección y lo de Evans era esa premonitoria conversación cool consigo mismo, a Coltrane le quedaban esas notas arrebatadas y sobrepuestas, esos fraseos endemoniados y difíciles de digerir.

La historia cuenta que Miles Davis había dejado las drogas y no quería saber nada de un nuevo Birdmuriendo frente al televisor, rodeado de moscas y olor a mierda, con los brazos escamados y desvanecidos por los pinchazos. Así que de alguna forma los golpes eran una manera de traerlo a la vida, de despertarlo.

Lo cierto es que el prodigio merecía ser exhibido y por eso Miles Davis, a quien el boxeo, la ropa cara, los coches de lujo y la harmon asordinándole la trompeta lo hacían aparecer en enero de 1958 en la portada de la revista Times, no paraba de amedrentar a su par para que lo acompañara en la gira por Escandinavia, Francia, Alemania.

¿Dónde quedan esos países?

Coltrane movía testarudamente la cabeza en signo de negación, no quería alejarse tanto de Filadelfia ni de su madre, pero sin siquiera saber cómo se encontró de repente contemplando el paisaje nórdico desde la ventanilla del tren, con su instrumento sobre las piernas y una bolsita de plástico en la que cargaba unas pocas cosas para el aseo.

Tal como lo preveía, el público de Europa jamás los entendió: notas demasiado sucias para una Alemania en la que Adorno soñaba con obreros que silbaran en dodecafónico; bucles innecesarios para la sobriedad impostada de los franceses. Y al final, lo de siempre: canosos con humita y smoking abucheando en el palco, señoras emperifolladas abandonando las salas, cuerpos evaporándose entre las gradas.

La coraza que Miles Davis vestía –recelos del padre que admiraba en secreto, con simulada fascinación– le impidió detener a Coltrane la noche en la que, tras la gira, dio media vuelta y se alejó para siempre. Davis no perdió el tiempo siquiera para ver cómo su mejor contrapunto –el saxo telúrico y estruendoso, rebosante de notas que rodean la trompeta más suave, más delicada del mundo– se disolvía en el horizonte.

No volvieron a tocar juntos, y no es improbable que Davis especulara con no tener que bajarlo más a patadas del escenario. Hay que considerar que lo de Coltrane era –y sigue siendo– un misterio, partiendo por el hecho de que no es fácil saber cómo alguien se las arregló un día para alcanzar esa resistencia física y mental a la vez, esa resistencia de labios, pulmones y sesos.

Sus improvisaciones soberbias y polirrítmicas se prolongaban en el tiempo sin el menor tropiezo, y el baterista Jimmy Cobb mencionó en una ocasión que Coltrane bajaba del escenario en los intervalos y seguía tocando debajo de las mesas, sentado en algún rincón o directamente fuera del club, apoyado contra una pared. Miles Davis trataba de no perder la paciencia y le decía que por qué no probaba con tocar 15 o 20 vueltas, en lugar de 30. Entonces Coltrane lo miraba tímidamente, de abajo hacia arriba, y le respondía: “Es que no entiendo lo que me pasa, amigo, me meto en esto y después no sé cómo parar”.

Hasta que un día Davis le dio la fórmula: “¡Prueba con separar de una vez por todas tu bocota del saxofón!”.

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