Los eruditos sencillos: Juan Forn y Luis Chitarroni

“Las columnas debían complacer al salvavidas del que se había hecho amigo charlando por las mañanas (y que solo lo leía a él, puesto que los salvavidas ocupan los ojos en versión largavista, escudriñando en el horizonte las desesperadas maniobras de algún ahogado), pero también a Luis Chitarroni, sobre quien pesa el calificativo de ser el lector más sofisticado de la Argentina. Si les gustaba a ambos de punta a punta —es decir, al hombre que no tiene otra página que el mar y al incansable devorador de libros—, entonces Forn sentía que el asunto podía funcionar”.

por Federico Galende I 19 Enero 2023

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Como muchas y muchos, fui durante algunos años un lector que aguardaba con impaciencia las contratapas que Juan Forn escribía los viernes en Página 12, de un modo muy parecido a como esperaba antes las distinguidas Siluetas que Luis Chitarroni publicaba en la revista Babel. No eran lo mismo, pero prevalecían en ambos nombres desenterrados pequeños fragmentos biográficos que cruzaban las líneas entre la realidad y la ficción, escritoras o poetas desconocidos, epifanías lujosas, encuentros descabellados, detalles tan admirables como difíciles de pesquisar.

En calidad de miembro de una generación más joven —levemente más joven—, seguí a esos escritores con la sigilosa tenacidad de las sombras, intuyendo por alguna razón que el mundo en el que ellos se desenvolvían guardaba un parentesco antiguo con el mío. Recuerdo que en alguna de aquellas columnas, Juan Forn se retrataba a sí mismo caminando en invierno a orillas del mar en la localidad a la que se fue a vivir, Villa Gesell, ciudad balnearia a la que Alan Pauls dedicó una bella pieza literaria con ineludibles toques autobiográficos, y en la que yo mismo veraneé durante toda la infancia, con mi padre y una hilera de hermanos mordisqueando de noche las películas sin audio que pasaban en el autocine que lindaba con nuestro camping, en California.

De pronto se detenía, Forn, a recoger una piedra pulida por la erosión del viento, que sumaba a una colección de miniaturas abandonadas en el mismo lugar de la biblioteca en el que Chitarroni dice apretujar hasta el día de hoy libros en segunda fila, libros que no sabe dónde poner y que tapan, como resulta evidente, los lomos de los volúmenes que están detrás. Cuando Forn terminaba su recorrido, se sentaba en alguna duna (recuerdo de niño lo arduo que resultaba traspasarlas sin quemarse los pies, que repicaban sobre la arena buscando el paraíso húmedo de la orilla) con el fin de darle la puntada final a alguna de sus contratapas.

El resultado lo medía pasándolo por un abanico bastante amplio, tan amplio como las playas de Gesell: las columnas debían complacer al salvavidas del que se había hecho amigo charlando por las mañanas (y que solo lo leía a él, puesto que los salvavidas ocupan los ojos en versión largavista, escudriñando en el horizonte las desesperadas maniobras de algún ahogado), pero también a Luis Chitarroni, sobre quien pesa el calificativo de ser el lector más sofisticado de la Argentina. Si les gustaba a ambos de punta a punta —es decir, al hombre que no tiene otra página que el mar y al incansable devorador de libros—, entonces Forn sentía que el asunto podía funcionar. El veredicto final, por supuesto, no se lo entregaba ni al salvavidas ni a Chitarroni, se lo entregaba a un resumen de formas de leer colectivas.

Esto último lo lograba condensando las penas y las alegrías del existir en vidas tocadas por alguna excepcionalidad. Si escribía sobre Gospodinov, de inmediato asomaban las impiedades de la aflicción búlgara, con sus madres desguarnecidas cargando hijos al viento, con sus cementerios de soldados y sus panes de tristeza “amasados con lágrimas y con harina”. La toma de Nick Ut en una aldea de Vietnam, con la pequeña Kim Phuc huyendo desnuda del ataque de las bombas homicidas, podía conducir al universo de las éticas editoriales, abriendo fisuras en la interrogante común de las decisiones.

No conozco a Chitarroni en persona, pero entiendo que así como Forn usaba como medida formas extremas del lector, Chitarroni fue siempre dueño de un síntoma que, según me contó en una ocasión Sergio Chejfec, todos sus amigos conocen: darle la razón siempre, de manera irrevocable y absolutamente incondicional, a los mozos.

Las Siluetas de Chitarroni en Babel, donde me estrené reseñando despojos que los más grandes no se querían comer (libros sobre la descentralización del gobierno municipal, memorias de locutores decrépitos, manuales acerca del ajuste estructural en la integración sur), eran en este aspecto menos maniobrables. Versaban sobre la vida de Beerbohm en Rapallo o los experimentos con ritmos entrecortados de un por entonces incógnito Gerard Manley Hopkins; sumemos a Compton-Burnett, Edith Sitwell, Miguel Torga y al inverosímil Enrico Dalgarno presidiendo una banda de autores imaginarios que —a lo Wilcock— recreaba mes a mes.

Lo asombroso es el modo en que este refinamiento convive hasta el día de hoy con la figura del conversador transversal, abierto, un poco desaliñado y totalmente humilde. No conozco a Chitarroni en persona, pero entiendo que así como Forn usaba como medida formas extremas del lector, Chitarroni fue siempre dueño de un síntoma que, según me contó en una ocasión Sergio Chejfec, todos sus amigos conocen: darle la razón siempre, de manera irrevocable y absolutamente incondicional, a los mozos. A este síntoma —no sé si no estaré cometiendo una infidencia— sus amigos le llaman “el mal de Chitarroni”. Sucede que se juntan de pronto a comer en un restaurante, alguien pide una botella de vino, le traen una Coca-Cola y lógicamente reclama. Entonces Chitarroni salta y corrige: “Me parece que el mozo tiene razón, que vos pediste una Coca-Cola”.

Al parecer, esta regla la aplica también a sí mismo: por ejemplo, pide un bife de chorizo, le traen tallarines y, ante el rostro atónito del resto de los comensales, los comienza a devorar con fruición, precipitándose sobre el plato para que no se note el error del mozo. Es una imagen encantadora, que transporta a cualquier lugar de la vida la pericia del corrector de estilo. Enseguida entendemos que el estilo no es “el fruto de una impaciencia frenada” —como lo definió Agamben, dirigiéndose a una corte de obedientes taquígrafos—, sino la forma de todo lo leído o lo percibido aplicado a la comedia estoica de la existencia con los demás.

Es quizá lo que de Chitarroni percibía un hippie ilustrado como Juan Forn, quien con toda probabilidad no desconsideró ni este pequeño gesto que acabo de describir ni aquellas Siluetas tan estilizadas cuando, con Buenos Aires arrancado de sus entrañas a causa de una enfermedad maldita, se vio solo en aquel balneario en el que decidió dedicarse full time a sus contratapas. Se marchó de allí dos o tres días antes de que lo hiciera Horacio González, otro buceador erudito —ya que estamos con homenajes— de nombres perdidos y restos donde resplandecían las imaginerías olvidadas del pueblo.

Evidentemente, estoy tratando esta vez ese tema inasible que es el de las atmósferas, imposibles de precisar aunque envuelvan una misteriosa sustancia punzante, donde la mitad de uno se quedó para siempre —Buenos Aires, Gesell, Rosario, esas ciudades remotas y familiares—, mientras la otra, solícita y torpe, pasa de vez en cuando frente a mi ventana.

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