El paraíso de los hongos y el silencio de las diosas

Se ha publicado en nuestro país una formidable colección de ensayos de Robert Graves, El paraíso universal, que reinterpreta la historia del cristianismo, las mitologías antiguas y el silenciamiento de la mujer como fuentes de un mismo pecado original que ensombreció el erotismo y la magia del mundo. Modelo de ensayista libre, más estimulante que irrefutable, Graves se arma de un pensamiento promiscuo sin otro objetivo que aislar rastros de pureza.

por Daniel Hopenhayn I 20 Diciembre 2019

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“Si las puertas de la percepción se limpiaran, cada cosa aparecería al hombre tal como es, infinita”, escribió William Blake a fines del siglo XVIII. La sentencia le debe parte de su fama a que Jim Morrison encontró en ella un nombre para su banda, pero antes de eso ya la habían citado una legión de románticos, surrealistas y sicodélicos, unidos por la sospecha de que el pensamiento lógico y la razón instrumental nos han empañado el mundo.

Militante de esa tradición, pero en calidad de erudito hostil a las vanguardias, el escritor británico Robert Graves (1895-1985) vivió golpeando las puertas del “mundo perdido”, esa inmanencia mágica y amorosa que el cristianismo, la filosofía y la ciencia habrían reducido a tiempo y espacio. Aunque su nombre remite primero a su novela Yo, Claudio, Graves reclamaba una atención preferente por su poesía, más próxima –según él− a ese reencuentro entre los sentidos y la imaginación que también buscó en las mitologías antiguas y los hongos alucinógenos.

El paraíso universal, libro que reúne ensayos escritos por Graves entre 1964 y 1971, es un formidable compendio de esas obsesiones. El título resuena a profeta alucinado, y con razón: Graves atribuye a las visiones inducidas por ciertos hongos el hecho de que culturas de todo el orbe −hebreos, aztecas, hinduistas, polinesios− se hayan figurado paraísos casi idénticos. Él mismo, por lo demás, probó el psilocybe heimii mexicano –para visitar Tlalocán, edén azteca− en el departamento neoyorquino de Gordon Wasson, aquel extravagante vicepresidente de JP Morgan que fundó la etnomicología (estudio del uso cultural de los hongos) y convirtió en celebridad mundial a la mazateca María Sabina.

Investigador riguroso y especulador licencioso, Graves se arma de un pensamiento promiscuo sin otro objetivo que aislar rastros de pureza. Así se ocupe del amor libertino de Ovidio para criticar el banalizado erotismo de nuestros días, o de identificar las conductas que el humano ha copiado a los pájaros, o de indagar con su extraña lucidez en la historia del cristianismo (“la Biblia sigue siendo a la vez el libro más fascinante y más peligroso jamás publicado”), lo que busca aquí y allá son elementos para “mantener unidos el mundo material y el mágico en toda su literalidad”, como propone Neil Davidson en el prólogo. No los halla en los decepcionantes ejercicios que proponen los místicos, “destinados a domar las lujurias del cuerpo”, ni le basta el fugaz hechizo que aún consiguen algunos poemas, “siempre como resultado de una reversión inspirada, casi patológica, al lenguaje original”. Disipado el efecto, “el mundo duro, sucio y sintético se reconfirma como la única verdad real”.

¿En qué nos equivocamos para terminar así? Responder esta pregunta obligaría a formular una teoría total de la historia, y este autor no carecía de la audacia para concebirla.

Feminista, o más bien matriarcalista, Graves sitúa el paso en falso de Occidente en los orígenes de la Antigua Grecia, cuando “una horda de nómadas patriarcales” arribó a Creta proveniente de Palestina y dio inicio a la masculinización de las diosas tutelares. Al cabo de unos siglos, “el reinado del amor materno” había sido reemplazado por la adoración a un sombrío planificador del universo. El pensamiento lógico, que “siempre está inventando palabras más nuevas y más muertas”, despreció los ritos religiosos que orientaban la vida social en favor del experimento repetible, privándonos de “aquel salto repentino en la oscuridad, aquel huir de la tiranía del tiempo”.

Feminista, o más bien matriarcalista, Graves sitúa el paso en falso de Occidente en los orígenes de la Antigua Grecia, cuando ‘una horda de nómadas patriarcales’ arribó a Creta proveniente de Palestina y dio inicio a la masculinización de las diosas tutelares. Al cabo de unos siglos, ‘el reinado del amor materno’ había sido reemplazado por la adoración a un sombrío planificador del universo.

La democracia ateniense, protesta Graves, no fue sino una perfecta transición entre el patriarcado y la plutocracia. Pericles, a quien no le cree una palabra, “hizo de Atenas una ciudad sin amor […] y tristemente falta de honor político”. Un siglo después, Alejandro Magno marcó el punto de no retorno: se enfrentó en Frigia al nudo gordiano, que solo podía desenredarse mediante la inspiración divina, y lo cortó sin más con su espada. Era cuestión de tiempo que el monoteísmo judeocristiano le cediera todo el poder a un Dios masculino y enseñara “a tratar a las mujeres como seres inferiores e irracionales”.

Marcado a fuego por los horrores de la Primera Guerra Mundial, donde fue herido en combate y dado por muerto, Graves resume el pecado original con estos versos de Blake:

Fue el amor a la guerra de los griegos
lo que transformó al amor en niño
y a la mujer en estatua de piedra,
así se perdió la alegría.

Y así selló su destino el propio Zeus, destronado hoy por “la chusma del Olimpo”, los dioses de la tecnología y el dinero. Regidos por ellos, somos esclavos de la medición del tiempo, y es por eso que “pocos hacen paseos largos, pocos piensan por sí mismos, pocos tienen convicciones religiosas y pocos aman seriamente”. La avalancha de “pensamiento computado”, advierte el autor, dejará mucho que lamentar a las mujeres, “ya que esto tiende a adelantar la impotencia física del hombre −un fenómeno que hoy se acusa en una edad cada vez más prematura entre ejecutivos casados y estables”.

A contramano del feminismo contemporáneo –de casi todo lo contemporáneo, en realidad−, Graves sostiene que la mujer comenzó a ver restaurada su individualidad gracias al amor romántico, desconocido en Europa hasta que los trovadores musulmanes –tañedores de laúd− introdujeron el ritual de la conquista. Las reglas del cortejo habrían colado las primeras nociones de “responsabilidad moral y libertad de elección” femeninas allí donde solo se concebía la esclavitud matrimonial.

El mayor frente de resistencia al patriarcado, sin embargo, fue el culto a la Virgen María. En su serenidad buscó el pueblo “la restauración secreta de la diosa madre”, el consuelo que no podía brindarle su hijo crucificado, testimonio de la crueldad y no de “la voluntad de vivir, de curar y de amar”.

Pero hay otra diosa, y esa no tiene nombre. Todo cuanto sabemos de ella es que protege a los Nosotros, miembros de un “clan disperso” que carece de historia conocida: son unos pocos miles de personas, de todas las razas y religiones, que se reconocen entre sí a simple vista, “y juntan sus fuerzas para ejecutar cualquier trabajo que su encuentro aparentemente accidental les ha impuesto”. Amos de sí mismos, incapaces de decepción, los Nosotros comprenden que el poder de su diosa radica en su anonimato, de modo que prescinden de nombrarla y definirla. Así han llegado a transformarse “en la única conciencia creativa –aunque secreta− de la humanidad”.

 

El paraíso universal, Robert Graves, Saposcat, 2019, 197 páginas, $15.000.

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