
En 1974, Primo Levi publicó un ensayo titulado “Un pasado que creíamos no habría de volver”, donde cavilaba sobre cómo la intolerancia, la opresión y el autoritarismo pueden reaparecer en distintos contextos históricos, advirtiendo que el fascismo no es solo un fenómeno limitado al período histórico de Mussolini. A partir de este diagnóstico, el autor de Los más ordenaditos. Fascismo y juventud en la dictadura de Pinochet, analiza varios libros recientemente publicados que sugieren que el presidente de EE.UU. está llevando a su país a un proceso de fascistización, más allá de su amor por el espectáculo, la narrativa expansionista y la legitimación del nacionalismo y el desprecio por los inmigrantes.
por Yanko González Cangas I 3 Noviembre 2025
A Pablo Chiuminatto
Fue la noche del 14 al 15 de marzo de 1939, en la Cancillería del Reich en Berlín. La escena es de una brutalidad psicológica y presión extrema: Hitler quiere forzar la rendición de Checoslovaquia sin resistencia. Cita entonces al presidente checo, Emil Hácha, para la 1.30 de la madrugada. A Hácha y a František Chvalkovský (su ministro de Relaciones Exteriores) los hicieron esperar casi dos horas en una antesala de la imponente Cancillería del Reich, como ablandándolos para el terror grupal que les tenían preparado Hitler, Joachim von Ribbentrop, Hermann Göring, Wilhelm Keitel y Hans Lammers, entre otros altos funcionarios. Hitler recibió a Hácha con una actitud dominante y agresiva, y le informó sin ambages que la Wehrmacht estaba lista para invadir Checoslovaquia en cuestión de horas. Subrayó que la única forma de evitar la destrucción total de Praga era aceptar la ocupación pacífica de Bohemia y Moravia. Hácha no puede aceptar una rendición que hace desaparecer a su país. Argumenta, pero es interrumpido y humillado repetidamente por Hitler y Ribbentrop. Intenta, nuevamente, negociar términos más flexibles, con el ruego de que concedan a su pueblo el derecho a una existencia nacional. Hitler lo ignora y Göring le grita que la Luftwaffe está lista para arrasar Praga si no firma la rendición. La presión es insostenible para Hácha y sufre un colapso nervioso: se desmaya con síntomas de un infarto al corazón. La camarilla no se detiene. Llaman al médico de Hitler, Theo Morell, para que le administre una inyección de estimulantes, temerosos de que los acusen de asesinato, pero sobre todo ávidos de que el líder checo firme la capitulación. Lo reaniman y Hitler le expresa que su paciencia se había agotado, que su invitación era el último “buen servicio” que ofrecía al pueblo checo y que sus soldados iniciarían la ofensiva a las seis. Apenas Hácha salió del salón, un Hitler eufórico les comenta a sus secretarias que el mandatario había firmado la rendición y que “ese era el día más grande de su vida (…), pasando a la historia como el más grande de los alemanes”. Unas horas más tarde, las tropas nazis cruzaban la frontera y Hitler entra en Praga para proclamar que Checoslovaquia había dejado de existir. Aunque la reunión no fue radiodifundida y la televisión aún estaba en ciernes, la escena, por sus consecuencias internacionales (violación del Acuerdo de Múnich y el puntapié inicial de la Segunda Guerra Mundial), no tenía un símil, tan cercano y divulgado, hasta la reunión sostenida en la Oficina Oval de la Casa Blanca el 28 de febrero de 2025 entre Donald Trump, James D. Vance y Marco Rubio, entre otros, con el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, donde el norteamericano ultrajó el ordenamiento internacional que prohíbe las agresiones unilaterales entre Estados.
Suelo imaginar que los que nos hemos adentrado en los meandros teóricos del fascismo, rumiando los aportes de Nicos Poulantzas, Hannah Arendt, Ernst Nolte, George L. Mosse, Emilio Gentile, Stanley G. Payne, Zeev Sternhell, Roger Griffin, Robert O. Paxton o Jason Stanley —por citar a un puñado—, siempre llegamos tarde a Primo Levi, que es como llegar tarde a la encarnación biográfica del fascismo empírico. Cuando hurgamos en sus memorias sobre Auschwitz o sus ensayos, no solo nos damos de cara a la experiencia irreductible de las abyecciones del totalitarismo, sino también logramos tocar las formas en que la porfiada historia larga (longue durée, en palabras de Braudel), con sus estructuras profundas, de lentas y microscópicas transformaciones, empapan nuestro presente. El 8 de mayo de 1974, en La Stampa, Primo Levi publicó un breve ensayo titulado “Un pasado que creíamos no habría de volver”, donde cavilaba sobre cómo la intolerancia, la opresión y el autoritarismo pueden reaparecer en distintos contextos históricos, aún después de haber sido aparentemente derrotados, advirtiendo que el fascismo no es solo un fenómeno limitado al período histórico de Mussolini, sino que puede manifestarse bajo nuevas formas en cualquier época: “Ogni tempo ha il suo fascismo”, cada época tiene su propio fascismo.
Casi 20 años antes de la propuesta sobre el fascismo “genérico” de Zeev Sternhell o Roger Griffin, y 30 años más temprano que la noción de “amorfia dinámica” para caracterizarlo por parte de Robert Paxton, Levi parecía advertirnos sobre el peligro de fosilizar el fascismo deteniéndolo en su “tiempo corto”, es decir, en aquel fascismo categórico de entreguerras. La vulgarización de aquella idea la conocemos de sobra, pues cuando fascista significa cualquier cosa, nada lo es. Por ello, el propio Paxton —cuyos aportes medulares habían abierto el camino para entender las camaleónicas caras del fascismo al sostener que este no tiene una lista fija de atributos ideológicos, sino un conjunto flexible y fluido de impulsos, emociones, prácticas y estrategias políticas según las circunstancias históricas y contextuales—, acechado por el triunfo de Donald Trump, se obligó en 2017 a precisar en un artículo de opinión los fundamentos que desacreditaban la atribución a Trump de “una etiqueta tan tóxica”. Aunque hermanaba el ceño fruncido y la mandíbula prominente de Trump con los gestos melodramáticos de Mussolini o la afición en ambos de culpar de la decadencia nacional a los extranjeros y las minorías, estas solo eran semejanzas cosméticas. Según el historiador, los verdaderos fascistas buscaban superar la decadencia nacional fortaleciendo el Estado y subordinando los intereses de los individuos a los de la comunidad, mientras que la tentativa de Trump era la opuesta: subordinar los intereses de la comunidad a los de los individuos, sobre todo a los de los ricos, constituyéndose más en un plutócrata o en un oligarca que en un fascista.
En 2020, el periodista Dylan Matthews publicó un robusto reportaje en la revista Vox en el que les preguntaba a ocho expertos si Trump era un fascista. Cuatro acreditados nombres resaltaban, los citados Stanley Payne, Robert Paxton (que reiteró las ideas contenidas en su artículo de 2017), Jason Stanley y Roger Griffin. Este último es un autor fundamental, pues sus definiciones teóricas sobre el fascismo se acercaban inequívocamente a la narrativa trumpista, abiertamente ultranacionalista y palingenésica (“Make America Great Again”, “America First”). Para entonces, y con leves matices, todos coincidían en que era menos un fascista que un cleptócrata, oligarca, xenófobo, racista o autoritario. Es decir, que stricto sensu no encajaba en la definición.
En esta línea, Griffin, autor del influyente libro The Nature of Fascism, explicó que Trump nunca ha intentado erigirse en presidente permanente ni configurar un plan para abolir el sistema constitucional: “Es un explotador, un aprovechado. Es un negociante, pero no un fascista”. En tanto, el filósofo Jason Stanley, autor de How Fascism Works: The Politics of Us and Them, acudió a una clásica distinción en la abultada teoría sobre el fascismo: una cosa es un movimiento o una política de cariz fascista y otra un régimen fascista: “Trump —arguyó— no lidera un gobierno fascista”.
Un año después, el 6 de enero de 2021, Robert Paxton vio por televisión el asalto al Capitolio. Quedó impactado y decidió publicar en Newsweek una columna titulada “He dudado en llamar fascista a Donald Trump. Hasta ahora”. Cambiando de opinión y de flanco —aunque obliterando las semejanzas simbólicas y comunicativas—, el historiador disipó sus dudas y etiquetó a Trump como fascista, dada su “abierta incitación a la violencia cívica” para anular las elecciones, lo que, según él, “traspasa una línea roja”, convirtiendo el rótulo no solo en algo aceptable, sino necesario.
En su primer período, Trump había tenido tiempo de fortalecer el movimiento MAGA, implementar políticas antiinmigrantes y antiafroamericanas, y había aupado a sus partidarios más extremistas y violentos, desde los neonazis y nacionalistas blancos de Charlottesville hasta el grupo Proud Boys. Paxton sabía que la experiencia fundacional de la antropología fascista era la violencia, aquel vínculo viril entre muchachos unidos en la fraternidad de las armas y las trincheras; así, mientras un líder seducía a las masas, jóvenes Arditi y Camisas Negras las pisoteaban. Los hechos del Capitolio y los grupos que lo protagonizaron (hace algunos días indultados masivamente por Trump) evidenciaron la incipiente infiltración de una frontera conceptual común en las teorías más rígidas sobre el fascismo para delimitar su existencia: el desarrollo de orgánicas y partidos ultranacionalistas, militarizados y antidemocráticos, de movilización masiva, para la instauración de dictaduras unipartidistas.
La reciente vuelta al poder de Trump y las renovadas —aceleradas y radicalizadas— políticas xenófobas y proteccionistas, amén de una sorprendente narrativa expansionista (otro parteaguas para las teorías clásicas sobre la identidad política del fascismo), no han hecho sino aumentar las sospechas y los variados paralelismos entre los regímenes y líderes del nazi-fascismo con Donald Trump. Los sólidos cuestionamientos a las extrapolaciones históricas simplificadas, a la superficialidad de las similitudes discursivas y actitudinales o al maquillaje político que tras el mote de “fascista” impedían distinguir las características propias de las nuevas ultraderechas, comenzaron a ceder. Es que si se observa con cuidado, la tesis de Primo Levi plantea menos una verdad que un desafío de alta complejidad: una invitación a distinguir la novedad en las sucesivas transformaciones de un mutante que se vuelve siempre más confuso por las alteraciones históricas y contextuales, pero que, en teoría, no pierde su identidad última. De ahí la emergencia de calificativos que no renuncian a explicitar los linajes: neofascismo, posfascismo, fascismo residual, fascistización o ur-fascismo (fascismo eterno).
Bajo ese predicado se han sucedido variados esfuerzos reflexivos y miradas bifocales, dirigidas al pasado y al presente de manera simultánea, que merecen atención. En 2023 aparece Fascismo y populismo, del destacado académico y escritor italiano Antonio Scurati (autor, dicho sea de paso, de una monumental trilogía sobre Mussolini), que llegó en nuestra lengua hace pocos meses. Su empeño es dilucidar la línea de descendencia entre el fascismo histórico y la política actual; una línea oblicua, más bien tortuosa —“de flujo kárstico”, nos dice Scurati—, que se mueve sumergida durante años para reemerger con trazas de una genealogía muchas veces ilegítima “en cuanto no autoriza el reconocimiento cierto y explícito de Mussolini como padre”. Aunque su ensayo no sorprende al ligar a las nuevas derechas radicales con el populismo —en eso el politólogo neerlandés Cas Mudde descolla—, sí destaca por esta visión concurrente, que posibilita leer tanto el pasado en el presente, como a la inversa, lo que le lleva a subrayar algo menos obvio en el debate cuando analizamos a Trump y sus equivalentes en Europa: que estos no necesariamente descienden del Mussolini fascista, sino del Mussolini populista, en la medida en que el Duce no solo fue inventor del fascismo, sino también fue el creador de una práctica, de una idea de comunicación y liderazgo político que hoy distinguimos como “populismo soberanista”.
Este tipo de populismo, plantea Scurati, lleva la impronta inequívoca de Mussolini, como la personalización autoritaria (“Yo soy el pueblo”), el desprecio hacia el Parlamento, presentándolo como “casta”, ineficiente y corrupto; el “guiar siguiendo”, es decir, preceder a las masas sin tener ideas propias, sino adaptándose a sus humores; la consabida política del miedo, que busca transmutarlo en odio para dirigirlo hacia un enemigo específico; la simplificación al extremo de la complejidad de la vida moderna para reducirla a la existencia de un enemigo (en el fascismo, el socialista o el judío; hoy, el inmigrante) y, por último, “comunicar al cuerpo con el cuerpo”: priorizar la comunicación física y emocional sobre el razonamiento intelectual.
No es difícil vincular a Trump con esta genealogía; lo espinoso es disociar muchos de estos rasgos, en teoría solo populistas y autoritarios, de algunas constantes del fascismo, particularmente aquella alquimia que transforma el miedo en odio, convirtiendo sus ubicuos predicados ultranacionalistas, antirracionalistas y su filosofía negativa, en intuición, emoción y acción violenta: “Credere, obbedire, combattere”: creer, obedecer, combatir, como rezaba la máxima del Duce. A este desafío pendular (diacrónico-sincrónico) al que nos invita Primo Levi para entender las metamorfosis del fascismo, el filósofo Alain Badiou fue, probablemente, el que respondió con más celeridad cuando ese 8 de noviembre de 2016 Trump alcanzó la presidencia de Estados Unidos. El francés ofreció dos conferencias ese mismo mes para analizar el triunfo, las que fueron publicadas en traducción al italiano en 2017 como Trump o del fascismo democratico. Como si respondiera frontalmente al reto de Levi, el filósofo acuñará en esas conferencias la paradójica noción de “fascismo democrático” para caracterizar tanto al trumpismo como a varios rostros de la nueva ultraderecha europea.
Una mirada amplia le permite a Badiou sostener que estas renovadas caras del fascismo se constituyen por una crisis global más profunda, producida por una “victoria histórica del capitalismo globalizado” desde los años 80, abonada por el fracaso de los socialismos reales y la visión colectivista. Ello condujo a la desaparición progresiva de una elección estratégica global entre el liberalismo y el socialismo, por lo que hoy en día, arguye Badiou, la idea dominante es que no existe otra solución más allá del neoliberalismo. La carencia de una alternativa y la descomposición de la oligarquía política global, que ha ido perdiendo progresivamente el control de la “maquinaria capitalista”, ha generado, de acuerdo con el autor, frustración y desorientación en la población, y ha abierto las puertas para la aparición de “nuevos activistas” y formas de demagogia vulgar, violenta y autoritaria, más cercanas a gánsteres que a políticos, pero que igual se valen de la vía democrática para copar las instituciones. Fenómenos que, pasados los años, seguimos observando alarmados: los dictadores ya no llegan vía golpes de Estado o “marchas sobre Roma”; son las urnas el camino para extinguir la propia democracia.
Otro fenómeno clave que identifica Badiou (al igual que lo hicieron antes Georgi Dimitrov o Nicos Paulantzas) y que hunde sus raíces en la Italia de Mussolini es la ficción de singularidad. Tal como acaeció en el momento de emergencia del fascismo histórico, este se presentó como una “novedad”, un camino alterno al liberalismo y al socialismo, pero escondiendo bajo su parafernalia simbólica lo que realmente era: una revolución conservadora, una reacción de las clases dominantes frente a las amenazas del movimiento obrero y los sectores subalternos con el objetivo de mantener y consolidar su dominio. Este “efecto” de originalidad, de aparente novedad en el liderazgo de Trump y su parentela política, será lo que caracterizará a estos fascismos democráticos, pues sus fundamentos son igualmente espurios: han naturalizado la propiedad privada, juegan en el tablero incuestionable del capitalismo global y sus predicados nacionalistas, misóginos y racistas, son todo menos nuevos, habida cuenta de que permanecen firmemente arraigados a las oligarquías dominantes y dentro de los límites de un sistema capitalista global en crisis. ¿Cuál sería la diferencia entonces? Según Badiou, la ausencia de confrontación con enemigos de su talla, puesto que a diferencia del fascismo categórico de los años 30, estas nuevas figuras no tienen que enfrentarse a adversarios poderosos, como la Unión Soviética o los partidos comunistas.
El 28 de febrero de 2016, Donald Trump retuiteó una frase histórica de Mussolini: “Es mejor vivir un día como león que 100 años como oveja”. Al ser entrevistado por Chuck Todd sobre ese tuit en el programa Meet the Press, de NBC, Trump reconoció conocer el origen de la cita y comentó que era “una muy buena cita” y sabía quién la había dicho: “Quiero que me asocien con citas interesantes. Y la gente, ya sabes, tengo casi 14 millones de seguidores entre Instagram, Facebook, Twitter y todo eso. Y hacemos cosas interesantes. Y lo compartí. Y, sin duda, oye, te llamó la atención, ¿verdad?”.
En 2023 aparece la traducción al inglés del libro de la filósofa ítalo-americana Anna Camaiti Hostert y el documentalista italiano Enzo Antonio Cicchino, Trump and Mussolini. Images, Fake News, and Mass Media as Weapons in the Hands of Two Populists. Una obra que, apremiada por la necesidad de probar la comparecencia contigua de los dos líderes en el título, realiza un documentado recorrido paralelo por los episodios biográficos y políticos más gravitantes de Trump y Mussolini, subrayando, precisamente, la genealogía populista que Trump heredaba del artífice del fascismo, cristalizada en la manipulación de la información y el uso y abuso de los nuevos medios de comunicación para obtener y mantener el poder. En esa tesitura, y pese a la diferencia temporal, los autores sostienen que sus semejanzas son sorprendentes. Bajo ese prisma, es probable que más interesante que la alusión textual a Mussolini contenida en el tuit de Trump, sea lo que le respondió a Todd: “(…) tengo casi 14 millones de seguidores entre Instagram, Facebook, Twitter (…), te llamó la atención, ¿verdad?”.
Hoy, en marzo de 2025, solo en X (antes Twitter) tiene más de 100 millones de seguidores. Es que si hay alguna regularidad en las sucesivas metamorfosis de los procesos de fascistización es la condición de early adopters de sus líderes en cuanto al uso de los nuevos medios y tecnologías de la comunicación. La atenta lectura por parte de Mussolini de La psicología de las masas, del antropólogo Gustave Le Bon, y su oficio de periodista (director de Avanti! e Il Popolo d’Italia), le ayudó a identificar la importancia de los novísimos medios de comunicación de masas de su tiempo. Ambos, Mussolini como Trump, con gran visión de futuro, comprendieron el poder de las nuevas tecnologías y las utilizaron como herramientas para crear consenso político: cine, noticieros, la radio para Mussolini; las redes sociales, la televisión, el canal Fox News para Trump. En tanto, los tonos, modos y contenidos se vuelven a intersectar. Camaiti y Cicchino nos recuerdan que Trump diariamente espeta algo escandaloso, alienta a sus seguidores en redes sociales a replicar declaraciones impactantes y construye comunidades impenetrables a ideas contrarias. Si bien su asertos y oratoria en comparación al Duce son poco sofisticados (sin vuelos de sintaxis y muy escasos de vocabulario), ambos comparten el objetivo de convertir las palabras en garrotes: ofensivas, sin límites ni escrúpulos y con una confianza ciega en ellos mismos. Recordemos que Trump llegó a decir que “podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida y aun así ser elegido”. Sí, Mussolini era más culto y algo más reflexivo que Trump. También era políglota y Trump lee solo resúmenes y a duras penas escribe, pero los dos buscan el éxito a corto plazo e impulsivamente. Ambos son hombres del espectáculo, aman el escenario y utilizan la técnica política más tradicional a su favor, la manifestación masiva. Además, tras este populismo aparecen huellas de un fascismo genérico que supura: no son ideólogos, utilizan un batiburrillo de ideas y ocurrencias para adaptarlas a sus propósitos; ninguno de los dos tiene respeto por la verdad como realidad vinculante y toman el pulso de la opinión pública tan pronto como se forma para apropiársela y moldearla. Es decir, no poseen fidelidad ni lealtad alguna; carecen de estrategia y viven solo de tácticas y oportunidades. Desprovistos de convicciones profundas, se entregan a la praxis sin sustento teórico. Es que el líder fascista, nos recuerda Yason Stanley, sustituye siempre la verdad por el poder para adulterar la realidad sin que tenga consecuencias.
Pero volvamos al episodio de la Oficina Oval de aquel 28 de febrero de este año. En las postrimerías de la reunión Trump espetó: “Esto va a ser excelente para la televisión”, y Hitler terminó acuñando alegremente el verbo “hachaizar” para describir su poder en el cometido de imponer por la fuerza sus decisiones. Resulta evidente para los especialistas que las exactitudes causales y de contexto que ponen en relación directa la reunión Hitler-Hácha con la de Trump-Zelenski no resisten un análisis histórico literal ni puntilloso. La reflexión que a uno le asalta es qué esperamos encontrar en estos déjà vu más totalitarios que autoritarios y que día a día nos prodigan Trump y sus adláteres. Al sesgo presentista solo se le achacan deformaciones analíticas, pero nunca posibilidades heurísticas. El conjunto de los libros comentados demuestra que Trump, en tanto grilla de lectura, resulta a lo menos generativo para descifrar aspectos obliterados por los sucesivos estratos teóricos en su tentativa para comprender la naturaleza del fascismo histórico. Es que también el pasado puede empeorar y ser un espejismo que no se dilucida sino hasta la llegada del presente, por lo que de tanto en tanto podemos capturar con más fineza al Mussolini de ayer a través del Mussolini de hoy. Esta es la gran incógnita y, quizás, el verdadero desafío que se esconde en la tesis de Primo Levi.
El libro de Camaiti y Cicchino finaliza con una entrevista al recién fallecido sociólogo italiano Franco Ferraroti. De ella se desprende una observación no suficientemente aquilatada desde el punto de vista histórico sobre las condiciones tecnológicas que dieron vigor, ayer y hoy, a los procesos de fascistización y que nos lleva a ponderar que una política neofascista como la de Trump tiene hoy más ventajas comparativas para convertirse en un régimen neofascista, puesto que el totalitarismo, en su forma plenamente desarrollada, solo resulta posible en la actualidad. En épocas anteriores existían limitaciones tecnológicas insalvables que impedían su realización rotunda; las concentraciones masivas y aún la tentativa de instauración del credo fascista en una religión política no constituyeron por sí mismas la ejecución íntegra del fascismo. El control social mediante tecnologías avanzadas, la propaganda algorítmica, la vigilancia digital, la propia articulación entre corporaciones tecnológicas y gobiernos (como la alianza multibillonaria entre Trump-Musk-Altman); en suma, la capacidad para implementar una intervención exhaustiva sobre cada individuo hace que el totalitarismo sea genuinamente alcanzable. Si la imposibilidad de controlar aquello que permanece desconocido dependía, en gran medida, del refugio que ofrecía la esfera privada, en nuestros días aquella esfera se ha disuelto. El sujeto carece de escapatoria, pues el poder dispone de herramientas efectivas e invasivas capaces de supervisar cada aspecto de nuestra existencia. Así, aquello que Shoshana Zuboff llama “capitalismo de la vigilancia” o Evgeny Morozov “feudalismo digital”, puede derivar, casi sin ser advertido, en un verdadero tecnofascismo, cumpliéndose insospechadamente lo que hace algunos años sostuvo Umberto Eco en su Ur-Fascismo: si el fascismo regresa, no lo hará con camisas negras, ni abiertamente identificable con las convenciones históricas conocidas, sino disfrazado de nuevas formas, a menudo inocentes y banales. Vale decir, más hollywoodense que wagneriano.
Ilustración: Álvaro Arteaga.
Libros reseñados:

Trump o del fascismo democratico, de Alain Badiou, Ponte alle Grazie, 2017.

Trump and Mussolini: Images, Fake News, and Mass Media as Weapons in the Hands of Two Populists, de Anna Camaiti Hostert y Enzo Antonio Cicchino, Lexington Books, 2023.

Fascismo y populismo, de Antonio Scurati, Debate, 2024.