Eugenio Tellez: un artista fieramente armado

El montaje de A sangre y fuego, un tríptico de grandes dimensiones que forma parte de la muestra Y el metal tranquilo de mi voz, con la que el MAC conmemora los 50 años del Golpe, trajo de vuelta al país al artista de los desastres de la guerra. En esta entrevista, el pintor cuyo universo está poblado de ametralladoras, mapas militares, helicópteros y bombas, recuerda su trabajo como enlace del MIR durante la dictadura de Pinochet: encuentros en plazas y fuentes de soda, caminatas por parques, diálogos en los que apenas se intercambian palabras, mensajes y fotografías.

por Mauricio Electorat I 23 Septiembre 2023

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Abril de 1976. La cita es en la fuente de soda Zurich, en la Plaza Italia. Un día de semana a las cuatro de la tarde. Tellez acaba de llegar de Canadá, donde reside. Debe sentarse en el pequeño mostrador adosado al ventanal que da a Vicuña Mackenna, de espaldas a la barra principal, tras la cual se afanan los mozos sirviendo sándwiches y cervezas. “Imagínate si no era ridículo —me dice ahora—, yo sentado de espaldas a la barra principal que estaba vacía y ese tipo se tenía que sentar a mi lado, cuando éramos casi los únicos clientes”. Tellez tiene que poner un ejemplar de la revista Cosas un paquete de cigarrillos Kent y una caja de fósforos sobre el mesón. El tipo entra, se sienta a su lado, pregunta:

¿Me permite los fósforos, por favor?

La respuesta es:

Sí, cómo no, se me anduvieron mojando.

Pregunta exacta, respuesta exacta: contacto establecido.

Tellez debe comerse un lomito. “El sándwich más indigesto de mi vida, porque acababa de almorzar en la casa”, dice ahora. Cuando lo termina, el tipo dice:

Salgamos.

Una vez afuera:

Los compañeros del Comité Central quieren conversar con usted.

Se han sentado en un banco del Parque Forestal.

No puedo —contesta Tellez—, tengo instrucciones precisas. Vamos a hacer una cosa —propone—, en dos días más a esta misma hora nos juntamos en este banco.

Llama a su contacto:

Tengo un primo enfermo en Valparaíso, ¿puedo ir a verlo?

Sí, puedes —le contestan.

El nuevo “punto” es en la estación Baquedano. Tellez lleva un posavasos de mimbre, con el que debe hacer como que se abanica. El contacto debe traer el mismo posavasos, pararse frente a él y hacer el mismo gesto, como si se estuviera dando aire. Un tanto absurdo como gesto, pero son las instrucciones. De pronto, alguien se acerca, muestra el mismo objeto, hace el mismo gesto. Ambos se abanican con un posavasos entre el gentío de la estación de metro más concurrida de Santiago. Tellez me cuenta ahora: “Cagué, me dije, era un tipo fornido, pelo corto, vestido como un tira, chaqueta y corbata, bigotito recortado, incluso llevaba un maletín negro en la mano”. Pero no es un tira. Caminan desde el Parque Bustamante hasta el Estadio Nacional, ida y vuelta. El contacto le dice:

Primera cosa, que los huevoncitos de afuera corten la payasada, porque aquí llegan compañeros súper adiestrados en Cuba, capaces de montar una central radio transmisora en dos días, pero no saben ni tomar una micro, están entrenados como James Bond, pero caen como moscas.

Y mientras hablan, atravesando el Parque Bustamante, agrega:

Mira, yo ando armado —se abre el impermeable y le muestra una granada—, si algo pasa no corras, sigue caminando, yo me encargo.

¿Fierro? —pregunta Tellez.

El tipo se descorre el otro lado del impermeable y le muestra una pistola.

Ah, una P38 —dice él.

El tipo se queda un tanto sorprendido de que su interlocutor reconozca con precisión la pistola. Lo que el contacto ignora es que Tellez es, entre otras cosas, un especialista en armas. Pistolas, fusiles automáticos, escopetas, granadas y tanques constituyen su universo. Quienes conocemos y admiramos su trabajo sabemos que entrar en una exposición o en el taller de Tellez es adentrarse en un mundo atiborrado de todo tipo de máquinas de guerra, mapas militares, helicópteros, ametralladoras, bombas, forman parte de un fabuloso despliegue estratégico. El arte para Tellez es una batalla, o mejor dicho, la batalla de Tellez es un Armagedón simbólico en el que se exhibe una extraordinaria fuerza vital de destrucción. Es como si Satanás, liberado de su prisión de mil anos, procediera lenta, inteligente y sistemáticamente a la aniquilación del mundo y de entre los humanos solo quedara Tellez para consignarlo. Lo curioso, si es que algo puede resultar curioso a estas alturas, es que Tellez es un sujeto consecuente: al artista de “los desastres de la guerra” (porque existe desde luego una relación entre su estética y la pintura negra de Goya) corresponde un sujeto que se sumó en su momento a la lucha contra la dictadura chilena y no solo firmando cartas.

Tellez es, entre otras cosas, un especialista en armas. Pistolas, fusiles automáticos, escopetas, granadas y tanques constituyen su universo. Quienes conocemos y admiramos su trabajo sabemos que entrar en una exposición o en el taller de Tellez es adentrarse en un mundo atiborrado de todo tipo de máquinas de guerra, mapas militares, helicópteros, ametralladoras, bombas, forman parte de un fabuloso despliegue estratégico. El arte para Tellez es una batalla, o mejor dicho, la batalla de Tellez es un Armagedón simbólico en el que se exhibe una extraordinaria fuerza vital de destrucción.

***

Julio de 2023. Cuarenta y siete años más tarde, el pintor Eugenio Tellez me abre la puerta del departamento en el que se aloja, en pleno centro de Santiago. Ha venido a montar un tríptico de grandes dimensiones (A sangre y fuego, seis metros por 1,50) en una de las exposiciones con que el MAC conmemora los 50 anos del golpe de Estado. Tellez es un hombre joven. Tiene 84 anos, pero es joven. Alto, calvicie afeitada, esbelto, siempre vestido de negro. No fuma, no bebe alcohol, practica karate. Uno podría pensar: un cuadro político militar. Pero Eugenio Tellez está en las antípodas de un cuadro político militar: es uno de los artistas latinoamericanos más reconocidos de los últimos tiempos. Tiene a su haber una vasta trayectoria, con alrededor de 20 exposiciones individuales en prestigiosos museos, entre los cuales están el Museo de Bellas Artes de Santiago y la Maison de l’Amérique Latine, que acaba de organizar en París, hace algunos meses, su última gran retrospectiva. Tellez saluda siempre con circunspección, como un caballero chileno a la antigua. Si uno no lo conoce podría pensar que está frente a un ministro o a un embajador de carrera. Pero es todo lo contrario de un ministro. Embajador, en cierto modo, sí lo ha sido: entre el arte y la política, entre la creación y la acción, entre la representación del mundo y el mundo. Nos sentamos. Bebemos, obviamente, agua. Me cuenta que ese día, al llegar de nuevo al Parque Bustamante desde el Estadio Nacional, su contacto le mostró la base de un árbol y le dijo: vuelve mañana a este mismo lugar, si junto al árbol ves cáscaras de mandarina, quiere decir que nos tenemos que volver a encontrar y le indicó un día, una hora y un lugar preciso. Tellez volvió al día siguiente y vio junto al tronco del árbol un montículo de cáscaras de mandarina.

¿Y se volvieron a ver? —le pregunto.

Muchas veces —contesta—, estuve incluso en su casa, con su mujer.

Eran, por decirlo así, las “relaciones peligrosas” de la época, con el lenguaje de signos de la época también.

¿A él le entregaste los microfilms? —le pregunto.

No, esos se los entregué a Valdemar —dice él.

El pintor había recibido en su casa de Toronto un paquete enviado por la dirección del MIR desde París. Era el “encargo” que debía traer a los compañeros en Santiago. Tellez abrió el paquete. En su interior descubrió un osito de peluche. Había algo duro en el vientre del osito. Lo abrió y extrajo un cassette, unas tarjetas postales de Suiza con unos códigos en el reverso y un sobrecito con microfilms. Llamó a París.

Yo no viajo ni cagando con esta huevada así —les dijo—, voy a hacer de nuevo el barretín.

Sí, hazlo nomás —le contestaron.

Hizo el barretín probablemente más profesional que el MIR haya tenido nunca. Y viajó a Santiago.

Un día, en casa de mis padres, apareció Valdemar —cuenta—. Era un señor muy buen mozo y elegante, con las maneras de un gran burgués chileno. Le entregué el “encargo”. Valdemar leyó la serie incomprensible de números de los microfilms y exclamó: “Ah, pucha, se complican las cosas”. Tellez nunca supo cuál era exactamente el mensaje.

Pero muy pronto deduje que esos microfilms comunicaban el retorno de Andrés Pascal Allende a Chile (Tellez se refiere a él como “el Pituto”, como lo apodaban en el MIR), porque no mucho después se produjo el enfrentamiento en Malloco, donde murió Dagoberto Pérez —el Chico Pérez— y Nelson Gutiérrez quedó malherido, aunque Andrés logró salir con vida —me cuenta ahora.

Lo dicho, las “relaciones peligrosas”. A quien ese señor buen mozo y distinguido no le pareció nada de peligroso fue a la mamá de Tellez, que irrumpió en el cuarto donde se entrevistaban a solas con una bandeja con refrescos. Cuando Valdemar se marchó, la mamá de Tellez le dijo: “Pero qué refinado y buen mozo es tu amigo, .por qué no lo invitas a cenar?”. Las mamás… Y a propósito de familia, Tellez cuenta que sus primeros anos de vida los pasó en Arequipa, donde su padre —abogado y radical, aunque había sido fundador del Partido Socialista— se desempeñaba como diplomático. Su segundo destino fue Guayaquil. Allí, la familia vivía en una casa que pertenecía al dictador de turno. Un día se produjo un alzamiento popular, una turba rodeó la casa donde vivían los Tellez, en cuyos bajos residía la madre del presidente. Tellez recuerda a su padre dirigiéndose a la multitud para evitar lo peor. Pero en la mano que la muchedumbre no veía llevaba una pistola. A lo lejos, estallaban los disparos de la asonada. Para Tellez esas detonaciones nunca significaron peligro, eran como parte de un juego infantil. Se familiarizó con las armas en familia.

Y ya que estamos en la familia, una anécdota más. Como buen hijo de la burguesía, su padre había decidido por él que tendría que estudiar derecho. Pero Tellez, tras dar un muy buen bachillerato, se inscribió en Bellas Artes. Esa noche su madre le comunicó la devastadora noticia a su padre. El padre entró en el cuarto de Tellez. “¿Pero te das cuenta de lo que has hecho?”, lo increpó. Y agregó que la suya sería una vida de miseria y perdición, que moriría solo y sin hijos. Tellez dijo: “No me importa”. El padre exclamó: “¡Insolente!”, y se desmayó. Tellez lo cuenta así: “Estaba solo en camiseta, calzoncillos y unos suspensores que sostenían las medias, pero no se había quitado su sombrero de radical, así cayó al suelo, con sombrero y en calzoncillos, con mi madre pensamos: ¡un infarto! Quería hacerme creer que yo lo había matado y lo creí por un instante, hasta que se reincorporó, como si nada”.

Ahí está la otra faceta: la teatralidad. Tellez, en su táctica de combate hecha con los elementos del grabado, la pintura, el collage, la fotografía, es un mago de la puesta en escena. El crítico italiano Maurizio Serra escribe: “Liberar a la humanidad de la decadencia mediante la estética a la vez bárbara y tecnológica de la guerra es un objetivo subversivo que encontramos por todas partes en Europa: en Tren blindado en acción de Gino Severini (1915), en los angustiosos estudios del Retorno a las trincheras (1914-1916) de Christopher Nevinson, en el supremacismo de Caballería roja (1928) de Malévich, pasando por D’Annunzio y Stefan George, para llegar a Benn, Jünger, Eliot, Wyndham Lewis, y después Malaparte, Malraux, Drieu La Rochelle, Klaus Mann, etcétera, la generación de los ‘estetas armados’. Se trata de referencias precisas para Tellez, que ha visto mucho pero que también ha leído mucho, y que no distingue entre inspiración artística o literaria: testimonio de ello son los títulos, leyendas, comentarios y citas que acompanan sus pinturas, grabados, sus collages y sus sorprendentes composiciones fotográficas”.

Cuando llegó a París, en 1961, Tellez fue a ver a Matta. Le mostró sus grabados. Matta le aconsejó: ‘Dibuja las cosas como son, no como las imaginas’. Curioso, viniendo de un surrealista. Las cosas como son: la realidad y la representación, la vida y el arte… Y en el Olimpo de los grandes artistas chilenos: Tellez y Matta, Matta y Tellez, Cronos y Saturno…

Ahora, hace dos días, lo llamo por teléfono:

¿Me das permiso para hablar de tu colección de armas?

Sí, claro —contesta.

¿Qué armas eran exactamente?

Una tarde estábamos en su departamento de Santiago. Yo acababa de regresar a Chile y él exponía en el Museo de Bellas Artes. Cuando su mujer se ausentó, le pedí que me mostrara las armas. Fue hasta una habitación y regresó con un par de bolsos grandes. Dispuso el arsenal en la mesa del comedor y me explicó las características de cada una de ellas. En las paredes estaban las pistolas de resina, de alambre y madera, las armas simbólicas. Y sobre la mesa del comedor, las armas de este mundo. Ahora, al teléfono, recuerda con la precisión de un entomólogo:

Había un fusil Steyr, calibre 3.08, con balas de guerra, un AK47, comprado en Chile, procedente de un cargamento llegado directamente de la ex Unión Soviética, una escopeta de repetición Benelli, antimotines, de perdigones, calibre 12, una pistola Beretta 9F, que usa el ejército norteamericano, una Gold Cup, calibre 45, de la Segunda Guerra Mundial, una Glock 9F de canón largo, calibre 9 mm, y una Glock pequeña, calibre 40, ambas con mirilla láser, una Beretta calibre 22, las que usa la mafia italiana, porque no se pueden trazar sus balas (el cañón no tiene estrías), una Walter P8 calibre 40, una Walter PPK, pistola muy segura (para disparar tienes que apretar la cacha)…

Luego agrega:

Antes de regresar a Francia las tuve que vender.

¿A quién? —pregunto.

A un armero del Paseo Bulnes. El tipo insistía: pero déjese una al menos.

Difícil desprenderse de una colección así, ¿no?

Tellez suspira, dice:

Fue como separarse de unos 10 guardaespaldas dispuestos a morir por ti.

Cuando llegó a París, en 1961, Tellez fue a ver a Matta. Le mostró sus grabados. Matta le aconsejó: “Dibuja las cosas como son, no como las imaginas”. Curioso, viniendo de un surrealista. Las cosas como son: la realidad y la representación, la vida y el arte… Y en el Olimpo de los grandes artistas chilenos: Tellez y Matta, Matta y Tellez, Cronos y Saturno…

 

Fotografía: Emilia Edwards.

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