Las pintoras de la calle nueve

En 1951 se realizó en Nueva York una exposición que es todo un hito en la lucha contra la discriminación y el sexismo en las artes visuales, como lo muestra un reciente libro que rescata la vida y obra de Lee Krasner, Elaine de Kooning y Helen Frankenthaler, por nombrar solo a tres artistas que postergaron su carrera para apoyar a sus maridos, famosos representantes del expresionismo abstracto. Las cosas han mejorado algo en los últimos 30 años, pero aún queda mucho para revertir una paradoja vergonzosa: el porcentaje de artistas mujeres exhibidas en los grandes museos no supera el 10%, pero más del 80% de los desnudos son femeninos.

por Sebastián Edwards I 31 Marzo 2020

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En 2013 se cumplió el centenario del pintor Jackson Pollock, el mayor baluarte del expresionismo abstracto. Ese año, uno de sus óleos fue vendido en Sotheby’s por 23 millones de dólares (The Blue Unconscious). En la misma subasta, una tela de Lee Krasner, su esposa, se vendió por tan solo 900 mil dólares (Dichothomy).

Ambas cifras son enormes, pero un precio es 25 veces mayor que el otro. Lo que hace que esta diferencia sea especialmente paradójica es que, según una serie de académicos e investigadores, Pollock aprendió (y perfeccionó) su técnica de “pintura automática” y de “chorreo” gracias a su mujer. Fue ella quien lo impulsó en esa dirección y lo alentó en los momentos de angustia en que Pollock quería dejarlo todo, o volver a formatos más conservadores. Fue Lee quien lo recogió del suelo cuando caía borracho; era ella la que limpiaba su vómito y mantenía el estudio con un mínimo de orden. Lee postergó su propia vocación para conseguir galeristas y coleccionistas que se interesaran por el trabajo de su esposo.

Pollock le pagó con infidelidades y críticas, con ninguneos y antipatía, con ataques de ira y depresiones sombrías, profundas y prolongadas. La noche en que murió en un accidente de automóvil, Pollock se encontraba con su amante, Ruth Kligman, una belleza neoyorquina de voz profunda, figura singular y con cierto parecido a Sofía Loren. Ruth sobrevivió, mientras que Pollock y una amiga de la Kligman (Edith Metzger) fallecieron en forma instantánea. En esos momentos Lee Krasner se encontraba en París, promoviendo la obra de su esposo.

Pero Lee Krasner no fue la única artista de Nueva York casada con un pintor que lo pasó mal durante los 40 y 50. Elaine y Willem de Kooning tuvieron una relación tempestuosa, llena de peleas y separaciones, reencuentros pasajeros y nuevas rupturas. Durante largos períodos –especialmente cuando laboraba en Woman I–, De Kooning entraba en mutismos y desesperación. Elaine lo cuidaba y mimaba, quitándole tiempo a su propio trabajo y a su obra. Un aspecto curioso de esta historia, es que a los pocos meses de muerto Pollock, y justo cuando la crítica neoyorquina ungía a De Kooning como su sucesor y, por tanto, como el más prominente de los expresionistas abstractos, este empezó un affaire con la mismísima Ruth Kligman.

Según cuenta la leyenda, Helen Frankenthaler, otra artista formada en los años 40 y 50 del siglo XX, también casada con pintor –Robert Motherwell–, lo pasó un poco mejor. Aunque sigue siendo cierto que su obra ha recibido mucho menos atención y generado menores precios que la de su esposo, famoso por la serie de Elegías sobre la Guerra Civil Española.

Fue tal la repulsión que Lee Krasner sintió ante el trato discriminatorio, que le exigió a Pollock que dejara de asistir a las reuniones de Roberto Matta.

El libro Ninth Street Women, de la crítica Mary Gabriel, cuenta la historia de cinco pintoras que lucharon contra el establishment y los cánones de los 40 y 50, para lograr un puesto en el mundo del arte. Además de Lee Krasner, Elaine de Kooning y Helen Frankenthaler, el volumen cubre las vidas y obras de Grace Hartigan y Joan Mitchell. Son las cinco mujeres más destacadas de la llamada “segunda generación” del expresionismo abstracto. Vivieron y trabajaron en el mismo vecindario, y establecieron relaciones de amistad y de solidaria complicidad. Y todas tuvieron que luchar por tener una voz, por pequeña que fuera, en el mundo del arte.

Mitchell, Krasner y Frankenthaler fueron alumnas del famoso artista alemán Hans Hofmann, aunque años después confesarían que aprendieron poco, ya que el maestro tenía un acento tan marcado y profundo que era prácticamente imposible entender lo que decía y las instrucciones que les daba. A veces, ni siquiera estaban seguras de que Hofmann estuviera tratando de hablar en inglés.

El título del libro está tomado de una famosa exposición de artistas de vanguardia que se montó en 1951 en un galpón en la Calle Nueve de Nueva York. A pesar de las dificultades que los artistas enfrentaron para llevarla a cabo, la muestra fue un éxito total, tanto de crítica como de público y ventas. Para ser parte de la exposición había que ser aprobado por dos comités de selección: uno oficial y el otro implícito, formado por críticos, pintores ya consagrados y otros personajes que, por alguna razón misteriosa, habían llegado a ser enormemente influyentes. Entre estos últimos se encontraban el italiano Leo Castelli –quien pronto fundaría la galería icónica que lleva su nombre–, el artista Franz Kline y el crítico Clement Greenberg. Este último era quien, durante décadas y a través de sus artículos –primero para The Nation y luego para Commentary–, determinaba quién triunfaba y quién fracasaba en el firmamento artístico de Nueva York.

Desde luego, el mundo del arte no es el único donde las mujeres han tenido que luchar para ser tomadas en serio y lograr una cierta paridad con los hombres. Eso también es cierto en el mundo de la música clásica –¿cuántas conductoras de orquestas de primera línea conocemos?–, del teatro y del cine, y de la literatura. La escritora Siri Hustvedt capturó esta lucha en forma magistral en su novela The Blazing World, de 2014. Es la historia de la artista Harriet Burden, quien a pesar de un enorme talento es pasada a llevar en exposiciones y bienales por el simple hecho de ser mujer. Lo interesante es que la propia Siri Hustvedt ha sido objeto de discriminación en el mundo de las letras. Para muchos, ella no es una escritora con mérito propio; para ellos, se trata, tan solo, de la esposa de Paul Auster.

 

Jackson Pollock mostrando un cuadro de su esposa Lee Krasner.

Un personaje secundario, pero con apariciones recurrentes a lo largo de Ninth Street Women, es Roberto Matta, quien llegó a Nueva York en 1939, un poco antes de que los surrealistas, liderados por André Breton, dejaran París para escapar de la ocupación nazi. Matta tuvo una enorme influencia sobre los expresionistas abstractos –incluyendo a De Kooning y Pollock–, tanto a través de su visión sobre lo que debía ser el arte como por sus propias obras, especialmente sus Morfologías psicológicas. Pero el mayor impacto de Matta fue sobre Motherwell, con quien viajó a México durante seis meses en 1941. Motherwell cuenta que los colores de las frutas y verduras en los mercados locales lo maravillaron, y que el tiempo que pasó con Matta en Coyoacán fue esencial en su formación artística. De hecho, su mayor producción durante ese viaje fue una serie de dibujos a tinta china, colectivamente conocidos como los Mexican Sketchbooks, en los que la influencia de Matta y el surrealismo es evidente.

En Ninth Street Women, Matta no es un personaje simpático o querible. Al contrario, aparece ante el lector como un ser contradictorio y complejo. Por un lado, genial, chispeante y envolvente; por otro, arrogante y frío. Para Matta las mujeres de sus amigos eran tan solo esposas y no podían aspirar a pertenecer a la tribu creativa que él presidía. Esto es lo que escribe Mary Gabriel: “Motherwell convidó a Pollock a unirse a un grupo de surrealistas jóvenes que se estaban separando de la escuela de André Breton. El instigador de la rebelión era un carismático pintor chileno… llamado Roberto Matta Echaurren… Matta cautivó a los jóvenes americanos. Actuaba como un maestro, exigiendo atención y respeto… Al mismo tiempo era divertido: su risa trinaba hacia lo alto, como la de una ‘soprano con alas’… [Matta] sugirió que los hombres se reunieran a discutir sobre arte en su estudio de la calle Novena, y que las ‘esposas’ fueran invitadas después para reuniones puramente sociales, donde jugarían juegos de salón surrealistas”.

Desde luego, la idea no les cayó nada de bien a las artistas. La Krasner sintió que para Matta (y para los otros surrealistas, incluyendo a Breton), las mujeres eran como perritos poodles o como muñequitas, “como algo que uno viste para exhibir ante los demás”. Fue tal la repulsión que Lee sintió ante el trato discriminatorio, que le exigió a Pollock que dejara de asistir a las reuniones de Matta. Escribe Mary Gabriel: “Los admirados émigrés le mostraron a Lee la fea realidad del sexismo en las artes, y ella temió que la idea surrealista de que el arte era un dominio masculino pudiera asentarse en Nueva York. De hecho, es lo que sucedió. Lee notó que algunos hombres empezaban a tratar a las colegas mujeres como si fueran seres inferiores. Años después recordaría: ‘Por primera vez en mi vida sentí que se podía pensar que una mujer era un estorbo. Estaban los artistas y estaban las damas. A mí me consideraban una dama, a pesar de que yo también era una pintora’”.

La gran exhibición de 1951 en la Calle Novena es solo uno de los muchos hitos en una larga lucha. En 1989, las calles de Nueva York se vieron invadidas con posters con reproducciones de La Odalisca de Ingres con una máscara de gorila. El póster llevaba una leyenda que decía: “¿Tienen que estar desnudas las mujeres para entrar en el Metropolitan Museum?”.

Una pregunta que ha perseguido a los estudiosos de las artistas de los años 40 y 50 –y específicamente a las mujeres en el libro Ninth Street Women– es si sus esposos les pidieron (o exigieron) que dejaran de pintar. La respuesta que nos da Mary Gabriel es que eso no sucedió. A ninguna de las cinco se le exigió abandonar su vocación. Estaba implícito que debían apoyar a sus maridos y que si ello significaba postergar su carrera, eso era lo que debían hacer.

Con una tipografía más pequeña, el póster agregaba: “Menos del 5% de los artistas exhibidos en el Met son mujeres, pero 85% de los desnudos son femeninos”. El póster estaba firmado por un colectivo de artistas que se llamaba a sí mismo The Guerilla Girls. Las cosas han mejorado algo, en los últimos 30 años, pero aún queda mucho por avanzar.

En noviembre del año 2004, el Museo de Arte Moderno de Nueva York reabrió sus puertas luego de una remodelación masiva. El crítico Jerry Saltz se dio el trabajo de contar cuántas obras de mujeres había en los pisos cuarto y quinto, los niveles más importantes donde se exhibe, en forma rotativa, parte de la colección permanente. Había 415 obras, entre las cuales tan solo 20 –menos del 5%– eran de artistas mujeres. Algunos años después el porcentaje de mujeres había caído al 3.5%. Esto, aclara Saltz, sin contar las seis telas de la serie Women de Willem de Kooning.

Poco a poco, distintos museos les han ido dando más espacio a mujeres, incluyendo a las artistas del libro Ninth Street Women. Por ejemplo, el año pasado el Barbican organizó una enorme y estupenda retrospectiva de Lee Krasner, en la que se puede ver su evolución artística desde los 1930 hasta su fallecimiento en 1984. Pero además de exposiciones se necesitan más libros, monografías y artículos que escarben el tema y que cuenten la verdad.

Una pregunta que ha perseguido a los estudiosos de las artistas de los años 40 y 50 –y específicamente a las mujeres en el libro Ninth Street Women– es si sus esposos les pidieron (o exigieron) que dejaran de pintar. La respuesta que nos da Mary Gabriel es que eso no sucedió. A ninguna de las cinco se le exigió abandonar su vocación. Estaba implícito que debían apoyar a sus maridos y que si ello significaba postergar su carrera, eso era lo que debían hacer. Pero sacrificarse y postergarse, no es lo mismo que abandonar totalmente las artes. Contra los prejuicios, contra el deber ser, contra el machismo dominante, ellas siguieron pintando, se hicieron famosas y, justamente por eso, se las incluye en estudios y libros. El problema es que nadie recuerda a aquellas que sí abandonaron sus carreras, que tiraron la esponja, que no pudieron seguir liderando en un mundo hostil y sexista. Además de las cinco estudiadas en Ninth Street Women, otras cuatro mujeres fueron incluidas en el show de la Calle Nueve. ¿Qué fue de ellas? ¿Qué pasó con sus carreras?

Otra pregunta esencial es ¿cuán en serio los hombres consideraban las carreras y las creaciones de sus mujeres? ¿Las miraban con condescendencia o como pares? Una foto en el magnífico libro sobre Lee Krasner, que acompaña la retrospectiva del Barbican de Londres, nos puede dar una clave al respecto: en la página 44 aparece una foto de Jackson Pollock afuera de la casa que compartía con Lee en East Hampton. El año es 1955, Pollock tiene un cigarrillo en la boca y mira hacia adelante con un aire de completa seriedad. Lleva una polera negra y sujeta un cuadro de su esposa para que Hans Namuth lo fotografíe. Pero hay un problema: Pollock sostiene el cuadro en forma horizontal, cuando la composición es vertical. Pollock ayuda a que la obra de Lee sea fotografiada, pero no presta ninguna atención, y no le importa mostrar la tela “al revés”. Yo no conozco los detalles, pero me imagino que Pollock pasó innumerables veces frente al cuadro en el estudio de Lee. Sobre el caballete siempre estuvo en vertical. Pollock pasa y vuelve a pasar, se encuentra con el cuadro una y otra vez. Lo mira, pero nunca lo ve.

 

Imagen de portada: Lee Krasner en su taller.

 

Ninth Street Women, Mary Gabriel, Little, Brown & Company, 2019, 944 páginas, $36.000 en buscalibre.cl.

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