You Are Beautiful and You Are Alone, de la historiadora cultural estadounidense Jennifer Otter Bickerdike, es la primera biografía que, desde una perspectiva de género, explora la inasible figura de Christa Paffgen, la compositora y actriz de origen alemán conocida como Nico, que alcanzó la fama como musa de Andy Warhol y Velvet Underground. El libro logra un retrato honesto, convincente y alejado del estereotipo de la femme fatale (por fin) o del morbo de la ruina irredimible al que la prensa musical la ancló por años.
por Juan Íñigo Ibáñez I 12 Agosto 2024
Alguna vez alguien la comparó con el qlifot, esas cáscaras humanas vacías de la mitología cabalística cuya frialdad y lejanía, tan diferente a la locuacidad americana de las chicas Factory de mediados de los 60, fascinó desde un primer momento a Andy Warhol: una modelo alta, rubia y glacial, que usaba chaqueta y pantalón blanco y que, con tan solo agitar la pandereta en medio de la mise en scène sónica de Velvet Underground, acaparaba, o más bien, absorbía, todas las miradas.
Pero tras aquella belleza aparentemente decorativa en la que para algunos no había nada —ni amor ni intereses ni preocupaciones—, subyacía algo, como una intensidad dolida o transportada, y muchas máscaras, como si de ellas emanase lo profundo, al modo de esas muñecas rusas que se van desvelando poco a poco a medida que se descascaran, y que Nico mostraba, a veces, en conciertos semivacíos en los que parecía cantar para ella misma.
You Are Beautiful and You Are Alone, de la historiadora cultural estadounidense Jennifer Otter Bickerdike, es la primera biografía que, desde una perspectiva de género, explora la inasible figura de Christa Paffgen, la compositora y actriz de origen alemán conocida como Nico, que alcanzó la fama como musa de Andy Warhol y Velvet Underground.
El libro busca hacerle justicia a su poco conocida faceta de solista (que, según algunos, eclipsa su paso por el grupo neoyorkino), separando las mentiras de las medias verdades (era una asumida reina del equívoco) y el folclore del mito (como el de su racismo o el de su magnetismo vampírico).
Y aunque tardía, la biografía logra un retrato honesto, convincente y alejado del estereotipo de la femme fatale (por fin) o del morbo de la ruina irredimible al que la prensa musical la ancló por años, mostrando, por momentos, destellos de una artista mucho más delicada, vulnerable y compleja que esa imagen germánica y austera a la que ha quedado fijada.
Prácticamente ignorada en su momento por la prensa y el público general (famosa, pero no popular, fue siempre su karma), y deliberadamente omitida durante la inducción de Velvet Underground en el Rock and Roll Hall of Fame en 1996, o en el documental de Todd Haynes de 2021 sobre la banda, Nico desafió todas las convenciones de la música popular contemporánea y, para algunos, incluso, las abandonó por completo.
Incorporando elementos del clasicismo europeo, la etno-instrumentación árabe o la notación no occidental, forjó un estilo único que, con su voz grave y una estética sombría, le abrió camino a toda una gama de géneros modernos, desde el art rock al new wave, pasando por el gótico.
Si con el tiempo se ha ido convirtiendo en una suerte de música para músicos, sinónimo de vanguardia e inconformismo, probablemente no solo se deba a que rompió con las expectativas sociales acerca de qué, o cómo debía ser una mujer artista, sino porque lo hizo escapando prácticamente a toda convención genérica.
Siempre al filo, abrazando las contradicciones, era una vegana que no salía a la calle sin sus botas de cuero; una drogadicta que podía ser puritana; una artista cuasi itinerante, pero hogareña; una pagana que se asumía también religiosa. Nico apostaba sin parar y, desde un comienzo, estuvo dispuesta a utilizar su aspecto, aunque detestara modelar, para penetrar en el universo Warhol.
Disciplinada como maniquí de talla mundial, al principio nadie en Velvet Underground entendió muy bien la idea de ponerla a tocar el pandero, una movida publicitaria de Warhol para hacerlos más atractivos comercialmente, suavizando su estética trash con la belleza inmaculada que ella proyectaba.
La idea de incorporarla resultó tan ofensiva —la baterista ya era mujer, Moe Tucker—, que se creó la anexión Velvet Underground & Nico. Eso, sumado a fricciones irremontables de su relación con Lou Reed, la llevaron a ser la permanente convidada de piedra, lo cual no evitó que capitalizara su paso por el grupo —Reed luego escribió tres canciones para ella—, para aventurarse como solista.
Cercana a los Rolling Stones, exnovia de Iggy Pop —entre los entrevistados de Bickerdike, quizá el más respetuoso hacia Nico—, y de dos miembros del fatídico club de los 27 (Jim Morrison, Brian Jones y se rumoreaba que también de Hendrix), era la quintaesencia del tipo de personas que Warhol utilizaba para convertir el arte en comercio, mezclando la publicidad y la creación de imagen.
Aunque no faltaba quienes la tachaban de mercenaria, para la biógrafa fue una sobreviviente tan ambiciosa como desesperada, que supo surfear como nadie la circunstancial ola de fama de la Factory —esos 15 minutos que engullían a las estrellas femeninas para luego descartarlas—, llegando a convertirse en todo un emblema de ese mundo de frivolidad anfetamínica.
Para muchos desapacible, para otros tocada con el “don de la indiferencia”, Warhol solía decir que, incluso vistiendo ropa andrajosa, todo lucía bien cuando ella lo hacía. Le daba un toque regio a lo prosaico —desde tomar una copa de coñac a ponerse unos lentes de sol—, y llegó a encarnar un nuevo tipo de superestrella femenina que, como Anita Pallenberg o Yoko Ono, parecían habitar otras esferas.
Si a la Factory llegó siendo una rubia folk que vestía de blanco, Nico se fue para convertirse en la sombra de la que había sido: una compositora pregótica, de ropa holgada y negra, muy poco femenina.
Que la valorasen por su talento y no por su belleza —llegó a tener un cameo inmortal en la Dolce Vita que embelesó a Leonard Cohen—, esos 20 años posteriores a su paso por la escena under neoyorkina fueron, en parte, una extensa proclama contra aquel entorno plástico que la relegaba a roles meramente decorativos. Pese a ello, no se consideraba pionera ni víctima de nada. Los músicos de su banda solista eran hombres que, con frecuencia, la recuerdan como una “mujer alfa”, que bien podía ser egoísta —recurrentemente las giras se centraban en “pillar droga para ella”, dice uno— o ensimismada. “De lo único que me arrepiento es de no haber sido hombre”, solía decir.
Medio mística en su etapa crepuscular, sus letras, siempre personalísimas, a menudo tienen algo turbulento, asociado, quizá, al recuerdo de haber presenciado los bombardeos sobre Berlín.
De evocar aquella imagen, la del imperio caído, emergen esos temas catárticos, similares a salmos precristianos —la descripción es de Simon Reynolds—, que tiñen de un extraño dramatismo inexpresivo las películas del cineasta Philippe Garrel —en las que ella también actúa— y que no cuesta mucho imaginar en las secuencias oníricas de Herzog.
A menudo calificada de naif y superficial durante su época de modelo, tenía un oído exquisito para un idioma que no era el suyo como el inglés —hablaba cinco más—, y aseguraba que “incidental o accidentalmente” extraía todas sus letras de otros poemas, como “El preludio”, de William Wordsworth, la fuente del título de su segundo álbum solista, The Marble Index.
Nico era tan buena jugando con imágenes especulares de sí misma, que pocos vieron a la mujer frágil que había detrás. Callaba su pasado —una infancia atormentada, un hijo con Alain Delon que el actor jamás reconoció y al que ella habría iniciado en la heroína—, y parecía no tener afinidades. De esa disyuntiva entre exposición y secretismo, entre agradar e incomodar, surgían esas interpretaciones intensas, atormentadas, evocadoras.
Pasados los 40 años, fue en el Manchester de los 80 donde pasó el período de tiempo más largo de su vida en un mismo lugar. El propio Morrisey ha dicho que, a menudo, la veía deambulando en bicicleta, con una larga capa negra, tarareando, yendo a jugar pool a bares donde nadie la reconocía.
Ahí fue recibida por los miembros más jóvenes de grupos de new wave y post punk, quienes la recuerdan ya no tan guapa, pero majestuosa. Aquella belleza cincelada que ya empezaba a decaer, con sus canas, la piel que perdía firmeza y los brazos marcados por las agujas, tenía bastante de aquellos cantos litúrgicos que entonaba con solemnidad teutónica.
Pero si cayó más bajo que todos, también le sobrevivió a todo. Y cuanto más oscuro se ponía el panorama, más brillaba. Desapareciendo y apareciendo (su pasaporte decía ohne festen Wohnsitz, “sin domicilio fijo”), desastrada, pero envuelta siempre en un microclima propio de glamour, lo único constante en su vida era el cambio.
Acostumbrada a pasar semanas enteras en habitaciones de hotel semivacías frente a televisores en blanco, con las cortinas bajas —“No necesito estar afuera para sentirme fuera”, solía decir—, le gustaba componer en la bañera, en silencio, iluminada solo por velas.
Tras su muerte a los 49 años por un aparente shock de calor en Ibiza, tópicos como la suntuosidad en la derrota o la mística de la desolación pasaron a ser recurrentes para referirse a su figura. “Todos sus hogares fueron países extranjeros; todos sus amantes, fantasmas”, escribió alguien sobre ella. Quienes la conocieron decían que no era una gótica trillada sino en un sentido profundo o, más bien, antiguo, y no tanto un ángel de la muerte como una mujer rota, que se solazaba en ese sentimiento agridulce que los portugueses llaman saudade.
You Are Beautiful and You Are Alone: La biografía de Nico, Jennifer Otter Bickerdike, Contra, 2022, 480 páginas, $35.000.