Donde dice héroes debe decir personas

por Alejandra Costamagna I 1 Diciembre 2025

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Persona, el libro con el que el poeta e historiador José Carlos Agüero obtuvo el Premio Nacional de Literatura en Perú en 2018, fue publicado este año en Chile. Un libro divido en 10 capítulos, que transita entre el ensayo, la poesía, el testimonio y la especulación, y que combina texto, viñetas, imágenes, mapas, fichas, escritura manual, dibujos, fotografías, figuritas de papel recortables, odontogramas y otras piezas de un archivo personal y colectivo. Cuerpos textuales y visuales para aproximarse a unos cuerpos humanos modelados por la violencia, imperfectos, vulnerables, acallados, deshechos, vueltos un montoncito de tierra, desaparecidos, menos que polvo: disueltos.

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En la primera fotografía del capítulo titulado “Orígenes” figura una pareja de veinteañeros, un hombre y una mujer de piel morena y cabello oscuro. La pareja está detenida en un sendero de tierra a orillas de lo que puede ser una laguna, con una cadena montañosa de fondo. Visten de forma sencilla. La mujer apega su cuerpo al del hombre, le llega apenas a la barbilla. Él carga a una guagua en brazos. Quizás haya viento o quizás el cabello del hombre se alborote por naturaleza. El pelo de ella es más bien liso y está sujeto como un rehén, disciplinado en un moño. El de la guagua, en cambio, parece heredar tempranamente los rizos del hombre. El pie de foto dice “Caminantes”.

Dos páginas más atrás hemos leído:

Es una foto de esas que señalan: estoy acá. Como las que se usan hoy en el Facebook. Estamos parados acá, mirando al frente, puestos contra el viento, a un lado del camino, posando. Quien nos toma la foto sabe o intuye nuestra intención. Queremos que se sepa que estamos en este lugar, uno al lado del otro, en ruta, ligeros, pero firmes. El bebé tiene un año y medio, es 1973. Somos jóvenes, románticos, idealistas. Caminantes. Contra lo que dice Benjamin, la fotografía nos brinda un aura. No importa si es simbólica, mítica, ficticia o truco de revelado. Lo importante es que está allí para que la vean los que tienen que verla. El paisaje nos brinda un destino, una ruta agreste pero grande, brusca. Avanzaremos juntos por ese camino, camarada. Seremos valientes. Justos. Solidarios. Lo que viene debe ser difícil. Pero desde este lugar perdido del país, te digo: estaremos a la altura.

No resulta exagerado afirmar que estas 155 palabras cristalizan los procedimientos de Persona. Su condición de máscara, pero también su pulso, su aliento, su imposibilidad, su contradicción, su insolencia, su decir fragmentario, su vitalidad. Y también el método con que el autor va construyendo este artefacto. Cómo enfrenta las dudas sobre el “yo” que enuncia (a veces una primera persona plural o un “tú” o un “yo” femenino); cómo lidia con la insuficiencia del lenguaje para dar cuenta de lo que se resiste a ser nombrado; cómo problematiza una herencia genealógica; cómo aborda con el propio cuerpo, con la mano que escribe o dibuja o pasa las páginas de un álbum de fotos todo aquello que ha perdido corporalidad, que ha sido arrasado por la violencia extrema.

En el fragmento citado toman voz los padres de José Carlos Agüero, futuros militantes de Sendero Luminoso, que proyectan un porvenir incierto, incluso luminoso, si bien después sabremos que está lejos de coincidir con el futuro real. Es decir, con nuestro presente. Hoy el padre y la madre no existen: fueron asesinados por agentes estatales del Perú. Él, fusilado en la matanza de la isla penal El Frontón, en 1986, y hecho desaparecer. Ella, detenida a la salida de la Universidad de San Marcos, baleada de muerte y aparecida más tarde en una playa de Chorrillos, en 1992. Pero existe un hijo, aunque no el de la foto, sino uno nacido dos años después del disparo de esa imagen; un hijo que hoy tiene 50 años y es padre y ha escrito este libro y otros dos más sobre la violencia, la culpa, el perdón y la memoria histórica.

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En la segunda fotografía de la serie, cuyo pie de foto dice “Joven emprendedor con hija inocente”, la mujer ha sido borrada digitalmente. En vez de su cuerpo, ahora vemos la continuación del paisaje: el borde del sendero, el trozo de lago allá al fondo. Hay, sin embargo, una especie de huella casi invisible, una luz distinta donde estuvo el cuerpo de la mujer, acaso la benjaminiana “aparición irrepetible de una lejanía”. Quedan el hombre y la guagua, el ahora joven emprendedor y la hija inocente. Un pasado improbable, pero articulado como conjetura en las presuntas palabras de la madre del muchacho, la abuela de la guagua, que proyecta otro futuro. Así dice:

“Ella tuvo la culpa. Ella metió a mi hijo a la política. Esa perra lo mató. Esa política”. Sin ella, él sería lo que prometía. Un buen hijo, un buen ingeniero, un tipo alegre, emprendedor. Su empresa de juguetes de madera, quién sabe, habría prosperado. Habría seguido tomando fotografías, enamorando chicas progres, viajando en moto. Hoy estaría sentado a mi lado contándome una historia de sus 45 años, de sus 50 años, de los años que no llegó a cumplir. Habría amado a alguien más. Alguien normal. Por lo menos no alguien que le siguiera la corriente. Alguien que lo quisiera de veras y lo cuidara. Que lo alejara de esa política. Y ese bebé sería otro. Inocente. Feliz. Sin culpas. Y no habría conocido ninguna isla.

Ya no es solo, entonces, lo que pudo haber en la mente de esos jóvenes ilusos, sino también de quienes los antecedieron. De la madre del hombre, por ejemplo, la abuela de la guagua. Una fotografía no puede corregir la historia ni registrar lo que no está. El lenguaje tampoco, pero igualmente lo intenta. Y en el intento puede alterar la escena, enmascarar lo ocurrido: el lenguaje puede especular y falsear, y hacer convivir lo que ocurrió con lo que desearíamos que hubiera ocurrido. Con lo que desearíamos que no hubiera ocurrido. Así se presenta también la tercera fotografía, en la que aparece solo la muchacha, sin pareja, sin guagua, apoyada en el vacío, ligeramente inclinada hacia el límite del sendero. La nota al pie de la imagen dice “Cantante”. Y unas páginas más adelante leemos, en la voz del hijo, que “cantaba hermoso”, que “disfrutaba de los valses, los tangos, las baladas, la trova”, que “no se ponía exquisita con la música”, que “la amaba toda”. Que pudo ser cantante, “por qué no”. Y a continuación, antecediendo la cuarta y última fotografía de esta serie, en la misma voz del hijo, su apelación a los padres: “Papi. Mami. La culpa se hereda”. Y luego su sentencia: “Un revolucionario debería tener como requisito ser estéril. Como la revolución”. Y entonces sí la última foto de la serie, en la que aparecen la mujer y el hombre solos, libres de descendencia, haciendo un alto en su ardorosa marcha que, sueñan, será triunfal. El pie de foto dice “Pareja de revolucionarios sin herencia”.

Pero sí hubo herencia. “Papi, mami. La culpa se hereda”.

‘La memoria no es una batalla de discursos y simbolismos. Son tus dientes, tus caries, las muelas que te faltan’, apunta Agüero, al tiempo que rastrea un lenguaje, una prosa, un habla, una estructura que permita complejizar incluso las formas de problematizar la memoria. Más que el recuerdo, parece importar acá el acto mismo de recordar, sus mecanismos, sus significaciones en el presente.

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Este libro desbordado y complejo, este artefacto de temporalidades traslapadas y superpuestas, este mosaico labrado por el “exhijo” (como se autocalifica el autor en otra fotografía, ya no de la serie anterior) es la manifestación de una herencia involuntaria.

Una digresión: tipeo exhijo y el autocorrector borra la hache y deja “exijo”. ¡No!, contradigo al teclado, este exhijo no exige. No está acá para exigir nada. Lo que hace es plantarse frente a la complejidad de asumir la herencia genealógica de quienes, en nombre de la causa, también cometieron atrocidades. Lo que hace entonces, con las herramientas de la incertidumbre y la disposición a la escucha, es huir de una memoria confortable. “La memoria no es una batalla de discursos y simbolismos. Son tus dientes, tus caries, las muelas que te faltan”, apunta Agüero, al tiempo que rastrea un lenguaje, una prosa, un habla, una estructura que permita complejizar incluso las formas de problematizar la memoria. Más que el recuerdo, parece importar acá el acto mismo de recordar, sus mecanismos, sus significaciones en el presente.

“Habría pasado toda mi vida tratando de comprender la función que tiene recordar, que no es lo contrario de olvidar sino más bien su funda”, murmura una voz en off en la película Sans soleil, de Chris Marker, pero se me ocurre que bien podría ser la voz de José Carlos Agüero en este ejercicio de interrogarse e interrogarnos. O no, quizás el olvido no sea la funda de nada. Y la funda de recordar pueda ser más bien la duda, la sospecha. Recodar para saltarse el deber de estar la altura de un recuerdo de segunda mano. Recordar para desmontar certezas petrificadas. Recordar para instalar asuntos que conciernen al espacio público.

José Carlos Agüero toma distancia de las representaciones triunfantes, heroicas. Escribe: “Una historia sin héroes es una historia de personas. Llena de errores, luchas, resistencias, culpas y tensiones. De imperfectos”. Su mirada apunta a lo desenfocado, a lo pequeñito, a lo cotidiano, a la materia misma, sin épica que la domestique o embellezca. Y en ese camino se distancia también de cierta “poetización” del dolor; del traslado, por ejemplo, de objetos, piedras, utensilios y restos de espacios en los que hubo masacres para exponerlos y volverlos piezas de museo, desprovistos de contexto, estetizados y vaciados, listos para ser consumidos. En el cierre del capítulo titulado “Épica”, zanja:

No hay que ir muy lejos para ver esta exhibición. Los restos sin importancia de unos terroristas masacrados están en cajas en la Fiscalía.

Esperando su poeta.

El lenguaje de Agüero no excluye el sarcasmo. El tercer capítulo, “Fichas”, comienza con un epígrafe de El Chapulín Colorado, que dice “Todos caben en un cuartito, sabiéndolos acomodar”. Y a modo de instructivo para evitar ser desaparecidos después de muertos o para facilitar la reconstrucción de esas piezas dispersas que alguna vez fueron un cuerpo, da una serie de indicaciones y presenta muñecos de papel con sus miembros dispersos para ser armados como personas. El capítulo cierra con la alusión a los pozoleros, esos individuos que disuelven los cuerpos —o lo que queda de ellos— en ácido, con el fin de impedir su rastreo. Y acaso el mismo Chapulín Colorado, mutado en pozolero, será quien exclame: “No contaban con mi astucia”. El autor se atreve a ir un poquito más lejos en estas píldoras de humor negro que sacuden, descontracturan y nos hacen mirar lo que ya hemos visto con la pátina de otra experiencia. En el último capítulo del libro, “Residuos”, presenta una serie de viñetas con dos figuras sin cuerpo, dos “residuos”, si se quiere, que se observan como protagonistas de las exhibiciones de arte y comentan sus circunstancias. Y en el anteúltimo dibujito las figuras están frente a una reproducción de la fotografía mencionada al comienzo. La pareja joven, romántica, idealista, con la guagua en brazos, el sendero, la laguna, el paisaje, su actitud de tener la vida por delante. “¿Y estos?”, pregunta uno de los residuos. “Restos antes de ser interesantes”, zanja el otro.

Coda

Cambio de libro y de tiempo. Me voy a Sombriti, publicado en 2023 y disponible también en el catálogo de Atmosféricas. No hay fotografía ni dibujo en la página que abro azarosamente. Pero hay un poema que podríamos leer como una carta del padre (el exhijo) a la hija, que entonces es una guagua. La guagua, sin embargo, habla y en un momento se quita los ojos, le quita los lentes al padre, se los pone y, apenada pero riendo, pregunta:

¿cómo puedes vivir
viendo toda esta sangre?
¿toda esta piel
que se ha quedado sin cuerpo?
¿no ves que son mariposas?
papi
¿no ves?

 

Imagen de portada: “Caminantes”, fotografía del autor con sus padres en Persona. Gentileza del Fondo de Cultura Económica.

 

Persona, José Carlos Agüero, FCE / Atmosféricas, 2025, 200 páginas, $14.000.

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