Memoria y olvido: reflexiones acerca de los efectos de la violencia

En el marco del Seminario Internacional Memoria y Democracia, organizado por la UDP este martes 12 de septiembre en el GAM, la filósofa Aïcha Liviana Messina planteó que una conmemoración como la del Golpe de 1973 pone en relieve no solo la tensión, sino además la vulnerabilidad que tenemos como sujetos y como sociedad. “Con-memorar —planteó en su ponencia, que a continuación reproducimos— es hacer un acto de memoria con otros y otras, lo que obliga a interrogarnos por lo que somos, cada uno, individualmente, lo que somos los unos con los otros, en común; y de momento también los unos contra los otros”.

por Aïcha Liviana Messina I 13 Septiembre 2023

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En estas últimas semanas he leído varias intervenciones y testimonios acerca de lo que se conmemora, a saber, un hecho brutal, un “golpe”, un golpe político, un golpe a la autoridad estatal, pero sobre todo a la democracia, es decir, a una forma de estar en común que debiera garantizar libertad y protección. Conmemorar podría ser una actitud pasiva, una forma de mirar un pasado desde la tranquilidad de un presente alejado del “objeto” de la conmemoración. Sin embargo, la palabra conmemoración dice algo más: dice que estamos con la memoria y que la memoria nos constituye, no es solo parte de nuestro presente, es su condición de posibilidad, aunque no estamos siempre volcados hacia el pasado. Conmemorar es situarnos en el territorio de la memoria, y por esto, también hay tensión y vulnerabilidad. Si no recordáramos nada, no seríamos nada; no hablaríamos en primera persona. Con-memorar es hacer un acto de memoria con otros y otras, lo que obliga a interrogarnos por lo que somos, cada uno, individualmente, lo que somos los unos con los otros, en común; y de momento también los unos contra los otros.

Además de constituirnos, la memoria es un objeto de debate. Hay un libro de Nietzsche que ha sido una fuente de inspiración para muchas personas dentro y fuera de la academia, titulado: De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida. Este libro busca darle su justo lugar a la memoria —a una memoria posibilitada por la historia (el estudio de los hechos y su transcripción)—, dándole también su justo lugar al olvido. Si no olvidáramos nunca nada, no podríamos vivir; estaríamos estancados en el pasado. El olvido tiene —o tendría— una dimensión saludable. Olvidar permitiría dar vuelta la página, pasar a otra cosa, a otra historia. Además, el olvido no es solo necesario individualmente, lo es también políticamente. Afirma David Rieff, en una entrevista publicada en la revista Barbarie, que si bien la memoria es necesaria para la justicia, es decir para indagar en la profundidad de los hechos, de la violencia, el olvido también es necesario para la paz, es decir, para hacer acuerdos fuera de la dureza de los relatos que no nos permiten tranzar con otros, llegar a un punto de encuentro, relacionarnos con un futuro. Asimismo, y aludiendo superficialmente a Nietzsche, si bien la historia —con la cual se constituye parte de nuestra memoria— es necesaria para que podamos objetivarnos y conocernos, por ende, para ser responsables; el olvido sería también necesario para seguir adelante, para proyectarnos, para recobrar un futuro.

Por cierto, la combinación de memoria y olvido es saludable. Un ser humano sin memoria no se constituye como un yo sujeto; un ser humano que no olvida nada está encerrado en sí mismo. Sin olvido no puedo pensar en algo otro, solo vuelvo a lo mismo. Sin embargo, ¿cuál sería el grado de memoria y de olvido que permite esto que Nietzsche llama “la gran salud”? ¿Existe algo así como una justa medida, una posible medida de cuánta memoria y olvido son necesarios para poder vivir sin ser irresponsable, injusto, incluso innoble, es decir, despectivo respecto de los hechos, y que así podamos ser responsable sin dejar de vivir? El mismo Nietzsche en Aurora dice: “Que haya olvido, queda por ser comprobado”. Si el olvido es una falta de memoria, pues no está en nuestro poder olvidar. Yo no puedo olvidar. Lo que no puedo es “no olvidar”. El olvido, como dice otro escritor que he frecuentado mucho, “es el maestro del juego”. Pasar a otra cosa, olvidar, no está del todo en nuestras manos.

Si olvidar no es tan fácil, recordar o con-memorar (y no son lo mismo), tampoco. Me parece que esto se debe a que la memoria y el olvido se condicionan uno a otro. En sus Confesiones, San Agustín afirma que la memoria requiere el olvido y el olvido requiere a la memoria. Solo puedo olvidar lo que he recordado, pero recuerdo lo que olvido. Recuerdo lo que ya no es parte de un presente vivo. Recuerdo lo que ya pasó, lo que ya no es parte del presente. El recuerdo es ya una reconstrucción, una ficción de alguna manera. El olvido en este caso es como el agua en el cimiento: permite cierta cristalización del recuerdo. Y es porque recuerdo que olvido, que parte de lo que ha sido cristalizado, cimentado, se va o más precisamente se desprende, para siempre o momentáneamente de lo que conseguimos ver o sentir o leer. De momento, olvidar y recordar son una y misma cosa. Es más, y en esto creo que el olvido es muy peligroso: el olvido no solo arriesga vaciarnos de toda subjetividad, de la necesidad de constituirse como un “yo” sujeto, sino que, mientras creemos que el olvido permite darle vuelta a la página, en realidad el olvido nos inmoviliza en el recuerdo. El problema del olvido —de un olvido planteado como fin en sí mismo— es entonces que no permite darle un futuro a la memoria. Reivindicar el olvido puede ser la peor forma de quedar estancados en el pasado, en un pasado que no volvemos a sopesar, a escribir, a matizar; un pasado que por ende no se articula con un porvenir. Pensando así, pensando el modo en el cual olvido y memoria se condicionan uno a otro, el punto no sería afirmar el olvido en lugar de la memoria, o la memoria en lugar del olvido, sino pensar su articulación. Lo que habría que pensar es cómo la memoria nos permite olvidar o, mejor, avanzar, cambiar, como el relato de la memoria, el relato que hace posible cierta memoria permite hacer del presente un lugar de articulación entre pasado y futuro. A fin de cuentas, ¿cómo la memoria permite transformarnos, distanciarnos, posibilitar un olvido que lejos de encerrarnos en la frivolidad nos permita mayor lucidez?

Antes de seguir con estas ideas, con esta constatación de que olvido y memoria no se oponen —constatación que podría muy fácilmente ser un subterfugio retórico—, me gustaría detenerme sobre una dimensión más grave del olvido, de la memoria, de lo inolvidable, pues no estamos conmemorando nuestra infancia, sino un golpe a la democracia que ha implicado el dolor interminable del secuestro, la tortura, la desaparición, la muerte.

Reivindicar el olvido puede ser la peor forma de quedar estancados en el pasado, en un pasado que no volvemos a sopesar, a escribir, a matizar; un pasado que por ende no se articula con un porvenir. Pensando así, pensando el modo en el cual olvido y memoria se condicionan uno a otro, el punto no sería afirmar el olvido en lugar de la memoria, o la memoria en lugar del olvido, sino pensar su articulación.

Solemos pensar que algunos acontecimientos del pasado son inolvidables porque lo que pasó superó los límites de lo aceptable. Hay un grado en el cual la violencia infligida destruye cualquier posibilidad de aceptación, cualquier olvido posible. La búsqueda de un familiar desaparecido no se termina justamente porque la desaparición no tiene lugar, fecha, atestiguación. El rito de enterar o incinerar está prohibido. Los ritos en una sociedad no son cualquier cosa. Hacen posible el tiempo; por ende, el recuerdo; por ende, la con-menoración: el estar con los vivos y los muertos. Con la desaparición, el tiempo o la posibilidad de construir un presente, se derrumba. Y es que lo más terrible de la violencia política no es que sobrepasa cualquier límite, dejándonos así suspendidos en lo inolvidable, sino que borra los límites mismos, dejándonos fuera del recuerdo, fuera de la posibilidad de estar con.

El horror que a mí me habita, que no dejo de darle vueltas, es el de la Segunda Guerra Mundial, el de la destrucción de los judíos de Europa, una destrucción que es un punto de partida de una destrucción mucho más amplia, sin límites. Lo que es objeto de mi preocupación no es solo lo que pasó en el pasado, sino la maquinaria que hizo posible tal destrucción y que por ende mantiene lo que pasó como una amenaza aún posible. El nazismo, contrariamente a lo que se dice, no es la afirmación de una identidad por sobre otra o el mero despliegue de una raza que se considera “originaria”. Es una operación que consistió en destruir toda huella de destrucción. No se trató de matar a un pueblo determinado, sino de borrar de la memoria de la humanidad la existencia de este pueblo, eliminando así toda huella de matanza, de destrucción, haciendo por ende de esta destrucción, de esta borradura, algo que no podría ser olvidado porque no podría ser recordado. Se trató de borrar de la memoria de la humanidad la existencia de un pueblo, de tal suerte que nadie los hubiese matado, porque nunca habría existido. Paradójicamente, el mal busca producir un mundo de inocencia, sin manchas; una nación sin recuerdo de sus fallas, sin, posibilidad de tomar consciencia de sí misma. Lo que se produce entonces como mal radical no es una violencia que sobrepasa los límites de lo aceptable; es una violencia que ocurre borrándose a sí misma —y se borra de la memoria. Creo que esto es lo más violento y doloroso de la violencia: no solo matar, torturar, humillar, sino que producir a la vez la negación de esta violencia. De alguna manera, el negacionismo es parte de la operación misma de la violencia política. No es una mera posición en el pensamiento, una opinión, un juego retorico. Es parte del ejercicio de la violencia.

La reflexión sobre la forma que tomó la violencia política en el siglo pasado me hace entender que la violencia tiene una estructura, una racionalidad propia y que, de alguna manera, en algún lugar de nuestro lenguaje, le pertenecemos. Me gustaría insistir sobre el hecho de que el negacionismo no es una posición externa a acontecimientos violentos, sino que es parte de su producción y de lo que la vuelve por ende perpetua. Antes de reivindicar un argumento negacionista, habitamos esta negación porque es así como la violencia se produce. He escuchado recientemente hablar de “victimización” o “victimismo”. Habría un uso indebido del dolor, una apropiación abusiva de algo que es más grande que uno. Por cierto, el dolor no es de “uno”, no es algo apropiable, comercializable, justamente porque destruye a los individuos y porque supera los límites. Pero apuntar a la victimización es delicado, porque lo que destruye la violencia política, y esto no solo en situaciones de quiebre de la democracia, es la posibilidad de constituirse como víctima. Alguien o un grupo de personas puede constituirse como víctima ante una ley que limita, pero también que ampara, protege —otorga derechos—; y ante una comunidad que se legitima y se construye con esta ley. Es dentro de un mundo hecho de valores compartidos que podemos constituirnos como víctima y reconocer a víctimas.

Ahora bien, aunque la victimización es violenta, no se compara con la estructura negacionista de la violencia, que ha impedido a víctimas ser reconocidas como tales. Esta ausencia de reconocimiento de las víctimas no puede quedar en el olvido y no puede quedar impensada. Por esto, conmemorar no es tanto ver un pasado, sino estar ante un mundo recobrado y, a la vez, ante la fragilidad del mundo. Los nombres de las víctimas en un memorial no nos ponen ante su memoria, sino ante lo que hizo posible su aparición. Para reconstruir hechos pasados, es el presente el que debe construirse. Un momento de conmemoración es frágil porque pasado y presente son frágiles. El mundo que hace posible la aparición de los nombres de las víctimas nunca está dado. Es parte de lo que conmemoramos y que nos vuelca de una manera inaudita, me parece, al presente.

Hace poco, en un curso que estoy impartiendo, una alumna mencionó la diferencia entre ser víctima y ser sobreviviente. Por cierto, una cosa no excluye la otra, pero me parece que la palabra víctima apunta al reconocimiento de una lesión, a la necesidad de una reparación, de una justicia o de un porvenir. Sobrevivir, en cambio, parece apuntar a una tarea de orden más bien personal, o por lo menos no necesariamente política. Sin embargo, no creo que haya que elegir entre uno y otro camino, como si fueran dos opciones distintas ante el dolor vivido. Si en algunos contextos se está en la situación de llamarse sobreviviente y no víctima, es porque la violencia política destruye los marcos que hacen posible reconocer las lesiones y abandona a la soledad de la sobrevivencia. En situaciones en que no hay un marco político, jurídico, epistémico o social que permita reconocer el daño —en situaciones en las cuales regímenes políticos buscan destruir no solo personas, sino sus nombres, sus existencias, la fecha y el lugar de su fallecimiento—, en estas situaciones no se es, a la luz de un mundo, “víctima” de violencia: se sobrevive, y de alguna manera se sobrevive solo. De ahí la importancia política de la palabra víctima. Un trabajo de memoria enfocado en las víctimas no está enfocado en el pasado con una idea de “reparación” que otorgaría efectivamente justicia. No se trata de reparar pérdidas individuales, sino de colocarse en el lugar de una pérdida del mundo. Enfocarse en las víctimas es constituir un lugar de enunciación, ahí donde la violencia se produjo en la negación de sí misma y se continúa en el negacionismo. Nombrar a las víctimas no es por lo tanto enfocarse en las víctimas y en injusticias pasadas. Es enfocarse en el presente, en la reconstrucción de un mundo en el cual, de forma general, podemos reconocer daños. El enfoque en las víctimas habla del hecho de que la democracia no contiene el principio de su realización o terminación: solo puede construirse remitiendo a su fragilidad interna. No son entonces solamente los sobrevivientes de situaciones de pérdida y de dolores extremos aquellos que necesitan el estatuto de víctima —este estatuto incluso puede confinar en el dolor—: es la comunidad entera.

Mencioné que la designación de víctima puede ser dolorosa o puede confinar en el dolor. Creo que esto habla del hecho de que no somos solo seres políticos. Si sobrevivimos a situaciones dolorosas, es porque el dolor es siempre más grande que uno. El sufrimiento nos supera. Esta es la estructura del sufrimiento. Sufrir es padecer, no poder ser sujeto. Pero por esto mismo sufrir nos obliga a ser más que nosotros mismos. Porque el dolor me supera no me quedo en el dolor. Sufrir impide victimizarse y creo que por esto también hay algo incómodo, incluso violento, en ser encerrado en la situación de víctima. No se trata entonces de oponer sobrevivientes y víctimas como memoria y olvido. La memoria de la víctima, lo hemos visto, hace posible la reconstrucción de la comunidad; tiene una dimensión política imprescindible. La sobrevida de cada persona singular hace posible la reconstrucción de la vida, la posibilidad de vivir más allá del dolor, sin que esto signifique que el dolor es superado u olvidado (insisto sobre esto: no se trata de superar, sino de vivir con el dolor). Una persona sobreviviente no continúa en la vida como si la vida fuera dada. Produce condiciones de vida: la ritualidad o la cotidianidad que hace sustentable la vida.

Aunque la victimización es violenta, no se compara con la estructura negacionista de la violencia, que ha impedido a víctimas ser reconocidas como tales. Esta ausencia de reconocimiento de las víctimas no puede quedar en el olvido y no puede quedar impensada. Por esto, conmemorar no es tanto ver un pasado, sino estar ante un mundo recobrado y, a la vez, ante la fragilidad del mundo. Los nombres de las víctimas en un memorial no nos ponen ante su memoria, sino ante lo que hizo posible su aparición.

A propósito de este sobrevivir el dolor que propulsa más allá de la posición de víctima, hay una exposición que encontré extremadamente justa en el Centro Cultural La Moneda. Se trata de Vestigios. En una sala interactiva, el visitante puede relacionarse con seis mujeres cuya presencia es proyectada en una pared. El visitante puede escuchar las palabras de cada una de estas mujeres a través de un dispositivo instalado en su teléfono. Para esto hay que elegir escuchar. Es una iniciativa de quien entra en la sala. El visitante no está en una sala de museo para mirar, sino que toma la decisión de escuchar, y de escuchar a cada mujer de forma singular. A partir del momento en el cual escuchamos a cada mujer, uno siente la responsabilidad de llegar hasta el final. Se produce en la sala una interpelación. Esta exposición me ha parecido extraordinariamente justa porque permite experimentar un “punto de encuentro”, un espacio entre todos nosotros, un espacio que no abandona al testigo o al sobreviviente a su soledad y al visitante de la sala a lo que podría preservarlo en una mirada pasiva o incluso compasiva. Entrar en este espacio es escuchar desde el lugar en que el dolor, sin ser superado, implica la sobrevivencia, implica una palabra y una forma de vida que ya remite a más que al individuo encerrado en sí mismo. El sobreviviente ya ha creado un mundo y es desde este lugar que nos interpela y que lo escuchamos.

Inicié esta ponencia preguntando cómo podríamos olvidar gracias a la memoria o, más precisamente, cómo la memoria nos podría permitir ser sujetos nuevos, sin que esto signifique inmovilizarse en el olvido, en un olvido que podría ser innoble, además de ignorante de lo que nos hace partícipes de la producción de violencia. Esta diferencia entre la noción de víctima y la necesidad de sobrevivir abre una pista, sin dar una receta.

La noción de víctima apunta a la necesidad de reconstruir un mundo. Cincuenta años después del golpe de Estado, no se ha acabado el proceso de esta reconstrucción. Al contrario. Respecto de este proceso, me parece importante sugerir que las políticas dirigidas a las víctimas no las confinan en un dolor pasado, sino que construyen un mundo presente. No se trata de recordar solamente que la democracia es frágil, sino que es una tarea común, que implica cuestionar constantemente los marcos que nos constituyen como sujetos. Siguiendo esta vertiente, me parece que las políticas enfocadas en las víctimas no buscan reparar un daño como si las lesiones fueran cuantificables, sino promover posibilidades políticas. Hemos visto hace poco a la ministra Carolina Tohá en una celebración de titulación de familiares muertos (entre ellos su padre, José Tohá) o desaparecidos durante la dictadura. Se hizo una ficción o una proyección de su ceremonia de término de los estudios; algo que podría haber ocurrido en un pasado cobró presencia, marcó nuestro presente. Me parece que aquí la idea de reparación no está volcada al pasado. Al contrario, busca hacer posible un futuro de la memoria porque nos permite imaginar un presente. Aquí la imaginación nos levanta, articula recuerdos y nos sitúa en un porvenir que podemos desear (se habla mucho de la necesidad de imaginar un futuro; pero creo que antes debemos imaginar un presente). La forma en la cual conmemoramos depende entonces de la posibilidad de proyectarnos, de relacionarnos con un porvenir. Esta forma de articular, en una ceremonia pública, la política, la memoria, el presente y la imaginación, abre la posibilidad de una trasformación común. No se trata de un olvido que cierra los ojos para no leer, sino de uno que los abre para ver algo inaudito —o algo esperado. No se trata de un olvido relacionado con hechos, sino del olvido de lo que encierra en el presente.

La noción de sobreviviente no significa continuar solitariamente en la vida. No obedece a un requisito meramente individual o incluso egoísta. Se sobrevive con otros y otras, y estar con otros y otras implica tener un rostro, gestos de acogidas, no solamente formas de continuar en la vida sino formas de producirla. Si aún en el dolor sonreímos —como ocurre en la exposición Vestigios— es porque, aunque el dolor parece ser del orden de lo indecible, estamos llamados a estar en el mundo. Justamente porque el dolor es más grande que uno, no podemos meramente identificarnos con él, mimetizarlo. En situaciones de violencia política se derrumba el mundo, pero justamente porque el dolor nos excede no estamos encerrados en ese hundimiento. Es desde un mundo que podemos pensar el fin del mundo o la violencia como una máquina que destruye incluso las huellas de la destrucción. Viendo recientemente la exposición Vestigios, y también la magnífica película La memoria infinita, que relata el encuentro —tan humano y sensible— entre memoria y olvido desde la posición extremadamente dolorosa de un no poder olvidar el olvido, me ha parecido que lo que es memorable es este “punto de encuentro”, este mundo frágil, esta interpelación que surge de la punta del dolor, pero de un dolor que no puede permanecer encerrado en sí mismo. El dolor es inolvidable, pero la alegría, el surgimiento de un espacio entre nosotros, uno que nos relaciona, es memorable. Tenemos memoria porque tenemos mundo (el fin del mundo —la destrucción radical de marcos políticos— es el fin de la memoria). La memoria no es algo psicológico; es mundana. Depende de nuestra forma de anclarnos en un mundo. Por lo tanto, si el reconocimiento de las víctimas permite cierto olvido, porque permite reconstruir un mundo y permite proyección, la sobrevida permite anudarnos a lo único que es memorable: el mundo, la alegría de su surgimiento (el cual no está garantizado), la alegría de que puedan existir “puntos de encuentro”, los cuales nacen de la punta del dolor, no de su exclusión o negación.

Víctima y sobreviviente nos relacionan entonces con el requisito de construir un mundo, el mundo. En el primer caso se trata de un mundo político; en el segundo caso, creo, de un mundo ético, uno en la cual nos hacemos testigos unos de otros. En la exposición Vestigios la memoria que relata cada mujer proyectada en la pared es pública; pero el encuentro que se produce con cada relato es singular.

En este contexto, y volviendo a mi pregunta inicial, creo que, si hay que buscar una “gran salud”, como la llama Nietzsche, es donde tenemos una escucha por algo que no es la repetición de lo mismo sino la creación de sujetos únicos. La “gran salud” no puede ser la de individuos que buscan proyectarse en desmedro de la dimensión constitutiva de la memoria; o de una nación que pretende establecer el consenso, como si los hechos pudieran prescindir de la pregunta por lo que hace posible su percepción. Cuando se habla de “gran salud” o cuando se profesa el olvido sin articularlo a la memoria, hay un riesgo de entregarse al cinismo o a la negación. Estar aquí en este momento intenso, frágil, pero decidido (el Plan de Búsqueda es una decisión), me hace pensar que lo saludable implica o conlleva formas de hablarnos que permiten relacionar pasado y porvenir, y dónde la justicia no deja de ser una pregunta, una que nos cuestiona en nuestras formas de estar en el presente. Por ende, una que nos provoca y quizás también nos exige.

 

Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

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