Philip Hoare: “El mar se ha vuelto mi único consuelo”

El escritor británico de no ficción, conocido por su libro Leviatán o la ballena, se ha convertido en las últimas décadas en uno de los más destacados cronistas del mar, un cuerpo de agua que lo obsesiona y en el que nada a diario. “Es la cosa más grande en el planeta, animada, indiferente, aterradora. Yo me asusto cada vez que entro en él. (…) Es eterno, pero la víctima más profunda de nuestro dominio”, señala en esta entrevista llevada a cabo mientras escribía su volumen más reciente: Alberto y la ballena: Durero y cómo el arte imagina nuestro mundo.

por Graham Huggan y Pippa Marland I 17 Abril 2025

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Gran parte de tu trabajo parece jugar con las similitudes, no necesariamente físicas, con figuras cuyas vidas —mitad reales, mitad míticas— son usadas como pantallas en que proyectas tus propios deseos. ¿Estarías de acuerdo con esto?
Supongo que veo a mi yo imaginativo de esa manera y lo he hecho desde que era niño. Siempre era un indio, no un vaquero. Siempre me estaba vistiendo como otras personas: un superhéroe, un azteca, incluso siendo adolescente, como el starman [David Bowie]. Él fue simplemente la culminación de aquellos deseos, como si yo lo hubiese inventado a él, en vez de lo opuesto.

Los animales a veces también parecen actuar como pantallas de proyección: aves, por ejemplo, o más prominentemente, ballenas. Los mundos humano y animal se funden en tu obra: ¿Eso se debe a que en un cierto nivel deseas convertirte en animal, pese a que estás consciente de que los animales no humanos no son para nada como nosotros?
Bueno, yo pienso que los animales se parecen mucho a nosotros de maneras que no nos damos el trabajo de reconocer. Los vemos como un otro perfectible, simplificado, no confinado, a la gravedad en el caso de las aves, a la tierra en el caso de las ballenas. Ya que me siento rechazado por los humanos —al no tener familia o una relación cercana, no usar tecnología (autos, teléfonos, etc.), no ser parte de una comunidad—, irónicamente, regresar a mis orígenes suburbanos me ha permitido continuar con esto. Es como si preservar el jardín trasero de una casa pareada se volviera un último recurso, como un mar interior al otro lado de los setos, como si esta retirada solo tuviera una dirección, hacia otras especies.

Junto a esa noción —de que los animales no son como nosotros— está la sensación de que exceden cualquier significado o interpretación que podamos darles. Tú también has demostrado una aguda conciencia de ser, al mismo tiempo, examinado por esas criaturas: tal como intentas encontrarles un sentido, ellas tratan de buscar el tuyo. ¿Qué consecuencias tiene esta idea de la observación mutua en tu comprensión de los animales?
Creo en una especie de comunión con otras especies. No tengo más evidencia que la manera en que lo siento. Una ballena me ecolocaliza para poder describir lo que soy. Yo la ecolocalizo con mi conocimiento para hacer lo mismo. Nos percibimos mutuamente. Siento esto en la manera en que el agua intensifica los sentidos y provee una conexión física, verdadera, entre nuestros cuerpos. Es por eso que el mar se ha vuelto mi único consuelo, el único momento en que me siento real.

El ángel en Melancolía I de Durero es, pienso, un ser andrógino, atrapado entre estados, lo que es una de las fuentes de su dilema. Supongo que mi vida me ha vuelto melancólico. Mi madre me lo dijo. El primer niño al que amé me dijo que yo parecía un ángel en la sala de clases.

Las ballenas son vistas con melancolía en tu trabajo, en especial, aunque no exclusivamente, en Leviatán. ¿Te describirías como un escritor melancólico?
Ahora estoy escribiendo sobre Alberto Durero, atraído hacia su obra tanto por sus representaciones de animales —algunos que vio y otros que no— y la conexión con su representación de la melancolía (la que Sebald describe y reclama como un estado positivo, en lugar de mórbido). El ángel en Melancolía I de Durero es, pienso, un ser andrógino, atrapado entre estados, lo que es una de las fuentes de su dilema. Supongo que mi vida me ha vuelto melancólico. Mi madre me lo dijo. El primer niño al que amé me dijo que yo parecía un ángel en la sala de clases.

Una intensa talasomanía emerge en tu obra: un amor obsesivo por el mar, a la vez erótico y asediado por la conciencia de tu mortalidad, incluso por una especie de pulsión de muerte. En pocas palabras, ¿qué significa el mar para ti?
Es real, tangible, mortal. En El espejo del mar, Conrad dijo: “El mar no es un elemento navegable, sino un compañero íntimo”. Es testigo de mi desnudez, es sensual, una suspensión. Es lo salvaje al final de una calle. Un pasaje sin salida, que es también la apertura de todo lo demás. Es la cosa más grande en el planeta, animada, indiferente, aterradora. Yo me asusto cada vez que entro en él. Es un absoluto que siempre está presente, pero, a la vez, suele no estarlo. Es eterno, pero la víctima más profunda de nuestro dominio. Me parece que necesita a alguien que lo defienda. Es mi familia sustituta.

La confluencia de historia cultural e historia natural en tu trabajo es evidente de inmediato. ¿Qué diferencia hace reunir estas dos clases de historia, y qué podría decirnos sobre nuestra relación con el pasado?
La una no cancela a la otra. Ya lo sabemos a esta altura, ¿no? Como escritor me siento frustrado por la presión de mantenerme fuera de la historia. La restricción de la no ficción; de hecho, la negatividad de esa definición, como si fuera un arte menor que la ficción. Yo inicié mi carrera escribiendo biografías puramente como una extensión de mis disfraces. De volverme otras personas —gente más glamorosa, especial— al vestirme con los hechos de sus vidas. Me di cuenta de que es tan interesante, si no más, observar lo que eso le hace a uno. Pero también observar lo que se crea en esa fusión. Debo admitir mi lugar en este mecanismo fantástico, un proceso onírico. Los hechos de la historia natural no son más o menos inciertos que los de la naturaleza humana. Lo que me fascina es lo que yace entremedio.

En El espejo del mar, Conrad dijo: ‘El mar no es un elemento navegable, sino un compañero íntimo’. Es testigo de mi desnudez, es sensual, una suspensión. Es lo salvaje al final de una calle. Un pasaje sin salida, que es también la apertura de todo lo demás.

En El alma del mar escribes que mientras le dabas la mano a Stephen Tennant estabas “consciente de lo que se estaba traspasando entre nosotros: un mundo secreto y toda la gente que nunca he conocido”. La idea de los “seis grados de separación” parece especialmente aplicable a tu obra, ya que en cada giro revelas sincronías extraordinarias que ligan a personas separadas por el tiempo y el espacio. ¿Cómo se siente toparse con (o quizás elaborar) conexiones tan inesperadas?
Al darle la mano a Stephen yo estaba conectado físicamente con su amante, Siegfried Sassoon, quien fue amante de Wilfred Owen, quien fue íntimo de Robbie Ross, quien fue amante de Oscar Wilde. Ser queer y no reproducir los propios genes físicamente es contrabalanceado por una reproducción cultural, que pasa de mano en mano. Es una manera de asegurar una identidad propia que el mundo hétero busca oscurecer o ignorar o prohibir. Los cambios de forma de Virginia Woolf y Herman Melville se conectan más vívidamente que si de alguna manera hubiesen estado emparentados genéticamente. Nos atrae lo que se asemeja a nosotros mismos. El animal está libre de legislación y restricciones, y así se convierte en un otro magnético, otro modelo de comportamiento no humano.

Escribir sobre ballenas, por ejemplo, implica ser de manera irrevocable parte de la historia, de la narrativa, porque sabemos tan poco sobre ellas, pese a lo mucho que se nos parecen, o viceversa. Esta historia no concluye con las fechas de nacimiento y muerte de un estudio biográfico, sobre todo porque las grandes ballenas tienen una longevidad que va mucho más allá de la nuestra. Su ocupación de un ambiente ajeno las vuelve la encarnación última de una naturaleza queer. En especial, porque se definen mediante sus apegos emotivos —como individuos colectivos—, pueden ser más emocionalmente maduras que nosotros, ya que exhiben comportamientos sociales que no se definen por la heteronormatividad —o la homonormatividad, para el caso.

Has dicho en un par de puntos diferentes de tu obra que “la naturaleza es queer”. ¿Cómo influye esa noción de queerness —casi siempre presente, pero tan raras veces aceptada o reconocida— en tu propio trabajo?
Por supuesto que la naturaleza es queer, porque otras especies cambian de forma y de sexo. La definición decimonónica del homosexual fue balanceada por los “amantes de la naturaleza” que buscaban refugio en el mundo natural —Percy Shelley, Melville, Edward Carpenter, Thoreau, Whitman, Wilde (el primer nadador salvaje)—, al escapar de la categorización industrial de la gente para poder organizarse. De ahí el retiro de Derek Jarman a Dungeness. La persona soltera —mujer u hombre— no se ve desafiada en el ambiente natural. Uno ahí no está separado, sino entero. La semana pasada un joven estudiante mío escribió un maravilloso fragmento de memoria en que aludía a su sexualidad y se pronunciaba “puro y completo” (no definido por lo que la gente presume que ha hecho con su pene). Para mí, esa es una frase hermosa, trascendente.

Wilde escribió sobre la costa de utopía hacia la que siempre hemos querido zarpar. Como las estrellas vistas desde la alcantarilla. Como el hombre que cayó a la Tierra y a mi jardín. Si no creemos que podemos cambiar, ¿cuál es el punto?
Estoy pensando en cambiarme el nombre a Oceanus.

Parte de tu obra —El mar interior, por ejemplo— tiene un alcance global, pero otros trabajos parecen más transatlánticos, tanto en su sensibilidad como en su rango de referencias. ¿Puedes comentar esto?
De adolescente odiaba que me dijeran que “viajar te abre la mente”. Yo decía que causaba lo contrario. Hasta mis 30 casi no había salido del país. Mi descubrimiento de América —en particular Estados Unidos, en particular Nueva Inglaterra— me propuso una manera enteramente distinta de ser. Yo podía ser alguien más, sin toda mi carga personal. Me sentí mucho más aceptado como artista. Es por eso que haber conocido a Pat de Groot, mi musa marina / la dueña de la casa que arrendé en Provincetown —sobre quien escribí en El alma del mar— fue tan importante. (Es extraño notar que se podría decir que mi padrino literario fue John Waters, tal vez una de las figuras queer más notables de EE.UU., quien fue el primero en invitarme a Provincetown luego de que reseñó mi primer libro para The New York Times y estableció mi carrera allí, y quien fue responsable de mi renacimiento ballenero). Fue cruzar el Atlántico lo que me empoderó, como si hubiera absorbido la energía del océano a medida que pasaba sobre él. Es casi como si hubiese ido a la luna. Es la razón por la que Melville se volvió tan importante para mí. Él me llevó ahí, a través de Billy Budd, a las ballenas, luego a Moby Dick, y de vuelta a mi amor infantil por los animales y mi temeroso amor por el mar. Las conexiones entre la historia natural y humana casi parecen inventadas en retrospectiva. En 1609, Stephen Hopkins navegó desde Southampton en el Sea Venture, que naufragó en Bermuda e inspiró La tempestad de Shakespeare (una obra que tiene mucho que ver con la naturaleza queer, tal vez su fábula fundacional); en 1620, Hopkins regresó a Southampton (cuyo conde era el amante del dramaturgo) solo para navegar de vuelta, en el Mayflower (su hijo, Oceanus, nació durante la travesía), a Provincetown…

Hay una hebra utópica en tu trabajo, también una veta rebelde, y las dos se reúnen en las historias que cuentas sobre hombres y mujeres extraordinarios, quienes emprendieron la búsqueda de mundos alternativos o de plano intentaron (e inevitablemente fracasaron en) escapar del mundo, solo para caer de vuelta a la Tierra. ¿Qué tan importante es el pensamiento utópico para ti, y qué dice sobre las posibilidades de cambio?
El cambio es mi utopía. El punk, que definió en gran medida mi actitud y me permitió vivir bajo los preceptos establecidos por el starman, es en esencia un impulso utópico; aunque, irónicamente, mi conciencia política, engendrada por el punk, también me hizo virulentamente antiestadounidense —al punto de que me negaba a usar blue jeans— hasta que llegué ahí. (Todavía me niego a usar blue jeans). Estados Unidos retiene, contra toda probabilidad, su origen utópico (pese a ser también su opuesto exacto). Es un ejercicio de ser. Aunque por supuesto que como lugar de veraneo para los pueblos pequot, nauset y wampanoag, la bahía del Cabo Cod también era una especie de utopía. Puede que sea por eso que atrae al indio que hay en mí. Wilde escribió sobre la costa de utopía hacia la que siempre hemos querido zarpar. Como las estrellas vistas desde la alcantarilla. Como el hombre que cayó a la Tierra y a mi jardín. Si no creemos que podemos cambiar, ¿cuál es el punto?

Estoy pensando en cambiarme el nombre a Oceanus.

 

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Entrevista publicada en el sitio Land Lines Project, en marzo de 2019. Se traduce con autorización del entrevistado y los autores. Traducción de Sebastián Duarte Rojas.

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