Derogatorio en su prognosis (“si ha de haber un futuro habitable y compartido en nuestro planeta, será un futuro desconectado”, dice de entrada en Tierra quemada) y, por momentos, más bien determinista (en 24/7 adhiere a la máxima weberiana de que el capitalismo tocará “su fin con una petrificación mecanizada”, en alusión a hacia dónde nos estaría llevando la racionalidad técnica), el pensador estadounidense desmenuza con tono sombrío, pero persuasivo, las disfunciones de nuestro presente.
por Juan Íñigo Ibáñez I 21 Abril 2025
En Tierra quemada: Hacia un mundo poscapitalista, Jonathan Crary presenta el diagnóstico de un tiempo ya “sin tiempo” en el que las operaciones del “complejo internet” —en alusión a los orígenes militares de la World Wide Web—, pese a su aparente inmaterialidad, estarían completamente alineadas con el paradigma “paleo técnico de extracción de recursos” que está destruyendo al mundo. El quid de la crisis ecosocial contemporánea radicaría, a su juicio, en que algunos patrones cíclicos, indispensables no solo para la regeneración de la tierra, sino también todo lo profundo y duradero —sueño, praxis, vida activa—, serían incompatibles con los ritmos, velocidades y formatos de consumo que el tecnocapitalismo demanda.
Desde la semipenumbra de un mundo agrario que comenzaba a extinguirse, un hombre observa una fábrica iluminada artificialmente emergiendo, a lo lejos, en el amanecer de una nueva relación abstracta entre tiempo y trabajo que el pintor Joseph Wright plasmó en su cuadro de 1782, “La hilandería de algodón de Arkwright durante la noche”.
En él, Jonathan Crary ve la anticipación de la “disyuntiva espectral” que hoy habitamos: un tiempo homogéneo, que no se detiene, desligado ya de las temporalidades cíclicas de la naturaleza, y que el “complejo internet” —esa aniquilación del espacio por el tiempo que Marx predijo sería indispensable para la instauración de un mercado global—, estaría llevando, más de doscientos años después, a su pináculo, con una dependencia de combustibles fósiles para la construcción de torres de servidores y una refrigeración en cada unidad que consume, a diario, millones de litros de agua.
“La posibilidad misma de que exista una ‘era digital’ requiere de la expansión de estas destructivas prácticas industriales hasta extremos de sometimiento mundial”, apunta. “La consecuencia del mundo 24/7 es la tierra quemada”.
Una tierra despojada de su color y reducida a un estado de desnudez tal que ha perdido su capacidad para regenerarse también es, para él, metáfora de cómo las personas, inmersas en verdaderas “arquitecturas inmateriales de separación”, estarían perdiendo su capacidad de estar y trabajar con otros, de mirarse a la cara. El deterioro del entorno vendría entonces, para él, acompañado de un extrañamiento de la percepción que, al afectar nuestra comprensión corporal del mundo y de sus ritmos —o al no tener, como dice Crary, una “inmersión cinestésica en los ambientes vivos”—, conllevaría un verdadero break down de la sociedad civil, una neutralización casi por diseño para dar una respuesta política a los retos globales que atravesamos.
Producto de la urgencia de la crisis ecológica y el creciente impacto socioambiental que las tecnologías digitales generan, Crary no oculta que, en los últimos años, se ha visto obligado a cambiar la jerga académica (desde hace veinte años ocupa la cátedra Meyer Shapiro de Arte Moderno y Teoría en la Universidad de Columbia), por una retórica más cercana a la del panfleto político norteamericano.
Formado con un Bachelor Of Fine Arts en el San Francisco Art Institute antes de decantarse por la teoría y doctorarse en Historia del Arte, ha dicho que revelar en el cuarto oscuro fue crucial para decidirse a estudiar, años después, los efectos en la sensibilidad de las tecnologías que utilizamos. Contra la especialización, sus libros conjugan estudios de cuadros de Turner, fragmentos de Philip K. Dick o de Conrad y teoría crítica e historia de la óptica o de los medios, haciendo de todas esas disciplinas que convergen en el análisis de la visualidad, una particular ars combinatoria.
El suyo es un proyecto de largo aliento dedicado a examinar cómo nuestra experiencia perceptiva se estaría transfiriendo a las necesidades y valores de un capitalismo altamente flexibilizado, que pone en circulación lenguajes, imágenes e informaciones, así como en hacer una crítica radical a la uniformidad y supuesta inevitabilidad de las tecnologías que utilizamos.
Ganador en 2001 del Lionel Trilling Book Award por su ambicioso Suspensiones de la percepción, su pensamiento se alinea con el de aquellos filósofos europeos críticos con las consecuencias del largo proceso de modernización de Occidente —Henri Lefebvre, Guy Debord, Franco Berardi, Bernard Stiegler— que, desde la segunda mitad del siglo XX hasta ahora, han venido advirtiendo sobre cómo los ritmos, velocidades y formatos a los que estamos expuestos reconfiguran la experiencia del tiempo, para hacer del trabajo y del consumo ocupaciones sin restricciones ni horario.
Especialista en los orígenes de la cultura visual contemporánea con especial interés en la variabilidad histórica de la atención, su primer libro, Técnicas del observador, es un erudito ensayo sobre el giro que permitió, durante la segunda mitad del siglo XIX, la aparición del espectador moderno. Sus últimos trabajos, marcadamente más polémicos y políticos, son una suerte de crítica estético-ética a cómo las formas sociales estables y duraderas que sostienen las texturas rítmicas y periódicas de la vida humana, con el sueño como principal metáfora de la durabilidad de lo social, resultan incompatibles con los protocolos en línea a los que nuestras vidas se estarían acoplando.
Si los situacionistas buscaron desvincular el deseo del imperativo de consumo cultivando la inutilidad de la deriva, en 24/7: El capitalismo tardío y el fin del sueño, Crary sostiene que, pese a la ilusión de libertad que estos entornos digitales generan, en plataformas altamente deslocalizadas y diseñadas para ser “la quintaesencia del libre mercado desregulado”, no habría ambigüedad ni nomadismo posible, sino más bien una calculada competencia por subsumir nuestra atención en un incesante flujo inmaterial de bienes y servicios.
El espectáculo que Guy Debord identificó a mediados de siglo XX, extendiéndose con el surgimiento de la televisión e inmiscuyéndose en los aspectos más íntimos y cotidianos de la vida, sería ya “integral”. Habitamos, a juicio de Crary, un mundo “totalmente iluminado”, en que el tiempo privado del profesional, el trabajo del consumo, se habría ya disuelto, pero en el que el sueño —menospreciado por Descartes, Hume y Locke, relegado a la esfera de la irracionalidad primitiva por Freud y, ahora, pasible de ser objetivado por los transhumanistas—, constituiría uno de los últimos umbrales de la experiencia humana que “aún no han sido invadido o convertido en tiempo de trabajo, de consumo o de marketing”.
Pero si el dormir aún incrusta en nuestras rutinas las oscilaciones rítmicas de la luz y la oscuridad, la actividad y el descanso, el trabajo y la recuperación “que se han erradicado o neutralizado en los demás ámbitos”, no por nada, en los últimos años se ha buscado maximizar a través de diversos experimentos neurológicos el tiempo de vigilia en soldados. “Cuando ves algo en Netflix y te enganchas, te quedas despierto hasta tarde”, declaró en 2017 el cofundador de Netflix, Reed Hastings, a The Guardian: “Estamos compitiendo contra el sueño”.
Pese al aciago panorama que Crary traza —el de un mundo sin tregua ni pausa en que el “yo” permanece continuamente externalizado—, en Tierra quemada estima “levemente exagerado” el clamor de algunos activistas contra el capitalismo de vigilancia, referido al mal uso de la minería de datos o violación a la privacidad. Las “exigencias de secretismo, anonimato, encriptación y cortafuegos” que algunos reclaman, además de no apuntar al meollo del asunto —pues de facto, dice, “jamás habrá privacidad en internet”—, reforzarían, a largo plazo, aquella tendencia a fragmentar lo social en una miríada de subjetividades solitarias.
Lo que estaría en juego con la aplicación de herramientas como la biometría facial, el seguimiento ocular o la denominada informática afectiva, antes que el robo de datos a individuos particulares, es nuestro habituamiento casi completo a sistemas que se valen de la gestualidad para identificar regularidades y establecer patrones, como un accesorio más para el entrenamiento de máquinas o el procesamiento de datos. “El habla —dice— se procesa para ser transformada en información conductual y las voces robóticas se construyen de tal forma que simulen interacciones emocionales con los usuarios, al tiempo que se van actualizando continuamente para parecer más ‘agradables’ y ‘dignas’ de confianza”.
Por eso, y a riesgo de ser acusado de romántico o antimoderno, Crary ha dicho que preocuparse de las propiedades meramente formales de las imágenes digitales, desligando lo estético de lo ético, es “evadir” la subordinación de estas a un amplio campo de operaciones y requisitos no visuales, como las avanzadas técnicas de seguimiento ocular dirigidas a escanear, persuadir o irradiar la mirada, que harían que el ojo pierda, progresivamente, “su naturaleza huidiza o su autonomía”.
Junto a la exposición a colores sintéticos y la electroluminiscencia de las pantallas, eso estaría produciendo un “anestesiamiento” general de nuestras facultades o, “incluso nuestras motivaciones, para ver, de cualquier forma, cercana o sostenida, los colores de la realidad física”.
Distanciándose así de la “ominosa” tesis de la manipulación conductual o de que estemos cerca de parecernos a las máquinas, lo que a este teórico le preocupa es cómo, con “la desposesión y la instrumentalización del rostro, la voz y la mirada” a través de la biometría facial o las avanzadas técnicas de marketing que rastrean los movimientos de los ojos, lo que se estaría perdiendo es el tejido íntimo que sostiene lo interhumano, nuestra comprensión corporal del mundo y de sus ritmos.
No se trata, por supuesto, de una exposición a condiciones “de brillo literal”, sino de una inmersión en interfaces continuas, y en varias pantallas, que reducen “formas polivalentes y de larga duración” de intercambio social a secuencias habituales de solicitud y respuesta, y que junto a las técnicas de autogestión y personalización que las redes sociales demandan, estarían generando una “atrofia general de la paciencia” y del respeto esenciales para la democracia directa.
En esas horas en línea, sugiere Crary, el tiempo embota y nunca pasa, “más allá de las horas del reloj”, impidiendo replegarnos, recuperar esa oscuridad necesaria —o ese equilibrio rítmico entre agotamiento y regeneración— que tanto el sueño como la reflexión permiten, y que Hannah Arendt identificó como indispensable para la efectividad de una vida política. “[En el tiempo online] hay interrupciones —apunta—, pero no son intervalos en los que se pueda cultivar o sustentar algún tipo de contraproyecto o corriente de pensamiento”.
Derogatorio en su prognosis (“si ha de haber un futuro habitable y compartido en nuestro planeta, será un futuro desconectado”, dice de entrada en Tierra quemada) y, por momentos, más bien determinista (en 24/7 adhiere a la máxima weberiana de que el capitalismo tocará “su fin con una petrificación mecanizada”, en alusión a hacia dónde nos estaría llevando la racionalidad técnica), Crary desmenuza con tono sombrío, pero persuasivo, las disfunciones de nuestro presente —la hiperrealidad de las horas en línea, la incertidumbre de habitar un ecoesfera degradada—, capturando su atmósfera suspendida, a la espera de lo que emerja de ese claroscuro donde lo viejo muere y lo nuevo no termina de nacer.
Tierra quemada, Jonathan Crary, traducción de Beatriz Ruiz Jara, Ariel, 2022, 176 páginas, $7.900 (ebook).