Sin fricción, sin tacto, sin roce

Estallido social, pandemia, narcotráfico: en los últimos cinco años la sensación de inseguridad ha irrumpido en la vida de chilenas y chilenos de manera inusitada, al punto de que la ciudad se va convirtiendo, poco a poco, en un lugar de separación y aislamiento. La cultura del miedo reduce la libertad individual y vuelve cada vez más difusa la noción de espacio público, plantea la autora de este artículo. “Al abrazar la seguridad individual —afirma—, es la ciudad misma la que se termina rechazando”.

por Alejandra Celedón I 14 Enero 2025

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El miedo al otro conduce a la muerte de la ciudad. Según un estudio realizado en marzo de este año por la empresa de investigación de mercados Ipsos, sobre factores de inseguridad y violencia en Chile, seis de cada 10 mujeres han dejado de salir por la inseguridad en los espacios públicos. Para algunas, estos espacios representan una fuente de peligro, percepción de que solo ha crecido desde 2020. El informe revela que el 90% de las mujeres se siente insegura al caminar de noche hacia su casa, el 78% experimenta inseguridad en el transporte público, el 77% se siente insegura al salir de su casa hacia el trabajo o estudios y el 74% en eventos o lugares como bares, discotecas o conciertos. En cuanto a las posibles causas, la encuesta apunta a las bandas criminales organizadas, a la falta de control en las fronteras y al narcotráfico como las principales fuentes de los problemas de seguridad pública en la ciudad. Los resultados también revelan que la inseguridad en espacios públicos afectaría a todas las mujeres, “independientemente de su zona de residencia, edad o nivel socioeconómico”.

Ante este miedo que no distingue clases ni barrios (pero sí género), los términos “espacio público” e “inseguridad” se vuelven peligrosamente homólogos. La ciudad se cubre de un manto amenazante que limita la vida, disminuye las condiciones de posibilidad de sus ciudadanos y estrecha los lugares de interacción con otros. Lógicamente, los medios de comunicación (y las encuestas) juegan un papel crucial en la construcción y amplificación de estas percepciones. Otro estudio —realizado por la USS y publicado por El Mercurio en junio— afirma que siete de cada 10 ciudadanos viven con permanente temor, mientras que Paz Ciudadana aumenta la cifra: nueve de cada 10 chilenos sienten miedo. Un temor que surge, según esta fundación, por un cambio morfológico en la criminalidad en Chile que ha vuelto los delitos más violentos y desproporcionados que en el pasado: “secuestros extorsivos, homicidios, descuartizamientos, sicariatos, encerronas, portonazos, narcotráfico” abundan en las notas de prensa de los medios impresos y digitales del país. La cobertura constante de hechos delictivos y la narrativa mediática en torno a la criminalidad contribuyen a la construcción de un ambiente de desconfianza: es difícil no sentirse atemorizado después de estar expuesto de forma constante, directa o indirectamente, a tales relatos.

Independiente de si este temor se condice o no con los hechos concretos, su existencia tiene consecuencias inmediatas. La realidad mediática afecta las subjetividades y crea una barrera invisible, pero poderosa, que fragmenta y desmiembra lo común. En última instancia, la ciudad, que debería ser un espacio de encuentros, se convierte en un lugar de separación y aislamiento. La cultura del miedo impone límites físicos y simbólicos, muros tangibles e invisibles en la ciudad. Este fenómeno puede ser atribuido a circunstancias puntuales (como el aumento de bandas criminales del narcotráfico), pero también se explica en procesos sociales y urbanos más extendidos. Algunos recientes, otros históricos.

El mismo miedo que selló la experiencia urbana en las revueltas sociales, impuso luego en la pandemia una forma de alarma vinculada a la enfermedad y la muerte. Esa alarma permitió administrar los cuerpos, pero limitó la promesa de libertad de sus ciudadanos. En ambos extremos el miedo tuvo como foco los cuerpos en el espacio: desde las agrupaciones multitudinarias en las calles, las aglomeraciones y las marchas masivas, la ciudad presenció, sin transición alguna, el alejamiento activo y la prohibición de contactos entre sujetos.

Los últimos cinco años han sido un período particularmente agitado para Santiago. La secuencia de dos eventos indelebles, como el estallido social y la pandemia del covid, forzó a dos extremos de la experiencia urbana en apenas unos años. La ciudad agitada por las protestas y aglomeraciones dio paso (sin ninguna pausa mediante) a una ciudad suspendida, sitiada por la enfermedad y la muerte. Ambos polos ejemplifican cómo la ciudad es capaz de encapsular y catalizar el temor. En el primer caso, a pesar del empoderamiento colectivo presenciado en las calles, la ciudad fue el escenario del miedo y la violencia. Por un lado, estuvimos inundados de una violencia simbólica, alimentada por injusticias y desigualdades históricas manifestadas en las calles de la ciudad. Pero la ciudad también fue arena de violencia explícita expresada en los disturbios, daños materiales, abusos policiales y violencia a los derechos humanos. La ciudad se volvió un territorio en donde el derecho a movimiento y reunión de sus ciudadanos fue limitado, tanto por el aparato estatal como por los propios manifestantes. La propia violencia (simbólica y efectiva) trazó una división punzante entre quienes la aprobaron o rechazaron.

El mismo miedo que selló la experiencia urbana en las revueltas sociales, impuso luego en la pandemia una forma de alarma vinculada a la enfermedad y la muerte. Esa alarma permitió administrar los cuerpos, pero limitó la promesa de libertad de sus ciudadanos. En ambos extremos el miedo tuvo como foco los cuerpos en el espacio: desde las agrupaciones multitudinarias en las calles, las aglomeraciones y las marchas masivas, la ciudad presenció, sin transición alguna, el alejamiento activo y la prohibición de contactos entre sujetos. El miedo permitió depositar en los cuerpos la amenaza latente del contagio. Así, cualquier intensidad urbana o fricción fue radicalmente interrumpida y prohibida con la fuerza de la ley. Recluidos al ámbito doméstico, la casa tuvo que absorber todas las funciones de la ciudad: el trabajo, la entretención, la educación, todo fue superpuesto en unos pocos metros cuadrados, menos la sociabilidad. El confinamiento desdibujó nuestras nociones de vida pública, y la ciudad abandonada devino en un potencial territorio de peligro, una vez más.

Espacio público” e “inseguridad” ya no aparecen como sinónimos evidentes, propios del aumento criminal que describen encuestas y medios de prensa, sino también como resultado de estos dos procesos culturales superpuestos: el primero político y social, el otro sanitario y ambiental. La percepción de inseguridad ha aumentado no solo por los índices de criminalidad, sino también por cambios en la dinámica social y la gestión del espacio público. Que la seguridad sea la primera prioridad y el miedo su condición sine qua non es también consecuencia directa de la tradicional restauración conservadora, resaca de fenómenos políticos intensos que han polarizado a la sociedad.

El proyecto moderno del siglo XX buscó el modelo contrario al contacto gregario de la matriz de habitaciones interconectadas. Alexander Klein, en 1929, dibujó la ‘Casa funcional para una vida sin roce’ como modelo para una vida ascética, contraria a los contactos sensuales que describió Evans: en diagramas de flujos separó circulaciones entre géneros, entre habitantes y visitantes, entre usos privados y usos públicos.

Esta polarización ha llevado a una narrativa en la que la seguridad se convierte en panacea. Las políticas de seguridad basadas en el miedo tienden a militarizar las ciudades, incrementar la vigilancia y reducir la libertad individual en medio de autos blindados, condominios exclusivos y barrios cerrados con seguridad privada. La seguridad se alimenta de la idea de que la ciudad ha sido perdida y que hay que recuperarla (con efectos totalmente adversos). La experiencia urbana termina por desaparecer cuando lo que prima es la violencia, la inseguridad y el miedo. Al abrazar la seguridad individual, es la ciudad misma la que terminamos rechazando.

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El miedo ha sido un motor histórico de la ciudad. La relación entre los cuerpos ha sido mediada y administrada por la arquitectura de la ciudad, mientras que las formas en que cada cultura concibe y conceptualiza los cuerpos y sus roles determinan la construcción y organización de las ciudades. Estas dinámicas son trazadas por Richard Sennett en su obra Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. El libro narra la historia de la ciudad a través de la experiencia corporal, y devela cómo las diferencias sociales y de género han sido moldeadas por el entorno urbano y cómo, a su vez, estas han dado forma a la urbe. Examina cómo la división tradicional de roles entre hombres y mujeres ha influido en la forma en que interactúan con la ciudad y cómo son percibidos en ella. Las ciudades separan y juntan, excluyen e incluyen, divisiones que influyen en la experiencia individual y colectiva de la vida urbana, así como en la formación de identidades y relaciones sociales. Cuando lo público está restringido para el género femenino (por ejemplo, a través del miedo), retrocedemos a la Antigua Roma, donde la “sangre fría” de las mujeres estaba relegada al ámbito de lo privado, y la “sangre caliente” de los hombres al espacio público. Sennett utiliza esta metáfora para describir dos formas opuestas de interacción humana en la ciudad. La “sangre fría” de las mujeres relegada al ámbito doméstico, representa una actitud distante y calculadora hacia los demás, mientras que la “sangre caliente” de los hombres en lo público implica una emocionalidad y conexión entre sujetos. La interacción entre los cuerpos en el entorno urbano, así como las desiguales relaciones sociales y culturales que se desarrollan en el contexto de la ciudad son una materia histórica aún persistente, todavía pendiente.

Unos años antes de Carne y piedra, Robin Evans observó en el ensayo “Figuras, puertas y corredores” el surgimiento moderno de la idea de privacidad como un cambio radical en la relación con los otros, que se extendería desde la arquitectura a la ciudad misma. La invención de un elemento tan común como el corredor representó concretamente este nuevo paradigma de relación entre cuerpos: “Cuerpos dóciles”. Anteriormente, durante el alto Renacimiento italiano, los palacios tenían plantas de habitaciones interconectadas en enfilade, lo que obligaba a sus ocupantes a atravesar una habitación para llegar a otra. Este cambio arquitectónico que Evans retraza mirando las plantas de los edificios, sumado a las representaciones artísticas de la época, son evidencia de un cambio de sensibilidad hacia los otros: los encuentros casuales entre habitaciones y el roce entre los cuerpos eran considerados deseados en una sociedad que valoraba la presencia, el gregarismo y el contacto físico. La posterior eliminación de puertas entre salones, y el diseño de pasillos desde los cuales conectar y vigilar eficientemente todos los recintos, pusieron en marcha (y también son reflejo de) una transformación social y cultural que controló el contacto entre cuerpos e intentó eliminar —por incómoda— toda presencia de otredad.

Galerías primero y malls después, primero condominios y luego suburbios completos, parques enrejados con accesos controlados y cámaras de vigilancia, espacios privados de uso público, autopistas pagadas que reducen los tiempos de traslado para alejarse lo más posible de la ciudad: tipologías de administración del miedo.

El proyecto moderno del siglo XX buscó el modelo contrario al contacto gregario de la matriz de habitaciones interconectadas. Alexander Klein, en 1929, dibujó la “Casa funcional para una vida sin roce” como modelo para una vida ascética, contraria a los contactos sensuales que describió Evans: en diagramas de flujos separó circulaciones entre géneros, entre habitantes y visitantes, entre usos privados y usos públicos. Ya sin intercambios indeseados, la vida doméstica se transformó en la unidad mínima de construcción ideológica para la ciudad completa. Primero, mediante conceptos como la zonificación y la distribución eficiente de los flujos de circulación, pero luego a través de nuevas tipologías que avanzado el siglo XX propusieron una versión controlada y vigilada de lo público. Galerías primero y malls después, primero condominios y luego suburbios completos, parques enrejados con accesos controlados y cámaras de vigilancia, espacios privados de uso público, autopistas pagadas que reducen los tiempos de traslado para alejarse lo más posible de la ciudad: tipologías de administración del miedo. En su conjunto estas infraestructuras y tecnologías construyen la fantasía de una ciudad segura: una imitación pálida de lo urbano. Siguiendo a Orwell en 1984, la imagen de la “ciudad del miedo” es la distópica Airstrip 1, provincia sumida en la vigilancia. El deseo apagado de una vida sin roce es un rechazo a la ciudad, y eventualmente, una negación a cualquier forma de comunidad política. La vida urbana y la vida política son con fricción: con choques y conflictos, pero también tactos y roces.

La cultura del miedo que aleja principalmente a mujeres, pero también a hombres, del espacio público, conlleva eventualmente la muerte de lo urbano. Si la ciudad debiera juntar lo que la sociedad divide, el temor y la inseguridad es la precondición para su opuesto radical: una ciudad archipiélago de islas amuralladas, vigiladas día y noche. Entre autos blindados y alambres de púas, el paisaje urbano de castas fragmentadas y barrios segregados seguirá compartiendo en común el miedo.

 

Imagen de portada: “Casa funcional para una vida sin roce” (1928), de Alexander Klein.

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