El sueño de la razón produce monstruos

Trump, Steve Jobs, Milei, Peter Thiel (inventor de PayPal) y muchos CEOS de Silicon Valley se cuentan entre los seguidores de Ayn Rand, escritora rusa que se radico en Estados Unidos tras la revolución comunista y que luego devino en filosofa fundamental para el libertarismo. En vez de decir que ningún hombre es una isla, el verso de John Donne que sirvió como lema contra el Brexit, los randianos piensan que todos podemos ser islas.

por Marcela Fuentealba I 15 Septiembre 2025

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Cuando Elon Musk dice que la empatía es la gran debilidad de la civilización occidental, o Margaret Thatcher que no existe algo como la sociedad, o Javier Milei que el socialismo es el cáncer de la humanidad, citan a Ayn Rand (1905-1982), novelista y filósofa ruso-estadounidense que ganó fama desde la década de 1940 como apóloga del egoísmo, la razón individualista y capitalista contra la religión, lo social y el altruismo. Amiga de Alan Greenspan —el todopoderoso director de la Reserva Federal entre 1987 y 2006—, es la teórica de fondo del neoliberalismo de los 80, acelerado hoy por los oligarcas digitales, para que cada cual sea libre de ser egoísta, rico y feliz. Quizá sus herederos, tan distintos a los héroes de sus distopías, le darían rabia y usaría su respectivo lenguaje agresivo.

No es agradable de leer: siempre va a un adversario y se expresa con desdén. Así es su cuarta novela, la primera de amplio éxito, El manantial (1943), sobre el arquitecto Howard Roark, hombre de sólidos principios y tan determinado a seguirlos que se enfrenta a una serie de segundones —“second-handers”, influenciables y débiles—, a quienes desprecia porque no comprenden sus rascacielos únicos; su leitmotiv es que “el ego es el manantial del progreso humano”. Fue rechazada por una decena de editores; la crítica la consideró acartonada, larga e inconducente.

En 1957, Rand se consolidó con La rebelión de Atlas, distopía protagonizada por el millonario John Galt, líder de un grupo de exitosos que, agobiados por las imposiciones estatales, se retiran a un valle escondido para vivir en libertad absoluta, lejos de la rémora de los pobres y los débiles. Galt explica en largos párrafos su filosofía, el “objetivismo”, que desde entonces sería la bandera de lucha de Rand. Vendió millones de copias, nunca más escribió ficción y se dedicó a difundir esa filosofía: un hombre debe seguir su individualidad racional sin medir las consecuencias, o más bien, las consecuencias siempre son éticas si son fieles a su razón personal.

La rebelión de Atlas fue fundamental para generaciones de estadounidenses (en una encuesta sobre los libros más impactantes quedó después de la Biblia), y gente como el presidente Trump, Steve Jobs, muchos CEOS de Silicon Valley o el gurú de Uber han dicho que es una obra que los inspiró profundamente. Un ejemplo es Peter Thiel, inventor de PayPal y financista de Facebook, que invierte en IA, en prolongación de la vida y en seasteading; esto es, crear propiedades privadas en las aguas internacionales, independientes de los gobiernos: islas flotantes con sus propios cruceros, plantas de combustible, etcétera (todavía no existe ninguna).

Si se lee como libro de filosofía, de inmediato se nota que las bases de tal propuesta son ampliamente discutibles; de partida, suponer que la ética general sea falsa y fracasada; luego, es evidente que Rand ha leído poca filosofía, menos ética. De hecho, confiesa en una entrevista televisiva en 1959 que solo le interesa Aristóteles. (…) Es preanalítica. Más que filosofía, parece un libro de autoayuda para la autoestima.

En vez de decir que ningún hombre es una isla, el verso de John Donne que sirvió como lema contra el Brexit, los randianos piensan que todos podemos ser islas. En Inglaterra hay muchos seguidores entre los Brexitboys. Su propuesta es “ellos o nosotros”: la fuerza de la vida propia contra la debilidad de la muerte ajena.

Rand era atea, antirreligiosa, pro toda libertad, del aborto a la usurpación; contra Palestina, contra el comunismo, contra la sociedad de bienestar. A los hombres poderosos que siguen sus preceptos —siempre viriles, nunca femeninos: en sus novelas las mujeres aparecen en triángulos y son objeto de sexo duro; Rand aceptó a los homosexuales, pero no le gustaban— no les importa si sus actos destruyen al otro, porque la ética de sí mismos siempre es superior: es “racional”. Los visionarios nunca se deben sacrificar por nadie.

“No es difícil entender por qué Rand atrae a los billonarios”, escribe el periodista Jonathan Freedland. “Les ofrece algo crucial para todo movimiento político exitoso: un sentido de victimismo. Les dice que son parasitados por los pobres y los oprimidos a través de gobiernos controladores e invasivos”. Los débiles no merecen amor, habría dicho ella.

“El Colectivo”

Alisa Zinov’yevna Rosenbaum (1905) llegó a Estados Unidos a los 21 años, a visitar parientes y decidida a quedarse como Ayn Rand. Desde niña, en su natal San Petersburgo, inventaba guiones de cine y novelas: a los nueve decidió ser escritora. Siempre amó a los novelistas románticos del siglo XIX, de Victor Hugo a Dostoievski. Con la Revolución rusa de 1917, a los 12 años, huyó con su familia a Crimea. La mayor de tres hermanas, madre intelectual y padre farmacéutico, judíos no practicantes, de tener un comercio floreciente pasaron a grandes penurias. Tras unos años volvieron a la ciudad —entonces Petrogrado— y ella entró a estudiar Pedagogía Social e Historia, luego Cine: vio documentales sobre Nueva York y quiso irse. Murió allá 60 años después. Nunca más volvió: siempre odió a Rusia y a la URSS por anticuada, mística e incivilizada.

En Los Ángeles, en 1927, conoció al cineasta Cecil B. DeMille y pronto a su marido, el actor Frank O’Connor (no tuvieron hijos); escribió guiones y luego novelas. Cuando avanzaba en la primera, a comienzos de los 40, le dio agotamiento y le recetaron la anfetamina Benzedrina, que usó durante décadas. Participó en las comisiones anticomunistas de Hollywood y a principios de los 50 se mudó a Nueva York, donde tuvo éxito con obras en Broadway. Entonces se formó una especie de secta a su alrededor, un grupo de amigos que creía a pie y juntillas en el capitalismo radical. Se llamaban irónicamente “El Colectivo” y cuestionaban todo sentimiento altruista. Uno de ellos era Alan Greenspan, el hombre que aceleró la economía de Estados Unidos con el poder tecnológico y digital. Con Rand habló de una sociedad completamente libre guiada por la razón, y qué mejor razón y cálculo que las máquinas como extensión del comercio y del conocimiento, para Rand las únicas bases de lo social. El capitalismo sin ninguna regulación era el sistema más ético.

Novelista romántica devenida en filósofa ética, elevada a intelectual libertaria y conservadora —del Tea Party a los cristianos segregacionistas—, sus seguidores han llegado a un nivel de confusión y de absurdo, de mentiras e intromisiones, que hasta Rand rechazaría. Otra vez propondría irse, esta vez con urgencia, a un valle perdido para salvarse del apocalipsis provocado por el mismo Atlas, el titán que debía sostener el mundo y el cielo.

Desde los 60 sus seguidores publicaron periódicamente El Objetivista, con textos suyos y de su seguidor, Nathaniel Branden, reunidos luego como La virtud del egoísmo (Deusto, 2023), el primero de cuatro libros de no ficción. Defiende al egoísmo como lo opuesto al altruismo, que considera una ética general fracasada y falsa. La sociedad no existe, es un grupo de individuos, y la razón debe ser la norma de todo germen vital, siempre amenazado por los “parásitos” que no saben pensar por sí mismos. “Los parásitos, los pedigüeños, los saqueadores, los brutos y los criminales no pueden tener valor alguno para un ser humano, ni este puede obtener ningún beneficio viviendo en una sociedad basada en las necesidades de ellos, de sus demandas y su protección”, escribe.

Si se lee como libro de filosofía, de inmediato se nota que las bases de tal propuesta son ampliamente discutibles; de partida, suponer que la ética general sea falsa y fracasada; luego, es evidente que Rand ha leído poca filosofía, menos ética. De hecho, confiesa en una entrevista televisiva en 1959 que solo le interesa Aristóteles. O sea que no considera a Kant —dijo odiarlo como al peor demonio—, Locke —toma sus conceptos, pero no lo cita; por ejemplo, que la mente humana es una hoja en blanco—, Descartes, Schopenhauer, Nietzsche —al que plagia, pero luego reniega—, William James, por nombrar algunos de los grandes filósofos del yo y la libertad. No se diga Heidegger o Camus, ni Arendt, Beauvoir o Weil, sus contemporáneas judías (junto a quienes aparece retratada en el libro El fuego de la libertad, de Wolfram Eilenberger, la más débil, aunque quizá más extraña en ese libro, al borde de un “trastorno narcisista de la personalidad”). Tampoco discute la línea freudiana del ego, el yo, el ello, el otro, etcétera. Es preanalítica. Más que filosofía, parece un libro de autoayuda para la autoestima. El dilema entre egoísmo y altruismo lo aterriza a través de un ejemplo: “Preocuparse por el bienestar de las personas que uno ama es una parte racional de los intereses egoístas de uno”, explica. “Si un hombre que ama apasionadamente a su esposa se gasta una fortuna para curarla de una enfermedad peligrosa, sería absurdo decir que lo está haciendo como un ‘sacrificio’ por ella, y no por él mismo (…). Pero supongamos que él la dejara morir para gastarse el dinero en salvar la vida de otras 10 mujeres que no significan nada para él, como requeriría la ética del altruismo. Eso sí sería un sacrificio”, concluye.

Entonces Rand se enamoró de su adorador, Branden, 25 años menor. Lo cuenta él en el documental de Adam Curtis, All Watched Over by Machines of Loving Grace (algo así como Supervigilados por máquinas de gracia amorosa, que revisa cómo las computadoras y lo digital son un fiasco social). Branden estaba casado con otra randiana y el romance rompió al grupo. El affaire duró unos años: Rand convenció a Branden de que su amor era necesario, porque era racional. Estaba en la mente de ella, no de él, explica, y la dejó en 1967. Barbara, la otra esposa afectada, cuenta que tras el fracaso Ayn se volvió muy amarga. Fue operada del pulmón en los 70, enferma de cáncer por su largo tabaquismo. Al final aceptó afiliarse a Medicare, la seguridad social que condenaba. En 1973, como otras veces, les habló a los militares en West Point sobre la supremacía norteamericana, de la epistemología a la justicia. Murió en 1982.

Novelista romántica devenida en filósofa ética, elevada a intelectual libertaria y conservadora —del Tea Party a los cristianos segregacionistas—, sus seguidores han llegado a un nivel de confusión y de absurdo, de mentiras e intromisiones, que hasta Rand rechazaría. Otra vez propondría irse, esta vez con urgencia, a un valle perdido para salvarse del apocalipsis provocado por el mismo Atlas, el titán que debía sostener el mundo y el cielo.

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