Nadie dijo nada (o el murmullo privado que acalla toda discusión)

Ante la disminución de espacios donde ejercer la crítica y la desatada emocionalidad de las redes sociales, el autor de este texto se refiere al escuálido debate literario que se da hoy. Y por debate entiende esa toma de posiciones tan argumentada como apasionada: aquella que establece jerarquías, reorganiza el canon, permite que circulen corrientes de aire y establece puentes entre la tradición y la actualidad. En sus palabras, “un ambiente en que las lecturas saquen alguna chispa. Alguna disputa. Un poco de sangre. Un texto contra otro. En cambio, lo que hay es una planicie de supuestas verdades, poquísimas revelaciones y, por debajo, viejas y nuevas amistades operando”.

por Roberto Careaga C. I 3 Octubre 2023

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No se puede escribir una novela así. Es pésima”, me dice un escritor en un pasillo en un encuentro al azar y uno o dos días después alguien declara sobre el mismo libro: “No pude parar de leerlo. Es genial”. Me pasa varias veces a lo largo de varias semanas y no siempre son conversaciones pasajeras. Lo aliento. Pido opiniones, colecciono elogios y reprobaciones, busco posiciones sobre Limpia, de Alia Trabucco. Podría haber sido otro libro, pero ese en particular desata el deseo de situarse: sí o no. O sí, pero no. O un rotundo sí. O por supuesto no. Es un murmullo detrás del ruido general que provoca la novela, más allá de las posibles menciones públicas que se registran en la prensa, que prolifera en las bambalinas del sistema literario y tiene la honestidad de lo extraoficial. Lo disfruto, pero sé que solo vive ahí y desaparecerá.

Sucede mucho. Sucede demasiado. No sé hace cuánto tiempo, pero por lo menos hace unos 10 años. O más. El dato que todos manejamos es que ya no hay crítica literaria: desapareció entre los recortes de páginas que sufrió la prensa y cierres definitivos de suplementos culturales y revistas. Ya nadie habla de libros salvo quienes los escriben. Y, por cierto, quienes los editan. O los venden. Escritores, editores, unos pocos libreros, algunos académicos y un par de periodistas que se encuentran en lanzamientos, mesas redondas, bares, fiestas, y se preguntan unos a otros si leyeron tal o cual novela que acaba de salir. A veces todo queda en un gesto, otras el diálogo se prende junto a una cerveza. Como sea, poco importa: desaparece. Me refiero a la narrativa, claro, porque la poesía está en un planeta diferente, con sus propias reglas.

Un solo crítico literario, ninguna revista, dos salas de conferencia, un lugar de reunión, nada”, escribió a mediados de los 80 Enrique Lihn describiendo el ambiente cultural de esos días. La queja tenía el marco del apagón cultural de la dictadura, pero a veces me parece que también retrata lo que sucede hoy. O no, estoy exagerando. La escena se mueve: cada semana, al menos en Santiago, se lanzan dos libros en librerías y diferentes espacios, y con una regularidad asombrosa escritores extranjeros dictan charlas en el país —aunque son muy pocos los escritores que asisten a ellas. En este mes —septiembre de 2023— pasaron por acá la argentina Albertina Carri, la española Irene Solá, el rumano Mircea Cărtărescu, el cubano Leonardo Padura, el estadounidense David Rieff, el mexicano Christopher Domínguez Michael y la colombiana Margarita García Robayo. Pero como una vez Raúl Ruiz tituló una película: Nadie dijo nada.

O sí, pasan algunas cosas: los invitados dan un par de entrevistas, se encuentran con el público en las charlas, firman libros y luego se van a una cena. Ahí pasa otra vez: me gusta este libro, ese autor, este no tanto, ese es un imbécil, risas, otra copa de vino, a veces un intercambio de correos y buenas noches, hasta la próxima feria en Guadalajara o Buenos Aires. Más allá, el descampado: el eco de las palabras de Rieff sobre la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado queda entre los asistentes a su conferencia, la visión mágica de la literatura de Cărtărescu llega a quienes han ido a verlo, la rarísima posición de Carri ante la ficción flota entre los curiosos. Al final se evaporan. Quizás nunca van a parar el tráfico, está bien, ¿pero por qué ese tejido de voces potencialmente tan provechoso se aprovecha tan poco?

¿Qué nos está diciendo María José Ferrada en sus libros en que las barreras de infancia y adultez se disuelven? ¿Por qué un autor como Simón Soto escribe novelas históricas? ¿Es histórica Aguafuerte? ¿La ciudad migrante de Daniela Catrileo refleja el país? ¿Acaso la imagen de Pedro Lemebel que presenta Óscar Contardo en Loca fuerte es con la que nos quedaremos? ¿Álvaro D. Campos de verdad contiene el descontento urbano post estallido?

En Chile llevamos cuatro años en una crisis política que absorbe todas las conversaciones y tiene al debate público atragantado. Ante el trance constitucional, la literatura parece una frivolidad. Yo creo que no lo es y basta leer la última novela de Diamela Eltit, Falla humana, para saber que un texto literario puede ser un retrato del ánimo político del país más afilado y duradero que cualquier columna dominical en los diarios que coleccionan corazones en redes sociales. Sabemos que el problema es leerla. A Eltit, pero a casi cualquier autor que no tenga la seducción masiva de la frase corta y el párrafo transparente. Eso lo sabemos hace mucho. De lo que me estoy dando cuenta ahora (tardísimo, lo sé) es que no es solo el “público general” quien no la lee, sino que tampoco es leída por quienes habitan ese espacio —inestable— conocido como campo literario. O, mejor dicho, su lectura queda solo en ese ámbito privado de los círculos culturales en que las opiniones se mueven a la velocidad de un café expreso o la primera cerveza.

Después de Limpia, detecté lo mismo con Literatura infantil, de Alejandro Zambra. Se publicaron muchas entrevistas al autor —yo le hice una en El Mercurio— y él mismo la presentó en Santiago ante una cantidad de público enorme, pero cuento poquísimas críticas a su libro. No la reseñó ni Patricia Espinosa ni Pedro Gandolfo, los dos críticos semanales que van quedando en la prensa y llevan el “pulso” de la literatura local. Pero en conversaciones de pasillo, mensajes por teléfono, lanzamientos, se multiplicaron los comentarios. Quizás yo los buscaba, pero fue facilísimo hallarlos: “genial”, “emocionante”, “fabulosa”, “innecesaria”, “no podría encontrar una frase mal escrita por Zambra”.

No hay ni qué decirlo, pero lo digo para remarcar un contraste posible: esas opiniones privadas sobre Literatura infantil no son solo ligeras y pasajeras, sino que se imponen a la posibilidad de una lectura profunda. ¿Acaso hemos dicho ya demasiado sobre las formas de la paternidad que no queremos seguir pensando en ella? ¿Acaso la masculinidad ejercida en los textos del aquel libro ya la dimos por sentada? No lo creo. Creo que estamos en un problema mayor: la discusión literaria está congelada. No es solo que no tengamos suficiente crítica, sino que los libros caen en el vacío. No hay eco, no hay debate. No hay un espacio para un libro como el de Zambra encuentre un diálogo que lo discuta y lo sitúe en algún contexto. Y si un autor de su importancia no lo encuentra, no sé cuál podría. Sobre todo pensando en la enorme cantidad de libros que producen mensualmente las editoriales independientes.

Quizás la conversación sobre la “literatura de los hijos” fue la última que efectivamente encontró un espacio y a la distancia tiene sentido: estuvo enmarcada en los 40 años del golpe de 1973, donde hubo todo tipo de conversaciones culturales, debates sobre la historia del país y diálogos políticos. Tantos que nuestros narradores produjeron un hito que, a su vez, fue detectado por la crítica. Leer esas novelas sobre niños que soportaron a sus padres en la dictadura reveló un sentimiento que manteníamos muchos. Diez años después, la conversación sobre el país está marcada por el revisionismo conservador y ya no sabemos qué podría estar diciéndonos la literatura. Porque algo nos está diciendo. Puede que sea borroso y se multiplique sin formar una visión general, pero algo dice. Algo pide. Creo.

Entre la enorme cantidad de libros que se publican en Chile irán aparecieron joyas que descubriremos en el futuro, pues hoy nadie habló de ellas. No sé cuál es el peor escenario, pero sospecho que lo tenemos más o menos identificado y no sabemos cómo enfrentarlo: que la literatura llegue a ser tan irrelevante que se vuelva apenas la fuente de conversaciones azarosas en pasillos y bares.

¿Qué nos está diciendo María José Ferrada en sus libros en que las barreras de infancia y adultez se disuelven? ¿Por qué un autor como Simón Soto escribe novelas históricas? ¿Es histórica Aguafuerte? ¿La ciudad migrante de Daniela Catrileo refleja el país? ¿Acaso la imagen de Pedro Lemebel que presenta Óscar Contardo en Loca fuerte es con la que nos quedaremos? ¿Álvaro D. Campos de verdad contiene el descontento urbano post estallido? ¿Nona Fernández puede seguir hallando más pliegues en la memoria? ¿Dónde ubicamos el humor dislocado de Cynthia Rimsky? ¿Por qué Andrés Montero se gana todos los premios con una narrativa anclada en una tradición que supuestamente habíamos olvidado? ¿Acaso Benjamín Labatut es el futuro? ¿O lo es un realismo tan dramáticamente luminoso como el de Nayareth Pino? ¿Y si Álvaro Bisama encontró la clave al buscar en Pablo de Rokha? ¿De qué pueblo habla Marcelo Mellado? ¿Qué es la escritura de Matías Celedón? ¿Desde dónde leer a Mike Wilson?

Por supuesto, ninguna de esas preguntas tiene una respuesta muy clara, pero lo relevante es que no estamos intentando responder ninguna de ellas. Leemos esos libros, los pelamos, a veces los premiamos. Los desaprovechamos. Están ahí, acumulando polvo en los libreros. Supongo que el hecho mismo de intentar leerlos con profundidad sería provechoso, pero lo que de verdad echo de menos (¿existió alguna vez?) es un ambiente en que esas lecturas saquen alguna chispa. Alguna disputa. Un poco de sangre. Un texto contra otro. En cambio, lo que hay es una planicie de supuestas verdades, poquísimas revelaciones y, por debajo, viejas y nuevas amistades operando.

Fue durante los primeros meses de la pandemia que, en las páginas de Palabra Pública, surgió el debate sobre la autorías y el feminismo. “Cómo se construye una autora”, se titula el texto de Lorena Amaro que dio la partida a una discusión en que intervinieron Nona Fernández, Lina Meruane, Claudia Apablaza, Alia Trabucco, Andrea Kottow, Alejandra Costamagna, Julieta Marchant y otras. No fue tanto un debate sobre textos, sino que sobre ubicaciones y poses en el campo literario desde el lugar de la mujer. Hubo chispas, quizás alguna autora quedó afectada, sobre todo hubo conversación que superó los circuitos privados. Se generó un cuerpo reflexivo sobre situaciones locales muy precisas que, sin embargo, ilumina los mecanismos de entrada y posicionamiento de una mujer en un espacio machista como el de la literatura chilena.

Acaso la parálisis del debate político actual es un virus que infecta toda conversación hasta acallarla. Sí, pero también es una resaca de años sin medios culturales, la desaparición de la crítica literaria en la prensa, el ensimismamiento de la crítica en la academia y la desatada devoción por la opinión emocional dictada por las redes sociales. En el mejor de los casos, entre la enorme cantidad de libros que se publican en Chile irán aparecieron joyas que descubriremos en el futuro, pues hoy nadie habló de ellas. No sé cuál es el peor escenario, pero sospecho que lo tenemos más o menos identificado y no sabemos cómo enfrentarlo: que la literatura llegue a ser tan irrelevante que se vuelva apenas la fuente de conversaciones azarosas en pasillos y bares. “Genial”, diremos sobre esos libros que miraremos de reojo solo para decir algo. A veces diremos incluso antes de abrirlos: “No me interesa”.

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