La autora de El género en disputa inauguró ayer el año académico de la Universidad de Chile. Se trataba de una visita sumamente esperada, cuyos cupos de ingreso se acabaron rápidamente. En la conferencia titulada “Critique, Dissent, and the Future of the Humanities”, la filósofa reflexionó sobre la importancia de imaginar el futuro y no aceptar las circunstancias dadas, la relevancia de las humanidades y cómo estas nos ayudan a comprender el mundo. También se refirió al sitio que ocupan los estudios de género dentro del mundo académico y las críticas que han despertado estos planteamientos, tanto en la universidad como en la vida pública. A continuación compartimos algunos de sus pensamientos expuestos ayer en el auditorio de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile:
“La visión crítica cuestiona las normas y convenciones que han regido cómo pensamos y creemos, qué puede ser publicado y qué se puede comunicar, así que las disciplinas académicas más innovadoras comienzan como conocimiento inaceptable, conocimiento en la periferia, conocimiento degradado y rechazado”.
El futuro
“¿Cómo imaginamos el futuro? ¿Podemos siquiera imaginar el futuro? ¿O el futuro se ha convertido en el nombre de lo que no se puede imaginar? Hay, por ejemplo, algo de inimaginable en cualquier futuro posible del que podamos hablar. Si eso es verdad, entonces parece ser precisamente porque el futuro no se puede predecir. El futuro es siempre hasta cierto grado impredecible, pero cuando esa impredecibilidad desaparece, no hay futuro. Por lo tanto, en ciertas condiciones de cambio climático, aumento del militarismo, destrucción de las selvas tropicales, intensificación de la pobreza y violencia contra los migrantes, mujeres, trans, podríamos concluir de que no hay futuro o que el futuro parece ser simplemente una reproducción de la violencia y la desigualdad, pero si concluimos de esa manera, hemos renunciado al futuro”.
Las humanidades y las artes
“Cuando imaginamos las humanidades también estamos considerando formas de imaginación: literarias, visuales, digitales, de archivo, que constituyen el medio y la obra de las humanidades. Y si hablamos de imaginar, entonces no podemos separar las humanidades de las artes, porque están unidas, ya sea que pensemos en las artes de la escritura, en la forma del ensayo o en el modo de comunicación del pensamiento propiamente tal: la forma no es externa al pensamiento, el pensamiento exige una forma. A lo mejor estamos pensando las humanidades y las artes como dominios autónomos, como nada más que un campo establecido, con ubicaciones institucionales dentro de la universidad. Sí, pensamos de esa manera, en un tiempo en que los programas de lengua y literatura están mal financiados, a veces incluso cerrados, sin tener ninguna consideración por los costos intelectuales”.
Hoy día se llevará a cabo otro encuentro con el público, a las 18 horas, en el que Butler conversará con la crítica Nelly Richard. Para aquellos que no alcanzaron a inscribirse en esta actividad, podrán seguir su transmisión vía streaming en http://tv.uchile.cl.
La basura que vuelve a habitar los salones de la academia
“Hay muchos argumentos en contra de las humanidades: son consideradas un lujo, inútiles o la propiedad de elites intelectuales. Pero esos puntos de vista no entienden cómo funcionan las historias para darnos un sentido de cómo las acciones se vinculan con las consecuencias, cómo los poemas funcionan para desarmar los conceptos habituales que traemos a nuestro mundo cotidiano, cómo las imágenes funcionan para registrar una realidad al nivel de los sentidos. No podemos aprehender nuestro mundo sin las humanidades. Y las humanidades, incluyendo la filosofía, la literatura y aun la religión, son a la vez departamentos o compartimentos dentro de la universidad y, en ese sentido, están encerrados en el espacio y, sin embargo, desafían los recintos en los que están contenidos. Siempre exceden a todo lo que las contenga: un mundo literario trabaja dentro de las normas de la profesión literaria y, sin embargo, en un momento dado, esas normas entran en crisis, estas voces marginales se excluyen y entonces la visión se vuelve crítica. ¿Qué se entiende por crítico? La visión crítica cuestiona las normas y convenciones que han regido cómo pensamos y creemos, qué puede ser publicado y qué se puede comunicar, así que las disciplinas académicas más innovadoras comienzan como conocimiento inaceptable, conocimiento en la periferia, conocimiento degradado y rechazado: la basura, por así decirlo, que vuelve a habitar los salones de la academia: estudios feministas, estudios queer y trans, estudios descoloniales, epistemología indígena, reflexiones poscoloniales, estudios negros”.
“La campaña contra los estudios de género en América Latina, Europa, Asia Oriental y África es una campaña organizada, que cuenta con el apoyo de católicos, evangélicos o pentecostales”.
Contra los estudios de género
“La campaña contra los estudios de género en América Latina, Europa, Asia Oriental y África es una campaña organizada, que cuenta con el apoyo de católicos, evangélicos o pentecostales. Las protestas en toda América Latina se oponen a lo que se llama la ‘ideología diabólica del género’ (…). Estos grupos contra el género quieren defender la familia tradicional, negar los derechos a la tecnología reproductiva a las mujeres fuera del matrimonio, revertir la legalización de matrimonios homosexuales –donde ha ocurrido– y defender ideas específicas y tradicionales de masculinidad y feminidad. Este movimiento busca limitar el conocimiento a través de la censura, intentando revertir los logros que las feministas y los activistas LGBTQ han logrado en las últimas décadas. Aquellos de nosotros que somos teóricos del género hemos sido acusados de poner en peligro la familia, al cuestionar la noción de los roles sociales que podrían derivarse del sexo biológico. Por supuesto, esta afirmación no niega las diferencias entre los sexos, sino que cuestiona ideas como ‘la naturaleza de las mujeres es que realicen labores domésticas y la de los hombres actuar en la vida pública’. Mis colegas médicos van a estar de acuerdo en que no hay nada en el sexo biológico que implique roles sociales en ese tipo de forma tan determinística”.
En 1966, el crítico Ángel Rama tomó prestado el concepto de “raros” con que Rubén Darío delineó su propia y esperpéntica progenie literaria y lo usó para dar carta de identidad a cierta constante de la literatura uruguaya, una línea ajena a las convenciones literarias, surreal, cómica y alejada del compromiso. Se trata de una estirpe de autores en la que debemos incluir al Conde de Lautréamont, a Felisberto Hernández, a Marosa di Giorgio y al autor de la novela que nos ocupa, Mario Levrero (Montevideo, 1940), un adicto a los policiales, dueño de una imaginación asombrosa y cómica de la que surgieron libros kafkianos y llenos de sarcasmo.
Levrero murió el 2004 por complicaciones cardiovasculares que se negó a atender, y menos de un año después apareció el primero de sus libros póstumos, La novela luminosa, inacabado e inacabable según su propio plan. Como ocurre en ocasiones, la muerte y la publicidad hicieron de este raro un escritor prestigioso y sus obras, hasta ese momento publicadas por pequeñas editoriales, pasaron al catálogo de Penguin Random House, y empezaron a ser reeditadas y leídas con avidez. Un apetito para el cual la lectura de novelas como El discurso vacío, La novela luminosa y las que integran La trilogía involuntaria era algo ardua, dificultad que quizás motivó la publicación de sus obras más breves y accesibles, como las autobiográficas Diario de un canalla / Burdeos, 1972 (2013), la novela negra y erótica La banda del ciempiés (2015) y Dejen todo en mis manos, originalmente publicada en 1996 por Caballo de Troya.
Esta última acaba de ser reeditada en Chile y solo cabe celebrarlo, porque esta novela de 120 páginas es sin duda la mejor para iniciarse en la lectura de Mario Levrero y, una vez fidelizado, adentrarse en el universo de sus obras mayores. Dejen todo en mis manos es una novela que solo pudo ser escrita por un verdadero adicto a las novelas policiales y Levrero era precisamente eso. En La novela luminosa, obra autobiográfica e impúdica, encontramos un episodio propio de un adicto, donde el protagonista lleva un fardo de novelas policiales a una librería de segunda mano y las cambia por otro sin siquiera preguntar por los títulos o preocuparse de si las había leído antes.
El mismo Levrero en una entrevista dijo que cuando escribía no pensaba “en términos de géneros o subgéneros; sale lo que sale. A excepción de dos novelas, Fauna y Dejen todo en mis manos, que escribí a partir de un impulso de novela policial”.
Dejen todo en mis manos se abre con un epígrafe de Raymond Chandler y, desde la primera página, estamos ante el desparpajo de una primera persona que evoca a Philip Marlowe, un enmascaramiento de Levrero que produce un policial cómico, a ratos melancólico y patético. El mismo Levrero en una entrevista dijo que cuando escribía no pensaba “en términos de géneros o subgéneros; sale lo que sale. A excepción de dos novelas, Fauna y Dejen todo en mis manos, que escribí a partir de un impulso de novela policial”.
La novela se abre en la oficina de un editor donde el protagonista, un escritor que pese a haber publicado varios libros no ha tenido éxito, es forzado por la falta de liquidez a aceptar un encargo, encontrar a Juan Pérez, el autor de una novela que llegó a la editorial y supuestamente está llamada a cambiar la literatura contemporánea (“…allí estaba el germen de los nuevos valores, y había razones de vivir para muchos”). Es fácil concluir que el protagonista es un trasunto del propio Levrero, un escritor que bien pudo decir sobre sus propias novelas algo como: “Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas, y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero…”.
El narrador es un escritor de 50 años, gordo y que, al igual que Marlowe, fuma cigarrillos Camel. Es un tipo desengañado pero capaz de ver la belleza de Penurias, el pueblo al que lo lleva su misión (otros poblados llevan por nombre Desgracias, Miserias y Lamentos), un pueblo que a ratos se hace irreal como una pintura metafísica italiana y que el protagonista asocia a elementos de la cultura popular, como la Pantera Rosa, Los Tres Chiflados, Tex Avery o Patoruzú.
Una vez instalado en Penurias se entrega a la búsqueda de Juan Pérez, se enamora de una prostituta llamada Juana Pérez, se encuentra con su némesis del colegio, especula sobre la autoría de la novela y, cuando alguien le señala los rasgos femeninos de la caligrafía, estalla: “¿Qué sería? Un hombre con letra femenina, una mujer con estructura mental masculina, un hermafrodita, un travesti, una boca pintarrajeada bajo un enorme bigote”.
Como sea, tengo solo un reparo con esta excelente novela y tiene que ver con la sensación de haber leído un cierre demasiado correcto y abrupto para un policial, un final que deja en la boca un leve sabor a deus ex machina y empaña una lectura hasta entonces llena de gozo y a la que plenamente aplican los tres adjetivos que Levrero dedica a la novela de Juan Pérez: sencilla, vigorosa y colorida.
Dejen todo en mis manos, Mario Levrero, Random House Mondadori, 2018, 121 páginas, $10.000.
Partamos por el origen y la motivación detrás de este libro. El año 1991 Argentina, tal como lo había hecho Chile en 1979, fija su peso al dólar a una tasa de uno a uno. El anclaje al dólar buscaba evitar la hiperinflación, eliminar la incertidumbre y disminuir el riesgo país. Con el objetivo de estabilizar la economía, el peso y muchos contratos se ataban al dólar. Esta medida –el pegging– es como volver a una especie de patrón oro, pero usando el dólar. Argentina dejó de pagar su deuda externa y, casi inmediatamente, termina con el tipo de cambio fijo tal como lo hizo Chile en el año 1982. El dólar subió a más de tres pesos, generando colosales pérdidas para inversionistas y ahorrantes. Entonces se comenzó a discutir acerca del pago de las deudas. ¿Los bonos debían pagarse en dólares o en pesos (unos pesos, subrayemos, que se habían depreciado más de tres veces)? Sebastián Edwards, asesorando a un bufete americano en estas materias, se encontró con una sorpresa: los abogados argentinos argumentaban que existía un precedente histórico en los Estados Unidos para pagar en pesos y no en dólares. Esto habría sucedido bajo el gobierno de Franklin Delano Roosevelt.
En efecto, el año 1933 el gobierno de Franklin Delano Roosevelt (FDR), unilateral y retroactivamente, cambió la denominación en oro de los contratos de deudas públicas y privadas. En 1935, la Corte Suprema de EE.UU. respaldó esta decisión gubernamental gatillada por Roosevelt. El punto era tan simple como poderoso: ¿si lo había hecho Estados Unidos, por qué entonces no podía hacerlo Argentina? Sin lugar a dudas, este precedente era un argumento legal difícil de enfrentar en el país del common law.
Sebastián Edwards, que conocía solo una parte de esta historia, revisó la monumental A Monetary Historyof the United States, 1867-1960, de Friedman y Schwartz, y A History of the Federal Reserve, de Meltzer, consultó con colegas y expertos, y se dio cuenta de que existía una suerte de “amnesia colectiva” sobre este episodio. Efectivamente, había un precedente en EE.UU. El país que respetaba las leyes y los contratos había hecho algo similar a lo que todos criticaban acerca del default argentino. Pero el mundo académico, sobre todo el gremio de los economistas, prácticamente ignoraba este episodio. Después de seguir indagando, se dio cuenta de que el fallo de la Corte Suprema fue muy controvertido y que algunos incluso auguraron el fin del rule of law, en su más amplio sentido anglosajón. Se argumentó que el estado de derecho sobre el que se había construido el sueño americano se había puesto en jaque. Para ahondar la sorpresa de esta situación, existía cierto consenso generalizado de que esta jugada de Roosevelt habría contribuido a la recuperación americana después de la Gran Depresión. El autor investigó en profundidad y descubrió, a la luz de esta historia, que la realidad, como suele suceder, era más compleja. Y también más entretenida.
Estados Unidos, el país que respetaba las leyes y los contratos, había hecho algo similar a lo que todos criticaban acerca del default argentino.
El personaje principal de esta trama es la figura de Franklin Delano Roosevelt. Asume la presidencia el 4 de marzo de 1933, con la promesa del New Deal. Su objetivo era torcerle la mano al fatal destino al que había conducido la crisis económica. Veamos algunas cifras para entender el contexto y la profundidad de esta: entre 1929 y 1932, el PIB nominal de EE.UU. cayó casi un 60%, el número de desempleados superaba los 15 millones y los que seguían trabajando habían disminuido sus ingresos en un 67%. No en vano, el anterior presidente, Herbert Hoover, bautizó este histórico colapso económico como la Gran Depresión. La verdad es que esta Gran Depresión no tiene parangón. La reciente crisis del 2008 sería apenas un estornudo frente al colapso económico de aquel período. Los precios cayeron abrupta e inexorablemente (casi un 70% entre 1929 – 1932) y todo esto afectaba particularmente al mundo agrícola, que representaba gran parte de la economía americana. Entre 1926 y 1932 el precio de los productos agrícolas, incluyendo el del algodón, había caído de manera drástica. Y esto afectaba a los agricultores y a todo el país.
Este es el contexto que explica la fijación de Roosevelt con los precios de estos commodities (algodón, maíz, tabaco y trigo) y su interés en subirlos a como diera lugar.
Raymond Moley, quien acuñó el eslogan del New Deal, lideró el conocido grupo de asesores de Roosevelt, el Brains Trust. Este profesor de leyes que sabía de ciencia política y casi nada de economía, se convertiría en el asesor estrella del presidente de la nación. En su libro, Edwards muestra con hechos y gracia como Roosevelt no solo experimentaba en materias económicas, sino que improvisaba de manera preocupante. Otro miembro del Brains Trust, el economista de Columbia Rexford Guy Tugwell, recordaría más tarde que hablar con Roosevelt de economía era como “enseñarle los rudimentos básicos de economía a alumnos de primer año”.
El oro es el otro gran personaje de la investigación de Edwards. Aunque la respetada FED fue creada en 1913, en 1933 EE.UU. continuaba con su tradicional estructura monetaria bajo el patrón oro. Pero la historia de Roosevelt y el oro comienza con el Emergency BankingAct aprobada de manera express por el Congreso en el cual el Presidente tenía mayoría. Esta iniciativa, si bien permitió evitar una corrida bancaria –más tarde Moley dijo: “salvamos al capitalismo en ocho días”–, abrió otras compuertas. Un mes más tarde, el gobierno, mediante una orden ejecutiva, obligó a todos los americanos a vender a la FED el oro que tenían a USD 20,67 por onza. Esta iniciativa se llevó a cabo bajo una dura e intensa campaña contra los “acaparadores de oro” (gold hoarders). En la época, esto era tan inusitado como sorprendente. En efecto, el oro desde la Independencia americana era una moneda que actuaba como resguardo. Era tan común, que muchos ciudadanos tenían monedas de oro. Y era costumbre, por ejemplo, que los abuelos regalaran a los nietos recién nacidos una moneda de oro. Es más, por seguridad y conveniencia, muchos créditos privados y públicos tenían cláusulas de protección vinculadas al oro.
Edwards muestra con hechos y gracia como Roosevelt no solo experimentaba en materias económicas, sino que improvisaba de manera preocupante. Otro miembro del Brains Trust, el economista de Columbia Rexford Guy Tugwell, recordaría más tarde que hablar con Roosevelt de economía era como “enseñarle los rudimentos básicos de economía a alumnos de primer año”.
Franklin Delano Roosevelt tenía un gran objetivo en mente: depreciar el dólar para subir los precios de los commodities y aumentar la inflación. Aunque había prometido no alterar el patrón oro, cambia de opinión e inicia la salida del oro. Edwards persigue esta evolución combinando los hechos con el personaje y sus circunstancias. Por ejemplo, nos recuerda la presión que ejercían empresarios como William Randolph Hearst y Henry Ford. De hecho, una vez que Roosevelt anuncia que el país dejaría el patrón oro, ambos empresarios declararon: “Debemos celebrar el 19 de abril (fecha del anuncio) como el día de nuestra segunda Independencia”. Roosevelt defiende su inesperada decisión argumentando que los 10 millones de desempleados eran más importantes que el oro y que su gobierno perseguiría el bien general. Esta movida generó desconcierto y preocupación tanto en EE.UU. como en Europa. La lucha contra el oro para revertir los precios se empezó a ejecutar vía decretos y ad portas de la importantísima London Monetary and Economic Conference de junio de 1933. Edwards describe el rol que jugaría John Maynard Keynes en estas negociaciones.
Pese a todos los intentos y gestiones, fue finalmente la sorpresiva declaración de Roosevelt la que echaría todo esfuerzo mancomunado por la borda. El 3 de julio comunicó que no participaría en los esfuerzos para estabilizar las monedas. Fue un golpe duro para el comercio mundial. También la cúspide y la abrupta caída de Raymond Moley, el Rasputín americano, quien posteriormente fundaría Newsweek. Si la idea de Roosevelt era que subirían los precios de los commodities y bajaría el desempleo, pronto se dio cuenta de que todo era una ilusión. El economista Herbert Feis recordaría los giros de Roosevelt y sus erráticas ideas durante la extraña y agitada London Monetary and Economic Conference de junio de 1933.
Con Raymond Moley caído en desgracia, Roosevelt comienza a asesorarse por George Warren, un profesor de Cornell. Warren creía en una correlación entre el precio oro y el precio de los commodities, promovía una lucha contra la especulación y aspiraba a un dólar “manejado”. Se juntaría casi todos los días con el presidente, al borde de su cama, para hablar de economía y, de vez en cuando, fijaban el precio del oro. En una ocasión, Roosevelt le preguntó si sabía por qué el precio debía ser 21 dólares por onza. Sonriendo, ante la duda de Moley y otros asesores, dice que es un número de la suerte, agregando que era tres veces siete.
Siguiendo con esta historia casi esotérica, en enero de 1934 el precio del oro se fija en USD 35 la onza. Los que tenían oro, vieron como aquello que antes valía USD 20,67, y que fueron forzados a vender, ahora valía USD 35. La preocupación pública comenzó a aumentar. La inquietud era evidente, si se considera que muchos créditos tenían cláusulas de amarre al oro. Todo esto era algo inusitado e inesperado para el país del rule oflaw. Ahorrantes y deudores podían verse muy perjudicados. Sobre todo el gobierno, cuyos contratos y deudas públicas estaban en dólares, pero respaldados por oro. Poco a poco se abrían muchas preguntas, se iniciaban demandas judiciales, se resolvían casos, pavimentándose así un incierto camino hacia la Corte Suprema. Un fallo adverso significaría que muchas deudas aumentarían en un 69%. El escenario era muy complejo.
A raíz del nuevo valor del oro, los tres grandes poderes –Congreso, Presidente y Corte Suprema– ponían bajo la lupa la Constitución como garante de los contratos de deudas. Los derechos de propiedad y aquella sagrada inviolabilidad de los contratos estaban en juego.
La inquietud era evidente, si se considera que muchos créditos tenían cláusulas de amarre al oro. Todo esto era algo inusitado e inesperado para el país del rule oflaw. Ahorrantes y deudores podían verse muy perjudicados. Sobre todo el gobierno, cuyos contratos y deudas públicas estaban en dólares, pero respaldados por oro.
La discusión legal que describe Edwards es fascinante. Para bien o para mal, la defensa del gobierno usaba los conceptos de “emergencia” y “necesidad”, los mismos usados por Argentina durante el proceso de renegociación de su deuda a comienzos del siglo XXI. En el capítulo 14, Edwards se mete en la cocina de la Casa Blanca, en las preparaciones para enfrentar un fallo adverso. La agenda ante los distintos escenarios es tan sorprendente como turbadora. Permea la desesperación política ante una posible guerra contra la Corte Suprema. El desenlace de estos días de discusión judicial fue un fallo fundado al alero del carácter político de las circunstancias. El 18 de febrero de 1935, el Wall Street Journal lo resumía con un titular memorable: “Moral Defeat, Practical Victory, for Government” (Derrota moral y victoria práctica para el gobierno). La euforia en la Casa Blanca contrastaba con la furia de los que vieron las implicancias de este default, entre ellos los cuatro horsemen republicanos de la Corte Suprema. Para muchos, el moraldefeat representaba la vergüenza para un país que desde su Independencia había respetado el patrón oro y el rule of law.
Aunque Edwards recuerda la trama de Franklin Delano Roosevelt en relación al oro y la confusión detrás de este ignorado episodio, al final el economista también aclara que hubo varias e importantes diferencias con el caso argentino del 2002-2005. Pero al preguntarse si algo similar podría suceder de nuevo, su respuesta es afirmativa para algunas naciones emergentes.
Disculpándome por este resumen que espero abra el apetito de los lectores y no lo satisfaga, quiero destacar el trabajo de investigación detrás de este desconocido capítulo de la historia estadounidense. Edwards no solo cubre la literatura académica especializada sobre este período y sus grandes personajes, sino que también la prensa del momento y los archivos que involucran a los principales actores detrás de esta trama.
Friedrich Hayek solía repetir que un economista que es solo un economista no es un buen economista. En nuestra fauna local, el autor –PhD en economía de la Universidad de Chicago, actualmente tiene la cátedra Henry Ford II en UCLA– es un ejemplo original de esta rara especie. Además de sus innumerables e influyentes papers en economía, Sebastián Edwards ha escrito dos novelas, El misterio de las Tanias (2007) y Un día perfecto (2011), más su entretenidísimo libro de memorias Conversación interrumpida (2016). Y entre sus más recientes libros académicos destacan Left Behind:Latin America and the False Promise of Populism (2010) y Toxic Aid: Economic Collapse and Recovery in Tanzania (2014), a los que este año suma el libro en discusión.
Si en su trabajo acerca de Tanzania, fruto de varias visitas, entrevistas y un conocimiento acabado de la situación económica de ese país, se interna en sus entrañas, en su reciente American Default hace un ejercicio similar. La curiosidad y una detectivesca obsesión académica son los motores que conducen la narración de esta historia relativamente ignorada. Esa sana curiosidad es el impulso que motiva esta historia. Persiguiendo el noble fin de contarla tal cual fue, la ágil pluma de Edwards nos lleva a conocer un entretenido capítulo de la historia económica y política de Estados Unidos. En definitiva, el economista, novelista y columnista logra convertir un libro académico en una animada novela. Es una historia real, con momentos y situaciones que parecen ficción.
American Default, the Untold Story of FDR, the Supreme Court and the Battle over Gold, Sebastián Edwards, Princeton University Press, 2018, 288 páginas, US$22,23.
Cuando, en 1976, Michel Foucault publicó el primer volumen de su Historia de la sexualidad (“La voluntad de saber”), que se presentó como un estudio general de las técnicas políticas de control y de normalización de la vida, él anunció la puesta en obra de otros cinco volúmenes: “La carne y el cuerpo”, “La cruzada de los niños”, “La mujer, la madre y la histérica”, “Los perversos” y “Población y raza”. Los temas serán retomados en sus cursos en el Collège de France, pero ninguno aparecerá.
En cuanto a su obra escrita, mientras tanto, ha dejado su reflexión inicial, la llamada “arqueología”, centrada en el siglo XIX, para interesarse en los maestros de la antigüedad griega y latina —Platón, Epicuro, Epicteto, Séneca, etc. — y en la manera en que ellos piensan la sexualidad como una experiencia de subjetivación basada en el dominio de los aphrodisia (“placeres”) y en la necesidad de la parrêsia (“valor para decir verdades que molestan”).
Es con san Agustín que se concretizan a la vez el gran dogma cristiano del pecado original como el rechazo de una sexualidad considerada vergonzosa.
Habiendo criticado ya la “hipótesis represiva”, según la cual el deseo había sido reprimido por la sociedad burguesa, Foucault optó por mostrar, de acuerdo con una perspectiva ahora “genealógica”, cómo se desarrolló, en los maestros grecolatinos y luego en el cristianismo primitivo, una técnica de vida que permite a la vez decir y controlar las prácticas del sexo. Dos volúmenes aparecen en la primavera de 1984 (El uso de los placeres y La inquietud de sí), mientras que el último (Las confesiones de la carne) queda sin acabar. Michel Foucault muere el 25 de junio de 1984, a la edad de 57 años.
Es este cuarto volumen el que se publica ahora, magníficamente presentado y editado por Frédéric Gros. Foucault explora de manera minuciosa los textos de los Padres de los primeros siglos cristianos, desde Justino Mártir (100-165) hasta Agustín de Hipona (354-430), pasando por Tertuliano de Cartago (160-220). Y destaca hasta qué punto ellos se inspiran en la ética sexual de los filósofos paganos, cuya herencia adoptan para cuestionar las diferentes maneras de procrear, ser bautizado, hacer penitencia, casarse, considerar la virginidad o la abstinencia, en el respeto a las reglas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Evitar la fornicación y la concupiscencia y promover el reinado del alma sobre el cuerpo: tales son los preceptos a los que debe someterse el sujeto cristiano, un sujeto caído desde que la primera pareja de la Biblia fue expulsada del paraíso. Antes de la “caída”, dicen ellos, Adán podía procrear sembrando semillas, mientras que Eva conservaba su virginidad. Pero, castigados por Dios, uno y otra fueron condenados a enfrentar la muerte y perder todo control sobre el fuego del deseo.
Hacer el amor con fines procreativos, sin placer ni goce: este será el credo del agustinismo posterior. Pero esta interpretación está bastante alejada de la complejidad del pensamiento agustiniano.
Es con san Agustín que se concretizan a la vez el gran dogma cristiano del pecado original como el rechazo de una sexualidad considerada vergonzosa. Golpeado por gracia a la edad de 33 años, Agustín tuvo, durante su juventud cartaginesa, una intensa vida sexual con una compañera amada. Pero después de llegar a la península italiana, su madre lo obligó a contraer matrimonio con una rica heredera de 12 años. Luego tuvo una amante: “No puedo prescindir de una mujer en mi cama y eso me avergüenza”. Su conversión lo llevó, desde su regreso a África, a amar a Dios hasta el punto del desprecio a sí mismo con el fin de redimir su pasado de “fornicador”.
Convertido en obispo de Hipona y doctor de la Iglesia, inventa una doctrina de la carne susceptible de combinar la procreación con la castidad: “Amad a vuestras esposas, pero amadlas castamente. Pedid el acto carnal solo en la medida necesaria para engendrar hijos…” (sermón 51). Hacer el amor con fines procreativos, sin placer ni goce: este será el credo del agustinismo posterior. Pero esta interpretación está bastante alejada de la complejidad del pensamiento agustiniano. Por supuesto, Foucault no pudo haber conocido las investigaciones recientes sobre esta cuestión.
Sin embargo, él destaca, con razón, que Agustín en realidad procede a una “libidinización del sexo” al introducir el concepto de deseo (libido) en la enunciación de la ética sexual. Es más parecido a un permanente examen de sí mismo que a un simple control del alma sobre el cuerpo. Según Foucault, la revolución agustiniana consiste, por lo tanto, en pensar al hombre caído como un sujeto de derecho para entregar “fundamento, a la vez, a una concepción general del hombre de deseo y a una jurisdicción elaborada de los actos sexuales que marcarán profundamente la moral del Occidente cristiano”.
En una conferencia de 1981 (recogida en Dits et écrits IV, 1994) Foucault evoca un diálogo que mantuvo con Peter Brown, quien sigue siendo el mejor biógrafo de san Agustín. Se preguntaba allí por qué la sexualidad se había convertido, en la cultura occidental, en el “sismógrafo” de nuestra subjetividad. Leyendo Las confesiones de la carne, uno piensa que el autor de la Historia de la sexualidad ha logrado responder, en gran parte, a esta pregunta que nunca se cerrará.
Traducción: Patricio Tapia.
Historia de la sexualidad 4. Las confesiones de la carne, Michel Foucault, Editorial Siglo XXI, 2019, 464 páginas.
“Sus ojos son a los míos guardianes. Sus manos son a mis manos gemelas en su pequeñez. Con los dedos extremadamente afilados sus uñas aparecen límpidas filtrando el rosado de la carne que acentúa de esa manera su redondez”, dice la voz, suave y al mismo tiempo vibrante de Diamela Eltit, quien lee en un prostíbulo de la calle Maipú un fragmento de Lumpérica, la novela con la que irrumpirá en la literatura tres años después. La escena transcurre en 1980, cuando Lumpérica aún es un borrador, un manuscrito, un deseo. En el salón hay una enorme ponchera y está la cabrona, las mujeres y seis o siete invitados del ámbito cultural. También se han ido sumando vecinos y hasta niños que se asoman por las ventanas a escuchar a esa mujer de pelo corto que es filmada por una cámara mientras continúa su lectura, misteriosa e inquietante, que no se sabe si es una historia o poesía o una suerte de alucinación nocturna.
A esas alturas Eltit ya tiene 31 años y ha formado parte del CADA, colectivo pionero a la hora de repensar los vínculos del arte con lo popular, lo social y lo político. Parano morir de hambre en el arte (1979), por mencionar apenas un ejemplo, recuperaba el ideal de Allende de que todo niño tomara “medio litro de leche” diario y subrayaba, a su vez, una carencia básica de la población chilena durante la dictadura.
Pero la lectura en el prostíbulo fue la primera que ella daba en público sola. Era una forma de inscribir su obra –su proyecto narrativo– en los pliegues o resquicios de la sociedad. Y la verdad es que nunca, a lo largo de 35 años de trayectoria, su mirada microscópica –microscópica a lo Foucault– ha dejado de estar enfocada en esos cuerpos frágiles que circulan por los márgenes y que, por lo mismo, se cuentan entre los más asediados por el modelo neoliberal.
En septiembre del año pasado obtuvo el Premio Nacional de Literatura, un reconocimiento que merecía de sobra si se piensa en la combinación única entre imaginación desbordada y aliento social, entre tejido ensayístico e imágenes poéticas, tan hermosas como aterradoras. Su narrativa alumbra espacios acotados: el hospital (Impuesto a la carne), el supermercado (Mano de obra), la población sitiada (Fuerzas especiales), la pieza-cárcel (Jamás el fuego nunca). No obstante ser novelas muy íntimas y clausuradas, son máquinas de pensamiento: además de abordar las relaciones madre-hija o de pareja o núcleos familiares desestabilizados, son novelas sobre el poder y la derrota, sobre la historia y sus heridas, sobre el Estado y los ciudadanos más vulnerables, sobre los sueños contrastados con la parda realidad.
Su obra se ha convertido en el más acabado archivo de la devastación: entre los escombros, también se encuentran las preguntas que alumbrarán el porvenir.
En Sumar, su más reciente entrega, los vendedores ambulantes, cansados del desprecio y la desconsideración, inician una marcha de 370 días rumbo a La Moneda, en lo que constituye la mayor manifestación popular del siglo XXI. La autora no lo dice, pero quizá sugiera que la precarización del trabajo hará de todos, en poco tiempo más, unos ambulantes: trabajadores que carecen de un puesto estable y que se convierten, sin saber cómo ni por qué, en explotadores de sí mismos.
De la generación de narradores surgidos en los 80, Eltit posee otras dos cualidades que la distinguen. Primero, se ha posicionado como una intelectual pública, interviniendo en todo momento en los debates sobre educación, desigualdad, derechos humanos, aborto, feminismo y enfermedad, estableciendo en este último punto un cruce iluminador entre los males del cuerpo físico y los que afectan al cuerpo social. Emergencias, Réplicas y Signos vitales son los libros que cristalizan su vocación crítica.
En segundo lugar, el ensayo ha sido también un terreno para desplegar su admiración y para establecer filiaciones con la tradición literaria chilena. Desde Marta Brunet hasta José Donoso, pasando por Carlos Droguett y Manuel Rojas, hay un linaje del que ella es su mayor heredera. En un momento en que los escritores chilenos decían venir de Henry James o que soñaban con ser tocados por el éxito del boom, sus ensayos mostraban que nuestra literatura no era un sitio eriazo. Será difícil y será ingrata, pero está lejos de ser un peladero.
Esa dureza Eltit la vio muy temprano: una tarde, al salir del liceo en que hacía clases en la calle Marín, pasó caminando por un hogar de ancianos ubicado en Salvador. Estaban tratando de mover a una señora entre dos funcionarios. Eltit se quedó mirándola. Yo la conozco –se dijo–, la he visto en el diario, quizá en la solapa de una novela. Era María Luisa Bombal. Verla en esas condiciones, justo cuando estaba escribiendo Lumpérica, le permitió vislumbrar lo que podía ser el futuro de una escritora en Chile. Incluso de una gran escritora.
Con 20 libros, entre novelas, crónicas y ensayos, Diamela Eltit ha confirmado que memorizar y escribir siguen siendo una forma de avanzar. Su obra se ha convertido en el más acabado archivo de la devastación: entre los escombros, también se encuentran las preguntas que alumbrarán el porvenir.
Con una ironía exquisita y dardos dirigidos a Bourdieu, Foucault, Derrida y Deleuze, entre otros, Jean-Claude Michéa se ha convertido en uno de los pensadores más libres y originales de la escena intelectual francesa de hoy. Su gran obsesión es cómo el liberalismo económico defendido por la derecha se encuentra con el liberalismo cultural promovido por la izquierda, es decir, cómo la abolición de todos los límites para la expansión del mercado se topa con la idea de autonomía total, como si cada límite entorpeciera, en sí mismo, la idea de un mañana mejor. Este conflicto se aprecia en discusiones sobre el aborto o los inmigrantes, y ayuda a comprender por qué las élites progresistas están cada vez más desvinculadas de su fuerza histórica: el pueblo.
por daniel mansuy
Jean-Claude Michéa es uno de los autores más libres y originales de la escena intelectual francesa de las últimas décadas. Profesor de filosofía que no abandonó nunca la enseñanza escolar (un panadero no le vende pan solo a panaderos, argumentaba) y autor de unos 15 libros, Michéa pertenece sin duda a la raza de los erizos, para utilizar la célebre distinción de Arquíloco. En efecto, únicamente le preocupa un problema, que examina incansablemente bajo todos los ángulos posibles. La pregunta que lo obsesiona es, en sus propias palabras, la siguiente: “¿Por qué misteriosa dialéctica la izquierda y la extrema izquierda (que encarnaban en otra época la defensa de las clases populares y la lucha por un mundo decente) llegaron a asumir para sí las principales exigencias de la lógica capitalista, desde la libertad integral de circular en todos los sitios del mercado mundial, hasta la apología del principio de todas las transgresiones morales posibles?”. Para decirlo en términos criollos, ¿por qué Camila Vallejo y Giorgio Jackson suelen utilizar las mismas premisas que Axel Kaiser, cuando se supone que están en las antípodas? La pregunta es provocadora, y merece ser analizada cuidadosamente. Un libro reciente de Emmanuel Roux y Mathias Roux recorre la trayectoria intelectual del francés y ayuda a comprender el sentido de sus interrogaciones: Michéa l’inactuel. Une critique de la civilisation libérale.
En este texto, Michéa considera fundamental detenerse en el origen histórico del proyecto liberal. Las raíces de este último pueden hallarse en las llamadas guerras de religión de los siglos XVI y XVII, cuya violencia habría generado una voluntad pacificadora. La idea era encontrar un mecanismo capaz de neutralizar el conflicto y eludir nuestras tendencias más belicosas. Para lograr este objetivo, los teóricos contractualistas recurrieron a una ficción antropológica: el estado de naturaleza. En dicho estado, el individuo es concebido como un sujeto que posee derechos, antes que cualquier vínculo con otro. Aquí reside, según el francés, la premisa individualista que subyace a buena parte del pensamiento moderno: somos mónadas cuya humanidad se define antes de entrar en contacto con otras mónadas.
Si la izquierda se muestra favorable a la maternidad subrogada, arguyendo que cada mujer es “dueña de su cuerpo”, en los hechos amplía los límites del mercado, pues habrá un nuevo intercambio monetario a cambio de dicha prestación (como de hecho ocurre).
Ahora bien, para ordenar a estos individuos separados, es indispensable encontrar algún tipo de regulación, sobre todo considerando que estos individuos tienden a ser envidiosos y agresivos. Sin embargo, esa regulación debe fundarse en un principio abstracto y neutro, pues de otro modo no cumpliría su fin pacificador (ya que el conflicto surge de nuestras distintas visiones sobre el bien). Aquí nos encontramos con los mecanismos encargados de pacificar nuestro mundo, en la medida que su funcionamiento aspira a prescindir de cualquier valoración subjetiva: el mercado y el derecho definen el proyecto de aquello que Michéa llama “una sociedad mínima”.
Desde luego, el profesor de filosofía está lejos de ser un reaccionario, y sabe que este proceso posee dimensiones positivas. Sin embargo, tampoco debe olvidarse que se trata de un proceso fundamentalmente ambiguo, que no está exento de riesgos. En efecto, dicho proyecto tiende a olvidar que no puede concebirse una vida auténticamente humana en ausencia de arraigo, en ausencia de vínculos comunitarios, en ausencia de otros. El hombre separado del hombre es una abstracción, una robinsonada. Por lo mismo, el mercado y el derecho son insuficientes para dar cuenta de lo humano, pues tienden a ver átomos allí donde hay seres sociales. Y aquí reside también la confusión de la izquierda, que no duda en sumarse a una enorme empresa de demolición de todo aquello que no responda a la estricta autonomía del individuo aislado.
Para explicar esto, el francés recurre al concepto orwelliano de doble pensamiento: cada vez que la izquierda promueve una liberación jurídica de las costumbres, permite una consecuente expansión del mercado. Así, por ejemplo, si la izquierda se muestra favorable a la maternidad subrogada, arguyendo que cada mujer es “dueña de su cuerpo”, en los hechos amplía los límites del mercado, pues habrá un nuevo intercambio monetario a cambio de dicha prestación (como de hecho ocurre). Para Michéa, el liberalismo económico defendido por la derecha (que exige la abolición de todos los límites para la expansión del mercado) y el liberalismo cultural promovido por la izquierda (que exige la abolición de todos los límites para el despliegue de la autonomía), son parte de una misma dinámica imposible de disociar. El caso de la inmigración es especialmente nítido, pues en ese debate suelen converger los economistas liberales (interesados en mantener una elevada oferta de mano de obra) y los intelectuales de izquierda (que sueñan con un mundo sin fronteras ni naciones).
Mientras la idea de movimiento perpetuo fascina a las élites –sobre todo desde Mayo del 68–, los sueños del pueblo siempre están conectados con sus comunidades de origen.
Como bien notan los autores de Michéa l’inactuel, estos dos tipos de liberalismo comparten algunos paradigmas. Por un lado, ambos asumen un imaginario dominado por la exaltación de la movilidad (que, como bien advirtiera Marx, es la característica propia del capitalismo: “Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado”). Lo fijo, lo arraigado, lo enraizado, equivale a un encierro tan peligroso como sospechoso. La idea es abrirse constantemente a lo otro y a lo distinto: de allí que el viaje se haya convertido en una especie de mantra contemporáneo. Si la movilidad ha de ser absoluta, es porque hemos perdido la noción misma de límite: el individuo contemporáneo ve en cualquier límite un atentado al despliegue de su autonomía. Emerge naturalmente una concepción prometeica de lo humano, que se funda en la promesa según la cual cada nueva transgresión esconde un mañana mejor.
Si se quiere, aquí reside la distancia que separa cada vez más a las élites de las masas: mientras las primeras sueñan con una autonomía total y desvinculada, las segundas sienten apego por sus tradiciones y sus identidades. Mientras la idea de movimiento perpetuo fascina a las élites –sobre todo desde Mayo del 68–, los sueños del pueblo siempre están conectados con sus comunidades de origen. No es raro, en ese contexto, que la izquierda ya no logre captar la adhesión del pueblo, pues su agenda progresista no guarda ninguna relación con él. La izquierda suele indignarse por el auge de los llamados populismos de derecha, sin comprender que su propia actitud tiende a alimentarlos. Si Deleuze podía decir que, para superar el orden fundado en la libertad económica, se hacía necesario “ir aún más lejos en el movimiento del mercado”, Jean-Claude Michéa cree que eso solo refuerza en los hechos el dispositivo que se pretende combatir. Dicho de otro modo, la lógica de la vanguardia y de la emancipación infinita será siempre cooptada por el capitalismo, y la transgresión rebelde no es más que un modo más o menos disimulado de conformismo social (¿hay algo menos rebelde que declararse rebelde?). El motivo fundamental es, según el francés, que la izquierda “no termina nunca de comprender que la ilimitación del reino del valor de cambio requiere precisamente la liberalización completa de costumbres y la extensión indefinida de la esfera de derechos”.
De aquí se sigue una serie de consecuencias dignas de ser notadas. El imperio del derecho, por ejemplo, tiende a retrotraernos a la guerra hobbesiana de todos contra todos, pues siempre podremos sentirnos víctimas de una nueva discriminación, y carecemos de cualquier elemento objetivo que pueda zanjar nuestras disputas. Así se explica la curiosa tendencia de las sociedades contemporáneas a codificar y regular hasta el delirio los más mínimos detalles de la vida común, al mismo tiempo que se aspira a aumentar los espacios de autonomía. De algún modo, y aquí Michéa recoge una vieja idea de Castoriadis, la sociedad capitalista solo subsiste en la medida en que hereda ciertos tipos humanos (el funcionario honesto, el ciudadano comprometido) que no puede recrear por sí sola, pues diluye cualquier fundamento que permita la emergencia de disposiciones portadoras de virtud.
El francés no tolera, por ejemplo, el eterno discurso de la deconstrucción cultural, que supone sistemáticamente que en todo lo dado se esconde una opresión. Michéa piensa, por el contrario, que es precisamente desde las instancias que admiten el carácter limitado de lo humano que puede articularse algo así como una resistencia a la globalización capitalista.
Solidaridad y gratuidad
En este contexto, no es de extrañar que Michéa reserve sus dardos más venenosos –su pluma es de una ironía deliciosa– a toda la intelectualidad de izquierda (Bourdieu, Foucault, Derrida y Deleuze, entre muchos otros) que, desde hace décadas, ha enarbolado la transgresión de todos los límites y la superación de todas las identidades como el modo de combatir la cultura capitalista, sin nunca percatarse de que la estaba reforzando. El francés no tolera, por ejemplo, el eterno discurso de la deconstrucción cultural, que supone sistemáticamente que en todo lo dado se esconde una opresión. Michéa piensa, por el contrario, que es precisamente desde las instancias que admiten el carácter limitado de lo humano que puede articularse algo así como una resistencia a la globalización capitalista, y recurre a un nutrido grupo de autores para elaborar esta perspectiva crítica. Así, desfilan por sus páginas Guy Debord, Christopher Lasch, Marcel Mauss, Karl Polanyi y George Orwell. De este último toma el concepto de common decency, que busca reivindicar la existencia, en las clases populares, de un sentido innato de la solidaridad que la filosofía liberal no puede explicar ni promover.
A partir de los trabajos de Mauss, Michéa le atribuye una importancia fundamental al concepto de don: lo humano estaría marcado por relaciones de gratuidad. Sin embargo, nada de esto cabe en las categorías que dominan la discusión contemporánea, categorías que solo ven individuos, y según las cuales el mercado y el derecho encarnarían algo así como el estadio último de la humanidad. Esto explica el extravío constante de la izquierda, que ha decidido abandonar la causa de los débiles, por una filosofía progresista que está condenada de antemano a ser capitalista.
De más está decir que el pensamiento de Michéa ha sido objeto de polémicas muy duras (muy bien reseñadas en el último capítulo del libro mencionado). Los juicios del francés suelen ser exagerados y tiende a condenar de modo sumario a pensadores que merecerían un análisis más detenido. Pero, en rigor, el valor de los erizos reside precisamente en su capacidad de iluminar las cuestiones que los obsesionan. Michéa refresca todas las discusiones que aborda, pues su escritura no responde a ningún conformismo intelectual ni académico: es un hombre libre. Y esa libertad lo convierte en imprescindible.
En una de las numerosas confrontaciones que el filósofo György Lukács tuvo con la Escuela de Frankfurt, acusó a Adorno y sus compañeros de refugiarse en el Gran Hotel Abismo. La imagen evoca a los miembros de la Escuela de Frankfurt en el balcón de un elegante hotel burgués, desde el cual, protegidos por la altura y las barandas, observan con distancia los sucesos de la calle. Rodeados y agasajados por una serie de lujos y comodidades, se despliega a sus pies un despeñadero, figura que para Lukács contenía los estragos causados por el capitalismo. Pero los pensadores de Frankfurt, inmunes a la crítica, no abandonan la protección de su guarida.
Para Lukács, este cuestionamiento vale también para cierto marxismo occidental que no le parece más que una moda intelectual que, por su alto grado de abstracción, no logra penetrar en la vida política y social.
La imagen del hotel y el abismo, de la idealización y la protección, seguiría persiguiendo a la Escuela de Frankfurt, movimiento teórico fundado por Leo Löwenthal, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, y al que se vinculan pensadores como Walter Benjamin, Erich Fromm y Herbert Marcuse, entre otros. Lo que se les cuestionaría una y otra vez a los frankfurtianos, y que sigue siendo el problema para muchos teóricos que en su sentido más amplio se consideran marxistas, es la distancia entre teoría y praxis, entre filosofía y política, entre abstracción y revolución, entre palabra y acción.
Un Adorno ya entrado en la sesentena, reinstalado en su Alemania natal y trabajando en el Instituto de Investigación Social refundado en 1950, se ve complicado con los movimientos estudiantiles de fines de los años 60. No empatiza con los métodos desplegados por los jóvenes, que le recuerdan el fanatismo y la violencia que lo exiliaron de su patria en 1933. Los estudiantes, por su lado, no pueden entender que todo el pensamiento nuclear de la Teoría Crítica Frankfurtiana –vinculado a descreer de la autoridad y de la administración del saber, en pos de la conquista de libertad e independencia intelectual– ahora se atrinchera en las aulas, en lugar de apoyar la acción callejera: el cambio resulta imperioso.
Adorno desde Frankfurt y Marcuse desde California debaten en su intercambio epistolar acerca de estos movimientos que vinieron a coronar esa gran década de transformaciones y rebeldía. Marcuse apoya a los estudiantes, convirtiéndose en un ícono, e intenta hacer entender a “Teddy” que está equivocado. Sobre todo respecto del episodio que volvió especialmente antipático a Adorno frente a los ojos de los estudiantes: cuando él y Horkheimer hicieron desalojar un salón ocupado por estudiantes movilizados por las fuerzas policiales. Más allá de los argumentos, Marcuse no logra comprender a su antiguo amigo y compañero ideológico. Y la situación en la universidad escala hasta el punto en que Adorno, para tratar de aplacar los ánimos, ofrece una conversación “dialéctica” al estudiantado, consistente en que los jóvenes le formulan preguntas y él las responde. Sin embargo, el acto se interrumpe por abucheos al profesor. En el auditorio se despliegan lienzos que lo desacreditan y acusan de conservador. El episodio termina cuando tres estudiantes mujeres se suben a la tarima, con sus pechos descubiertos, y rodeando a Adorno le tiran pétalos de flores. El filósofo se retira indignado y, para intentar recuperar algo de calma, viaja con su mujer, Gretel, compañera de toda la vida, a los Alpes, donde morirá de un infarto al corazón. Era el año 1969 y Theodor W. Adorno tenía 64 años.
Los fundadores de la Escuela de Frankfurt demonizan la fuerza del capital, en circunstancias de que había sido este, precisamente, el que les posibilitó a sus hogares alcanzar una bonanza económica y un reconocimiento social que les aseguraba las opciones de estudiar y formarse.
Herederos de Marx y Freud
Este tipo de anécdotas, entretejidas con una revisión de las obras más importantes de la Escuela de Frankfurt y de los pensadores afines a ellos, dan vida a Gran HotelAbismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt, un ensayo cautivante y a ratos provocador del periodista británico Stuart Jeffries.
A muchos ha fascinado esta historia de un grupo de jóvenes, pertenecientes a familias judías asimiladas, todos hijos de grandes empresarios y dueños de florecientes negocios, que, provenientes de distintas disciplinas, deciden constituir una cofradía intelectual, inspirados en sus lecturas de Marx y Freud, y atravesados por la decepción política tras el fracaso de la revolución socialista en Alemania. Jóvenes que confiaban en que la única forma de transformar la realidad era sometiéndola a un escrutinio que hiciera visibles las contradicciones del orden social. Y se encomendaban sin reservas a la multidisciplinariedad, antes de que el cruce de saberes se convirtiera en una especie de marca en el mercado académico.
Aquí es donde nace la idea de una forma de pensamiento que se sigue repitiendo como si de una fórmula mágica se tratara, la de la teoría crítica; una teoría volcada hacia la transformación social, una crítica sin concesiones, que visibilice la creciente administración de la vida y la subyugación cada vez más completa a las medidas del sistema capitalista.
La historia que relata Jeffries comienza en los albores del siglo XX, donde las familias Wiesengrün-Adorno, Horkheimer, Benjamin y Pollock llevan vidas más o menos similares en Berlín. En muchos casos, los fundadores de la Escuela de Frankfurt deciden acentuar sus raíces judías, si bien sus familias más bien las habían dejado atrás; también demonizan la fuerza del capital, en circunstancias de que había sido este, precisamente, el que les posibilitó a sus hogares alcanzar una bonanza económica y un reconocimiento social que les aseguraba las opciones de estudiar y formarse.
Para Jeffries, este complejo de Edipo originario de la Escuela de Frankfurt será constitutivo de su pensamiento e ilustrativo de algunas de sus contradicciones irresolubles. A fin de cuentas, es con el dinero de estos negociantes asimilados que los hijos pueden materializar su proyecto intelectual.
A fines de los 60 Herbert Marcuse se convirtió en un ícono de los estudiantes, al revés de lo que sucedía con Theodor W. Adorno.
Los estudiosos que se reúnen en torno al Instituto de Investigación Social, bajo su primer director, Carl Grünberg, en 1924, también comparten el hecho de no haber combatido en la Primera Guerra Mundial. “Eran en su mayoría demasiado jóvenes, demasiado afortunados o demasiado astutos para servir durante la guerra en puesto alguno”, escribe Jeffries.
Al convencimiento de que el proletariado alienado no podría nunca fungir como protagonista de una futura revolución social, se le suma en la misma década del 20 un antisemitismo cada vez más palpable y agresivo. Es a fines de esos años y comienzos de los 30 que los intelectuales de la Escuela de Frankfurt, sobre todo Adorno, vuelcan su interés más hacia el arte, como único refugio donde –desde la negatividad– podía ofrecerse alguna resistencia a un sistema que parecía condenado a reproducirse. Bajo la dirección de Horkheimer el Instituto se vuelve verdaderamente interdisciplinario y, a pesar del clima político –o quizás justamente debido a esas adversidades–, alcanza su momento más célebre: junto a Horkheimer y Adorno, se encontraban Leo Löwenthal, Erich Fromm y Herbert Marcuse. Además, Walter Benjamin, Ernst Bloch, Siegfried Kracauer y Wilhelm Reich colaboraban desde sus diversos ámbitos.
A comienzos de la década del 30 y cada vez más amenazados por el nacionalsocialismo, los frankfurtianos se dedican a pensar las condiciones de posibilidad del auge de una figura como Hitler, el vínculo de su éxito con la tecnología y la utilización de recursos estéticos por parte del régimen nazi. Nada, sin embargo, los salvará de que en el año 1933 la policía cierre el Instituto y comience el éxodo de sus integrantes.
El exilio
Quizás otro de los episodios más fascinantes de esta historia contada por Jeffries sea el exilio norteamericano de varios de los intelectuales de la Escuela de Frankfurt. Incluso sus figuras emblemáticas, Horkheimer y Adorno, escriben en EE.UU. la obra más conocida de la Teoría Crítica, su Dialécticade la Ilustración.
Con una pasada por Nueva York, Horkheimer y Adorno se establecerán ya en los 40 en California, donde coincidieron con un grupo importante de exiliados alemanes, entre otros, Thomas Mann, Arnold Schönberg, Bertolt Brecht y Fritz Lang. Una fuerza de atracción algo voyerista y mórbida resulta de imaginarse a este grupo de alemanes en Los Ángeles, en muchos sentidos una de las ciudades emblemáticas de la cultura norteamericana, que no lograban adaptarse al ambiente que los rodeaba y que añoraban el viejo mundo, a pesar de que este se hundía en la barbarie.
La Dialéctica de la Ilustración articula una crítica a la razón ilustrada, devenida razón instrumental sin capacidad de cuestionarse a sí misma y por lo tanto reproductora de un pensamiento mítico incuestionable, con un análisis descarnado de Hollywood y de supuestas formas artísticas subyugadas a la industria cultural.
La Dialéctica de la Ilustración articula una crítica a la razón ilustrada, devenida razón instrumental sin capacidad de cuestionarse a sí misma y por lo tanto reproductora de un pensamiento mítico incuestionable, con un análisis descarnado de Hollywood y de supuestas formas artísticas subyugadas a la industria cultural.
Solo esta profunda incapacidad de adaptación y la nostalgia de los modos europeos en su más amplio sentido, hacen comprensible el regreso de Adorno y Horkheimer a su Alemania natal, donde en 1950 el Instituto reabre sus puertas en Frankfurt, con los dos autores de la Dialéctica en calidad de codirectores. La situación para los regresados del exilio no era fácil. Alemania negaba su pasado reciente, y el pesimismo de Adorno en su pensamiento no contaba con muchos adeptos. Ni siquiera a los sobrevivientes de Auschwitz, como a Jean Améry, la famosa aseveración de Adorno de que la poesía no era posible después del Holocausto, les parecía una manera fructífera de impulsar la reflexión sobre lo ocurrido.
Para comprender la responsabilidad alemana en la matanza sistemática de judíos y los estragos de la Segunda Guerra Mundial, los jóvenes se arriman a las teorías de Marcuse, que parecían abrir un horizonte más optimista que las ideas de Adorno. Quizás la suplantación de la figura de Adorno por la de Habermas en la segunda generación de la Escuela de Frankfurt, refleje también esa necesidad de una teoría más constructiva, que recupere algo de la confianza en el diálogo y la comunicación.
La historia de la Escuela de Frankfurt, de alguna manera, no es una historia feliz, y así lo muestra Jeffries en el recorrido exhaustivo que hace por sus tramas. Cuando al final de su libro retoma el planteamiento que hiciera Jameson, al proponer que “la pregunta sobre la poesía después de Auschwitz ha sido reemplazada por la de si es posible soportar la lectura de Adorno y Horkheimer al borde de la piscina”, abre un horizonte sombrío.
El mundo que a fines de los años 40 dibujaran Horkheimer y Adorno en su Dialéctica parece haberse acentuado. Por un lado, vivimos en una sociedad cuyo volcamiento al consumo es innegable. Por el otro, la academia con su paperización, su obsesión por los índices y las indexaciones, la financiación casi exclusiva de la investigación vía proyectos concursables y la fijación en los rankings, calza absolutamente con lo que vaticinaban los frankfurtianos: el conocimiento se mide por su funcionalidad, siguiendo una lógica más reproductiva que creativa. El arriesgarse no forma parte de las actitudes valoradas al momento de adentrarse en el saber. El conocimiento es “producido”, como si de cualquier otra mercancía se tratase, y ya varios académicos e investigadores se han convertido en marcas a transar en el mercado, apoyados por plataformas y redes sociales en las que sube y baja su valor según la productividad y la pertenencia a redes.
Si bien el tono de Horkheimer y Adorno puede parecer en ciertos pasajes anacrónico, la agudeza con que observaron la realidad que se estaba gestando es sorprendente. Y si el diagnóstico realizado no era bueno, el pronóstico que podemos aventurar hoy tampoco es mucho mejor. Quizás, incluso, se ha añadido un agravante: hoy en día pareciera formar parte del buen tono cierto pesimismo y desconfianza de los intelectuales respecto de su propio quehacer, como si nos acomodáramos en el malestar. Y cada vez resulta más difícil formar comunidades de pensamiento, desde las cuales elaborar una crítica conjunta, atomizados y atrincherados, como estamos, en nuestras pequeñas parcelitas del saber concursable.
Imagen de portada: Horkheimer junto a Adorno en Heidelberg (1965).
Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt, Stuart Jeffries, Turner, 2017, 496 páginas, $23.800.
Santiago de Chile, 21 de marzo de 2019.
Carta abierta al señor Presidente de la República
Exmo. Señor Sebastián Piñera y Señora Cecilia Morel
Presidencia de la República de Chile
De mi consideración:
He recibido su invitación a participar en un almuerzo en La Moneda con ocasión de la visita del Presidente de Brasil Señor Jair Bolsonaro.
Brasil es un país que he aprendido a admirar profundamente en su historia, su gente, su diversidad social, étnica, cultural a lo largo de treinta años de trabajo como investigadora en diversos estratos de su población, a lo largo y ancho del territorio. Tengo premios internacionales en relación a ello.
Digo esto para explicarles mi negativa a participar del almuerzo en honor al Presidente Bolsonaro al que me invitan.
No voy a referirme a las desafortunadas y ya divulgadas expresiones del Presidente Bolsonaro relativas a la mujer, sus discriminadoras frases respecto de otros géneros y etnias que no respondan a su concepción de superioridad del sujeto hombre (macho), blanco, heterosexual y occidental. Responden a una pérdida de privilegios, a la amenaza que se percibe en el empoderamiento logrado por estos sectores en las últimas décadas, como bien lo ha señalado la analista brasileña Eliane Brum. Tampoco a sus afirmaciones sobre la tortura y la muerte, que de tan graves caen en la caricatura.
Los últimos veinte años los he dedicado a la Amazonía, esa tierra paradisíaca que vio Euclides da Cunha, en donde el ser humano es “un intruso impertinente”. Como es sabido más allá de su riqueza cultural, se trata de un lugar de yacimientos minerales enormes. De uno de los mayores reservorios de biodiversidad del planeta, fundamental para su equilibrio climático, que, de acuerdo a un estudio reciente de la Universidad de Leeds, desde 1980 ha absorbido aproximadamente 430 millones de toneladas de carbono por año, es decir, cuatro veces las emisiones del Reino Unido. En medio del aumento del calentamiento global, el Presidente Bolsonaro apunta al retiro de su país del tratado de París y se suspende la Cumbre del Clima (COP25) con sede en Brasil, que dice relación con esto, lo que significa negar su importancia.
Sus proyectos empresariales en relación a la Amazonía no encierran menos peligro. Su intención es desarrollar la Amazonía “improductiva” y “desértica” a través de megaproyectos como el llamado Barón de Rio Branco en el río Trombetas. Construcción de represas y carreteras que favorecen a los cultivadores de soya, sus apoyos electorales. No existen para él las comunidades indígenas ni quilombolas que a través de decenas de años de lucha y cientos de años en el lugar han logrado demarcar sus tierras. Ya no hay protección. La institución demarcadora ahora es el Ministerio de Agricultura. El lobo cuida las ovejas. Las tierras públicas pasan a manos privadas y se abre la Amazonía a la explotación de soya, ganado y minerales. Estas decisiones ya tienen antecedentes en ese país: comienza la destrucción de la selva y el curso de los ríos, con sus consecuencias, la entrada de los taladores ilegales, la minería ilícita, la ganadería destructora, como lo fue en Acre con la desaparición de los castañales, los robos de madera con camiones sin patente por la selva y los troncos flotando sobre los ríos. El paraíso se vuelve infierno, y ese infierno nos incorpora a todos.
No voy a extenderme, señor Presidente. Solamente quiero explicar por qué no asistiré a la invitación al almuerzo del día sábado 23 de marzo de 2019, en La Moneda, en honor al Presidente Bolsonaro, al que tan gentilmente ustedes me invitaron.
Le saluda atentamente
Ana Pizarro
Doctora de la Universidad de París
Ex-Académica de la Universidad de Santiago de Chile
¿Cómo es posible que en nuestro país conviva una serie de estudios que revelan la escasa movilidad social que existe con un discurso de cierta élite que invoca, una y otra vez, el valor del esfuerzo y la creatividad como elementos fundamentales para el éxito profesional? La respuesta es compleja, un nudo en el que se encuentran tradiciones, discursos políticos, realidades económicas y percepciones individuales. Aunque los hallazgos indiquen la persistencia de la desigualdad, hay quienes insisten en lo contrario.
por óscar contardo
Hace 10 años publiqué Siútico, un libro sobre las arbitrariedades de las jerarquías sociales y la manera en que una élite dispone de una economía del respeto altamente codificada. Por “economía del respeto” me refiero a reglas y normas no escritas a las que somete a los individuos que pretendan acercarse a la cúspide social, y que esencialmente distingue entre los merecedores de respeto y los dignos de sospecha. En esa voluntad de escalar siempre habrá un atrevimiento, un ansia que rápidamente es controlada por custodios voluntarios de los límites: quienes no cumplan con los requisitos adecuados no merecerán ser tomados en cuenta, incluso serán carne de burla.
Pero, ¿cuáles son esos requisitos que distinguen a unos de otros? Una serie de atributos que no dependen de la persona, ni de sus talentos o trabajo, sino de su origen de nacimiento y de las consecuencias que acarrea ese origen en Chile: aspecto físico más o menos europeo, un rostro más o menos mestizo; apellidos vinculados a determinado linaje históricamente hegemónico en la historia del país; el colegio y la cercanía con un ambiente específico de privilegios.
Ese origen siempre será fácilmente rastreable para los encargados de guardar las barreras; mal que mal, se trata de un país con poca población, aislado, en donde existe solo una gran ciudad y, por lo tanto, un único centro de poder, sin contrapeso, que es el que habita la clase dirigente.
El libro Siútico seguía la historia de una palabra burlona local, aplicada usualmente a quienes aspiraban a medrar socialmente, es decir, quienes serían sometidos a la inspección de los guardabarreras que incluso habían acuñado esa expresión para señalarlos y mofarse de ellos.
El libro Siútico seguía la historia de una palabra burlona local, aplicada usualmente a quienes aspiraban a medrar socialmente, es decir, quienes serían sometidos a la inspección de los guardabarreras que incluso habían acuñado esa expresión para señalarlos y mofarse de ellos. Eso hicieron los enemigos del Presidente Balmaceda, cuando decidió nombrar en el gabinete a ministros de un origen distinto al habitual: eran los Balmasiúticos. Del mismo modo fueron apodados quienes se enriquecieron con las minas de plata y el comercio en el siglo XIX, la clase media ilustrada del siglo XX y los inmigrantes italianos, árabes y judíos que hicieron fortuna en un par de generaciones, logrando notoriedad no solo comercial, sino también académica, profesional y política. De hecho, uno de los aspectos que más me llamó la atención durante la investigación del tema era la cantidad de leyendas que circulaban entre personas de clase alta, que tenían como tema la humillación de los advenedizos. Entendí que la función de esas leyendas era doble: por un lado, reforzaban el sentido de pertenencia de quienes conocían esas historias y podían relatarlas con pelos y señales; el solo hecho de transmitirlas les daba un estatus especial que disfrutaban compartiendo conmigo. El segundo valor era dejar establecida una advertencia: esto les pasó a los que se atrevieron a irrumpir en un círculo que, supuestamente, no les correspondía.
Mientras preparaba el libro, era curioso comprobar el modo en que esa pequeña historia social lograba ensamblarse perfectamente con los estudios de investigadores que desde su disciplina –economía, sociología– estudiaban las dificultades que tenían los estudiantes de ingeniería comercial que no contaban con los atributos de origen, para lograr cargos gerenciales o directivos. Desde fines de los 90, la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile difundía cada tanto un hallazgo en ese sentido: de un lado, alumnos mediocres pero de un origen familiar privilegiado no enfrentaban ningún obstáculo para encumbrarse; del otro lado, alumnos brillantes académicamente no encontraban un lugar en las gerencias ni menos aún en los directorios.
Ya en 2003, un estudio privado indicaba que para llegar a “posiciones de liderazgo” en grandes empresas se necesitaba haber estudiado en alguno de los 10 colegios más prestigiosos del país. Ninguno de esos establecimientos era subvencionado, ni menos aún público: sus alumnos eran los hijos de padres que también habían estudiado allí o de familias que tenían los recursos para costearlos. Todos esos colegios quedaban en alguna de las cuatro comunas más ricas del país. Es decir, un área incluso geográficamente restringida a una parte de la capital. A partir de los años dos mil, los estudios sobre la pertenencia social de quienes ejercían el poder se multiplicaron y demostraban, una y otra vez, que se trataba de un círculo pequeño que había estudiado un par de carreras profesionales en un puñado de universidades. Las excepciones, escasas, eran mostradas como ejemplos de un supuesto cambio a cuentagotas frente a los índices de desigualdad extrema que ponían a Chile en el grupo de países con peor distribución del ingreso del mundo.
Ya en 2003, un estudio privado indicaba que para llegar a “posiciones de liderazgo” en grandes empresas se necesitaba haber estudiado en alguno de los 10 colegios más prestigiosos del país. Ninguno de esos establecimientos era subvencionado, ni menos aún público: sus alumnos eran los hijos de padres que también habían estudiado allí o de familias que tenían los recursos para costearlos.
Una destacada abogada me dijo, luego de leer Siútico, que pese a haber ganado los principales premios de su generación en la Escuela de Derecho más prestigiosa del país, no se le hizo fácil encontrar un trabajo a la altura de sus logros. Aunque postuló a todos los estudios privados más importantes de Santiago, nunca fue considerada. Cumplía con los requisitos académicos, pero no con los sociales. A la larga emigró y pudo hacer una carrera en Europa.
Un testimonio similar me dio otro hombre que me escribió desde Estados Unidos para contarme que él había sufrido algo parecido, pero como profesional técnico. Me dijo que había iniciado su carrera en un hotel de Santiago. Su gestión fue exitosa. Trató de ascender, pero no lo lograba, hasta que una compañera de trabajo revisó su currículum y le advirtió el error: anotaba como residencia la dirección de sus padres, en una comuna popular de Santiago. Cuando cambió ese detalle, logró un mejor empleo. Luego se fue de Chile.
¿Ha cambiado Chile en estos 10 años?
Muy poco. Quizás el principal cambio es que cada vez hay más mediciones que confirman la brecha, dan nuevos datos sobre los alcances de la desigualdad y relacionan esas distancias con síntomas como la desconfianza en las instituciones. Así lo hizo en 2015 el Centro de Estudios para el Conflicto y la Cohesión Social (COES), que agrupa a investigadores de cuatro universidades. Entre los hallazgos del informe difundido ese año se contaba uno particularmente interesante: por una parte, el 93% de los encuestados indicaba que el esfuerzo era esencial para progresar y que el origen social era secundario; por otra parte, la mayoría pensaba que las personas no obtenían lo que se merecían por su trabajo y solo un 23% creía que existía igualdad de oportunidades. De alguna manera, los chilenos parecían convivir con dos percepciones que entraban en conflicto, pensaban al mismo tiempo que lo principal es el trabajo para progresar, pero que no existía una retribución para el esfuerzo.
Capitalismo jerárquico
En 2016, el economista Ricardo Hausman, profesor de Harvard, escribió en su cuenta Twitter la siguiente declaración: “¿Por qué Chile no crece? Porque está lleno de chilenos”.
Hausman explicó que el nuestro no era un país con inmigrantes, dando a entender que eso era necesario para prosperar económicamente. Por defecto, estaba aludiendo a que la población interna, la de siempre, no estaba culturalmente orientada a aceptar nuevas ideas o provocar cambios necesarios para que el país avanzara hacia nuevos estados de desarrollo. La economía era el síntoma de una mentalidad establecida, de una cultura del poder que castigaba lo nuevo, lo distinto, lo crítico y lo juzgaba como algo indeseable, desdeñable, algo que se tenía que evitar o que había que dominar rápidamente a través de distintos métodos, todos ellos relacionados con el origen de clase.
El economista del MIT Ben Ross Schneider añadiría tiempo después otra manera de mirar el mismo fenómeno, al advertir en una entrevista que Chile era un ejemplo clásico del “capitalismo jerárquico”, distinto de aquel capitalismo del sudeste asiático o de Estados Unidos. Esta variante, muy común en Latinoamérica según Schneider, tiende a privilegiar la explotación de materias primas, y a inhibir la investigación y el desarrollo, iniciando una cadena productiva que solo reproduce lo que siempre se ha hecho: extraer piedras, cortar madera, atrapar pescados, podar frutales y criar vacas. La versión jerárquica del capitalismo frena las especializaciones de los trabajadores de los sectores medios y populares, y mantiene el dinero y el poder en los grupos tradicionalmente privilegiados. Según esta descripción, el ascenso tiene, además de las vallas culturales asociadas al estatus y el origen de clase, barreras económicas estructurales muy difíciles de superar. Todo indica que llegar a la cumbre es imposible desde la base, primero porque el camino es demasiado escarpado y segundo porque la misma cumbre no se deja ver. Eso se desprende de las declaraciones del economista Dante Contreras, que en agosto de 2018 fue entrevistado en La Segunda sobre el tema. El título de la nota era “La desigualdad que estamos registrando está subestimada”. Frente a la pregunta sobre el aumento en la desigualdad que mostró la última encuesta Casen, el economista respondió:
Invocar la meritocracia desde el balcón de los privilegiados es una actividad que se volvió costumbre no solo en Chile, y ha sido criticada desde distintos flancos. El sociólogo norteamericano Shamus Khan describe esta actividad como una especie de autojustificación de las élites, una forma de validarse a sí mismas.
—La Casen mide muy mal los ingresos altos. La tasa de respuesta en las comunas de más altos ingresos está cerca de 30%. Eso lleva a que las medidas de desigualdad sean cuestionables. El uso de datos administrativos, como los del Servicio de Impuestos Internos, es más adecuado.
—Pero si se mide mejor la clase alta, ¿la desigualdad podría ser mayor?
—Sí. A mi juicio, la desigualdad que estamos registrando desde mediados de los 2000 está subestimada.
Pese a estos antecedentes, si hay algo que ha prosperado en las últimas décadas en Chile es el discurso de la “meritocracia” como pasaporte a la prosperidad, sobre todo en los ámbitos políticos conservadores de centro derecha: según sus principales dirigentes la clave para la movilidad social está en esforzarse, estudiar mucho, trabajar más y triunfar. El Estado debe entonces brindar oportunidades.
La pregunta que surge entonces es: ¿cómo es posible que conviva una descripción de los hechos tan hostil a la movilidad social, con un discurso de cierta élite que invoca una y otra vez el valor del mérito como fundamental para la movilidad social? La respuesta a esto es compleja, un nudo en el que se encuentran tradiciones, discursos políticos, realidades económicas y percepciones individuales.
Desde el balcón
Invocar la meritocracia desde el balcón de los privilegiados es una actividad que se volvió costumbre no solo en Chile, y ha sido criticada desde distintos flancos. El sociólogo norteamericano Shamus Khan describe esta actividad como una especie de autojustificación de las élites, una forma de validarse a sí mismas. A través del concepto, mantienen inalterable el statu quo y a la vez intentan convencer al resto de que su situación es el resultado del trabajo duro que han hecho a lo largo de sus vidas, y no sencillamente una condición heredada que los dispone en sitiales llenos de oportunidades. De hecho, durante su campaña presidencial, Donald Trump maquilló su biografía, sugiriendo que nunca recibió la millonaria herencia paterna que tuvo como base para construir su propio imperio económico. Localmente, el millonario Francisco Javier Errázuriz repitió hasta el hartazgo que su fortuna la había iniciado vendiendo pollitos desde niño y no gracias a su pertenencia social.
Esta idea –en cuyo núcleo mismo yace la desigualdad, según Khan– es posible de pispar en entrevistas a los herederos de las grandes fortunas en donde suelen insistir lo mucho que han trabajado, sugiriendo de paso, que si todos fueran tan laboriosos como ellos, seguramente lograrían fortunas similares.
Estos ejemplos demuestran que la percepción de la propia realidad individual puede ser un asunto diferente al de la realidad de los hechos. Un espejo curvo que deforma el reflejo.
Es común en el discurso público chileno que personas que nacieron en familias de clase alta, fueron a colegios privados caros y a facultades elitistas, se pongan ellos mismos de modelos a seguir, como forjadores abnegados de su propio destino. Lo dicen incluso frente a personas de ingresos medios, aquellos que viven con pánico de que sus hijos acaben estudiando en una escuela municipal.
“Entre el primer decil y el noveno, la gente se mueve. De la clase baja a la media. Pero pasado el décimo decil, no. Allí hay barreras de cierre que no son muy franqueables en una generación. Tomaría entre tres y seis generaciones lograrlo”, dice el investigador del Instituto de Sociología de la Universidad Católica Juan Carlos Castillo.
¿Por qué recrear una fantasía tan irracional?
Porque pueden hacerlo. Y porque, por lo general, nadie los enfrentará en las contradicciones de sus discursos: hacerlo significaría caer en la ignominiosa categoría del “resentido social”. En Chile tratar a alguien de “resentido” es la manera más eficaz para acallar la crítica o incluso el mero hecho de constatar las injustas desigualdades. Una cosa es que esas desigualdades existan, otra que se perciban y una última que se describan.
Realidad y percepción son dos dimensiones que tienen puntos de unión, pero que se mueven independientes, como una puerta de dos hojas.
En el seminario titulado “Los cambios del poder”, organizado en agosto de 2018 por el diario La Tercera, la historiadora Lucía Santa Cruz dijo durante su intervención que en Chile “la clase ya no es un factor persistente que condiciona la existencia”. Añadió que en las últimas décadas se había avanzado desde un país con amplios números de pobreza a ser “un país de clases medias”. Aseguró que Chile pasó a ser una sociedad más moderna, en la que “predomina un sistema de premios al esfuerzo, al mérito y a la capacidad”, y donde “la composición de los diversos grupos está en permanente flujo”.
Cuando leí su comentario recordé una nota de prensa de principios de 2018 que anunciaba el gabinete de Sebastián Piñera. El artículo hacía hincapié en los colegios en los que habían estudiado los ministros recién nombrados: eran los mismos colegios de los que solían salir los directivos de las grandes empresas. La historiadora parecía querer extender el incuestionable mejoramiento material de las condiciones de vida de los chilenos más pobres en las últimas tres décadas, a un ámbito muchísimo más complejo, como es el del ascenso social a la élite.
El investigador del Instituto de Sociología de la Universidad Católica Juan Carlos Castillo, indagó en el ámbito de las percepciones de la desigualdad. Castillo, quien también es parte del COES, me explicó que pese a la frecuencia con que se usa el término “meritocracia”, no es un concepto muy desarrollado: “En sociología se encuentran uno o dos libros súper antiguos sobre la meritocracia. Pero nadie se dedica a investigar qué es lo que se entiende por meritocracia, qué es lo que hay detrás”.
–¿Qué sería, exactamente, una sociedad meritocrática? –le pregunté.
–Creo que se asume que existe meritocracia donde existe movilidad social. El tema es cuánta movilidad social se tiene que dar, y la verdad es que investigación sobre ese punto hay muy poca –agregó Castillo, quien a través de estudios y encuestas ha logrado constatar un hecho que él califica de “contra-intuitivo” y que se repite en distintas sociedades con mayor o menor intensidad: las personas que más perciben desigualdad salarial no son las más pobres, sino las más ricas, las que cuentan con mayores ingresos.
Según él, esta distorsión se explicaría porque para las personas de menos ingresos y con poca educación es muy difícil percibir cuánto sería el salario de un gerente de una empresa. Muchos no pueden siquiera llegar a imaginar un ingreso mensual tan alto como el que efectivamente puede llegar a recibir un ejecutivo bien remunerado. Otra explicación probable es de orden psicológico: para quienes tienen ingresos muy bajos sería difícil vivir el día a día sabiendo que alguien gana 15 o 20 millones mensuales. Sea como fuere, esta brecha entre la percepción de desigualdad y la desigualdad real ha disminuido en la última década: las personas en la base de la pirámide perciben cada vez con mayor precisión la diferencia que hay entre sus propios ingresos y los ingresos de quienes están en la cúspide de la pirámide. Le pregunté a Castillo si han logrado constatar la existencia de movilidad entre la base de la pirámide y la cúspide. Me explicó que dependía de los puntos de partida y los puntos de llegada: “Hay movilidad entre los segmentos de la base de la pirámide, pero también hay barreras infranqueables. Esto se suele graficar en términos muy brutales en deciles. Entre el primer decil y el noveno, la gente se mueve. De la clase baja a la media. Pero pasado el décimo decil, no. Allí hay barreras de cierre que no son muy franqueables en una generación. Tomaría entre tres y seis generaciones lograrlo”. Un rango de tiempo equivalente a 180 años, casi tanto como la propia historia de nuestra República.
El subtítulo del libro, “Crónicas del año en que actuamos peligrosamente”, se refiere a 2016. Fue el año en que los populismos de derecha golpearon la mesa y también el año en que Žižek, para indignación de muchos y admiración de pocos, postuló que un triunfo electoral de Trump auguraba un escenario “menos peor” que el de Clinton. Desde entonces la pregunta, pronunciada con cierto hartazgo, se ha vuelto recurrente: Bueno, ¿y qué propone Žižek?
Nada ha creado la izquierda del siglo XXI que pueda presentar como alternativa al capitalismo globalizado.
En este conjunto de ensayos, que amplía algunos ya publicados y presenta otros inéditos, Žižek termina de esclarecer su propuesta: “Asumir completamente la desesperanza”. Esto es, dejar atrás la “cobardía teórica” que sobrevino en la izquierda tras el fin de la historia, y que se expresa en el compulsivo hábito de vislumbrar “la proverbial luz al final del túnel”. Aun viendo, o no queriendo ver, que el único tren en marcha es el que viene en dirección contraria. Que los nichos académicos de “teoría radical” son tolerados por el poder porque sus ideas ladran pero no muerden. Que la falta de coraje reprochada a los políticos ha sido una excusa de muy baja ley para soslayar una carencia ante todo intelectual: nada ha creado la izquierda del siglo XXI que pueda presentar como alternativa al capitalismo globalizado.
Lo que sí ha creado son esperanzas, promesas de “revolución sin revolución” que Žižek se apresta a desmontar con los oficios de una mente brillante y una prosa apenas distanciada de la exposición oral. Como de costumbre, los grandes eventos políticos son desentrañados con la ayuda de chistes idiosincrásicos, películas de ciencia ficción y ensayistas de todo el mundo a los que el autor cita in extenso, para luego proceder a rebatirlos. Hegeliano y lacaniano, es decir, maestro en el arte de ponerlo todo al revés, su estrategia aquí es invariable: zambullirnos en un torbellino de inversiones dialécticas (la “verdadera pregunta” siempre es otra), para demostrar que vivimos una época de “pseudoconflictos”, de falsos antagonismos que han despolitizado los verdaderos.
Žižek concluye que las luchas antirracistas y antisexistas –cuyo potencial emancipador no pone en duda− simplemente no están disponibles para congeniar intereses con los trabajadores precarizados del mundo.
Sería así como las disputas en torno al terrorismo, la inmigración o la sexualidad han conseguido desplazar hacia la agenda liberal “humanitaria”, o hacia un espurio “choque de civilizaciones”, los antagonismos derivados de una división de clases a escala planetaria, a la que hoy solo podría desafiar un proyecto que regenere el ideal igualitario y en una perspectiva también global. Se adivina ya el conflicto que esto plantea al interior de la izquierda: “Debemos enfrentarnos a las limitaciones de las políticas de identidad, privándolas de su estatus privilegiado”.
Tras revisar sus posiciones, Žižek concluye que las luchas antirracistas y antisexistas –cuyo potencial emancipador no pone en duda− simplemente no están disponibles para congeniar intereses con los trabajadores precarizados del mundo. Constatar que la agenda trans copaba los medios progresistas en los meses previos a la victoria de Trump, le sugiere que la izquierda liberal se ha concentrado en “apartheids culturales y sexuales recién descubiertos tan solo para encubrir su completa inmersión en el capitalismo global”, a la manera del neurótico obsesivo que le habla sin pausa al psicoanalista para no dar espacio a la pregunta incómoda. Los teóricos del multiculturalismo, ejemplifica, “oficialmente promueven el mantra de sexo-raza-clase”, pero siempre se las arreglan para excluir la dimensión de clase. Así, para la izquierda ya no existen “trabajadores”, sino turcos en Alemania, argelinos en Francia, mexicanos en Estados Unidos. Se acabó, por fin, la explotación de clases: solo queda acabar con la “intolerancia a la Otredad”.
Bajo este abandono del enfoque marxista subyace otro más profundo: la renuncia al universalismo, piedra angular del ideal igualitario −desde el Nuevo Testamento a la fecha− y que la izquierda ha preferido reconocer como patrimonio del capitalismo, bajo la ingenua divisa de combatirlo en claves comunitarias o “alternativas”. Algunos intentan disputarle a la derecha las pasiones nacionalistas (“una lucha ridícula, perdida de antemano”), llamando a anular los acuerdos comerciales cuando se trata de reformularlos. Otros oponen al individualismo las tradiciones de sociedades “armoniosas”, pero más jerárquicas que cualquiera del Primer Mundo. Seducida por estas fuerzas centrífugas, alega Žižek, la izquierda occidental ha logrado que sus discursos exhiban menos vocación universalista que los planes de Boko Haram.
Es en todo este contexto de evasión que Trump sería el síntoma, pero Clinton la enfermedad: arrancar del peligro inmediato –Trump o sus sucedáneos− al precio de blindar un statu quo que nos aproxima a catástrofes ecológicas, sociales y geopolíticas.
Todos los caminos de El coraje de la desesperanza conducen a la frustrada experiencia del gobierno griego de Syriza, que el autor demuestra conocer en detalle (cita a Varoufakis a título de “comunicación personal”). Allí se evidenció que las medidas de lo posible, en el mundo actual, están fuera del alcance de un gobierno democrático de izquierda: sus ideas no se pueden aplicar al interior de un país (o se fugarían los capitales), ni tienen cabida en los organismos económicos multilaterales, nebulosas entidades que hoy, según intenta probar Žižek, gobiernan el mundo tal como el Partido Comunista gobierna China: subyugando a las instituciones visibles del Estado para usarlas como fachada de sus propias decisiones.
Pero el “falso radicalismo” de izquierda, una vez más, eligió la salida fácil: acusar a Syriza de “traición”. Frivolidad que el filósofo remite a un mal ya no de la izquierda, sino de la época: huir de todo problema objetivo por la vía de reducirlo a percepciones subjetivas. Sería la impronta narcisista del sujeto contemporáneo, intolerante al peligro de existir e inserto en comunidades electivas que no obligan, como las antiguas, “a encontrar mi camino en un mundo vital preexistente y no elegido en el que encuentro diferencias reales, con las que aprendo a lidiar”. Si se impone la lógica de los “espacios seguros”, previene Žižek, la izquierda está perdida, pues se trata de la misma lógica que inspira los guetos para millonarios que no quieren saber de gente extraña. Por eso no le sorprende que “los teóricos de la sociedad de riesgo” hayan encontrado discípulos entre los neonazis, que también han aprendido a explicar su violencia como el efecto de una enfermedad social.
La paradoja es que, mientras más nos atrincheramos en la subjetividad y nos afanamos en reglamentarla, peor la conocemos. Žižek se burla del “kit de consentimiento” que ya se vende en Europa para dar el sí a las relaciones sexuales, pues reflejaría la negación a comprender dos cosas: que “el sexo nunca es solo sexo”, que necesita de un “marco fantasmático” para ocurrir, y que el “sí” a secas legitima de antemano una relación expuesta a toda suerte de abusos, de modo que el contrato requerirá de cláusulas cada vez más específicas. Por ejemplo: “Un ‘sí’ a las relaciones vaginales, pero no anales, un ‘sí’ a la felación pero no a tragarse el esperma, un ‘sí’ a unos leves azotes pero no a golpes violentos”.
“Las políticas emancipadoras no deberían estar limitadas a priori por procedimientos de legitimación democráticos y formales. A menudo la gente no sabe lo que quiere, o no quiere lo que sabe, o simplemente quiere algo equivocado”.
Los efectos políticos del narcisismo no se manifiestan para Žižek en el ciudadano pasivo, sino en la “pseudoactividad” del aparentemente politizado. Esto incluye todas las formas de “activismo irreflexivo” que promueven la “no-representación” o las utopías de autogestión en redes, e incluso “toda esa cháchara acerca de la participación popular activa”. Syriza debió capitular ante Bruselas al día siguiente de ganar un plebiscito, lo cual confirma que la gran pregunta sigue siendo qué hacer con el Estado, y no “mantenernos a una distancia de seguridad del Estado”.
Es en todo este contexto de evasión que Trump sería el síntoma, pero Clinton la enfermedad: arrancar del peligro inmediato –Trump o sus sucedáneos− al precio de blindar un statu quo que nos aproxima a catástrofes ecológicas, sociales y geopolíticas. Para precipitar “el regreso de la historia”, Žižek se permite un discreto llamado a la acción: apoyar a movimientos como Nuestra Revolución, de Bernie Sanders, a quien espera ver competir con Trump en las elecciones de 2020. Pero advierte que reinventar el comunismo (la “solución de fondo”) requerirá, además de nuevas ideas, nuevas formas de radicalidad. Para ser claros: “Las políticas emancipadoras no deberían estar limitadas a priori por procedimientos de legitimación democráticos y formales. A menudo la gente no sabe lo que quiere, o no quiere lo que sabe, o simplemente quiere algo equivocado”.
¿Vanguardismo trasnochado? Realismo descarnado, respondería Žižek, que a falta de luz al final del túnel busca indicios de tormenta y recupera la esperanza repitiendo esta frase de Mao, citada más de una vez en el libro: “Reina un gran desorden bajo el cielo; la situación es excelente”.
El coraje de la desesperanza, Slavoj Žižek, Anagrama, 2018, 403 páginas, $21.000.
A principios de los años 90, al paso que la Unión Soviética se desmoronaba, un escritor francés hoy olvidado declaró que no veía el momento de ponerse a estudiar ruso. El teorema de vanguardia era simple: ya sin mordazas, la combinación de implosión y libertad le abriría a la literatura de ese idioma un camino que solo podía resultar memorable. El pronóstico podía extenderse más allá del ruso; alcanzaría sin transiciones al resto de las lenguas, eslavas o no, que habían pasado largas décadas detrás de la cortina de hierro.
Más de un cuarto de siglo después, aquella profecía resultó menos multitudinaria de lo que se preveía. ¿Nombres? Los rusos Vladimir Sorokin y Viktor Pelevin, el rumano Mircea Cărtărescu, el checo Jiři Kratochvil.
La literatura húngara lidió con el cambio de época a su manera. Fuera del fenómeno retro de Sandor Márai (1900-1989), los principales autores de los últimos años ya se conocían en Occidente para los días en que cayó el muro. Péter Nádas (1942) es un escritor amplio, de reminiscencias proustianas, y Péter Esterházy (1950-2016) es su contracara posmoderna, lúdica y crítica. A ellos se suma Imre Kertész (1929-2016), con sus obras sobre la memoria y el Holocausto que le valieron el Nobel, y György Konrád, que con la desaparición del comunismo terminaría por volcarse al ensayo.
La literatura, sin embargo, siempre se salta esas prolijas enumeraciones canónicas y encuentra sus propios carriles. El escritor húngaro más leído hoy fuera de las fronteras del país centroeuropeo no es ninguno de aquellos, sino László Krasznahorkai (1954), un creador oscuro, poco conocido entre los suyos, al que se considera –sobre todo en la órbita inglesa– uno de los narradores fundamentales de la literatura actual. Krasznahorkai tampoco es, de todas maneras, resultado absoluto de los tiempos poscomunistas. También él está a caballo de dos épocas: su novela más conocida, Tango satánico, se publicó en 1985, y Melancolía de laresistencia en 1989. La escueta El prisionero de Urga es de 1992. El resto de su obra, como si la conmoción de los tiempos lo hubiera obligado a respirar hondo, esperó un tiempo para ver la luz: Guerra o guerra es de 1999, AlNorte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Esteel río de 2003 y cinco años después apareció Y Seiobodescendió a la tierra.
La perplejidad que provocan los complejos –por momentos laberínticos, siempre ásperos– libros de Krasznahorkai, encuentra eco en su misterio personal. El escritor ha viajado extensamente, de Nueva York al Lejano Oriente, y residió algunos años en Berlín, pero vive recluido desde hace un tiempo en una finca en las colinas de Szentlászló.
La circulación de los libros de Krasznahorkai recibió un impulso definitivo con la concesión en 2015 del Man International Booker Prize, que aceleró la traducción de sus libros al inglés. Pero para esa fecha los lectores en español estaban habilitados para conocerlo por partida doble: la editorial Acantilado había publicado casi todas las novelas antes citadas, además del relato Ha llegado Isaías (traducidas por Adan Kovacsics); y Krasznahorkai era conocido entre los cinéfilos gracias a su colaboración con uno de los grandes realizadores de las últimas décadas, el cineasta Béla Tarr, que llevó a la pantalla grande Satantango (una película de siete horas, en blanco y negro) y lo tuvo trabajando a su lado en otros guiones, incluida su enrarecida adaptación de El hombre de Londres, la novela de Georges Simenon, y su opus final, la formidable El caballo de Turín.
La perplejidad que provocan los complejos –por momentos laberínticos, siempre ásperos– libros de Krasznahorkai, encuentra eco en su misterio personal. El escritor ha viajado extensamente, de Nueva York al Lejano Oriente, y residió algunos años en Berlín, pero vive recluido desde hace un tiempo en una finca en las colinas de Szentlászló. Con su largo cabello blanco, tiene el aire de un viejo pintor de íconos o alguno de los personajes tabernarios que pueblan sus novelas. En una de sus pocas entrevistas –la que concedió al novelista inglés Adam Thirlwell para The Paris Review–, relata cómo los artistas bohemios de su juventud tenían como principal coartada estética el paraíso artificial del alcohol. Krasznahorkai sobrevivió por entonces deambulando de pueblo en pueblo, de botella en botella. Como héroe y modelo de esa poética, nombra en la entrevista a Péter Hajnóczy, que dejó constancia de ese camino autodestructivo en La muerte salió cabalgando dePersia, una nouvelle terminal, que canta con despiadada autoironía las ventajas de la intoxicación etílica. Abandonar esa senda fue decisivo para ponerse a escribir. Krasznahorkai sostiene que renegó de esa vocación de bebedor por… un desafío entre borrachos. No tuvo más que apostar que dejaría de tomar.
Algo de esos estados alucinados, frenéticos y desvaídos que produce el alcohol persiste en sus narraciones, que parecen tocar un nervio oculto en quien las lee. Contra todo, esa comprobación no alcanza para explicar –más bien vuelve impenetrable– la medida de su consenso, que incluyó entre sus campeones tempranos al inobjetable W.G. Sebald.
¿En dónde está la clave?
En cierto modo se trata del retorno de lo reprimido: en tiempos en que domina la literatura de frases cortas, que bordean el informalismo periodístico, las ficciones de Krasznahorkai recuerdan que los libros son mucho más que una historia, que antes que nada deben estar –como reclamaba en su momento Edmund Wilson– “escritos”, incluso si para ello se debe tomar partido por la desprolijidad. Las novelas del húngaro son telarañas tejidas con frases largas, encabalgadas, en las que lo que se narra se transforma por el mismo impulso que la hace avanzar. No solo los personajes parecen a punto de caer en algún trance apocalíptico: también los paisajes, la tierra, el mundo, toda la materia. Para propiciar ese estado de cosas y negarse a la transparencia que reclaman los escrupulosos editores de hoy, Krasznahorkai encontró un estilo que lo emparenta con Thomas Bernhard: en sus novelas no hay punto y aparte hasta que termina el capítulo (y en ocasiones, el libro). La frase corta, explicó alguna vez, puede ser cómoda, pero es antinatural. Basta, dice, con escucharnos hablar.
La potencia de Krasznahorkai es arrasadora, pero no se esconde tanto en sus hallazgos como en la manera en que combina los elementos. Recupera la tradición insoslayable de la gran narrativa, valiéndose al mismo tiempo de todas las rupturas que vinieron después. El tono profético recuerda la desesperación de las grandes novelas rusas (Dostoievski, pero sobre todo Gógol, por su maestría en el manejo del grotesco); la dispersión y desconcierto de sus tramas, en cambio, revelan el aprendizaje en la cantera modernista de Samuel Beckett (una influencia declarada), con el que comparte el clima vagabundo.
Fracasar cada vez mejor
Satantango –la película de Béla Tarr– comienza con un extenso travelling lateral de una decena de minutos, con vacas de fondo y las siluetas de las construcciones de una aldea rural comunista a la deriva. Los planos largos que caracterizan el cine de Tarr no son el reflejo de la novela de su amigo Krasznahorkai: son su contrapunto. De ahí la aparente contradicción de que una película de siete exageradas horas se inspire en una historia de 300 páginas. Libro y filme cuentan exactamente lo mismo, pero con un instrumental por completo diferente.
Tango satánico –la novela– asienta una estética y una cosmovisión. Es todavía un enigma cómo se llegó a publicar sin problemas durante la rigidez editorial de la Guerra Fría. Tampoco se lo explica Krasznahorkai, aunque –como le cuenta a Thirlwell– imagina que algún funcionario debe haber querido dar muestras de poder burocrático. La pregunta tiene sentido porque el primer grado de lectura de Tango satánico es la alegoría: la trama describe la degradación final, mucho más morosa que cualquier derrumbe, de toda una comunidad. Un grupo de personajes –hombres y mujeres, algunos chicos– espera en un poblado agrícola a punto de ser clausurado la llegada de Irimiás y su fiel escudero –renegados informantes de la policía secreta– que los rescatarán de la debacle. Un doctor alcohólico se dedica a registrar todo lo que ocurre. Llueve de manera continua; el barro y la lobreguez del paisaje parecen empantanar todavía más en sus redes a esos desahuciados. Sin embargo, a diferencia de Godot, a Irimiás no habrá que esperarlo eternamente. Llega, y como un iluminado, terminará por arrancar a alguno de ellos fuera de ese espacio condenado y llevarlos a un viaje incierto.
James Wood –el crítico inglés del New Yorker– encontró una imagen precisa para explicar cómo funcionan las novelas de Krasznahorkai. Es como si a lo lejos el lector divisara un grupo de gente –dice–, en un día frío y lluvioso, calentándose alrededor de un fuego, pero al acercarse descubriera que donde debería estar el fuego en realidad no hay nada. El símil podría radicalizarse: apenas el lector llega, el grupo empieza a desperdigarse en todas direcciones.
La potencia de Krasznahorkai es arrasadora, pero no se esconde tanto en sus hallazgos como en la manera en que combina los elementos. Recupera la tradición insoslayable de la gran narrativa, valiéndose al mismo tiempo de todas las rupturas que vinieron después.
Las alegorías son la expresión narrativa de una idea, pero Krasznahorkai –si es verdad que en sus páginas vaticina la oxidación final del sistema en que escribía– desactiva la suya a punta de ambigüedad. Los personajes extraviados en su círculo vicioso –que forman “el puente entre el caos y el orden comprensible”, como anota el doctor en su bitácora– son tan importantes como los detalles del mundo natural o del propio universo, amenazado de extinción. Krasznahorkai practica como Bernhard la comicidad por la exageración: si hay carcajadas, son nerviosas y descorazonadoras.
Melancolía de la resistencia participa del mismo humor negro (también la filmó Béla Tarr bajo el título Lasarmonías de Werckmeister), pero el clima totalitario es todavía más evidente en esa historia de un circo que llega a un pueblo húngaro, portando una ballena muerta, y terminará por catalizar una violencia inédita. También aquí las frases son largas y Beckett es el modelo. Como el irlandés, Krasznahorkai solo aspira a fracasar cada vez mejor. “Melancolía de la resistencia es casi un buen libro, pero solamente casi –considera el autor–. Ese es siempre el proceso, porque puedo imaginar un buen libro, pero no escribirlo. Es mi vida: después de cada libro una desilusión, y después de eso, volver a intentarlo, seguir intentando”.
Cuando alguna vez le preguntaron por la diferencia entre la Hungría comunista y la poscomunista, Krasznahorkai sostuvo que en la primera la vida era anormal e intolerable; en la segunda, normal e intolerable. Tal vez por eso en Guerra y guerra se produce otra clase de desplazamiento, como si la apertura de las fronteras reales hubiera permitido desplegar también las velas geográficas de la literatura. Korin, un suicida en potencia, fascinado y obsesionado por un manuscrito que acaba de descubrir, se traslada a Nueva York. El clima kafkiano permea no solo los paisajes húngaros sino también, en un giro inesperado, la ciudad norteamericana.
El pesimismo es una de las marcas de Krasznahorkai, su contraseña contra un mundo obnubilado en sus espejismos de bienestar. Tal vez por eso su último vuelco –el interés por el mundo oriental, que conoce de primera mano– no debería desconcertar tanto. El escritor húngaro produjo al menos dos libros inspirados en culturas distantes. Y Seiobo descendió a la Tierra tiene como elemento unificador a la diosa nipona del título, que baja a la tierra para observar –son relatos encadenados– diversas expresiones artísticas, de la Acrópolis al período barroco y los íconos rusos. Al Nortela montaña… transcurre por completo en Japón, donde, en un monasterio, alguien descubre lo ínfimo de la naturaleza, la versión luminosa de aquello que –solo que con brutalidad y sordidez– figuraba en Tango satánico.
Ese reverso inesperado de la propia literatura de Krasznahorkai, esa nueva forma de belleza, revela también hasta qué punto la desesperación de los comienzos podía vincularse ya con lo sagrado, esa vocación que sobrevive en muchos artistas de los países del este europeo con una gracia extraña y genuina. La única utopía posible –es lo que prometen los libros de Krasznahorkai– consiste en no quedarse quieto sobre la página y seguir avanzando, afiebrado y en círculos, hacia los nuevos territorios de la literatura. Ahí, si existe, puede que nos espere alguna forma de salvación.
Tango satánico, László Krasznahorkai, Acantilado, 304 páginas, $28.920.
Melancolía de la resistencia, László Krasznahorkai, Acantilado, 2001, 424 páginas, $31.200.
Guerra y guerra, László Krasznahorkai, Acantilado, 2009, 328 páginas, $18.630.
La última película del director francés es una comedia, pero una que permite cuestionar temas profundamente serios, a través de un cuarteto de grandes actores. En nuestro país se podrá ver en el próximo Festival de Cine Francés, que se desarrollará del 28 de marzo al 3 de abril.
por jean-michel frodon
En este caso, hay que confiar en el afiche. Los personajes de la nueva película de Olivier Assayas están muy cerca de estas figuras estilizadas y gráficas, que provienen menos de los cómics que de los dibujos cómicos.
Assayas se aventura por primera vez en la senda de la comedia defendida como género. Un número de realizaciones de este cineasta, desde Finales de agosto, principios de septiembre hasta Irma Vep, no carecían de dimensiones cómicas, pero sin que ellas definieran esas películas.
Lo hace ahora reivindicando una definición de los protagonistas —un editor parisino, un escritor narcisista, una actriz de serie de televisión y pareja del editor, la asistente parlamentaria “motivada” y pareja del escritor—, no tanto como caricaturas sino como simplificación voluntaria de algunos rasgos dominantes.
Lo hace, también, haciendo de los diálogos el corazón mismo de la acción, según un método que puede hacer pensar en Woody Allen y que despliega un juego construido a la vez sobre los deseos, las ideas y las palabras.
Los deseos (pulsión de dominación, necesidad de seducir, miedo de crecer, apego a modelos, egoísmo) son los de siempre, las palabras son las de hoy. Las ideas están en la encrucijada de estos dos flujos.
La revelación de la película es, sin duda, la casi principiante Nora Hamzawi, sorprendente por su tono y delicadeza en el papel de la ayudante parlamentaria sin benevolencia por los defectos de su pareja.
Atravesada por muchos problemas actuales —los efectos de la revolución digital en el mundo de la cultura, la representatividad de la política, el lugar de las series, el papel de las redes sociales—, el relato con giros aparentemente apagados y a menudo crueles de Doubles Vies se nutre de un combustible muy particular.
Pérdida de puntos de referencia
Los diálogos, de hecho, se componen a partir del repertorio de las ideas recibidas y todas las fórmulas hechas, que es la manera con la que todo el mundo se tranquiliza ante la pérdida de los puntos de referencia emocionales, políticos, culturales, etc.
Es aquí donde la mecánica narrativa se acerca a un tipo de dibujos de reflexión sobre lo contemporáneo a partir de clichés, frases para reflexionar y decálogos burlescos, pero significativos, entre lo que se dice y las condiciones en que se dice, donde historietistas como Sempé o Claire Bretecher han sido grandes figuras.
En el cine se necesita un tipo de virtuosismo particular, hecho de velocidad y de contra pie, de cambios de ritmo y de elipsis, para hacer vivir esta aventura casi únicamente mental. O mejor dicho, que sería mental si no pasara por el recurso principal que son los intérpretes.
Para encarnar estas cuatro “figuras”, cada una de las cuales tiene su cara oculta y sus fallas, el cuarteto reunido por Olivier Assayas es, a este respecto, impecable.
Juliette Binoche, claramente disfruta jugar con sus similitudes y diferencias con la actriz debilitada por el estado de su carrera y por su pareja.
Vincent Macaigne, como un escritor infantil, inventa nuevas asonancias al personaje de oso rudo que él ha estado representando en el cine francés durante una década.
Guillaume Canet, otorga a su jefe de una editorial una riqueza tensa, una fuerza donde se puede adivinar una parte de la sombra, incluso de la tristeza, que confirma de paso el talento, a menudo subempleado, de este actor.
Pero la revelación de la película es, sin duda, la casi principiante Nora Hamzawi, sorprendente por su tono y delicadeza en el papel de la ayudante parlamentaria sin benevolencia por los defectos de su pareja.
Gracias a esta virtuosa orquesta de cámara, Doubles Vies somete a escrutinio gran parte de los problemas y las angustias de la época.
Además de las relaciones de pareja, se habla mucho de los efectos de lo digital en el mundo de la edición, del libro y la lectura. Y, a través de este contexto particular, de sus efectos tanto en el mundo laboral como en las relaciones entre las personas.
Ping-pong cruel e implicación personal
El marco del relato es el del mundo editorial, pero por supuesto no es difícil también percibir, entre otros, el equivalente para el cine, donde surgen preguntas muy similares, con la misma batería de respuestas preparadas, tanto desde el lado de los turiferarios entusiastas de las llamadas nuevas tecnologías, como desde el lado de los defensores de las prácticas, los objetos y el espíritu de la época anterior, o incluso desde la noche de los tiempos.
Si Assayas se divierte organizando el ping-pong entre estas posturas, en términos que no se burla de nadie en particular, ya que ellas están muy extendidas, eso no excluye evidentemente los problemas.
Además de las relaciones de pareja, se habla mucho de los efectos de lo digital en el mundo de la edición, del libro y la lectura. Y, a través de este contexto particular, de sus efectos tanto en el mundo laboral como en las relaciones entre las personas.
La cuestión de la verdad, en la vida amorosa, en la vida profesional, en las historias, novelas o películas, vale para todos, incluido el autor (de la película).
Entre el mandato moral, la adaptación a las limitaciones de la existencia y el respeto por la intimidad y los sentimientos de los demás, las opciones cotidianas de abrir espacios (a veces grietas, a veces abismos) que conciernen a todos, especialmente a los que tienen como trabajo contar historias a otros.
Todo un conjunto de nuevas prácticas relacionadas con Internet son vueltas a interrogar con nuevas imputaciones, a veces violentas, a veces injustas, a menudo necesarias, y el creador de las “figuras” de Doubles Vies no está más exento de las preguntas planteadas de este modo que él no perdona a los demás.
El templo desierto
Recurriendo a esta arriesgada apuesta para movilizar a los personajes que no son exactamente las figuras más queridas de estos tiempos (artistas e intelectuales parisinos, personal político) y, mientras los alimenta con todas las fórmulas hechas de la época, para de todos modos amarlos, el autor-director desliza sin embargo una réplica que no es sino él mismo.
En el momento en que menos lo esperamos, Olivier Assayas pone en boca del editor una frase del cineasta de quien siempre se ha sentido más cercano, Ingmar Bergman, frase tomada de Los comulgantes.
El pastor afirmó la necesidad de mantener una presencia, incluso en el templo vacío, en nombre de un compromiso más esencial. Exigencia ética y compromiso personal más allá de los caprichos de los tiempos, que hoy en día encuentran ecos múltiples e imperiosos, en medio de gritos cínicos y quejas perezosas.
Este solo momento –breve– nos recuerda que si Doubles Vies es en verdad una comedia, lo es en el sentido más elevado de la palabra, aquel que desde Molière permite cuestionar los temas más serios con los recursos del malentendido y la farsa.
Artículo aparecido en Slate.fr en enero de este año. Traducción de Patricio Tapia.
Sus opiniones contra el Estado de bienestar, su apoyo a la ingeniería genética y el cuestionamiento a la política de inmigración de Alemania hacen de él un personaje extraño en los tiempos que corren: el filósofo inmerso en la plaza pública. Para algunos, el más fiero enemigo de Habermas y la Escuela de Frankfurt no es más que un “neoconservador”, pero para sus miles de lectores en todo el mundo se trata de una mezcla rara de Nietzsche con Voltaire, un pensador que ilumina a los ciudadanos de a pie con metáforas poderosas, imágenes deslumbrantes y golpes sarcásticos. En noviembre estuvo en Chile, invitado por el CEP.
por patricio tapia
Como la liberación de una doble naturaleza artística y filosófica, como el origen de una escritura “centáurica” –que une literatura y pensamiento– considera Peter Sloterdijk, en uno de sus ensayos tempranos, el primer libro de Friedrich Nietzsche y lo identifica como el triunfo de una atmósfera en que “todo está permitido”, “imágenes dobles forjadas en el combate entre arte y teoría, apasionantes fusiones de lo fundamental y lo accidental”. Se trata, entonces, de un intento de revivir la forma de escribir del romanticismo y la razón, por la cual su autor habría pagado un precio: el desprestigio profesional.
Es probable que Sloterdijk viera en esa caracterización, al menos en parte, una descripción de sí mismo. El más controvertido de los filósofos alemanes de hoy es autor de ensayos superventas (además de una novela y un libreto de ópera), figura mediática (fue anfitrión junto a su amigo Rüdiger Safranski del programa televisivo El cuarteto filosófico, emitido entre 2002 y 2012) y una celebridad en el ámbito del pensamiento. Además, ha sido asesor de figuras políticas importantes, alguien dispuesto a escribir con generosa amplitud sobre temas tan variados como teología, psicoanálisis, política, finanzas, el Islam o el estrés, en absoluto reacio a las polémicas más encendidas o a dar entrevistas sobre los asuntos de actualidad.
Y no obstante lo anterior, o quizá por todo lo anterior, todavía es mirado con algún recelo en la academia. Es cierto que Sloterdijk fue rector desde 2001 a 2015 de la Escuela Superior de Arte y Diseño de Karlsruhe, en la que enseñó filosofía y estética desde 1992 hasta 2017. Pero es justamente por la naturaleza iconoclasta de esta institución, que escapa a las rígidas constricciones universitarias, que Sloterdijk ha gozado de una libertad de investigación y un espacio creativo sin las imposiciones de la especialización disciplinaria.
Sus ensayos son tanto literarios como filosóficos, y pueden surgir desde una coyuntura política concreta o como tratados mucho más ambiciosos. Para él, la filosofía se vincula a la capacidad expresiva en varias dimensiones simultáneas.
Sus ensayos son tanto literarios como filosóficos, y pueden surgir desde una coyuntura política concreta o como tratados mucho más ambiciosos. Para él, la filosofía se vincula a la capacidad expresiva en varias dimensiones simultáneas: la erudición, la ironía, inspirados destellos metafóricos, premunido de un estilo accesible y el uso regular de la iconografía (muchas imágenes aparecen unidas al texto y ellas mismas constituyen formas de argumentación). Esas son algunas de las características que configuran su condición de centauro.
Se ha mostrado como un estudioso de sujetos tan sospechosos para la buena conciencia alemana como Nietzsche, Heidegger, Ernst Jünger o Arnold Gehlen (considerados nazis, casi nazis o antecesores de los nazis). Aunque un tema característico de su obra es la persistencia de los impulsos ancestrales en sociedades supuestamente avanzadas, Sloterdijk no es conocido por una gran tesis, sino por una serie de conceptos refulgentes (“antropotécnica”, “ginecología negativa”, “esferología”), por su crítica de la democracia liberal y, especialmente, por sus controversias con algunas de las grandes figuras del pensamiento alemán contemporáneo.
Inteligente, sarcástico, docto y a la vez innovador. Las características de sus libros son también las de la charla de Peter Sloterdijk. Estuvo en Santiago y durante tres días seguidos (del 12 al 14 de noviembre) participó en conversaciones públicas. Las dos primeras en el CEP, donde habló de los intelectuales y del Estado; la tercera en una entrevista en la Biblioteca Nacional. Siempre a sala llena, trazando genealogías sorpresivas y dando opiniones filosas. Es poco común ver a un pensador, no exponiendo su pensamiento sino en el proceso del pensar.
Entre la controversia y la teoría
Nacido en 1947, en Karlsruhe, el padre de Sloterdijk era un marino holandés y el matrimonio con su madre duró poco. A fines de los 60 estudió literatura y filosofía en la Universidad de München y obtuvo un doctorado en la Universidad de Hamburgo, pero sin particular brillo y sin una clara perspectiva futura. Mostró luego interés por el estructuralismo y el pensamiento de Foucault. En 1976, terminó su trabajo doctoral (relativo a las autobiografías en la Alemania de Weimar) y entonces desapareció por un tiempo de la escena cultural. Vinculado a la generación intelectual de 1968, no participó ni en el marxismo ni en el anarquismo de izquierda; más bien se mantuvo en el margen hedonista.
Alrededor de 1980 pasó algún tiempo en Pune, en la India, en el áshram que fue el hogar de la secta del gurú Bhagwan (“divino”) Shree Rajneesh (1931 – 1990), quien más tarde cambiaría su nombre a Osho, lugar que había atraído a miles de occidentales. La influencia de Bhagwan en el joven Sloterdijk no es del todo ajena a sus planteamientos posteriores y su estadía dejó una impronta intelectual, particularmente en el cuestionamiento de la tradición filosófica alemana.
Ya de regreso en Alemania publicó su primer trabajo sustancial: los dos volúmenes de Crítica de la razón cínica (1983), un libro extenso que se convirtió en un éxito de ventas (se dice que ha vendido más que cualquier otro libro de filosofía en la Alemania de posguerra), donde plantea el deterioro del utopismo y el acomodo pragmático al capitalismo. Contra ese cinismo moderno y omnipresente que diagnostica como un malestar contemporáneo, él propone un pensamiento cínico más original. Afirma la necesidad de volver a la herencia de los cínicos de la Antigüedad griega: Diógenes como ejemplo, viviendo en un barril, no dependía de nada ni de nadie, en un ascetismo radical, inspirado en modelos naturales como el perro (defecando, orinando o masturbándose en público).
Contra ese cinismo moderno y omnipresente que diagnostica como un malestar contemporáneo, él propone un pensamiento cínico más original. Afirma la necesidad de volver a la herencia de los cínicos de la Antigüedad griega: Diógenes como ejemplo, viviendo en un barril, no dependía de nada ni de nadie, en un ascetismo radical.
Desde esta publicación Sloterdijk distingue entre un “cinismo”, entendido como “falsa conciencia ilustrada”, y un “quinismo” crítico, que se acerca más a la forma griega original. El impulso de Diógenes era una “crítica gestual”, una crítica con objetivos morales y políticos, que usó las herramientas de la burla y la ironía, y que se oponía a las abstracciones de los reclamos universales de la razón: el “quinismo” no habla en contra del idealismo, sino que vive contra él. El libro era un recuento crítico de la Ilustración, que para Sloterdijk no ha cumplido su promesa emancipatoria, y también un relato de la desilusión del 68.
La publicación catapultó a su autor desde la oscuridad al centro del debate, pero su estatuto académico siguió siendo incierto.
Frente a las ambiciones y dimensiones enciclopédicas de Crítica de la razóncínica, El pensador en escena (1986) presenta un enfoque mucho más limitado, una detallada discusión de Elnacimiento de la tragedia (1872), de Nietzsche, que implica una relectura radical de su obra. Nietzsche se convierte en un suceso, una “catástrofe”, cuyo genio no era solamente literario sino también filosófico y poético, el de un centauro.
Aunque Sloterdijk estaría políticamente situado más bien a la izquierda, con sus referencias explícitas a Nietzsche y Heidegger comenzó a tener fricciones con algunos de los más reconocidos representantes del ambiente académico alemán, sobre todo con miembros de la Escuela de Frankfurt.
El episodio más llamativo fue en 1999, cuando Sloterdijk dio una charla en Elmau, Baviera, durante la cual prosiguió con su empresa de traer a Heidegger de vuelta a la arena del pensamiento, pero esbozando el fin del humanismo. De manera algo imprudente, Sloterdijk utilizó un lenguaje cargado al abordar lo que llamó la “antropotécnica” –concepto entendido ampliamente como tecnologías para el gobierno del ser humano–, incluyendo la noción de “selección”, que se había asociado con la eugenesia nazi y los campos de concentración. Después Sloterdijk incluyó una carta en que acusaba a Jürgen Habermas, el filósofo más venerado de Alemania de la segunda mitad del siglo XX, de hacer circular el texto de su conferencia antes de su publicación –como Normas para el parquehumano– y fomentar así los cuestionamientos de sus críticos. El asunto recibió una atención en medios tanto especializados como masivos, en Alemania y en el extranjero: diarios y revistas presentaron acusaciones, réplicas e informaciones entre grandes figuras de la escena filosófica, disputas caracterizadas por carecer de la cordial cortesía de las discrepancias académicas. Habermas negó la acusación (la que al parecer era efectiva) y declaró que la propuesta de Sloterdijk tenía “implicaciones fascistas”, deslizando que este proponía sustituir una educación humanista tradicional por una antropotécnica que permita por medios biológicos la selección de los mejores.
La cuestión se deslizó de la controversia filosófica a la política. Era una versión renovada de la hostilidad al interior de la filosofía alemana desde los años 20, cuando Heidegger se enfrentaba a Adorno. Sloterdijk argumentó que el momento de “los hijos hipermorales de padres nacionalsocialistas” había terminado y éramos testigos de la muerte de la Escuela de Frankfurt.
Si en esa polémica la posición de Sloterdijk era mirando “hacia arriba” a la estrella europea Habermas, una década más tarde, en una segunda ronda de debates con la Escuela de Frankfurt, esta vez con Axel Honneth sobre el tema de los impuestos, la despreocupación de Sloterdijk por su adversario demostraría que los roles se habían invertido: él era ahora el protagonista.
En 2009, Sloterdijk publicó un artículo en que criticaba la política fiscal alemana: los impuestos serían un mecanismo en que la explotación directa feudal se había transformado en una “cleptocracia estatal”, favoreciendo que los “improductivos vivan a costa de los productivos”. La solución que proponía era que los impuestos obligatorios a los más ricos se sustituyeran por donaciones voluntarias a la comunidad. Era otra provocación –el artículo y otros textos están reunidos en Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana– lanzada por Sloterdijk contra el Estado de bienestar, que un discípulo de Habermas, como Axel Honneth, salió a defender.
“Antropotécnica” y “esferología”
El período posterior a 1999 estuvo marcado por una considerable productividad, en particular por la elaboración de la trilogía Esferas I-II-III. El ciclo es una amplia colección de trazas que van de la cosmología a la arquitectura, encaminadas a la comprensión y descripción de los seres humanos a través de la espacialidad. Desde el comienzo de la humanidad, argumenta Sloterdijk, hemos estado construyendo “esferas” artificiales para inmunizarnos o protegernos contra las amenazas del mundo exterior. Estos espacios no solo son entornos materiales (casas, ciudades, Estados), sino también sistemas simbólicos (religiones, metafísicas o ideologías). Estas “burbujas ilusorias” pretenden transformar la realidad en un lugar seguro y habitable. En cierta forma, es un proyecto de raigambre heideggeriana, pero no en relación con el tiempo, como en Heidegger, sino en relación con el espacio. Su idea la ha planteado en tres perspectivas (microesferológica, macroesferológica y pluriesferológica), las cuales corresponden a distintas variaciones de magnitud que usa para explicar los espacios humanos: burbujas, globos y espumas.
Desde el comienzo de la humanidad, argumenta Sloterdijk, hemos estado construyendo “esferas” artificiales para inmunizarnos o protegernos contra las amenazas del mundo exterior. Estos espacios no solo son entornos materiales (casas, ciudades, Estados), sino también sistemas simbólicos (religiones, metafísicas o ideologías).
En el volumen I de Esferas plantea la morfología de las “burbujas”; toma prestados elementos y vocabulario de la antropología o la biología, destaca la importancia de la herramienta por sobre el lenguaje, en particular la piedra; allí también insiste en la relación entre nacimiento y pensamiento, hablando de una “ginecología negativa”, como un análisis del proceso de expulsión del útero: venir al mundo es construir un hogar.
El movimiento de las burbujas del volumen I a los globos del volumen II es un paso desde la ginecología negativa de los espacios psíquicos, hasta la estructuración de las configuraciones espaciales que han formado las culturas, en particular, el descubrimiento del globo y su conquista. El volumen III también hace un movimiento pero hacia lo que llama “esferología plural”, y usa la imagen de la “espuma” como muestra de múltiples conexiones simultáneas. En ellas, la primacía de lo gaseoso sobre lo sólido (la tierra) y lo líquido (la navegación de conquista moderna) muestra esas mutaciones materiales y mentales, con lo que Sloterdijk busca describir el nacimiento de un tipo completamente nuevo de “sociedad” o conectividad social. Como explica en otro libro, El mundo interior del capital, el capitalismo es un eficaz destructor de las otras “esferas” en las que el hombre se inmuniza contra la naturaleza.
Con Has de cambiar tu vida (2009) Sloterdijk regresa a su concepto de la “antropotécnica”, que fuera formulado en primer término en Normas para el parque humano, 10 años antes. Pero si en ese texto previo puede entenderse como una “mejora del mundo”, en el más reciente ha de serlo como una “mejora de uno mismo”. En su vuelta a estos argumentos adoptó un tono y preocupaciones distintos. Ya no se situaba en el campo polémico de la “selección” humana, sino en el imperativo dirigido a la autodisciplina y la superación a través de distintos tipos de ejercicios. En el trasfondo de las técnicas de gobierno, surgidas con el nacimiento mismo del Estado moderno (en los siglos XVI y XVII), se halla el proyecto de adiestrar a la población mediante prácticas disciplinarias. Ejemplifica con los ascetas de la Antigüedad, con los artistas del hambre de Kafka o con las comunidades monásticas de la Edad Media, si bien los ejercicios espirituales clásicos o medievales no le interesan demasiado a Sloterdijk. Él pone el foco en las “prácticas de sí” durante la modernidad. En tres ámbitos (entre los siglos XVI y XIX) se desarrolló mayormente la experimentación del sujeto sobre sí mismo: el arte, la educación y el trabajo. Se trata de una voluntad de superar los límites de resistencia del yo, de ir siempre más allá de sí mismo. Sloterdijk no busca provocar un “renacimiento de la Antigüedad”, sino un regreso a un momento en el que el cambio de vida no había caído bajo la imposición de ascetismos que niegan la vida misma.
Política y elocuencia
Durante o después de la elaboración de Esferas, Sloterdijk ha publicado otros libros, algunos de diálogos o de temas variados. Entre ellos, podría mencionarse Ira y tiempo, que no es tanto una reflexión sobre la ira divina como sobre la rabia humana y su domesticación, desde Homero en adelante (presta especial atención al siglo XVIII y la Revolución Francesa, que inspiraría el modelo de recopilar y usar la ira en política).
En Estrés y libertad cuestiona lo asombroso que es que las sociedades humanas permanezcan unidas, siendo campos de fuerzas unidas por el estrés, por la inquietud y la ansiedad, alimentadas por los medios. Pero el estrés, sin embargo, tendría un “vínculo” con la libertad. Ejemplifica con la sublevación de los romanos contra los etruscos (tras la violación de una mujer por el hijo de un tirano) que implicó la caída de la monarquía y el establecimiento de la República; el otro ejemplo es el descubrimiento de la ensoñación como subjetividad subversiva por Rousseau, relacionando así el ensimismamiento con la liberación de la opresión política.
En Estrés y libertad cuestiona lo asombroso que es que las sociedades humanas permanezcan unidas, siendo campos de fuerzas unidas por el estrés, por la inquietud y la ansiedad, alimentadas por los medios.
Pero es justamente en el ámbito político donde más se ha criticado a Sloterdijk, dadas sus opiniones contra el Estado de bienestar y su idea de abolir los impuestos, su apoyo a la ingeniería genética y el cuestionamiento a la política de inmigración de su país. Incluso se ha querido ver en él a un “neoconservador”, aunque nada de lo que ha escrito o dicho en público podría considerarse como formas estrictas de “neoconservadurismo”.
Es cierto que sus peleas con los filósofos más o menos moralistas y más o menos de izquierda le granjearon las simpatías entre políticos de derecha y de centro, pero esas disputas iluminan tanto las coordenadas ideológicas de Sloterdijk como los cambios en el paisaje intelectual alemán. En realidad, Sloterdijk ha mostrado más bien los signos de un modo político más cercano al “libertarismo” (contra un Estado fiscal fuerte), a la vez que cierta desconfianza ante la democracia liberal, además de prescindir de los discursos progresistas (que considera ingenuos).
Sloterdijk ha jugado el papel del enfant terrible (o a estas alturas de grand-père terrible) en Alemania, desafiando las teorías predominantes en la vida política y cultural de su país. Es un caso raro, en un tiempo de sobreespecialización universitaria. Pero, también es cierto, esta “rareza” no es una novedad absoluta sino una muestra de la persistencia de un antiguo modelo: intelectuales independientes, como los philosophes franceses del siglo XVIII, que vivían de tener lectores más que de instituciones (sin perjuicio de algunos mecenas y protectores). De hecho, se ha dicho de él que es “demasiado francés”, con lo que tal vez se quiere dar a entender que el poder evocador de sus metáforas, sus imágenes deslumbrantes, sus golpes sarcásticos convencen menos por el rigor que por el placer de su lectura.
El propio Sloterdijk destacó una vez la literatura como el distintivo de los espíritus libres, de quienes cruzan las fronteras separadas y defienden las conexiones, elogiando “la elocuencia literaria de las mentes inteligentes, las cuales parecen no reconocer otro valor a los límites que no sea su capacidad de estimularnos a la transgresión”. Y ejemplificaba en una lista que perfectamente podría incluirlo a él mismo: “De E. T. A. Hoffmann a Sigmund Freud, de Sören Kierkegaard a Theodor Adorno, de Novalis a Robert Musil, de Heinrich Heine a Alexander Kluge, de Paul Valéry a Octavio Paz, de Bertolt Brecht a Michel Foucault, y de Walter Benjamin a Roland Barthes, los espíritus más comunicativos, en cualquier caso, se presentan siempre como temperamentos y variantes del genio propio del centauro”.
El pensador en escena, Peter Sloterdijk, Editorial Pre-textos, 2000, 184 páginas, $24.900.
Crítica de la razón cínica, Peter Sloterdijk, Editorial Siruela, 2003, 792 páginas, $51.360.
El debut literario de Bruno Lloret con Nancy, en 2015, recibió numerosos elogios; la crítica resaltaba la capacidad del autor para hacer “hablar” a un personaje femenino lejos de la condescendencia de la autoficción. Se trataba de una mujer pobre, del norte chileno, cuyos numerosos desplazamientos y duras experiencias la situaban muy lejos de una gran mayoría de personajes juveniles, citadinos y familiares que hallamos en la narrativa más reciente. A muchos, Nancy les pareció un personaje fundamentalmente con vida, verdadero, bien logrado desde una perspectiva lingüística y estilística.
Leña, su reciente novela, tiene nuevamente por protagonista a una mujer y, sobre todo, su voz. Es inevitable leer este texto sin detenerse en el lenguaje dislocado, de dificultosa sintaxis, con que Lloret procura armar la historia de Leña/Lenia/Elena, su tía y su perro Vostok, en los confines de Siberia. Ella desea salir de su ciudad y en las primeras páginas explica que intenta hacerlo a través de “el poder de la internet”, combinando su trabajo en un laboratorio con la búsqueda de un novio viable a través de la red: “Pronto reconocí lo bueno y lo malo, las páginas que eran reales, de las que la prostitución parecía un paso más adelante. Yo dudaba de la existencia, creí que muchos eran seres frente a teclados escribiendo correspondencia con hombres solitarios del mundo, nunca mujeres reales”.
La inclusión de fotografías microscópicas y otras imágenes heráldicas y de archivo también resultan sin hilván desde el momento en que Leña se encuentra con PANZER_DELCARMEN, Ramiro, un chileno que la invita a La Ligua.
El enunciado, ciertamente enrevesado, sintetiza en gran medida la búsqueda de Leña, quien se somete a sistemas de citas a ciegas y extrañas correspondencias, al tiempo que alterna con otras historias más herméticas, como la del horrible babr, monstruo de cuatro metros de largo que acecha al perro Vostok y a la familia de Leña, o las circunstancias históricas de Siberia, o los experimentos en que Leña participa y observa el tejido celular de los tubérculos: “De los miles de tubérculos hay una especie negra, pequeña y ovalada, como el huevo de un ganso satánico”.
Estas líneas narrativas debieran dar a Leña un mayor espesor, pero se diluyen; la inclusión de fotografías microscópicas y otras imágenes heráldicas y de archivo también resultan sin hilván desde el momento en que Leña se encuentra con PANZER_DELCARMEN, Ramiro, un chileno que la invita a La Ligua. Entonces el acto de ventriloquismo de Lloret se convierte en un circo, en el que se proyecta luz también sobre los chilenismos de este personaje y su familia, con todo el imaginario triste, machista y ordinario que portan: “Cuando fue por chat me enviaba emoticones: irritantes sonrisas, gestos confusos, ojos vueltos corazones, signos de dólares y canciones románticas de sus regiones. Mi chinita tontita, decía. Mi china lesa”.
Ramiro es un perdedor plano, sin interés alguno, sus frases son todas hechas y su madre y su hija son dos arpías. Aun así, Leña viaja para conocer Chile. Esta anécdota es utilizada por Lloret para incluir otros materiales, sobre las dificultades de la migración haitiana en Chile o la prostitución de mujeres como Leña, una especie de objeto de lujo, transable, para hombres como Ramiro. El autor no resiste la tentación de la caricatura e incluso inserta un episodio en que un reality (de esos a los que acuden los celosos para “probar” a sus parejas) hace de Leña un personaje de farándula.
La ventriloquia, lejos de naturalizar las voces de las protagonistas de sus libros y ahondar en sus conflictos, tiene algo de paternalismo (las marionetas nunca parecen hablar de igual a igual con el ventrílocuo). Es lo que ocurre con Leña, donde además se produce un extraño cruce entre este deseo de reproducir hablas que se perciben ajenas, distintas y, por otra parte, puntuar con elementos gráficos y visuales una cierta sofisticación narrativa, que no termina de cuajar en una propuesta estética sólida, que vincule imagen y texto. Si bien hay que reconocer la gran capacidad de Lloret para generar atmósferas enrarecidas y trabajar con el lenguaje, así como su originalidad en un panorama literario donde no abundan las singularidades, veo en Leña un despliegue de virtuosismo sin partitura, gratuito y, hasta cierto punto, estéril, sin emoción.
Leña, Bruno Lloret, Ediciones Overol, 2018, 145 páginas, $12.000.
Desde el exitoso estreno de Making a Murderer en 2015, las cadenas de streaming han dado tiraje al documental episódico sobre crímenes reales. Programas como The Keepers, Evil Genius y Wild Wild Country apuntan sus dardos contra dos instituciones en particular, la policía y los tribunales. Dados los niveles de corrupción y la crisis de confianza que las aquejan, operan como el último recurso de las víctimas, cuando estas ya no tienen más instancias a las que apelar. Si el estreno de The Thin Blue Line, de Errol Morris, salvó de la cámara de gas a un inocente procesado de manera fraudulenta, el rodaje de The Jinx (HBO), con su confesión final (“Los maté a todos”), logró encarcelar a un asesino tras décadas de impunidad.
The Staircase fue el pionero de estos true-crime seriados. El documental retrata el caso de Michael Peterson, un novelista que a fines de 2001 fue acusado por la fiscalía de Carolina del Norte de haber golpeado a su esposa, Kathleen Peterson, hasta desangrarla. La noche de la muerte, Michael llamó al 911 y, entre lágrimas, afirmó que su mujer había tenido un accidente en casa: se había caído por una escalera. La policía la encontró sobre una poza de sangre. Pero las laceraciones encontradas en el cuero cabelludo de la mujer, convencieron al fiscal de que era imposible que la mujer hubiera muerto tras la caída.
Lo más inquietante del documental es la idea de que, cuando no hay pruebas, la decisión de un jurado nada tiene que ver con la inocencia o la culpabilidad: todo consiste en saber contar una buena historia.
El director Jean-Xavier de Lestrade llegó al caso luego de haber ganado el Oscar en 2001, con el documental Unculpable ideal, donde narra el juicio del estado de Florida contra un adolescente negro acusado de matar a una turista. El joven fue declarado inocente gracias a un defensor público que demostró al jurado que la policía obtuvo la confesión bajo extorsión y operó con sesgos de clase y raza, una acusación sensible en las cortes estadounidenses después del juicio contra O.J. Simpson a mediados de los 90. Después de obtener el Oscar, el director se propuso contar la historia inversa: cómo se porta la justicia cuando el acusado es un hombre blanco que puede costear una defensa cara.
¿Mató Michael Peterson a su esposa?
Esta es la pregunta que sostiene la tensión narrativa de todo el documental. Porque a pesar de que la fiscalía no encontró el arma homicida ni la motivación para el crimen ni evidencias concretas, sí logró establecer que el novelista era un farsante: nunca había sido herido en Vietnam, como él siempre afirmó a su familia y en sus libros, y tampoco había tenido un matrimonio idílico, como aseveró ante el jurado durante el juicio, pues mantenía relaciones homosexuales con desconocidos a los que contactaba en internet, sin que su mujer supiera. Llegado a este punto, el ojo de la cámara se tiñe de desconfianza y Peterson hace recordar a Jean-Claude Roman, el impostor retratado por Carrère en El adversario: un sujeto que, al ser descubierto en su mentira, pudo haber preferido matar a quien lo había descubierto, antes que ser desenmascarado.
El documental aborda este dilema directamente: ¿ser un impostor y un adúltero bisexual convierte a Peterson en un asesino? Tal vez en algunos lugares no, pero en el sur profundo de Carolina del Norte, puede que sí.
Lo más inquietante del documental es la idea de que, cuando no hay pruebas, la decisión de un jurado nada tiene que ver con la inocencia o la culpabilidad: todo consiste en saber contar una buena historia –coherente, verosímil, emotiva–, algo que la defensa de Peterson no supo hacer. Asimismo, queda rondando la tesis de que la justicia, en un sentido profundo, no es otra cosa que el sentir de un pueblo o de una comunidad: si los jueces fallan en sintonía con lo que la gente cree que ocurrió, se impone la noción de que se ha hecho justicia. Y cuando ocurre lo contrario, pues se piensa que los culpables han zafado, que el dinero puede más, que la justicia no alcanza para todos. Así, más allá del caso puntual de Peterson, la serie refleja hasta qué punto los procesos judiciales son, a su modo, un espejo de la naturaleza humana: menos racionales y más emocionales de lo que nos gusta creer.
De pronto, Rafael Gumucio lanza una idea inquietante sobre Nicanor Parra: “Es difícil convencer a un señor de 100 años de edad, en un país que solo tiene 200, de que la historia no es un asunto personal”. La frase, que aparece en el último tercio de su biografía Nicanor Parra,rey y mendigo, viene a subrayar no solo la inverosímil longevidad del antipoeta. También subraya que esta es la historia de un hombre que tuvo la conciencia de que su vida no estaba del todo sujeta a los vaivenes de la historia, sino que él era capaz de empujar la dirección de esos vaivenes y hacer de la tan corta historia de Chile, su historia.
Parra se ha sobrepuesto a todo lo imaginable para un poeta chileno y latinoamericano del siglo XX: la pobreza, el imperio de Neruda, la poesía chilena y los poetas chilenos, el marxismo, la Unidad Popular, la dictadura de Pinochet, la burocracia cultural de los 90, el dinero, la fama…
Publicada con urgencia periodística, Nicanor Parra, rey y mendigo quizás sea lo mejor que ha escrito Gumucio: una investigación enorme, hecha de innumerables lecturas y entrevistas, que deviene en un ensayo que a la vez es un testimonio del propio biógrafo. Aunque Gumucio empieza y termina el libro hablando de él, documenta su fascinación ante este “maestro terrible del siglo XX”. Y como un investigador que sospecha que no logrará resolver el enigma, sigue las huellas de la larga ruta del poeta buscando pistas para entenderlo: de San Fabián de Alico hasta Las Cruces, de Chillán al Internado Barros Arana, de Santiago a Estados Unidos, de Oxford a la Unión Soviética, de Cuba a La Reina, Gumucio avanza zigzagueante, pidiendo ayuda por allá y por acá, entablando conversaciones infructuosas con el mismo Parra, intentando entender cómo ese hombre esquivo y paranoico, por décadas silencioso y retraído, mezcló el idioma popular del campo chileno con el surrealismo, la física cuántica y las lecciones de Duchamp, para crear un idioma propio que le permitió subvertirlo todo.
“Nicanor, Nicanor”, repite un día en el Tavelli el poeta y teórico Ronald Kay ante Gumucio. Están ahí para hablar de Parra, pero acaban de concederle al poeta el Premio Cervantes y Kay, que estuvo casado con su hija Catalina, solo se ríe repitiendo su nombre. Gumucio sabe interpretarlo: “Lo logró, viejo zorro, lo logró”. No se trata solo del premio: a esas alturas, el año 2011, Parra se ha sobrepuesto a todo lo imaginable para un poeta chileno y latinoamericano del siglo XX: la pobreza, el imperio de Neruda, la poesía chilena y los poetas chilenos, el marxismo, la Unidad Popular, la dictadura de Pinochet, la burocracia cultural de los 90, el dinero, la fama… incluso la maldita bendición de ser un Parra en el país de Violeta la ha tergiversado a su favor, y todo el espectro cultural y político lo mira como un tótem antojadizo, enigmático y genial. Y si bien ese recorrido es más o menos conocido, lo que Gumucio documenta es que Parra siguió ese camino llevando la contra, haciéndose el leso, guardando silencio, resistiéndose, yéndose siempre por el camino inesperado.
Como sabemos, la antipoesía es un modo de rebelión literaria. Lo que esta biografía viene a esclarecer es que se trata también de un modo de rebelión vital: un credo que el poeta perfeccionó hasta llegar a desactivar casi todas las prácticas tradicionales. Como amante, esposo, padre o amigo, Parra no siguió los patrones de ninguna de las épocas en que vivió. Siguió un camino personal y libre, aunque también carísimo: dejó una estela de heridos, vencidos y olvidados. Él es la montaña rusa. Es el poeta insurrecto, capaz de extender con tanta fuerza aquel impulso que como intelectual y ciudadano reordena el acontecer público. La historia para Parra es personal, dice Gumucio, hablando de su oscuro rol durante el Golpe del 73, y así se lo ve al leer esta biografía: bajo las agitaciones sociales, políticas y culturales del siglo XX en Chile, la iconoclasta respiración de Parra prefiguraba un futuro. Casi lo creaba. Instituía un acontecer histórico en que la ironía resulta un antídoto para sobrellevar el sinsentido.
Nicanor Parra, rey y mendigo, Rafael Gumucio, Ediciones UDP, 2018, 491 páginas, $17.000.
He vuelto a leer, hace un par de meses, lo que leí por primera vez hace medio siglo y que entonces, a mis 13 años, me caló hasta los huesos. Hablo de los cuatro libros de relatos con que Julio Cortázar se dio a conocer: Bestiario, Las armassecretas, Final del juego y Todos losfuegos el fuego. Recuerdo devorarlos noche a noche en el invierno de 1968, desconcertado por esa escritura capaz de secuestrarme a discreción, y meterme en la vida de desconocidos a los que podía tutear sin ofender. Desde mi trinchera impúber le atribuía a Cortázar el poder de decidir cuándo robarle al lector su distancia y enviarlo, solo con pasaje de ida, a la vida paralela del relato. En principio, sin garantía de retorno. Como en los cuentos “Axolotl” y “Continuidad de los parques” en Final del juego, o “La noche boca arriba” y “La isla a mediodía” en Todos los fuegos el fuego, o “Lejana” en Bestiario o “Las babas del diablo” en Las armas secretas, no podía saber en qué momento saltaba la liebre desde la página y te miraba con tus propios ojos. Se borraba al instante la frontera que separa lo real de lo fantástico, el que mira de lo mirado, la lectura de la trama. Cortázar era eso: te hacía desaparecer. O al menos, así me parecía.
Mucho tiempo después, ya muerto Cortázar y con dos generaciones nuevas de lectores, algunos rótulos fueron dejando al escritor en un nicho poco grato, entre literatura para adolescentes y narrativa experimental de rápida obsolescencia. Pero al releer ahora estos cuatro libros que me fueron iniciáticos hace medio siglo, y atento a la posibilidad de si sobrevivían al paso del tiempo y serían capaces de volar por encima de los nuevos moldes estéticos, no me cabe duda que tales letreros que le colgaron posmortem no hacen justicia alguna.
Volví a vivir, 50 años más tarde, esta singularidad en la forma de contar, mirar y desandar lo real hasta el absurdo, la fatalidad o la irrelevancia. Cortázar volvió a sacar su gancho monstruoso del texto para asirme del cuello y tirarme dentro de la historia.
En mi nueva lectura volví a viajar por corredores de viejas casonas de clase media en Buenos Aires y por veredas disparejas donde adolescentes aburridos destapan historias equivocadas de las que no volverán ilesos. Redescubrí un París mal calefaccionado, nada turístico, embriagado de itinerarios condenados al fracaso. Entre ambas puntas del mapa quedé nuevamente atascado en lugares que no son de nadie o que parecen allí desde siempre, poblados por una temporalidad familiar que se rompe de un paraguazo al doblar la esquina y estallar contra un mundo paralelo.
Será que el propio Cortázar nunca fue del todo de aquí ni de allá, sin edad fija en el rostro, evocado más de una vez como el “niño de las manos grandes”, porque al parecer nunca dejaron de crecerle. Un Cortázar que debió arrastrar esas extremidades enormes que no caben en los bolsillos y pueden sostener sobre la palma todos los desenlaces para sus relatos. Quiero pensar que la insuperable maleabilidad en la perspectiva del narrador hizo juego con esa otra maleabilidad etaria del propio Cortázar; y que tal vez le permitió investigar de ida y vuelta, en sus invenciones, todo el abanico de sensibilidades.
Volví a vivir, 50 años más tarde, esta singularidad en la forma de contar, mirar y desandar lo real hasta el absurdo, la fatalidad o la irrelevancia. Cortázar volvió a sacar su gancho monstruoso del texto para asirme del cuello y tirarme dentro de la historia. Reencontré esa porfía lúdica en descentrar sus relatos, pese a que en todos ellos cumple con el rigor de elegir escrupulosamente dónde se ubica el narrador. Son cuentos que suenan a lo que dicen, todos premunidos de un lenguaje hecho a la medida de la historia por contar. El caso más sublime es la parábola de Charlie Parker en “El perseguidor”, donde cada frase es un fraseo de free jazz, y cada palabra una nota de trompeta que solo se sostiene quebrando la anterior.
Recomiendo leer, o bien releer, estos cuatro libros de cuentos, los más puros de un Cortázar que sigue siendo cuentista en estado puro. Pero sobre todo, demorarse en ellos. En esa demora saltará la liebre. Y tendrá tus ojos.
Cuentos completos. Volúmenes 1 y 2, Julio Cortázar, Alfaguara, 2010, 648 y 552 páginas, $23.000 cada tomo.
Hay libros que ayudan a abrir la mente e incorporar ideas, experiencias y percepciones, y también hay los que enseñan a comprender lo que vemos a diario en las calles. No se trata de dos clases distintas de textos, excluyentes entre sí. Por el contrario, las obras que calan en los lectores pueden producir estos fenómenos de manera simultánea. Es lo que me sucedió cuando recibí como regalo El espacio basura, un breve ensayo del arquitecto holandés Rem Koolhaas.
Antes de abordar este texto, solo conocía de Koolhaas sus construcciones y diseños, que lo han hecho merecedor de premios insignes y lo tienen convertido en una celebridad. Más de una vez había buscado en Google imágenes de sus impactantes edificios. Mi vida provinciana, mi sedentarismo crónico, me ha llevado a saber más asuntos por referencias que por el contacto con ellos. Por lo mismo, la lectura de El espacio basura fue un hallazgo que se conecta con lo que observo. Koolhaas advierte de nuestra ceguera a la hora de mirar el paisaje que nos rodea: no vemos las escaleras mecánicas, ni los ascensores, tampoco consideramos las barreras contra incendios, los letreros con indicaciones ni los juegos para niños en los parques. En pocas palabras, no somos conscientes de la estética de los no lugares. Y es justo en esa zona en donde este libro penetra con distancia crítica, con escepticismo e ímpetu, para analizar sitios como los aeropuertos, los malls, las estaciones de servicios y las vitrinas del comercio, en busca de darles una interpretación visual. Koolhaas no tiene nostalgia del pasado arquitectónico. Y señala que el “espacio basura” es “lo que queda después de que la modernización haya seguido su curso o, más concretamente, lo que se coagula mientras la modernización está en marcha: sus secuelas”.
La gracia de Koolhaas como autor reside en su capacidad de atender a lo panorámico, a lo monumental, y desde ahí saltar a los detalles, a lo que nos involucra como ciudadanos.
La claridad de este texto difiere del lenguaje obtuso que poseen muchos arquitectos cuando explican lo que ven y hacen. Esta elocuencia se explica tal vez por una sencilla razón: Koolhaas, antes de dedicarse a la planificación y el estudio de la arquitectura y el urbanismo, fue periodista. Cuando escribe no es básico ni torpe ni pragmático. A mi entender, su talento para representar e hilar conceptos facilita pensar que estamos ante un ensayista. Koolhaas relata cómo se ha erosionado la arquitectura del siglo XX y qué ha sobrevivido de ella. Habla de la secuencia de figuras heterodoxas en que se han convertido las ciudades. Dice que esa mezcla, sin embargo, es virtual, ya que todo está vinculado por semejanzas que pasamos por alto. Al respecto, apunta al diseño de interiores, en los que priman las comodidades, como los aparatos de cocina, los televisores o las instalaciones de aire acondicionado que emparentan las diferencias superficiales. Koolhaas especula sobre la iconografía del espacio basura y dice que está compuesta por una mezcla de tendencias inescrutables. Las más recurrentes serían: 13% de cultura romana, 8% de Bauhaus, 7% de Disneyland, 3% de art nouveau, seguido de cerca por la estética Maya. Esta ensalada de estilos se explica porque “el espacio basura es un ámbito de orden fingido y simulado, un reino de transformación morfológica”.
La verdad es que son decenas los temas que toca con habilidad táctica Rem Koolhaas en El espacio basura. Intuyo que es imposible acotar sus 62 páginas. Quizás eso se debe a la forma en que está redactado: con precisión y, a la vez, con una soltura provocadora, que le permiten a su autor atravesar con un mismo concepto cuestiones tan disímiles como el tráfico de las ciudades, el fascismo ecológico, los guiones y ritos a los que nos someten las reglas sociales, y los cementerios. La gracia de Koolhaas como autor reside en su capacidad de atender a lo panorámico, a lo monumental, y desde ahí saltar a los detalles, a lo que nos involucra como ciudadanos. Este ensayo permite caminar con menos inocencia ante el espectáculo visual que nos rodea y despejar juicios infundados sobre lo que es el progreso y la belleza.
Hoy solo un gran país, China, más Cuba y Corea del Norte, incluyen la palabra comunismo en su Constitución. Sin embargo, sería un error pensar que Marx es solo una pieza de museo. Sin estudiar sus ideas y recorrido tendríamos dificultades para entender el siglo XIX y el siglo XX, pero además sería difícil explicar el desarrollo de las ciencias sociales contemporáneas a las que dotó de conceptos, categorías e instrumentos de análisis extremadamente útiles.
El destino de Marx en la historia es singular: solo los grandes fundadores de religiones han sido tan ensalzados, seguidos y denostados como él. Sesenta y siete años después de su muerte, una gran parte de la población mundial vivía en países cuyos Estados se inspiraban en sus ideas. Ellas tenían además una fuerte presencia en el debate intelectual y sus seguidores en otros países se contaban por millones.
Curiosamente, si vemos la situación actual, a 135 años de su muerte y a 200 de su nacimiento, el cuadro cambia dramáticamente. Solo un gran país, China, y países como Cuba y Corea del Norte incluyen la palabra comunismo en su Constitución política. Los partidos que se proclaman comunistas usan este término más bien como un nombre de fantasía o de nostalgia, pero no de propuestas, y sus ideas tienen una presencia menor en el debate intelectual.
Con todo, sería un error pensar que Marx es hoy solo una pieza de museo. Sin estudiar sus ideas y recorrido tendríamos dificultades para entender el siglo XIX y el siglo XX, también sería difícil explicar el desarrollo de las ciencias sociales contemporáneas a las que dotó de conceptos, categorías e instrumentos de análisis extremadamente útiles.
La caída del marxismo como doctrina de Estado y la vulgata marxista-leninista como ideología movilizadora, no clausura entonces el interés por estudiar su acción y pensamiento. Tratar de comprender la fortuna que este tuvo, como también la actualidad que conservan algunas de sus intuiciones incluso en el día de hoy, resulta una tarea intelectual más que pertinente. Para Marx, acción y pensamiento son parte de un mismo movimiento; así se lee en la undécima tesis sobre Feuerbach, las tesis que encontró Engels revisando notas en su escritorio después de su muerte y que publicó en 1888 como anexo de su libro Ludwig Feuerbach y elfin de la filosofía clásica alemana.
“Los filósofos hasta el momento no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo; ahora de lo que se trata es de transformarlo”, nos dice Marx. Y así transcurrió su vida, dedicada sin respiro a empujar dicha transformación. Habiendo desechado muy joven una vida de plácido universitario, el novel y brillante doctor en filosofía abandonará su vida de estudiante polemista, peleón y juerguista, para casarse muy joven con la baronesa Jenny von Westphalen, culta, encantadora y comprensiva hasta la exageración, para iniciar en la Gaceta Renana su quehacer de editor de trinchera.
Poco durará en la Gaceta y también poco durará en Alemania, desde donde debe partir al exilio en 1843, al 30 de la Rue Vaneau en París.
Allí escribe en Los Anales Franco Alemanes, se encuentra para toda la vida con Federico Engels y ven la luz sus primeros escritos, La cuestión judía, La crítica de la filosofíadel Derecho de Hegel y Los manuscritos filosófico-económicos, los también llamados Cuadernos de París, que solo serían conocidos de verdad a mediados de los 50, provocando un gran revuelo en los “filósofos sutiles” de los cuales nos habla Raymond Aron. También París es la cuna de su primer libro con Engels, La sagrada familia, que lleva el curioso subtítulo de: Crítica de la crítica crítica.
A fines del siglo XIX las tecnologías avanzan con creciente rapidez, la sindicalización de los trabajadores crece, el reformismo prospera, se acortan las jornadas de trabajo y se eleva la productividad sin tener que descender la tasa de explotación. El capitalismo se mostró maleable, flexible e innovador; atravesó crisis y guerras sin autodestruirse.
Pero al mismo tiempo de escribir libros, propugna revoluciones en Prusia, hasta que los prusianos envían a Alexander von Humboldt, que no lo quería nada, a pedirle al rey de Francia que lo eche, cosa a la que este accede.
En 24 horas lo tenemos en Bruselas, cada vez más apretado económicamente, pero agitadísimo. Y viaja a Inglaterra a la formación de la Liga de los Justos, que tiempo después será La liga de los Comunistas, aun cuando estará formada por un pot-au-feau de reformistas, republicanos y anarquistas además de sus seguidores.
Muy pronto la consigna de la Liga “Todos los hombres son hermanos”, que le debe haber parecido sumamente frailuna, se cambiará por la célebre “Proletarios de todos los países, uníos”. Desde entonces comenzarán sus ininterrumpidas disputas con Mazzini, Proudhon y Bakunin, entre muchos otros.
En Bruselas, junto con su inseparable amigo Federico, escribirá la Ideología alemana, después La miseria de lafilosofía (contra Proudhon) y poco antes de la revolución del 48 publica un folleto deslumbrante, El manifiesto comunista, uno de los libros más leídos de todos los tiempos.
El Moro, como le decían a Marx por su tez oscura, y el General (sobrenombre de Engels), se inflaman de ilusión revolucionaria, pero después de algunos avances, la revolución decae y no se extiende a las zonas rurales. Es, a fin de cuentas, derrotada. Para ambos la desilusión es grande. Marx está decepcionado y además lo expulsan de Bruselas, por no haber cumplido su promesa de no participar en política.
Llega a la conclusión de que es necesario aclarar a fondo la teoría de la revolución y se va a Londres, ciudad acogedora de revolucionarios en desgracia, pero donde florecen más bien las ideas reformadoras.
Es tiempo de sosegarse, sacar conclusiones, aprovechar la comodidad del British Museum y tratar de mantener a su familia, que sigue aumentando.
En esto le va más bien mal y pasará por momentos terribles y trágicos, sobreviviendo gracias a Engels y a algunas notas periodísticas, hasta que lleguen por fin las herencias familiares y de amigos, y pueda después de muchos años de pellejerías por fin tener un cierto buen pasar burgués.
Escribirá en ese entonces sus libros políticos La lucha de clases en Francia y El 18 de Brumario de Luis Bonaparte. Finalmente, en 1859 publica Contribución a la crítica de la economía política, con lo que termina de unir la crítica a la filosofía clásica alemana, al socialismo francés y a la economía clásica inglesa como base de su propio y original análisis.
En 1867 aparecerá su obra culminante, el primer libro de El capital, pero también en esos años desempolva la vieja armadura de combatiente para participar en la creación de la Primera Internacional, que será bautizada como la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), reemplazando así a la vieja Liga que hacía tiempo ya había entregado el alma. Se dedicará en ella a pelear con sus enemigos de siempre, y agregará otros, como el socialista alemán Ferdinand Lassalle y el virulento anarquista ruso Kropotkin.
En 1870, otra chispa incendia la pradera: Bismarck le tiende una trampa a Napoleón III. Hoy sabemos que no era un lince y, bueno, cayó redondito: estalla la guerra y Bismarck lo derrota.
Sin embargo, las cosas en Francia asumen aires de rebelión y en marzo de 1871 surge en París la Comuna como organización social autogestionada y revolucionaria. Toda la familia Marx se ilusiona, él escribe a su amigo Kugelmann: “Hay que tomar el cielo por asalto”. Pero pese a los éxitos iniciales, el poder obrero no se extiende por toda Francia y queda a medio camino, asusta a las capas medias y no logra el apoyo del campesinado.
La venganza de la Francia conservadora será terrible. Thiers, “el enano monstruoso”, como lo llamaba Marx, con apoyo de los prusianos, hace entrar sus tropas por la Porte Saint-Cloud y se apoderan de la ciudad a costa de una gran matanza. Esta vez la decepción de Marx es tremenda. Realiza el análisis de las potencialidades y las causas de la derrota, critica con fuerza el no uso oportuno de una violencia mayor de parte de los comuneros.
Su pensamiento posee una promesa laica, prometeica, de un futuro libertario que es a la vez extraordinario y suficientemente vago.
Está cansado, su salud no es buena, sus malos hábitos alimenticios, sus excesos de tabaco y alcohol, la falta de higiene personal, la acumulación de enfermedades, hígado, pulmón, furunculosis y hemorroides, todo le pasa la cuenta. Está hastiado incluso de pelear con los anarquistas y deja morir dulcemente la Internacional, cuya sede está exiliada en Filadelfia.
Sus últimos arrebatos serán contra la socialdemocracia alemana, que adquiere un airecillo reformista.
En su Crítica al programa de Gotha en 1875, reafirmará la necesidad de la dictadura revolucionaria del proletariado y arremeterá contra “el cascabeleo democrático”, “la letanía democrática” y “el sufragio universal”.
Para Marx, la democracia representativa es una forma más de dominación burguesa, no aprecia sus instituciones, ni siquiera los impuestos que considera parte del constructo reformista. La democracia como sistema político definitivamente no es lo suyo. Así se lo reafirmará a los socialdemócratas alemanes, “Dixi el Salvavi animan meam” (lo digo y he salvado mi alma), concluirá.
El resto de su vida serán notas, pequeños desplazamientos, curiosidad por Rusia donde los populistas se interesan por El capital. Vendrá la muerte de Jenny, Jennyshen, su hija mayor. Morirá en 1883 en su sillón, casi no tenía pulmones, pero parece que contra todo consejo se había fumado poco antes un puro. Bien por él.
De sus notas saldrán los otros libros de El capital por mano de Engels, ayudado por Kauts y Bernstein.
Concluido ya su accionar, esbocemos ahora unas breves pinceladas acerca de su pensamiento.
Hijo de las luces, romperá con toda la tradición de la filosofía política moderna y construirá una teoría general del desarrollo de la sociedad, el materialismo histórico. Asimismo, será el crítico más lúcido del capitalismo del siglo XIX.
Su ambición teórica es ilimitada, se propone encontrar una respuesta total a las interrogantes de la historia y de su tiempo, como dice bien Isaiah Berlin, “esa clase de enfoque ilimitado y absoluto que pone fin a todos los integrantes y devuelve todas las dificultades”. Como dice Bobbio, rebatirá a Hobbes, Rousseau, Kant y Hegel respecto del rol central de la sociedad política y el Estado en el curso de la historia, como el espacio en el cual el hombre puede llevar una vida racional.
Para él las cosas son exactamente al revés: lo central y lo determinante es la sociedad civil, que constituye la infraestructura donde se desarrollan las condiciones materiales de existencia.
El Estado, las instituciones, la religión y el derecho no son sino el reflejo, la superestructura que es determinada “a fin de cuentas” o “en última instancia”, por el modo de producción de las sociedades.
A duras penas admite que el arte puede escapar de esta determinación, pero el resto se moverá fundamentalmente como producto de las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, contradicciones que se encarnarán en la lucha de las clases antagónicas. De allí surgirán las revoluciones, que no son un accidente sino las parteras del curso ascendente de la historia.
El predominio actual de un capitalismo fuertemente desregulado, que tiende a concentrar y privatizar de manera exagerada los beneficios y a socializar también exageradamente las pérdidas, nos tiene inmersos en un proceso de desigualdad creciente y de concentración ya no en el decil más rico, sino que en el centil más rico, y ello está teniendo consecuencias políticas negativas enormes para la democracia.
“No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, es el ser social lo que determina su conciencia”, señalará en el prólogo de la Contribución de la crítica de la economía política.
Pero su mayor preocupación es la crítica al capitalismo, desentrañar sus contradicciones que lo llevarán a su inevitable desaparición. En ello centrará su análisis, a partir de la crítica de la economía clásica inglesa y toda su reflexión sobre la teoría del valor, de la plusvalía, del salario, de la explotación, de la ganancia y de la baja tendencial de la ganancia.
Cree, duro como fierro, que ello evolucionará tal como lo describe y que el modo de producción capitalista, a diferencia de los modos de producción anteriores o paralelos (como el asiático), marcará el fin de las sociedades antagónicas.
El proletariado, al ser la clase más numerosa, cuando derrote inevitablemente a la burguesía fruto de las contradicciones que conducirán a la revolución mundial, terminará con el conjunto de las clases sociales para siempre. Ello abrirá necesariamente paso al comunismo, una sociedad sin Estado, sin dominación, autorregulada, de hombres libres, terminando así con la prehistoria de la sociedad humana. Claro que entre una y otra sociedad, como lo enseñó la Comuna, existirá una transición nada tierna y posiblemente nada corta, la dictadura revolucionaria del proletariado.
En italiano podríamos decir Se non é del tutto vero é assai ben travato (Si no es del todo verdad, está muy bien dicho).
De allí su tremendo atractivo.
Pero la vida, como siempre, se va por otro lado, por un lado mucho más verde que el gris de la teoría, como nos dice Goethe, y el transcurso de los acontecimientos acumularán en su teoría límites y equívocos. A fines del siglo XIX las tecnologías avanzan con creciente rapidez, la sindicalización de los trabajadores crece, el reformismo prospera, se acortan las jornadas de trabajo y se eleva la productividad sin tener que descender la tasa de explotación. El capitalismo se mostró maleable, flexible e innovador; atravesó crisis y guerras sin autodestruirse.
La primera Revolución en nombre del proletariado se da en el país del capitalismo más atrasado de Europa, en el cual una relativamente poco numerosa clase obrera estaba rodeada de un océano de campesinos. Su triunfo fue fruto más de la audacia de un jefe político, Lenin, y un grupo de revolucionarios profesionales, que de una determinación de la historia. La revolución rusa es una revolución contra El capital, señalará Antonio Gramsci con lucidez.
En todo caso, no se transformará en revolución mundial, y hasta su inesperado final en el último decenio del siglo XX, jamás pasó de ser algo más que una dictadura, con más capacidad militar que bienestar general. Una vez más, la historia se rebelará frente a determinaciones, sistemas y modelos. Sin embargo, su influencia y atracción se prolongó mucho más allá de la verificación en la realidad de sus postulados, tanto en la acción política como en el debate intelectual.
Conviene pensar por qué este éxito que supera los hechos y las razones parece ser diverso. Su pensamiento posee una promesa laica, prometeica, de un futuro libertario que es a la vez extraordinario y suficientemente vago.
En La ideología alemana, Marx y Engels escriben: “En la sociedad comunista donde cada cual no tiene una esfera de actividad exclusiva sino que puede perfeccionarse en el aspecto que le guste, la sociedad reglamenta la producción general, lo que me permite la posibilidad de hacer hoy tal cosa, mañana otra: cazar en la mañana, pescar en la tarde, practicar la cría de ganado más tarde, desarrollar la crítica después de la comida según mi regalado gusto, sin tener que convertirme en cazador, pescador o crítico”.
La superación del capitalismo no parece estar a la vuelta de la esquina, ni siquiera para quienes pregonan ideas radicales y menos aún para los países que han experimentado el socialismo en carne propia. Tampoco parece necesariamente deseable dicha superación, sobre todo si consideramos la realidad de los países capitalistas cuyas experiencias son las más exitosas y civilizadas, como es el caso de los países nórdicos.
Por cierto, es un futuro libertario, que resulta atractivo, pero algo bucólico en sus contenidos. Propone también una ética atractiva de las relaciones humanas, que además está basada en la ciencia, lo que le da una base aparentemente objetiva, y plantea la redención del colectivo. Ya no será el egoísmo individual lo que generará la virtud colectiva, como nos lo señala Adam Smith; es el colectivo el que evitará el egoísmo a través de imponer el interés general.
Claro que al introducir la moral en la economía fuerza la complejidad humana y abre paso a la sociedad total o totalitaria, como sucedió en las experiencias de los socialismos reales.
Encarna además lo universal en los de abajo, en los condenados de la Tierra. En esto (que Marx no me escuche) tiene un encanto similar al cristianismo, como lo señala Kolakowski.
Estos son solo algunos aspectos de su atractivo, que lo hizo particularmente resistente a los avatares de la historia.
La pregunta final es si queda algo de actualidad en el pensamiento de Marx, para entender mejor el mundo de hoy. Por supuesto, resulta imposible encontrar una respuesta positiva si consideramos el pensamiento de Marx como un sistema, pero surgen aspectos no desdeñables si analizamos algunas áreas de análisis o intuiciones, particularmente en la fase por la que atraviesa hoy el proceso de globalización.
Aun cuando ha habido fases diferentes del desarrollo capitalista, el predominio actual de un capitalismo fuertemente desregulado, que tiende a concentrar y privatizar de manera exagerada los beneficios y a socializar también exageradamente las pérdidas, nos tiene inmersos en un proceso de desigualdad creciente y de concentración ya no en el decil más rico, sino que en el centil más rico, y ello está teniendo consecuencias políticas negativas enormes para la democracia. No aparece clara ni la voluntad ni los instrumentos políticos para revertir ese proceso.
Alguien podría, en consecuencia, señalar que algo de la profecía de Marx anda rondando todavía. Recordemos que en el pasado la pasión por la igualdad eliminó la libertad en muchos países; hoy la pasión por la desigualdad podría terminar haciendo lo mismo.
En una dirección similar, nuestra actual globalización parecería imponer un ritmo de avance sin templanza, sin fijarse en los resultados sociales que se asemejan a los rasgos que describía Marx en el Manifiesto respecto de la revolución burguesa que él tenía ante sus ojos y que conducía a una suerte de progreso caótico.
Así escribía Marx: “Todas las relaciones sociales tradicionales y consolidadas con su cortejo de creencias y de ideas admitidas y veneradas: quedan rotas: las que las reemplazan caducan antes de haber podido cristalizar”. Y sigue: “Todo lo que era sólido y estable es destruido, todo lo que era sagrado es profanado y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión”.
¿Cuánta de esa desilusión existe en la crisis actual de las democracias y las actuales tendencias autoritarias y bárbaras?
La superación del capitalismo no parece estar a la vuelta de la esquina, ni siquiera para quienes pregonan ideas radicales y menos aún para los países que han experimentado el socialismo en carne propia. Tampoco parece necesariamente deseable dicha superación, sobre todo si consideramos la realidad de los países capitalistas cuyas experiencias son las más exitosas y civilizadas, como es el caso de los países nórdicos. Pero ninguna forma de organización económica, social o política está llamada a ser eterna.
Claro, ese cambio si se produce, no será como lo pensó Marx.
Con todo, hay algo valioso en su esfuerzo por mirar lejos, por tener una mirada larga, que hoy no abunda. Cuando observamos los nuevos desafíos de la humanidad, como el cambio climático y las nuevas formas de conocimiento que se están produciendo –la inteligencia artificial, la biotecnología, la nanotecnología, la robótica y la manipulación genética– no está de más esforzarse en escudriñar el porvenir y tratar de imaginar sociedades muy distintas, que quizás no tengan el trabajo como su espina dorsal, de manera de poder discernir acerca de los nuevos desafíos éticos y políticos para poder preservar en el futuro lo que es siempre fundamental: la autonomía y la libertad del ser humano.
La pérdida de peso de los sindicatos y fuerzas obreras no significa que las clases sociales hayan desaparecido sin dejar huella. De hecho, Marx era plenamente consciente de la naturaleza cambiante del capitalismo que, como formación social, dependía de la lucha de clases. Desde este punto de vista, nuestro presente puede ser comprendido como un resultado del enfrentamiento político entre clases durante el siglo XX y el bienestar futuro estará signado por las formas que esa lucha adopte ante un capitalismo muchísimo más complejo en sus variantes de explotación.
por giorgio boccardo
Vivimos en un mundo que ha cambiado a extremos casi irreconocibles desde que Karl Marx publicó El capital, en 1867. Los obreros de cuello azul han disminuido exponencialmente en número e influencia, y los capitalistas de levita y chistera se anonimizaron en fondos de inversión globales. Los gerentes se quitaron la corbata y ahora escuchan las necesidades de empleados que anhelan movilidad social y mayor consumo. En tanto, las revueltas sociales más relevantes del último tiempo –antiglobalización, feministas, ambientales– se han articulado por fuera del radio de los sindicatos. Entonces, hablar de clases hoy parece tan arcaico como revivir una polémica teológica. O al menos eso nos han hecho creer los adalides del capitalismo. Pero la rueda de la historia no se ha detenido y el neoliberalismo ha resultado incapaz de resolver las necesidades humanas más elementales. La riqueza se ha concentrado en pocas manos y millones de personas dependen de un salario para sobrellevar una vida mínima. La robotización reemplaza o descalifica profesiones u oficios que antes garantizaban acceso al bienestar, y el vertiginoso ritmo de la producción ha puesto en riesgo la viabilidad del planeta.
El hecho de que se vuelva a hablar de capitalismo –y no de modernización– es prueba de sus dificultades para presentarse como “el orden natural de las cosas”. Pese a ello, el capital se ha tornado tan omnipresente en nuestras vidas, que hoy resulta difícil aprehenderlo en su total magnitud. Sin embargo, para las fuerzas que bregan por la emancipación humana, la pregunta por el colectivo capaz de llevar adelante tamaña epopeya continúa abierta; aunque este ya no tenga mucho que ver con aquella clase de hombres y mujeres retratadas magistralmente por Marcel Proust o Victor Hugo.
Gracias al desarrollo de fuerzas productivas industriales, Marx creía posible alcanzar nuevos estadios de libertad en que resolver las necesidades materiales solo ocupara un tiempo limitado de nuestra vida.
Reconociendo las limitaciones y alcances de la obra de Marx, esta sigue siendo un buen punto de partida. No por nada, Ludwig von Mises señaló que el socialismo era “el movimiento de reforma más poderoso que la historia haya conocido”, ya que es una ideología que no se limita a ningún sector específico de la humanidad. De hecho, convocaba a personas de distintas razas, credos y naciones que se articulaban como clase bajo los dictados del capital.
Intereses materiales, conflictos y proyectos colectivos
Las clases, o más precisamente, la lucha de clases, fue una noción cardinal en la vida moderna, al punto que Marx y Friedrich Engels sostuvieron que toda la historia de las sociedades humanas era la historia de la lucha de clases. Paradójicamente, Marx no escribió una reflexión sistemática al respecto. A diferencia de su proteica teoría sobre el capitalismo, sobre las clases solo dejó un manuscrito interrumpido, que luego fue publicado por Engels en el tercer tomo de El capital.
Marx sostiene que las principales clases en la sociedad moderna son los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes; aunque en el proceso histórico esta división no se presente de forma pura. Por el contrario, en los conflictos de clase participan heterogéneas fuerzas que dificultan el trazo de una línea divisoria clara. Ahora bien, su principal preocupación no fue alcanzar una definición estática de clases sino distinguir agrupamientos teóricamente sustantivos para comprender el conflicto y las posibilidades de superación del capitalismo. Al interrogarse acerca de las clases, indaga sobre los intereses comunes que hacen que estas –y los individuos que las integran– actúen, se organicen y maduren formas de conciencia compartidas. Marx concluye que el origen de esa disposición radica en la fuente de ingresos y las relaciones sociales que organizan los medios de reproducción de cada clase: los obreros explotan su fuerza de trabajo, los capitalistas los medios de producción y los terratenientes la propiedad del suelo.
Coherente con su explicación sobre el origen y desenvolvimiento del capital, en el largo plazo todo el trabajo propendía a la forma asalariada y toda la tierra a la forma propiedad, siendo el eje articulador de la vida moderna la producción capitalista. Y su motor, el conflicto de clases. A pesar de que siempre existirían subdivisiones de clase –al extremo de que cada individuo es una unidad irrepetible–, Marx sostiene que lo fundamental es distinguir qué medios les permiten a los individuos subsistir y, por ende, qué intereses los pueden motivar a emprender una acción mancomunada.
Las clases en Marx no son otra cosa que colectivos humanos confrontados por proyectos de sociedad que se forman –no están dadas a priori– y se enfrentan con otras clases por intereses contrapuestos. Al menos esa había sido la historia de las sociedades hasta el advenimiento del capitalismo. No obstante, gracias al desarrollo de fuerzas productivas industriales, Marx creía posible alcanzar nuevos estadios de libertad en que resolver las necesidades materiales solo ocupara un tiempo limitado de nuestra vida.
El devenir de la clase obrera es fundamental para comprender el conflicto político durante el siglo XX. Valga recordar que en su triunfo se depositaron las esperanzas de millones de oprimidos, mientras que su derrota contribuyó a labrar la cultura de la resignación que domina el nuevo milenio.
La clave estaba en la formación de una clase socializada en la racionalidad cooperativa de la producción capitalista y en una solidaridad forjada al calor de las resistencias a la explotación. Es a esa clase de personas a las que Marx denominó proletariado, y cuya emancipación podía liberar al conjunto de la humanidad.
Esta noción de clases no será la dominante en el marxismo occidental. Si bien Lenin situó el conflicto en el centro de su teoría política, el proletariado fue equiparado con el partido bolchevique, delegando a la vanguardia revolucionaria la responsabilidad de organizar y dotar de conciencia a los trabajadores. La estalinización de la Revolución rusa solo acrecentó el problema, al extremo que la burocracia partidaria suplantó la acción obrera y devino en clase dominante. Posteriormente, el marxismo estructuralista limitó las clases a una posición en la producción, siendo la acción colectiva y la determinación de cada individuo, reflejos mecánicos de la estructura. Salvo excepciones, como Antonio Gramsci para el caso europeo o Juan Carlos Mariátegui para el latinoamericano, en los partidos obreros el debate sobre las clases fue oscurecido por la ortodoxia soviética y el economicismo vulgar.
¿Crisis de las clases industriales o crisis de la lucha de clases?
El devenir de la clase obrera es fundamental para comprender el conflicto político durante el siglo XX. Valga recordar que en su triunfo se depositaron las esperanzas de millones de oprimidos, mientras que su derrota contribuyó a labrar la cultura de la resignación que domina el nuevo milenio. Pero tal como señaló Eric Hobsbawm, este escenario no se revierte adhiriendo sin más a cada oleada de protestas o denunciando lo despiadado que es el capital; se avanza extrayendo lecciones de esos derroteros.
En la socialdemocracia se agota tempranamente el sindicalismo combativo, el cual es desplazado por otro que pacta con el capital. Sin embargo, el Estado de bienestar –compuesto por partidos obreros– resulta incapaz de seguir redistribuyendo excedentes e integrando a nuevos trabajadores. En los socialismos reales no hubo voluntad –o capacidad– para democratizar el Estado que fue cooptado por burocracias, pero tampoco se apostó a una socialización de la producción capitalista, más bien se estatizó. En los populismos latinoamericanos, la clase obrera se forja a partir del Estado, y su origen campesino permite utilizar en la industria prácticas autoritarias importadas del latifundio, de ahí su adhesión a liderazgos autoritarios.
El mayo obrero de 1968 inauguró un nuevo ciclo de protestas que cambió la fisonomía de las clases industriales. Obreros automotrices de la Renault en París, la Chrysler en Michigan o la Fiat en Turín, metalúrgicos de Osasco y Contagen en Sao Paulo, mineros del carbón en Yorkshire y tapizadoras de la Ford en Dagenham, hicieron sentir con fuerza su rechazo a la autoridad y al control en la industria fordista. Esta vez no se trataba solo de demandas salariales, sino de democratizar la gestión, de control obrero y autonomía sindical.
Durante los “años de plomo” en los 70, los capitalistas iniciaron una transformación productiva hasta recuperar su poder. Para ello se sirvieron de la desconcentración, automatización, flexibilidad y deslocalización del trabajo. Es decir, atacaron las condiciones de formación y poder de la clase obrera industrial, hasta diluirla.
La reacción del capital no se hizo esperar. Durante los “años de plomo” en los 70, los capitalistas iniciaron una transformación productiva hasta recuperar su poder. Para ello se sirvieron de la desconcentración, automatización, flexibilidad y deslocalización del trabajo. Es decir, atacaron las condiciones de formación y poder de la clase obrera industrial, hasta diluirla. La ola de gobiernos conservadores en los años 80 y una renovada socialdemocracia en los 90 hicieron el resto.
Los primeros ataques a la idea de clases provinieron desde la vereda izquierda. André Gorz anunció el fin del proletariado, o bien, de su potencial sociopolítico. Jürgen Habermas afirmó que el trabajo había perdido centralidad en la formación de subjetividades modernas. En tanto, la razón posmoderna decretó extintos los metarrelatos y la inexistencia de vínculos entre condiciones materiales y acción colectiva. En suma, la lucha de clases había quedado enterrada bajo los escombros del Muro de Berlín.
Más allá de la validez de ciertos juicios, no se explicó por qué el capital incrementó su poder de clase y cómo su nuevo “espíritu” había incorporado elementos centrales de la crítica anticapitalista. Efectivamente, la fábrica dejaba atrás el verticalismo para encadenarse horizontalmente con medianos y pequeños productores, la disciplina de capataces era reemplazada por trabajo en equipo y de un día para otro los obreros se transformaron en colaboradores de terno y corbata. Nuevos ideologismos de izquierda y derecha le entregaron a la fuerza de trabajo medios de producción –ahora, el intelecto– y, con ello, alternativas para emprender libremente.
Ahora bien, lo que ocurrió efectivamente fue una brutal mercantilización en que todo vínculo humano quedaba subsumido en el capital. No sucedió únicamente con educación, salud o pensiones, sino con los cuidados, los afectos, el cuerpo y las experiencias. La fábrica y la oficina automatizadas comenzaron a depender menos del trabajo especializado y a demandar trabajadores cuya socialización es su principal herramienta. La flexibilidad del trabajo hace de la incertidumbre el elemento distintivo de la vida y torna cada espacio en potencial lugar de trabajo. En consecuencia, la producción se imbrica con la sociedad de tal modo que hoy cuesta reconocer identidades o fisonomías sociales estables.
Que las clases no mantengan su forma clásica no significa que hayan desaparecido sin dejar huella. De hecho, Marx era plenamente consciente de la naturaleza cambiante del capitalismo que, como formación social, dependía del estado de la lucha de clases. Desde este punto de vista, nuestro presente puede ser comprendido como un resultado –no determinado a priori– del enfrentamiento político entre clases durante el siglo XX.
Esto implica comprender más profundamente las causas de la derrota, pero también pensar las clases más allá de la ortodoxia marxista. Es decir, recuperar su sentido político. Si algo podemos aprender de la “era de las catástrofes” es que la organización de una voluntad colectiva no podrá sostenerse en una socialización forzada, que aplane la riqueza de todas las identidades que la conforman. Por el contrario, en esa heterogeneidad radica su potencial emancipador de toda forma de opresión. Luego, tendrá que ser una articulación radicalmente democrática, que no desconozca el potencial de los intereses materiales para vincularnos en una clase que enfrente un capitalismo muchísimo más complejo en sus formas de explotación. Solo de este modo estaremos un poco más cerca de ejercer nuestras libertades.
Nació en 1818, en la Europa que acababa de dejar atrás a Napoleón, pero no las ideas y prácticas de la Ilustración y de la Revolución Francesa. En ellas se formó. Participó de las revoluciones de 1848, apoyó a la comuna de París. Y a la vez, vivió una vida familiar feliz, pero marcada por la pobreza y las desgracias. Ni ángel ni demonio, Marx fue resultado de una época que quiso cambiar y en la que logró dejar huella.
por juan rodríguez m.
Nada menos que todo un hombre: Karl Marx fue un agitador y activista, líder de las primeras ligas y comités comunistas, perseguido por Prusia, apátrida desde 1845; un “dictador democrático”, que gastaba tantas energías en disparar contra los burgueses como contra los “falsos profetas” del socialismo: esos sensibleros, demagogos, ignorantes y superficiales que imaginaban un paraíso comunista en el que todos usarían la misma ropa o comerían en el mismo comedor. Fue un ávido lector y escritor, apasionado por Hegel en su juventud y por Shakespeare toda la vida. Un intelectual que salía a emborracharse con sus amigos. Un periodista y editor de revistas. Un exiliado que pasó buena parte de su vida en Inglaterra. Según algunos, fue un hombre de familia –padre de seis hijos–; según otros, un egoísta que vivió del dinero de su mujer y de su amigo, Friedrich Engels, y que postergó a los suyos en favor de su activismo y de su obra. Sus “hábitos de siempre”, resume Francis Wheen, uno de sus biógrafos, fueron “leer, escribir, conspirar”.
Marx se pasó la vida sobregirado, no solo en lo económico, sino también en lo político y en lo intelectual. Su trabajo como escritor estuvo marcado por entusiasmos sin concreción, obras iniciadas pero inconclusas, y atrasos en las entregas. Muchas veces se interponían la mala salud y la necesidad de ganar dinero, otras veces el activismo político, y también una mente tan imaginativa como poco metódica, y con afanes enciclopédicos. Pero valía la pena esperar.
En 1848 estaba en Bruselas. Tenía 30 años, era un hombre bajo, moreno, de hombros anchos, con la barba y el cabello oscuros, salvo por los primeros mechones grises que se dejaban ver. Trabajaba en un texto para el comité central de la Liga de los Comunistas de Londres. Sus compañeros estaban impacientes, enojados por la demora, pues lo que escribía Marx era la nueva declaración política del movimiento.
Marx se pasó la vida sobregirado, no solo en lo económico, sino también en lo político y en lo intelectual. Su trabajo como escritor estuvo marcado por entusiasmos sin concreción, obras iniciadas pero inconclusas, y atrasos en las entregas.
En febrero de ese año, por fin se publicó el Manifiesto del Partido Comunista. El texto final valió la espera: “Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo”, dice ese inicio tan inquietante y contundente como imperativo es el cierre: “¡Proletarios de todos los países, únanse!”.
“Fue una suerte que Marx se tomara su tiempo, porque el resultado fue una obra maestra literaria: un texto compacto, conciso, elegante, potente y a la vez sarcástico y divertido”, dice Jonathan Sperber en KarlMarx. Una vida decimonónica.
En la ruta de Hegel
Marx nació el 5 de mayo de 1818, en Tréveris, sudeste de Alemania, en una familia burguesa encabezada por Heinrich Marx y Henriette Pressburg. Se dice que el pequeño Marx se sentaba en las piernas de su padre para que este le leyera a Voltaire. Heinrich era un seguidor de las ideas ilustradas y de la Revolución Francesa.
En la biografía más reciente de Marx –Karl Marx. Ilusión y grandeza, de Gareth Stedman Jones– leemos: “Karl nació en un mundo que aún se recobraba de la Revolución Francesa, el gobierno napoleónico de Renania, la emancipación a medias y prontamente revertida de los judíos, y la atmósfera sofocante del absolutismo prusiano. Era también un mundo en el que había ciertas vías de escape, aunque discurrieran en su mayor parte en el terreno de la imaginación. Coexistían la belleza de la polis griega, la inspiración de los poetas y las obras de Weimar (Goethe), el poderío de la filosofía alemana y las maravillas del amor romántico”. A este escenario que describe Stedman Jones, Jonathan Sperber suma los efectos de la Revolución Industrial, la “influencia perdurable” no solo de las ideas, sino también de “las formas de acción política de la Revolución Francesa de 1789; el papel fundamental que desempeñaba la religión en la interpretación del mundo; el efecto considerable, aunque complejo e intrincado, del nacionalismo, y la relevancia de la vida doméstica”.
De los primeros años de Marx se sabe poco. Según Stedman Jones, la única alusión a su infancia se la debemos a un recuerdo de su hermana Eleanor: “He oído a mis tías decir que, de niño, era un pequeño tirano, horrible con sus hermanas (…) les insistía en que comieran las ‘tartas’ que hacía con una masa asquerosa y sus manos todavía sucias”. Recién a partir de 1830 hay más claridad. Ese año empezó su educación secundaria, centrada en los autores clásicos, cuya lectura nunca abandonó. Allí también conoció la lengua, la cultura y la historia francesas. Y si ya su padre lo había iniciado en la Ilustración, en el colegio se topó con profesores que tenían ideas librepensadoras, republicanas y democráticas. Marx creció “de acuerdo con las ideas de la Ilustración: un acercamiento racionalista al mundo, una religión deísta y la creencia en la igualdad y los derechos fundamentales del hombre”, dice Sperber.
Marx desarrolló un trabajo periodístico que suele desatenderse al lado de su labor teórica, cuando de hecho ocupa más volúmenes en sus obras completas. Fue corresponsal de medios europeos y estadounidenses, incluso de un diario sudafricano.
A partir de 1835, cuando entró a estudiar Derecho en la Universidad de Bonn, Marx profundizó su ruta ilustrada. Fue a clases “diligentemente”, pero se dedicó más a la bohemia, las peleas con los estudiantes prusianos y a debatir sobre cuestiones literarias y estéticas; o sea, era un universitario promedio, que incluso fue castigado por “alboroto y ebriedad por las noches”. Para encausarlo, en 1836 su padre lo envió a la Universidad de Berlín, el centro intelectual de Alemania, donde todavía reinaba Hegel, el filósofo del espíritu absoluto y la realidad racional, quien había muerto apenas cinco años antes. Allí Marx siguió distrayéndose del Derecho con sus aficiones literarias: escribió poemas, intentó crear una obra de teatro y una novela satírica, e hizo crítica teatral. Soñaba con ser poeta. Sin embargo, la mayor distracción era la filosofía de Hegel: conoció conceptos como dialéctica y alienación que, reformulados, llegarían a ser clave en su pensamiento. “Se había caído un telón, mi yo más sagrado se había hecho trizas y había que introducir nuevos dioses”, le contó Karl a su padre.
Gracias a un profesor –Eduard Gans, un hegeliano progresista y liberal– y a sus contactos con los llamados Jóvenes Hegelianos –seguidores de izquierda del maestro–, Marx se convirtió en un crítico decidido del absolutismo prusiano y defensor de las ideas republicanas y democráticas. Dejó el Derecho y se doctoró en Filosofía con una tesis sobre Demócrito y Epicuro. En ese trabajo afirma que la confesión de Prometeo, el antiguo héroe trágico, era también la confesión de la filosofía: “En una palabra, odio a todos y cada uno de los dioses”.
“En Berlín –escribe Stedman Jones–, Karl había entrado en contacto con un nuevo grupo de amigos que empezaban a considerar que la noción humana de Dios –y, en particular, del Dios cristiano–, así como la mistificación de las relaciones sociales que esta traía consigo, habían conducido a la humanidad a su catastrófica situación actual. Y que, una vez que se entendieran las razones de esa situación catastrófica, la humanidad se embarcaría en una época nueva y sin precedentes de absoluta felicidad”. En 1845, Marx escribirá en sus famosas y póstumas Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Era un llamado, probablemente a sí mismo, a convertir la filosofía y la crítica en práctica.
Esa novela gótica inmensa
Marx quiso iniciar una carrera académica, pero su posición política lo hizo imposible. Su padre había muerto en 1838, y debido a préstamos que le había hecho su madre, no recibió nada de la herencia. Así es que en 1842 empezó a trabajar como escritor independiente, colaborando en diarios progresistas, sobre todo en la Gaceta Renana, lo que según Sperber marcó “un punto de inflexión en su desarrollo intelectual, personal y político”, pues entró en contacto con las ideas comunistas. Había sido un erudito con una inclinación al activismo, pero desde entonces fue un activista con tendencia a la erudición. De ahí en adelante, Marx desarrolló un trabajo periodístico que suele desatenderse al lado de su labor teórica, cuando de hecho ocupa más volúmenes en sus obras completas. Fue corresponsal de medios europeos y estadounidenses, incluso de un diario sudafricano. Combinó los artículos políticos combativos con reportajes en los que desplegaba sus lecturas, capacidad de análisis y sarcasmo.
Ese estilo personal, de analogías maliciosas y divertidas, a la vez práctico y cínico, lo volcará luego en su mayor obra, El capital. Según Francis Wheen, autor de KarlMarx y de La historia de “El capital” de Karl Marx, dicho texto hay que leerlo como una obra de arte. No sería una hipótesis científica, sino una sátira del capitalismo, “un melodrama victoriano, o una inmensa novela gótica cuyos héroes están esclavizados y consumidos por el monstruo que han creado”. Como en una comedia, Marx expone las diferencias entre “la apariencia heroica y la ignominiosa realidad” de la sociedad capitalista del siglo XIX. De hecho, el autor advirtió a sus lectores que entraban a un mundo ilusorio donde nada es lo que parece: “A primera vista –escribe–, una mercancía parece una cosa obvia, trivial. Su análisis indica que es una cosa complicadamente quisquillosa, llena de sofística metafísica y de humoradas teológicas”.
Karl y Jenny.
La lectura de Wheen se hace cargo del amor de Marx por la literatura, especialmente por Shakespeare, Esquilo y Goethe (en prosa su favorito era Diderot). En El capital abundan las referencias literarias: además de Shakespeare, están la Biblia, Sófocles y Dante, entre otros. Según Wheen, el “Moro” se veía reflejado en un artista, un personaje de Laobra maestra desconocida, de Balzac: el pintor Frenhofer. En la historia, este pintor trabaja en un retrato revolucionario que sería “la más completa representación de la realidad”. Un esfuerzo que, tras una década de pintar, repintar y sobrepintar, resulta “un revoltijo de formas y colores”. Es un fracaso que a uno, ser humano de los siglos XX y XXI, no le parece un chasco, sino un adelanto del arte moderno, abstracto, imposible de comprender para los amigos de Frenhofer.
¿Le pasó lo mismo a Marx? Sí, dice Wheen, Marx es como ese pintor: dedicó más de 20 años a pintar, repintar, sobrepintar El capital, y al final solo publicó, en 1867, un volumen de los seis previstos. Un volumen abierto, enrevesado, inacabado… cual obra moderna. Y no solo en su contenido, también en su forma, pues es un collage literario radical en el que se yuxtaponen voces y citas de la mitología, la literatura, los cuentos de hadas, informes de inspectores de fábricas: “El capital es tan disonante como la música de Schoenberg, tan espeluznante como los relatos de Kafka”, afirma Wheen. “Al igual que Frenhofer, Karl Marx era un modernista avant la lettre”.
Destino final: Inglaterra
En 1843 Marx se casó con Jenny von Westphalen, con quien tuvo seis hijos. Por entonces, en la práctica, Marx era el combativo e insolente editor de la GacetaRenana, pero fue despedido ante las amenazas de las autoridades prusianas de cerrar el diario (que de todas formas fue prohibido). Los Marx emigraron a París, donde Karl siguió con sus labores editoriales, amplió sus relaciones con radicales, demócratas y republicanos, profundizó en las ideas socialistas, conoció a activistas de la clase obrera y redactó textos en los que comienza a hablar de economía y trabajo, de establecer un Estado democrático, de la clase obrera como motor de la historia. Marx pregonaba la necesidad de superar las revoluciones anteriores en pos de una más “radical” o universal, que emancipara a los seres humanos, es decir, que pusiera fin al capitalismo.
Los tres biógrafos –Wheen, Sperber y Stedman Jones– coinciden en que la vida familiar de los Marx fue “sólida y feliz”. Aunque no estuvo libre de tensiones y crisis. Especialmente por las miserias económicas, con embargos y desalojos, Marx escondiéndose de los acreedores, y los hijos sin poder ir al colegio porque no tenían zapatos ni abrigo.
En otras palabras, esos 16 meses en París tuvieron como fruto la primera expresión de las ideas comunistas de Marx. Fueron apenas 16, pues en enero de 1845, por presiones de Prusia, Marx fue expulsado de Francia. Se instaló en Bélgica, donde se inició en el activismo revolucionario. Allí vivió las revoluciones liberales y socialistas de 1848, en las que creyó y se involucró a tal punto que, una vez derrotadas, tuvo que emigrar a Londres. En Inglaterra pasó el resto de su vida, continuó con su activismo, trabajó para unir al proletariado y se hizo amigos y enemigos en las filas radicales, especialmente durante la creación y fortalecimiento de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) –la primera Internacional–, donde su máximo rival fue Bakunin.
En ese tiempo Marx comenzó a hablar de las crisis que generaría el capitalismo por su propia lógica expansiva. Y alcanzó fama mundial durante la Comuna de París (1871), una insurrección de pocos meses en la capital de Francia que instaló un gobierno popular, detrás del cual muchos vieron a la AIT y a Marx. No era así, pero de todos modos Karl apoyó el movimiento y escribió sobre él, si bien tenía claro que no era la revolución comunista que esperaba. Si es que la esperaba.
En el Manifiesto comunista Marx elogia la fuerza revolucionaria de la burguesía y el capitalismo. “Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo mental y estable se evapora”, escribe.
Por eso Wheen se pregunta cómo es posible que Marx creyera en el colapso de esta “fuerza imponente” tras apenas un par de siglos de aparecida. Quizás no lo creía, responde. Claro, anhelaba ese colapso y el fin de la explotación, pero si se lee en conjunto su obra el augurio se relativiza. Stedman Jones complementa esa lectura. Argumenta que hacia el final de su vida Marx era más cercano a la socialdemocracia del siglo XX europeo que al comunismo clásico. Según el biógrafo, tras el fracaso de las revoluciones de 1848, la idea de un partido revolucionario se desintegró, y 21 años después, en 1867, en una reunión de trabajadores en Hannover, Marx dijo “que los partidos podían ir o venir; lo que importaba mucho más eran los sindicatos, ya que estaban en contacto diario con sus vidas”. “Mi propia interpretación –dice Stedman Jones a través de un correo electrónico– es que en la década de 1860 ya no consideraba la revolución como un evento, sino más bien como un proceso que consistía en un conjunto de eventos políticos, intelectuales y económicos a lo largo de un período prolongado de tiempo, un paralelo a la transición del feudalismo al capitalismo descrita en el primer volumen de El capital”.
No se trata de convertir a Marx en un reformista liberal del siglo XX. Eso le queda mejor a su padre. Él, en cambio, “fue uno de los exponentes más nítidos de una forma nueva y particularmente alemana de radicalismo”, escribe Stedman Jones. Sin embargo, referir sus elogios al capitalismo ayuda a darse cuenta de que la realidad está lejos del blanco o negro de la representación.
La reputación del maestro
Stedman Jones dice que el mito de Marx se comenzó a construir muy temprano. A partir de 1878, cuando Karl todavía vivía, Engels publicó los libros y panfletos que en buena medida crearon lo que luego se conocerá como “marxismo”. Además, ya muerto su amigo, recopiló y editó los apuntes para el segundo y tercer volúmenes de El capital. A partir de ahí, pero especialmente de 1914, con la socialdemocracia alemana, y de 1917, con la URSS, el marxismo se separó cada vez más de Marx. Los líderes socialdemócratas no solo lo promovieron como “el fundador revolucionario de una ciencia de la historia”; también velaron por la reputación personal del maestro. Por ejemplo, su correspondencia con Engels fue censurada, entre otras cosas, por los “comentarios despectivos y racistas” que solían hacer los amigos.
La vida de Marx tuvo y sigue teniendo tanto de voluntad como de representación. En 1880, un periodista le preguntó cuál era la suprema ley de la vida, y él contestó: “¡Lucha!”.
Lejos de toda leyenda, la vida privada de Marx fue convencional: “Era patriarcal, puritano burgués, trabajador e independiente (o lo intentaba); culto, respetable y alemán, con una clara pátina de origen judío”, cuenta Sperber. Lo menos convencional, tal vez, fue el “indiscutible afecto” por sus hijos y nietos, sus hábitos de trabajo nocturnos, “su respaldo del libre pensamiento, incluso para las mujeres de su entorno”. Los tres biógrafos –Wheen, Sperber y Stedman Jones– coinciden en que la vida familiar de los Marx fue “sólida y feliz”. Aunque no estuvo libre de tensiones y crisis. Especialmente por las miserias económicas, con embargos y desalojos, Marx escondiéndose de los acreedores, y los hijos sin poder ir al colegio porque no tenían zapatos ni abrigo. En Lagran búsqueda. Una historia de la economía, Sylvia Nasar se refiere a Marx como un “despilfarrador” que agotó “varias herencias familiares”. Sin embargo, el hábito era compartido con su mujer, pues había que guardar las apariencias burguesas.
Además de ser pobres, los Marx tenían una mala salud crónica, en parte debido a las penurias materiales. Cuatro de los seis hijos, incluyendo un nonato, murieron. El relato que hace Stedman Jones de una de esas muertes conmueve: a principios de 1854, Edgard o Munsch, como lo llamaban, enfermó; tenía 10 años. En 1853 había muerto Guido, de un año. Su esposa estaba por los suelos. “Estoy rendido por las largas noches de vigilia, visto que ahora soy la enfermera de Munsch”, le dijo Marx a Engels, en marzo de 1854. Y, luego, en abril: “El pobre Munsch ya no está más. Hoy entre las cinco y seis de la mañana, se quedó dormido (en un sentido literal) en mis brazos”.
La vida de Marx tuvo y sigue teniendo tanto de voluntad como de representación. En 1880, un periodista le preguntó cuál era la suprema ley de la vida, y él contestó: “¡Lucha!”. Fue la respuesta de un hombre que llegaría a ser santo y demonio, pero también podría ser la de cualquiera. Jenny, su mujer, murió en 1882. Y Marx lo hizo al año siguiente, el 17 de marzo, probablemente de tuberculosis. No tenía su barba ni su cabellera características, se las había recortado poco antes, con la precaución de no dejarse fotografiar. De las dos hijas que llegaron a adultas, una murió en 1883, meses antes que su padre, y la otra se suicidó en 1911. Hubo un séptimo hijo, que Marx tuvo con su criada, y al que Engels dio su apellido para salvar el matrimonio de su amigo. Ese hijo murió en 1929, con 77 años, sin saber que su padre ya era mito.
Karl Marx. Ilusión y grandeza, Gareth Stedman Jones, Debate, 2018, 890 páginas, $25.000.
Karl Marx. Una vida decimonónica, Jonathan Sperber, Galaxia Gutenberg, 2013, 624 páginas, $24.000.
Karl Marx, Francis Wheen, Debate, 2015, 368 páginas, $19.000.
La historia de El capital de Karl Marx, Francis Wheen, Debate, 2007, $16.140.
La gran búsqueda. Una historia de la economía, Sylvia Nasar, Debate, 2013, 610 páginas, $22.000.
Debido al interés de los santiaguinos por escapar a la costa cada fin de semana largo, el mercado inmobiliario quiso explotar el agua como gancho comercial. En pocos años se construyeron lagunas en San Bernardo, Colina y Lampa, creando playas artificiales en medio de la nada.
por iván poduje
Los fines de semana largos se han transformado en la postal de la irracionalidad para los especialistas en transporte. Colas de autos desesperados por salir de la ciudad a la misma hora y por las mismas rutas, sufriendo de tacos interminables, para llegar a balnearios congestionados y playas donde no cabe un alfiler.
Pero la gente no es tan tonta como los expertos creen. Su taco vale la pena al lado del magnetismo que genera el paisaje del agua en los habitantes de las ciudades mediterráneas, como Santiago. Las duchas y aspersores de Fantasilandia se repletan de niños y adultos que corren empapados, las piscinas públicas del cerro San Cristóbal se llenan, igual que la Fuente Alemana, mientras que en muchas comunas los grifos son reventados para refrescarse con ese chorro de alta presión.
El mercado inmobiliario también quiso explotar el agua como gancho comercial. El primer intento serio ocurrió el 2006, con el megaproyecto Piedra Roja, que para posicionarse en un descampado Chicureo construyó una laguna de ocho hectáreas, que se promovió con una foto a página completa donde aparecía un tipo pescando con gorro mientras el sol se ponía. El mensaje: “Ud. puede disfrutar este Santiago si vive en Piedra Roja”.
Hasta hoy, la laguna es el emblema del proyecto. La vegetación creció, se puede comer o comprar con vista al agua, pasear en bote a remos e incluso pescar unos peces introducidos. Su problema era que no podía usarse para nadar, al igual que las lagunas de los parques, y esa restricción la alejaba del ansiado mar capitalino.
Sin embargo, ninguna de las lagunas tuvo el éxito de San Alfonso del Mar y varias ni siquiera lograron levantar las ventas de las viviendas. Para los que viven en primera línea, el paisaje es atractivo, aunque extraño.
El bioquímico Fernando Fischmann resolvió este problema cuando inventó una fórmula que limpia el agua a bajísimo costo y la implementó en un terreno que tenía al norte de Algarrobo, creando una laguna artificial gigantesca, de intenso color celeste. La idea sonaba loca. ¿Qué atractivo podía tener un condominio con un mar artificial, teniendo el verdadero a unos pocos metros? Para la gente, sin embargo, tuvo todo el sentido del mundo. El proyecto se llamó San Alfonso del Mar y fue un fenómeno de ventas. Era la ansiada playa privada con control de acceso y juegos marinos. Un mar protegido, donde niños y adultos podían nadar mirando el mar de verdad.
Debido al éxito de su invento, Fischmann creó una empresa y comenzó a vender lagunas celestes por todo el mundo. Se hicieron en sultanatos árabes, balnearios de jubilados gringos y resort italianos y españoles. En pocos años llegaron a Santiago, para tratar de levantar megaproyectos de casas periféricas que no vendían, ya que la gente privilegiaba cada vez más la cercanía del trabajo y la oferta de servicios. Además, las encuestas indicaban que estos proyectos no tenían atributos de paisaje: estaban en medio de espinos y malezas, con un calor agobiante del secano costero capitalino.
Las lagunas celestes de Fischmann parecían la solución ideal. La primera se construyó en un enorme proyecto de San Bernardo, de más de cuatro mil casas. Luego vinieron dos lagunas en Colina, otra en la calurosa Lampa y una gigante en la ciudad dormitorio de Padre Hurtado. Para potenciar su producto, los promotores inmobiliarios trajeron arena y quitasoles, y tal como el alcalde Lavín, crearon playas artificiales en medio de la nada. Se repetía la historia de Piedra Roja, pero para segmentos más masivos, con arena y posibilidad de nadar. Lo más parecido a un pedazo de mar.
Sin embargo, ninguna de las lagunas tuvo el éxito de San Alfonso del Mar y varias ni siquiera lograron levantar las ventas de las viviendas. Para los que viven en primera línea, el paisaje es atractivo, aunque extraño. Mirar una playa artificial, cuyo horizonte termina en un cerro u otro condominio, no es lo mismo que hacerlo frente al mar de verdad. La soledad de las tardes se hizo menos tediosa tomando sol, pero el viento marino nunca llegó. Al final, las playas se fueron secando de arena, la laguna terminó siendo una gran piscina. Lo más interesante fue las fotos que subían a redes sociales parejas de enamorados o novios que paseaban bajo una puesta de sol, mirando un horizonte celeste, con casas color pastel.
Así, pese a los intentos, los santiaguinos siguieron sin mar, hasta que las carreteras y la masificación del auto redujeron esa distancia, lo que explica las colas para llegar a un enorme frente costero que se extiende de Papudo a Santo Domingo, y que da cabida a todos los segmentos socioeconómicos. Es el gran patio de Santiago. Un mar de verdad, un mar que vale cualquier taco.
Aunque tal vez no sea otra cosa que un panfleto, el nuevo libro de Mark Lilla, El regreso liberal, tiene más inteligencia, pólvora, agudeza y provocación que mucho de lo que se ha escrito dentro y fuera de Estados Unidos para explicar la escena política actual. La verdad es que el tema de Lilla no fue ese. Lo que él pretendió fue encontrar una explicación al porqué una colectividad política grande y compleja como el Partido Demócrata, agrupación que canalizaba un denso entramado de intereses territoriales, étnicos y sectoriales a lo largo y ancho del país, cayó presa de grupos –casi siempre minoritarios– que anteponen sus propias identidades a la noción de bien común. Identidades étnicas, sociales, sexuales, culturales o de cualquier otra índole. Identidades además lastimadas, porque se autodefinen a partir de su exclusión del festín del capitalismo y la globalización. Y, por lo mismo, identidades victimizadas, que sienten tener un título perentorio para exigir al resto de la ciudadanía, además de reconocimiento, una pronta reparación.
Historiador del pensamiento político, profesor de Columbia, académico desengañado del conservadurismo que defendió en otra época, cuando estudiaba el nexo entre religión y política, Mark Lilla asume que antes las cosas fueron distintas. Sobre todo en la época de Franklin D. Roosevelt, en lo que él llama la primera gran dispensación de EE.UU. La dispensación entraña un arreglo o plan, y es una categoría teológica. Roosevelt efectivamente se encontró con un país herido a raíz de la crisis del 29 y lo que el mandatario hizo fue convocar al Nuevo Trato, un esfuerzo gigantesco de recuperación –recuperación de las lealtades, de la actividad, de los vínculos rotos, del sentido de país, de fe en América y particularmente en la acción del gobierno– que le permitió no solo remontar la depresión sino también emerger como la primera potencia mundial terminada la Segunda Guerra. Según Lilla, en mayor o menor medida, el Partido Demócrata estuvo girando a cuenta de esa épica por varias décadas. Lo hizo al menos hasta que Lyndon B. Johnson convocara a la nación a su proyecto de la Gran Sociedad, dentro del cual se insertaba la ley de libertades civiles para acabar con la discriminación y el racismo (ley que por lo demás extenuó a tal punto las lealtades de los demócratas sureños con su propio partido, que esos estados pasarían a ser controlados por los republicanos).
La colectividad se llenó de activistas asociados a distintas causas, chicas y chicos que son mandados a hacer para hacer ruido en las redes sociales, realizar marchas, vestir camisetas con logos de campaña y acudir a los medios de comunicación, pero no para ganar elecciones, que a fin de cuentas tiene muy poco que ver con todo eso.
El libro plantea que la segunda gran dispensación sobrevino con Ronald Reagan en 1980. También él se encontró con un país herido, a punto de tocar fondo, tras una década de alto endeudamiento, inflación descontrolada y bajo crecimiento. También era un país humillado y caído: en Vietnam primero, en Irán después, con una embajada completa secuestrada, y derrotada en la batalla cultural del siglo XX. Aunque la épica de Reagan compartió algunos rasgos con la de Roosevelt –la fe en EE.UU., el patriotismo, el sentido de urgencia– en realidad siguió el camino opuesto: más sociedad y menos Estado; menos sindicatos y más individualismo; más emprendimiento y fin al asistencialismo. El Estado para Reagan era el problema. El país estará bien –asumió– si tú estás bien, épica que de una manera u otra llegó en la política norteamericana hasta Obama.
Para el autor, el problema es que la conciencia liberal estadounidense –y particularmente el Partido Demócrata– fue incapaz de oponer al relato de Reagan un discurso que, además de persuasivo, mantuviera encendido el fuego del sentido de nación, de ciudadanía y de la vida en común. Todo lo contrario: a su modo, la opción por las minorías fue otra palada más de tierra sobre la tumba de los viejos ideales colectivos del Partido Demócrata y, sin quererlo, se convirtió en aliado de los vientos de individualismo y fragmentación que estaban soplando en Washington. La tesis de Lilla es que al reivindicar sucesiva y simultáneamente la causa afroamericana, la causa de los gays, de las lesbianas, de los trans, de los discapacitados, del animalismo, del ambientalismo verde, en fin, el Partido Demócrata dejó de hablarle al ciudadano y corrió a atrincherarse en la narrativa de la identidad. Nadie sabe para quién trabaja: era precisamente a lo que Reagan y los neocons, en otro sentido, estaban exhortando. La política como imperio no del nosotros sino del yo.
El drama, según Lilla, no termina ahí, puesto que adicionalmente ocurrieron otros fenómenos al interior del Partido Demócrata. Sus principales bastiones de resistencia pasaron a ser las universidades. Donde había sindicalistas y chimeneas comenzó a aparecer la figura de profesores recortados contra el telón de fondo de campus apacibles y bien cuidados. El viejo partido, que había sido una gran coalición de intereses regionales y sectoriales, y donde tenían cabida empresarios y sindicatos, grupos étnicos de las ciudades con granjeros de la América profunda y silvestre, trabajadores aguerridos de barrios peligrosos con gente WASP y tremendamente sofisticada del Este, de tanto tratar de ampliarla, finalmente redujo su diversidad. La colectividad se llenó de activistas asociados a distintas causas, chicas y chicos que son mandados a hacer para hacer ruido en las redes sociales, realizar marchas, vestir camisetas con logos de campaña y acudir a los medios de comunicación, pero no para ganar elecciones, que a fin de cuentas tiene muy poco que ver con todo eso.
No lo dice el libro, pero la política de la identidad tuvo otro efecto que es atendible, aunque difícil de dimensionar: transformó la política en un juego de suma cero entre las distintas minorías y grupos. Lo que pierden unos lo ganan otros. Lo que obtienen los animalistas no lo obtienen los gays. Siempre hay algunos o muchos que están perdiendo algo, y siempre son unos pocos los que están cumpliendo sus expectativas a costa de los demás. La política deja de ser el arte de la movilización de las mayorías y se transforma en el arte de la captura de las minorías. Sin embargo, siendo grave esta distorsión, quizás lo peor sea que el discurso de la identidad trajo a la discusión pública un hedor del cual al menos hasta ahora la política estaba libre: la pestilencia del victimismo.
El discurso de las identidades por sí solo no explica el tipo de fuerzas –el tipo de bestias, dirá más de alguien– que Trump despertó en su campaña y que todavía lo tiene con rangos de popularidad incomprensiblemente altos, atendidas las inestabilidades de su gobierno, a dos años ya de haberse instalado.
No hay minoría que, definiéndose como tal, no se considere discriminada, postergada, abusada, mancillada, invisibilizada, y que no tenga en la mochila de sus demandas una sufrida historia de infamias y cuentas pendientes. Cuentas difíciles de redimir e imposibles de perdonar. En esta dimensión la política, que nunca ha sido muy rica en racionalidades, se vuelve un terreno extremadamente propicio al gimoteo y el resentimiento. Sale Maquiavelo y entra Freud. Fuera los estrategas electorales; llamen a los terapeutas de la sanación.
Como marco de referencia para entender el hundimiento del Partido Demócrata, el libro de Lilla califica probablemente con voto de distinción. Para entender los Estados Unidos de Trump, sin embargo, es insuficiente. El discurso de las identidades por sí solo no explica el tipo de fuerzas –el tipo de bestias, dirá más de alguien– que Trump despertó en su campaña y que todavía lo tiene con rangos de popularidad incomprensiblemente altos, atendidas las inestabilidades de su gobierno, a dos años ya de haberse instalado. Podría haber, aun antes que la política de las minorías, una fractura mucho más profunda en el escenario cívico estadounidense y que pareciera relacionarse con el más antiguo de los ingredientes del populismo político: el desprestigio de las élites, un brutal déficit de confianza pública en los cuadros dirigentes, la idea de que se trata –en la caricatura, al menos- de un circuito insensible a las prioridades de la gente y que está capturado por intereses oscuros.
Probablemente, EE.UU. nunca vio una desconexión semejante entre las élites y la base social como la que vive ahora. El fenómeno Trump responde a eso y no hay duda de que ha sabido explotarlo. El país nunca había visto, tampoco, los actuales niveles de polarización, que la Casa Blanca, lejos de apaciguar, atiza porque el liderazgo presidencial florece en el conflicto.
El gran problema de esta composición de lugar es que tiene más de consuelo que de explicación. ¿En qué momento las élites pasaron a ser vistas como enemigas? ¿En qué momento se farrearon su prestigio y dejaron de liderar? ¿En qué momento la prensa –los 300 diarios que editorializaron hace poco contra el Presidente–, aparte de interpretar a sus lectores, dejó de conectar con el resto del electorado norteamericano, que había sido su gran fortaleza? ¿Tendrán los medios, la academia, la clase política, los propios partidos, alguna autocrítica que hacerse? Y si la tienen, ¿en qué están topando para no poner manos a la obra de inmediato?
El regreso liberal, Mark Lilla, Debate, 2018, 160 páginas, $9.000.
Si esta fuera una película empezaría en un taxi, y el chofer le diría a su cliente: “Está a tres cuadras nomás, caballero”. El taxista insiste en que es más fácil caminar que atravesar la marcha en la Alameda, la avenida principal de la ciudad en que se desarrolla esta escena.
–Siga adelante, por favor –le ruega el pasajero.
–Lo veo difícil, caballero. Está parado el tráfico hasta Estación Central. Le va a costar muy cara la carrera.
–No importa, siga nomás.
Por la vereda se acercan dos estudiantes en jumper y el protagonista empieza a hundirse lentamente en el asiento. Sabe que las 150 mil mujeres que marchan (hay algunos hombres, eso sí) tienen poco en común, aparte de un odio concertado hacia él. ¿Qué pueden hacerle si lo reconocen? No pueden matarlo ni desnudarlo ni apedrearlo, porque saldría inmediatamente en la prensa, y la marcha de las mujeres procura ser pacífica y redentora. Pero esto no logra disuadirlo de que algo le puede pasar.
La película tendría que dar un salto en el tiempo, una semana antes, aunque quizás sería justo que se remontara a 42, 43 o 48 años atrás. La vida del enemigo de las mujeres ha estado colmada de ellas. Su madre, su abuela, sus compañeras de curso y, más tarde, de trabajo y de juerga. En ese taxi, el enemigo de las mujeres viaja justamente para almorzar con una mujer, su esposa, con la que tiene dos hijas. No hay en su casa más hombres que él.
La marcha que detiene la Alameda denuncia el poder de los hombres heterosexuales y blancos y privilegiados, y él sabe que cumple con esos atributos. Es hombre, aunque lleva años orinando sentado en el wáter para no salpicar. Es heterosexual, aunque pasó toda su adolescencia viendo Muerte en Venecia, escuchando a Bowie y leyendo a Proust. Es blanco, aunque su dentista afirma que el pH y la composición de su saliva sugieren un origen afroamericano. Su apellido suena a privilegio, pero su infancia fue rica en privaciones, como exiliado en el extranjero, esperando a su madre, asistente social en un centro para madres solteras.
No hay edad en que el enemigo de las mujeres no se haya cruzado con víctimas del patriarcado. Entre hombres, vive asustado. En el colegio evita las bandas de compañeros y se enamora, serial y platónicamente, de diversas mujeres.
Todo eso ocurrió en París, al final de la larga e interminable revolución sexual que iniciaron la píldora anticonceptiva y los libros de Simone de Beauvoir. De niño, el enemigo de las mujeres la ve despidiendo a su (no) marido Jean-Paul Sartre en sus funerales en la televisión. En las noticias escucha también las eternas discusiones sobre la legalización del aborto. Tiene siete años y no está seguro de entender muy bien lo que escucha ni lo que ve. En el centro de madres solteras donde trabaja su mamá hay una joven que tiene un párpado más caído que el otro, porque a causa del embarazo su pareja le enterró un tenedor en el ojo. Hay otra mujer que tiene peste cristal, y el enemigo de las mujeres no sabe por qué eso lo excita. Quizás, inconfesablemente, lo que le gusta es que una madre tenga la enfermedad de un niño, quizás porque no sabe que la edad que los separa es mucho menor de lo que imagina.
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No hay edad en que el enemigo de las mujeres no se haya cruzado con víctimas del patriarcado. Entre hombres, vive asustado. En el colegio evita las bandas de compañeros y se enamora, serial y platónicamente, de diversas mujeres. Una de ellas escribe poemas de Jules Supervielle en el pizarrón; otra lo ayuda a terminar sus tareas de francés. Se cambia de un colegio a otro y decide seguir los consejos de una profesora de educación física: en vez de vóleibol, toma danza aeróbica. Hay dos hombres en el grupo, un compañero vietnamita apasionado por el break dance y él. Nunca logra coordinar sus pasos, pero sí caminar de vuelta a casa con sus compañeras. Las escucha, las conoce y lo conocen; incluso una le pide consejos para conquistar a un imbécil de dientes torcidos que juega hockey. Todo esto en un país que ha aprobado las leyes que el feminismo clásico ha pedido, un país donde hay más perros que niños y donde las madres solteras del centro de madres solteras ya son casi exclusivamente magrebíes y senegalesas.
A los 14 años, el enemigo de las mujeres se establece en un país radicalmente opuesto, donde no hay aborto ni divorcio, y los hombres y las mujeres parecen pertenecer a universos dispares. Las mujeres en ese país no son menos poderosas que en el país del que viene, pero ejercen su poder de manera oculta. Los hombres mandan, pero las mujeres deciden. Aquí, sus compañeros se muestran obsesionados con verle los calzones a las mujeres, lo cual le parece un poco estúpido si en traje de baño se puede ver lo mismo.
El enemigo no va a fiestas y sigue enamorándose serial y solitariamente de las más lindas del curso. No se atreve a tocarles ni la sombra de un pelo. Para él, “no es no”. Entonces pasa los sábados en la noche con su abuela paterna, leyendo. No tiene amigos hombres porque le asustan o lo aburren (no sabe si es más paralizante el miedo o el aburrimiento). A menudo es testigo de toqueteos, punteos y conversaciones sobre culos y tetas, así como de películas, autos, fútbol, tenis y, sobre todo, de política. A fines de los 80 era un tema obsesivo y hasta peligroso.
Quizás era la dictadura lo que hacía que cualquier otra reivindicación pasara a segundo plano. Cada 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer, los colectivos feministas organizaban la primera marcha del año. Las amigas de su madre decían que los carabineros muy pronto perdían el pudor y empezaban a perseguirlas con saña, mientras ellas huían por las calles aledañas a la Alameda. El feminismo tenía una voz tenue en medio de tantas otras urgencias, como el hambre y el frío y la tortura y la persecución. Al mismo tiempo, el enemigo de las mujeres frecuentaba la casa de Jorge Montealegre, casado con Pía Barros, una narradora que decía que escribía desde su vagina.
A los 19 o 20 años, el enemigo de las mujeres escuchaba religiosamente el programa que tenía su madre en la radio Tierra. Respecto de la casa La Morada, centro neurálgico del feminismo noventero, todo le parecía terapéutico, gentil, femenino en el sentido más pachamámico del término. No se sentía intimidado. Las especulaciones feministas lo aburrían intensamente, aunque las amigas de su madre le parecían muy coquetas y divertidas. Algunas de ellas, lesbianas militantes, le resultaban tan lejanas que tampoco lo intimidaban. Al final, aquellas que tenían hijos o maridos o las dos cosas, se comportaban como cualquier mujer chilena: esclavas y, al mismo tiempo, castradoras. Soledad Alvear, la primera ministra de la Mujer de la naciente democracia chilena, era una ferviente enemiga del aborto. Josefina Bilbao, su sucesora, fue severamente criticada por ir a un congreso en Beijing sobre “género”, un término que seguía siendo polémico. Por entonces se discutía si los hijos naturales podían considerarse legalmente iguales a los hijos dentro del matrimonio, que aún era indisoluble. Las feministas de La Morada, junto a los representantes de la diversidad sexual, parecían refugiados en una isla desierta. Y no podía ser de otro modo, en un país que ignoraba el valor de la feminidad, que silenciaba a la matria para darle toda la voz a la patria.
Si bien no participaba en tomas ni marchas, lo entusiasmaba incomodar a políticos, curas y militares, así como a uno que otro artista pedante. Decir en público lo que todos querían decir en privado era una compulsión que quizás tenía que ver con su pequeño tamaño y su necesidad de que las mujeres lo vieran.
Por ese entonces, el enemigo de las mujeres comienza a frecuentar a sus primeros amigos hombres. La mayor parte eran más o menos vírgenes, o lo habían sido hasta muy tarde. Existían aquellos que se habían refugiado en el periodismo, la televisión o la literatura, donde se podía ser raro y feo, pero aun así era posible conseguir mujeres. Tuvo muchas jefas, y nunca se le ocurrió que fuera extraño que ganaran más que él.
Tal como se lo prometieron, al trabajar en televisión y publicar artículos y libros, el enemigo de las mujeres pudo traspasar la barrera (sin tener que emborracharse mortalmente hasta las tres de la mañana) y llegar a los besos. Lo auxiliaron los mismos que él había evitado hasta entonces: una pandilla de hombres hambrientos, cuyas miradas evaluaban traseros, para luego reírse de sus propios fracasos y los del resto. Mucho de lo que decían era incorregiblemente misógino, pero las mujeres que los escuchaban no solo no los interpelaban, sino que añadían detalles y acentos a sus quejas y risotadas. A esas alturas, el enemigo de las mujeres había aprendido que su única herramienta para conquistarlas era escucharlas con atención y paciencia.
Después de algún beso, escuchaba historias horrendas, con curas y primos y tíos y desconocidos que las habían sometido a infinitas humillaciones antes de poder defenderse siquiera. Conoció relatos de violencia secreta y no tan secreta, testimonios de cuerpos friolentos, a los que alcanzaba a abrigar apenas. Así, el enemigo de las mujeres empezó a darse cuenta de que en Chile esas historias no eran la excepción sino la regla. En realidad, sus pocas novias lo habían escogido porque nunca las iba a obligar a hacer nada que no quisieran.
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Mientras el taxi continuaba hacia el poniente con extrema lentitud, el taxímetro subía despiadadamente. Sentía que estaba pagando por todos esos curas y primos y tíos abusadores. Si bien no participaba en tomas ni marchas, lo entusiasmaba incomodar a políticos, curas y militares, así como a uno que otro artista pedante. Decir en público lo que todos querían decir en privado era una compulsión que quizás tenía que ver con su pequeño tamaño y su necesidad de que las mujeres lo vieran. Quizás bastaba con decir la misma verdad en la cocina que en el salón, en el salón que en la calle, o viceversa. Quizás ahí estaba la esencia de la escritura, de su escritura: mirar el mundo desde su tamaño, su duda, su debilidad, sus ganas de no desaparecer completamente.
Y a esa misma compulsión recurre ahora, todas las mañanas, en un programa de radio en que el enemigo de las mujeres se permite comentar libremente la actualidad.
Esa misma compulsión lo convirtió primero en el enemigo de los animales. Todo empezó con el rey de España cazando rinocerontes en África, lo que provocó gran conmoción. Y él preguntó, ¿para qué están los reyes si no es para cazar rinocerontes en África? Llevaban miles de años cazando, qué hay de malo en que lo sigan haciendo. Le respondieron que la caza se justifica solo para fines alimenticios; de otro modo es un acto de crueldad. El enemigo de las mujeres respondió que esa era la gracia de la caza (sin nunca haberla practicado) y que la crueldad era un ritual ampliamente asumido.
Pero luego se incendió Valparaíso, y mientras ardían los cerros, acudió a Twitter para expresar su horror porque la montaña de alimentos y frazadas para los perros abandonados era mayor que la de los humanos. Era su falta de “empatía” lo que hizo que muchos animalistas desearan su muerte. El enemigo de las mujeres ya no era solo enemigo de los animales, sino de la juventud.
Empezó a entender que no estaba frente a una legión de hombres y mujeres con infantilismo, sino frente a una cultura nueva, que tenía problemas con la crueldad pero ningún impedimento para ejercerla virtualmente. El enemigo de los animales y de la juventud intentó explicar, a través de ensayos y artículos desperdigados por aquí y por allá, que esta nueva empatía era también una forma de crueldad. Había perdido la mitad de su encanto, porque lo que decía en broma era ahora instantáneamente replicado en serio, transformándose en polémicas electrónicas. El ritual de decir una tontera más o menos inteligente y después pedir disculpas, se convirtió en rutina.
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Yendo a almorzar con una de sus mejores amigas, lo llamaron de un diario para comentar la toma feminista de la escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Se sabía que un profesor le había tocado el pelo a una alumna (aunque pronto se sabría que había tocado un poco más) y que habían prohibido la entrada a cualquier cómplice pasivo, activo o neutral, es decir, a los hombres en general. Había escuchado de una de las voceras de la toma que la presunción de inocencia era un residuo patriarcal y que se debía creer a las víctimas por el solo hecho de denunciar.
Las niñas de la Universidad de Chile, dijo, son jóvenes sin hijos, que viven en la casa de sus padres; por ende, no las mujeres más sufridas del país. Y sus demandas apenas recogían el sufrimiento cotidiano y popular.
Estaba confundido. Llevaba años escuchando denuncias dudosas o viendo cómo Woody Allen era sindicado como pedófilo, mientras los tribunales lo absolvían. Respondió entonces la entrevista telefónica con impaciencia, explicando lo que le parecía quizás demasiado evidente: estas no eran las feministas de La Morada y la radio Tierra, ni las discípulas de Pía Barros. Estas feministas habían aprendido en YouTube, traduciendo con discutible pericia el feminismo de campus estadounidense.
Aquí empezaron los verdaderos problemas…
Su entrevista planteaba que la mujer chilena sufría de otro tipo más grave de marginación, que tenía que ver con los niños sin padre y los sueldos de hambre. Que esa era la violencia más común del hombre chileno: el abandono. Las niñas de la Universidad de Chile, dijo, son jóvenes sin hijos, que viven en la casa de sus padres; por ende, no las mujeres más sufridas del país. Y sus demandas apenas recogían el sufrimiento cotidiano y popular. Al concluir se sintió orgulloso de su hazaña, porque el enemigo de las mujeres, como ya lo hemos dicho, siempre ha necesitado dar que hablar.
–Ahora sí que dejé la cagada –le dijo a su colega en la radio al día siguiente.
–Te suicidaste, mejor dicho –respondió ella.
El enemigo de las mujeres sonrió, porque este era el único deporte que le gustaba practicar: suicidarse para volver a resucitar.
Cuando se publicó esa entrevista eran seis las universidades en toma. A los pocos días eran 20 o 30, incluida la casa central de la Universidad Católica. Su cuenta de Twitter se saturó de mensajes de odio cabal. No alcanzaba a contestar cuando llegaba otro y otro y otro más. Los diarios electrónicos le recordaron viejas declaraciones. Películas, libros y varios tweets de distintas edades geológicas salieron a flote. La directora de la carrera de periodismo donde trabaja le aconsejó no aparecerse por la universidad durante un tiempo: una delegación de feministas había pedido su cabeza y el patio de la escuela estaba empapelado con sus declaraciones.
–Tengo que tomar examen mañana –dijo el enemigo–, pero me da miedo ir. En Facebook sale que harán una funa contra mí.
–Tomas el examen rápido y te vas.
Fue ahí cuando el enemigo de las mujeres constató que el asunto no solo se circunscribía a estudiantes movilizadas que exigían que la universidad sancionara a los profesores y compañeros que se sobrepasaban. Tampoco a las que exigían revisar las bibliografías para que hubiera simetría de género: autores y autoras. En su petitorio de la toma, se leía en el punto octavo: “Exigencia de renuncia: debido a las reiteradas declaraciones públicas del profesor, tanto en medios de comunicación como en su cuenta personal de Twitter, las cuales violentan y minimizan las luchas históricas del movimiento feminista del cual somos parte, exigimos que la Escuela pida la renuncia a dicho docente…”.
Después de colgar el teléfono, supo además que era un poco enemigo de sus amigas, de su esposa y de su madre, aunque todas acordaban perdonarlo en secreto.
Por cierto, algunos valientes manifestaron el derecho inalienable del enemigo de las mujeres a decir estupideces. Y él perdía su tiempo argumentando que eran estupideces, si en Estados Unidos y Europa otras feministas y no tan feministas pensaban como él. La cuarta ola le parecía más posmoderna que feminista, y cometía el error de pasar por alto la lucha de clases.
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La generación que se tomaba las universidades era la que había vivido en el Chile menos patriarcal de la historia. Sus padres eran generalmente hippies o al menos liberales que no querían reproducir en sus hijos el autoritarismo ciego del pinochetismo. Y sin embargo, a pesar de la democracia y la prosperidad, el frío seguía siendo real, el abandono seguía siendo en Chile la regla y no la excepción.
La marcha que detenía al taxi donde el enemigo de las mujeres permanecía aún escondido fue noticia en el mundo entero. Se replicó a un grupo de estudiantes de teatro encapuchadas, con los pechos al aire, sobre varias estatuas, arengando a las masas. El mensaje estaba empapado de conceptos sociológicos del tipo: patriarcado, heteronormatividad, sexo no binario, lenguaje inclusivo. A eso se sumaba una antropología que apenas disimulaba la sed de justicia ancestral y el resentimiento millennial.
–Tienes que escuchar –le habían dicho muchas veces–. Hay algo que no entiendes.
Pero escuchó muchas veces lo mismo: “Tengo miedo y durante años la calle me da miedo, quiero ahora que tengas miedo tú. No me importa que no seas un violador, no me importa que hayas perdido la virginidad a los 26 años por no forzar jamás a nadie, no me importa tu mamá y el centro de acogida para madres solteras… No quiero que asumas que hay que reírse de tus chistes cargantes. Quiero que te sientas incómodo, profunda y totalmente desplazado en tu propia calle”.
Tras pedir disculpas públicas a las alumnas que demandaban su renuncia, el enemigo de las mujeres fue calificado de poco sincero. “Dicen que lo hiciste obligado”, escuchó decir a varios y varias, pero la verdad es que no recibió orden alguna. Más bien se sintió obligado. Pero también sabe que se equivocó en la entrevista y que a esas alturas la situación era más compleja que un grupo de jóvenes molestas porque no les gusta cómo las miran.
Comprendió de golpe que las mujeres ya no quieren que él las escuche; y quieren que se calle de una vez. Y se acordó de una conversación por teléfono que tuvo con su amiga Sonia, cuando era solamente el enemigo de los animales. Sonia lo había llamado para advertirle que perdía su tiempo razonando con los animalistas. Ella, en otra época se había gastado hasta 20 millones de pesos recogiendo perros vagos. Un día fue a terapia y se dio cuenta de que se estaba adoptando a sí misma por todas las veces que su padre la había abandonado. Tuvo hijos propios y, aunque le siguen gustando los animales, ya no pierde ni tiempo ni plata en recogerlos, curarlos, encontrarles casa.
–Tienes que decirles a los animalistas que tú no eres el papá que los abandonó –remató Sonia, y el enemigo de las mujeres piensa que eso mismo debería haberles dicho ahora a las feministas: la generación que se tomaba las universidades era la que había vivido en el Chile menos patriarcal de la historia. Sus padres eran generalmente hippies o al menos liberales que no querían reproducir en sus hijos el autoritarismo ciego del pinochetismo. Y sin embargo, a pesar de la democracia y la prosperidad, el frío seguía siendo real, el abandono seguía siendo en Chile la regla y no la excepción. Una nueva violencia no necesariamente patriarcal invadía sus fiestas. El porno era su educación sentimental. Quizás por eso se identificaban con perros huachos, es decir, con huérfanos que invaden las calles de cada ciudad con una mezcla confusa de traumas y teorías importadas.
Cuando la marcha se disolvió, el taxi reinició su avance y el enemigo de las mujeres llegó al Tavelli. De inmediato se sorprendió mirando a una mujer bonita. Hacía más de dos meses que no miraba a una desconocida, lo que le pareció terrible y a la vez saludable. Así era el mundo antes… Había una cierta manera de ser hombre y una cierta manera de ser mujer en la que él ya no tenía cabida. El mundo, su mundo, se había acabado. Mirando a esa mujer pagar su café antes de irse apurada, no le pareció mal quedarse él con los vestigios de ese mundo antiguo: los libros, las risas, los chistes, el frío.
Aventajado alumno de Jacques Derrida –quien dirigió su tesis de posgrado en París− y filósofo que no trepida en someter la alquimia del lenguaje a la disección analítica, pero también fino traductor de poesía que procura conservar el efecto sonoro de los originales, Andrés Claro acaba de lanzar el tercer tomo de su trilogía en que la disputa entre creadores y deconstructores encuentra una posible tregua: la poesía es expuesta al más riguroso escrutinio de la razón, pero con el fin de demostrar cómo la primera se adelanta a la segunda.
Concretamente, la conjetura que defienden los libros La creación (2014), Imágenes de mundo (2016) y ahora Tiempos sin fin –susceptibles de leerse en cualquier orden− es que los hábitos de figuración poética inscritos en una lengua, al proyectar sobre la experiencia ciertas formas de aprehensión y no otras, condicionan el modo en que los usuarios de esa lengua se representan el mundo.
La propuesta de este libro, por cierto, es ambiciosa. Postular que las figuras poéticas del lenguaje condicionan las inducciones del pensamiento (no sabemos si ligera o decisivamente, Claro oscila entre ambas connotaciones), e intentar acreditarlo con evidencia comparada, supone buscar causas y efectos allí donde la paradoja del huevo y la gallina suele ensañarse con las mentes inquietas.
Sería el caso, por ejemplo, de la cosmovisión occidental clásica, cuyos lenguajes figurativos tendieron a la metáfora (que extrae de los elementos la cualidad que los asemeja) y así engendraron un pensamiento por analogía que subordina los objetos sensibles a conceptos ideales (desde el arquetipo platónico al idealismo hegeliano). O de los paralelismos que rigen la cultura china, presunto resultado de una sintaxis poética que dispone los elementos el uno junto al otro, sin jerarquizar entre ellos ni desmaterializarlos en la idea, propiciando visiones de mundo cuyo principio de orden son las relaciones vibratorias entre pares de opuestos (el yin y el yang, los primeros).
Pues bien, si la matriz poética de un lenguaje prefigura un mundo, necesariamente debe perfilar una concepción del tiempo, fenómeno inasible por definición y que sin embargo exige ser representado para que el caos admita un orden. El problema es que todo cuanto sabemos del tiempo, como observó San Agustín, se diluye ante el intento de explicarlo. Tiempos sin fin ofrece un magnífico compendio de las soluciones al enigma que diferentes culturas imaginaron a través de los siglos, para luego concentrarse en tres de ellas. Cada una de las cuales –y esto es, en último término, lo que nos convoca− estimula distintas actitudes vitales, algunas más sufridas que otras.
La “Oda XI” de Horacio y un cuarteto de Wang Wei (poeta chino del siglo VIII) le sirven a Claro para contrastar dos fisonomías del tiempo: una lineal, en irremisible fuga hacia adelante, que fuerza a seccionar el devenir en partes finitas (días o años que no volverán) y confiar su trascendencia a la eternidad de la que serían reflejo (“el tiempo, imagen móvil de la eternidad”, decretó Platón); la temporalidad china, en cambio, circular, sustentada por la alternancia entre opuestos irreductibles que hace del devenir un “proceso vibratorio” infinito y, como tal, trascendente por sí mismo. No cuesta apreciar que esta última concepción promueve la paciencia del oriental que contempla un mundo que lo contiene, mientras la primera, que nos concierne un poco más, apuntala la ansiedad occidental por asir una realidad que se nos escapa. He aquí, propone Claro, el soporte de la visión teleológica o redentora de la historia −pues si la flecha avanza sin tregua, por lo menos que avance hacia su blanco− instituida por hebreos y cristianos y que definió el carácter utópico de la razón moderna.
Ya a fines del siglo XIX, sin embargo, y sin apelación tras la Primera Guerra Mundial, la ideología del progreso cayó en desgracia, tan sobrepasada por “la desmesura de la realidad” como los modelos de representación que le habían mostrado el camino. En respuesta a esa crisis, acusada por las vanguardias artísticas aun antes de estallar el conflicto bélico, emergió un nuevo lenguaje figurativo que se volvería dominante en la cultura contemporánea: los procedimientos de montaje. Vale decir, la yuxtaposición de fragmentos –de “detalles luminosos”, según aprendió Pound de la poesía china− que hace saltar la chispa de relaciones inesperadas, polivalentes, incluso ajenas al control de quien las induce. La gran revelación que guía a la Historia, entonces, es desplazada por las pequeñas epifanías que la interrumpen y resignifican, enroscando la línea de tiempo alrededor de un presente que ya no avanza sino que ocurre.
La tierra baldía (1922) de T.S. Eliot es el poema escogido por Claro para desplegar los efectos de montaje que los formatos audiovisuales y digitales ya parecen haber transformado en hábitos cognitivos de la especie. El saldo positivo ha sido acostumbrarnos un poco a dejar que la realidad suceda; el excesivo, cargar sobre ella toda la responsabilidad de sorprendernos, reclamarle permanentes descargas de significado que se ocupen de animar nuestra ubicua pasividad. Paradójico “culto al acontecimiento” que, a estas alturas, quizás no nos aleja de una subjetividad despótica tanto como nos acerca a una indolente.
La lectura, eso sí, es exigente. Nativo de la abstracción (de la analógica, no la digital), Claro presupone un lector dispuesto a seguirlo entre categorías complejas y glosarios calificados; además, bilingüe, pues se encontrará con largos pasajes de Eliot sin traducción al castellano.
La propuesta de este libro, por cierto, es ambiciosa. Postular que las figuras poéticas del lenguaje condicionan las inducciones del pensamiento (no sabemos si ligera o decisivamente, Claro oscila entre ambas connotaciones), e intentar acreditarlo con evidencia comparada, supone buscar causas y efectos allí donde la paradoja del huevo y la gallina suele ensañarse con las mentes inquietas. No es poco, entonces, que aquí la tesis resulte al menos plausible. Como también es plausible preguntarse, dada la simpatía del autor por las cosmovisiones que conciben relaciones recíprocas antes que jerárquicas, si no cabría privilegiar una relación del mismo tipo entre las figuras del lenguaje y las del pensamiento. O, desde el otro extremo, si el siglo XX originó una posible inversión de los roles, en la medida en que la exploración de nuevos lenguajes obedeció de manera creciente a experimentos programados por el intelecto, también en el arte y la poesía.
Llegar al fondo del asunto, en todo caso, es opcional. Tiempos sin fin es el tipo de ensayo en que el camino justifica el viaje. Por su variedad de aproximaciones a la historia de la cultura, pero más aún, porque sus análisis integran la poesía y la filosofía de tal manera que ambas salen beneficiadas, sin que los poetas devengan meros especuladores en torno a espesuras como los límites del lenguaje. También aseguran estas páginas el discreto placer de pensar la cosmovisión occidental en términos relativos, como una entre muchas posibles, de la mano de un autor que se afirma en sus conocimientos y no en nuestra credulidad.
La lectura, eso sí, es exigente. Nativo de la abstracción (de la analógica, no la digital), Claro presupone un lector dispuesto a seguirlo entre categorías complejas y glosarios calificados; además, bilingüe, pues se encontrará con largos pasajes de Eliot sin traducción al castellano. No es que el filósofo se refugie en la opacidad ni que renuncie a simplificar las cosas: es que no resiste la tentación de transmitir en cada caso el mensaje exacto, inequívoco, aun si ello lo obliga a recargar la frase o a reenunciar la cadena de premisas cada vez que suma un nuevo eslabón.
¿Convendría a este ensayo aligerar su rigor conceptual, conceder un milimétrico margen de error a las interpretaciones a cambio de expandir su radio de lectura? Creemos que sí, pero que en ese caso no habría sido escrito. El perfeccionismo de este autor, lo notará quien se acerque a sus textos, es indisociable de su audacia, que mal le podríamos reprochar si es lo que le permite remecer a la filosofía de su adocenamiento bibliográfico –y de su anverso, el aterrizaje culposo en la contingencia−, para acometer aventuras intelectuales de largo alcance. El tríptico que completa Tiempos sin fin asume que la vieja tradición occidental no pudo dar cuenta de la totalidad, pero que la conciencia contemporánea de lo fragmentario no agota la experiencia de lo inconmensurable. O que nadie se baña dos veces en el mismo río, pero mucho menos el que no vuelve a tirarse.
Hace unos días hubo una persona que habló del aborto con palabras serias y verdaderas. Fue Franco Rodano, en un artículo aparecido en un diario el 28 de enero. El artículo se titula “Aborto y clericalismo”. Es un artículo muy bello y civil; uno de los más bellos y civiles que he leído en los últimos tiempos.
Pienso que el tema del aborto es quizá el tema más complicado, delicado y triste que existe; una zona donde es muy difícil moverse. Cuando Franco Rodano habla del aborto en este artículo nos parece respirar aire puro, porque habla de ello con un gran respeto humano y una gran seriedad.
Yo estoy a favor de la legalización del aborto. Como Franco Rodano pienso que tiene razón la Unión de las Mujeres Italianas, “el único organismo popular, y por lo tanto serio, realista y auténtico de la emancipación femenina en nuestro país”, cuando “presenta la propuesta de una despenalización del aborto, a condición de que se realice en centros sanitarios públicos”.
Encuentro odiosa, en la campaña por el aborto legal, toda la coreografía que la rodea, el ruido y el campanilleo festivo, entre enérgico y macabro, odiosos los desfiles de mujeres con los muñequitos colgados del vientre, odiosas las palabras “el vientre es mío y hago con él lo que quiero”.
En la campaña por el aborto legal, encuentro odiosa una difundida actitud de gran petulancia, encuentro odioso que se hable del aborto como si fuera una fiesta libre y alegre. Encuentro odiosa, en la campaña por el aborto legal, toda la coreografía que la rodea, el ruido y el campanilleo festivo, entre enérgico y macabro, odiosos los desfiles de mujeres con los muñequitos colgados del vientre, odiosas las palabras “el vientre es mío y hago con él lo que quiero”: en realidad también la vida es nuestra, y ninguno de nosotros consigue hacer con ella lo que quiere.
El aborto legal debe ser pedido ante todo por justicia. Debe ser una decidida y severa petición que la gente dirige a la ley. Es intolerable que las mujeres pobres corran el peligro de morir o mueran abortando con agujas de hacer punto, y que las mujeres ricas puedan disponer de cómodas clínicas y no corran ningún peligro o muy poco. Esto es intolerable. Sabemos muy bien cómo son hoy la sociedad y la ley, sabemos muy bien lo caóticas que son y lo alejadas que están de toda idea de justicia, pero también sabemos, muchos de nosotros quizá de una forma burda, pasional y confusa, cómo deberían ser. La ley debería ser de pura justicia, no debería ser ni rígida ni blanda, sino solo justa, e interferir en los asuntos de los individuos solo cuando estos se encuentren en condiciones de peligro, de desgracia, de culpa o de enfermedad.
Cuando se quiere y se pide algo, es necesario llamarlo por su verdadero nombre. Me parece hipócrita afirmar que abortar no es matar. Abortar es matar. El derecho a abortar debe ser el único derecho a matar que la gente debe pedir a la ley. En el caso del aborto se trata de un homicidio muy particular y absolutamente diferente a cualquier otra clase de homicidio; no puede ser comparado con nada, porque no se parece a nada; no conlleva ningún otro derecho, no presupone ninguna otra clase de libertades genéricas.
Al no estar legalizado el aborto en nuestro país, las mujeres mueren por agujas de hacer punto; y entre la muerte de una persona que tiene ojos, facciones y voz, y la muerte de una forma sin voz ni ojos, es imposible no preferir lo segundo. Abortar no significa eliminar a una persona, sino el proyecto remoto y pálido de una persona; está claro que es un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos y no la madre que los lleva dentro de sí; y también un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos en lugar de convertirse en niños abocados a un destino de hambre. Aunque también es verdad que todo destino puede ser un destino de dolor, y si nos ponemos a pensar lo que puede deparar el destino, nos preguntamos si no sería sensato y justo no dar nunca la vida y elegir siempre la nada. La idea del aborto conduce, pues, a preguntarse cuál es el significado de la vida, y conduce a una multitud de interrogantes tan desesperados que el planteárselos es caer en la oscuridad. Por eso, en la idea del aborto se concentra hoy toda nuestra atención, porque en esta idea se esconden los rasgos de nuestra idea de la vida, y estos nos parecen huidizos, nos parece que se ha hecho pedazos nuestra armonía con el futuro, y nos parece que ya no podemos prometer el futuro a nadie. Pero amar la vida y creer en ella significa también amar su dolor; significa amar la época en la que hemos nacido y sus abismos de terror; y significa amar, del destino, su oscuridad y su tremendo carácter imprevisible. Sin embargo, también es cierto que sobre un pensamiento semejante no se puede tal vez construir nada; pues a decir verdad no es un pensamiento constructivo, sino una especie de fuego que cada uno enciende en soledad y por su cuenta.
Abortar no significa eliminar a una persona, sino el proyecto remoto y pálido de una persona; está claro que es un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos y no la madre que los lleva dentro de sí; y también un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos en lugar de convertirse en niños abocados a un destino de hambre.
Puesto que abortar es en realidad matar, no ya a una persona, sino la posibilidad de una persona, se trata, para la madre, de una elección espantosa. En realidad casi todo parece mejor que encontrarse ante semejante elección: el control de los nacimientos, tal vez incluso la castidad. Se ha sugerido también la homosexualidad, es una idea paradójica, y que no puede valer para todos; pero en esta idea no repugna tanto la paradoja como el hecho de que parezca una solución fácil; y cuando está en juego la vida y la muerte las soluciones fáciles parecen ser tristemente banales. La castidad o el control de los nacimientos significan en cambio un sacrificio. Y cuando está en juego la vida y la muerte también es necesario pagar el precio de un sacrificio.
Abortar es matar, pero se trata de un homicidio que no puede compararse con ningún otro; es separarse para siempre de una individual, concreta y real posibilidad viviente. Al ser esta una elección diferente de cualquier otra, no pueden entrar en ella nuestras habituales consideraciones de orden moral, que aquí se muestran inservibles. Sabemos muy bien que matar está mal; pero aquí, en presencia de una posibilidad viva pero inmersa en la oscuridad, también la idea del bien y del mal está inmersa en la oscuridad. En semejante elección, la luz de la razón, la luz de la lógica, la luz habitual de las consideraciones morales no pueden entrar, no serían de ninguna ayuda, porque no hay respuestas o aclaraciones lógicas cuando todo está inmerso en la oscuridad, es una elección en la que el individuo y el destino están el uno frente al otro, en la oscuridad.
Tal elección no puede ser, pues, más que individual, privada y oscura. De todas las elecciones humanas, es la más privada, la más anárquica y la más solitaria. Es una elección que pertenece por derecho a la madre, y solo a ella; y ello no porque en todas las circunstancias de la vida exista un libre derecho de elección ni porque “la barriga es mía y hago con ella lo que quiero”, pienso que en tal elección las personas sienten como nunca que nada les pertenece, y mucho menos su propio cuerpo. Les pertenece solo una horrible facultad de elegir, para una forma sin voz ni ojos, la vida o la nada. Es una facultad pesada como el plomo, una libertad que arrastra consigo hierros y cadenas, porque quien elige debe elegir por dos, y el otro está mudo. Se trata de lacerarse en una parte de uno mismo, matar una parte de uno mismo, arrancar de los propios miembros para siempre una precisa posibilidad viva e ignota; es una elección muda y oscura como es mudo el acuerdo subterráneo que existe con esa forma escondida; y la relación entre la madre y esa forma viviente, ignota y escondida, es verdaderamente la relación más cerrada, más encadenada y más negra que existe en el mundo, es la menos libre de todas las relaciones y no compete a nadie.
Semejante elección no compete a nadie y mucho menos a la ley. Está claro que la ley no tiene ningún derecho a prohibirla ni a castigarla. Compete a la ley, o debería competer a la ley, solo en el momento en el que deja de ser una elección secreta y se convierte en una abierta y clara determinación de abortar. Entonces comienza un estado de peligro; y la ley debería estar ahí no para castigar ni para prohibir, sino para acudir en ayuda. La ley está obligada, o debería estar obligada, a actuar de forma que las personas no destruyan a los demás o a sí mismos. Pero se trata de personas, y no ya de posibilidades; porque en la zona de las posibilidades, escondidas en el regazo de las madres, ni la ley, ni el código, ni la sociedad ni los gobiernos deberían tener el más mínimo poder de interferir.
Febrero de 1975
Este texto forma parte del volumen Las tareas de casa y otros ensayos, publicado por Lumen, que recoge gran parte de la obra de no ficción de Natalia Ginzburg.
Mientras en el resto de Latinoamérica los mayores representantes del trap adoptaron este género urbano dándole énfasis a líricas cada vez más osadas y explícitas, en Chile encontró voces propias. El veinteañero Gianluca Abarza es la muestra más clara de esto: su música cuestiona la noción misma de avance o progreso, confronta la idea de meritocracia y entrega una imagen vívida de cómo vive la generación que ha pasado más de la mitad de su vida conectada a un computador.
por roberto rubio ramírez
Dedicado de manera exclusiva a la música desde 2016, Gianluca Abarza tiene 22 años y 37 videos en su canal de YouTube. De manera autodidacta y apoyado por softwares libres e Internet, Gianluca comenzó escribiendo, cantando, componiendo y produciendo el material audiovisual de sus propias canciones. Su primer video fue subido el 24 de junio de 2016, y desde entonces las visitas y suscriptores solo han aumentado. Sus seguidores lo comparten en sus respectivas timelines y cada cierto tiempo llena centros culturales y clubes nocturnos con presentaciones en vivo, donde un público fiel corea sus canciones. Pasando rápidamente de boca en boca, este joven santiaguino ya ha aparecido reseñado y entrevistado en varios medios, catalogado como “la joven promesa del trap chileno”.
Si bien la etiqueta parece acomodarle –su estilo musical se adecúa al género, combinando bases ralentizadas de rap con toques electrónicos, casi psicodélicos–, sus letras se alejan de las temáticas que dominan el trap latino (drogas, violencia callejera, sexo explícito). Al contrario, se relacionan con vivencias cotidianas, desamor, redes sociales, ansiedad aplacada por antidepresivos y referencias a la cultura pop. Puede que sea por esto que ha alcanzado cierto reconocimiento masivo, y aunque hasta ahora se podría decir que ha perfilado un acervo inclinado hacia el pop, la música e imaginario del llamado príncipe del trap chileno apelan a un nicho más específico aún.
Gianluca le habla a una generación que ha habitado espacios virtuales durante más de la mitad de sus vidas, jóvenes que pasaron la adolescencia consumiendo cultura de Internet en su sentido más abstracto, conversando con extraños en foros online, generando relaciones pasajeras tanto fuera como dentro de la pantalla, desencantados, con padres endeudados, acumulando una deuda propia y bombardeados de manera constante por la idea de que a través del trabajo y el esfuerzo personal podrían sortear la adversidad.
Gianluca condensa estas preocupaciones en sus letras y videos, alternando la nostalgia por el pasado reciente con las preocupaciones del ahora; plasmando los recuerdos de una infancia de clase media, una juventud desencantada, la angustia de vivir bajo cierto modelo social y la ya inexistente barrera entre internet y el mundo “real”.
Si bien su carrera está apenas dando sus primeros pasos en la creación de una obra, ya se vislumbra en estas piezas líricas/audiovisuales una vocación artística, una primera exploración que parece anteceder un proyecto musical potente.
Si bien su carrera está apenas dando sus primeros pasos en la creación de una obra, ya se vislumbra en estas piezas líricas/audiovisuales una vocación artística, una primera exploración que parece anteceder un proyecto musical potente. Sería apresurado (y ambicioso) decir que estamos frente a “la voz de su generación”, pero sin duda podemos asegurar que Gianluca es una de las voces de una generación.
Hacerse cargo del presente
“Quemando billetes”, el título de la primera canción subida a su canal de Youtube, tiene, al menos, dos interpretaciones. La primera refiere al gesto gansteril de quemar dinero como señal de opulencia, un soberbio tengo tanta plata que puedo usarla como combustible para encender un puro. La segunda, en cambio, se sitúa en las antípodas de esta idea. Para Gianluca, “quemar billetes” se acerca más a una señal sutilmente contestataria. No es una forma de exhibir poder. Al contrario, es una muestra desinteresada, un desprecio agudo, contra lo que considera el tótem sagrado del Chile del siglo XXI: el dinero.
Las canciones de Gianluca buscan diagnosticar los efectos de una sociedad obsesionada con el éxito y la competencia, a través de un discurso anclado en la melancolía, la desazón y la resignación. No hay gritos de protesta, ni denuncias que encaran al poder, solo una mirada pasmada, cabizbaja, a la vida de un veinteañero nacido en la posdictadura. Le basta representar –con tristeza– su realidad, para lidiar con ella: desde el culto al dinero del sistema neoliberal (“Yo sé lo que tú quieres / la plata, los placeres / los autos, las mujeres / pero esto no es así”), pasando por las relaciones a través de Internet (“si te tiro likes de noche / no me hagas caso / debo haber estado borracho”), la incertidumbre adolescente (“y no me preocupo de ser real / el que se preocupa de eso es porque en verdad no es real”), el despeñadero que es Chile (“las noticias ni las leo / solo te muestran lo feo”).
Gianluca toma estos ingredientes para armar una propuesta que se hace cargo del presente y sus vicisitudes, consciente de su contexto y más cercano a la tradicional melancolía chilena que ha inspirado por generaciones a los creadores nacionales, que a la subcultura sadboy de Internet.
La pieza oscura
Hablar de Gianluca es hablar de Internet. O de algunas ramas de Internet. Para nadie es novedad que la red ha generado sus propias dinámicas, culturas, subculturas e intentos de corrientes artísticas. El contenido de la web crece a cada segundo y las posibilidades creativas son infinitas. La mezcla jazz-pop-kitsch del género Vaporwave, el humor dadaísta del shitposting, la reivindicación de la moda “normal” (Normcore) y la estética “gótico saludable” (Health goths) son algunas de las formas de subjetividad nacidas en Internet. Incluso la depresión y el abandono han encontrado su propia aesthetics: con una mirada irónica, los sadboys de Internet (jóvenes deprimidos seguidores de un estilo musical cercano al hip hop) convirtieron sus lamentos en una forma de vestir, relacionarse, producir imágenes, textos y sonidos, una estética de la angustia con un revestimiento digital.
La única línea en común que se podría trazar para estos subgrupos es que todos habitan en Internet y, por lo tanto, es posible saltar entre uno y otro con la rapidez de un click. Mirar, seleccionar, absorber. Ante un universo tan vasto, la forma de orientarse es, precisamente, filtrar para darle un sentido. El ejercicio que plantea Gianluca es ese. Tomar elementos diversos, estilos diferentes pero complementarios, y saltar entre ellos guiado por la brújula personal.
En los videos y canciones de Gianluca, el apropiarse y recontextualizar estas ideas/imágenes tienen como objetivo vestir un relato individual. Su sello es la necesidad de construir una obra situada, hablar haciendo referencia al lenguaje de Internet, desde su propio contexto específico. Adaptar los códigos de la Red a una experiencia local.
El video de “Avignon”, por ejemplo, muestra imágenes desplazándose en un movimiento vertical, a la manera de un timeline, superpuestas unas sobre otras, mientras Gianluca canta resignado: “Tú me puedes borrar de todos lados / en Instagram ya vi que me habías bloqueado”. O en la canción “Bart”, cuya letra dice: “Me siento como Bart cuando vende su alma / por más que esté tranquilo, nunca llega la calma”, haciéndole así una referencia a Los Simpson y a la tendencia de varios músicos de incluir guiños a esta serie animada en sus creaciones, un subgénero que algunos han bautizado como Simpsonwave.
No es extraño, además, que aparezcan los recuerdos brumosos de la infancia (“Éramos cinco, ahora somos dos / Viviendo juntos, yo y mi mamá, y yo con mi flow”), la serenidad de la madurez (“la familia siempre lo primero / con los problemas no me desespero”) y hasta el mismo proceso de creación artística (“ya no salgo de mi pieza / ahora estoy en esta / estoy de cabeza en esto”). Es un canto personal, su subjetividad expuesta frente a la webcam, intercalada con GIFs, memes y referencias abstractas a los recovecos oscuros de Internet.
Este cruce entre realidad y virtualidad se hace más explícito al revisar cronológicamente sus videoclips: es posible ver en ellos un proceso de rectificación subjetiva, de desplazamiento ante la angustia, intrínsecamente conectado con Internet: un joven aislado socialmente y recluido en las pantallas de su computador y celular sale a la calle, se enfrenta a la naturaleza y al espacio público, conoce personas y lugares, y termina rodeado por un grupo de amigos en una fiesta. Un tránsito testimonial que se realiza sin límites claros entre online y offline, con la web y sus formas de representación disueltas en la vida cotidiana (“por todo el mundo vamos a navegar, si no al parque vamos a pasear / no importa si en avión o en Google Maps”).
Su sello es la necesidad de construir una obra situada, hablar haciendo referencia al lenguaje de Internet, desde su propio contexto específico. Adaptar los códigos de la Red a una experiencia local.
En sus primeros videos todo ocurre recluido en la pieza, la habitación a oscuras es el espacio natural donde se desenvuelve. En “Rosas” es tanta la neblina difuminando la imagen, que no alcanzamos a ver su rostro, nos limitamos a oír su voz relatando una decepción amorosa. El exterior se presenta como imágenes mostradas por una cámara de seguridad, todo aparece entre oculto o filtrado por los pixeles de algún dispositivo tecnológico. Parecido, pero menos lúgubre, es el autorretrato que realiza en el video de “Wanna know”, donde se limita a mirar estoico a la webcam, vemos su cama y al menos dos paredes de su pieza. Sin embargo, los elementos “reales” pasan desapercibidos frente al pop-art de Internet que satura el video: animaciones, textos en WordArt, extractos de videoclips, escenas de películas, de series de televisión y videojuegos. La realidad aparece como un lienzo para que pueda ascender lo digital.
El video de “11” es su clip más sombrío: a lo Peter Pan, la sombra es una figura casi autónoma del artista. La única luz es proyectada directo a su rostro, generando la figura de su propio contorno opaco y granulado, justo a sus espaldas, siguiéndolo, copiándole, atándolos a él y a la habitación –espacio de la adolescencia por antonomasia– en un solo plano.
De ahí en adelante, video a video, nos vamos asomando hacia el exterior. Se comienza con una visita al Museo Interactivo Mirador (“Ganar”), para luego vagar de noche por el silencio de la urbe y la templanza de la naturaleza (“Google maps”, “No te vayas”, “Luces rojas”) e, inesperadamente, terminar divirtiéndose con amigos y amigas en un parque de diversiones y bailando en un departamento iluminado con luces de neón (“Calma”, “Vórtex”). No solo los lugares van cambiando, sino que las texturas e iluminación de la imagen se enfrían, saturan o queman, a medida que nos paseamos por los diferentes lugares. Como si los miráramos por primera vez, o como si cambiáramos muy rápido de ventanas en nuestro computador, deben pasar unos segundos para que la vista se acostumbre al cambio de luz.
La memoria, el aventurarse a explorar, el transitar con la mirada perdida, la aparición de otros y otras; las piezas fragmentadas y necesarias para mapear un “yo” que termina ocupando un espacio en la comunidad, sin dejar de rodearse y empaparse del imaginario virtual. Una construcción interior/exterior que puede leerse de manera optimista, pues hay cambios y transformaciones más integradoras que excluyentes, que validan al ciberespacio como una extensión de nuestra realidad palpable, un complemento desde el cual es posible desarrollar ideas que se retroalimentan de ambos espacios.
Estos espacios, sin embargo, no son asépticos; ya que “lo que hay afuera” no se presenta de manera tan optimista. Retratar un momento implica retratar un contexto, y en el contexto donde se sitúan las letras y videos de Gianluca es imposible no intuir una sensación de descontento frente a un mundo que se abre más allá de la pieza oscura.
La apertura hacia la incertidumbre
Lo que hace varias décadas se hubiera materializado en una canción de protesta hacia el status quo, hacia la clase dominante, hoy toma otra forma. En las canciones de Gianluca la queja implícita contra el sistema es que parece no tener salida, pues la hegemonía está impregnada en todos los posibles puntos de fuga. No encara a un cuerpo único, sino que su crítica se centra en el entramado de relaciones en el que toda la comunidad participa, en un modo de vivir: “Hay que vender, lo entiendo, hay que ganarse la vida / aunque la vida no es eso, pero hay que traer la comida”, dice en “Quemando billetes”.
Aunque en sus letras nunca aparecen explícitas las palabras “transición” o “democracia”, la segunda mitad de los años 90 y principios de los 2000 son el telón de fondo. Las referencias culturales presentes en sus videos (los programas de televisión, los primeros acercamientos a Internet, la animación japonesa, los videojuegos) revelan una exposición a los productos culturales de la época y, por lo tanto, a sus discursos, a sus modos de pensar y sentir.
El Chile presente en sus canciones está constantemente atravesado por la retórica de la meritocracia que abunda en los medios masivos, por la ansiedad que conlleva ir hacia delante, “avanzar”, creyendo que en algún momento se llegará a algún lugar. Una carrera contra el fracaso, sorteando el avance de la sociedad de mercado y la competencia descarnada (“voy a ser rico antes de los 22 / el centro es el dinero ya no hay amor”).
En este punto habría que preguntarse hasta dónde es posible sostener una estética basada en lo virtual sin ilustrar que el ciberespacio se ha vuelto un lugar igual de angustiante que el mundo real y sus exigencias.
Este contexto parece ser el terreno ideal para que el trap se instalara cómodamente con sus apologías al forrarse en billetes, armas y drogas, a través de la violencia explícita. Sin embargo, en vez de seguir los códigos tradicionales del trap, Gianluca se apropia de ellos y los subvierte en forma de crítica hacia los valores que rigen el Chile de la posdictadura.
Cuando en sus canciones declama una y otra vez que “no me estreso, tranquilo vivo la vida, sé que no voy a llegar a la cima”, o “para nada soy muy bueno, así que ándate acostumbrando”, lo que propone es una apertura a la posibilidad de no tener éxito, a la incertidumbre, a la resignación, al no-saber, al circular sin rumbo y, en última instancia, a fracasar en una sociedad que reivindica de manera constante la prosperidad desbocada. Posturas que no se plantean como forma de resistencia directa, pero sí, al menos, de supervivencia (“yo estoy curao del espanto / ahora solo canto”).
Asimismo, es inevitable que al plantearse como sujeto social emerja también su condición de clase, que pese a no estar en una situación de carencia, sabe que hay un desacomodo existencial. La imagen más elocuente de esto se encuentra en “Siempre triste”, su video más visto en YouTube. Melón con vino en una mano, celular en la otra, rostro perplejo y movimientos incómodos dentro de la modesta piscina de un edificio que parece pretender ser más de lo que es. Rodeado de sábanas de billetes en forma de GIFs, dinero virtual, dinero etéreo, subraya desganado: “No soy pobre, estoy triste”.
En un intento de despojarse de la seriedad típica de quien expone sus tribulaciones, Gianluca se atreve a incluir chispazos que abogan por la distención. Despreocupado, en “Wanna know” le canta a la imposibilidad de responderle los mensajes a un interés amoroso porque “se le perdió el celular”; propone viajes en avión o evadiendo en una micro; se cuelga un cocodrilo de peluche al cuello, su propio Lacoste improvisado, mientras modela unos outfits roñosos.
En este punto habría que preguntarse hasta dónde es posible sostener una estética basada en lo virtual sin ilustrar que el ciberespacio se ha vuelto un lugar igual de angustiante que el mundo real y sus exigencias. Tal vez sus futuras canciones tomen este camino, o tal vez no: su carrera está en un momento tan incipiente que estas primeras piezas aún se sienten como los latidos que moldearán el futuro.
El paranoico es, en potencia, un metafísico, el dueño de una mente con aptitud para la elaboración de sistemas especulativos y para la identificación de patrones que parecen ponerle fin a la aleatoriedad de la existencia. Cuando todo adquiere importancia, porque todo puede representar una pista o un síntoma, nada, en principio, escapa al escrutinio del pensamiento.
por manuel vicuña
Al poeta Allen Ginsberg, profeta de la orgía como sacramento comunitario y del consumo de un guiso de sabidurías ancestrales, peyote y LSD, le tomó tiempo transitar desde el atormentado espíritu de rebelión beatnik al estado de beatitud zen que terminó por caracterizarlo. Un chamán perdido en la selva o un gurú callejeando en torno a Time Square valían más que todos los generales, legisladores, jueces y banqueros del mundo. No había ley autorizada a negar el placer de pasearse por los prados en pelota, esperando la materialización de los espíritus tutelares de Whitman, Thoreau y Blake en la estela de humo de la marihuana. La masturbación podía deparar revelaciones que bordeaban el misticismo. Este viaje hacia el desapego, musicalizado por el sonido de los mantras, le costó años de crisis depresivas con devaneos suicidas y alternancias de vitalidad febril y recogimiento monacal, de paralizadores sentimientos de culpa y llamaradas homoeróticas, de anhelos de santidad y derrapes en dirección al mundo criminal, todo como parte del esfuerzo por sentir, percibir y pensar de otro modo, de un modo que le posibilitara aventurarse como un cosmonauta en el universo interior.
Desacralizadora y mitologizante, apocalíptica y optimista, la generación beat recorrió las carreteras de Estados Unidos y México en busca de fronteras de la experiencia que aún conservaran el gusto de lo salvaje y lo ancestral. La religión profana de esos hombres, en palabras de Jack Kerouac, consistía en reconocer que “todo me pertenece porque soy pobre”.
Antes de adoptar la voz oracular del visionario, Ginsberg se sobrevivió a sí mismo. En el prólogo a su libro Aullido, William Carlos Williams confesó: “Nunca pensé que viviría lo bastante como para crecer y escribir un libro de poemas”. Además de gran poeta, Williams era un hombre reposado, que se ganaba la vida como pediatra en una ciudad quitada de bulla, alguien poco habituado a las pruebas extremas y, por esa razón, una persona sin la sensibilidad necesaria para precisar cuándo los camaradas de la bohemia hípster se pasaban de la raya.
Ginsberg no la tuvo fácil. Naomi, su madre, entró y salió de hospitales psiquiátricos, creía que medio mundo deseaba envenenarla, por eso pedía a gritos transfusiones de sangre y cuando escuchaba la radio aguzaba el oído para detectar a los espías que la acosaban.
En este sentido, parece más confiable el testimonio de William Burroughs, el heroinómano y morfinómano que descubrió en las jeringas su tótem doméstico, e intentó cultivar opio para autoabastecerse. Temo por la salud mental de Allen, dijo. Es curioso que los desvaríos de su amigo le hayan resultado más alarmantes que los suyos. Es curioso, porque Ginsberg era una criatura angelical en comparación con Burroughs, cuya odisea como paria puede resumirse así: mató a su mujer de un tiro jugando a Guillermo Tell, cortejó criminales, vociferó un anarquismo de bajo fondo y se pasó un año encerrado en una pieza en Tánger, trastornado por las alucinaciones que luego narraría en su novela El almuerzo desnudo.
El escritor es un “instrumento de registro”, se lee ahí. Algo de eso se encuentra en la literatura beat: la persecución de la experiencia con una avidez caníbal, como si se propusiera incorporar a su organismo y metabolizar en su favor los pensamientos, las emociones, los sueños, las pesadillas, el semen y la sangre de sus protagonistas, que suelen ser retratos fidedignos de personajes reales. El narrador o el poeta beat quiere dar cuenta de todo lo que está pasando y ha pasado, hacerlo casi palpable, sin imponerse censuras ni la obligación de amansar el lenguaje. El escritor debe improvisar como el saxofonista de jazz y entregarse al ímpetu del lenguaje: así pensaba Kerouac, en su fase idolátrica de la espontaneidad. En las historias sobre el círculo beat, la benzedrina regala jornadas maratónicas de escritura a todo vuelo, parrafadas y versos que son una vorágine de emociones, imágenes y recuerdos.
La locura, como la depresión y la manía, suele formar parte del patrimonio familiar. Ginsberg no la tuvo fácil. Naomi, su madre, entró y salió de hospitales psiquiátricos, creía que medio mundo deseaba envenenarla, por eso pedía a gritos transfusiones de sangre y cuando escuchaba la radio aguzaba el oído para detectar a los espías que la acosaban. Ginsberg a veces dejaba de ir al colegio para contenerla, exponiéndose a las ondas radiactivas de una mujer que también guardaba la convicción de que alguien había cableado el interior de su cabeza para acechar sus pensamientos más íntimos.
Kaddish es el poema elegíaco que Ginsberg escribió sobre los tormentos de su madre. En esos versos a la vez torrenciales y sincopados, mezcla la compasión, el amor filial, el registro del deterioro por culpa de las terapias de electroshock y las inyecciones de metrazol, la tentación de abandonarla y los remordimientos, la “podredumbre funeraria” de los pabellones psiquiátricos, la angustia, el miedo y la impotencia del niño que crece encadenado a una mujer perdida en los “caminos lejanos de la autopista de la Locura”.
Todos somos autores de relatos de conspiraciones. No hay literatura oral y espontánea más atrayente. Se impone rápido en el circuito de las conversaciones y le inyecta intensidad a la visión que tenemos de las cosas.
Melville decía que la frontera entre la locura y la cordura es tan tenue como el desvanecimiento de los colores en el arcoíris. La paranoia de la madre de Ginsberg no está tan lejos de la paranoia de cualquier mortal; incluso de los más lúcidos. Porque la paranoia es una patología clínica y también un don de la inteligencia que se manifiesta a través del talento para leer entre líneas. El paranoico es, en potencia, un metafísico, el dueño de una mente con aptitud para la elaboración de sistemas especulativos y para la identificación de patrones que parecen ponerle fin a la aleatoriedad de la existencia. Cuando todo adquiere importancia, porque todo puede representar una pista o un síntoma, nada, en principio, escapa al escrutinio del pensamiento.
Tal vez habría que preguntarse si no es un signo de salud mental arrojarse al pozo de la paranoia sin fondo cuando se malvive en sociedades podridas por la corrupción. El intelectual crítico, el bípedo mejor entrenado para establecer conexiones, se pasma cuando renuncia a aplicar la “hermenéutica de la sospecha” atribuida a Marx, Nietzsche y Freud, los mayores maestros en el arte de deshacer las versiones oficiales de la modernidad, como terrones de azúcar en soda cáustica. Todos somos paranoicos en algún grado. En los años 60, algunos fanáticos de los Beatles escuchaban sus temas al revés, intentando descifrar el mensaje encriptado del nuevo credo contracultural personificado por Ginsberg.
Nota al margen: el término “paranoia” nació en 1863, y rápidamente designó, además de una patología individual, un fenómeno colectivo, un tipo humano invadido por el orgullo y la suspicacia, por el “complejo de persecución” y el “delirio de interpretación”. De vez en cuando nos topamos con gente de esa naturaleza, y de seguro nosotros mismos hemos despertado en otros esa impresión. Para hacerlo no hace falta elaborar diagramas que unan, con flechas incriminatorias o líneas rojas de indignación, los nombres de los implicados en conjuras tremebundas. El paranoico que se mueve libremente por la ciudad acostumbra a responsabilizar al resto de sus limitaciones y de sus desgracias, y se siente basureado por el solo hecho de no llegar a encarnar lo que sueña. Así, no tarda en descender en la pista resbaladiza de las teorías conspirativas, utilizando el tren de aterrizaje de los celos, el resentimiento u otro material de esa familia. El resentido profesional, ejemplar destacado de la fauna paranoica, goza humillando al blanco de su encono y nunca conoce la saciedad, porque el resentimiento no tiene meta a la vista. El resentido que saliva de rabia no busca acabar con el maltrato, busca invertir los papeles: de víctima a verdugo, con el beneficio de ignorar la culpa que puede turbar hasta a los canallas en sus noches de desvelo.
Todos somos autores de relatos de conspiraciones. No hay literatura oral y espontánea más atrayente. Se impone rápido en el circuito de las conversaciones y le inyecta intensidad a la visión que tenemos de las cosas. Suelta la lengua de los tímidos, destapa los oídos de los sordos, presta palabras hiladas a quienes tienen dificultad para hablar de corrido. El paranoico sufre y goza de un estado de alerta que acelera el latido de la imaginación y estimula el deseo de convencer a otros del último descubrimiento, de la última conjura en pleno desarrollo. La política internacional y la copucha de peluquería de barrio comparten la afición por esas revelaciones cuyo sabor se hace más intenso mientras más secreteadas sean. Pocas cosas mejores que la promesa de la complicidad. El silencio, cuando tiene un precio, refuerza la idea de nuestra mente como una cámara secreta y disuelve el sentimiento de soledad en el entusiasmo de la camaradería.
Hace varios años me tocó presenciar un caso de antología: un historiador, anglófilo hasta la caricatura, atribuyó su despido de la universidad a una maquinación teledirigida desde el mismísimo Palacio de La Moneda, en represalia por críticas a la coalición de gobierno que no se distinguían de las formuladas por sus propios partidarios. Otros ejemplos, estos sí de frentón patológicos, que solo conocí de oídas. El caso santiaguino: una mujer, internada en el psiquiátrico de avenida La Paz, decía estar embarazada con siete hijos de Bon Jovi, los cuales complotaban en su contra mientras tarareaban las canciones del padre. El caso londinense: un vagabundo que puteaba a la Thatcher por haberlo expulsado del manicomio, en circunstancias que los extraterrestres aún seguían en control de sus pensamientos.
La CIA, los judíos, los masones, la logia lautarina, la industria farmacéutica, los inmigrantes: solo nombro algunos de los grupos que han sido acusados de urdir conspiraciones siniestras. Pero la lista, según sea el gusto del consumidor, puede extenderse casi infinitamente.
El pasado, el presente y el futuro son campos de acción de la máquina de interpretación paranoica. El género de la ciencia ficción es prolífico en las indagaciones de universos alternativos que buscan desbancar el mundo tal como lo conocemos, tal como lo apreciamos. En esos relatos, las conspiraciones no son solo protagonizadas por humanos, extraterrestres o ciborgs; también los objetos y sobre todo las máquinas cobran vida propia y se cruzan en nuestro camino. “El colmo de la paranoia”, decía Philip K. Dick, el llamado Shakespeare de la ciencia ficción, “no es cuando todos están contra mí, sino cuando todo está contra mí”. Dick hablaba con la autoridad del delirante, del escritor que se pasó años sin poder determinar si había sufrido una experiencia mística, si su espíritu estaba poseído por los extraterrestres, si sencillamente estaba acorralado por la paranoia más brava, o si todo se explicaba por la resaca de las drogas que había consumido a lo largo de su vida.
La CIA, los judíos, los masones, la logia lautarina, la industria farmacéutica, los inmigrantes: solo nombro algunos de los grupos que han sido acusados de urdir conspiraciones siniestras. Pero la lista, según sea el gusto del consumidor, puede extenderse casi infinitamente: a la junta de vecinos y los repartidores de pizza, los comunistas y los anarquistas, las asociaciones de empresarios y los dueños de medios de comunicación, los líderes políticos y sindicales, los militares de alta graduación y las cabareteras jubiladas, la cúpula de la iglesia católica y los panelistas de programas de farándula, los guardias de punto fijo y las plantas carnívoras, los subordinados ambiciosos y las ex amantes que truecan intimidades, la suegra que se hace la mosca muerta y el vecino que insiste en regar el jardín con la manguera goteando, justo cuando volvemos del trabajo. En los años 60, la continua apertura de restaurantes chinos en los pueblos ingleses hizo pensar en una maniobra concertada de infiltración maoísta. Todo puede servir de caldo de cultivo para la paranoia. Hace varios años, en una noche de invierno más neblinosa que de costumbre, pensé lo peor cuando tres improvisados compañeros de peregrinaje por los pubs de Cambridge saltaron del inglés al gaélico, como si nada, mientras nos adentrábamos por un atajo que nadie frecuentaba.
También existe la variante hipocondríaca de la paranoia. El hipocondríaco es un fenomenólogo nato, con una antena de recepción de largo alcance y sensores infrarrojos que pegan un respingo ante las señales más débiles. Ahora la amenaza proviene del propio cuerpo. El alzhéimer se presta como pocas enfermedades a este juego de espejos. Olvidamos el nombre de un conocido o el título de una película, nos pasa más seguido que antes, o eso sospechamos, y ya estamos al filo de las especulaciones sobre las maniobras de un enemigo que acecha sin hacerse manifiesto, durante años, de manera definitiva. En 1997, desesperado por un insomnio que no aflojaba ni con somníferos capaces de tumbar a un oso, me hice varios exámenes neurológicos. Las imágenes de escáner mostraron un cerebro con inquietantes zonas de sombra. De inmediato visualicé esos manchones, sin ninguna racionalidad científica, como la evidencia del trabajo de zapa del alzhéimer. Y no sé por qué, en ese momento, se me vino encima una frase de David Bowie, comentando sus años de desborde: tengo el cerebro con más agujeros que un queso gruyere. Corrí donde una eminencia médica para que me asegurara que tenía la cabeza en orden. Él consintió.
La británica Patricia Latto inició su diario de vida pasados sus 60, dos décadas antes de haber sido diagnosticada con alzhéimer. El impulso que detonó la escritura no fue otro que el miedo a que esa enfermedad ya estuviese depredando su memoria y desterrando su conciencia a “una especie de tierra de nadie” donde, drenada de palabras, cada vez resultaba más difícil pensar y “escribir con claridad”. Intentó combatir el alzhéimer ejercitando su memoria mediante una técnica milenaria: almacenando citas largas de poetas y dramaturgos, que luego recitaba con la satisfacción de quien sabe que esos logros mínimos para el resto, en su caso representaban la defensa de una trinchera mental cavada con los versos de Yeats y los parlamentos de Shakespeare. Se trató de una lucha solitaria, que nunca comentó con nadie. La hija de Patricia recién se enteró de esa tragedia camuflada al encontrar el diario de su madre, mientras ordenaba sus cosas después de haberla internado en un hogar de ancianos.
Imagen de portada: Detalle de obra de Carlos Cruz-Diez.
Cuídese mucho, de la francesa Sophie Calle; Nachlass, del colectivo suizo-alemán Rimini Protokoll, y Cuerpo pretérito, a cargo de la chilena Samantha Manzur, fueron tres propuestas fronterizas de la última versión del Festival Internacional Santiago a Mil, que dieron cuenta de los límites difusos entre lo público y lo privado, el documento y la ficción, el presente y el pasado. Y, sobre todo, de lo inestable que resultan hoy las nociones específicas de las disciplinas artísticas.
por alejandra costamagna
Son las cinco de la tarde del segundo día del año, y en la Cineteca Nacional la fotógrafa, escritora y artista conceptual francesa Sophie Calle habla frente a una multitud que ha venido a escucharla con aire de fanaticada. Ella pide que la interrumpamos, que le hagamos preguntas cuando queramos. Que si no, se aburre, dice. Pero esta no es una charla convencional y aquí nadie se va aburrir. Sophie Calle se larga a hacer un repaso por sus diversas acciones de arte, performances y trabajos visuales, nutridos siempre de la intimidad y la ausencia. Una obra que toma la materia biográfica y la experiencia personal para sacudirlas y ponerlas en diálogo con el espacio público. Ahí están, por ejemplo, Les Dormeurs (1979), en la que invitó a una veintena de desconocidos a dormir en su cama; L’Hôtel (1981), donde trabajó como mucama en un hotel de Venecia para retratar los objetos personales de los viajeros; La Filature (1981), en la que se sometió al seguimiento de un detective privado contratado por su madre (“detectivo”, dirá Calle en un exquisito español afrancesado); Les Aveugles (1986), en la que 23 ciegos de nacimiento explican qué es para ellos la belleza; o Last Seen (1992), donde recoge el testimonio de personas que vieron por última vez un cuadro de Vermeer robado de un museo en Boston. Pero también el registro de las últimas horas de vida de su madre o el funeral organizado a su gato, para el cual juntó a 37 músicos (Bono, Laurie Anderson, Benjamin Biolay y Jean-Michel Jarre, entre otros) para que grabaran composiciones dedicadas al felino.
Sophie Calle habla de su vida, pero en realidad está hablando de arte. A pesar del uso de la primera persona, lo suyo no es un asunto de confesión sino de construcción estética.
Sophie Calle habla de su vida, pero en realidad está hablando de arte. A pesar del uso de la primera persona, lo suyo no es un asunto de confesión sino de construcción estética. Y ahí destaca en primer plano Cuídese mucho, la instalación artística que al día siguiente de esta charla (en la que el público pregunta y pregunta, siguiendo fielmente sus instrucciones del inicio) inaugurará en el Museo de Arte Contemporáneo, como primera actividad de Santiago a Mil. A partir de un correo electrónico enviado por su exnovio en 2004, la artista convocó a más de un centenar de mujeres de diversos oficios, procedencias y edades para que interpretaran el mensaje de fondo: lo que había detrás de las palabras del hombre. La carta, que era una despedida, terminaba con la frase “cuídese mucho”. Sophie Calle quedó completamente desconcertada. Lo que hizo entonces, tal como lo ha venido haciendo desde sus primeras obras, fue tomar distancia de la experiencia privada y convertirla en un trabajo artístico. De lo personal a lo colectivo, de lo íntimo a lo performativo, de la vida al artificio.
En la muestra, que presentó por primera vez en la Bienal de Venecia en 2007 bajo el título Prenez soin de vous, vemos las fotografías tomadas por Sophie Calle a actrices (Victoria Abril y Jeanne Moreau, entre otras), cantantes (Laurie Anderson, Christina Rosenvinge), psicólogas, filósofas, antropólogas, estudiantes, deportistas, científicas, escritoras, una maga, una bailarina hindú, una criminóloga, una policía, una jueza, una crucigramista, una vidente o una sexóloga, junto a sus respectivos trabajos de interpretación. Cada una recurre al soporte que más le acomoda para diseccionar las palabras del hombre y entregar la pieza que irá armando este puzzle de interpretación polifónica: un video, una coreografía, un dibujo, una canción, un análisis semántico, una detallada corrección textual, un perfil psicológico del hombre que la escribe o versiones en clave morse, en braille o en código de barras. Incluso una intervención animal: una lora de nombre Brenda hace añicos frente a una cámara la carta y, mientras la engulle, va soltando grititos agudos: “¡Cuídese mucho, cuídese mucho!”. El drama ha desaparecido, la relación ya no existe, el hombre se ha esfumado y lo que queda es el rastro del vacío. Un coro que retumba sobre la ausencia. “Debe haber pasado algo para que lo que no está y lo ausente me interesen tanto”, admite Sophie Calle. “Mi madre que se muere, un hombre que sigo y no conozco, el novio que se va”.
El eco de la voz de la artista queda sonando en la sala de la Cineteca.
Nachlass es una instalación artística, pero es también la narración teatral de unas existencias reales en el límite de la muerte y un viaje imaginario hacia la posteridad.
Cuando ya no esté
“Las fotos quedan y nosotros nos vamos”, escucharemos días más tarde como un rumor suspendido en el tiempo. La voz provendrá de una de las mejores propuestas internacionales de Santiago a Mil este año: Nachlass. Se trata de un trabajo igualmente polifónico, que también gira en torno a la ausencia y que difumina las fronteras entre el documento y la ficción, al tiempo que potencia el cruce de disciplinas. Sin embargo, la aproximación al espacio íntimo en este caso no se vincula con la autorreferencialidad del creador, sino con las vidas de los otros que testimonian en la distancia. Con las muertes de los otros, habría que decir más bien, ya que observamos la inminencia del fin para unos hombres y unas mujeres que preparan sus despedidas. Creada por los directores suizos Stefan Kaegi y Dominic Huber, del colectivo Rimini Protokoll, Nachlass es una instalación artística, pero es también la narración teatral de unas existencias reales en el límite de la muerte y un viaje imaginario hacia la posteridad. Acá no hay actores ni personajes ni escenario, pero se respira teatralidad en cada minuto de la hora y media que dura el recorrido completo. Desde un espacio común de entrada, los 50 espectadores por función nos situamos frente a ocho puertas que tienen un letrero con un nombre y un contador de minutos, y que conducen a pequeños gabinetes: una mezquita, un dormitorio, un living con una mesa llena de fotografías, una oficina, una mini salita de teatro, un espacio repleto de cajas con archivos y documentos, una bodega con una misteriosa rejilla en el suelo y una sala con monitores individuales, semejante a un moderno laboratorio científico. En cada espacio caben seis o siete personas, de modo que vamos entrando en grupos que pueden ser modificados durante el recorrido. Hay algo de teatralidad también en la interacción que se produce con el resto, en esa intimidad compartida con extraños. “Tal vez cuando escuchen esto, yo ya no esté”, oímos una y otra vez. Y, efectivamente, algunos de los protagonistas de estas historias ya han fallecido esta tarde de enero de 2019 y sus voces suenan hoy como el eco de lo inmaterial. Un paracaidista de 44 años, adicto al vuelo, que no puede evitar vivir en peligro. Una pareja de ancianos alemanes que alguna vez simpatizó con el nazismo y hoy planifica su muerte asistida. Un joven diseñador gráfico que sufre una enfermedad degenerativa y habla en cámara a su hija, con la esperanza de que tenga una vida plena. Una ex embajadora de la Unión Europea en África, sin pareja ni descendencia, que desea legar sus bienes a los artistas africanos. Un musulmán que vive en Alemania y planifica el envío de sus restos mortales a su Turquía natal. Una secretaria jubilada que siempre quiso ser actriz y hoy, en vísperas de su muerte, sube a un escenario ficticio y cumple su sueño. Un neurocientífico que nos introduce en el viaje hacia la degeneración de la memoria. Una mujer de 91 años que se nos presenta a través de cientos de fotografías de distintos momentos de su vida y nos dice, desde el hogar de ancianos donde reside, que cuando muera espera ser más bonita que ahora.
Cuídese mucho, de Sophie Calle. Gentileza Fundación Teatro a Mil.
Cada uno planifica detalladamente su final y comparte con nosotros lo que quedará de sí mismo cuando ya no esté. Lo curioso, lo hermoso incluso de la experiencia es que, lejos de tremendismos y solemnidades, en estos ocho breves cuadros respiramos humor y llaneza –incluso cierta luminosidad– frente a un tema del que nos cuesta tanto, tanto hablar.
Aunque hayamos visto Cuídese mucho, Nachlass y Cuerpo pretérito en un festival orientado especialmente al teatro, se trata de acercamientos no convencionales, que ponen en diálogo las disciplinas y los géneros.
Fantasmagorías en vivo
Las fronteras porosas del arte contemporáneo también están presentes en algunos montajes chilenos de este Santiago a Mil. Y sin duda uno de los que mejor dialoga con las propuestas de Sophie Calle y de la compañía Rimini Protokoll es Cuerpo pretérito, un ensayo en escena dinámico y extremadamente agudo acerca de los límites entre la realidad y su reconstrucción ficticia. Aquí se enfatiza igualmente el relato desde la ausencia, desde lo que ya no está y nos llega en forma de vestigio.
Partiendo de la feliz circunstancia de que los gestos en Chile no están protegidos por derechos de autor, la actriz y performer Samantha Manzur, con asesoría artística de Rodrigo Bazaes y dramaturgia de Bosco Cayo, pudo articular una obra que homenajea a La negra Ester sobre la base de citas, residuos y restos, sin violar la prohibición legal de reproducir las imágenes, el texto y la música del montaje original del Gran Circo Teatro.
A 31 años de su estreno, el grupo presenta una investigación escénica basada en archivos y documentación teatral, que busca traer al presente el espectáculo dirigido por Andrés Pérez a partir de las décimas de Roberto Parra. Los espectadores somos invitados a recorrer en penumbras una sala que, al modo de un museo nocturno, alberga 43 piezas en exhibición: luminarias, baldosas, un tocador, vestuario, collares, pelucas, maquillaje, un “relleno de trasero chileno”, un frasco de laca o una colección de gestos heredados. Gestos libres de derechos.
Vemos así, graficados por un grupo de actores vestidos de negro que se cuelan entre el público y hacen las veces de guías de la muestra, los rescates de distintas gestualidades propias del elenco original. Los gritos de la prostituta travesti Esperanza (interpretada por Willy Semler en sus inicios), los frenéticos movimientos de ojos del tío Roberto (Boris Quercia) o las muecas coquetas de la Negra Ester (Rosa Ramírez). Todas muestras del énfasis corporal que tuvo la obra bajo la batuta de Andrés Pérez. Una voz en off, con el tono solemne de una audioguía, nos va explicando el sentido de cada una de las piezas, hasta que llegamos a la 43: un archivo fílmico en VHS. Accedemos entonces a algunos fragmentos de escenas de 1988, sin sonido, proyectados en una pantalla. Y en paralelo vemos su réplica a cargo de los cuatro actores que son, de alguna forma, una fantasmagoría en vivo.
El arte figura así en el límite, desestabilizando las nociones petrificadas, volviendo las audiencias activas, cuestionando la comodidad del artista y de los espectadores encerrados en sus butacas, en sus burbujas.
Lo que viene luego es una suerte de trazado hacia el futuro de los personajes de Roberto Parra. Quién sería la Negra Ester hoy, en qué estaría Esperanza, qué sería de todos ellos. A partir de un texto en verso libre de Bosco Cayo, que recoge una serie de testimonios actuales, los actores del presente dan un nuevo uso a las piezas de la exposición para narrar una secuela posible, que trabaja sobre esa inagotable gestualidad heredada. Una historia que habla del trabajo sexual en Chile, del sida y del amor en tiempos de candidatos turbios, “lachos sin carachos”, hijos de padres desconocidos y amantes de toda calaña. La frescura y la chispa del texto de Cayo enriquecen este diálogo de épocas cruzadas. Uno de los personajes dirá hacia el final: “Llegaste tarde / ya no estoy vivo / soy un fantasma / un mísero soplido”. Pero tendremos la milagrosa sensación de que estos fantasmas, los de hoy y los de ayer, aún tienen larga vida entre nosotros.
Aunque hayamos visto Cuídese mucho, Nachlass y Cuerpo pretérito en un festival orientado especialmente al teatro, se trata de acercamientos no convencionales, que ponen en diálogo las disciplinas y los géneros. Y que van desde la primerísima primera persona a la desaparición absoluta del “yo” que narra, hasta convertirlo en un fantasma. El arte figura así en el límite, desestabilizando las nociones petrificadas, volviendo las audiencias activas, cuestionando la comodidad del artista y de los espectadores encerrados en sus butacas, en sus burbujas.
Cuerpo pretérito, de Samantha Manzur. Gentileza Fundación Teatro a Mil.
Imagen de portada: Nachlass, de Stefan Kaegi y Dominic Huber. Crédito: Fundación Teatro a Mil.
Hay una larga y distinguida tradición de aspirantes a escritores que se encuentran con el escritor que reverencian tan solo para descubrir que él o ella tiene pies de barro. A veces no acaba en los pies —pueden también ser las piernas, el pecho y la cabeza—, de modo que la desilusión contamina los sentimientos que se tienen sobre la obra, incluso sobre el oficio mismo. Considero una de las bendiciones de mi vida que el primer gran escritor que conocí —el escritor que admiraba por encima de todos los demás—, resultó ser un ser humano ejemplar. Nada de lo que ha sucedido en los treinta y tantos años desde entonces ha disminuido mi amor por los libros o por el hombre que los escribió.
Era 1984. John Berger, que había alterado y ampliado radicalmente mis ideas sobre lo que podría ser un libro, estaba en Londres para la publicación de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos. Lo entrevisté para la revista Marxism Today. Él tenía 58 años, la edad que yo tengo ahora. La entrevista estuvo bien pero él pareció aliviado cuando todo terminó, porque, dijo, ahora podíamos ir a un bar y hablar de manera apropiada.
Modos de ver es el equivalente suyo al Concierto de Köln de Keith Jarrett: una hazaña de virtuosismo que a veces termina como un sustituto o una distracción del cuerpo de trabajo más amplio al cual sirve como una introducción.
Fue el punto culminante de mi vida. Mis contemporáneos tenían trabajos, carreras —algunos incluso tenían casas—, pero yo estaba en un bar con John Berger. Me instó a que le enviara las cosas que había escrito, no la entrevista, no le importaba eso, él quería leer mis propias cosas. Me escribió de vuelta de manera entusiasta. Él siempre fue alentador. Una relación no puede sostenerse sobre la base de la reverencia y pronto nos convertimos en amigos.
El éxito y la aclamación de los que gozó como escritor le permitieron estar libre de las pequeñas vanidades para concentrarse en lo que siempre estuvo tan impaciente por lograr: relaciones de igualdad. Es por eso que fue un colaborador tan bien dispuesto —y tan buen amigo de tanta gente, en todos los caminos de la vida, en todo el mundo. No había límite a su generosidad, a su capacidad de dar. Esto hizo más que mantenerlo joven; se combinaba con una especie de pesimismo negativo que le permitía resistir los contratiempos repartidos por la historia. En un ensayo sobre Leopardi afirmó “que no estamos viviendo en un mundo en el que es posible construir algo que va a acercar el cielo a la tierra, sino que, por el contrario, estamos viviendo en un mundo cuya naturaleza está mucho más próxima a la del infierno. ¿Cambiaría esto en algo nuestras opciones políticas o morales? Estaríamos obligados a aceptar las mismas obligaciones y a participar en una lucha que es la misma que aquella en la que ya estamos comprometidos; tal vez, incluso, nuestro sentido de solidaridad con los explotados y con los que sufren fuera más leal. Todo lo que cambiaría sería la enormidad de nuestras esperanzas y finalmente la amargura de nuestros desengaños”.
Si bien su trabajo era influyente y admirado, su alcance —tanto en el tema como en la forma—, hace difícil la evaluación de forma adecuada. Modos de ver es el equivalente suyo al Concierto de Köln de Keith Jarrett: una hazaña de virtuosismo que a veces termina como un sustituto o una distracción del cuerpo de trabajo más amplio al cual sirve como una introducción. En 1969 él propuso Arte y revolución “como el mejor ejemplo que he logrado de lo que considero que es el método crítico”, pero es en las numerosas piezas cortas en las que estuvo en su mejor momento como escritor de arte (estas diversas piezas han sido reunidas por Tom Overton en Sobre los artistas para formar una historia cronológica del arte).
Nadie ha igualado la capacidad de Berger para ayudarnos a mirar las pinturas o fotografías “más visualmente”, como lo expresó Rilke en una carta sobre Cézanne. Piénsese en el ensayo “Turner y la barbería”, en el que nos invita a considerar algunas de las pinturas tardías a la luz de las cosas que el niño vio en la barbería de su padre: “Agua, espuma, vapor, metales relucientes, espejos empañados, blancas palanganas o cuencos en las que el barbero agita con la brocha un líquido jabonoso en el que los detritos son depositados”.
Si él miraba de manera suficientemente larga e intensa cualquier cosa, ella o bien le entregaría sus secretos o, si fallaba en eso, le permitiría articular por qué el misterio retenido constituía su esencia.
Berger llevaba una inmensa erudición a su escritura, pero, como con D.H. Lawrence, todo tenía que ser verificado apelando a sus sentidos. No necesitó de una educación universitaria —alguna vez habló mordazmente de un pensador que, cuando quería enterarse de algo, tomaba un libro de un estante—, pero hasta el final confiaba en su disciplina para dibujar adquirida en la escuela de arte. Si él miraba de manera suficientemente larga e intensa cualquier cosa, ella o bien le entregaría sus secretos o, si fallaba en eso, le permitiría articular por qué el misterio retenido constituía su esencia. Esto era cierto no solo para los escritos sobre arte, sino también para los estudios documentales (de un médico rural en Un hombre afortunado y del trabajo migrante en Un séptimo hombre), para las novelas, para la trilogía campesina De sus fatigas y para los numerosos libros que rechazan toda categorización. Cualquiera que sea su forma o tema, los libros están abarrotados de observaciones tan precisas y delicadas que se duplican como ideas, y viceversa. “El momento en que comienza una pieza de música proporciona una pista sobre la naturaleza de todo arte”, escribe en “El momento del cubismo”. En Aquí nos vemos se imagina “viajando solo entre Kalisz y Kielce hace ciento cincuenta años. Entre esos dos nombres habría siempre un tercero, el nombre de tu caballo”.
La última vez que nos vimos fue pocos días antes de la Navidad de 2015, en Londres. Éramos cinco: mi esposa y yo, John (entonces de 89 años), la escritora Nella Bielski (hacia el final de sus setentas) y la pintora Yvonne Barlow (de 91 años), quien había sido su novia cuando aún eran adolescentes. Bromeando, pregunté: “Entonces, ¿cómo era John cuando tenía 17 años?”. “Era exactamente como es ahora”, respondió ella, como si fuera ayer. “Él siempre fue tan bondadoso”. Todo lo que le interesaba de su propia vida, escribió él alguna vez, eran las cosas que tenía en común con otras personas. Era un brillante escritor y pensador; pero era su bondad de toda la vida lo que ella destacaba.
La película Walk Me Home, que co-escribió y en la que actuó, fue, en su opinión, “un desastre”, pero en ella Berger pronunciaba una línea en la que pienso constantemente, y cito de memoria ahora: “Cuando muera, quiero ser enterrado en tierra de la que nadie sea dueño”. Es decir, en tierra que nos pertenece a todos.
El martes fue la primera charla magistral del científico británico como parte del Congreso Futuro 2019. Frente a un auditorio repleto de asistentes, que lo recibió con fuertes aplausos, Dawkins se explayó por más de 30 minutos sobre la eugenesia y el futuro de la especie humana en la Tierra. Mañana, a las nueve a.m., habrá una nueva oportunidad de escuchar al autor de El gen egoísta en un conversatorio. A continuación compartimos algunos momentos destacados de su exposición.
Cómo queremos evolucionar
“Para mucha gente la eugenesia se ha vuelto una palabra mala, especialmente en la izquierda política, pero eso no siempre ha sido así. Antes de que Hitler trajera la eugenesia al repudio universal, muchas personas de izquierda, como George Bernard Shaw, eran defensores de ella. Algunos antagonistas a la idea de eugenesia humana tratan de argumentar que es imposible, que no podría funcionar. Y por supuesto, podría funcionar, como se hace con los perros o las lechugas. Estas objeciones son más bien de orden moral. Para el propósito de esta discusión mucha gente hace la distinción entre eugenesia positiva y negativa. La positiva es aquella que no causa daño, es la remoción de los genes que todo el mundo concuerda que son perjudiciales, por ejemplo, en el caso de la hemofilia transmitida de madre a hijo. Esto está lejos de la eugenesia obligatoria defendida por Hitler o Marie Stopes, de la esterilización de gente que es considerada inferior. Esto claramente es repugnante. Pero incluso eugenesia voluntaria gatilla gran hostilidad cuando la idea es diseñar tu propia guagua ideal. Casi todos hoy día tienen problemas con la eugenesia positiva como parte del legado de Hitler. Pero el título de esta conferencia es “La especie que nos gustaría ser” y el acto de hacernos esta pregunta nos invita a contemplar la manipulación de nuestra propia evolución”.
¿La evolución es un progreso?
“El progreso ha sido una palabra controversial en la evolución. Por un extremo está Julian Huxley o Pierre Theilard de Chardin, que ven la evolución como el impulso universal hacia la mejora progresiva. Huxley incluso ha dicho y ha basado su sistema ético completo en el progreso evolucionario. Él definió lo bueno como aquello que armoniza con el proceso evolucionario. Al otro extremo está, por ejemplo, Stephen Jay Gould, quien niega completamente que la evolución es progresiva. Gould era muy hostil hacia el progreso evolucionario, pero principalmente porque asumió que el progreso significaba avance hacia la humanidad. Obviamente, si esto es lo que se quiere decir con progreso, todos los buenos biólogos serían hostiles a esta idea, pero no es una buena definición del progreso evolucionario. Cuando un órgano complejo como el ojo evoluciona, es obvio que las primeras etapas tienen que ser inferiores a las etapas posteriores y que la mejora evolutiva tiene que ser paso por paso progresiva. Y algo como esa evolución progresiva parece haber estado desarrollándose en la expansión del cerebro humano en los últimos millones de años”.
El futuro de la especie
“En todo caso, esta discusión no tiene mucho sentido si vamos a extinguirnos: la gran mayoría de las especies que han vivido alguna vez se extinguieron sin dejar ningún descendiente. ¿Hay alguna razón para pensar que nosotros vamos a escapar a ese destino? Los dinosaurios, lo que es ahora virtualmente seguro, se extinguieron por el resultado de una catástrofe muy grande, un proyectil del espacio que colisionó con lo que es ahora la Península del Yucatán en México. Nuestros ancestros mamíferos lograron sobrevivir quizás porque hibernaron bajo la tierra. ¿Podemos sobrevivir otro impacto como ese? Tenemos una mejor posibilidad que los dinosaurios, porque tenemos la tecnología y podríamos desviar un proyectil en el futuro. Ese proyecto, de hecho, podría unir a todas las naciones. Pero esta no es la única amenaza a nuestra sobrevivencia, también tenemos el cambio climático, las guerras nucleares y las armas biológicas”.
No es casual que esta cuarta ola feminista reviente por el lado más íntimo, el de la vinculación sexual. De ahí la insistencia en la deconstrucción del amor romántico, de las lógicas de seducción y de la resignificación del abuso sexual. El peligro, sin embargo, está en querer regularlo todo en un campo –el de los cuerpos y el erotismo– que se alimenta justamente de la incertidumbre, los acuerdos tácitos, las siempre cambiantes subjetividades. A fin de cuentas, ¿deseamos seguir deseando?
por constanza michelson
Una tarde después de clase, una chica salió con sus compañeros al parque. Era 2007, liberación sexual, hipersexual, ya estaba sellada y sacramentada. El juego de estos jóvenes, atravesados por la normalización del porno, termina en la realización de una felatio grabada con el celular. Pero la complicidad de la transgresión adolescente se quebró con la traición hacia la chica: uno de sus amigos compartió el video, que luego se convirtió en el conocido episodio “Wena Naty”. Desde que la tecnología lo permite, cada tanto se filtran videos de venganza y humillación sexual, casi siempre hacia las mujeres.
Pero, ¿no habíamos acordado que la liberación en la cama era un acuerdo entre los sexos?
La moral sexual de Occidente en las últimas décadas ha implicado un destape, del que las mujeres fueron protagonistas. En palabras de la escritora Nancy Huston, la libertad de un país comenzó a medirse en la cantidad de carne femenina que se permite exhibir.
Quizás como todas las revoluciones, la de la liberación sexual femenina no terminó donde se esperaba. Fue apuntalándose en otra revolución en ciernes, la del neoliberalismo, quedando el sexo liberado a su mercantilización. Es la astucia de la historia, planteó la filósofa feminista Nancy Fraser, advirtiendo cómo los ideales de la segunda ola feminista fueron resignificados por el capitalismo tardío. Negocio extraño el de las mujeres, pues cambiaron el tipo de contrato, de uno fijo a uno a honorarios, pero con el mismo empleador. Porque parte del sexo liberado quedó anclado al imaginario del erotismo masculino, antes que revolucionar las lógicas del intercambio sexual mismo. Decirle que sí al sexo, no necesariamente significó decirle que no al poder.
Gilles Lipovetsky en La tercera mujer da cuenta de cómo las viejas trampas se siguieron reproduciendo, pero bajo el discurso de la elección personal. La dependencia amorosa y la obsesión con la belleza se acoplaron a la ideología de la self made woman. La mujer emancipada de los 90, de todas formas, buscaba cumplir con los anhelos tradicionales, encontrar el amor, cumplir con un ideal corporal –además de las nuevas exigencias, el desarrollo económico y profesional–, pero leyendo estos mandatos como un desafío personal. La socióloga Eva Illouz también advierte esta falsa síntesis de la igualdad sexual, a través del nuevo malestar amoroso. La dificultad de emparejarse es vivida por las mujeres como si fuese una incapacidad personal, llevando a terapia una cuestión que es más bien de orden sociológico: el nuevo arreglo sexual sigue dándole la ventaja al varón heterosexual. El matrimonio y los hijos dejan de ser una marca de estatus; por ende, los hombres se quedan más tiempo en el campo del sexo libre. Mientras que para las mujeres el límite temporal de la maternidad las perjudica, provocando ansiedad en la búsqueda de pareja. Las mujeres se fueron haciendo cargo, sin saberlo, de aquello que va quedando fuera del discurso actual: la existencia de un límite.
No todos los hombres son violadores, más bien la menor parte de ellos lo son. Lo que sí es verdad es que la predominancia de la erótica masculina en la cultura –cuya lógica es la de la fetichización del cuerpo– genera las condiciones de posibilidad de diversas prácticas abusivas.
La incomodidad de la desigualdad sexual, travestida en imaginarios de la mujer empoderada, conectadas con su placer, escritas por la literatura de autoayuda, fue quedando sin nombre, traduciéndose en un malestar vivido en privado, bajo la gramática del fracaso personal.
En octubre de 2017 explotó el caso del productor de cine Harvey Weinstein. Y fueron precisamente las actrices de Hollywood –¿quiénes más que ellas podían representar a la mujer poderosa y sexy?– las que evidencian la relación desequilibrada entre sexo y poder, la desventaja de las mujeres en esa ecuación. Como en otras reivindicaciones políticas, no puede haber liberación si no hay igualdad.
No es casual que esta cuarta ola feminista reviente por el lado más íntimo, el de la vinculación sexual. No se trata esta vez de algunas demandas puntuales, ni siquiera de la búsqueda de igualdad, sino de interrogar el deseo sexual mismo. Por eso la insistencia en la deconstrucción del amor romántico, de las lógicas de seducción, de la resignificación del abuso sexual. Ese es el punto más radical de este nuevo impulso feminista y que tiene al mundo consternado.
¿Qué ocurre con las pulsiones después de la revolución? ¿Cómo conducirse y cómo acceder al encuentro sexual, cuando se trastocan las reglas de la seducción? De ahí que muchos hombres, y también mujeres, reclamen que esto debería tratarse de los derechos sociales, cuestión donde sí hay un acuerdo casi generalizado, pero que con los códigos sexuales no hay que meterse.
El abuso se revela como algo estructural. Stephen Marche escribió un polémico artículo en el New YorkTimes, titulado “La monstruosa naturaleza sexual de los hombres”, que derechamente criminaliza algo así como la esencia masculina. Pero lo cierto es que ha habido excesos en las denuncias públicas sin verificación alguna. No todos los hombres son violadores, más bien la menor parte de ellos lo son. Lo que sí es verdad es que la predominancia de la erótica masculina en la cultura –cuya lógica es la de la fetichización del cuerpo– genera las condiciones de posibilidad de diversas prácticas abusivas. Freud en 1912 escribió sobre el inconsciente sexual masculino heterosexual y su necesidad de distribuir a las mujeres en las respetables y las denigradas: la dama y la puta. Economía sexual que, lejos de ser anacrónica, tiene aún toda la eficacia del mundo. Hay en el imaginario masculino cuerpos que, bajo ciertas condiciones –de clase social, de inferioridad, de lejanía con la vida oficial–, son objetualizables, autorizándose a gozarlos y maltratarlos. Esto es lo que hace que el abuso sea estructural a la relación patriarcal entre los sexos.
Lo confuso es que el lugar de objeto (de deseo) es también una condición bisagra entre el deseo y el abuso. La pasividad es uno de los goces más primarios en el ser humano, por lo que en ciertas circunstancias ser tomado por otro es un anhelo. La canallada es más bien hacer un uso perverso de esa condición de deseo que habita en todos. O atribuirla a alguien que no ha consentido el acceso sexual. Y lo perverso colectivo es situar la pasividad como una condición fija de los cuerpos feminizados, restándoles subjetividad. Así como también, transformar esa condición del deseo en una mercancía a explotar. Este punto es lo más opaco de esta reivindicación, porque tiene la particularidad de que se duerme con el enemigo.
El miedo a las zonas grises
Consecuentemente, han resurgido las polémicas acerca de la comercialización del cuerpo de las mujeres. Respecto del porno y la prostitución, se retoma el debate sobre regularlo o prohibirlo. Por su parte, asociaciones de trabajadoras sexuales acusan a un feminismo bien pensante de negarles su condición de sujetos aptos para deliberar. ¿Es realmente libre una mujer que decide explotarse?, preguntan con suspicacia algunas. Y las mujeres del rubro responden: por qué habrían de estar ellas más alienadas que cualquier otro tipo de trabajador. ¿Está realmente emancipada una chica que busca las miradas y los likes exhibiéndose sin ropa? Algunas, como la actriz Emily Ratajkowski, alega que ser feminista es precisamente poder hacer lo que cada una quiera con su cuerpo.
Pero la discusión más caliente del momento feminista es el de las llamadas zonas grises. Hay algún acuerdo respecto de regular los encuentros sexuales cuando existen relaciones de poder explícitas: en el trabajo o en la universidad, por ejemplo. El campo de batalla actual se sitúa más bien en relación a los límites del erotismo en las escenas sociales-sexuales, donde las jerarquías no son evidentes. Fue lo que las intelectuales francesas manifestaron en su polémico texto sobre el “derecho a importunar” de los hombres, defendiendo el impasse sexual, el malentendido, los tropiezos, como algo intrínseco a la seducción. Acusaron, luego, a las activistas norteamericanas del movimiento #MeToo de una regresión del feminismo al puritanismo; pero las francesas, a su vez, fueron juzgadas de traidoras al género.
Lo interesante de lo que está en juego en este falso debate –porque ni las norteamericanas quieren acabar con el sexo en el mundo, ni las francesas aplauden las violaciones– es más bien una nueva condición antropológica que emerge y la consiguiente resistencia a ella. Se discute, en el fondo, si acaso es posible regular todos los espacios de incertidumbre: lograr controlar y evitar lo traumático inevitable del encuentro de todo sujeto con el sexo, eso que Lacan escribió bajo la fórmula de “no hay relación sexual”, que quiere decir que no hay complementariedad posible en el encuentro con otro, hay con suerte un síntoma, una formación de compromiso que a veces funciona más que otras.
Las ironías dialécticas hacen que en esta vuelta del espiral, varios aspectos de la reivindicación feminista coincidan con el programa del capitalismo técnico, cuya promesa es lograr borrar la grieta humana, a costa de mayor control. El mundo se divide hoy, sépanlo o no, entre quienes defienden o rechazan lo inconsciente como condición de la subjetividad.
Lo confuso es que el lugar de objeto (de deseo) es también una condición bisagra entre el deseo y el abuso. La pasividad es uno de los goces más primarios en el ser humano, por lo que en ciertas circunstancias ser tomado por otro es un anhelo. La canallada es más bien hacer un uso perverso de esa condición de deseo que habita en todos.
Quizá por ello la manifestación más ruidosa de esta ola feminista, la de las redes sociales, tiende a asentarse en la llamada corrección política; que no es sino la manifestación de las buenas intenciones encarnadas en la subjetividad del capitalismo posmoderno. El filósofo Franco Berardi describe en su Fenomenología del fin al sujeto producido por las nuevas tecnologías de comunicación: debilitado en la capacidad de atención, de empatía y, más importante aún, carente de encuentros cuerpo a cuerpo, se ha vuelto incapaz de leer los signos en un sentido contextual, perdiendo la intuición y la lectura de lo tácito, reconociendo solo patrones preconfigurados y funcionales. Es decir, la nueva subjetividad padece la enfermedad de la literalidad. Que por cierto, es en sí una violencia, el crimen semiótico de aspirar al significado unívoco de las cosas: el amor programado, el juego sin trampa, el humor calculado, el arte predecible.
Por eso se rumorea una incomodidad, que muchos no comprenden, porque comparten causas que les parecen nobles. Pero rechazan que ellas vengan envueltas en lógicas de control que asfixian. Es como la resistencia de los niños pequeños a comer: a veces prefieren no alimentarse, aunque tengan hambre, por un bien mayor: evitar la invasión de la madre (o quien ejerza esa función). A la vez, las críticas más furiosas e impúdicas hacia el feminismo provienen de otra versión de la literalidad, la de quienes suponen que la verdad es la incorrección política, el decir sin filtro.
Lo contrario a la corrección política no es la incorrección, sino la política: es precisamente la negociación entre las presiones sociales, las pulsiones inconscientes y los anhelos conscientes, el lugar de la ética del deseo. Esa es la zona gris de lo humano, donde en medio de contradicciones, dudas y sin garantías, un sujeto toma una posición. Siguiendo a Judith Butler, cuando eso implica el encuentro con otro cuerpo, surge la ética sexual, que lejos de una protocolización de todo cabo suelto, da espacio para la manifestación subjetiva. Ese espacio es el que hoy está en disputa. Y ese espacio se llama deseo, en el sentido estructural.
¿Deseamos seguir deseando? O bien, se ha vuelto demasiado incómodo enfrentarnos a lo incierto, a lo que pone en jaque el anhelo de estar en coincidencia con uno mismo. Quizás no es casual que los nombres de los movimientos impliquen al yo del activista, MeToo, Je Suis, y que la fórmula “lo personal es político” pase a ser a ratos una manifestación pública de los propios conflictos, antes que una manera de entender lo personal como impersonal, como algo político-social, para así escapar de uno mismo. La forma del activismo como reafirmación moral de sí, es una trampa. Siempre es posible ser atrapado en la falta.
Los modos importan porque hablan de las nuevas formas de subjetivación, es decir, de la disputa entre la fantasía de un mundo a la medida de los anhelos del yo y el deseo –esa condición estructural, que limita el gobierno del ego– como forma de resistencia al capitalismo líquido. Una cosa es alterar las geometrías y los semblantes que adquiere el deseo en el orden patriarcal; otra es empujar la anulación del deseo mismo. La des-erotización del mundo es el triunfo de tánatos: la pulsión de muerte.
Cuando las herramientas que en principio sirvieron para resistirse a un poder comienzan a trabajar para eludir la inconveniencia de la incertidumbre del deseo –aquella grieta de lo humano–, entonces podemos darle la bienvenida al nuevo padre: el capitalismo técnico. Deconstruirse para construirse a la medida del ego, reescribir el deseo sexual para liberarlo de la gramática del patriarcado, pero circunscribiéndolo al menú de la técnica, no es más que el señuelo de otra revolución que no terminará como se esperaba. Es reducir la fuerza emancipatoria del feminismo a la lógica de la autoayuda.
El feminismo ha decantado en una mayor solidaridad de género, en transformaciones éticas y estéticas, en remediar algunos desequilibrios en las relaciones entre mujeres y hombres, en cierto desplazamiento de los códigos de lo deseable, elevando así los estándares de civilidad. Y aunque tiene aún cuentas pendientes con un patriarcado que se diluye, no debiera desentenderse de las violencias pospatriarcales que emergen. Las que convierten a los cuerpos en el “más hermoso objeto de consumo”, si bien ya no para el ojo masculino, para el implacable ojo del narcisismo contemporáneo.
Imagen de portada: The Handsome Pork-Butcher, de Francis Picabia.
Dicen que la mejor forma de sacar un parche es hacerlo de un solo tirón y es justamente lo que voy a hacer. Porque no puedo hablar de Red Doc>, la continuación de Autobiografía de rojo, uno de los libros capitales de la canadiense Anne Carson (1950), e ignorar la horrible portada y pobre diseño interior de esta edición, un descuido imperdonable para semejante acontecimiento editorial y cuya magnitud es solo comparable al penal de Caszely. Por fortuna, el aspecto físico se vuelve menos relevante a medida que nos adentramos en la versión de la poeta Verónica Zondek, un trabajo admirable si consideramos la dificultad y, a ratos, aridez de este libro.
Pero bueno, entremos en materia y retrocedamos un poco en el tiempo. En 1998, cuando publicó Autobiografía de rojo, Anne Carson ya había consolidado su reputación como una poeta capaz de combinar sin esfuerzo poesía, ensayo, autobiografía y traducción sin discriminar entre alta y baja cultura. De hecho, en Plainwater (1995), ya había ensayado la operación que da forma a Autobiografía de rojo: los fragmentos de un lírico griego arcaico son versionados libremente y este es vuelto a la vida en entrevistas.
El poeta con cuyos poemas Carson construye Autobiografía de rojo se llama Estesícoro. Este es un poeta del siglo VII a. C., conocido por muy pocos versos hasta 1897, cuando un papiro hallado en Egipto reveló fragmentos de un poema sobre el décimo trabajo de Hércules en el que se combinaban elementos divinos y humanos, material canónico y propio. Es decir, realizando la misma operación que Carson ejecuta al tomar las figuras de Gerión y Hércules para trasladarlas al siglo XX.
Por fortuna, el aspecto físico se vuelve menos relevante a medida que nos adentramos en la versión de la poeta Verónica Zondek, un trabajo admirable si consideramos la dificultad y, a ratos, aridez de este libro.
Carson recoge los fragmentos de este poema, los versiona y desde ese nuevo texto erige “una novela en verso” que narra ya no la historia de cómo Hércules asesinó a Gerión para robar su ganado, sino la historia de un tímido joven alado de piel roja que se enamora de un hombre joven y rebelde, una historia más cercana a una novela de formación que a un poema clásico. Vemos a Gerión siendo abusado por su hermano mayor, yendo a la escuela, pegado a su madre y mintiendo para verse a escondidas con Hércules. Hacia el final, años después, Gerión encuentra a su ex amante en Buenos Aires acompañado de Ancash, su novio peruano, y los tres viajan a Perú, donde tras volar al interior de un volcán se confirma que Gerión es un Yazcamac, un hombre sagrado que “vio dentro del volcán y volvió”.
Red Doc> es la continuación de esta historia, pero como dice la autora en la contraportada de la edición original, “(…) en un estilo diferente y con distintos nombres”. Carson ya no recurre a la mitología o a textos ajenos para levantar su obra, en este libro refiere a su propio trabajo. Gerión ahora es G y Hércules es Sad But Great, un veterano de guerra. Ahora la relación de ambos, tan urgente y neurótica en Autobiografía de rojo, es plana y estable. La historia parte así: Gerión abandona su trabajo de pastor y emprende junto a Sad y una artista de nombre Ida un viaje picaresco rumbo a una clínica en un país frío, atravesando glaciares y praderas. Formalmente, la idea de este viaje está recalcada por la disposición del texto en franjas justificadas en medio de la página, tal como las líneas pintadas en una carretera.
La vida después de la muerte que Carson ofrece a estas figuras mitológicas insertas en una posteridad contemporánea, como Hermes que aparece con un esmoquin plateado, está cargada de los efectos del tiempo: la experiencia y la decepción. G se reconoce envejecido en el espejo, su madre agoniza en una clínica, Hércules fue parte de una guerra reciente y sufre síndrome de estrés postraumático. El peso ominoso del tiempo sobre la memoria es recalcado por la presencia constante de Marcel Proust, a quien G lee devotamente durante el viaje que lo lleva al lugar donde su madre agoniza. Y es en el momento en que llegan a esta clínica cuando el tono de la escritura cambia y el lirismo se intensifica, como si todo el libro estuviera apuntando a la intimidad de este momento, cuando lo único que cabe es dejar ir a la madre.
Antes de acometer la lectura de Red Doc>, un libro fascinante que no rehúye el humor ni la dificultad, quizás sea una buena idea leer Autobiografía de rojo en la edición bilingüe de Pre-Textos, la compañía ideal para la versión de Verónica Zondek, quien en la introducción define este poema como “un magnífico canto a la diferencia, una crítica a la guerra, a la forma en que funcionan la familia, el orden y el deber ser”.
Red Doc>, Anne Carson, LOM Ediciones, 2018, 182 páginas, $10.000.
¿Cómo tomar un cardo? Si se le toma rodeando su cabeza y apretadamente, duele; de manera liviana, sostenido de manera invertida, pincha con menos dolor y corre el riesgo de caerse de la mano debido a su forma. Si se le toma por su tallo, con cuidado, en su superficie también espinosa, podemos demorarnos un poco en apreciar su belleza. Y si recordamos de las abuelas su poder sanador para infortunios del cuerpo, el cardo despliega toda su potencia.
El cardo vino a mi mente para pensar las dificultades que se dan en la actualidad para una mayor y mejor comprensión de los feminismos de la generación de las jóvenes y adolescentes estudiantes que irrumpen de manera extendida y con fuerza subversiva, remeciendo y haciendo doler espacios escolares y lugares estimados como privilegiados en la producción y transmisión del saber: las universidades. Emerge allí, de manera insospechada e imprevisible, un pensar y actuar combatiente de mujeres muy jóvenes, que se toman los espacios institucionales y que dejan en suspenso sus prácticas habituales. Introducen una ruptura, una “radical discontinuidad” (Badiou), paralizan el curso acostumbrado de las cosas, constituyéndose en un sujeto político con una fuerza de alteración del mundo social.
Cómo tomar este feminismo. Qué inteligibilidad política podemos realizar a partir de esta expresión de soberanía de las mujeres jóvenes que nos hacen vivir una experiencia extraordinaria, inédita, un acontecimiento del que no se tienen disponibles claves fáciles e inmediatas de lectura para la comprensión de su profundidad y alcance. Para Alain Badiou, “en relación con una situación o un mundo, un acontecimiento abre la posibilidad de lo que, desde el estricto punto de vista de esa situación o de la legalidad de ese mundo, es propiamente imposible”. Las jóvenes alteraron la cotidianidad institucional, la de la calle, el lenguaje, la dirección de las miradas, los significantes, los símbolos monumentales, con gestos nuevos donde los cuerpos han sido un sustento político de rebeldía turbadora. Los cuerpos han sido puestos en escena de maneras inesperadas con un sentido feminista, volviendo a instalarse su potencial reflexivo.
Las jóvenes alteraron la cotidianidad institucional, la de la calle, el lenguaje, la dirección de las miradas, los significantes, los símbolos monumentales, con gestos nuevos donde los cuerpos han sido un sustento político de rebeldía turbadora.
No podríamos entender el feminismo desestimando el lugar que ha tenido el cuerpo en esa reflexión, interrogado críticamente a través de la historia feminista en tanto significante unívoco, como cuerpo materno o como objeto sexual heteronormado, o como corporalidad estrechada en determinadas funciones o ámbitos, o en determinadas simbolizaciones reductoras y excluyentes de acuerdo a las variables materiales que lo particularizan en sus inscripciones de clase, raza o territorio. El reclamo por la propiedad del cuerpo ha cruzado, de manera insistente, distintas etapas de uno de los movimientos sociales más revolucionarios, el que no ha sido leído como tal y que comienza a serlo en este tiempo.
El cuerpo, en la tradición feminista, ha ocupado un lugar de significación de política sexual, como microcosmos político (Kate Millet), como dimensión performativa del género (Judith Butler), situado como cuerpo propio (el primer cuarto propio de Woolf para la invención de sí, podría decirse), como dominio autónomo. En los 60, la quema de sostenes en que participaron cientos de mujeres de América del Norte quedó en la memoria como un archivo de la negación de estas a ser miradas como objeto sexual y ser parte de un imaginario masculino de tramitación erótica. Se liberaban los pechos al interior de las ropas para escándalo de muchos. En este inolvidable mayo de 2018, en el flacucho país de América del Sur, los pechos se descubren y a torso desnudo las jóvenes desplazan su significado sexualizado o maternizado; se ritualizan políticamente, los pintan con sus consignas, los decoran, nos hacen saber de un arte callejero, de performances donde los rostros individualizados desaparecen tras las capuchas del color morado del feminismo en rebeldías estéticas colectivas que dejarán huella en la memoria social.
Junto a tales manifestaciones ocurren las performances en que otras jóvenes descubren también partes de su cuerpo mostrando las nalgas de manera festiva, parodiándolas con colas de yeguas. Ejercicios de poder que tensionan la relación de los cuerpos de las mujeres con la significación erótica masculina. Desafían las estudiantes al pavoneo viril, y gritando sus consignas enseñan los dientes asomados por la capucha en artilugios performáticos en contra de una historia, de un drama conocido. La habitual desfachatez de los gestos masculinos de proximidad corporal con las mujeres sin que medie invitación o insinuación, o la seducción sin el cuidado de observar correspondencia, se combaten con la libertad de los cuerpos sustraídos de sus connotaciones sexualizadas en relación a la posesión masculina, insistiendo en el derecho del cuerpo a no ser usado o violentado; cuerpos transgresores que lidian con los límites cristalizados de la hegemonía masculina, de una dominación que se alimenta permanentemente chasqueando la lengua; cuerpos que encarnan la fisura, hacen la grieta, socavan como topos, minan territorios de poder, hacen sus propias guaridas. Las jóvenes sacan los pechos del encuadre masculino como zonas erógenas privilegiadas, provocan sustrayéndolos del sentido de objeto sexual como fragmento pornográfico del cuerpo. Se los hace componentes políticos de una nueva liberación, en la emancipación de los signos del patriarcado machista sexista, despojándoseles al mismo tiempo de su inscripción materna como zonas de amamantamiento, de una maternidad idealizada como pecho mariano nutriente, olvidado de grietas en los pezones y mordiscos de bocas de infantes. Los cuerpos de las mujeres han padecido la dominación masculina, pero actualmente se apropian de un sentido de libertad y reclaman para esa libertad una ética del derecho del cuerpo a su propio dominio.
Las estudiantes feministas afirman una voluntad de negación, de un decir basta a un sistema patriarcal y abusivo que impide el despliegue de las mujeres, que las ha constreñido a condicionamientos que estrechan sus posibilidades y que derivan en múltiples formas de desbaratamiento y ocultamiento de sus potencias. Que coadyuva en la emergencia de esta explosión, que no toma en cuenta la disuasión de los conflictos y la imposibilidad de romper las barreras.
El reclamo por la propiedad del cuerpo ha cruzado, de manera insistente, distintas etapas de uno de los movimientos sociales más revolucionarios, el que no ha sido leído como tal y que comienza a serlo en este tiempo.
El acontecimiento feminista remite a sus raíces, a lo que lo alimentó en el tiempo lento del nutrir bajo inclemencias y adversidades en medio de períodos de mayor benevolencia. Un flujo de activaciones múltiples, de raicillas conectadas de manera subterránea y otras de superficie que ya tuvieron su visibilidad y efectos, ha precedido este particular estallido. Se dijo no en el movimiento Ni una menos; no a la penalización del aborto; no a la violencia y discriminación por diversidad sexual; no a una educación basada en el lucro. La sociedad se hace paulatinamente más autoconsciente de sus andamiajes de exclusión y violencia; sin embargo, los sectores que sustentan el poder político en la toma de decisiones hacen sus negociaciones e instalan nuevos límites a las transformaciones requeridas.
En el flujo reticular al que referimos más arriba se han dinamizado numerosos colectivos de mujeres feministas: estudiantes y jóvenes con distintos lugares de pertenencia; los colectivos de mujeres lesbianas; los de mujeres jóvenes indígenas; los colectivos mixtos de diversidad sexual; los colectivos trans. Han tomado cuerpo diferentes feminismos, se tensionan generaciones y también diversos modos de concebir el feminismo dentro de la misma nueva generación, experiencia que ha ocurrido otras veces en su historia. La composición de una nueva sensibilidad respecto de la libertad y los derechos deriva en múltiples modalidades de entender y hacer política sexual, y toman forma y son canalizadas distintas maneras de concebirla y de accionar. El feminismo activado por la generación de las jóvenes, expandido en las universidades, en las calles en masivos e intensos encuentros, en las escuelas, contagiando espacios privados y públicos, no tiene una misma partitura homogénea y será preciso conocer y considerar sus distintas armonías y también sus desarmonías internas para comprenderlo en todas sus complejidades.
Más allá de las distinciones que pudieran hacerse en este movimiento, la generación de estudiantes feministas se ha organizado en función de dos demandas políticas que constituyen los ejes de su embate: en contra de la violencia sexual hacia las mujeres en todas sus manifestaciones (acoso, abuso, violación, ofensa, violencia física, violencia simbólica) y por una educación no sexista (en un cuestionamiento a la institucionalidad fundada en la aceptación de un orden sexista y androcéntrico que en sus cargas simbólicas de género vulnera derechos y restringe posibilidades). Atacan las bases que sostienen y reproducen la cultura machista, patriarcal, la discriminación y la subordinación de quienes se consideran en una posición de minusvaloración. Se propone un cambio en el paisaje social sobre la comprensión de que los cuerpos, la relación de los cuerpos, su manera de simbolizarlos y representarlos, es una clave fundamental, como también la comprensión de que la educación formal, a través de sus instituciones, pone en movimiento procesos de modelamiento cultural de género, impactando no solo la producción y transmisión del conocimiento, sino también las interacciones sociales cotidianas, y por ello la educación ocupa un lugar central.
Los espacios institucionales en toma han mostrado sus fachadas de sillas apiñadas con las patas hacia afuera, ahora como púas punk feministas, que arman su barrera de entrada a las autoridades, a la espera de la elaboración de petitorios y de negociaciones sobre petitorios. Las estudiantes, conscientes de ser sujetas de una gesta histórica, permanecen y resisten sostenidas en sus convicciones. La decisión democrática de los interpelados de no presionar a la fuerza a las actoras a dejar los espacios tomados y recurrir al diálogo, deja en el desconcierto a los sectores más autoritarios internos y externos, y se constituye en crítica de una supuesta debilidad de la autoridad.
El feminismo no es visto con muy buenos ojos, aunque para muchos pudiera incluso recuperarse su valor como “transformador cultural”. Se lo tiende a cooptar con el uso indiscriminado del término, asumiéndolo como propio personas de la derecha que se estiman liberales.
Las universidades son institucionalidades jerarquizadas, de prácticas verticales, de hábitos que tienden a la preservación de la distancia con aquello que pudiera considerarse como contaminante del quehacer académico puesto como centro. Se omite la significancia de las prácticas de interacción cotidiana como componentes de la institucionalidad, se desestiman las relaciones de poder que se ejercen de manera autoritaria, donde ocurre el abuso de poder en las formas de maltrato, indiferencia, acoso y abuso sexual entre sus integrantes.
Junto a ello, se ha tendido a separar la política de la academia, como si ella requiriera, por sobre todo, de la calma y estabilidad para pensar desde las distintas disciplinas olvidadas de la vida social y de las múltiples interacciones que se producen y que constituyen el contexto de toda producción y transmisión de saber. Las reclamaciones de una educación que no sea sexista y el término de los acosos y abusos de poder que se expresan sexualmente en muchas de las violencias de género constituyen los pilares fundamentales del cuestionamiento a las instituciones escolares y académicas.
El feminismo no es visto con muy buenos ojos, aunque para muchos pudiera incluso recuperarse su valor como “transformador cultural”. Se lo tiende a cooptar con el uso indiscriminado del término, asumiéndolo como propio personas de la derecha que se estiman liberales, en una suerte de universalización momentánea de su valor transformador. Hacer perder fuerza a una palabra, degradar su capacidad de nominación, son operaciones del antifeminismo que se viste con ropa ajena.
Las estudiantes feministas han removido la modorra neoliberal que genera el consumismo ligado a la satisfacción de necesidades innecesarias (valga el término contradictorio), han espabilado a muchas personas, concitando la simpatía de sus propuestas. Sin embargo, también surgen detractores hombres y mujeres, y puede percibirse una rabia o molestia contenidas o expresadas sin censura.
Cierro el texto trayendo nuevamente el cardo a presencia, asociado al nombre de una diosa romana de la salud y el viento, Cardea, Cardinea o Cardo, relacionada asimismo con los goznes de las bisagras de las puertas y también con sus umbrales. Un lugar de paso, para cruzar y superar un límite. Ovidio decía de Cardea que “su poder es abrir lo que está cerrado y cerrar lo que está abierto”. Las feministas jóvenes han sacado de quicio a nuestra sociedad, abriendo una puerta para transitar hacia una cultura donde la violencia física y simbólica emprenda su retirada. Cerrar las heridas, repararlas y abrir un nuevo espacio humano con otros puntos cardinales es asunto de cardos, de cardeas. Un nuevo tiempo ha comenzado a existir… en la discontinuidad de la historia.
Imagen de portada: Pablo Izquierdo.
Este ensayo de la profesora de filosofía y doctora en literatura Olga Grau forma parte del libro Mayo feminista: La rebelióncontra el patriarcado, publicado por Lom Ediciones y editado por Faride Zerán. El volumen incluye textos de Diamela Eltit, Nona Fernández, Kemy Oyarzún, Alia Trabucco y Jorge Díaz, entre otros.
Como si se tratara de una secuela, Sistema nervioso prolonga y profundiza varios de los temas expuestos por Lina Meruane en Sangre en el ojo, su obra más lograda. En ambas está presente un tramado familiar en dos tiempos/lugares: el de antes, en el “país del pasado”, donde se encuentra una problemática familia de origen, y el “país del presente” (¿Estados Unidos?), donde la protagonista realiza un doctorado y vive con su pareja. También lo está el tema de la enfermedad, tratado por Meruane tanto en la ficción como en su magnífico ensayo Viajes virales.
Si en Sangre en el ojo el corte era un motivo que daba forma a la narración permanentemente interrumpida, en Sistemanervioso la escritora inocula, como si se tratara de un cáncer, grupos de palabras, células de significado que van abultando una narración de por sí compleja.
Ahora se aproxima al tema con nuevas herramientas: el discurso de la física y la medicina atraviesan de manera muy explícita el libro, quizás uno de los más ambiciosos de su autora. Este retrato genealógico es una indagación más profunda sobre la muerte, el caos final. La madre biológica de la protagonista murió en el parto, y una serie de dolencias la han afectado a “Ella” y a sus hermanos, “el Primogénito” y “los Mellizos”, sin que el “Padre” ni su “Madre” postiza, ambos médicos, hayan podido hacer gran cosa. Cuando incluso el Padre es operado de la próstata, la narración revela su eje neurálgico: “Probablemente siempre estemos enfermos y no lo sepamos. Y aunque de niña pensaba que la habían asustado con todas esas historias de lo que podía padecer un cuerpo, solo después ha comprendido que esas historias eran apenas un resumen. Porque lo raro es vivir. Hay tantas cosas que podrían salir mal…”.
Si en Sangre en el ojo el corte era un motivo que daba forma a la narración permanentemente interrumpida, en Sistemanervioso Meruane inocula, como si se tratara de un cáncer, grupos de palabras, células de significado que van abultando una narración de por sí compleja: “Del cadáver no quedaría ni una astilla ni un gramo de cerebro sudor pelos en el pecho”. Las cursivas son del texto y estas enumeraciones sin comas, de asociaciones libres y también a veces de significantes que fungen como metáforas, están a lo largo de todo el libro. Podrían ser sinapsis nerviosas, pero también quistes, proliferaciones lingüísticas que parecen responder a otro de los hallazgos de la novela: el embarazo, como el cáncer, es también una multiplicación celular. Las palabras aparecen así preñadas o enfermas, según se las quiera ver, porque la narrativa de Meruane nunca se agota en un solo sentido.
Las abundantes asociaciones que permite este relato sobre la muerte son propias de una narrativa de madurez. Lina Meruane ha elegido los signos enfermos, tanto corporales como sociales, para construir en su última literatura un discurso propio, que enlaza macro y microcosmos. Como en escorzo aborda una gran cantidad de cuestiones relevantes: el problema de los migrantes en Estados Unidos y los asesinatos y la violencia salvaje del cruce fronterizo; los años oscuros de la dictadura chilena, con sus crímenes y desapariciones; el caos y desintegración del planeta; la violencia contra las mujeres, sufrida en carne propia por la protagonista en su juventud; los movimientos sociales en el “país del pasado” y la apatía de la juventud en el país donde vive la protagonista; los equívocos que produce la comunicación virtual, cuando ironiza sobre los fallos de archivo o las lecturas del corrector en WhatsApp. Hay que tener destreza técnica para poder maniobrar con todos estos materiales: a Meruane le sobra. Quizá por eso se excede un poco en esta novela y es algo reiterativa. Aunque su trabajo tiene su punto más alto en Sangre en el ojo y Volverse Palestina, que hacen más concesiones al lector, Sistemanervioso es, sin duda, una de las novelas importantes que se publicaron en 2018 y que, sin duda, hay que leer.
Sistema nervioso, Lina Meruane, Random House Mondadori, 2018, 277 páginas, $14.000.
En 2018 los discursos feministas se propagaron por el mundo, pero como todo proceso histórico, este fenómeno no surgió de la nada ni de un día para otro: desde hace tiempo varias autoras han pensado desde Estados Unidos, América Latina y Europa lo que hoy se conoce como la cuarta ola. Esta es una cartografía de algunas de las voces que están dando forma a los principios feministas del siglo XXI y a los puntos ciegos de un movimiento que, para algunas, sigue atrapado en un capitalismo patriarcal incapaz de imaginar estructuras que erradiquen los estereotipos de género.
por evelyn erlij
De un tiempo a esta parte, no es raro encontrarse con mujeres que llevan camisetas con estampados que dicen The future is female o We should all be feminists. Impresas tal cual, sin traducción, esas poleras son la imagen de cómo el capitalismo absorbe los discursos disidentes, pero también valen como el reflejo de la popularidad que ha alcanzado el feminismo. Ya en 2013 existían best sellers sobre el tema: en Feminismo sexy, por ejemplo, la autora de libros sobre cultura pop Jennifer Keishin Armstrong escribía que “las feministas son casi siempre las personas más sexys”, aunque advertía en la portada que este “no es el feminismo de tu madre”, sino “un plan de acción lleno de humor para una rama accesible, cool y sexy del feminismo”.
Ese mismo año, la megaestrella del pop Beyoncé lanzó el single “Flawless”, que incluía un sampleo de la charla TED “Todos deberíamos ser feministas”, de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie –que luego se transformaría en un best seller por derecho propio–, mientras otras colegas suyas, como Miley Cyrus o Taylor Swift, reclamaban la etiqueta. Ejemplos así hay un montón, pero vale la pena mencionar uno más: en 2011, la escritora inglesa Caitlin Moran se convertía en superventas con Cómo ser mujer, cruce entre autobiografía y diatriba en el que, entre otras cosas, simplificó los pasos para definirse partidaria del movimiento: “¿Tienes vagina? ¿Quieres responsabilizarte de ella? Si en ambos casos has contestado ‘sí’, entonces ¡enhorabuena! Eres feminista”.
En estos casos se vislumbra uno de los rasgos principales de lo que algunos han llamado la cuarta ola del feminismo: la masificación de un discurso que antes, al menos en la cultura popular, se asociaba a mujeres de izquierda y dueñas de una conciencia política fuerte. Hoy, el rótulo “feminista” parece ser un atributo universal, un sinónimo de empoderamiento que incluso reclaman las mujeres sin un pasado militante. Lejos de entusiasmar en bloque a las partidarias históricas, se ha hecho evidente que hablar de feminismo, en singular, es simplificar un movimiento plural, heterogéneo e históricamente complejo.
La superficialidad del asunto, dice Crispin, se comprueba cuando se usa la misma métrica del capitalismo patriarcal para evaluar el éxito del feminismo: dinero y poder –cuántas mujeres son CEO en grandes empresas, por ejemplo.
La divergencia no es nueva. “¿Cómo y cuándo podremos sensibilizar al mundo sobre nuestro movimiento? No creo que la respuesta esté en tratar de rendirnos a un feminismo fácil, popular y de gratificación instantánea”, escribió en 1978 la poeta Adrienne Rich, y ese es el hilo que retoma la ensayista estadounidense Jessa Crispin (1978) en Porqué no soy feminista (2017), uno de los textos más críticos en torno al estallido actual del tema. El manifiesto –cuyo título es una ironía, por cierto– plantea que lo que ahora se llama feminismo es una versión más amigable, en que “el entendimiento político y sociológico de las presiones bajo las que intentan vivir las mujeres es reemplazado por una opción personal”, por una campaña de marketing en la que cualquiera es feminista sin ningún esfuerzo.
La superficialidad del asunto, dice Crispin, se comprueba cuando se usa la misma métrica del capitalismo patriarcal para evaluar el éxito del feminismo: dinero y poder –cuántas mujeres son CEO en grandes empresas, por ejemplo–, lo que perpetúa un mundo hipermasculinizado en el que las mujeres, en vez de luchar por estructuras sociales más empáticas, se adaptan a los valores del patriarcado. “Lo peor es la tendencia a ver a las mujeres en el poder como inherentemente buenas”, agrega, y menciona a Hillary Clinton, quien como senadora ayudó a suprimir programas de bienestar que perjudicaron a las madres pobres. La disconformidad y la crítica, advierte Crispin, no son parte de este nuevo feminismo universal, una moda enfocada en la opinión y las narrativas personales, un modelo en el que no es necesario cambiar la forma de pensar o de comportarse ni tampoco estudiar la historia intelectual de las mujeres.
Pero hay quienes ven una oportunidad para crear conciencia. “Juntas y en marea con millones de razones para autobautizarse feministas, las mujeres han roto hoy su histórica soledad de género”, afirmó en el diario Página 12 la escritora argentina María Moreno, una idea que otra autora militante, la francesa Virginie Despentes, también defiende. Su libro Teoría King Kong (2006), que en América Latina circulaba hasta el año pasado como un manifiesto para feministas radicales, hoy es un éxito editorial. “Que Beyoncé use el feminismo me parece una gran noticia, porque no lo necesita para vender millones de discos”, dijo Despentes en RevistaSantiago. “Si una mujer lo hubiera hecho hace 10 años estaría muerta para el business. Algo ha pasado que antes no era posible. Y me parece muy bien que ponga el concepto en el cerebro de las niñas”.
Romper el silencio
Los choques de posturas entre quienes están pensando el feminismo no solo están lejos de ser un fenómeno nuevo –es cosa de pensar en las feministas pro y anti pornografía de los años 70, por citar un ejemplo–, sino que según la teórica estadounidense Judith Butler también son necesarios: “Creo que tiene mérito que el feminismo haya logrado mantener los valores democráticos en un movimiento que defiende interpretaciones contradictorias”, asegura en Deshacer el género (2004). De hecho, la pluralidad de voces es otro de los ejes del feminismo contemporáneo, de acuerdo con la académica británica Alison Phipps, quien en ThePolitics of The Body (2014) afirma que, a pesar de su popularidad, el feminismo nunca había operado en un medio cultural y político tan complejo ni había vivido una turbulencia interna tan fuerte como la actual.
La imagen de una supuesta unidad se sustenta en el fenómeno mundial que comenzó tras la campaña #MeToo, en la que millones de mujeres compartieron por las redes sociales experiencias de acoso y abuso sexual. Mucho del feminismo actual, dice Crispin, se construye sobre una “toma de conciencia” que permitió narrar episodios de misoginia, pero esa perspectiva confesional y autorreferente, arraigada en hechos del pasado, afirma, no implica pensar el futuro con la misma mirada crítica.
“Que Beyoncé use el feminismo me parece una gran noticia, porque no lo necesita para vender millones de discos”, dijo Despentes en RevistaSantiago. “Si una mujer lo hubiera hecho hace 10 años estaría muerta para el business. Algo ha pasado que antes no era posible. Y me parece muy bien que ponga el concepto en el cerebro de las niñas”.
El movimiento #MeToo, no obstante, visibilizó un problema cultural sobre el que ha puesto el foco la historiadora inglesa Mary Beard, autora de Mujeresy poder: Un manifiesto (2017), libro en el que muestra cómo el mundo griego y romano echa luces sobre lo que ocurre hoy: “En lo relativo a silenciar a las mujeres, la cultura occidental lleva miles de años de práctica”, apunta Beard. Especialista en estudios clásicos, la historiadora sitúa el origen de esta costumbre patriarcal en el principio mismo de la tradición literaria de Occidente, cuando en La Odisea Telémaco hace callar en público a su madre, Penélope. A través de mitos griegos o textos de Aristófanes u Ovidio, traza el origen de la relación compleja entre la voz de las mujeres y la esfera pública. De ahí nace el término mansplaining (fusión entre man y explaining) propuesto por Rebecca Solnit en el popular ensayo Los hombres me explican cosas (2014).
“Aquellas mujeres que como Isabel I en Tilbury, consiguen hacerse oír, a menudo adoptan una versión de la vía ‘andrógina’”, escribe Beard, y cita ejemplos como la reeducación de la voz a la que se sometió Margaret Thatcher, cuyo tono agudo no inspiraba autoridad, o los pantalones que usa Angela Merkel: “No tenemos ningún modelo del aspecto que ofrece una mujer poderosa, salvo que se parece más bien a un hombre”, dice. El tema que aborda la historiadora es esencial, ya que las protestas feministas en países como Polonia, Argentina, Chile o Corea del Sur no tienen que ver solo con romper el silencio, sino también con darle a la voz femenina una fuerza política.
“La contribución más importante del #MeToo es que un público más amplio asumió la existencia sistémica y generalizada de una conducta sexual coercitiva contra las mujeres”, aseguró Butler en el diario L’Humanité, donde afirmó que los esfuerzos por histerizar a las mujeres que hablan y denuncian acosos ya no son plausibles. Lo demostró el movimiento Ni una menos, surgido en 2015 en Argentina y con réplicas en toda América Latina: además de poner énfasis en la violencia machista, evidenció un despertar político femenino sin precedentes.
La política del cuerpo
Con el libro Chicas muertas (2014), sobre tres asesinatos no resueltos de mujeres jóvenes en Argentina, la escritora Selva Almada anunció desde la literatura la lucha que abrazarían los feminismos latinoamericanos: el del cuerpo como un lugar político. De la denuncia contra la violencia de género se pasó al aborto y al derecho de decidir sobre el cuerpo, como se lee en Contra loshijos (2014), la diatriba en que la escritora chilena Lina Meruane denuncia la persistencia de una “máquina de procreación” que obliga a las mujeres a ser madres. “A cada logro feminista ha seguido un retroceso, a cada golpe femenino un contragolpe social destinado a domar los impulsos centrífugos de la dominación”, escribe.
Meruane cuestiona lo que sería un feminismo new age que celebra la erradicación de las pastillas anticonceptivas, el parto sin anestesia, el pañal de tela y una serie de mecanismos a través de los que, desde su opinión, se ha vuelto a esclavizar a las mujeres. Es probable que en América Latina falten todavía libros como este, en los que se articulen discursos críticos fuera del ámbito académico, pero para María Moreno esto responde a una suerte de perplejidad: “Hay en este feminismo una radicalidad que todavía no podemos leer en su alcance y dimensión”, dijo en una entrevista reciente, donde daba a entender que el movimiento latinoamericano está más articulado con la política específica que con la teoría.
“Aquellas mujeres que como Isabel I en Tilbury, consiguen hacerse oír, a menudo adoptan una versión de la vía ‘andrógina’”, escribe Beard, y cita ejemplos como la reeducación de la voz a la que se sometió Margaret Thatcher, cuyo tono agudo no inspiraba autoridad, o los pantalones que usa Angela Merkel.
De eso se quejó la escritora mexicana Valeria Luiselli en El País: “Todas las mujeres brillantes que conozco han tenido que remplazar el libre ejercicio del pensamiento complejo por el aburrido derecho a salir a la calle con cartulinas”, escribió en una columna controvertida de 2017, en la que criticaba también el reciclaje de “conceptos ochenteros” como “interseccionalidad”, en referencia al cruce de categorías que forjan las identidades sociales, como el género, la clase y la raza. Ese aspecto, sin embargo, es esencial para varias de las autoras que están pensando el movimiento desde fuera de lo que Crispin llama el feminismo blanco, profesado por mujeres blancas de clase media, rostros principales del feminismo mainstream.
Una de ellas es la ensayista estadounidense de origen haitiano Roxane Gay (1974), que en Mala feminista (2014) desmantela los arquetipos culturales en torno a la femineidad. Arremete contra el rótulo “ficción femenina” que varias editoriales explotan hoy y critica el racismo de series como Girls o del mencionado libro Cómo ser mujer, de Caitlin Moran. “Los chistes sobre violación están hechos para recordarles a las mujeres que todavía no son iguales. De la misma forma en que sus cuerpos y libertades reproductivas están abiertas a la legislación y al discurso público, también lo están sus otros asuntos”, escribe la autora, que en su último ensayo, Hambre (2018), cuenta “cómo es vivir en un mundo que intenta disciplinar los cuerpos rebeldes”: Gay fue violada en grupo y el trauma la llevó a deformar su cuerpo hasta pesar 261 kilos.
Lo personal es político
Ser una mala feminista hoy –es decir, una feminista que incomoda– es ir más allá de las demandas por una igualdad legal o salarial; es imaginar nuevas estructuras que erradiquen los estereotipos y roles de género. La socióloga franco-israelí Eva Illouz lleva años escribiendo sobre el modo en que las construcciones en torno a los sentimientos y el amor romántico acentúan las asimetrías entre hombres y mujeres al interior del capitalismo, un sistema en el que la racionalidad y el coraje siguen entendiéndose como valores masculinos, mientras que la emotividad, amabilidad, compasión y alegría serían los valores femeninos. “La jerarquía social que producen las divisiones de género contiene divisiones emocionales implícitas, sin las cuales hombres y mujeres no reproducirían sus roles e identidades”, escribe Illouz.
Ella es de las autoras que piensa que el caso Weinstein hizo emerger “una conciencia de clase a escala mundial” en la que, más allá de la nación o clase social, “existe una condición común de la mujer”, una idea que Butler rebate: las mujeres no son “el nuevo proletariado”, porque no se puede pensar en ellas sin considerar categorías como clase o raza. Es una de las tesis de su último trabajo, Cuerpos aliados y lucha política (2015): pensar “en alianza” –crear lazos entre ciertas minorías o poblaciones “consideradas desechables”, en sus propias palabras– es la única forma de alcanzar una democracia más radical.
Illouz también analiza los lazos entre el feminismo mainstream y la retórica de la autoayuda, esa que promueve el “empoderamiento” femenino que reemplazaría el contenido político y colectivo del movimiento por una autoconciencia narcisista. Jessa Crispin hace la misma crítica: “El feminismo se convierte en otro sistema de autoayuda, otra voz diciéndoles a las mujeres que deben tener mejores orgasmos, hacer más dinero, aumentar su felicidad diaria, tener más poder en la casa y en el trabajo”, escribe. Illouz lo llama una “forma de falsa conciencia” que traduce problemas políticos colectivos en prédicas psicológicas individuales, lo que impediría cambios estructurales.
Ser una mala feminista hoy –es decir, una feminista que incomoda– es ir más allá de las demandas por una igualdad legal o salarial; es imaginar nuevas estructuras que erradiquen los estereotipos y roles de género.
Eso no significa que el feminismo no pueda abordarse desde el yo, como lo prueba una parte importante de la literatura actual escrita en primera persona –es el caso de Meruane, Gay, Crispin o Solnit–, paradoja que tal vez puede explicarse gracias a una cita de 1981 de la socióloga chilena Julieta Kirkwood: “(el feminismo), a través de su negativa a dejar fuera de la preocupación social los problemas individuales y personales, dejará puesta en la conciencia social y colectiva su descubierta verdad: ‘lo personal es político’”.
Y es en esa dimensión individual, y por lo mismo plural, donde yace el gran obstáculo de los discursos que promueven un feminismo universal: todas deberíamos ser feministas, ¿pero de qué feminismo estamos hablando?
Una de las críticas que se escucha hoy tiene que ver con la aparente intolerancia a la divergencia. “Esta es la forma en que se maneja la disidencia en los reinos feministas: una opinión o argumento contrario es un ataque”, reclama Crispin. “Estamos sumergidos otra vez en un caos ético en el que la intolerancia se disfraza de tolerancia y la libertad individual es aplastada por la tiranía del grupo”, apunta en Free Women, Free Men (2017) la académica y crítica cultural Camille Paglia, una de las pensadoras feministas más punzantes de las últimas décadas.
“Un feminismo iluminado (…) solo puede ser construido sobre la base de una alianza cautelosa entre mujeres fuertes y hombres fuertes”, asegura, pero más allá de su propuesta, lo esencial, dice, no es llegar a un consenso, sino asumir que la falta de unidad ha sido un factor común de los movimientos feministas históricos, como lo explica la académica británica Nicola Rivers en Postfeminism(s) and the Arrival of the FourthWave (2017): “La noción de un pasado feminista consolidado y coherente en que las mujeres estaban unidas por metas universales es, en el mejor de los casos, una visión romántica, y en el peor, una herramienta para minar el feminismo contemporáneo o para silenciar a las que alzan la voz contra una visión mayoritaria”.
El miedo actual a la discordia es también desconocer el pasado conflictivo de los feminismos, llenos de contradicciones y discursos paralelos, pero son esas tensiones –y la resistencia a resolverlas, según Butler– las que han hecho avanzar el movimiento. En eso Paglia es implacable: “Necesitamos más disidencia y menos dogma”.
Las mujeres que lideran el debate
Mary Beard — Reino Unido, 1955
Esta académica de estudios clásicos en Cambridge es, para The Guardian, la intelectual pública más popular del Reino Unido. La mayoría de sus libros aborda las civilizaciones griegas y romanas, pero con la publicación del manifiesto Mujeres y poder (2017) se convirtió en una de las autoras feministas más leídas. Allí traza una historia de la misoginia desde el mundo clásico hasta hoy, y critica la incapacidad de redefinir el poder a partir de un patrón que no sea masculino. Se interesó en el feminismo cuando, durante sus estudios universitarios, constató el sexismo que imperaba en la academia. Sus mayores influencias teóricas fueron Germaine Greer (La mujer eunuco, 1970) y Kate Millet (Política sexual, 1970).
Catherine Millet — Francia, 1948
Esta crítica de arte francesa escribió La vida sexual de Catherine M. (2001), un libro que vendió más de tres millones de copias y en el que relató en detalle su extenso historial sexual, desde encuentros anónimos hasta orgías. El texto se convirtió en un hito dentro de la tradición feminista que defiende la libertad sexual de la mujer, pero desde que en enero de 2018 apareció firmando el “Manifiesto de 100 artistas e intelectuales francesas contra el puritanismo”, se convirtió en una de las principales disidentes del movimiento #MeToo. “La violación es un crimen. Pero el flirteo insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista”, se leía en el texto.
Virginie Despentes — Francia, 1969
Después de escandalizar con la novela Fóllame (1998), Despentes publicó el ensayo Teoría King Kong (2007), en el que afirmó: “Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica”. El libro es una crítica a la cultura del miedo en el que se cría a las mujeres y propone un desacato a las performances de género imperantes: una mujer puede ser violenta, pornográfica, fría. La reedición de su ensayo coincidió con la explosión del feminismo: durante años, Teoría King Kong circuló en versiones piratas como un libro de culto.
María Moreno — Argentina, 1947
Cuando fundó la revista Alfonsina, en 1983, Moreno hizo firmar a Rodolfo Fogwill, Martín Caparrós, Eduardo Grüner y Alberto Laiseca con nombres de mujer. “Me interesaba separar el género de los cuerpos biológicos. Fue una especie de experiencia de vanguardia donde comprobé que el cambio de nombre les permitía a ciertos varones encarnar reivindicaciones feministas”, dijo esta periodista y crítica cultural, autora de Elfin del sexo y otras mentiras (2002), Black out (2016) y Panfleto: Erótica y feminismo (2018). Se ha dedicado a desarticular estereotipos femeninos abordando temas como el alcoholismo, la sexualidad y lo trans (“Diría que soy trans, tengo problemas con la identidad”, afirmó).
Roxane Gay — Estados Unidos, 1974
Ya en 1978 Adrienne Rich reclamaba que el obstáculo cultural más serio para las escritoras feministas es que sus trabajos son recibidos como si el feminismo no tuviera un pasado. Desde esa perspectiva, la mirada de Roxane Gay viene de la tradición de otras feministas predecesoras que, como Angela Davis o bell hooks, pensaron el feminismo desde su posición de mujeres afrodescendientes insertas en sociedades mayoritariamente blancas. En Mala feminista, Gay –ensayista, columnista del New York Times y académica– centra parte de su análisis en la llamada “cultura de la violación” y en la reproducción de estereotipos femeninos en medios, reality shows y series como Orange Is the New Black.
Eva Illouz — Marruecos, 1961
De nacionalidad franco-israelí y directora de Estudios de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, fue elegida una de las 12 intelectuales más influyentes del mundo por la revista alemana Die Zeit. Su trabajo se enfoca sobre el modo en que la afectividad, las emociones y el amor interactúan con el capitalismo. Su aproximación entrega luces para entender el papel de la mujer al interior del mercado, la familia y la cultura popular. Varios de sus libros se encuentran traducidos al español: Intimidades congeladas (2007), El consumo de la utopía romántica (2009), La salvacióndel alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de laautoayuda (2010) y Por qué duele el amor (2012).
Este año se cumplieron 30 años desde que De Kiruza le diera el puntapié inicial al rap nacional con su tema “Algo está pasando”. Después vinieron Los Panteras Negras, La Pozze Latina, Makiza, Tiro de Gracia, Movimiento Original y muchos otros que hablan “del Chile común y corriente”, como dice una canción de Portavoz. Además de música, el rap entrega varias claves para entender los conflictos más agudos de la sociedad chilena.
por jorge leiva
El primer año de la historia del rap chileno es 1988, cuando apareció “Algo está pasando”. La canción era parte del primer cassette de un grupo que no era estrictamente de rap, De Kiruza, y que había nacido un año antes, integrando ritmos afrolatinos con temáticas políticas y tercermundistas. De Kiruza se presentaba en poblaciones, en universidades y en actos contra la dictadura, y sus canciones hablaban de un niño en un barrio pobre de Sudáfrica, de un vendedor de dólares en el Paseo Ahumada o de un vecino de la población que se volvía agente de seguridad de la dictadura.
Esta última es la historia que contaba “Algo está pasando”. La grabaron como rap porque Pedro Foncea –que la compuso junto a José Luis Araya– dice que salió así en forma “natural”. La letra es la voz de un amigo de la infancia que le habla (y acusa) al flamante agente: “Puta que hai cambiado / De ese tiempo / Solo hablar contigo resulta un tormento / Tienes pelo corto y un radio transmisor / ¿por qué hasta el padre Enrique te saluda con temor?”.
Ese 1988 el rap recién se estaba dando a conocer en el mundo. Diez años antes había nacido en el barrio del Bronx de Nueva York con una fórmula muy simple: voces más recitadas que cantadas, sobre una base que en esos primeros años era sobre todo música funk.
La primera rama que llegó a Chile fue el breakdance y, curiosamente, fue a través de la televisión. En 1984, en el programa Sábado Gigante, se creó una sección con dos bailarines portorriqueños, Pavón y Clemente, que mostraban coreografías de breakdance con bases musicales que no siempre provenían del hip hop.
Medio siglo después, es una historia que se sigue escribiendo. Dicen que uno de sus significados es “Rythm and Poetry” (ritmo y poesía).
En América Latina se conoció en los años 80 por su baile, el breakdance, y en los 90 los músicos comenzaron a hacer sus propios rap. En México, en Colombia, en Argentina. Chile se adelantó un poco con “Algo está pasando”, pero es también en los 90 cuando los raperos se multiplicaron.
Hoy hay rap en toda América Latina y también en Corea, en Rusia, en Senegal o en Egipto. Ya la RAE lo integró al diccionario: “Estilo musical de origen afroamericano en que, con un ritmo sincopado, la letra, de carácter provocador, es más recitada que cantada”. Y en una entrevista a La Tercera, Noel Gallagher, rockero británico que en los 90 reivindicó las guitarras y el rock de los 60 con Oasis, lo resumió crudamente, en sus habituales códigos: “El rock como lo conocíamos ya no existe. Lo que predomina es el maldito hip hop”.
Cuatro ramas
El hip hop es el nombre de “la cultura” de la cual el rap es su lado lírico. A él se suman tres dimensiones: el oficio del DJ, que pone y juega con los discos como base musical, el breakdance, su baile, y los rayados callejeros, conocidos como grafittis. Esas cuatro ramas, como ellos las denominan, conforman el hip hop.
La primera rama que llegó a Chile fue el breakdance y, curiosamente, fue a través de la televisión. En 1984, en el programa Sábado Gigante, se creó una sección con dos bailarines portorriqueños, Pavón y Clemente, que mostraban coreografías de breakdance con bases musicales que no siempre provenían del hip hop. De hecho, la más clásica era “Blue Monday”, una canción de New Order. La emisión de la película Beat street en TVN en 1986 extendió la singular moda, que hacia fines de ese año tuvo su núcleo en el centro de Santiago: cada tarde de sábado, la calle Bombero Ossa se convirtió en el punto de reunión de bailarines de breakdance.
“Primero nos empezamos a juntar para competir, y después empezó a llegar gente de todos lados”, dice Claudio Flores, pionero del hip hop en Chile. Bailarín y monitor de talleres de rap hasta hoy, que cuenta toda esa historia en el documental de 17 minutos Algo está pasando, que dirigió Tomás Alzamora para abrir la celebración de los 30 años del rap el pasado 26 de octubre, y que hoy se puede ver en YouTube.
Ese reciente trabajo cita con recurrencia el primer registro audiovisual de esta escena: el documental de 26 minutos Estrellas de la esquina, que Rodrigo Moreno realizó para la primera edición del año 1989 del noticiero Teleanálisis, que editaba la revista Análisis y se distribuía por VHS. Allí los protagonistas son un grupo de “breakers” de la población Huamachuco de Renca, que en poco tiempo se convertirían en Los Panteras Negras.
A mediados de 1989 el lugar de reunión de los bailarines cambió de Bombero Ossa al Paseo San Agustín, y avanzados los 90 al Parque Forestal. A veces eran varios cientos, pero no solo bailarines, sino que también raperos, que intercambiaban cassettes y desarrollaban duelos verbales improvisados, lo que en esa cultura se llama free style. Todo fuera de medios masivos, de marcas comerciales o de sellos discográficos. Por circuitos propios, en lo que es un sello en toda la historia del rap chileno.
Ha habido hitos masivos, por supuesto, y hay varios rap dentro de cualquier lista de las grandes canciones de la música chilena. Entre muchos otros: “Con el color de mi aliento” de la Pozze Latina (1993), “El juego verdadero” de Tiro de Gracia (1997), “La rosa de los vientos” de Makiza (2001), “El otro Chile” de Portavoz (2011) o “Natural” de Movimiento Original (2012). Pero, en general, esta historia ha transcurrido en sus propios espacios que, con la masificación de Internet y de las herramientas de grabación, se consolidaron en los 2000. En Internet, sin exagerar, están prácticamente todos los discos y todos los videos. También hay revistas, programas de radio, sitios webs, sellos discográficos, productoras, tiendas de ropa, colectivos… Como pocos géneros musicales, el hip hop está sumergido en la sociedad chilena.
La historia no escrita
“Yo percibo cuatro momentos de la música rap”, dice Sonido Ácido, seudónimo de Osvaldo Espinoza, rapero de 36 años, alguna vez parte de Makiza, y productor general de la celebración de los 30 años del rap en el teatro Caupolicán. “Tras los pioneros, viene una llamada época de oro, que es cuando se masifica el rap, con nombres como Tiro de Gracia o Makiza. Después se quiebra la industria, y nacen los independientes, músicos que sin apoyo de nadie abrieron sus espacios y rescataron todo lo anterior. Son aguerridos y hay muchos: Bubaseta, Jonas Sanche, Chyste MC, Portavoz, Liricistas… Y hoy hay una cuarta generación, que está buscando y fusionando sonidos, y donde también está el trap. Drefquila, Gianluca, Catana, NFX, Ceaese…”.
También hay raperos chilenos viviendo en el extranjero, como los hermanos Venegas, que viven en el Bronx con su dúo Rebel Díaz. O el colectivo The Salazar Brothers, que produce a raperos en Suecia. Y está el enorme peso internacional de Ana Tijoux.
Con esos criterios, Sonido Ácido armó la parrilla de la celebración del 26 de octubre. Un show de cuatro horas impecable. Tuvo bailarines en escena, y reunió a más de 60 músicos, donde, por supuesto, hubo varios ausentes. “Claramente algunos faltaron, pero luego se pueden celebrar nuevos aniversarios y la parrilla de artistas sería otra. Yo no estoy seguro si los jóvenes conocen las canciones de los grupos mayores, pero todos saben que hay una historia”, dice Sonido Ácido.
Esa historia casi no está escrita. Hay apenas dos o tres libros relacionados con el tema. Reyes de la jungla (2014), donde el rapero Lalo Meneses cuenta su propia vida y la de su grupo Panteras Negras. Cristián Araus –el rapero Profeta Marginal– autoeditó el 2017 el libro Metodologías libertarias, donde propone dinámicas de educación popular a partir del hip hop. Del mensaje a la acción. Construyendo el movimiento hip-hop en Chile (1984-2004 y más allá) es una tesis del 2011, de Pedro Poch, que está publicada digitalmente. Y este 2018 se editó 100 rimas de rap chileno, una valiosa antología lírica hecha por Freddy Olguín –el rapero de pseudónimo Gen– donde reúne varios versos de rap y hace un lúcido análisis de la historia del movimiento.
También hay historias contundentes y valiosas en portales de rap como La Celda de Bob o Imperioh2.cl. Y en YouTube se pueden encontrar documentales hechos por los mismos raperos, junto a programas de televisión que han retratado distintos momentos de su historia (Canción Nacional, Cassette y Gran Avenida, entre otros). También reportajes, que a veces también revelan lo poco que en los medios más masivos se comprende la cultura hip hop.
Lo vasto
Arte Elegante es una muestra precisa de lo profundo que puede llegar a estar sumergido el rap en la sociedad chilena. Él es un rapero de 36 años, su nombre es Roberto Herrera y, como dice en sus propias biografías y canciones, pasó varios años en la cárcel y la religión y el rap le cambiaron la vida. Hoy es un rapero respetado, que dicta talleres en centros de reclusión y tiene una discografía de más de 20 discos, que son todavía más si se cuentan los que ha editado con los alumnos de sus talleres.
“Vengo del hampa / Sobreviví en el hampa / Y allá en el hampa / Encontré la lámpara”, dice en su canción “La lámpara”, de 2018. Él es parte del vasto universo del rap chileno que este 2018 cumplió 30 años. Hordatoj lo dijo en escena durante el recital de octubre: “Esto antes no era así, el rap era en multicanchas y en pequeños lugares. Se ha hecho grande gracias a todos nosotros y ustedes que nos han seguido”.
Hordatoj (Eduardo Herrera) es un rapero de 35 años de San Joaquín, productor y compositor, que pasa parte del año en Los Angeles, California, tocando y produciendo con raperos de la Costa Oeste. Su relevancia internacional no es única. Portavoz estuvo hace poco en una gira por Ecuador. NFX estuvo en Europa, Cevladé tuvo varias presentaciones en México y Bubaseta en Canadá.
También hay raperos chilenos viviendo en el extranjero, como los hermanos Venegas, que viven en el Bronx con su dúo Rebel Díaz. O el colectivo The Salazar Brothers, que produce a raperos en Suecia. Y está el enorme peso internacional de Ana Tijoux, cuya canción “1977” (del 2009) tuvo una inusitada difusión (aparece en un episodio de la serie Breaking Bad) y que regularmente se presenta en Europa y Estados Unidos. “Ana Tijoux no es una referencia para las raperas mujeres”, dice Isa Deyabu, del dúo Deyas Klan. “Ella es una referencia para cualquiera que haga música en Chile”.
Desde ahí la escena es enorme, diversa, abundante y hay miles de canciones de rap circulando en Internet. Hablan del oficio del rapero, de la vida en las poblaciones, del Chile de hoy. Hay contenidos feministas (Sita Zoe, Catana, Deyas Klan, Allel), canciones que usan el humor (Lechero Mon, Marfil), algunas con temáticas políticas (Portavoz, Profeta Marginal, Guerrillero Kulto, Panteras Negras), canciones de amor (Matiah Chinasky, Hordatoj), referencias a la literatura (Cevladé), problemáticas existenciales (Jonas Sanche, Movimiento Original), cruces con otros estilos musicales (Bronko Yotte), temática mapuche (Luanko).
El paisaje es vasto e inabarcable. Cientos de canciones. Conciertos todas las semanas en el Club Subterráneo de Providencia, en el Pub La Rocca de Coquimbo, en la Sala 9 de Temuco… O en una multicancha en Puente Alto. O en el gimnasio de San Pedro de Atacama.
Hay diferencias al interior de la escena, no cabe duda. Canciones que se han hecho unos contra otros, e historias más complicadas. El que se proponga conocer el hip hop puede, de paso, descubir varias claves de la sociedad chilena. “Vengo del Chile común y corriente / Ese que no sale en comerciales de TV / Donde los grifos se abren / Porque aquí el sol sí arde / Cuidado con quemarte con este mensaje”, canta Portavoz en “El otro Chile”. Es allí justamente donde se está desarrollando la historia chilena del rap.
En su ensayo John Stuart Mill. Un disidente liberal, Agustín Squella se ocupa de un personaje casi inabarcable, que heredó de su padre y de su siglo la misión de reformar el mundo a través de las ideas y no le temió a la magnitud de la empresa. John S. Mill (1806-1873), nota imprescindible del liberalismo inglés, economista criticado por Marx y por Hayek, filósofo ateo pero en ningún caso escéptico, fue además un entrañable temperamento decimonónico, cualidad que algunos liberales contemporáneos cuentan entre las causas de su ingenuidad, y Squella, de su vigencia.
por daniel hopenhayn
A Agustín Squella, en este caso, le cuesta separar obra de autor. Presenta su libro como un “reportaje” que oscila entre las ideas de John S. Mill y su biografía, y el mayor acierto del libro, de hecho, es la naturalidad con que ambas dimensiones se superponen: la concepción de Mill sobre la libertad y la estricta formación que recibió de su padre; su adelantado feminismo y la particular pareja que formaba con Harriet, su mujer, tan culta y enfermiza como él; su agotadora ética del trabajo (“Ya sabemos que he hecho mi labor”, dicen que fueron sus últimas palabras), y su apología del placer y la felicidad como los fines en torno a los cuales habría que organizar el mundo.
Es conocida la doble afición de Squella a las grandes preguntas y a los asuntos mundanos, así como la prosa digresiva que vuelve a patentar en este ensayo. Pero la imbricación de vida y obra responde aquí a una tesis concreta, que nunca deja de guiar al autor: el pensamiento de Mill, su estilo de razonamiento, fue el resultado de un modelo de conducta –o de una utopía de la convivencia− cuya aplicación al campo intelectual consistía en someter toda convicción a las razones de la contraparte. No para consensuar una postura intermedia, sino para completar la propia con esa pieza del puzzle que siempre está en manos del otro. Esta sana costumbre, afirma Squella, hizo de Mill un maestro en aquello que F. Scott Fitzgerald consideraba la prueba de una inteligencia superior: mantener en la cabeza dos ideas opuestas sin perder la capacidad de funcionar.
El liberalismo de Mill fue la consecuencia de su aversión a la uniformidad. Las sociedades homogéneas, observó, engendran conformismo y estancamiento. Progresan, en cambio, aquellas donde “una gran variedad de tipos de carácter” gozan de la libertad necesaria para que “la naturaleza humana se expanda en innumerables, opuestas direcciones”. Por lo mismo, rechazó los consensos sociales basados en la supresión de los antagonismos (“la existencia de fuerzas conflictivas es saludable, fecunda”) y alertó sobre los peligros de “la opinión colectiva”, capaz de ejercer “una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas”. Tenaz polemista, Mill hizo una sola concesión a la corrección política: en su calidad de candidato al parlamento por el Partido Liberal, negó prudentemente su ateísmo.
De padres abnegados pero incapaces de expresar afecto, Mill no fue al colegio y apenas trató con niños de su edad. Su educación, “completamente desmedida en su pretensión de resultados”, al decir de Squella, corrió por cuenta de James Mill, su padre, también un destacado pensador liberal. A los siete años, el pequeño John Stuart leía sin problemas en griego y latín. Creció rodeado de libros (pocas novelas y casi nada de poesía, eso lo buscaría después) y de las lumbreras que frecuentaban su casa, como Andrés Bello, David Ricardo o Jeremy Bentham, su padrino y mentor intelectual.
En ese ambiente forjó la vocación que le indicó su destino: ser un reformador del mundo. También, su apego de “laico puritano” a las virtudes del humanismo: justicia, fortaleza ante la adversidad, valoración del bien común. Lo exasperaban los espíritus resignados, pero más aún los embrutecidos, razón de su desdén por la sociedad londinense; puesto a elegir, prefería a los franceses. “Mill fue un buen tipo –escribe Squella−, un buen tipo de persona, de aquellas en las que se puede confiar. Un sujeto caluroso, recto, sereno, elevado”. Y, como nadie es perfecto, “con un toque de institutriz en decadencia”.
El pensamiento de Mill fue el resultado de un modelo de conducta –o de una utopía de la convivencia− cuya aplicación al campo intelectual consistía en someter toda convicción a las razones de la contraparte. No para consensuar una postura intermedia, sino para completar la propia con esa pieza del puzzle que siempre está en manos del otro.
Su concepción del utilitarismo, la doctrina que profesó, distaba de esa fijación por el rendimiento que hoy entendemos por pensamiento utilitario. Se trataba, en simple, de que la sociedad promoviera aquello que puede producir felicidad en el mayor número de personas, sin subordinar ese objetivo a premisas metafísicas. Cada quien sabrá cómo construye su felicidad: lo que cabe socializar es la capacidad de construirla. Que cada vez sean menos los que nacen con su destino escrito en la frente.
Y aquí es donde el liberal Mill, testigo de la miseria en que malviven las nuevas masas proletarias, entiende que expandir la autonomía individual impone ciertos deberes colectivos. Criticó a los socialistas esperanzados en que “del caos surgiese un cosmos mejor”, pero se negó a despreciar sus argumentos y defendió en el parlamento, entre otras cosas, el derecho a formar sindicatos. Para Marx, fue un liberal burgués que alumbró un falso camino; para Hayek, un amigo de la intervención estatal. Para Squella, un precursor del liberalsocialismo que postularía Norberto Bobbio en el siglo XX.
Aun cuando Isaiah Berlin, prologando Sobre la libertad, el texto capital de Mill, aseguró que su obra “es todavía la exposición más clara, simple, persuasiva y conmovedora” de una sociedad tolerante, la posteridad le ha reprochado a Mill la candidez de quien se obstinó en reconciliar lo irreconciliable. “No habría escrito este libro si no estuviera convencido de su vigencia”, se cuadra Squella, habitual animador de los debates en torno a la crisis de identidad del liberalismo. Y en efecto, numerosas advertencias de Mill parecen dialogar con esta crisis. Por ejemplo, que el concepto de propiedad necesita verse legitimado por una relación proporcional entre esfuerzo y recompensa. O que la función preventiva de la ley debe ser mantenida a raya, pues “apenas habría parte de la legítima libertad de acción del ser humano que no pueda entenderse como favorecedora de una u otra forma de delincuencia”.
Su temprana denuncia del machismo fue otro ejemplo de su lucidez. En 1866, Mill presentó en el parlamento una moción en apoyo al sufragio femenino, que Inglaterra recién aprobaría en 1918. En 1869 publicó El sometimiento de la mujer, libro en el que Elizabeth Cady Stanton, pionera del feminismo estadounidense, encontró al primer hombre “capaz de ver y de sentir todos los sutiles matices y grados de los agravios hechos a la mujer”. Lo mismo pensó en Chile una jovencísima Martina Barros Borgoño, que lo tradujo al castellano apenas tres años después de su publicación inglesa.
Pero en un registro más amplio, quizás el mensaje más sensible que Mill le remite al liberalismo actual –y Squella se asegura de transmitirlo− sería este: si se va a pecar de ingenuidad, es mejor hacerlo en el intento de resolver las contradicciones que dándolas por superadas (o por insuperables, que no es lo mismo pero adormece igual). Y que la sensatez de los medios, entonces, no es tal si clausura el debate sobre los fines. Lo expresó con soltura John Morley, otro liberal inglés, cuando admiró en Mill: “Esa síntesis entre la ciencia estricta y la aspiración infinita”.
Lo difícil es ponerle nombre a esa aspiración cuando la palabra felicidad, como reclama Squella, “viene siendo manoseada por multitudes de psicólogos, publicistas, políticos y encuestadores”. Encuestas que, con los aspavientos del caso, anuncian siempre lo mismo: la mayoría de las personas se declaran satisfechas con su vida personal. Lo cierto es que Mill, aquí menos conciliador, se encargó de distinguir entre felicidad y satisfacción: “Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho”, sentenció.
Y él mismo pagó caras sus insatisfacciones. A partir de los 20 años sufrió de ocasionales pero profundos estados depresivos. Recurrió siempre a la misma terapia: seguir trabajando, aun a la luz del sinsentido. Fiel a la neurosis del saber, aprovechó de sacar lecciones. La felicidad, descubrió, no puede alcanzarse haciendo de ella un fin inmediato. Preocuparse de los demás, no tanto de uno mismo, y darse espacio para cultivar la pasividad interior, el ocio improductivo, eran dos condiciones necesarias para calibrar emoción y tranquilidad, la más virtuosa tensión entre contrarios: “Poseyendo mucha tranquilidad, muchos encuentran que pueden conformarse con muy poco placer. Con mucha emoción, muchos pueden tolerar una considerable cantidad de dolor”.
John Stuart Mill. Un disidente liberal, Agustín Squella, Ediciones UDP, 2018, 249 páginas, $19.000.
¿Se habrán conocido? Claro que sí, aunque no en las mejores circunstancias. De hecho por la avenida Re Umberto, en la ciudad de Turín, a la que en sus Crónicas Gramsci confesó haber llegado en “estado de sonambulismo” y en la que Nietzsche se anticipó al Holocausto disculpándose ante un caballo, caminan en silencio, ambos un poco apesadumbrados. Fue a mediados de los años 40. Ella tenía una pena inmensa, pero a diferencia de él no estaba dispuesta a tratarla en sus libros, desprovistos de desquites o reivindicaciones y cocinados domésticamente con lo que hay a la mano: una vieja sobremesa con los amigos, las frases que se repiten enhebrando recuerdos entrecortados, las voces lejanas de sus padres o sus hermanos llegándole desde la infancia.
Leone (su par intelectual, su compañero en la cama, su amado) ha muerto en Roma bajo las torturas del nazismo y Adriano Olivetti, amigo de la pareja, acaba de irrumpir en la casa para decirle que debe despertar a los niños, hacer las maletas y salir de allí cuanto antes. A pesar de que el mayor de los tres no pasa de los cinco años, igual ayuda a su madre a hacer las maletas, sin comprender nada y comprendiéndolo todo a la vez. Dos o tres décadas más tarde, cuando sea un adulto, dará pruebas de esto aplicando aquellas “pequeñas virtudes” sobre las que su madre escribía, a su estudio sobre Menocchio, el molinero del siglo XVI que terminó ardiendo en la hoguera del Santo Oficio por sostener que los ángeles provenían de los gusanos. El libro pondrá las vigas centrales de la microhistoria, se llamará El queso y los gusanos, lo firmará Carlo Ginzburg.
Su madre, la escritora Natalia Ginzburg, quien ha adoptado el apellido de su marido, camina ahora por la Re Umberto simplemente porque allí está su lugar de trabajo, la casa Einaudi, una modesta editorial antifascista fundada años atrás por Giulio Einaudi y el propio Leone Ginzburg.
Es la razón por la que por la Re Umberto avanza también Primo Levi: en Einaudi, donde Natalia pasa las tardes revisando un manuscrito tras otro para asesorar a Pavese, ve una editorial amiga, cercana, una editorial que ha atravesado por las mismas penurias que él y que por lo tanto no tendría cómo oponerse a estos testimonios que ha escrito, tal vez los testimonios más dolorosos y desgarrados de los que tenga memoria la humanidad.
En Einaudi, donde Natalia Ginzburg pasa las tardes revisando un manuscrito tras otro, Primo Levi ve una editorial amiga, cercana, que ha atravesado por las mismas penurias que él.
El libro no lo ha escrito porque sea un escritor (es químico, un investigador, un hombre de ciencia), sino porque, con suerte distinta a la de Leone, ha logrado regresar con vida de un campo de exterminio nazi. Su problema es que a las espaldas han quedado más de siete mil compatriotas asesinados: él los ha visto sufrir, ha presenciado las torturas, el gaseo, los fusilamientos, y ha decidido que no se marchará de este mundo sin antes haberlo contado todo, palabra por palabra, pormenorizando cada detalle, cada temblor, cada fracción del horror que ha vivido. Pesa sobre la humanidad la urgencia de que la humanidad se entere de lo que es capaz de hacerse a sí misma.
Por eso durante el año que, al amparo de una fracción de las tropas de Stalin, le lleve regresar a Turín, lo irá anotando todo minuciosamente (en el revés del boleto de un tren, en una cajetilla de cigarros vacía, en un papelito sucio recogido al azar), y cuando esté por fin en su ciudad natal, donde de experto en química descenderá a operario de una fábrica de pinturas para automóviles, se encerrará en una habitación en ruinas (los alemanes habían hecho estallar la planta de nitrato de amonio y los bombarderos americanos terminaron de hacer la tarea) a escribir durante infinitas noches lo que llamó el arte del despertador de recuerdos.
Este arte el químico lo desplegará siempre al final de su jornada, en medio del desvelo y traspasando cada una de sus notas a páginas sobre las que martilla con una Olivetti, fabricada en Ivrea por la familia de Adriano, el mismo hombre que tres o cuatro años atrás había irrumpido en casa de Natalia para comunicarle que Leone estaba muerto y que debía salir con los niños de Roma a toda velocidad. De ahí que los cuatro estén ahora nuevamente en Turín, donde sus padres pueden ayudarla con las tareas de los pequeños mientras ella va y vuelve a la editorial en la que una mañana, encima de su escritorio, se encuentra con el manuscrito.
Lo primero que distingue es la firma: Primo Levi. ¿Levi? Es el apellido de su padre Beppino, el de sus hermanos, el de ella misma cuando no era una Ginzburg. ¿Serán parientes? No, no lo son. Y si lo hubieran sido, el veredicto de la editora de todos modos no habría cambiado. La noticia se la dará ella misma la tarde que Levi regrese por el informe: el libro ha sido rechazado. Evidentemente se trata de un gran libro, solo que inadecuado para un momento en el que Europa está haciendo todo lo posible por ponerse nuevamente de pie.
Los pies le tiemblan entonces a él, quien sabe muy bien lo que ha escrito; sin embargo, camina sin decir nada a su lado por la Re Umberto mientras se van alejando de la editorial. Después los pies le temblarán a ella también, cuando editores y autores de todo el mundo la señalen como la responsable de haber rechazado Si esto es unhombre, el libro más importante en la historia testimonial del siglo XX.
Pero, ¿qué se le va a hacer?
A Primo Levi, quien seguirá siendo su amigo hasta el final de los días, Natalia Ginzburg no le explicará nunca nada, pese a que en Léxico familiar, quizá su mejor libro junto a Las pequeñas virtudes, se justificará de una forma que solo en ella puede alcanzar esa delicadeza: dirá que los errores cometidos por la impulsividad o por la estupidez no son tan dañinos como los obrados por la inteligencia o la sagacidad, puesto que de estos últimos no se regresa, mientras que de los primeros se puede aprender a hacerlo todo desde el comienzo, como ella lo hizo, escribiendo hasta el final libros tan sencillos como geniales, libros en los que la vida empieza siempre de nuevo.
El 12 de septiembre de 1973, el arquitecto Miguel Lawner es detenido violentamente por un pelotón de Carabineros en su oficina de la Corporación de Mejoramiento Urbano (Cormu), donde ejercía como director ejecutivo. Apaleado y amontonado en un camión junto a otros 45 funcionarios, es llevado al Estadio Chile. Su esposa, la también arquitecto Ana María Barrenechea, contacta a militares con quienes habían trabajado recientemente y consigue que sea trasladado a la Escuela Militar, recinto en el que se concentraban los denominados “jerarcas de la Unidad Popular”, los más altos funcionarios, parlamentarios, ministros y jefes del gobierno derrocado.
Apenas ingresado en ese recinto, el viernes 14 de septiembre, los presos de la Escuela Militar son transportados en buses hasta el aeropuerto de Los Cerrillos, escoltados por una impresionante custodia militar. El avión se eleva con rumbo desconocido. Esa noche descienden en la ciudad de Punta Arenas bajo un nuevo despliegue armado: potentes focos en la cara, flash de cámaras, vendas y capuchas. Son introducidos en un vehículo blindado y luego en una barcaza de la Armada. A las cinco de la mañana arriban a la isla Dawson, situada en medio del Estrecho de Magallanes. Tras caminar por la nieve durante 40 minutos, la madrugada los sorprende ante la vista de un campamento de barracas rodeado de alambradas, torres de vigilancia y soldados armados. Son registrados y obligados a entregar sus efectos personales, incluidos los lápices. Ya no usarán sus nombres, el arquitecto Miguel Lawner será “S-31”; acaba de ingresar al campo de concentración de isla Dawson.
Al frío extremo, el hambre y el hacinamiento, se suma la angustiosa incertidumbre sobre su destino. No se les interroga, no hay acusaciones, procesos ni plazos para su detención. En las noches, entre el viento huracanado, se escuchan órdenes militares, gritos, lamentos y balaceras. Son frecuentes las formaciones repentinas en medio del patio. No hay agua potable, solo un estero cercano medio congelado. Deben levantarse al amanecer para realizar trabajos forzados. Limpiar letrinas, acopiar leña, acarrear y enterrar pesados postes de cipreses para levantar una línea eléctrica.
Tras dos meses de esta rutina que los agota y degrada, Lawner es enviado a la localidad de Puerto Harris a limpiar el cauce del río y a retirar alcantarillas desde profundas zanjas. Estando en esa faena, divisa sobre una loma una vieja iglesia abandonada. Pide autorización y la visita en compañía de un sargento; descubre que es la iglesia de la antigua misión salesiana que se instaló en la isla como reserva para los últimos indígenas kaweshkar y yámanas. Es un edificio notable, de excelente construcción y gran valor histórico. Al regresar al campo plantea a un grupo de compañeros la idea de reparar la iglesia. Es mucho mejor y más satisfactorio que los sucios e inútiles trabajos a los que están reducidos. Esa noche se presenta ante el comandante Jorge Fellay de la Armada, y le propone restaurar la iglesia de Puerto Harris. El marino acepta la propuesta y le da dos horas para confeccionar un proyecto. Lawner alega que es imposible, necesita tomar medidas y hacer planos, y para ello es indispensable contar con lápiz y papel, artículos prohibidos para los presos. Fellay acepta y le otorga un día más. Al día siguiente recibe un lápiz y un cuaderno escolar con 50 hojas debidamente numeradas para evitar que alguna pudiera desprenderse. Este será el primer soporte de su libro.
Esta rutina de confección y destrucción se repitió en numerosas ocasiones para asegurar su impresión en la memoria.
Un domingo por la tarde Lawner comienza a hacer un dibujo de un compañero, Daniel Vergara, mientras este lee un libro en el patio del campo. Jamás había dibujado una figura humana, solo bocetos y paisajes. El trabajo es elogiado por sus compañeros de detención, que lo estimulan a registrar el régimen al que están sometidos. No tiene idea de qué pueda ocurrir con esos dibujos, pero persiste.
Así va retratando el desolado paisaje magallánico, la rutina cotidiana y las escenas atroces de maltrato y abuso.
Hacia fines de diciembre ha cumplido 90 días de reclusión. A esas alturas los presos han sido autorizados a recibir lápices y papel. Anita, su mujer, le envía desde Santiago un block de dibujo, lápices negros y una caja de plumones. Desde entonces su producción gráfica se intensifica. Según el rigor de la guardia, sale a las faenas con la croquera y durante las pausas se dedica a dibujar, a veces precipitadamente para no ser descubierto. Los allanamientos practicados por el SIM (Servicio de Inteligencia Militar) son frecuentes y repentinos. Para resguardar los dibujos los oculta en la barraca entre el desorden de bultos, maletas, frazadas y toallas.
En marzo de 1974 los presos son visitados por una delegación de parlamentarios socialdemócratas alemanes. Lawner piensa en sus dibujos, ya ha acumulado unos 20. ¿Podrán sacarlos los alemanes? Hugo Miranda, dirigente radical, los mete en su parka y se las arregla, apretando al grupo, para entregarle el paquete a uno de los visitantes. Así, arriesgando el pellejo de los amigos, salen libres los primeros apuntes de Dawson.
Días después la esposa de Hugo Miranda, Cecilia Bachelet, cita a las esposas de los presos de Dawson a tomar desayuno. Ante el asombro y la emoción del grupo de mujeres, abre el paquete con los dibujos. Es la primera vez en seis meses que tienen una imagen de sus maridos. Posteriormente, los dibujos quedarán en manos de Anita, quien los oculta y solo los muestra a gente de la más extrema confianza.
Dos meses después, a las cuatro de la madrugada del 7 de mayo de 1974, los sargentos irrumpen en la barraca, les ordenan levantarse y empacar en media hora. Lawner piensa en sus dibujos. Desde la visita de los alemanes ha acumulado 22 ilustraciones que ha ocultado tras las planchas de aislapol de los muros. Seguro que serán allanados y descubiertos. ¿Qué hacer? Finalmente decide colocarlos con su equipaje, ostentosamente, como si fuera una inocente afición. Al momento de la revisión, el oficial encargado examina los dibujos cuidadosamente, levantando la vista para ver su reacción. Los baraja y consulta: ¿Y esto? Lawner responde que está autorizado a dibujar por el comandante Fellay, el oficial los ojea, los azota contra el tablero, parece meditar y finalmente los arroja dentro del bolso. “Puede llevarse esta mierda, que más adelante sabrán qué hacer con ella”.
Esa noche aterrizan en la base aérea Punta Arenas. Nueva revisión. Los despojan, entre otros objetos, de cuadernos y lápices. Un teniente de la FACh repara en los dibujos, Lawner reitera la falsa autorización de Fellay. El oficial se los lleva sin decir palabra. Ya los da por perdidos cuando el aviador regresa y se los devuelve, señalando: “Donde usted va resolverán el destino de los dibujos, guárdelos”.
Su próximo destino será siniestro. Esposado y encapuchado, es depositado en los subterráneos de la Academia de Guerra Aérea, AGA, uno de los peores centros de tortura de la dictadura. Esa misma noche un oficial les informa que están autorizados a enviar un bulto de ropa sucia a sus familias, acompañado de una carta de una página. Lawner resuelve jugársela. Junto con la muda de ropa le entrega los dibujos al militar encargado del traslado, repitiendo el cuento de la autorización de Fellay.
Poco más tarde el aviador le entrega a Anita el bulto de ropa y la carta donde Lawner le advierte sobre los dibujos. Al leerla, ella repara en su ausencia y consulta por los dibujos faltantes. El militar se excusa burdamente, alegando que probablemente se les volaron de la camioneta. Las insistencias de Anita son inútiles. Simplemente se esfumaron.
En la AGA es imposible dibujar. Sin embargo, Lawner observa atento el atroz panorama que divisa bajo la capucha y toma apuntes mentales que más tarde se convertirán en dibujos. Tras permanecer dos meses en la AGA, es trasladado al campo de prisioneros de Ritoque, antiguo balneario popular edificado durante el gobierno de Allende. Allí disminuye la severidad del tratamiento, retomando la labor pictórica. Junto con los dibujos confecciona tarjetas de saludo para sus compañeros de confinamiento, las que son sacadas subrepticiamente por parientes y amigos.
El 4 de septiembre Clodomiro Almeyda, secretario general del PS, es conducido a Santiago para declarar. Ese mismo día regresa a Ritoque con la noticia de que Anita Barrenechea ha desaparecido. Esa mañana fue secuestrada desde su oficina de arquitectura por un comando represivo. Sus hijos, de 17 y 13 años, han quedado abandonados.
Anita es conducida a Villa Grimaldi. Allí sufre un allanamiento vejatorio, es despojada de sus pertenencias y empujada a una sala donde yacen 12 prisioneros. Le colocan una capucha y le cuelgan un cartel al cuello con el número cinco, su nueva identidad. Ese mismo día es interrogada. En un lenguaje agresivo y grosero la apremian con preguntas insólitas. ¿Qué significa un pañuelo con olor a mate? ¿Qué quiere decir coigüe moribundo? Es imposible responder a preguntas tan insensatas y es devuelta con los otros presos. Durante cinco días sus compañeros de prisión son torturados. Al quinto día alguien la toma del brazo con delicadeza y la conduce a una sala mientras le musita que no se preocupe. Allí el desconocido la interroga, con toda cortesía, sobre asuntos intrascendentes, y le revela que su detención se debe a los dibujos de su marido. Ella aclara que no los ha visto y hace ademán de sacarse la capucha. El sujeto la detiene y le dice que saldrá un momento para que los pueda ver y que además lea y firme una declaración. Anita mira asombrada los dibujos perdidos. Ahí está la clave del interrogatorio surrealista. El dibujo de un árbol seco se titula “Coigüe moribundo” y así los demás. La DINA supuso que eran mensajes en clave y que ella tenía la respuesta del enigma. Cuando el interrogador regresa le comunica que será liberada y los dibujos los recibirá por correo. Anita es abandonada en la madrugada del día siguiente en calle Vicuña Mackenna Sur. Quince días más tarde llega un sobre con los dibujos. Algunos vienen arrugados y faltan seis, justo los paisajes de la isla Dawson.
Mantenerlos consigo es demasiado peligroso y resuelven dejarlos bajo el cuidado nada menos que de un alto oficial de Ejército, el general Mario Sepúlveda Squella, amigo de la familia y uno de los pocos jefes militares que se negó a apoyar la dictadura.
En Ritoque, Miguel Lawner continúa dibujando intensamente. Anita, claro está, acumula un número importante de apuntes gráficos. En mayo de 1975 se les informa que ha sido emitido un decreto para su expulsión del país en un plazo de 30 días. Ese último mes lo pasa en el campo de prisioneros de Tres Álamos. Ahí se entera de que Dinamarca les ofrece asilo. Entonces surge la pregunta, ¿cómo sacar los dibujos de Chile? La respuesta proviene de Sandra Dimitrescu, esposa del embajador de Rumania, único país socialista que mantiene relaciones diplomáticas con la dictadura. La Dimitrescu aprovecha su inmunidad diplomática y los dibujos cruzan el Atlántico bajo su protección. El gobierno rumano, consciente de la importancia testimonial de los dibujos, resuelve depositarlos en la caja fuerte de la sede del Partido Comunista.
Miguel Lawner, Ana María Barrenechea y sus dos hijos aterrizan en Copenhague el 23 de junio de 1975. La dirección del PC en el exterior aguarda anhelante los dibujos, de los que existen variadas versiones sobre su paradero. Lawner comunica que están en manos de los rumanos. El PC chileno los solicita de vuelta, pues la RDA los va a exhibir en Berlín con motivo del segundo aniversario del golpe de Estado. Pero los rumanos se niegan a devolverlos, argumentando que ellos tienen el derecho a exhibirlos primero. Se da entonces una bochornosa controversia entre los partidos comunistas chilenos y rumanos que es zanjada al más alto nivel. La República Democrática Alemana hace valer su peso y presiona la entrega. En la víspera del 11 de septiembre de 1975 los dibujos llegan a Alemania para su exhibición en la Academia de Artes de Berlín.
Desde entonces los dibujos circularán por una serie de exposiciones a lo largo de Europa, causando un enorme revuelo. Al mismo tiempo, Lawner traza los dibujos que en su momento había memorizado, ya que era imposible confeccionarlos en el lugar de origen. La AGA y sus siniestros subterráneos y los planos de los campos de concentración, minuciosamente medidos con pasos, diagramados y luego destrozados y arrojados a las letrinas para evitar su descubrimiento. Esta rutina de confección y destrucción se repitió en numerosas ocasiones para asegurar su impresión en la memoria.
En 1976 se publica en Dinamarca la primera edición de un libro con los dibujos de Miguel Lawner en los campos de concentración chilenos. Es una versión trilingüe, castellano, inglés y danés. La sigue una edición alemana en álbum de gran formato con seis dibujos y otras muchas ediciones improvisadas, piratas si se quiere, sin autorización expresa del autor, pero que cumplen con su objetivo fundamental: testimoniar los horrores de la dictadura pinochetista.
En diciembre de 1983, la familia Lawner recibe la noticia de que puede retornar a Chile. Tres meses después vuelven al país. Los dibujos, una vez más, viajan en valija diplomática, ahora bajo el amparo del gobierno danés. Al día siguiente de su llegada, un vehículo de la embajada danesa les entrega el paquete con los dibujos. Sin embargo, mantenerlos consigo es demasiado peligroso y resuelven dejarlos bajo el cuidado nada menos que de un alto oficial de Ejército, el general Mario Sepúlveda Squella, amigo de la familia y uno de los pocos jefes militares que se negó a apoyar la dictadura. El general Sepúlveda los esconde en un saco papero, permaneciendo por largos años en su bodega.
En la medida en que la lucha contra la dictadura abre espacios para la prensa independiente, algunos de los dibujos son reproducidos en revistas de oposición, como Análisis, APSI y Fortín Mapocho. También ilustran libros como Isla 10 de Sergio Bitar, La luz entrelas sombras de Jorge Montes y la colección de poemas Dawson de Aristóteles España. Pero Miguel Lawner se ha resistido a publicar en Chile un libro con sus dibujos. Sin embargo, con ocasión de la denominada Mesa de Diálogo en el año 2001, la abogada Pamela Pereira fotocopia cuatro ejemplares de la edición danesa del libro y en una de las sesiones entrega sendos ejemplares a cada uno de los representantes de las Fuerzas Armadas. Los uniformados los hojean cuidadosamente sin decir palabra, en medio del silencio de todos los presentes.
Dos años después, Miguel Lawner publica el libro La vida a pesar de todo. Isla Dawson, Ritoque, Tres Álamos, editado por Lom. Ahí están todos los dibujos realizados durante su paso por los campos de concentración de la dictadura, más aquellos que trazó de memoria. Los seis dibujos que se perdieron en la AGA siguen desaparecidos. El oficial que afirmó que se habían volado es el capitán de la FACh León Dufey, activo participante en las torturas perpetradas en contra de sus camaradas que se negaron a participar del Golpe.
La iglesia restaurada de Puerto Harris fue declarada monumento nacional. Hoy permanece bajo el cuidado de la Armada de Chile.
La vida a pesar de todo. Isla Dawson, Ritoque, Tres Álamos, Miguel Lawner, Lom, 2018, 124 páginas, $19.000.
Ya nadie lee los textos críticos sobre literatura que aparecen en los medios periodísticos, decían el otro día unos amigos en una comida. No tienen incidencia en la comunidad lectora posible, fue la conclusión, puesto que el periodismo findesemanesco se dedica fundamentalmente a la cata de vinos y a la crítica gastronómica. En esta área incluso hay algunos referentes críticos (catadores, someliers, periodistas especializados o, concretamente, críticos de vino y gastronomía) cuya palabra sancionadora sí sería seguida por consumidores que pueden gastar bastante por un buen vino (y el plato respectivo que hiciera maridaje, como dice la jerga). De pronto estamos ante un cambio de costumbre de consumo cultural no menor. En la práctica es un desplazamiento que podría constituir una homología estructural, sobre todo por la analogía y la complejidad que comparten dos aparatajes textuales que poseen una cierta densidad estructural lo suficientemente espesa. Beber puede ser también una forma de leer, si acuñamos el concepto barthesiano de la intuición estructural, que sitúa la analítica conceptual en un rango menos árido que el que se le atribuye a la práctica semiológica de leer con voluntad crítica.
Alguna vez escuché, no sé si fue a Enrique Lihn o a Martín Cerda, un juicio a propósito de la crítica literaria en tiempos de la dictadura, de la existencia del mono crítico, cuando El Mercurio, a pesar de sí mismo, parecía regir la cultura oficial. Ignacio Valente, y antes Alone, decidía con su juicio lo bueno y lo malo, lo válido o inválido, lo legítimo o no. Como que lo lógico era que hubiera una especie de guía o gurú que nos dijera lo que correspondía.
Aquí quiero recordar una polémica entre Lihn y Valente de la que guardo un nítido recuerdo que, creo, no ha sido recuperada por la historia de nuestro campo cultural, sobre todo porque fue ese conflicto la representación de la lucha contra la dictadura en la zona del sustrato ideológico y cultural. El “progresismo” y la izquierda de la época solo priorizaba la política dura y la victimización. Lihn publicó un texto al respecto; el contexto era que Valente había arremetido desde su columna contra la irrupción del estructuralismo que estaba ocupando un lugar en nuestro medio, tanto a nivel intelectual como académico, y el que también era asumido por las prácticas textuales neobarrocas que comenzaban a abrirse camino.
Valente, al parecer, veía una reposición del marxismo cultural que ponía en peligro un orden que había que preservar. Por otro lado, algunos intelectuales y artistas eran seducidos por sus postulados, como un modo oblicuo de enfrentar a la dictadura en el plano cultural. En ese mismo contexto, Lafourcade era el primero que hacía una homología entre literatura y gastronomía, en donde a la evaluación de una obra le correspondía una cierta cantidad de tenedores, como descriptor de calidad. En este caso era una mera astucia de pauta editorial.
Lo que puede ser fascinante desde una cierta perspectiva lúdico-analítica, casi esotérica, es cuando esas características aromáticas están inscritas en la cepa, la semilla tiene esos rasgos ya sea frutosos o ahumados (jerga con la que uno se ha familiarizado, pero sin captarla en toda su magnitud).
El objeto legible, no bebestible
Hoy no es posible reproducir esa uniformidad nostálgica, no solo porque la dictadura (al menos esa voluntad) adquiere otros modos con la democracia y la sensación de diversidad diluye los conflictos. Ahora, la ficción emprendedora es capaz de coger un objeto histórico y darle una nueva luz. El vino surge como esa estrategia que recupera un objeto uniforme que puede ser sometido a la diferencia y a la diversidad. Y todo esto implica un relato, la construcción de una estrategia textual para contar esa historia precisa y coherente en su decurso.
Quizás los que comentan o hacen crítica gastronómica o de vinos son los restauradores de un orden al que era necesario volver. Era necesario que hubiera algún objeto cultural que restaurara esa relación unívoca y necesaria entre un guía pastoral y su grey. Porque eso que llaman literatura se disparó para otro lado, concretamente, hacia una estética de la dispersión y la diversidad inapresable.
Lo que ocurrió con la crítica estructural o semiológica de los textos fue, en parte, que el crítico se instaló como escritor o se instaló como un artista más en el ambiente cultural. Y ya no fue un guía, sino un escritor más, lo que evidentemente implicó un quiebre con el lector, que lo perdía como mediador o puente entre las dos entidades que conformaban una unidad indisoluble, el autor y el lector, ambos brutalmente reales. El crítico estructural inventó un lector ficcional que se suponía más libre e independiente y eso alteraba el placer de las jerarquías, en una sociedad en que es necesario mantener algunas esclavitudes.
En el caso del vino, la clave es la recuperación del lector como consumidor atento y obediente. A nivel técnico hay un leve parentesco procedimental, sobre todo porque la conceptualización está en el mismo objeto. Roland Barthes, un clásico, fue el que dotó a la crítica textual, aunque también a otros objetos, de un modelo de trabajo y de un nuevo estatuto con legitimidad estética que, creo, ha sido muy útil para la descripción de cualquier objeto y para el trabajo cultural en general. Recordemos que él trabajó o aplicó su metodología estructural a la moda, demostrando con ello su multiaplicabilidad. Por ejemplo, la presencia o ausencia de algún rasgo distintivo, ya sea de un cuello o de la forma de un escote, o del largo de una falda, se convertía en signo, el que desplegaba en dicotomías que posibilitaban una articulación de mensajes.
Hoy con el vino podría hacerse esa homología estructural, a partir de considerar el objeto como un haz de capas jerarquizadas, como son el aroma, el color y la palatabilidad; ahí tenemos tres elementos claves que se combinan sistémicamente en el análisis y que conforman el objeto en su originalidad seminal. Entonces tenemos un vino textual, no es el vino real, y el objeto es la crítica a tal o cual objeto, el vino producido por tal viña y criticado por tal o cual catador. Lo que puede ser fascinante desde una cierta perspectiva lúdico-analítica, casi esotérica, es cuando esas características aromáticas, por ejemplo, están inscritas en la cepa, la semilla tiene esos rasgos, ya sea frutosos, ahumados o minerales (jerga con la que uno se ha familiarizado, pero sin captarla en toda su magnitud). De ahí surgen los descriptores aromáticos, que son el equilibrio, la armonía, complejidad y permanencia. Con estos conceptos el analista arma su texto crítico que, en este caso, funciona como un instrumento descriptivo para descubrir su estructura tánica. De ahí que un “vino tranquilo” o “complejo” no es una arbitrariedad, sino que surge de una composición; y el catador sería aquel sujeto que puede, a partir de un proceso razonado de cata, descubrir su estructura composicional.
Otro nivel, quizás más antropológico, es poner el acento en el relato del proceso industrial y/o en la carga restaurataria oligárquica, como eran los vinos que hablaban por sus etiquetas. Nos estamos refiriendo al período en que había una narrativa etiquetera que aludía a una aspiracionalidad nobiliaria y colonial, de carácter mítico. De ahí surgieron los Marqués de Casa Concha u Oidor de la Real Audiencia o Conde de La Conquista. Era el vino que llamamos restauratario de un orden y de una territorialidad, previo al vino posmoderno, del emprendedor joven, cercano a los equilibrios medioambientales, a la tierra y al glamour. También hay eso que el sentido común económico llama “cambio en los paradigmas de consumo”, que lo ligan a las costumbres culturales de capas sociales ascendentes y también al signo de distinción que produce la distancia clasista, plena de signos, y tan necesaria para la construcción de la distinción, que hace la diferencia de clase. Aquí, en este campo, hay lo que yo llamaría una “poética del desplazamiento que nos hace otros”.
El crítico nos enseña que decir buen o mal vino es muy general e irrelevante, mejor decir cómo está compuesto y si esa semilla, que es la que guarda las características organolépticas del vino, es verosímil o guarda relación con eso que podríamos denominar terroir.
El objeto producido
Así como en el campo literalitoso chilensis surgió el poeta editor (me imagino que a nivel latinoamericano es parecido), no nos debería llamar la atención enunciados como el de “vino de autor”, que va de la mano con lo de las viñas boutique, en donde, como decía Schumacher, el economista descalzo, “lo pequeño es hermoso”. Percibimos la misma voluntad, la proliferación de editoriales independientes es analogable a lo de las viñas boutique, la diferencia obvia es el rendimiento económico; aunque hay otra relación que tiene algo de visibilidad social, y es que los poetas han sido grandes bebedores de vino de dudosa calidad, sin atender al vino como objeto, al legible. Recuerdo a un escritor costarricense que vivió en Chile, Joaquín Gutiérrez, contaba que él se quedó acá porque no podía creer que el vino fuera tan barato. Pero en este punto nos acercamos a la noción de vino festiva, en que el vino es solo un objeto mediador y no un fin último.
Cuando se inventa el nuevo vino, o el vino otro, luego del vino tradicional y del vino de la reposición oligárquica, viene este vino que podríamos denominar, con algo de pudor, posmoderno, del vino que tiene otro texto, otra textura. El triunfo de la lectura liberal, industriosa, creativa, en donde el objeto no solo es consumido o bebido, sino leído, informado, en donde el analista o lector decodifica o descompone (ve o comprueba su composición) y la ubica o la hace pertenecer a un campo de legitimidad mayor.
El crítico nos enseña que decir buen o mal vino es muy general e irrelevante, mejor decir cómo está compuesto y si esa semilla, que es la que guarda las características organolépticas del vino, es verosímil o guarda relación con eso que podríamos denominar terroir.
Barthes decía que el estructuralismo se ríe de la mala y de la buena literatura, lo importante es saber cómo está diseñado un objeto, en este caso una obra. La valoración es posterior a eso. Lo cierto es que la práctica bebestible o la experiencia del vino constituye todo un tema que puede pasar por la siutiquería o el arribismo social, pero también podría tener un carácter simbólico que podría producir voluntad de patrimonio.
Todo el universo se revela en cada lugar y a cada instante: basta con la contemplación de cualquiera de sus puntos para obtener una imagen completa de su inmensidad y misterio. Borges pensaba que el lenguaje humano también podía dar cuenta de este fenómeno, o al menos es la experiencia que describe en su relato “La escritura de Dios”: “Aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra”. Y el lenguaje cinematográfico fue para Andréi Tarkovski concebido del mismo modo: la imagen en movimiento (cuando esta captura un momento de la vida) pone en frente el universo, comunica lo sagrado.
Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo es por este motivo un libro único y fundamental, que combina aspectos teóricos y prácticos, destacando también el enfoque didáctico de los textos, pues estos fueron utilizados por el director para dictar sus clases en la Goskino.
Si se tuviese que englobar el conjunto de estas formulaciones en un solo concepto, este sería “la búsqueda de un cine purista”; de hecho, ¿cuál es la esencia del cine? es la pregunta que da inicio a las reflexiones del autor. En su opinión, la esencia de este arte no es la síntesis de disciplinas artísticas, como suele pensarse, porque una película no necesita más que del tiempo para su completa articulación. El cine posee un alma propia y esa alma es el tiempo. Por lo tanto, ni el texto ni la música ni el teatro son esenciales a su forma. De hecho, para el director ruso cualquier contribución venida de afuera, más que “contribuir”, no haría más que enturbiar el potencial de verdad que encierra en sí misma la imagen cinematográfica. “Se puede imaginar una película sin actores, sin música, sin decorado y sin montaje, solo a través de la percepción del tiempo que fluye dentro de un plano. Y sería auténtico cine, como lo fue en otra época Llegada de un tren a la estación deLa Ciotat”. A diferencia de otras artes que tienen el tiempo como base de su formulación, el cine cuenta con el atributo de la exactitud y la rigurosidad en su representación de la realidad. Tarkovski opinaba que la música, por su relación con el tiempo, era la forma de arte que más se le podía parecer. Sin embargo, en la música “la materialidad de la vida se encuentra al límite de su completa disolución, mientras que la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea cada día y cada hora”.
La esencia del cine no es la síntesis de disciplinas artísticas, porque una película no necesita más que del tiempo para su completa articulación. Este arte posee un alma propia y esa alma es el tiempo.
El tratamiento de este elemento es entonces lo que ilumina los análisis del autor. Esto explica que el filme de los hermanos Lumière esté presente en varios pasajes del libro, pues aquella secuencia sintetiza perfectamente sus convicciones estéticas, marcando también un contrapunto importante con las ideas que Eisenstein tuvo sobre el montaje, ubicadas en las antípodas de lo planteado en Atrapad la vida y también muy presentes a lo largo de estos ensayos. Para el director de El acorazadoPotemkin, la esencia del cine era el ensamblaje: en la fragmentación de los hechos estaba la fuerza de su lenguaje, en la intercalación de planos el cine encontraba su gramática. Este enfoque pone el acento en el salto de imágenes y no en lo contenido dentro del plano. Y lo contenido dentro del plano es el tiempo, el flujo de la vida. “A pesar del centelleo fulgurante”, se lee sobre el estilo de Eisenstein, “al espectador no lo abandona la sensación de artificiosidad de lo que acontece en la pantalla. Esto sucede porque en ninguno de los planos hay un tiempo verdadero”. Asumiendo la realización de esta manera fragmentaria, nunca es convocado frente a la cámara un acontecimiento auténtico, porque este se construye falsamente a partir de retazos.
La búsqueda por atrapar un “tiempo verdadero” es la búsqueda de Tarkovski por atrapar la vida; o sería lo mismo decir: atrapar un instante de verdad. Por su representación exacta de la realidad, el cine es una forma privilegiada de relación con el mundo. Los hechos de la vida cotidiana, cuyos significados profundos se oscurecen bajo las sombras de las inquietudes diarias, restablecen su sentido trascendental cuando son vistos en la pantalla. Aquella perspectiva, sin embargo, no debe entenderse como una negación de las potencialidades del mundo: el artista no es quien crea la poesía; la poesía ya existe en las cosas mismas. En ese sentido, antes que la creación, la misión del arte es el develamiento, el fijar la apariencia desnuda de aquello que sin su intervención está condenado a escaparse. “De por sí, un transeúnte con un paraguas que veamos en la vida real no significa nada en absoluto”, escribe el cineasta. “Pero en el contexto de una imagen artística, expresada con perfección y una simplicidad asombrosa, nos transmite un instante de vida, único e irrepetible”.
Ir a la esencia del cine es ir también a la esencia de las cosas que este representa. Para que comparezca un instante de realidad en la pantalla, esta exige ser respetada en su propia naturaleza. Ninguna verdad puede ser expresada si esta se traiciona. El tiempo vuelve a ser aquí el cimiento que todo lo articula. Como afirma el propio autor, “si el tiempo en el cine se presenta con la forma de un hecho, lo hará asumiendo las connotaciones de una observación directa e inmediata de ese hecho”.
De modo que la observación es otro de los conceptos fundamentales para el director de El espejo. Sus intentos por volver a la esencia del cine, tienen el propósito último de abrir un espacio de observación hacia el absoluto. En ese sentido, el cine de Tarkovski es un cine metafísico, que aspira a capturar la energía móvil del mundo. Mejor, el fundamento mismo de lo que sostiene todas las cosas.
Las películas, entonces, deben superar los géneros y temas. Tarkovski no quiere contar ni decir nada. Pero, valga la paradoja, es justamente esta ausencia de historia la que permite que emerja y se revelen todas las historias y todos los significados. La estética de Tarkovski, para volver a Borges, es la estética del aleph: la fijación de un punto donde coinciden todos los significados y formas del mundo.
La obra, así concebida, debe admitir todas las interpretaciones posibles. Cualquier intención consciente del director se ve superada en el momento en que este capta con la cámara un instante de realidad. Si se trata de una expresión pura y directa de la vida, la imagen cinematográfica proporciona un espacio de acceso ilimitado, donde prevalecerán las perplejidades e intereses de quien observa. En otras palabras: la película le habla a cada uno de una manera distinta. “El infinito es inmanente a la estructura misma de la imagen. Pero en la vida, el hombre da preferencia a una sola cosa con respecto a todo lo demás y así afirma su libertad. Por consiguiente, al percibir la imagen, selecciona, busca lo suyo, sitúa la obra de arte en el contexto de su experiencia personal y social (…). Trasladamos también nuestras tendencias a la valoración de la obra de arte; adaptándola a las propias necesidades vitales; la interpretamos según nuestra ‘conveniencia’”.
La búsqueda por atrapar un “tiempo verdadero” es la búsqueda de Tarkovski por atrapar la vida; o sería lo mismo decir: atrapar un instante de verdad.
Esta ventana a la realidad, precisamente por tratarse de una ventana hacia el infinito, anida en su interior la contradicción: acontece en ella una dialéctica. Tarkovski constata este hecho narrando su propia experiencia como espectador: “Todas las veces que he visto Persona, la película de Ingmar Bergman, me ha parecido que habla de cosas totalmente diferentes y contradictorias entre sí. Cada vez, de hecho, la he percibido de una manera nueva. Al principio me pareció que era una película con algún tipo de defecto o que no la había entendido en absoluto. Sin embargo, después me di cuenta de que tenía que ser así. Es un universo en el que poco a poco encontramos cosas que nos tocan de cerca y a través de estos aspectos entramos en contacto con el mundo del artista”. Y luego agrega: “Una verdadera imagen artística impulsa siempre a quien la contempla a experimentar sensaciones contradictorias que se excluyen entre sí, sensaciones encerradas en la imagen y que definen su esencia y su misterio pseudometafísico”.
Este anhelo de un cine que dé cuenta de la inmensidad explica su rechazo hacia el cine simbólico, en el que hay una suerte de lenguaje cifrado, donde la película sería una intermediaria entre el concepto que se desea comunicar y el espectador. Para Tarkovski, ni la alegoría ni la metáfora son propias del cine, porque este no se trata de un sistema en clave cuyo mensaje debe ser desenterrado. La imagen –propone– se refiere a las cosas derechamente y dentro de ella surgen los significados. Abordar la creación de la manera en que lo hace el cine simbólico, es asumir al mismo tiempo la caducidad de la obra, pues el símbolo se agota en el momento en que este es descifrado. El misterio del cine, por el contrario, debido a la realidad que este reproduce, es infinito y no hay soluciones concluyentes. La fuerza expresiva de este arte reside en el encuentro cara a cara con la realidad. La superficie misma de la imagen expresa ya lo contenido en ella y cualquier interpretación es solamente un camino posible dentro de una serie infinita de ellos.
La observación sin intermediaciones es la única manera de hacer germinar esta fuerza expresiva frente al espectador. Esta es la razón de por qué Tarkovski gustaba tanto de los haikus. En esta forma de poesía el director ruso identificaba una manera “pura, sutil y compleja” de observar la vida. Es el modo análogo en el que debe enfrentarse la producción cinematográfica. Por medio del símbolo no se dota de una atmósfera poética a la película, sino que se le reduce a cumplir el papel de mero acertijo. Optar por el aderezo lírico más bien revela una desconfianza en las posibilidades expresivas de este lenguaje.
Lo anterior no significa que la película no pueda alcanzar una atmósfera poética, pero esta se logra solamente proporcionando al espectador un encuentro directo con la vida.
Por esta perspectiva trascendental, Tarkovski pensaba su oficio como una cuestión moral. Para él se trataba de un tema serio en el más alto grado. La dedicación artística no se podía limitar a una reflexión sobre géneros, formas y temas. El arte es una manera de tocar lo más grande, de vislumbrar a Dios: “El arte nos permite, al crear una imagen, abrazar la inmensidad. (…) Del mismo modo en que en una gota se reflejan las nubes y los árboles, así se refleja en la imagen artística el universo”.
Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo, Andréi Tarkovski, Errata Naturae, 2017, 192 páginas, $16.000.
¿Quién lee crítica literaria? ¿Existen lectores de ese género derivado, de ese discursode segundo orden (aunque autónomo), de ese tipo de escritura referida siempre a otra?
Sí, de partida, porque mucho en el ámbito de la producción textual es susceptible de ser considerado crítica literaria: pasajes de novelas y de memorias, diarios y cartas de escritores, artículos periodísticos y blogs de lectores de vez en cuando, columnas de opinión, prólogos y epílogos, contratapas e incluso solapas, a veces. Ni hablar de ese género secreto que son los informes de lectura para editoriales, que muy de tarde en tarde toman forma de libro, como es el caso de los reportes del español Gabriel Ferrater o del genial italiano Roberto “Bobby” Bazlen, verdaderas joyas críticas.
Todo es crítica literaria menos la crítica literaria, podría decirse parafraseando un famoso verso chileno.
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El problema (si lo hay) es que a menudo cuando se habla de crítica se suele hablar, por su proliferación y ubicuidad, de resúmenes, sean periodísticos o académicos, que tienen poco que ver con el trabajo crítico, es decir, con el quehacer de pensadores abocados a escudriñar la literatura, descubrir y describir sus corrientes y napas y catalogar y encauzar las que les parezcan mejores, más ricas. Inútil hacer distinciones taxativas entre críticas y reseñas, pero tampoco se puede caer en su absoluta confusión. Las reseñas responden a la lógica informativa de los medios y consisten, en el mejor de los casos, en un mero resumen del libro y, en el peor, en ese mismo mero resumen aderezado con dictámenes a veces destemplados, otras muy ponderados, pero siempre con poca o invisible conexión con el resumen mismo y con el resto de la producción literaria del autor y de su tiempo. Para resúmenes opinados, nada mejor que el imperecedero Rincón del Vago.
La reseña –el escaparate que muestra, resume o a veces, lisa y llanamente, replica un texto de contraportada– es parte de la agenda de panoramas culturales de un diario o suplemento. La crítica es otra cosa. Friedrich Schlegel lo decía con énfasis: “La crítica es el arte de matar en la literatura lo que solo vive en apariencia”. En otras palabras, la crítica, a diferencia de la reseña informativa y del paper de tal o cual corriente académica en boga, ha de imponerse a las modas y al flujo a veces descarado de menciones amistosas o convenientes, pues en caso contrario, como advirtió otro gran crítico alemán, Marcel Reich-Ranicki, los lectores tendremos que acostumbrarnos a ver cómo “la tibia lluvia de los favores mutuos cae sobre el paisaje yermo”. El inglés Cyril Connolly ironizó apuntando a lo mismo: “Una de las visiones más desagradables en la selva es la del crítico que acaba convertido en indígena. En lugar de luchar contra la vegetación, sucumbe a ella y, correteando sin pausa de flor en flor, da la bienvenida a cada una con gritos de ‘¡Genial!’. ‘¡Qué elegancia, qué ironía y distinción, qué apasionada sinceridad!’”.
Junto al hermetismo estéril, contar de qué se trata un libro debe ser uno de los peores lastres de la crítica. Es un comodín que evita pensar y definir posiciones. Una cosa es aludir a determinado pasaje o trazo argumental, referirlo en función de algún aspecto de la obra que se quiera destacar, y otra es resumir toda una trama o conjunto de cuentos. Resumir es en la crítica como simular estar tocando un instrumento cuando se baila: puede ser parte del cometido, pero cuando alguien, como se ve comúnmente en matrimonios, quiere ocultar su incapacidad de baile simulando tocar la guitarra o la batería, el resultado tiende a ser penoso.
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No tiene sentido que un crítico destroce una obra mala que no está teniendo ninguna repercusión, que nadie ha celebrado. La noción y la práctica de la crítica como camotera son nefastas.
Para tomar posición sobre un texto, la crítica ha de tener un punto de vista que se base en el análisis y la puesta en cuestión de las características internas de este, pero que a la vez se apoye en un concepto de lo literario, un concepto flexible y dinámico, naturalmente, y también en otros libros, del autor y de la época, de modo que la lectura del texto sea proyectada al contexto literario y cultural para alumbrar sus alcances y posibles implicancias estéticas. También es deseable que sepa tener citas. No es lo mismo citar que rellenar para ostentar. La cita es una de las herramientas esenciales para llevar a cabo lo que un escritor y crítico agudo y divertido como Martin Amis llamó “la guerra contra el cliché”. Amis sostiene que, a contrapelo de “los partidarios a ultranza del criticismo, no hay forma de distinguir lo excelente de lo que no lo es tanto”. Al citar eficazmente –sin adormecer–, el crítico demuestra que lo que dice se refrenda en el texto referido. Y de ese modo lleva a cabo convincentemente uno de sus cometidos centrales: diluir al máximo posible esa zona confusa y en cierto modo nociva que es la medianía literaria, donde cunde lo ya transitado, lo formulario, lo tibio.
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Hay un cierto apocamiento de la crítica en estos tiempos. Más que una poca autoestima de quienes ejercen el oficio en alguna de sus variantes, lo que se ve es una cierta mirada en menos, una suspicacia despreciativa hacia el ejercicio y el estatuto, digamos, de la crítica literaria, como si todo lo que ostente algún grado de autoridad hoy fuese de por sí negativo, sospechoso, corrompido. Cosa lamentable en un tiempo de híper abundancia de información y opiniones, donde el crítico podría cumplir poco menos que un rol de utilidad pública.
Ese menoscabo se refrenda cada vez que se oyen expresiones que insinúan que todo crítico es un escritor frustrado o un perdedor con tribuna. Con gracia y claridad lo describió hace unos años Marcelo Mellado para el ámbito local: “Gracias al gurú Roland Barthes la crítica cuenta con un estatuto estético-cultural súper potente, por lo que nuestros críticos no tienen por qué tener esa sensación minusválida que les da el orden cultural local, que es tan presemiótico que da lata”. En Chile hay y ha habido siempre críticos de calidad, pero no siempre han ocupado las plazas más visibles. Enrique Lihn es un buen ejemplo: sin haber sido crítico oficial –escribía sin miedo y sin medio– ha quedado como uno de los críticos clave del país.
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La llamada doble militancia no solo es válida sino que puede ser valiosa. Un crítico es alguien que escribe. Y como tal, muchas veces salta la valla papal y se entrega a la ficción, el verso, la crónica o las memorias. Todo dependerá en cada caso, por cierto, de los resultados, pero en principio la doble militancia es una cuestión ventajosa, jamás una contradicción. Ahí están, por ejemplo, los notables casos de Cristián Huneeus, Elvira Hernández o Alejandro Zambra. Bien mirado, el mismo concepto de doble militancia es equívoco o derechamente equivocado: quien ejerce la escritura creativa o autobiográfica y a la vez escribe sobre otras obras no milita en dos bandos: solo intensifica su escritura. Está lleno de escritores creativos que son notables críticos: Denise Levertov, Ingeborg Bachmann, W.H. Auden, Tamara Kamenszain, Joseph Brodsky, José Lezama Lima, Pier Paolo Pasolini, Natalia Ginzburg, Octavio Paz y Wisława Szymborska, solo por mencionar algunos casos sobresalientes. También muchos críticos han sido excelentes escritores: los peruanos José Carlos Mariátegui y Luis Loayza, los ingleses V.S. Pritchett y Cyril Connolly, los chilenos Luis Oyarzún y Martín Cerda, la argentina Beatriz Sarlo. Y, cómo no, Barthes, que se enfrentó bestialmente a los críticos franceses conservadores, pero no para acabar con la crítica literaria sino, al contrario, para vitalizarla, para hacerla hablar.
La crítica no es ciencia, dice Barthes, ya que mientras “esta trata de los sentidos, aquella los produce”. Los produce, pero no los controla. Por eso el cambio de contexto le invierte a veces el valor de uso a ciertas sentencias, como cuando Nicanor Parra utilizó promocionalmente los denuestos del cura Prudencio Salvatierra o Alberto Fuguet los de Ignacio Valente. O cómo el paso del tiempo da vuelta algunas valoraciones críticas, y lo que Marcelino Menéndez Pelayo dijera para denostar “Las soledades” de Góngora, hoy se podría usar como elogio de un poema de Beckett o de Lezama: “Una apariencia o sombra de poema, enteramente privado de alma. Solo con extravagancias de dicción intentaba suplir la ausencia de todo”.
La idea de la crítica como productora de sentidos tienta para ser tomada como definición. La argentina María Moreno, a quien nada parece serle indiferente, es maestra en este arte de leer crítica y creativamente, como se ve en su libro Subrayados. Su escritura crítica es ejemplar por imprevisible y porque invita a leer y deja siempre algo resonando en la cabeza: una imagen, una pronunciación, un gesto incluso, como el de agachar leve y respetuosamente la cabeza, tal cual lo hizo ella de niña una vez en la sala de clases al percatarse de que una compañera nueva no sabía leer e intentaba disimularlo malamente. Si Subrayados es una lección de lectura crítica, tal vez lo sea como un modo de reparar la humillación a la que el resto del curso sometió a esa compañera. Por eso –refiera a Nabokov, tome distancia de Coetzee o reivindique lo pop– Moreno invita a leer levantando la cabeza. Con placer, con ingenio, pero sobre todo sin miedo.
Hacia el final de Crítica y verdad, Barthes habla de la crítica como una “lectura perfilada”, una lectura que “redistribuye los elementos de la obra de modo de darle cierta inteligencia”. A nada de esto se opone el placer de la lectura. Ante todo el crítico es un lector, alguien que escudriña en el texto para ver lo que hubo, lo que hay y lo que puede haber; alguien que, parafraseando un título del crítico chileno Jaime Concha, “lee al trasluz”. El crítico como un lector que desea y que, en un trance de voluptuosidad, cambia de deseo y pasa de leer a escribir. En eso Barthes y Moreno calzan los mismos puntos.
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Y en Chile, ¿qué criticar? Considerando que, debido a la multiplicación de espacios alternativos, hay muchos más empeños críticos que antes, la respuesta podría ser: a la crítica. No parodias ni ataques ni venganzas. Simplemente críticas. Si las críticas son réplicas, las réplicas pueden ser replicadas. Debates, pensamientos, libros, seminarios: nada malo podría salir de la ampliación del campo de batalla. Pero mucho más urgente es una crítica de poesía estable y visible. Algo hay, sin duda, como el trabajo valioso pero algo oculto de Jorge Polanco o Jaime Pinos, o el agudo pero no tan visible o frecuente de Pedro Gandolfo, Paula Miranda y Soledad Bianchi. La mejor tradición literaria que ha dado Chile merece y necesita una tribuna que semanal y libremente dé cuenta de la poesía que acá se publica, alguna excelente, mucha muy buena, mucha muy mala y sobre todo, mucha que sin ser mala no es buena.
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En “Confesiones de un crítico literario”, George Orwell, un novelista algo aburrido pero un ensayista y cronista de inteligencia y brillo superlativos, formula la pregunta clave: ¿qué criticar? Orwell hace una descarnada y cómica descripción de un típico día de trabajo de un crítico y concluye que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador. No solo conlleva elogiar basura, sino inventarse unas reacciones hacia libros ante los que uno no alberga el más mínimo sentimiento espontáneo”. Por eso, dice, lo mejor sería ignorar la mayoría de los libros y hacer “reseñas muy largas sobre aquellos pocos que pareciesen importar”.
Hay, en ese sentido, buena parte de responsabilidad en los medios, que mezquinan los espacios, las frecuencias, las visibilidades, y confunden cultura y espectáculos, literatura y tiempo libre, pensamiento y ruta de panoramas.
Como Orwell, hay muchos que, con buenos argumentos, sostienen que las mejores críticas o las únicas necesarias son aquellas sobre libros que al crítico le han gustado o desconcertado, pues en la formulación del porqué de su entusiasmo o desconcierto alumbrará las cualidades de la obra y, de manera más o menos tácita, dará su idea de lo que es o puede ser la literatura. Es la muy razonable crítica constructiva: no tiene sentido que un crítico destroce una obra mala que no está teniendo ninguna repercusión, que nadie ha celebrado. La noción y la práctica de la crítica como camotera son nefastas. Reich-Ranicki arranca su largo ensayo “Sobre la crítica literaria” planteándose justamente esto: “¿Cuándo puede o debe un crítico cargarse a un autor?”. Por cierto, es tan necesario que el crítico alce la voz cuando descubre una voz nueva o valiosa o singular, como cuando una mediocridad está pasando por “la tibia lluvia de los favores mutuos” o moda o lo que sea, como gran obra. Entonces, la demolición se vuelve constructiva y una crítica dura y ruda no es una paliza sin sentido, sino lo que Reich-Ranicki llama “una defensa agresiva de la literatura”, lo cual es perfectamente válido siempre que se haga sin personalismos y sin sesgos moralizantes respecto a los contenidos, porque eso sería como retroceder a esa época espinosa en la que condenaban a Flaubert y Baudelaire por mostrar lo que para los defensores de la moral era deleznable.
Estando como estamos en el ámbito de lo incierto, lo deseable sería que el crítico acometiera su labor no con el tono y la severidad del policía (que detiene y encierra) ni del juez (que dictamina) ni del recadero (que notifica), sino con la inteligencia del fiscal, que aportando materiales y pruebas, aun manipulados, induce, propicia juicios, pero no los dicta. Una alucinante demostración de esto se encuentra, justamente, en las actas de los juicios contra Baudelaire por Lasflores del mal y contra Flaubert por Madame Bovary. Publicadas por la editorial Mardulce, en ellas se ve a fiscales y defensores haciendo un extremado despliegue de argumentos para establecer el sentido de ambos textos y, según eso, tomar las decisiones del caso. Es un extraordinario ejemplo de gran crítica literaria producida de refilón.
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Una de las hipótesis más intrigantes de la canción “Quién mató a Gaete”, de Mauricio Redolés, dice: “Lo mató la crítica literaria chilena / ¡Qué güena!”. ¿Qué querrá decir? Quizás, precisamente, que muchos críticos han entendido su oficio como el de policía o juez o recadero. Más que un arte combativo, la crítica podría pensarse como un brazo sutilmente armado de la literatura que con total independencia procure desinflar lo que siendo más liviano que globo de helio pasa por sólido y, de vuelta, relevando lo que por inusitado o extraño pasa por insustancial. Respecto de esto último, la crítica podría entenderse como aquella escritura que trabaja al alero de la idea clave de William Carlos Williams: “Lo nuevo nunca proviene de lo perfecto”. Bajo esa premisa habría que buscar, detectar y proyectar.
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¿Qué es la crítica literaria? Una forma del ensayo, ante todo. Una manera de ganarse la vida. O de perderla. Si el pago no fuese, como decía Cyril Connolly, de media jornada (o menos) para una labor de jornada completa (o más), el escenario sería más variado y complejo. Hay, en ese sentido, buena parte de responsabilidad en los medios, que en todas partes mezquinan los espacios, las frecuencias, las visibilidades, y confunden cultura y espectáculos, literatura y tiempo libre, pensamiento y ruta de panoramas.
Entre 1972 y 1975, Pasolini se dedicó a la crítica semanal en Italia y de esa incursión quedaron textos donde su inteligencia atrevida ilumina u oscurece, según sea necesario, con potencia teatral. Después de tres años como crítico, anunció una pausa (que luego un asesino haría eterna) para hacer una película. Tras decir que fue para él un trabajo placentero y que lo fue doblemente por no recibir ningún tipo de presiones, Pasolini se preguntó “qué es y cómo está hecha la crítica”. No ofreció ninguna definición redonda, pero sí corroboró y rodeó reflexivamente algo que, por sencillo, podría ser desatendido por cualquiera, pero no por una cabeza como la suya: “He hecho unas descripciones. He aquí todo lo que sé de mi crítica en cuanto crítica”. Y descripciones de qué, se pregunta: “De otras descripciones, dado que otra cosa no son los libros… En la vida ocurren unos hechos. Los libros los describen, pero, en tanto que libros, también estos son unos hechos. Y, por lo tanto, también pueden ser descritos: por la crítica”.
¿Para qué sirve la crítica literaria? Para pensar los hechos de este mundo y los hechos a los que esos hechos dan pie: los libros. Para mediar entre editores y lectores. Para seguir leyendo. El que lee siempre tendrá, junto al libro que ha tomado, el fantasma de los infinitos que ha dejado de lado. Quizás la crítica exista para no llegar siempre tan solos a ese momento.
Una versión preliminar de este texto se publicó en el libro El circo en llamas, Pez Espiral Editores, 2017.
Ayer se llevó a cabo el esperado encuentro del director alemán con el público chileno. En un Campus Lo Contador de la Universidad Católica lleno de personas, el creador de Fitzcarraldo habló sobre su próxima película, sus aventuras de viaje, la escritura y los libros. Como si se tratara de un gurú, durante la ronda de preguntas (que se extendió por más de una hora) se le consultó de todo, incluso de su vínculo con el polvo.
por matías hinojosa
Con 30 minutos de retraso llega Werner Herzog al campus Lo Contador, para participar en una nueva jornada –de las más brillantes quizás– del ciclo La ciudad y las palabras, evento que durante más de 10 años ha organizado el Doctorado en Arquitectura y Estudios Urbanos de la Pontificia Universidad Católica. La demora no hacía más que aumentar la expectación. Cuando aparece, el director alemán es recibido con aplausos y gritos por las cientos de personas que repletan el lugar. Con lentes de sol y mochila al hombro, el cineasta se queda de pie un momento y devuelve una sonrisa afectuosa a sus seguidores.
Su visita a Chile se enmarca también en el plan de rodaje de su nueva película, un documental que filma para la BBC que contará con el testimonio de Cristina Calderón, la última hablante nativa del idioma yagán. “Las lenguas no son solo una cuestión gramática, sino una visión completa del mundo”, comenzó diciendo el realizador, quien abordará en este nuevo trabajo su desazón frente a la desaparición de culturas ancestrales.
En el diálogo con Fernando Pérez, arquitecto y académico de la UC, Herzog demostró su cautivante faceta de orador y detalló la caminata que emprendió en 1974, desde Múnich a París, para encontrarse con la crítica de cine Lotte Eisner, quien estaba muriendo. “Cuando llegué le dieron de alta y vivió otros ocho años”, contó Herzog, que se extendió luego en su relación con Eisner, recordando una conversación que tuvo con ella: “Me dijo: estoy prácticamente ciega, no puedo leer poesía, ni ver películas, es el momento que yo muera, porque estoy saturada de vida”.
La experiencia de este viaje quedó registrada en su libro Del caminar sobre hielo, texto del cual escogió un fragmento que leyó en español frente al público. “Nadie camina a pie, estaba completamente solo. Uno debe aprender a vivir con esta soledad y encontrar sentido en ella”, reflexionó.
También se refirió a su libro La conquista de lo inútil, donde registró su experiencia filmando Fitzcarraldo. “Jamás pensé que estaba listo para publicar. Cuatro años después, encontré el cuaderno de notas y me di cuenta de que estas no eran notas personales. Traté de transcribirlo en ese momento, pero la letra era pequeña y no pude hacerlo”. El cuaderno estuvo guardado durante 24 años, hasta que su mujer lo espoleo para que retomara ese proyecto. “Mi esposa me dijo ‘debes abordar este texto, porque vas a morir y después algún idiota va a querer publicarlo’”, contó entre risas, agregando que: “Este libro perdurará más que mis películas. No porque sea mejor escritor, sino porque los libros son una experiencia más directa”.
En la entrevista su relación con los libros y la escritura tuvo una presencia importante. “La escritura es parte de mi vida: escribo y me refugio en las palabras, en el lenguaje”, afirmó, para luego arremeter con una acalorada defensa de la lectura. “Les digo a los jóvenes directores que si no leen podrán ser cineastas, pero serán mediocres. Tienen que leer, leer, leer, leer. El consejo va también para los arquitectos que estudian acá: lean”. Y ese no fue el único consejo a los jóvenes presentes: “Antes de estudiar arquitectura deberían trabajar en una obra, como obreros, para entender qué hay detrás de una construcción. Lo mismo ocurre con los médicos. Antes de estudiar medicina deberían trabajar en una ambulancia”.
La ronda de preguntas se extendió por más de una hora. Herzog respondió con paciencia y generosidad a la fila de personas que se agrupó frente a los micrófonos. Como si se tratara de un gurú, se le consultó de todo, desde cuál es el sentido de la vida (“No tengo respuesta para esa pregunta. Eso se conversa con un pisco sour y un buen bife”, dijo) hasta de su vínculo con el polvo. Uno de los momentos de mayor emoción llegó cuando un seguidor le confesó que sus películas lo habían salvado en un período de soledad. Herzog lo invitó a subir al escenario y le dio un abrazo. “Si una sola persona se siente acompañada con mis películas, yo ya hice mi trabajo”, apuntó después.
En esta parte, consultado por muchos estudiantes de cine, también aprovechó de dar consejos a los que dan sus primeros pasos en este campo: “A los jóvenes siempre les digo que no se vayan por las grandes ideas. Muchos me dicen que quieren hacer películas sobre la injusticia en el mundo, pero hay que ser específico, lo más específico que se pueda. A aquellos jóvenes siempre les pregunto cuál será la primera imagen de la película y no tienen idea”.
Asimismo, abordó la fama que tiene de hombre temerario y loco: “La gente usualmente dice que hago cosas locas, pero eso no es cierto, yo soy muy profesional, porque siempre salgo con una película de esas experiencias”.
En octubre se estrenó Tierra sola, la nueva película de Tiziana Panizza, una de las documentalistas más fascinantes y secretas de Chile. Esta vez, con su cámara super8 indaga en la historia de la cárcel de Isla de Pascua.
por diego zúñiga
La primera vez que pisó la isla fue en 1999, un poco por azar: había hecho un par de trabajos para una productora y el pago fue un pasaje en avión a cualquier ciudad de Chile, la que ella eligiera. Tiziana Panizza (1972) no lo pensó mucho: Isla de Pascua, dijo, ese lugar de Chile del que sabemos poco, poquísimo, y en ese tiempo era aun menos la información que había.
Sería un primer viaje de turismo —que la impactaría, sin duda: el paisaje, la lengua, el aislamiento—, pero luego volvería un par de veces hasta descubrir que en ese lugar había una historia, o más bien varias historias, que le interesaría poner en diálogo frente a su cámara. Quería filmar la isla —ese paisaje, la lengua, el aislamiento—, pero no sabía bien por dónde empezar. Hasta que apareció el detonante: por ese entonces —alrededor de 2007, 2008— Panizza estaba filmando reportajes para Canal 13, reportajes sobre distintas cárceles de Chile, que le hicieron descubrir cómo cambiaban los recintos dependiendo del lugar en el que estuvieran: “Uno dice cárcel y se imagina un estándar, pero no es así”, explica ella, sentada en su oficina, en una casona de Barrio Italia.
Y ahí vino la pregunta: ¿cómo es la cárcel de Isla de Pascua?
Le pidió entonces a una amiga que estaba allá que fuera a preguntar, y que si encontraba el lugar ojalá sacara algunas fotos.
El relato de esos hombres dialoga, inevitablemente, con la vida de los internos que hoy están en aquella singular cárcel de Isla de Pascua, cuando los van a visitar sus familias, cuando le venden artesanías a los turistas —ahí, en la misma cárcel— o, simplemente, cuando están viendo televisión junto a los gendarmes.
—Ahí volvió mi amiga y me mostró fotos: una cárcel pequeña, que tenía siete presos, una tenencia de carabineros, un par de galpones antiguos con gendarmes rapanui, y la jefa máxima una mujer, cuyo gran proyecto era hacer una cárcel nueva, porque en esta no habían grandes rejas ni muros: los internos andaban prácticamente libres. Entonces pensé: ¿aquí parece que hay una película, no? —dice Panizza y se ríe.
Postuló a un fondo de Corfo para comenzar la investigación y lo ganó: era 2009. Casi 10 años después, todo eso se convertiría en Tierra sola, su último documental, que se estrenó recientemente en octubre en diversas salas del país, en el marco del programa Miradoc, y que viene precedido de varios premios, entre ellos el de Mejor Largometraje Chileno en el Festival de Cine de Valdivia 2017.
La historia de la cárcel de Isla de Pascua, sin embargo, sería solo una parte de lo que filmaría Panizza. Porque cuando fue a la isla a investigar, en 2010, descubriría otros personajes, otros relatos, que le permitirían armar un documental mucho más complejo y, también, mucho más inesperado.
Correspondencia en super8
El nombre de Tiziana Panizza circula desde hace años como un secreto, como un rumor, como una contraseña: hay que ver sus documentales autobiográficos, esas películas filmadas en super8, decían los que habían tenido la posibilidad de descubrir sus filmes en festivales y muestras hace ya varios años.
Estudió periodismo, trabajó durante un buen tiempo realizando contenido para la televisión; su escuela fue la productora Nueva Imagen (El show de los libros, Cinevideo), pero luego se aventuraría a trabajar con otros materiales, esos que la convertirían en un secreto, en un rumor, en una contraseña: Dear Nonna: a film letter (2005), Remitente: una carta visual (2008) y Al final: la última carta (2013) son los cortometrajes que conforman su celebrada trilogía documental Cartas visuales, en la que Panizza indaga en su historia familiar, en su genealogía, marcada por la inmigración.
Tiziana Panizza (1972)
Todo empezó, también, con un viaje, cuando se fue a estudiar cine a Inglaterra, a la Universidad de Westminster, en Londres. Allá confirmó que quería dedicarse a filmar documentales que fueran más allá de lo informativo. Quería transformar esas imágenes reales en una experiencia estética. Entonces, recurrió a su biografía. En ese tiempo nació Dear Nonna, que es, de hecho, una carta visual que Panizza le envía desde Londres a su abuela italiana, quien le leía, cuando ella era una niña, las propias cartas que recibía de su tierra natal. Son solo 14 minutos, pero lo cierto es que el impacto que produce el cortometraje es feroz: las imágenes grabadas en super8 disparan, en el espectador, sus propios recuerdos, su propia infancia, su propia biografía. Esos colores opacos, la frágil nitidez de aquellas imágenes, impulsan a la memoria: esa carta, esa abuela, esa nieta, son de alguna forma personajes de nuestra vida.
Hay algo de los diarios fílmicos de Jonas Mekas y del cine de Chantal Akerman en la obra de Panizza: esa intimidad que surge tanto por los materiales de la realidad con los que trabaja, como por el tratamiento mismo: imágenes porosas, cotidianas, tiempos muertos que solo el cine puede convertir en algo valioso, importante. Más que documentales, son ensayos fílmicos, que han tenido una recepción muy entusiasta —sobre todo por parte de sus pares y de la crítica—: han circulado por distintos festivales y recibido diversos premios (en Perú, en España, en Torino, en Fidocs). Una obra que la vincula a los proyectos de Ignacio Agüero y de José Luis Torres Leiva, por ejemplo, con quienes ha trabajado en distintas instancias. De hecho, con Agüero forma parte del grupo de profesores del Instituto de la Imagen de la Universidad de Chile.
“Algunas personas me han dicho que por qué no me quedé solo con un personaje o con una de las líneas narrativas, pero para mí era importante la digresión, asomarte a otros espacios y que no tuviera una estructura tan clásica”.
Todas esas búsquedas estéticas, esa idea de los ensayos fílmicos, se encuentran en Tierra sola, que cuenta la historia —y la cotidianidad— de la cárcel de Isla de Pascua, pero a ese mundo se suman otros relatos que surgieron a partir de la investigación y, sobre todo, de las imágenes que otros filmaron.
—Cuando fui en 2010 me dediqué, sobre todo, a conversar con muchos viejos, quería conocer a través de ellos la historia de la isla y de la cárcel. Hasta que un día uno me dijo: “Tanto que vai a la cárcel, si toa esta isla fue una cárcel en algún momento”. Me dejó pensando y nos pusimos a investigar, a leer todo lo que había sobre la isla, de distintos historiadores, y empecé a buscar filmaciones y ahí se abrió un mundo.
—Eso es algo característico de tu trabajo. El buscar en el pasado imágenes que hacen sentido en el presente.
—La preocupación por el cine antiguo, el cine patrimonial, viene desde siempre. Hace unos años hice un libro de Joris Ivens y su relación con Chile (Joris Ivens en Chile: el documental entre la poesía y la crítica, 2011, Cuarto Propio), su trabajo en Valparaíso y cómo fue un radio de influencia súper importante para los pioneros del cine documental en Chile: Pedro Chaskel, Sergio Bravo. Eso me gusta mucho, trabajar con ese cine antiguo, y por ahí surgió la idea de ver cómo se había filmado la isla antes…
—¿Y qué encontraste?
—Empezamos buscando en el museo de la isla, y había algunas películas. Pero después entramos a Google y descubrimos que había mucho material repartido en distintas partes del mundo: Bélgica, Noruega, Canadá. Buscamos filmaciones pre-turismo, pre-primer vuelo comercial, año 1966 como tope, porque además ahí cambió el formato de celuloide a video. Nos interesaban todas las expediciones que llegaban en barco y donde había alguien con una cámara.
A partir de ese descubrimiento, Panizza y su equipo recopilaron 32 películas, por lo que entendieron que también debían hacer algo con ese material, así que empezaron un proyecto de ordenar todo y hacer un libro con ese descubrimiento. Y comenzaron a trabajar con las imágenes, pues aquel registro —más de 100 horas de filmaciones— le permitía a Panizza añadir una nueva línea narrativa a la historia de la cárcel: con esas imágenes —muchas filmadas en super8— podía hablar y mostrar el pasado de la isla, y también la forma en que los extranjeros la observaban: como un lugar solitario, aislado, donde casi no aparecen sus habitantes, pues todo es paisaje.
Y fue también en medio de la investigación que descubrió otro punto que le serviría para abrir una nueva línea narrativa: a fines del siglo XIX, el gobierno chileno le arrendó la isla a una compañía británica, que convirtió el territorio en una gran hacienda ovejera y que intervino por completo la isla, que la convirtió, para sus habitantes originarios, en una verdadera cárcel, como le dijo uno de los ancianos a Panizza. Pues los habitantes fueron relegados, sin permiso para circular por su propio territorio y sin los derechos de cualquier ciudadano chileno. En medio de esa historia, Panizza se encontró con algunos sobrevivientes de ese tiempo, que lograron fugarse de la isla en frágiles embarcaciones. En el documental, ellos le cuentan cómo fue estar más de 50 días en alta mar, buscando mejores condiciones de vida, luchando por su libertad.
“Lo que me interesa es que los textos y las imágenes abran sentidos, que complejicen lo que uno va viendo en la pantalla”.
El relato de esos hombres dialoga, inevitablemente, con la vida de los internos que hoy están en aquella singular cárcel de Isla de Pascua, cuando los van a visitar sus familias, cuando le venden artesanías a los turistas —ahí, en la misma cárcel— o, simplemente, cuando están viendo televisión junto a los gendarmes. Pero además el vínculo entre ambas historias lo da el lugar: donde hoy está la cárcel, antes estuvo la casa de los capataces de la hacienda británica. Esos saltos en el tiempo también se traducen, cómo no, en las imágenes que vamos viendo en pantalla.
—Hay escenas que las filmas en digital, como las de la cárcel, en que pasaste horas compartiendo con los internos, y otras en super8. ¿Qué encuentras en ese formato que te lleva a trabajar siempre con él?
—Hay una obstrucción natural: cada rollito de películas son tres minutos y es mudo, entonces esa obstrucción me interesa. En video como que importara menos el momento de filmar, entre comillas, porque puedes grabar mucho y después en el montaje escoger. Pero aquí es al revés: lo que filmo en super8 por lo general va a quedar, entonces la decisión es en el momento.
—Ahora, tengo entendido que estuviste varios meses montando la película. ¿Fue muy complejo?
—Sí, fueron varios meses. Porque siento que el proceso de montaje también es un proceso de investigación. O sea, cuando estás montando veo cuánta duración le voy a dar a una imagen para que se desprenda del texto que le agrego, o calculo los tiempos para habitar esa imagen y, así, que el espectador construya la suya propia, o que su mente divague. Para mí eso es muy importante: que siempre pueda haber una divagación… Algunas personas me han dicho que por qué no me quedé solo con un personaje o con una de las líneas narrativas, pero para mí era importante la digresión, asomarte a otros espacios y que no tuviera una estructura tan clásica. Quería algo más ruiziano, con todos los elementos circulando, y que finalmente de ese fractal pudieses quedarte con algunas cosas. No creo mucho en una dictadura del relato.
—A propósito de la divagación, una de las cosas más bellas de Tierra sola son los textos que van apareciendo junto a las imágenes de la isla. Son textos que parecen pequeños poemas y que aportan siempre otra mirada a lo que vemos en pantalla.
—Creo que eso es algo que me ha interesado desde siempre, ese vínculo entre texto e imagen. Y la dosificación de eso: dejar que entren primero las palabras o la imagen, y no asfixiar. Porque uno se pregunta: ¿en qué medida si pones un texto estás influenciando demasiado una imagen, o no? Lo que me interesa es que los textos y las imágenes abran sentidos, que complejicen lo que uno va viendo en la pantalla.
El libro Scènes de la vie intellectuelle en France, de André Perrin, explora un tema en realidad universal: la manera en que lo políticamente correcto termina coartando la pluralidad de visiones acerca de la vida en común. Con tantos límites a la forma de hablar, a los temas que se pueden tratar y a las verdades que se pueden decir, hemos terminado perdiendo la tolerancia: querríamos un mundo completamente uniformado y nos ofuscamos incluso cuando las costumbres del pasado no se ajustan a nuestros criterios actuales. Pero pensar, dice Perrin, implica suspender el juicio moral.
por daniel mansuy
En La democracia en América (libro que, a pesar de los años, sigue siendo la mejor exploración del fenómeno democrático que se haya escrito), Alexis de Tocqueville describe con precisión de cirujano una inquietante patología de la modernidad: los límites a la libertad intelectual. Según observa el autor francés, las sociedades democráticas poseen un extraño talento para imponer límites invisibles a aquello que puede ser pensado. Tocqueville es un escritor moderado y elegante, pero en este tema su pluma adquiere un tono lapidario. Asevera, por ejemplo, que si acaso es cierto que un régimen despótico puede prohibir la circulación de tal o cual libro, la democracia logra que casi nadie tenga siquiera la idea de publicar un texto disidente. Su conclusión es categórica: en ningún lugar del mundo, dice, existe menos libertad intelectual que en Estados Unidos. Según Tocqueville, la democracia –el régimen de la igualdad– tiende a producir una especie de despotismo intelectual, que silencia mecánicamente a quienes osan apartarse de la doxa dominante.
¿En qué medida el diagnóstico tocquevilliano sigue siendo pertinente? Tal es la pregunta que intenta responder el libro de André Perrin, Scènes de la vie intellectuelleen France. L’intimidation contre le débat (“Escenas de la vida intelectual en Francia. La intimidación contra el debate”), que cuenta con un magnífico prefacio de Jean-Claude Michéa. A partir de una minuciosa explicación de algunas discusiones francesas y europeas, Perrin diseca los peligros que acechan la discusión intelectual en una sociedad que se vanagloria de ser la cuna de todas las libertades. El diagnóstico es claro: en Francia –pero también fuera de ella– hay una larga lista (que crece cada día) de ideas que no pueden ser enunciadas sin generar ipso facto un linchamiento mediático más o menos unánime.
Perrin alude a ejemplos variados, y que muestran que el imperio de lo políticamente correcto va dejando cada vez menos espacios de libertad. Veamos algunos de ellos. En 2008, el historiador Sylvain Gouguenheim publicó Aristote au mont Saint-Michel, libro cuya tesis central sostenía que el mundo árabe no fue el principal transmisor de la filosofía griega, como suele creerse. La idea era, ciertamente, debatible, pero a nadie le interesó ese aspecto. El autor fue rápidamente tachado de islamófobo, siendo objeto de una polémica muy agresiva. ¿Cómo es posible que se ponga en cuestión el aporte árabe a la civilización europea? ¿No hay allí una inaceptable afirmación de superioridad occidental? Por absurdo que parezca, ese fue más o menos el registro de la discusión. Cincuenta y seis profesores publicaron una violenta tribuna en Libération, señalando haber leído “con estupefacción” el texto en cuestión, y acusando a su autor de “racismo cultural”. Según los firmantes, el trabajo no sería científico, sino simplemente ideológico y “de connotaciones políticas inaceptables”.
Las cosas no dejan de existir porque así lo deseemos. Las ideas condenadas al ostracismo siguen allí pero, ya que no tienen derecho de ciudadanía, se manifiestan de modo patológico. Donald Trump es el caso más emblemático de dicho proceso, pero está lejos de ser el único.
Otro ejemplo: en 2010, Éric Zemmour, un conocido polemista francés, aseguró en un debate televisivo que la mayoría de los traficantes y delincuentes son negros y árabes. Zemmour fue condenado por la justicia por “incitación al odio racial”. Sin embargo, dado que las estadísticas étnicas están prohibidas en Francia, es imposible saber si dijo o no la verdad. Las palabras de Zemmour son, desde luego, tan chocantes como incómodas, pero ¿tiene sentido utilizar el derecho penal para silenciar aquello que nos perturba? ¿Qué tan ilustrada resulta esa actitud? En rigor, el caso de las razas es un ejemplo de manual, pues nadie sabe qué diablos hacer con el concepto. Por un lado, solo admitir la existencia de razas nos convierte de algún modo en racistas, pues supone admitir que hay diferencias relevantes al interior de la especie humana. No obstante, al mismo tiempo, se habla (y mucho) de razas, cuando se busca identificar a aquellos que consideramos víctimas (en Francia se realizan con cierta regularidad eventos a los que solo pueden entrar personas de color).
En Chile nos ocurre algo parecido con la cuestión mapuche: es racista hacer la distinción si se busca discriminar; es legítimo hacerla si se quiere proteger la identidad del pueblo mapuche.
Un tercer caso al que alude Perrin: en 2014 se organizaron las 17a jornadas de Historia de Blois, y fue invitado a hablar el destacado filósofo Marcel Gauchet, autor de una extensa obra sobre la modernidad. En tiempos normales, se entiende que el objeto de estas jornadas es discutir y confrontar tesis. Pero hubo quienes no lo entendieron de ese modo. Un grupo de “intelectuales” se indignó con la presencia de Gauchet en las jornadas por considerarlo “reaccionario”, y lanzó un llamado a boicotear el evento que fue firmado por ¡259 profesores universitarios! ¿El pecado de Gauchet? Haber dado tribuna en la revista que dirige (Le Débat) a autores de múltiples tradiciones intelectuales, incluyendo a críticos del matrimonio homosexual.
También hay casos cuyas consecuencias son de otro orden. El discurso que Benedicto XVI pronunció en Ratisbona el 12 de septiembre de 2006 fue conocido básicamente por su alusión a una discusión medieval, donde uno de los interlocutores afirma que el Islam es una religión violenta. Desde luego, el discurso no suscribía de ningún modo dicha tesis, pero a nadie le preocupan los detalles. El hecho se viralizó, interpretado como una impresentable crítica del jefe de la Iglesia Católica a la religión musulmana. Resultado: iglesias incendiadas en Irak y varios cristianos asesinados.
Pero hay un caso más dramático, ocurrido en el Reino Unido. Entre los años 1997 y 2013, unas 1.400 jóvenes fueron golpeadas, torturadas, violadas y abusadas sexualmente en Rotherham, en el condado de Yorkshire. Lo curioso es que ni la policía ni los servicios municipales ni el concejo municipal (todos ellos advertidos en repetidas ocasiones) hicieron algo para evitarlo. Según el informe realizado sobre el tema, todos los responsables fueron reticentes a la hora de “identificar los orígenes étnicos de los culpables”, pues temían ser tachados de racistas (los culpables eran, en su mayoría, de origen pakistaní). Durante largos 16 años hubo entonces una rigurosa ley del silencio, imposible de imaginar si los victimarios hubieran sido, por decir algo, sacerdotes católicos.
En Chile no estamos ajenos a estos fenómenos. Basta mencionar el caso Zamudio. Daniel Zamudio, un joven homosexual asesinado en 2012, se convirtió en ícono de la lucha por la diversidad sexual sin que nadie se preguntara seriamente por la pertinencia de dicha interpretación. Meses después, Rodrigo Fluxá publicó un documentado (y excelente) libro que pone en duda dicha tesis, y sugiere que el homicidio debería ser leído más bien en clave social, como efecto de la marginalidad y la droga. Fluxá fue objeto de duras críticas; el Movilh publicó un comunicado en el que denunciaba el libro, aunque admitían no haberlo leído (tal cual). Seis años después, cada vez que los medios se refieren al caso, ponen el énfasis en el carácter sexual del delito. ¿La verdad de los hechos? Muy bien, gracias.
Así se van acumulando las limitaciones de facto a la discusión intelectual.
Es cierto que el conflicto entre política y filosofía es al menos tan viejo como Platón, pero es difícil negar que las sociedades modernas llevan la paradoja a un punto extremo y difícil de seguir. Los mismos que quieren discutir todo sin tabú se escandalizan cuando alguien no está de acuerdo con ellos; los mismos que dicen detestar toda censura no tienen escrúpulo alguno en torturar a Popper y su paradoja de la tolerancia cada vez que alguien expresa una idea disidente; y los mismos que reclaman el valor supremo de toda transgresión y provocación, simplemente no soportan cuando esta va, según ellos, en la dirección equivocada. ¿Cómo explicar este extraño fenómeno, esta irresistible tentación moderna? En rigor, les tememos cada vez más a la alteridad y al conflicto. Hemos perdido la tolerancia para con la diferencia: querríamos un mundo completamente uniformado. Nos incomoda, por ejemplo, que las obras de arte del pasado no se ajusten a nuestros criterios (como el cuadro de Balthus que levantó airada polémica hace no mucho), y estamos incluso dispuestos a modificarlas para complacernos en nuestra seguridad de estar en lo cierto. Más allá de nuestras gárgaras, le tememos a la diversidad que no calza con nuestros moldes (que, dicho sea de paso, es la única que vale la pena).
Pensar también puede ofender la sensibilidad y, como decía Aron, no estamos obligados a dar constante prueba de nuestros buenos sentimientos. Pensar es siempre un riesgo, que no puede tomarse si no estamos dispuestos a dudar de nosotros mismos.
En ese contexto, no tiene nada de raro que nuestras diferencias dejen de ser intelectuales y se conviertan en diferencias morales. A quien piensa distinto se le intenta convencer con argumentos, pero, ¿cómo discutir con alguien poseído por el mal? De allí la obsesiva tendencia a reducir nuestros desacuerdos a lo fóbico: las fobias no se discuten, se denuncian. De más está decir que los efectos sociológicos de esta actitud no son muy estimulantes: las cosas no dejan de existir porque así lo deseemos. Las ideas condenadas al ostracismo siguen allí pero, ya que no tienen derecho de ciudadanía, se manifiestan de modo patológico. Donald Trump es el caso más emblemático de dicho proceso, pero está lejos de ser el único. Y todos aquellos que hacen gala de su indignación estética para con Trump se privan de los medios para comprenderlo.
Pensar, dice Perrin, implica suspender (al menos en alguna medida) el juicio moral. Yo diría más: para pensar, es necesario suspender el propio juicio. Pensar es siempre pensar contra sí mismo, según la expresión de Finkielkraut. Pensar con honestidad implica poner las consecuencias de las ideas, al menos provisoriamente, entre paréntesis: no hay auténtica discusión allí donde la verdad debe ser disimulada si (creemos que) genera efectos nocivos.
Pensar también puede ofender la sensibilidad y, como decía Aron, no estamos obligados a dar constante prueba de nuestros buenos sentimientos. Pensar es siempre un riesgo, que no puede tomarse si no estamos dispuestos a dudar de nosotros mismos. Quien no duda, no piensa; tampoco quien tiene certeza plena de estar en el lado correcto. Dicho en corto, pensar exige el coraje de estar dispuesto a ir a contracorriente y desafiar el conformismo intelectual, incluso el conformismo del anticonformismo.
Esto puede resultar muy molesto, pero la libertad pierde su valor si multiplicamos al infinito las cortapisas, las palabras prohibidas y las expresiones sospechosas. El lenguaje se vuelve rígido, y un mundo cuyo lenguaje no puede desplegarse es un mundo chato y carente de interés. No deja de ser llamativo que el proyecto ilustrado (una de cuyas banderas fue, desde Spinoza, tratar de garantizar el mayor grado de libertad de expresión) termine cerrándose sobre sí mismo, y replicando todos y cada uno de los males que pretendía combatir.
Quizás, como sugería Leo Strauss, llegó la hora de interrogar los presupuestos de ese proyecto moderno. Después de todo, la fe inexplicada en el progreso y la afirmación irreflexiva de lo moderno en cuanto moderno no son ajenas a todos estos entuertos. El mérito del libro de Perrin es mostrarnos los puntos ciegos de una modernidad que nunca ha aprendido a observarse a sí misma. Como decía el mismo Tocqueville, el amigo de la democracia no es quien la alaba, sino aquel que es capaz de mostrar cuáles son sus dificultades. En ese sentido, André Perrin es un espléndido (y fastidioso) amigo de nuestro régimen.
Imagen de portada: Manifestación de musulmanes contra los dichos del Papa, el año 2006 (publicradioeast.org).
Scènes de la vie intellectuelle en France. L’intimidation contre le débat, André Perrin, L’Artilleur, 2016, 240 páginas, €20.
Parece normal asociar la palabra “decadencia” con el género de la novela negra. Quizás entramos en este tipo de libros para confirmar algunas sospechas sobre el estado de las cosas. La sensación ominosa y constante de que bajo la alfombra de una aparente normalidad cívica se acumula el polvo y la mugre de fuerzas caóticas y barbáricas, ajenas a nuestra vida cotidiana, que amenazan con derrumbarlo todo. Aun siendo consciente de esto, es difícil preparar a un lector para los niveles de abyección humana que recorren las páginas de Entre hombres, de Germán Maggiori. Un desfile carnavalesco de personajes masculinos definidos por su violencia extrema, misoginia rampante, angustia permanente, motivaciones mezquinas, desesperanza asumida y corrupción desatada. Todo esto potenciado por el consumo indiscriminado de cocaína que dota a sus escenas y secuencias de un ritmo frenético, incluso en los momentos menos frenéticos.
La búsqueda de una grabación secreta que muestra una orgía entre hombres poderosos, prostitutas y un travesti, es lo que entrecruza los intereses de una amplia gama de personajes: traficantes de poca monta, ladrones de autos, proxenetas híper violentos, políticos desideologizados y entregados al marketing, agentes de inteligencia y policías corruptos que buscan la grabación para usarla de algún modo truculento. Aquí conocemos al Loco Almada, un policía hastiado de su propia inclinación a la violencia, que tiene el hábito de recitar párrafos del código penal para frenar su impulso de matar a todo lo que se le cruce por delante; y al Mostro Garmendia, su compañero, ex torturador con el rostro quemado, nostálgico de la dictadura militar y adicto enfermizo a todo tipo de sustancias.
En estas páginas se derrumba por completo esa idea tan chilena o quizás latinoamericana del Buenos Aires cosmopolita, civilizado, letrado, lleno de cafecitos y bares encantadores y taxistas cultos que ofrecen agudos análisis del acontecer político.
Los hechos policiales se cruzan, mediante la persistencia del azar y el equívoco, con las vidas de un grupo de amigos cesantes, perdidos y entrañables, conocido como “el club del fernet”, cuyo único plan de vida consiste en tomar alcohol y consumir drogas en un bar del barrio. En las conversaciones de estos amigos, a veces muy divertidas, a veces cargadas a la desesperación y a la completa ausencia de perspectivas para el futuro, se configura una especie de poética del macho reventado, una ética del desborde que permea todo el resto de la novela y que logra captar ese estado de ánimo tan propio de los años 90 en Argentina, el ocaso del menemismo y su culminación en la brutal crisis del 2001.
La acción se mueve entre diversos barrios centrales o marginales de la ciudad, que conforman el esqueleto de una urbanidad arrasada. En estas páginas se derrumba por completo esa idea tan chilena o quizás latinoamericana del Buenos Aires cosmopolita, civilizado, letrado, lleno de cafecitos y bares encantadores y taxistas cultos que ofrecen agudos análisis del acontecer político. El conurbano es presentado como un territorio en permanente descomposición, con vínculos comunitarios frágiles, plagado de rincones inhóspitos que son el escenario adecuado para la destrucción de sus códigos de convivencia.
Muchas cosas han cambiado desde su fecha de publicación, en el año 2001. Quizás el estado actual de la cultura, donde la consciencia pública de los abusos cotidianos de todo tipo ha permeado a nuestras sociedades, convierta la lectura de esta novela en un acto radicalmente contemporáneo. Y, por lo mismo, en un acto de cierto masoquismo literario. Una novela que sería prácticamente inabordable o imposible de soportar sino fuera por la vitalidad de su prosa y un inesperado sentido del humor. Es en este punto donde radica uno de los talentos centrales de Maggiori: la capacidad de equilibrar el horror con la risa, aligerar esa permanente disposición a la violencia con un extrañísimo sentido de la alegría. El tipo de alegría infantil y carente de moral que nada tiene que ver con lo bueno ni con lo deseable para un mundo mejor, pero que amplifica lo absurdo en sus personajes hasta convertirlo en algo no solo soportable, sino hilarante. La otra virtud de Maggiori es narrativa: la construcción de un entramado policial complejo cuya tensión no decae y que nos empuja siempre hacia adelante, incluso ante la constatación de que nada será resuelto. La idea misma de una resolución está anulada en este libro por el avance demencial de los acontecimientos, la sordera de las voluntades y la deriva inconexa de las motivaciones.
Una novela que sería prácticamente inabordable o imposible de soportar sino fuera por la vitalidad de su prosa y un inesperado sentido del humor. Es en este punto donde radica uno de los talentos centrales de Maggiori: la capacidad de equilibrar el horror con la risa, aligerar esa permanente disposición a la violencia con un extrañísimo sentido de la alegría.
Y está, por supuesto, su riquísimo lenguaje, un habla de los bajos fondos que no puede sino recordar a la literatura de Roberto Arlt y que mezcla el argot criminal con la vulgaridad intransable y una suerte de argentinidad al palo. En cualquiera de sus páginas se pueden encontrar frases como esta, parte de una anécdota que el Mosca, ladrón profesional de autos, le cuenta a su comparsa, el Zurdo: “Con el polaco una vez, yo recién empezaba, hicimos un supermercadito, una gilada de enrochado, los dos de caño, allá por Castelar. El chabón vio de toque que la cosa se ponía dura, en la caja no había un cobre y el coreano puto no quería largar el paco que tenía encanutado. El Polaco lo cazó del cogote y se lo llevó para la máquina de cortar fiambre”.
Este lenguaje, que a primera vista podría resultar críptico o excluyente para un lector no argentino, resulta ser todo lo contrario: es la materia prima que permite acceder con precisión a la idiosincrasia de sus personajes. Hombres que si bien parecen estar entregados al abismo, no están impedidos de vislumbrar las causas de su propio agotamiento vital.
Esto se puede ver claramente en los manuscritos del doctor Celedonio Reyes, una suerte de manifiesto teórico que corre por debajo de la historia, o en sus costados, y donde se analiza la composición del “Homo toxicus”, eslabón evolutivo que constituiría al hombre de este nuevo siglo. En uno de sus párrafos leemos lo siguiente: “Un pueblo sin sueños es como una autopista a ninguna parte, es un caos que termina en el embotellamiento, en la inmovilidad. Y donde no hay movimiento tampoco hay vida posible. Entonces, cuando se pierde el significado de los fines, también se pierde el significado de los medios: una autopista a ninguna parte definitivamente no es una autopista, es otra cosa. El resultado de haber transitado este camino es el habernos convertido en otra cosa”.
De eso nos habla esta novela. Del fin de los sueños. El fin de lo que debiera unirnos como especie. De esa “otra cosa” que habita en nuestros corazones y nos corroe desde adentro. Una especie de ultimátum en clave policial que solo podemos abordar desde la perplejidad y que nos golpea con extrañeza, como un ataque de risa en la mitad de una pesadilla.
Entre hombres, Germán Maggiori, Estruendomudo, 2018, 344 páginas, $14.000.
En Fanfiction, el mundo de Hidalgo sigue siendo en gran medida el del puerto de Valparaíso, espacio seductor, melancólico, devastado por el fracaso o la mediocridad. Y en los cuentos también abundan referencias pop provenientes del cine, la música, las series y los cómics. Sin embargo, hay relatos mucho más libres e imaginativos, hilarantes, rabiosos y desconcertantes, relatos que sugieren un posible giro hacia la madurez.
por lorena amaro
Ya en los cuentos de Canciones punk para señoritas autodestructivas (2011) y en la novela Manual para robar en el supermercado (2015), Daniel Hidalgo demostró su capacidad narrativa, que se reafirma y supera en la prosa de Fanfiction, más pulida que en los libros anteriores. Se evidencia una gran soltura en los diálogos, a través de los cuales el autor registra las observaciones hechas en la calle, sobre todo la calle de los jóvenes, sus noches, sus primeras búsquedas intelectuales y musicales. También en este nuevo libro el mundo de Hidalgo sigue siendo, en gran medida, el del puerto de Valparaíso, espacio seductor, melancólico, devastado por el fracaso o la mediocridad, espacio que emerge no solo en su narrativa, sino también en las historias de varios autores contemporáneos, como Álvaro Bisama, Cristian Geisse y Cristóbal Gaete.
Los cuentos de Fanfiction transcurren en atmósferas similares y se sirven de referencias pop provenientes del cine, la música, las series y los cómics. Sin embargo, hay novedades en la narrativa de Hidalgo: el primer relato, “Alerta de spoiler”, se escapa del registro realista y melancólico de los demás, para acercarse a una estética hilarante y rabiosa. Pocas narraciones recientes en Chile ofrecen este tono más libre e imaginativo, menos apegado al registro mimético y minimalista que prima entre nuestros escritores actuales. Ya desde el comienzo de esta historia el narrador anuncia: “Les voy a contar algo”, y con ello atesta que efectivamente entraremos en los laberintos de la ficción, en este caso bastante desquiciados: un crítico de cine escribe que la Marvel paga a los comentaristas cinematográficos para que hablen bien de sus películas, y esto desata una desopilante persecución, con frecuentes cameos del recientemente fallecido Stan Lee por un apocalíptico Santiago Centro: “Stan Lee gritaba mientras temblaba tan fuerte como el terremoto del 85 y el 27F al mismo tiempo y concentrados únicamente bajo nuestros pies”. Se entremezclan argumentos de películas recientes y alusiones al imaginario cinematográfico de los 80, en un relato muy libre, en que no faltan los “[alerta de spoiler]”. Todo un acierto, que abre el volumen con humor y soltura.
Se evidencia una gran soltura en los diálogos, a través de los cuales el autor registra las observaciones hechas en la calle, sobre todo la calle de los jóvenes, sus noches, sus primeras búsquedas intelectuales y musicales.
Algo hay de esto también en “Sirenas”, donde se cuenta la fuga de unas adolescentes de un hogar del Sename. Las poses y violencia desatada en torno a estas niñas oscilan entre la parodia de heroínas como Harley Queen, por momentos muy cercana a la caricatura, y el desarrollo de historias de maltrato en que resuenan los testimonios que se han conocido en los últimos años, en Chile, sobre la pesadilla que viven los niños y niñas que pasan por estos hogares.
En un mismo tono de crítica social, aunque sin renunciar al humor, Hidalgo ofrece las historias de sus otros personajes, más apegado a las convenciones del realismo: un joven estudiante de literatura viaja a Las Cruces para pasar unas carreteadas vacaciones con sus amigos; un bajista estrella de las tocatas porteñas desaparece de escena y su destino se torna tan hilarante como incierto; un narrador, desolado por sucesivas pérdidas, hace el recuento de las mascotas de su vida desde una sociedad futura; dos amigos visitan el cementerio y recuerdan a un tercero, suicida. Son todos cuentos fluidos, que logran mantener el interés con anécdotas mínimas y bastante atmósfera.
Sin embargo, creo que lo más significativo de este libro no se halla en esos relatos, finalmente más convencionales en su estrategia narrativa, sino en el tránsito hacia nuevos temas y voces, que sugieren los dos primeros cuentos y también el último, “Chicas con camisetas de los Ramones”, en que dos mujeres ya en sus 30 años, que se conocieron en la época escolar y vivieron juntas el encuentro con la música, el mundo de las bandas, el alcohol y la sexualidad, conversan en un patio comentando los cambios de la hija adolescente de una de ellas. Se trata de un diálogo bien construido, en que los estereotipos de las dos amigas no responden a otra cosa que a sus propias conductas de imitación adolescente; confrontadas con su propia madurez, hay algo de desconcierto y también un poco de risa ante la situación. Quizá esta conversación entre dos mujeres que comienzan a abandonar la juventud prefiguren un giro en la narrativa de Hidalgo hacia una narrativa de madurez, menos encandilada con sus referencias de culto y con más conciencia de sus recursos narrativos, la psicología de sus personajes y la crítica social latente desde sus primeros textos.
Fanfiction, Daniel Hidalgo, Estruendomudo, 2018, 134 páginas.
En 1937, luego de mostrarles sus dibujos a André Breton, Roberto Matta es aceptado en el grupo surrealista. Fueron sus “morfologías psicológicas”, como denominaba el artista a sus intentos de dar expresión visual a los contenidos del inconsciente, los que le allanaron su ingreso en la vanguardia. Dentro de las filas surrealistas tuvo ocasión de rodearse con los más importantes creadores del momento, tanto en Francia como en Estados Unidos, a la vez que desarrolló el que sería considerado uno de sus mejores períodos artísticos.
En un principio algo distante de los sucesos que agitaban Europa, finalizada la Segunda Guerra Mundial sus representaciones cósmicas del interior humano fueron dando paso a una obra más figurativa, integrando máquinas y humanoides en sus cuadros. Este vuelco en su pintura inauguraría una nueva etapa en su carrera y su interés por el devenir de las sociedades ya no abandonaría jamás su imaginario. Sin embargo, esta nueva perspectiva sería una de las razones que le costaría su expulsión del grupo surrealista. Aquel tránsito, desde la abstracción pura a una visión más comprometida con los dramas del hombre, se puede apreciar en la exposición Matta. Obra gráfica 1943-1968. De la New School de Nueva York a la revolución intelectual del 68, que hasta el 20 de enero de 2019 muestra en el primer piso del MAC el 90% de los grabados hechos por el artista entre esos años.
“Los surrealistas pensaban que estas obras con elementos figurativos ya no los representaban, que él hablaba de otra cosa”, cuenta la curadora Inés Ortega-Márquez. “Todos habían desembocado en la abstracción y esto lo interpretaban como un retroceso. Matta usa la figuración para narrar lo que estaba pasando, pero no abandona la abstracción pura, solo se aleja de ella, más o menos entre el 47 y el 55, porque entre medio hay pinturas como El nacimiento de América, que se puede ver en esta exposición, y que es totalmente abstracta”.
“Cuando fue el alzamiento español y asesinan a Lorca, eso lo desgarra, conoce entonces de cerca la injusticia y queda grabado para siempre”.
El Taller 17
En 1939 Matta desembarca en Estados Unidos, como buena parte de los artistas de vanguardia europeos. La guerra había desplazado el centro de interés artístico desde París a Nueva York. Aquí, Matta se convertirá en punto de referencia para nuevos artistas, como Pollock y Rothko, quienes estaban absorbiendo rápidamente las ideas de los surrealistas en exilio. Si en París el café Deux Magots sirvió como punto de encuentro para el grupo, en Nueva York el Taller 17 de Stanley William Hayter tomaría la posta, convirtiéndose en un importante centro de reunión
Fundado originalmente en 1927 en la capital francesa y trasladado a Estados Unidos en 1940, pasaron por este taller de grabado artistas como Picasso, Miró y Kandinski. Los innovadores recursos que Hayter estaba aplicando a esta técnica, y que lo ubican dentro de los más destacados grabadores del siglo XX, llamaron inmediatamente la atención dentro de la denominada Escuela de Nueva York.
Matta realizó su primera serie de grabados en 1943 y la tituló, precisamente, The New School. “Matta en París no visitó el Taller 17 ni había aprendido grabación, pero ya en el 43 en Nueva York sí que se animó, probablemente por el ambiente en que estaba rodeado, porque Pollock también acudía al taller y otros que estaban en el grupo”, dice Ortega-Márquez. “El aprendizaje del grabado que hizo Matta con Hayter tenía muchas posibilidades, especialmente cromáticas. De hecho, casi todos los vanguardistas del período han manejado la misma estructura de grabado porque aprendieron en el mismo lugar”.
Dentro de la exposición se puede conocer esta primera incursión del artista chileno en el grabado: una de las piezas en exhibición data de 1943. En tanto, el resto de la serie expuesta fue impresa recién en 1980. En estos trabajos se ve el interés de Matta por lo erótico, representando una orgía de intrincadas figuras humanas, una mezcla de brazos, piernas y genitales, que a su vez remiten a la faceta más primitiva y salvaje de su obra. De estos años también se exhibe I want to see it to believe it, en el que desarrolla su concepto del “cubo abierto”.
“No veo ningún tipo de grabado que digas: esto en pintura no existe. En este nuevo lenguaje pone el mismo espíritu y la misma fuerza que había puesto en su pintura, claro que los efectos no son los mismos”.
Otra serie que se puede ver es Vigies sur cibles (1959), un conjunto de ilustraciones que Matta realiza para un libro de arte, del mismo nombre, escrito por Henri Michaux. Estas imágenes son una continuación de la pintura Etre Cible (Ser el blanco) y su resultado propicia la reconciliación de Matta con André Breton, quien reintegra al pintor chileno en el grupo surrealista.
De los 60, su período más politizado, se incluyen obras que tratan asuntos como la guerra de Vietnam, la revolución cubana y la base militar de Guantánamo.
¿Qué circunstancias propiciaron el paso de Matta de las “morfologías sicológicas” a su preocupación por lo social?
Yo considero que la preocupación de Matta por el tema social arrancó incluso antes de que se convirtiera en pintor. Cuando él se marchó de Chile, en un momento se desplaza a España a ver a su familia y conoce a Federico García Lorca. Si bien no fueron profundamente amigos, porque no tuvieron tiempo para hacerlo (solo pudieron relacionarse en contadas ocasiones en Madrid, en casa de sus tíos), su figura lo influye profundamente. Por lo tanto, cuando fue el alzamiento español y asesinan a Lorca, eso lo desgarra, conoce entonces de cerca la injusticia y queda grabado para siempre.
Fue un golpe de realidad…
Claro. A mí juicio, en este primer contacto con una realidad hostil, bélica y de acontecimientos trágicos, él empieza a palpar esta idea, que después maneja mucho, de la perversidad del hombre contra el hombre, que es capaz de matar a otro por el pensamiento, por la ideología. Por esa misma época además, en el año 37, Matta está en el pabellón de España y conoce a Picasso, justo en el momento en que está pintando el Guernica, que probablemente es la muestra más feroz que él se podría haber encontrado de esto, es decir, de una situación bélica…
Una representación descarnada del horror…
Claro, un horror más palpable, más directo. La influencia que tuvo en él esta obra la veo en esos caballos enloquecidos, caídos en tierra, relacionados con las aventuras del Quijote, que aparecieron después en sus pinturas y en todos los demás formatos en los que trabajó. Siempre he pensado que el Guernica quedó muy internalizado en él.
¿Hay particularidades en sus grabados que no se ven en su pintura?
Yo creo que Matta traspasa al grabado todas sus preocupaciones que había manejado en la pintura. En ellos, por ejemplo, está tratado el tema del espacio, lo erótico y todas sus inquietudes sociales y políticas. Entonces, él está en dos soportes distintos plasmando las mismas exploraciones, las mismas búsquedas, solo que grabar es una cosa y pintar es otra, de modo que el tratamiento que da a cada una es obviamente diferente, pero la conceptualidad que maneja es la misma. No veo ningún tipo de grabado que digas: esto en pintura no existe. En este nuevo lenguaje pone el mismo espíritu y la misma fuerza que había puesto en su pintura, claro que los efectos no son los mismos, porque en ningún caso puede ser semejante un grabado a una pintura.
Hasta el 20 de enero en el MAC de Parque Forestal
Matta. Obra gráfica 1943-1968. De la New School de Nueva York a la revolución intelectual del 68, curada por Inés Ortega-Márquez, comprende trabajos inéditos de una colección privada nunca antes exhibida. La muestra está compuesta por más de 170 obras que incluyen litografías, aguafuertes, aguatintas, libros, ilustraciones y otros objetos. Inaugurada el pasado 25 de octubre, estará abierta hasta el 20 de enero en el Museo de Arte Contemporáneo de Parque Forestal.
Sí, el uso del color, por ejemplo, que es tan característico en su pintura, no tiene la misma presencia en los grabados.
Absolutamente, pero ten en cuenta que esta forma de grabar, que la inventó Hayter, quien usaba desniveles y planos distintos para imprimir, conservaba bastante el carácter original de los colores, reproduciendo fielmente lo que cada pintor quería lograr como cromatismo, como pigmento personal. Esto lo ves bastante en los grabados de Matta. En ellos aparecen, por ejemplo, esos amarillos y verdes que él usaba y se reconoce fácilmente su sello. Cuando entras a una de las salas y miras alguna de las obras, sobre todo las más cromáticas, reconoces a Matta, no podrían ser de otra persona. Si tú ves grabados de Miró, tampoco te cabría duda de que son de él, porque llevan su sello personal, siendo totalmente distinto el trabajo de color en uno y en otro. Matta hace unos fondos de color nada que ver, que ocupan los espacios así sucesivamente, mientras que Miró es una cosa más compacta, más plana, más separada. No hay esa conjunción cromática que logra Matta, por lo cual en ese sentido es difícil de imitar. De hecho hay muchos falsos de Matta y uno los puede descubrir, precisamente, por esos fondos cromáticos que no están logrados.
¿Cómo Matta llega a convertirse en una figura protagónica de la Escuela de Nueva York?
Matta era el más joven de todos los artistas de ese movimiento (tenía 28 años en 1939) y son sus características personales las que de algún modo lo llevan a ocupar ese sitio. Hay que considerar que viene de París, es muy desenvuelto y simpático, tiene bastante mundo y además conocía a mucha gente. Por otra parte, hablaba inglés, por lo cual está muy por encima de todos los demás artistas europeos que llegaron a Estados Unidos, que no se desenvolvían sino en francés; hasta los españoles lo que hablaban era francés. Entonces esas características y su audacia –porque se le ocurre, por ejemplo, empezar a pintar con las telas tiradas en el piso, cosa que todavía no había hecho Pollock, justo en el momento en que todos querían liberarse de las antiguas maneras–, lo convierten en el puente entre el surrealismo francés, de Breton, y la vanguardia norteamericana, donde realmente no se hacía surrealismo. Yo creo que Matta debiera estar en todos los tratados de pintura, nunca debiera faltar su nombre. Sin embargo, la mayoría de las veces no aparece porque la Escuela de Nueva York se hizo muy para dentro.
¿Y por qué no se le reconoce su importancia?
Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se descubre el Holocausto, Matta experimenta un cambio radical hacia la figuración para narrar mejor lo que pasó. Ese es un quiebre muy importante y en ese minuto Matta deja de pertenecer de modo natural al grupo, a los surrealistas y a la Escuela de Nueva York, porque de ambos lados le dan la patada. Eso a él le duele muchísimo y se marcha a Europa despechado, por decirlo de alguna manera. En ese despecho quizás empieza el deterioro de la imagen magnífica que había logrado Matta en Estados Unidos. Y yo creo que él después no hace nada por remontarla, porque está harto. Una de las peculiaridades de Matta es que nunca le gustó la pertenencia a cosas, no le gustaba que lo etiquetaran, con lo cual no hizo esfuerzos posteriores para reunirse de nuevo con ninguna tendencia y ya devuelta en Europa, al final del 40, anduvo solo, sin adscribirse a ninguna corriente en particular.
Fue Kierkegaard quien se quejaba de lo absurdas que eran las personas. “Nunca usan las libertades que tienen, pero exigen las que no tienen; tienen libertad de pensamiento, exigen libertad de expresión”. La distancia burlona del filósofo danés frente a la libertad de expresión no es usual, pues ella suele ocupar un lugar privilegiado en la edificación al menos mental de las democracias liberales. A menudo se presenta como un derecho al que todos los otros están subordinados o como la más importante de las libertades, porque sin ella no se puede ejercer ninguna otra. Es el caso del historiador y cientista político Timothy Garton Ash. En su reciente libro, Libertad de palabra afirma que no es simplemente una entre muchas: “Es aquella de la cual dependen todas las demás”. La considera una característica esencial de la política democrática y un derecho humano, garantizado por las constituciones de los Estados y por los convenios de organismos internacionales.
El filósofo David van Mill, sin embargo, en un libro aún más reciente, Free Speech and the State (“Libertad de expresión y el Estado”), se opone a quienes argumentan que hay un derecho a la libertad de expresión (para la mayoría, un derecho humano) que debe ser protegido por mecanismos legales que lo convierten en un derecho civil. Para él, no hay derechos que estén sobre el Estado, incluyendo la libertad de expresión. En lugar de recibir protección especial, debe ocupar su lugar junto a otros bienes sociales y puede incluso ser una amenaza para esos otros bienes, como la privacidad, el evitar el daño injustificado o la igualdad. Su postura, admite, es solitaria. La llama una “aproximación sin principios”: los límites de la libertad de expresión deben ser establecidos necesariamente por el Estado, lo que en las democracias significa a través de la interacción social y política.
Por supuesto, los fundamentos de la libertad de expresión y su regulación normativa no son las únicas cuestiones que generan posturas contrapuestas. Porque defender la libertad de expresión implica no solo lamentar todo límite a ella, elogiar los buenos argumentos y la valentía de los opositores, sino también defender el derecho a decir cosas tontas, vulgares, falsas o detestables.
Dos ejemplos. La fotografía Piss Christ (1987), del artista estadounidense Andrés Serrano, muestra un crucifijo inmerso en un vaso de orina, simbolizando según él la ambigua relación entre lo sagrado y lo inmundo. El humorista francés Dieudonné se hizo famoso por hacer en sus espectáculos un gesto que llama la quenelle y que han querido ver como el saludo nazi con el brazo hacia abajo, además de otras provocaciones antisemitas. Ha sido investigado y condenado por incitación al odio.
Pero los seguidores de Dieudonné reivindican su derecho a “desacralizar” todo y reírse incluso de las cámaras de gas. Y lo defienden no solo extremistas. En La République des censeurs (“La República de censores”), Jean Bricmont (un físico teórico, coautor con Alan Sokal del libro Imposturas intelectuales) propone un ensayo crítico en el que defiende la libertad de expresión contra todas las censuras y presenta una vehemente defensa de Dieudonné.
Los “superpoderes privados” digitales, que toman decisiones editoriales de manera no siempre transparente ni responsable, están en constante tensión entre servicio público y beneficio privado. Dada su posición tienen un poder de censura similar a un Estado.
¿Es razonable permitir que se diga cualquier cosa? ¿Debe el Estado ser neutral en relación con el contenido de lo que se dice? ¿Es aceptable prohibir el “discurso ofensivo” o el “discurso del odio”? Por otra parte, ¿cómo enfrentar la violación de la privacidad de individuos o las fugas de información estatales (denuncias internas y filtraciones) que pueden causar daños? ¿Prevenir esos daños justifica limitar la libre expresión?
Peligro global
Si Garton Ash da tanta importancia a la libre expresión es quizá porque, como en el amor, no se piensa mucho en ella hasta que peligra perderse. Él mismo logró reconocimiento como reportero político en Europa central y oriental en las décadas finales del siglo XX, fue espiado por la policía secreta de la Alemania democrática (su nombre en clave era “Romeo”) y conoció de primera mano, por sus amigos disidentes, lo que era vivir en un ambiente totalitario. Asimismo, tras la investigación de Libertadde palabra ha concluido que ella pasa ahora por un mal momento.
El 2011, junto a un equipo de estudiantes de la Universidad de Oxford, se propuso explorar el estado de la libertad de expresión a nivel global. Creó un foro (freespeechdebate.com) cuya discusión es la base de su libro. El autor ha indagado tanto como ha viajado: se ha entrevistado con todo tipo de personas, desde los cuarteles de Google hasta Beijing. Su premisa es que, debido a la migración masiva e internet, gran parte del mundo vive en una “cosmópolis” siempre conectada. Y eso puede ser bueno o malo: así como circulan las noticias rápidamente, también un video anónimo subido en California puede causar un asesinato en Asia. Si las nuevas tecnologías permiten que la libertad de expresión fluya a través de las fronteras, la sombra amenazante de la censura adopta nuevas formas de control.
Según Garton Ash, tradicionalmente se piensa en el Estado como el gran censor: así es en China, con su intento de controlar los flujos de información e ideas en sus fronteras mediante una censura masiva, a pesar del ingenio de millones de chinos para sortearla. Pero, además del Estado, también están los “superpoderes privados” digitales (Facebook, Twitter, Google, Amazon, Apple), que toman decisiones editoriales de manera no siempre transparente ni responsable; son empresas en constante tensión entre servicio público y beneficio privado, las que dada su posición dominante en el mercado tienen un poder de censura tan limitante como un Estado: son un nuevo tipo de superpotencia, sin territorio. Si un Estado o compañía puede determinar sus términos al interior de sus reinos territoriales o virtuales, la mayor fuerza se genera cuando los poderes públicos y privados se combinan: es un “poder al cuadrado” y ha ocurrido respecto de actividades terroristas o criminales (por ejemplo, de los ataques de 2001 en Estados Unidos). De esta manera, Garton Ash distingue entre “perros” (los Estados naciones), “gatos” (los superpoderes digitales) y “ratones” (los ciudadanos). Estados Unidos, Europa y China son los “perros” más grandes, compitiendo por promover sus propias normas en el mundo, aunque hay otros poderes regionales como India, Brasil, Turquía, Sudáfrica e Indonesia. Todos tienen una marcada noción de soberanía, pero a la vez tienen diversas tradiciones. Con todo, no hay una línea divisoria clara Oriente-Occidente ni Norte-Sur. Se mezclan, como en Rusia, por citar un caso.
Una visión panorámica igualmente intranquila pero distinta, fragmentada en distintos autores, es la que entrega el libro Free Speech and Censorship Around theGlobe (“Libertad de expresión y censura en el mundo”), editado por Péter Molnár. Es un conjunto que comprende tanto visiones generales como otras por países o regiones, a través de artículos, informes o entrevistas (a funcionarios, expertos o relatores internacionales). Su énfasis está más bien en los sistemas normativos nacionales e internacionales, aunque también se ocupa de aspectos como la violencia contra periodistas, aumento de las reglamentaciones injustificadas o el acceso a la información y a la información pública.
1989, internet y la ubicuidad
Como una incursión sobre las “narrativas” de la libre expresión, consideran Péter Molnár y Monroe Price la perspectiva que entrega Free Speech and CensorshipAround the Globe. Ven como puntos de inflexión los años 1989 y 2011: el primero, con la caída del Muro de Berlín y la ampliación de las libertades en Europa Central y del Este; el segundo, por las revoluciones árabes. Garton Ash también considera 1989 como un año fundamental: la caída del Muro, la invención de la World Wide Web, la masacre de Tiananmen, la fatwa contra Salman Rushdie… Esa condena a muerte marcó un nuevo episodio en la historia de la censura. En la persecución del escritor ya no había un lugar seguro en Occidente, pues los seguidores del ayatolá Jomeini podían estar en cualquier parte.
Con internet y las nuevas tecnologías parece haber también una ubicuidad de la información. En principio, toda persona con conexión a la red tiene acceso instantáneo a una multitud de opiniones circulantes e incluso puede hacer circular las suyas propias. Lo dicho en la “privacidad” de un bar o una reunión de amigos ahora puede ser publicado mundialmente en Facebook o Twitter, constituyendo nuevas formas de expresión para los ciudadanos, especialmente si viven bajo regímenes autoritarios. Garton Ash piensa que la invención de internet inauguró el mayor avance en la comunicación humana desde Gutenberg y cree que nunca en la historia humana hubo tantas oportunidades para la libre expresión, aunque también para los males de una libertad ilimitada.
Ven como puntos de inflexión los años 1989 y 2011: el primero, con la caída del Muro de Berlín y la ampliación de las libertades en Europa Central y del Este; el segundo, por las revoluciones árabes.
Varios de los artículos de Free Speech and Censorship Around the Globe destacan el impacto de internet en la libertad de expresión (“cambió las reglas del juego”), pero es obvio que no basta para asegurarla. En su contribución, el periodista y académico húngaro Miklós Haraszti hace hincapié en el monopolio de la radiodifusión existente a través del “subcontinente post-soviético”. A excepción de los Estados bálticos, Ucrania y Georgia, en ninguna parte de la antigua Unión Soviética existe un pluralismo sustancial en la televisión; tanto su propiedad como el contenido está en manos del Estado, o de amigos y familiares de los líderes del gobierno; y él duda de que internet sea en realidad una fuente de información pluralista. Sin la propiedad privada y una competencia legalmente asegurada, internet puede fragmentarse en espacios nacionalmente controlados: el filtro y bloqueo estatales son cada vez más comunes.
Eso no solo ocurre en Estados con resabios totalitarios, sino también en “la más grande democracia del mundo”, la India. En el informe que entrega Sunil Abraham sorprenden las disposiciones existentes: definen lo prohibido en internet, requieren que los intermediarios supervisen y eliminen cuanto sea necesario del contenido puesto en línea, incluso los cibercafés deben mantener registros de usuarios. Y para qué decir en el caso de China. El artículo de Yan Mei Ning hace un recuento de los numerosos proyectos de reglamentación y control ideados por el gobierno, especialmente la barrera de contenido conocida como el “Gran cortafuegos”. Una reestructuración en 2008 dejó seis operadores de red, todos bajo estrecho control por parte de las autoridades. Se prohibieron varias categorías de contenido en línea, entre ellas: incitar a la subversión del poder del Estado y el derrocamiento del sistema socialista o dañar la reputación de los órganos estatales. China levantó su cortafuegos y dio cierta libertad durante los Juegos Olímpicos del 2008, pero los controles fueron reforzados posteriormente. YouTube y Facebook se volvieron inaccesibles a mediados de 2009; y el 2013, los dos sitios seguían bloqueados. El tamaño y sofisticación de su aparato censor es algo sin precedentes: Garton Ash estima en su libro que el número de empleados en las agencias de control va desde 20 mil a 50 mil, solo para internet, no para todos los medios de comunicación.
Principios y contextos
En algunos regímenes políticos, las personas pueden expresar libremente su opinión, siempre que sea la opinión correcta. Pero en no pocas democracias ocurre algo parecido, con métodos distintos, en que hay “buenas” y “malas” opiniones.
En el caso de Francia, Jean Bricmont muestra en La République des censeurs que fue a través de la Ilustración que el concepto de libertad de expresión se configuró y plasmó: las leyes sancionaban las opiniones solo en casos de insulto y difamación, sin hacer distinciones basadas en la naturaleza de las opiniones. Pero, con su gusto por la polémica, ve una deriva más reciente con leyes que castigan la incitación al odio y la discriminación, o que sancionan la impugnación de crímenes contra la humanidad. Tras analizar esas leyes y diseccionar los “casos” más divulgados, denuncia los mecanismos represivos usados por lo que llama “la desviación moralizante de la izquierda”, una mentalidad que se ve como representante del Bien en el mundo y que pretende silenciar a sus oponentes mediante los tribunales. Para el autor, toda forma de censura se relaciona con el irracionalismo generalizado, como si los argumentos no bastasen. Cree que las condiciones para un cambio son un máximo de debates, un mínimo de indignación virtuosa y nada de delitos de opinión. Señala, así, que su libro no se propone defender o apoyar a ciertos individuos ni ciertas opiniones, sino “contribuir modestamente a restablecer lo que condiciona la posibilidad de toda discusión y de toda búsqueda de la verdad: la libertad de cada individuo de decir lo que piensa”.
La suya es una posición un tanto extrema, pues la existencia de ciertos límites a la libertad de expresión suele considerarse necesaria y los argumentos separan a quienes favorecen pocos o muchos límites. Hay, por otro lado, distintos tipos de límites: uno, por ejemplo, serían las leyes coercitivas, sean de censura previa o de sanciones posteriores. Garton Ash en Libertad depalabra, por lo general está en contra de ellos. David van Mill en Free Speech and the State señala, en cambio, que las limitaciones (las leyes de difamación o las prohibiciones de revelar secretos de Estado) no conducen al desastre ni llevan a la tiranía. Que Garton Ash subtitule su libro “10 principios para un mundo conectado” y Van Mill subtitule el suyo “un enfoque sin principios”, no significa que se opongan en todo, pues, en realidad, se refieren a principios distintos.
Garton Ash piensa que la invención de internet inauguró el mayor avance en la comunicación humana desde Gutenberg y cree que nunca en la historia humana hubo tantas oportunidades para la libre expresión, aunque también para los males de una libertad ilimitada.
El libro de Garton Ash se plantea casi como un “manual de usuario” destilado en 10 principios. Son cosas como: propugnar la libre búsqueda y difusión de información e ideas; evitar la intimidación violenta; asegurarse que los medios de comunicación no sean censurados; expresar puntos de vista distintos civilizadamente, etc. Tras enunciar cada uno, analiza las complejidades y dificultades que plantea su aplicación. A pesar del gusto por el decálogo, los principios de Garton Ash son, en lo fundamental, los de John Stuart Mill: a) debe existir la máxima libertad de profesar y discutir cualquier doctrina, por inmoral que pueda parecer; y b) a menos que pueda probarse que el discurso intencionalmente incita al daño o crimen, el Estado no tiene derecho a prohibirlo. En este sentido, rechaza las leyes que van más allá de estos límites: constreñir la libertad de expresión en nombre de la seguridad nacional o para combatir el crimen o criminalizar el “discurso de odio” (racial o religioso) que no instiga a la violencia. La ley, para él, es una mala herramienta para la educación cívica y le parece que las leyes contra el discurso del odio y contra la negación del Holocausto no son adecuadas y podrían tener un efecto contraproducente (como también plantea Bricmont). Condena los excesos de la corrección política que permite limitar la libertad de palabra en los campus universitarios: el “veto del ofendido”, según él, es inadmisible, pues es algo así como la vía hacia el “veto del asesino”, que castiga una blasfemia cuando la ofensa tiene orígenes religiosos.
Van Mill, en cambio, no cree que el “principio del daño” sea la única restricción justificada. Pero en realidad, Garton Ash modula bastante su planteamiento de principio. ¿En qué áreas debería restringirse la libertad de expresión? La pornografía infantil, a su juicio, debe ser prohibida; opina que la religión merece ser tratada con respeto, incluso en los Estados que han abolido las leyes contra la blasfemia. Por otra parte, esquiva algunos puntos discutibles. Por ejemplo, la simple pornografía (no la infantil), ¿debe tratarse como una especie de discurso de odio o como una obra de la imaginación? ¿Y si su consumo produce daño?
La “decencia” en el debate público sería otro tipo de límite. Garton Ash está a su favor. Su enfoque distingue entre lo que es legalmente admisible y lo que es o debería ser socialmente aceptable. Su máxima es: “Más libertad de expresión, pero también una mejor libertad de expresión”, pues las personas tienen el derecho pero no el deber de ofender: el diálogo en medio de la diversidad cultural sería una “civilidad robusta”, un ideal que está en algún lugar intermedio entre los puñetazos y la hipocresía. En este punto coincide con Van Mill, quien cree que una teoría viable de la libertad de expresión requiere algunas reglas básicas de civilidad, porque sin ellas una persona simplemente puede ahogar el discurso de las otras mediante los gritos.
El presupuesto de Garton Ash es que en distintas culturas hay valores comparables, aunque no idénticos; y por lo tanto es posible buscar un cierto universalismo. Sin embargo, una y otra vez, cuando se van contraponiendo el ideal académico de principios globales universales con la situación concreta, resulta que “el contexto lo es todo”.
El principio de Garton Ash respecto de la religión, “respetar al creyente pero no necesariamente la creencia” (distinción que ya había planteado Jeremy Waldron), resulta incompatible con la idea de que ridiculizar a un profeta o gobernante o texto sagrado es una acción dañina. Ya no es tan claro que se pueda hablar claramente contra los prejuicios religiosos y habría que morderse la lengua ante la religión para “respetar al creyente pero no necesariamente la creencia”. Pero si una creencia manda la ejecución de los apóstatas, ciertamente no respeta ni la creencia ni al creyente.
A pesar de sus preocupaciones, Garton Ash es optimista sobre el poder de las buenas ideas y el sano debate para derrotar a las fuerzas oscuras de la intolerancia y el abuso. Su proyecto no es solamente defender la libertad de expresión, sino promover el discurso desapasionado, dentro y entre distintas culturas, incluso sobre los temas más discutidos. Un consenso mínimo, para él, consistiría en aprobar sus dos primeros principios (la libre búsqueda y difusión de información e ideas; evitar la violencia y la intimidación violenta), para divergir del tercero en adelante. ¿Es ingenuo? Quizá, pero en una época de vigilancia casi universal, la defensa de la libertad de expresión y el control sobre los controladores de ella resulta una exigencia importante, porque la censura no es algo del pasado. Mal que mal, sin la libertad de expresión o con ella limitada, no solo el debate público se apaga o se empobrece, sino también el pensamiento de cada persona, alimentado de las ideas que se difunden y el análisis crítico de esas ideas. A pesar de lo afirmado por Kierkegaard, el pensamiento y la expresión del pensamiento no están del todo separados.
Con algunos minutos de retraso llega Peter Sloterdijk a dar su charla “El rol del intelectual público y las universidades” al auditorio del CEP. Antes de entrar en el salón, abarrotado de asistentes desde hace más de una hora, pide perdón a los que se quedaron sin asiento y que tendrán que ver la conferencia desde una pantalla instalada en el exterior. En una tarde imprevistamente lluviosa, el autor de la trilogía Esferas se referirá a la crisis del intelectual público, haciendo gala de un pensamiento inusual y erudito. Hoy tendrá lugar el segundo conversatorio con el filósofo alemán, titulado “El Estado y el futuro de la sociedad”, a las 19 horas, en el mismo recinto. En tanto, mañana a las 11 am, será entrevistado por Cristián Warnken en la sala Gabriela Mistral de la Biblioteca Nacional. A continuación compartimos sus principales ideas expuestas en la jornada de ayer:
“La política hoy es casi estructuralmente conservadora, en algunos casos incluso contrarrevolucionaria. La política trata de estabilizar el desasosiego que parte de la invención tecnológica”.
Pensar en soledad
“El intelectual moderno es una persona que pierde la fe en la primacía de la religión, quedando solo en un cielo abierto en el que debe inventarse a él mismo. El intelectual moderno y público es como un modelo que demuestra lo que se puede alcanzar con la libertad y, por eso, la mayor parte de los intelectuales hablan de la soledad y de la libertad. Es una fórmula que viene de la universidad temprana de Alemania, del profesor alemán, que vive y piensa en soledad y en libertad. También el filósofo alemán lo hace. Lo que normalmente significa que no puede, como el pastor protestante, tener una esposa, porque como dijo Nietzsche de manera muy concisa ‘el filósofo casado es un personaje de comedia’”.
¿La revolución terminó o continúa?
“La frase clave del 18 brumario fue dicha por Napoleón al afirmar que la revolución ya estaba fijada en sus fundamentos y que por tanto había terminado. Esta frase es clave para todo el siglo XIX, porque en ese momento la opinión pública europea se divide en dos campos: unos creen que Napoleón dijo la verdad y otros descreen de sus palabras. Y el intelectual oscilará entre ambas opiniones. Los intelectuales de la segunda opción, como Marx, están convencidos de que la revolución continúa, porque no solamente consiste en la acción política, sino que en la dinámica que va más allá de la voluntad, el poder y el saber humano. Y creo que el rol del intelectual público está definido por esta posibilidad de posicionarse con respecto a este antagonismo. Decimos hoy la revolución continúa y si es así, por qué; o declaramos que la revolución política está esencialmente terminada y explicamos después el dinamismo de la sociedad moderna no en expresiones políticas sino económicas. Y esto corresponde a nuestra experiencia de hoy, que la economía es más revolucionaria que la política. La política hoy es casi estructuralmente conservadora, en algunos casos incluso contrarrevolucionaria. La política trata de estabilizar el desasosiego que parte de la invención tecnológica”.
“Desde Rousseau y Voltaire el filósofo es un nudista sicológico, es decir, un hombre que muestra su alma en la cultura del nudismo y también motiva a otras personas a estar desnudos”.
De dónde saldrán los nuevos filósofos
“Todos los pensadores importantes, desde los siglos XVI y XVII, eran genealógicamente bastardos, es decir, no venían de las grandes familias. Prácticamente no hay grandes familias de pensadores. Había en Suiza una gran familia de matemáticos, los Bernoulli, y grandes familias de músicos. El talento musical y matemático se hereda, pero el talento filosófico no, esto tiene que ver con que la filosofía, el neurofisismo, es un dote singular. La mayoría de los intelectuales modernos no tienen a nadie detrás de ellos, por lo tanto, uno no puede decir de dónde vienen, lo único que se puede prometer es que siempre habrá grandes espíritus”.
El nudista sicológico
“Rousseau y Voltaire dejan a las generaciones posteriores la pregunta de qué significa ser un hombre en una época en la cual la antropología antigua, aparentemente, ya no entiende del todo al hombre. Son los dos protagonistas en una nueva autodescripción del individuo, es decir, que en Voltaire y en Rousseau surgen dos posibilidades de la individualidad moderna, una especie de filosofía que dice ‘yo’ y que no esconde al filósofo sino que lo devela. Hay que retrotraerse 1.500 años para encontrar otro ejemplo, San Agustín, quien es el hombre de toda la antigüedad que vemos con más claridad, un ser humano en el detalle. Desde Rousseau y Voltaire el filósofo es un nudista sicológico, es decir, un hombre que muestra su alma en la cultura del nudismo y también motiva a otras personas a estar desnudos”.
Si hay un fantasma que hoy recorre el mundo es el de la precariedad laboral. El progreso técnico no es más que una ilusión de emancipación, cuando es tomado por la agenda neoliberal. Particularmente en el mundo de los trabajadores culturales, las ventajas de la conectividad, que han multiplicado los espacios para la creación y exposición de ideas, se ve ensombrecido por la inestabilidad del trabajo remunerado en esa misma área. Es el deseo desesperado por visibilidad el que lleva a escritores, artistas y pensadores a transar su trabajo gratis. “Invitaciones” a escribir en un medio, ser grabados en una intervención, “colaboraciones” a cambio de difusión, son todas formas de la instrumentalización o de la autoexplotación… pero con entusiasmo. Ese es precisamente el título del último libro de Remedios Zafra, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital.
Escritora, profesora de arte, estudios de género y cultura digital de la Universidad de Sevilla, Zafra, nacida en España en 1973, se ha dedicado al ensayo crítico de la cultura contemporánea. Es autora de Netianas, N(h)hacer mujer en internet, Un cuarto propio conectado y (H)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean, entre otros libros. Desde comienzos del milenio ha sido parte de los debates en torno a la cultura digital y feminismo. En 2001 realizó una de las primeras conferencias sobre Ciberfeminismo en España, aquella filosofía que nace a comienzos de la década de los 90 y que reúne los trabajos de feministas sobre teoría y explotación del ciberespacio. “El ciberfeminismo aparece casi simultáneamente en contextos teóricos y artísticos que especulaban sobre lo que Internet podría suponer para las mujeres y para la igualdad. En sus orígenes, se apoyó en paródicas manifestaciones críticas con la masculinización de la industria tecnológica”, escribe Zafra. La oportunidad que el feminismo veía en la tecnología e Internet en esos años tenía que ver con las influencias del ciberpunk y los trabajos de la académica Donna Haraway, en lo que llamó posgénero y poscuerpo: la posibilidad de habitar un nuevo espacio que prescindirá de las construcciones sociales en torno al género y la diferencia sexual, estableciendo una red de relaciones más igualitaria.
¿Qué ocurrió con la utopía del ciberfeminismo?
El ciberfeminismo de los 90 teorizaba sobre un mundo futuro “mediado por pantallas”, donde el cuerpo queda aplazado y donde quizá podríamos deshacer los viejos estereotipos que tanto nos marcan en el mundo off-line. Pero lo que hemos visto a partir de la siguiente década no es una difuminación de los estereotipos, sino un mundo mucho más estetizado y apoyado en ellos. Las industrias digitales que han territorializado la red han reforzado la imagen de “lo real”, revalorizando todo aquello que venga apoyado en fotografías y videos propios. Este ha sido un fracaso no solo feminista sino también humano, dado que perdimos la oportunidad de construir un mundo digital desde poderes movidos por la ciudadanía, cediendo el control al poder económico y a empresas privadas concebidas como negocios de socialización y vida disfrazados de espacio público. Bajo el espejismo de red social, nosotros somos el producto.
¿Algo luminoso que rescatar?
Uno de los grandes triunfos ciberfeministas, a mi modo de ver, ha sido la alianza de mujeres a través de Internet, es decir la configuración de una colectividad política global donde las opresiones materiales y simbólicas que hasta hace poco se vivían en silencio y como algo interiorizado, por fin son compartidas y denunciadas; lo privado por fin se ha hecho público. La solidaridad feminista que ha marcado un gran hito en 2018 tiene parte de su raíz en Internet.
“Cabría pensar que aceptar que el trabajo creativo y cultural no se paga, supone aceptar que solo los ricos y los ociosos podrían dedicarse a estas prácticas, porque el pago simbólico en su caso puede convertirse en prestigio, pero en los pobres solo se convertirá en frustración y abandono por necesidad de buscar trabajos que permitan ganar dinero para vivir”.
El filósofo Franco “Bifo” Berardi, en su Fenomenología del fin, plantea que estamos entrando en una nueva situación antropológica a partir de la era digital. ¿Estamos en el ocaso del ser humano como lo conocíamos?
También yo tengo la sensación de que vivimos una nueva situación antropológica. Un cambio acelerado por la tecnología. El sujeto humanista forjado a finales del siglo XVIII que protege y busca su intimidad está mutando en un contexto donde no solo no se protege lo íntimo, sino que se promueve que sea exhibido, donde la representación de la subjetividad es hoy más exposición y mercado. La figura humana parece excluirse progresivamente de las decisiones en manos de sistemas numéricos que operan, anticipan y producen mundo, poniéndose en crisis su espontaneidad y su libertad.
El imaginario cultural hoy tiene un fuerte discurso de reivindicación de la diversidad, pero ¿es la multiplicidad de identidades sinónimo de diversidad?
Hay una ilusión de diversidad provocada por el “exceso”, por la posibilidad de acceder a un mundo online inabarcable en sus manifestaciones. Pero ser muchos no garantiza ser distintos. Hay inercias homogeneizadoras que atraviesan las redes, creando espejismo de diferencia, pero limitándola a lo epidérmico y banal (una pose distinta, una ropa diferente, otro filtro). Es este un mundo más apoyado en la impresión que en la profundidad o la concentración. Y creo que esto pasa porque las lógicas que movilizan el mundo digital son lógicas “precarias”, apoyadas en la velocidad, la caducidad y el exceso. Lógicas que priman “parecer” frente a “ser”, ser visto en Internet como forma de “existir” en el mundo. Solo lo superficial permite la velocidad de ahora, pero la diferencia es también una cuestión de profundidad y estratos.
En tu nuevo libro analizas la hipermotivación: un sistema que logra explotar el entusiasmo voluntarista de los creadores y pensadores…
Me parecía necesario reflexionar sobre cómo el capitalismo tecnológico contemporáneo se vale del entusiasmo de quienes desarrollan una práctica (habitualmente creativa) para incorporarlos a la maquinaria productiva, rentabilizándolos y argumentando que su entusiasmo es “ya un pago”.
Hablas también de la gestación de un proletariado cultural.
El ámbito cultural como campo de trabajo está muy sustentado en la pasión creativa, incluso en la vocación. En este contexto es cotidiano encadenar todo tipo de colaboraciones que llevan tiempos de preparación para terminar perdiendo dinero, cuando te piden un texto, una conferencia en otra ciudad, un recital, un concierto, colaborar con un proyecto motivador. Nos motiva y lo hacemos, pero pronto nos sentimos ridículos viendo que seguimos alimentando la idea de que el trabajo cultural se satisface en sí mismo y que está pagado por su mera realización. Porque cabría pensar que aceptar que el trabajo creativo y cultural no se paga, supone aceptar que solo los ricos y los ociosos podrían dedicarse a estas prácticas, porque el pago simbólico en su caso puede convertirse en prestigio, pero en los pobres solo se convertirá en frustración y abandono por necesidad de buscar trabajos que permitan ganar dinero para vivir.
Haces una relación entre la feminización del mundo y la precarización del trabajo. ¿Es necesario que las mujeres y los trabajadores culturales acepten entrar en lógicas más fálicas, para asumir de una vez que el dinero importa?
El punto de partida de esta reflexión es observar que los trabajos feminizados siguen siendo los más precarizados. No solo son los más expuestos a la temporalidad y están peor pagados, sino que suelen compaginarse con los trabajos de cuidados. Hacia ambos (trabajos culturales precarios y trabajos de cuidados) son empujadas las mujeres desde niñas. Mujeres a las que en las sucesivas crisis económicas y frágiles logros de igualdad, pronto les salpica la abdicación de los poderes públicos en sus responsabilidades sociales de cuidado y atención social a las personas dependientes. La similitud a la que apunto tiene que ver con cómo allí donde ha habido explotación y pago simbólico, allí donde los trabajos no han sido considerados “empleos”, han estado las mujeres. No pasa desapercibido que tradicionalmente los trabajos que ellas hacían han estado despojados de prestigio, denostados y normalizados como aquello sobreentendido que no cabía negociar, que “no necesitaba pago”, si acaso ya lo estaba con el calor de la familia, con la deuda simbólica del amor y la reproducción de la vida.
Hablemos de dinero entonces. ¿Te siguen “invitando a colaborar”, a trabajar sin pago?
Sí, por supuesto. Aunque desde que salió El entusiasmo, menos. Las propuestas siempre llegan vestidas de oportunidad de publicar, de tener más visibilidad, de conseguir méritos académicos. A cambio se nos pide un trabajo, por ejemplo, una conferencia, seguida de un “¿nos pasarías un texto?”, “¿te importa que grabemos?”, de forma que todo se convierte en un producto que “te obliga”, pues va configurando tu máscara social. Muchos creen que la energía, tiempo y concentración del trabajo intelectual y creativo se paga con visibilidad y esto me parece perverso. Pero también es como si hubiéramos puesto en funcionamiento una fábrica de producción “incontenible” de voces y expresiones, que se sustenta en la gratuidad y presuposición de tiempo e interés para “hablar de todo”.
“Quizá la trampa mayor sea la sensación de que conectados habitamos un espacio realmente público, cuando el espacio de socialización online está pensado y gestionado como un gran mercado, regido por empresas y capital”.
No todo entusiasmo es perverso. Haces una interesante distinción entre entusiasmo íntimo y el entusiasmo inducido.
Cuando hablo de entusiasmo íntimo me refiero a esa potencia para quienes se dedican a la práctica creativa o intelectual, ese entusiasmo sincero que puede funcionar como fuerza transformadora de mundo movilizando la investigación, la creación y la práctica intelectual movidas por la “libertad”. Pero lo que se sugiere en el libro es que el sistema productivo tiende a inducir entusiasmo artificialmente, cuando las personas se ven encadenadas a trabajos sin perspectiva de futuro. Y me parece que sin tiempos de reflexión y fantasía se penalizaría toda ideación de mundo, condenándolo a repetirse.
Corporaciones como Facebook y Google han dicho que prefieren contratar a personas sin estudios universitarios, apelando a que la formación académica está obsoleta. Más allá de las críticas necesarias a la formación universitaria, ¿no se pone en riesgo el pensamiento crítico en la idea de que sean las corporaciones las que “formen” a sus empleados?
Hay un gran riesgo en este asunto. Por un lado, al desacreditar la educación pública universitaria se cuestiona uno de los pilares sociales capaces de garantizar igualdad, justicia social y pensamiento crítico. Pero pienso que también podemos entender el asunto como un necesario zarandeo a la universidad, para que sea capaz de valorar e integrar las transformaciones que Internet supone para la formación y la autoformación de las personas. De nada nos vale una universidad concebida como expendedora de títulos. Creo con convicción que la universidad pública debiera ser el corazón del pensamiento, la libertad y la garantía de igualdad social. Hay que defenderla, pero debemos ayudar a mejorarla. Hoy no hace falta tener un título específico para conocer y trabajar, Internet pone un mundo de posibilidades a nuestra disposición y muchos ya valoran más la voluntad y pasión que el título enmarcado. Las industrias digitales lo saben y desvelan la impostura que se esconde detrás de una formación basada en superar cursos y trámites, y no en una formación real en un mundo que es hoy muy distinto al de hace 20 o 30 años.
El progreso es una ilusión llena de zancadillas. ¿Qué otras trampas lees en los tiempos que corren?
Quizá la trampa mayor sea la sensación de que conectados habitamos un espacio realmente público, cuando el espacio de socialización online está pensado y gestionado como un gran mercado, regido por empresas y capital.
Entre la depresión y el entusiasmo capturado por el mercado, ¿cuáles podrían ser los bolsones de resistencia hoy? Leí por ahí que tienes un teléfono móvil de los antiguos.
La alianza con los otros, la imaginación y la autoconciencia. En relación a esta última, creo que no hay conciencia posible de uno mismo sin la posibilidad de gestionar nuestros tiempos propios, también los necesarios tiempos de “desconexión”. Y sí, tiene que ver con lo de mi teléfono. Desde hace 15 años tengo uno con tapa y sin internet, que es el que uso diariamente para hablar con mis padres. Tengo otro también antiguo, aunque con la posibilidad de conectarse, que uso puntualmente para el trabajo. Casi siempre está apagado o en silencio. Para hablar prefiero la escritura y su tiempo más lento.
Frente al desarrollo de la inteligencia artificial y el genoma, los psicoanalistas decimos que lo único irreplicable de lo humano será el inconsciente. ¿Qué piensas que quedará tras el avance tecnológico?
Posiblemente coincidamos en la nebulosa interior a la que miramos, denominándola de manera distinta. Por mi parte, en los tiempos de la inteligencia artificial veo lo humano como el reducto íntimo sin reglas y no donado al exterior, donde podemos pensar más libremente y a veces configurar subjetividad y mundo público. Pero de otro lado, se me hace que lo humano es también lo cultural, lo que nos permite abordarnos como especie, incluso cuando supone un fracaso en nuestros grados de libertad y autonomía.
El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, Remedios Zafra, Anagrama, 2017, 264 páginas, $20.000.
El pasado viernes, como parte del programa organizado por el Centro para las Humanidades de la UDP, el sociólogo francés Gilles Lipovetsky dictó su charla “El individualismo en la época hipermoderna”, la que se enfocó en el desglose de los rasgos que según Lipovetsky definen al hombre contemporáneo.
En una Biblioteca Nicanor Parra absolutamente repleta, el autor de La era del vacío partió explicando su decisión de denominar hipermodernos a los tiempos que corren. Según él, esta no es “una coquetería de lenguaje”, sino que una respuesta al concepto de “posmodernidad”, pues las sociedades actuales no han superado la modernidad, como el otro término sugiere, sino que por el contrario son “más modernas que nunca”.
El culto hedonista fue el primer rasgo con que Lipovetsky identificó el individualismo del hombre hipermoderno, que bajo su punto de vista “no es una idea, es el código genético de la modernidad. Es lo que nos hace modernos. Todos somos libres, tenemos el derecho de pensar cómo queremos y de construir la propia vida, eso es inédito en la historia humana”.
“La mayoría de las estrellas de Hollywood se han hecho cirugías estéticas. Es decir, es una cuestión generalizada, que no hace diferencia de edad ni de género. Eso nos da una imagen de lo que será el futuro en esta materia”.
Este primer rasgo, Lipovetsky lo asocia con “los placeres del consumo, los pasatiempos y la sexualidad. La valoración de los placeres. Esto no es nuevo”, dijo, “desde Epicuro se valoraban los beneficios del placer, pero esto en esa época era un fenómeno minúsculo, que no afectaba a la sociedad entera. Ahora toda la sociedad es invitada a disfrutar de los placeres”.
El análisis del sociólogo también abordó cómo se ha modificado la relación del hombre con sus expectativas y la historia. “Las sociedades antiguas eran mandadas por el pasado, por la tradición. En la modernidad, es decir en el siglo XVIII, se decía que había que mirar hacia adelante, al futuro, al hombre nuevo, había que construir un porvenir esplendoroso. En el hipermodernismo, se quiere vivir el aquí y el ahora, porque se ha integrado la idea de que hay una sola vida y que esta se debe vivir intensamente. Esto es una revolución cultural importantísima”.
El culto del cuerpo es otro de los síntomas que identificó. Para Lipovetsky sería “más reciente que el hedonismo” y “comienza con los deportes para deslizarse, como el skateboarding, que son deportes de sensaciones y no de competencia, como el fútbol, sino de voluptuosidad. Ello aporta un placer icariano: el placer de volar”. También ve la cultura del spa y el fitness como prácticas relacionadas con este punto. “Desde su origen el hombre corría, ahora se inscribe en gimnasios y paga para ir a correr y sentir el cuerpo”, precisó.
Asimismo, se refirió a la explosión cada vez más generalizada de la cirugía plástica y cómo se imagina que este tipo de intervenciones dominarán la sociedad en el futuro. “La mayoría de las estrellas de Hollywood se han hecho cirugías estéticas. Es decir, es una cuestión generalizada, que no hace diferencia de edad ni de género. Eso nos da una imagen de lo que será el futuro en esta materia”.
Para Lipovetsky el culto al cuerpo no es lo mismo que el narcisismo, pues el narcisismo era un acto contemplativo, vinculado al arrebato poético. Por el contrario, lo que se intenta en el presente es luchar contra los embates del tiempo, una búsqueda ansiosa por mantener un cuerpo joven y saludable. Fijaciones que también se observan en el excesivo cuidado de la dieta y la prevención de enfermedades. “Estamos aterrados con el problema de la degradación y la enfermedad”, apuntó, estableciendo a continuación una paradoja: “Los mismos que quieren vivir en el presente, viven ansiosos y aterrados del futuro”.
El aumento en las consultas psicológicas, por otro lado, manifestaría la ansiedad de las personas por ser escuchadas, cuyo origen estaría en un cambio sustantivo en el modelo educativo. “Antes había una educación autoritaria –dijo–, la familia dirigía a los niños. Por ejemplo, estos no podían hablar en la mesa. Ahora un padre que promoviera esto sería acusado de fascista. En la actualidad se busca que los niños se expresen, que coman lo que quieran. Es una cultura liberal, que tiene beneficios, pero también consecuencias, porque se ha perdido el sentido de la realidad, de que no todo puede ser placer”.
“En la actualidad se busca que los niños se expresen, que coman lo que quieran. Es una cultura liberal, que tiene beneficios, pero también consecuencias, porque se ha perdido el sentido de la realidad, de que no todo puede ser placer”.
El culto a la conexión también estaría relacionado con este último punto. “Desde hace 10 años existe un fenómeno que cristaliza esta ansiedad de expresión y es internet, donde se expresa permanentemente lo que somos o lo que queremos ser. Por ejemplo, se suben fotos y se reciben likes. Esto de los likes crea una ansiedad, porque si no se reciben likes se genera una angustia por no ser aceptado”. Aquí agregó otra paradoja: “Los adolescentes, quienes reivindican más que nadie su individualidad (buscan vestirse de determinada manera, escuchar cierta música), son los que viven más ansiosos por estar conectados. El yo como lo pensaba Descartes, eliminando al resto, es impensado ahora. El yo debe conectar con el otro”.
En el plano político, el individualismo se expresa para él en el derrumbe de las grandes ideologías: hoy no existen visiones que prometan cambiar el mundo y se piensa, por el contrario, que el futuro será peor. “Los ecologistas, por ejemplo, piensan en la catástrofe. Antes se pensaba en el progreso del hombre”, opinó Lipovetsky.
Este sentimiento a su vez es el responsable del distanciamiento de los individuos de las urnas de votación, como del escepticismo de las personas hacia la clase política.
Como ejemplos de este vuelco individualista, Lipovetsky analizó la transformación de la familia y la relación de las personas con la religión.
“Antes la familia era la representación del horror, era limitante, como muestra Gide en su literatura. Ahora uno puede hacer lo que quiera, hay una desregulación de la institución, es decir, la familia ha perdido peso y eso marca el individualismo”. Y el fenómeno se repite respecto a las creencias religiosas: “Hay libre apreciación y comportamiento en relación a la religión. Puedo seguir siendo cristiano, creyente, pero a mi manera. Hay una libre apropiación de estas creencias. Donde antes había unanimidad, en la que se profesaba lo que a uno se le enseñaba, ahora hay una refundación de los dogmas. Estamos viendo un alza de la religión a la carta”.
Para terminar, el francés señaló que el individualismo debe ser criticado pero no demonizado y, por otro lado, que no debe confundirse individualismo con egoísmo. “El individualismo es el derecho a construir la propia vida y no tiene nada que ver con el egoísmo, esa es solo una lectura moral, porque en la actualidad vemos que hay más voluntarios en las agrupaciones; existe Wikipedia, que es colaborativa y en Europa hay más de cuatro mil ONGs”.
El fin de semana el filósofo estuvo en Valparaíso, como parte del Festival Puerto de Ideas.
Son las 19 horas y en la esquina de la Séptima Avenida y la calle 34 la gente se agolpa buscando la entrada del Madison Square Garden. Toca Kendrick Lamar, el rapero central de su generación, en el escenario más importante de Nueva York. Si es impresionante la situación, lo son más aún las personas que buscan la entrada correcta para esperar que comience el concierto: adolescentes de clase alta, arreglados como para ir a una fiesta, que miran sus celulares, ríen y hacen fila para comprar hotdogs, papas fritas, pizzas, bagels y cabritas. Por un momento, creo estar en el cine, pero en los círculos más altos del teatro encuentro a los latinos, los afroamericanos, los asiáticos y los norteamericanos de clase media baja. No hay raperos, hiphoperos y traperos de barrio, con su barroca insolencia. La razón es obvia: 100 dólares cuesta el asiento más barato para ver al líder de un largo movimiento contracultural –una cultura en el amplio sentido de la palabra–, un estilo de música y una ética nacida en los barrios donde las drogas, la violencia, el machismo y el racismo son los engranajes de una máquina lírica extraordinaria. Mejor, una forma de arte salvaje.
Esta cultura, este arte y esta música podría encontrar su origen en la larga genealogía de los esclavos africanos venidos de Mali, quienes a través de sus lamentos construyeron spirituals y canciones que hablaban de la injusticia del trabajo, del amor roto, de su esperanza depositada en Dios y el más allá, y sobre crímenes, alcohol y desesperación. En el delta del Mississippi nacería el blues, padre del rock y el jazz, abuelo del Rhythm and Blues, el soul, el funk y bisabuelo del rap. Si retrocedemos en el tiempo, a los primeros DJ´s, a fines de los 70, cuando construyeron una alianza entre el sample, el loop y la lírica rítmica de los barrios pobres de Nueva York, nada haría pensar que 40 años después esta forma de entender la música y el mundo recibiría el prestigioso premio Pulitzer, entregado anteriormente a artistas afroamericanos, pero del jazz y la música docta.
***
Un silencio lleno de música, una espera apretada, los murmullos que acechan se detienen por una pausa: el instante en que esta atmósfera cargada se comprime y se encienden las luces. Explosiones parecidas a disparos, luces, fuego y Kendrick Lamar entra al segundo piso de la escena cantando “DNA”: el scratch de su voz repite como un mantra “I got, I got, I got…” y siento cómo algo sube por la parte trasera de mi cuello hacia la base de mi cabeza. Sudo, tiemblo levemente y mis ojos vibran, líquidos. El bombo pega fuerte y las estrechas melodías se repiten mientras la voz de Kendrick avanza, se hace parte del público. “I got, I got, I got…”. Es impresionante: por algo todo el mundo ha visto y quiere ver sus videos, venir a sus conciertos.
La pantalla del escenario se vuelve blanca y aparece un texto “Pulitzer Kenny”. Entonces habla de que su ADN no es imitación, que el tuyo es abominación y conecta con un fraseo extraordinario cada sílaba, cada acento, cada vibración y seseo, cada sonido sibilante, fricativo y explosivo como los dedos de Miles Davis sobre su trompeta. Realmente golpea: ha suspendido el sentido, la injusticia tejida en el ADN de una cultura, de un pueblo, de una retórica entera, donde bitch y nigga funcionan como la contraconquista del oprimido y el desmontaje de la casa del amo con las herramientas del amo. Pero esto es poesía, pura libertad, pura forma trasmutada en ideología, en política y en acción. La asombrosa melopoeia (música) que cubre las imágenes y los conceptos. Estoy escuchando un poema altamente complejo, la poesía del futuro, el año 2018 junto a más de 10 mil personas. The Future is Now.
Lo que hace Lamar es en extremo complejo: usar su voz –casi sin modulación melódica– como un bajo, un platillo, un bombo y una trompeta. Su fraseo, que se instala a través de un ritmo más o menos obvio y pegajoso, va avanzando en las canciones en velocidad, cantidad de acentos por palabra y encabalgamientos tan sorprendentes como arriesgados.
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Hay muchas formas de aproximarse a la lectura de una persona y, por ende, de una obra. Albert Camus decía que uno podía conocer a la gente por la manera en que jugaba a la pelota. Yo pienso, a veces, que en la poesía ocurre algo similar, pero solo se me ocurre en la posibilidad de vincularse con la música. Hay poesía metalera, dura, gruesa y colmada de literalidad; hay poesía progresiva, virtuosa, que se florea a través de ornamentos artificiales suspendiendo la materia; hay poesía experimental, que hace caso omiso de la posibilidad de comunicar, focalizándose en el ámbito material, para relevarlo o sustraerlo; hay poesía pop, que se parece peligrosamente al periodismo o la publicidad; hay poesía punk, violenta y hermosa, pero que repite hasta el cansancio la misma tecla; hay poesía rockera, variada y rica, que avanza con los tiempos, pero que busca siempre agradar, y existe una poesía hiphopera o rapera, que quizás tenga que ver con los slams de poesía o con la rima, aunque mucho más con dos aspectos descuidados en la poesía actual (al menos en la chilena): el oído y la voz.
¿Qué quiero decir con ambos aspectos?
La capacidad de compenetrarse con el habla y los estratos culturales que emergen y se sumergen, además de la posibilidad de representar esas particularidades. “El idioma americano”, en el decir de William Carlos Williams. En ese sentido, creo, hay pocos poetas que busquen en el lenguaje con dichos instrumentos de navegación. Hoy, más bien, nos acostumbramos al reciclaje permanente de ciertas escrituras pasadas de moda, la vieja cuchufleta de pasar por propia la entonación de la poesía extranjera más consumida y las sempiternas magias parciales que le permiten a cualquier redactor promedio cortar su prosa y hacerla pasar por verso. En resumen, hay poca emulsión, poco swing, como diría Germán Carrasco.
En los últimos 20 años, el hip hop ha ido mutando tan rápido que cuando queremos establecer un vínculo entre Kool Herc, Run DMC, Coolio, Kriss Kross, NWA, Puff Daddy, Grandmaster Flash, Tupac Shakur y Biggie, solo podemos hacer referencia al telón de fondo: la cultura del dolor y la exclusión que subyace a su música.
Pero en el caso de Kendrick Lamar es más complejo, pues como plantea Annie Clark, a.k.a. Saint Vincent, su propuesta es ambiciosa: “Para mí, el artista más emocionante de la actualidad es Kendrick Lamar, porque tiene de todo: experimentación musical salvaje, una mezcla de free jazz y hip hop, siendo todo esto político, además de tener corazón y ser bailable. Realmente es todo lo que podrías querer que fuera de la música en un solo lugar. Es desafiante y sencillo de escuchar, también. Es todo. Cuando la gente mire hacia atrás, pienso, de un modo similar al hecho de que la revolución no será televisada, este será el himno de algo. La música de Kendrick Lamar será el himno de estos tiempos en la historia de Estados Unidos”.
Lo que hace Lamar es en extremo complejo: usar su voz –casi sin modulación melódica– como un bajo, un platillo, un bombo y una trompeta. Su fraseo, que se instala a través de un ritmo más o menos obvio y pegajoso, va avanzando en las canciones en velocidad, cantidad de acentos por palabra y encabalgamientos tan sorprendentes como arriesgados. Todo esto, sin considerar la completa trasposición que hace del imaginario norteamericano, resignificando palabras de uso cotidiano desde un sentido marginal, lo que acaba haciendo más ambiguo e inasible su arte. Como planea St. Vincent, es posible encontrar casi todo en su música, solo basta trizar la delgada capa que cubre cada canción.
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Luego de “DNA”, vendrían canciones como “Element”, “King Kunta”, y “Swimming Pools”, que solo refrendarían el largo y arduo trabajo de un arte que avanza tan rápido que aún no podemos comprenderlo cabalmente. La poesía volvió a ser música, a transmitir la sensibilidad de un pueblo, a configurar héroes y a plantear gestas heroicas, como sobrevivir en un medio hostil como el actual. Es poesía, sin lugar a dudas, y se desarrolla sin el imperio de la mesura o de la falsa erudición que preconizan muchas academias literarias. Si los poetas son los “secretos legisladores del mundo”, las condiciones de posibilidad configuradas por la poesía de Lamar son tan abiertas como intuían los románticos. Una misteriosa lealtad al arte, a la importancia de las palabras, los ritmos y la música.
Kendrick le recuerda al público que es su primera vez en el Madison Square Garden, los invita a cantar y en ese momento comienza a sonar el sintetizador que abre “Loyalty”, junto un “One, two, three, four…”. En este gran poema se da un diálogo entre tres voces: una rítmica, una melódica y la de Kendrick, que llega a su punto más alto y brillante cuando contrapuntea con Rihanna, logrando un encabalgamiento matemático en el que no tiene que correr el acento natural de cada palabra para avanzar como una trompeta en sordina a través de una partitura, teniendo siempre el control de los beats y del motto de la canción: la lealtad.
En este sentido, los paralelismos sonoros que indican las rimas son muy intensos y sobrecargan de sentido una aparente canción sobre parejas, mafia o amigos. Así, fame/rain/name lleva la idea de la lealtad desde lo material hasta lo inmaterial, pasando por un estadio líquido, como queriendo decir que este tópico además podría funcionar como una reflexión metamusical sobre el hecho mismo de hacer canciones, lo que se revela con la siguiente secuencia de rimas donde dark/start/heart desplazan aun más el eje hacia un lugar desconocido, el del origen de la música, donde el comienzo estaría ligado entre un espacio oscuro y una sensibilidad profunda, de la que nacerían las canciones. Las posibilidades que aparecen desde una lectura más detallada son variadas, pero creo que la más interesante es la que se conecta con otras canciones del disco.
La poesía volvió a ser música, a transmitir la sensibilidad de un pueblo, a configurar héroes y a plantear gestas heroicas, como sobrevivir en un medio hostil como el actual. Es poesía, sin lugar a dudas, y se desarrolla sin el imperio de la mesura o de la falsa erudición que preconizan muchas academias literarias.
DAMN se puede leer como un arte poético, en la que el acto creador es el centro. Un proceso que debe ir más allá de la fama, el dinero, la violencia, la mafia, el machismo, la xenofobia y la aporofobia, hacia la introspección y la entrada en un ámbito sagrado, oscuro e intuitivo, donde solo el amor y la lealtad al proceso creador pueden dar acceso a una revelación, que en este caso adviene como un torrente de pura forma, de experimentación a través de muchas sonoridades, ritmos, géneros y modelos de canción.
Luego de “Money Trees” y “m.A.A.d. City”, Lamar le pide al público que encienda los celulares y le agradece esta celebración; insiste, luego, en uno de sus temas favoritos: “Love”, y comprendo que lo que escucho es poesía porque hay una búsqueda de la proliferación, del crecimiento y de la belleza. Dentro del gran Moloch de la sociedad estadounidense, hasta el arte más salvaje le da espacio a la belleza.
A esta experiencia única la siguen “Bitch, Don’t Kill My Vibe”, la extraordinaria “Alright” y finalmente “Humble”, ese himno sobre la necesidad de ser humildes.
Cuando la canción termina, por supuesto, sentimos lo mismo que el adicto cuando se acaba la droga: ese vacío que deja la retirada de la plenitud, el espasmo que se despide lento como una ola, dejándonos entre los pecios de un gran naufragio. No sé si alguna vez experimenté un concierto como una obra de arte. Más allá del dolor de garganta y el cansancio, me voy con más preguntas que respuestas. Trato de descifrar en qué parte de mi cuerpo recibí el golpe y qué tipo de golpe fue.
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Además de ser uno de los músicos más importantes del momento, Lamar es la prueba viva de que la poesía seguirá siendo un ejercicio de libertad (y que no podremos prever hacia dónde irá desarrollándose). Sin duda, hoy ocupa un lugar de privilegio en la poesía contemporánea, sin importar qué puedan decir los profesores de literatura, quienes siguen escarbando temáticamente, siguiendo las modas culturales, en libros escritos hace 40 años. En un excelente ensayo llamado “La utopía de la lectura”, Mircea Cărtărescu advierte que la orfandad de la figura del poeta hace que este adopte formas y figuras curiosas, tan contradictorias como ser una superestrella de la música pop: “Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo XIX (…) y han encontrado cobijo en los lyrics de la música rock y el rap, han conquistado las almenas de los videos musicales y comerciales. Han aprendido a competir en los slams de poesía interpretada”.
Kendrick Lamar es una estrella, qué duda cabe, pero de manera más intensa es un poeta que mediante una aparente literalidad despliega una amplia gama de recursos retóricos para producir al mismo tiempo un extrañamiento y la sensación de una cierta familiaridad. El carácter experimental de sus discos fue llevado al paroxismo en DAMN, donde se da el lujo de producir al mismo tiempo un disco temático sobre su espiritualidad y las distintas dimensiones de lo humano. DAMN es también un bestseller que desafía los productos envasados de este tiempo, resistiéndose a una escucha fácil, sin repetir una estructura de canción en todo el disco. Lo evidente en este caso es que Kendrick Lamar ha sintetizado lo alto y lo bajo, lo espiritual y lo material, lo popular y lo secreto, haciendo de la precariedad de su origen y del racismo que ha padecido, una pléyade de posibilidades semánticas y políticas. De cualquier forma, el himno de estos tiempos está siendo escrito y lo tenemos al alcance de la mano y del oído.
Invitado al Festival Puerto de Ideas de Valparaíso, el autor del inesperado éxito de ventas La utilidad de lo inútil dará la conferencia inaugural, con entrada liberada, el viernes 9, a las 18:30 horas. El día anterior estará en el CEP, en Santiago, dando una conferencia sobre Giordano Bruno, a las 19 horas. Aquí habla de la crisis global de la educación, las trampas de ultra especialización y la necesidad de volver a los clásicos si se quiere vivir en una sociedad más libre, tolerante y solidaria.
por patricio tapia
Para la pregunta “¿qué es un clásico?” hay varias respuestas posibles, que consideran desde su época (la Antigüedad) hasta su forma o contenido (como obras representativas de ciertos valores éticos y estéticos). No pocos autores han intentado dar una definición: Sainte-Beuve o T.S. Eliot, Italo Calvino o J. M. Coetzee. Borges, un “clásico” del siglo XX, señalaba que un clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos, sino uno que “las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.
Para Nuccio Ordine (1958), profesor italiano, especialista en la literatura renacentista, particularmente en Giordano Bruno, los clásicos nos ayudan a vivir y son formas de resistencia. Ellos “tienen mucho que decirnos sobre el ‘arte de vivir’ y sobre la manera de resistir a la dictadura del utilitarismo y el lucro”, afirma en Clásicos para la vida, en consonancia con lo que había sostenido en un libro anterior, el inesperado éxito de ventas La utilidad de lo inútil, un manifiesto contra la pérdida de los saberes “inútiles” y una vindicación de las humanidades. En ambos libros hay duras críticas al sentido utilitarista de la educación y el ansia de ganar dinero tanto de parte de las instituciones de enseñanza como de los estudiantes. Curiosamente, en su origen la palabra clásico estuvo vinculada a las jerarquías de la riqueza romana y la administración fiscal que determinaban, por complejos sistemas, el distinto valor de los votos; clásico era alguien de primer orden; solo después se terminaría aplicando a la literatura, metafóricamente, como el escritor que puede ser ejemplar.
“Los grandes clásicos (desde Cicerón hasta Virginia Woolf) y los saberes considerados injustamente inútiles nos recuerdan que solo si vivimos para otros podemos darle un sentido noble a nuestras vidas”.
En Clásicos para la vida, Ordine perfecciona lo que, en parte, había hecho en La utilidad de lo inútil. El libro es una compilación de textos breves de importantes autores, seguidos de un comentario igualmente breve suyo: desde Homero, Shakespeare o Cervantes hasta Goethe, Flaubert o Pessoa. Nació a partir de fragmentos o citas de grandes obras que leía cada semana al comienzo de clase a sus estudiantes, y que comentaba; esos comentarios se convirtieron en artículos para el diario Corriere della Sera y luego en libro, configurando una “pequeña biblioteca ideal”, en que aborda temas como la desigualdad de la mujer (Orlando furioso, de Ariosto), el fanatismo religioso (Bocaccio) o el amor a los animales (el encuentro de Ulises con su perro o un cuento de Guy de Maupassant).
El libro más reciente de Ordine, Gli uomini non sono isole (“Los hombres no son islas”), continúa con la recopilación de citas y sus respectivos comentarios, como una segunda parte de Clásicos para la vida. En la introducción reconoce, sin embargo, que todavía podría seguir mencionando a más autores y le gustaría hacer oír las voces de otros, de manera que quizá haya una tercera. Después de todo, como decía Italo Calvino, un clásico “es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.
La utilidad de lo inútil tiene la especificación “manifiesto”. ¿Por qué? ¿Cree que es necesario algún tipo de activismo?
Ahora nos enfrentamos a una epidemia que está afectando a todo el mundo. Hace solo unos años, provocó un gran alboroto en Japón una carta del ministro de Educación, Hakubun Shimomura, pidiéndole a los rectores universitarios que cerraran o transformaran aquellos departamentos que no son “útiles” a la sociedad para fortalecer solo las ciencias naturales y la ingeniería (26 facultades de humanidades corrieron el riesgo de ser canceladas). Es una opción política muy miope que podría llevar a un gran país como Japón al suicidio cultural. Hoy, desafortunadamente, parece que solo es “útil” lo que produce ganancias. Mientras que se consideran “inútiles” aquellos conocimientos que no favorecen las ganancias inmediatas. ¿Cómo se puede no entender que la literatura, la música, el arte, la filosofía son necesarios para que la humanidad sea más humana? Montaigne decía que el hombre no solo necesita alimentar el cuerpo, sino que también necesita alimentar el espíritu. Se necesitaría una fuerte protesta del mundo universitario y de los intelectuales en general. Pero, en cambio, muy a menudo el mundo académico se resigna, asiste pasivamente a este declive. Por esto he querido escribir este “manifiesto”: para “llamar a las armas” a los profesores y estudiantes, a los ciudadanos y a aquellos pocos políticos ilustrados. Es necesario reaccionar de inmediato, antes de que la humanidad caiga en el abismo de la ignorancia.
“En Francia encontré un gran apoyo: becas de estudio, bibliotecas, grandes maestros, reconocimientos. Tu tierra natal es donde tienes una biblioteca, buenos maestros, oportunidades preciosas para mejorar”.
Clásicos para la vida, por otro lado, es un homenaje a las grandes obras de la tradición cultural. ¿No es algo nostálgico?
Para nada. Al contrario: leer los clásicos nos ayuda a entendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Solo quiero dar un ejemplo, del cual hablo precisamente en Clásicos para la vida. Los ejecutivos de la Volkswagen —quienes recientemente, por codicia, habían trucado los valores de las emisiones de carbono de los autos diésel, causando una catástrofe económica sin precedentes para una de las industrias automotrices más grandes de la historia—, deberían haber leído y memorizado el lema de la familia Buddenbrook, como nos lo cuenta Thomas Mann: “Hijo mío, atiende con placer tus negocios durante el día, pero emprende solo los que te permitan dormir tranquilo durante la noche”. Basta leer esta novela para comprender cómo un capitalismo agresivo y sin reglas morales no solo se destruye a sí mismo, sino que puede destruir a todo el género humano.
¿Tanto así?
Ha aparecido justamente en estos días un nuevo libro mío en Francia y en Italia: el título es Los hombres no son islas. Parto de una hermosa imagen de John Donne, un gran poeta inglés que vivió entre los siglos XVI y XVII: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo; cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”. Una oportunidad preciosa para comprender que los seres humanos están relacionados entre sí y que la vida de cada hombre es parte de nuestra vida. Un himno a la fraternidad y la solidaridad humanas a través de la lectura y el comentario de 50 clásicos de la literatura mundial. Un antídoto contra lo que está sucediendo en Europa y en el mundo: se construyen muros, se levantan barreras, cientos de kilómetros de alambre de púas se entrelazan con el despiadado objetivo de bloquear el camino a una humanidad pobre y sufriente que, arriesgando su vida, intenta escapar de la guerra, el hambre, los tormentos de las dictaduras y el fanatismo religioso. Miles y miles de personas sin voz, privadas de toda dignidad humana, desafían la aridez de los desiertos, las olas del mar o las montañas nevadas en la búsqueda desesperada de un refugio, un lugar seguro, un albergue donde cultivar la esperanza de un futuro decente. En este contexto brutal, los grandes clásicos (desde Cicerón hasta Virginia Woolf, desde Séneca hasta Francis Bacon o Saint-Exupéry) y los saberes considerados injustamente inútiles nos recuerdan que solo si vivimos para otros podemos darle un sentido noble a nuestras vidas.
“Las escuelas y universidades ya no forman ciudadanos cultos, sino clientes-consumidores que compran un diploma para gastarlo en el mercado global”.
¿Por qué La utilidad de lo inútil y Clásicos para la vida fueron publicados por primera vez en Francia?
En Francia encontré un gran apoyo: becas de estudio, bibliotecas, grandes maestros, reconocimientos. En estos muchos años he entendido la bella frase de Giordano Bruno: “Para el verdadero filósofo, toda tierra es patria”. Tu tierra natal es donde tienes una biblioteca, buenos maestros, oportunidades preciosas para mejorar. Allí he conocido al director general de la editorial Les Belles Lettres, Alain Segonds, un extraordinario Pico della Mirandola del siglo XX. Gracias a él pude dirigir tres series de clásicos en Les Belles Lettres: fue para mí un hermano, un amigo, un maestro que me cambió la vida. Publicar mis libros en Francia antes que en Italia o simultáneamente con Italia es un acto de gratitud hacia este gran erudito y hacia la editorial más prestigiosa del mundo en la edición de clásicos.
Ambos libros señalan fuertes críticas al sistema educativo actual por el sentido utilitario y profesionalizante de los estudios: las escuelas y universidades se transformarían cada vez más en empresas y los estudiantes en clientes…
En las reformas educativas de muchos países se busca “profesionalizar” de manera exasperada los currículos en escuelas y universidades. A los jóvenes estudiantes que acaban de cumplir 13 años se les pide que escojan un oficio para continuar sus estudios, pensando solo en el puesto de trabajo. Las escuelas y universidades ya no forman ciudadanos cultos, sino clientes-consumidores que compran un diploma para gastarlo en el mercado global. Hoy en día, la tarea principal de los profesores debe ser precisamente hacer que los jóvenes comprendan que no estudian para obtener un pedazo de papel, sino que se estudian principalmente para convertirse en seres humanos libres y para abrazar grandes valores como el amor por el bien común, la solidaridad humana y la tolerancia.
“El derecho a la salud y el derecho al conocimiento son los pilares en los que se basa la dignidad humana. Los gobiernos que han hecho grandes inversiones en estos campos han logrado un gran crecimiento económico”.
Critica también la excesiva especialización en los estudios, lo que lleva a la pérdida de las visiones generales. En el Renacimiento, el conocimiento es uno, sin dividirlo en disciplinas. ¿Era eso mejor? ¿Es posible hoy?
Los saberes no son islas separadas. En el mundo clásico y en el Renacimiento era muy difícil trazar fronteras entre filosofía, ciencia, literatura y arte: ¡hay que pensar en una figura como Leonardo da Vinci! Hoy la separación del conocimiento y la ultra especialización son amenazas muy serias. Por supuesto, el nivel de conocimiento acumulado es enorme en comparación con el pasado. En medicina, por ejemplo, dentro de la ortopedia hay especialistas en la mano, la rodilla, la cadera. Pero perder la visión global de una disciplina es un suicidio programado.
Un elogio de los saberes inútiles, que no producen ganancias, intenta rehabilitar palabras como “desinteresado” y “gratuito”. Es un debate que ha estado presente en Chile. ¿Cree que la educación, incluso la superior, debería ser gratuita?
Estas palabras están ahora en desuso en nuestro vocabulario. La primera pregunta que te hacen cuando propones algo es: “¿para qué sirve?”. La belleza y los saberes inútiles pueden hacernos entender que en la vida no se trata solo de poseer, sino sobre todo de aprender a disfrutar: puedo ver una imagen, escuchar un concierto, leer un libro y sentirme feliz. La felicidad auténtica se basa en la gratuidad y el desinterés. Esto deberíamos hacer que los jóvenes entiendan que en la escuela estudiamos para aprender y no para ganar dinero.
Otros destacados de Puerto de ideas 2018
El sábado 10 de noviembre, a las 12:30 horas, en la Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso, el sociólogo Gilles Lipovetsky dictará la charla “Los mercados de la belleza en un mundo de vacíos”.
En tanto, el sociólogo Luc Boltanski presentará el domingo 11 de noviembre, a las 10:30 horas, en el mismo recinto, la conferencia “El patrimonio, nuevo símbolo de riqueza”.
Las entradas para ambos encuentros tienen un valor de $2.000 pesos y pueden adquirirse en Dale Ticket.
Reconocerá que sin dinero (o lo “útil”) es difícil estudiar si esto se paga y los gobiernos no parecen estar tan dispuestos a ofrecer gratuidad.
El derecho a la salud y el derecho al conocimiento son los pilares en los que se basa la dignidad humana. Los gobiernos que han hecho grandes inversiones en estos campos han logrado un gran crecimiento económico. El ganador del Premio Nobel Amartya Sen ha demostrado que Kerala, el estado más pobre de la India, es hoy el más rico por haber financiado su salud y educación.
¿Se puede amar los libros sin ser pedante? En La utilidad de lo inútil, incluye a Federico García Lorca presentando a Pablo Neruda, quien, según García Lorca, quería nutrir un grano de locura ante el “odioso monóculo de la pedantería libresca”.
Muchos profesores cometen un crimen cuando enseñan literatura rompiendo el fuerte vínculo que los clásicos tienen con la vida. Una novela o un poema no sirve para aprobar los exámenes. Son textos que se leen porque te ayudan a pensar, a saber y a vivir. Los clásicos son nuestros contemporáneos porque siempre responden a nuestras preguntas.
También afirma que la escuela y la universidad deberían educar a las nuevas generaciones en la herejía. ¿Podría explicarlo?
El “hereje” es, por definición etimológica, el que puede “elegir” caminos en contraste con la ortodoxia dominante. Las escuelas y las universidades deben ser lugares de resistencia a la lógica imperante del utilitarismo y la ganancia. En su lugar, por el contrario, la educación es una caja de resonancia de valores falsos: en lugar de formar hombres y mujeres libres, futuros ciudadanos dotados de sentido crítico, reproduce pollos de engorde, futuros consumidores pasivos que comen y dicen todos las mismas cosas.
La utilidad de lo inútil, Nuccio Ordine, Editorial Acantilado, 2013, 176 páginas, $13.000.
Clásicos para la vida, Nuccio Ordine, Editorial Acantilado, 2017, 192 páginas, $16.400.
Una escuela para la vida, Nuccio Ordine, Editorial Universidad de Valparaíso, 2018, 57 páginas.
Gli uomini non sono isole, Nuccio Ordine, Editorial La nave di Teseo, 2018, 334 páginas, €15.
En Rebaño, libro indignante y oportuno, Óscar Contardo ofrece numerosas claves para comprender cómo el deseo sexual y las relaciones de poder encontraron en la iglesia católica el ambiente ideal para procrear sus semillas más perversas. La compilación de antecedentes permite identificar muchos de los patrones de conducta que hicieron posibles los abusos, y una radical ausencia de piedad que el clero, tarde o temprano, tendrá que salir a explicar.
por daniel hopenhayn
Una abogada católica, que en los años 80 solía acompañar a sacerdotes a las protestas callejeras, le cuenta a Óscar Contardo que Cristián Precht llegó un día a la capilla de un barrio popular para proteger a los jóvenes que se habían refugiado allí de la policía. De pronto, entre los gritos de los pobladores contra la represión, se distinguió la voz de una mujer: “Cura desgraciado, deja de manosear a mi chiquillo”. El incidente no fue motivo de comentario. Todos, incluida la abogada, asumieron que esa madre era una agente de la CNI que intentaba desprestigiar al vicario de los perseguidos.
Contardo recopila innumerables maniobras de encubrimiento que no solo protegen al victimario, sino que le abren el camino a encontrar nuevas víctimas.
La anécdota ilustra apenas una arista del fenómeno que Rebaño pretende desentrañar: qué clase de códigos, qué nebulosa cultura interna, hicieron de la iglesia católica un enclave reproductor de abusadores sexuales. Pregunta que Contardo, hilvanando archivos de prensa con sus entrevistas a víctimas y testigos, aborda desde tres frentes en simultáneo: las relaciones de poder que los sacerdotes generan con sus feligreses, las dinámicas de encubrimiento –culturales e institucionales− que les garantizaron hasta hace muy poco la impunidad y, quizás lo menos explorado hasta ahora, “la manera en que el abuso se transforma en la vía de expresión de la sexualidad de esos hombres. La forma en que esos sujetos conviven con su deseo”.
Aunque la investigación examina muchos de los casos que han salido a la luz pública, su hilo conductor es la pavorosa historia de Rimsky Rojas, sacerdote salesiano (la congregación que peor lo pasa en este libro, seguida de los jesuitas) que se ahorcó el 28 de febrero de 2011, al verse acorralado por las denuncias de sus víctimas y en su calidad de principal sospechoso de la desaparición de Ricardo Harex, alumno del Liceo San José de Punta Arenas –que Rojas dirigía−, cuyo rastro se perdió en 2001 a la salida de una fiesta.
A la manera de Karadima, pero en ambientes de clase media provincial (Valdivia, Punta Arenas y Puerto Montt fueron sus principales destinaciones), el padre Rimsky era un estricto director espiritual que sabía ganarse la admiración de la comunidad y la lealtad de sus “preferidos”, adolescentes que sacaban ventajas de su cercanía con él, lo integraban a su intimidad familiar y se sometían a su régimen de protección e intimidación. Incubarle a la futura víctima el sentimiento de una deuda implícita, emocional o material (darle comida y techo fue la estrategia de varios), se revela en Rebaño como el método más recurrido para dejar a esa víctima perpleja, sin reacción, al momento de pasar del espíritu a la carne. “Con mucha frecuencia –escribe Contardo− los abusos cometidos por sacerdotes eran vínculos profundos con la persona abusada, que duraban años y que fundían en una misma historia sentimientos de cariño y lealtad, por un lado, con la angustia del sometimiento silencioso”.
Cuando el arzobispo Cox fue recluido en Alemania por sus reiteradas conductas pedófilas, el comunicado público de la Iglesia atribuyó la medida a una “afectuosidad un tanto exuberante”.
Una expresión radical de esa relación es la fantasía paterna por parte del cura, consignada en diversos testimonios. “Hijo, yo te quiero, esto es amor de padre, siente que estoy pariendo”, le susurraba a un alumno del San Ignacio El Bosque el jesuita Juan Miguel Leturia, “Lorito”, al momento de tocarlo y besarlo. “Yo para ti soy tu papá”, le advertía a uno de los suyos el también jesuita Eugenio Valenzuela. El propio Rimsky Rojas, encarado años después por uno de sus alumnos de Punta Arenas, le explicó entre sollozos que su sentimiento por él “era amor de padre”. El mismo cura fue capaz de abrazar y besar a un alumno en la capilla del colegio después de comunicarle que su madre padecía un cáncer terminal.
La contracara de la autoridad que el rebaño les concede a sus pastores es la nula importancia que los fieles parecen tener para el clero cuando surgen las denuncias. Contardo recopila innumerables maniobras de encubrimiento que no solo protegen al victimario, sino que le abren el camino a encontrar nuevas víctimas. Son evidencias que trascienden el conflicto sexual y obligan a preguntar qué entiende la Iglesia por misericordia hacia el prójimo, o si el prójimo es una entelequia que solo puede concebir en función de su propia causa.
Joaquín Navarro-Valls, vocero de Juan Pablo II y numerario del Opus Dei, reflexionaba en 1993 ante las primeras denuncias conocidas en Estados Unidos: “Cabría preguntarse si el verdadero culpable no es una sociedad permisiva hasta la irresponsabilidad, que está repleta de sexo y es capaz de crear las circunstancias que indujeron a cometer graves actos incluso a personas que tienen una sólida formación moral”. En 2002, Cristián Precht cuestionaba la política de tolerancia cero a los abusadores propuesta por los obispos estadounidenses: “Aprender como Jesús a distinguir entre el pecador y el pecado sigue siendo un tema de la mayor urgencia”. Ese mismo año, cuando el arzobispo Cox fue recluido en Alemania por sus reiteradas conductas pedófilas, el comunicado público de la Iglesia atribuyó la medida a una “afectuosidad un tanto exuberante”.
No hay tal cosa como una red de homosexuales operando en bloque, sino un enjambre de chantajes recíprocos que garantiza el silencio de todos.
Si bien las similitudes entre los casos documentados impiden a Rebaño sostener el vértigo de sus 100 primeras páginas (a lo cual contribuye la copiosa descripción, no siempre necesaria, de diligencias reporteriles), el relato vuelve a sorprender cuando indaga en la sexualidad de los religiosos. Que el celibato ha servido de coartada social para jóvenes avergonzados de su homosexualidad es un dato de la causa (un ex sacerdote salesiano recuerda que en el seminario “el cuarenta por ciento eran homosexuales o habían tenido experiencia homosexual”), pero resulta tan insuficiente para explicar los abusos como lo sería la heterosexualidad de un agresor de mujeres.
De sus lecturas y entrevistas, además, Contardo concluyó que la mayor parte de ellos entran al seminario “sin un afán consciente de ocultamiento (…) sino empujados por una cultura que los iba convenciendo de que era el sitio adecuado para ellos”. Veían en la fe una fuente de comprensión, de alivio a sus culpas, que de paso les prodigaba el respeto de sus amistades y el orgullo de sus familias. “Vestir una sotana, por lo tanto, era un antídoto perfecto contra la vergüenza”.
Apenas ingresaban al seminario, sin embargo, se veían inmersos en una cultura jerárquica donde el secretismo y la subordinación –materias primas del abuso− formaban parte del modus vivendi. Y donde la homosexualidad se practicaba pero no se nombraba, adquiriendo así una doble condición de clandestinidad. El pacto de silencio lo aseguraba la propia extensión del tejado de vidrio: “Te vas dando cuenta de que si revelas algo, echas a perder la fiesta de todos”, cuenta el ex seminarista Alejandro Sandrock. Algo parecido ha planteado el periodista Gianluigi Nuzzi −que en 2012 destapó los Vatileaks− sobre el supuesto lobby gay en la curia romana: no hay tal cosa como una red de homosexuales operando en bloque, sino un enjambre de chantajes recíprocos que garantiza el silencio de todos.
Otro hallazgo significativo del autor es que a ninguno de sus entrevistados se les habló de sexualidad durante su formación en el seminario, pese a que tendrían que inhibir su deseo sexual de por vida e instruir a jóvenes sobre la materia.
Perseguidos desde siempre por el terror al juicio ajeno, el gozo que algunos sacerdotes parecen encontrar en la aplicación despiadada de su autoridad podría constituir también un modo de desquitarse con los débiles, siguiendo esta observación de Contardo: “Quienes sufren la amenaza crónica del repudio, a menudo conocen las reglas que conducen al castigo con mayor precisión”. Rimsky Rojas, por ejemplo, podía expulsar a un alumno del colegio al descubrir que su madre era soltera. “Es una manera de ponerse del lado de los más afortunados, aquellos que pueden hablar de sus deseos en público sin contratiempos”, concluye Contardo.
Otro hallazgo significativo del autor es que a ninguno de sus entrevistados se les habló de sexualidad durante su formación en el seminario, pese a que tendrían que inhibir su deseo sexual de por vida e instruir a jóvenes sobre la materia. El deseo, sencillamente, era ignorado como tema, lo cual se corresponde con la aproximación infantil al sexo, exclusivamente genital, que muchos curas exhibían en los colegios. Miguel Ortega les bautizaba el pene a sus alumnos. “¿Cómo van esas pajitas?”, les preguntaba “Lorito” a los suyos. Rimsky Rojas, en Valdivia, masturbaba a los escolares cronómetro en mano para ver si eyaculaban correctamente.
Más allá de las puertas que abre este libro, una de las conclusiones nítidas que deja su lectura es que la crisis moral de la Iglesia solo terminará de ser comprendida cuando los curas inocentes saquen la voz: ya no para denunciar a los culpables, sino para explicar cómo lidiaron con su propio silencio, si es que supieron; y si no supieron, por qué no quisieron saber.
En un mundo borracho de satisfacción, el conservador es el único que sigue pensando que el apego a ciertos valores es una forma sana de resistir a las sirenas del presente. Buñuel, por ejemplo, no creía en el progreso porque sospechaba, como sospechamos todos los conservadores de izquierda, que el progreso es siempre de la industria. Es decir, el progreso del capital.
por rafael gumucio
Está la derecha liberal por un lado, y la derecha conservadora por el otro. Sus diferencias y semejanzas, sus encuentros y desencuentros son el tema más o menos obsesivo del columnismo político chileno. Así, el debate entre el progreso y el regreso, entre el futuro y el pasado, se lee en exclusiva clave derechista, bajo la idea persistente de que en el fondo conservadores y liberales están satisfechos con el mercado y sus reglas (aunque sea de distintas maneras, ambos aceptan las reglas del juego).
Impera aquí, como en tantos otros tópicos de la ciencia política chilena, una mala traducción del inglés. En Estados Unidos el término liberal equivale a lo que nosotros llamamos la centroizquierda, aunque gran parte de la izquierda americana, como la chilena o la francesa o la inglesa, nazcan de los púlpitos de las iglesias protestantes y católicas (y de los templos judíos). El Mapu y la Izquierda Cristiana, dos partidos más o menos fenecidos, pero que suministraron cuadros políticos a gran parte de la izquierda chilena (desde el ex ministro Eyzaguirre al senador Montes, desde Tomás Moulian hasta Óscar Guillermo y Manuel Antonio Garretón), descienden del partido conservador.
Mientras la derecha esconde su auténtica raigambre liberal, la izquierda se presupone íntegramente liberal. Sí, melenudos, marihuaneros, bisexuales: todos a favor de los transgéneros, la legalización de las drogas y el etiquetado de alimentos, internacionalista en general y nacionalista en Cataluña o Ucrania, a favor de los islámicos de Hezbolá, pero en contra del arzobispo de Santiago. La izquierda, ante la dificultad de plantear en su seno un debate razonable, prefiere refugiarse en la confianza moral. Así, la revelación de cualquiera de sus contradicciones presupone una traición. Sus miembros más lúcidos saben que hay cosas que debatir ahí, pero piensan que frente al avance de la derecha es mejor permanecer unidos, en un solo frente, con todos los derrotados del mundo. Poco importa si su derrota es justa o no, si su fracaso es una bendición o no. La izquierda acepta su papel de barco pirata operado por toda suerte de fantasmas que ya no recorren ni Europa.
El conservador no lucha por algo tan frágil como un sueño, sino por algo más sólido y evanescente que eso: lucha por un recuerdo.
La idea de que quienes estuvieron ayer por la libertad de las mujeres hoy apoyan el cambio de los órganos sexuales, no toma en cuenta que la velocidad de los cambios científicos y tecnológicos han acelerado el tiempo de una manera tal, que hasta al más progresista le resultan difíciles de procesar. Ni la ciencia es lo que era, ni el capitalismo que sirve es el mismo de antes de la internet y el fin del patrón oro. La manera en que el crecimiento sin límite y la especulación también ilimitada han transformado la noción de capital y de trabajo, no puede más que alarmar a los capitalistas de ayer. Son ellos, con Warren Buffett y George Soros a la cabeza, los primeros en rebelarse por la falta de impuestos y regulaciones de la que gozan. ¿Son conservadores o liberales?
De alguna forma, el conservadurismo resulta ser la única forma de rebeldía posible ante un mundo donde el poder, el visible pero más aún el invisible, es completamente neoliberal. Insistir en la diferencia entre liberalismo y neoliberalismo no quita que uno descienda del otro. Ningún marxista honesto, por más que haya sido víctima de las purgas soviéticas, puede dejar de sentirse consternado por la extraña metamorfosis capitalista del comunismo chino. Aunque el neoliberalismo sea la caricatura del liberalismo de Benjamin Constant o Stuart Mill, no deja de compartir con él algunos de sus rasgos más problemáticos.
Volver a los clásicos no significa olvidar que el árbol se juzga por sus frutas. El conservador es, en este universo borracho de satisfacción, el único que sigue pensando como resumía Luis Buñuel: “No vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Algunos conservadores, como Buñuel mismo, no defendían los viejos valores, pero intuían que nada mejor podía reemplazarlos. No creía en el progreso porque sospechaba, como sospechamos todos los conservadores de izquierda, que el progreso es siempre el de la industria, del capital.
“Hay que admitir que siempre hay una época dorada que no es la nuestra, que existió o que existirá alguna vez. La época que nos toca vivir nunca es satisfactoria, salvo para los muy ricos o para los petulantes sin memoria”. Esto lo dijo Cynthia Ozick a propósito de la literatura actual y su relación con la crítica, y quizá sea el perfecto resumen del pensamiento conservador: solo creen en el progreso los ricos o los desmemoriados. Solo ellos pueden sentir que el mundo mejora porque no han pagado con su sangre y su sudor y sus lágrimas ese incremento de bienestar, o porque se han beneficiado más que nadie de él.
Ante la decepción del presente, el conservador tiene como refugio la Edad de Oro. El fracaso del presente no es completo, porque hay un pasado, un lugar en el cual refugiarse. Como el amor según Proust, lo único que nos queda es la reconstrucción imposible de un momento que no supimos vivir, y que pudimos vivir justamente porque no lo sabíamos. El conservador tiene la ventaja de permanecer, pase lo que pase, alerta y descontento, sin caer en el nihilismo que lo aniquilaría como potencia crítica. El nihilismo se desespera de esperar; el conservador, en cambio, recuerda que lo que espera ya sucedió y que, si bien puede que no se haya dado cuenta, fue feliz. El conservador no lucha por algo tan frágil como un sueño, sino por algo más sólido y evanescente que eso: lucha por un recuerdo.
La sociedad neoliberal piensa que el crecimiento continuo es parte de la naturaleza humana. Ve el mercado como una metáfora de la vida humana: una corriente continua de inflación y deflación que nos lleva a una serie de crisis que se convierten, luego de liquidar “la grasa” que sobra, en crecimiento. Debemos tres o cuatro veces nuestro sueldo porque alguna nueva tecnología convertirá lo que hoy es deuda, en inversión. Un mundo en eterna conquista, que fomenta la insatisfacción, que vive del desequilibrio, donde la prosperidad –también creciente– apenas logra entregar un aura de continuidad. Esa aura de continuidad, sin la que el deudor solitario sentiría el abismo que tiene ante sí, es lo que obliga al nuevo capitalismo a respetar a iglesias, cofradías, partidos políticos y corrientes filosóficas antiguas que niegan o contradicen la mayor parte de los supuestos sobre los que se sustenta la idolatría del mercado.
Ante la decepción del presente, el conservador tiene como refugio la Edad de Oro. El fracaso del presente no es completo, porque hay un pasado, un lugar en el cual refugiarse. Como el amor según Proust, lo único que nos queda es la reconstrucción imposible de un momento que no supimos vivir, y que pudimos vivir justamente porque no lo sabíamos.
Jesús, Confucio, Séneca, Mahoma, Gandhi, Moisés, Marx o Rousseau basan su pensamiento en el desprecio de la especulación y la avaricia. En esa grieta, la del conservadurismo revolucionario, como bien observa Mark Lilla en su libro Pensadores temerarios, se alojan todos los movimientos de resistencia que quedan, desde el islam radical hasta el evangelismo también radical, desde el nuevo comunismo hasta el ecologismo profundo. Distintos en métodos e intenciones, comparten una vaga nostalgia por una comunidad humana, una fraternidad basada en un mismo padre, Dios, Alá o la Naturaleza, la idea improbable de que el hombre tiene un destino que no depende de su voluntad de poder.
Todos esos movimientos defienden a su modo la idea, conservadora entre todas las ideas, de que las cosas son lo que son más allá del precio que la especulación del mercado y la prensa le ponen. Esa fue la obsesión cada vez más patente de Pier Paolo Pasolini al final de su vida. A comienzos de los años 70 le dio con denunciar que la juventud proletaria, donde iba a buscar amantes, había sido destruida por una nueva sociedad de consumo. Esa nueva sociedad de consumo, que era solo en apariencia el viejo capitalismo, al romper cualquier lazo con la tierra, es decir con el tiempo, provocaba únicamente neurosis y violencia. Su nostalgia por el mundo agrario de antes de la guerra era poco convincente, en un país que gracias a un proceso acelerado de industrialización había logrado salir de la miseria a la que parecía condenado. Al morir en una playa de Ostia, torturado de manera inaudita por unos jóvenes lumpen neofascistas, su profecía pareció menos gratuita de lo que la izquierda italiana había querido pensar. La llegada al poder de Silvio Berlusconi más de una década después ha confirmado la lucidez de esa denuncia.
El arribo a la Casa Blanca de un siniestro actor de reality show ha llevado a repensar la advertencia de Pasolini (que tiene en el historiador Christopher Lasch y el sociólogo Richard Sennett a sus propios portavoces). Allá la cultura del consumo no es como en la Italia de Pasolini: no es nueva y tampoco es ajena. No hay en Estados Unidos una Edad Media a la que volver. Menos, a un Renacimiento. Nueva York siempre ha sido Nueva York, sobre una isla ínfima miles de rascacielos que acumulan en vertical lo que sería imposible de alojar horizontalmente. Pero incluso ese capitalismo de hormigón armado es distinto y en cierta medida contrario al capitalismo financiero, el de la especulación perpetua, donde las oficinas son tan virtuales como las ganancias. Volver a América grande nuevamente, como prometió Trump, es devolver a los Estados Unidos ese capitalismo sólido, ese capitalismo de producción y fábricas, o sea, de certezas que la inmaterialidad de las nuevas tecnologías han desdibujado para siempre.
En el centro de todos los delirios y mentiras de Trump, hay una verdad que sus electores entienden mejor que nadie: la nueva economía y la nueva tecnología no necesitan más que unos pocos programadores inteligentes; al resto, la vasta y vaga mayoría de americanos, no les queda más que ser consumidores de las aplicaciones que ese grupo de genios de la mercadotecnia creó para ellos. Cada mejora en los servicios tecnológicos viene acompañada por una precarización de sus empleos, sus relaciones familiares, amorosas, sociales, por un debilitamiento de su democracia finalmente, porque ¿quién puede creer la ilusión de igualdad sobre la que se basa cualquier democracia, cuando el poder (convertido en conocimiento) está tan mal repartido?
Como suele ocurrir, el populista entiende antes que nadie la magnitud del problema. Nadie puede estar más lejos de los valores cristianos que Donald Trump, quien ha vivido de ejercer en público cada uno de los siete pecados capitales, pero eso no le impide posar con pastores y rabinos que le perdonan todo, con tal que adhiera a su agenda conservadora. Obama venía de un mundo opuesto, el movimiento de los derechos civiles del que terminó por ser la cara más exitosa. Su modo de vivir y pensar está perfectamente enmarcado en una forma ágil y moderna del cristianismo, lo que hace inexplicable el pudor con que al final de su gobierno no quiso encarar esa herencia (que proviene, después de todo, de Martin Luther King y Jesse Jackson). Empantanado en la agenda de minorías ricas, como la que aboga por el matrimonio homosexual, obsesionada por entregar cifras macroeconómicas prometedoras, perdió la oportunidad única de reconciliar la izquierda con el conservadurismo, es decir, el sentido común de lo que Orwell llamaba el common people. De alguna forma, el gobierno de Obama dejó establecida para siempre la victoria del liberalismo que reside en convertir la revolución permanente en una sucursal más del orden establecido.
“Aquellos que coinciden completamente con la época, que concuerdan en cualquier punto con ella no son contemporáneos pues, justamente por ello no logran verla, no pueden mantener la mirada fija en ella”, afirma el filósofo italiano Giorgio Agamben en su ensayo “Qué es lo contemporáneo”. Su propuesta apunta a establecer una mirada en los pliegues, en ese punto ciego que contiene, sin embargo, el haz de significaciones que el exceso de luz escamotea.
Esa mirada “otra”, mucho más intensa por la distancia que mantiene con las convenciones impuestas, está impresa en la obra de Marta Brunet y Carlos Droguett. Ambos escritores chilenos se detuvieron en problemáticas que pueden ser catalogadas como “consideraciones intempestivas”, concepto que elaboró Nietzsche para señalar que es contemporáneo aquel que no se ajusta enteramente a su tiempo y, precisamente, por la existencia de ese hiato, de esa discontinuidad, lo entiende y lo percibe.
Marta Brunet abrió, en cierto modo, una “caja de Pandora intempestiva” y dejó que salieran los incontables males que atraviesan al sujeto mujer. Lo hizo desde un imaginario que mantuvo “la mirada fija en su tiempo para percibir no la luz sino la oscuridad”, como señala Agamben. Sus cuentos “Soledad de la sangre” y “Aguas abajo” exploraron, con una agudeza sorprendente, en pleno destiempo con su tiempo, la arista totalitaria del poder impuesta por la asimetría de género que escribe el desvalor de los cuerpos de las mujeres.
La escritora puso de relieve el modo en que el poder opera de manera múltiple e incesante para contener cualquier intento de igualdad en las relaciones entre hombres y mujeres. Lo hizo de modo fino, acudiendo al poder literario para generar lo que Jacques Rancière denomina, en su libro El hilo perdido, una “política de la ficción”. De ese modo construyó un tipo de “democracia novelesca” en la medida en que mostró la sede material de la opresión que cerca al sujeto mujer mediante una sutil deconstrucción de los modos en que se cursa. Mostró en “Soledad de la sangre” la naturalización del tiempo y de la historia incrustados en los tránsitos cotidianos de los cuerpos. Esos tránsitos que ordenan la vida tal como un dispositivo burocrático que certifica su existencia en el vacío y en el vaciado de las horas.
Con “Soledad de la sangre” y “Aguas abajo”, Marta Brunet exploró con una agudeza sorprendente la arista totalitaria del poder impuesta por la asimetría de género que escribe el desvalor de los cuerpos de las mujeres.
Pero es en ese vacío donde se instaló la mirada narrativa de Marta Brunet para leerlo y ver allí lo que esconde ese blanco aparente, esa normalización del tiempo cronológico y cultural; lo que Rancière llama “un poder de la disolución de las identidades, situaciones y encadenamientos consensuales que reproducen, en ropaje moderno, la vieja distribución jerárquica de las formas de vida”. Brunet presentó la solitaria pareja como una sede maquínica de manipulaciones, estrategias y sumisiones para mantener un débil equilibrio fundado en una forma de poder anterior a la pareja misma, un poder inherente que ya solo requiere de una imperativa repetición.
Marta Brunet, sin duda, entró en su tiempo para salir de él al leer, en sus resquicios, los procedimientos más violentos que pudo relevar en el imperturbable transcurso de las ordenanzas. Verificó la intensidad del tiempo incrustado en los cuerpos de las mujeres, contenido en su magistral relato “Aguas abajo”. Magistral porque allí consiguió condensar una cadena temporal que atraviesa materialmente los cuerpos: la abuela, la hija y la nieta en una cadena que, más allá de cualquier aparente contemporaneidad, mantiene intacto el mandato que las clausura y las amontona en un mismo, idéntico destino. Las tres mujeres del relato de Marta Brunet tienen al frente a un hombre-género-poder convencional, que las elige o las desecha, las amontona o les propicia un fugaz protagonismo, una luz falsa, pues en la opacidad del relato yacen sus dobles condenadas a una oscuridad brillante que los ojos atentos a un tiempo suspendido deben visualizar. O, como afirma Giorgio Agamben: “Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”. Precisamente “Aguas abajo” es ese flujo líquido, veloz e infatigable, por donde se deslizan los cuerpos de las mujeres, en un permanente descenso pero, en un vértice otro, una escritura plena conforma, más allá de los tiempos, uno de los relatos más importantes e impactantes de la literatura chilena, un relato que pone de manifiesto una escena incombustible.
“Aguas abajo” todavía arrastra, en su deslizamiento, un recorrido por el tiempo sin un tiempo preciso, como no sea esa mirada al agua que escurre y que busca desnaturalizar el tiempo del cuerpo de las mujeres, pauteados de modo inexorable por la mirada masculinizante del sistema. Una mirada que se sostiene a sí misma o se libera a sí misma mediante el simple pero eficaz modelo de la sujeción de la otra para permanecer en su tiempo. Efectivamente, el relato de Marta Brunet, al mostrar el mapa de la opresión, su implacable estructura, consigue emancipar los cuerpos aun en su sujeción, porque demuestra precisamente, en el constante reloj de arena, los hilos inamovibles del tiempo y su procedimiento. Libera en su ficción la mirada social dominante que no se ejerce más allá de sus propios y rígidos supuestos, porque está cautiva de una falsa contemporaneidad.
En otro registro, Carlos Droguett se internó en un territorio imposible para su tiempo. En palabras de Agamben, fue “capaz de escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente”. La novela Patas de perro remarcó una superficie que antes había sido explorada, en una clave distinta pero al fin coincidente, por la novela Alsino de Pedro Prado. Volvió sobre esos pasos, pero esta vez no con el niño alado sino con la animalidad en las patas de Boby, el niño-perro, centro de un dilema que atraviesa la periferia de los tiempos: la diferencia.
Lo interesante y hasta deslumbrante de Patasde perro, es que el niño valora su diferencia, la defiende, la entiende como un don.
Precisamente, la diferencia empaña la ilusión de contemporaneidad más luminosa y representa el contra atributo que marca una disonancia, una no pertenencia plena, una extrañeza. Patas de perro pudo hacer de esa disonancia, de esa extrañeza y de la no pertenencia, un incalculable patrimonio político-estético para mostrar la represión de la totalidad del aparato social ante aquello que no pertenece a la materia y a los cuerpos pauteados por los consensos de lo contemporáneo.
Jacques Rancière asegura en El hilo perdido que la “ficción nueva es sin fin”. Pues bien, Patas de perro se propuso un escenario sin fin, convulso e “intempestivo”. Relevó la animalidad humana de una manera inesperada, despojando esa animalidad de la crueldad asignada por el sistema para desplazarla hacia el aparato social y el conjunto de instituciones que lo conforman y lo sostienen.
La diferencia de Boby (sus patas de perro) abre una pregunta sobre lenguaje y animalidad. Mientras Boby tiene su animal en sus patas junto a su lenguaje elaborado y consistente, el aparato social pierde el lenguaje más humano ante la figura del niño y solo puede recurrir al castigo (inhumano). La familia, la escuela y el barrio muestran sus feroces “colmillos” y atacan a Boby de manera incesante. Pero lo interesante y hasta deslumbrante de esta novela, es que el niño valora su diferencia, la defiende, la entiende como un don. En ese sentido se separa tajantemente de las convenciones de su tiempo para entender que ese cuerpo otro es un valor, un signo poderoso que lo dota y lo resignifica enteramente.
Aunque el niño-perro soporta el embate social de un tiempo que no puede comprender ni menos tolerar la diferencia, también se rebela ante la captura que impone uno de los centros del aparato social: el Estado. Es ese Estado mediante su aparato represivo, la policía, el último recurso que se esgrime contra Boby para encerrarlo, dejarlo fuera de la mirada, esconderlo, en cierto modo hacerlo desaparecer, privarlo de cualquier ciudadanía. Pero Boby, maestro del lenguaje más humano, comprende que su tiempo ha terminado porque su propio tiempo no es capaz de contenerlo. Boby se refugia en lo perruno de sí, en sus patas, para emprender un recorrido lateral, afuerino, aislado, pero liberado de la última y letal institución: la policía.
Marta Brunet y Carlos Droguett son nuestros lúcidos contemporáneos. Seguramente lo serán en los tiempos futuros, porque desviaron la mirada para ubicarse en un lugar imprevisto de su tiempo y de otro tiempo, se parapetaron para mirar entre los dobleces, desde la penumbra, aquello incómodo, censurado. Entendieron lo contemporáneo desde una poética y una política indesmentibles. Definitivamente percibieron que solo podían “ser puntuales a una cita a la que solo se podía faltar”.
Entre hoy y el jueves, el intelectual italiano, profesor emérito de la Universidad de California y de la Scuola Normale Superiore de Pisa, impartirá tres conferencias en el Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica. En esta entrevista, el autor de El queso y los gusanos, reconocido por sus aportes a la microhistoria, explica por qué considera que la historia es como un aeropuerto.
por patricio tapia
Comentando el libro del historiador Carlo Ginzburg El hilo y las huellas, Keith Thomas —eminente historiador inglés— señalaba que una vez lo acompañó a una librería en una visita a Oxford, pero que Ginzburg no se mostró interesado en la gran sección histórica, sino en los estantes con obras de antropología, filosofía y teoría literaria. “En ese momento”, dice Thomas, “aprendí la diferencia entre un mero historiador y un intelectual europeo”.
Carlo Ginzburg (1939) es ciertamente un intelectual de amplias perspectivas, nutridas en una familia de intelectuales (nieto del histólogo Giuseppe Levi, sus padres fueron parte de la resistencia antifascista: el profesor de literatura rusa Leone Ginzburg y la novelista Natalia Ginzburg). Sus múltiples intereses, sin embargo, se decantaron por la historia, pero fertilizada por distintas disciplinas: los aportes de la antropología, los métodos de los filólogos (la importancia de leer “entre líneas”, cada texto contiene elementos no controlados) y de los historiadores del arte y connoisseurs (conocedores), que atribuyen una obra a menudo sobre la base de elementos formales.
En su trayectoria intelectual fue muy importante el trabajo sobre los archivos de la Inquisición. En su primer libro, Los benandanti (1966) estudió una secta del siglo XVI de hechiceros que “van hacia el bien” librando “batallas nocturnas” contra los brujos, de las que dependían tanto la fertilidad de las cosechas como la fe cristiana. El más conocido de sus libros es El queso y los gusanos (1976), sobre un molinero quemado en la hoguera después de concebir una cosmogonía personal a partir de sus lecturas. Su examen de los archivos inquisitoriales finalizó con Historia nocturna (1989): a partir de un rumor difundido en el siglo XIV de una conspiración anti-cristiana, indaga los elementos religiosos muy anteriores que configuran esas creencias. En la reconstrucción de los mecanismos ideológicos que facilitaron la persecución de la brujería en Europa estudia las raíces folclóricas y populares del aquelarre, para después vincular mitos de entornos culturales distintos, mediante afinidades formales.
El más conocido de sus libros es El queso y los gusanos (1976), sobre un molinero quemado en la hoguera después de concebir una cosmogonía personal a partir de sus lecturas. Su examen de los archivos inquisitoriales finalizó con Historia nocturna (1989): a partir de un rumor difundido en el siglo XIV de una conspiración anti-cristiana, indaga los elementos religiosos muy anteriores que configuran esas creencias.
Ginzburg también ha tenido interés por cuestiones metodológicas; en el ensayo “Indicios” (1979) se mostró atento a algunos elementos aparentemente insignificantes, por lo que junto a El queso y los gusanos se lo conectó con la corriente “microhistórica”. Es difícil saber si por cierto desagrado ante las modas o por la exploración de otras perspectivas, Ginzburg se mostró por un tiempo reacio a las referencias de la “microhistoria” y al “paradigma indiciario”.
Un ejemplo de su interés por las artes visuales y sus vinculaciones culturales es su libro Pesquisa sobre Piero (1981), acerca del pintor del siglo XV Piero della Francesca. Por otra parte, desde un artículo temprano —“De Warburg a Gombrich” (1966), recogido en Mitos, emblemas, indicios— hasta su último libro, Paura, reverenza, terror (“Miedo, reverencia, terror”, 2015), la figura del heterodoxo historiador del arte Aby Warburg ha sido determinante. En este último libro aborda distintas obras: una copa de plata dorada de 1530 y sus inscripciones con escenas de los indios de América; la pintura de la muerte de Marat hecha por Jacques-Louis David; la imagen del Leviatán de Hobbes; la pintura Guernica de Picasso; el póster de Lord Kitchener donde un militar apunta con el dedo diciendo que tu país te necesita. A pesar de su aparente diversidad, los estudios están atravesados por la noción de Pathosformeln (“fórmulas de pathos”) propuesta por Warburg y así analiza el resurgimiento de los gestos de iconografías paganas al servicio de la iconografía cristiana o revolucionaria, y le permite acercarse a temas más amplios, como la secularización.
La tensión entre racionalidad e irracionalidad ha sido otra constante en la obra de Ginzburg, algo que también comparte con Warburg. En un artículo sobre la gran biblioteca de Warburg (“Une machine à penser”, 2012), Ginzburg recordaba que su mentor, Delio Cantimori, se refirió una vez a los warburgianos como “salamandras altamente racionales”, capaces de pasar por el fuego sin quemarse, aunque Warburg pagó con la locura sus incursiones en lo irracional.
Además Ginzburg tiene inspiraciones científicas. Más de una vez le ha dado importancia a la escala en la observación. En Ojazos de madera (1998) examinó la noción de “distancia” desde distintas perspectivas; en Miedo, reverencia, terror habla de los ensayos “o experimentos” reunidos allí; y la “microhistoria” recuerda a la observación con un microscopio…
Algunas nociones y términos que ha usado son cercanos a las ciencias naturales. ¿Cree que tuvo alguna influencia que su abuelo fuera un importante científico?
Sí. En una colección de ensayos que acaba de aparecer, dedicada a mi abuelo, Giuseppe Levi, entregué un breve comentario sobre esto, basado en mis propios recuerdos.
La lectura de Marc Bloch, entiendo, fue fundamental en su decisión de convertirse en historiador.
En efecto. Mi encuentro con Les Rois thaumaturges, de Bloch, me dio el impulso definitivo hacia la historia. A lo largo de los años, he mantenido una especie de diálogo imaginario con la obra de Bloch.
El queso y los gusanos debió ser algo excéntrico en su momento. ¿Fue visto con sospecha un libro sobre un campesino pobre totalmente desconocido?
El libro era ciertamente poco usual y levantó algunas recepciones polémicas. Pero, en general, las reacciones fueron muy amigables y el libro repentinamente comenzó a traducirse a muchos idiomas: 24.
“Warburg argumentó que en el arte griego antiguo las emociones extremas (miedo, éxtasis religioso y así con otras) se transmitían mediante fórmulas que fueron redescubiertas y reutilizadas por los artistas italianos en el Renacimiento”.
¿Cree que el libro pudo influir en la “historia social”?
La historia social es una etiqueta vaga, y debo confesar que no estoy particularmente interesado en las etiquetas.
Usted se mostró reticente a la posibilidad de una suerte de ortodoxia microhistórica, pero en un ensayo reciente, “Microhistoria e historia mundial” (2015), revaloriza las potencialidades de ella.
Si alguien sugiriera que incluso la microhistoria es una etiqueta, inmediatamente estaría de acuerdo: deberíamos tratar de ser específicos, conectando la etiqueta a la investigación real, con una base empírica. Esto es lo que intenté hacer en el ensayo que menciona, así como en uno anterior, “La latitud, los esclavos, la Biblia: un experimento de microhistoria”, en la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar (y que está disponible en línea). En este último ensayo traté de mostrar que un solo caso, analizado en profundidad podría allanar el camino a una gran generalización. En el primer ensayo reflexioné sobre esta estrategia de investigación, tratando de ubicar la microhistoria en un marco intelectual más amplio, así como proporcionar una justificación teórica más profunda para ella. Pero esto era mi propia versión de la microhistoria. Hablar de una ortodoxia sería ridículo.
La idea de un vínculo o cooperación entre la historia y otras disciplinas siempre ha estado presente en su trabajo.
Suelo decir que la historia para mí, como práctica cognitiva, no es una fortaleza sino un aeropuerto: un lugar desde el cual puedes salir en diferentes direcciones (y al que puedes regresar).
En el nuevo epílogo a la reedición en Adelphi de Historia nocturna, cuenta que la noción de “morfología” la encontró leyendo las Observaciones sobre La rama dorada de Frazer, de Wittgenstein. ¿Podría decir algo sobre esto?
En el texto que menciona dije que durante algunos años, mientras trabajaba en el estereotipo del sabbat de las brujas, buscaba analogías en Europa y más allá de Europa —estaba haciendo morfología sin ser consciente de ello—. Las observaciones de Wittgenstein, que oponen una presentación sincrónica a la presentación supuestamente genética de Frazer respecto de la evidencia, fue una revelación. Comencé a usar la morfología como una herramienta cognitiva, aunque en última instancia intenté convertir las semejanzas morfológicas que había reunido en conexiones históricas hipotéticas. De hecho, la tercera sección de mi libro sobre el sabbat de las brujas se titula “conexiones euroasiáticas”.
En Pesquisa sobre Piero aplica algo parecido a un enfoque “morfológico”, pero a diferencia de las técnicas de atribución de los historiadores del arte y connoisseurs usted no se basa tanto en los elementos formales…
En mi libro sobre Piero, las pruebas formales se pusieron deliberadamente un poco de lado: esto era parte del experimento, centrándose en la iconografía y los mecenas. Pero me fascina la labor de los connoisseurs, como se puede ver en un reciente ensayo, “Pequeñas diferencias”, publicado en la revista Contrahistorias, de 2017.
Actividades de Carlo Ginzburg
El historiador tendrá varias actividades en la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política de la Universidad Católica. El lunes 22, a las 13 horas, dará la conferencia magistral “Schema and Bias. A Historian’s Reflection on Double-Blind Experiments”; el martes 23, a las 11:30 horas, además de la presentación del dossier sobre su obra de la revista “Taller de Letras”, impartirá la presentación: “El caso y la casualidad. Algunas reflexiones retrospectivas”; y el jueves 25, a las 11:30 horas, participará en el Seminario “Lo traducible y lo intraducible”.
Hablando de connoisseurs, usted ha mantenido un diálogo crítico con la obra de Roberto Longhi. ¿Tuvo trato personal con él?
Lamentablemente nunca tuve la oportunidad de conocer a Roberto Longhi. Escuché mucho sobre él a través de mi amigo Enrico Castelnuovo, un brillante historiador del arte, que había sido alumno de Longhi.
En una conversación anterior, comentó que de joven alguna vez quiso ser pintor.
Efectivamente, pero nadie es perfecto.
Visto en retrospectiva, la figura de Aby Warburg ha sido una presencia considerable…
Aby Warburg y la tradición inspirada (de maneras muy diferentes) por su obra, desde Ernst Gombrich hasta Michael Baxandall, ha sido extremadamente importante para mí.
En Miedo, reverencia, terror hay una referencia recurrente a la noción de Warburg de Pathosformeln (fórmulas de pathos). ¿Podría resumir en qué consiste?
Warburg argumentó que en el arte griego antiguo las emociones extremas (miedo, éxtasis religioso y así con otras) se transmitían mediante fórmulas que fueron redescubiertas y reutilizadas por los artistas italianos en el Renacimiento.
Teniendo en cuenta la “preocupación por lo irracional” de Warburg, ¿cree que ha influido en su propia preocupación por la irracionalidad?
Sí, lo hizo. El impulso de trabajar en fenómenos irracionales desde una perspectiva racional (no racionalista) existía desde antes de mi encuentro con la obra de Warburg y el Instituto Warburg, pero ciertamente fue reforzado por ellos.
¿Y ha sido usted una salamandra, ha salido indemne del “fuego” irracional?
No soy el mejor juez.
El hilo y las huellas, Carlo Ginzburg, Editorial FCE, 2010, 492 páginas, $18.900.
El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg, Editorial Ariel, 2016, 304 páginas, $15.500.
En estas páginas todo oscila de manera natural entre la abstracción y la percepción, entre el conocimiento y la experiencia, entre lo conceptual y lo doméstico. Es un viaje realmente notable: hace visible el tejido de fibras, partículas y fuerzas que componen la naturaleza y las condiciones de nuestra relación histórica con ella.
por fernando portal
El video Potencias de 10, dirigido por los diseñadores Charles y Ray Eames en 1977, nos embarca en un viaje visual que rompe los límites de lo conocido. Primero, nuestra visión se aleja de la escena de un pícnic en el parque, llevándonos hacia la inmensidad inabarcable del universo. Tras esto, volvemos a enfocar el pícnic, pero ahora para adentrarnos en la estructura celular de la mano de uno de sus participantes. Macrocosmos y microcosmos. Pues bien, a Mark Miodownik le interesa el segundo recorrido, el que se focaliza en los componentes orgánicos, químicos y finalmente atómicos de la materia, una forma de llegar, quizás, al “límite de nuestro actual entendimiento”.
Este es, ni más ni menos, el desafío que plantea su libro Cosas (y) materiales.La magia de los objetos que nos rodean: un viaje que nos lleva desde la escala en la cual nuestro cuerpo es la unidad de medida, hacia otra dimensión, donde la medida está dada por el comportamiento de los enjambres atómicos que componen la materia que nos rodea.
Con un lenguaje transparente, rico en imágenes y asociaciones, Miodownik entrega una serie de relatos (algunos autobiográficos), crónicas, listados e incluso guiones dramáticos que tratan, cada uno a su modo, de alumbrar un material específico.
Con un lenguaje transparente, rico en imágenes y asociaciones, Miodownik entrega una serie de relatos (algunos autobiográficos), crónicas, listados e incluso guiones dramáticos que tratan, cada uno a su modo, de alumbrar un material específico. Así, el acero, el plástico, el hormigón o el vidrio (o las herramientas elaboradas a partir de estos materiales) son examinados desde el conocimiento propio de la ciencia, pero sobre todo de las relaciones que establecemos con ellos.
Este ir y venir entre relatos del ámbito cotidiano y aproximaciones a la física o la mecánica cuántica, construye una relación directa entre ciencia y experiencia, llevando la descripción de nuestro conocimiento sobre determinado material a la base de la experiencia sensible que sobre este material tenemos. Por ejemplo, al adentrarse en la historia y usos del acero, Miodownik enfatiza que el óxido de cromo, que accidentalmente transformó determinada aleación entre hierro y carbono, entregó como resultado el acero inoxidable, material que “convierte a nuestra generación en una de las primeras que han tenido la suerte de no encontrar sabor alguno a los cubiertos”.
Como científico, Mark Miodownik se ha especializado en el campo de la ciencia de los materiales, donde ha desarrollado un papel importante no solo como investigador (es docente del University College de Londres y fundador del proyecto Materials Library), sino también como autor de distintos proyectos de divulgación científica en asociación con la Tate Gallery, el Institute of Contemporary Arts y la BBC. De hecho, Cosas (y) materiales recibió dos importantes reconocimientos por su labor de divulgación: el Communication Award, otorgado por la Academia Nacional de Ciencia, Ingeniería y Medicina de Inglaterra; y el premio Winton para Libros Científicos, entregado por la Royal Society.
Estos reconocimientos parecieran validar la estrategia que el autor desarrolla para comunicar este conocimiento, porque en estas páginas todo oscila de manera natural entre la abstracción y la percepción, entre el conocimiento y la experiencia, entre lo conceptual y lo doméstico. Es un viaje realmente notable, un viaje bastante parecido al de la cámara que volvía al pícnic: al terminar la lectura sentimos que llegamos al interior de los objetos. Un interior que ya no solo es social (como los objetos y las historias de La vida instrucciones de uso, de Perec), sino que hace visibles el tejido de fibras, partículas y fuerzas que componen la naturaleza y las condiciones de nuestra relación histórica con ella.
Imagen de portada: Jarra, vela y cacerola esmaltada (1945), de Pablo Picasso.
Cosas (y) materiales. La magia de los objetos que nos rodean, Mark Miodownik, Turner, 2017, 276 páginas, $21.000.
Anne Carson cruza la azotea de la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales. Viste chaqueta de cuero, pantalones holgados y botas vaqueras. Se mueve lentamente y con elegancia, mientras sus lectores terminan de acomodarse en los pocos lugares que quedan disponibles. Mujeres con canas y lentes de marco ancho se repiten entre la audiencia. En breves minutos, la poeta leerá versos de su libro Red Doc, acompañada por su traductora Verónica Zondek y dos estudiantes de literatura.
Esta fue una de las postales que dejó el último día de Filba 2018, que tuvo entre sus invitados a la periodista María Moreno, al poeta Mariano Blatt y a la cantante Julieta Venegas. Carson también fue la encargada de abrir el encuentro, el martes en la mañana, con su conferencia “Albertine, rutina de ejercicios”. En un auditorio dominado por estudiantes, la autora de Hombres en sus horas libres compartió sus apuntes sobre el personaje de Albertine de la novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. “Anne Carson trabaja con distintos lenguajes para exponer y ensanchar el alcance de lo que conocemos, capeando y sondeando así la ola de las circunstancias, las formas, los sentidos y las memorias”, dijo Verónica Zondek, quien ofició como presentadora de la conferencia.
A través de 59 puntos, la poeta diseccionó al personaje de Proust, entregando datos numéricos (como la cantidad de veces que se menciona su nombre en el libro o el porcentaje de páginas en las que aparece durmiendo) y conjeturas de todo tipo. “Se podrían hacer numerosas observaciones sobre la similitud entre Albertine y Ofelia –la Ofelia de Hamlet–, empezando con la vida sexual de las plantas, que tanto Proust y Shakespeare disfrutaban de emplear como lenguaje del deseo femenino”, apuntó la escritora. “Albertine, como Ofelia, encarna para su amante un tierno florecimiento, pero también castración, casualidad, amenaza y obstaculización pura. Albertine, como Ofelia, es enjuiciada por su voraz apetito sexual cuya expresión le niegan”. Durante las preguntas del público, contó que le tomó seis años terminar la obra de Proust en francés, confesando que “lo leí en pequeñas porciones durante el desayuno con mi cereal”.
Por su parte, la cronista María Moreno fue entrevistada esa misma jornada por la editora Julieta Marchant. La conversación tuvo como foco los dos libros más recientes de la argentina: Black out, una suerte de memorias, y Oración, que gira en torno a las cartas que el periodista Rodolfo Walsh escribió a su hija Vicky, asesinada por la dictadura en 1976. Uno de los puntos tratados durante la charla fue el uso que Moreno dio en Oración a los archivos testimoniales: “Hablaría de la necesidad de registrar testimonio por fuera de los tribunales”, dijo la autora. “Por supuesto, los tribunales son necesarios, pero yo creo que a las víctimas es preciso dejarles un espacio donde puedan dejar de hablar de asesinos, que puedan hacer otro relato, incluso sus relatos de resistencia. Esos son los archivos que conservo. Mi idea es rescatar el testimonio cuando acude a lo literario, cuando se despega de lo fáctico”. Y concluyó: “Se puede decir que lo que uno asocia a la experiencia, o a los hechos, siempre tiene la mediación de la literatura”.
Así terminó esta sexta versión chilena del Filba, evento que partió en Argentina hace una década y que también se realiza en Montevideo. En Chile las actividades se desarrollaron en el estudio de televisión de la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP, y en la mencionada Biblioteca Nicanor Parra, de la misma casa de estudios.
Lo demoníaco en la narrativa de Cristian Geisse se abre a las más diversas interpretaciones: es tanto una condición moral que condena a sus personajes a la culpa y al fracaso, como la encarnación, muy viva, de los mitos populares. Y también es la presencia anonadante del capitalismo y de modo tal vez menos evidente —y por lo mismo más interesante—, de una figura de la masculinidad, una masculinidad enferma.
por lorena amaro
Pobres diablos reúne, para fortuna de sus lectores, tres libros de relatos del escritor Cristian Geisse: En el regazo de Belcebú, El infierno de los payasos y los cuentos inéditos de Fue como un padre para mí. La publicación es una buena noticia no solo porque resulta difícil encontrar los libros anteriores, de escaso tiraje, sino también porque en los cuentos nuevos se confirma la calidad narrativa de este autor nómade e imprevisible, capaz de arrastrar consigo al lector por laberintos de historias, historias que nacen de anécdotas, de chistes, de cuentos o mentiras que se escuchan en la calle, al pasar. Un narrador que es capaz de situarte en lugares lejanos, inauditos, con relatos que van del más sórdido naturalismo a la más sofisticada de las psicodelias. Y desde el imaginario y árido pueblo de San Isidro, hasta “La Ciudad de la Lluvia”, tan cercana en su tristeza al sur de Chile.
Junto con la ya conocida fluidez de Geisse para articular sus historias, el conjunto de estos textos revela una gran consistencia estilística, intelectual y reflexiva. Además de haber conexiones explícitas (como la de “El gallo negro”, de Fue un padre para mí, con “¿Has visto un dios morir?”, el cuento más impresionante de Geisse y puede que uno de los más impresionantes que se hayan escrito en la última década en Chile), las hay también de otro orden, porque lo demoníaco en la narrativa de Geisse se abre a las más diversas interpretaciones: es tanto una condición moral que condena a sus personajes a la culpa y al fracaso, como la encarnación, muy viva, de los mitos populares; es también la presencia anonadante del capitalismo y sus postergados, y de modo tal vez menos evidente —y por lo mismo más interesante—, una figura de la masculinidad, una masculinidad enferma, que glorifica y repudia al mismo tiempo la violencia del alcohol, de la libertad sin responsabilidades, del abandono familiar.
La publicación es una buena noticia no solo porque resulta difícil encontrar los libros anteriores, de escaso tiraje, sino también porque en los cuentos nuevos se confirma la calidad narrativa de este autor nómade e imprevisible.
Esta tensión o ambigüedad se percibe particularmente en uno de los cuentos hasta ahora inéditos, “El ñato Démber”. El narrador, profesor que se considera insignificante y convencional al lado del viril y libertino “Ñato” (padre de 11 hijos de 11 mujeres distintas), hace el elogio de este viejo amigo de juergas, pero al no poder imitarlo, sella el relato con una condena aparentemente trivial, pero que se explica en el contexto de oralidad de este cuento: “Hay que estar bien cagao de la cabeza”. El macho cabrío es el rey de estas historias en que todos, absolutamente todos los protagonistas son varones, todos ellos sin esperanzas, muchos de ellos artistas frustrados, profesores que no están convencidos de su aporte en un entorno enloquecido y casi apocalíptico, anacoretas que han decidido abandonar la ciudad para encontrar en la soledad de una montaña, nuevamente, un sombrío malestar.
La locuacidad, desparpajo y ternura de Geisse para narrar estas historias parece, curiosamente, también cosa de pacto. Cuentos buenos: prácticamente todos. Extraordinarios: “El infierno de los payasos”, “Pollok”, “¿Estás ahí, Yin?”, “La Culebra” y “Nuco” (uno de los más emocionantes del libro).
¿Debilidades? El menos convincente pertenece a la colección inédita: “La muerte no existe” abandona los períodos largos por una narración entrecortada, que busca dar cuenta de unas jornadas alcohólicas, trepidantes, pero en que se pierde la oralidad y la habitual humanidad (ambigüedad) que confiere Geisse a sus historias.
Se trata de un autor que narra como poseso: ya sea en la novela o el cuento, articula sus relatos a partir de la oralidad (“no nos pisemos la capa entre súper héroes”), del encuentro fortuito en torno a la droga o el alcohol, en bares de mala muerte, o en casas medio abandonadas en mitad de la nada: una tras otra se suceden las historias. El matiz posmoderno de la narrativa de Geisse no está en el recurso metatextual, que suele eludir, sino en su relación dubitativa con la realidad. Es en la ambigüedad, en la forma desencajada de percibir y describir los sucesos, como si estuvieran en un canal mal sintonizado, cuando se revela el talento de Geisse: “Miró nuevamente a su alrededor, vio todo nítidamente, las gotas de pintura seca sobre las paredes, las moscas en el techo, las manchas de líquido sobre el piso de madera. Todo, todo se podía distinguir perfectamente, excepto la figura desenfocada y borrosa que tenía en frente (…) ‘Firma, Marambio’, le decía, ‘no te arrepentirás’. La voz se distorsionaba cada vez más y aumentaban en ella los sonidos chirriantes y metálicos”, se lee en el relato “Marambio” y resulta imposible no sentir que esa voz no sea la del mismísimo diablo.
La voz de Anne Carson (1950) se abre camino con fragmentos desprendidos de otros textos: escenas de teatro, guiones, mitos antiguos, pedazos de biografías, memorias, sueños que reelaborados dialogan en el devenir de su escritura, donde todo convive de manera orgánica. Una voz desbordante de imaginación y lucidez va arando minuciosamente las líneas de sus textos. Quizás esto podría decirse de otros autores, de otras escrituras, pero en el caso de esta poeta y ensayista canadiense, oriunda de Toronto, constituye la fuente principal de la cual se nutre toda su obra. Cruces de textos en el tiempo que crean su propio tiempo del que a su vez huyen, huyen pues no procuran ser el tiempo de una verdad. Pues no es función de la poesía encontrarla sino más bien mirarla de soslayo y hacer preguntas.
La poesía aquí está forjada como ensayo, como el proceso de un pensamiento que transita de lo culto a lo cotidiano, pensamiento de tiempos anteriores y de tiempos presentes que se espejean. Más importante que el desenlace parece ser la estela que va dejando en el camino este movimiento al que asistimos en cada página. De ahí que sus poemas estén sembrados de preguntas, preguntas triviales que van desde “¿Qué hay de comida?” a otras como “¿Es esta una vocación por la rabia?”. Tal como señalara Anne Carson en una entrevista reciente: “Las preguntas le permiten a la mente que se mueva. Las respuestas le indican que se detenga”. No pretende ofrecer conclusiones sino más bien abrirse a un diálogo cristalizado, del que por lo demás hace uso frecuente en muchos de sus poemas: por su sentido teatral, pero sobre todo por la dimensión filosófica que este ofrece.
La forma que toma la zozobra en la mayoría de sus libros es la de una mujer. Los contornos de una mujer. Una mujer a punto de hundirse aunque nunca se hunda o lo haga en un estoico silencio.
No se trata en todo caso de la abstracción de un pensamiento, sino de aquel que remite a momentos concretos de la existencia. Como si de cada momento emergiera un pensamiento que lo hace existir, como si cada momento reclamara la necesidad de ser pensado, de ser escrito. Y ese destello filosófico aquí está plagado de voces, de escenas; narrado por así decirlo. Anne Carson conduce con destreza su mente y en esa corriente de lenguaje y pensamiento confluyen todos los sentidos, lo que llena de sensualidad a su obra. Sensualidad entendida como aquello que provoca atracción, que despierta. El eros, del que tan agudamente se ocupara en su ensayo llamado justamente Eros, cruza rápido sus páginas, ferviente, corrosivo, como el deseo y la furia de los amantes.
La lectura de su obra por lo tanto es una experiencia intelectual y emocional –con diferencias en cada libro– muy intensa. También porque las formas que en la página toma dicho pensamiento van cambiando, se van ajustando de alguna manera al movimiento que lo ve nacer. La materialización en sus páginas no es sino la revelación formal de ese contenido, su rastro. “La ficción da forma a lo que se derrama en nosotros”, dijo Keats, y lo reescribió en una de sus páginas Anne Carson, quien entiende muy bien que escritura y lectura son hermanas de sangre, hermanas que exigen un diálogo vivo en la página. Por eso la escritura se lleva a cabo en muchos de sus libros como un ejercicio de resurrección de lo leído. Resucita a la Ajmátova en las puertas de Leningrado o en su lecho de muerte, rodeada de mujeres iguales a víboras; resucita a Tolstói repartiendo pan a los hambrientos, a la mujer de Tolstói pasando en limpio, a Freud, a Safo, a Homero, a Emily Brönte, a Catulo, a San Agustín, a Platón, versos de Ashbery, cuadros de Hopper o visiones de seres deshaciéndose en sus visiones, sueños, muchos sueños enlazados a las voces de Simone Weil o Virginia Woolf.
El espíritu de las obras y de las vidas de todos estos autores aparece en sus páginas reescrito, y no por alarde, sino porque su palabra necesita de esas otras voces, de esas otras antiguas palabras para existir y proyectarse. A algo parecido se refiere Germán Carrasco cuando dice que escribir es un ejercicio de “saqueo y resurrección”.
Filba Santiago, 16 y 17 de octubre
La conferencia de Anne Carson, “Albertine, rutina de ejercicios”, será el 16 de octubre a las 11:30 horas en el Auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra.
En filba.org.ar/ puedes encontrar el programa de actividades del festival con sede en Santiago.
Sedes: Biblioteca Nicanor Parra (Vergara 324) y Facultad de Comunicación y Letras (Vergara 240) de la UDP.
El acceso a las actividades es libre y gratuito hasta colmar la capacidad de las salas.
Anne Carson, la profesora de lenguas clásicas, ensaya versiones de la misma historia, de otras historias, pues escribir –parece decir– es también un acto de reconocimiento, y justamente en el reconocimiento se origina la resurrección de aquellas lecturas que la han nutrido. Las partes son tan importantes como el todo, y cada uno de estos autores se constituye para ella como una parte de su propia voz. De más está decir que cada poema, cada prosa incluida en sus libros se alza como una unidad suficientemente cerrada como para existir de manera independiente, y a la vez formar parte de la totalidad a la que pertenece.
Susan Sontag, quien creía que escribir era practicar con singular intensidad y atención el arte de la lectura, dijo sobre Carson que era una escritora atrevida e inquietante. Quizás porque además de establecer un diálogo con la tradición allegándola a su propio cauce, la forma que tiene de hacerlo es particularmente original, entendiendo el concepto original como “una forma que no es de este mundo”. O como dijo Homero, “una forma saltando hacia la noche”.
Carson logra desprenderse de las ideas fijas sobre la poesía y en ese gesto inserta lo que considera necesario en la estructura de imágenes y pensamientos que son sus libros. Quiebra las convenciones, pone en juego, como en Decreación, ese libro arquitectónico, quizás uno de los más radicales de cuantos ha escrito y que es un buen reflejo para entender el movimiento que está en el origen de su escritura. La poeta diluye al yo por medio de las formas, de las voces por las que se va moviendo camaleónica. Deshace lo que ha sido creado para volver a crearlo. Desestabiliza la norma, principio básico de toda verdadera creación. Y bajo este prisma echa mano a citas como quien quiere desmoronar las impresiones que el lector va haciéndose, usa citas como armas, como dice que dijo Walter Benjamin en Decreación: “Las citas de mis escritos son como los asaltantes en el camino que atacan armados y alivian al ocioso transeúnte de sus convicciones”.
Y esos montajes que hace de la cotidianidad del amor, de los amantes, de las mentiras, de los abandonos, de los celos, de las preguntas que rondan sin respuesta, son ofrecidos otras veces con un milagroso sentido del humor.
En este sentido es que el brillante trabajo de traducción que Anne Carson ha llevado a cabo, principalmente de los clásicos griegos, ha marcado la raíz de su escritura. Ya que la traducción obliga al desplazamiento, a entrar en el revés de lo que se lee, de lo que ha sido escrito, a pensar en cómo otros lo escribieron y a partir de eso volver a crear, decrear, recrear, reelaborar, volver a escribir lo que antes fue escrito, entendiendo la traducción como algo vivo y no como el traspaso literal de palabras. Para eso está Google. Anne Carson se transfigura en otros sin perder de vista el propio yo. Tiene la capacidad de estar ausente y presente a la vez. “Una persona tiene que moverse hacia atrás todo el tiempo”, dice en una de las escenas del libro Decreación. Todo aquí es volver atrás, evocar, pero la gracia es que este gesto siempre está condicionado por su propio torrente sanguíneo, pues tiene la capacidad de anclar en la experiencia de un presente lo que ha hecho regresar del pasado. Remonta escenas, pero tiene la capacidad de ir desprendiéndose de ellas para insertar su propia mirada.
En el origen de los versos de Anne Carson está el impulso de la prosa, pero cuando quieren se desenganchan con su propio cuerpo de verso, su propia cabeza de verso para iluminar un pensamiento. Carson escribe iluminando las piezas de una casa: “Una herida arroja luz propia, / dicen los cirujanos. / Si todas las luces de la casa estuvieran apagadas / podrías adornar esta herida / con su brillo”. Seres que observan todo lo que está al alcance de su mirada y más allá, y es la observación de esas pequeñas acciones cotidianas las que condensan un callado dolor, pero son proyectadas sin dramatismo, con antigua elegancia toma un par de imágenes, de escenas, de voces que une en el hilo invisible de su escritura a la que va sumando detalles que configuran en el lector distintas atmósferas, como la lúgubre de Cumbres borrascosas recreada en Ensayo de cristal.
Libros destacados:
La belleza del marido (Lumen, 2005) Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, 2007) Decreación (Vaso Roto, 2014) Eros (Fiordo, 2015) Albertine (Vaso Roto, 2015) El ensayo de Cristal (Cuadro de Tiza, 2015) Red-Doc (Lom, 2018)
Carson deja ser al poema. Hace que emerja lo que tiene que emerger. Sin cargar la mata. Todo lo conduce con distancia pero nunca sin emoción, pues entiende que la inteligencia es emoción. Avanza con sus versos como si hubiera algo atrás persiguiendo al hablante, algo que la termina alcanzando. Es la zozobra el arco emocional que atraviesa gran parte de sus libros: Ensayo de cristal, Hombres en sus horas libres o La belleza del marido. Como si todo ese intento por desprenderse de esa mezcla de temor y tristeza solo confirmara que el punto de salida y de llegada es siempre el mismo. No se puede arrancar de la zozobra y todo lo que sucede entremedio es una estación necesaria después de la cual se mira con mayor intensidad aquello que se había dejado de mirar un momento para que entrara el aire. De ahí que los cierres de sus poemas sean en general un golpe seco, que termina por desmoronarlo todo.
La forma que toma la zozobra en la mayoría de sus libros es la de una mujer. Los contornos de una mujer. Una mujer a punto de hundirse aunque nunca se hunda o lo haga en un estoico silencio. Otra mujer con espinas incrustadas en la frente haciendo el intento por sacárselas sin poder lograrlo. Una mujer apresada por sus propias conductas. Otra roída por la tristeza. Una que espera y observa, observa y espera, y en ese refugio se le va la vida. Otra mujer asediada por sus rincones mentales y emocionales, y por una madre que todo lo advierte: “La voz de mi madre me atraviesa, / desde el cuarto contiguo, donde descansa en el sofá”. Una mujer desarticulada por la belleza del marido, capturada como un ciervo encandilado en plena carretera, porque la zozobra se funde siempre con el deseo. La misma mujer temiendo el peligro sin poder detenerlo.
Son en muchos casos las descripciones del paisaje lo que revela al alma que habita en ellos, rasgo que trae a la memoria el trabajo de la Bombal, de quien Anne Carson se declara admiradora.
La belleza es un peligro, un espiral de melancólica perdición. Porque ese, parece decir Carson y otros en voz de ella, es el único camino de la belleza, de toda creación de belleza. Un camino donde lo que permanece es el dolor y no la belleza, aunque escribir sea finalmente un intento por retenerla. Y entre tanto siguen apareciendo en la voz de una mujer las voces de otras mujeres en la locura secreta del matrimonio y sus diálogos beckettianos, como los de Abelardo y Eloísa que giran en círculos hasta callarse. No hay discurso, solo la transparente proyección de instantes en los que resume y rezuma una vida: “Contar una historia sin contarla”; “Pintar con ideas y con hechos”. Y esos montajes que hace de la cotidianidad del amor, de los amantes, de las mentiras, de los abandonos, de los celos, de las preguntas que rondan sin respuesta, son ofrecidos otras veces con un milagroso sentido del humor, como la picardía que pellizca en la rutina de ejercicios que hace con la Albertine de Marcel Proust.
Mientras tanto: “La nieve se arremolina, cae y lo cubre todo”. Cae la nieve como una capucha blanca sobre las cosas. Y Anne Carson la mira. La pisa oblicuamente. Toma nota. La escribe e inserta a sus voces-personajes en esos páramos de hielo. Páramos de lo cotidiano. Páramos del desamor. Y son en muchos casos las descripciones del paisaje lo que revela al alma que habita en ellos, rasgo que trae a la memoria el trabajo de la Bombal, de quien Anne Carson se declara admiradora.
La nieve sigue cayendo sobre sus páginas, al igual que el silencio. Hay palabras que no se pueden traducir, escribe en su brillante ensayo sobre la traducción (Variaciones sobre el derecho a guardar silencio), y sin embargo ese silencio es tan importante como las palabras que sí se han dicho. Aquellas mudas palabras son, parafraseando a Anne Carson, las que no pretenden ser traducidas, las que se detienen al interior de su propia claridad para hacernos ver algo para lo que aún no tenemos ojos, un brillo tal vez emerge: “Él se imagina la mente moviéndose sobre una superficie plana / de lenguaje ordinario / cuando de pronto / esta superficie se rompe o se complica. / Lo inesperado emerge” (“Hombres en sus horas libres”). Estos versos bien podrían ensayar una definición para su poesía.
En sintonía con los tiempos, el español Antonio García Villarán dispara en YouTube contra varias vacas sagradas del arte contemporáneo. Su estilo mordaz y categórico le han proporcionado más de 280 mil suscriptores, varios de ellos alumnos de arte que ya empiezan a hablar de “hamparte”, un concepto utilizado por el crítico para denunciar la inflación que existe en el mercado del arte, donde cada vez es más difícil distinguir al genio del impostor.
por matías hinojosa
El 21 de diciembre de 2017 marcó un punto de inflexión para el canal que Antonio García Villarán tiene en YouTube. Llevaba un tiempo subiendo material cada semana e intentando responder a todos los comentarios que le dejaban. La obra de Miró, Van Gogh o Yoko Ono, incluso las pinturas de David Bowie, habían sido analizadas por el youtuber, quien llamaba la atención con un estilo mordaz y categórico. Pero pese a esta popularidad ascendente, todavía faltaba que García Villarán comentara la obra de una artista que le pedían mucho: Frida Kahlo. Y ese fue el video que terminó llevando las cosas a otro nivel.
“Ese video –cuenta García Villarán por Skype desde Sevilla– lo subí por la mañana y al mediodía empecé a leer y contestar comentarios, después comí, me fui a trabajar, volví a las nueve de la noche y seguí contestando comentarios. Cené haciéndolo. Y no paraban. Estuve así hasta las dos de la mañana, que fue cuando me rendí: estaba muerto de sueño y dije ‘no puedo’. Y la cosa seguía y seguía”.
Actualmente, el video de Frida Kahlo acumula 637 mil visitas y más de siete mil comentarios. En él, García Villarán dictamina, entre otras cosas, que la pintora mexicana “es la reina del merchandising” y “todo lo contrario a una feminista”. Para fundamentar este último punto, usa el diario de vida publicado por la artista, con el que intenta demostrar su actitud sumisa y tolerante frente a las infidelidades de su marido, el también artista Diego Rivera. Pero el análisis del youtuber se enfoca principalmente en las pinturas, las que valora con tibieza: aunque le gusta su universo simbólico, opina que Kahlo “no era una artista de primer nivel”.
Nacido en Sevilla en 1976, García Villarán es doctor en Bellas Artes y licenciado en las especialidades de pintura y escultura. Se ha desempeñado como profesor en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla y como gestor cultural. Hoy combina su trabajo de youtuber con las clases de dibujo que da en la plataforma online Udemy y en su propia academia Crea13. También prepara un libro, un espectáculo en vivo (que llevará al escenario lo que hace en internet), pinta y escribe poesía.
“Yo antes quería ser profesor de universidad, de hecho he sido profesor universitario, pero ahora soy profesor de universidad en todas las universidades del mundo, porque ponen mis videos para hacer clases y aprenden conmigo. Es difícil que un profesor que no sea youtuber haga llegar sus ideas a tantísima gente”, afirma García Villarán, cuyo canal registra 207 videos subidos (entre clases, críticas y testimonios personales) y más de 280 mil suscriptores.
Un canon femenino
Cuando estudiaba su licenciatura, observaba con perplejidad cómo los profesores se extendían en sesudas explicaciones teóricas que intentaban transmitirle el entusiasmo por nombres como Duchamp, Miró y Warhol. Se trataba de un canon contemporáneo que había que aprender, pero García Villarán mantenía sus dudas. “Para mí fue difícil asimilarlo. Me metieron en la cabeza que Miró era buenísimo, y yo lo intenté, porque me decía ‘¿estaré yo mal? ¿Soy tonto porque no lo entiendo?’. Luego he investigado, investigado, investigado, y me he dado cuenta de que no, que Miró no tiene nada”.
Algunos de sus artistas favoritos, y que cita regularmente en sus críticas, son El Bosco, El Greco y Velázquez.
Sus videos de crítica nacen con el fin de compartir con un gran número de personas sus propias conjeturas sobre esta materia: ¿Por qué Dalí ocupa el lugar que ocupa? ¿Cuáles son sus méritos? ¿Qué hace que Yayoi Kusama sea una de las artistas vivas más cotizadas? ¿Por qué se reverencia a Yoko Ono en el mundo entero? Son preguntas a las que García Villarán intenta dar respuesta.
“Joan Miró, el peor artista de la historia del arte” es el título de uno de sus videos más visitados. En este, asegura que el pintor “es uno de los que está más sobrevalorados en la historia del arte”, y que comparado con otros surrealistas, como Magritte, De Chirico y Dalí, sus obras son de “muy bajo perfil”. “¿Qué es lo primero que se te ocurre al hacer cualquier forma cuando estás aburrido? ¿Cuáles son las formas que te salen por naturaleza? Pues, por ejemplo, una estrella, pero no una estrella compleja, sino una estrella con líneas cruzadas, o bien una espiral –todo el mundo hace espirales–, ojos –todo el mundo dibuja ojos–”, comenta el youtuber en el video. “La pintura de Miró está lleno de esto. No se comía el coco para nada. Es una pintura simplista. Tanto es así que no se come el coco ni para poner los colores. Ves las obras de Miró y todas tienen los mismos colores. Parece que coge un azul y con ese azul lo hace todo”. En cerca de 19 minutos y con la ironía acostumbrada, repasa algunas obras del pintor, como el Tríptico azul y Pintura sobre fondo blanco para la celda de un solitario. Dentro de los comentarios, la mayoría se muestra favorable con su punto de vista, pero hay opiniones que critican su enfoque principalmente técnico. “Estás valorando solo el sentido artesanal de su obra”, dice uno de estos. “Miró es un pintor de vanguardia y pretendía escandalizar mediante lo que llamaba ‘asesinato de la pintura’”.
“¿Fue Duchampo el autor de la fuente?”, “¿Antisistema de qué? Bansky y el arte de la doble moral”, “La cursi y repetitiva obra de Andy Warhol”, “Van Gogh, el peor de los pintores impresionistas. El mejor como producto”, son otros títulos que se pueden encontrar en su canal.
Pero no todo es echar por tierra, también el youtuber dedica videos a la divulgación de artistas poco conocidos u olvidados, cuyas obras han sido relegadas a un segundo plano, ensombrecidas por los grandes nombres. En este aspecto, se ha preocupado por subrayar el papel de las mujeres en el arte. Las obras de Hilma af Klint, Leonora Carrington y Louise Bourgeois, por ejemplo, han sido resaltadas por García Villarán.
Estos videos, por otra parte, sirven para entender cuáles son sus preferencias estéticas. En sus análisis suele valorar positivamente el cuidado en la ejecución técnica –sobre todo en el dibujo, la composición y el trabajo de color–; también las resonancias simbólicas que encierran los cuadros, prefiriendo las obras ricas en elementos interpretativos. Favorece además a aquellos creadores que presentan un repertorio variado. Algunos de sus artistas favoritos, y que cita regularmente en sus críticas, son El Bosco, El Greco y Velázquez.
El hamparte
Hay otro hito en el canal de García Villarán. Sucedió el 8 de junio de 2017, cuando subió el video “Respuesta a Avelina Lésper ¿arte o hamparte?”. Esta sería la primera vez que usaría aquella palabra. Una palabra que insospechadamente ha ganado aceptación entre sus seguidores y que el youtuber, medio en broma, inventó en esa oportunidad para comentar un libro de arte contemporáneo. Con el término, que mezcla las palabras hampa y arte (haciendo alusión a la mafia y los pillos), se quiere apuntar a aquellas obras que se cotizan a un alto precio en el mercado del arte, aunque no tengan gran valor artístico. Para ejemplificar a qué piezas se refiere, García Villarán menciona en ese video las obras Vaso de agua medio lleno y Pan con pan, del cubano Wilfredo Prieto.
“Pienso que en el XX hubo un punto de inflexión, en el que se desbarató todo, y que fue la invención de la abstracción. En ese momento la baraja se cayó y ahora hay que volver a ordenarla”.
Como ninguna otra cosa, la palabra “hamparte” le ha demostrado el poder de las redes sociales como medio de propagación. “Hay un fenómeno que me dicen mucho en privado –que me sorprende también–, y es que muchos alumnos de escuela de arte, en la clase, le dicen al profesor ‘eso es hamparte’. Luego hay dos o tres compañeros que saben lo que es, se lo explican al profesor y discuten el concepto. Es una cosa increíble”, cuenta el sevillano.
Ahora la palabra se lee por todas partes en su canal y él la aplica con naturalidad en sus análisis. Incluso otros youtubers, como el comentarista de música Alvinsch, usan el concepto en sus propios videos.
Los hampartistas que más se mencionan en su canal, además de Wilfredo Prieto, son Yoko Ono (“la reina del hamparte”), Andy Warhol y Damien Hirst. En relación a este último, los seguidores de García Villarán, el 27 de mayo de este año, boicotearon su página de Instagram, llenando con el hashtag #hamparte una imagen donde se veía una de sus Spot paintings. En cuestión de pocas horas acumularon cerca de dos mil comentarios.
“Damien Hirst se aprovecha de esa idea de que todo lo que el artista toca con su dedo es arte. Y eso no es así. Ni que el artista fuera Rey Midas. La única arma para poner ese tipo de arte en su sitio es nombrándolo de otra manera, diciendo que es hamparte, quitándole así su valor económico. No podemos hacer otra cosa. Porque lo único que tienen ellos es eso, piezas carísimas que se les atribuye un valor inexistente. Te dicen ‘es arte porque me ha costado un millón de dólares’. Eso no tiene sentido”.
¿Qué circunstancias o personajes crees que nos han llevado a esta situación?
Hasta ahora se ha escrito la historia del arte con los ojos de los poderosos, quienes han tenido dinero e influencia, como Leo Castelli, que fue un galerista de los 50 y 60 que inventó prácticamente toda la vanguardia de Estados Unidos. Él era un italiano judío, que tenía mucho dinero, que sabía de arte y que cogió a los artistas que a él le parecían (Warhol, Rothko) y a algunos les daba un sueldo para que pintaran. Incluso inventó, lo que ahora se usa mucho, lo de la lista de espera. Esto no me parece mal, pero creo que ha llegado el momento de redefinir y decir que esto es arte, pero un tipo de arte que yo llamo hamparte.
¿Cómo te tomas las críticas que puedan venir de la academia, que ciertamente pueden tener un prejuicio sobre la figura del youtuber?
Me interesan las opiniones que aporten algo, vengan de donde vengan, pero si se parte de un prejuicio (“es un youtuber”), entonces esa perspectiva no va dejar ver lo que yo hago. Hay una cosa que pasa normalmente y es que los de la vieja escuela, cuando empiezan a ver mis videos, sienten cierto rechazo al principio, pero después, cuando ven tres o cuatro, ya dicen “oye pues que está diciendo cosas interesantes”. Eso es una cosa normal de gente que no está acostumbrada a ver videos de YouTube, pero tampoco he tenido tanto rechazo, al contrario. Incluso los profesores de universidad ponen mis videos en sus clases, o sea que no he tenido a la vieja escuela buscándome con antorchas para quemarme.
“Se le está dando demasiado valor al artista sin mirar su obra, se están premiando los currículums”.
La mayoría de tus videos toman artistas o movimientos del siglo XX, ¿te parece que a partir de ese siglo la historia del arte se vuelve más problemática?
El siglo XIX y XX son los que más he estudiado. También pienso que en el XX hubo un punto de inflexión, en el que se desbarató todo, y que fue la invención de la abstracción. En ese momento la baraja se cayó y ahora hay que volver a ordenarla. Me interesa mucho ese período histórico, porque las reglas cambiaron y se generó una bola de nieve: apareció un grupo de gente que, como Duchamp puso un urinario y se hizo famoso, piensa que puede hacer cualquier cosa, como poner una caja de cerillas o una manzana, y decir que es una obra de arte. Pero no, no es así. Eso es hamparte. Además, todo apoyado con manifiestos, que hay no sé cuántos, y todos muy similares entre sí, quizás con cuatro puntos distintos.
¿Qué valores se han perdido en el arte?
Se le está dando demasiado valor al artista sin mirar su obra, se están premiando los currículums. No me vale esa idea de que todo lo que hace Picasso, por ser Picasso, es bueno. Ni siquiera el propio Picasso pensaba que todo lo que hacía era bueno. Hay que terminar con eso del Rey Midas, de que todo lo que hace fulanito, como es artista, es arte.
El concepto de “hamparte” lo inventas para referirte a esa situación.
Es que no entiendo a la gente que dice “esto es arte y esto no”. Ahí entramos en arenas movedizas. Lo que sí podemos es decir: “Este arte es de mejor calidad, este de peor calidad y esto es hamparte”. Entonces la palabra funciona. Y eso lo vio la misma gente que la está usando. A mí me gustaría que llegase un momento en que alguien hablase conmigo y mencionara la palabra hamparte sin saber que yo la he hecho. Eso creo que sería el gran triunfo.
“El libro más chileno que se ha escrito”: esta ha sido la opinión dominante sobre Recuerdos del pasado. Se trata, sin duda, de un texto que recorre la fundación y el temprano desarrollo de la República, cuando era necesario validar una cultura que se entendía como propia, capaz de distinguirse del pasado colonial y de las otras culturas modernas. Pérez Rosales relata ese período desde la voz de sus protagonistas. Ha escrito un libro, nos dice, como acicate para los chilenos: para que sepan qué es lo que se puede lograr con trabajo e iniciativa, para que entiendan el pasado común y su eventual proyección. De ahí que este libro haya sido degustado como la extracción más pura de la savia criolla.
En 1882, Vicuña Mackenna lo presentaba ya como una creación “imperecedera”. Cuatro años más tarde, Luis Montt le rendía un homenaje póstumo al autor en un nuevo prólogo: “Es tal vez el libro más original que hasta hoy ha producido la prensa chilena”. La permanente reedición de estas palabras y la autoridad de Montt, director de la Biblioteca Nacional y editor del libro, legalizaron esta interpretación; pero fue Alone quien, casi medio siglo después, la canonizó con líneas que ya son un lugar común: “Rara vez se habrá dado tal compenetración de un hombre, un libro y un país, como la que hay entre Pérez Rosales, sus Recuerdos del pasado y Chile”. Los juicios eran claros: Pérez Rosales había tenido la misión de representar la “evolución de nuestro país… en su mejor período”, el de los “padres de la patria” pero sobre todo el de la República conservadora. Tras haber asistido a la revolución de 1830 en París; haber trabajado como agricultor, fabricante de aguardiente y tendero; haber correteado ganado por una década en la cordillera y cateado minas en Copiapó y luego en California —donde además las hizo de vendedor callejero y de cocinero en un improvisado hotel—; Pérez Rosales volvía a Chile, después de todas esas empresas frustradas, para servir a la patria y ganarse su estatua. Varios han notado la curiosa lógica de esta historia, que describe el haz de contradicciones que informaron la vida del autor: un pipiolo que derivó en “pelucón indiferente”; defendió la República y la democracia, pero gustó de gobiernos fuertes; repudió las obras de la colonia española, pero no dejó de volver a las fuentes clásicas del idioma para ahogar todo respiro afrancesado.
Pero eso no es todo: si su labor de colonización en el sur le permitía convertirse en digno sucesor de los libertadores de la patria, su anterior vida juvenil había aportado un cariz decisivo a la cultura nacional, la figura del roto chileno en sus picarescas correrías por el mundo (esta interpretación crítica es desarrollada con más espacio por Rafael Sagredo en “La invención de un clásico: los Recuerdos del pasado de Vicente Pérez Rosales”). Todo ese vagabundeo lo había preparado para el destino de funcionario montt-varista que le estaba reservado. La fábula de esta novela de formación era que, después de todo, Pérez Rosales no se había desviado de su origen: sus experiencias algo disparatadas le habían servido para aquilatar un saber muy útil para la formación nacional. El status quo no había sido trastocado.
Este relato de un nacionalismo satisfecho de sí mismo no puede disimular su fondo portaliano y autoritario, cuya idea de chilenidad es pródiga en “elogios” como “virilidad”, “firmeza”, “orden”, “gallardía” y un largo etcétera. Para recordárnoslo, allí está el prólogo de Alone, que acompaña las tres ediciones de Recuerdos del pasado publicadas en dictadura.
Ahora bien, este relato de un nacionalismo satisfecho de sí mismo no puede disimular su fondo portaliano y autoritario, cuya idea de chilenidad es pródiga en “elogios” como “virilidad”, “firmeza”, “orden”, “gallardía” y un largo etcétera. Para recordárnoslo, allí está el prólogo de Alone, que acompaña las tres ediciones de Recuerdos del pasado publicadas en dictadura (1973, 1975, 1976) por la editorial Gabriela Mistral, órgano ideológico de la Junta Militar. Dicha interpretación exalta la astucia y la socarronería del autor como rasgos que decantan en un tono ejemplarizante, propio de un discurso que, por cierto, justifica el racismo para la construcción y modernización de la patria y condena “lo femenino” como signo de debilidad. Desde nuestro presente, aceptar esta lectura implica naturalizar esas violencias fundantes y cerrar los contornos de la comunidad nacional al presentarla como un todo ya acabado, como el producto perfecto de una época señera e insuperable.
Quizás arribemos a una lectura más provechosa de este libro si evitamos reconducir el itinerario de Pérez Rosales a tan estrecho cauce, y en su lugar lo recordamos a él mismo como la rara avis que fue: “Enemigo de todo lo que fuese someterme al obediente yugo de los destinos públicos”, según su propia definición en una carta a Luis Montt. Ciertamente, en Recuerdos del pasado hay una comunidad que rescatar, pero es más bien esa que Gabriela Mistral vislumbró al recetar su lectura como antídoto contra las “biografías sin espíritu” de aquellos “héroes marciales” que empalagaban a los escolares al despuntar el siglo XX. Es este un clásico, pero no una pieza de museo. ¿Cómo hacerle justicia hoy?
Recuerdos del pasado es un texto de factura inusual, que escapa a la norma de su época. Pérez Rosales compone un artefacto literario con materiales de naturaleza disímil; un objeto que, como la vida que relata, se modifica a cada instante: a veces biografía, otras, obra teatral; aquí entrada de enciclopedia, allá informe de Estado. En este ensamblaje reside buena parte de su dinamismo. Ese carácter multiforme, que muchas veces expresa ideas contradictorias entre sí, es guiado por una voz narrativa cercana, que entrega su inconfundible fisonomía al relato toda vez que surge de la participación en el tráfago humano, toda vez que ingresa en el murmullo callejero. De ahí que sea atendible su afán didáctico: porque no se manifiesta mediante la imposición de normas, sino que prefiere aconsejar apoyado en experiencias que responden a fines prácticos, que descubren la ayuda útil. Aun cuando es cierto que aquel celo utilitarista resulta muchas veces excesivo, lo es también que la honda empatía del narrador con la vida y sus posibilidades no por ello se resiente; cuando esa empatía despunta con fuerza, encuentra siempre la compañía del lector. Es más, el gran poder de observación que la distingue se debe, en buena medida, a esa sensibilidad particular; a esa, digamos, disposición del ánimo.
La crítica de su época es fruto de ella, y así las emprende contra la segregación urbana: “la alegre Pampilla, hoy Parque Cousiño, totalmente despojada de su primitivo carácter democrático, solo se destina ahora a la nobleza encarrozada, dejando puerta afuera a la humilde y nacional carreta”; contra los políticos que anteponen el interés personal al servicio público: “¡Cuántos aspirantes a empleos empuñarían el arado; cuántos eternos habladores enmudecerían; cuántos bandos políticos, sociedades juradas para asaltar el poder, se disolverían si el servicio público se hiciera en lo posible obligatorio y gratuito!” (pp. 596-597); o bien despacha balances certeros: “la Iglesia y la Riqueza nunca olvidan sus tendencias invasoras” (p. 55). Aun cuando Pérez Rosales se pasa años buscando la marmita de oro, no rinde pleitesía al mercantilismo yanqui, porque “especula hasta con la desmoralización” (p. 466). Igualmente vigentes y llanos resultan otros juicios sobre la vida y el comportamiento humano:
La tierra es la patria común del hombre, así como la de cuantos animales se mueven en ella. El interés, o mejor dicho, el bienestar de cada uno de esos seres animados, es el único móvil que los impulsa a reunirse, a separarse o a dispersarse sobre la superficie de ambos hemisferios.
A esta disposición a marchar en pos del bienestar se da el nombre de emigración, y al ser que emigra, el de emigrante. (p. 611)
Pérez Rosales compone un artefacto literario con materiales de naturaleza disímil; un objeto que, como la vida que relata, se modifica a cada instante: a veces biografía, otras, obra teatral; aquí entrada de enciclopedia, allá informe de Estado.
Esta perspectiva, que surge ante todo de la atención a la escritura de Pérez Rosales (y no tanto a su personaje mitologizado), desemboca en otra interpretación de Recuerdos del pasado. Así lo ve Mariano Latorre, quien se inspira en la relación de este “huaso seguro de sí mismo” con la naturaleza. Más tarde, González Vera lo percibe como “un americano, un hombre total” de “espíritu equilibrado” y honda tolerancia, y su entusiasmo lo lleva a editar los Recuerdos en 1943. A finales de los años 60, Carlos Droguett siente el texto de Pérez Rosales como un cordial manojo de nervios cuya fuerza abre ríos cordilleranos o bien hace erupción en los meandros de la historia nacional. Manuel Rojas, por último, en 1972 lo rescata para la edición cubana como un gran “independiente, un aristócrata, en el mejor sentido de la palabra: no quería depender de nadie, ni de patrones ni de clientes”; y remata categóricamente: “Su prosa es la mejor prosa del siglo XIX chileno, limpia, concisa, castiza, adornada tan solo con palabras del lenguaje popular”.
La gran conciencia de Pérez Rosales sobre el oficio literario destaca a lo largo de su obra, pero especialmente en las reflexiones que contiene el cuaderno de su diario de viaje a California, donde se encuentra el siguiente texto inacabado e inédito:
Estilo
Casi siempre las cosas que dicen sorprenden menos que las maneras que se emplean para decirlas; porque casi todos los hombres tienen las mismas ideas que están al alcance de todo el mundo. La diferencia consiste en la expresión y estilo. El estilo hace singulares las cosas más comunes, fortifica las más débiles, da grandeza a las más sencillas.
Lo que me distingue de Pradon, decía Racine, es que yo sé escribir; sin embargo, Pradon era un poeta ridículo, y Racine uno de los mejores trágicos que haya producido el mundo. “Homero, Platón, Virgilio, Horacio —dice La Bruyère—, no están encima de los otros escritores, sino por sus expresiones y por sus imágenes”.
La expresión es el alma de todas las obras que son hechas para agradar a la imaginación. Se exige, antes de todo, del historiador, la verdad de los hechos; del filósofo, la exactitud del raciocinio. Si a estas cualidades indispensables se agregan las que constituyen el grado del estilo, se les leerá con mayor placer; pero de cualquiera manera.
Se ha dicho que los Recuerdos algo tienen de contrahechos en su ilación; sin embargo, la calidad de su escritura siempre se ha reconocido, quizás atribuida a esa prolija conjugación del molde clásico con la “licenciosa pero atractiva libertad” (p. 160) del romanticismo. La sintonía de los escritores del siglo XX con el texto se debe justamente a los pasajes en que Pérez Rosales deja a un lado la perspectiva severamente apegada a las formas de lo clásico (que muchas veces, como su falsa modestia, parece una impostura) y asume un tono más espontáneo, franco y rebelde; un tono pregnante que, si no desconoce el ascendente clásico, tampoco se inscribe del todo en su estela. En ese sentido puede entenderse la permanente cita al Quijote y el empleo de léxico del Siglo de Oro mezclado con chilenismos, americanismos y citas del inglés y del francés. Acaso sea producto de ese tira y afloja entre deseo y ley, entre humor y solemnidad, entre la vocación por el ridículo y la reverencial compostura, que los Recuerdos transmiten aquella potencia vitalista que González Vera nombró como “un poderoso aliento positivo” y Feliú Cruz como la luz de un “sol de alegría”. Esto constituye uno de sus principales legados y es la materia que no deja de sorprender a los nuevos lectores. En definitiva, no se trata de la lengua ni del estilo, sino del movimiento de eso que Roland Barthes llamó escritura, una “moral de la forma” cuya transformación urde una solidaridad histórica.
Recuerdos del pasado contiene los modos de un saber-hacer particular, ese conjunto de ideas, prácticas y afectos desde el que se ha pensado la experiencia de una posible comunidad. Son aquellas maneras, que muchos de nosotros hemos escuchado en las historias de algún familiar ya mayor, las que aquí se revelan como una de las principales ramas de la tradición literaria. Muchos de esos modos culturales hoy no vibran en nosotros, pero nos permiten comprender los procesos del pasado y las modificaciones de esa tradición. Otros, sin embargo, vibran con fuerza en nuestro presente y lo seguirán haciendo de maneras insospechadas en los modos de leer, de escribir y de hacer comunidad. La sensibilidad ante la naturaleza, el goce del cosmopolitismo, las ansias de un bien genuinamente común, la búsqueda de experiencias transformadoras y el gran ánimo vital que impregnan las páginas de este libro no son, ciertamente, los menores.
Es difícil pensar en un líder que, tras convertirse casi por casualidad en la cabeza de un movimiento contra el totalitarismo soviético, no haya querido ungirse como el héroe salvador de su pueblo. No siguió el camino fácil, el de culpar a los jerarcas del pasado, dejar inermes los valores que quedaron asentados en esa sociedad y ofrecer la panacea democrática que exime de responsabilidad a las masas nobles, mientras las transformaciones derivan en decepción y parodia.
Vaclav Havel (Praga, 1936-2011) entendía el poder desde otro lugar. Él fue, en los tiempos de la primavera de Praga, un dramaturgo brillante, más cercano a una mezcla de Beckett y Brecht –Largo desolato, El jardín– que a un escritor comprometido con colectivos ideológicos muy claros, al punto de que logró evadir o ser tolerado por la censura gracias a la finura de sus textos, basados en lo patético de la opresión antes que en la ferocidad de los enemigos. Mientras escribía sus obras y se unía a la defensa de todo abuso, como la detención del grupo rock The Plastic People of the Universe, no quiso irse a Estados Unidos a triunfar con Milos Forman, su compañero de salón y amigo incondicional. Entró y salió de la cárcel varias veces (hasta Beckett le dedicó una obra como protesta: Catastrophe, 1983).
El egoísmo y la ambición personal no son privativos de los dictadores. Havel era consciente de ello; también, de que los cambios poseen una dimensión cultural mucho más trascendente que los modelos económicos o electorales.
Al poder llegó medio por descarte, tras un movimiento dirigido en gran parte por intelectuales y artistas que luego serían parte de su primer equipo de trabajo, y no tanto por dirigentes políticos capacitados para gobernar. Pero sin entender de protocolo –ni él ni su equipo tenían idea de cómo recibir a los presidentes que asistían a la toma de posesión–, Havel fue capaz de vislumbrar las posibilidades de un aprendizaje moral y cultural, más que de preocuparse por estrategias calculadas.
Ejerció, entonces, ese tipo de liderazgo que resulta imprescindible entender incluso hoy, porque las transformaciones democráticas, las anheladas transiciones, jamás traen consigo un mea culpa de los que en ese momento ostentan la victoria. El egoísmo y la ambición personal no son privativos de los dictadores. Havel era consciente de ello; también, de que los cambios poseen una dimensión cultural mucho más trascendente que los modelos económicos o electorales.
Havel aparece como un equilibrista que desconoce los platos que lleva en cada brazo. Lo asiste la certeza de que si lo situaron ahí, era porque no habría de mentirle a su pueblo: de gobernar sabía lo mismo que los que estaban debajo de la tarima, y era completamente lejano a un mártir de ideas claras o al oráculo que tiene todas las respuestas. Solo seis semanas antes de la revolución que habría de ungirlo como el líder, se mostraba escéptico, diciendo “La gente preparada para la historia me resulta sospechosa”.
Esta biografía de ese líder casi irreplicable está contada con humor, cariño y muy poca solemnidad: por momentos tenemos la sensación de estar ante una obra teatral y no frente a una gran transformación política. Y quizá sea esa saludable falta de solemnidad lo que permite que el libro entregue una reflexión profunda sobre el poder, entendido desde otro lugar: la comprensión y la moral transforman más que el adoctrinamiento.
Era completamente lejano a un mártir de ideas claras o al oráculo que tiene todas las respuestas. Solo seis semanas antes de la revolución que habría de ungirlo como el líder, se mostraba escéptico, diciendo “La gente preparada para la historia me resulta sospechosa”.
Michael Zantovsky, el amigo que en 1989 cargó a la salida de la cárcel la pequeña bolsita en la que Havel había depositado sus efectos personales, y quien tuviera diversos cargos en su gobierno, es el autor de esta biografía que devela en las primeras páginas su admiración por un hombre honesto y contradictorio: “Lo que hay es lo que se ve”, escribe de Havel, y remata con la afirmación más leal de todas: “Incluso sus defectos fueron reales y no los pecadillos”.
Y todo esto a partir de una máxima que como arco narrativo le da estructura a la obra: Havel aspiraba a vivir en la verdad. Esta biografía es, sobre todo, amena y emocionante, repleta de anécdotas propias de una vida riquísima. Aparecen, por ejemplo, una infancia burguesa llena de caprichos y golpes que alumbran la intención de buscar adentro lo que muchos exigen afuera; su formación como intelectual y artista, y esa valentía por momentos ingenua; sus inicios como activista (principalmente con la Carta 77, una declaración en defensa de los derechos humanos), que para conseguir adhesión le decía a la gente que si los detenían solo debían decir que “se la había dado Havel”. Ejemplar resulta su capacidad de reconocer en la cobardía de los líderes de la Primavera de Praga sus propios temores, para de ahí reconciliarse con ellos y buscar un perdón comprensivo. Y profundamente humana es la relación con su primera esposa, Olga, cuya complejidad roba foco sobre la mayoría de los otros temas. A ella le escribe cartas desde la prisión –compiladas en un libro magistral–, y con ella también sufre la oquedad del matrimonio.
Una vida con miedos, nervios, contradicciones, pero siempre con una obsesión por negar el doble estándar vacío de la simulación. De ese particular liderazgo sin protocolos, con reveses casi cómicos y problemas tan cercanos como la infidelidad, el acohol y la decepción, estuvo hecha su vida. La historia frenética y casuística lo puso ahí, y él lideró la Revolución de Terciopelo prefiriendo envejecer en la común humedad y hedor del viejo bar de la esquina, donde siempre se puede hablar y fallar.
Havel. Una vida, Michael Zantovsky, Galaxia Gutenberg, 798 páginas, 2016, $35.000.
El año 2016, en la ceremonia de aceptación del premio José Donoso, el escritor Pablo Montoya reflexionó sobre el rol de los escritores colombianos ante la magnitud de la violencia desplegada en su país y concluyó, parafraseando a Camus, que una forma sería alinear a los muertos a lo largo de una playa para darles, uno a uno, una mirada de reconocimiento, aunque estos sean cientos de miles. En parte, ese ha sido el trabajo de la novela colombiana desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. De hecho, hay quienes afirman que la novela colombiana existe solo como una reacción a la guerra civil entre liberales y conservadores desatada entre 1948 y 1966, un conflicto armado no declarado conocido como La Violencia (con mayúsculas).
La literatura de los colombianos no pudo ignorar la sangre y, en una primera etapa, se manifestó como una narrativa meramente testimonial. Pero más tarde dejó de lado una visión polarizada y creó una forma nueva de concebir la realidad. Dos ejemplos de este logro insólito, separados por 15 años, son El cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero Calderón y Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez.
El caso es que la violencia en Colombia no ha cesado un solo momento. Dicho gráficamente, esta es una hidra que no deja de sumar cabezas. En los 60 y 70, a la violencia bipartidista se sumó la violencia de grupos de guerrilla, como el Movimiento 19 de abril y las FARC; en los años 80 y 70 fue el turno de la violencia de paramilitares, ejércitos privados y del narcotráfico. Todo esto sin contar los millones de campesinos, indígenas y afrodescendientes que han abandonado sus tierras acosados por la guerra. En este escenario, ser colombiano y escritor significa un desafío estético y moral más que considerable, uno al que Daniel Ferreira (1981) respondió con la novela La balada de los bandoleros baladíes (2010), obra que le valió el premio latinoamericano de primera novela Sergio Galindo.
Viaje al interior de una gota de sangre (2011) es el segundo libro de Daniel Ferreira y la segunda parte de la Pentalogía (infame) de Colombia, un ciclo de novelas sobre la violencia en ese país a fines del siglo XX. Esta reedición de Alfaguara acerca a los lectores una novela de circulación restringida, premiada el 2011 con el premio ALBA de narrativa, publicada el 2012 por la editorial cubana Arte y Literatura, y reeditada el 2014 por la Universidad Veracruzana.
Durante casi toda la novela, Daniel Ferreira cumple con la regla de Flaubert según la cual un escritor debe estar “presente en todas partes pero nunca visible” en sus libros. Esta norma se quiebra en los dos primeros capítulos con algunos exabruptos líricos donde resuena el Cormac McCarthy de Meridiano de sangre (1985), ese otro narrador de la violencia.
Viaje al interior de una gota de sangre arranca con un capítulo donde se describe pormenorizadamente una matanza en una localidad rural. No se precisa el año, pero podemos imaginar que transcurre a fines de los 80 o comienzos de los 90, cuando la clase política coordinó a la policía, el ejército, los paramilitares y los narcotraficantes para el asesinato de alrededor de 5.000 militantes de Unión Patriótica, un partido de oposición fundado en 1985 como propuesta política legal de grupos guerrilleros como las FARC, el ELN y otros.
En este punto cabe destacar el marcado carácter cinematográfico que Ferreira imprime a la narración, la velocidad con que nos introduce a la acción, a los paramilitares montados en camionetas, listos para atacar al pueblo y a la forma en que una galería de muy bien delineados personajes planeaba pasar ese 23 de septiembre, su último día de vida. La veloz sucesión de viñetas donde son asesinados los habitantes de este caserío petrolero es un gran trabajo de montaje, no hay cómo llamarlo de otro modo, donde a través de múltiples puntos de vista somos conducidos al objetivo de los paramilitares, el padre Bernardo Partigiani, un sacerdote socialista modelado según la imagen de Camilo Torres y el ideario de la teología de la liberación.
¿La razón de la matanza? El cura, acusado de comunista y de colaborador con la guerrilla, encargó al ebanista del pueblo un fresco para el altar de la iglesia. Este fresco, titulado Una hoguera para que arda Goya, ilustra una matanza en la plaza de un pueblo y, en la esquina inferior izquierda, a cuatro encapuchados que apuntan sus fusiles a un sacerdote con las manos atadas a la espalda. En otras palabras, los paramilitares están ahí para cumplir el vaticinio del pintor.
Durante casi toda la novela, Daniel Ferreira cumple con la regla de Flaubert según la cual un escritor debe estar “presente en todas partes pero nunca visible” en sus libros. Esta norma se quiebra en los dos primeros capítulos con algunos exabruptos líricos donde resuena el Cormac McCarthy de Meridiano de sangre (1985), ese otro narrador de la violencia. Por ejemplo, cuando “El sol hunde en el vientre de la llanura su antorcha sangrienta y la luz crepuscular estalla en las troneras de las nubes incendiadas”.
Cada uno de los capítulos siguientes ofrece un ángulo distinto de los momentos previos a la masacre. Así se nos presenta a las víctimas, devolviéndoles la vida y sus historias, lejos del anonimato de las cifras. Así conocemos a la joven Delfina, al muchacho que la espía, al profesor nieto del último bolchevique, al niño del hotel con el don de la lectura y al grotesco Urbano Frías. Este recurso coral en la estructura vuelve a explicitar el carácter cinematográfico de Viaje al interior de una gota de sangre, recordándonos la estructura usada por Akira Kurosawa en Rashōmon (1950) al adaptar dos cuentos de Ryūnosuke Akutagawa, estructura popularizada por Quentin Tarantino en Pulp Fiction (1994).
Este recurso formal suele ser usado para recordarnos que dos personas que son testigos de los mismos hechos, tendrán distintos recuerdos de lo presenciado. Pero en esta novela Daniel Ferreira lo utiliza para, en un medio insensibilizado por la inmemorial y monótona repetición de la violencia, visitar las vidas de las víctimas una última vez y darles, siguiendo a Camus, una última mirada de reconocimiento.
Viaje al interior de una gota de sangre, Daniel Ferreira, Alfaguara, 2018, 140 páginas, $12.000.
En La fractura, el historiador alemán pone en entredicho la noción de fuente y de archivo, al armar un cuadro hipnótico sobre los años de entreguerras valiéndose de películas, fiestas, obras arquitectónicas, enfermedades, persecuciones y las más desquiciadas ambiciones de moldear la vida humana a partir de ideales políticos. Son pocos los trabajos históricos con tal ambición narrativa, pero Blom logra sumergirnos en ambientes y en vidas intensas, recrea tanto utopías como distopías, y circunscribe los miedos, ansiedades y fascinaciones que marcaron aquella época y cuyo eco aún resuena en la nuestra.
por andrea kottow
Probablemente uno de los gremios más conservadores de las humanidades y ciencias sociales sea, al menos en nuestro país, el de los historiadores. Y esto más allá del hecho de que “conservar” sea, de alguna forma, la primera tarea no solo de la historia sino de una parte importante de la academia. Se reitera la queja de colegas historiadores a quienes se les hace cuesta arriba plantear una manera de “hacer historia” que no obedezca a las formas más tradicionales de investigar y escribir. Desde la circunscripción de las fuentes hasta las formas interpretativas que se proponen para leerlas, pasando por las escrituras que las articulan: el campo de la historia es uno que, visto desde cierta distancia, se evidencia como “minado”.
La materia prima de los historiadores parecieran ser, precisamente, las fuentes. Pero, ¿qué es una fuente histórica? ¿Cómo se vuelve reconocible? ¿Cuándo una fuente se valida como tal?
Más allá de las discusiones que se dan dentro de una disciplina, más allá de los saludables disensos, es pertinente preguntarse por lo que hace que una fuente sea digna de ser consultada, estudiada y validada como tal. Y si bien gran parte de los historiadores concordarán hoy con que la historia no se reduce ni a los actos heroicos de unas pocas figuras poderosas, ni a una acumulación de datos comprobables empíricamente, tampoco reina una opinión uniforme sobre la demarcación de las fuentes y los archivos históricos.
Un archivo siempre implica un recorte tanto material como simbólico. Las decisiones que se tomen con respecto a este recorte determinarán, de una u otra manera, el tipo de historia que se está procurando hacer. En relación con el recorte material y con la dimensión simbólica, Philipp Blom aparece como un historiador poco ortodoxo. Catalogado como historiador de las mentalidades, Blom lleva publicadas, a sus 48 años, varias obras de gran envergadura, que denotan cierta aspiración –ampliamente lograda– a captar el espíritu de una época. Destacan su estudio sobre el enciclopedismo de la Ilustración francesa (Encyclopédie.El triunfo de la razón en tiempos irracionales); un libro sobre Diderot y D’Holbach (Gente peligrosa. El radicalismoolvidado de la Ilustración europea), y un texto sobre el coleccionismo, que lleva por nombre El coleccionistaapasionado. Una historia íntima (2013). Ya desde los mismos títulos puede verse que Blom está interesado en algo que podríamos llamar “historia atmosférica”. Lo que Blom pareciera buscar en sus libros es la recreación de escenas históricas que permitan al lector atisbar algo del aire que en un momento dado del devenir del tiempo –inasible e inconmensurable– se respiraba. Y es exactamente esto lo que hace de La fractura, un libro tan apasionante como original: se trata de una historia hecha a partir de escenas y atmósferas.
Un archivo siempre implica un recorte tanto material como simbólico. Las decisiones que se tomen con respecto a este recorte determinarán, de una u otra manera, el tipo de historia que se está procurando hacer. En relación con el recorte material y con la dimensión simbólica, Philipp Blom aparece como un historiador poco ortodoxo.
El texto de Blom abarca el periodo que va de 1918 a 1938, y en vez de desplegar su análisis –y su narración– a partir de hitos, decide hacer del calendario su pauta para hacer historia. Los capítulos de La fractura corresponden cada uno a un año, desde 1918 hasta 1938, como si todo hito temporal fuese siempre arbitrario, por lo que también puede atenerse a la impasible cuenta del calendario, que ordena el tiempo por números, sin ninguna consideración de “acontecimiento” o “suceso”. Como si los sucesos se dirigieran por fracciones de tiempo que están más acá o más allá de una relación de causa y efecto.
Lo que puede resultar una abominación para quienes entiendan la historia como un relato de cierto razonamiento lógico, me parece un acierto del libro. Pareciera decirnos Blom: fijémonos en un año. Y veamos qué puede decirse sobre él. Puede ser la fecha en la que una producción cinematográfica vio la luz. Puede ser, ¿cómo no?, la data de una batalla. Puede también ser la publicación de un libro, la presentación de una banda de música, la muerte de un personaje famoso. Pero también puede ser uno de los años en que ciertos procesos cristalizan. Blom maneja un archivo de admirable amplitud. Y todo cae bajo su campo de interés: desde teorías científicas a manifestaciones artísticas, desde procesos políticos hasta crisis económicas, desde concepciones arquitectónicas hasta avances en la técnica. En este sentido, el subtítulo del libro, “Vida y cultura en Occidente”, es programático: todo material resulta significativo para entender la amplitud de la cultura y la complejidad de la vida.
1918: Neurosis de guerra. Blom resume en este capítulo inicial de su libro de forma magistral una historia que hemos leído en más de una ocasión y que no por ello resulta menos impresionante y desgarradora. Se trata del retrato de los soldados que vuelven tras combatir en la Primera Guerra Mundial. Soldados que parten al campo de batalla con la imaginación insuflada de ideales –valentía, masculinidad, honor– y que regresan hechos pedazos. En términos metafóricos, pero también literales. Hombres mutilados, a quienes les falta una pierna, un brazo, la mitad de la cara.
Y hombres que asimismo son víctimas de pesadillas, de ataques de ansiedad, que gritan sin aparente razón y que no controlan los estertores de su cuerpo cuando se ven expuestos a fuertes ruidos o a luces incandescentes. Hombres como Septimus Warren Smith en la novela Miss Dalloway, de Virginia Woolf, quien frente a la incomprensión de su mujer y la incapacidad de los médicos de ayudarlo, se lanza de una ventana para liberarse de los fantasmas de la guerra. Hombres como los que convoca Walter Benjamin en su ensayo El narrador, que han perdido la capacidad de narrar sus experiencias, pues su posibilidad imaginativa de lo que podía ser una guerra se vio ampliamente superada por lo que remotamente se intuía a través de la ciencia ficción. Shell shock es el nombre que recibe esta nueva enfermedad.
Un sinfín de soldados regresa a sus países con neurosis de guerra, y como si con ello no bastara, no encuentran espacios en las sociedades de posguerra. Con admirable capacidad de síntesis y agudeza en la descripción, Blom escribe: “Todo un continente compartió el horror mudo y la perplejidad de los combatientes que regresaron con neurosis de guerra, cuya experiencia había sido demasiado dura para que un cuerpo humano lo soportara. Mientras se desmovilizaban y volvían a sus países millones de soldados traumatizados, estos hombres vieron que no había manera de comunicar lo que habían tenido que vivir, de comprender lo que había pasado y por qué. Solo sabían que los habían traicionado, que los habían expuesto a un daño irreparable con falsedades, que el mundo pujante y vertiginoso, pero también profundamente optimista que habían vivido apenas cuatro años antes, estaba definitivamente perdido”.
El avance de la técnica
1926 es el año en que se estrena la película Metrópolis, de Fritz Lang, el filme más caro de la historia del cine alemán, pensado para entrar a competir con las producciones de Hollywood. La película fue, en términos tanto de taquilla como de crítica, un fracaso. Tachada de “boba” y “confusa” por el novelista H.G. Wells en The New York Times, sin lugar a dudas Metrópolis es hoy un referente en la historia del cine. Y es un admirable documento de época. Condensa lo que en las primeras décadas del siglo XX puede leerse en varios filósofos y críticos culturales: la preocupación por los avances de la técnica y las ansiedades con respecto al vínculo entre los hombres y las máquinas.
Blom hace comparecer una serie de películas que cristalizan estas fantasías distópicas –desde Frankenstein hasta Tiemposmodernos de Chaplin– y las cruza con las utopías de las mismas décadas, que imaginaban el funcionamiento idóneo de las sociedades a partir de una organización perfecta de los tiempos y las actividades de los seres humanos, pensado desde teorías higiénicas y eugenésicas. Los totalitarismos están colmados de retazos de estas ideas, en las que parecen mezclarse y superponerse la ciencia, la ficción y la ideología. Tanto el Homo Sovietikus como la Bauhaus alemana, pasando por el nazismo, los años 20 y 30 están obsesionados con las problemáticas del cuerpo, del espacio y de la comunidad. Años en que se entretejen los legados de Darwin con los de Nietzsche; décadas verdaderamente biopolíticas, diríamos hoy.
Lo que puede resultar una abominación para quienes entiendan la historia como un relato de cierto razonamiento lógico, me parece un acierto del libro. Pareciera decirnos Blom: fijémonos en un año. Y veamos qué puede decirse sobre él.
Golodomor es una palabra ucraniana que deriva de los vocablos golod que significa frío y mor, muerte, y designa la hambruna vivida en los años 1932 y 1933. Blom se traslada en este capítulo a Miron Dolot, un pequeño pueblo situado a más de 100 kilómetros de distancia de Kiev, para recoger el testimonio de una familia de campesinos ucranianos que logró sobrevivir a esta gran tragedia vivida en la Unión Soviética. A partir de 1928 Stalin comenzó a instaurar la colectivización de los medios de producción, incluyendo las tierras, herramientas y animales. Si bien una parte importante de los esfuerzos estaban destinados a eliminar la pobreza en las partes rurales del imperio, las buenas intenciones chocaron, una vez más, con las maneras de implementar las políticas y con la contingencia misma. Los funcionarios enviados para organizar la nueva vida colectiva no conocían el trabajo en el campo y los campesinos se negaban a entregarles sus posesiones. Incluso, algunos preferían matar a sus animales y quemar sus cosechas en lugar de subyugarse al nuevo poder. Los funcionarios locales, por su lado, acaparaban lo que quedaba, matando de hambre a los que eran acusados de kulak, campesinos supuestamente ricos que no obedecían las órdenes recibidas. La gente comenzó a deambular por los pueblos, cubiertos de nieve y hielo, en búsqueda de cualquier cosa para comer: animales, plantas e incluso cadáveres que quedaban sin entierro.
Blom lo dice en un pasaje apocalíptico, casi surreal: “Un hombre mató a su mujer a hachazos para hacer sopa; a los niños pequeños, los hambrientos los asfixiaban y se los comían, y a los cuerpos de los muertos recientes –a menudo bien conservados por la nieve– se los profanaban con cuchillas carniceras para sacarles la carne. La práctica se extendió tanto que un directivo de Moscú exigió que el partido local imprimiera y distribuyera cientos de carteles con el eslogan COMER NIÑOS MUERTOS ES UN ACTO BÁRBARO”.
Se calcula que murieron entre dos millones y medio y cinco millones de personas en esta hambruna ucraniana; el número se eleva a siete millones para toda la Unión Soviética.
Estas tres escenas escogidas, de las 21 que componen la totalidad de La fractura, muestran la viveza de las imágenes que dibuja Blom en su libro y la amplitud del horizonte histórico que va trazando. Con agilidad y autoridad, Philipp Blom se mueve entre los diversos escenarios que visita en este estudio: Alemania, Francia, Inglaterra, Italia, España, EE.UU. y la Unión Soviética, mayoritariamente. El libro renuncia a planteamientos lineales y causales, constituyéndose más bien como una especie de caleidoscopio, funcionando cada capítulo como una de las imágenes que queda fijada por momentos tras dar vuelta el tubo y mover los miles de pedacitos de vidrios de colores que se encuentran adentro. Hay colores fuertes y fascinantes, como los que pintan la breve e intensa vida de la bailarina Anita Berber –retratada en su vestido rojo, su rostro pálido y sus labios maquillados por Otto Dix–, quien murió a los 29 años tras una vida de excesos, en ese Berlín de los locos años 20, donde la noche se alargaba hasta el amanecer acompañada de alcohol y cocaína. Hay colores plateados que anuncian el futuro, como los que narran la historia del prestigioso psicólogo conductista John B. Watson, quien se había doctorado con una tesis sobre el aprendizaje en ratas y que decidió abandonar la cátedra que tenía en Johns Hopkins University para ingresar a la agencia publicitaria J. Walter Thomson, convirtiéndose en su gran ideólogo. Hay colores de tonos tierra y con olor a polvo, como los que dibujan el capítulo titulado Ruta 66, en el que las tormentas de polvo terminan con la agricultura en el así llamado “cinturón maicero” de Norteamérica, obligando a casi medio millón de campesinos a migrar hacia el oeste en búsqueda de comida y fuentes de ingreso. Y hay colores oscuros y amenazantes, que relatan persecuciones sistemáticas y planificaciones de muertes masivas en Alemania, España y la Unión Soviética, que culminan con la Segunda Guerra Mundial.
Quizás Blom no es siempre exhaustivo en sus investigaciones y probablemente el libro contiene reiteraciones. Pero su lectura no deja de ser cautivante en ninguna página. Philipp Blom logra sumergir en ambientes y atmósferas, recrea tanto utopías como distopías, circunscribe miedos, ansiedades y fascinaciones que marcaron los años de entreguerras. Y vuelve a despertar en el lector esa fantasía infantil de que existiera una máquina del tiempo y la posibilidad de trasladarse, aunque sea por tan solo un día, a otros tiempos, a aquellos que son imprescindibles para entender los nuestros.
La fractura. Vida y cultura en Occidente, 1918-1938, Philipp Bloom, Anagrama, 2016, 616 páginas, $35.000.
Ocupamos un lugar en el tiempo. Eso lo sabe todo el mundo. Pero son muy pocos los artistas que aspiran a describir al ser humano cargando no solo un cuerpo sino también sus años, esa lenta acumulación de experiencias que configuran los recuerdos y los deseos. Quizá por ello, plasmar el tiempo ha sido la mayor aspiración de los gigantes: Vermeer en la pintura, Proust en la literatura, Tarkovski en el cine.
Este fue el listón que quiso saltar Karl Ove Knausgård, un noruego de 49 años que dio forma a uno de los proyectos literarios más extremos de hoy: escribir su vida en seis tomos y 3.600 páginas; titular al proyecto Mi lucha, tal como lo hiciera Hitler con sus alucinaciones políticas; y lograr que lectores del mundo entero escuchen su voz y sientan, sí, que sientan que la lluvia los empapa como lo hiciera con él en Tromøya o Bergen en los años 80, que sientan la vibración y ansiedades del primer enamoramiento, que sientan el agua que corre en el baño mientras un amigo se lava las manos, que sientan la expectación de un joven de 18 años que llega a Håfjord para ser profesor de niños chicos, que sientan los microscópicos cambios de humor a lo largo de una tarde planchando camisas, que sientan el temor ante la agresividad de un padre impredecible y esa suerte de piadoso consuelo que llega con su muerte, que sientan la manera en que el hastío se pega a la piel durante un veraneo en que los niños no paran de dar quehacer, que sientan lo difícil que es volver a formar pareja luego de una experiencia de fracaso, que sientan lo terrible que es la enfermedad devorando el cuerpo de una anciana cuya voluntad es apenas un recuerdo horadado por los temblores, que sientan la manera misteriosa en que los rasgos se heredan de abuelos a hijos y de hijos a nietos, que sientan que entre los que fuimos ayer y los que somos ahora no existe separación alguna, porque los cuerpos contienen las horas del pasado.
Knausgård le ha dado a su proyecto la forma del tiempo. No solo por este concepto, sino también por su ambición de totalidad, su trabajo ha sido comparado con el de Proust. Cuando sus libros traspasaron las fronteras de Noruega, Mi lucha ya había vendido 450 mil ejemplares y desde luego desató polémica, sobre todo por los volúmenes centrados en la muerte del padre alcohólico y en la separación de su primera esposa.
¿Literatura autorreferente y egótica? Probablemente. Pero Knausgård es el primero en mostrar sus propias debilidades. Y su vida, por otro lado, carece de espectacularidad.
¿Literatura autorreferente y egótica? Probablemente. Pero Knausgård es el primero en mostrar sus propias debilidades. Y su vida, por otro lado, carece de espectacularidad: los dolores y alegrías, anhelos y frustraciones son equiparables a los de muchos contemporáneos que se debaten entre las exigencias profesionales, la rutina matrimonial, la crianza de los hijos o una familia de origen que, sin ser perfecta, tampoco es una condena.
Hoy se están publicando muchos libros que se adscriben a la literatura del yo. Lo que hace especial a Knausgård, lo que tiene a tantos lectores hipnotizados con su prosa morosa, con sus detalles superfluos incluso, con su recorrido sin escalas entre las estaciones de la infancia, la juventud y la adultez, no son los litros de alcohol o el desenfreno sexual o los secretos ominosos. Es la cercanía. Knausgård es un romántico cuyo arte apuesta por los sentimientos, un arte que está en guerra con la distancia. No en vano los lectores de Mi lucha aseguran haber conocido a otro ser, y agradecen que haya compartido con ellos sus inseguridades, fantasías, afectos y reflexiones acerca de la vida. Habría que preguntarse cuánto más lejos puede llegar la literatura.
El Premio Nobel de Literatura contribuye a la difusión de una obra muchas veces desconocida, pero pocas veces los ganadores se convierten en escritores leídos en forma masiva. Lo que ha sucedido con Svetlana Alexiévich es raro. Incluso en un país como el nuestro, tan despreocupado por lo que sucede más allá de sus fronteras, los libros de la escritora bielorrusa ingresan al ranking de los más vendidos. Se la lee y se la comenta, en gran medida porque viene a arrojar una luz nueva sobre la Unión Soviética, distinta a la que conocíamos por medio de Joseph Brodsky, Ana Ajmatova o Alexander Solzhenitsyn.
El trabajo de Alexiévich, periodista de 69 años, consiste en dejar hablar. Sí, algo también raro en una época narcisista: rehuir el protagonismo y escuchar, escuchar, escuchar: que el tono, la sintaxis y los matices del lenguaje oral fluyan libremente hasta reconstruir un clima emocional. Mejor, los sentimientos que están detrás de los sucesos. Sus libros se arman a partir de cientos de voces que dan cuenta de sus experiencias particulares bajo la URSS. Es lo que ella llama “el hombre pequeño”, aquel que suele ser una cifra en el gran relato de la Historia y que vivió las victorias y derrotas de la utopía comunista. Todos sus textos, de algún modo, componen un solo libro, el libro del hombre rojo.
La guerra no tiene rostro de mujer debió esperar la perestroika para salir a la luz pública, en 1985, y así todo la escritora tuvo que enfrentar una acusación por “mancillar el honor de la Gran Guerra Patriótica”. Por Los muchachos de zinc (1989), sobre la invasión soviética en Afganistán, también debió comparecer ante un tribunal, y desde 1991 Alexiévich estuvo refugiada en Francia, Alemania, Italia y Suecia. No en vano, tras ganar el Nobel dijo que el galardón le permitiría “comprar libertad”, ya que ha sido permanentemente marginada por las autoridades del gobierno ruso (de Putin) y bielorruso (de Lukashenko).
El trabajo de Alexiévich, periodista de 69 años, consiste en dejar hablar. Sí, algo también raro en una época narcisista: rehuir el protagonismo y escuchar, escuchar, escuchar.
Los muchachos de zinc, que es el último libro traducido a nuestro idioma, ejerció un efecto poderoso en la mentalidad de la escritora. Hija de un militar que hasta el día de su muerte perteneció al partido, antes de esa guerra Alexiévich creía, según sus palabras, en el “socialismo con rostro humano”. Incluso ahora, jamás se refiere en forma despectiva a quienes consideran que los argumentos del socialismo siguen en pie. Le duele ver que hoy la división es “entre los que pueden comprar cosas y los que no”. Pero de todos modos, cuando vio a los escolares en Afganistán matando a gente que no conocían y en un territorio desconocido, perdió toda ilusión.
Después vino su libro sobre la tragedia de Chernóbil y El fin del homo sovieticus, su trabajo de mayor alcance. Este año, cuando se conmemoran los 100 años de la Revolución Rusa, leer a Alexiévich es como meter la cabeza entre los escombros y ver los efectos sicológicos que el fracaso del comunismo tiene, incluso hoy, en los habitantes de ese imperio desmembrado.
Hoy puede dar un curso en las universidades de Columbia o Cambridge, ocupar tribuna en los diarios LaNación y Perfil, o discutir en televisión sobre política argentina. Pero no siempre fue así. En la década del 70, nada más comenzar la dictadura de Videla, Beatriz Sarlo tuvo que pasar a la clandestinidad. Había estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y al momento del golpe de Estado de 1976 dirigía la revista Los Libros. Allí formaba equipo con Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, los mismos con los que inició, dos años después, la influyente Punto de Vista.
Si bien los primeros números tenían un tiraje de 100 ejemplares y los repartía la propia Sarlo, la revista se impuso por su tono, por el cruce de disciplinas y por su valentía a la hora de expresar posturas antipopulares. En términos políticos se opuso a la guerra de las Malvinas y en materia cultural Sarlo hizo lo que hacen todos los grandes críticos: jugársela por un autor hasta entonces desconocido –Juan José Saer– para colocarlo en el centro del canon. En el libro Zona Saer señala que es el narrador argentino más importante de la segunda mitad del siglo XX; la primera está dominada por Borges.
A los 74 años todavía utiliza el transporte colectivo para ir al estudio que tiene a unos 800 metros del Congreso, en pleno barrio cívico. Desde allí registra su tiempo, y se rebela ante el individualismo y al retroceso de la cultura letrada.
Aunque el eje de su obra es la crítica literaria, Sarlo es una intelectual todoterreno. Sus análisis abarcan desde la crisis de la educación a la inseguridad laboral, pasando por la segregación urbana, los mundiales de fútbol y el lenguaje de los políticos. Leerla es una forma de mantenerse alerta, abierto a desentrañar el sentido profundo de los signos, gestos y discursos que se imponen desde el poder, desde el mercado. Sarlo, que comparte con Benjamin y Barthes la mirada microscópica, asume entonces el punto de vista de los otros.
En una época dominada por los especialistas, por aquellos que hablan en nombre de la técnica, Beatriz Sarlo apuesta por la discusión de ideas y principios. Sus intervenciones en la prensa y libros como Escenas de la vida posmoderna o Tiempo presente, dan una imagen nítida de su actitud: una intelectual independiente y anticonformista, que invita a pensar en la justicia, la igualdad, el pluralismo y todos aquellos valores indispensables para la construcción de una sociedad democrática. A los 74 años todavía utiliza el transporte colectivo para ir al estudio que tiene a unos 800 metros del Congreso, en pleno barrio cívico. Desde allí registra su tiempo, y se rebela ante el individualismo y al retroceso de la cultura letrada.
Dedicar la vida entera a la revolución. ¿De dónde arranca este ideal? La expresión –“revolucionario profesional”– la usa Lenin varias veces en su libro Qué hacer. Uno no puede comprender ni la historia ni la cultura de Latinoamérica sin los bolcheviques. La revolución que se espera de algún modo siempre se inspira en la Revolución de Octubre. El ideal del revolucionario profesional lo toma Lenin de Nikolai Chernyshevski, figura emblemática de la intelligentsia rusa del XIX. Su novela Qué hacer –Lenin repetirá el título– aparece en 1883, un año después que Padres e hijos, la novela de Turgueniev, cuyo personaje Bazarov encarna el nihilismo juvenil y revolucionario. Quéhacer es la respuesta de Chernyshevski a Turgueniev y su personaje Rajmétov se contrapone a Bazarov.
La expansión del capitalismo ha generado en Rusia un rápido crecimiento económico y el orden tradicional se convulsiona. En procesos de modernización vertiginosos, las esperanzas son tan altas como profundas las frustraciones. La modernización acelerada –lo mostró Huntington en Political Orderin Changing Societies (1968)– a menudo produce una escalada de demandas desestabilizadoras y conduce a un orden autoritario “pretoriano”.
Hubo también en esos años una enorme expansión de la cobertura universitaria. Surge así un nuevo personaje: el estudiante, la llamada “gente nueva”. De alguna manera, no pertenecen a las clases tradicionales, su forma de vida es –y se propone ser– distinta a las de sus padres. En la universidad, la atmósfera es radicalizada. Muchos no encuentran trabajos a la altura y en su desarraigo abominan de lo que Blok llamaría en su irónico poema “Los doce”, “la mazacotuda,/ la Rusia de los zares,/ la muy culona”. Es el ambiente de los Raskólnikovs. Dostoievsky habló de un “proletariado de bachilleres” y vio ahí el germen de la revolución.
Qué hacer es novela didáctica, un caso temprano de littérature engagée. Y nos incomoda que se quiera enseñar en una novela.
Dicho eso, hay que agregar que está llena de movidas metaficcionales, algo sorprendente en la época, y que la hace muy contemporánea. El narrador hace sentir al lector la naturaleza ficticia del relato. Algo de eso hay en Trollope, lo que criticó Henry James por atentar en contra del “suspension of disbelief”, la suspensión de la incredulidad. Chernyshevski, como hoy Martin Amis por ejemplo, atenta una y otra vez contra esa suspensión de la incredulidad. Gracias a estos juegos metaficcionales, a esta actitud lúdica, el lector deja pasar, hasta cierto punto, la moralina que a ratos se hace cargosa.
Chernyshevski, como hoy Martin Amis por ejemplo, atenta una y otra vez contra esa suspensión de la incredulidad. Gracias a estos juegos metaficcionales, a esta actitud lúdica, el lector deja pasar, hasta cierto punto, la moralina que a ratos se hace cargosa.
En la novela hay un grupo de estudiantes ateos que creen en la ciencia, la tecnología, el amor libre, el feminismo, el positivismo y el progreso como algo bueno e inevitable. Están construyendo un sistema económico socialista-cooperativo. Critican la “inconsecuencia”, la “moderación”, la “tendencia a lo burgués”. Es una novela escrita contra el statu quo y la burguesía, una novela revolucionaria.
La idea es inventar una nueva forma de vida. Estos jóvenes dejan sus hogares para vivir en pequeñas comunidades. Abrazan una utopía pastoril-tecnológica. Vera, en sueños, ve enormes estructuras de “acero y de cristal” con muebles de aluminio. Chernyshevski imagina los rascacielos del futuro a partir del edificio para exposiciones de Joseph Paxton, su “Crystal Palace” (Hyde Park, 1851). Una nueva manera de vivir supone una nueva arquitectura, una nueva estética.
Qué hacer es una novela de formación cuyo protagonista es Vera. Seguimos su evolución hasta transformarse en una mujer nueva, que maneja una cooperativa de trabajadores, estudia medicina y tiene una relación igualitaria con el hombre que ama, con quien convive antes de casarse. Hay una nueva moralidad, entonces. Por ejemplo, los celos deben desaparecer. Son los años 60, pero los 60 del siglo XIX ruso.
Rajmétov es el personaje más enigmático, “el hombre especial”. El lector adivina que está comprometido en actividades subversivas clandestinas y es un líder. No trabaja, pues heredó. Viste con modestia, aunque le gusta la elegancia. No toma. Come carne casi cruda. Se ha acostado en una cama llena de clavos para prepararse para la tortura. Es una suerte de santón ruso laico. Se dedica al entrenamiento físico, el trabajo manual y el estudio. Todo por la revolución. Renunció incluso al amor de una mujer porque “el amor… ataría mis manos”. Su debilidad: los puros finos.
Cuando el narrador conoce a Rajmétov, lo examina “sin ceremonias, como si delante de él no estuviera una persona, sino un retrato”. Rajmétov aquilata a cada persona. El narrador tiene influencia sobre un grupo de estudiantes. Eso le atrae. A Rajmétov, fuera de su círculo, le interesaba la gente con “influencia en los demás. El que no fuera autoridad para otras personas, ese de ningún modo pudo siquiera entrar en conversación con él”. Las personas son instrumentos de la revolución. La gente nueva, los jóvenes como Lopukhov y Sacha Kirsanov, que “no temían a nadie y a nada”; a Rajmétov sí le tenían algo de miedo. Masha, que en la novela conecta con el mundo popular, admira a Rajmétov. Hay un vínculo espontáneo entre Rajmétov y la gente del pueblo.
Los Rajmétov, dice el narrador, son pocos. Sin embargo, “gracias a ellos florece la vida de todos”, son “motores de los motores”, la “sal de la sal de la Tierra”. La alusión al Evangelio de Mateo no es casual. La gente nueva se parece a los primeros cristianos, aspiran al “hombre nuevo”. Representan una suerte de apostolado cristiano secularizado. Masha canta una canción: “Habrá paraíso en la Tierra… será pronto, lo veremos…”.
Vera dirá a Sacha: “Las personas como Rajmétov son otra especie; se funden con la causa general de tal forma que… llena su vida; para ellos incluso sustituye la vida personal. Pero para nosotros, Sacha, esto es inaccesible. No somos águilas, como él”.
En la novela hay un grupo de estudiantes ateos que creen en la ciencia, la tecnología, el amor libre, el feminismo, el positivismo y el progreso como algo bueno e inevitable. Están construyendo un sistema económico socialista-cooperativo. Critican la “inconsecuencia”, la “moderación”, la “tendencia a lo burgués”.
Rajmétov anticipa lo que propondrán Bakunin y Nechayev (Catecismo revolucionario, 1869): “El revolucionario es un hombre dedicado. No tiene sentimientos personales ni asuntos privados ni emociones ni compromisos ni propiedades ni nombre. Todo en él está subordinado a un compromiso único y exclusivo, un único pensamiento y una única pasión: la revolución”.
Vera, gracias a Rajmétov, comprenderá que los celos son un “sentimiento deformado… consecuencia de una opinión sobre el hombre como… sobre mi objeto”. Entonces ella reconocerá su amor por Sacha.
La “gente nueva” se propaga. “En pocos años –dice el narrador–, la gente les gritará ‘¡Sálvennos!’”. El papel de la “gente nueva” es despertar al pueblo y movilizarlo contra el despotismo, atacando su raíz: la desigualdad entre hombre y mujer. Ellos mueven al pueblo y los Rajmétovs son los que mueven a los que mueven.
Pero estoy dejando de lado los aspectos literarios más interesantes, los juegos metaficcionales. El narrador dice: “Bueno –piensa el lector perspicaz–, ahora el personaje principal será Rajmétov… Vera Pavlovna se enamorará de él… No habrá nada de eso, lector perspicaz… De antemano te digo que cuando Rajmétov se vaya, después de hablar con Vera Pavlovna, entonces se irá ya definitivamente de esta narración y que no será un personaje principal ni secundario…”. El narrador se pregunta: “¿Para qué lo introduje en la novela y lo describí tan detalladamente? Mira, intenta adivinarlo, lector perspicaz; ¿podrás?”.
Ahora hay un misterio por resolver y el narrador atribuirá al lector esta y aquella hipótesis, para desmentirlas. El lector es invitado a reconstruir la trama. Al fin, se nos da la respuesta. Rajmétov está en la novela porque, sin él, consideraríamos que los demás personajes, la gente nueva (Lopujov, Sasha, Vera) está idealizada, es demasiado generosa para ser real. Gracias a Rajmétov, ellos aparecen como lo que son: modelos a imitar por todos nosotros. Y si nos parecen demasiado buenos y elevados es que nosotros, lectores, estamos demasiado abajo, en el subsuelo.
Y desde ahí, desde ese subsuelo miserable, contestará Dostoievsky con sus Memorias del subsuelo, aparecida al año siguiente. Chernyshevski responde, como sabemos, con Qué hacer (1863) a la novela de Turgueniev (1862) y Dostoievsky (1864) a la de Chernyshevski.
II
En 1887, Alexander, el hermano mayor de Lenin, fue ahorcado con un grupo de revolucionarios. Intentaron asesinar al zar. Ulianov confeccionó la bomba. Y ese verano, en la hacienda familiar, el joven Lenin lee Quéhacer de pe a pa cinco veces. La lee por comprender a su hermano, convertido en revolucionario por esa novela.
Dijo a Valentinov que Chernyshevski era “el más grande de los socialistas anteriores a Marx”, que esa novela “proporcionaba energía para toda una vida”, que su “mayor mérito era mostrar cómo debe ser un revolucionario”. Ya en el Kremlin, colgó en su oficina un cuadro del escritor y tenía a mano sus obras completas que releía a menudo. En la billetera guardaba su foto.
Como Rajmétov, Lenin fue un asceta; y si bien no heredó una fortuna, vivió hasta pasados los 40 de las remesas de su madre. “Es imposible describir la vida privada de Ilich”, escribiría Liádov, dirigente bolchevique, “porque simplemente no la tuvo: su alma y su cuerpo pertenecieron a la lucha revolucionaria”.
En Qué hacer (1902) de Lenin, los “revolucionarios profesionales”, los Rajmétovs, “se forjan” y “lo mismo da que sean estudiantes u obreros”. Su misión: “Desarrollar la conciencia política de los obreros”, pues ella “solo puede ser introducida desde afuera”, más allá de las luchas de reivindicación económica. Junto a otras clases, se configurará así, mediante la acción política dirigida por el Partido, un pueblo movilizado para la revolución. La acción confiada por Chernyshevski a Rajmétov era “ir a todas las clases de la población”, dice Ingerflom en El revolucionario profesional (2017). “Lenin la amplía: el revolucionario profesional va a suscitar la constitución de las clases”. “¡Dadnos una organización de revolucionarios –dice–, removeremos a Rusia en sus cimientos!”. Esto es Chernyshevski, no Marx.
¿Qué fue de la primacía de la base material por sobre la superestructura ideológica (religión, moral, política, derecho)? Para Marx, la revolución del proletariado sería engendrada inevitablemente por y desde el capitalismo. No ha sucedido. La Revolución de Octubre se hace Contra El Capital (1917), como escribió inmediatamente Gramsci: “Los bolcheviques renuncian a Karl Marx”. Lenin no sigue la ruta de Marx y ocurre que, según Marx, el destino iba a gestarse en la ruta que no se tomó. Por tanto, no hay manera de llegar al destino.
Por tanto, no hay ruta. Lenin embarca a Rusia en un viaje sin ruta y sin destino.
Dice el poema “Los doce” (1918), de Blok, ya citado:
Parado está el burgués en la encrucijada
con la nariz escondida en las solapas.
Y contra él, la cola entre las patas,
un perro sarnoso frota su burdo pelo.
Está allí el burgués, como perro hambriento,
está allí mudo, como signo de interrogación.
Y el viejo mundo, como quiltro,
la cola entre las piernas, detrás.
Pero despedazado el mundo burgués, hecho trizas ese embutido de capitalismo y neofeudalismo con despotismo burocrático que era Rusia, ¿ahora qué?
La entrega a la causa tiene la belleza moral del sacrificio. Lo que mueve al revolucionario es el espíritu de sacrificio. Es lo que encarna Rajmétov. Ser capaz de arriesgar la vida es lo que da sentido a la vida. La revolución es una pasión moral.
Conquistado el poder, Lenin no tiene un proyecto económico. La hambruna que sucede a la destrucción del statu quo lo hace reintroducir un neocapitalismo. Con la NEP vuelve –¡maldición!– el mercado y surgen los “hombres NEP”, incipiente y corrupta burguesía a la que habrá que destruir después. Tampoco tiene Lenin un diseño político-institucional. No hay reglas que protejan el pluralismo y la democracia, y del vacío surge Stalin. “Para su pan diario, su tarjeta de racionamiento, su habitación, su parafina en el duro invierno ruso, el individuo depende del Partido-Estado, contra el cual es totalmente indefenso”. Es lo que vive y escribe Victor Serge, un bolchevique de tomo y lomo (Mémoires d’un révolutionnaire, 1951). Es la economía política de una sociedad totalitaria a la cual se llega, las más de las veces, como un efecto no buscado. Ahí está Cuba, ahí está Venezuela. “Donde el único empleador es el Estado”, escribe Trotsky, “el viejo principio: quien no trabaja, no come, ha sido sustituido por uno nuevo: quien no obedece, no come” (La revolución traicionada, 1937).
“El líder revolucionario”, dice Milner en Relire la Révolution (2016), “es apresado por la máquina; mientras más sabe que se ha comprometido con la revolución, menos sabe lo que hace”. Žižek en su Lenin 2017 (2017) afirma que Lenin “repetidamente varía el motivo no sabemos qué hacer”. Žižek piensa que debemos repetir a Lenin, pero “repetir a Lenin no es repetir lo que hizo, sino lo que no pudo hacer, las oportunidades perdidas”. ¿No es demasiado amplia la propuesta? ¿No se podría argumentar, por ejemplo, que lo que Xi Jinping hace hoy en China no es sino una radicalización de la NEP, ergo, una repetición de Lenin, de una de sus oportunidades perdidas?
El ideal del revolucionario profesional nos llega a América Latina vía Lenin. Revolucionario profesional fue el Che Guevara, desde luego; también Fidel. Y Mario Santucho del ERP en Argentina; Eleuterio Fernández Huidobro de los Tupamaros de Uruguay; Abimael Guzmán, de Sendero Luminoso del Perú; Schafik Hándal, del FMLN de San Salvador; Manuel Marulanda de las FARC de Colombia; Miguel Enríquez del MIR de Chile… Incluso los comunistas chilenos que optan por una vía legal al socialismo. Luis Corvalán era sin duda un revolucionario profesional. Lo mismo Gladys Marín. A todos enamoró el ideal del revolucionario en estado puro.
La entrega a la causa tiene la belleza moral del sacrificio. Lo que mueve al revolucionario es el espíritu de sacrificio. Es lo que encarna Rajmétov. Ser capaz de arriesgar la vida es lo que da sentido a la vida. La revolución es una pasión moral.
Qué hacer lleva al revolucionario al poder, pero entonces ¿qué hacer? No hay respuesta. Solo una certeza: aferrarse al poder. Y hay una lógica –una ya conocida lógica económica y política– que conduce del ideal revolucionario de Lenin a la “revolución traicionada” de Trotsky.
Lenin brotó de una novela. Los grandes revolucionarios de América Latina, quizás sin saberlo, descienden de Rajmétov, un misterioso personaje de una olvidada novela rusa.
Versión sintetizada de la presentación “Lenin reads Chernyshevski. A view from Latin America”, que el autor expuso en la conferencia “Culture in Revolution. Revolution in Culture. 1917-2017”, organizada por la Academia de Ciencias de Moscú, en San Petersburgo, 18 de noviembre de 2017.
Te ves en una esquina junto a C y N, quieren la menor cantidad de luz, un rincón oscuro, pero frente a Zotano, uno de los bares cola de Bellavista, es difícil. Una pareja de hombres les pregunta si saben quién vende. N dice que lo sigan. No hay pacos y si los hubiera tampoco importaría. Yo hasta he jalado en sus hombros, dices, verificando que ningún retén deambule cerca.
***
Poco antes de las 12 de la noche, te encuentras con C afuera del Telepizza de Plaza Italia. Hace por lo menos un año que no la veías y creíste que seguía igual. Ella mantiene una de sus mechas teñidas, el rapado a un lado y las calzas fluorescentes, cósmicas. Te contó que terminó con su pololo, porque se metía con la ex y estas semanas se las ha pasado entre la universidad y el Jammin. En esa disco, donde se baila reggae, conoció a N, su pololo actual. Después continuaban en afters, trataban de no pagar nada, trasnochar en la calle y recién ahí volver a sus casas.
Caminan por Pío Nono casi en procesión al cerro, aunque tropiezan justo con N que se para en una esquina a repartir volantes de un local. En 15 minutos salgo de la pega, dice. Lo acompañan a promocionar ofertas de tragos, mientras C lo besa y se encuentran a unas amigas. Más rato se verán en el Jammin.
Ves que N usa jockey, tú andas con un polerón negro y mochila al hombro, eres medio gordo, ancho de cuerpo. Cuando se desocupa van a otra esquina, la del Venecia, en Antonia López de Bello. Unos colombianos se achoclonan, murmuran cosas, arman misterio y de a poco intercambian bolsitas como las que tú vendías hace unos años. Tratas de reconocer a alguien, pero dices que lo que venden ellos es mierda, y C y N ríen.
Les cuentas que vienes de la pega, del hotel Hyatt, donde siempre robas vodkas, incluso whiskies, lo más caro. Dices que a tu familia le regalas cajas de vino para Navidad y Año Nuevo. A los 12 años empezaste a trabajar en una textilería donde cortabas sobras de tela, tu cuerpo se ensanchaba, comías más y los dedos trataban de hilar fino los cortes. Años después te saliste. Tu hermano mayor te metió a trabajar en su banquetería. Aprendiste a garzonear, a tener mejor gusto y te enseñaron a preparar comida que quizá nunca habías probado. Ahora sigues en lo mismo, haces buffets y breaks para empresarios, y has juntado plata, te quieres ir del país, recorrer Latinoamérica entera y llegar a Miami, encontrar a tu tío y cumplir uno de tus sueños: convertirte en peleador de la lucha libre.
***
Para ser viernes no hay tanta gente afuera del Jammin. Por ahora te sientes al margen de los colores de la noche, como si hubieras hecho la paz con ellos. Logras dar cuenta de las luces del local, del amarillo y del rojo del cartel luminoso. Esperan a que los dejen entrar gratis. Mientras haces la fila, N conversa con alguien entre dos autos estacionados. Ambos llevan jockey, la otra persona tiene trenzas y su ropa es mucho más ancha. Le cuentas a C que dejaste de traficar hace un tiempo, antes siempre lo hacías en los baños de Locos por el Deporte. Los dueños del bar te cuidaban, no dejaban que entraran pacos de civil a vigilar. Te acuerdas de una vez que los propios garzones te salvaron, andabas con 250 mil pesos vendidos, en efectivo, y otros 250 mil en cocaína.
Sientes que la temperatura baja. La Virgen del cerro aún brilla, o crees que brilla más que de costumbre. No te dejan entrar gratis, pero sí a C y a N. Entonces pagas y tienes derecho a un cover. C te da, metiendo su mano en tu bolsillo, una bolsita. Les timbran las muñecas e inspeccionan tocándoles los brazos, los muslos, revisan las mochilas. No hay nada más que la polera que usaste en el Hyatt, un delantal y la cortapluma olvidada por el guardia. Vas a la barra, pides un roncola y notas que la gente baila un tema de Morodo.
Sigues a C y N, llegan al fondo del Jammin. N vuelve a hablar con un extraño, ahora entre ellos corre plata. C estira sus caderas contra la pared. Cada uno toma del mismo roncola. Otras mujeres hacen lo mismo, doblan sus rodillas, dejan que un hombre las agarre y junte su pelvis a las caderas. Tú bailas, mueves tus brazos, piernas y tronco, aunque sepas que no te gusta hacerlo y tus movimientos sean torpes. N termina lo que hace y besa a C. Les dices que salgan. La puerta que da hacia el patio está cerca. Comparten unos cigarros.
El patio se llena, todos fuman y es difícil no chocar ni pisar a los demás. Le cuentas a N que unos amigos pelearon en Amsterdam, uno de los bares que se encuentra frente al Jammin. Salieron con sillas y los persiguieron hasta el Parque Forestal. Les dices que ese tipo de cosas no pasaría si tú hubieras estado, que sabes pelear y por eso mismo te respetan. Recuerdas que hace un tiempo fuiste hacker y te metías a cuentas de empresarios, gente famosa, políticos. Robar un par de millones no significa nada para ellos. Estuviste un mes escondido en Villarrica, junto a tu polola. A ella le dijiste que se fueran de vacaciones y te creyó. Recuerdas cuando hacían el amor mirando la fumarola del volcán y crees que ese mismo humo es el que sale de tu boca al exhalar por frío o por cigarro.
C y N conversan con alguien de pelo largo y lleno de rastas. Es grande y su ropa lo hace ver más alto y gordo. Te acercas y te metes en el círculo. El de rastas saca cogollos de un frasco y los reparte. Le das fuego y sientes olor a cloro, te pegas hacia la puerta. Entonces vas al baño y no logras entrar, porque parece que se ha inundado. El piso húmedo, marcas terrosas de zapatillas: alguien camina en medio de gente que baila, pide permiso para sacar un trapo y secar el suelo.
Al volver, le dices a C y N que vayan a la calle. Muestran a los guardias sus timbres en las manos y se meten en un rincón oscuro. Vuelves a sentir olor a cloro, a agua mezclada con champú. Se acaban los cigarros, pero C compra uno suelto a la señora colombiana que trabaja un carrito de dulces y bebidas. Al volver corroboran sus timbres. Ya son cerca de las tres de la mañana, dicen que la gente debe irse en media hora. A pesar del frío que tienes, los demás sudan, están en polera. Aún tienes las manos heladas. Vuelves al baño y del piso ya no hay agua. La última canción es “Jammin” de Bob Marley, y la corean, se dan los últimos besos y sus cuerpos se pegan, se agarran. Abren las puertas, la gente se aglutina y ese mismo choclón se esparce afuera del local. Aparecen vendedores de cerveza, traficantes ofreciendo creepy o cocaína, taxis de vidrios polarizados, uno que otro retén, vagabundos pidiendo plata.
***
Cuando vuelves a casa, ves que la extensión del cerro San Cristóbal desaparece. Los árboles, tunas que en verano florecen, apenas se notan. Miras directo a la Virgen, sus luces blancas que titilan, y dejas atrás la bulla. Cada mañana caminas por ahí: colillas de cigarro repartidas en el piso junto a bolsitas vacías y rasgadas, estudiantes yendo a clases, panaderos cargando harina, vendedores de jugos naturales y marraquetas con queso, palta o jamón, el olor a cerveza proveniente del suelo, botellas reventadas, vidrio molido.
La calle está oscura. Donde vives arreglan un parque y construyen un edificio. Solo el departamento piloto y un foso del que no sabes cuántos metros hay hacia abajo. Te salvas de un asalto, o eso crees. Al abrir la puerta sale tu gato, apenas despierto, bostezando. Te quitas los zapatos, la ropa, ordenas tu mochila y te lavas la cara con agua caliente. Tratas de dormir viendo cómo la luz suave de la Virgen entra por la ventana. Mañana tienes libre.
Las cientos de horas acumuladas a lo largo de los años son la materia prima de la obra del director lituano, una filmografía que se estructura alrededor de sus llamados “diarios, notas y sketches”. Su cine obedece al impulso de capturar la incertidumbre y fascinación del presente, en películas tan libres, movedizas y sutiles como Walden, Escenas de lavida de Andy Warhol y Mientras avanzaba ocasionalmentevislumbré breves destellos de belleza.
por rodrigo hasbún
Un mes después de llegar a Nueva York, a fines de 1949, Jonas Mekas se compró con un préstamo una cámara Bolex. A partir de entonces, para atenuar la vulnerabilidad y la extrañeza pero también para registrar el asombro del veinteañero que recorre un mundo nuevo, empezó a filmarlo todo: sus paseos por Brooklyn y Manhattan, las reuniones de sus compatriotas lituanos, la nieve que no dejaba de caer. Atrás habían quedado los trabajos forzados a los que él y su hermano Adolfas fueron sometidos por los nazis durante 10 meses, la errancia interminable por campos de personas desplazadas en la Europa de posguerra. Para desentenderse de esos fantasmas en su nueva vida, Jonas Mekas se propuso escudriñar en detalle el aquí y ahora, Bolex en mano. Así, se volvió casi de inmediato en lo que ha seguido siendo desde entonces hasta hoy mismo, a sus 95 años: el verdadero hombre de la cámara.
No deja de ser curioso que ese lituano perdido y pobre, que en otras circunstancias hubiera preferido no moverse de su pueblo, terminara siendo uno de los grandes cronistas de Nueva York, una de las figuras emblemáticas que transformó para siempre la escena cinematográfica de la capital del mundo.
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Cuando llegó apenas hablaba inglés. Le tocó trabajar como obrero en fábricas de cualquier cosa y hubo épocas de una austeridad sin límites, pero aun así se las arreglaba para escabullirse en todas las salas y teatros y museos. Luego la desolación inicial fue dando paso al entusiasmo, la soledad impuesta a las amistades inesperadas, los trabajos manuales al deseo de cartografiar lo que venía viendo en esas salas y teatros y museos. Al igual que varios cineastas de la nueva ola francesa, que por esos años andaban en las mismas, Jonas Mekas escribió mucha crítica antes de hacer sus primeras películas.
Dándole validez crítica y la mayor visibilidad posible a las películas que por entonces empezaban a hacer algunos de los cineastas de su generación, de Cassavetes a Darren, de Clarke a Jacobs, de Brakhage a Warhol, él colaboraba más que nadie en la consolidación de una nueva sensibilidad y de lo que se conocería como la movida del “cine subterráneo” o “nuevo cine americano”.
Siempre acompañado de su hermano Adolfas, en 1954 fundó la revista Film Culture, con la misión de evidenciar las posibilidades de un cine que no siguiera los mandatos de Hollywood, y en 1958 se volvió el primer columnista cinematográfico de The Village Voice, el influyente semanario contracultural. Jonas Mekas estaba hambriento y era un buen momento para estarlo, porque los jóvenes como él se encontraban inmersos más que nunca en la debacle entre lo viejo y lo nuevo, transición que atestiguó día a día con la cámara lista y la máquina de escribir bien montada, en cualquiera de esos cuartos por los que siguió errando como lo había hecho antes por un continente en ruinas.
“En una sociedad bastarda, estandarizada, conformista y enferma, la perversión es una fuerza de liberación”, escribió el 21 de noviembre de 1958 en un artículo temprano, que puede leerse en Cuaderno de los sesenta.Escritos 1958-2010. “Sagrados son los pensamientos y hechos delictivos, la insubordinación; la falta de respeto y el odio hacia su estilo de vida, sus filosofías, hacia toda forma de trabajo (que perpetúa la basura); sagrados son el beat y el Zen, la ira y la perversión. Permitámonos, pues, negar y destruir; quizás así algunos de nosotros podamos reencontrar y preservar (hasta que vuelvan a ser necesarias) la verdad de la vida, la espontaneidad, la alegría, la libertad, el júbilo, el alma, el cielo y el infierno. (…) Aprendamos la dinámica de la sagrada perversión, no seamos basura en la normalidad del siglo XX. Así escupo sobre la generación que me produjo, y es el escupitajo más sagrado de mi generación”.
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El tono incendiario de ese texto ofrece un valioso atisbo a la energía y convicción de Jonas Mekas, pero se corresponde poco con su voluntad más bien pragmática. Él, que se había visto forzado a reinventarse varias veces, sabía que después de echar abajo monumentos y reliquias era imprescindible hacer algo en ese vacío. Dándole validez crítica y la mayor visibilidad posible a las películas que por entonces empezaban a hacer algunos de los cineastas de su generación, de Cassavetes a Darren, de Clarke a Jacobs, de Brakhage a Warhol, él colaboraba más que nadie en la consolidación de una nueva sensibilidad y de lo que se conocería como la movida del “cine subterráneo” o “nuevo cine americano”. Iniciados los 60 llevó aún más allá la misión con dos iniciativas que serían imprescindibles para sustentar el cine de vanguardia a largo plazo. Por una parte ayudó a crear la primera cooperativa de cineastas independientes, que se encargaría de distribuir sus películas no solo en salas de cine sino también en museos y espacios alternativos. Por otra parte fundó Anthology Film Archives, un centro destinado a preservar y exhibir esas películas, sin aspiraciones comerciales pero sí grandes ambiciones expresivas, con las que él y sus compañeros de ruta intentaban explotar al máximo el potencial poético de ese arte más bien joven que es el cine.
En medio de sus mil labores, apenas tenía unos minutos libres, lo primero que hacía él era ponerse a filmar. Su estilo fue forjándose, entonces, a retazos. Filmas un árbol, se lo oye decir por aquí y por allá, y ese retrato naturalista, intrascendente, soso, no es el árbol que veías. Te acercas y te alejas para filmarlo, cortas, manipulas, juegas, y quizá entonces sí aparezca el árbol que veías.
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Las cientos de horas acumuladas a lo largo de los años son la materia prima de su obra, que se estructura alrededor de sus llamados “diarios, notas y sketches”. Walden (1967), la primera entrega, ofrece cientos de episodios inconexos, algunos de solo unos segundos de duración, por medio de los cuales emerge un retrato elusivo y entrañable de la ciudad que lo acogió.
En sus manos una película es un divertimento gozoso pero también un espacio para la intimidad. A partir de esa confluencia, empuja al cine hasta lugares donde ya no se sabe bien qué es: poesía o diario, crónica o pintura, experimento o historia, un poco de todo a la vez.
Jonas Mekas quería devolverle al cine su factura artesanal. No es casual que dedique la película a los hermanos Lumiere. Su cine también obedece al impulso de intentar capturar, con la ayuda de un aparato misterioso, la incertidumbre y fascinación del presente. En Walden abundan los saltos bruscos, las imágenes sobreexpuestas o fuera de foco. La realidad es así de movediza y la memoria así de sucia y la película está hecha con esos mismos materiales.
No solo se trata de una decisión estética. La filosofía de su cine, que en su caso significa en más de un modo su filosofía de vida, ya está puntillosamente desplegada en esa primera entrega. Jonas Mekas trabaja con lo que ve, con lo que encuentra, y no con lo que busca. “No estoy buscando nada, soy feliz”, lo oímos cantar en una escena. Esas palabras revelan el espíritu celebratorio que atraviesa su obra, así como una gran predisposición hacia el azar. Él no quiere entender cómo funciona la vida, si es que funciona de alguna manera. El suyo es un cine material, un cine de texturas y sensaciones, un cine de la superficie. Si se mira bien, parece decirnos, todo resuena y brilla: un incendio en la calle 87 y la multitud que contempla el fuego, una noche en el circo o la visión de un hombre parado de cabeza en Central Park, el primer concierto de un grupo llamado The Velvet Underground y una performance de John Lennon y Yoko Ono, gente patinando sobre hielo, lo que se ve desde un tren que se aleja de Nueva York.
De fondo, Jonas Mekas toca su acordeón y les cuenta a los espectadores anécdotas o fábulas inciertas. En sus manos una película es un divertimento gozoso pero también un espacio para la intimidad. A partir de esa confluencia, empuja al cine hasta lugares donde ya no se sabe bien qué es: poesía o diario, crónica o pintura, experimento o historia, un poco de todo a la vez. “No hay lugar para el casi arte”, escribió en un iluminador artículo sobre John Cage, otro artista que cuestionó a fondo los límites de su arte. Son palabras que se oyen fuerte en sus películas. “Casi saltar una valla significa haber derribado la barrera. Casi nadar a través de un río significa haberse ahogado”.
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Además de Walden, hay en su filmografía varias otras paradas notables que vale la pena mencionar, todas igual de inclasificables y personales. Reminiscencias de un viaje a Lituania (1972) gira alrededor del primer regreso a su país, tras 25 años de ausencia, en los que no ha visto a su madre, a la que reencuentra entonces. Lost, Lost, Lost (1976) indaga en cómo una persona desplazada va haciéndose parte de un nuevo lugar y en lo que significó para él perderlo todo en algún momento. “Esta es la historia de un hombre que nunca quiso irse de su patria, del lugar donde la gente hablaba su idioma”, dice ahí en su inglés extranjero. En Escenas de la vida de Andy Warhol (1990) dimensiona y humaniza la figura de su amigo, al que filma en la cotidianidad. En Mientras avanzaba ocasionalmente vislumbré breves destellos de belleza (2000), la más melancólica de sus películas, comparte videos caseros en los que su familia muta en el tiempo. De nuevo todo es insignificante pero extraordinario: los primeros pasos de su hija, las sonrisas esquivas de su hijo, su esposa desnuda en un apartamento lleno de ventanales. Una gratitud contagiosa atraviesa cada una de esas imágenes. Como dice su amigo Johan Kugelberg, Jonas Mekas “nunca sucumbe al lado oscuro”, y eso también es ser heroico.
Adentrado en el nuevo milenio, cuarenta y tantos años después de haberla comprado con un préstamo, terminó guardando su cámara Bolex para incursionar en la tecnología digital. Entre varios otros proyectos, el 2007 hizo 365 cortos, que compartió a diario en su página de internet, y el 2011 intercambió una serie de cartas visuales con el cineasta catalán José Luis Guerín. Todos ellos son ejercicios sutiles en el arte del desmenuzamiento, en el arte del montaje y el corte (que es para él donde el presente se vuelve pasado, donde la realidad se vuelve poesía), en el arte de la curiosidad sin fin, en el arte de los años y la vida.
Ahí en medio, rodeado de fantasmas nuevos o recurrentes, el hombre de la cámara va envejeciendo de una película a otra, hasta que el veinteañero del principio se vuelve un nonagenario al final. La transformación paulatina ha sido filmada, a retazos. Es un espectáculo inquietante, decisivo, conmovedor.
Cuaderno de los sesenta. Escritos 1958-2010, Jonas Mekas, Caja Negra, 2017, 448 páginas, $26.500.
Flush, una biografía (1933) fue probablemente el libro más popular de Virginia Woolf (1882-1941) en la vida de su autora. Ella y su esposo, Leonard, lo publicaron en su propia editorial, Hogarth Press, la misma que años antes había divulgado en Inglaterra La tierra baldía de T. S. Eliot, pero que tuvo la mala fortuna de rechazar el Ulises de James Joyce por temor a la censura. La publicación de Flush resultó ser un acierto comercial: en sus primeros seis meses de circulación, se vendieron ni más ni menos que 19.000 copias y fue incluido en sendas listas de popularidad por el US Book of the Month Club y por la UK Book Society. Sin duda, este mismo éxito pudo incidir en la frialdad con que lo recibieron los críticos; la misma Woolf temía que su libro se considerara un bestseller sin mayor interés y escribió en su diario: “Flush saldrá el jueves y creo que estaré muy deprimida por el tipo de elogios. Dirán que es encantador, delicado, como una dama”. Temía, sobre todo, que la consideraran una autora sentimental, ya que su libro, como otros aparecidos desde fines del siglo XIX en Inglaterra, daba vida y voz a un animal doméstico: Flush, el perro de la poeta Elizabeth Barrett (1806-1861). Sin embargo, su obra se diferencia considerablemente de aquellos relatos que, con fines didácticos y moralizadores —como es el caso de un famoso texto victoriano, Black Beauty. Autobiography of a horse, de Anna Sewell (1877, traducida como Belleza negra, pero también como Azabache)—, impactarían al público por su empático y dulce tratamiento del tema animal. Lejos de eso, el libro de Virginia Woolf es un espacio de experimentación en el cual su autora se aleja de las figuras animales antropomorfizadas de las fábulas y, abandonando la voz y perspectiva humana característica de estas historias, incursiona realmente en el ámbito de la experiencia animal, en la vida sensorial y afectiva de un perro doméstico, un leal cocker spaniel, en tres escenarios bien diferenciados: el campo abierto de Three Mile Cross; el encierro en una habitación del barrio más lujoso de Londres, como compañero de una enferma, la poeta Elizabeth Barrett; y las luminosas calles de Pisa y Florencia, donde Flush acompaña a su ama tras fugarse del hogar paterno con el poeta Robert Browning. Sin embargo, a pesar de su tono irónico y proceder vanguardista, Flush parecía una obra realmente menor al lado de las grandes narraciones modernistas de su autora (como Las olas o La señora Dalloway) o de sus otros interesantes experimentos “biográficos” (la monumental Orlando). Tuvieron que pasar décadas para que Flush fuese leído con interés crítico, o para que se dimensionara su carácter experimental y anticipatorio.
Los críticos de la época no podían imaginar hasta qué punto Virginia Woolf estaba en sintonía con la ciencia y la filosofía de su tiempo. Por los mismos años de la escritura de Flush, Konrad Lorenz, y antes que él, el biólogo y filósofo Jakob von Uexküll, comenzaban a sentar las bases de la etología (ciencia que estudia el comportamiento animal y sus interacciones con el entorno). En el caso de Uexküll, él abandonaba las nociones jerárquicas de la ciencia biológica clásica para introducir el concepto de umwelt, que señala la experiencia perceptiva de los animales en la relación con su medio, algo que observaba en toda la diversidad de la vida animal, sin distinción de formas “superiores” e “inferiores” de la misma. Su pensamiento incidió en la filosofía del siglo XX, particularmente en autores como Martin Heidegger o Gilles Deleuze, y evidentemente fue una de las primeras voces que dieron cuenta del antropocentrismo occidental y su ideología especista. Woolf, contemporánea suya, sostuvo también una mirada desarticuladora de esta jerarquía y, lejos de “humanizar” la experiencia de Flush, se interesa en describir la perspectiva inesperada y única del perro. En los pasajes más bellos de esta historia, Flush es el gran protagonista que corre libremente por un mundo de olores, sensaciones e instintos: “Flush salió a las calles de Florencia para disfrutar del éxtasis de los olores. Siguió su camino, olfateando, a través de calles principales y secundarias, de plazas y callejones. Se abrió camino de olor en olor: ásperos, suaves, oscuros, dorados. Entraba y salía, subía y bajaba. (…) Entró y salió, corriendo, siempre con la nariz en el suelo, bebiendo su esencia, o con la nariz en el aire, vibrando con el aroma. Durmió en un cálido parche de sol sobre una piedra, ¡cómo hacía este que la piedra apestara! Buscó un túnel de sombra, ¡qué ácida hacía la sombra que oliera la piedra! (…). Conocía Florencia en su suavidad marmórea y en su rugosidad arenosa y adoquinada. (…) Conocía Florencia como ningún ser humano la ha conocido jamás; como Ruskin y George Eliot nunca lo hicieron. Lo sabía como solo el tonto sabe. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió a la deformidad de las palabras”.
Es sabido que Virginia Woolf, como Barrett, sufrió también de numerosas crisis de salud. Por su complicada historia familiar (ya adulta escribió a sus más íntimos sobre los abusos de su hermanastro mayor después de la muerte de su madre) es posible que empatizara con la vida de la poeta, a quien leyó críticamente.
La ninfa de la calle Wimpole
La presencia perruna es antigua en la literatura: desde el temible Cancerbero mitológico, las fábulas clásicas y el Cervantes del Coloquio de los perros, hasta libros más contemporáneos al de Woolf, como El llamado de la selva, de Jack London (1903), “Investigaciones de un perro”, de Franz Kafka, o la sátira política Corazón de perro, de Mijaíl Bulgakov (1925). Pero solo en las postrimerías del siglo XIX la literatura se volcó en el mundo de las relaciones domésticas e íntimas, en que los animales podían asumir un papel protagónico, al mismo tiempo que, como describe John Berger en su ensayo “Why Look at Animals?” (1980), se producía, con el arrebatador desarrollo del capitalismo en el siglo XIX, una paulatina desaparición de lo animal, que, según este crítico, incidiría desde entonces en un empobrecimiento de la experiencia humana. Un incipiente animalismo llevó a los escritores finiseculares a denunciar las distintas formas de explotación de los animales: la industrialización transformó la relación con ellos debido a la depredación en gran escala, tanto con miras al consumo alimenticio como a la satisfacción de los más diversos apetitos ornamentales.
Elizabeth Barrett fue una poeta de la época victoriana que vivió en carne propia las grandes transformaciones de la sociedad inglesa en tiempos de la Revolución industrial. Como muchas mujeres de la élite de aquel tiempo, durante su juventud se vio prácticamente recluida en el hogar paterno debido a una enfermedad difusa que la afectaba con fuertes dolores de espalda; a causa de esta dolencia fue tratada durante años con morfina y otras drogas para el dolor. Sufrió también la melancolía del duelo; su madre murió en 1828 y en los años siguientes perdió a dos hermanos muy queridos. Su encuentro con Flush se produce en 1842, en medio de esta crisis, cuando la escritora Mary Russell Mitford se lo ofrece como un regalo, para que la acompañe y le dé alegría. Mitford sacrifica su propio amor por el perro (y la posibilidad de venderlo y mejorar la empobrecida situación de su familia) porque decide que Barrett y Flush “se merecen” uno al otro, y con este ánimo recorre el camino que va desde los campos de Three Mile Cross a la calle Wimpole (una de las más exclusivas de Londres), donde vive su querida amiga bajo la celosa mirada de un padre sobreprotector: “Así que un día, probablemente a comienzos del verano del año 1842, una curiosa pareja debió ser vista bajando por la calle Wimpole: una muy baja, robusta y anciana mujer, de rojo y brillante rostro y blanco y brillante pelo, la que llevaba, con una cadena, a un muy enérgico, inquisitivo y bien criado cachorro de cocker spaniel. Caminaron casi toda la calle hasta que se detuvieron ante el número 50 y, no sin un ligero azoramiento, la señorita Mitford tocó el timbre”. A partir de ese momento, el perro, que viene de gozar la libertad campesina, vivirá junto con Barrett la reclusión y represión corporal: “Controlar, suprimir y renunciar a los más violentos instintos de su naturaleza fue la primera lección de la Escuela de la Habitación”. Ni Flush ni Barrett tienen derecho al autogobierno: ambos viven sometidos a la ley patriarcal; su convivencia solidaria cuestiona los límites políticos y plantea una reflexión sobre el lenguaje que Flush no domina y que para la poeta es esencial, casi una forma de escape, como se verá.
Es sabido que Virginia Woolf, como Barrett, sufrió también de numerosas crisis de salud. Por su complicada historia familiar (ya adulta escribió a sus más íntimos sobre los abusos de su hermanastro mayor después de la muerte de su madre) es posible que empatizara con la vida de la poeta, a quien leyó críticamente. Fue en los poemas y cartas de Barrett que halló la presencia sostenida de este compañero, al que la poeta dedicó dos poemas, “A Flush, mi perro” y “Flush o Fauno”. Woolf cita in extenso este último:
¿Ves a este perro? No fue sino ayer
que yo cavilaba ignorando su presencia
y los pensamientos me arrancaron una lágrima.
Entonces, por la almohada en la que descansaba mi mejilla húmeda,
una cabeza peluda como la de un fauno encontró su camino
y repentinamente tuve contra mi cara —dorados y claros
grandes ojos que sorprendieron a los míos
una oreja caída golpeó mi mejilla, ¡para secarla!
Primero me sorprendí como un árcade
atónito por la visión de un dios cabrío a medialuz, en la arboleda
pero a medida que la peluda presencia
secaba mis lágrimas, reconocí a Flush y me repuse.
Sorpresa y tristeza, agradecimiento al verdadero Pan,
quien, a través de bajas criaturas, nos lleva a las alturas del amor.
A pesar de los condicionamientos que obligan a la biografía a ceñirse a los documentos y datos históricos, la escritora defiende un margen de libertad, de manera que los biografiados no se conviertan en frías e insípidas efigies. Los hechos biográficos no son como los hechos de la ciencia, hay que reconocer en ellos su historicidad.
El relato de Woolf toma cierta distancia respecto de la escritura de Barrett; no deja de ser irónico el modo en que reescribe este encuentro: “Entonces, de pronto, sintió una cabeza peluda contra la suya; unos ojos grandes y brillantes resplandecieron en los suyos, y se preguntó: ¿Era Flush o era Pan? ¿Había dejado de ser una inválida de la calle Wimpole y era ahora una ninfa griega en algún bosque sombrío de la Arcadia? ¿Era el propio Dios barbón el que presionaba sus labios contra los suyos? De pronto se transfiguraba: era una ninfa, y Flush era Pan. El sol abrasaba y el amor ardía. Pero imaginemos que Flush hubiera podido hablar: ¿no habría dicho en ese momento algo sensato sobre la plaga que sufrían las papas en Irlanda?”. Entre Woolf y Barrett hay varias décadas de distancia y se dejan sentir; Woolf pone en evidencia esta especie de bovarismo de la poeta, confrontando las alusiones exóticas y nostálgicas al mundo griego, con la verdadera condición en que se encuentran Barrett y su perro, recluidos y de espaldas al mundo: “La señorita Barrett no era una ninfa, sino una inválida; Flush no era un poeta, sino un cocker spaniel rojo y la calle Wimpole no era la Arcadia, sino la calle Wimpole”.
Dos hechos vienen a movilizar el tiempo detenido en la mansión de los Barrett: primero, la aparición de un pretendiente de Elizabeth, el poeta Robert Browning; luego, el secuestro de Flush por parte de unos bandidos de Whitechapel, una de las zonas más sórdidas de Londres. La aparición del pretendiente se transforma, a los ojos de Flush, en la sospechosa y hasta cierto punto cómica intromisión de “un hombre con capa (…) un encapuchado que había pasado, como un ladrón”, quien hace llegar a las manos de Elizabeth una correspondencia desconocida hasta entonces en la virginal habitación: “Pero esa noche la carta no era la misma de siempre, Flush lo comprendió incluso antes de que ella abriera el sobre. Lo supo por la manera en la que la tomó, por las vueltas que le dio, por cómo miró la caligrafía vigorosa y desigual con la que estaba escrito su nombre. Lo supo por el temblor indescriptible en sus dedos, por la impetuosidad con que rasgaban la solapa, por la absorción con la que leía. La miró leer”. En cuanto al secuestro, es uno de los pasajes más interesantes del libro; literariamente, la narradora de la historia (quien a menudo interviene con comentarios irónicos sobre las clases sociales inglesas, o la condición de la mujer, entre otros temas) procura dar cuenta tanto de la perspectiva de Barrett como la del perro, cautivo de sus secuestradores y también de la decisión del padre de Barrett de no pagar el rescate por Flush. Este hecho está documentado en su correspondencia —aunque, en realidad, a Flush no lo secuestraron una, sino tres veces. Incluso Browning no estaba a favor del rescate, por lo que Barrett decide incursionar ella misma por los sucios callejones de Whitechapel, una travesía que la hará tomar conciencia de su lugar en la sociedad inglesa y de su estrecho mundo de reclusa: “Así que eso era lo que había más allá de la calle Wimpole. Esas caras, esas casas. Había visto más sentada en el taxi frente a esa taberna que en los cinco años que había estado en la habitación de atrás, en Wimpole (…). Ahí vivían mujeres como ella, solo que, mientras ella había estado tumbada en su sofá, leyendo y escribiendo, ellas vivían de esa manera”.
Esta serie de acontecimientos desata la liberación de Elizabeth, quien escapa con Browning a Italia. Se casan, tienen un hijo. Y Flush recobra su libertad en las mediterráneas Pisa y Florencia. Para la crítica Anna Snaith, el contraste entre Inglaterra e Italia iría más allá de una lectura dicotómica —la oposición de una ciudad fría, movida por los intereses patriarcales, frente a ciudades mediterráneas, soleadas y maternales como Pisa y Florencia—, sino que develaría también una crítica de Woolf a su propio tiempo, al evocar una idealizada vida italiana de mediados del XIX, como una forma de resaltar, nostálgicamente, la diferencia con un presente oscuro y amenazador. El rechazo del racismo se evidencia también en la insistencia con que critica a instituciones como el Kennel Club, que por entonces regulaba los rígidos hábitos en torno a las razas caninas londinenses.
La sola elección de Flush como protagonista ya rompía con la tradición biográfica, en un movimiento ya iniciado por su amigo Strachey en su parodia a las biografías victorianas. Iría, sin embargo, más allá que él, al hacerse cargo de un sujeto inédito en el horizonte biográfico, lo que Anna Snaith ha llamado “la extrema versión de la vida que no deja trazas”.
Una artista de la biografía
Muchas son las posibles razones que pudo tener Woolf para optar por la perspectiva de Flush en este relato. Ya se ha dicho que detestaba la idea de que se la tomara por una autora de novelas sentimentales: quizá por eso evitó cuidadosamente el uso de la primera persona (el relato del propio Flush) y prefirió utilizar la voz de una narradora irónica, algo distante, que se focaliza en la percepción animal pero que por momentos acompaña también a Elizabeth, sobre todo durante el capítulo del secuestro. Por otra parte, la elección de la perspectiva canina pudo parecerle a Woolf una manera original de acercarse al por entonces bien conocido romance de los Browning-Barrett, ya que para Woolf un problema en la valoración de los textos literarios podía llegar a ser el crecimiento desmedido y romántico de sus autores. En el ensayo “Aurora Leigh”, sobre el homónimo poema épico de Barrett, Woolf ironiza sobre las conspicuas figuras que en vez de ser recordadas por su trabajo, lo serán por el moderno hábito de escribir memorias, publicar cartas y posar para las fotos. ¿Por qué no tomar distancia de la historia amorosa a través del humor y la crítica política? ¿Por qué no incursionar en uno de los géneros más androcéntricos (y evidentemente antropocéntricos) del canon occidental, con los ojos de un perro, para contar no solo la vida de una poeta, sino también la de un animal? ¿Por qué no poner punto final a la historia cuando muere el perro, y no el amo?
Virginia Woolf no es cualquier biógrafa. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX se podría hablar de un triunvirato de autores que revolucionó la escritura biográfica: el primero fue Marcel Schwob, autor de Vidas imaginarias (1896), compendio de relatos que su autor acompañó de un prólogo señero, “El arte de la biografía”, donde defiende un tipo de narrativa biográfica centrada en el individuo y los detalles que hacen vívida su experiencia para el lector, con lo que reivindica los aspectos literarios e imaginativos de la biografía, antes que su faz histórica. El segundo de estos autores fue Lytton Strachey, cuyo libro Victorianos eminentes (1918) constituyó un verdadero giro de tuerca para la tradición biográfica anglosajona, tendiente a la erudición farragosa. Allí da vida a cuatro personajes de la época victoriana, el cardenal Manning, Florence Nightingale, Thomas Arnold y el general Gordon. Ninguno de ellos era un personaje de primera línea y los aborda con una brevedad e ironía teñida de crítica social, trastrocando las habituales jerarquías históricas. Y el tercer pilar de lo que se podría llamar la revolución biográfica lo ofrece Virginia Woolf, autora no solo de Flush, sino también de Orlando, una biografía (1928) —considerada habitualmente una novela, aunque inspirada en gran medida por quien fuera amante de la autora, la escritora Vita Sackville-West— y de Roger Fry: una biografía (1940), donde aborda la vida de su amigo, artista y crítico. A estos textos me parece que es importante sumar un ensayo vertebrador, titulado, como el de Schwob, “El arte de la biografía”, publicado póstumamente en 1942, en el que Woolf parte de preguntas similares a las que realizara Schwob: ¿es la biografía un arte? Le parece que se trata de un arte joven, reciente en la historia: “El interés por el propio yo, y por el yo de otros, es un desarrollo tardío de la mente humana”, escribe, y en los inicios de todo localiza el trabajo de autores como Samuel Johnson y James Boswell, precursores de la biografía propiamente literaria. A pesar de los condicionamientos que obligan a la biografía a ceñirse a los documentos y datos históricos, la escritora defiende un margen de libertad, de manera que los biografiados no se conviertan en frías e insípidas efigies. Los hechos biográficos no son como los hechos de la ciencia, hay que reconocer en ellos su historicidad. El biógrafo, argumenta Woolf, “debe adelantarse al resto de nosotros, como el canario del minero, para probar la atmósfera y detectar la falsedad, la irrealidad y la presencia de convenciones obsoletas” y debe entender que no hay una sola e inconmovible verdad biográfica. La respuesta, entonces, a la pregunta por el estatuto de la biografía es la que ofrece el arte, la literatura, la capacidad de especular sobre la subjetividad, que Woolf pone en acto en sus narraciones biográficas.
La sola elección de Flush como protagonista ya rompía con la tradición biográfica, en un movimiento ya iniciado por su amigo Strachey en su parodia a las biografías victorianas. Iría, sin embargo, más allá que él, al hacerse cargo de un sujeto inédito en el horizonte biográfico, lo que Anna Snaith ha llamado “la extrema versión de la vida que no deja trazas”. Una elección marginal de la que Woolf estaba muy consciente, como lo evidencia en una nota al pie de página que resulta particularmente esclarecedora. En ella, la narradora de Flush se refiere a la vida de Lily Wilson, doncella de Barrett: “La vida de Lily Wilson es extremadamente oscura y llora a gritos por los servicios de un biógrafo. Ningún humano en las cartas de los Browning, salvo por los principales, excita y desconcierta más nuestra curiosidad. Su nombre de pila era Lily, su apellido Wilson. Esto es todo lo que sabemos de su nacimiento y crianza. No se sabe si era la hija de un granjero de Hope End, y con la decencia y limpieza de su delantal dio una primera impresión tan favorable a la cocinera de la casa Barrett, excusándose antes de entrar en la habitación, que la designó doncella de la señorita Elizabeth, o si era una cockney, o si era de Escocia… es imposible saber”. La crítica al sojuzgamiento de género y clase se hace aun más evidente cuando Woolf especula sobre qué habría sido de Lily si no se hubiese ido con su patrona a Italia: “Y, entonces, ¿cuál podría haber sido su destino? Ya que la ficción inglesa de los cuarenta escasamente trata con las vidas de las sirvientas, y la biografía no ha bajado tanto sus focos, la pregunta seguirá siendo una pregunta”. Woolf se encarga de reconstruir lo que puede de esta vida, a partir de las escasas menciones que ofrecen los epistolarios de la familia Browning-Barrett. El tono, humorístico, deja entrever la crítica al mundo letrado y a las diferencias de clase. Es evidente su solidaridad con la casi anónima doncella, que con bravura acompañó a la poeta en su incursión por Whitechapel y aun más lejos: al dorado Mediterráneo.
Woolf optó por contar desde una perspectiva aparentemente lateral la vida de una escritora, otro sujeto poco frecuentado por las biografías de entonces, predominantemente masculinas. En todo caso, para la crítica ha sido evidente, desde hace años, el gesto feminista de Woolf.
La narradora de Woolf no es neutral, ya que casi nunca los biógrafos que hacen literatura a partir de la vida de sus biografiados, lo son. Hay algo de autobiografía en toda biografía, una suerte de empatía o de proyección, o bien, en algunos casos, un rechazo visceral que habla sobre el biógrafo. Además de abandonar la neutralidad, desestabiliza los mismos límites del género, al criticarlo desde dentro, haciendo del libro una suerte de “metabiografía”. Escribe David Herman que hay evidencia documental de que Woolf buscó intencionadamente parodiar algunos aspectos de la escritura de su amigo Lytton Strachey, como su tendencia a introducirse en los pensamientos de los biografiados, tensando así los límites entre lo referencial y lo ficcional. Su objetivo, plantea Herman, es desestabilizar “categorías genéricas, en particular la distinción entre escritura de vida y ficción”. Con excursos como el de Lily Wilson, Virginia Woolf buscó demoler la rigidez de un género que ya era una conspicua institución literaria en Inglaterra, arriesgando de este modo que se la considerara una autora “seria”. Escribe Anna Snaith que “la relativa ausencia de crítica sobre Flush demuestra la tenacidad de la reputación [de Woolf] como seria o intelectual, y de la reputación de Flush en tanto frivolidad: ambas no combinaban. En Flush, sin embargo, Woolf estaba […] jugando deliberadamente con la forma, observando los límites porosos entre los intereses de la alta cultura y la escritura popular”. Una ruptura que habría de ser cobrada con el silencio de los críticos de su tiempo.
Distintas versiones de un mismo rostro
En este relato, Woolf elige contar también la vida de Elizabeth Barrett. Como ella, amó a los perros y ellos la ayudaron a tender puentes de amistad con otras personas. Así ocurre en el caso de la relación con su hermana Vanessa, dueña de Shag. Gurth y Pinka la ayudaron además a aliviar sus crisis nerviosas; esta última fue un regalo de Vita-Sackville West y aparentemente fue el modelo para la creación de Flush (de hecho, es retratada en la primera portada del libro). Por lo demás, Woolf optó por contar desde una perspectiva aparentemente lateral la vida de una escritora, otro sujeto poco frecuentado por las biografías de entonces, predominantemente masculinas. En todo caso, para la crítica ha sido evidente, desde hace años, el gesto feminista de Woolf que, en esta “biografía” como en muchos de sus numerosos ensayos y novelas, denunciaba la discriminación de la que era objeto la mujer en Inglaterra. El empleo de la perspectiva animal ha sido visto, también, desde esta tienda ideológica, lo que no parece extraño si pensamos que la causa feminista actualmente dialoga en una gran diversidad de puntos con la cruzada animalista. Pero Flush no debe ser reducido a una alegoría del sometimiento femenino. Como todo gran texto, puede ser leído desde la intersección de diversas variables sociales, como la clase, el género y el extraordinario caso de anticipación literaria en que el perro y su amada Elizabeth —por momentos tan parecidos, por momentos tan ajenos— ofrecen una interesante y afectuosa historia de interacción entre las especies.
Siempre vanguardista, Virginia Woolf intervino en el género biográfico provocando quiebres que quizá solo podemos dimensionar hoy. No tuvo reparos en transgredir los límites de ficción y realidad, imaginando para Flush y su dueña una intimidad y también subjetividades que transgredieron las convenciones sociales, para hallar, sobre todo en la última parte del libro, espacios de libertad. Ya lo dice ella misma en sus ensayos: el biógrafo “debe estar preparado para admitir versiones contradictorias de un mismo rostro”, hurgar con imaginación, sugerir, polemizar. No encasillar a sus personajes. Hacer que irradien vida, con todas las incongruencias y deslices que sean necesarios. Escribió, también, que con el tiempo aumentarían sus perspectivas, en tanto los biógrafos colgaran espejos “en rincones extraños”. No es otra cosa la que ella misma impulsa con esta historia, traducida por primera vez en Chile por la escritora Constanza Gutiérrez, quien ha buscado acercar su lenguaje a nosotros y darle fluidez a un relato que por sí mismo se presenta actual, irónico, incisivo. Una historia que nos hará descubrir que la vida de perro no tiene por qué ser abyecta, desesperanzada o terrible, y que por el contrario, puede ser vivida con lo que los humanos solemos llamar “dignidad”.
Flush, una biografía, Virginia Woolf, Montacerdos, 2018, 137 páginas, $9.000.
¿Qué es la masculinidad? ¿Qué es la feminidad? Y quienes se consideran o son considerados fuera de esas categorías, ¿son reconocidos y valorados? ¿Qué ocurre cuando uno empieza a convertirse en alguien para el que no hay espacio dentro de las normas que rigen las nociones de sexo y género? Y estas últimas, ¿vienen dadas por la biología o tiene más peso la socialización? ¿Será la medicina, con sus intervenciones quirúrgicas y tratamientos hormonales, la que los defina? ¿Se expandirá la idea de humano para incluir a las más diversas formas de vivir la sexualidad?
Estas son algunas de las preguntas que Judith Butler (Cleveland, 1956) viene planteando hace ya 30 años, desde que irrumpió con el libro Sujetosdel deseo, para luego dar paso a El género en disputa y Cuerpos queimportan. Son trabajos en los que se rastrean las huellas de los pensadores que más la han influenciado –Spinoza, De Beauvoir, Foucault, Lacan– y que defienden la noción de una identidad móvil, no determinada por la sexualidad ni el género ni la clase social ni la educación ni por la formación política. El individuo, para ella, viene a ser una compleja suma de deseos y pulsiones, y toda pretensión de clasificarlo en categorías rígidas solo se debe a la voluntad de crear una idea de orden, considerando que lo único que existiría son desplazamientos. “¡La vida no es la identidad!”, ha enfatizado Butler. “A menudo la identidad puede ser vital para enfrentar una situación de opresión, pero sería un error utilizarla para no afrontar la complejidad. No puedes saturar la vida con la identidad”.
Además de representar una bocanada de aire fresco para el feminismo, los trabajos de Butler se constituyeron en piedras angulares para los estudios de género y la teoría queer, aunque es preciso afirmar que su pensamiento siempre ha sido insumiso. Butler, por ejemplo, no es una gran defensora del matrimonio gay, pues le parece que la institución misma no varía mayormente si se es heterosexual u homosexual. ¿No es el matrimonio –se pregunta– una forma de organizar la sexualidad? Y fiel a su estilo, más que circunscribir el debate prefiere abrir la cancha, sembrando nuevas interrogantes.
De pelo muy corto, mirada chispeante y siempre vestida de negro, Butler también ha sido crítica con el feminismo que considera al hombre como opresor y a la mujer una víctima, pues para ella las mujeres deben generar un discurso más afirmativo para defender sus derechos en la actualidad, además de insistir en la desnaturalización de categorías universalizantes como “las mujeres” y “los hombres”. Para las comunidades transexuales e intersexuales sus intervenciones tampoco son del todo cómodas, pues advierte una y otra vez sobre los riesgos de entregarle a la medicina el poder de fijar el género.
Además de representar una bocanada de aire fresco para el feminismo, los trabajos de Butler se constituyeron en piedras angulares para los estudios de género y la teoría queer, aunque es preciso afirmar que su pensamiento siempre ha sido insumiso.
En el documental Filósofa en todo género, Butler cuenta que su infancia estuvo marcada por los estereotipos femeninos y masculinos que transmitían las películas de Hollywood, y que por cierto ella no encajaba en esos moldes. A los 14 años sintió que la palabra lesbiana era una suerte de estigma. Poco antes, del colegio mandaron a llamar a su madre porque temían que se convirtiera en “delincuente”. Le iba bien en las notas, pero se aburría y cuestionaba todo, al punto de que sus padres la sacaron para que siguiera cursos particulares con el rabino. Ella recuerda que fue un momento feliz, porque a él podía preguntarle lo que en verdad le interesaba, cosas como por qué a Spinoza lo expulsaron de la sinagoga o de qué manera se relacionan el triunfo del nazismo con la filosofía alemana.
Su obra apunta a la identificación de normas que permitan a los grupos vulnerados –transexuales, migrantes, víctimas de la violencia– vivir en un mundo más amigable, menos violento. “Lo más importante –escribe en Deshacerel género– es cesar de legislar para todas estas vidas lo que es habitable solo para algunos y, de forma similar, abstenerse de proscribir para todas las vidas lo que es invivible para algunos”.
Butler no restringe las preguntas sobre la sexualidad, el sexo y el género a aspectos que solamente atañen a las políticas del cuerpo y la intimidad, sino más bien las expande, motivando una reflexión acerca de la comunidad en la que queremos vivir. En este sentido, sus planteamientos se relacionan estrechamente con la justicia y con el devenir del mundo, con el paisaje mental y valórico que estamos construyendo para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.
El último premio Nobel de Economía ha puesto de cabeza a sus colegas de la Escuela de Chicago al integrar la psicología para explicar aspectos del comportamiento humano que hasta hace poco eran considerados extraños. Según la “economía del comportamiento”, las personas no siempre deciden racionalmente, como piensan los economistas ortodoxos, sino que en ciertas circunstancias sus acciones se basan en “sesgos”, volviendo relativa cualquier predicción. Este modelo intenta dar un panorama más completo de la realidad, asumiendo la complejidad de la naturaleza humana e invitando a ver la economía no como una ciencia exacta e infalible.
por sebastián edwards
Según el sitio de la Universidad de Chicago, 29 académicos asociados con la casa de estudios (entre profesores, ex profesores y ex alumnos) han ganado el premio Nobel de Economía. Nada de mal para un galardón que se otorga desde hace tan solo 48 años. El último agraciado fue el profesor de la Booth School of Business Richard H. Thaler, quien lo ganó el 2017.
Thaler es un economista poco habitual: heterodoxo, irónico, iconoclasta y combativo. Su contribución es haber combinado los principios de la psicología y la economía, para explicar aspectos del comportamiento humano que hasta hace poco eran considerados extraños, actitudes reñidas con la racionalidad, conductas aberrantes. Esta combinación de disciplinas recibió el nombre de “economía del comportamiento” (behavioral economics) y se ha transformado en un campo extremadamente popular entre académicos jóvenes.
Muchos, en la misma universidad, piensan que Thaler no es un verdadero representante de la Escuela de Chicago. Incluso lo ven como un afuerino, un espía, una especie de caballo de Troya cuyo objetivo final sería destruir la rica tradición de Milton Friedman. Tanto es así que cuando la Academia Sueca anunció su premiación, varios de sus colegas hicieron rechinar los dientes. No por envidia (aunque, claro, algo de eso hubo), sino porque pensaron que la “marca” de la universidad, su reputación como baluarte y defensora del capitalismo, se veía comprometida. Y bueno, algo de eso también hay.
Muchos, en la misma universidad, piensan que Thaler no es un verdadero representante de la Escuela de Chicago. Incluso lo ven como un afuerino, un espía, una especie de caballo de Troya cuyo objetivo final sería destruir la rica tradición de Milton Friedman.
Los dos últimos libros de Thaler han tenido gran éxito. En el 2008 publicó Un pequeño empujón, con el entonces profesor de la Escuela de Derecho de Chicago, Cass Sunstein (actualmente en Harvard). En esta obra los autores argumentan que el comportamiento humano se caracteriza por una gran inercia: la gente se “queda pegada” en hábitos antiguos, muchos de los cuales son contraproducentes y resultan en malas decisiones. Por ello es recomendable que las autoridades les den un “empujoncito” que los ayude a moverse en la dirección correcta. No se trata de obligarlos a hacer algo que no quieran; solo indicarles que lo que están haciendo no es conveniente y señalarles el camino adecuado.
Thaler y Sunstein se refieren a este enfoque como “paternalismo libertario”. Paternalismo porque una autoridad “iluminada” vela, como un padre, por el bienestar de la población. Libertario, porque cambiar de rutinas o comportamientos es completamente voluntario; se respeta la libertad. El presidente Barack Obama (amigo de Sunstein, de hecho fueron colegas en la Escuela de Derecho de Chicago) adoptó esta filosofía en su mandato.
Ejemplos de políticas públicas basadas en las ideas de Thaler y Sunstein incluyen reglas que inducen a las personas a ahorrar más para su vejez e inscripciones automáticas en gimnasios y clases de ejercicios, para mejorar la salud de las personas. Ambas son actividades beneficiosas, pero por pura inercia casi nunca se emprenden, o se persiguen en forma parcial y tímida. La gente solo se embarca en ellas si reciben el impulso (empujón) del caso.
Una pizca de psicología
El libro más reciente de Thaler es Portarse mal, y en él cuenta lo difícil que fue introducir la idea de la “economía del comportamiento” en la academia norteamericana. El libro se lee a ratos como una novela policial o de espías, un cuento con villanos (casi todos economistas ortodoxos relacionados con Chicago) y héroes, casi siempre académicos jóvenes e idealistas que creen tener razón y están convencidos de que si perseveran podrán ampliar los márgenes del análisis económico.
Como explica en el libro, Thaler no fue el primer cultor de este nuevo enfoque. Los líderes del movimiento fueron dos israelís, Daniel Kahneman y Amos Tversky, a quienes Thaler y otros mozos y mozas, se unieron con entusiasmo. Kahneman, de profesión psicólogo y profesor en Princeton, ganó el Nobel de Economía el 2002, y Tversky, quien enseñaba en Stanford, murió prematuramente en 1996, a los 59 años.
Ejemplos de políticas públicas basadas en las ideas de Thaler y Sunstein incluyen reglas que inducen a las personas a ahorrar más para su vejez e inscripciones automáticas en gimnasios y clases de ejercicios, para mejorar la salud de las personas. Ambas son actividades beneficiosas, pero por pura inercia casi nunca se emprenden.
Como Thaler explica en Portarse mal el punto de partida de este enfoque fue reconocer que había un cúmulo de comportamientos humanos que no eran explicados adecuadamente por el uso directo (y mecánico) de la teoría económica tradicional. Muchos individuos se comportaban de manera aparentemente irracional, es decir, se “portaban mal”. Un caso típico es no aprovechar ofertas de empleadores que son claramente provechosas, como el ejemplo dado más arriba: inscribirse gratis en un gimnasio. Otra actitud reñida con la ortodoxia es considerar costos ya incurridos (y por tanto irrelevantes) en la toma de una decisión; en teoría tradicional esto se llama “la irrelevancia de los costos hundidos”. Pero en la vida real la gente lo hace a cada rato. En el libro, Thaler da un ejemplo claro: el de una persona que pagó una cifra importante por entradas para un partido de básquetbol. Sin embargo, la noche del juego es una noche miserable, con una nevazón bíblica, con caminos peligrosos y un frío espantoso. La persona ya no quiere ir al juego, pero como pagó por las entradas decide hacerlo, “para no perder el dinero”.
Lo que estos autores notaron es que estas aberraciones no eran aleatorias, sino que eran sistemáticas y seguían un patrón reconocible. Eran “sesgos” en el comportamiento, que respondían a características psicológicas de los individuos. El desafío, entonces, era desarrollar un enfoque sistemático que explicara estas desviaciones aparentemente irracionales; hacer un catálogo de ellas, y tratar de encontrar un hilo conductor. Poco a poco fueron etiquetando los diversos sesgos. A los ortodoxos, cuenta Thaler, esto no les gustó nada. Para ellos (o para su versión más caricaturesca), los seres humanos actúan en forma completamente racional, como si en cada momento estuvieran maximizando una “función de utilidad”, y considerando todos los ángulos económicos de cada elección. Las decisiones aparentemente aberrantes no lo son, una vez que uno piensa con más dedicación y aplica el enfoque tradicional en forma cuidadosa.
Entre las ideas novedosas y pioneras de Thaler (ideas que, como se dijo, de una manera u otra contradicen a la ortodoxia) se encuentra lo que él llama el “efecto propiedad”. Según este principio, la gente tiene apego a las cosas que posee y les asigna un valor mayor del que tienen, incluso mayor que su valor de reposición. Thaler y sus colegas han determinado este comportamiento por medio de experimentos simples: les regalan a algunos estudiantes un tazón con el emblema de la universidad. Se les informa que en la tienda de la institución se venden por 10 dólares. Luego les ofrecen comprárselos de vuelta en $12. De aceptar la transacción el estudiante ganaría un 20%, ya que con los 12 dólares puede comprar otro tazón idéntico y quedarse con $2. Pero casi ninguno quiere hacerlo. Y eso es “irracional”, según los teoremas centrales de la teoría del consumidor clásica.
Otro sesgo es el llamado del statu quo. A la mayoría de la gente no le gusta cambiar; evita lo nuevo, aun cuando es conveniente innovar. Por ejemplo, un enorme porcentaje de personas no cambia al beneficiario de su póliza de seguros luego de divorciarse, aun en casos en que el divorcio ha sido muy disputado. Este principio ha sido usado en políticas públicas. La idea es establecer la opción más conveniente (ya sea desde el punto de vista personal o social) como la “opción por defecto”, o la alternativa que se va a seguir si el individuo decide mantener la pasividad y no tomar ninguna acción. Por ejemplo, y como se dijo más arriba, muchas compañías automáticamente les descuentan un dinero a los empleados para ponerlos en cuentas de ahorro. Si no desean hacer esa contribución a su cuenta individual, el empleado puede “desanotarse”, pero si no hace nada y mantiene el statu quo, seguirá ahorrando.
Thaler, Gary Becker y la ortodoxia
La mejor manera de apreciar las contribuciones de Thaler y sus colegas, y de entender por qué generan tantos anticuerpos entre los economistas tradicionales, es analizando el pensamiento de Gary Becker, también profesor de Chicago y premio Nobel, considerado uno de los mejores y más originales exponentes del pensamiento clásico.
Entre las ideas novedosas y pioneras de Thaler (ideas que, como se dijo, de una manera u otra contradicen a la ortodoxia) se encuentra lo que él llama el “efecto propiedad”. Según este principio, la gente tiene apego a las cosas que posee y les asigna un valor mayor del que tienen, incluso mayor que su valor de reposición.
En el año 1976, Becker publicó un libro que revolucionó las ciencias sociales: The Economic Approach toHuman Behavior. Si bien se trataba de una colección de artículos, el hecho de que fueran recolectados entre dos cubiertas de cartón permitió a una serie de académicos analizar en forma exhaustiva su pensamiento.
Este libro, más que ningún otro texto, ha sido responsable de que académicos en otras disciplinas acusen a los economistas de un imperialismo rampante, de un deseo por abarcar todos los temas, y todos los problemas de la sociedad. El libro se pregunta cuáles son los “límites de la disciplina económica”. Y lo que Becker argumenta es muy simple: la economía como ciencia prácticamente no tiene límites.
Según Becker, la economía (en su versión clásica) es una disciplina útil para analizar en forma fructífera prácticamente todos los problemas sociales, incluso aquellos que tradicionalmente fueron considerados alejados de su órbita. En los artículos recopilados en el libro, Becker usa las herramientas del enfoque económico para analizar en forma precisa y elegante problemas relacionados con la discriminación racial, las decisiones políticas en un sistema democrático, el crimen y el castigo, comportamientos irracionales, fertilidad, “calidad” y “cantidad” de hijos, teoría del matrimonio, teoría de las interacciones sociales y análisis del altruismo y el egoísmo por medio de la simbiosis entre la economía y la sociobiología.
En el capítulo introductorio, Becker aclara que lo suyo no es normativo, es decir, no pretende cambiar las políticas públicas, ni abogar por un sistema de organización social por encima del otro. Lo que busca, precisa, es un enfoque “positivo”, que le permita explicar o dar cuenta de distintos comportamientos de los seres humanos en sociedad. Esta es una diferencia importante entre Becker y Thaler. Para el último las políticas públicas son de gran interés; lo que le interesa es usar su enfoque para alterarlas o para ofrecer opciones a las políticas tradicionales.
La mía fue la primera promoción de estudiantes del doctorado en Chicago (1977-78) que tuvo que leer este libro en el curso de teoría de precios, enseñado por el propio Becker. A estas alturas, cuando ya han pasado 40 años desde su publicación, es difícil imaginarse el impacto que tuvo en nosotros. Estábamos tan fascinados como escandalizados. Recuerdo como si fuera hoy cuando Becker habló sobre fertilidad: “En general los padres aman a sus hijos; los disfrutan, gozan viéndolos crecer. Pero esa satisfacción y goce no son instantáneos. Se van dando de a poco, a través del tiempo. Primero uno decide tenerlos, luego nacen, y de ahí en adelante, en forma lenta, uno los disfruta”.
Hizo una pausa, nos miró con detención y sonrió. Luego agregó: “Bueno, los hijos también se sufren, pero eso es fácil de incluir en el modelo matemático sobre la fertilidad; el sufrimiento es, simplemente, un goce negativo”.
Enseguida prosiguió: “En ese sentido, los hijos son como un bien durable, como un bien blanco, como un bien que uno compra en una tienda de almacenes un día cualquiera, y cuyos servicios uno va apreciando y disfrutando lentamente a través de la vida; los hijos son como un televisor, como una máquina de cortar el pasto, como una lavadora de platos”.
Richard Thaler, último ganador del Nobel de Economía. Fotografía: Bengt Nyman, 2017.
Aquí el profesor hizo una pausa, y si mi memoria no me traiciona, se mesó los cabellos y esbozó una sonrisa un tanto irónica. Continuó: “Entonces, al analizar el tema de la fertilidad tenemos que decidir, como cientistas sociales, si vamos a considerar a los hijos como un refrigerador o como una lavadora”.
Al escucharlo me dio un ataque de risa, el que tuve que reprimir al darme cuenta de que Becker hablaba con absoluta seriedad. Pensé entonces en mi hija Magdalena, de tan solo siete meses, y traté de decidir si era más parecida a un refrigerador o a una lavadora.
En el trimestre de invierno de 1978, Becker también disertó sobre el enfoque económico del suicidio. Muchos de nosotros nos sentimos perturbados. Esta reacción se vio amplificada cuando alumnos de cursos superiores nos informaron que su primera esposa se había quitado la vida hacía un par de años. Becker escribe en su libro: “Hasta cierto punto… la mayoría (si no todas) las muertes son un ‘suicidio’ en el sentido de que podrían haberse postergado si más recursos se hubiesen invertido en alargar la vida”.
Al final, el “enfoque económico” de Becker es relativamente simple. Argumenta que todas las actividades, incluso aquellas que no están sujetas a mercados formales, tienen una función de demanda de parte de los individuos. Y con esta función de demanda aparecen “precios” (implícitos o explícitos) que están íntimamente asociados con esta. Si el mercado formal existe, ese precio será explícito y podrá ser visto por todos los que participan en él. Pero, dice Becker, cuando el mercado formal no existe, aún existirá un precio, o “precio sombra”, que determina el volumen o cantidad demandada de la actividad o bien en cuestión. Por ejemplo, si el precio del suicidio es bajo, habrá un número elevado de suicidios. Por el contrario, si el precio de suicidarse es alto, el número de estos será reducido.
El corolario de este principio es tan sencillo como poderoso: si como sociedad queremos aumentar el nivel de cierta actividad (por ejemplo, la lectura entre los niños), todo lo que hay que hacer es descubrir algún procedimiento para reducir su precio sombra. Darles dinero en efectivo a los niños sería una manera de reducir el precio de la lectura y aumentar su cantidad demandada (este enfoque ha sido criticado, entre otros, por el filósofo Michael Sandel). Pero hay, desde luego, otras maneras de reducir este precio. Por ejemplo, los libros pueden tener ilustraciones o estar publicados en formatos atractivos o tener tipografías más grandes.
La gran diferencia entre Thaler y los clásicos es que para estos últimos no es necesario recurrir a “sesgos” para mejorar el poder explicativo de la teoría económica. Todo lo que hay que hacer es esforzarse más y ser más creativos al introducir mejoras a la teoría.
De la misma manera se puede pensar con respecto a las elecciones en un sistema democrático. Becker en ningún momento argumentaría que los votos debieran ser sujetos a la mercantilización, y ser comprados y vendidos. Pero lo que sí diría es lo siguiente: si un país está preocupado porque muy poca gente acude a las urnas, debe implementar políticas que reduzcan el “precio sombra” de votar. Esto puede hacerse por medio de la implementación del voto electrónico, el voto a distancia, el voto por correo, el voto por internet o el voto anticipado. En los países donde estas medidas han sido implementadas, la participación electoral ha aumentado fuertemente, tal como lo hubiera previsto Becker.
La gran diferencia entre Thaler y los clásicos es que para estos últimos no es necesario recurrir a “sesgos” para mejorar el poder explicativo de la teoría económica. Todo lo que hay que hacer es esforzarse más y ser más creativos al introducir mejoras a la teoría. Para Becker y sus colegas de Chicago, George Stigler y Ronald Coase (ambos ganadores del Nobel), la introducción de dos conceptos clave es esencial: la existencia de “información incompleta” y los “costos de transacción”. Con ellos, argumentan, es posible explicar cuestiones como el “efecto manada” y otras actuaciones que, en la superficie, parecen irracionales. Ejemplo: estoy de vacaciones y no conozco la calidad de los restaurantes en el pueblito italiano en el que me encuentro. ¿Cómo decido a cuál ir? Podría hacer una larga investigación por internet, pero los costos (de transacción) de hacerlo serían muy elevados. Sigo entonces a los grupos y elijo el restaurante con más público, bajo el supuesto de que esa gente sabe lo que hace y dónde la comida es más rica. He actuado como una oveja en una manada, pero lo que hice es perfectamente racional.
Detrás de este debate hay una discusión metodológica. La tradición económica –desde J. Neville Keynes (padre de Maynard) hasta Milton Friedman, pasando por Herbert Simon– dice que los modelos teóricos deben ser parsimoniosos, estar basados en un número limitado de supuestos muy generales y simples. Por ejemplo, suponer que los individuos buscan maximizar su felicidad, lo que hacen sujetos a una serie de restricciones (el día tiene 24 horas). Como estos son modelos (y no “la realidad”), no tienen que ser perfectos o absolutamente precisos. Tampoco completamente “realistas”. Desde luego, ningún individuo anda con una calculadora midiendo los efectos de sus acciones sobre su felicidad. Basta con que actúen “como si” lo hicieran, y que este supuesto produzca buenas (aunque no necesariamente perfectas) predicciones.
Según los críticos, una de las características de la “economía del comportamiento” es que plantea teorías que van perdiendo la parsimonia. Hay una multitud de principios, excepciones y “sesgos” que se van sumando para explicar mejor la realidad. Al final, dicen los escépticos, se podría llegar a una situación límite, en la que habría tantos sesgos como personas. Cada uno de ellos explicaría las peculiaridades de cada individuo. El poder predictivo de este sistema sería enorme, pero su utilidad casi cero.
Desde luego, Thaler y los partidarios de la “economía del comportamiento” nunca han pensado llegar tan lejos. Son los primeros en estar de acuerdo en que esa idea de sesgos ilimitados es una tontería. Su objetivo es incorporar un número limitado de sesgos, aquellos que son útiles para entender por qué la gente hace lo que hace y qué se puede hacer para alterar ese comportamiento. Al final, comparan los costos y los beneficios de agregar un sesgo adicional al catálogo. Y, claro, esa manera de pensar es totalmente compatible con el enfoque económico clásico.
Portarse mal, Richard H. Thaler, Paidós, 2018, 528 páginas, $17.900.
“El papel de la cultura es morder la mano que le da de comer”, afirma Terry Eagleton en Cultura. Una fuerza peligrosa, su último libro reseñado por Marcelo Somarriva en esta misma revista. Con esa sentencia, el filósofo y crítico literario británico busca recuperar el sentido original de la noción moderna de cultura que aparece en Europa durante el siglo XVIII. En paralelo al desarrollo de un acelerado proceso industrializador, el concepto de cultura habría emergido como la crítica de una modernidad que se impone con crudeza. La mecanización, la ruptura de los vínculos tradicionales o las nuevas formas de pobreza configuraron de a poco un cuadro que esta nueva categoría intentó problematizar. “Una sociedad inorgánica ha mutilado nuestra humanidad común, mientras que los modos mecanicistas del pensamiento han expulsado al exilio a la imaginación creativa”, sostiene. Con esas palabras, el autor sintetiza el lamento del “romanticismo”, una de las primeras expresiones de esta cultura temerosa ante los efectos de una modernidad que no parece ser solamente progreso.
A propósito de la ola feminista que agita a Chile, el escritor ha mostrado su temor frente a la posibilidad de que el género, tal como la cultura, se convierta en la encarnación perfecta de la exclusión, ocultando que la clase sigue siendo el principal mecanismo de subordinación y opresión, al menos en América Latina.
Eagleton se embarca en una revisión histórica del concepto de cultura con el objetivo de devolverlo al lugar que le corresponde. Llega a esta conclusión como resultado de su distanciamiento respecto del espíritu que hoy, a su juicio, domina en el mundo académico europeo, y especialmente en el británico. Se trata de la creciente influencia alcanzada por los llamados estudios culturales, que habrían ido permeando a la sociedad con una interpretación de la realidad donde la cultura se vuelve la categoría absoluta para dar cuenta de los fenómenos sociales. Herederos del pensamiento posmoderno, los estudios culturales han radicalizado el rechazo a todo lo “puramente dado”, ensalzando acríticamente las “virtudes de la marginalidad” y acusando un “universalismo espurio” en cualquier forma de unidad o reconocimiento de un “terreno común”, fenómeno que solo escondería nuevas formas de dominación.
Hay algo anterior a la cultura, dice Eagleton, fiel al marxismo con el cual se identifica: las condiciones materiales que hacen posible su existencia. El autor insiste en la urgencia de recordar esto, pues lo que él denomina la doctrina del culturalismo ⎼algo así como la consolidación del posmodernismo en cuanto interpretación hegemónica de la realidad⎼ habría hecho de la cultura un “nuevo fundamento”. La consecuencia de ello, dice el británico, es que la cultura se termina convirtiendo en un ámbito bajo el cual, por riesgo de esencialismo o totalitarismo, “no podemos escudriñar”. De manera camuflada, se renuncia así al aspecto más constitutivo del pensamiento moderno (y de la misma cultura), a ojos de Eagleton: la crítica.
En paralelo a este proceso, continúa Eagleton, se despliega otro que, a primera vista, parece contradictorio. Ocurre que, al mismo tiempo que la cultura es absolutizada en el campo intelectual, esta se vuelve inocua y pierde las garras que la caracterizaron en sus inicios frente a un capitalismo tardío que la incorpora exitosamente en su estructura. La “industria cultural”, tremenda y peligrosamente inclusiva, ha logrado cooptar a la cultura para simplemente hacerla parte de la reproducción de sus propios mecanismos de exclusión, perdiendo así su potencial crítico original y la supuesta radicalidad atribuida por los posmodernos. “La sociedad capitalista relega a sectores enteros de su ciudadanía al vertedero, pero muestra una delicadeza exquisita para no ofender sus convicciones”, afirma con ironía el británico. Su propósito es cuestionar una corrección política deudora del multiculturalismo a la que le basta tan solo la constatación discursiva y lingüística del valor de lo diverso para calmar su indignación.
La cultura parece revelar un horizonte para formular la crítica de los diversos e inconclusos procesos de modernización; una herramienta reflexiva “curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo”, como la definiera el mismo Paz.
Desde nuestras latitudes, hacen eco de esta idea los planteamientos de Rafael Gumucio, desplegados en su epistolario con Javiera Arce en The Clinic. A propósito de la ola feminista que agita a Chile, el escritor ha mostrado su temor frente a la posibilidad de que el género, tal como la cultura, se convierta en la encarnación perfecta de la exclusión, ocultando que la clase sigue siendo el principal mecanismo de subordinación y opresión, al menos en América Latina. Ante este temor, se pregunta: “¿No será que el capitalismo, que todo lo sobrevive, ha conseguido separarse del patriarcado que como una carcasa vieja, ya no necesita?”.
Volviendo a Eagleton, tras lo que podría parecer un avance hacia una sociedad definitivamente liberada, quizás se esconde el hecho de que seguimos habitando un mundo tremendamente injusto. El escritor chileno profundiza más en esta idea en el último número de esta revista, al afirmar que “la victoria del liberalismo” parece residir en la capacidad de “convertir la revolución permanente en una sucursal más del orden establecido”. Y logra esa estrategia con eficacia gracias a la consolidación de lo que el autor de Cultura llama, en un tono muy similar al de Gumucio, un capitalismo “estetizado”.
El cuestionamiento de Eagleton a la influencia alcanzada por el concepto de cultura es potente a la hora de identificar sus implicancias. Sin embargo, parece menos convincente al explicar las causas de una hegemonía intelectual cuya efectiva radicalización no es arbitraria. El protagonismo de la cultura es relativamente nuevo, pues constituyó una preocupación poco dominante en las ciencias sociales del siglo XX. Fue recién en los años 70 que el llamado giro lingüístico comenzó a desplazar la mirada hacia el estudio del lenguaje y la cultura, problematizando el paradigma interpretativo que había marcado la lectura del desarrollo histórico moderno. La idea era pasar de la universalidad a la singularidad: los procesos históricos del “primer mundo”, así como las categorías que intentaban explicarlo, no ofrecían un modelo que los demás países reproducirían sucesiva e inevitablemente. Era necesario, entonces, articular un nuevo enfoque que permitiera dar cuenta de trayectorias diversas y complejas, sin reducirlas a versiones fracasadas de los recorridos seguidos por Europa y Estados Unidos. Con independencia de lo que haya ocurrido después en las distintas ramas derivadas de este giro (y que está en la raíz de los estudios culturales criticados por Eagleton), su demanda fue fundamental para evidenciar los límites de lo que algunos autores llamaron el modelo “racional-iluminista”, renovando y enriqueciendo de este modo la comprensión de las historias del “tercer mundo” a partir, justamente, de la reivindicación de la cultura.
La revisión del pensamiento de intelectuales que realiza Eagleton (desde Edmund Burke, pasando por Raymond Williams y Herder, para terminar en Óscar Wilde), da cuenta de su esfuerzo por mostrar figuras que, siendo de muy diverso signo político y con trayectorias divergentes, se ubicaron del lado de la cultura para problematizar los paradigmas establecidos de lo correcto y de lo moderno.
En su emblemático Crítica de la pirámide (1970), Octavio Paz se hizo parte de esta reivindicación, aludiendo a la insuficiencia explicativa de las ciencias sociales latinoamericanas: “Los economistas y los sociólogos ven las diferencias entre la sociedad tradicional y la moderna como una oposición entre desarrollo y subdesarrollo: las disparidades entre los dos Méxicos son de orden cuantitativo y el problema se reduce a determinar si la mitad desarrollada podrá o no absorber a la subdesarrollada detrás de esas cifras”. Al hablar de los dos Méxicos, el autor intentaba mostrar que detrás de esas cifras abstractas se escondía una realidad latente que no lograba ser evidenciada por las categorías disponibles, incapaces de salir de una distinción que solo establecía jerarquías. El problema se derivaba del hecho de que tanto las categorías utilizadas, como las cifras difundidas, respondían a criterios técnicos impuestos por el modelo al que se aspiraba: índices de pobreza, calidad de vida, desarrollo institucional, expansión de la educación y así, suma y sigue. Se trataba de una serie de indicadores para evaluar todo lo que nos faltaba, en lugar de una reflexión que identificara aquello que nuestra tradición e historia efectivamente tenían y encarnaban. Estudiar la cultura, el “verdadero pasado”, la realidad simbólica de la sociedad latinoamericana era para Paz –y buena parte de la tradición ensayista de la región– el camino para salvar esa insuficiencia en la comprensión de “actitudes” y “estructuras inconscientes” que, “lejos de ser supervivencias de un mundo extinto, son pervivencias constitutivas de nuestra cultura contemporánea”. La convocatoria es aquí, entonces, casi opuesta a la de Eagleton: más que devolver la cultura a su lugar, se trataba de que nosotros volviéramos a ella.
Lo curioso es que el ejercicio de recuperación se basa en las mismas razones que el británico esgrime en su revisión del concepto: la cultura parece revelar un horizonte para formular la crítica de los diversos e inconclusos procesos de modernización; una herramienta reflexiva “curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo”, como la definiera el mismo Paz.
¿Cómo hacer dialogar estas dos perspectivas, a primera vista contradictorias? ¿Logra la reflexión de Eagleton trascender las fronteras de la isla británica? ¿Ha quedado obsoleta la propuesta de autores como Paz, frente a una cultura que no solo se volvió hegemónica, sino que en ese camino habría perdido además su principal recurso? ¿Es, finalmente, la misma definición de cultura la que Eagleton quiere devolver a su lugar y Paz quiere resaltar?
Estas preguntas son importantes para entender la propuesta de los autores, pero también para identificar su aporte como argumentos para comprender nuestra propia realidad.
Fracasamos en encontrar el camino al desarrollo no tanto porque erramos en la aplicación de los mecanismos adecuados, sino porque no queremos mirar nuestra historia de frente.
Después de todo, ambos comparten una clave fundamental: ven en la cultura un ámbito privilegiado desde el cual articular su crítica a la modernidad; ella pareciera mostrarse como un horizonte autónomo de referencias donde se evidencian los puntos ciegos, fracasos, límites e ilusiones de un proyecto que tiende a olvidar que, a pesar de sus enormes avances, no encarna el progreso definitivo, ni menos un modelo de desarrollo para todos. La revisión del pensamiento de intelectuales que realiza Eagleton (desde Edmund Burke, pasando por Raymond Williams y Herder, para terminar en Óscar Wilde), da cuenta de su esfuerzo por mostrar figuras que, siendo de muy diverso signo político y con trayectorias divergentes, se ubicaron del lado de la cultura para problematizar los paradigmas establecidos de lo correcto y de lo moderno. Paz, por su parte, se esfuerza por reconstruir la historia oculta de México, aquella que no se revela en números ni estadísticas, sino que permanece en los símbolos y estratos inconscientes de una comunidad que solo ahí podrá acceder al significado –siempre parcial y fragmentario– de su historia. Al recuperar esa trama, el mexicano de alguna manera busca invertir la lógica explicativa del análisis técnico predominante en la ciencia social latinoamericana. Fracasamos en encontrar el camino al desarrollo no tanto porque erramos en la aplicación de los mecanismos adecuados, sino porque no queremos mirar nuestra historia de frente. Ella guarda una valoración particular y diferente de la realidad que, si constatáramos, nos veríamos obligados a problematizar el recorrido que necesariamente sigue la modernidad en cada rincón del mundo.
Ahora bien, esta afirmación compartida entre Eagleton y Paz difiere a la hora de especificar la cultura que cada uno intenta reivindicar. Aunque el británico se esfuerza por formular una definición amplia del concepto, termina apuntando exclusivamente a aquella cultura que se desarrolla en el campo de la reflexión intelectual. Eso explica, por ejemplo, que los protagonistas de su texto sean figuras emblemáticas del mundo del arte, las letras y la política. Podría decirse entonces que eso que intenta devolver a su lugar no es tanto la cultura, como los estudios culturales que hoy lideran esa reflexión y que han ido dejando de lado los problemas centrales que enfrenta la humanidad. A juicio de Eagleton, el hambre, la guerra, los genocidios y los desastres ecológicos no tienen sus causas originarias en cuestiones culturales, por lo que es preciso trasladar la discusión, el análisis y la acción al plano que mejor dé cuenta de ellos. Para el británico, ese plano pareciera ser el de la política y el poder. En el caso de Paz –y de la tradición ensayista a la que pertenece–, la cultura se vincula con los actores históricos concretos y no interesa tanto disputar quién debe llevar la vanguardia del análisis social –o dónde debe residir–, como recordar a los protagonistas de esos mismos análisis. De este modo, la crítica de la modernidad tiene que formularse desde el lado de la cultura, pues en ella se pone de manifiesto no una teoría, sino una experiencia: las prácticas cotidianas de la gente común y corriente que evidencian todo lo que el proceso modernizador no alcanza a abarcar, transformar, ni comprender.
A juicio de Eagleton, el hambre, la guerra, los genocidios y los desastres ecológicos no tienen sus causas originarias en cuestiones culturales, por lo que es preciso trasladar la discusión, el análisis y la acción al plano que mejor dé cuenta de ellos. Para el británico, ese plano pareciera ser el de la política y el poder.
Esta comparación entre Eagleton y Paz tiene el objetivo de ayudar a precisar el cuestionamiento del primero al multiculturalismo que hoy dominaría en la academia británica (y cuyos destellos tocan de cuando en cuando la realidad local). Ocurre que, por más que el autor inglés se distancie y problematice la doctrina de los estudios culturales, permanece situado en el mismo paradigma interpretativo. El estatus que otorga a la reflexión intelectual y a su capacidad para interpelar al poder político terminan por circunscribir a la cultura al ámbito de la denuncia de la dominación. La cultura se vuelve así, por sobre todo, discurso e instrumento de la disputa y del conflicto político. La doctrina culturalista no está demasiado lejos de esta comprensión, solo que la ha radicalizado. Esta tiranía de la cultura no se traduce en una preocupación por comprender las trayectorias históricas particulares, sino en un relativismo al que le interesa desechar definitivamente cualquier asomo de tesis universalista. La cultura que se rescata termina siendo instrumental a la denuncia, sin que exista algo relevante que afirmar en sí mismo.
La aproximación de Paz, en cambio, sitúa a la cultura en un ámbito más amplio que el de la exclusiva contestación (que no es otro que el espacio del poder). Esto, porque entiende a la cultura como algo anterior a su formulación discursiva o reflexiva. Se trata de una noción que remite al campo de la experiencia de primer orden que, siendo particular, es también universal a la condición humana: el ser persona. La cultura es, así, un espacio donde la referencia central no es un modelo o un sistema (tampoco un argumento), sino un punto de vista –un protagonista– a partir del cual se observa toda la realidad. Así comprendida, ella constituye por cierto una instancia de interpelación al poder, pero no se limita a ello. Es también el espacio de la participación, del encuentro, de la pertenencia, del reconocimiento; prueba de que la vida no se reduce a la experiencia de la dominación sino también a la de la donación y la gratuidad. Y en ninguna de estas dimensiones deja de ser la cultura ocasión de crítica de la modernidad: su articulación no tiene tanto que ver con un discurso como con la afirmación efectiva de un ámbito irreductible a cualquier ordenamiento social.
El contrapunto entre Eagleton y Paz muestra que el problema no es que hoy día estemos demasiado invadidos por la cultura, sino que se ha instalado una definición restringida (¿quizás elitista?) de la misma. Para que la cultura recupere su potencial crítico, más que devolverla a su lugar o afirmar sus límites, hay que liberarla de una definición dependiente del poder, de manera que se reconozcan los diversos actores y plataformas desde la cual ella se articula y revela (y que ni el multiculturalismo ni Eagleton logran posicionar). No solo el discurso erudito es capaz de oponer alternativas y problematizar el decurso del progreso: también pueden hacerlo el obrero, el campesino, la mujer pobre que sostiene una familia, los fieles que asisten a una procesión en pleno siglo XXI o que llenan el Santuario de Guadalupe cada día del año. Su trayectoria vital y su experiencia desafían a la modernidad y la enfrentan a un horizonte alternativo de referencias donde se manifiestan no solo sus tensiones y límites, sino también –y sobre todo– sus posibilidades. A esa cultura, al menos, no hay que temerle. Y volver sobre ella puede puede ser una garantía fundamental para que los modelos y programas no se agoten en sus propias categorías, pudiendo siempre volver a la realidad y a los protagonistas que, en principio, orientan sus más nobles aspiraciones.
Este martes al atardecer, frente a un auditorio absolutamente repleto, se realizó en la Biblioteca de la Universidad Diego Portales el lanzamiento de Nicanor Parra, rey y mendigo, el nuevo libro de Rafael Gumucio, en el que el autor de Memorias prematuras repasa la vida del antipoeta, usando como eje la relación de amistad que tuvo con el escritor.
Carlos Peña, Adriana Valdés y Raúl Zurita, acompañados por el propio Gumucio, fueron los encargados de presentar la obra. “Al revés de lo que suelen ser las biografías, que disfrazan sus incertidumbres con abundantes fuentes, este libro echa mano al recuerdo de los encuentros con Nicanor Parra, para desde ellos, y a partir de algún detalle que asoma por aquí y por allá, retroceder a los días felices, a Río Cautín, Lautaro, Villa Alegre, al año 1927”, comenzó diciendo Carlos Peña. “No se trata pues en este libro solo de Nicanor Parra y de su trayectoria vital de dimensiones casi bíblicas, sino que se trata de Nicanor Parra visto al trasluz de una amistad con Rafael Gumucio”, agregó.
Esa amistad inspiradora del relato tiene para Peña una naturaleza muy particular: “Rafael Gumucio aparece en estas páginas intrigado por la figura de Nicanor Parra e interpelado por ella, como si creyera que Parra oculta el secreto de la escritura y de la vocación de escribir, ese secreto que si lo atrapara, cree Gumucio, le permitiría no comprender a Parra sino más bien comprenderse a sí mismo”.
Las intervenciones de los tres presentadores coincidieron en tratar las complejidades que encierra el género biográfico, abriendo un diálogo que no solo giró en torno a la figura de Nicanor Parra y la poesía, sino también alrededor de los avatares en los que se sume el escritor que intenta dar cuenta de una vida.
Las intervenciones de los tres presentadores coincidieron en tratar las complejidades que encierra el género biográfico, abriendo un diálogo que no solo giró en torno a la figura de Nicanor Parra y la poesía, sino también alrededor de los avatares en los que se sume el escritor que intenta dar cuenta de una vida. “No es posible abrazar la realidad real” mediante la biografía y la memoria, opinó el rector de la Universidad Diego Portales. “Ambas son escrituras de ficción, escrituras que se despliegan al compás de la imaginación”.
Raúl Zurita, para quien este libro es “el más ambicioso y universal” de Gumucio hasta la fecha, desarrolló una idea similar, diciendo que “aunque, como ‘Funes el memorioso’, registrásemos instante por instante todos los acontecimientos de una vida, incluyendo sus visiones, sus despropósitos, cada uno de sus sueños y pesadillas, una de las condiciones más duras que deben enfrentar quienes escriben es la constatación de una vía central que no está en la vida ni en las palabras sino en el infranqueable intersticio que separa a las palabras de la vida”. El autor de Anteparaíso, de hecho, centró su reflexión en este punto: la distancia que hay entre la vida y las palabras que intentan representarla. “Por eso no hay nada más lejano, ontológica, física y materialmente de una vida, que el relato de esa vida”, apuntó.
Por su parte, Gumucio coincidió con las apreciaciones de los presentadores, incluso él mismo en el libro evidencia este carácter artificioso de su retrato. “También siento que la biografía es imposible e improbable”, dijo, “y es verdad que esto no es una biografía: yo siempre lo pensé como una novela, también como un reportaje, una mezcla de las dos cosas, y también como un ejercicio de memoria”.
Adriana Valdés destacó los capítulos que el escritor dedica a la relación entre Nicanor y Violeta. “Yo creo que acierta en los capítulos en los que la biografía de Nicanor se sobrepone y se junta con la de su hermana Violeta”, expresó. “Rafael dice que no hay Nicanor sin Violeta, como tampoco Violeta sin Nicanor”.
También alabó la capacidad del autor para representar fidedignamente la experiencia que era enfrentarse a una figura portentosa como la de Parra. “Parra fue un genio por su capacidad permanente de descolocar”, dijo la ensayista. “A mí me conquistaron las primeras páginas de la biografía porque Rafa Gumucio capta perfectamente esa sensación de falta de piso que generaban las conversaciones con él. Era un interlocutor que cambiaba permanentemente el lugar desde el cual estaba hablando, que afirmaba algo no porque lo creyera sino porque quería ver cómo reaccionaba el otro, para luego hacer otro salto y reírse desde otro lugar distinto, dejando al interlocutor, en forma suave o no tan suave, sumido en algún tipo de ridículo”.
Durante la última parte de la presentación, Gumucio también se refirió a estos encuentros. ”Ir donde Nicanor fue siempre un ejercicio de humildad tremendo: era agacharse frente a su ego, frente a su genio. A veces a uno se le ocurrían chistes más divertidos que los de él, pero los suyos venían con el contexto de la leyenda”. A su vez, dedicó algunas palabras a lo que hubiese pensado Nicanor de su obra: “Es el tipo de libro que él hubiese detestado. Nicanor no creía en la prosa, no creía en la Historia, no creía en la continuidad y, sin embargo, creo que era algo que deseaba. Seguramente su corazón inglés hubiese estado muy contento con este libro, perteneciente a ese género tan británico que es la biografía”.
Nicanor Parra, rey y mendigo, Rafael Gumucio, Ediciones UDP, 2018, 492 páginas, $17.000.
En siete partes muy bien hilvanadas, fluidas, La poesíaterminó conmigo construye además un gran fresco del campo cultural chilenos de fines de los 70 y comienzos de los 80, de manera que el lector pueda comprender esa mezcla de contracultura y erudición que fue Rodrigo Lira.
por lorena amaro
La biografía es un género que se cultiva con escafandra: puede demandar años de archivo, entrevistas y escritura. En La poesíaterminó conmigo, Roberto Careaga ofrece un espléndido ejemplo de dedicación y profunda generosidad biográfica; el suyo es un libro notable y es una de las pocas biografías literarias de las que disponemos en Chile, en que pocos héroes culturales han sido retratados y menos aún con la minuciosidad y el cuidado que él ha puesto en siete años de trabajo.
La historia de Lira trasciende el ámbito literario para impactar en nuestro imaginario colectivo. Un joven poeta con aspiraciones vanguardistas, asediado por una enfermedad psiquiátrica y también por las tentativas fracasadas, decide suicidarse cuando el país se encuentra bajo una larga dictadura. Ha golpeado las puertas de las vacas sagradas de la poesía, ha hecho una fugaz y extraña aparición en un concurso de talentos de televisión, se ha convertido en una figura conocida de los patios del Pedagógico. Hasta ahí llega el relato esquemático que conoce la mayoría, y que Careaga quiebra para introducir las incertidumbres, las muchas posibles lecturas que merece toda vida. En su texto asoman diversas caras del poeta, algunas terribles, otras incluso joviales; Careaga narra haciéndose casi invisible, aunque también se arriesga a imaginar sueños y momentos muy íntimos de la vida de su protagonista.
En su texto asoman diversas caras del poeta, algunas terribles, otras incluso joviales; Careaga narra haciéndose casi invisible, aunque también se arriesga a imaginar sueños y momentos muy íntimos de la vida de su protagonista.
En siete partes muy bien hilvanadas, fluidas, construye además un gran fresco del campo cultural chileno de fines de los 70 y comienzos de los 80, de manera que el lector pueda comprender esa mezcla de contracultura y erudición que fue Rodrigo Lira.
Careaga describe a Lira y sus amigos como “jóvenes de izquierda” que “no lo andaban gritando” y Chile era “un pésimo lugar para tener 20 años”.
Es este mismo lenguaje sencillo pero expresivo el que emplea para acercarse a la obra del autor: “Quiere decirlo todo y se pierde en las ramas, atorado de retórica”, explica. Y más adelante: “Puede que sea la fundación de un pilar que sostiene su obra: el cotilleo literario. Fue más sofisticado, pero siempre ocupó sus poemas para mapear la escena literaria, reírse de ella, parodiarla. Usó su poesía para apoyar sobre ella un rifle y disparar contra las vacas sagradas”.
Careaga logra algo muy poco frecuente y distintivo de una buena biografía: que el lector sienta la intimidad de una vida ajena, una sensación que el biógrafo inglés Michael Holroyd describe como una potente “intimidad entre extraños”. Procurando entender a su personaje, nos muestra la inclinación de Lira por la vida militar, las mujeres con las que se relacionó, sus tentativas universitarias, la relación quebrada con su familia y, también, una de las pocas certidumbres del texto, el lamentable diagnóstico de esquizofrenia del psiquiatra Arístides Rojas Ladrón de Guevara, quien le diera electroshock. Consultado por Careaga, el médico explica que “Rodrigo Lira era lunático y en las noches de plenilunio se volvía loco, más loco que de costumbre”. No es necesario que el biógrafo agregue nada: deja al lector que juzgue hasta qué punto Lira no recibió la ayuda que necesitaba.
Hijo descarriado que tienta el sinsentido, Lira ocupa hoy un lugar impensado en la historia literaria chilena y este libro contribuye a releer su poesía. Escribe Careaga: “Rodrigo fue protagonista. Pero ese no era su papel en la literatura chilena. En ninguna parte, en realidad. Él era el secundario peligroso. El outsider que disparaba desde los márgenes. Si llegaba al escenario era para arruinar la fiesta”.
Esta biografía permite presenciar esa escena incómoda, el desborde de un poeta en “el límite del lenguaje”, que parodiando a Parra y Lihn dice: “Porque escribo estoy así. Por/ Qué escribí porque escribí ‘es/ Toy vivo, la poesía/ Terminóo con-/ migo”.
La poesía terminó conmigo. Vida de Rodrigo Lira, Roberto Careaga, Ediciones UDP, 2017, 303 páginas, $16.000.
Pedro de Valdivia tiene el mérito de haber escogido el emplazamiento de la capital. Vicuña Mackenna, por su parte, impulsó importantes obras destinadas a embellecerla. Pero, más allá del aporte de ambos, la ciudad que estos imaginaron poco tiene que ver con la metrópolis actual. En ese contexto, los nombres de Juan Honold y Juan Parrochia toman fuerza como los verdaderos articuladores del Santiago contemporáneo: mientras el primero desarrolló el plan intercomunal, el segundo fue quien diseño los planos del Metro.
por iván poduje
¿Quién es el padre de Santiago? Cada vez que surge esta pregunta saltan varios nombres al ruedo. Algunos citan a Pedro de Valdivia, por haber escogido el emplazamiento de la capital, pero entonces ni siquiera existía ciudad y el conquistador murió sin tener la menor idea de lo que ahí ocurriría.
Más consenso existe respecto al rol de Benjamín Vicuña Mackenna, que en sus cuatro años como intendente (1872-1875) inició grandes obras destinadas a embellecer Santiago y a resolver asuntos de higiene, conectividad y vivienda pública. De ahí provienen el parque del cerro Santa Lucía, la canalización del río Mapocho, los primeros esbozos del Parque Forestal y su Camino de Cintura diseñado para conectar barrios y separar la ciudad formal de los arrabales, que él asociaba a los peores vicios.
Sin embargo, la ciudad que modeló Vicuña Mackenna poco tiene que ver con la metrópolis actual, y más con el centro histórico o la comuna de Santiago. Por ello, algunos expertos sostienen que el verdadero padre de Santiago es el ingeniero vienés Karl Brunner, contratado por el gobierno de Chile en los años 30 para diseñar un plan de “ensanche” o crecimiento planificado. Brunner fue el primero que pensó una ciudad intercomunal, conectada mediante un complejo sistema de avenidas diagonales que nunca concretó, salvo por la Diagonal Paraguay, y con regulaciones que sí logró materializar y a las que debemos la uniforme altura de nueve pisos del centro, además del extraordinario Barrio Cívico, que encajona La Moneda y remata en el parque Almagro con el paseo Bulnes.
Cuando trabajé con Honold en la Intendencia no podía nombrar a Parrochia. Se desencajaba y lo acusaba de apropiarse del PRIS y sus ideas, y de iniciar obras sin estudios de factibilidad, como el caso del Metro o la autopista Kennedy, construida en medio de chacras.
Con todo, el plan de Brunner se vio sobrepasado por el explosivo crecimiento urbano que ocurre entre 1930 y 1952, cuando Santiago duplicó su población debido a las migraciones generadas por la gran depresión y la crisis del salitre. Con sus límites superados, y un cordón de pobreza rodeando la ciudad, la cuestión social se toma la agenda y surge la figura del arquitecto Juan Honold, quien en 1958 desarrolla como proyecto de título un plan para integrar esta periferia con infraestructura y servicios.
Honold se va al Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) para concretar su proyecto, lo que da lugar al Plan Intercomunal de Santiago de 1960 (PRIS), de donde surgen los famosos cordones industriales, 10 parques metropolitanos, el anillo Américo Vespucio, las costaneras del Mapocho y 15 subcentros para atender la periferia en cruces de Vespucio con Kennedy (Parque Arauco), Vicuña Mackenna (Plaza Vespucio), Gran Avenida (hoy Intermodal La Cisterna) o Ruta 68 (hoy ENEA).
En el MOPT, Honold conoce a Juan Parrochia, un arquitecto que se suma al equipo y termina firmando los planos oficiales del PRIS. Parrochia era otro talento inquieto: en 1969, con 39 años, diseña el primer plan de metro y ferrocarriles. Cinco años después suma a esta red un sistema de autopistas y avenidas, tomando los trazados del PRIS y otros como la Autopista del Sol, Tobalaba, el anillo orbital y la Norte Sur.
Parrochia se dedica en cuerpo y alma a concretar su plan, y queda a cargo del proyecto del Metro. La historia cuenta que da inicio a las obras de la Línea 1 sin permiso ni presupuesto, para asegurarse de que no se seguiría postergando, lo que me confirmó en una conversación que tuvimos hace 15 años, donde se quejó que Honold le había robado sus ideas. La rivalidad entre ambos era conocida. Cuando trabajé con Honold en la Intendencia no podía nombrar a Parrochia. Se desencajaba y lo acusaba de apropiarse del PRIS y sus ideas, y de iniciar obras sin estudios de factibilidad, como el caso del Metro o la autopista Kennedy, construida en medio de chacras.
Si superponemos los planes de Honold y Parrochia, la similitud con el Santiago contemporáneo es sorprendente tanto en sus grandes ejes de transporte, como en sus principales parques, líneas de Metro o subcentros. Y a diferencia de Vicuña Mackenna o Brunner, el tamaño de ciudad que ellos imaginaron es similar al que existe hoy. Pese a su rivalidad, o quizás por ella, Honold y Parrochia son los padres del Santiago moderno. A ellos les debemos la grandeza de esta ciudad, que contrario a lo que muchos piensan fue cuidadosamente planificada en sus trazos generales hace más de 50 años, gracias al talento y empuje de estos dos enemigos íntimos.
Imagen de portada: Alameda con San Francisco en 1935 (Enrique Mora, Cenfoto).
No es raro escuchar que el Chile anterior a la dictadura está sobrevalorado, pues su épica republicana solo habría implicado a una pequeña clase media ilustrada. En su ensayo El liceo. Relato, memoria, política, la flamante ganadora del Premio Nacional de Historia ilumina el punto ciego de esa crítica: aquella épica, si bien minoritaria, sostuvo durante al menos tres décadas uno de los proyectos de integración social más consistentes que puede mostrar nuestro país. Y fue en el liceo, más que en la universidad, donde pertenecer a esa nueva sociedad se transformó en una experiencia vital, en un ejercicio de imaginación colectiva.
por daniel hopenhayn
Al menos en dos sentidos Sol Serrano se priva de convertir su libro en un fenómeno editorial: aborda la historia desde una escritura desapasionada, sin más armas de seducción que la precisión conceptual, y se ocupa de un relato oficial (“el aura heroica que rodeó la figura del liceo chileno durante el siglo XX”), para concluir que nadie nos ha estado engañando: el mito, dice, “finalmente, tenía mucho de verdad”.
Era verdad que el liceo fue el espacio donde la república de Chile, para cientos de miles de chilenos, dejó de ser un concepto abstracto y tomó la forma de una “comunidad imaginada” de la que podían sentirse parte y, más aún, protagonistas. De esa experiencia subjetiva, y no de las estadísticas que haya arrojado el liceo como política pública, trata el libro de Serrano, cuya investigación se centró en desempolvar –literalmente– los archivos de liceos de distintas regiones del país: planes de estudio, discursos de aniversario, pruebas de historia, controles de lectura. Allí encontró las evidencias de un imaginario de nación que, dotando al presente de conciencia histórica y de proyección hacia el futuro, le permitió a la sociedad chilena hacer pie en la modernidad cuando sus indicadores de desarrollo recién despegaban del piso.
El liceo fue clave, además, para activar la incorporación al espacio público de las mujeres, que en 1950 ya superaban a los hombres en la matrícula.
Nos referimos, desde luego, a la visión de comunidad que promovió la clase media del siglo XX, una vez que tomó en sus manos la Cuestión Social y se propuso, en palabras de Serrano, “incorporar con mística y orden a la totalidad de los sectores al desarrollo económico y a la democracia”. Ese relato político, que terminó de cuajar entre la Constitución del 25 y la llegada al poder del Frente Popular, concibió también un nuevo modelo de nacionalismo, la pertenencia a una “chilenidad” que ofrecía dignidad a cambio de compromiso, progreso a cambio de orden.
De todo ello el liceo –como espacio académico, pero más todavía, de sociabilidad– fue el caldo de cultivo. Son sus jóvenes egresados de clase media quienes, a comienzos del siglo XX, instalan la preocupación por la cultura local y popular, influidos por el naturalismo en la literatura o por la escuela romántica en los estudios del folclor. De inmediato el liceo acusa recibo y su universalismo decimonónico empieza a dejar espacio para la mirada hacia lo propio. Más temprano que tarde, sus planes de lectura contemplarán textos en los que hablan “los obreros del carbón, las prostitutas y los hijos de ladrones”.
La hegemonía de una tradición socialdemócrata y liberal, como explica Serrano, le permitió a este nuevo actor social hacer suya toda la historia de Chile, releída desde un enfoque inequívoco: de nuestro lado, las luces de la razón moderna; contra nosotros, el oscurantismo de la vieja tradición. Así, por ejemplo, se reivindicaba la Constitución liberal de 1828, mientras los decenios conservadores eran objeto de antipatía o desdén. A partir de esa conciencia histórica, que predominaba en el cuerpo docente, fue que el liceo produjo la suya propia. En 1948, por citar un ejemplo entre muchos, el presidente del centro de alumnos del Liceo Barros Borgoño convocaba a sus compañeros a “completar la obra de la emancipación política que nos legaron los próceres de la Independencia, incorporando al patrimonio cívico de la República los beneficios incalculables derivados de la emancipación de los espíritus”.
Patricio Aylwin y Ricardo Lagos, a quienes considera hijos del liceo mucho antes que de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, serán para la autora los últimos representantes de esa tradición.
Ciertamente, fue una élite de sectores medios y altos la que se educó en el liceo. La cobertura de la educación secundaria, que en 1932 llegaba al 14% de la cohorte de edad, en 1960 recién había alcanzado el 36%. No es verdad que la educación pública construya igualdad social por defecto, constata Serrano. En definitiva, la revolución del liceo fue engendrar una nueva élite, más amplia y diversa, cuyo “ethos republicano y meritocrático” desafió el modelo de comunidad heredado de la hacienda y de Portales, para oponer otro que apostaba a socializar –desde el Estado– la cultura letrada, la democracia política y, con ellas, el progreso económico.
El liceo fue clave, además, para activar la incorporación al espacio público de las mujeres, que en 1950 ya superaban a los hombres en la matrícula. De ahí que Pedro Aguirre Cerda y Gabriela Mistral –quienes, como se sabe, fueron buenos amigos– sean para Serrano las dos encarnaciones de este “relato fundante”.
El éxito de ese proyecto, sin embargo, incubó también su crisis. Ya en los años 50 empezaba a ser evidente que las expectativas y la realidad no progresaban al mismo ritmo, y que la solución a ese problema no era materia de consenso. Aquella mezcla virtuosa de liberalismo y socialdemocracia fue perdiendo consistencia: unos estaban cada vez más temerosos de la izquierda popular; otros, cada vez más dudosos de las bondades del reformismo.
El encanto del liceo no tardó en verse trizado. La matrícula no daba abasto para acoger a los nuevos grupos que presionaban por ingresar. Un alto porcentaje de los egresados reprobaba el Bachillerato (vía de acceso a la universidad) y el énfasis humanista de la formación cayó en tela de juicio, pues parecía desatender la realidad económica del país. Los directores de liceos se quejaban de la inaudita desproporción entre las metas que la sociedad les demandaba y los medios que tenían para cumplirlas. Mientras tanto, el protagonismo de los liceanos en el creciente movimiento social (ya habían formado federaciones con gran poder de convocatoria) y las afiliaciones partidarias de sus dirigentes (que se movían entre el centro y la izquierda) alimentaban el clamor contra la politización excesiva de los estudiantes, el proselitismo de los profesores y la decadencia académica que resultaba de las clases perdidas y la indisciplina galopante.
Resulta inevitable preguntarse si ese liceo republicano, tal como el proyecto de sociedad que lo inspiró, nacieron condenados a esa crisis; es decir, si sus ideales de igualdad social y de unidad nacional entrarían tarde o temprano en colisión.
Serrano deja esta historia en 1963, cuando la dinámica recién descrita entra en la etapa de ebullición cuyo desenlace final conocemos. Patricio Aylwin y Ricardo Lagos, a quienes considera hijos del liceo mucho antes que de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, serán para la autora los últimos representantes de esa tradición, en cuyo nombre lideran la recuperación de la democracia pero ya sin poder recuperar lo demás. “Ambos representan esa conciencia histórica forjada en el liceo y con ellos concluye su vigencia”, reafirma.
Resulta inevitable preguntarse si ese liceo republicano, tal como el proyecto de sociedad que lo inspiró, nacieron condenados a esa crisis; es decir, si sus ideales de igualdad social y de unidad nacional entrarían tarde o temprano en colisión. La pregunta concierne, pues no cuesta encontrar paralelos entre el Chile de los años 50 y el actual: un país que carga sobre la educación pública una promesa de inclusión que ha caído en falta y que se debate indeciso entre la crítica radical a ese rezago y la valoración de lo avanzado. Con la diferencia, eso sí, de que hoy la educación pública también debe responder por la épica individualista que dejó el Chile posterior, el mismo que barrió con su prestigio y su relato. ¿Cabe, entre esas dicotomías, una visión de sociedad que le dé a la educación pública un espejo en el cual reflejarse, que le permita volver a ser el símbolo de un proyecto y no el de una deuda?
Como buena historiadora, Serrano retrotrae la pregunta más atrás. Su sospecha es que mal podrá surgir una idea de comunidad desde una política sin conciencia histórica, absorbida por un presente que cerró el círculo en torno a sí mismo y se tragó la línea del tiempo. Seguimos recurriendo al pasado, sí, pero en procura de memorias que refuerzan identidades particulares más que en función de una historia común “de la cual somos responsables en tanto es nuestra”. Tanto es así –observa la autora– que el sentido de pertenencia a un pasado común, despojado por la globalización de coordenadas geográficas, parece haber migrado desde los relatos de la política a los de la biología evolutiva. Y para imaginar un mundo con conciencia prehistórica, pero no histórica, afortunadamente es demasiado pronto.
El liceo. Relato, memoria, política, Sol Serrano, Taurus, 2018, 109 páginas, $10.000.
Mario Conde acaba de cumplir 60 años y siente la edad en el cuerpo: le duelen las rodillas, la columna y los hombros. Se lamenta también por su hígado graso y un pene que está “cada vez más perezoso”. Pero la obscena llegada de la vejez lo ha deshecho además espiritualmente: siente que sus proyectos y sueños se han esfumado. Y en su reemplazo, se ha instalado una certeza: “La cercanía numérica y fisiológica de la muerte”.
A estas perplejidades se enfrenta el detective en La transparencia del tiempo, octava novela de esta serie policial. Ahora Mario Conde se reencontrará con su pasado más remoto, cuando Bobby, un viejo compañero de instituto, lo contacta para contratar sus servicios. El viejo amigo, que reaparece ahora asumiendo una homosexualidad que Conde ya sospechaba desde sus años de escolar, necesita que el investigador recupere las cosas que le robó su novio mientras andaba de viaje; en especial necesita encontrar una vieja escultura de una virgen negra. De este modo, el inspector se introducirá en el hermético mundo del intercambio de arte y antigüedades, y sus pesquisas lo llevarán a descubrir la historia de esta virgen, que prontamente se revela como algo más que una simple escultura.
“Sé que en el futuro lo que nos espera a los de mi edad tiene mucho que ver con la decadencia, con el desencanto y con la incapacidad de reciclarnos para vivir en un mundo que necesariamente va a ser diferente y más competitivo”.
La Habana también tiene una presencia importante en los recorridos del protagonista. De hecho, la historia sirve a Padura para pintar un retrato descarnado de la ciudad, sumergiéndose en los barrios menos amables, en los que la miseria bordea lo infrahumano, mostrando a su vez una sociedad sumida en la banalización, reggaetón incluido. “Esta involución”, dice Padura, “a veces provoca que un personaje como Mario Conde le ocurra lo mismo que me ocurre a mí, que de pronto mira su entorno y no lo reconoce. Yo me siento un extranjero en mi propia ciudad”.
El autor de El hombre que amaba a los perros ha cultivado el género policial porque le permite construir estas narraciones con distintos planos. “Es un tipo de literatura muy generoso”, opina, “porque puedes, con determinados elementos, escribir una novela con un fuerte contenido social, filosófico, histórico y cultural, también puedes trabajar el lenguaje, los personajes, no tienes que simplemente que escribir una historia donde hay un misterio que develar”.
En La transparencia del tiempo Padura exhibe nuevamente su notable oficio narrativo, perfilando a los personajes con un excepcional sentido del detalle y desarrollando múltiples marcos temporales. El eje es Cuba en 2014, pero la investigación misma de Conde se intercala con episodios de la Guerra Civil Española o incluso el medioevo. “Yo siempre digo que no soy el escritor cubano más talentoso de mi generación, pero sí estoy convencido de que soy el más trabajador. Y eso que tú ves, es el resultado del trabajo”, asegura.
¿Hay alguna historia real, un episodio o una idea, incluso una obsesión, que esté en el origen de esta novela?
El robo es un hecho real. Pero esa historia era mucho más tremebunda. Aquí yo necesitaba sobre todo que desapareciera un objeto capaz de permitir el desarrollo de una investigación, y que tuviera todo un valor simbólico, para que hubiera distintas posibilidades en su búsqueda. Lo curioso de esto es que cuántas historias uno escucha y dice “chico, pero qué cuento más dramático”, y de esas historias cuántas se convierten en una novela, pues muy pocas. Y cuál es el misterio de que unas puedan convertirse en novela y otras no, no lo puedo explicar, es algo para mí absolutamente misterioso de dónde sale la idea para escribir una novela.
“Siempre los escritores policíacos por excelencia eran norteamericanos, ingleses y franceses y en estos momentos hay muchos escritores italianos, griegos, nórdicos, latinoamericanos que cultivan esta novela, y que la cultivan con mucha dignidad”.
Mario Conde ha llegado a un punto de su vida en que ya no se hace demasiadas ilusiones. Usted, que tiene la misma edad del protagonista, ¿está cruzando por un proceso similar?
En el libro hay un fuerte sentimiento de desencanto, porque mi generación fue una generación que tuvo sus años de futuro, un futuro que no era espectacular pero que era posible, y en los años 90 esas expectativas prácticamente se desvanecieron. En mi caso particular, he tenido la fortuna de poder llegar a tener en reconocimiento, en trabajo, en satisfacciones mucho más de lo que pude imaginar en mi juventud, pero el común de mi generación no. Y sé que en el futuro lo que nos espera a los de mi edad tiene mucho que ver con la decadencia, con el desencanto y con la incapacidad de reciclarnos para vivir en un mundo que necesariamente va a ser diferente y más competitivo.
¿De dónde sacas la fuerza para escribir estas tramas tan complejas y llenas de detalles?
Este libro pudo haber sido perfectamente una novela policial de 250 páginas, que hubiera escrito en un año, pero no hubiera significado el reto que fue. Creo que estoy, como el mismo Mario Conde, lamentándome por tener 60 años. Pero también sé que estoy en mi década decisiva como escritor y que cada proyecto tiene que ser un reto. Después de los 70 eres intelectualmente viejo y eso se ha demostrado muchísimo en la literatura: hay escritores –y en el caso latinoamericano lo estamos viendo– que escriben libros que uno dice “para qué lo hizo, no necesitaba escribirlo”, y yo no quiero que me pase eso. Por esa razón La transparencia del tiempo es una novela policíaca que es mucho más que una novela policíaca, es una novela histórica que es mucho más que una novela histórica y tiene elementos de novela filosófica, igual que Herejes. Ahora estoy escribiendo una novela en la que manejo 10 personajes, con ocho o nueve locaciones diferentes, porque creo que puedo hacerlo y que el esfuerzo vale la pena. No puedo conformarme con escribir una novela policíaca que ya me sé y que ya he escrito. Tengo que escribir algo diferente.
¿Y cómo ve el estado del policial a nivel global?
La novela negra en lo últimos 30 años consiguió dar el salto de una novela que tenía algunos excelentes cultores y muchos escribidores a ser una novela que se instaló en el mainstream de la cultura; lo interesante de todo esto es que el proceso de crecimiento de este género ha tenido un aporte muy importante de culturas que estaban en la periferia. Siempre los escritores policíacos por excelencia eran norteamericanos, ingleses y franceses y en estos momentos hay muchos escritores italianos, griegos, nórdicos, latinoamericanos que cultivan esta novela, y que la cultivan con mucha dignidad. En el caso de la lengua española, creo que Manuel Vázquez Montalbán y su serie Carvalho es una de las mejores crónicas de lo que significó la transición en España. Yo pretendo de alguna manera que Mario Conde sea una crónica de la vida cubana de estos años. A lo mejor no lo logro como lo logró Vázquez Montalbán, pero es mi ambición. Y todo eso se debe a que hemos ganado en libertad y hemos perdido prejuicios. Por parte de los lectores, siempre hemos tenido el favor, pero ahora además hemos logrado el favor de la academia, de los círculos de respeto.
“Yo pretendo de alguna manera que Mario Conde sea una crónica de la vida cubana de estos años. A lo mejor no lo logro como lo logró Vázquez Montalbán, pero es mi ambición”.
Volviendo al libro: los pies tienen una presencia importante a lo largo de la historia; al parecer los personajes ven en ellos el reflejo de los caminos que les ha tocado transitar. ¿Podría referirse al momento en que Mario Conde regala sus zapatos a un vagabundo que lleva bolsas en los pies? ¿Qué podemos ver allí?
Ese personaje es real, es una persona con alguna afección mental que anda por mi barrio y que he visto caminando descalzo o con bolsas en los pies. En una ocasión yo le regalé unos zapatos y la próxima vez que lo vi, lo vi otra vez sin zapatos. En el caso de Conde, este personaje se convierte en un posible espejo de lo que pudiera ocurrirle a él en un momento determinado, que es ese abandono total. Este es un personaje que al final uno no está muy seguro de si es real o si es una ensoñación. A mí me gusta mucho esta ambigüedad. Pero este hombre significa sobre todo eso: el desvalimiento al que puede llegar un individuo que lo ha perdido todo, porque yo creo que los pies aquí significan el camino, pero los pies descalzos significan la pérdida última de la dignidad y cuando pierdes la dignidad, ya lo has perdido todo.
Conde sufre por la decadencia material de su país y también por la excesiva vulgaridad que ve en las calles. La escena del taxi, donde el personaje observa cómo un grupo de personas canta a coro un reggaetón, es un buen ejemplo. ¿Le parece a usted que la sociedad cubana se ha empobrecido espiritualmente?
Hay de todo y hay empobrecimiento, sin duda. Yo creo que es el reflejo de un fenómeno universal, no solamente es un fenómeno cubano. Creo que a nivel universal, la densidad cultural y espiritual que existió en otras épocas se ha esfumado. Hace 50 o 60 años la mitad de la población mundial era analfabeta, hoy quedará en el mundo quizás un 10 por ciento, pero ese 50 por ciento de la población que era capaz de leer y escribir hace 60 años casi todos leían de vez en cuando algún libro. En el mundo hispanoamericano, por ejemplo, era muy raro encontrar a una persona que no se supiera un poema. Es decir, que la literatura tenía un espacio en la vida de las personas y eso se ha ido perdiendo. En el caso cubano, la crisis que se vive a partir de los años 90 y que dura hasta hoy, ha hecho que la gente se adapte a encontrar las soluciones más fáciles e inmediatas para su vida, reduciendo el espacio para la cultura. El fenómeno del reggaetón no es una causa sino que una consecuencia de esa pérdida de densidad en un país como Cuba, que puede ufanarse de tener una de las músicas que más ha influido en el mundo.
“El fenómeno del reggaetón no es una causa sino que una consecuencia de esa pérdida de densidad en un país como Cuba, que puede ufanarse de tener una de las músicas que más ha influido en el mundo”.
¿Y piensa que esto pueda revertirse?
Soy pesimista. Creo que la cultura del espectáculo, como la llama Vargas Llosa, se está imponiendo. Los grandes poderes fácticos prefieren al ciudadano estúpido que al interrogativo. Estamos viviendo un nuevo tipo de dictadura, que no es de carácter político sino de carácter económico y social, en la que el consumo marca la vida de las personas y en el que además se ha perdido una categorización de los valores que existían; el mismo hecho de pérdida de prestigio y de valor del periodismo a nivel universal con lo que ha significado el crecimiento de las redes sociales, donde existe esa anarquía en la que cualquiera puede decir cualquier cosa, hace que uno mire con cierto escepticismo lo que pueda venir en el futuro.
En su libro vuelve a menudo sobre la idea de que es imposible sustraerse de la Historia, a las fuerzas políticas y económicas. ¿Ve algún margen de libertad para el individuo en ese escenario?
Yo creo que la Historia nos mueve a su antojo y es muy difícil escapar de las corrientes que nos dicta, que pueden ser corrientes suaves o corrientes traumáticas. De todas maneras, creo que el hecho de que el hombre intente ejercitar su libertad individual es una de las maneras que tiene de oponerse a esa marea. No es fácil, no lo podemos hacer siempre, los espacios son reducidos, pero no hay que perder la voluntad de practicar ese libre albedrío que como seres conscientes tenemos y que es un privilegio que no debemos desperdiciar.
¿Podría adelantar algo más del libro en el que trabaja?
Es una novela que tiene que ver con la diáspora de mi generación. Como te decía, estoy trabajando con 10 personajes en distintos escenarios. Tratará sobre la dispersión que se produce a partir de los años 90 y estoy tratando de construir historias muy fuertes, con entrelazamientos que comienzan en Cuba y que siguen fuera de Cuba, con personajes en los Estados Unidos, Puerto Rico, España y Argentina. Para ella estoy pensando tomar el título de una novela que Alejo Carpentier dijo que iba a escribir en los años 20 o 30 y que nunca realizó: El clan disperso.
La transparencia del tiempo, Leonardo Padura, Tusquets, 2018, 448 páginas, $19.900.
A 12 años de la publicación de estos ocho ensayos autobiográficos, a 10 de su traducción al español de Paul B. Preciado y a seis de la versión argentina de Marlene Bondil, cabe agradecer a las corrientes de la moda que hicieron imperativa su reedición. Era necesario facilitar el acceso a Teoría King Kong por dos razones. Primero, porque llevaba una década circulando en fotocopias y en formato digital, sin salir de guetos académicos o de reflexión feminista. Segundo, porque estos ensayos de Virginie Despentes (Nancy, Francia, 1969) concilian de forma virtuosa dos ámbitos en apariencia opuestos, el de la academia y la experiencia, convirtiéndolos en una excelente introducción a la teoría feminista.
Despentes abre los fuegos declarando que escribe “desde la fealdad, y para las feas”, pero también para los hombres que no se identifican con la masculinidad imperante. La autora afirma estar contenta de ser “más deseante que deseable”, afirmación que la enlaza a una tradición que pasa por Anaïs Nin y llega a su apoteosis con la obra de Kathy Acker y la novela I Love Dick de Chris Kraus, una tradición que revela la temida desmesura del sentimiento y el deseo femeninos.
En el magistral ensayo “¿Te doy o me das por el culo?”, la autora relata su vida a la luz de los logros de la revolución feminista: desde pertenecer a la primera generación de mujeres que abrió una cuenta bancaria sin depender de un hombre, a la toma de conciencia de la feminización forzada de los cuerpos de mujeres.
En el magistral ensayo “¿Te doy o me das por el culo?”, la autora relata su vida a la luz de los logros de la revolución feminista: desde pertenecer a la primera generación de mujeres que abrió una cuenta bancaria sin depender de un hombre, a la toma de conciencia de la feminización forzada de los cuerpos de mujeres. Aquí Despentes dirige sus dardos a la propaganda pro-maternidad y a la sociedad capitalista que exige criar niños en condiciones de vivienda precaria y con trabajos mal pagados, una sociedad decadente que hace sentir fracasados a quienes no tienen hijos y que no reconoce ese fracaso como suyo propio.
Luego, en un ensayo útil para reflexionar sobre los abusos denunciados en redes sociales, narra cómo ella y una amiga fueron violadas una noche al volver de un concierto. Despentes afirma categórica: “En la violación siempre es necesario probar que no estábamos realmente de acuerdo” y “los hombres siguen haciendo lo que las mujeres han hecho durante siglos: llamarlo de otro modo, adornarlo”. En este mismo ensayo recuerda el momento en que leyó “Rape and Modern Sex War” de Camille Paglia, la bestia negra del feminismo estadounidense, texto de 1991 que la iluminó y la hizo enfrentar su violación ya no como la culpable, sino como la víctima de algo esperable cuando se es mujer. Así, Despentes le da a Paglia el crédito de sacar la violación “del horror absoluto, de lo no dicho, de lo que no debe ocurrir nunca” y mostrarla por lo que es: “La representación cruda y directa del ejercicio del poder”. Es la influencia de Paglia la que la lleva a ver su violación como un evento ineludible y fundacional, “lo que me desfigura y lo que me constituye”.
En “Durmiendo con el enemigo”, la autora relata su experiencia con el comercio sexual y reflexiona sobre la representación de la prostituta en los medios de comunicación o, mejor dicho, sobre la manipulación social realizada al presentarlas como mujeres privadas de todos sus derechos.
Despentes utiliza la figura del King Kong de Peter Jackson para celebrar la sexualidad anterior al binarismo, un estado edénico como el punk-rock y su intención de dinamitar los códigos establecidos, especialmente los de género. Luego, analiza su propia femineidad y cómo, tras “años de buena, leal y sincera investigación”, concluyó que no era más que “una puta hipocresía. El arte de ser servil”.
Es posible considerar esta colección de manifiestos autobiográficos como una droga de entrada al pensamiento de género. Virginie Despentes lo hace fácil, declara sus fuentes, enumera a las ideólogas que admira y ofrece una nutrida bibliografía de autoras en las páginas finales para todo el que desee profundizar. Y ese es un punto que atraviesa este libro: “El feminismo es una aventura colectiva, para las mujeres, los hombres y todos los demás”.
Teoría King Kong, Virginie Despentes, Literatura Random House, 2018, 176 páginas, $10.000.
Películas como Carretera perdida o Mulholland Drive son el producto de un director cuyo principal objetivo parece ser el contacto con fuerzas desconocidas, fuerzas que a veces se relacionan con el destino, otras con el inconsciente y también con el azar. En el libro de entrevistas Lynch por Lynch, el hombre detrás de Twin Peaks revela una mirada poco ortodoxa sobre la realización cinematográfica, donde la película es algo así como un viaje a lo desconocido. Es habitual que mencione conceptos como hallazgo, indeterminación y, cómo no, miedo.
por matías hinojosa
El destino ha marcado como ninguna otra cosa la carrera de David Lynch. Más allá de su talento, que lo ha situado en un lugar protagónico dentro del cine americano posterior a los 70, hay una fuerza sobrenatural que ha intervenido en su camino. ¿O acaso resulta del todo lógico que el realizador de Cabeza borradora, una película que demoró cinco años en hacer y cuyo resultado final difícilmente podía asegurar un futuro dentro de la industria, haya sido escogido para liderar esa mega producción que fue El hombre elefante?
En el libro de entrevistas Lynch por Lynch, editado por el cineasta Chris Rodley, el director cuenta cómo se gestó este milagro, que le permitió pasar de las precariedades del cine underground a trabajar con un presupuesto millonario y un elenco de actores consagrados. Un hito importante en ese tránsito fue la aparición del productor ejecutivo Stuart Cornfeld, quien, impresionado con Cabeza borradora, pese a la mala recepción que había tenido (de público y de crítica), consideró que Lynch era el indicado para asumir la dirección de El hombre elefante. Para el cineasta, que por entonces buscaba sin éxito un estudio que se interesara en su siguiente guion, este ofrecimiento por parte del productor llegó como un regalo del cielo y solo le bastó escuchar el título de la cinta para saber que era “la” película que estaba esperando dirigir. Sin embargo, pese a su entusiasmo inicial, su futuro dentro del proyecto se veía complicado: Mel Brooks, cuya productora financiaría la película, desconocía por completo quién era y pidió que le proyectaran Cabeza borradora. Consciente de lo perturbadora que resultaba para la mayoría de los espectadores, Lynch se preparó para lo peor. Pero, contra lo esperado, a Brooks le encantó: “Estás loco, te amo. Estás dentro de la película”, recuerda el director que le dijo Brooks apenas este salió de la proyección.
Aquella cinta fue clave en su camino profesional: aclamada por la crítica y con ocho nominaciones al Oscar, se ganó con ella la confianza de los grandes estudios. Pero sus privilegios tan pronto como llegaron, se disiparían: su siguiente película, Duna, sería un estrepitoso fracaso, y volvería a colocarlo bajo sospecha. En más de una ocasión, durante la entrevista con Rodley opina: “Si solo hubiera hecho Cabeza borradora y Duna, habría estado frito”.
Para él la creación y la pesca son actividades homólogas: como los peces, las ideas habitan en una suerte de océano y la labor del artista es salir a su captura. Mientras más profunda se vuelve esta exploración, tal como ocurre con la fauna marina, más singular será la naturaleza de estas ideas.
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Para quienes buscan resolver las eternas preguntas que rondan la filmografía de Lynch, descubrir los significados que encierran sus películas, este libro puede resultar decepcionante: aunque el entrevistador insiste en llevarlo hacia allá, el cineasta evita dar respuestas conclusivas y transparentes. No obstante, aquellos que se interesen en sus concepciones artísticas, debieran salir ampliamente recompensados: Lynch cuenta el germen y desarrollo de cada una de las ideas en que se inspiraron sus filmes (y pinturas), pero estos no son los planteamientos de un director de cine cualquiera, sino más bien los de un buscador místico: su experiencia como creador ha sido la de quien ha entrado en una zona indeterminada, entregándose a una voluntad suprema y al misterio de la metafísica. En sus palabras: “Hay que caer en profundidad para poder viajar a ese lugar donde se atrapan las ideas”.
Esta frase sintetiza perfectamente su poética. Y no por nada su libro sobre meditación trascendental se titula Atrapa el pez dorado, pues para él la creación y la pesca son actividades homólogas: como los peces, las ideas habitan en una suerte de océano y la labor del artista es salir a su captura. Mientras más profunda se vuelve esta exploración, tal como ocurre con la fauna marina, más singular será la naturaleza de estas ideas. Como se lee en las primeras páginas de ese libro: “Si quieres pescar pececitos, puedes permanecer en aguas poco profundas. Pero si quieres pescar un gran pez dorado, tienes que adentrarte en aguas más profundas”.
En el capítulo ocho de las conversaciones con Rodley, que remite a la realización de Corazón salvaje, hablan sobre trabajar con las ideas de otro. “Las ideas son extrañas porque, en cierto sentido, no nos pertenecen”, responde Lynch. “Estaban en algún lugar y aparecieron en nuestra mente y las volvimos nuestras, pero antes no lo eran”. La fuente de la que se sirve la creatividad, sugiere entonces el cineasta, se encuentra más allá del ser individual y para entrar en ella hay que sumergirse en un océano común donde el yo pierde sus formas diluyéndose con el todo (en esta concepción resuena ciertamente la noción de inconsciente colectivo de Jung).
Los misterios de la mente es quizás el gran tema de su filmografía. De hecho, buena parte de su obra cifra su valor en el inconsciente y la neurosis: la narración puede partir de uno u otra, o mezclarse.
Aunque Lynch no reconoce la influencia del psicoanálisis (se declara ignorante en la materia), sí asume sus filiaciones con el surrealismo, pues entiende las operaciones artísticas como una apertura hacia el hallazgo, hacia el descubrimiento, en el que poco tiene que ver el funcionamiento racional de la mente y sí mucho las casualidades del destino: el azar.
También Lynch suele repetir a lo largo del libro que ciertas ideas simplemente se le “aparecieron”. Cuenta, por ejemplo, que el personaje de Bob de Twin Peaks no estaba en los planes originales, sino que se le ocurrió durante las grabaciones, motivado por una serie de coincidencias con el decorador Frank Silva, quien luego se haría cargo de interpretar ese papel en el programa. También relata cómo la secuencia de títulos de Carretera perdida se le vino completa a la cabeza cuando escuchó por primera vez “I’m Deranged”, de David Bowie.
Pero más allá de estas ideas, su automatismo es solo parcial. A diferencia de André Bretón, quien postulaba que el artista debía mantenerse ajeno a cualquier preocupación estética, Lynch considera que no todo lo que trae el azar es digno de ser convertido en obra. Y aun cuando busca su material en las profundidades del inconsciente, el examen posterior de esos hallazgos constituye parte fundamental del proceso. En otras palabras: no es un cultor del cadáver exquisito. “Existen tantas opciones que, cuando se está armando algo, solo hay que seguir trabajando hasta que se sienta correcto. En cuanto coincida con las sensaciones, y todos los movimientos y el aspecto y el sonido refuercen eso, vamos por buen camino”, le responde a su entrevistador cuando abordan la elaboración de Carretera perdida. Y en otro momento dice: “No sé qué significan muchas cosas; solo tengo la sensación de que son correctas o incorrectas”.
Para él, la obra es la que decide sobre su propio futuro, la que “usa” al artista como medio para su realización, es ella la que transmite al creador la manera en que desea ser expresada.
Es importante analizar también esta aproximación sensorial de Lynch. Para él, la obra es la que decide sobre su propio futuro, la que “usa” al artista como medio para su realización, es ella la que transmite al creador la manera en que desea ser expresada. Por este motivo, frente a preguntas que intentan escarbar en los fundamentos de ciertas decisiones, el cineasta responde: “La historia me dijo cómo tenía que ser” o la escena “se escribió sola”.
Esta aproximación reconoce una energía vital al interior de las ideas y de las cosas, cuya voluntad, mediante un enigmático procedimiento, se va imponiendo sobre el artista. Sería erróneo, sin embargo, ver en esto una desvalorización del papel que cumple el creador, creer que su función se reduce a la de mero reproductor de órdenes externas. Muy por el contrario, su labor es comparable a la del místico, aquella persona que ha trabajado en su espiritualidad y que entra en relación con fuerzas misteriosas pero profundamente esenciales (esta concepción orgánica de la obra está presente en aquella máxima del creacionismo: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas! / Hacedla florecer en el poema”. Huidobro, como Lynch, también pensaba el arte como una expresión mística).
No deja de llamar la atención que un cineasta comprometido con estos puntos de vista haya querido ingresar en reiteradas ocasiones a la industria de la televisión. Twin Peaks ha sido a la fecha su único proyecto exitoso en este formato, aunque es conocida su postura ambivalente respecto de los resultados artísticos que tuvo la serie. Otros intentos posteriores, como On the Air y Hotel Room, tuvieron una vida breve. Con Mulholland Drive, que antes de convertirse en un largometraje fue el piloto para un programa, la experiencia con los ejecutivos fue casi traumática y lo sumió en una de sus peores angustias profesionales. Pero su insistencia por entrar al medio está relacionada justamente con esta fascinación por la naturaleza viva, palpitante y movediza de las ideas: “La idea de una historia que continúa es lo que ejerce esa estúpida atracción”, le confiesa a Rodley cuando tratan el asunto. “Cuando la historia es continua, es muy emocionante no saber adónde nos va a llevar. Ver y descubrir el camino es electrizante. Por eso me gusta el concepto de la televisión: embarcarse en una historia que nadie sabe adónde se dirige”.
Quizás no sea casualidad que algunas de sus películas hagan alusión a carreteras y avenidas, tampoco el haber incursionado más de una vez en el género de la road-movie. La creación es una experiencia similar al viaje, pero uno sin señales de ruta, donde todo está por descubrirse. Es decir, un viaje hacia lo desconocido, hacia aquello que trasciende al sujeto y que está dominado por el azar, donde tanto el creador, como el espectador que se expone a la obra, están a la deriva. Quizá por eso también sus películas resultan tan inquietantes y aterradoras. “El miedo –dice Lynch– se basa en no ver el todo; si pudiéramos llegar a ver el todo, el miedo desaparecería”.
Lynch por Lynch, David Lynch (editado por Chris Rodley), El cuenco de plata, 2017, 384 páginas, $25.500.
Los críticos que destrozan a veces pueden ser divertidos, pero los que quedan son aquellos que te hacen ver lo que no habías visto, que te abren ventanas y te tocan donde no te habían rozado siquiera. ¿Una nueva reseña positiva a Lina Meruane? Tampoco funciona demasiado. En tiempos digitales y sin jerarquías, la crítica debe ser rockera, punk, sobregirada, para que no parezca que todo es entablado, un acuerdo entre amigos, un arreglo entre colegas.
por alberto fuguet
Dicen que la crítica es una conversación entre los que piensan y miran y analizan una determinada obra y el público. ¿Pero cuál público? ¿El masivo? En un mundo masivo, en un orden donde las redes sociales es lo que lo desordena todo, ¿vale la pena la crítica? ¿Puede hacer algo? ¿Vale la pena intentar llegar a los que siguen el sitio Rotten Tomatoes y ven trailers en sus iPhone y van a ver todas las películas marketeadas, tengan la calificación que tengan? Acaso esa es la labor de la crítica: ¿calificar con puntaje una obra?
O quizás queda un camino: se puede bombardear con misiles de inteligencia un portaaviones blockbuster de Hollywood que supuestamente es critic-proof, es decir, inmune a la crítica.
Capaz.
Creo que sí.
¿Hay maneras de abordar la crítica en redes sociales?
Quizás una crítica sí puede ser viral.
Intentar que lo sea.
Si una de las labores de la crítica no es tanto recomendar (a un crítico de verdad no le corresponde pautear un fin de semana) sino iluminar aquellas películas (u obras) que nacieron con alguna desventaja, entonces quizás la oportunidad para que la crítica (el ejercicio crítico, digamos) tenga algún futuro no solo existe sino que se vuelve necesaria.
No tanto para hundir, destrozar, bombardear, sino para avisarnos que hay obras que vale la pena ver o mirar o leer. Hoy el crítico debe dejar de intentar cuidar el monte y fijarse en las ovejas descarriadas que circulan por las praderas menos regadas. La labor del crítico-como-profesor o, peor aún, la figura del crítico-como-perro-guardián, ha terminado. Entre otras cosas, porque los críticos lo hicieron mal y no supieron adecuarse a los tiempos. Los bárbaros ingresaron. Los bárbaros se tomaron todo. La cultura se volvió pop y el marketing es la nueva religión.
Si el mundo y la cultura se ha fraccionado, si todo es en efect