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  1. Judith Butler: “Las disciplinas académicas más innovadoras comienzan como conocimiento inaceptable”

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    La autora de El género en disputa inauguró ayer el año académico de la Universidad de Chile. Se trataba de una visita sumamente esperada, cuyos cupos de ingreso se acabaron rápidamente. En la conferencia titulada “Critique, Dissent, and the Future of the Humanities”, la filósofa reflexionó sobre la importancia de imaginar el futuro y no aceptar las circunstancias dadas, la relevancia de las humanidades y cómo estas nos ayudan a comprender el mundo. También se refirió al sitio que ocupan los estudios de género dentro del mundo académico y las críticas que han despertado estos planteamientos, tanto en la universidad como en la vida pública. A continuación compartimos algunos de sus pensamientos expuestos ayer en el auditorio de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile:

    “La visión crítica cuestiona las normas y convenciones que han regido cómo pensamos y creemos, qué puede ser publicado y qué se puede comunicar, así que las disciplinas académicas más innovadoras comienzan como conocimiento inaceptable, conocimiento en la periferia, conocimiento degradado y rechazado”.

    El futuro

    “¿Cómo imaginamos el futuro? ¿Podemos siquiera imaginar el futuro? ¿O el futuro se ha convertido en el nombre de lo que no se puede imaginar? Hay, por ejemplo, algo de inimaginable en cualquier futuro posible del que podamos hablar. Si eso es verdad, entonces parece ser precisamente porque el futuro no se puede predecir. El futuro es siempre hasta cierto grado impredecible, pero cuando esa impredecibilidad desaparece, no hay futuro. Por lo tanto, en ciertas condiciones de cambio climático, aumento del militarismo, destrucción de las selvas tropicales, intensificación de la pobreza y violencia contra los migrantes, mujeres, trans, podríamos concluir de que no hay futuro o que el futuro parece ser simplemente una reproducción de la violencia y la desigualdad, pero si concluimos de esa manera, hemos renunciado al futuro”.

    Las humanidades y las artes

    “Cuando imaginamos las humanidades también estamos considerando formas de imaginación: literarias, visuales, digitales, de archivo, que constituyen el medio y la obra de las humanidades. Y si hablamos de imaginar, entonces no podemos separar las humanidades de las artes, porque están unidas, ya sea que pensemos en las artes de la escritura, en la forma del ensayo o en el modo de comunicación del pensamiento propiamente tal: la forma no es externa al pensamiento, el pensamiento exige una forma. A lo mejor estamos pensando las humanidades y las artes como dominios autónomos, como nada más que un campo establecido, con ubicaciones institucionales dentro de la universidad. Sí, pensamos de esa manera, en un tiempo en que los programas de lengua y literatura están mal financiados, a veces incluso cerrados, sin tener ninguna consideración por los costos intelectuales”.

    Hoy día se llevará a cabo otro encuentro con el público, a las 18 horas, en el que Butler conversará con la crítica Nelly Richard. Para aquellos que no alcanzaron a inscribirse en esta actividad, podrán seguir su transmisión vía streaming en http://tv.uchile.cl.

    La basura que vuelve a habitar los salones de la academia

    “Hay muchos argumentos en contra de las humanidades: son consideradas un lujo, inútiles o la propiedad de elites intelectuales. Pero esos puntos de vista no entienden cómo funcionan las historias para darnos un sentido de cómo las acciones se vinculan con las consecuencias, cómo los poemas funcionan para desarmar los conceptos habituales que traemos a nuestro mundo cotidiano, cómo las imágenes funcionan para registrar una realidad al nivel de los sentidos. No podemos aprehender nuestro mundo sin las humanidades. Y las humanidades, incluyendo la filosofía, la literatura y aun la religión, son a la vez departamentos o compartimentos dentro de la universidad y, en ese sentido, están encerrados en el espacio y, sin embargo, desafían los recintos en los que están contenidos. Siempre exceden a todo lo que las contenga: un mundo literario trabaja dentro de las normas de la profesión literaria y, sin embargo, en un momento dado, esas normas entran en crisis, estas voces marginales se excluyen y entonces la visión se vuelve crítica. ¿Qué se entiende por crítico? La visión crítica cuestiona las normas y convenciones que han regido cómo pensamos y creemos, qué puede ser publicado y qué se puede comunicar, así que las disciplinas académicas más innovadoras comienzan como conocimiento inaceptable, conocimiento en la periferia, conocimiento degradado y rechazado: la basura, por así decirlo, que vuelve a habitar los salones de la academia: estudios feministas, estudios queer y trans, estudios descoloniales, epistemología indígena, reflexiones poscoloniales, estudios negros”.

    “La campaña contra los estudios de género en América Latina, Europa, Asia Oriental y África es una campaña organizada, que cuenta con el apoyo de católicos, evangélicos o pentecostales”.

    Contra los estudios de género

    “La campaña contra los estudios de género en América Latina, Europa, Asia Oriental y África es una campaña organizada, que cuenta con el apoyo de católicos, evangélicos o pentecostales. Las protestas en toda América Latina se oponen a lo que se llama la ‘ideología diabólica del género’ (…). Estos grupos contra el género quieren defender la familia tradicional, negar los derechos a la tecnología reproductiva a las mujeres fuera del matrimonio, revertir la legalización de matrimonios homosexuales –donde ha ocurrido– y defender ideas específicas y tradicionales de masculinidad y feminidad. Este movimiento busca limitar el conocimiento a través de la censura, intentando revertir los logros que las feministas y los activistas LGBTQ han logrado en las últimas décadas. Aquellos de nosotros que somos teóricos del género hemos sido acusados de poner en peligro la familia, al cuestionar la noción de los roles sociales que podrían derivarse del sexo biológico. Por supuesto, esta afirmación no niega las diferencias entre los sexos, sino que cuestiona ideas como ‘la naturaleza de las mujeres es que realicen labores domésticas y la de los hombres actuar en la vida pública’. Mis colegas médicos van a estar de acuerdo en que no hay nada en el sexo biológico que implique roles sociales en ese tipo de forma tan determinística”.

  2. Sencilla y vigorosa

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    En 1966, el crítico Ángel Rama tomó prestado el concepto de “raros” con que Rubén Darío delineó su propia y esperpéntica progenie literaria y lo usó para dar carta de identidad a cierta constante de la literatura uruguaya, una línea ajena a las convenciones literarias, surreal, cómica y alejada del compromiso. Se trata de una estirpe de autores en la que debemos incluir al Conde de Lautréamont, a Felisberto Hernández, a Marosa di Giorgio y al autor de la novela que nos ocupa, Mario Levrero (Montevideo, 1940), un adicto a los policiales, dueño de una imaginación asombrosa y cómica de la que surgieron libros kafkianos y llenos de sarcasmo.

    Levrero murió el 2004 por complicaciones cardiovasculares que se negó a atender, y menos de un año después apareció el primero de sus libros póstumos, La novela luminosa, inacabado e inacabable según su propio plan. Como ocurre en ocasiones, la muerte y la publicidad hicieron de este raro un escritor prestigioso y sus obras, hasta ese momento publicadas por pequeñas editoriales, pasaron al catálogo de Penguin Random House, y empezaron a ser reeditadas y leídas con avidez. Un apetito para el cual la lectura de novelas como El discurso vacío, La novela luminosa y las que integran La trilogía involuntaria era algo ardua, dificultad que quizás motivó la publicación de sus obras más breves y accesibles, como las autobiográficas Diario de un canalla / Burdeos, 1972 (2013), la novela negra y erótica La banda del ciempiés (2015) y Dejen todo en mis manos, originalmente publicada en 1996 por Caballo de Troya.

    Esta última acaba de ser reeditada en Chile y solo cabe celebrarlo, porque esta novela de 120 páginas es sin duda la mejor para iniciarse en la lectura de Mario Levrero y, una vez fidelizado, adentrarse en el universo de sus obras mayores. Dejen todo en mis manos es una novela que solo pudo ser escrita por un verdadero adicto a las novelas policiales y Levrero era precisamente eso. En La novela luminosa, obra autobiográfica e impúdica, encontramos un episodio propio de un adicto, donde el protagonista lleva un fardo de novelas policiales a una librería de segunda mano y las cambia por otro sin siquiera preguntar por los títulos o preocuparse de si las había leído antes.

    El mismo Levrero en una entrevista dijo que cuando escribía no pensaba “en términos de géneros o subgéneros; sale lo que sale. A excepción de dos novelas, Fauna y Dejen todo en mis manos, que escribí a partir de un impulso de novela policial”.

    Dejen todo en mis manos se abre con un epígrafe de Raymond Chandler y, desde la primera página, estamos ante el desparpajo de una primera persona que evoca a Philip Marlowe, un enmascaramiento de Levrero que produce un policial cómico, a ratos melancólico y patético. El mismo Levrero en una entrevista dijo que cuando escribía no pensaba “en términos de géneros o subgéneros; sale lo que sale. A excepción de dos novelas, Fauna y Dejen todo en mis manos, que escribí a partir de un impulso de novela policial”.

    La novela se abre en la oficina de un editor donde el protagonista, un escritor que pese a haber publicado varios libros no ha tenido éxito, es forzado por la falta de liquidez a aceptar un encargo, encontrar a Juan Pérez, el autor de una novela que llegó a la editorial y supuestamente está llamada a cambiar la literatura contemporánea (“…allí estaba el germen de los nuevos valores, y había razones de vivir para muchos”). Es fácil concluir que el protagonista es un trasunto del propio Levrero, un escritor que bien pudo decir sobre sus propias novelas algo como: “Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas, y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero…”.

    El narrador es un escritor de 50 años, gordo y que, al igual que Marlowe, fuma cigarrillos Camel. Es un tipo desengañado pero capaz de ver la belleza de Penurias, el pueblo al que lo lleva su misión (otros poblados llevan por nombre Desgracias, Miserias y Lamentos), un pueblo que a ratos se hace irreal como una pintura metafísica italiana y que el protagonista asocia a elementos de la cultura popular, como la Pantera Rosa, Los Tres Chiflados, Tex Avery o Patoruzú.

    Una vez instalado en Penurias se entrega a la búsqueda de Juan Pérez, se enamora de una prostituta llamada Juana Pérez, se encuentra con su némesis del colegio, especula sobre la autoría de la novela y, cuando alguien le señala los rasgos femeninos de la caligrafía, estalla: “¿Qué sería? Un hombre con letra femenina, una mujer con estructura mental masculina, un hermafrodita, un travesti, una boca pintarrajeada bajo un enorme bigote”.

    Como sea, tengo solo un reparo con esta excelente novela y tiene que ver con la sensación de haber leído un cierre demasiado correcto y abrupto para un policial, un final que deja en la boca un leve sabor a deus ex machina y empaña una lectura hasta entonces llena de gozo y a la que plenamente aplican los tres adjetivos que Levrero dedica a la novela de Juan Pérez: sencilla, vigorosa y colorida.

     

    Dejen todo en mis manos, Mario Levrero, Random House Mondadori, 2018, 121 páginas, $10.000.

  3. El default americano

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    Partamos por el origen y la motivación detrás de este libro. El año 1991 Argentina, tal como lo había hecho Chile en 1979, fija su peso al dólar a una tasa de uno a uno. El anclaje al dólar buscaba evitar la hiperinflación, eliminar la incertidumbre y disminuir el riesgo país. Con el objetivo de estabilizar la economía, el peso y muchos contratos se ataban al dólar. Esta medida –el pegging– es como volver a una especie de patrón oro, pero usando el dólar. Argentina dejó de pagar su deuda externa y, casi inmediatamente, termina con el tipo de cambio fijo tal como lo hizo Chile en el año 1982. El dólar subió a más de tres pesos, generando colosales pérdidas para inversionistas y ahorrantes. Entonces se comenzó a discutir acerca del pago de las deudas. ¿Los bonos debían pagarse en dólares o en pesos (unos pesos, subrayemos, que se habían depreciado más de tres veces)? Sebastián Edwards, asesorando a un bufete americano en estas materias, se encontró con una sorpresa: los abogados argentinos argumentaban que existía un precedente histórico en los Estados Unidos para pagar en pesos y no en dólares. Esto habría sucedido bajo el gobierno de Franklin Delano Roosevelt.

    En efecto, el año 1933 el gobierno de Franklin Delano Roosevelt (FDR), unilateral y retroactivamente, cambió la denominación en oro de los contratos de deudas públicas y privadas. En 1935, la Corte Suprema de EE.UU. respaldó esta decisión gubernamental gatillada por Roosevelt. El punto era tan simple como poderoso: ¿si lo había hecho Estados Unidos, por qué entonces no podía hacerlo Argentina? Sin lugar a dudas, este precedente era un argumento legal difícil de enfrentar en el país del common law.

    Sebastián Edwards, que conocía solo una parte de esta historia, revisó la monumental A Monetary History of the United States, 1867-1960, de Friedman y Schwartz, y A History of the Federal Reserve, de Meltzer, consultó con colegas y expertos, y se dio cuenta de que existía una suerte de “amnesia colectiva” sobre este episodio. Efectivamente, había un precedente en EE.UU. El país que respetaba las leyes y los contratos había hecho algo similar a lo que todos criticaban acerca del default argentino. Pero el mundo académico, sobre todo el gremio de los economistas, prácticamente ignoraba este episodio. Después de seguir indagando, se dio cuenta de que el fallo de la Corte Suprema fue muy controvertido y que algunos incluso auguraron el fin del rule of law, en su más amplio sentido anglosajón. Se argumentó que el estado de derecho sobre el que se había construido el sueño americano se había puesto en jaque. Para ahondar la sorpresa de esta situación, existía cierto consenso generalizado de que esta jugada de Roosevelt habría contribuido a la recuperación americana después de la Gran Depresión. El autor investigó en profundidad y descubrió, a la luz de esta historia, que la realidad, como suele suceder, era más compleja. Y también más entretenida.

    Estados Unidos, el país que respetaba las leyes y los contratos, había hecho algo similar a lo que todos criticaban acerca del default argentino.

    El personaje principal de esta trama es la figura de Franklin Delano Roosevelt. Asume la presidencia el 4 de marzo de 1933, con la promesa del New Deal. Su objetivo era torcerle la mano al fatal destino al que había conducido la crisis económica. Veamos algunas cifras para entender el contexto y la profundidad de esta: entre 1929 y 1932, el PIB nominal de EE.UU. cayó casi un 60%, el número de desempleados superaba los 15 millones y los que seguían trabajando habían disminuido sus ingresos en un 67%. No en vano, el anterior presidente, Herbert Hoover, bautizó este histórico colapso económico como la Gran Depresión. La verdad es que esta Gran Depresión no tiene parangón. La reciente crisis del 2008 sería apenas un estornudo frente al colapso económico de aquel período. Los precios cayeron abrupta e inexorablemente (casi un 70% entre 1929 – 1932) y todo esto afectaba particularmente al mundo agrícola, que representaba gran parte de la economía americana. Entre 1926 y 1932 el precio de los productos agrícolas, incluyendo el del algodón, había caído de manera drástica. Y esto afectaba a los agricultores y a todo el país.

    Este es el contexto que explica la fijación de Roosevelt con los precios de estos commodities (algodón, maíz, tabaco y trigo) y su interés en subirlos a como diera lugar.

    Raymond Moley, quien acuñó el eslogan del New Deal, lideró el conocido grupo de asesores de Roosevelt, el Brains Trust. Este profesor de leyes que sabía de ciencia política y casi nada de economía, se convertiría en el asesor estrella del presidente de la nación. En su libro, Edwards muestra con hechos y gracia como Roosevelt no solo experimentaba en materias económicas, sino que improvisaba de manera preocupante. Otro miembro del Brains Trust, el economista de Columbia Rexford Guy Tugwell, recordaría más tarde que hablar con Roosevelt de economía era como “enseñarle los rudimentos básicos de economía a alumnos de primer año”.

    El oro es el otro gran personaje de la investigación de Edwards. Aunque la respetada FED fue creada en 1913, en 1933 EE.UU. continuaba con su tradicional estructura monetaria bajo el patrón oro. Pero la historia de Roosevelt y el oro comienza con el Emergency Banking Act aprobada de manera express por el Congreso en el cual el Presidente tenía mayoría. Esta iniciativa, si bien permitió evitar una corrida bancaria –más tarde Moley dijo: “salvamos al capitalismo en ocho días”–, abrió otras compuertas. Un mes más tarde, el gobierno, mediante una orden ejecutiva, obligó a todos los americanos a vender a la FED el oro que tenían a USD 20,67 por onza. Esta iniciativa se llevó a cabo bajo una dura e intensa campaña contra los “acaparadores de oro” (gold hoarders). En la época, esto era tan inusitado como sorprendente. En efecto, el oro desde la Independencia americana era una moneda que actuaba como resguardo. Era tan común, que muchos ciudadanos tenían monedas de oro. Y era costumbre, por ejemplo, que los abuelos regalaran a los nietos recién nacidos una moneda de oro. Es más, por seguridad y conveniencia, muchos créditos privados y públicos tenían cláusulas de protección vinculadas al oro.

    Edwards muestra con hechos y gracia como Roosevelt no solo experimentaba en materias económicas, sino que improvisaba de manera preocupante. Otro miembro del Brains Trust, el economista de Columbia Rexford Guy Tugwell, recordaría más tarde que hablar con Roosevelt de economía era como “enseñarle los rudimentos básicos de economía a alumnos de primer año”.

    Franklin Delano Roosevelt tenía un gran objetivo en mente: depreciar el dólar para subir los precios de los commodities y aumentar la inflación. Aunque había prometido no alterar el patrón oro, cambia de opinión e inicia la salida del oro. Edwards persigue esta evolución combinando los hechos con el personaje y sus circunstancias. Por ejemplo, nos recuerda la presión que ejercían empresarios como William Randolph Hearst y Henry Ford. De hecho, una vez que Roosevelt anuncia que el país dejaría el patrón oro, ambos empresarios declararon: “Debemos celebrar el 19 de abril (fecha del anuncio) como el día de nuestra segunda Independencia”. Roosevelt defiende su inesperada decisión argumentando que los 10 millones de desempleados eran más importantes que el oro y que su gobierno perseguiría el bien general. Esta movida generó desconcierto y preocupación tanto en EE.UU. como en Europa. La lucha contra el oro para revertir los precios se empezó a ejecutar vía decretos y ad portas de la importantísima London Monetary and Economic Conference de junio de 1933. Edwards describe el rol que jugaría John Maynard Keynes en estas negociaciones.

    Pese a todos los intentos y gestiones, fue finalmente la sorpresiva declaración de Roosevelt la que echaría todo esfuerzo mancomunado por la borda. El 3 de julio comunicó que no participaría en los esfuerzos para estabilizar las monedas. Fue un golpe duro para el comercio mundial. También la cúspide y la abrupta caída de Raymond Moley, el Rasputín americano, quien posteriormente fundaría Newsweek. Si la idea de Roosevelt era que subirían los precios de los commodities y bajaría el desempleo, pronto se dio cuenta de que todo era una ilusión. El economista Herbert Feis recordaría los giros de Roosevelt y sus erráticas ideas durante la extraña y agitada London Monetary and Economic Conference de junio de 1933.

    Con Raymond Moley caído en desgracia, Roosevelt comienza a asesorarse por George Warren, un profesor de Cornell. Warren creía en una correlación entre el precio oro y el precio de los commodities, promovía una lucha contra la especulación y aspiraba a un dólar “manejado”. Se juntaría casi todos los días con el presidente, al borde de su cama, para hablar de economía y, de vez en cuando, fijaban el precio del oro. En una ocasión, Roosevelt le preguntó si sabía por qué el precio debía ser 21 dólares por onza. Sonriendo, ante la duda de Moley y otros asesores, dice que es un número de la suerte, agregando que era tres veces siete.

    Siguiendo con esta historia casi esotérica, en enero de 1934 el precio del oro se fija en USD 35 la onza. Los que tenían oro, vieron como aquello que antes valía USD 20,67, y que fueron forzados a vender, ahora valía USD 35. La preocupación pública comenzó a aumentar. La inquietud era evidente, si se considera que muchos créditos tenían cláusulas de amarre al oro. Todo esto era algo inusitado e inesperado para el país del rule of law. Ahorrantes y deudores podían verse muy perjudicados. Sobre todo el gobierno, cuyos contratos y deudas públicas estaban en dólares, pero respaldados por oro. Poco a poco se abrían muchas preguntas, se iniciaban demandas judiciales, se resolvían casos, pavimentándose así un incierto camino hacia la Corte Suprema. Un fallo adverso significaría que muchas deudas aumentarían en un 69%. El escenario era muy complejo.

    A raíz del nuevo valor del oro, los tres grandes poderes –Congreso, Presidente y Corte Suprema– ponían bajo la lupa la Constitución como garante de los contratos de deudas. Los derechos de propiedad y aquella sagrada inviolabilidad de los contratos estaban en juego.

    La inquietud era evidente, si se considera que muchos créditos tenían cláusulas de amarre al oro. Todo esto era algo inusitado e inesperado para el país del rule of law. Ahorrantes y deudores podían verse muy perjudicados. Sobre todo el gobierno, cuyos contratos y deudas públicas estaban en dólares, pero respaldados por oro.

    La discusión legal que describe Edwards es fascinante. Para bien o para mal, la defensa del gobierno usaba los conceptos de “emergencia” y “necesidad”, los mismos usados por Argentina durante el proceso de renegociación de su deuda a comienzos del siglo XXI. En el capítulo 14, Edwards se mete en la cocina de la Casa Blanca, en las preparaciones para enfrentar un fallo adverso. La agenda ante los distintos escenarios es tan sorprendente como turbadora. Permea la desesperación política ante una posible guerra contra la Corte Suprema. El desenlace de estos días de discusión judicial fue un fallo fundado al alero del carácter político de las circunstancias. El 18 de febrero de 1935, el Wall Street Journal lo resumía con un titular memorable: “Moral Defeat, Practical Victory, for Government” (Derrota moral y victoria práctica para el gobierno). La euforia en la Casa Blanca contrastaba con la furia de los que vieron las implicancias de este default, entre ellos los cuatro horsemen republicanos de la Corte Suprema. Para muchos, el moral defeat representaba la vergüenza para un país que desde su Independencia había respetado el patrón oro y el rule of law.

    Aunque Edwards recuerda la trama de Franklin Delano Roosevelt en relación al oro y la confusión detrás de este ignorado episodio, al final el economista también aclara que hubo varias e importantes diferencias con el caso argentino del 2002-2005. Pero al preguntarse si algo similar podría suceder de nuevo, su respuesta es afirmativa para algunas naciones emergentes.

    Disculpándome por este resumen que espero abra el apetito de los lectores y no lo satisfaga, quiero destacar el trabajo de investigación detrás de este desconocido capítulo de la historia estadounidense. Edwards no solo cubre la literatura académica especializada sobre este período y sus grandes personajes, sino que también la prensa del momento y los archivos que involucran a los principales actores detrás de esta trama.

    Friedrich Hayek solía repetir que un economista que es solo un economista no es un buen economista. En nuestra fauna local, el autor –PhD en economía de la Universidad de Chicago, actualmente tiene la cátedra Henry Ford II en UCLA– es un ejemplo original de esta rara especie. Además de sus innumerables e influyentes papers en economía, Sebastián Edwards ha escrito dos novelas, El misterio de las Tanias (2007) y Un día perfecto (2011), más su entretenidísimo libro de memorias Conversación interrumpida (2016). Y entre sus más recientes libros académicos destacan Left Behind: Latin America and the False Promise of Populism (2010) y Toxic Aid: Economic Collapse and Recovery in Tanzania (2014), a los que este año suma el libro en discusión.

    Si en su trabajo acerca de Tanzania, fruto de varias visitas, entrevistas y un conocimiento acabado de la situación económica de ese país, se interna en sus entrañas, en su reciente American Default hace un ejercicio similar. La curiosidad y una detectivesca obsesión académica son los motores que conducen la narración de esta historia relativamente ignorada. Esa sana curiosidad es el impulso que motiva esta historia. Persiguiendo el noble fin de contarla tal cual fue, la ágil pluma de Edwards nos lleva a conocer un entretenido capítulo de la historia económica y política de Estados Unidos. En definitiva, el economista, novelista y columnista logra convertir un libro académico en una animada novela. Es una historia real, con momentos y situaciones que parecen ficción.

     

    American Default, the Untold Story of FDR, the Supreme Court and the Battle over Gold, Sebastián Edwards, Princeton University Press, 2018, 288 páginas, US$22,23.

  4. Michel Foucault, genealogía de la libido

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    El último volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault, inédito por más de 30 años, estudia los orígenes de la concepción del deseo (la “carne”) y su control por parte de los cristianos. La psicoanalista francesa, biógrafa de Freud y Lacan, comenta la publicación, recién traducida al castellano.

    Cuando, en 1976, Michel Foucault publicó el primer volumen de su Historia de la sexualidad (“La voluntad de saber”), que se presentó como un estudio general de las técnicas políticas de control y de normalización de la vida, él anunció la puesta en obra de otros cinco volúmenes: “La carne y el cuerpo”, “La cruzada de los niños”, “La mujer, la madre y la histérica”, “Los perversos” y “Población y raza”. Los temas serán retomados en sus cursos en el Collège de France, pero ninguno aparecerá.

    En cuanto a su obra escrita, mientras tanto, ha dejado su reflexión inicial, la llamada “arqueología”, centrada en el siglo XIX, para interesarse en los maestros de la antigüedad griega y latina —Platón, Epicuro, Epicteto, Séneca, etc. — y en la manera en que ellos piensan la sexualidad como una experiencia de subjetivación basada en el dominio de los aphrodisia (“placeres”) y en la necesidad de la parrêsia (“valor para decir verdades que molestan”).

    Es con san Agustín que se concretizan a la vez el gran dogma cristiano del pecado original como el rechazo de una sexualidad considerada vergonzosa.

    Habiendo criticado ya la “hipótesis represiva”, según la cual el deseo había sido reprimido por la sociedad burguesa, Foucault optó por mostrar, de acuerdo con una perspectiva ahora “genealógica”, cómo se desarrolló, en los maestros grecolatinos y luego en el cristianismo primitivo, una técnica de vida que permite a la vez decir y controlar las prácticas del sexo. Dos volúmenes aparecen en la primavera de 1984 (El uso de los placeres y La inquietud de sí), mientras que el último (Las confesiones de la carne) queda sin acabar. Michel Foucault muere el 25 de junio de 1984, a la edad de 57 años.

    Es este cuarto volumen el que se publica ahora, magníficamente presentado y editado por Frédéric Gros. Foucault explora de manera minuciosa los textos de los Padres de los primeros siglos cristianos, desde Justino Mártir (100-165) hasta Agustín de Hipona (354-430), pasando por Tertuliano de Cartago (160-220). Y destaca hasta qué punto ellos se inspiran en la ética sexual de los filósofos paganos, cuya herencia adoptan para cuestionar las diferentes maneras de procrear, ser bautizado, hacer penitencia, casarse, considerar la virginidad o la abstinencia, en el respeto a las reglas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Evitar la fornicación y la concupiscencia y promover el reinado del alma sobre el cuerpo: tales son los preceptos a los que debe someterse el sujeto cristiano, un sujeto caído desde que la primera pareja de la Biblia fue expulsada del paraíso. Antes de la “caída”, dicen ellos, Adán podía procrear sembrando semillas, mientras que Eva conservaba su virginidad. Pero, castigados por Dios, uno y otra fueron condenados a enfrentar la muerte y perder todo control sobre el fuego del deseo.

    Hacer el amor con fines procreativos, sin placer ni goce: este será el credo del agustinismo posterior. Pero esta interpretación está bastante alejada de la complejidad del pensamiento agustiniano.

    Es con san Agustín que se concretizan a la vez el gran dogma cristiano del pecado original como el rechazo de una sexualidad considerada vergonzosa. Golpeado por gracia a la edad de 33 años, Agustín tuvo, durante su juventud cartaginesa, una intensa vida sexual con una compañera amada. Pero después de llegar a la península italiana, su madre lo obligó a contraer matrimonio con una rica heredera de 12 años. Luego tuvo una amante: “No puedo prescindir de una mujer en mi cama y eso me avergüenza”. Su conversión lo llevó, desde su regreso a África, a amar a Dios hasta el punto del desprecio a sí mismo con el fin de redimir su pasado de “fornicador”.

    Convertido en obispo de Hipona y doctor de la Iglesia, inventa una doctrina de la carne susceptible de combinar la procreación con la castidad: “Amad a vuestras esposas, pero amadlas castamente. Pedid el acto carnal solo en la medida necesaria para engendrar hijos…” (sermón 51). Hacer el amor con fines procreativos, sin placer ni goce: este será el credo del agustinismo posterior. Pero esta interpretación está bastante alejada de la complejidad del pensamiento agustiniano. Por supuesto, Foucault no pudo haber conocido las investigaciones recientes sobre esta cuestión.

    Sin embargo, él destaca, con razón, que Agustín en realidad procede a una “libidinización del sexo” al introducir el concepto de deseo (libido) en la enunciación de la ética sexual. Es más parecido a un permanente examen de sí mismo que a un simple control del alma sobre el cuerpo. Según Foucault, la revolución agustiniana consiste, por lo tanto, en pensar al hombre caído como un sujeto de derecho para entregar “fundamento, a la vez, a una concepción general del hombre de deseo y a una jurisdicción elaborada de los actos sexuales que marcarán profundamente la moral del Occidente cristiano”.

    En una conferencia de 1981 (recogida en Dits et écrits IV, 1994) Foucault evoca un diálogo que mantuvo con Peter Brown, quien sigue siendo el mejor biógrafo de san Agustín. Se preguntaba allí por qué la sexualidad se había convertido, en la cultura occidental, en el “sismógrafo” de nuestra subjetividad. Leyendo Las confesiones de la carne, uno piensa que el autor de la Historia de la sexualidad ha logrado responder, en gran parte, a esta pregunta que nunca se cerrará.

     

    Traducción: Patricio Tapia.

     

    Historia de la sexualidad 4. Las confesiones de la carne, Michel Foucault, Editorial Siglo XXI, 2019, 464 páginas.

  5. La mirada microscópica de Diamela Eltit

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    “Sus ojos son a los míos guardianes. Sus manos son a mis manos gemelas en su pequeñez. Con los dedos extremadamente afilados sus uñas aparecen límpidas filtrando el rosado de la carne que acentúa de esa manera su redondez”, dice la voz, suave y al mismo tiempo vibrante de Diamela Eltit, quien lee en un prostíbulo de la calle Maipú un fragmento de Lumpérica, la novela con la que irrumpirá en la literatura tres años después. La escena transcurre en 1980, cuando Lumpérica aún es un borrador, un manuscrito, un deseo. En el salón hay una enorme ponchera y está la cabrona, las mujeres y seis o siete invitados del ámbito cultural. También se han ido sumando vecinos y hasta niños que se asoman por las ventanas a escuchar a esa mujer de pelo corto que es filmada por una cámara mientras continúa su lectura, misteriosa e inquietante, que no se sabe si es una historia o poesía o una suerte de alucinación nocturna.

    A esas alturas Eltit ya tiene 31 años y ha formado parte del CADA, colectivo pionero a la hora de repensar los vínculos del arte con lo popular, lo social y lo político. Para no morir de hambre en el arte (1979), por mencionar apenas un ejemplo, recuperaba el ideal de Allende de que todo niño tomara “medio litro de leche” diario y subrayaba, a su vez, una carencia básica de la población chilena durante la dictadura.

    Pero la lectura en el prostíbulo fue la primera que ella daba en público sola. Era una forma de inscribir su obra –su proyecto narrativo– en los pliegues o resquicios de la sociedad. Y la verdad es que nunca, a lo largo de 35 años de trayectoria, su mirada microscópica –microscópica a lo Foucault– ha dejado de estar enfocada en esos cuerpos frágiles que circulan por los márgenes y que, por lo mismo, se cuentan entre los más asediados por el modelo neoliberal.

    En septiembre del año pasado obtuvo el Premio Nacional de Literatura, un reconocimiento que merecía de sobra si se piensa en la combinación única entre imaginación desbordada y aliento social, entre tejido ensayístico e imágenes poéticas, tan hermosas como aterradoras. Su narrativa alumbra espacios acotados: el hospital (Impuesto a la carne), el supermercado (Mano de obra), la población sitiada (Fuerzas especiales), la pieza-cárcel (Jamás el fuego nunca). No obstante ser novelas muy íntimas y clausuradas, son máquinas de pensamiento: además de abordar las relaciones madre-hija o de pareja o núcleos familiares desestabilizados, son novelas sobre el poder y la derrota, sobre la historia y sus heridas, sobre el Estado y los ciudadanos más vulnerables, sobre los sueños contrastados con la parda realidad.

    Su obra se ha convertido en el más acabado archivo de la devastación: entre los escombros, también se encuentran las preguntas que alumbrarán el porvenir.

    En Sumar, su más reciente entrega, los vendedores ambulantes, cansados del desprecio y la desconsideración, inician una marcha de 370 días rumbo a La Moneda, en lo que constituye la mayor manifestación popular del siglo XXI. La autora no lo dice, pero quizá sugiera que la precarización del trabajo hará de todos, en poco tiempo más, unos ambulantes: trabajadores que carecen de un puesto estable y que se convierten, sin saber cómo ni por qué, en explotadores de sí mismos.

    De la generación de narradores surgidos en los 80, Eltit posee otras dos cualidades que la distinguen. Primero, se ha posicionado como una intelectual pública, interviniendo en todo momento en los debates sobre educación, desigualdad, derechos humanos, aborto, feminismo y enfermedad, estableciendo en este último punto un cruce iluminador entre los males del cuerpo físico y los que afectan al cuerpo social. Emergencias, Réplicas y Signos vitales son los libros que cristalizan su vocación crítica.

    En segundo lugar, el ensayo ha sido también un terreno para desplegar su admiración y para establecer filiaciones con la tradición literaria chilena. Desde Marta Brunet hasta José Donoso, pasando por Carlos Droguett y Manuel Rojas, hay un linaje del que ella es su mayor heredera. En un momento en que los escritores chilenos decían venir de Henry James o que soñaban con ser tocados por el éxito del boom, sus ensayos mostraban que nuestra literatura no era un sitio eriazo. Será difícil y será ingrata, pero está lejos de ser un peladero.

    Esa dureza Eltit la vio muy temprano: una tarde, al salir del liceo en que hacía clases en la calle Marín, pasó caminando por un hogar de ancianos ubicado en Salvador. Estaban tratando de mover a una señora entre dos funcionarios. Eltit se quedó mirándola. Yo la conozco –se dijo–, la he visto en el diario, quizá en la solapa de una novela. Era María Luisa Bombal. Verla en esas condiciones, justo cuando estaba escribiendo Lumpérica, le permitió vislumbrar lo que podía ser el futuro de una escritora en Chile. Incluso de una gran escritora.

    Con 20 libros, entre novelas, crónicas y ensayos, Diamela Eltit ha confirmado que memorizar y escribir siguen siendo una forma de avanzar. Su obra se ha convertido en el más acabado archivo de la devastación: entre los escombros, también se encuentran las preguntas que alumbrarán el porvenir.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  6. La izquierda extraviada

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    Con una ironía exquisita y dardos dirigidos a Bourdieu, Foucault, Derrida y Deleuze, entre otros, Jean-Claude Michéa se ha convertido en uno de los pensadores más libres y originales de la escena intelectual francesa de hoy. Su gran obsesión es cómo el liberalismo económico defendido por la derecha se encuentra con el liberalismo cultural promovido por la izquierda, es decir, cómo la abolición de todos los límites para la expansión del mercado se topa con la idea de autonomía total, como si cada límite entorpeciera, en sí mismo, la idea de un mañana mejor. Este conflicto se aprecia en discusiones sobre el aborto o los inmigrantes, y ayuda a comprender por qué las élites progresistas están cada vez más desvinculadas de su fuerza histórica: el pueblo.

    por daniel mansuy

    Jean-Claude Michéa es uno de los autores más libres y originales de la escena intelectual francesa de las últimas décadas. Profesor de filosofía que no abandonó nunca la enseñanza escolar (un panadero no le vende pan solo a panaderos, argumentaba) y autor de unos 15 libros, Michéa pertenece sin duda a la raza de los erizos, para utilizar la célebre distinción de Arquíloco. En efecto, únicamente le preocupa un problema, que examina incansablemente bajo todos los ángulos posibles. La pregunta que lo obsesiona es, en sus propias palabras, la siguiente: “¿Por qué misteriosa dialéctica la izquierda y la extrema izquierda (que encarnaban en otra época la defensa de las clases populares y la lucha por un mundo decente) llegaron a asumir para sí las principales exigencias de la lógica capitalista, desde la libertad integral de circular en todos los sitios del mercado mundial, hasta la apología del principio de todas las transgresiones morales posibles?”. Para decirlo en términos criollos, ¿por qué Camila Vallejo y Giorgio Jackson suelen utilizar las mismas premisas que Axel Kaiser, cuando se supone que están en las antípodas? La pregunta es provocadora, y merece ser analizada cuidadosamente. Un libro reciente de Emmanuel Roux y Mathias Roux recorre la trayectoria intelectual del francés y ayuda a comprender el sentido de sus interrogaciones: Michéa l’inactuel. Une critique de la civilisation libérale.

    En este texto, Michéa considera fundamental detenerse en el origen histórico del proyecto liberal. Las raíces de este último pueden hallarse en las llamadas guerras de religión de los siglos XVI y XVII, cuya violencia habría generado una voluntad pacificadora. La idea era encontrar un mecanismo capaz de neutralizar el conflicto y eludir nuestras tendencias más belicosas. Para lograr este objetivo, los teóricos contractualistas recurrieron a una ficción antropológica: el estado de naturaleza. En dicho estado, el individuo es concebido como un sujeto que posee derechos, antes que cualquier vínculo con otro. Aquí reside, según el francés, la premisa individualista que subyace a buena parte del pensamiento moderno: somos mónadas cuya humanidad se define antes de entrar en contacto con otras mónadas.

    Si la izquierda se muestra favorable a la maternidad subrogada, arguyendo que cada mujer es “dueña de su cuerpo”, en los hechos amplía los límites del mercado, pues habrá un nuevo intercambio monetario a cambio de dicha prestación (como de hecho ocurre).

    Ahora bien, para ordenar a estos individuos separados, es indispensable encontrar algún tipo de regulación, sobre todo considerando que estos individuos tienden a ser envidiosos y agresivos. Sin embargo, esa regulación debe fundarse en un principio abstracto y neutro, pues de otro modo no cumpliría su fin pacificador (ya que el conflicto surge de nuestras distintas visiones sobre el bien). Aquí nos encontramos con los mecanismos encargados de pacificar nuestro mundo, en la medida que su funcionamiento aspira a prescindir de cualquier valoración subjetiva: el mercado y el derecho definen el proyecto de aquello que Michéa llama “una sociedad mínima”.

    Desde luego, el profesor de filosofía está lejos de ser un reaccionario, y sabe que este proceso posee dimensiones positivas. Sin embargo, tampoco debe olvidarse que se trata de un proceso fundamentalmente ambiguo, que no está exento de riesgos. En efecto, dicho proyecto tiende a olvidar que no puede concebirse una vida auténticamente humana en ausencia de arraigo, en ausencia de vínculos comunitarios, en ausencia de otros. El hombre separado del hombre es una abstracción, una robinsonada. Por lo mismo, el mercado y el derecho son insuficientes para dar cuenta de lo humano, pues tienden a ver átomos allí donde hay seres sociales. Y aquí reside también la confusión de la izquierda, que no duda en sumarse a una enorme empresa de demolición de todo aquello que no responda a la estricta autonomía del individuo aislado.

    Para explicar esto, el francés recurre al concepto orwelliano de doble pensamiento: cada vez que la izquierda promueve una liberación jurídica de las costumbres, permite una consecuente expansión del mercado. Así, por ejemplo, si la izquierda se muestra favorable a la maternidad subrogada, arguyendo que cada mujer es “dueña de su cuerpo”, en los hechos amplía los límites del mercado, pues habrá un nuevo intercambio monetario a cambio de dicha prestación (como de hecho ocurre). Para Michéa, el liberalismo económico defendido por la derecha (que exige la abolición de todos los límites para la expansión del mercado) y el liberalismo cultural promovido por la izquierda (que exige la abolición de todos los límites para el despliegue de la autonomía), son parte de una misma dinámica imposible de disociar. El caso de la inmigración es especialmente nítido, pues en ese debate suelen converger los economistas liberales (interesados en mantener una elevada oferta de mano de obra) y los intelectuales de izquierda (que sueñan con un mundo sin fronteras ni naciones).

    Mientras la idea de movimiento perpetuo fascina a las élites –sobre todo desde Mayo del 68–, los sueños del pueblo siempre están conectados con sus comunidades de origen.

    Como bien notan los autores de Michéa l’inactuel, estos dos tipos de liberalismo comparten algunos paradigmas. Por un lado, ambos asumen un imaginario dominado por la exaltación de la movilidad (que, como bien advirtiera Marx, es la característica propia del capitalismo: “Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado”). Lo fijo, lo arraigado, lo enraizado, equivale a un encierro tan peligroso como sospechoso. La idea es abrirse constantemente a lo otro y a lo distinto: de allí que el viaje se haya convertido en una especie de mantra contemporáneo. Si la movilidad ha de ser absoluta, es porque hemos perdido la noción misma de límite: el individuo contemporáneo ve en cualquier límite un atentado al despliegue de su autonomía. Emerge naturalmente una concepción prometeica de lo humano, que se funda en la promesa según la cual cada nueva transgresión esconde un mañana mejor.

    Si se quiere, aquí reside la distancia que separa cada vez más a las élites de las masas: mientras las primeras sueñan con una autonomía total y desvinculada, las segundas sienten apego por sus tradiciones y sus identidades. Mientras la idea de movimiento perpetuo fascina a las élites –sobre todo desde Mayo del 68–, los sueños del pueblo siempre están conectados con sus comunidades de origen. No es raro, en ese contexto, que la izquierda ya no logre captar la adhesión del pueblo, pues su agenda progresista no guarda ninguna relación con él. La izquierda suele indignarse por el auge de los llamados populismos de derecha, sin comprender que su propia actitud tiende a alimentarlos. Si Deleuze podía decir que, para superar el orden fundado en la libertad económica, se hacía necesario “ir aún más lejos en el movimiento del mercado”, Jean-Claude Michéa cree que eso solo refuerza en los hechos el dispositivo que se pretende combatir. Dicho de otro modo, la lógica de la vanguardia y de la emancipación infinita será siempre cooptada por el capitalismo, y la transgresión rebelde no es más que un modo más o menos disimulado de conformismo social (¿hay algo menos rebelde que declararse rebelde?). El motivo fundamental es, según el francés, que la izquierda “no termina nunca de comprender que la ilimitación del reino del valor de cambio requiere precisamente la liberalización completa de costumbres y la extensión indefinida de la esfera de derechos”.

    De aquí se sigue una serie de consecuencias dignas de ser notadas. El imperio del derecho, por ejemplo, tiende a retrotraernos a la guerra hobbesiana de todos contra todos, pues siempre podremos sentirnos víctimas de una nueva discriminación, y carecemos de cualquier elemento objetivo que pueda zanjar nuestras disputas. Así se explica la curiosa tendencia de las sociedades contemporáneas a codificar y regular hasta el delirio los más mínimos detalles de la vida común, al mismo tiempo que se aspira a aumentar los espacios de autonomía. De algún modo, y aquí Michéa recoge una vieja idea de Castoriadis, la sociedad capitalista solo subsiste en la medida en que hereda ciertos tipos humanos (el funcionario honesto, el ciudadano comprometido) que no puede recrear por sí sola, pues diluye cualquier fundamento que permita la emergencia de disposiciones portadoras de virtud.

    El francés no tolera, por ejemplo, el eterno discurso de la deconstrucción cultural, que supone sistemáticamente que en todo lo dado se esconde una opresión. Michéa piensa, por el contrario, que es precisamente desde las instancias que admiten el carácter limitado de lo humano que puede articularse algo así como una resistencia a la globalización capitalista.

    Solidaridad y gratuidad

    En este contexto, no es de extrañar que Michéa reserve sus dardos más venenosos –su pluma es de una ironía deliciosa– a toda la intelectualidad de izquierda (Bourdieu, Foucault, Derrida y Deleuze, entre muchos otros) que, desde hace décadas, ha enarbolado la transgresión de todos los límites y la superación de todas las identidades como el modo de combatir la cultura capitalista, sin nunca percatarse de que la estaba reforzando. El francés no tolera, por ejemplo, el eterno discurso de la deconstrucción cultural, que supone sistemáticamente que en todo lo dado se esconde una opresión. Michéa piensa, por el contrario, que es precisamente desde las instancias que admiten el carácter limitado de lo humano que puede articularse algo así como una resistencia a la globalización capitalista, y recurre a un nutrido grupo de autores para elaborar esta perspectiva crítica. Así, desfilan por sus páginas Guy Debord, Christopher Lasch, Marcel Mauss, Karl Polanyi y George Orwell. De este último toma el concepto de common decency, que busca reivindicar la existencia, en las clases populares, de un sentido innato de la solidaridad que la filosofía liberal no puede explicar ni promover.

    A partir de los trabajos de Mauss, Michéa le atribuye una importancia fundamental al concepto de don: lo humano estaría marcado por relaciones de gratuidad. Sin embargo, nada de esto cabe en las categorías que dominan la discusión contemporánea, categorías que solo ven individuos, y según las cuales el mercado y el derecho encarnarían algo así como el estadio último de la humanidad. Esto explica el extravío constante de la izquierda, que ha decidido abandonar la causa de los débiles, por una filosofía progresista que está condenada de antemano a ser capitalista.

    De más está decir que el pensamiento de Michéa ha sido objeto de polémicas muy duras (muy bien reseñadas en el último capítulo del libro mencionado). Los juicios del francés suelen ser exagerados y tiende a condenar de modo sumario a pensadores que merecerían un análisis más detenido. Pero, en rigor, el valor de los erizos reside precisamente en su capacidad de iluminar las cuestiones que los obsesionan. Michéa refresca todas las discusiones que aborda, pues su escritura no responde a ningún conformismo intelectual ni académico: es un hombre libre. Y esa libertad lo convierte en imprescindible.

  7. Los abismos de la Teoría Crítica

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    En una de las numerosas confrontaciones que el filósofo György Lukács tuvo con la Escuela de Frankfurt, acusó a Adorno y sus compañeros de refugiarse en el Gran Hotel Abismo. La imagen evoca a los miembros de la Escuela de Frankfurt en el balcón de un elegante hotel burgués, desde el cual, protegidos por la altura y las barandas, observan con distancia los sucesos de la calle. Rodeados y agasajados por una serie de lujos y comodidades, se despliega a sus pies un despeñadero, figura que para Lukács contenía los estragos causados por el capitalismo. Pero los pensadores de Frankfurt, inmunes a la crítica, no abandonan la protección de su guarida.

    Para Lukács, este cuestionamiento vale también para cierto marxismo occidental que no le parece más que una moda intelectual que, por su alto grado de abstracción, no logra penetrar en la vida política y social.

    La imagen del hotel y el abismo, de la idealización y la protección, seguiría persiguiendo a la Escuela de Frankfurt, movimiento teórico fundado por Leo Löwenthal, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, y al que se vinculan pensadores como Walter Benjamin, Erich Fromm y Herbert Marcuse, entre otros. Lo que se les cuestionaría una y otra vez a los frankfurtianos, y que sigue siendo el problema para muchos teóricos que en su sentido más amplio se consideran marxistas, es la distancia entre teoría y praxis, entre filosofía y política, entre abstracción y revolución, entre palabra y acción.

    Un Adorno ya entrado en la sesentena, reinstalado en su Alemania natal y trabajando en el Instituto de Investigación Social refundado en 1950, se ve complicado con los movimientos estudiantiles de fines de los años 60. No empatiza con los métodos desplegados por los jóvenes, que le recuerdan el fanatismo y la violencia que lo exiliaron de su patria en 1933. Los estudiantes, por su lado, no pueden entender que todo el pensamiento nuclear de la Teoría Crítica Frankfurtiana –vinculado a descreer de la autoridad y de la administración del saber, en pos de la conquista de libertad e independencia intelectual– ahora se atrinchera en las aulas, en lugar de apoyar la acción callejera: el cambio resulta imperioso.

    Adorno desde Frankfurt y Marcuse desde California debaten en su intercambio epistolar acerca de estos movimientos que vinieron a coronar esa gran década de transformaciones y rebeldía. Marcuse apoya a los estudiantes, convirtiéndose en un ícono, e intenta hacer entender a “Teddy” que está equivocado. Sobre todo respecto del episodio que volvió especialmente antipático a Adorno frente a los ojos de los estudiantes: cuando él y Horkheimer hicieron desalojar un salón ocupado por estudiantes movilizados por las fuerzas policiales. Más allá de los argumentos, Marcuse no logra comprender a su antiguo amigo y compañero ideológico. Y la situación en la universidad escala hasta el punto en que Adorno, para tratar de aplacar los ánimos, ofrece una conversación “dialéctica” al estudiantado, consistente en que los jóvenes le formulan preguntas y él las responde. Sin embargo, el acto se interrumpe por abucheos al profesor. En el auditorio se despliegan lienzos que lo desacreditan y acusan de conservador. El episodio termina cuando tres estudiantes mujeres se suben a la tarima, con sus pechos descubiertos, y rodeando a Adorno le tiran pétalos de flores. El filósofo se retira indignado y, para intentar recuperar algo de calma, viaja con su mujer, Gretel, compañera de toda la vida, a los Alpes, donde morirá de un infarto al corazón. Era el año 1969 y Theodor W. Adorno tenía 64 años.

    Los fundadores de la Escuela de Frankfurt demonizan la fuerza del capital, en circunstancias de que había sido este, precisamente, el que les posibilitó a sus hogares alcanzar una bonanza económica y un reconocimiento social que les aseguraba las opciones de estudiar y formarse.

    Herederos de Marx y Freud

    Este tipo de anécdotas, entretejidas con una revisión de las obras más importantes de la Escuela de Frankfurt y de los pensadores afines a ellos, dan vida a Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt, un ensayo cautivante y a ratos provocador del periodista británico Stuart Jeffries.

    A muchos ha fascinado esta historia de un grupo de jóvenes, pertenecientes a familias judías asimiladas, todos hijos de grandes empresarios y dueños de florecientes negocios, que, provenientes de distintas disciplinas, deciden constituir una cofradía intelectual, inspirados en sus lecturas de Marx y Freud, y atravesados por la decepción política tras el fracaso de la revolución socialista en Alemania. Jóvenes que confiaban en que la única forma de transformar la realidad era sometiéndola a un escrutinio que hiciera visibles las contradicciones del orden social. Y se encomendaban sin reservas a la multidisciplinariedad, antes de que el cruce de saberes se convirtiera en una especie de marca en el mercado académico.

    Aquí es donde nace la idea de una forma de pensamiento que se sigue repitiendo como si de una fórmula mágica se tratara, la de la teoría crítica; una teoría volcada hacia la transformación social, una crítica sin concesiones, que visibilice la creciente administración de la vida y la subyugación cada vez más completa a las medidas del sistema capitalista.

    La historia que relata Jeffries comienza en los albores del siglo XX, donde las familias Wiesengrün-Adorno, Horkheimer, Benjamin y Pollock llevan vidas más o menos similares en Berlín. En muchos casos, los fundadores de la Escuela de Frankfurt deciden acentuar sus raíces judías, si bien sus familias más bien las habían dejado atrás; también demonizan la fuerza del capital, en circunstancias de que había sido este, precisamente, el que les posibilitó a sus hogares alcanzar una bonanza económica y un reconocimiento social que les aseguraba las opciones de estudiar y formarse.

    Para Jeffries, este complejo de Edipo originario de la Escuela de Frankfurt será constitutivo de su pensamiento e ilustrativo de algunas de sus contradicciones irresolubles. A fin de cuentas, es con el dinero de estos negociantes asimilados que los hijos pueden materializar su proyecto intelectual.

     

    A fines de los 60 Herbert Marcuse se convirtió en un ícono de los estudiantes, al revés de lo que sucedía con Theodor W. Adorno.

     

    Los estudiosos que se reúnen en torno al Instituto de Investigación Social, bajo su primer director, Carl Grünberg, en 1924, también comparten el hecho de no haber combatido en la Primera Guerra Mundial. “Eran en su mayoría demasiado jóvenes, demasiado afortunados o demasiado astutos para servir durante la guerra en puesto alguno”, escribe Jeffries.

    Al convencimiento de que el proletariado alienado no podría nunca fungir como protagonista de una futura revolución social, se le suma en la misma década del 20 un antisemitismo cada vez más palpable y agresivo. Es a fines de esos años y comienzos de los 30 que los intelectuales de la Escuela de Frankfurt, sobre todo Adorno, vuelcan su interés más hacia el arte, como único refugio donde –desde la negatividad– podía ofrecerse alguna resistencia a un sistema que parecía condenado a reproducirse. Bajo la dirección de Horkheimer el Instituto se vuelve verdaderamente interdisciplinario y, a pesar del clima político –o quizás justamente debido a esas adversidades–, alcanza su momento más célebre: junto a Horkheimer y Adorno, se encontraban Leo Löwenthal, Erich Fromm y Herbert Marcuse. Además, Walter Benjamin, Ernst Bloch, Siegfried Kracauer y Wilhelm Reich colaboraban desde sus diversos ámbitos.

    A comienzos de la década del 30 y cada vez más amenazados por el nacionalsocialismo, los frankfurtianos se dedican a pensar las condiciones de posibilidad del auge de una figura como Hitler, el vínculo de su éxito con la tecnología y la utilización de recursos estéticos por parte del régimen nazi. Nada, sin embargo, los salvará de que en el año 1933 la policía cierre el Instituto y comience el éxodo de sus integrantes.

    El exilio

    Quizás otro de los episodios más fascinantes de esta historia contada por Jeffries sea el exilio norteamericano de varios de los intelectuales de la Escuela de Frankfurt. Incluso sus figuras emblemáticas, Horkheimer y Adorno, escriben en EE.UU. la obra más conocida de la Teoría Crítica, su Dialéctica de la Ilustración.

    Con una pasada por Nueva York, Horkheimer y Adorno se establecerán ya en los 40 en California, donde coincidieron con un grupo importante de exiliados alemanes, entre otros, Thomas Mann, Arnold Schönberg, Bertolt Brecht y Fritz Lang. Una fuerza de atracción algo voyerista y mórbida resulta de imaginarse a este grupo de alemanes en Los Ángeles, en muchos sentidos una de las ciudades emblemáticas de la cultura norteamericana, que no lograban adaptarse al ambiente que los rodeaba y que añoraban el viejo mundo, a pesar de que este se hundía en la barbarie.

    La Dialéctica de la Ilustración articula una crítica a la razón ilustrada, devenida razón instrumental sin capacidad de cuestionarse a sí misma y por lo tanto reproductora de un pensamiento mítico incuestionable, con un análisis descarnado de Hollywood y de supuestas formas artísticas subyugadas a la industria cultural.

    La Dialéctica de la Ilustración articula una crítica a la razón ilustrada, devenida razón instrumental sin capacidad de cuestionarse a sí misma y por lo tanto reproductora de un pensamiento mítico incuestionable, con un análisis descarnado de Hollywood y de supuestas formas artísticas subyugadas a la industria cultural.

    Solo esta profunda incapacidad de adaptación y la nostalgia de los modos europeos en su más amplio sentido, hacen comprensible el regreso de Adorno y Horkheimer a su Alemania natal, donde en 1950 el Instituto reabre sus puertas en Frankfurt, con los dos autores de la Dialéctica en calidad de codirectores. La situación para los regresados del exilio no era fácil. Alemania negaba su pasado reciente, y el pesimismo de Adorno en su pensamiento no contaba con muchos adeptos. Ni siquiera a los sobrevivientes de Auschwitz, como a Jean Améry, la famosa aseveración de Adorno de que la poesía no era posible después del Holocausto, les parecía una manera fructífera de impulsar la reflexión sobre lo ocurrido.

    Para comprender la responsabilidad alemana en la matanza sistemática de judíos y los estragos de la Segunda Guerra Mundial, los jóvenes se arriman a las teorías de Marcuse, que parecían abrir un horizonte más optimista que las ideas de Adorno. Quizás la suplantación de la figura de Adorno por la de Habermas en la segunda generación de la Escuela de Frankfurt, refleje también esa necesidad de una teoría más constructiva, que recupere algo de la confianza en el diálogo y la comunicación.

    La historia de la Escuela de Frankfurt, de alguna manera, no es una historia feliz, y así lo muestra Jeffries en el recorrido exhaustivo que hace por sus tramas. Cuando al final de su libro retoma el planteamiento que hiciera Jameson, al proponer que “la pregunta sobre la poesía después de Auschwitz ha sido reemplazada por la de si es posible soportar la lectura de Adorno y Horkheimer al borde de la piscina”, abre un horizonte sombrío.

    El mundo que a fines de los años 40 dibujaran Horkheimer y Adorno en su Dialéctica parece haberse acentuado. Por un lado, vivimos en una sociedad cuyo volcamiento al consumo es innegable. Por el otro, la academia con su paperización, su obsesión por los índices y las indexaciones, la financiación casi exclusiva de la investigación vía proyectos concursables y la fijación en los rankings, calza absolutamente con lo que vaticinaban los frankfurtianos: el conocimiento se mide por su funcionalidad, siguiendo una lógica más reproductiva que creativa. El arriesgarse no forma parte de las actitudes valoradas al momento de adentrarse en el saber. El conocimiento es “producido”, como si de cualquier otra mercancía se tratase, y ya varios académicos e investigadores se han convertido en marcas a transar en el mercado, apoyados por plataformas y redes sociales en las que sube y baja su valor según la productividad y la pertenencia a redes.

    Si bien el tono de Horkheimer y Adorno puede parecer en ciertos pasajes anacrónico, la agudeza con que observaron la realidad que se estaba gestando es sorprendente. Y si el diagnóstico realizado no era bueno, el pronóstico que podemos aventurar hoy tampoco es mucho mejor. Quizás, incluso, se ha añadido un agravante: hoy en día pareciera formar parte del buen tono cierto pesimismo y desconfianza de los intelectuales respecto de su propio quehacer, como si nos acomodáramos en el malestar. Y cada vez resulta más difícil formar comunidades de pensamiento, desde las cuales elaborar una crítica conjunta, atomizados y atrincherados, como estamos, en nuestras pequeñas parcelitas del saber concursable.

     

    Imagen de portada: Horkheimer junto a Adorno en Heidelberg (1965).

     

    Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt, Stuart Jeffries, Turner, 2017, 496 páginas, $23.800.

  8. Carta abierta al Presidente Sebastián Piñera sobre la visita de Jair Bolsonaro

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    Santiago de Chile, 21 de marzo de 2019.
    Carta abierta al señor Presidente de la República
    Exmo. Señor Sebastián Piñera y Señora Cecilia Morel
    Presidencia de la República de Chile
    De mi consideración:

    He recibido su invitación a participar en un almuerzo en La Moneda con ocasión de la visita del Presidente de Brasil Señor Jair Bolsonaro.

    Brasil es un país que he aprendido a admirar profundamente en su historia, su gente, su diversidad social, étnica, cultural a lo largo de treinta años de trabajo como investigadora en diversos estratos de su población, a lo largo y ancho del territorio. Tengo premios internacionales en relación a ello.

    Digo esto para explicarles mi negativa a participar del almuerzo en honor al Presidente Bolsonaro al que me invitan.

    No voy a referirme a las desafortunadas y ya divulgadas expresiones del Presidente Bolsonaro relativas a la mujer, sus discriminadoras frases respecto de otros géneros y etnias que no respondan a su concepción de superioridad del sujeto hombre (macho), blanco, heterosexual y occidental. Responden a una pérdida de privilegios, a la amenaza que se percibe en el empoderamiento logrado por estos sectores en las últimas décadas, como bien lo ha señalado la analista brasileña Eliane Brum. Tampoco a sus afirmaciones sobre la tortura y la muerte, que de tan graves caen en la caricatura.

    Los últimos veinte años los he dedicado a la Amazonía, esa tierra paradisíaca que vio Euclides da Cunha, en donde el ser humano es “un intruso impertinente”. Como es sabido más allá de su riqueza cultural, se trata de un lugar de yacimientos minerales enormes. De uno de los mayores reservorios de biodiversidad del planeta, fundamental para su equilibrio climático, que, de acuerdo a un estudio reciente de la Universidad de Leeds, desde 1980 ha absorbido aproximadamente 430 millones de toneladas de carbono por año, es decir, cuatro veces las emisiones del Reino Unido. En medio del aumento del calentamiento global, el Presidente Bolsonaro apunta al retiro de su país del tratado de París y se suspende la Cumbre del Clima (COP25) con sede en Brasil, que dice relación con esto, lo que significa negar su importancia.

    Sus proyectos empresariales en relación a la Amazonía no encierran menos peligro. Su intención es desarrollar la Amazonía “improductiva” y “desértica” a través de megaproyectos como el llamado Barón de Rio Branco en el río Trombetas. Construcción de represas y carreteras que favorecen a los cultivadores de soya, sus apoyos electorales. No existen para él las comunidades indígenas ni quilombolas que a través de decenas de años de lucha y cientos de años en el lugar han logrado demarcar sus tierras. Ya no hay protección. La institución demarcadora ahora es el Ministerio de Agricultura. El lobo cuida las ovejas. Las tierras públicas pasan a manos privadas y se abre la Amazonía a la explotación de soya, ganado y minerales. Estas decisiones ya tienen antecedentes en ese país: comienza la destrucción de la selva y el curso de los ríos, con sus consecuencias, la entrada de los taladores ilegales, la minería ilícita, la ganadería destructora, como lo fue en Acre con la desaparición de los castañales, los robos de madera con camiones sin patente por la selva y los troncos flotando sobre los ríos. El paraíso se vuelve infierno, y ese infierno nos incorpora a todos.

    No voy a extenderme, señor Presidente. Solamente quiero explicar por qué no asistiré a la invitación al almuerzo del día sábado 23 de marzo de 2019, en La Moneda, en honor al Presidente Bolsonaro, al que tan gentilmente ustedes me invitaron.

    Le saluda atentamente

    Ana Pizarro

    Doctora de la Universidad de París
    Ex-Académica de la Universidad de Santiago de Chile

  9. En torno al privilegio y el mérito

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    ¿Cómo es posible que en nuestro país conviva una serie de estudios que revelan la escasa movilidad social que existe con un discurso de cierta élite que invoca, una y otra vez, el valor del esfuerzo y la creatividad como elementos fundamentales para el éxito profesional? La respuesta es compleja, un nudo en el que se encuentran tradiciones, discursos políticos, realidades económicas y percepciones individuales. Aunque los hallazgos indiquen la persistencia de la desigualdad, hay quienes insisten en lo contrario.

    por óscar contardo

    Hace 10 años publiqué Siútico, un libro sobre las arbitrariedades de las jerarquías sociales y la manera en que una élite dispone de una economía del respeto altamente codificada. Por “economía del respeto” me refiero a reglas y normas no escritas a las que somete a los individuos que pretendan acercarse a la cúspide social, y que esencialmente distingue entre los merecedores de respeto y los dignos de sospecha. En esa voluntad de escalar siempre habrá un atrevimiento, un ansia que rápidamente es controlada por custodios voluntarios de los límites: quienes no cumplan con los requisitos adecuados no merecerán ser tomados en cuenta, incluso serán carne de burla.

    Pero, ¿cuáles son esos requisitos que distinguen a unos de otros? Una serie de atributos que no dependen de la persona, ni de sus talentos o trabajo, sino de su origen de nacimiento y de las consecuencias que acarrea ese origen en Chile: aspecto físico más o menos europeo, un rostro más o menos mestizo; apellidos vinculados a determinado linaje históricamente hegemónico en la historia del país; el colegio y la cercanía con un ambiente específico de privilegios.

    Ese origen siempre será fácilmente rastreable para los encargados de guardar las barreras; mal que mal, se trata de un país con poca población, aislado, en donde existe solo una gran ciudad y, por lo tanto, un único centro de poder, sin contrapeso, que es el que habita la clase dirigente.

    El libro Siútico seguía la historia de una palabra burlona local, aplicada usualmente a quienes aspiraban a medrar socialmente, es decir, quienes serían sometidos a la inspección de los guardabarreras que incluso habían acuñado esa expresión para señalarlos y mofarse de ellos.

    El libro Siútico seguía la historia de una palabra burlona local, aplicada usualmente a quienes aspiraban a medrar socialmente, es decir, quienes serían sometidos a la inspección de los guardabarreras que incluso habían acuñado esa expresión para señalarlos y mofarse de ellos. Eso hicieron los enemigos del Presidente Balmaceda, cuando decidió nombrar en el gabinete a ministros de un origen distinto al habitual: eran los Balmasiúticos. Del mismo modo fueron apodados quienes se enriquecieron con las minas de plata y el comercio en el siglo XIX, la clase media ilustrada del siglo XX y los inmigrantes italianos, árabes y judíos que hicieron fortuna en un par de generaciones, logrando notoriedad no solo comercial, sino también académica, profesional y política. De hecho, uno de los aspectos que más me llamó la atención durante la investigación del tema era la cantidad de leyendas que circulaban entre personas de clase alta, que tenían como tema la humillación de los advenedizos. Entendí que la función de esas leyendas era doble: por un lado, reforzaban el sentido de pertenencia de quienes conocían esas historias y podían relatarlas con pelos y señales; el solo hecho de transmitirlas les daba un estatus especial que disfrutaban compartiendo conmigo. El segundo valor era dejar establecida una advertencia: esto les pasó a los que se atrevieron a irrumpir en un círculo que, supuestamente, no les correspondía.

    Mientras preparaba el libro, era curioso comprobar el modo en que esa pequeña historia social lograba ensamblarse perfectamente con los estudios de investigadores que desde su disciplina –economía, sociología– estudiaban las dificultades que tenían los estudiantes de ingeniería comercial que no contaban con los atributos de origen, para lograr cargos gerenciales o directivos. Desde fines de los 90, la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile difundía cada tanto un hallazgo en ese sentido: de un lado, alumnos mediocres pero de un origen familiar privilegiado no enfrentaban ningún obstáculo para encumbrarse; del otro lado, alumnos brillantes académicamente no encontraban un lugar en las gerencias ni menos aún en los directorios.

    Ya en 2003, un estudio privado indicaba que para llegar a “posiciones de liderazgo” en grandes empresas se necesitaba haber estudiado en alguno de los 10 colegios más prestigiosos del país. Ninguno de esos establecimientos era subvencionado, ni menos aún público: sus alumnos eran los hijos de padres que también habían estudiado allí o de familias que tenían los recursos para costearlos. Todos esos colegios quedaban en alguna de las cuatro comunas más ricas del país. Es decir, un área incluso geográficamente restringida a una parte de la capital. A partir de los años dos mil, los estudios sobre la pertenencia social de quienes ejercían el poder se multiplicaron y demostraban, una y otra vez, que se trataba de un círculo pequeño que había estudiado un par de carreras profesionales en un puñado de universidades. Las excepciones, escasas, eran mostradas como ejemplos de un supuesto cambio a cuentagotas frente a los índices de desigualdad extrema que ponían a Chile en el grupo de países con peor distribución del ingreso del mundo.

    Ya en 2003, un estudio privado indicaba que para llegar a “posiciones de liderazgo” en grandes empresas se necesitaba haber estudiado en alguno de los 10 colegios más prestigiosos del país. Ninguno de esos establecimientos era subvencionado, ni menos aún público: sus alumnos eran los hijos de padres que también habían estudiado allí o de familias que tenían los recursos para costearlos.

    Una destacada abogada me dijo, luego de leer Siútico, que pese a haber ganado los principales premios de su generación en la Escuela de Derecho más prestigiosa del país, no se le hizo fácil encontrar un trabajo a la altura de sus logros. Aunque postuló a todos los estudios privados más importantes de Santiago, nunca fue considerada. Cumplía con los requisitos académicos, pero no con los sociales. A la larga emigró y pudo hacer una carrera en Europa.

    Un testimonio similar me dio otro hombre que me escribió desde Estados Unidos para contarme que él había sufrido algo parecido, pero como profesional técnico. Me dijo que había iniciado su carrera en un hotel de Santiago. Su gestión fue exitosa. Trató de ascender, pero no lo lograba, hasta que una compañera de trabajo revisó su currículum y le advirtió el error: anotaba como residencia la dirección de sus padres, en una comuna popular de Santiago. Cuando cambió ese detalle, logró un mejor empleo. Luego se fue de Chile.

    ¿Ha cambiado Chile en estos 10 años?

    Muy poco. Quizás el principal cambio es que cada vez hay más mediciones que confirman la brecha, dan nuevos datos sobre los alcances de la desigualdad y relacionan esas distancias con síntomas como la desconfianza en las instituciones. Así lo hizo en 2015 el Centro de Estudios para el Conflicto y la Cohesión Social (COES), que agrupa a investigadores de cuatro universidades. Entre los hallazgos del informe difundido ese año se contaba uno particularmente interesante: por una parte, el 93% de los encuestados indicaba que el esfuerzo era esencial para progresar y que el origen social era secundario; por otra parte, la mayoría pensaba que las personas no obtenían lo que se merecían por su trabajo y solo un 23% creía que existía igualdad de oportunidades. De alguna manera, los chilenos parecían convivir con dos percepciones que entraban en conflicto, pensaban al mismo tiempo que lo principal es el trabajo para progresar, pero que no existía una retribución para el esfuerzo.

    Capitalismo jerárquico

    En 2016, el economista Ricardo Hausman, profesor de Harvard, escribió en su cuenta Twitter la siguiente declaración: “¿Por qué Chile no crece? Porque está lleno de chilenos”.

    Hausman explicó que el nuestro no era un país con inmigrantes, dando a entender que eso era necesario para prosperar económicamente. Por defecto, estaba aludiendo a que la población interna, la de siempre, no estaba culturalmente orientada a aceptar nuevas ideas o provocar cambios necesarios para que el país avanzara hacia nuevos estados de desarrollo. La economía era el síntoma de una mentalidad establecida, de una cultura del poder que castigaba lo nuevo, lo distinto, lo crítico y lo juzgaba como algo indeseable, desdeñable, algo que se tenía que evitar o que había que dominar rápidamente a través de distintos métodos, todos ellos relacionados con el origen de clase.

    El economista del MIT Ben Ross Schneider añadiría tiempo después otra manera de mirar el mismo fenómeno, al advertir en una entrevista que Chile era un ejemplo clásico del “capitalismo jerárquico”, distinto de aquel capitalismo del sudeste asiático o de Estados Unidos. Esta variante, muy común en Latinoamérica según Schneider, tiende a privilegiar la explotación de materias primas, y a inhibir la investigación y el desarrollo, iniciando una cadena productiva que solo reproduce lo que siempre se ha hecho: extraer piedras, cortar madera, atrapar pescados, podar frutales y criar vacas. La versión jerárquica del capitalismo frena las especializaciones de los trabajadores de los sectores medios y populares, y mantiene el dinero y el poder en los grupos tradicionalmente privilegiados. Según esta descripción, el ascenso tiene, además de las vallas culturales asociadas al estatus y el origen de clase, barreras económicas estructurales muy difíciles de superar. Todo indica que llegar a la cumbre es imposible desde la base, primero porque el camino es demasiado escarpado y segundo porque la misma cumbre no se deja ver. Eso se desprende de las declaraciones del economista Dante Contreras, que en agosto de 2018 fue entrevistado en La Segunda sobre el tema. El título de la nota era “La desigualdad que estamos registrando está subestimada”. Frente a la pregunta sobre el aumento en la desigualdad que mostró la última encuesta Casen, el economista respondió:

    Invocar la meritocracia desde el balcón de los privilegiados es una actividad que se volvió costumbre no solo en Chile, y ha sido criticada desde distintos flancos. El sociólogo norteamericano Shamus Khan describe esta actividad como una especie de autojustificación de las élites, una forma de validarse a sí mismas.

    —La Casen mide muy mal los ingresos altos. La tasa de respuesta en las comunas de más altos ingresos está cerca de 30%. Eso lleva a que las medidas de desigualdad sean cuestionables. El uso de datos administrativos, como los del Servicio de Impuestos Internos, es más adecuado.

    —Pero si se mide mejor la clase alta, ¿la desigualdad podría ser mayor?

    —Sí. A mi juicio, la desigualdad que estamos registrando desde mediados de los 2000 está subestimada.

    Pese a estos antecedentes, si hay algo que ha prosperado en las últimas décadas en Chile es el discurso de la “meritocracia” como pasaporte a la prosperidad, sobre todo en los ámbitos políticos conservadores de centro derecha: según sus principales dirigentes la clave para la movilidad social está en esforzarse, estudiar mucho, trabajar más y triunfar. El Estado debe entonces brindar oportunidades.

    La pregunta que surge entonces es: ¿cómo es posible que conviva una descripción de los hechos tan hostil a la movilidad social, con un discurso de cierta élite que invoca una y otra vez el valor del mérito como fundamental para la movilidad social? La respuesta a esto es compleja, un nudo en el que se encuentran tradiciones, discursos políticos, realidades económicas y percepciones individuales.

    Desde el balcón

    Invocar la meritocracia desde el balcón de los privilegiados es una actividad que se volvió costumbre no solo en Chile, y ha sido criticada desde distintos flancos. El sociólogo norteamericano Shamus Khan describe esta actividad como una especie de autojustificación de las élites, una forma de validarse a sí mismas. A través del concepto, mantienen inalterable el statu quo y a la vez intentan convencer al resto de que su situación es el resultado del trabajo duro que han hecho a lo largo de sus vidas, y no sencillamente una condición heredada que los dispone en sitiales llenos de oportunidades. De hecho, durante su campaña presidencial, Donald Trump maquilló su biografía, sugiriendo que nunca recibió la millonaria herencia paterna que tuvo como base para construir su propio imperio económico. Localmente, el millonario Francisco Javier Errázuriz repitió hasta el hartazgo que su fortuna la había iniciado vendiendo pollitos desde niño y no gracias a su pertenencia social.

    Esta idea –en cuyo núcleo mismo yace la desigualdad, según Khan– es posible de pispar en entrevistas a los herederos de las grandes fortunas en donde suelen insistir lo mucho que han trabajado, sugiriendo de paso, que si todos fueran tan laboriosos como ellos, seguramente lograrían fortunas similares.

    Estos ejemplos demuestran que la percepción de la propia realidad individual puede ser un asunto diferente al de la realidad de los hechos. Un espejo curvo que deforma el reflejo.

    Es común en el discurso público chileno que personas que nacieron en familias de clase alta, fueron a colegios privados caros y a facultades elitistas, se pongan ellos mismos de modelos a seguir, como forjadores abnegados de su propio destino. Lo dicen incluso frente a personas de ingresos medios, aquellos que viven con pánico de que sus hijos acaben estudiando en una escuela municipal.

    “Entre el primer decil y el noveno, la gente se mueve. De la clase baja a la media. Pero pasado el décimo decil, no. Allí hay barreras de cierre que no son muy franqueables en una generación. Tomaría entre tres y seis generaciones lograrlo”, dice el investigador del Instituto de Sociología de la Universidad Católica Juan Carlos Castillo.

    ¿Por qué recrear una fantasía tan irracional?

    Porque pueden hacerlo. Y porque, por lo general, nadie los enfrentará en las contradicciones de sus discursos: hacerlo significaría caer en la ignominiosa categoría del “resentido social”. En Chile tratar a alguien de “resentido” es la manera más eficaz para acallar la crítica o incluso el mero hecho de constatar las injustas desigualdades. Una cosa es que esas desigualdades existan, otra que se perciban y una última que se describan.

    Realidad y percepción son dos dimensiones que tienen puntos de unión, pero que se mueven independientes, como una puerta de dos hojas.

    En el seminario titulado “Los cambios del poder”, organizado en agosto de 2018 por el diario La Tercera, la historiadora Lucía Santa Cruz dijo durante su intervención que en Chile “la clase ya no es un factor persistente que condiciona la existencia”. Añadió que en las últimas décadas se había avanzado desde un país con amplios números de pobreza a ser “un país de clases medias”. Aseguró que Chile pasó a ser una sociedad más moderna, en la que “predomina un sistema de premios al esfuerzo, al mérito y a la capacidad”, y donde “la composición de los diversos grupos está en permanente flujo”.

    Cuando leí su comentario recordé una nota de prensa de principios de 2018 que anunciaba el gabinete de Sebastián Piñera. El artículo hacía hincapié en los colegios en los que habían estudiado los ministros recién nombrados: eran los mismos colegios de los que solían salir los directivos de las grandes empresas. La historiadora parecía querer extender el incuestionable mejoramiento material de las condiciones de vida de los chilenos más pobres en las últimas tres décadas, a un ámbito muchísimo más complejo, como es el del ascenso social a la élite.

    El investigador del Instituto de Sociología de la Universidad Católica Juan Carlos Castillo, indagó en el ámbito de las percepciones de la desigualdad. Castillo, quien también es parte del COES, me explicó que pese a la frecuencia con que se usa el término “meritocracia”, no es un concepto muy desarrollado: “En sociología se encuentran uno o dos libros súper antiguos sobre la meritocracia. Pero nadie se dedica a investigar qué es lo que se entiende por meritocracia, qué es lo que hay detrás”.

    –¿Qué sería, exactamente, una sociedad meritocrática? –le pregunté.

    –Creo que se asume que existe meritocracia donde existe movilidad social. El tema es cuánta movilidad social se tiene que dar, y la verdad es que investigación sobre ese punto hay muy poca –agregó Castillo, quien a través de estudios y encuestas ha logrado constatar un hecho que él califica de “contra-intuitivo” y que se repite en distintas sociedades con mayor o menor intensidad: las personas que más perciben desigualdad salarial no son las más pobres, sino las más ricas, las que cuentan con mayores ingresos.

    Según él, esta distorsión se explicaría porque para las personas de menos ingresos y con poca educación es muy difícil percibir cuánto sería el salario de un gerente de una empresa. Muchos no pueden siquiera llegar a imaginar un ingreso mensual tan alto como el que efectivamente puede llegar a recibir un ejecutivo bien remunerado. Otra explicación probable es de orden psicológico: para quienes tienen ingresos muy bajos sería difícil vivir el día a día sabiendo que alguien gana 15 o 20 millones mensuales. Sea como fuere, esta brecha entre la percepción de desigualdad y la desigualdad real ha disminuido en la última década: las personas en la base de la pirámide perciben cada vez con mayor precisión la diferencia que hay entre sus propios ingresos y los ingresos de quienes están en la cúspide de la pirámide. Le pregunté a Castillo si han logrado constatar la existencia de movilidad entre la base de la pirámide y la cúspide. Me explicó que dependía de los puntos de partida y los puntos de llegada: “Hay movilidad entre los segmentos de la base de la pirámide, pero también hay barreras infranqueables. Esto se suele graficar en términos muy brutales en deciles. Entre el primer decil y el noveno, la gente se mueve. De la clase baja a la media. Pero pasado el décimo decil, no. Allí hay barreras de cierre que no son muy franqueables en una generación. Tomaría entre tres y seis generaciones lograrlo”. Un rango de tiempo equivalente a 180 años, casi tanto como la propia historia de nuestra República.

  10. Un gran desorden bajo el cielo

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    El subtítulo del libro, “Crónicas del año en que actuamos peligrosamente”, se refiere a 2016. Fue el año en que los populismos de derecha golpearon la mesa y también el año en que Žižek, para indignación de muchos y admiración de pocos, postuló que un triunfo electoral de Trump auguraba un escenario “menos peor” que el de Clinton. Desde entonces la pregunta, pronunciada con cierto hartazgo, se ha vuelto recurrente: Bueno, ¿y qué propone Žižek?

    Nada ha creado la izquierda del siglo XXI que pueda presentar como alternativa al capitalismo globalizado.

    En este conjunto de ensayos, que amplía algunos ya publicados y presenta otros inéditos, Žižek termina de esclarecer su propuesta: “Asumir completamente la desesperanza”. Esto es, dejar atrás la “cobardía teórica” que sobrevino en la izquierda tras el fin de la historia, y que se expresa en el compulsivo hábito de vislumbrar “la proverbial luz al final del túnel”. Aun viendo, o no queriendo ver, que el único tren en marcha es el que viene en dirección contraria. Que los nichos académicos de “teoría radical” son tolerados por el poder porque sus ideas ladran pero no muerden. Que la falta de coraje reprochada a los políticos ha sido una excusa de muy baja ley para soslayar una carencia ante todo intelectual: nada ha creado la izquierda del siglo XXI que pueda presentar como alternativa al capitalismo globalizado.

    Lo que sí ha creado son esperanzas, promesas de “revolución sin revolución” que Žižek se apresta a desmontar con los oficios de una mente brillante y una prosa apenas distanciada de la exposición oral. Como de costumbre, los grandes eventos políticos son desentrañados con la ayuda de chistes idiosincrásicos, películas de ciencia ficción y ensayistas de todo el mundo a los que el autor cita in extenso, para luego proceder a rebatirlos. Hegeliano y lacaniano, es decir, maestro en el arte de ponerlo todo al revés, su estrategia aquí es invariable: zambullirnos en un torbellino de inversiones dialécticas (la “verdadera pregunta” siempre es otra), para demostrar que vivimos una época de “pseudoconflictos”, de falsos antagonismos que han despolitizado los verdaderos.

    Žižek concluye que las luchas antirracistas y antisexistas –cuyo potencial emancipador no pone en duda− simplemente no están disponibles para congeniar intereses con los trabajadores precarizados del mundo.

    Sería así como las disputas en torno al terrorismo, la inmigración o la sexualidad han conseguido desplazar hacia la agenda liberal “humanitaria”, o hacia un espurio “choque de civilizaciones”, los antagonismos derivados de una división de clases a escala planetaria, a la que hoy solo podría desafiar un proyecto que regenere el ideal igualitario y en una perspectiva también global. Se adivina ya el conflicto que esto plantea al interior de la izquierda: “Debemos enfrentarnos a las limitaciones de las políticas de identidad, privándolas de su estatus privilegiado”.

    Tras revisar sus posiciones, Žižek concluye que las luchas antirracistas y antisexistas –cuyo potencial emancipador no pone en duda− simplemente no están disponibles para congeniar intereses con los trabajadores precarizados del mundo. Constatar que la agenda trans copaba los medios progresistas en los meses previos a la victoria de Trump, le sugiere que la izquierda liberal se ha concentrado en “apartheids culturales y sexuales recién descubiertos tan solo para encubrir su completa inmersión en el capitalismo global”, a la manera del neurótico obsesivo que le habla sin pausa al psicoanalista para no dar espacio a la pregunta incómoda. Los teóricos del multiculturalismo, ejemplifica, “oficialmente promueven el mantra de sexo-raza-clase”, pero siempre se las arreglan para excluir la dimensión de clase. Así, para la izquierda ya no existen “trabajadores”, sino turcos en Alemania, argelinos en Francia, mexicanos en Estados Unidos. Se acabó, por fin, la explotación de clases: solo queda acabar con la “intolerancia a la Otredad”.

    Bajo este abandono del enfoque marxista subyace otro más profundo: la renuncia al universalismo, piedra angular del ideal igualitario −desde el Nuevo Testamento a la fecha− y que la izquierda ha preferido reconocer como patrimonio del capitalismo, bajo la ingenua divisa de combatirlo en claves comunitarias o “alternativas”. Algunos intentan disputarle a la derecha las pasiones nacionalistas (“una lucha ridícula, perdida de antemano”), llamando a anular los acuerdos comerciales cuando se trata de reformularlos. Otros oponen al individualismo las tradiciones de sociedades “armoniosas”, pero más jerárquicas que cualquiera del Primer Mundo. Seducida por estas fuerzas centrífugas, alega Žižek, la izquierda occidental ha logrado que sus discursos exhiban menos vocación universalista que los planes de Boko Haram.

    Es en todo este contexto de evasión que Trump sería el síntoma, pero Clinton la enfermedad: arrancar del peligro inmediato –Trump o sus sucedáneos− al precio de blindar un statu quo que nos aproxima a catástrofes ecológicas, sociales y geopolíticas.

    Todos los caminos de El coraje de la desesperanza conducen a la frustrada experiencia del gobierno griego de Syriza, que el autor demuestra conocer en detalle (cita a Varoufakis a título de “comunicación personal”). Allí se evidenció que las medidas de lo posible, en el mundo actual, están fuera del alcance de un gobierno democrático de izquierda: sus ideas no se pueden aplicar al interior de un país (o se fugarían los capitales), ni tienen cabida en los organismos económicos multilaterales, nebulosas entidades que hoy, según intenta probar Žižek, gobiernan el mundo tal como el Partido Comunista gobierna China: subyugando a las instituciones visibles del Estado para usarlas como fachada de sus propias decisiones.

    Pero el “falso radicalismo” de izquierda, una vez más, eligió la salida fácil: acusar a Syriza de “traición”. Frivolidad que el filósofo remite a un mal ya no de la izquierda, sino de la época: huir de todo problema objetivo por la vía de reducirlo a percepciones subjetivas. Sería la impronta narcisista del sujeto contemporáneo, intolerante al peligro de existir e inserto en comunidades electivas que no obligan, como las antiguas, “a encontrar mi camino en un mundo vital preexistente y no elegido en el que encuentro diferencias reales, con las que aprendo a lidiar”. Si se impone la lógica de los “espacios seguros”, previene Žižek, la izquierda está perdida, pues se trata de la misma lógica que inspira los guetos para millonarios que no quieren saber de gente extraña. Por eso no le sorprende que “los teóricos de la sociedad de riesgo” hayan encontrado discípulos entre los neonazis, que también han aprendido a explicar su violencia como el efecto de una enfermedad social.

    La paradoja es que, mientras más nos atrincheramos en la subjetividad y nos afanamos en reglamentarla, peor la conocemos. Žižek se burla del “kit de consentimiento” que ya se vende en Europa para dar el sí a las relaciones sexuales, pues reflejaría la negación a comprender dos cosas: que “el sexo nunca es solo sexo”, que necesita de un “marco fantasmático” para ocurrir, y que el “sí” a secas legitima de antemano una relación expuesta a toda suerte de abusos, de modo que el contrato requerirá de cláusulas cada vez más específicas. Por ejemplo: “Un ‘sí’ a las relaciones vaginales, pero no anales, un ‘sí’ a la felación pero no a tragarse el esperma, un ‘sí’ a unos leves azotes pero no a golpes violentos”.

    “Las políticas emancipadoras no deberían estar limitadas a priori por procedimientos de legitimación democráticos y formales. A menudo la gente no sabe lo que quiere, o no quiere lo que sabe, o simplemente quiere algo equivocado”.

    Los efectos políticos del narcisismo no se manifiestan para Žižek en el ciudadano pasivo, sino en la “pseudoactividad” del aparentemente politizado. Esto incluye todas las formas de “activismo irreflexivo” que promueven la “no-representación” o las utopías de autogestión en redes, e incluso “toda esa cháchara acerca de la participación popular activa”. Syriza debió capitular ante Bruselas al día siguiente de ganar un plebiscito, lo cual confirma que la gran pregunta sigue siendo qué hacer con el Estado, y no “mantenernos a una distancia de seguridad del Estado”.

    Es en todo este contexto de evasión que Trump sería el síntoma, pero Clinton la enfermedad: arrancar del peligro inmediato –Trump o sus sucedáneos− al precio de blindar un statu quo que nos aproxima a catástrofes ecológicas, sociales y geopolíticas. Para precipitar “el regreso de la historia”, Žižek se permite un discreto llamado a la acción: apoyar a movimientos como Nuestra Revolución, de Bernie Sanders, a quien espera ver competir con Trump en las elecciones de 2020. Pero advierte que reinventar el comunismo (la “solución de fondo”) requerirá, además de nuevas ideas, nuevas formas de radicalidad. Para ser claros: “Las políticas emancipadoras no deberían estar limitadas a priori por procedimientos de legitimación democráticos y formales. A menudo la gente no sabe lo que quiere, o no quiere lo que sabe, o simplemente quiere algo equivocado”.

    ¿Vanguardismo trasnochado? Realismo descarnado, respondería Žižek, que a falta de luz al final del túnel busca indicios de tormenta y recupera la esperanza repitiendo esta frase de Mao, citada más de una vez en el libro: “Reina un gran desorden bajo el cielo; la situación es excelente”.

     

    El coraje de la desesperanza, Slavoj Žižek, Anagrama, 2018, 403 páginas, $21.000.

  11. László Krasznahorkai resiste

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    A principios de los años 90, al paso que la Unión Soviética se desmoronaba, un escritor francés hoy olvidado declaró que no veía el momento de ponerse a estudiar ruso. El teorema de vanguardia era simple: ya sin mordazas, la combinación de implosión y libertad le abriría a la literatura de ese idioma un camino que solo podía resultar memorable. El pronóstico podía extenderse más allá del ruso; alcanzaría sin transiciones al resto de las lenguas, eslavas o no, que habían pasado largas décadas detrás de la cortina de hierro.

    Más de un cuarto de siglo después, aquella profecía resultó menos multitudinaria de lo que se preveía. ¿Nombres? Los rusos Vladimir Sorokin y Viktor Pelevin, el rumano Mircea Cărtărescu, el checo Jiři Kratochvil.

    La literatura húngara lidió con el cambio de época a su manera. Fuera del fenómeno retro de Sandor Márai (1900-1989), los principales autores de los últimos años ya se conocían en Occidente para los días en que cayó el muro. Péter Nádas (1942) es un escritor amplio, de reminiscencias proustianas, y Péter Esterházy (1950-2016) es su contracara posmoderna, lúdica y crítica. A ellos se suma Imre Kertész (1929-2016), con sus obras sobre la memoria y el Holocausto que le valieron el Nobel, y György Konrád, que con la desaparición del comunismo terminaría por volcarse al ensayo.

    La literatura, sin embargo, siempre se salta esas prolijas enumeraciones canónicas y encuentra sus propios carriles. El escritor húngaro más leído hoy fuera de las fronteras del país centroeuropeo no es ninguno de aquellos, sino László Krasznahorkai (1954), un creador oscuro, poco conocido entre los suyos, al que se considera –sobre todo en la órbita inglesa– uno de los narradores fundamentales de la literatura actual. Krasznahorkai tampoco es, de todas maneras, resultado absoluto de los tiempos poscomunistas. También él está a caballo de dos épocas: su novela más conocida, Tango satánico, se publicó en 1985, y Melancolía de la resistencia en 1989. La escueta El prisionero de Urga es de 1992. El resto de su obra, como si la conmoción de los tiempos lo hubiera obligado a respirar hondo, esperó un tiempo para ver la luz: Guerra o guerra es de 1999, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río de 2003 y cinco años después apareció Y Seiobo descendió a la tierra.

    La perplejidad que provocan los complejos –por momentos laberínticos, siempre ásperos– libros de Krasznahorkai, encuentra eco en su misterio personal. El escritor ha viajado extensamente, de Nueva York al Lejano Oriente, y residió algunos años en Berlín, pero vive recluido desde hace un tiempo en una finca en las colinas de Szentlászló.

    La circulación de los libros de Krasznahorkai recibió un impulso definitivo con la concesión en 2015 del Man International Booker Prize, que aceleró la traducción de sus libros al inglés. Pero para esa fecha los lectores en español estaban habilitados para conocerlo por partida doble: la editorial Acantilado había publicado casi todas las novelas antes citadas, además del relato Ha llegado Isaías (traducidas por Adan Kovacsics); y Krasznahorkai era conocido entre los cinéfilos gracias a su colaboración con uno de los grandes realizadores de las últimas décadas, el cineasta Béla Tarr, que llevó a la pantalla grande Satantango (una película de siete horas, en blanco y negro) y lo tuvo trabajando a su lado en otros guiones, incluida su enrarecida adaptación de El hombre de Londres, la novela de Georges Simenon, y su opus final, la formidable El caballo de Turín.

    La perplejidad que provocan los complejos –por momentos laberínticos, siempre ásperos– libros de Krasznahorkai, encuentra eco en su misterio personal. El escritor ha viajado extensamente, de Nueva York al Lejano Oriente, y residió algunos años en Berlín, pero vive recluido desde hace un tiempo en una finca en las colinas de Szentlászló. Con su largo cabello blanco, tiene el aire de un viejo pintor de íconos o alguno de los personajes tabernarios que pueblan sus novelas. En una de sus pocas entrevistas –la que concedió al novelista inglés Adam Thirlwell para The Paris Review–, relata cómo los artistas bohemios de su juventud tenían como principal coartada estética el paraíso artificial del alcohol. Krasznahorkai sobrevivió por entonces deambulando de pueblo en pueblo, de botella en botella. Como héroe y modelo de esa poética, nombra en la entrevista a Péter Hajnóczy, que dejó constancia de ese camino autodestructivo en La muerte salió cabalgando de Persia, una nouvelle terminal, que canta con despiadada autoironía las ventajas de la intoxicación etílica. Abandonar esa senda fue decisivo para ponerse a escribir. Krasznahorkai sostiene que renegó de esa vocación de bebedor por… un desafío entre borrachos. No tuvo más que apostar que dejaría de tomar.

    Algo de esos estados alucinados, frenéticos y desvaídos que produce el alcohol persiste en sus narraciones, que parecen tocar un nervio oculto en quien las lee. Contra todo, esa comprobación no alcanza para explicar –más bien vuelve impenetrable– la medida de su consenso, que incluyó entre sus campeones tempranos al inobjetable W.G. Sebald.

    ¿En dónde está la clave?

    En cierto modo se trata del retorno de lo reprimido: en tiempos en que domina la literatura de frases cortas, que bordean el informalismo periodístico, las ficciones de Krasznahorkai recuerdan que los libros son mucho más que una historia, que antes que nada deben estar –como reclamaba en su momento Edmund Wilson– “escritos”, incluso si para ello se debe tomar partido por la desprolijidad. Las novelas del húngaro son telarañas tejidas con frases largas, encabalgadas, en las que lo que se narra se transforma por el mismo impulso que la hace avanzar. No solo los personajes parecen a punto de caer en algún trance apocalíptico: también los paisajes, la tierra, el mundo, toda la materia. Para propiciar ese estado de cosas y negarse a la transparencia que reclaman los escrupulosos editores de hoy, Krasznahorkai encontró un estilo que lo emparenta con Thomas Bernhard: en sus novelas no hay punto y aparte hasta que termina el capítulo (y en ocasiones, el libro). La frase corta, explicó alguna vez, puede ser cómoda, pero es antinatural. Basta, dice, con escucharnos hablar.

    La potencia de Krasznahorkai es arrasadora, pero no se esconde tanto en sus hallazgos como en la manera en que combina los elementos. Recupera la tradición insoslayable de la gran narrativa, valiéndose al mismo tiempo de todas las rupturas que vinieron después. El tono profético recuerda la desesperación de las grandes novelas rusas (Dostoievski, pero sobre todo Gógol, por su maestría en el manejo del grotesco); la dispersión y desconcierto de sus tramas, en cambio, revelan el aprendizaje en la cantera modernista de Samuel Beckett (una influencia declarada), con el que comparte el clima vagabundo.

    Fracasar cada vez mejor

    Satantango –la película de Béla Tarr– comienza con un extenso travelling lateral de una decena de minutos, con vacas de fondo y las siluetas de las construcciones de una aldea rural comunista a la deriva. Los planos largos que caracterizan el cine de Tarr no son el reflejo de la novela de su amigo Krasznahorkai: son su contrapunto. De ahí la aparente contradicción de que una película de siete exageradas horas se inspire en una historia de 300 páginas. Libro y filme cuentan exactamente lo mismo, pero con un instrumental por completo diferente.

    Tango satánico –la novela– asienta una estética y una cosmovisión. Es todavía un enigma cómo se llegó a publicar sin problemas durante la rigidez editorial de la Guerra Fría. Tampoco se lo explica Krasznahorkai, aunque –como le cuenta a Thirlwell– imagina que algún funcionario debe haber querido dar muestras de poder burocrático. La pregunta tiene sentido porque el primer grado de lectura de Tango satánico es la alegoría: la trama describe la degradación final, mucho más morosa que cualquier derrumbe, de toda una comunidad. Un grupo de personajes –hombres y mujeres, algunos chicos– espera en un poblado agrícola a punto de ser clausurado la llegada de Irimiás y su fiel escudero –renegados informantes de la policía secreta– que los rescatarán de la debacle. Un doctor alcohólico se dedica a registrar todo lo que ocurre. Llueve de manera continua; el barro y la lobreguez del paisaje parecen empantanar todavía más en sus redes a esos desahuciados. Sin embargo, a diferencia de Godot, a Irimiás no habrá que esperarlo eternamente. Llega, y como un iluminado, terminará por arrancar a alguno de ellos fuera de ese espacio condenado y llevarlos a un viaje incierto.

    James Wood –el crítico inglés del New Yorker– encontró una imagen precisa para explicar cómo funcionan las novelas de Krasznahorkai. Es como si a lo lejos el lector divisara un grupo de gente –dice–, en un día frío y lluvioso, calentándose alrededor de un fuego, pero al acercarse descubriera que donde debería estar el fuego en realidad no hay nada. El símil podría radicalizarse: apenas el lector llega, el grupo empieza a desperdigarse en todas direcciones.

    La potencia de Krasznahorkai es arrasadora, pero no se esconde tanto en sus hallazgos como en la manera en que combina los elementos. Recupera la tradición insoslayable de la gran narrativa, valiéndose al mismo tiempo de todas las rupturas que vinieron después.

    Las alegorías son la expresión narrativa de una idea, pero Krasznahorkai –si es verdad que en sus páginas vaticina la oxidación final del sistema en que escribía– desactiva la suya a punta de ambigüedad. Los personajes extraviados en su círculo vicioso –que forman “el puente entre el caos y el orden comprensible”, como anota el doctor en su bitácora– son tan importantes como los detalles del mundo natural o del propio universo, amenazado de extinción. Krasznahorkai practica como Bernhard la comicidad por la exageración: si hay carcajadas, son nerviosas y descorazonadoras.

    Melancolía de la resistencia participa del mismo humor negro (también la filmó Béla Tarr bajo el título Las armonías de Werckmeister), pero el clima totalitario es todavía más evidente en esa historia de un circo que llega a un pueblo húngaro, portando una ballena muerta, y terminará por catalizar una violencia inédita. También aquí las frases son largas y Beckett es el modelo. Como el irlandés, Krasznahorkai solo aspira a fracasar cada vez mejor. “Melancolía de la resistencia es casi un buen libro, pero solamente casi –considera el autor–. Ese es siempre el proceso, porque puedo imaginar un buen libro, pero no escribirlo. Es mi vida: después de cada libro una desilusión, y después de eso, volver a intentarlo, seguir intentando”.

    Cuando alguna vez le preguntaron por la diferencia entre la Hungría comunista y la poscomunista, Krasznahorkai sostuvo que en la primera la vida era anormal e intolerable; en la segunda, normal e intolerable. Tal vez por eso en Guerra y guerra se produce otra clase de desplazamiento, como si la apertura de las fronteras reales hubiera permitido desplegar también las velas geográficas de la literatura. Korin, un suicida en potencia, fascinado y obsesionado por un manuscrito que acaba de descubrir, se traslada a Nueva York. El clima kafkiano permea no solo los paisajes húngaros sino también, en un giro inesperado, la ciudad norteamericana.

    El pesimismo es una de las marcas de Krasznahorkai, su contraseña contra un mundo obnubilado en sus espejismos de bienestar. Tal vez por eso su último vuelco –el interés por el mundo oriental, que conoce de primera mano– no debería desconcertar tanto. El escritor húngaro produjo al menos dos libros inspirados en culturas distantes. Y Seiobo descendió a la Tierra tiene como elemento unificador a la diosa nipona del título, que baja a la tierra para observar –son relatos encadenados– diversas expresiones artísticas, de la Acrópolis al período barroco y los íconos rusos. Al Norte la montaña… transcurre por completo en Japón, donde, en un monasterio, alguien descubre lo ínfimo de la naturaleza, la versión luminosa de aquello que –solo que con brutalidad y sordidez– figuraba en Tango satánico.

    Ese reverso inesperado de la propia literatura de Krasznahorkai, esa nueva forma de belleza, revela también hasta qué punto la desesperación de los comienzos podía vincularse ya con lo sagrado, esa vocación que sobrevive en muchos artistas de los países del este europeo con una gracia extraña y genuina. La única utopía posible –es lo que prometen los libros de Krasznahorkai– consiste en no quedarse quieto sobre la página y seguir avanzando, afiebrado y en círculos, hacia los nuevos territorios de la literatura. Ahí, si existe, puede que nos espere alguna forma de salvación.

     

    Tango satánico, László Krasznahorkai, Acantilado, 304 páginas, $28.920.

     

    Melancolía de la resistencia, László Krasznahorkai, Acantilado, 2001, 424 páginas, $31.200.

     

    Guerra y guerra, László Krasznahorkai, Acantilado, 2009, 328 páginas, $18.630.

  12. Las inquietudes y clichés contemporáneos: sobre Doubles Vies, de Olivier Assayas

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    La última película del director francés es una comedia, pero una que permite cuestionar temas profundamente serios, a través de un cuarteto de grandes actores. En nuestro país se podrá ver en el próximo Festival de Cine Francés, que se desarrollará del 28 de marzo al 3 de abril.

    por jean-michel frodon

    En este caso, hay que confiar en el afiche. Los personajes de la nueva película de Olivier Assayas están muy cerca de estas figuras estilizadas y gráficas, que provienen menos de los cómics que de los dibujos cómicos.

    Assayas se aventura por primera vez en la senda de la comedia defendida como género. Un número de realizaciones de este cineasta, desde Finales de agosto, principios de septiembre hasta Irma Vep, no carecían de dimensiones cómicas, pero sin que ellas definieran esas películas.

    Lo hace ahora reivindicando una definición de los protagonistas —un editor parisino, un escritor narcisista, una actriz de serie de televisión y pareja del editor, la asistente parlamentaria “motivada” y pareja del escritor—, no tanto como caricaturas sino como simplificación voluntaria de algunos rasgos dominantes.

    Lo hace, también, haciendo de los diálogos el corazón mismo de la acción, según un método que puede hacer pensar en Woody Allen y que despliega un juego construido a la vez sobre los deseos, las ideas y las palabras.

    Los deseos (pulsión de dominación, necesidad de seducir, miedo de crecer, apego a modelos, egoísmo) son los de siempre, las palabras son las de hoy. Las ideas están en la encrucijada de estos dos flujos.

    La revelación de la película es, sin duda, la casi principiante Nora Hamzawi, sorprendente por su tono y delicadeza en el papel de la ayudante parlamentaria sin benevolencia por los defectos de su pareja.

    Atravesada por muchos problemas actuales —los efectos de la revolución digital en el mundo de la cultura, la representatividad de la política, el lugar de las series, el papel de las redes sociales—, el relato con giros aparentemente apagados y a menudo crueles de Doubles Vies se nutre de un combustible muy particular.

    Pérdida de puntos de referencia

    Los diálogos, de hecho, se componen a partir del repertorio de las ideas recibidas y todas las fórmulas hechas, que es la manera con la que todo el mundo se tranquiliza ante la pérdida de los puntos de referencia emocionales, políticos, culturales, etc.

    Es aquí donde la mecánica narrativa se acerca a un tipo de dibujos de reflexión sobre lo contemporáneo a partir de clichés, frases para reflexionar y decálogos burlescos, pero significativos, entre lo que se dice y las condiciones en que se dice, donde historietistas como Sempé o Claire Bretecher han sido grandes figuras.

    En el cine se necesita un tipo de virtuosismo particular, hecho de velocidad y de contra pie, de cambios de ritmo y de elipsis, para hacer vivir esta aventura casi únicamente mental. O mejor dicho, que sería mental si no pasara por el recurso principal que son los intérpretes.

    Para encarnar estas cuatro “figuras”, cada una de las cuales tiene su cara oculta y sus fallas, el cuarteto reunido por Olivier Assayas es, a este respecto, impecable.

    Juliette Binoche, claramente disfruta jugar con sus similitudes y diferencias con la actriz debilitada por el estado de su carrera y por su pareja.

    Vincent Macaigne, como un escritor infantil, inventa nuevas asonancias al personaje de oso rudo que él ha estado representando en el cine francés durante una década.

    Guillaume Canet, otorga a su jefe de una editorial una riqueza tensa, una fuerza donde se puede adivinar una parte de la sombra, incluso de la tristeza, que confirma de paso el talento, a menudo subempleado, de este actor.

     

     

    Pero la revelación de la película es, sin duda, la casi principiante Nora Hamzawi, sorprendente por su tono y delicadeza en el papel de la ayudante parlamentaria sin benevolencia por los defectos de su pareja.

    Gracias a esta virtuosa orquesta de cámara, Doubles Vies somete a escrutinio gran parte de los problemas y las angustias de la época.

    Además de las relaciones de pareja, se habla mucho de los efectos de lo digital en el mundo de la edición, del libro y la lectura. Y, a través de este contexto particular, de sus efectos tanto en el mundo laboral como en las relaciones entre las personas.

    Ping-pong cruel e implicación personal

    El marco del relato es el del mundo editorial, pero por supuesto no es difícil también percibir, entre otros, el equivalente para el cine, donde surgen preguntas muy similares, con la misma batería de respuestas preparadas, tanto desde el lado de los turiferarios entusiastas de las llamadas nuevas tecnologías, como desde el lado de los defensores de las prácticas, los objetos y el espíritu de la época anterior, o incluso desde la noche de los tiempos.

    Si Assayas se divierte organizando el ping-pong entre estas posturas, en términos que no se burla de nadie en particular, ya que ellas están muy extendidas, eso no excluye evidentemente los problemas.

    Además de las relaciones de pareja, se habla mucho de los efectos de lo digital en el mundo de la edición, del libro y la lectura. Y, a través de este contexto particular, de sus efectos tanto en el mundo laboral como en las relaciones entre las personas.

    La cuestión de la verdad, en la vida amorosa, en la vida profesional, en las historias, novelas o películas, vale para todos, incluido el autor (de la película).

    Entre el mandato moral, la adaptación a las limitaciones de la existencia y el respeto por la intimidad y los sentimientos de los demás, las opciones cotidianas de abrir espacios (a veces grietas, a veces abismos) que conciernen a todos, especialmente a los que tienen como trabajo contar historias a otros.

    Todo un conjunto de nuevas prácticas relacionadas con Internet son vueltas a interrogar con nuevas imputaciones, a veces violentas, a veces injustas, a menudo necesarias, y el creador de las “figuras” de Doubles Vies no está más exento de las preguntas planteadas de este modo que él no perdona a los demás.

    El templo desierto

    Recurriendo a esta arriesgada apuesta para movilizar a los personajes que no son exactamente las figuras más queridas de estos tiempos (artistas e intelectuales parisinos, personal político) y, mientras los alimenta con todas las fórmulas hechas de la época, para de todos modos amarlos, el autor-director desliza sin embargo una réplica que no es sino él mismo.

    En el momento en que menos lo esperamos, Olivier Assayas pone en boca del editor una frase del cineasta de quien siempre se ha sentido más cercano, Ingmar Bergman, frase tomada de Los comulgantes.

    El pastor afirmó la necesidad de mantener una presencia, incluso en el templo vacío, en nombre de un compromiso más esencial. Exigencia ética y compromiso personal más allá de los caprichos de los tiempos, que hoy en día encuentran ecos múltiples e imperiosos, en medio de gritos cínicos y quejas perezosas.

    Este solo momento –breve– nos recuerda que si Doubles Vies es en verdad una comedia, lo es en el sentido más elevado de la palabra, aquel que desde Molière permite cuestionar los temas más serios con los recursos del malentendido y la farsa.

     

    Artículo aparecido en Slate.fr en enero de este año. Traducción de Patricio Tapia.

     

  13. Peter Sloterdijk, el centauro provocador

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    Sus opiniones contra el Estado de bienestar, su apoyo a la ingeniería genética y el cuestionamiento a la política de inmigración de Alemania hacen de él un personaje extraño en los tiempos que corren: el filósofo inmerso en la plaza pública. Para algunos, el más fiero enemigo de Habermas y la Escuela de Frankfurt no es más que un “neoconservador”, pero para sus miles de lectores en todo el mundo se trata de una mezcla rara de Nietzsche con Voltaire, un pensador que ilumina a los ciudadanos de a pie con metáforas poderosas, imágenes deslumbrantes y golpes sarcásticos. En noviembre estuvo en Chile, invitado por el CEP.

    por patricio tapia

    Como la liberación de una doble naturaleza artística y filosófica, como el origen de una escritura “centáurica” –que une literatura y pensamiento– considera Peter Sloterdijk, en uno de sus ensayos tempranos, el primer libro de Friedrich Nietzsche y lo identifica como el triunfo de una atmósfera en que “todo está permitido”, “imágenes dobles forjadas en el combate entre arte y teoría, apasionantes fusiones de lo fundamental y lo accidental”. Se trata, entonces, de un intento de revivir la forma de escribir del romanticismo y la razón, por la cual su autor habría pagado un precio: el desprestigio profesional.

    Es probable que Sloterdijk viera en esa caracterización, al menos en parte, una descripción de sí mismo. El más controvertido de los filósofos alemanes de hoy es autor de ensayos superventas (además de una novela y un libreto de ópera), figura mediática (fue anfitrión junto a su amigo Rüdiger Safranski del programa televisivo El cuarteto filosófico, emitido entre 2002 y 2012) y una celebridad en el ámbito del pensamiento. Además, ha sido asesor de figuras políticas importantes, alguien dispuesto a escribir con generosa amplitud sobre temas tan variados como teología, psicoanálisis, política, finanzas, el Islam o el estrés, en absoluto reacio a las polémicas más encendidas o a dar entrevistas sobre los asuntos de actualidad.

    Y no obstante lo anterior, o quizá por todo lo anterior, todavía es mirado con algún recelo en la academia. Es cierto que Sloterdijk fue rector desde 2001 a 2015 de la Escuela Superior de Arte y Diseño de Karlsruhe, en la que enseñó filosofía y estética desde 1992 hasta 2017. Pero es justamente por la naturaleza iconoclasta de esta institución, que escapa a las rígidas constricciones universitarias, que Sloterdijk ha gozado de una libertad de investigación y un espacio creativo sin las imposiciones de la especialización disciplinaria.

    Sus ensayos son tanto literarios como filosóficos, y pueden surgir desde una coyuntura política concreta o como tratados mucho más ambiciosos. Para él, la filosofía se vincula a la capacidad expresiva en varias dimensiones simultáneas.

    Sus ensayos son tanto literarios como filosóficos, y pueden surgir desde una coyuntura política concreta o como tratados mucho más ambiciosos. Para él, la filosofía se vincula a la capacidad expresiva en varias dimensiones simultáneas: la erudición, la ironía, inspirados destellos metafóricos, premunido de un estilo accesible y el uso regular de la iconografía (muchas imágenes aparecen unidas al texto y ellas mismas constituyen formas de argumentación). Esas son algunas de las características que configuran su condición de centauro.

    Se ha mostrado como un estudioso de sujetos tan sospechosos para la buena conciencia alemana como Nietzsche, Heidegger, Ernst Jünger o Arnold Gehlen (considerados nazis, casi nazis o antecesores de los nazis). Aunque un tema característico de su obra es la persistencia de los impulsos ancestrales en sociedades supuestamente avanzadas, Sloterdijk no es conocido por una gran tesis, sino por una serie de conceptos refulgentes (“antropotécnica”, “ginecología negativa”, “esferología”), por su crítica de la democracia liberal y, especialmente, por sus controversias con algunas de las grandes figuras del pensamiento alemán contemporáneo.

    Inteligente, sarcástico, docto y a la vez innovador. Las características de sus libros son también las de la charla de Peter Sloterdijk. Estuvo en Santiago y durante tres días seguidos (del 12 al 14 de noviembre) participó en conversaciones públicas. Las dos primeras en el CEP, donde habló de los intelectuales y del Estado; la tercera en una entrevista en la Biblioteca Nacional. Siempre a sala llena, trazando genealogías sorpresivas y dando opiniones filosas. Es poco común ver a un pensador, no exponiendo su pensamiento sino en el proceso del pensar.

    Entre la controversia y la teoría

    Nacido en 1947, en Karlsruhe, el padre de Sloterdijk era un marino holandés y el matrimonio con su madre duró poco. A fines de los 60 estudió literatura y filosofía en la Universidad de München y obtuvo un doctorado en la Universidad de Hamburgo, pero sin particular brillo y sin una clara perspectiva futura. Mostró luego interés por el estructuralismo y el pensamiento de Foucault. En 1976, terminó su trabajo doctoral (relativo a las autobiografías en la Alemania de Weimar) y entonces desapareció por un tiempo de la escena cultural. Vinculado a la generación intelectual de 1968, no participó ni en el marxismo ni en el anarquismo de izquierda; más bien se mantuvo en el margen hedonista.

    Alrededor de 1980 pasó algún tiempo en Pune, en la India, en el áshram que fue el hogar de la secta del gurú Bhagwan (“divino”) Shree Rajneesh (1931 – 1990), quien más tarde cambiaría su nombre a Osho, lugar que había atraído a miles de occidentales. La influencia de Bhagwan en el joven Sloterdijk no es del todo ajena a sus planteamientos posteriores y su estadía dejó una impronta intelectual, particularmente en el cuestionamiento de la tradición filosófica alemana.

    Ya de regreso en Alemania publicó su primer trabajo sustancial: los dos volúmenes de Crítica de la razón cínica (1983), un libro extenso que se convirtió en un éxito de ventas (se dice que ha vendido más que cualquier otro libro de filosofía en la Alemania de posguerra), donde plantea el deterioro del utopismo y el acomodo pragmático al capitalismo. Contra ese cinismo moderno y omnipresente que diagnostica como un malestar contemporáneo, él propone un pensamiento cínico más original. Afirma la necesidad de volver a la herencia de los cínicos de la Antigüedad griega: Diógenes como ejemplo, viviendo en un barril, no dependía de nada ni de nadie, en un ascetismo radical, inspirado en modelos naturales como el perro (defecando, orinando o masturbándose en público).

    Contra ese cinismo moderno y omnipresente que diagnostica como un malestar contemporáneo, él propone un pensamiento cínico más original. Afirma la necesidad de volver a la herencia de los cínicos de la Antigüedad griega: Diógenes como ejemplo, viviendo en un barril, no dependía de nada ni de nadie, en un ascetismo radical.

    Desde esta publicación Sloterdijk distingue entre un “cinismo”, entendido como “falsa conciencia ilustrada”, y un “quinismo” crítico, que se acerca más a la forma griega original. El impulso de Diógenes era una “crítica gestual”, una crítica con objetivos morales y políticos, que usó las herramientas de la burla y la ironía, y que se oponía a las abstracciones de los reclamos universales de la razón: el “quinismo” no habla en contra del idealismo, sino que vive contra él. El libro era un recuento crítico de la Ilustración, que para Sloterdijk no ha cumplido su promesa emancipatoria, y también un relato de la desilusión del 68.

    La publicación catapultó a su autor desde la oscuridad al centro del debate, pero su estatuto académico siguió siendo incierto.

    Frente a las ambiciones y dimensiones enciclopédicas de Crítica de la razón cínica, El pensador en escena (1986) presenta un enfoque mucho más limitado, una detallada discusión de El nacimiento de la tragedia (1872), de Nietzsche, que implica una relectura radical de su obra. Nietzsche se convierte en un suceso, una “catástrofe”, cuyo genio no era solamente literario sino también filosófico y poético, el de un centauro.

    Aunque Sloterdijk estaría políticamente situado más bien a la izquierda, con sus referencias explícitas a Nietzsche y Heidegger comenzó a tener fricciones con algunos de los más reconocidos representantes del ambiente académico alemán, sobre todo con miembros de la Escuela de Frankfurt.

    El episodio más llamativo fue en 1999, cuando Sloterdijk dio una charla en Elmau, Baviera, durante la cual prosiguió con su empresa de traer a Heidegger de vuelta a la arena del pensamiento, pero esbozando el fin del humanismo. De manera algo imprudente, Sloterdijk utilizó un lenguaje cargado al abordar lo que llamó la “antropotécnica” –concepto entendido ampliamente como tecnologías para el gobierno del ser humano–, incluyendo la noción de “selección”, que se había asociado con la eugenesia nazi y los campos de concentración. Después Sloterdijk incluyó una carta en que acusaba a Jürgen Habermas, el filósofo más venerado de Alemania de la segunda mitad del siglo XX, de hacer circular el texto de su conferencia antes de su publicación –como Normas para el parque humano– y fomentar así los cuestionamientos de sus críticos. El asunto recibió una atención en medios tanto especializados como masivos, en Alemania y en el extranjero: diarios y revistas presentaron acusaciones, réplicas e informaciones entre grandes figuras de la escena filosófica, disputas caracterizadas por carecer de la cordial cortesía de las discrepancias académicas. Habermas negó la acusación (la que al parecer era efectiva) y declaró que la propuesta de Sloterdijk tenía “implicaciones fascistas”, deslizando que este proponía sustituir una educación humanista tradicional por una antropotécnica que permita por medios biológicos la selección de los mejores.

    La cuestión se deslizó de la controversia filosófica a la política. Era una versión renovada de la hostilidad al interior de la filosofía alemana desde los años 20, cuando Heidegger se enfrentaba a Adorno. Sloterdijk argumentó que el momento de “los hijos hipermorales de padres nacionalsocialistas” había terminado y éramos testigos de la muerte de la Escuela de Frankfurt.

    Si en esa polémica la posición de Sloterdijk era mirando “hacia arriba” a la estrella europea Habermas, una década más tarde, en una segunda ronda de debates con la Escuela de Frankfurt, esta vez con Axel Honneth sobre el tema de los impuestos, la despreocupación de Sloterdijk por su adversario demostraría que los roles se habían invertido: él era ahora el protagonista.

    En 2009, Sloterdijk publicó un artículo en que criticaba la política fiscal alemana: los impuestos serían un mecanismo en que la explotación directa feudal se había transformado en una “cleptocracia estatal”, favoreciendo que los “improductivos vivan a costa de los productivos”. La solución que proponía era que los impuestos obligatorios a los más ricos se sustituyeran por donaciones voluntarias a la comunidad. Era otra provocación –el artículo y otros textos están reunidos en Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana– lanzada por Sloterdijk contra el Estado de bienestar, que un discípulo de Habermas, como Axel Honneth, salió a defender.

    “Antropotécnica” y “esferología”

    El período posterior a 1999 estuvo marcado por una considerable productividad, en particular por la elaboración de la trilogía Esferas I-II-III. El ciclo es una amplia colección de trazas que van de la cosmología a la arquitectura, encaminadas a la comprensión y descripción de los seres humanos a través de la espacialidad. Desde el comienzo de la humanidad, argumenta Sloterdijk, hemos estado construyendo “esferas” artificiales para inmunizarnos o protegernos contra las amenazas del mundo exterior. Estos espacios no solo son entornos materiales (casas, ciudades, Estados), sino también sistemas simbólicos (religiones, metafísicas o ideologías). Estas “burbujas ilusorias” pretenden transformar la realidad en un lugar seguro y habitable. En cierta forma, es un proyecto de raigambre heideggeriana, pero no en relación con el tiempo, como en Heidegger, sino en relación con el espacio. Su idea la ha planteado en tres perspectivas (microesferológica, macroesferológica y pluriesferológica), las cuales corresponden a distintas variaciones de magnitud que usa para explicar los espacios humanos: burbujas, globos y espumas.

    Desde el comienzo de la humanidad, argumenta Sloterdijk, hemos estado construyendo “esferas” artificiales para inmunizarnos o protegernos contra las amenazas del mundo exterior. Estos espacios no solo son entornos materiales (casas, ciudades, Estados), sino también sistemas simbólicos (religiones, metafísicas o ideologías).

    En el volumen I de Esferas plantea la morfología de las “burbujas”; toma prestados elementos y vocabulario de la antropología o la biología, destaca la importancia de la herramienta por sobre el lenguaje, en particular la piedra; allí también insiste en la relación entre nacimiento y pensamiento, hablando de una “ginecología negativa”, como un análisis del proceso de expulsión del útero: venir al mundo es construir un hogar.

    El movimiento de las burbujas del volumen I a los globos del volumen II es un paso desde la ginecología negativa de los espacios psíquicos, hasta la estructuración de las configuraciones espaciales que han formado las culturas, en particular, el descubrimiento del globo y su conquista. El volumen III también hace un movimiento pero hacia lo que llama “esferología plural”, y usa la imagen de la “espuma” como muestra de múltiples conexiones simultáneas. En ellas, la primacía de lo gaseoso sobre lo sólido (la tierra) y lo líquido (la navegación de conquista moderna) muestra esas mutaciones materiales y mentales, con lo que Sloterdijk busca describir el nacimiento de un tipo completamente nuevo de “sociedad” o conectividad social. Como explica en otro libro, El mundo interior del capital, el capitalismo es un eficaz destructor de las otras “esferas” en las que el hombre se inmuniza contra la naturaleza.

    Con Has de cambiar tu vida (2009) Sloterdijk regresa a su concepto de la “antropotécnica”, que fuera formulado en primer término en Normas para el parque humano, 10 años antes. Pero si en ese texto previo puede entenderse como una “mejora del mundo”, en el más reciente ha de serlo como una “mejora de uno mismo”. En su vuelta a estos argumentos adoptó un tono y preocupaciones distintos. Ya no se situaba en el campo polémico de la “selección” humana, sino en el imperativo dirigido a la autodisciplina y la superación a través de distintos tipos de ejercicios. En el trasfondo de las técnicas de gobierno, surgidas con el nacimiento mismo del Estado moderno (en los siglos XVI y XVII), se halla el proyecto de adiestrar a la población mediante prácticas disciplinarias. Ejemplifica con los ascetas de la Antigüedad, con los artistas del hambre de Kafka o con las comunidades monásticas de la Edad Media, si bien los ejercicios espirituales clásicos o medievales no le interesan demasiado a Sloterdijk. Él pone el foco en las “prácticas de sí” durante la modernidad. En tres ámbitos (entre los siglos XVI y XIX) se desarrolló mayormente la experimentación del sujeto sobre sí mismo: el arte, la educación y el trabajo. Se trata de una voluntad de superar los límites de resistencia del yo, de ir siempre más allá de sí mismo. Sloterdijk no busca provocar un “renacimiento de la Antigüedad”, sino un regreso a un momento en el que el cambio de vida no había caído bajo la imposición de ascetismos que niegan la vida misma.

    Política y elocuencia

    Durante o después de la elaboración de Esferas, Sloterdijk ha publicado otros libros, algunos de diálogos o de temas variados. Entre ellos, podría mencionarse Ira y tiempo, que no es tanto una reflexión sobre la ira divina como sobre la rabia humana y su domesticación, desde Homero en adelante (presta especial atención al siglo XVIII y la Revolución Francesa, que inspiraría el modelo de recopilar y usar la ira en política).

    En Estrés y libertad cuestiona lo asombroso que es que las sociedades humanas permanezcan unidas, siendo campos de fuerzas unidas por el estrés, por la inquietud y la ansiedad, alimentadas por los medios. Pero el estrés, sin embargo, tendría un “vínculo” con la libertad. Ejemplifica con la sublevación de los romanos contra los etruscos (tras la violación de una mujer por el hijo de un tirano) que implicó la caída de la monarquía y el establecimiento de la República; el otro ejemplo es el descubrimiento de la ensoñación como subjetividad subversiva por Rousseau, relacionando así el ensimismamiento con la liberación de la opresión política.

    En Estrés y libertad cuestiona lo asombroso que es que las sociedades humanas permanezcan unidas, siendo campos de fuerzas unidas por el estrés, por la inquietud y la ansiedad, alimentadas por los medios.

    Pero es justamente en el ámbito político donde más se ha criticado a Sloterdijk, dadas sus opiniones contra el Estado de bienestar y su idea de abolir los impuestos, su apoyo a la ingeniería genética y el cuestionamiento a la política de inmigración de su país. Incluso se ha querido ver en él a un “neoconservador”, aunque nada de lo que ha escrito o dicho en público podría considerarse como formas estrictas de “neoconservadurismo”.

    Es cierto que sus peleas con los filósofos más o menos moralistas y más o menos de izquierda le granjearon las simpatías entre políticos de derecha y de centro, pero esas disputas iluminan tanto las coordenadas ideológicas de Sloterdijk como los cambios en el paisaje intelectual alemán. En realidad, Sloterdijk ha mostrado más bien los signos de un modo político más cercano al “libertarismo” (contra un Estado fiscal fuerte), a la vez que cierta desconfianza ante la democracia liberal, además de prescindir de los discursos progresistas (que considera ingenuos).

    Sloterdijk ha jugado el papel del enfant terrible (o a estas alturas de grand-père terrible) en Alemania, desafiando las teorías predominantes en la vida política y cultural de su país. Es un caso raro, en un tiempo de sobreespecialización universitaria. Pero, también es cierto, esta “rareza” no es una novedad absoluta sino una muestra de la persistencia de un antiguo modelo: intelectuales independientes, como los philosophes franceses del siglo XVIII, que vivían de tener lectores más que de instituciones (sin perjuicio de algunos mecenas y protectores). De hecho, se ha dicho de él que es “demasiado francés”, con lo que tal vez se quiere dar a entender que el poder evocador de sus metáforas, sus imágenes deslumbrantes, sus golpes sarcásticos convencen menos por el rigor que por el placer de su lectura.

    El propio Sloterdijk destacó una vez la literatura como el distintivo de los espíritus libres, de quienes cruzan las fronteras separadas y defienden las conexiones, elogiando “la elocuencia literaria de las mentes inteligentes, las cuales parecen no reconocer otro valor a los límites que no sea su capacidad de estimularnos a la transgresión”. Y ejemplificaba en una lista que perfectamente podría incluirlo a él mismo: “De E. T. A. Hoffmann a Sigmund Freud, de Sören Kierkegaard a Theodor Adorno, de Novalis a Robert Musil, de Heinrich Heine a Alexander Kluge, de Paul Valéry a Octavio Paz, de Bertolt Brecht a Michel Foucault, y de Walter Benjamin a Roland Barthes, los espíritus más comunicativos, en cualquier caso, se presentan siempre como temperamentos y variantes del genio propio del centauro”.

     

    El pensador en escena, Peter Sloterdijk, Editorial Pre-textos, 2000, 184 páginas, $24.900.

     

    Crítica de la razón cínica, Peter Sloterdijk, Editorial Siruela, 2003, 792 páginas, $51.360.

     

    Esferas I-II-III, Peter Sloterdijk, Editorial Siruela, 2003, 2004, 2006, 584, 928 y 720 páginas, Tomo I: $38.270, Tomo II: $40.820, Tomo III: $54.330.

     

    Has de cambiar tu vida, Peter Sloterdijk, Editorial Pre-textos, 2012, 588 páginas, $43.000.

     

    Estrés y libertad, Peter Sloterdijk, Ediciones Godot, 2017, 70 páginas, $8.830.

     

  14. La tentación de la caricatura

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    El debut literario de Bruno Lloret con Nancy, en 2015, recibió numerosos elogios; la crítica resaltaba la capacidad del autor para hacer “hablar” a un personaje femenino lejos de la condescendencia de la autoficción. Se trataba de una mujer pobre, del norte chileno, cuyos numerosos desplazamientos y duras experiencias la situaban muy lejos de una gran mayoría de personajes juveniles, citadinos y familiares que hallamos en la narrativa más reciente. A muchos, Nancy les pareció un personaje fundamentalmente con vida, verdadero, bien logrado desde una perspectiva lingüística y estilística.

    Leña, su reciente novela, tiene nuevamente por protagonista a una mujer y, sobre todo, su voz. Es inevitable leer este texto sin detenerse en el lenguaje dislocado, de dificultosa sintaxis, con que Lloret procura armar la historia de Leña/Lenia/Elena, su tía y su perro Vostok, en los confines de Siberia. Ella desea salir de su ciudad y en las primeras páginas explica que intenta hacerlo a través de “el poder de la internet”, combinando su trabajo en un laboratorio con la búsqueda de un novio viable a través de la red: “Pronto reconocí lo bueno y lo malo, las páginas que eran reales, de las que la prostitución parecía un paso más adelante. Yo dudaba de la existencia, creí que muchos eran seres frente a teclados escribiendo correspondencia con hombres solitarios del mundo, nunca mujeres reales”.

    La inclusión de fotografías microscópicas y otras imágenes heráldicas y de archivo también resultan sin hilván desde el momento en que Leña se encuentra con PANZER_DELCARMEN, Ramiro, un chileno que la invita a La Ligua.

    El enunciado, ciertamente enrevesado, sintetiza en gran medida la búsqueda de Leña, quien se somete a sistemas de citas a ciegas y extrañas correspondencias, al tiempo que alterna con otras historias más herméticas, como la del horrible babr, monstruo de cuatro metros de largo que acecha al perro Vostok y a la familia de Leña, o las circunstancias históricas de Siberia, o los experimentos en que Leña participa y observa el tejido celular de los tubérculos: “De los miles de tubérculos hay una especie negra, pequeña y ovalada, como el huevo de un ganso satánico”.

    Estas líneas narrativas debieran dar a Leña un mayor espesor, pero se diluyen; la inclusión de fotografías microscópicas y otras imágenes heráldicas y de archivo también resultan sin hilván desde el momento en que Leña se encuentra con PANZER_DELCARMEN, Ramiro, un chileno que la invita a La Ligua. Entonces el acto de ventriloquismo de Lloret se convierte en un circo, en el que se proyecta luz también sobre los chilenismos de este personaje y su familia, con todo el imaginario triste, machista y ordinario que portan: “Cuando fue por chat me enviaba emoticones: irritantes sonrisas, gestos confusos, ojos vueltos corazones, signos de dólares y canciones románticas de sus regiones. Mi chinita tontita, decía. Mi china lesa”.

    Ramiro es un perdedor plano, sin interés alguno, sus frases son todas hechas y su madre y su hija son dos arpías. Aun así, Leña viaja para conocer Chile. Esta anécdota es utilizada por Lloret para incluir otros materiales, sobre las dificultades de la migración haitiana en Chile o la prostitución de mujeres como Leña, una especie de objeto de lujo, transable, para hombres como Ramiro. El autor no resiste la tentación de la caricatura e incluso inserta un episodio en que un reality (de esos a los que acuden los celosos para “probar” a sus parejas) hace de Leña un personaje de farándula.

    La ventriloquia, lejos de naturalizar las voces de las protagonistas de sus libros y ahondar en sus conflictos, tiene algo de paternalismo (las marionetas nunca parecen hablar de igual a igual con el ventrílocuo). Es lo que ocurre con Leña, donde además se produce un extraño cruce entre este deseo de reproducir hablas que se perciben ajenas, distintas y, por otra parte, puntuar con elementos gráficos y visuales una cierta sofisticación narrativa, que no termina de cuajar en una propuesta estética sólida, que vincule imagen y texto. Si bien hay que reconocer la gran capacidad de Lloret para generar atmósferas enrarecidas y trabajar con el lenguaje, así como su originalidad en un panorama literario donde no abundan las singularidades, veo en Leña un despliegue de virtuosismo sin partitura, gratuito y, hasta cierto punto, estéril, sin emoción.

     

    Leña, Bruno Lloret, Ediciones Overol, 2018, 145 páginas, $12.000.

  15. Sangre en la escalera

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    Desde el exitoso estreno de Making a Murderer en 2015, las cadenas de streaming han dado tiraje al documental episódico sobre crímenes reales. Programas como The Keepers, Evil Genius y Wild Wild Country apuntan sus dardos contra dos instituciones en particular, la policía y los tribunales. Dados los niveles de corrupción y la crisis de confianza que las aquejan, operan como el último recurso de las víctimas, cuando estas ya no tienen más instancias a las que apelar. Si el estreno de The Thin Blue Line, de Errol Morris, salvó de la cámara de gas a un inocente procesado de manera fraudulenta, el rodaje de The Jinx (HBO), con su confesión final (“Los maté a todos”), logró encarcelar a un asesino tras décadas de impunidad.

    The Staircase fue el pionero de estos true-crime seriados. El documental retrata el caso de Michael Peterson, un novelista que a fines de 2001 fue acusado por la fiscalía de Carolina del Norte de haber golpeado a su esposa, Kathleen Peterson, hasta desangrarla. La noche de la muerte, Michael llamó al 911 y, entre lágrimas, afirmó que su mujer había tenido un accidente en casa: se había caído por una escalera. La policía la encontró sobre una poza de sangre. Pero las laceraciones encontradas en el cuero cabelludo de la mujer, convencieron al fiscal de que era imposible que la mujer hubiera muerto tras la caída.

    Lo más inquietante del documental es la idea de que, cuando no hay pruebas, la decisión de un jurado nada tiene que ver con la inocencia o la culpabilidad: todo consiste en saber contar una buena historia.

    El director Jean-Xavier de Lestrade llegó al caso luego de haber ganado el Oscar en 2001, con el documental Un culpable ideal, donde narra el juicio del estado de Florida contra un adolescente negro acusado de matar a una turista. El joven fue declarado inocente gracias a un defensor público que demostró al jurado que la policía obtuvo la confesión bajo extorsión y operó con sesgos de clase y raza, una acusación sensible en las cortes estadounidenses después del juicio contra O.J. Simpson a mediados de los 90. Después de obtener el Oscar, el director se propuso contar la historia inversa: cómo se porta la justicia cuando el acusado es un hombre blanco que puede costear una defensa cara.

    ¿Mató Michael Peterson a su esposa?

    Esta es la pregunta que sostiene la tensión narrativa de todo el documental. Porque a pesar de que la fiscalía no encontró el arma homicida ni la motivación para el crimen ni evidencias concretas, sí logró establecer que el novelista era un farsante: nunca había sido herido en Vietnam, como él siempre afirmó a su familia y en sus libros, y tampoco había tenido un matrimonio idílico, como aseveró ante el jurado durante el juicio, pues mantenía relaciones homosexuales con desconocidos a los que contactaba en internet, sin que su mujer supiera. Llegado a este punto, el ojo de la cámara se tiñe de desconfianza y Peterson hace recordar a Jean-Claude Roman, el impostor retratado por Carrère en El adversario: un sujeto que, al ser descubierto en su mentira, pudo haber preferido matar a quien lo había descubierto, antes que ser desenmascarado.

    El documental aborda este dilema directamente: ¿ser un impostor y un adúltero bisexual convierte a Peterson en un asesino? Tal vez en algunos lugares no, pero en el sur profundo de Carolina del Norte, puede que sí.

    Lo más inquietante del documental es la idea de que, cuando no hay pruebas, la decisión de un jurado nada tiene que ver con la inocencia o la culpabilidad: todo consiste en saber contar una buena historia –coherente, verosímil, emotiva–, algo que la defensa de Peterson no supo hacer. Asimismo, queda rondando la tesis de que la justicia, en un sentido profundo, no es otra cosa que el sentir de un pueblo o de una comunidad: si los jueces fallan en sintonía con lo que la gente cree que ocurrió, se impone la noción de que se ha hecho justicia. Y cuando ocurre lo contrario, pues se piensa que los culpables han zafado, que el dinero puede más, que la justicia no alcanza para todos. Así, más allá del caso puntual de Peterson, la serie refleja hasta qué punto los procesos judiciales son, a su modo, un espejo de la naturaleza humana: menos racionales y más emocionales de lo que nos gusta creer.

  16. Nicanor Parra ante la historia

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    De pronto, Rafael Gumucio lanza una idea inquietante sobre Nicanor Parra: “Es difícil convencer a un señor de 100 años de edad, en un país que solo tiene 200, de que la historia no es un asunto personal”. La frase, que aparece en el último tercio de su biografía Nicanor Parra, rey y mendigo, viene a subrayar no solo la inverosímil longevidad del antipoeta. También subraya que esta es la historia de un hombre que tuvo la conciencia de que su vida no estaba del todo sujeta a los vaivenes de la historia, sino que él era capaz de empujar la dirección de esos vaivenes y hacer de la tan corta historia de Chile, su historia.

    Parra se ha sobrepuesto a todo lo imaginable para un poeta chileno y latinoamericano del siglo XX: la pobreza, el imperio de Neruda, la poesía chilena y los poetas chilenos, el marxismo, la Unidad Popular, la dictadura de Pinochet, la burocracia cultural de los 90, el dinero, la fama…

    Publicada con urgencia periodística, Nicanor Parra, rey y mendigo quizás sea lo mejor que ha escrito Gumucio: una investigación enorme, hecha de innumerables lecturas y entrevistas, que deviene en un ensayo que a la vez es un testimonio del propio biógrafo. Aunque Gumucio empieza y termina el libro hablando de él, documenta su fascinación ante este “maestro terrible del siglo XX”. Y como un investigador que sospecha que no logrará resolver el enigma, sigue las huellas de la larga ruta del poeta buscando pistas para entenderlo: de San Fabián de Alico hasta Las Cruces, de Chillán al Internado Barros Arana, de Santiago a Estados Unidos, de Oxford a la Unión Soviética, de Cuba a La Reina, Gumucio avanza zigzagueante, pidiendo ayuda por allá y por acá, entablando conversaciones infructuosas con el mismo Parra, intentando entender cómo ese hombre esquivo y paranoico, por décadas silencioso y retraído, mezcló el idioma popular del campo chileno con el surrealismo, la física cuántica y las lecciones de Duchamp, para crear un idioma propio que le permitió subvertirlo todo.

    “Nicanor, Nicanor”, repite un día en el Tavelli el poeta y teórico Ronald Kay ante Gumucio. Están ahí para hablar de Parra, pero acaban de concederle al poeta el Premio Cervantes y Kay, que estuvo casado con su hija Catalina, solo se ríe repitiendo su nombre. Gumucio sabe interpretarlo: “Lo logró, viejo zorro, lo logró”. No se trata solo del premio: a esas alturas, el año 2011, Parra se ha sobrepuesto a todo lo imaginable para un poeta chileno y latinoamericano del siglo XX: la pobreza, el imperio de Neruda, la poesía chilena y los poetas chilenos, el marxismo, la Unidad Popular, la dictadura de Pinochet, la burocracia cultural de los 90, el dinero, la fama… incluso la maldita bendición de ser un Parra en el país de Violeta la ha tergiversado a su favor, y todo el espectro cultural y político lo mira como un tótem antojadizo, enigmático y genial. Y si bien ese recorrido es más o menos conocido, lo que Gumucio documenta es que Parra siguió ese camino llevando la contra, haciéndose el leso, guardando silencio, resistiéndose, yéndose siempre por el camino inesperado.

    Como sabemos, la antipoesía es un modo de rebelión literaria. Lo que esta biografía viene a esclarecer es que se trata también de un modo de rebelión vital: un credo que el poeta perfeccionó hasta llegar a desactivar casi todas las prácticas tradicionales. Como amante, esposo, padre o amigo, Parra no siguió los patrones de ninguna de las épocas en que vivió. Siguió un camino personal y libre, aunque también carísimo: dejó una estela de heridos, vencidos y olvidados. Él es la montaña rusa. Es el poeta insurrecto, capaz de extender con tanta fuerza aquel impulso que como intelectual y ciudadano reordena el acontecer público. La historia para Parra es personal, dice Gumucio, hablando de su oscuro rol durante el Golpe del 73, y así se lo ve al leer esta biografía: bajo las agitaciones sociales, políticas y culturales del siglo XX en Chile, la iconoclasta respiración de Parra prefiguraba un futuro. Casi lo creaba. Instituía un acontecer histórico en que la ironía resulta un antídoto para sobrellevar el sinsentido.

     

    Nicanor Parra, rey y mendigo, Rafael Gumucio, Ediciones UDP, 2018, 491 páginas, $17.000.

  17. Saltará la liebre y tendrá tus ojos

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    He vuelto a leer, hace un par de meses, lo que leí por primera vez hace medio siglo y que entonces, a mis 13 años, me caló hasta los huesos. Hablo de los cuatro libros de relatos con que Julio Cortázar se dio a conocer: Bestiario, Las armas secretas, Final del juego y Todos los fuegos el fuego. Recuerdo devorarlos noche a noche en el invierno de 1968, desconcertado por esa escritura capaz de secuestrarme a discreción, y meterme en la vida de desconocidos a los que podía tutear sin ofender. Desde mi trinchera impúber le atribuía a Cortázar el poder de decidir cuándo robarle al lector su distancia y enviarlo, solo con pasaje de ida, a la vida paralela del relato. En principio, sin garantía de retorno. Como en los cuentos “Axolotl” y “Continuidad de los parques” en Final del juego, o “La noche boca arriba” y “La isla a mediodía” en Todos los fuegos el fuego, o “Lejana” en Bestiario o “Las babas del diablo” en Las armas secretas, no podía saber en qué momento saltaba la liebre desde la página y te miraba con tus propios ojos. Se borraba al instante la frontera que separa lo real de lo fantástico, el que mira de lo mirado, la lectura de la trama. Cortázar era eso: te hacía desaparecer. O al menos, así me parecía.

    Mucho tiempo después, ya muerto Cortázar y con dos generaciones nuevas de lectores, algunos rótulos fueron dejando al escritor en un nicho poco grato, entre literatura para adolescentes y narrativa experimental de rápida obsolescencia. Pero al releer ahora estos cuatro libros que me fueron iniciáticos hace medio siglo, y atento a la posibilidad de si sobrevivían al paso del tiempo y serían capaces de volar por encima de los nuevos moldes estéticos, no me cabe duda que tales letreros que le colgaron posmortem no hacen justicia alguna.

    Volví a vivir, 50 años más tarde, esta singularidad en la forma de contar, mirar y desandar lo real hasta el absurdo, la fatalidad o la irrelevancia. Cortázar volvió a sacar su gancho monstruoso del texto para asirme del cuello y tirarme dentro de la historia.

    En mi nueva lectura volví a viajar por corredores de viejas casonas de clase media en Buenos Aires y por veredas disparejas donde adolescentes aburridos destapan historias equivocadas de las que no volverán ilesos. Redescubrí un París mal calefaccionado, nada turístico, embriagado de itinerarios condenados al fracaso. Entre ambas puntas del mapa quedé nuevamente atascado en lugares que no son de nadie o que parecen allí desde siempre, poblados por una temporalidad familiar que se rompe de un paraguazo al doblar la esquina y estallar contra un mundo paralelo.

    Será que el propio Cortázar nunca fue del todo de aquí ni de allá, sin edad fija en el rostro, evocado más de una vez como el “niño de las manos grandes”, porque al parecer nunca dejaron de crecerle. Un Cortázar que debió arrastrar esas extremidades enormes que no caben en los bolsillos y pueden sostener sobre la palma todos los desenlaces para sus relatos. Quiero pensar que la insuperable maleabilidad en la perspectiva del narrador hizo juego con esa otra maleabilidad etaria del propio Cortázar; y que tal vez le permitió investigar de ida y vuelta, en sus invenciones, todo el abanico de sensibilidades.

    Volví a vivir, 50 años más tarde, esta singularidad en la forma de contar, mirar y desandar lo real hasta el absurdo, la fatalidad o la irrelevancia. Cortázar volvió a sacar su gancho monstruoso del texto para asirme del cuello y tirarme dentro de la historia. Reencontré esa porfía lúdica en descentrar sus relatos, pese a que en todos ellos cumple con el rigor de elegir escrupulosamente dónde se ubica el narrador. Son cuentos que suenan a lo que dicen, todos premunidos de un lenguaje hecho a la medida de la historia por contar. El caso más sublime es la parábola de Charlie Parker en “El perseguidor”, donde cada frase es un fraseo de free jazz, y cada palabra una nota de trompeta que solo se sostiene quebrando la anterior.

    Recomiendo leer, o bien releer, estos cuatro libros de cuentos, los más puros de un Cortázar que sigue siendo cuentista en estado puro. Pero sobre todo, demorarse en ellos. En esa demora saltará la liebre. Y tendrá tus ojos.

     

    Cuentos completos. Volúmenes 1 y 2, Julio Cortázar, Alfaguara, 2010, 648 y 552 páginas, $23.000 cada tomo.

  18. Rem Koolhaas y la basura

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    Hay libros que ayudan a abrir la mente e incorporar ideas, experiencias y percepciones, y también hay los que enseñan a comprender lo que vemos a diario en las calles. No se trata de dos clases distintas de textos, excluyentes entre sí. Por el contrario, las obras que calan en los lectores pueden producir estos fenómenos de manera simultánea. Es lo que me sucedió cuando recibí como regalo El espacio basura, un breve ensayo del arquitecto holandés Rem Koolhaas.

    Antes de abordar este texto, solo conocía de Koolhaas sus construcciones y diseños, que lo han hecho merecedor de premios insignes y lo tienen convertido en una celebridad. Más de una vez había buscado en Google imágenes de sus impactantes edificios. Mi vida provinciana, mi sedentarismo crónico, me ha llevado a saber más asuntos por referencias que por el contacto con ellos. Por lo mismo, la lectura de El espacio basura fue un hallazgo que se conecta con lo que observo. Koolhaas advierte de nuestra ceguera a la hora de mirar el paisaje que nos rodea: no vemos las escaleras mecánicas, ni los ascensores, tampoco consideramos las barreras contra incendios, los letreros con indicaciones ni los juegos para niños en los parques. En pocas palabras, no somos conscientes de la estética de los no lugares. Y es justo en esa zona en donde este libro penetra con distancia crítica, con escepticismo e ímpetu, para analizar sitios como los aeropuertos, los malls, las estaciones de servicios y las vitrinas del comercio, en busca de darles una interpretación visual. Koolhaas no tiene nostalgia del pasado arquitectónico. Y señala que el “espacio basura” es “lo que queda después de que la modernización haya seguido su curso o, más concretamente, lo que se coagula mientras la modernización está en marcha: sus secuelas”.

    La gracia de Koolhaas como autor reside en su capacidad de atender a lo panorámico, a lo monumental, y desde ahí saltar a los detalles, a lo que nos involucra como ciudadanos.

    La claridad de este texto difiere del lenguaje obtuso que poseen muchos arquitectos cuando explican lo que ven y hacen. Esta elocuencia se explica tal vez por una sencilla razón: Koolhaas, antes de dedicarse a la planificación y el estudio de la arquitectura y el urbanismo, fue periodista. Cuando escribe no es básico ni torpe ni pragmático. A mi entender, su talento para representar e hilar conceptos facilita pensar que estamos ante un ensayista. Koolhaas relata cómo se ha erosionado la arquitectura del siglo XX y qué ha sobrevivido de ella. Habla de la secuencia de figuras heterodoxas en que se han convertido las ciudades. Dice que esa mezcla, sin embargo, es virtual, ya que todo está vinculado por semejanzas que pasamos por alto. Al respecto, apunta al diseño de interiores, en los que priman las comodidades, como los aparatos de cocina, los televisores o las instalaciones de aire acondicionado que emparentan las diferencias superficiales. Koolhaas especula sobre la iconografía del espacio basura y dice que está compuesta por una mezcla de tendencias inescrutables. Las más recurrentes serían: 13% de cultura romana, 8% de Bauhaus, 7% de Disneyland, 3% de art nouveau, seguido de cerca por la estética Maya. Esta ensalada de estilos se explica porque “el espacio basura es un ámbito de orden fingido y simulado, un reino de transformación morfológica”.

    La verdad es que son decenas los temas que toca con habilidad táctica Rem Koolhaas en El espacio basura. Intuyo que es imposible acotar sus 62 páginas. Quizás eso se debe a la forma en que está redactado: con precisión y, a la vez, con una soltura provocadora, que le permiten a su autor atravesar con un mismo concepto cuestiones tan disímiles como el tráfico de las ciudades, el fascismo ecológico, los guiones y ritos a los que nos someten las reglas sociales, y los cementerios. La gracia de Koolhaas como autor reside en su capacidad de atender a lo panorámico, a lo monumental, y desde ahí saltar a los detalles, a lo que nos involucra como ciudadanos. Este ensayo permite caminar con menos inocencia ante el espectáculo visual que nos rodea y despejar juicios infundados sobre lo que es el progreso y la belleza.

  19. La fortuna póstuma de Marx

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    Hoy solo un gran país, China, más Cuba y Corea del Norte, incluyen la palabra comunismo en su Constitución. Sin embargo, sería un error pensar que Marx es solo una pieza de museo. Sin estudiar sus ideas y recorrido tendríamos dificultades para entender el siglo XIX y el siglo XX, pero además sería difícil explicar el desarrollo de las ciencias sociales contemporáneas a las que dotó de conceptos, categorías e instrumentos de análisis extremadamente útiles.

    El destino de Marx en la historia es singular: solo los grandes fundadores de religiones han sido tan ensalzados, seguidos y denostados como él. Sesenta y siete años después de su muerte, una gran parte de la población mundial vivía en países cuyos Estados se inspiraban en sus ideas. Ellas tenían además una fuerte presencia en el debate intelectual y sus seguidores en otros países se contaban por millones.

    Curiosamente, si vemos la situación actual, a 135 años de su muerte y a 200 de su nacimiento, el cuadro cambia dramáticamente. Solo un gran país, China, y países como Cuba y Corea del Norte incluyen la palabra comunismo en su Constitución política. Los partidos que se proclaman comunistas usan este término más bien como un nombre de fantasía o de nostalgia, pero no de propuestas, y sus ideas tienen una presencia menor en el debate intelectual.

    Con todo, sería un error pensar que Marx es hoy solo una pieza de museo. Sin estudiar sus ideas y recorrido tendríamos dificultades para entender el siglo XIX y el siglo XX, también sería difícil explicar el desarrollo de las ciencias sociales contemporáneas a las que dotó de conceptos, categorías e instrumentos de análisis extremadamente útiles.

    La caída del marxismo como doctrina de Estado y la vulgata marxista-leninista como ideología movilizadora, no clausura entonces el interés por estudiar su acción y pensamiento. Tratar de comprender la fortuna que este tuvo, como también la actualidad que conservan algunas de sus intuiciones incluso en el día de hoy, resulta una tarea intelectual más que pertinente. Para Marx, acción y pensamiento son parte de un mismo movimiento; así se lee en la undécima tesis sobre Feuerbach, las tesis que encontró Engels revisando notas en su escritorio después de su muerte y que publicó en 1888 como anexo de su libro Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.

    “Los filósofos hasta el momento no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo; ahora de lo que se trata es de transformarlo”, nos dice Marx. Y así transcurrió su vida, dedicada sin respiro a empujar dicha transformación. Habiendo desechado muy joven una vida de plácido universitario, el novel y brillante doctor en filosofía abandonará su vida de estudiante polemista, peleón y juerguista, para casarse muy joven con la baronesa Jenny von Westphalen, culta, encantadora y comprensiva hasta la exageración, para iniciar en la Gaceta Renana su quehacer de editor de trinchera.

    Poco durará en la Gaceta y también poco durará en Alemania, desde donde debe partir al exilio en 1843, al 30 de la Rue Vaneau en París.

    Allí escribe en Los Anales Franco Alemanes, se encuentra para toda la vida con Federico Engels y ven la luz sus primeros escritos, La cuestión judía, La crítica de la filosofía del Derecho de Hegel y Los manuscritos filosófico-económicos, los también llamados Cuadernos de París, que solo serían conocidos de verdad a mediados de los 50, provocando un gran revuelo en los “filósofos sutiles” de los cuales nos habla Raymond Aron. También París es la cuna de su primer libro con Engels, La sagrada familia, que lleva el curioso subtítulo de: Crítica de la crítica crítica.

    A fines del siglo XIX las tecnologías avanzan con creciente rapidez, la sindicalización de los trabajadores crece, el reformismo prospera, se acortan las jornadas de trabajo y se eleva la productividad sin tener que descender la tasa de explotación. El capitalismo se mostró maleable, flexible e innovador; atravesó crisis y guerras sin autodestruirse.

    Pero al mismo tiempo de escribir libros, propugna revoluciones en Prusia, hasta que los prusianos envían a Alexander von Humboldt, que no lo quería nada, a pedirle al rey de Francia que lo eche, cosa a la que este accede.

    En 24 horas lo tenemos en Bruselas, cada vez más apretado económicamente, pero agitadísimo. Y viaja a Inglaterra a la formación de la Liga de los Justos, que tiempo después será La liga de los Comunistas, aun cuando estará formada por un pot-au-feau de reformistas, republicanos y anarquistas además de sus seguidores.

    Muy pronto la consigna de la Liga “Todos los hombres son hermanos”, que le debe haber parecido sumamente frailuna, se cambiará por la célebre “Proletarios de todos los países, uníos”. Desde entonces comenzarán sus ininterrumpidas disputas con Mazzini, Proudhon y Bakunin, entre muchos otros.

    En Bruselas, junto con su inseparable amigo Federico, escribirá la Ideología alemana, después La miseria de la filosofía (contra Proudhon) y poco antes de la revolución del 48 publica un folleto deslumbrante, El manifiesto comunista, uno de los libros más leídos de todos los tiempos.

    El Moro, como le decían a Marx por su tez oscura, y el General (sobrenombre de Engels), se inflaman de ilusión revolucionaria, pero después de algunos avances, la revolución decae y no se extiende a las zonas rurales. Es, a fin de cuentas, derrotada. Para ambos la desilusión es grande. Marx está decepcionado y además lo expulsan de Bruselas, por no haber cumplido su promesa de no participar en política.

    Llega a la conclusión de que es necesario aclarar a fondo la teoría de la revolución y se va a Londres, ciudad acogedora de revolucionarios en desgracia, pero donde florecen más bien las ideas reformadoras.

    Es tiempo de sosegarse, sacar conclusiones, aprovechar la comodidad del British Museum y tratar de mantener a su familia, que sigue aumentando.

    En esto le va más bien mal y pasará por momentos terribles y trágicos, sobreviviendo gracias a Engels y a algunas notas periodísticas, hasta que lleguen por fin las herencias familiares y de amigos, y pueda después de muchos años de pellejerías por fin tener un cierto buen pasar burgués.

    Escribirá en ese entonces sus libros políticos La lucha de clases en Francia y El 18 de Brumario de Luis Bonaparte. Finalmente, en 1859 publica Contribución a la crítica de la economía política, con lo que termina de unir la crítica a la filosofía clásica alemana, al socialismo francés y a la economía clásica inglesa como base de su propio y original análisis.

    En 1867 aparecerá su obra culminante, el primer libro de El capital, pero también en esos años desempolva la vieja armadura de combatiente para participar en la creación de la Primera Internacional, que será bautizada como la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), reemplazando así a la vieja Liga que hacía tiempo ya había entregado el alma. Se dedicará en ella a pelear con sus enemigos de siempre, y agregará otros, como el socialista alemán Ferdinand Lassalle y el virulento anarquista ruso Kropotkin.

    En 1870, otra chispa incendia la pradera: Bismarck le tiende una trampa a Napoleón III. Hoy sabemos que no era un lince y, bueno, cayó redondito: estalla la guerra y Bismarck lo derrota.

    Sin embargo, las cosas en Francia asumen aires de rebelión y en marzo de 1871 surge en París la Comuna como organización social autogestionada y revolucionaria. Toda la familia Marx se ilusiona, él escribe a su amigo Kugelmann: “Hay que tomar el cielo por asalto”. Pero pese a los éxitos iniciales, el poder obrero no se extiende por toda Francia y queda a medio camino, asusta a las capas medias y no logra el apoyo del campesinado.

    La venganza de la Francia conservadora será terrible. Thiers, “el enano monstruoso”, como lo llamaba Marx, con apoyo de los prusianos, hace entrar sus tropas por la Porte Saint-Cloud y se apoderan de la ciudad a costa de una gran matanza. Esta vez la decepción de Marx es tremenda. Realiza el análisis de las potencialidades y las causas de la derrota, critica con fuerza el no uso oportuno de una violencia mayor de parte de los comuneros.

    Su pensamiento posee una promesa laica, prometeica, de un futuro libertario que es a la vez extraordinario y suficientemente vago.

    Está cansado, su salud no es buena, sus malos hábitos alimenticios, sus excesos de tabaco y alcohol, la falta de higiene personal, la acumulación de enfermedades, hígado, pulmón, furunculosis y hemorroides, todo le pasa la cuenta. Está hastiado incluso de pelear con los anarquistas y deja morir dulcemente la Internacional, cuya sede está exiliada en Filadelfia.

    Sus últimos arrebatos serán contra la socialdemocracia alemana, que adquiere un airecillo reformista.

    En su Crítica al programa de Gotha en 1875, reafirmará la necesidad de la dictadura revolucionaria del proletariado y arremeterá contra “el cascabeleo democrático”, “la letanía democrática” y “el sufragio universal”.

    Para Marx, la democracia representativa es una forma más de dominación burguesa, no aprecia sus instituciones, ni siquiera los impuestos que considera parte del constructo reformista. La democracia como sistema político definitivamente no es lo suyo. Así se lo reafirmará a los socialdemócratas alemanes, “Dixi el Salvavi animan meam” (lo digo y he salvado mi alma), concluirá.

    El resto de su vida serán notas, pequeños desplazamientos, curiosidad por Rusia donde los populistas se interesan por El capital. Vendrá la muerte de Jenny, Jennyshen, su hija mayor. Morirá en 1883 en su sillón, casi no tenía pulmones, pero parece que contra todo consejo se había fumado poco antes un puro. Bien por él.

    De sus notas saldrán los otros libros de El capital por mano de Engels, ayudado por Kauts y Bernstein.

    Concluido ya su accionar, esbocemos ahora unas breves pinceladas acerca de su pensamiento.

    Hijo de las luces, romperá con toda la tradición de la filosofía política moderna y construirá una teoría general del desarrollo de la sociedad, el materialismo histórico. Asimismo, será el crítico más lúcido del capitalismo del siglo XIX.

    Su ambición teórica es ilimitada, se propone encontrar una respuesta total a las interrogantes de la historia y de su tiempo, como dice bien Isaiah Berlin, “esa clase de enfoque ilimitado y absoluto que pone fin a todos los integrantes y devuelve todas las dificultades”. Como dice Bobbio, rebatirá a Hobbes, Rousseau, Kant y Hegel respecto del rol central de la sociedad política y el Estado en el curso de la historia, como el espacio en el cual el hombre puede llevar una vida racional.

    Para él las cosas son exactamente al revés: lo central y lo determinante es la sociedad civil, que constituye la infraestructura donde se desarrollan las condiciones materiales de existencia.

    El Estado, las instituciones, la religión y el derecho no son sino el reflejo, la superestructura que es determinada “a fin de cuentas” o “en última instancia”, por el modo de producción de las sociedades.

    A duras penas admite que el arte puede escapar de esta determinación, pero el resto se moverá fundamentalmente como producto de las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, contradicciones que se encarnarán en la lucha de las clases antagónicas. De allí surgirán las revoluciones, que no son un accidente sino las parteras del curso ascendente de la historia.

    El predominio actual de un capitalismo fuertemente desregulado, que tiende a concentrar y privatizar de manera exagerada los beneficios y a socializar también exageradamente las pérdidas, nos tiene inmersos en un proceso de desigualdad creciente y de concentración ya no en el decil más rico, sino que en el centil más rico, y ello está teniendo consecuencias políticas negativas enormes para la democracia.

    “No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, es el ser social lo que determina su conciencia”, señalará en el prólogo de la Contribución de la crítica de la economía política.

    Pero su mayor preocupación es la crítica al capitalismo, desentrañar sus contradicciones que lo llevarán a su inevitable desaparición. En ello centrará su análisis, a partir de la crítica de la economía clásica inglesa y toda su reflexión sobre la teoría del valor, de la plusvalía, del salario, de la explotación, de la ganancia y de la baja tendencial de la ganancia.

    Cree, duro como fierro, que ello evolucionará tal como lo describe y que el modo de producción capitalista, a diferencia de los modos de producción anteriores o paralelos (como el asiático), marcará el fin de las sociedades antagónicas.

    El proletariado, al ser la clase más numerosa, cuando derrote inevitablemente a la burguesía fruto de las contradicciones que conducirán a la revolución mundial, terminará con el conjunto de las clases sociales para siempre. Ello abrirá necesariamente paso al comunismo, una sociedad sin Estado, sin dominación, autorregulada, de hombres libres, terminando así con la prehistoria de la sociedad humana. Claro que entre una y otra sociedad, como lo enseñó la Comuna, existirá una transición nada tierna y posiblemente nada corta, la dictadura revolucionaria del proletariado.

    En italiano podríamos decir Se non é del tutto vero é assai ben travato (Si no es del todo verdad, está muy bien dicho).

    De allí su tremendo atractivo.

    Pero la vida, como siempre, se va por otro lado, por un lado mucho más verde que el gris de la teoría, como nos dice Goethe, y el transcurso de los acontecimientos acumularán en su teoría límites y equívocos. A fines del siglo XIX las tecnologías avanzan con creciente rapidez, la sindicalización de los trabajadores crece, el reformismo prospera, se acortan las jornadas de trabajo y se eleva la productividad sin tener que descender la tasa de explotación. El capitalismo se mostró maleable, flexible e innovador; atravesó crisis y guerras sin autodestruirse.

    La primera Revolución en nombre del proletariado se da en el país del capitalismo más atrasado de Europa, en el cual una relativamente poco numerosa clase obrera estaba rodeada de un océano de campesinos. Su triunfo fue fruto más de la audacia de un jefe político, Lenin, y un grupo de revolucionarios profesionales, que de una determinación de la historia. La revolución rusa es una revolución contra El capital, señalará Antonio Gramsci con lucidez.

    En todo caso, no se transformará en revolución mundial, y hasta su inesperado final en el último decenio del siglo XX, jamás pasó de ser algo más que una dictadura, con más capacidad militar que bienestar general. Una vez más, la historia se rebelará frente a determinaciones, sistemas y modelos. Sin embargo, su influencia y atracción se prolongó mucho más allá de la verificación en la realidad de sus postulados, tanto en la acción política como en el debate intelectual.

    Conviene pensar por qué este éxito que supera los hechos y las razones parece ser diverso. Su pensamiento posee una promesa laica, prometeica, de un futuro libertario que es a la vez extraordinario y suficientemente vago.

    En La ideología alemana, Marx y Engels escriben: “En la sociedad comunista donde cada cual no tiene una esfera de actividad exclusiva sino que puede perfeccionarse en el aspecto que le guste, la sociedad reglamenta la producción general, lo que me permite la posibilidad de hacer hoy tal cosa, mañana otra: cazar en la mañana, pescar en la tarde, practicar la cría de ganado más tarde, desarrollar la crítica después de la comida según mi regalado gusto, sin tener que convertirme en cazador, pescador o crítico”.

    La superación del capitalismo no parece estar a la vuelta de la esquina, ni siquiera para quienes pregonan ideas radicales y menos aún para los países que han experimentado el socialismo en carne propia. Tampoco parece necesariamente deseable dicha superación, sobre todo si consideramos la realidad de los países capitalistas cuyas experiencias son las más exitosas y civilizadas, como es el caso de los países nórdicos.

    Por cierto, es un futuro libertario, que resulta atractivo, pero algo bucólico en sus contenidos. Propone también una ética atractiva de las relaciones humanas, que además está basada en la ciencia, lo que le da una base aparentemente objetiva, y plantea la redención del colectivo. Ya no será el egoísmo individual lo que generará la virtud colectiva, como nos lo señala Adam Smith; es el colectivo el que evitará el egoísmo a través de imponer el interés general.

    Claro que al introducir la moral en la economía fuerza la complejidad humana y abre paso a la sociedad total o totalitaria, como sucedió en las experiencias de los socialismos reales.

    Encarna además lo universal en los de abajo, en los condenados de la Tierra. En esto (que Marx no me escuche) tiene un encanto similar al cristianismo, como lo señala Kolakowski.

    Estos son solo algunos aspectos de su atractivo, que lo hizo particularmente resistente a los avatares de la historia.

    La pregunta final es si queda algo de actualidad en el pensamiento de Marx, para
 entender mejor el mundo de
 hoy. Por supuesto, resulta imposible encontrar una respuesta positiva si consideramos el pensamiento de Marx como un sistema, pero surgen aspectos no desdeñables si analizamos algunas áreas de análisis o intuiciones, particularmente en la fase por la que atraviesa hoy el proceso de globalización.

    Aun cuando ha habido fases diferentes del
 desarrollo capitalista, el
 predominio actual de un
 capitalismo fuertemente 
desregulado, que tiende
a concentrar y privatizar
de manera exagerada los 
beneficios y a socializar
 también exageradamente las pérdidas, nos tiene 
inmersos en un proceso
 de desigualdad creciente y
 de concentración ya no en
 el decil más rico, sino que 
en el centil más rico, y ello 
está teniendo consecuencias políticas negativas enormes para la democracia. No aparece clara ni la voluntad ni los instrumentos políticos para revertir ese proceso.

    Alguien podría, en consecuencia, señalar que algo de la profecía de Marx anda rondando todavía. Recordemos que en el pasado la pasión por la igualdad eliminó la libertad en muchos países; hoy la pasión por la desigualdad podría terminar haciendo lo mismo.

    En una dirección similar, nuestra actual globalización parecería imponer un ritmo de avance sin templanza, sin fijarse en los resultados sociales que se asemejan a los rasgos que describía Marx en el Manifiesto respecto de la revolución burguesa que él tenía ante sus ojos y que conducía a una suerte de progreso caótico.

    Así escribía Marx: “Todas las relaciones sociales tradicionales y consolidadas con su cortejo de creencias y de ideas admitidas y veneradas: quedan rotas: las que las reemplazan caducan antes de haber podido cristalizar”. Y sigue: “Todo lo que era sólido y estable es destruido, todo lo que era sagrado es profanado y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión”.

    ¿Cuánta de esa desilusión existe en la crisis actual de las democracias y las actuales tendencias autoritarias y bárbaras?

    La superación del capitalismo no parece estar a la vuelta de la esquina, ni siquiera para quienes pregonan ideas radicales y menos aún para los países que han experimentado el socialismo en carne propia. Tampoco parece necesariamente deseable dicha superación, sobre todo si consideramos la realidad de los países capitalistas cuyas experiencias son las más exitosas y civilizadas, como es el caso de los países nórdicos. Pero ninguna forma de organización económica, social o política está llamada a ser eterna.

    Claro, ese cambio si se produce, no será como lo pensó Marx.

    Con todo, hay algo valioso en su esfuerzo por mirar lejos, por tener una mirada larga, que hoy no abunda. Cuando observamos los nuevos desafíos de la humanidad, como el cambio climático y las nuevas formas de conocimiento que se están produciendo –la inteligencia artificial, la biotecnología, la nanotecnología, la robótica y la manipulación genética– no está de más esforzarse en escudriñar el porvenir y tratar de imaginar sociedades muy distintas, que quizás no tengan el trabajo como su espina dorsal, de manera de poder discernir acerca de los nuevos desafíos éticos y políticos para poder preservar en el futuro lo que es siempre fundamental: la autonomía y la libertad del ser humano.

  20. Clases sociales: la vigencia de una noción política

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    La pérdida de peso de los sindicatos y fuerzas obreras no significa que las clases sociales hayan desaparecido sin dejar huella. De hecho, Marx era plenamente consciente de la naturaleza cambiante del capitalismo que, como formación social, dependía de la lucha de clases. Desde este punto de vista, nuestro presente puede ser comprendido como un resultado del enfrentamiento político entre clases durante el siglo XX y el bienestar futuro estará signado por las formas que esa lucha adopte ante un capitalismo muchísimo más complejo en sus variantes de explotación.

    por giorgio boccardo

    Vivimos en un mundo que ha cambiado a extremos casi irreconocibles desde que Karl Marx publicó El capital, en 1867. Los obreros de cuello azul han disminuido exponencialmente en número e influencia, y los capitalistas de levita y chistera se anonimizaron en fondos de inversión globales. Los gerentes se quitaron la corbata y ahora escuchan las necesidades de empleados que anhelan movilidad social y mayor consumo. En tanto, las revueltas sociales más relevantes del último tiempo –antiglobalización, feministas, ambientales– se han articulado por fuera del radio de los sindicatos. Entonces, hablar de clases hoy parece tan arcaico como revivir una polémica teológica. O al menos eso nos han hecho creer los adalides del capitalismo. Pero la rueda de la historia no se ha detenido y el neoliberalismo ha resultado incapaz de resolver las necesidades humanas más elementales. La riqueza se ha concentrado en pocas manos y millones de personas dependen de un salario para sobrellevar una vida mínima. La robotización reemplaza o descalifica profesiones u oficios que antes garantizaban acceso al bienestar, y el vertiginoso ritmo de la producción ha puesto en riesgo la viabilidad del planeta.

    El hecho de que se vuelva a hablar de capitalismo –y no de modernización– es prueba de sus dificultades para presentarse como “el orden natural de las cosas”. Pese a ello, el capital se ha tornado tan omnipresente en nuestras vidas, que hoy resulta difícil aprehenderlo en su total magnitud. Sin embargo, para las fuerzas que bregan por la emancipación humana, la pregunta por el colectivo capaz de llevar adelante tamaña epopeya continúa abierta; aunque este ya no tenga mucho que ver con aquella clase de hombres y mujeres retratadas magistralmente por Marcel Proust o Victor Hugo.

    Gracias al desarrollo de fuerzas productivas industriales, Marx creía posible alcanzar nuevos estadios de libertad en que resolver las necesidades materiales solo ocupara un tiempo limitado de nuestra vida.

    Reconociendo las limitaciones y alcances de la obra de Marx, esta sigue siendo un buen punto de partida. No por nada, Ludwig von Mises señaló que el socialismo era “el movimiento de reforma más poderoso que la historia haya conocido”, ya que es una ideología que no se limita a ningún sector específico de la humanidad. De hecho, convocaba a personas de distintas razas, credos y naciones que se articulaban como clase bajo los dictados del capital.

    Intereses materiales, conflictos y proyectos colectivos

    Las clases, o más precisamente, la lucha de clases, fue una noción cardinal en la vida moderna, al punto que Marx y Friedrich Engels sostuvieron que toda la historia de las sociedades humanas era la historia de la lucha de clases. Paradójicamente, Marx no escribió una reflexión sistemática al respecto. A diferencia de su proteica teoría sobre el capitalismo, sobre las clases solo dejó un manuscrito interrumpido, que luego fue publicado por Engels en el tercer tomo de El capital.

    Marx sostiene que las principales clases en la sociedad moderna son los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes; aunque en el proceso histórico esta división no se presente de forma pura. Por el contrario, en los conflictos de clase participan heterogéneas fuerzas que dificultan el trazo de una línea divisoria clara. Ahora bien, su principal preocupación no fue alcanzar una definición estática de clases sino distinguir agrupamientos teóricamente sustantivos para comprender el conflicto y las posibilidades de superación del capitalismo. Al interrogarse acerca de las clases, indaga sobre los intereses comunes que hacen que estas –y los individuos que las integran– actúen, se organicen y maduren formas de conciencia compartidas. Marx concluye que el origen de esa disposición radica en la fuente de ingresos y las relaciones sociales que organizan los medios de reproducción de cada clase: los obreros explotan su fuerza de trabajo, los capitalistas los medios de producción y los terratenientes la propiedad del suelo.

    Coherente con su explicación sobre el origen y desenvolvimiento del capital, en el largo plazo todo el trabajo propendía a la forma asalariada y toda la tierra a la forma propiedad, siendo el eje articulador de la vida moderna la producción capitalista. Y su motor, el conflicto de clases. A pesar de que siempre existirían subdivisiones de clase –al extremo de que cada individuo es una unidad irrepetible–, Marx sostiene que lo fundamental es distinguir qué medios les permiten a los individuos subsistir y, por ende, qué intereses los pueden motivar a emprender una acción mancomunada.

    Las clases en Marx no son otra cosa que colectivos humanos confrontados por proyectos de sociedad que se forman –no están dadas a priori– y se enfrentan con otras clases por intereses contrapuestos. Al menos esa había sido la historia de las sociedades hasta el advenimiento del capitalismo. No obstante, gracias al desarrollo de fuerzas productivas industriales, Marx creía posible alcanzar nuevos estadios de libertad en que resolver las necesidades materiales solo ocupara un tiempo limitado de nuestra vida.

    El devenir de la clase obrera es fundamental para comprender el conflicto político durante el siglo XX. Valga recordar que en su triunfo se depositaron las esperanzas de millones de oprimidos, mientras que su derrota contribuyó a labrar la cultura de la resignación que domina el nuevo milenio.

    La clave estaba en la formación de una clase socializada en la racionalidad cooperativa de la producción capitalista y en una solidaridad forjada al calor de las resistencias a la explotación. Es a esa clase de personas a las que Marx denominó proletariado, y cuya emancipación podía liberar al conjunto de la humanidad.

    Esta noción de clases no será la dominante en el marxismo occidental. Si bien Lenin situó el conflicto en el centro de su teoría política, el proletariado fue equiparado con el partido bolchevique, delegando a la vanguardia revolucionaria la responsabilidad de organizar y dotar de conciencia a los trabajadores. La estalinización de la Revolución rusa solo acrecentó el problema, al extremo que la burocracia partidaria suplantó la acción obrera y devino en clase dominante. Posteriormente, el marxismo estructuralista limitó las clases a una posición en la producción, siendo la acción colectiva y la determinación de cada individuo, reflejos mecánicos de la estructura. Salvo excepciones, como Antonio Gramsci para el caso europeo o Juan Carlos Mariátegui para el latinoamericano, en los partidos obreros el debate sobre las clases fue oscurecido por la ortodoxia soviética y el economicismo vulgar.

    ¿Crisis de las clases industriales o crisis de la lucha de clases?

    El devenir de la clase obrera es fundamental para comprender el conflicto político durante el siglo XX. Valga recordar que en su triunfo se depositaron las esperanzas de millones de oprimidos, mientras que su derrota contribuyó a labrar la cultura de la resignación que domina el nuevo milenio. Pero tal como señaló Eric Hobsbawm, este escenario no se revierte adhiriendo sin más a cada oleada de protestas o denunciando lo despiadado que es el capital; se avanza extrayendo lecciones de esos derroteros.

    En la socialdemocracia se agota tempranamente el sindicalismo combativo, el cual es desplazado por otro que pacta con el capital. Sin embargo, el Estado de bienestar –compuesto por partidos obreros– resulta incapaz de seguir redistribuyendo excedentes e integrando a nuevos trabajadores. En los socialismos reales no hubo voluntad –o capacidad– para democratizar el Estado que fue cooptado por burocracias, pero tampoco se apostó a una socialización de la producción capitalista, más bien se estatizó. En los populismos latinoamericanos, la clase obrera se forja a partir del Estado, y su origen campesino permite utilizar en la industria prácticas autoritarias importadas del latifundio, de ahí su adhesión a liderazgos autoritarios.

    El mayo obrero de 1968 inauguró un nuevo ciclo de protestas que cambió la fisonomía de las clases industriales. Obreros automotrices de la Renault en París, la Chrysler en Michigan o la Fiat en Turín, metalúrgicos de Osasco y Contagen en Sao Paulo, mineros del carbón en Yorkshire y tapizadoras de la Ford en Dagenham, hicieron sentir con fuerza su rechazo a la autoridad y al control en la industria fordista. Esta vez no se trataba solo de demandas salariales, sino de democratizar la gestión, de control obrero y autonomía sindical.

    Durante los “años de plomo” en los 70, los capitalistas iniciaron una transformación productiva hasta recuperar su poder. Para ello se sirvieron de la desconcentración, automatización, flexibilidad y deslocalización del trabajo. Es decir, atacaron las condiciones de formación y poder de la clase obrera industrial, hasta diluirla.

    La reacción del capital no se hizo esperar. Durante los “años de plomo” en los 70, los capitalistas iniciaron una transformación productiva hasta recuperar su poder. Para ello se sirvieron de la desconcentración, automatización, flexibilidad y deslocalización del trabajo. Es decir, atacaron las condiciones de formación y poder de la clase obrera industrial, hasta diluirla. La ola de gobiernos conservadores en los años 80 y una renovada socialdemocracia en los 90 hicieron el resto.

    Los primeros ataques a la idea de clases provinieron desde la vereda izquierda. André Gorz anunció el fin del proletariado, o bien, de su potencial sociopolítico. Jürgen Habermas afirmó que el trabajo había perdido centralidad en la formación de subjetividades modernas. En tanto, la razón posmoderna decretó extintos los metarrelatos y la inexistencia de vínculos entre condiciones materiales y acción colectiva. En suma, la lucha de clases había quedado enterrada bajo los escombros del Muro de Berlín.

    Más allá de la validez de ciertos juicios, no se explicó por qué el capital incrementó su poder de clase y cómo su nuevo “espíritu” había incorporado elementos centrales de la crítica anticapitalista. Efectivamente, la fábrica dejaba atrás el verticalismo para encadenarse horizontalmente con medianos y pequeños productores, la disciplina de capataces era reemplazada por trabajo en equipo y de un día para otro los obreros se transformaron en colaboradores de terno y corbata. Nuevos ideologismos de izquierda y derecha le entregaron a la fuerza de trabajo medios de producción –ahora, el intelecto– y, con ello, alternativas para emprender libremente.

    Ahora bien, lo que ocurrió efectivamente fue una brutal mercantilización en que todo vínculo humano quedaba subsumido en el capital. No sucedió únicamente con educación, salud o pensiones, sino con los cuidados, los afectos, el cuerpo y las experiencias. La fábrica y la oficina automatizadas comenzaron a depender menos del trabajo especializado y a demandar trabajadores cuya socialización es su principal herramienta. La flexibilidad del trabajo hace de la incertidumbre el elemento distintivo de la vida y torna cada espacio en potencial lugar de trabajo. En consecuencia, la producción se imbrica con la sociedad de tal modo que hoy cuesta reconocer identidades o fisonomías sociales estables.

    Que las clases no mantengan su forma clásica no significa que hayan desaparecido sin dejar huella. De hecho, Marx era plenamente consciente de la naturaleza cambiante del capitalismo que, como formación social, dependía del estado de la lucha de clases. Desde este punto de vista, nuestro presente puede ser comprendido como un resultado –no determinado a priori– del enfrentamiento político entre clases durante el siglo XX.

    Esto implica comprender más profundamente las causas de la derrota, pero también pensar las clases más allá de la ortodoxia marxista. Es decir, recuperar su sentido político. Si algo podemos aprender de la “era de las catástrofes” es que la organización de una voluntad colectiva no podrá sostenerse en una socialización forzada, que aplane la riqueza de todas las identidades que la conforman. Por el contrario, en esa heterogeneidad radica su potencial emancipador de toda forma de opresión. Luego, tendrá que ser una articulación radicalmente democrática, que no desconozca el potencial de los intereses materiales para vincularnos en una clase que enfrente un capitalismo muchísimo más complejo en sus formas de explotación. Solo de este modo estaremos un poco más cerca de ejercer nuestras libertades.

  21. Karl Marx como voluntad y representación

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    Nació en 1818, en la Europa que acababa de dejar atrás a Napoleón, pero no las ideas y prácticas de la Ilustración y de la Revolución Francesa. En ellas se formó. Participó de las revoluciones de 1848, apoyó a la comuna de París. Y a la vez, vivió una vida familiar feliz, pero marcada por la pobreza y las desgracias. Ni ángel ni demonio, Marx fue resultado de una época que quiso cambiar y en la que logró dejar huella.

    por juan rodríguez m.

    Nada menos que todo un hombre: Karl Marx fue un agitador y activista, líder de las primeras ligas y comités comunistas, perseguido por Prusia, apátrida desde 1845; un “dictador democrático”, que gastaba tantas energías en disparar contra los burgueses como contra los “falsos profetas” del socialismo: esos sensibleros, demagogos, ignorantes y superficiales que imaginaban un paraíso comunista en el que todos usarían la misma ropa o comerían en el mismo comedor. Fue un ávido lector y escritor, apasionado por Hegel en su juventud y por Shakespeare toda la vida. Un intelectual que salía a emborracharse con sus amigos. Un periodista y editor de revistas. Un exiliado que pasó buena parte de su vida en Inglaterra. Según algunos, fue un hombre de familia –padre de seis hijos–; según otros, un egoísta que vivió del dinero de su mujer y de su amigo, Friedrich Engels, y que postergó a los suyos en favor de su activismo y de su obra. Sus “hábitos de siempre”, resume Francis Wheen, uno de sus biógrafos, fueron “leer, escribir, conspirar”.

    Marx se pasó la vida sobregirado, no solo en lo económico, sino también en lo político y en lo intelectual. Su trabajo como escritor estuvo marcado por entusiasmos sin concreción, obras iniciadas pero inconclusas, y atrasos en las entregas. Muchas veces se interponían la mala salud y la necesidad de ganar dinero, otras veces el activismo político, y también una mente tan imaginativa como poco metódica, y con afanes enciclopédicos. Pero valía la pena esperar.

    En 1848 estaba en Bruselas. Tenía 30 años, era un hombre bajo, moreno, de hombros anchos, con la barba y el cabello oscuros, salvo por los primeros mechones grises que se dejaban ver. Trabajaba en un texto para el comité central de la Liga de los Comunistas de Londres. Sus compañeros estaban impacientes, enojados por la demora, pues lo que escribía Marx era la nueva declaración política del movimiento.

    Marx se pasó la vida sobregirado, no solo en lo económico, sino también en lo político y en lo intelectual. Su trabajo como escritor estuvo marcado por entusiasmos sin concreción, obras iniciadas pero inconclusas, y atrasos en las entregas.

    En febrero de ese año, por fin se publicó el Manifiesto del Partido Comunista. El texto final valió la espera: “Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo”, dice ese inicio tan inquietante y contundente como imperativo es el cierre: “¡Proletarios de todos los países, únanse!”.

    “Fue una suerte que Marx se tomara su tiempo, porque el resultado fue una obra maestra literaria: un texto compacto, conciso, elegante, potente y a la vez sarcástico y divertido”, dice Jonathan Sperber en Karl Marx. Una vida decimonónica.

    En la ruta de Hegel

    Marx nació el 5 de mayo de 1818, en Tréveris, sudeste de Alemania, en una familia burguesa encabezada por Heinrich Marx y Henriette Pressburg. Se dice que el pequeño Marx se sentaba en las piernas de su padre para que este le leyera a Voltaire. Heinrich era un seguidor de las ideas ilustradas y de la Revolución Francesa.

    En la biografía más reciente de Marx –Karl Marx. Ilusión y grandeza, de Gareth Stedman Jones– leemos: “Karl nació en un mundo que aún se recobraba de la Revolución Francesa, el gobierno napoleónico de Renania, la emancipación a medias y prontamente revertida de los judíos, y la atmósfera sofocante del absolutismo prusiano. Era también un mundo en el que había ciertas vías de escape, aunque discurrieran en su mayor parte en el terreno de la imaginación. Coexistían la belleza de la polis griega, la inspiración de los poetas y las obras de Weimar (Goethe), el poderío de la filosofía alemana y las maravillas del amor romántico”. A este escenario que describe Stedman Jones, Jonathan Sperber suma los efectos de la Revolución Industrial, la “influencia perdurable” no solo de las ideas, sino también de “las formas de acción política de la Revolución Francesa de 1789; el papel fundamental que desempeñaba la religión en la interpretación del mundo; el efecto considerable, aunque complejo e intrincado, del nacionalismo, y la relevancia de la vida doméstica”.

    De los primeros años de Marx se sabe poco. Según Stedman Jones, la única alusión a su infancia se la debemos a un recuerdo de su hermana Eleanor: “He oído a mis tías decir que, de niño, era un pequeño tirano, horrible con sus hermanas (…) les insistía en que comieran las ‘tartas’ que hacía con una masa asquerosa y sus manos todavía sucias”. Recién a partir de 1830 hay más claridad. Ese año empezó su educación secundaria, centrada en los autores clásicos, cuya lectura nunca abandonó. Allí también conoció la lengua, la cultura y la historia francesas. Y si ya su padre lo había iniciado en la Ilustración, en el colegio se topó con profesores que tenían ideas librepensadoras, republicanas y democráticas. Marx creció “de acuerdo con las ideas de la Ilustración: un acercamiento racionalista al mundo, una religión deísta y la creencia en la igualdad y los derechos fundamentales del hombre”, dice Sperber.

    Marx desarrolló un trabajo periodístico que suele desatenderse al lado de su labor teórica, cuando de hecho ocupa más volúmenes en sus obras completas. Fue corresponsal de medios europeos y estadounidenses, incluso de un diario sudafricano.

    A partir de 1835, cuando entró a estudiar Derecho en la Universidad de Bonn, Marx profundizó su ruta ilustrada. Fue a clases “diligentemente”, pero se dedicó más a la bohemia, las peleas con los estudiantes prusianos y a debatir sobre cuestiones literarias y estéticas; o sea, era un universitario promedio, que incluso fue castigado por “alboroto y ebriedad por las noches”. Para encausarlo, en 1836 su padre lo envió a la Universidad de Berlín, el centro intelectual de Alemania, donde todavía reinaba Hegel, el filósofo del espíritu absoluto y la realidad racional, quien había muerto apenas cinco años antes. Allí Marx siguió distrayéndose del Derecho con sus aficiones literarias: escribió poemas, intentó crear una obra de teatro y una novela satírica, e hizo crítica teatral. Soñaba con ser poeta. Sin embargo, la mayor distracción era la filosofía de Hegel: conoció conceptos como dialéctica y alienación que, reformulados, llegarían a ser clave en su pensamiento. “Se había caído un telón, mi yo más sagrado se había hecho trizas y había que introducir nuevos dioses”, le contó Karl a su padre.

    Gracias a un profesor –Eduard Gans, un hegeliano progresista y liberal– y a sus contactos con los llamados Jóvenes Hegelianos –seguidores de izquierda del maestro–, Marx se convirtió en un crítico decidido del absolutismo prusiano y defensor de las ideas republicanas y democráticas. Dejó el Derecho y se doctoró en Filosofía con una tesis sobre Demócrito y Epicuro. En ese trabajo afirma que la confesión de Prometeo, el antiguo héroe trágico, era también la confesión de la filosofía: “En una palabra, odio a todos y cada uno de los dioses”.

    “En Berlín –escribe Stedman Jones–, Karl había entrado en contacto con un nuevo grupo de amigos que empezaban a considerar que la noción humana de Dios –y, en particular, del Dios cristiano–, así como la mistificación de las relaciones sociales que esta traía consigo, habían conducido a la humanidad a su catastrófica situación actual. Y que, una vez que se entendieran las razones de esa situación catastrófica, la humanidad se embarcaría en una época nueva y sin precedentes de absoluta felicidad”. En 1845, Marx escribirá en sus famosas y póstumas Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Era un llamado, probablemente a sí mismo, a convertir la filosofía y la crítica en práctica.

    Esa novela gótica inmensa

    Marx quiso iniciar una carrera académica, pero su posición política lo hizo imposible. Su padre había muerto en 1838, y debido a préstamos que le había hecho su madre, no recibió nada de la herencia. Así es que en 1842 empezó a trabajar como escritor independiente, colaborando en diarios progresistas, sobre todo en la Gaceta Renana, lo que según Sperber marcó “un punto de inflexión en su desarrollo intelectual, personal y político”, pues entró en contacto con las ideas comunistas. Había sido un erudito con una inclinación al activismo, pero desde entonces fue un activista con tendencia a la erudición. De ahí en adelante, Marx desarrolló un trabajo periodístico que suele desatenderse al lado de su labor teórica, cuando de hecho ocupa más volúmenes en sus obras completas. Fue corresponsal de medios europeos y estadounidenses, incluso de un diario sudafricano. Combinó los artículos políticos combativos con reportajes en los que desplegaba sus lecturas, capacidad de análisis y sarcasmo.

    Ese estilo personal, de analogías maliciosas y divertidas, a la vez práctico y cínico, lo volcará luego en su mayor obra, El capital. Según Francis Wheen, autor de Karl Marx y de La historia de “El capital” de Karl Marx, dicho texto hay que leerlo como una obra de arte. No sería una hipótesis científica, sino una sátira del capitalismo, “un melodrama victoriano, o una inmensa novela gótica cuyos héroes están esclavizados y consumidos por el monstruo que han creado”. Como en una comedia, Marx expone las diferencias entre “la apariencia heroica y la ignominiosa realidad” de la sociedad capitalista del siglo XIX. De hecho, el autor advirtió a sus lectores que entraban a un mundo ilusorio donde nada es lo que parece: “A primera vista –escribe–, una mercancía parece una cosa obvia, trivial. Su análisis indica que es una cosa complicadamente quisquillosa, llena de sofística metafísica y de humoradas teológicas”.

     

     width= Karl y Jenny.

     

    La lectura de Wheen se hace cargo del amor de Marx por la literatura, especialmente por Shakespeare, Esquilo y Goethe (en prosa su favorito era Diderot). En El capital abundan las referencias literarias: además de Shakespeare, están la Biblia, Sófocles y Dante, entre otros. Según Wheen, el “Moro” se veía reflejado en un artista, un personaje de La obra maestra desconocida, de Balzac: el pintor Frenhofer. En la historia, este pintor trabaja en un retrato revolucionario que sería “la más completa representación de la realidad”. Un esfuerzo que, tras una década de pintar, repintar y sobrepintar, resulta “un revoltijo de formas y colores”. Es un fracaso que a uno, ser humano de los siglos XX y XXI, no le parece un chasco, sino un adelanto del arte moderno, abstracto, imposible de comprender para los amigos de Frenhofer.

    ¿Le pasó lo mismo a Marx? Sí, dice Wheen, Marx es como ese pintor: dedicó más de 20 años a pintar, repintar, sobrepintar El capital, y al final solo publicó, en 1867, un volumen de los seis previstos. Un volumen abierto, enrevesado, inacabado… cual obra moderna. Y no solo en su contenido, también en su forma, pues es un collage literario radical en el que se yuxtaponen voces y citas de la mitología, la literatura, los cuentos de hadas, informes de inspectores de fábricas: “El capital es tan disonante como la música de Schoenberg, tan espeluznante como los relatos de Kafka”, afirma Wheen. “Al igual que Frenhofer, Karl Marx era un modernista avant la lettre”.

    Destino final: Inglaterra

    En 1843 Marx se casó con Jenny von Westphalen, con quien tuvo seis hijos. Por entonces, en la práctica, Marx era el combativo e insolente editor de la Gaceta Renana, pero fue despedido ante las amenazas de las autoridades prusianas de cerrar el diario (que de todas formas fue prohibido). Los Marx emigraron a París, donde Karl siguió con sus labores editoriales, amplió sus relaciones con radicales, demócratas y republicanos, profundizó en las ideas socialistas, conoció a activistas de la clase obrera y redactó textos en los que comienza a hablar de economía y trabajo, de establecer un Estado democrático, de la clase obrera como motor de la historia. Marx pregonaba la necesidad de superar las revoluciones anteriores en pos de una más “radical” o universal, que emancipara a los seres humanos, es decir, que pusiera fin al capitalismo.

    Los tres biógrafos –Wheen, Sperber y Stedman Jones– coinciden en que la vida familiar de los Marx fue “sólida y feliz”. Aunque no estuvo libre de tensiones y crisis. Especialmente por las miserias económicas, con embargos y desalojos, Marx escondiéndose de los acreedores, y los hijos sin poder ir al colegio porque no tenían zapatos ni abrigo.

    En otras palabras, esos 16 meses en París tuvieron como fruto la primera expresión de las ideas comunistas de Marx. Fueron apenas 16, pues en enero de 1845, por presiones de Prusia, Marx fue expulsado de Francia. Se instaló en Bélgica, donde se inició en el activismo revolucionario. Allí vivió las revoluciones liberales y socialistas de 1848, en las que creyó y se involucró a tal punto que, una vez derrotadas, tuvo que emigrar a Londres. En Inglaterra pasó el resto de su vida, continuó con su activismo, trabajó para unir al proletariado y se hizo amigos y enemigos en las filas radicales, especialmente durante la creación y fortalecimiento de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) –la primera Internacional–, donde su máximo rival fue Bakunin.

    En ese tiempo Marx comenzó a hablar de las crisis que generaría el capitalismo por su propia lógica expansiva. Y alcanzó fama mundial durante la Comuna de París (1871), una insurrección de pocos meses en la capital de Francia que instaló un gobierno popular, detrás del cual muchos vieron a la AIT y a Marx. No era así, pero de todos modos Karl apoyó el movimiento y escribió sobre él, si bien tenía claro que no era la revolución comunista que esperaba. Si es que la esperaba.

    En el Manifiesto comunista Marx elogia la fuerza revolucionaria de la burguesía y el capitalismo. “Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo mental y estable se evapora”, escribe.

    Por eso Wheen se pregunta cómo es posible que Marx creyera en el colapso de esta “fuerza imponente” tras apenas un par de siglos de aparecida. Quizás no lo creía, responde. Claro, anhelaba ese colapso y el fin de la explotación, pero si se lee en conjunto su obra el augurio se relativiza. Stedman Jones complementa esa lectura. Argumenta que hacia el final de su vida Marx era más cercano a la socialdemocracia del siglo XX europeo que al comunismo clásico. Según el biógrafo, tras el fracaso de las revoluciones de 1848, la idea de un partido revolucionario se desintegró, y 21 años después, en 1867, en una reunión de trabajadores en Hannover, Marx dijo “que los partidos podían ir o venir; lo que importaba mucho más eran los sindicatos, ya que estaban en contacto diario con sus vidas”. “Mi propia interpretación –dice Stedman Jones a través de un correo electrónico– es que en la década de 1860 ya no consideraba la revolución como un evento, sino más bien como un proceso que consistía en un conjunto de eventos políticos, intelectuales y económicos a lo largo de un período prolongado de tiempo, un paralelo a la transición del feudalismo al capitalismo descrita en el primer volumen de El capital”.

    No se trata de convertir a Marx en un reformista liberal del siglo XX. Eso le queda mejor a su padre. Él, en cambio, “fue uno de los exponentes más nítidos de una forma nueva y particularmente alemana de radicalismo”, escribe Stedman Jones. Sin embargo, referir sus elogios al capitalismo ayuda a darse cuenta de que la realidad está lejos del blanco o negro de la representación.

    La reputación del maestro

    Stedman Jones dice que el mito de Marx se comenzó a construir muy temprano. A partir de 1878, cuando Karl todavía vivía, Engels publicó los libros y panfletos que en buena medida crearon lo que luego se conocerá como “marxismo”. Además, ya muerto su amigo, recopiló y editó los apuntes para el segundo y tercer volúmenes de El capital. A partir de ahí, pero especialmente de 1914, con la socialdemocracia alemana, y de 1917, con la URSS, el marxismo se separó cada vez más de Marx. Los líderes socialdemócratas no solo lo promovieron como “el fundador revolucionario de una ciencia de la historia”; también velaron por la reputación personal del maestro. Por ejemplo, su correspondencia con Engels fue censurada, entre otras cosas, por los “comentarios despectivos y racistas” que solían hacer los amigos.

    La vida de Marx tuvo y sigue teniendo tanto de voluntad como de representación. En 1880, un periodista le preguntó cuál era la suprema ley de la vida, y él contestó: “¡Lucha!”.

    Lejos de toda leyenda, la vida privada de Marx fue convencional: “Era patriarcal, puritano burgués, trabajador e independiente (o lo intentaba); culto, respetable y alemán, con una clara pátina de origen judío”, cuenta Sperber. Lo menos convencional, tal vez, fue el “indiscutible afecto” por sus hijos y nietos, sus hábitos de trabajo nocturnos, “su respaldo del libre pensamiento, incluso para las mujeres de su entorno”. Los tres biógrafos –Wheen, Sperber y Stedman Jones– coinciden en que la vida familiar de los Marx fue “sólida y feliz”. Aunque no estuvo libre de tensiones y crisis. Especialmente por las miserias económicas, con embargos y desalojos, Marx escondiéndose de los acreedores, y los hijos sin poder ir al colegio porque no tenían zapatos ni abrigo. En La gran búsqueda. Una historia de la economía, Sylvia Nasar se refiere a Marx como un “despilfarrador” que agotó “varias herencias familiares”. Sin embargo, el hábito era compartido con su mujer, pues había que guardar las apariencias burguesas.

    Además de ser pobres, los Marx tenían una mala salud crónica, en parte debido a las penurias materiales. Cuatro de los seis hijos, incluyendo un nonato, murieron. El relato que hace Stedman Jones de una de esas muertes conmueve: a principios de 1854, Edgard o Munsch, como lo llamaban, enfermó; tenía 10 años. En 1853 había muerto Guido, de un año. Su esposa estaba por los suelos. “Estoy rendido por las largas noches de vigilia, visto que ahora soy la enfermera de Munsch”, le dijo Marx a Engels, en marzo de 1854. Y, luego, en abril: “El pobre Munsch ya no está más. Hoy entre las cinco y seis de la mañana, se quedó dormido (en un sentido literal) en mis brazos”.

    La vida de Marx tuvo y sigue teniendo tanto de voluntad como de representación. En 1880, un periodista le preguntó cuál era la suprema ley de la vida, y él contestó: “¡Lucha!”. Fue la respuesta de un hombre que llegaría a ser santo y demonio, pero también podría ser la de cualquiera. Jenny, su mujer, murió en 1882. Y Marx lo hizo al año siguiente, el 17 de marzo, probablemente de tuberculosis. No tenía su barba ni su cabellera características, se las había recortado poco antes, con la precaución de no dejarse fotografiar. De las dos hijas que llegaron a adultas, una murió en 1883, meses antes que su padre, y la otra se suicidó en 1911. Hubo un séptimo hijo, que Marx tuvo con su criada, y al que Engels dio su apellido para salvar el matrimonio de su amigo. Ese hijo murió en 1929, con 77 años, sin saber que su padre ya era mito.

     

    Karl Marx. Ilusión y grandeza, Gareth Stedman Jones, Debate, 2018, 890 páginas, $25.000.

     

    Karl Marx. Una vida decimonónica, Jonathan Sperber, Galaxia Gutenberg, 2013, 624 páginas, $24.000.

     

    Karl Marx, Francis Wheen, Debate, 2015, 368 páginas, $19.000.

     

    La historia de El capital de Karl Marx, Francis Wheen, Debate, 2007, $16.140.

     

    La gran búsqueda. Una historia de la economía, Sylvia Nasar, Debate, 2013, 610 páginas, $22.000.

     

  22. El mar de Santiago

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    Debido al interés de los santiaguinos por escapar a la costa cada fin de semana largo, el mercado inmobiliario quiso explotar el agua como gancho comercial. En pocos años se construyeron lagunas en San Bernardo, Colina y Lampa, creando playas artificiales en medio de la nada.

    por iván poduje

    Los fines de semana largos se han transformado en la postal de la irracionalidad para los especialistas en transporte. Colas de autos desesperados por salir de la ciudad a la misma hora y por las mismas rutas, sufriendo de tacos interminables, para llegar a balnearios congestionados y playas donde no cabe un alfiler.

    Pero la gente no es tan tonta como los expertos creen. Su taco vale la pena al lado del magnetismo que genera el paisaje del agua en los habitantes de las ciudades mediterráneas, como Santiago. Las duchas y aspersores de Fantasilandia se repletan de niños y adultos que corren empapados, las piscinas públicas del cerro San Cristóbal se llenan, igual que la Fuente Alemana, mientras que en muchas comunas los grifos son reventados para refrescarse con ese chorro de alta presión.

    El mercado inmobiliario también quiso explotar el agua como gancho comercial. El primer intento serio ocurrió el 2006, con el megaproyecto Piedra Roja, que para posicionarse en un descampado Chicureo construyó una laguna de ocho hectáreas, que se promovió con una foto a página completa donde aparecía un tipo pescando con gorro mientras el sol se ponía. El mensaje: “Ud. puede disfrutar este Santiago si vive en Piedra Roja”.

    Hasta hoy, la laguna es el emblema del proyecto. La vegetación creció, se puede comer o comprar con vista al agua, pasear en bote a remos e incluso pescar unos peces introducidos. Su problema era que no podía usarse para nadar, al igual que las lagunas de los parques, y esa restricción la alejaba del ansiado mar capitalino.

    Sin embargo, ninguna de las lagunas tuvo el éxito de San Alfonso del Mar y varias ni siquiera lograron levantar las ventas de las viviendas. Para los que viven en primera línea, el paisaje es atractivo, aunque extraño.

    El bioquímico Fernando Fischmann resolvió este problema cuando inventó una fórmula que limpia el agua a bajísimo costo y la implementó en un terreno que tenía al norte de Algarrobo, creando una laguna artificial gigantesca, de intenso color celeste. La idea sonaba loca. ¿Qué atractivo podía tener un condominio con un mar artificial, teniendo el verdadero a unos pocos metros? Para la gente, sin embargo, tuvo todo el sentido del mundo. El proyecto se llamó San Alfonso del Mar y fue un fenómeno de ventas. Era la ansiada playa privada con control de acceso y juegos marinos. Un mar protegido, donde niños y adultos podían nadar mirando el mar de verdad.

    Debido al éxito de su invento, Fischmann creó una empresa y comenzó a vender lagunas celestes por todo el mundo. Se hicieron en sultanatos árabes, balnearios de jubilados gringos y resort italianos y españoles. En pocos años llegaron a Santiago, para tratar de levantar megaproyectos de casas periféricas que no vendían, ya que la gente privilegiaba cada vez más la cercanía del trabajo y la oferta de servicios. Además, las encuestas indicaban que estos proyectos no tenían atributos de paisaje: estaban en medio de espinos y malezas, con un calor agobiante del secano costero capitalino.

    Las lagunas celestes de Fischmann parecían la solución ideal. La primera se construyó en un enorme proyecto de San Bernardo, de más de cuatro mil casas. Luego vinieron dos lagunas en Colina, otra en la calurosa Lampa y una gigante en la ciudad dormitorio de Padre Hurtado. Para potenciar su producto, los promotores inmobiliarios trajeron arena y quitasoles, y tal como el alcalde Lavín, crearon playas artificiales en medio de la nada. Se repetía la historia de Piedra Roja, pero para segmentos más masivos, con arena y posibilidad de nadar. Lo más parecido a un pedazo de mar.

    Sin embargo, ninguna de las lagunas tuvo el éxito de San Alfonso del Mar y varias ni siquiera lograron levantar las ventas de las viviendas. Para los que viven en primera línea, el paisaje es atractivo, aunque extraño. Mirar una playa artificial, cuyo horizonte termina en un cerro u otro condominio, no es lo mismo que hacerlo frente al mar de verdad. La soledad de las tardes se hizo menos tediosa tomando sol, pero el viento marino nunca llegó. Al final, las playas se fueron secando de arena, la laguna terminó siendo una gran piscina. Lo más interesante fue las fotos que subían a redes sociales parejas de enamorados o novios que paseaban bajo una puesta de sol, mirando un horizonte celeste, con casas color pastel.

    Así, pese a los intentos, los santiaguinos siguieron sin mar, hasta que las carreteras y la masificación del auto redujeron esa distancia, lo que explica las colas para llegar a un enorme frente costero que se extiende de Papudo a Santo Domingo, y que da cabida a todos los segmentos socioeconómicos. Es el gran patio de Santiago. Un mar de verdad, un mar que vale cualquier taco.

  23. Identidad versus ciudadanía

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    Aunque tal vez no sea otra cosa que un panfleto, el nuevo libro de Mark Lilla, El regreso liberal, tiene más inteligencia, pólvora, agudeza y provocación que mucho de lo que se ha escrito dentro y fuera de Estados Unidos para explicar la escena política actual. La verdad es que el tema de Lilla no fue ese. Lo que él pretendió fue encontrar una explicación al porqué una colectividad política grande y compleja como el Partido Demócrata, agrupación que canalizaba un denso entramado de intereses territoriales, étnicos y sectoriales a lo largo y ancho del país, cayó presa de grupos –casi siempre minoritarios– que anteponen sus propias identidades a la noción de bien común. Identidades étnicas, sociales, sexuales, culturales o de cualquier otra índole. Identidades además lastimadas, porque se autodefinen a partir de su exclusión del festín del capitalismo y la globalización. Y, por lo mismo, identidades victimizadas, que sienten tener un título perentorio para exigir al resto de la ciudadanía, además de reconocimiento, una pronta reparación.

    Historiador del pensamiento político, profesor de Columbia, académico desengañado del conservadurismo que defendió en otra época, cuando estudiaba el nexo entre religión y política, Mark Lilla asume que antes las cosas fueron distintas. Sobre todo en la época de Franklin D. Roosevelt, en lo que él llama la primera gran dispensación de EE.UU. La dispensación entraña un arreglo o plan, y es una categoría teológica. Roosevelt efectivamente se encontró con un país herido a raíz de la crisis del 29 y lo que el mandatario hizo fue convocar al Nuevo Trato, un esfuerzo gigantesco de recuperación –recuperación de las lealtades, de la actividad, de los vínculos rotos, del sentido de país, de fe en América y particularmente en la acción del gobierno– que le permitió no solo remontar la depresión sino también emerger como la primera potencia mundial terminada la Segunda Guerra. Según Lilla, en mayor o menor medida, el Partido Demócrata estuvo girando a cuenta de esa épica por varias décadas. Lo hizo al menos hasta que Lyndon B. Johnson convocara a la nación a su proyecto de la Gran Sociedad, dentro del cual se insertaba la ley de libertades civiles para acabar con la discriminación y el racismo (ley que por lo demás extenuó a tal punto las lealtades de los demócratas sureños con su propio partido, que esos estados pasarían a ser controlados por los republicanos).

    La colectividad se llenó de activistas asociados a distintas causas, chicas y chicos que son mandados a hacer para hacer ruido en las redes sociales, realizar marchas, vestir camisetas con logos de campaña y acudir a los medios de comunicación, pero no para ganar elecciones, que a fin de cuentas tiene muy poco que ver con todo eso.

    El libro plantea que la segunda gran dispensación sobrevino con Ronald Reagan en 1980. También él se encontró con un país herido, a punto de tocar fondo, tras una década de alto endeudamiento, inflación descontrolada y bajo crecimiento. También era un país humillado y caído: en Vietnam primero, en Irán después, con una embajada completa secuestrada, y derrotada en la batalla cultural del siglo XX. Aunque la épica de Reagan compartió algunos rasgos con la de Roosevelt –la fe en EE.UU., el patriotismo, el sentido de urgencia– en realidad siguió el camino opuesto: más sociedad y menos Estado; menos sindicatos y más individualismo; más emprendimiento y fin al asistencialismo. El Estado para Reagan era el problema. El país estará bien –asumió– si tú estás bien, épica que de una manera u otra llegó en la política norteamericana hasta Obama.

    Para el autor, el problema es que la conciencia liberal estadounidense –y particularmente el Partido Demócrata– fue incapaz de oponer al relato de Reagan un discurso que, además de persuasivo, mantuviera encendido el fuego del sentido de nación, de ciudadanía y de la vida en común. Todo lo contrario: a su modo, la opción por las minorías fue otra palada más de tierra sobre la tumba de los viejos ideales colectivos del Partido Demócrata y, sin quererlo, se convirtió en aliado de los vientos de individualismo y fragmentación que estaban soplando en Washington. La tesis de Lilla es que al reivindicar sucesiva y simultáneamente la causa afroamericana, la causa de los gays, de las lesbianas, de los trans, de los discapacitados, del animalismo, del ambientalismo verde, en fin, el Partido Demócrata dejó de hablarle al ciudadano y corrió a atrincherarse en la narrativa de la identidad. Nadie sabe para quién trabaja: era precisamente a lo que Reagan y los neocons, en otro sentido, estaban exhortando. La política como imperio no del nosotros sino del yo.

    El drama, según Lilla, no termina ahí, puesto que adicionalmente ocurrieron otros fenómenos al interior del Partido Demócrata. Sus principales bastiones de resistencia pasaron a ser las universidades. Donde había sindicalistas y chimeneas comenzó a aparecer la figura de profesores recortados contra el telón de fondo de campus apacibles y bien cuidados. El viejo partido, que había sido una gran coalición de intereses regionales y sectoriales, y donde tenían cabida empresarios y sindicatos, grupos étnicos de las ciudades con granjeros de la América profunda y silvestre, trabajadores aguerridos de barrios peligrosos con gente WASP y tremendamente sofisticada del Este, de tanto tratar de ampliarla, finalmente redujo su diversidad. La colectividad se llenó de activistas asociados a distintas causas, chicas y chicos que son mandados a hacer para hacer ruido en las redes sociales, realizar marchas, vestir camisetas con logos de campaña y acudir a los medios de comunicación, pero no para ganar elecciones, que a fin de cuentas tiene muy poco que ver con todo eso.

    No lo dice el libro, pero la política de la identidad tuvo otro efecto que es atendible, aunque difícil de dimensionar: transformó la política en un juego de suma cero entre las distintas minorías y grupos. Lo que pierden unos lo ganan otros. Lo que obtienen los animalistas no lo obtienen los gays. Siempre hay algunos o muchos que están perdiendo algo, y siempre son unos pocos los que están cumpliendo sus expectativas a costa de los demás. La política deja de ser el arte de la movilización de las mayorías y se transforma en el arte de la captura de las minorías. Sin embargo, siendo grave esta distorsión, quizás lo peor sea que el discurso de la identidad trajo a la discusión pública un hedor del cual al menos hasta ahora la política estaba libre: la pestilencia del victimismo.

    El discurso de las identidades por sí solo no explica el tipo de fuerzas –el tipo de bestias, dirá más de alguien– que Trump despertó en su campaña y que todavía lo tiene con rangos de popularidad incomprensiblemente altos, atendidas las inestabilidades de su gobierno, a dos años ya de haberse instalado.

    No hay minoría que, definiéndose como tal, no se considere discriminada, postergada, abusada, mancillada, invisibilizada, y que no tenga en la mochila de sus demandas una sufrida historia de infamias y cuentas pendientes. Cuentas difíciles de redimir e imposibles de perdonar. En esta dimensión la política, que nunca ha sido muy rica en racionalidades, se vuelve un terreno extremadamente propicio al gimoteo y el resentimiento. Sale Maquiavelo y entra Freud. Fuera los estrategas electorales; llamen a los terapeutas de la sanación.

    Como marco de referencia para entender el hundimiento del Partido Demócrata, el libro de Lilla califica probablemente con voto de distinción. Para entender los Estados Unidos de Trump, sin embargo, es insuficiente. El discurso de las identidades por sí solo no explica el tipo de fuerzas –el tipo de bestias, dirá más de alguien– que Trump despertó en su campaña y que todavía lo tiene con rangos de popularidad incomprensiblemente altos, atendidas las inestabilidades de su gobierno, a dos años ya de haberse instalado. Podría haber, aun antes que la política de las minorías, una fractura mucho más profunda en el escenario cívico estadounidense y que pareciera relacionarse con el más antiguo de los ingredientes del populismo político: el desprestigio de las élites, un brutal déficit de confianza pública en los cuadros dirigentes, la idea de que se trata –en la caricatura, al menos- de un circuito insensible a las prioridades de la gente y que está capturado por intereses oscuros.

    Probablemente, EE.UU. nunca vio una desconexión semejante entre las élites y la base social como la que vive ahora. El fenómeno Trump responde a eso y no hay duda de que ha sabido explotarlo. El país nunca había visto, tampoco, los actuales niveles de polarización, que la Casa Blanca, lejos de apaciguar, atiza porque el liderazgo presidencial florece en el conflicto.

    El gran problema de esta composición de lugar es que tiene más de consuelo que de explicación. ¿En qué momento las élites pasaron a ser vistas como enemigas? ¿En qué momento se farrearon su prestigio y dejaron de liderar? ¿En qué momento la prensa –los 300 diarios que editorializaron hace poco contra el Presidente–, aparte de interpretar a sus lectores, dejó de conectar con el resto del electorado norteamericano, que había sido su gran fortaleza? ¿Tendrán los medios, la academia, la clase política, los propios partidos, alguna autocrítica que hacerse? Y si la tienen, ¿en qué están topando para no poner manos a la obra de inmediato?

     

    El regreso liberal, Mark Lilla, Debate, 2018, 160 páginas, $9.000.

  24. El enemigo de las mujeres

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    Si esta fuera una película empezaría en un taxi, y el chofer le diría a su cliente: “Está a tres cuadras nomás, caballero”. El taxista insiste en que es más fácil caminar que atravesar la marcha en la Alameda, la avenida principal de la ciudad en que se desarrolla esta escena.

    –Siga adelante, por favor –le ruega el pasajero.

    –Lo veo difícil, caballero. Está parado el tráfico hasta Estación Central. Le va a costar muy cara la carrera.

    –No importa, siga nomás.

    Por la vereda se acercan dos estudiantes en jumper y el protagonista empieza a hundirse lentamente en el asiento. Sabe que las 150 mil mujeres que marchan (hay algunos hombres, eso sí) tienen poco en común, aparte de un odio concertado hacia él. ¿Qué pueden hacerle si lo reconocen? No pueden matarlo ni desnudarlo ni apedrearlo, porque saldría inmediatamente en la prensa, y la marcha de las mujeres procura ser pacífica y redentora. Pero esto no logra disuadirlo de que algo le puede pasar.

    La película tendría que dar un salto en el tiempo, una semana antes, aunque quizás sería justo que se remontara a 42, 43 o 48 años atrás. La vida del enemigo de las mujeres ha estado colmada de ellas. Su madre, su abuela, sus compañeras de curso y, más tarde, de trabajo y de juerga. En ese taxi, el enemigo de las mujeres viaja justamente para almorzar con una mujer, su esposa, con la que tiene dos hijas. No hay en su casa más hombres que él.

    La marcha que detiene la Alameda denuncia el poder de los hombres heterosexuales y blancos y privilegiados, y él sabe que cumple con esos atributos. Es hombre, aunque lleva años orinando sentado en el wáter para no salpicar. Es heterosexual, aunque pasó toda su adolescencia viendo Muerte en Venecia, escuchando a Bowie y leyendo a Proust. Es blanco, aunque su dentista afirma que el pH y la composición de su saliva sugieren un origen afroamericano. Su apellido suena a privilegio, pero su infancia fue rica en privaciones, como exiliado en el extranjero, esperando a su madre, asistente social en un centro para madres solteras.

    No hay edad en que el enemigo de las mujeres no se haya cruzado con víctimas del patriarcado. Entre hombres, vive asustado. En el colegio evita las bandas de compañeros y se enamora, serial y platónicamente, de diversas mujeres.

    Todo eso ocurrió en París, al final de la larga e interminable revolución sexual que iniciaron la píldora anticonceptiva y los libros de Simone de Beauvoir. De niño, el enemigo de las mujeres la ve despidiendo a su (no) marido Jean-Paul Sartre en sus funerales en la televisión. En las noticias escucha también las eternas discusiones sobre la legalización del aborto. Tiene siete años y no está seguro de entender muy bien lo que escucha ni lo que ve. En el centro de madres solteras donde trabaja su mamá hay una joven que tiene un párpado más caído que el otro, porque a causa del embarazo su pareja le enterró un tenedor en el ojo. Hay otra mujer que tiene peste cristal, y el enemigo de las mujeres no sabe por qué eso lo excita. Quizás, inconfesablemente, lo que le gusta es que una madre tenga la enfermedad de un niño, quizás porque no sabe que la edad que los separa es mucho menor de lo que imagina.

     

    ***

     

    No hay edad en que el enemigo de las mujeres no se haya cruzado con víctimas del patriarcado. Entre hombres, vive asustado. En el colegio evita las bandas de compañeros y se enamora, serial y platónicamente, de diversas mujeres. Una de ellas escribe poemas de Jules Supervielle en el pizarrón; otra lo ayuda a terminar sus tareas de francés. Se cambia de un colegio a otro y decide seguir los consejos de una profesora de educación física: en vez de vóleibol, toma danza aeróbica. Hay dos hombres en el grupo, un compañero vietnamita apasionado por el break dance y él. Nunca logra coordinar sus pasos, pero sí caminar de vuelta a casa con sus compañeras. Las escucha, las conoce y lo conocen; incluso una le pide consejos para conquistar a un imbécil de dientes torcidos que juega hockey. Todo esto en un país que ha aprobado las leyes que el feminismo clásico ha pedido, un país donde hay más perros que niños y donde las madres solteras del centro de madres solteras ya son casi exclusivamente magrebíes y senegalesas.

    A los 14 años, el enemigo de las mujeres se establece en un país radicalmente opuesto, donde no hay aborto ni divorcio, y los hombres y las mujeres parecen pertenecer a universos dispares. Las mujeres en ese país no son menos poderosas que en el país del que viene, pero ejercen su poder de manera oculta. Los hombres mandan, pero las mujeres deciden. Aquí, sus compañeros se muestran obsesionados con verle los calzones a las mujeres, lo cual le parece un poco estúpido si en traje de baño se puede ver lo mismo.

    El enemigo no va a fiestas y sigue enamorándose serial y solitariamente de las más lindas del curso. No se atreve a tocarles ni la sombra de un pelo. Para él, “no es no”. Entonces pasa los sábados en la noche con su abuela paterna, leyendo. No tiene amigos hombres porque le asustan o lo aburren (no sabe si es más paralizante el miedo o el aburrimiento). A menudo es testigo de toqueteos, punteos y conversaciones sobre culos y tetas, así como de películas, autos, fútbol, tenis y, sobre todo, de política. A fines de los 80 era un tema obsesivo y hasta peligroso.

    Quizás era la dictadura lo que hacía que cualquier otra reivindicación pasara a segundo plano. Cada 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer, los colectivos feministas organizaban la primera marcha del año. Las amigas de su madre decían que los carabineros muy pronto perdían el pudor y empezaban a perseguirlas con saña, mientras ellas huían por las calles aledañas a la Alameda. El feminismo tenía una voz tenue en medio de tantas otras urgencias, como el hambre y el frío y la tortura y la persecución. Al mismo tiempo, el enemigo de las mujeres frecuentaba la casa de Jorge Montealegre, casado con Pía Barros, una narradora que decía que escribía desde su vagina.

    A los 19 o 20 años, el enemigo de las mujeres escuchaba religiosamente el programa que tenía su madre en la radio Tierra. Respecto de la casa La Morada, centro neurálgico del feminismo noventero, todo le parecía terapéutico, gentil, femenino en el sentido más pachamámico del término. No se sentía intimidado. Las especulaciones feministas lo aburrían intensamente, aunque las amigas de su madre le parecían muy coquetas y divertidas. Algunas de ellas, lesbianas militantes, le resultaban tan lejanas que tampoco lo intimidaban. Al final, aquellas que tenían hijos o maridos o las dos cosas, se comportaban como cualquier mujer chilena: esclavas y, al mismo tiempo, castradoras. Soledad Alvear, la primera ministra de la Mujer de la naciente democracia chilena, era una ferviente enemiga del aborto. Josefina Bilbao, su sucesora, fue severamente criticada por ir a un congreso en Beijing sobre “género”, un término que seguía siendo polémico. Por entonces se discutía si los hijos naturales podían considerarse legalmente iguales a los hijos dentro del matrimonio, que aún era indisoluble. Las feministas de La Morada, junto a los representantes de la diversidad sexual, parecían refugiados en una isla desierta. Y no podía ser de otro modo, en un país que ignoraba el valor de la feminidad, que silenciaba a la matria para darle toda la voz a la patria.

    Si bien no participaba en tomas ni marchas, lo entusiasmaba incomodar a políticos, curas y militares, así como a uno que otro artista pedante. Decir en público lo que todos querían decir en privado era una compulsión que quizás tenía que ver con su pequeño tamaño y su necesidad de que las mujeres lo vieran.

    Por ese entonces, el enemigo de las mujeres comienza a frecuentar a sus primeros amigos hombres. La mayor parte eran más o menos vírgenes, o lo habían sido hasta muy tarde. Existían aquellos que se habían refugiado en el periodismo, la televisión o la literatura, donde se podía ser raro y feo, pero aun así era posible conseguir mujeres. Tuvo muchas jefas, y nunca se le ocurrió que fuera extraño que ganaran más que él.

    Tal como se lo prometieron, al trabajar en televisión y publicar artículos y libros, el enemigo de las mujeres pudo traspasar la barrera (sin tener que emborracharse mortalmente hasta las tres de la mañana) y llegar a los besos. Lo auxiliaron los mismos que él había evitado hasta entonces: una pandilla de hombres hambrientos, cuyas miradas evaluaban traseros, para luego reírse de sus propios fracasos y los del resto. Mucho de lo que decían era incorregiblemente misógino, pero las mujeres que los escuchaban no solo no los interpelaban, sino que añadían detalles y acentos a sus quejas y risotadas. A esas alturas, el enemigo de las mujeres había aprendido que su única herramienta para conquistarlas era escucharlas con atención y paciencia.

    Después de algún beso, escuchaba historias horrendas, con curas y primos y tíos y desconocidos que las habían sometido a infinitas humillaciones antes de poder defenderse siquiera. Conoció relatos de violencia secreta y no tan secreta, testimonios de cuerpos friolentos, a los que alcanzaba a abrigar apenas. Así, el enemigo de las mujeres empezó a darse cuenta de que en Chile esas historias no eran la excepción sino la regla. En realidad, sus pocas novias lo habían escogido porque nunca las iba a obligar a hacer nada que no quisieran.

     

    ***

     

    Mientras el taxi continuaba hacia el poniente con extrema lentitud, el taxímetro subía despiadadamente. Sentía que estaba pagando por todos esos curas y primos y tíos abusadores. Si bien no participaba en tomas ni marchas, lo entusiasmaba incomodar a políticos, curas y militares, así como a uno que otro artista pedante. Decir en público lo que todos querían decir en privado era una compulsión que quizás tenía que ver con su pequeño tamaño y su necesidad de que las mujeres lo vieran. Quizás bastaba con decir la misma verdad en la cocina que en el salón, en el salón que en la calle, o viceversa. Quizás ahí estaba la esencia de la escritura, de su escritura: mirar el mundo desde su tamaño, su duda, su debilidad, sus ganas de no desaparecer completamente.

    Y a esa misma compulsión recurre ahora, todas las mañanas, en un programa de radio en que el enemigo de las mujeres se permite comentar libremente la actualidad.

    Esa misma compulsión lo convirtió primero en el enemigo de los animales. Todo empezó con el rey de España cazando rinocerontes en África, lo que provocó gran conmoción. Y él preguntó, ¿para qué están los reyes si no es para cazar rinocerontes en África? Llevaban miles de años cazando, qué hay de malo en que lo sigan haciendo. Le respondieron que la caza se justifica solo para fines alimenticios; de otro modo es un acto de crueldad. El enemigo de las mujeres respondió que esa era la gracia de la caza (sin nunca haberla practicado) y que la crueldad era un ritual ampliamente asumido.

    Pero luego se incendió Valparaíso, y mientras ardían los cerros, acudió a Twitter para expresar su horror porque la montaña de alimentos y frazadas para los perros abandonados era mayor que la de los humanos. Era su falta de “empatía” lo que hizo que muchos animalistas desearan su muerte. El enemigo de las mujeres ya no era solo enemigo de los animales, sino de la juventud.

    Empezó a entender que no estaba frente a una legión de hombres y mujeres con infantilismo, sino frente a una cultura nueva, que tenía problemas con la crueldad pero ningún impedimento para ejercerla virtualmente. El enemigo de los animales y de la juventud intentó explicar, a través de ensayos y artículos desperdigados por aquí y por allá, que esta nueva empatía era también una forma de crueldad. Había perdido la mitad de su encanto, porque lo que decía en broma era ahora instantáneamente replicado en serio, transformándose en polémicas electrónicas. El ritual de decir una tontera más o menos inteligente y después pedir disculpas, se convirtió en rutina.

     

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    Yendo a almorzar con una de sus mejores amigas, lo llamaron de un diario para comentar la toma feminista de la escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Se sabía que un profesor le había tocado el pelo a una alumna (aunque pronto se sabría que había tocado un poco más) y que habían prohibido la entrada a cualquier cómplice pasivo, activo o neutral, es decir, a los hombres en general. Había escuchado de una de las voceras de la toma que la presunción de inocencia era un residuo patriarcal y que se debía creer a las víctimas por el solo hecho de denunciar.

    Las niñas de la Universidad de Chile, dijo, son jóvenes sin hijos, que viven en la casa de sus padres; por ende, no las mujeres más sufridas del país. Y sus demandas apenas recogían el sufrimiento cotidiano y popular.

    Estaba confundido. Llevaba años escuchando denuncias dudosas o viendo cómo Woody Allen era sindicado como pedófilo, mientras los tribunales lo absolvían. Respondió entonces la entrevista telefónica con impaciencia, explicando lo que le parecía quizás demasiado evidente: estas no eran las feministas de La Morada y la radio Tierra, ni las discípulas de Pía Barros. Estas feministas habían aprendido en YouTube, traduciendo con discutible pericia el feminismo de campus estadounidense.

    Aquí empezaron los verdaderos problemas…

    Su entrevista planteaba que la mujer chilena sufría de otro tipo más grave de marginación, que tenía que ver con los niños sin padre y los sueldos de hambre. Que esa era la violencia más común del hombre chileno: el abandono. Las niñas de la Universidad de Chile, dijo, son jóvenes sin hijos, que viven en la casa de sus padres; por ende, no las mujeres más sufridas del país. Y sus demandas apenas recogían el sufrimiento cotidiano y popular. Al concluir se sintió orgulloso de su hazaña, porque el enemigo de las mujeres, como ya lo hemos dicho, siempre ha necesitado dar que hablar.

    –Ahora sí que dejé la cagada –le dijo a su colega en la radio al día siguiente.

    –Te suicidaste, mejor dicho –respondió ella.

    El enemigo de las mujeres sonrió, porque este era el único deporte que le gustaba practicar: suicidarse para volver a resucitar.

    Cuando se publicó esa entrevista eran seis las universidades en toma. A los pocos días eran 20 o 30, incluida la casa central de la Universidad Católica. Su cuenta de Twitter se saturó de mensajes de odio cabal. No alcanzaba a contestar cuando llegaba otro y otro y otro más. Los diarios electrónicos le recordaron viejas declaraciones. Películas, libros y varios tweets de distintas edades geológicas salieron a flote. La directora de la carrera de periodismo donde trabaja le aconsejó no aparecerse por la universidad durante un tiempo: una delegación de feministas había pedido su cabeza y el patio de la escuela estaba empapelado con sus declaraciones.

    –Tengo que tomar examen mañana –dijo el enemigo–, pero me da miedo ir. En Facebook sale que harán una funa contra mí.

    –Tomas el examen rápido y te vas.

    Fue ahí cuando el enemigo de las mujeres constató que el asunto no solo se circunscribía a estudiantes movilizadas que exigían que la universidad sancionara a los profesores y compañeros que se sobrepasaban. Tampoco a las que exigían revisar las bibliografías para que hubiera simetría de género: autores y autoras. En su petitorio de la toma, se leía en el punto octavo: “Exigencia de renuncia: debido a las reiteradas declaraciones públicas del profesor, tanto en medios de comunicación como en su cuenta personal de Twitter, las cuales violentan y minimizan las luchas históricas del movimiento feminista del cual somos parte, exigimos que la Escuela pida la renuncia a dicho docente…”.

    Después de colgar el teléfono, supo además que era un poco enemigo de sus amigas, de su esposa y de su madre, aunque todas acordaban perdonarlo en secreto.

    Por cierto, algunos valientes manifestaron el derecho inalienable del enemigo de las mujeres a decir estupideces. Y él perdía su tiempo argumentando que eran estupideces, si en Estados Unidos y Europa otras feministas y no tan feministas pensaban como él. La cuarta ola le parecía más posmoderna que feminista, y cometía el error de pasar por alto la lucha de clases.

     

    ***

    La generación que se tomaba las universidades era la que había vivido en el Chile menos patriarcal de la historia. Sus padres eran generalmente hippies o al menos liberales que no querían reproducir en sus hijos el autoritarismo ciego del pinochetismo. Y sin embargo, a pesar de la democracia y la prosperidad, el frío seguía siendo real, el abandono seguía siendo en Chile la regla y no la excepción.

     

    La marcha que detenía al taxi donde el enemigo de las mujeres permanecía aún escondido fue noticia en el mundo entero. Se replicó a un grupo de estudiantes de teatro encapuchadas, con los pechos al aire, sobre varias estatuas, arengando a las masas. El mensaje estaba empapado de conceptos sociológicos del tipo: patriarcado, heteronormatividad, sexo no binario, lenguaje inclusivo. A eso se sumaba una antropología que apenas disimulaba la sed de justicia ancestral y el resentimiento millennial.

    –Tienes que escuchar –le habían dicho muchas veces–. Hay algo que no entiendes.

    Pero escuchó muchas veces lo mismo: “Tengo miedo y durante años la calle me da miedo, quiero ahora que tengas miedo tú. No me importa que no seas un violador, no me importa que hayas perdido la virginidad a los 26 años por no forzar jamás a nadie, no me importa tu mamá y el centro de acogida para madres solteras… No quiero que asumas que hay que reírse de tus chistes cargantes. Quiero que te sientas incómodo, profunda y totalmente desplazado en tu propia calle”.

    Tras pedir disculpas públicas a las alumnas que demandaban su renuncia, el enemigo de las mujeres fue calificado de poco sincero. “Dicen que lo hiciste obligado”, escuchó decir a varios y varias, pero la verdad es que no recibió orden alguna. Más bien se sintió obligado. Pero también sabe que se equivocó en la entrevista y que a esas alturas la situación era más compleja que un grupo de jóvenes molestas porque no les gusta cómo las miran.

    Comprendió de golpe que las mujeres ya no quieren que él las escuche; y quieren que se calle de una vez. Y se acordó de una conversación por teléfono que tuvo con su amiga Sonia, cuando era solamente el enemigo de los animales. Sonia lo había llamado para advertirle que perdía su tiempo razonando con los animalistas. Ella, en otra época se había gastado hasta 20 millones de pesos recogiendo perros vagos. Un día fue a terapia y se dio cuenta de que se estaba adoptando a sí misma por todas las veces que su padre la había abandonado. Tuvo hijos propios y, aunque le siguen gustando los animales, ya no pierde ni tiempo ni plata en recogerlos, curarlos, encontrarles casa.

    –Tienes que decirles a los animalistas que tú no eres el papá que los abandonó –remató Sonia, y el enemigo de las mujeres piensa que eso mismo debería haberles dicho ahora a las feministas: la generación que se tomaba las universidades era la que había vivido en el Chile menos patriarcal de la historia. Sus padres eran generalmente hippies o al menos liberales que no querían reproducir en sus hijos el autoritarismo ciego del pinochetismo. Y sin embargo, a pesar de la democracia y la prosperidad, el frío seguía siendo real, el abandono seguía siendo en Chile la regla y no la excepción. Una nueva violencia no necesariamente patriarcal invadía sus fiestas. El porno era su educación sentimental. Quizás por eso se identificaban con perros huachos, es decir, con huérfanos que invaden las calles de cada ciudad con una mezcla confusa de traumas y teorías importadas.

    Cuando la marcha se disolvió, el taxi reinició su avance y el enemigo de las mujeres llegó al Tavelli. De inmediato se sorprendió mirando a una mujer bonita. Hacía más de dos meses que no miraba a una desconocida, lo que le pareció terrible y a la vez saludable. Así era el mundo antes… Había una cierta manera de ser hombre y una cierta manera de ser mujer en la que él ya no tenía cabida. El mundo, su mundo, se había acabado. Mirando a esa mujer pagar su café antes de irse apurada, no le pareció mal quedarse él con los vestigios de ese mundo antiguo: los libros, las risas, los chistes, el frío.

     

    Ilustración: Cristóbal Correa.

  25. En busca del tiempo creado

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    Aventajado alumno de Jacques Derrida –quien dirigió su tesis de posgrado en París− y filósofo que no trepida en someter la alquimia del lenguaje a la disección analítica, pero también fino traductor de poesía que procura conservar el efecto sonoro de los originales, Andrés Claro acaba de lanzar el tercer tomo de su trilogía en que la disputa entre creadores y deconstructores encuentra una posible tregua: la poesía es expuesta al más riguroso escrutinio de la razón, pero con el fin de demostrar cómo la primera se adelanta a la segunda.

    Concretamente, la conjetura que defienden los libros La creación (2014), Imágenes de mundo (2016) y ahora Tiempos sin fin –susceptibles de leerse en cualquier orden− es que los hábitos de figuración poética inscritos en una lengua, al proyectar sobre la experiencia ciertas formas de aprehensión y no otras, condicionan el modo en que los usuarios de esa lengua se representan el mundo.

    La propuesta de este libro, por cierto, es ambiciosa. Postular que las figuras poéticas del lenguaje condicionan las inducciones del pensamiento (no sabemos si ligera o decisivamente, Claro oscila entre ambas connotaciones), e intentar acreditarlo con evidencia comparada, supone buscar causas y efectos allí donde la paradoja del huevo y la gallina suele ensañarse con las mentes inquietas.

    Sería el caso, por ejemplo, de la cosmovisión occidental clásica, cuyos lenguajes figurativos tendieron a la metáfora (que extrae de los elementos la cualidad que los asemeja) y así engendraron un pensamiento por analogía que subordina los objetos sensibles a conceptos ideales (desde el arquetipo platónico al idealismo hegeliano). O de los paralelismos que rigen la cultura china, presunto resultado de una sintaxis poética que dispone los elementos el uno junto al otro, sin jerarquizar entre ellos ni desmaterializarlos en la idea, propiciando visiones de mundo cuyo principio de orden son las relaciones vibratorias entre pares de opuestos (el yin y el yang, los primeros).

    Pues bien, si la matriz poética de un lenguaje prefigura un mundo, necesariamente debe perfilar una concepción del tiempo, fenómeno inasible por definición y que sin embargo exige ser representado para que el caos admita un orden. El problema es que todo cuanto sabemos del tiempo, como observó San Agustín, se diluye ante el intento de explicarlo. Tiempos sin fin ofrece un magnífico compendio de las soluciones al enigma que diferentes culturas imaginaron a través de los siglos, para luego concentrarse en tres de ellas. Cada una de las cuales –y esto es, en último término, lo que nos convoca− estimula distintas actitudes vitales, algunas más sufridas que otras.

    La “Oda XI” de Horacio y un cuarteto de Wang Wei (poeta chino del siglo VIII) le sirven a Claro para contrastar dos fisonomías del tiempo: una lineal, en irremisible fuga hacia adelante, que fuerza a seccionar el devenir en partes finitas (días o años que no volverán) y confiar su trascendencia a la eternidad de la que serían reflejo (“el tiempo, imagen móvil de la eternidad”, decretó Platón); la temporalidad china, en cambio, circular, sustentada por la alternancia entre opuestos irreductibles que hace del devenir un “proceso vibratorio” infinito y, como tal, trascendente por sí mismo. No cuesta apreciar que esta última concepción promueve la paciencia del oriental que contempla un mundo que lo contiene, mientras la primera, que nos concierne un poco más, apuntala la ansiedad occidental por asir una realidad que se nos escapa. He aquí, propone Claro, el soporte de la visión teleológica o redentora de la historia −pues si la flecha avanza sin tregua, por lo menos que avance hacia su blanco− instituida por hebreos y cristianos y que definió el carácter utópico de la razón moderna.

    Ya a fines del siglo XIX, sin embargo, y sin apelación tras la Primera Guerra Mundial, la ideología del progreso cayó en desgracia, tan sobrepasada por “la desmesura de la realidad” como los modelos de representación que le habían mostrado el camino. En respuesta a esa crisis, acusada por las vanguardias artísticas aun antes de estallar el conflicto bélico, emergió un nuevo lenguaje figurativo que se volvería dominante en la cultura contemporánea: los procedimientos de montaje. Vale decir, la yuxtaposición de fragmentos –de “detalles luminosos”, según aprendió Pound de la poesía china− que hace saltar la chispa de relaciones inesperadas, polivalentes, incluso ajenas al control de quien las induce. La gran revelación que guía a la Historia, entonces, es desplazada por las pequeñas epifanías que la interrumpen y resignifican, enroscando la línea de tiempo alrededor de un presente que ya no avanza sino que ocurre.

    La tierra baldía (1922) de T.S. Eliot es el poema escogido por Claro para desplegar los efectos de montaje que los formatos audiovisuales y digitales ya parecen haber transformado en hábitos cognitivos de la especie. El saldo positivo ha sido acostumbrarnos un poco a dejar que la realidad suceda; el excesivo, cargar sobre ella toda la responsabilidad de sorprendernos, reclamarle permanentes descargas de significado que se ocupen de animar nuestra ubicua pasividad. Paradójico “culto al acontecimiento” que, a estas alturas, quizás no nos aleja de una subjetividad despótica tanto como nos acerca a una indolente.

    La lectura, eso sí, es exigente. Nativo de la abstracción (de la analógica, no la digital), Claro presupone un lector dispuesto a seguirlo entre categorías complejas y glosarios calificados; además, bilingüe, pues se encontrará con largos pasajes de Eliot sin traducción al castellano.

    La propuesta de este libro, por cierto, es ambiciosa. Postular que las figuras poéticas del lenguaje condicionan las inducciones del pensamiento (no sabemos si ligera o decisivamente, Claro oscila entre ambas connotaciones), e intentar acreditarlo con evidencia comparada, supone buscar causas y efectos allí donde la paradoja del huevo y la gallina suele ensañarse con las mentes inquietas. No es poco, entonces, que aquí la tesis resulte al menos plausible. Como también es plausible preguntarse, dada la simpatía del autor por las cosmovisiones que conciben relaciones recíprocas antes que jerárquicas, si no cabría privilegiar una relación del mismo tipo entre las figuras del lenguaje y las del pensamiento. O, desde el otro extremo, si el siglo XX originó una posible inversión de los roles, en la medida en que la exploración de nuevos lenguajes obedeció de manera creciente a experimentos programados por el intelecto, también en el arte y la poesía.

    Llegar al fondo del asunto, en todo caso, es opcional. Tiempos sin fin es el tipo de ensayo en que el camino justifica el viaje. Por su variedad de aproximaciones a la historia de la cultura, pero más aún, porque sus análisis integran la poesía y la filosofía de tal manera que ambas salen beneficiadas, sin que los poetas devengan meros especuladores en torno a espesuras como los límites del lenguaje. También aseguran estas páginas el discreto placer de pensar la cosmovisión occidental en términos relativos, como una entre muchas posibles, de la mano de un autor que se afirma en sus conocimientos y no en nuestra credulidad.

    La lectura, eso sí, es exigente. Nativo de la abstracción (de la analógica, no la digital), Claro presupone un lector dispuesto a seguirlo entre categorías complejas y glosarios calificados; además, bilingüe, pues se encontrará con largos pasajes de Eliot sin traducción al castellano. No es que el filósofo se refugie en la opacidad ni que renuncie a simplificar las cosas: es que no resiste la tentación de transmitir en cada caso el mensaje exacto, inequívoco, aun si ello lo obliga a recargar la frase o a reenunciar la cadena de premisas cada vez que suma un nuevo eslabón.

    ¿Convendría a este ensayo aligerar su rigor conceptual, conceder un milimétrico margen de error a las interpretaciones a cambio de expandir su radio de lectura? Creemos que sí, pero que en ese caso no habría sido escrito. El perfeccionismo de este autor, lo notará quien se acerque a sus textos, es indisociable de su audacia, que mal le podríamos reprochar si es lo que le permite remecer a la filosofía de su adocenamiento bibliográfico –y de su anverso, el aterrizaje culposo en la contingencia−, para acometer aventuras intelectuales de largo alcance. El tríptico que completa Tiempos sin fin asume que la vieja tradición occidental no pudo dar cuenta de la totalidad, pero que la conciencia contemporánea de lo fragmentario no agota la experiencia de lo inconmensurable. O que nadie se baña dos veces en el mismo río, pero mucho menos el que no vuelve a tirarse.

     

    Tiempos sin fin, Andrés Claro, Ediciones Bastante, 2018, 153 páginas, $11.000.

  26. Del aborto

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    Hace unos días hubo una persona que habló del aborto con palabras serias y verdaderas. Fue Franco Rodano, en un artículo aparecido en un diario el 28 de enero. El artículo se titula “Aborto y clericalismo”. Es un artículo muy bello y civil; uno de los más bellos y civiles que he leído en los últimos tiempos.

    Pienso que el tema del aborto es quizá el tema más complicado, delicado y triste que existe; una zona donde es muy difícil moverse. Cuando Franco Rodano habla del aborto en este artículo nos parece respirar aire puro, porque habla de ello con un gran respeto humano y una gran seriedad.

    Yo estoy a favor de la legalización del aborto. Como Franco Rodano pienso que tiene razón la Unión de las Mujeres Italianas, “el único organismo popular, y por lo tanto serio, realista y auténtico de la emancipación femenina en nuestro país”, cuando “presenta la propuesta de una despenalización del aborto, a condición de que se realice en centros sanitarios públicos”.

    Encuentro odiosa, en la campaña por el aborto legal, toda la coreografía que la rodea, el ruido y el campanilleo festivo, entre enérgico y macabro, odiosos los desfiles de mujeres con los muñequitos colgados del vientre, odiosas las palabras “el vientre es mío y hago con él lo que quiero”.

    En la campaña por el aborto legal, encuentro odiosa una difundida actitud de gran petulancia, encuentro odioso que se hable del aborto como si fuera una fiesta libre y alegre. Encuentro odiosa, en la campaña por el aborto legal, toda la coreografía que la rodea, el ruido y el campanilleo festivo, entre enérgico y macabro, odiosos los desfiles de mujeres con los muñequitos colgados del vientre, odiosas las palabras “el vientre es mío y hago con él lo que quiero”: en realidad también la vida es nuestra, y ninguno de nosotros consigue hacer con ella lo que quiere.

    El aborto legal debe ser pedido ante todo por justicia. Debe ser una decidida y severa petición que la gente dirige a la ley. Es intolerable que las mujeres pobres corran el peligro de morir o mueran abortando con agujas de hacer punto, y que las mujeres ricas puedan disponer de cómodas clínicas y no corran ningún peligro o muy poco. Esto es intolerable. Sabemos muy bien cómo son hoy la sociedad y la ley, sabemos muy bien lo caóticas que son y lo alejadas que están de toda idea de justicia, pero también sabemos, muchos de nosotros quizá de una forma burda, pasional y confusa, cómo deberían ser. La ley debería ser de pura justicia, no debería ser ni rígida ni blanda, sino solo justa, e interferir en los asuntos de los individuos solo cuando estos se encuentren en condiciones de peligro, de desgracia, de culpa o de enfermedad.

    Cuando se quiere y se pide algo, es necesario llamarlo por su verdadero nombre. Me parece hipócrita afirmar que abortar no es matar. Abortar es matar. El derecho a abortar debe ser el único derecho a matar que la gente debe pedir a la ley. En el caso del aborto se trata de un homicidio muy particular y absolutamente diferente a cualquier otra clase de homicidio; no puede ser comparado con nada, porque no se parece a nada; no conlleva ningún otro derecho, no presupone ninguna otra clase de libertades genéricas.

    Al no estar legalizado el aborto en nuestro país, las mujeres mueren por agujas de hacer punto; y entre la muerte de una persona que tiene ojos, facciones y voz, y la muerte de una forma sin voz ni ojos, es imposible no preferir lo segundo. Abortar no significa eliminar a una persona, sino el proyecto remoto y pálido de una persona; está claro que es un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos y no la madre que los lleva dentro de sí; y también un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos en lugar de convertirse en niños abocados a un destino de hambre. Aunque también es verdad que todo destino puede ser un destino de dolor, y si nos ponemos a pensar lo que puede deparar el destino, nos preguntamos si no sería sensato y justo no dar nunca la vida y elegir siempre la nada. La idea del aborto conduce, pues, a preguntarse cuál es el significado de la vida, y conduce a una multitud de interrogantes tan desesperados que el planteárselos es caer en la oscuridad. Por eso, en la idea del aborto se concentra hoy toda nuestra atención, porque en esta idea se esconden los rasgos de nuestra idea de la vida, y estos nos parecen huidizos, nos parece que se ha hecho pedazos nuestra armonía con el futuro, y nos parece que ya no podemos prometer el futuro a nadie. Pero amar la vida y creer en ella significa también amar su dolor; significa amar la época en la que hemos nacido y sus abismos de terror; y significa amar, del destino, su oscuridad y su tremendo carácter imprevisible. Sin embargo, también es cierto que sobre un pensamiento semejante no se puede tal vez construir nada; pues a decir verdad no es un pensamiento constructivo, sino una especie de fuego que cada uno enciende en soledad y por su cuenta.

    Abortar no significa eliminar a una persona, sino el proyecto remoto y pálido de una persona; está claro que es un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos y no la madre que los lleva dentro de sí; y también un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos en lugar de convertirse en niños abocados a un destino de hambre.

    Puesto que abortar es en realidad matar, no ya a una persona, sino la posibilidad de una persona, se trata, para la madre, de una elección espantosa. En realidad casi todo parece mejor que encontrarse ante semejante elección: el control de los nacimientos, tal vez incluso la castidad. Se ha sugerido también la homosexualidad, es una idea paradójica, y que no puede valer para todos; pero en esta idea no repugna tanto la paradoja como el hecho de que parezca una solución fácil; y cuando está en juego la vida y la muerte las soluciones fáciles parecen ser tristemente banales. La castidad o el control de los nacimientos significan en cambio un sacrificio. Y cuando está en juego la vida y la muerte también es necesario pagar el precio de un sacrificio.

    Abortar es matar, pero se trata de un homicidio que no puede compararse con ningún otro; es separarse para siempre de una individual, concreta y real posibilidad viviente. Al ser esta una elección diferente de cualquier otra, no pueden entrar en ella nuestras habituales consideraciones de orden moral, que aquí se muestran inservibles. Sabemos muy bien que matar está mal; pero aquí, en presencia de una posibilidad viva pero inmersa en la oscuridad, también la idea del bien y del mal está inmersa en la oscuridad. En semejante elección, la luz de la razón, la luz de la lógica, la luz habitual de las consideraciones morales no pueden entrar, no serían de ninguna ayuda, porque no hay respuestas o aclaraciones lógicas cuando todo está inmerso en la oscuridad, es una elección en la que el individuo y el destino están el uno frente al otro, en la oscuridad.

    Tal elección no puede ser, pues, más que individual, privada y oscura. De todas las elecciones humanas, es la más privada, la más anárquica y la más solitaria. Es una elección que pertenece por derecho a la madre, y solo a ella; y ello no porque en todas las circunstancias de la vida exista un libre derecho de elección ni porque “la barriga es mía y hago con ella lo que quiero”, pienso que en tal elección las personas sienten como nunca que nada les pertenece, y mucho menos su propio cuerpo. Les pertenece solo una horrible facultad de elegir, para una forma sin voz ni ojos, la vida o la nada. Es una facultad pesada como el plomo, una libertad que arrastra consigo hierros y cadenas, porque quien elige debe elegir por dos, y el otro está mudo. Se trata de lacerarse en una parte de uno mismo, matar una parte de uno mismo, arrancar de los propios miembros para siempre una precisa posibilidad viva e ignota; es una elección muda y oscura como es mudo el acuerdo subterráneo que existe con esa forma escondida; y la relación entre la madre y esa forma viviente, ignota y escondida, es verdaderamente la relación más cerrada, más encadenada y más negra que existe en el mundo, es la menos libre de todas las relaciones y no compete a nadie.

    Semejante elección no compete a nadie y mucho menos a la ley. Está claro que la ley no tiene ningún derecho a prohibirla ni a castigarla. Compete a la ley, o debería competer a la ley, solo en el momento en el que deja de ser una elección secreta y se convierte en una abierta y clara determinación de abortar. Entonces comienza un estado de peligro; y la ley debería estar ahí no para castigar ni para prohibir, sino para acudir en ayuda. La ley está obligada, o debería estar obligada, a actuar de forma que las personas no destruyan a los demás o a sí mismos. Pero se trata de personas, y no ya de posibilidades; porque en la zona de las posibilidades, escondidas en el regazo de las madres, ni la ley, ni el código, ni la sociedad ni los gobiernos deberían tener el más mínimo poder de interferir.

    Febrero de 1975

     

    Este texto forma parte del volumen Las tareas de casa y otros ensayos, publicado por Lumen, que recoge gran parte de la obra de no ficción de Natalia Ginzburg.

  27. Angustia e incertidumbre en el trap de Gianluca

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    Mientras en el resto de Latinoamérica los mayores representantes del trap adoptaron este género urbano dándole énfasis a líricas cada vez más osadas y explícitas, en Chile encontró voces propias. El veinteañero Gianluca Abarza es la muestra más clara de esto: su música cuestiona la noción misma de avance o progreso, confronta la idea de meritocracia y entrega una imagen vívida de cómo vive la generación que ha pasado más de la mitad de su vida conectada a un computador.

    por roberto rubio ramírez

    Dedicado de manera exclusiva a la música desde 2016, Gianluca Abarza tiene 22 años y 37 videos en su canal de YouTube. De manera autodidacta y apoyado por softwares libres e Internet, Gianluca comenzó escribiendo, cantando, componiendo y produciendo el material audiovisual de sus propias canciones. Su primer video fue subido el 24 de junio de 2016, y desde entonces las visitas y suscriptores solo han aumentado. Sus seguidores lo comparten en sus respectivas timelines y cada cierto tiempo llena centros culturales y clubes nocturnos con presentaciones en vivo, donde un público fiel corea sus canciones. Pasando rápidamente de boca en boca, este joven santiaguino ya ha aparecido reseñado y entrevistado en varios medios, catalogado como “la joven promesa del trap chileno”.

    Si bien la etiqueta parece acomodarle –su estilo musical se adecúa al género, combinando bases ralentizadas de rap con toques electrónicos, casi psicodélicos–, sus letras se alejan de las temáticas que dominan el trap latino (drogas, violencia callejera, sexo explícito). Al contrario, se relacionan con vivencias cotidianas, desamor, redes sociales, ansiedad aplacada por antidepresivos y referencias a la cultura pop. Puede que sea por esto que ha alcanzado cierto reconocimiento masivo, y aunque hasta ahora se podría decir que ha perfilado un acervo inclinado hacia el pop, la música e imaginario del llamado príncipe del trap chileno apelan a un nicho más específico aún.

    Gianluca le habla a una generación que ha habitado espacios virtuales durante más de la mitad de sus vidas, jóvenes que pasaron la adolescencia consumiendo cultura de Internet en su sentido más abstracto, conversando con extraños en foros online, generando relaciones pasajeras tanto fuera como dentro de la pantalla, desencantados, con padres endeudados, acumulando una deuda propia y bombardeados de manera constante por la idea de que a través del trabajo y el esfuerzo personal podrían sortear la adversidad.

    Gianluca condensa estas preocupaciones en sus letras y videos, alternando la nostalgia por el pasado reciente con las preocupaciones del ahora; plasmando los recuerdos de una infancia de clase media, una juventud desencantada, la angustia de vivir bajo cierto modelo social y la ya inexistente barrera entre internet y el mundo “real”.

    Si bien su carrera está apenas dando sus primeros pasos en la creación de una obra, ya se vislumbra en estas piezas líricas/audiovisuales una vocación artística, una primera exploración que parece anteceder un proyecto musical potente.

    Si bien su carrera está apenas dando sus primeros pasos en la creación de una obra, ya se vislumbra en estas piezas líricas/audiovisuales una vocación artística, una primera exploración que parece anteceder un proyecto musical potente. Sería apresurado (y ambicioso) decir que estamos frente a “la voz de su generación”, pero sin duda podemos asegurar que Gianluca es una de las voces de una generación.

    Hacerse cargo del presente

    “Quemando billetes”, el título de la primera canción subida a su canal de Youtube, tiene, al menos, dos interpretaciones. La primera refiere al gesto gansteril de quemar dinero como señal de opulencia, un soberbio tengo tanta plata que puedo usarla como combustible para encender un puro. La segunda, en cambio, se sitúa en las antípodas de esta idea. Para Gianluca, “quemar billetes” se acerca más a una señal sutilmente contestataria. No es una forma de exhibir poder. Al contrario, es una muestra desinteresada, un desprecio agudo, contra lo que considera el tótem sagrado del Chile del siglo XXI: el dinero.

    Las canciones de Gianluca buscan diagnosticar los efectos de una sociedad obsesionada con el éxito y la competencia, a través de un discurso anclado en la melancolía, la desazón y la resignación. No hay gritos de protesta, ni denuncias que encaran al poder, solo una mirada pasmada, cabizbaja, a la vida de un veinteañero nacido en la posdictadura. Le basta representar –con tristeza– su realidad, para lidiar con ella: desde el culto al dinero del sistema neoliberal (“Yo sé lo que tú quieres / la plata, los placeres / los autos, las mujeres / pero esto no es así”), pasando por las relaciones a través de Internet (“si te tiro likes de noche / no me hagas caso / debo haber estado borracho”), la incertidumbre adolescente (“y no me preocupo de ser real / el que se preocupa de eso es porque en verdad no es real”), el despeñadero que es Chile (“las noticias ni las leo / solo te muestran lo feo”).

    Gianluca toma estos ingredientes para armar una propuesta que se hace cargo del presente y sus vicisitudes, consciente de su contexto y más cercano a la tradicional melancolía chilena que ha inspirado por generaciones a los creadores nacionales, que a la subcultura sadboy de Internet.

    La pieza oscura

    Hablar de Gianluca es hablar de Internet. O de algunas ramas de Internet. Para nadie es novedad que la red ha generado sus propias dinámicas, culturas, subculturas e intentos de corrientes artísticas. El contenido de la web crece a cada segundo y las posibilidades creativas son infinitas. La mezcla jazz-pop-kitsch del género Vaporwave, el humor dadaísta del shitposting, la reivindicación de la moda “normal” (Normcore) y la estética “gótico saludable” (Health goths) son algunas de las formas de subjetividad nacidas en Internet. Incluso la depresión y el abandono han encontrado su propia aesthetics: con una mirada irónica, los sadboys de Internet (jóvenes deprimidos seguidores de un estilo musical cercano al hip hop) convirtieron sus lamentos en una forma de vestir, relacionarse, producir imágenes, textos y sonidos, una estética de la angustia con un revestimiento digital.

    La única línea en común que se podría trazar para estos subgrupos es que todos habitan en Internet y, por lo tanto, es posible saltar entre uno y otro con la rapidez de un click. Mirar, seleccionar, absorber. Ante un universo tan vasto, la forma de orientarse es, precisamente, filtrar para darle un sentido. El ejercicio que plantea Gianluca es ese. Tomar elementos diversos, estilos diferentes pero complementarios, y saltar entre ellos guiado por la brújula personal.

     

     

    En los videos y canciones de Gianluca, el apropiarse y recontextualizar estas ideas/imágenes tienen como objetivo vestir un relato individual. Su sello es la necesidad de construir una obra situada, hablar haciendo referencia al lenguaje de Internet, desde su propio contexto específico. Adaptar los códigos de la Red a una experiencia local.

    El video de “Avignon”, por ejemplo, muestra imágenes desplazándose en un movimiento vertical, a la manera de un timeline, superpuestas unas sobre otras, mientras Gianluca canta resignado: “Tú me puedes borrar de todos lados / en Instagram ya vi que me habías bloqueado”. O en la canción “Bart”, cuya letra dice: “Me siento como Bart cuando vende su alma / por más que esté tranquilo, nunca llega la calma”, haciéndole así una referencia a Los Simpson y a la tendencia de varios músicos de incluir guiños a esta serie animada en sus creaciones, un subgénero que algunos han bautizado como Simpsonwave.

    No es extraño, además, que aparezcan los recuerdos brumosos de la infancia (“Éramos cinco, ahora somos dos / Viviendo juntos, yo y mi mamá, y yo con mi flow”), la serenidad de la madurez (“la familia siempre lo primero / con los problemas no me desespero”) y hasta el mismo proceso de creación artística (“ya no salgo de mi pieza / ahora estoy en esta / estoy de cabeza en esto”). Es un canto personal, su subjetividad expuesta frente a la webcam, intercalada con GIFs, memes y referencias abstractas a los recovecos oscuros de Internet.

    Este cruce entre realidad y virtualidad se hace más explícito al revisar cronológicamente sus videoclips: es posible ver en ellos un proceso de rectificación subjetiva, de desplazamiento ante la angustia, intrínsecamente conectado con Internet: un joven aislado socialmente y recluido en las pantallas de su computador y celular sale a la calle, se enfrenta a la naturaleza y al espacio público, conoce personas y lugares, y termina rodeado por un grupo de amigos en una fiesta. Un tránsito testimonial que se realiza sin límites claros entre online y offline, con la web y sus formas de representación disueltas en la vida cotidiana (“por todo el mundo vamos a navegar, si no al parque vamos a pasear / no importa si en avión o en Google Maps”).

    Su sello es la necesidad de construir una obra situada, hablar haciendo referencia al lenguaje de Internet, desde su propio contexto específico. Adaptar los códigos de la Red a una experiencia local.

    En sus primeros videos todo ocurre recluido en la pieza, la habitación a oscuras es el espacio natural donde se desenvuelve. En “Rosas” es tanta la neblina difuminando la imagen, que no alcanzamos a ver su rostro, nos limitamos a oír su voz relatando una decepción amorosa. El exterior se presenta como imágenes mostradas por una cámara de seguridad, todo aparece entre oculto o filtrado por los pixeles de algún dispositivo tecnológico. Parecido, pero menos lúgubre, es el autorretrato que realiza en el video de “Wanna know”, donde se limita a mirar estoico a la webcam, vemos su cama y al menos dos paredes de su pieza. Sin embargo, los elementos “reales” pasan desapercibidos frente al pop-art de Internet que satura el video: animaciones, textos en WordArt, extractos de videoclips, escenas de películas, de series de televisión y videojuegos. La realidad aparece como un lienzo para que pueda ascender lo digital.

    El video de “11” es su clip más sombrío: a lo Peter Pan, la sombra es una figura casi autónoma del artista. La única luz es proyectada directo a su rostro, generando la figura de su propio contorno opaco y granulado, justo a sus espaldas, siguiéndolo, copiándole, atándolos a él y a la habitación –espacio de la adolescencia por antonomasia– en un solo plano.

    De ahí en adelante, video a video, nos vamos asomando hacia el exterior. Se comienza con una visita al Museo Interactivo Mirador (“Ganar”), para luego vagar de noche por el silencio de la urbe y la templanza de la naturaleza (“Google maps”, “No te vayas”, “Luces rojas”) e, inesperadamente, terminar divirtiéndose con amigos y amigas en un parque de diversiones y bailando en un departamento iluminado con luces de neón (“Calma”, “Vórtex”). No solo los lugares van cambiando, sino que las texturas e iluminación de la imagen se enfrían, saturan o queman, a medida que nos paseamos por los diferentes lugares. Como si los miráramos por primera vez, o como si cambiáramos muy rápido de ventanas en nuestro computador, deben pasar unos segundos para que la vista se acostumbre al cambio de luz.

    La memoria, el aventurarse a explorar, el transitar con la mirada perdida, la aparición de otros y otras; las piezas fragmentadas y necesarias para mapear un “yo” que termina ocupando un espacio en la comunidad, sin dejar de rodearse y empaparse del imaginario virtual. Una construcción interior/exterior que puede leerse de manera optimista, pues hay cambios y transformaciones más integradoras que excluyentes, que validan al ciberespacio como una extensión de nuestra realidad palpable, un complemento desde el cual es posible desarrollar ideas que se retroalimentan de ambos espacios.

    Estos espacios, sin embargo, no son asépticos; ya que “lo que hay afuera” no se presenta de manera tan optimista. Retratar un momento implica retratar un contexto, y en el contexto donde se sitúan las letras y videos de Gianluca es imposible no intuir una sensación de descontento frente a un mundo que se abre más allá de la pieza oscura.

     

     

    La apertura hacia la incertidumbre

    Lo que hace varias décadas se hubiera materializado en una canción de protesta hacia el status quo, hacia la clase dominante, hoy toma otra forma. En las canciones de Gianluca la queja implícita contra el sistema es que parece no tener salida, pues la hegemonía está impregnada en todos los posibles puntos de fuga. No encara a un cuerpo único, sino que su crítica se centra en el entramado de relaciones en el que toda la comunidad participa, en un modo de vivir: “Hay que vender, lo entiendo, hay que ganarse la vida / aunque la vida no es eso, pero hay que traer la comida”, dice en “Quemando billetes”.

    Aunque en sus letras nunca aparecen explícitas las palabras “transición” o “democracia”, la segunda mitad de los años 90 y principios de los 2000 son el telón de fondo. Las referencias culturales presentes en sus videos (los programas de televisión, los primeros acercamientos a Internet, la animación japonesa, los videojuegos) revelan una exposición a los productos culturales de la época y, por lo tanto, a sus discursos, a sus modos de pensar y sentir.

    El Chile presente en sus canciones está constantemente atravesado por la retórica de la meritocracia que abunda en los medios masivos, por la ansiedad que conlleva ir hacia delante, “avanzar”, creyendo que en algún momento se llegará a algún lugar. Una carrera contra el fracaso, sorteando el avance de la sociedad de mercado y la competencia descarnada (“voy a ser rico antes de los 22 / el centro es el dinero ya no hay amor”).

    En este punto habría que preguntarse hasta dónde es posible sostener una estética basada en lo virtual sin ilustrar que el ciberespacio se ha vuelto un lugar igual de angustiante que el mundo real y sus exigencias.

    Este contexto parece ser el terreno ideal para que el trap se instalara cómodamente con sus apologías al forrarse en billetes, armas y drogas, a través de la violencia explícita. Sin embargo, en vez de seguir los códigos tradicionales del trap, Gianluca se apropia de ellos y los subvierte en forma de crítica hacia los valores que rigen el Chile de la posdictadura.

    Cuando en sus canciones declama una y otra vez que “no me estreso, tranquilo vivo la vida, sé que no voy a llegar a la cima”, o “para nada soy muy bueno, así que ándate acostumbrando”, lo que propone es una apertura a la posibilidad de no tener éxito, a la incertidumbre, a la resignación, al no-saber, al circular sin rumbo y, en última instancia, a fracasar en una sociedad que reivindica de manera constante la prosperidad desbocada. Posturas que no se plantean como forma de resistencia directa, pero sí, al menos, de supervivencia (“yo estoy curao del espanto / ahora solo canto”).

    Asimismo, es inevitable que al plantearse como sujeto social emerja también su condición de clase, que pese a no estar en una situación de carencia, sabe que hay un desacomodo existencial. La imagen más elocuente de esto se encuentra en “Siempre triste”, su video más visto en YouTube. Melón con vino en una mano, celular en la otra, rostro perplejo y movimientos incómodos dentro de la modesta piscina de un edificio que parece pretender ser más de lo que es. Rodeado de sábanas de billetes en forma de GIFs, dinero virtual, dinero etéreo, subraya desganado: “No soy pobre, estoy triste”.

    En un intento de despojarse de la seriedad típica de quien expone sus tribulaciones, Gianluca se atreve a incluir chispazos que abogan por la distención. Despreocupado, en “Wanna know” le canta a la imposibilidad de responderle los mensajes a un interés amoroso porque “se le perdió el celular”; propone viajes en avión o evadiendo en una micro; se cuelga un cocodrilo de peluche al cuello, su propio Lacoste improvisado, mientras modela unos outfits roñosos.

    En este punto habría que preguntarse hasta dónde es posible sostener una estética basada en lo virtual sin ilustrar que el ciberespacio se ha vuelto un lugar igual de angustiante que el mundo real y sus exigencias. Tal vez sus futuras canciones tomen este camino, o tal vez no: su carrera está en un momento tan incipiente que estas primeras piezas aún se sienten como los latidos que moldearán el futuro.

     

     

    Imagen de portada: Facebook del artista.

  28. Villa delirium

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    El paranoico es, en potencia, un metafísico, el dueño de una mente con aptitud para la elaboración de sistemas especulativos y para la identificación de patrones que parecen ponerle fin a la aleatoriedad de la existencia. Cuando todo adquiere importancia, porque todo puede representar una pista o un síntoma, nada, en principio, escapa al escrutinio del pensamiento.

    por manuel vicuña

    Al poeta Allen Ginsberg, profeta de la orgía como sacramento comunitario y del consumo de un guiso de sabidurías ancestrales, peyote y LSD, le tomó tiempo transitar desde el atormentado espíritu de rebelión beatnik al estado de beatitud zen que terminó por caracterizarlo. Un chamán perdido en la selva o un gurú callejeando en torno a Time Square valían más que todos los generales, legisladores, jueces y banqueros del mundo. No había ley autorizada a negar el placer de pasearse por los prados en pelota, esperando la materialización de los espíritus tutelares de Whitman, Thoreau y Blake en la estela de humo de la marihuana. La masturbación podía deparar revelaciones que bordeaban el misticismo. Este viaje hacia el desapego, musicalizado por el sonido de los mantras, le costó años de crisis depresivas con devaneos suicidas y alternancias de vitalidad febril y recogimiento monacal, de paralizadores sentimientos de culpa y llamaradas homoeróticas, de anhelos de santidad y derrapes en dirección al mundo criminal, todo como parte del esfuerzo por sentir, percibir y pensar de otro modo, de un modo que le posibilitara aventurarse como un cosmonauta en el universo interior.

    Desacralizadora y mitologizante, apocalíptica y optimista, la generación beat recorrió las carreteras de Estados Unidos y México en busca de fronteras de la experiencia que aún conservaran el gusto de lo salvaje y lo ancestral. La religión profana de esos hombres, en palabras de Jack Kerouac, consistía en reconocer que “todo me pertenece porque soy pobre”.

    Antes de adoptar la voz oracular del visionario, Ginsberg se sobrevivió a sí mismo. En el prólogo a su libro Aullido, William Carlos Williams confesó: “Nunca pensé que viviría lo bastante como para crecer y escribir un libro de poemas”. Además de gran poeta, Williams era un hombre reposado, que se ganaba la vida como pediatra en una ciudad quitada de bulla, alguien poco habituado a las pruebas extremas y, por esa razón, una persona sin la sensibilidad necesaria para precisar cuándo los camaradas de la bohemia hípster se pasaban de la raya.

    Ginsberg no la tuvo fácil. Naomi, su madre, entró y salió de hospitales psiquiátricos, creía que medio mundo deseaba envenenarla, por eso pedía a gritos transfusiones de sangre y cuando escuchaba la radio aguzaba el oído para detectar a los espías que la acosaban.

    En este sentido, parece más confiable el testimonio de William Burroughs, el heroinómano y morfinómano que descubrió en las jeringas su tótem doméstico, e intentó cultivar opio para autoabastecerse. Temo por la salud mental de Allen, dijo. Es curioso que los desvaríos de su amigo le hayan resultado más alarmantes que los suyos. Es curioso, porque Ginsberg era una criatura angelical en comparación con Burroughs, cuya odisea como paria puede resumirse así: mató a su mujer de un tiro jugando a Guillermo Tell, cortejó criminales, vociferó un anarquismo de bajo fondo y se pasó un año encerrado en una pieza en Tánger, trastornado por las alucinaciones que luego narraría en su novela El almuerzo desnudo.

    El escritor es un “instrumento de registro”, se lee ahí. Algo de eso se encuentra en la literatura beat: la persecución de la experiencia con una avidez caníbal, como si se propusiera incorporar a su organismo y metabolizar en su favor los pensamientos, las emociones, los sueños, las pesadillas, el semen y la sangre de sus protagonistas, que suelen ser retratos fidedignos de personajes reales. El narrador o el poeta beat quiere dar cuenta de todo lo que está pasando y ha pasado, hacerlo casi palpable, sin imponerse censuras ni la obligación de amansar el lenguaje. El escritor debe improvisar como el saxofonista de jazz y entregarse al ímpetu del lenguaje: así pensaba Kerouac, en su fase idolátrica de la espontaneidad. En las historias sobre el círculo beat, la benzedrina regala jornadas maratónicas de escritura a todo vuelo, parrafadas y versos que son una vorágine de emociones, imágenes y recuerdos.

    La locura, como la depresión y la manía, suele formar parte del patrimonio familiar. Ginsberg no la tuvo fácil. Naomi, su madre, entró y salió de hospitales psiquiátricos, creía que medio mundo deseaba envenenarla, por eso pedía a gritos transfusiones de sangre y cuando escuchaba la radio aguzaba el oído para detectar a los espías que la acosaban. Ginsberg a veces dejaba de ir al colegio para contenerla, exponiéndose a las ondas radiactivas de una mujer que también guardaba la convicción de que alguien había cableado el interior de su cabeza para acechar sus pensamientos más íntimos.

    Kaddish es el poema elegíaco que Ginsberg escribió sobre los tormentos de su madre. En esos versos a la vez torrenciales y sincopados, mezcla la compasión, el amor filial, el registro del deterioro por culpa de las terapias de electroshock y las inyecciones de metrazol, la tentación de abandonarla y los remordimientos, la “podredumbre funeraria” de los pabellones psiquiátricos, la angustia, el miedo y la impotencia del niño que crece encadenado a una mujer perdida en los “caminos lejanos de la autopista de la Locura”.

    Todos somos autores de relatos de conspiraciones. No hay literatura oral y espontánea más atrayente. Se impone rápido en el circuito de las conversaciones y le inyecta intensidad a la visión que tenemos de las cosas.

    Melville decía que la frontera entre la locura y la cordura es tan tenue como el desvanecimiento de los colores en el arcoíris. La paranoia de la madre de Ginsberg no está tan lejos de la paranoia de cualquier mortal; incluso de los más lúcidos. Porque la paranoia es una patología clínica y también un don de la inteligencia que se manifiesta a través del talento para leer entre líneas. El paranoico es, en potencia, un metafísico, el dueño de una mente con aptitud para la elaboración de sistemas especulativos y para la identificación de patrones que parecen ponerle fin a la aleatoriedad de la existencia. Cuando todo adquiere importancia, porque todo puede representar una pista o un síntoma, nada, en principio, escapa al escrutinio del pensamiento.

    Tal vez habría que preguntarse si no es un signo de salud mental arrojarse al pozo de la paranoia sin fondo cuando se malvive en sociedades podridas por la corrupción. El intelectual crítico, el bípedo mejor entrenado para establecer conexiones, se pasma cuando renuncia a aplicar la “hermenéutica de la sospecha” atribuida a Marx, Nietzsche y Freud, los mayores maestros en el arte de deshacer las versiones oficiales de la modernidad, como terrones de azúcar en soda cáustica. Todos somos paranoicos en algún grado. En los años 60, algunos fanáticos de los Beatles escuchaban sus temas al revés, intentando descifrar el mensaje encriptado del nuevo credo contracultural personificado por Ginsberg.

    Nota al margen: el término “paranoia” nació en 1863, y rápidamente designó, además de una patología individual, un fenómeno colectivo, un tipo humano invadido por el orgullo y la suspicacia, por el “complejo de persecución” y el “delirio de interpretación”. De vez en cuando nos topamos con gente de esa naturaleza, y de seguro nosotros mismos hemos despertado en otros esa impresión. Para hacerlo no hace falta elaborar diagramas que unan, con flechas incriminatorias o líneas rojas de indignación, los nombres de los implicados en conjuras tremebundas. El paranoico que se mueve libremente por la ciudad acostumbra a responsabilizar al resto de sus limitaciones y de sus desgracias, y se siente basureado por el solo hecho de no llegar a encarnar lo que sueña. Así, no tarda en descender en la pista resbaladiza de las teorías conspirativas, utilizando el tren de aterrizaje de los celos, el resentimiento u otro material de esa familia. El resentido profesional, ejemplar destacado de la fauna paranoica, goza humillando al blanco de su encono y nunca conoce la saciedad, porque el resentimiento no tiene meta a la vista. El resentido que saliva de rabia no busca acabar con el maltrato, busca invertir los papeles: de víctima a verdugo, con el beneficio de ignorar la culpa que puede turbar hasta a los canallas en sus noches de desvelo.

    Todos somos autores de relatos de conspiraciones. No hay literatura oral y espontánea más atrayente. Se impone rápido en el circuito de las conversaciones y le inyecta intensidad a la visión que tenemos de las cosas. Suelta la lengua de los tímidos, destapa los oídos de los sordos, presta palabras hiladas a quienes tienen dificultad para hablar de corrido. El paranoico sufre y goza de un estado de alerta que acelera el latido de la imaginación y estimula el deseo de convencer a otros del último descubrimiento, de la última conjura en pleno desarrollo. La política internacional y la copucha de peluquería de barrio comparten la afición por esas revelaciones cuyo sabor se hace más intenso mientras más secreteadas sean. Pocas cosas mejores que la promesa de la complicidad. El silencio, cuando tiene un precio, refuerza la idea de nuestra mente como una cámara secreta y disuelve el sentimiento de soledad en el entusiasmo de la camaradería.

    Hace varios años me tocó presenciar un caso de antología: un historiador, anglófilo hasta la caricatura, atribuyó su despido de la universidad a una maquinación teledirigida desde el mismísimo Palacio de La Moneda, en represalia por críticas a la coalición de gobierno que no se distinguían de las formuladas por sus propios partidarios. Otros ejemplos, estos sí de frentón patológicos, que solo conocí de oídas. El caso santiaguino: una mujer, internada en el psiquiátrico de avenida La Paz, decía estar embarazada con siete hijos de Bon Jovi, los cuales complotaban en su contra mientras tarareaban las canciones del padre. El caso londinense: un vagabundo que puteaba a la Thatcher por haberlo expulsado del manicomio, en circunstancias que los extraterrestres aún seguían en control de sus pensamientos.

    La CIA, los judíos, los masones, la logia lautarina, la industria farmacéutica, los inmigrantes: solo nombro algunos de los grupos que han sido acusados de urdir conspiraciones siniestras. Pero la lista, según sea el gusto del consumidor, puede extenderse casi infinitamente.

    El pasado, el presente y el futuro son campos de acción de la máquina de interpretación paranoica. El género de la ciencia ficción es prolífico en las indagaciones de universos alternativos que buscan desbancar el mundo tal como lo conocemos, tal como lo apreciamos. En esos relatos, las conspiraciones no son solo protagonizadas por humanos, extraterrestres o ciborgs; también los objetos y sobre todo las máquinas cobran vida propia y se cruzan en nuestro camino. “El colmo de la paranoia”, decía Philip K. Dick, el llamado Shakespeare de la ciencia ficción, “no es cuando todos están contra mí, sino cuando todo está contra mí”. Dick hablaba con la autoridad del delirante, del escritor que se pasó años sin poder determinar si había sufrido una experiencia mística, si su espíritu estaba poseído por los extraterrestres, si sencillamente estaba acorralado por la paranoia más brava, o si todo se explicaba por la resaca de las drogas que había consumido a lo largo de su vida.

    La CIA, los judíos, los masones, la logia lautarina, la industria farmacéutica, los inmigrantes: solo nombro algunos de los grupos que han sido acusados de urdir conspiraciones siniestras. Pero la lista, según sea el gusto del consumidor, puede extenderse casi infinitamente: a la junta de vecinos y los repartidores de pizza, los comunistas y los anarquistas, las asociaciones de empresarios y los dueños de medios de comunicación, los líderes políticos y sindicales, los militares de alta graduación y las cabareteras jubiladas, la cúpula de la iglesia católica y los panelistas de programas de farándula, los guardias de punto fijo y las plantas carnívoras, los subordinados ambiciosos y las ex amantes que truecan intimidades, la suegra que se hace la mosca muerta y el vecino que insiste en regar el jardín con la manguera goteando, justo cuando volvemos del trabajo. En los años 60, la continua apertura de restaurantes chinos en los pueblos ingleses hizo pensar en una maniobra concertada de infiltración maoísta. Todo puede servir de caldo de cultivo para la paranoia. Hace varios años, en una noche de invierno más neblinosa que de costumbre, pensé lo peor cuando tres improvisados compañeros de peregrinaje por los pubs de Cambridge saltaron del inglés al gaélico, como si nada, mientras nos adentrábamos por un atajo que nadie frecuentaba.

    También existe la variante hipocondríaca de la paranoia. El hipocondríaco es un fenomenólogo nato, con una antena de recepción de largo alcance y sensores infrarrojos que pegan un respingo ante las señales más débiles. Ahora la amenaza proviene del propio cuerpo. El alzhéimer se presta como pocas enfermedades a este juego de espejos. Olvidamos el nombre de un conocido o el título de una película, nos pasa más seguido que antes, o eso sospechamos, y ya estamos al filo de las especulaciones sobre las maniobras de un enemigo que acecha sin hacerse manifiesto, durante años, de manera definitiva. En 1997, desesperado por un insomnio que no aflojaba ni con somníferos capaces de tumbar a un oso, me hice varios exámenes neurológicos. Las imágenes de escáner mostraron un cerebro con inquietantes zonas de sombra. De inmediato visualicé esos manchones, sin ninguna racionalidad científica, como la evidencia del trabajo de zapa del alzhéimer. Y no sé por qué, en ese momento, se me vino encima una frase de David Bowie, comentando sus años de desborde: tengo el cerebro con más agujeros que un queso gruyere. Corrí donde una eminencia médica para que me asegurara que tenía la cabeza en orden. Él consintió.

    La británica Patricia Latto inició su diario de vida pasados sus 60, dos décadas antes de haber sido diagnosticada con alzhéimer. El impulso que detonó la escritura no fue otro que el miedo a que esa enfermedad ya estuviese depredando su memoria y desterrando su conciencia a “una especie de tierra de nadie” donde, drenada de palabras, cada vez resultaba más difícil pensar y “escribir con claridad”. Intentó combatir el alzhéimer ejercitando su memoria mediante una técnica milenaria: almacenando citas largas de poetas y dramaturgos, que luego recitaba con la satisfacción de quien sabe que esos logros mínimos para el resto, en su caso representaban la defensa de una trinchera mental cavada con los versos de Yeats y los parlamentos de Shakespeare. Se trató de una lucha solitaria, que nunca comentó con nadie. La hija de Patricia recién se enteró de esa tragedia camuflada al encontrar el diario de su madre, mientras ordenaba sus cosas después de haberla internado en un hogar de ancianos.

     

    Imagen de portada: Detalle de obra de Carlos Cruz-Diez.

  29. El arte en el límite

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    Cuídese mucho, de la francesa Sophie Calle; Nachlass, del colectivo suizo-alemán Rimini Protokoll, y Cuerpo pretérito, a cargo de la chilena Samantha Manzur, fueron tres propuestas fronterizas de la última versión del Festival Internacional Santiago a Mil, que dieron cuenta de los límites difusos entre lo público y lo privado, el documento y la ficción, el presente y el pasado. Y, sobre todo, de lo inestable que resultan hoy las nociones específicas de las disciplinas artísticas.

    por alejandra costamagna

    Son las cinco de la tarde del segundo día del año, y en la Cineteca Nacional la fotógrafa, escritora y artista conceptual francesa Sophie Calle habla frente a una multitud que ha venido a escucharla con aire de fanaticada. Ella pide que la interrumpamos, que le hagamos preguntas cuando queramos. Que si no, se aburre, dice. Pero esta no es una charla convencional y aquí nadie se va aburrir. Sophie Calle se larga a hacer un repaso por sus diversas acciones de arte, performances y trabajos visuales, nutridos siempre de la intimidad y la ausencia. Una obra que toma la materia biográfica y la experiencia personal para sacudirlas y ponerlas en diálogo con el espacio público. Ahí están, por ejemplo, Les Dormeurs (1979), en la que invitó a una veintena de desconocidos a dormir en su cama; L’Hôtel (1981), donde trabajó como mucama en un hotel de Venecia para retratar los objetos personales de los viajeros; La Filature (1981), en la que se sometió al seguimiento de un detective privado contratado por su madre (“detectivo”, dirá Calle en un exquisito español afrancesado); Les Aveugles (1986), en la que 23 ciegos de nacimiento explican qué es para ellos la belleza; o Last Seen (1992), donde recoge el testimonio de personas que vieron por última vez un cuadro de Vermeer robado de un museo en Boston. Pero también el registro de las últimas horas de vida de su madre o el funeral organizado a su gato, para el cual juntó a 37 músicos (Bono, Laurie Anderson, Benjamin Biolay y Jean-Michel Jarre, entre otros) para que grabaran composiciones dedicadas al felino.

    Sophie Calle habla de su vida, pero en realidad está hablando de arte. A pesar del uso de la primera persona, lo suyo no es un asunto de confesión sino de construcción estética.

    Sophie Calle habla de su vida, pero en realidad está hablando de arte. A pesar del uso de la primera persona, lo suyo no es un asunto de confesión sino de construcción estética. Y ahí destaca en primer plano Cuídese mucho, la instalación artística que al día siguiente de esta charla (en la que el público pregunta y pregunta, siguiendo fielmente sus instrucciones del inicio) inaugurará en el Museo de Arte Contemporáneo, como primera actividad de Santiago a Mil. A partir de un correo electrónico enviado por su exnovio en 2004, la artista convocó a más de un centenar de mujeres de diversos oficios, procedencias y edades para que interpretaran el mensaje de fondo: lo que había detrás de las palabras del hombre. La carta, que era una despedida, terminaba con la frase “cuídese mucho”. Sophie Calle quedó completamente desconcertada. Lo que hizo entonces, tal como lo ha venido haciendo desde sus primeras obras, fue tomar distancia de la experiencia privada y convertirla en un trabajo artístico. De lo personal a lo colectivo, de lo íntimo a lo performativo, de la vida al artificio.

    En la muestra, que presentó por primera vez en la Bienal de Venecia en 2007 bajo el título Prenez soin de vous, vemos las fotografías tomadas por Sophie Calle a actrices (Victoria Abril y Jeanne Moreau, entre otras), cantantes (Laurie Anderson, Christina Rosenvinge), psicólogas, filósofas, antropólogas, estudiantes, deportistas, científicas, escritoras, una maga, una bailarina hindú, una criminóloga, una policía, una jueza, una crucigramista, una vidente o una sexóloga, junto a sus respectivos trabajos de interpretación. Cada una recurre al soporte que más le acomoda para diseccionar las palabras del hombre y entregar la pieza que irá armando este puzzle de interpretación polifónica: un video, una coreografía, un dibujo, una canción, un análisis semántico, una detallada corrección textual, un perfil psicológico del hombre que la escribe o versiones en clave morse, en braille o en código de barras. Incluso una intervención animal: una lora de nombre Brenda hace añicos frente a una cámara la carta y, mientras la engulle, va soltando grititos agudos: “¡Cuídese mucho, cuídese mucho!”. El drama ha desaparecido, la relación ya no existe, el hombre se ha esfumado y lo que queda es el rastro del vacío. Un coro que retumba sobre la ausencia. “Debe haber pasado algo para que lo que no está y lo ausente me interesen tanto”, admite Sophie Calle. “Mi madre que se muere, un hombre que sigo y no conozco, el novio que se va”.

    El eco de la voz de la artista queda sonando en la sala de la Cineteca.

    Nachlass es una instalación artística, pero es también la narración teatral de unas existencias reales en el límite de la muerte y un viaje imaginario hacia la posteridad.

    Cuando ya no esté

    “Las fotos quedan y nosotros nos vamos”, escucharemos días más tarde como un rumor suspendido en el tiempo. La voz provendrá de una de las mejores propuestas internacionales de Santiago a Mil este año: Nachlass. Se trata de un trabajo igualmente polifónico, que también gira en torno a la ausencia y que difumina las fronteras entre el documento y la ficción, al tiempo que potencia el cruce de disciplinas. Sin embargo, la aproximación al espacio íntimo en este caso no se vincula con la autorreferencialidad del creador, sino con las vidas de los otros que testimonian en la distancia. Con las muertes de los otros, habría que decir más bien, ya que observamos la inminencia del fin para unos hombres y unas mujeres que preparan sus despedidas. Creada por los directores suizos Stefan Kaegi y Dominic Huber, del colectivo Rimini Protokoll, Nachlass es una instalación artística, pero es también la narración teatral de unas existencias reales en el límite de la muerte y un viaje imaginario hacia la posteridad. Acá no hay actores ni personajes ni escenario, pero se respira teatralidad en cada minuto de la hora y media que dura el recorrido completo. Desde un espacio común de entrada, los 50 espectadores por función nos situamos frente a ocho puertas que tienen un letrero con un nombre y un contador de minutos, y que conducen a pequeños gabinetes: una mezquita, un dormitorio, un living con una mesa llena de fotografías, una oficina, una mini salita de teatro, un espacio repleto de cajas con archivos y documentos, una bodega con una misteriosa rejilla en el suelo y una sala con monitores individuales, semejante a un moderno laboratorio científico. En cada espacio caben seis o siete personas, de modo que vamos entrando en grupos que pueden ser modificados durante el recorrido. Hay algo de teatralidad también en la interacción que se produce con el resto, en esa intimidad compartida con extraños. “Tal vez cuando escuchen esto, yo ya no esté”, oímos una y otra vez. Y, efectivamente, algunos de los protagonistas de estas historias ya han fallecido esta tarde de enero de 2019 y sus voces suenan hoy como el eco de lo inmaterial. Un paracaidista de 44 años, adicto al vuelo, que no puede evitar vivir en peligro. Una pareja de ancianos alemanes que alguna vez simpatizó con el nazismo y hoy planifica su muerte asistida. Un joven diseñador gráfico que sufre una enfermedad degenerativa y habla en cámara a su hija, con la esperanza de que tenga una vida plena. Una ex embajadora de la Unión Europea en África, sin pareja ni descendencia, que desea legar sus bienes a los artistas africanos. Un musulmán que vive en Alemania y planifica el envío de sus restos mortales a su Turquía natal. Una secretaria jubilada que siempre quiso ser actriz y hoy, en vísperas de su muerte, sube a un escenario ficticio y cumple su sueño. Un neurocientífico que nos introduce en el viaje hacia la degeneración de la memoria. Una mujer de 91 años que se nos presenta a través de cientos de fotografías de distintos momentos de su vida y nos dice, desde el hogar de ancianos donde reside, que cuando muera espera ser más bonita que ahora.

     

    Cuídese mucho, de Sophie Calle. Gentileza Fundación Teatro a Mil.

     

    Cada uno planifica detalladamente su final y comparte con nosotros lo que quedará de sí mismo cuando ya no esté. Lo curioso, lo hermoso incluso de la experiencia es que, lejos de tremendismos y solemnidades, en estos ocho breves cuadros respiramos humor y llaneza –incluso cierta luminosidad– frente a un tema del que nos cuesta tanto, tanto hablar.

    Aunque hayamos visto Cuídese mucho, Nachlass y Cuerpo pretérito en un festival orientado especialmente al teatro, se trata de acercamientos no convencionales, que ponen en diálogo las disciplinas y los géneros.

    Fantasmagorías en vivo

    Las fronteras porosas del arte contemporáneo también están presentes en algunos montajes chilenos de este Santiago a Mil. Y sin duda uno de los que mejor dialoga con las propuestas de Sophie Calle y de la compañía Rimini Protokoll es Cuerpo pretérito, un ensayo en escena dinámico y extremadamente agudo acerca de los límites entre la realidad y su reconstrucción ficticia. Aquí se enfatiza igualmente el relato desde la ausencia, desde lo que ya no está y nos llega en forma de vestigio.

    Partiendo de la feliz circunstancia de que los gestos en Chile no están protegidos por derechos de autor, la actriz y performer Samantha Manzur, con asesoría artística de Rodrigo Bazaes y dramaturgia de Bosco Cayo, pudo articular una obra que homenajea a La negra Ester sobre la base de citas, residuos y restos, sin violar la prohibición legal de reproducir las imágenes, el texto y la música del montaje original del Gran Circo Teatro.

    A 31 años de su estreno, el grupo presenta una investigación escénica basada en archivos y documentación teatral, que busca traer al presente el espectáculo dirigido por Andrés Pérez a partir de las décimas de Roberto Parra. Los espectadores somos invitados a recorrer en penumbras una sala que, al modo de un museo nocturno, alberga 43 piezas en exhibición: luminarias, baldosas, un tocador, vestuario, collares, pelucas, maquillaje, un “relleno de trasero chileno”, un frasco de laca o una colección de gestos heredados. Gestos libres de derechos.

    Vemos así, graficados por un grupo de actores vestidos de negro que se cuelan entre el público y hacen las veces de guías de la muestra, los rescates de distintas gestualidades propias del elenco original. Los gritos de la prostituta travesti Esperanza (interpretada por Willy Semler en sus inicios), los frenéticos movimientos de ojos del tío Roberto (Boris Quercia) o las muecas coquetas de la Negra Ester (Rosa Ramírez). Todas muestras del énfasis corporal que tuvo la obra bajo la batuta de Andrés Pérez. Una voz en off, con el tono solemne de una audioguía, nos va explicando el sentido de cada una de las piezas, hasta que llegamos a la 43: un archivo fílmico en VHS. Accedemos entonces a algunos fragmentos de escenas de 1988, sin sonido, proyectados en una pantalla. Y en paralelo vemos su réplica a cargo de los cuatro actores que son, de alguna forma, una fantasmagoría en vivo.

    El arte figura así en el límite, desestabilizando las nociones petrificadas, volviendo las audiencias activas, cuestionando la comodidad del artista y de los espectadores encerrados en sus butacas, en sus burbujas.

    Lo que viene luego es una suerte de trazado hacia el futuro de los personajes de Roberto Parra. Quién sería la Negra Ester hoy, en qué estaría Esperanza, qué sería de todos ellos. A partir de un texto en verso libre de Bosco Cayo, que recoge una serie de testimonios actuales, los actores del presente dan un nuevo uso a las piezas de la exposición para narrar una secuela posible, que trabaja sobre esa inagotable gestualidad heredada. Una historia que habla del trabajo sexual en Chile, del sida y del amor en tiempos de candidatos turbios, “lachos sin carachos”, hijos de padres desconocidos y amantes de toda calaña. La frescura y la chispa del texto de Cayo enriquecen este diálogo de épocas cruzadas. Uno de los personajes dirá hacia el final: “Llegaste tarde / ya no estoy vivo / soy un fantasma / un mísero soplido”. Pero tendremos la milagrosa sensación de que estos fantasmas, los de hoy y los de ayer, aún tienen larga vida entre nosotros.

    Aunque hayamos visto Cuídese mucho, Nachlass y Cuerpo pretérito en un festival orientado especialmente al teatro, se trata de acercamientos no convencionales, que ponen en diálogo las disciplinas y los géneros. Y que van desde la primerísima primera persona a la desaparición absoluta del “yo” que narra, hasta convertirlo en un fantasma. El arte figura así en el límite, desestabilizando las nociones petrificadas, volviendo las audiencias activas, cuestionando la comodidad del artista y de los espectadores encerrados en sus butacas, en sus burbujas.

     

    Cuerpo pretérito, de Samantha Manzur. Gentileza Fundación Teatro a Mil.

     

    Imagen de portada: Nachlass, de Stefan Kaegi y Dominic Huber. Crédito: Fundación Teatro a Mil.

  30. Recordando a John Berger

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    Hay una larga y distinguida tradición de aspirantes a escritores que se encuentran con el escritor que reverencian tan solo para descubrir que él o ella tiene pies de barro. A veces no acaba en los pies —pueden también ser las piernas, el pecho y la cabeza—, de modo que la desilusión contamina los sentimientos que se tienen sobre la obra, incluso sobre el oficio mismo. Considero una de las bendiciones de mi vida que el primer gran escritor que conocí —el escritor que admiraba por encima de todos los demás—, resultó ser un ser humano ejemplar. Nada de lo que ha sucedido en los treinta y tantos años desde entonces ha disminuido mi amor por los libros o por el hombre que los escribió.

    Era 1984. John Berger, que había alterado y ampliado radicalmente mis ideas sobre lo que podría ser un libro, estaba en Londres para la publicación de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos. Lo entrevisté para la revista Marxism Today. Él tenía 58 años, la edad que yo tengo ahora. La entrevista estuvo bien pero él pareció aliviado cuando todo terminó, porque, dijo, ahora podíamos ir a un bar y hablar de manera apropiada.

    Modos de ver es el equivalente suyo al Concierto de Köln de Keith Jarrett: una hazaña de virtuosismo que a veces termina como un sustituto o una distracción del cuerpo de trabajo más amplio al cual sirve como una introducción.

    Fue el punto culminante de mi vida. Mis contemporáneos tenían trabajos, carreras —algunos incluso tenían casas—, pero yo estaba en un bar con John Berger. Me instó a que le enviara las cosas que había escrito, no la entrevista, no le importaba eso, él quería leer mis propias cosas. Me escribió de vuelta de manera entusiasta. Él siempre fue alentador. Una relación no puede sostenerse sobre la base de la reverencia y pronto nos convertimos en amigos.

    El éxito y la aclamación de los que gozó como escritor le permitieron estar libre de las pequeñas vanidades para concentrarse en lo que siempre estuvo tan impaciente por lograr: relaciones de igualdad. Es por eso que fue un colaborador tan bien dispuesto —y tan buen amigo de tanta gente, en todos los caminos de la vida, en todo el mundo. No había límite a su generosidad, a su capacidad de dar. Esto hizo más que mantenerlo joven; se combinaba con una especie de pesimismo negativo que le permitía resistir los contratiempos  repartidos por la historia. En un ensayo sobre Leopardi afirmó “que no estamos viviendo en un mundo en el que es posible construir algo que va a acercar el cielo a la tierra, sino que, por el contrario, estamos viviendo en un mundo cuya naturaleza está mucho más próxima a la del infierno. ¿Cambiaría esto en algo nuestras opciones políticas o morales? Estaríamos obligados a aceptar las mismas obligaciones y a participar en una lucha que es la misma que aquella en la que ya estamos comprometidos; tal vez, incluso, nuestro sentido de solidaridad con los explotados y con los que sufren fuera más leal. Todo lo que cambiaría sería la enormidad de nuestras esperanzas y finalmente la amargura de nuestros desengaños”.

    Si bien su trabajo era influyente y admirado, su alcance —tanto en el tema como en la forma—, hace difícil la evaluación de forma adecuada. Modos de ver es el equivalente suyo al Concierto de Köln de Keith Jarrett: una hazaña de virtuosismo que a veces termina como un sustituto o una distracción del cuerpo de trabajo más amplio al cual sirve como una introducción. En 1969 él propuso Arte y revolución “como el mejor ejemplo que he logrado de lo que considero que es el método crítico”, pero es en las numerosas piezas cortas en las que estuvo en su mejor momento como escritor de arte (estas diversas piezas han sido reunidas por Tom Overton en Sobre los artistas para formar una historia cronológica del arte).

    Nadie ha igualado la capacidad de Berger para ayudarnos a mirar las pinturas o fotografías “más visualmente”, como lo expresó Rilke en una carta sobre Cézanne. Piénsese en el ensayo “Turner y la barbería”, en el que nos invita a considerar algunas de las pinturas tardías a la luz de las cosas que el niño vio en la barbería de su padre: “Agua, espuma, vapor, metales relucientes, espejos empañados, blancas palanganas o cuencos en las que el barbero agita con la brocha un líquido jabonoso en el que los detritos son depositados”.

    Si él miraba de manera suficientemente larga e intensa cualquier cosa, ella o bien le entregaría sus secretos o, si fallaba en eso, le permitiría articular por qué el misterio retenido constituía su esencia.

    Berger llevaba una inmensa erudición a su escritura, pero, como con D.H. Lawrence, todo tenía que ser verificado apelando a sus sentidos. No necesitó de una educación universitaria —alguna vez habló mordazmente de un pensador que, cuando quería enterarse de algo, tomaba un libro de un estante—, pero hasta el final confiaba en su disciplina para dibujar adquirida en la escuela de arte. Si él miraba de manera suficientemente larga e intensa cualquier cosa, ella o bien le entregaría sus secretos o, si fallaba en eso, le permitiría articular por qué el misterio retenido constituía su esencia. Esto era cierto no solo para los escritos sobre arte, sino también para los estudios documentales (de un médico rural en Un hombre afortunado y del trabajo migrante en Un séptimo hombre), para las novelas, para la trilogía campesina De sus fatigas y para los numerosos libros que rechazan toda categorización. Cualquiera que sea su forma o tema, los libros están abarrotados de observaciones tan precisas y delicadas que se duplican como ideas, y viceversa. “El momento en que comienza una pieza de música proporciona una pista sobre la naturaleza de todo arte”, escribe en “El momento del cubismo”. En Aquí nos vemos se imagina “viajando solo entre Kalisz y Kielce hace ciento cincuenta años. Entre esos dos nombres habría siempre un tercero, el nombre de tu caballo”.

    La última vez que nos vimos fue pocos días antes de la Navidad de 2015, en Londres. Éramos cinco: mi esposa y yo, John (entonces de 89 años), la escritora Nella Bielski (hacia el final de sus setentas) y la pintora Yvonne Barlow (de 91 años), quien había sido su novia cuando aún eran adolescentes. Bromeando, pregunté: “Entonces, ¿cómo era John cuando tenía 17 años?”. “Era exactamente como es ahora”, respondió ella, como si fuera ayer. “Él siempre fue tan bondadoso”. Todo lo que le interesaba de su propia vida, escribió él alguna vez, eran las cosas que tenía en común con otras personas. Era un brillante escritor y pensador; pero era su bondad de toda la vida lo que ella destacaba.

    La película Walk Me Home, que co-escribió y en la que actuó, fue, en su opinión, “un desastre”, pero en ella Berger pronunciaba una línea en la que pienso constantemente, y cito de memoria ahora: “Cuando muera, quiero ser enterrado en tierra de la que nadie sea dueño”. Es decir, en tierra que nos pertenece a todos.

     

     

    Traducción de Patricio Tapia.

  31. Richard Dawkins: “La gran mayoría de las especies que han vivido alguna vez se extinguieron sin dejar ningún descendiente”

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    por matías hinojosa

    El martes fue la primera charla magistral del científico británico como parte del Congreso Futuro 2019. Frente a un auditorio repleto de asistentes, que lo recibió con fuertes aplausos, Dawkins se explayó por más de 30 minutos sobre la eugenesia y el futuro de la especie humana en la Tierra. Mañana, a las nueve a.m., habrá una nueva oportunidad de escuchar al autor de El gen egoísta en un conversatorio. A continuación compartimos algunos momentos destacados de su exposición.

    Cómo queremos evolucionar

    “Para mucha gente la eugenesia se ha vuelto una palabra mala, especialmente en la izquierda política, pero eso no siempre ha sido así. Antes de que Hitler trajera la eugenesia al repudio universal, muchas personas de izquierda, como George Bernard Shaw, eran defensores de ella. Algunos antagonistas a la idea de eugenesia humana tratan de argumentar que es imposible, que no podría funcionar. Y por supuesto, podría funcionar, como se hace con los perros o las lechugas. Estas objeciones son más bien de orden moral. Para el propósito de esta discusión mucha gente hace la distinción entre eugenesia positiva y negativa. La positiva es aquella que no causa daño, es la remoción de los genes que todo el mundo concuerda que son perjudiciales, por ejemplo, en el caso de la hemofilia transmitida de madre a hijo. Esto está lejos de la eugenesia obligatoria defendida por Hitler o Marie Stopes, de la esterilización de gente que es considerada inferior. Esto claramente es repugnante. Pero incluso eugenesia voluntaria gatilla gran hostilidad cuando la idea es diseñar tu propia guagua ideal. Casi todos hoy día tienen problemas con la eugenesia positiva como parte del legado de Hitler. Pero el título de esta conferencia es “La especie que nos gustaría ser” y el acto de hacernos esta pregunta nos invita a contemplar la manipulación de nuestra propia evolución”.

    ¿La evolución es un progreso?

    “El progreso ha sido una palabra controversial en la evolución. Por un extremo está Julian Huxley o Pierre Theilard de Chardin, que ven la evolución como el impulso universal hacia la mejora progresiva. Huxley incluso ha dicho y ha basado su sistema ético completo en el progreso evolucionario. Él definió lo bueno como aquello que armoniza con el proceso evolucionario. Al otro extremo está, por ejemplo, Stephen Jay Gould, quien niega completamente que la evolución es progresiva. Gould era muy hostil hacia el progreso evolucionario, pero principalmente porque asumió que el progreso significaba avance hacia la humanidad. Obviamente, si esto es lo que se quiere decir con progreso, todos los buenos biólogos serían hostiles a esta idea, pero no es una buena definición del progreso evolucionario. Cuando un órgano complejo como el ojo evoluciona, es obvio que las primeras etapas tienen que ser inferiores a las etapas posteriores y que la mejora evolutiva tiene que ser paso por paso progresiva. Y algo como esa evolución progresiva parece haber estado desarrollándose en la expansión del cerebro humano en los últimos millones de años”.

    El futuro de la especie

    “En todo caso, esta discusión no tiene mucho sentido si vamos a extinguirnos: la gran mayoría de las especies que han vivido alguna vez se extinguieron sin dejar ningún descendiente. ¿Hay alguna razón para pensar que nosotros vamos a escapar a ese destino? Los dinosaurios, lo que es ahora virtualmente seguro, se extinguieron por el resultado de una catástrofe muy grande, un proyectil del espacio que colisionó con lo que es ahora la Península del Yucatán en México. Nuestros ancestros mamíferos lograron sobrevivir quizás porque hibernaron bajo la tierra. ¿Podemos sobrevivir otro impacto como ese? Tenemos una mejor posibilidad que los dinosaurios, porque tenemos la tecnología y podríamos desviar un proyectil en el futuro. Ese proyecto, de hecho, podría unir a todas las naciones. Pero esta no es la única amenaza a nuestra sobrevivencia, también tenemos el cambio climático, las guerras nucleares y las armas biológicas”.

  32. El deseo en disputa

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    No es casual que esta cuarta ola feminista reviente por el lado más íntimo, el de la vinculación sexual. De ahí la insistencia en la deconstrucción del amor romántico, de las lógicas de seducción y de la resignificación del abuso sexual. El peligro, sin embargo, está en querer regularlo todo en un campo –el de los cuerpos y el erotismo– que se alimenta justamente de la incertidumbre, los acuerdos tácitos, las siempre cambiantes subjetividades. A fin de cuentas, ¿deseamos seguir deseando?

    por constanza michelson

    Una tarde después de clase, una chica salió con sus compañeros al parque. Era 2007, liberación sexual, hipersexual, ya estaba sellada y sacramentada. El juego de estos jóvenes, atravesados por la normalización del porno, termina en la realización de una felatio grabada con el celular. Pero la complicidad de la transgresión adolescente se quebró con la traición hacia la chica: uno de sus amigos compartió el video, que luego se convirtió en el conocido episodio “Wena Naty”. Desde que la tecnología lo permite, cada tanto se filtran videos de venganza y humillación sexual, casi siempre hacia las mujeres.

    Pero, ¿no habíamos acordado que la liberación en la cama era un acuerdo entre los sexos?

    La moral sexual de Occidente en las últimas décadas ha implicado un destape, del que las mujeres fueron protagonistas. En palabras de la escritora Nancy Huston, la libertad de un país comenzó a medirse en la cantidad de carne femenina que se permite exhibir.

    Quizás como todas las revoluciones, la de la liberación sexual femenina no terminó donde se esperaba. Fue apuntalándose en otra revolución en ciernes, la del neoliberalismo, quedando el sexo liberado a su mercantilización. Es la astucia de la historia, planteó la filósofa feminista Nancy Fraser, advirtiendo cómo los ideales de la segunda ola feminista fueron resignificados por el capitalismo tardío. Negocio extraño el de las mujeres, pues cambiaron el tipo de contrato, de uno fijo a uno a honorarios, pero con el mismo empleador. Porque parte del sexo liberado quedó anclado al imaginario del erotismo masculino, antes que revolucionar las lógicas del intercambio sexual mismo. Decirle que sí al sexo, no necesariamente significó decirle que no al poder.

    Gilles Lipovetsky en La tercera mujer da cuenta de cómo las viejas trampas se siguieron reproduciendo, pero bajo el discurso de la elección personal. La dependencia amorosa y la obsesión con la belleza se acoplaron a la ideología de la self made woman. La mujer emancipada de los 90, de todas formas, buscaba cumplir con los anhelos tradicionales, encontrar el amor, cumplir con un ideal corporal –además de las nuevas exigencias, el desarrollo económico y profesional–, pero leyendo estos mandatos como un desafío personal. La socióloga Eva Illouz también advierte esta falsa síntesis de la igualdad sexual, a través del nuevo malestar amoroso. La dificultad de emparejarse es vivida por las mujeres como si fuese una incapacidad personal, llevando a terapia una cuestión que es más bien de orden sociológico: el nuevo arreglo sexual sigue dándole la ventaja al varón heterosexual. El matrimonio y los hijos dejan de ser una marca de estatus; por ende, los hombres se quedan más tiempo en el campo del sexo libre. Mientras que para las mujeres el límite temporal de la maternidad las perjudica, provocando ansiedad en la búsqueda de pareja. Las mujeres se fueron haciendo cargo, sin saberlo, de aquello que va quedando fuera del discurso actual: la existencia de un límite.

    No todos los hombres son violadores, más bien la menor parte de ellos lo son. Lo que sí es verdad es que la predominancia de la erótica masculina en la cultura –cuya lógica es la de la fetichización del cuerpo– genera las condiciones de posibilidad de diversas prácticas abusivas.

    La incomodidad de la desigualdad sexual, travestida en imaginarios de la mujer empoderada, conectadas con su placer, escritas por la literatura de autoayuda, fue quedando sin nombre, traduciéndose en un malestar vivido en privado, bajo la gramática del fracaso personal.

    En octubre de 2017 explotó el caso del productor de cine Harvey Weinstein. Y fueron precisamente las actrices de Hollywood –¿quiénes más que ellas podían representar a la mujer poderosa y sexy?– las que evidencian la relación desequilibrada entre sexo y poder, la desventaja de las mujeres en esa ecuación. Como en otras reivindicaciones políticas, no puede haber liberación si no hay igualdad.

    No es casual que esta cuarta ola feminista reviente por el lado más íntimo, el de la vinculación sexual. No se trata esta vez de algunas demandas puntuales, ni siquiera de la búsqueda de igualdad, sino de interrogar el deseo sexual mismo. Por eso la insistencia en la deconstrucción del amor romántico, de las lógicas de seducción, de la resignificación del abuso sexual. Ese es el punto más radical de este nuevo impulso feminista y que tiene al mundo consternado.

    ¿Qué ocurre con las pulsiones después de la revolución? ¿Cómo conducirse y cómo acceder al encuentro sexual, cuando se trastocan las reglas de la seducción? De ahí que muchos hombres, y también mujeres, reclamen que esto debería tratarse de los derechos sociales, cuestión donde sí hay un acuerdo casi generalizado, pero que con los códigos sexuales no hay que meterse.

    El abuso se revela como algo estructural. Stephen Marche escribió un polémico artículo en el New York Times, titulado “La monstruosa naturaleza sexual de los hombres”, que derechamente criminaliza algo así como la esencia masculina. Pero lo cierto es que ha habido excesos en las denuncias públicas sin verificación alguna. No todos los hombres son violadores, más bien la menor parte de ellos lo son. Lo que sí es verdad es que la predominancia de la erótica masculina en la cultura –cuya lógica es la de la fetichización del cuerpo– genera las condiciones de posibilidad de diversas prácticas abusivas. Freud en 1912 escribió sobre el inconsciente sexual masculino heterosexual y su necesidad de distribuir a las mujeres en las respetables y las denigradas: la dama y la puta. Economía sexual que, lejos de ser anacrónica, tiene aún toda la eficacia del mundo. Hay en el imaginario masculino cuerpos que, bajo ciertas condiciones –de clase social, de inferioridad, de lejanía con la vida oficial–, son objetualizables, autorizándose a gozarlos y maltratarlos. Esto es lo que hace que el abuso sea estructural a la relación patriarcal entre los sexos.

    Lo confuso es que el lugar de objeto (de deseo) es también una condición bisagra entre el deseo y el abuso. La pasividad es uno de los goces más primarios en el ser humano, por lo que en ciertas circunstancias ser tomado por otro es un anhelo. La canallada es más bien hacer un uso perverso de esa condición de deseo que habita en todos. O atribuirla a alguien que no ha consentido el acceso sexual. Y lo perverso colectivo es situar la pasividad como una condición fija de los cuerpos feminizados, restándoles subjetividad. Así como también, transformar esa condición del deseo en una mercancía a explotar. Este punto es lo más opaco de esta reivindicación, porque tiene la particularidad de que se duerme con el enemigo.

    El miedo a las zonas grises

    Consecuentemente, han resurgido las polémicas acerca de la comercialización del cuerpo de las mujeres. Respecto del porno y la prostitución, se retoma el debate sobre regularlo o prohibirlo. Por su parte, asociaciones de trabajadoras sexuales acusan a un feminismo bien pensante de negarles su condición de sujetos aptos para deliberar. ¿Es realmente libre una mujer que decide explotarse?, preguntan con suspicacia algunas. Y las mujeres del rubro responden: por qué habrían de estar ellas más alienadas que cualquier otro tipo de trabajador. ¿Está realmente emancipada una chica que busca las miradas y los likes exhibiéndose sin ropa? Algunas, como la actriz Emily Ratajkowski, alega que ser feminista es precisamente poder hacer lo que cada una quiera con su cuerpo.

    Pero la discusión más caliente del momento feminista es el de las llamadas zonas grises. Hay algún acuerdo respecto de regular los encuentros sexuales cuando existen relaciones de poder explícitas: en el trabajo o en la universidad, por ejemplo. El campo de batalla actual se sitúa más bien en relación a los límites del erotismo en las escenas sociales-sexuales, donde las jerarquías no son evidentes. Fue lo que las intelectuales francesas manifestaron en su polémico texto sobre el “derecho a importunar” de los hombres, defendiendo el impasse sexual, el malentendido, los tropiezos, como algo intrínseco a la seducción. Acusaron, luego, a las activistas norteamericanas del movimiento #MeToo de una regresión del feminismo al puritanismo; pero las francesas, a su vez, fueron juzgadas de traidoras al género.

    Lo interesante de lo que está en juego en este falso debate –porque ni las norteamericanas quieren acabar con el sexo en el mundo, ni las francesas aplauden las violaciones– es más bien una nueva condición antropológica que emerge y la consiguiente resistencia a ella. Se discute, en el fondo, si acaso es posible regular todos los espacios de incertidumbre: lograr controlar y evitar lo traumático inevitable del encuentro de todo sujeto con el sexo, eso que Lacan escribió bajo la fórmula de “no hay relación sexual”, que quiere decir que no hay complementariedad posible en el encuentro con otro, hay con suerte un síntoma, una formación de compromiso que a veces funciona más que otras.

    Las ironías dialécticas hacen que en esta vuelta del espiral, varios aspectos de la reivindicación feminista coincidan con el programa del capitalismo técnico, cuya promesa es lograr borrar la grieta humana, a costa de mayor control. El mundo se divide hoy, sépanlo o no, entre quienes defienden o rechazan lo inconsciente como condición de la subjetividad.

    Lo confuso es que el lugar de objeto (de deseo) es también una condición bisagra entre el deseo y el abuso. La pasividad es uno de los goces más primarios en el ser humano, por lo que en ciertas circunstancias ser tomado por otro es un anhelo. La canallada es más bien hacer un uso perverso de esa condición de deseo que habita en todos.

    Quizá por ello la manifestación más ruidosa de esta ola feminista, la de las redes sociales, tiende a asentarse en la llamada corrección política; que no es sino la manifestación de las buenas intenciones encarnadas en la subjetividad del capitalismo posmoderno. El filósofo Franco Berardi describe en su Fenomenología del fin al sujeto producido por las nuevas tecnologías de comunicación: debilitado en la capacidad de atención, de empatía y, más importante aún, carente de encuentros cuerpo a cuerpo, se ha vuelto incapaz de leer los signos en un sentido contextual, perdiendo la intuición y la lectura de lo tácito, reconociendo solo patrones preconfigurados y funcionales. Es decir, la nueva subjetividad padece la enfermedad de la literalidad. Que por cierto, es en sí una violencia, el crimen semiótico de aspirar al significado unívoco de las cosas: el amor programado, el juego sin trampa, el humor calculado, el arte predecible.

    Por eso se rumorea una incomodidad, que muchos no comprenden, porque comparten causas que les parecen nobles. Pero rechazan que ellas vengan envueltas en lógicas de control que asfixian. Es como la resistencia de los niños pequeños a comer: a veces prefieren no alimentarse, aunque tengan hambre, por un bien mayor: evitar la invasión de la madre (o quien ejerza esa función). A la vez, las críticas más furiosas e impúdicas hacia el feminismo provienen de otra versión de la literalidad, la de quienes suponen que la verdad es la incorrección política, el decir sin filtro.

    Lo contrario a la corrección política no es la incorrección, sino la política: es precisamente la negociación entre las presiones sociales, las pulsiones inconscientes y los anhelos conscientes, el lugar de la ética del deseo. Esa es la zona gris de lo humano, donde en medio de contradicciones, dudas y sin garantías, un sujeto toma una posición. Siguiendo a Judith Butler, cuando eso implica el encuentro con otro cuerpo, surge la ética sexual, que lejos de una protocolización de todo cabo suelto, da espacio para la manifestación subjetiva. Ese espacio es el que hoy está en disputa. Y ese espacio se llama deseo, en el sentido estructural.

    ¿Deseamos seguir deseando? O bien, se ha vuelto demasiado incómodo enfrentarnos a lo incierto, a lo que pone en jaque el anhelo de estar en coincidencia con uno mismo. Quizás no es casual que los nombres de los movimientos impliquen al yo del activista, Me Too, Je Suis, y que la fórmula “lo personal es político” pase a ser a ratos una manifestación pública de los propios conflictos, antes que una manera de entender lo personal como impersonal, como algo político-social, para así escapar de uno mismo. La forma del activismo como reafirmación moral de sí, es una trampa. Siempre es posible ser atrapado en la falta.

    Los modos importan porque hablan de las nuevas formas de subjetivación, es decir, de la disputa entre la fantasía de un mundo a la medida de los anhelos del yo y el deseo –esa condición estructural, que limita el gobierno del ego– como forma de resistencia al capitalismo líquido. Una cosa es alterar las geometrías y los semblantes que adquiere el deseo en el orden patriarcal; otra es empujar la anulación del deseo mismo. La des-erotización del mundo es el triunfo de tánatos: la pulsión de muerte.

    Cuando las herramientas que en principio sirvieron para resistirse a un poder comienzan a trabajar para eludir la inconveniencia de la incertidumbre del deseo –aquella grieta de lo humano–, entonces podemos darle la bienvenida al nuevo padre: el capitalismo técnico. Deconstruirse para construirse a la medida del ego, reescribir el deseo sexual para liberarlo de la gramática del patriarcado, pero circunscribiéndolo al menú de la técnica, no es más que el señuelo de otra revolución que no terminará como se esperaba. Es reducir la fuerza emancipatoria del feminismo a la lógica de la autoayuda.

    El feminismo ha decantado en una mayor solidaridad de género, en transformaciones éticas y estéticas, en remediar algunos desequilibrios en las relaciones entre mujeres y hombres, en cierto desplazamiento de los códigos de lo deseable, elevando así los estándares de civilidad. Y aunque tiene aún cuentas pendientes con un patriarcado que se diluye, no debiera desentenderse de las violencias pospatriarcales que emergen. Las que convierten a los cuerpos en el “más hermoso objeto de consumo”, si bien ya no para el ojo masculino, para el implacable ojo del narcisismo contemporáneo.

     

    Imagen de portada: The Handsome Pork-Butcher, de Francis Picabia.

  33. Sobrevivir a tu propio mito

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    Dicen que la mejor forma de sacar un parche es hacerlo de un solo tirón y es justamente lo que voy a hacer. Porque no puedo hablar de Red Doc>, la continuación de Autobiografía de rojo, uno de los libros capitales de la canadiense Anne Carson (1950), e ignorar la horrible portada y pobre diseño interior de esta edición, un descuido imperdonable para semejante acontecimiento editorial y cuya magnitud es solo comparable al penal de Caszely. Por fortuna, el aspecto físico se vuelve menos relevante a medida que nos adentramos en la versión de la poeta Verón­­­­ica Zondek, un trabajo admirable si consideramos la dificultad y, a ratos, aridez de este libro.

    Pero bueno, entremos en materia y retrocedamos un poco en el tiempo. En 1998, cuando publicó Autobiografía de rojo, Anne Carson ya había consolidado su reputación como una poeta capaz de combinar sin esfuerzo poesía, ensayo, autobiografía y traducción sin discriminar entre alta y baja cultura. De hecho, en Plainwater (1995), ya había ensayado la operación que da forma a Autobiografía de rojo: los fragmentos de un lírico griego arcaico son versionados libremente y este es vuelto a la vida en entrevistas.

    El poeta con cuyos poemas Carson construye Autobiografía de rojo se llama Estesícoro. Este es un poeta del siglo VII a. C., conocido por muy pocos versos hasta 1897, cuando un papiro hallado en Egipto reveló fragmentos de un poema sobre el décimo trabajo de Hércules en el que se combinaban elementos divinos y humanos, material canónico y propio. Es decir, realizando la misma operación que Carson ejecuta al tomar las figuras de Gerión y Hércules para trasladarlas al siglo XX.

    Por fortuna, el aspecto físico se vuelve menos relevante a medida que nos adentramos en la versión de la poeta Verón­­­­ica Zondek, un trabajo admirable si consideramos la dificultad y, a ratos, aridez de este libro.

    Carson recoge los fragmentos de este poema, los versiona y desde ese nuevo texto erige “una novela en verso” que narra ya no la historia de cómo Hércules asesinó a Gerión para robar su ganado, sino la historia de un tímido joven alado de piel roja que se enamora de un hombre joven y rebelde, una historia más cercana a una novela de formación que a un poema clásico. Vemos a Gerión siendo abusado por su hermano mayor, yendo a la escuela, pegado a su madre y mintiendo para verse a escondidas con Hércules. Hacia el final, años después, Gerión encuentra a su ex amante en Buenos Aires acompañado de Ancash, su novio peruano, y los tres viajan a Perú, donde tras volar al interior de un volcán se confirma que Gerión es un Yazcamac, un hombre sagrado que “vio dentro del volcán y volvió”.

    Red Doc> es la continuación de esta historia, pero como dice la autora en la contraportada de la edición original, “(…) en un estilo diferente y con distintos nombres”. Carson ya no recurre a la mitología o a textos ajenos para levantar su obra, en este libro refiere a su propio trabajo. Gerión ahora es G y Hércules es Sad But Great, un veterano de guerra. Ahora la relación de ambos, tan urgente y neurótica en Autobiografía de rojo, es plana y estable. La historia parte así: Gerión abandona su trabajo de pastor y emprende junto a Sad y una artista de nombre Ida un viaje picaresco rumbo a una clínica en un país frío, atravesando glaciares y praderas. Formalmente, la idea de este viaje está recalcada por la disposición del texto en franjas justificadas en medio de la página, tal como las líneas pintadas en una carretera.

    La vida después de la muerte que Carson ofrece a estas figuras mitológicas insertas en una posteridad contemporánea, como Hermes que aparece con un esmoquin plateado, está cargada de los efectos del tiempo: la experiencia y la decepción. G se reconoce envejecido en el espejo, su madre agoniza en una clínica, Hércules fue parte de una guerra reciente y sufre síndrome de estrés postraumático. El peso ominoso del tiempo sobre la memoria es recalcado por la presencia constante de Marcel Proust, a quien G lee devotamente durante el viaje que lo lleva al lugar donde su madre agoniza. Y es en el momento en que llegan a esta clínica cuando el tono de la escritura cambia y el lirismo se intensifica, como si todo el libro estuviera apuntando a la intimidad de este momento, cuando lo único que cabe es dejar ir a la madre.

    Antes de acometer la lectura de Red Doc>, un libro fascinante que no rehúye el humor ni la dificultad, quizás sea una buena idea leer Autobiografía de rojo en la edición bilingüe de Pre-Textos, la compañía ideal para la versión de Verónica Zondek, quien en la introducción define este poema como “un magnífico canto a la diferencia, una crítica a la guerra, a la forma en que funcionan la familia, el orden y el deber ser”.

     

    Red Doc>, Anne Carson, LOM Ediciones, 2018, 182 páginas, $10.000.

  34. Un cardo en la mano

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    ¿Cómo tomar un cardo? Si se le toma rodeando su cabeza y apretadamente, duele; de manera liviana, sostenido de manera invertida, pincha con menos dolor y corre el riesgo de caerse de la mano debido a su forma. Si se le toma por su tallo, con cuidado, en su superficie también espinosa, podemos demorarnos un poco en apreciar su belleza. Y si recordamos de las abuelas su poder sanador para infortunios del cuerpo, el cardo despliega toda su potencia.

    El cardo vino a mi mente para pensar las dificultades que se dan en la actualidad para una mayor y mejor comprensión de los feminismos de la generación de las jóvenes y adolescentes estudiantes que irrumpen de manera extendida y con fuerza subversiva, remeciendo y haciendo doler espacios escolares y lugares estimados como privilegiados en la producción y transmisión del saber: las universidades. Emerge allí, de manera insospechada e imprevisible, un pensar y actuar combatiente de mujeres muy jóvenes, que se toman los espacios institucionales y que dejan en suspenso sus prácticas habituales. Introducen una ruptura, una “radical discontinuidad” (Badiou), paralizan el curso acostumbrado de las cosas, constituyéndose en un sujeto político con una fuerza de alteración del mundo social.

    Cómo tomar este feminismo. Qué inteligibilidad política podemos realizar a partir de esta expresión de soberanía de las mujeres jóvenes que nos hacen vivir una experiencia extraordinaria, inédita, un acontecimiento del que no se tienen disponibles claves fáciles e inmediatas de lectura para la comprensión de su profundidad y alcance. Para Alain Badiou, “en relación con una situación o un mundo, un acontecimiento abre la posibilidad de lo que, desde el estricto punto de vista de esa situación o de la legalidad de ese mundo, es propiamente imposible”. Las jóvenes alteraron la cotidianidad institucional, la de la calle, el lenguaje, la dirección de las miradas, los significantes, los símbolos monumentales, con gestos nuevos donde los cuerpos han sido un sustento político de rebeldía turbadora. Los cuerpos han sido puestos en escena de maneras inesperadas con un sentido feminista, volviendo a instalarse su potencial reflexivo.

    Las jóvenes alteraron la cotidianidad institucional, la de la calle, el lenguaje, la dirección de las miradas, los significantes, los símbolos monumentales, con gestos nuevos donde los cuerpos han sido un sustento político de rebeldía turbadora.

    No podríamos entender el feminismo desestimando el lugar que ha tenido el cuerpo en esa reflexión, interrogado críticamente a través de la historia feminista en tanto significante unívoco, como cuerpo materno o como objeto sexual heteronormado, o como corporalidad estrechada en determinadas funciones o ámbitos, o en determinadas simbolizaciones reductoras y excluyentes de acuerdo a las variables materiales que lo particularizan en sus inscripciones de clase, raza o territorio. El reclamo por la propiedad del cuerpo ha cruzado, de manera insistente, distintas etapas de uno de los movimientos sociales más revolucionarios, el que no ha sido leído como tal y que comienza a serlo en este tiempo.

    El cuerpo, en la tradición feminista, ha ocupado un lugar de significación de política sexual, como microcosmos político (Kate Millet), como dimensión performativa del género (Judith Butler), situado como cuerpo propio (el primer cuarto propio de Woolf para la invención de sí, podría decirse), como dominio autónomo. En los 60, la quema de sostenes en que participaron cientos de mujeres de América del Norte quedó en la memoria como un archivo de la negación de estas a ser miradas como objeto sexual y ser parte de un imaginario masculino de tramitación erótica. Se liberaban los pechos al interior de las ropas para escándalo de muchos. En este inolvidable mayo de 2018, en el flacucho país de América del Sur, los pechos se descubren y a torso desnudo las jóvenes desplazan su significado sexualizado o maternizado; se ritualizan políticamente, los pintan con sus consignas, los decoran, nos hacen saber de un arte callejero, de performances donde los rostros individualizados desaparecen tras las capuchas del color morado del feminismo en rebeldías estéticas colectivas que dejarán huella en la memoria social.

    Junto a tales manifestaciones ocurren las performances en que otras jóvenes descubren también partes de su cuerpo mostrando las nalgas de manera festiva, parodiándolas con colas de yeguas. Ejercicios de poder que tensionan la relación de los cuerpos de las mujeres con la significación erótica masculina. Desafían las estudiantes al pavoneo viril, y gritando sus consignas enseñan los dientes asomados por la capucha en artilugios performáticos en contra de una historia, de un drama conocido. La habitual desfachatez de los gestos masculinos de proximidad corporal con las mujeres sin que medie invitación o insinuación, o la seducción sin el cuidado de observar correspondencia, se combaten con la libertad de los cuerpos sustraídos de sus connotaciones sexualizadas en relación a la posesión masculina, insistiendo en el derecho del cuerpo a no ser usado o violentado; cuerpos transgresores que lidian con los límites cristalizados de la hegemonía masculina, de una dominación que se alimenta permanentemente chasqueando la lengua; cuerpos que encarnan la fisura, hacen la grieta, socavan como topos, minan territorios de poder, hacen sus propias guaridas. Las jóvenes sacan los pechos del encuadre masculino como zonas erógenas privilegiadas, provocan sustrayéndolos del sentido de objeto sexual como fragmento pornográfico del cuerpo. Se los hace componentes políticos de una nueva liberación, en la emancipación de los signos del patriarcado machista sexista, despojándoseles al mismo tiempo de su inscripción materna como zonas de amamantamiento, de una maternidad idealizada como pecho mariano nutriente, olvidado de grietas en los pezones y mordiscos de bocas de infantes. Los cuerpos de las mujeres han padecido la dominación masculina, pero actualmente se apropian de un sentido de libertad y reclaman para esa libertad una ética del derecho del cuerpo a su propio dominio.

    Las estudiantes feministas afirman una voluntad de negación, de un decir basta a un sistema patriarcal y abusivo que impide el despliegue de las mujeres, que las ha constreñido a condicionamientos que estrechan sus posibilidades y que derivan en múltiples formas de desbaratamiento y ocultamiento de sus potencias. Que coadyuva en la emergencia de esta explosión, que no toma en cuenta la disuasión de los conflictos y la imposibilidad de romper las barreras.

    El reclamo por la propiedad del cuerpo ha cruzado, de manera insistente, distintas etapas de uno de los movimientos sociales más revolucionarios, el que no ha sido leído como tal y que comienza a serlo en este tiempo.

    El acontecimiento feminista remite a sus raíces, a lo que lo alimentó en el tiempo lento del nutrir bajo inclemencias y adversidades en medio de períodos de mayor benevolencia. Un flujo de activaciones múltiples, de raicillas conectadas de manera subterránea y otras de superficie que ya tuvieron su visibilidad y efectos, ha precedido este particular estallido. Se dijo no en el movimiento Ni una menos; no a la penalización del aborto; no a la violencia y discriminación por diversidad sexual; no a una educación basada en el lucro. La sociedad se hace paulatinamente más autoconsciente de sus andamiajes de exclusión y violencia; sin embargo, los sectores que sustentan el poder político en la toma de decisiones hacen sus negociaciones e instalan nuevos límites a las transformaciones requeridas.

    En el flujo reticular al que referimos más arriba se han dinamizado numerosos colectivos de mujeres feministas: estudiantes y jóvenes con distintos lugares de pertenencia; los colectivos de mujeres lesbianas; los de mujeres jóvenes indígenas; los colectivos mixtos de diversidad sexual; los colectivos trans. Han tomado cuerpo diferentes feminismos, se tensionan generaciones y también diversos modos de concebir el feminismo dentro de la misma nueva generación, experiencia que ha ocurrido otras veces en su historia. La composición de una nueva sensibilidad respecto de la libertad y los derechos deriva en múltiples modalidades de entender y hacer política sexual, y toman forma y son canalizadas distintas maneras de concebirla y de accionar. El feminismo activado por la generación de las jóvenes, expandido en las universidades, en las calles en masivos e intensos encuentros, en las escuelas, contagiando espacios privados y públicos, no tiene una misma partitura homogénea y será preciso conocer y considerar sus distintas armonías y también sus desarmonías internas para comprenderlo en todas sus complejidades.

    Más allá de las distinciones que pudieran hacerse en este movimiento, la generación de estudiantes feministas se ha organizado en función de dos demandas políticas que constituyen los ejes de su embate: en contra de la violencia sexual hacia las mujeres en todas sus manifestaciones (acoso, abuso, violación, ofensa, violencia física, violencia simbólica) y por una educación no sexista (en un cuestionamiento a la institucionalidad fundada en la aceptación de un orden sexista y androcéntrico que en sus cargas simbólicas de género vulnera derechos y restringe posibilidades). Atacan las bases que sostienen y reproducen la cultura machista, patriarcal, la discriminación y la subordinación de quienes se consideran en una posición de minusvaloración. Se propone un cambio en el paisaje social sobre la comprensión de que los cuerpos, la relación de los cuerpos, su manera de simbolizarlos y representarlos, es una clave fundamental, como también la comprensión de que la educación formal, a través de sus instituciones, pone en movimiento procesos de modelamiento cultural de género, impactando no solo la producción y transmisión del conocimiento, sino también las interacciones sociales cotidianas, y por ello la educación ocupa un lugar central.

    Los espacios institucionales en toma han mostrado sus fachadas de sillas apiñadas con las patas hacia afuera, ahora como púas punk feministas, que arman su barrera de entrada a las autoridades, a la espera de la elaboración de petitorios y de negociaciones sobre petitorios. Las estudiantes, conscientes de ser sujetas de una gesta histórica, permanecen y resisten sostenidas en sus convicciones. La decisión democrática de los interpelados de no presionar a la fuerza a las actoras a dejar los espacios tomados y recurrir al diálogo, deja en el desconcierto a los sectores más autoritarios internos y externos, y se constituye en crítica de una supuesta debilidad de la autoridad.

    El feminismo no es visto con muy buenos ojos, aunque para muchos pudiera incluso recuperarse su valor como “transformador cultural”. Se lo tiende a cooptar con el uso indiscriminado del término, asumiéndolo como propio personas de la derecha que se estiman liberales.

    Las universidades son institucionalidades jerarquizadas, de prácticas verticales, de hábitos que tienden a la preservación de la distancia con aquello que pudiera considerarse como contaminante del quehacer académico puesto como centro. Se omite la significancia de las prácticas de interacción cotidiana como componentes de la institucionalidad, se desestiman las relaciones de poder que se ejercen de manera autoritaria, donde ocurre el abuso de poder en las formas de maltrato, indiferencia, acoso y abuso sexual entre sus integrantes.

    Junto a ello, se ha tendido a separar la política de la academia, como si ella requiriera, por sobre todo, de la calma y estabilidad para pensar desde las distintas disciplinas olvidadas de la vida social y de las múltiples interacciones que se producen y que constituyen el contexto de toda producción y transmisión de saber. Las reclamaciones de una educación que no sea sexista y el término de los acosos y abusos de poder que se expresan sexualmente en muchas de las violencias de género constituyen los pilares fundamentales del cuestionamiento a las instituciones escolares y académicas.

    El feminismo no es visto con muy buenos ojos, aunque para muchos pudiera incluso recuperarse su valor como “transformador cultural”. Se lo tiende a cooptar con el uso indiscriminado del término, asumiéndolo como propio personas de la derecha que se estiman liberales, en una suerte de universalización momentánea de su valor transformador. Hacer perder fuerza a una palabra, degradar su capacidad de nominación, son operaciones del antifeminismo que se viste con ropa ajena.

    Las estudiantes feministas han removido la modorra neoliberal que genera el consumismo ligado a la satisfacción de necesidades innecesarias (valga el término contradictorio), han espabilado a muchas personas, concitando la simpatía de sus propuestas. Sin embargo, también surgen detractores hombres y mujeres, y puede percibirse una rabia o molestia contenidas o expresadas sin censura.

    Cierro el texto trayendo nuevamente el cardo a presencia, asociado al nombre de una diosa romana de la salud y el viento, Cardea, Cardinea o Cardo, relacionada asimismo con los goznes de las bisagras de las puertas y también con sus umbrales. Un lugar de paso, para cruzar y superar un límite. Ovidio decía de Cardea que “su poder es abrir lo que está cerrado y cerrar lo que está abierto”. Las feministas jóvenes han sacado de quicio a nuestra sociedad, abriendo una puerta para transitar hacia una cultura donde la violencia física y simbólica emprenda su retirada. Cerrar las heridas, repararlas y abrir un nuevo espacio humano con otros puntos cardinales es asunto de cardos, de cardeas. Un nuevo tiempo ha comenzado a existir… en la discontinuidad de la historia.

     

    Imagen de portada: Pablo Izquierdo.

     

    Este ensayo de la profesora de filosofía y doctora en literatura Olga Grau forma parte del libro Mayo feminista: La rebelión contra el patriarcado, publicado por Lom Ediciones y editado por Faride Zerán. El volumen incluye textos de Diamela Eltit, Nona Fernández, Kemy Oyarzún, Alia Trabucco y Jorge Díaz, entre otros.

  35. Lo raro es vivir

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    Como si se tratara de una secuela, Sistema nervioso prolonga y profundiza varios de los temas expuestos por Lina Meruane en Sangre en el ojo, su obra más lograda. En ambas está presente un tramado familiar en dos tiempos/lugares: el de antes, en el “país del pasado”, donde se encuentra una problemática familia de origen, y el “país del presente” (¿Estados Unidos?), donde la protagonista realiza un doctorado y vive con su pareja. También lo está el tema de la enfermedad, tratado por Meruane tanto en la ficción como en su magnífico ensayo Viajes virales.

    Si en Sangre en el ojo el corte era un motivo que daba forma a la narración permanentemente interrumpida, en Sistema nervioso la escritora inocula, como si se tratara de un cáncer, grupos de palabras, células de significado que van abultando una narración de por sí compleja.

    Ahora se aproxima al tema con nuevas herramientas: el discurso de la física y la medicina atraviesan de manera muy explícita el libro, quizás uno de los más ambiciosos de su autora. Este retrato genealógico es una indagación más profunda sobre la muerte, el caos final. La madre biológica de la protagonista murió en el parto, y una serie de dolencias la han afectado a “Ella” y a sus hermanos, “el Primogénito” y “los Mellizos”, sin que el “Padre” ni su “Madre” postiza, ambos médicos, hayan podido hacer gran cosa. Cuando incluso el Padre es operado de la próstata, la narración revela su eje neurálgico: “Probablemente siempre estemos enfermos y no lo sepamos. Y aunque de niña pensaba que la habían asustado con todas esas historias de lo que podía padecer un cuerpo, solo después ha comprendido que esas historias eran apenas un resumen. Porque lo raro es vivir. Hay tantas cosas que podrían salir mal…”.

    Si en Sangre en el ojo el corte era un motivo que daba forma a la narración permanentemente interrumpida, en Sistema nervioso Meruane inocula, como si se tratara de un cáncer, grupos de palabras, células de significado que van abultando una narración de por sí compleja: “Del cadáver no quedaría ni una astilla ni un gramo de cerebro sudor pelos en el pecho”. Las cursivas son del texto y estas enumeraciones sin comas, de asociaciones libres y también a veces de significantes que fungen como metáforas, están a lo largo de todo el libro. Podrían ser sinapsis nerviosas, pero también quistes, proliferaciones lingüísticas que parecen responder a otro de los hallazgos de la novela: el embarazo, como el cáncer, es también una multiplicación celular. Las palabras aparecen así preñadas o enfermas, según se las quiera ver, porque la narrativa de Meruane nunca se agota en un solo sentido.

    Las abundantes asociaciones que permite este relato sobre la muerte son propias de una narrativa de madurez. Lina Meruane ha elegido los signos enfermos, tanto corporales como sociales, para construir en su última literatura un discurso propio, que enlaza macro y microcosmos. Como en escorzo aborda una gran cantidad de cuestiones relevantes: el problema de los migrantes en Estados Unidos y los asesinatos y la violencia salvaje del cruce fronterizo; los años oscuros de la dictadura chilena, con sus crímenes y desapariciones; el caos y desintegración del planeta; la violencia contra las mujeres, sufrida en carne propia por la protagonista en su juventud; los movimientos sociales en el “país del pasado” y la apatía de la juventud en el país donde vive la protagonista; los equívocos que produce la comunicación virtual, cuando ironiza sobre los fallos de archivo o las lecturas del corrector en WhatsApp. Hay que tener destreza técnica para poder maniobrar con todos estos materiales: a Meruane le sobra. Quizá por eso se excede un poco en esta novela y es algo reiterativa. Aunque su trabajo tiene su punto más alto en Sangre en el ojo y Volverse Palestina, que hacen más concesiones al lector, Sistema nervioso es, sin duda, una de las novelas importantes que se publicaron en 2018 y que, sin duda, hay que leer.

     

    Sistema nervioso, Lina Meruane, Random House Mondadori, 2018, 277 páginas, $14.000.

  36. Arriba de la cuarta ola

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    En 2018 los discursos feministas se propagaron por el mundo, pero como todo proceso histórico, este fenómeno no surgió de la nada ni de un día para otro: desde hace tiempo varias autoras han pensado desde Estados Unidos, América Latina y Europa lo que hoy se conoce como la cuarta ola. Esta es una cartografía de algunas de las voces que están dando forma a los principios feministas del siglo XXI y a los puntos ciegos de un movimiento que, para algunas, sigue atrapado en un capitalismo patriarcal incapaz de imaginar estructuras que erradiquen los estereotipos de género.

    por evelyn erlij

    De un tiempo a esta parte, no es raro encontrarse con mujeres que llevan camisetas con estampados que dicen The future is female o We should all be feminists. Impresas tal cual, sin traducción, esas poleras son la imagen de cómo el capitalismo absorbe los discursos disidentes, pero también valen como el reflejo de la popularidad que ha alcanzado el feminismo. Ya en 2013 existían best sellers sobre el tema: en Feminismo sexy, por ejemplo, la autora de libros sobre cultura pop Jennifer Keishin Armstrong escribía que “las feministas son casi siempre las personas más sexys”, aunque advertía en la portada que este “no es el feminismo de tu madre”, sino “un plan de acción lleno de humor para una rama accesible, cool y sexy del feminismo”.

    Ese mismo año, la megaestrella del pop Beyoncé lanzó el single “Flawless”, que incluía un sampleo de la charla TED “Todos deberíamos ser feministas”, de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie –que luego se transformaría en un best seller por derecho propio–, mientras otras colegas suyas, como Miley Cyrus o Taylor Swift, reclamaban la etiqueta. Ejemplos así hay un montón, pero vale la pena mencionar uno más: en 2011, la escritora inglesa Caitlin Moran se convertía en superventas con Cómo ser mujer, cruce entre autobiografía y diatriba en el que, entre otras cosas, simplificó los pasos para definirse partidaria del movimiento: “¿Tienes vagina? ¿Quieres responsabilizarte de ella? Si en ambos casos has contestado ‘sí’, entonces ¡enhorabuena! Eres feminista”.

    En estos casos se vislumbra uno de los rasgos principales de lo que algunos han llamado la cuarta ola del feminismo: la masificación de un discurso que antes, al menos en la cultura popular, se asociaba a mujeres de izquierda y dueñas de una conciencia política fuerte. Hoy, el rótulo “feminista” parece ser un atributo universal, un sinónimo de empoderamiento que incluso reclaman las mujeres sin un pasado militante. Lejos de entusiasmar en bloque a las partidarias históricas, se ha hecho evidente que hablar de feminismo, en singular, es simplificar un movimiento plural, heterogéneo e históricamente complejo.

    La superficialidad del asunto, dice Crispin, se comprueba cuando se usa la misma métrica del capitalismo patriarcal para evaluar el éxito del feminismo: dinero y poder –cuántas mujeres son CEO en grandes empresas, por ejemplo.

    La divergencia no es nueva. “¿Cómo y cuándo podremos sensibilizar al mundo sobre nuestro movimiento? No creo que la respuesta esté en tratar de rendirnos a un feminismo fácil, popular y de gratificación instantánea”, escribió en 1978 la poeta Adrienne Rich, y ese es el hilo que retoma la ensayista estadounidense Jessa Crispin (1978) en Por qué no soy feminista (2017), uno de los textos más críticos en torno al estallido actual del tema. El manifiesto –cuyo título es una ironía, por cierto– plantea que lo que ahora se llama feminismo es una versión más amigable, en que “el entendimiento político y sociológico de las presiones bajo las que intentan vivir las mujeres es reemplazado por una opción personal”, por una campaña de marketing en la que cualquiera es feminista sin ningún esfuerzo.

    La superficialidad del asunto, dice Crispin, se comprueba cuando se usa la misma métrica del capitalismo patriarcal para evaluar el éxito del feminismo: dinero y poder –cuántas mujeres son CEO en grandes empresas, por ejemplo–, lo que perpetúa un mundo hipermasculinizado en el que las mujeres, en vez de luchar por estructuras sociales más empáticas, se adaptan a los valores del patriarcado. “Lo peor es la tendencia a ver a las mujeres en el poder como inherentemente buenas”, agrega, y menciona a Hillary Clinton, quien como senadora ayudó a suprimir programas de bienestar que perjudicaron a las madres pobres. La disconformidad y la crítica, advierte Crispin, no son parte de este nuevo feminismo universal, una moda enfocada en la opinión y las narrativas personales, un modelo en el que no es necesario cambiar la forma de pensar o de comportarse ni tampoco estudiar la historia intelectual de las mujeres.

    Pero hay quienes ven una oportunidad para crear conciencia. “Juntas y en marea con millones de razones para autobautizarse feministas, las mujeres han roto hoy su histórica soledad de género”, afirmó en el diario Página 12 la escritora argentina María Moreno, una idea que otra autora militante, la francesa Virginie Despentes, también defiende. Su libro Teoría King Kong (2006), que en América Latina circulaba hasta el año pasado como un manifiesto para feministas radicales, hoy es un éxito editorial. “Que Beyoncé use el feminismo me parece una gran noticia, porque no lo necesita para vender millones de discos”, dijo Despentes en Revista Santiago. “Si una mujer lo hubiera hecho hace 10 años estaría muerta para el business. Algo ha pasado que antes no era posible. Y me parece muy bien que ponga el concepto en el cerebro de las niñas”.

    Romper el silencio

    Los choques de posturas entre quienes están pensando el feminismo no solo están lejos de ser un fenómeno nuevo –es cosa de pensar en las feministas pro y anti pornografía de los años 70, por citar un ejemplo–, sino que según la teórica estadounidense Judith Butler también son necesarios: “Creo que tiene mérito que el feminismo haya logrado mantener los valores democráticos en un movimiento que defiende interpretaciones contradictorias”, asegura en Deshacer el género (2004). De hecho, la pluralidad de voces es otro de los ejes del feminismo contemporáneo, de acuerdo con la académica británica Alison Phipps, quien en The Politics of The Body (2014) afirma que, a pesar de su popularidad, el feminismo nunca había operado en un medio cultural y político tan complejo ni había vivido una turbulencia interna tan fuerte como la actual.

    La imagen de una supuesta unidad se sustenta en el fenómeno mundial que comenzó tras la campaña #MeToo, en la que millones de mujeres compartieron por las redes sociales experiencias de acoso y abuso sexual. Mucho del feminismo actual, dice Crispin, se construye sobre una “toma de conciencia” que permitió narrar episodios de misoginia, pero esa perspectiva confesional y autorreferente, arraigada en hechos del pasado, afirma, no implica pensar el futuro con la misma mirada crítica.

    “Que Beyoncé use el feminismo me parece una gran noticia, porque no lo necesita para vender millones de discos”, dijo Despentes en Revista Santiago. “Si una mujer lo hubiera hecho hace 10 años estaría muerta para el business. Algo ha pasado que antes no era posible. Y me parece muy bien que ponga el concepto en el cerebro de las niñas”.

    El movimiento #MeToo, no obstante, visibilizó un problema cultural sobre el que ha puesto el foco la historiadora inglesa Mary Beard, autora de Mujeres y poder: Un manifiesto (2017), libro en el que muestra cómo el mundo griego y romano echa luces sobre lo que ocurre hoy: “En lo relativo a silenciar a las mujeres, la cultura occidental lleva miles de años de práctica”, apunta Beard. Especialista en estudios clásicos, la historiadora sitúa el origen de esta costumbre patriarcal en el principio mismo de la tradición literaria de Occidente, cuando en La Odisea Telémaco hace callar en público a su madre, Penélope. A través de mitos griegos o textos de Aristófanes u Ovidio, traza el origen de la relación compleja entre la voz de las mujeres y la esfera pública. De ahí nace el término mansplaining (fusión entre man y explaining) propuesto por Rebecca Solnit en el popular ensayo Los hombres me explican cosas (2014).

    “Aquellas mujeres que como Isabel I en Tilbury, consiguen hacerse oír, a menudo adoptan una versión de la vía ‘andrógina’”, escribe Beard, y cita ejemplos como la reeducación de la voz a la que se sometió Margaret Thatcher, cuyo tono agudo no inspiraba autoridad, o los pantalones que usa Angela Merkel: “No tenemos ningún modelo del aspecto que ofrece una mujer poderosa, salvo que se parece más bien a un hombre”, dice. El tema que aborda la historiadora es esencial, ya que las protestas feministas en países como Polonia, Argentina, Chile o Corea del Sur no tienen que ver solo con romper el silencio, sino también con darle a la voz femenina una fuerza política.

    “La contribución más importante del #MeToo es que un público más amplio asumió la existencia sistémica y generalizada de una conducta sexual coercitiva contra las mujeres”, aseguró Butler en el diario L’Humanité, donde afirmó que los esfuerzos por histerizar a las mujeres que hablan y denuncian acosos ya no son plausibles. Lo demostró el movimiento Ni una menos, surgido en 2015 en Argentina y con réplicas en toda América Latina: además de poner énfasis en la violencia machista, evidenció un despertar político femenino sin precedentes.

    La política del cuerpo

    Con el libro Chicas muertas (2014), sobre tres asesinatos no resueltos de mujeres jóvenes en Argentina, la escritora Selva Almada anunció desde la literatura la lucha que abrazarían los feminismos latinoamericanos: el del cuerpo como un lugar político. De la denuncia contra la violencia de género se pasó al aborto y al derecho de decidir sobre el cuerpo, como se lee en Contra los hijos (2014), la diatriba en que la escritora chilena Lina Meruane denuncia la persistencia de una “máquina de procreación” que obliga a las mujeres a ser madres. “A cada logro feminista ha seguido un retroceso, a cada golpe femenino un contragolpe social destinado a domar los impulsos centrífugos de la dominación”, escribe.

    Meruane cuestiona lo que sería un feminismo new age que celebra la erradicación de las pastillas anticonceptivas, el parto sin anestesia, el pañal de tela y una serie de mecanismos a través de los que, desde su opinión, se ha vuelto a esclavizar a las mujeres. Es probable que en América Latina falten todavía libros como este, en los que se articulen discursos críticos fuera del ámbito académico, pero para María Moreno esto responde a una suerte de perplejidad: “Hay en este feminismo una radicalidad que todavía no podemos leer en su alcance y dimensión”, dijo en una entrevista reciente, donde daba a entender que el movimiento latinoamericano está más articulado con la política específica que con la teoría.

    “Aquellas mujeres que como Isabel I en Tilbury, consiguen hacerse oír, a menudo adoptan una versión de la vía ‘andrógina’”, escribe Beard, y cita ejemplos como la reeducación de la voz a la que se sometió Margaret Thatcher, cuyo tono agudo no inspiraba autoridad, o los pantalones que usa Angela Merkel.

    De eso se quejó la escritora mexicana Valeria Luiselli en El País: “Todas las mujeres brillantes que conozco han tenido que remplazar el libre ejercicio del pensamiento complejo por el aburrido derecho a salir a la calle con cartulinas”, escribió en una columna controvertida de 2017, en la que criticaba también el reciclaje de “conceptos ochenteros” como “interseccionalidad”, en referencia al cruce de categorías que forjan las identidades sociales, como el género, la clase y la raza. Ese aspecto, sin embargo, es esencial para varias de las autoras que están pensando el movimiento desde fuera de lo que Crispin llama el feminismo blanco, profesado por mujeres blancas de clase media, rostros principales del feminismo mainstream.

    Una de ellas es la ensayista estadounidense de origen haitiano Roxane Gay (1974), que en Mala feminista (2014) desmantela los arquetipos culturales en torno a la femineidad. Arremete contra el rótulo “ficción femenina” que varias editoriales explotan hoy y critica el racismo de series como Girls o del mencionado libro Cómo ser mujer, de Caitlin Moran. “Los chistes sobre violación están hechos para recordarles a las mujeres que todavía no son iguales. De la misma forma en que sus cuerpos y libertades reproductivas están abiertas a la legislación y al discurso público, también lo están sus otros asuntos”, escribe la autora, que en su último ensayo, Hambre (2018), cuenta “cómo es vivir en un mundo que intenta disciplinar los cuerpos rebeldes”: Gay fue violada en grupo y el trauma la llevó a deformar su cuerpo hasta pesar 261 kilos.

    Lo personal es político

    Ser una mala feminista hoy –es decir, una feminista que incomoda– es ir más allá de las demandas por una igualdad legal o salarial; es imaginar nuevas estructuras que erradiquen los estereotipos y roles de género. La socióloga franco-israelí Eva Illouz lleva años escribiendo sobre el modo en que las construcciones en torno a los sentimientos y el amor romántico acentúan las asimetrías entre hombres y mujeres al interior del capitalismo, un sistema en el que la racionalidad y el coraje siguen entendiéndose como valores masculinos, mientras que la emotividad, amabilidad, compasión y alegría serían los valores femeninos. “La jerarquía social que producen las divisiones de género contiene divisiones emocionales implícitas, sin las cuales hombres y mujeres no reproducirían sus roles e identidades”, escribe Illouz.

    Ella es de las autoras que piensa que el caso Weinstein hizo emerger “una conciencia de clase a escala mundial” en la que, más allá de la nación o clase social, “existe una condición común de la mujer”, una idea que Butler rebate: las mujeres no son “el nuevo proletariado”, porque no se puede pensar en ellas sin considerar categorías como clase o raza. Es una de las tesis de su último trabajo, Cuerpos aliados y lucha política (2015): pensar “en alianza” –crear lazos entre ciertas minorías o poblaciones “consideradas desechables”, en sus propias palabras– es la única forma de alcanzar una democracia más radical.

    Illouz también analiza los lazos entre el feminismo mainstream y la retórica de la autoayuda, esa que promueve el “empoderamiento” femenino que reemplazaría el contenido político y colectivo del movimiento por una autoconciencia narcisista. Jessa Crispin hace la misma crítica: “El feminismo se convierte en otro sistema de autoayuda, otra voz diciéndoles a las mujeres que deben tener mejores orgasmos, hacer más dinero, aumentar su felicidad diaria, tener más poder en la casa y en el trabajo”, escribe. Illouz lo llama una “forma de falsa conciencia” que traduce problemas políticos colectivos en prédicas psicológicas individuales, lo que impediría cambios estructurales.

    Ser una mala feminista hoy –es decir, una feminista que incomoda– es ir más allá de las demandas por una igualdad legal o salarial; es imaginar nuevas estructuras que erradiquen los estereotipos y roles de género.

    Eso no significa que el feminismo no pueda abordarse desde el yo, como lo prueba una parte importante de la literatura actual escrita en primera persona –es el caso de Meruane, Gay, Crispin o Solnit–, paradoja que tal vez puede explicarse gracias a una cita de 1981 de la socióloga chilena Julieta Kirkwood: “(el feminismo), a través de su negativa a dejar fuera de la preocupación social los problemas individuales y personales, dejará puesta en la conciencia social y colectiva su descubierta verdad: ‘lo personal es político’”.

    Y es en esa dimensión individual, y por lo mismo plural, donde yace el gran obstáculo de los discursos que promueven un feminismo universal: todas deberíamos ser feministas, ¿pero de qué feminismo estamos hablando?

    Una de las críticas que se escucha hoy tiene que ver con la aparente intolerancia a la divergencia. “Esta es la forma en que se maneja la disidencia en los reinos feministas: una opinión o argumento contrario es un ataque”, reclama Crispin. “Estamos sumergidos otra vez en un caos ético en el que la intolerancia se disfraza de tolerancia y la libertad individual es aplastada por la tiranía del grupo”, apunta en Free Women, Free Men (2017) la académica y crítica cultural Camille Paglia, una de las pensadoras feministas más punzantes de las últimas décadas.

    “Un feminismo iluminado (…) solo puede ser construido sobre la base de una alianza cautelosa entre mujeres fuertes y hombres fuertes”, asegura, pero más allá de su propuesta, lo esencial, dice, no es llegar a un consenso, sino asumir que la falta de unidad ha sido un factor común de los movimientos feministas históricos, como lo explica la académica británica Nicola Rivers en Postfeminism(s) and the Arrival of the Fourth Wave (2017): “La noción de un pasado feminista consolidado y coherente en que las mujeres estaban unidas por metas universales es, en el mejor de los casos, una visión romántica, y en el peor, una herramienta para minar el feminismo contemporáneo o para silenciar a las que alzan la voz contra una visión mayoritaria”.

    El miedo actual a la discordia es también desconocer el pasado conflictivo de los feminismos, llenos de contradicciones y discursos paralelos, pero son esas tensiones –y la resistencia a resolverlas, según Butler– las que han hecho avanzar el movimiento. En eso Paglia es implacable: “Necesitamos más disidencia y menos dogma”.

     

    Las mujeres que lideran el debate

     

    Mary Beard — Reino Unido, 1955

     

     

    Esta académica de estudios clásicos en Cambridge es, para The Guardian, la intelectual pública más popular del Reino Unido. La mayoría de sus libros aborda las civilizaciones griegas y romanas, pero con la publicación del manifiesto Mujeres y poder (2017) se convirtió en una de las autoras feministas más leídas. Allí traza una historia de la misoginia desde el mundo clásico hasta hoy, y critica la incapacidad de redefinir el poder a partir de un patrón que no sea masculino. Se interesó en el feminismo cuando, durante sus estudios universitarios, constató el sexismo que imperaba en la academia. Sus mayores influencias teóricas fueron Germaine Greer (La mujer eunuco, 1970) y Kate Millet (Política sexual, 1970).

     

    Catherine Millet — Francia, 1948

     

     

    Esta crítica de arte francesa escribió La vida sexual de Catherine M. (2001), un libro que vendió más de tres millones de copias y en el que relató en detalle su extenso historial sexual, desde encuentros anónimos hasta orgías. El texto se convirtió en un hito dentro de la tradición feminista que defiende la libertad sexual de la mujer, pero desde que en enero de 2018 apareció firmando el “Manifiesto de 100 artistas e intelectuales francesas contra el puritanismo”, se convirtió en una de las principales disidentes del movimiento #MeToo. “La violación es un crimen. Pero el flirteo insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista”, se leía en el texto.

     

    Virginie Despentes — Francia, 1969

     

     

    Después de escandalizar con la novela Fóllame (1998), Despentes publicó el ensayo Teoría King Kong (2007), en el que afirmó: “Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica”. El libro es una crítica a la cultura del miedo en el que se cría a las mujeres y propone un desacato a las performances de género imperantes: una mujer puede ser violenta, pornográfica, fría. La reedición de su ensayo coincidió con la explosión del feminismo: durante años, Teoría King Kong circuló en versiones piratas como un libro de culto.

     

    María Moreno — Argentina, 1947

     

     

    Cuando fundó la revista Alfonsina, en 1983, Moreno hizo firmar a Rodolfo Fogwill, Martín Caparrós, Eduardo Grüner y Alberto Laiseca con nombres de mujer. “Me interesaba separar el género de los cuerpos biológicos. Fue una especie de experiencia de vanguardia donde comprobé que el cambio de nombre les permitía a ciertos varones encarnar reivindicaciones feministas”, dijo esta periodista y crítica cultural, autora de El fin del sexo y otras mentiras (2002), Black out (2016) y Panfleto: Erótica y feminismo (2018). Se ha dedicado a desarticular estereotipos femeninos abordando temas como el alcoholismo, la sexualidad y lo trans (“Diría que soy trans, tengo problemas con la identidad”, afirmó).

     

    Roxane Gay — Estados Unidos, 1974

     

     

    Ya en 1978 Adrienne Rich reclamaba que el obstáculo cultural más serio para las escritoras feministas es que sus trabajos son recibidos como si el feminismo no tuviera un pasado. Desde esa perspectiva, la mirada de Roxane Gay viene de la tradición de otras feministas predecesoras que, como Angela Davis o bell hooks, pensaron el feminismo desde su posición de mujeres afrodescendientes insertas en sociedades mayoritariamente blancas. En Mala feminista, Gay –ensayista, columnista del New York Times y académica– centra parte de su análisis en la llamada “cultura de la violación” y en la reproducción de estereotipos femeninos en medios, reality shows y series como Orange Is the New Black.

     

    Eva Illouz — Marruecos, 1961

     

     

    De nacionalidad franco-israelí y directora de Estudios de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, fue elegida una de las 12 intelectuales más influyentes del mundo por la revista alemana Die Zeit. Su trabajo se enfoca sobre el modo en que la afectividad, las emociones y el amor interactúan con el capitalismo. Su aproximación entrega luces para entender el papel de la mujer al interior del mercado, la familia y la cultura popular. Varios de sus libros se encuentran traducidos al español: Intimidades congeladas (2007), El consumo de la utopía romántica (2009), La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (2010) y Por qué duele el amor (2012).

  37. Chile, país de raperos

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    Este año se cumplieron 30 años desde que De Kiruza le diera el puntapié inicial al rap nacional con su tema “Algo está pasando”. Después vinieron Los Panteras Negras, La Pozze Latina, Makiza, Tiro de Gracia, Movimiento Original y muchos otros que hablan “del Chile común y corriente”, como dice una canción de Portavoz. Además de música, el rap entrega varias claves para entender los conflictos más agudos de la sociedad chilena.

    por jorge leiva

    El primer año de la historia del rap chileno es 1988, cuando apareció “Algo está pasando”. La canción era parte del primer cassette de un grupo que no era estrictamente de rap, De Kiruza, y que había nacido un año antes, integrando ritmos afrolatinos con temáticas políticas y tercermundistas. De Kiruza se presentaba en poblaciones, en universidades y en actos contra la dictadura, y sus canciones hablaban de un niño en un barrio pobre de Sudáfrica, de un vendedor de dólares en el Paseo Ahumada o de un vecino de la población que se volvía agente de seguridad de la dictadura.

    Esta última es la historia que contaba “Algo está pasando”. La grabaron como rap porque Pedro Foncea –que la compuso junto a José Luis Araya– dice que salió así en forma “natural”. La letra es la voz de un amigo de la infancia que le habla (y acusa) al flamante agente: “Puta que hai cambiado / De ese tiempo / Solo hablar contigo resulta un tormento / Tienes pelo corto y un radio transmisor / ¿por qué hasta el padre Enrique te saluda con temor?”.

    Ese 1988 el rap recién se estaba dando a conocer en el mundo. Diez años antes había nacido en el barrio del Bronx de Nueva York con una fórmula muy simple: voces más recitadas que cantadas, sobre una base que en esos primeros años era sobre todo música funk.

    La primera rama que llegó a Chile fue el breakdance y, curiosamente, fue a través de la televisión. En 1984, en el programa Sábado Gigante, se creó una sección con dos bailarines portorriqueños, Pavón y Clemente, que mostraban coreografías de breakdance con bases musicales que no siempre provenían del hip hop.

    Medio siglo después, es una historia que se sigue escribiendo. Dicen que uno de sus significados es “Rythm and Poetry” (ritmo y poesía).

    En América Latina se conoció en los años 80 por su baile, el breakdance, y en los 90 los músicos comenzaron a hacer sus propios rap. En México, en Colombia, en Argentina. Chile se adelantó un poco con “Algo está pasando”, pero es también en los 90 cuando los raperos se multiplicaron.

    Hoy hay rap en toda América Latina y también en Corea, en Rusia, en Senegal o en Egipto. Ya la RAE lo integró al diccionario: “Estilo musical de origen afroamericano en que, con un ritmo sincopado, la letra, de carácter provocador, es más recitada que cantada”. Y en una entrevista a La Tercera, Noel Gallagher, rockero británico que en los 90 reivindicó las guitarras y el rock de los 60 con Oasis, lo resumió crudamente, en sus habituales códigos: “El rock como lo conocíamos ya no existe. Lo que predomina es el maldito hip hop”.

    Cuatro ramas

    El hip hop es el nombre de “la cultura” de la cual el rap es su lado lírico. A él se suman tres dimensiones: el oficio del DJ, que pone y juega con los discos como base musical, el breakdance, su baile, y los rayados callejeros, conocidos como grafittis. Esas cuatro ramas, como ellos las denominan, conforman el hip hop.

    La primera rama que llegó a Chile fue el breakdance y, curiosamente, fue a través de la televisión. En 1984, en el programa Sábado Gigante, se creó una sección con dos bailarines portorriqueños, Pavón y Clemente, que mostraban coreografías de breakdance con bases musicales que no siempre provenían del hip hop. De hecho, la más clásica era “Blue Monday”, una canción de New Order. La emisión de la película Beat street en TVN en 1986 extendió la singular moda, que hacia fines de ese año tuvo su núcleo en el centro de Santiago: cada tarde de sábado, la calle Bombero Ossa se convirtió en el punto de reunión de bailarines de breakdance.

    “Primero nos empezamos a juntar para competir, y después empezó a llegar gente de todos lados”, dice Claudio Flores, pionero del hip hop en Chile. Bailarín y monitor de talleres de rap hasta hoy, que cuenta toda esa historia en el documental de 17 minutos Algo está pasando, que dirigió Tomás Alzamora para abrir la celebración de los 30 años del rap el pasado 26 de octubre, y que hoy se puede ver en YouTube.

    Ese reciente trabajo cita con recurrencia el primer registro audiovisual de esta escena: el documental de 26 minutos Estrellas de la esquina, que Rodrigo Moreno realizó para la primera edición del año 1989 del noticiero Teleanálisis, que editaba la revista Análisis y se distribuía por VHS. Allí los protagonistas son un grupo de “breakers” de la población Huamachuco de Renca, que en poco tiempo se convertirían en Los Panteras Negras.

     

     

    A mediados de 1989 el lugar de reunión de los bailarines cambió de Bombero Ossa al Paseo San Agustín, y avanzados los 90 al Parque Forestal. A veces eran varios cientos, pero no solo bailarines, sino que también raperos, que intercambiaban cassettes y desarrollaban duelos verbales improvisados, lo que en esa cultura se llama free style. Todo fuera de medios masivos, de marcas comerciales o de sellos discográficos. Por circuitos propios, en lo que es un sello en toda la historia del rap chileno.

    Ha habido hitos masivos, por supuesto, y hay varios rap dentro de cualquier lista de las grandes canciones de la música chilena. Entre muchos otros: “Con el color de mi aliento” de la Pozze Latina (1993), “El juego verdadero” de Tiro de Gracia (1997), “La rosa de los vientos” de Makiza (2001), “El otro Chile” de Portavoz (2011) o “Natural” de Movimiento Original (2012). Pero, en general, esta historia ha transcurrido en sus propios espacios que, con la masificación de Internet y de las herramientas de grabación, se consolidaron en los 2000. En Internet, sin exagerar, están prácticamente todos los discos y todos los videos. También hay revistas, programas de radio, sitios webs, sellos discográficos, productoras, tiendas de ropa, colectivos… Como pocos géneros musicales, el hip hop está sumergido en la sociedad chilena.

    La historia no escrita

    “Yo percibo cuatro momentos de la música rap”, dice Sonido Ácido, seudónimo de Osvaldo Espinoza, rapero de 36 años, alguna vez parte de Makiza, y productor general de la celebración de los 30 años del rap en el teatro Caupolicán. “Tras los pioneros, viene una llamada época de oro, que es cuando se masifica el rap, con nombres como Tiro de Gracia o Makiza. Después se quiebra la industria, y nacen los independientes, músicos que sin apoyo de nadie abrieron sus espacios y rescataron todo lo anterior. Son aguerridos y hay muchos: Bubaseta, Jonas Sanche, Chyste MC, Portavoz, Liricistas… Y hoy hay una cuarta generación, que está buscando y fusionando sonidos, y donde también está el trap. Drefquila, Gianluca, Catana, NFX, Ceaese…”.

    También hay raperos chilenos viviendo en el extranjero, como los hermanos Venegas, que viven en el Bronx con su dúo Rebel Díaz. O el colectivo The Salazar Brothers, que produce a raperos en Suecia. Y está el enorme peso internacional de Ana Tijoux.

    Con esos criterios, Sonido Ácido armó la parrilla de la celebración del 26 de octubre. Un show de cuatro horas impecable. Tuvo bailarines en escena, y reunió a más de 60 músicos, donde, por supuesto, hubo varios ausentes. “Claramente algunos faltaron, pero luego se pueden celebrar nuevos aniversarios y la parrilla de artistas sería otra. Yo no estoy seguro si los jóvenes conocen las canciones de los grupos mayores, pero todos saben que hay una historia”, dice Sonido Ácido.

    Esa historia casi no está escrita. Hay apenas dos o tres libros relacionados con el tema. Reyes de la jungla (2014), donde el rapero Lalo Meneses cuenta su propia vida y la de su grupo Panteras Negras. Cristián Araus –el rapero Profeta Marginal– autoeditó el 2017 el libro Metodologías libertarias, donde propone dinámicas de educación popular a partir del hip hop. Del mensaje a la acción. Construyendo el movimiento hip-hop en Chile (1984-2004 y más allá) es una tesis del 2011, de Pedro Poch, que está publicada digitalmente. Y este 2018 se editó 100 rimas de rap chileno, una valiosa antología lírica hecha por Freddy Olguín –el rapero de pseudónimo Gen– donde reúne varios versos de rap y hace un lúcido análisis de la historia del movimiento.

    También hay historias contundentes y valiosas en portales de rap como La Celda de Bob o Imperioh2.cl. Y en YouTube se pueden encontrar documentales hechos por los mismos raperos, junto a programas de televisión que han retratado distintos momentos de su historia (Canción Nacional, Cassette y Gran Avenida, entre otros). También reportajes, que a veces también revelan lo poco que en los medios más masivos se comprende la cultura hip hop.

    Lo vasto

    Arte Elegante es una muestra precisa de lo profundo que puede llegar a estar sumergido el rap en la sociedad chilena. Él es un rapero de 36 años, su nombre es Roberto Herrera y, como dice en sus propias biografías y canciones, pasó varios años en la cárcel y la religión y el rap le cambiaron la vida. Hoy es un rapero respetado, que dicta talleres en centros de reclusión y tiene una discografía de más de 20 discos, que son todavía más si se cuentan los que ha editado con los alumnos de sus talleres.

    “Vengo del hampa / Sobreviví en el hampa / Y allá en el hampa / Encontré la lámpara”, dice en su canción “La lámpara”, de 2018. Él es parte del vasto universo del rap chileno que este 2018 cumplió 30 años. Hordatoj lo dijo en escena durante el recital de octubre: “Esto antes no era así, el rap era en multicanchas y en pequeños lugares. Se ha hecho grande gracias a todos nosotros y ustedes que nos han seguido”.

    Hordatoj (Eduardo Herrera) es un rapero de 35 años de San Joaquín, productor y compositor, que pasa parte del año en Los Angeles, California, tocando y produciendo con raperos de la Costa Oeste. Su relevancia internacional no es única. Portavoz estuvo hace poco en una gira por Ecuador. NFX estuvo en Europa, Cevladé tuvo varias presentaciones en México y Bubaseta en Canadá.

     

     

    También hay raperos chilenos viviendo en el extranjero, como los hermanos Venegas, que viven en el Bronx con su dúo Rebel Díaz. O el colectivo The Salazar Brothers, que produce a raperos en Suecia. Y está el enorme peso internacional de Ana Tijoux, cuya canción “1977” (del 2009) tuvo una inusitada difusión (aparece en un episodio de la serie Breaking Bad) y que regularmente se presenta en Europa y Estados Unidos. “Ana Tijoux no es una referencia para las raperas mujeres”, dice Isa Deyabu, del dúo Deyas Klan. “Ella es una referencia para cualquiera que haga música en Chile”.

    Desde ahí la escena es enorme, diversa, abundante y hay miles de canciones de rap circulando en Internet. Hablan del oficio del rapero, de la vida en las poblaciones, del Chile de hoy. Hay contenidos feministas (Sita Zoe, Catana, Deyas Klan, Allel), canciones que usan el humor (Lechero Mon, Marfil), algunas con temáticas políticas (Portavoz, Profeta Marginal, Guerrillero Kulto, Panteras Negras), canciones de amor (Matiah Chinasky, Hordatoj), referencias a la literatura (Cevladé), problemáticas existenciales (Jonas Sanche, Movimiento Original), cruces con otros estilos musicales (Bronko Yotte), temática mapuche (Luanko).

    El paisaje es vasto e inabarcable. Cientos de canciones. Conciertos todas las semanas en el Club Subterráneo de Providencia, en el Pub La Rocca de Coquimbo, en la Sala 9 de Temuco… O en una multicancha en Puente Alto. O en el gimnasio de San Pedro de Atacama.

    Hay diferencias al interior de la escena, no cabe duda. Canciones que se han hecho unos contra otros, e historias más complicadas. El que se proponga conocer el hip hop puede, de paso, descubir varias claves de la sociedad chilena. “Vengo del Chile común y corriente / Ese que no sale en comerciales de TV / Donde los grifos se abren / Porque aquí el sol sí arde / Cuidado con quemarte con este mensaje”, canta Portavoz en “El otro Chile”. Es allí justamente donde se está desarrollando la historia chilena del rap.

     

    Fotografía de portada: Los Panteras Negras.

  38. Encuentra en librerías y quioscos el sexto número de Revista Santiago

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    En esta edición:

     

    Personaje La mirada microscópica de Diamela Eltit, por Álvaro Matus

    Arriba de la cuarta ola, por Evelyn Erlij

    Un cardo en la mano, por Olga Grau

    El deseo en disputa, por Constanza Michelson

    El enemigo de las mujeres, por Rafael Gumucio

    Del aborto, por Natalia Ginzburg

    Lagunas mentales Villa delirium, por Manuel Vicuña

    En torno al privilegio y el mérito, por Óscar Contardo

    Peter Sloterdijk, el centauro provocador, por Patricio Tapia

    Los abismos de la Teoría Crítica, por Andrea Kottow

    La izquierda extraviada, por Daniel Mansuy

    El default americano, por Leonidas Montes

    El peligroso señor Peterson, por Marcelo Somarriva

     

    TRES MIRADAS A MARX

    Karl Marx como voluntad y representación, por Juan Rodríguez M.

    La fortuna póstuma de Marx, por Ernesto Ottone

    Clases sociales: la vigencia de una noción política, por Giorgio Boccardo

     

    Jakob von Gunten, por Alejandro Zambra

    Contra la lectura “lápiz en mano”, por Andrés Anwandter

    Relecturas Saltará la liebre y tendrá tus ojos, por Martín Hopenhayn

    Metamorfosis, muerte y escritura: Canetti en Zúrich, por Hernán Ronsino

    Sam Shepard, el observador observado, por Felipe Edwards del Río

    Osho: sexo, capital y espiritualidad, por Roka Valbuena

    László Krasznahorkai resiste, por Pedro B. Rey

    Voces y lecturas Rem Koolhaas y la basura, por Matías Rivas

    Pablo Neruda, Leonard Woolf y los espantosos ingleses, por Sebastián Edwards

    Vidas paralelas Miles Davis y John Coltrane después de los pájaros, por Federico Galende

    Hacia la realidad: Adán y Eva revisitados, por Cristóbal Carrasco

    Historia material de los libros El libro que Pinochet nunca quiso entregar, por Gonzalo Peralta

     

    CRÍTICAS DE LIBROS, CINE Y CIUDAD

    El regreso liberal de Mark Lilla, por Héctor Soto

    Sistema nervioso de Lina Meruane, por Lorena Amaro

    Diarios completos de Sylvia Plath, por Rodrigo Olavarría

    Los fantasmas de mi vida de Mark Fisher, por Daniel Hopenhayn

    Nicanor Parra, rey y mendigo de Rafael Gumucio, por Roberto Careaga

    The Staircase de Jean-Xavier de Lestrade, por Pablo Riquelme

    El mar de Santiago, por Iván Poduje

     

    Turismo accidental Efecto invernadero, por Matías Celedón

     

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  39. John Stuart Mill y las ideas de los otros

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    En su ensayo John Stuart Mill. Un disidente liberal, Agustín Squella se ocupa de un personaje casi inabarcable, que heredó de su padre y de su siglo la misión de reformar el mundo a través de las ideas y no le temió a la magnitud de la empresa. John S. Mill (1806-1873), nota imprescindible del liberalismo inglés, economista criticado por Marx y por Hayek, filósofo ateo pero en ningún caso escéptico, fue además un entrañable temperamento decimonónico, cualidad que algunos liberales contemporáneos cuentan entre las causas de su ingenuidad, y Squella, de su vigencia.

    por daniel hopenhayn

    A Agustín Squella, en este caso, le cuesta separar obra de autor. Presenta su libro como un “reportaje” que oscila entre las ideas de John S. Mill y su biografía, y el mayor acierto del libro, de hecho, es la naturalidad con que ambas dimensiones se superponen: la concepción de Mill sobre la libertad y la estricta formación que recibió de su padre; su adelantado feminismo y la particular pareja que formaba con Harriet, su mujer, tan culta y enfermiza como él; su agotadora ética del trabajo (“Ya sabemos que he hecho mi labor”, dicen que fueron sus últimas palabras), y su apología del placer y la felicidad como los fines en torno a los cuales habría que organizar el mundo.

    Es conocida la doble afición de Squella a las grandes preguntas y a los asuntos mundanos, así como la prosa digresiva que vuelve a patentar en este ensayo. Pero la imbricación de vida y obra responde aquí a una tesis concreta, que nunca deja de guiar al autor: el pensamiento de Mill, su estilo de razonamiento, fue el resultado de un modelo de conducta –o de una utopía de la convivencia− cuya aplicación al campo intelectual consistía en someter toda convicción a las razones de la contraparte. No para consensuar una postura intermedia, sino para completar la propia con esa pieza del puzzle que siempre está en manos del otro. Esta sana costumbre, afirma Squella, hizo de Mill un maestro en aquello que F. Scott Fitzgerald consideraba la prueba de una inteligencia superior: mantener en la cabeza dos ideas opuestas sin perder la capacidad de funcionar.

    El liberalismo de Mill fue la consecuencia de su aversión a la uniformidad. Las sociedades homogéneas, observó, engendran conformismo y estancamiento. Progresan, en cambio, aquellas donde “una gran variedad de tipos de carácter” gozan de la libertad necesaria para que “la naturaleza humana se expanda en innumerables, opuestas direcciones”. Por lo mismo, rechazó los consensos sociales basados en la supresión de los antagonismos (“la existencia de fuerzas conflictivas es saludable, fecunda”) y alertó sobre los peligros de “la opinión colectiva”, capaz de ejercer “una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas”. Tenaz polemista, Mill hizo una sola concesión a la corrección política: en su calidad de candidato al parlamento por el Partido Liberal, negó prudentemente su ateísmo.

    De padres abnegados pero incapaces de expresar afecto, Mill no fue al colegio y apenas trató con niños de su edad. Su educación, “completamente desmedida en su pretensión de resultados”, al decir de Squella, corrió por cuenta de James Mill, su padre, también un destacado pensador liberal. A los siete años, el pequeño John Stuart leía sin problemas en griego y latín. Creció rodeado de libros (pocas novelas y casi nada de poesía, eso lo buscaría después) y de las lumbreras que frecuentaban su casa, como Andrés Bello, David Ricardo o Jeremy Bentham, su padrino y mentor intelectual.

    En ese ambiente forjó la vocación que le indicó su destino: ser un reformador del mundo. También, su apego de “laico puritano” a las virtudes del humanismo: justicia, fortaleza ante la adversidad, valoración del bien común. Lo exasperaban los espíritus resignados, pero más aún los embrutecidos, razón de su desdén por la sociedad londinense; puesto a elegir, prefería a los franceses. “Mill fue un buen tipo –escribe Squella−, un buen tipo de persona, de aquellas en las que se puede confiar. Un sujeto caluroso, recto, sereno, elevado”. Y, como nadie es perfecto, “con un toque de institutriz en decadencia”.

    El pensamiento de Mill fue el resultado de un modelo de conducta –o de una utopía de la convivencia− cuya aplicación al campo intelectual consistía en someter toda convicción a las razones de la contraparte. No para consensuar una postura intermedia, sino para completar la propia con esa pieza del puzzle que siempre está en manos del otro.

    Su concepción del utilitarismo, la doctrina que profesó, distaba de esa fijación por el rendimiento que hoy entendemos por pensamiento utilitario. Se trataba, en simple, de que la sociedad promoviera aquello que puede producir felicidad en el mayor número de personas, sin subordinar ese objetivo a premisas metafísicas. Cada quien sabrá cómo construye su felicidad: lo que cabe socializar es la capacidad de construirla. Que cada vez sean menos los que nacen con su destino escrito en la frente.

    Y aquí es donde el liberal Mill, testigo de la miseria en que malviven las nuevas masas proletarias, entiende que expandir la autonomía individual impone ciertos deberes colectivos. Criticó a los socialistas esperanzados en que “del caos surgiese un cosmos mejor”, pero se negó a despreciar sus argumentos y defendió en el parlamento, entre otras cosas, el derecho a formar sindicatos. Para Marx, fue un liberal burgués que alumbró un falso camino; para Hayek, un amigo de la intervención estatal. Para Squella, un precursor del liberalsocialismo que postularía Norberto Bobbio en el siglo XX.

    Aun cuando Isaiah Berlin, prologando Sobre la libertad, el texto capital de Mill, aseguró que su obra “es todavía la exposición más clara, simple, persuasiva y conmovedora” de una sociedad tolerante, la posteridad le ha reprochado a Mill la candidez de quien se obstinó en reconciliar lo irreconciliable. “No habría escrito este libro si no estuviera convencido de su vigencia”, se cuadra Squella, habitual animador de los debates en torno a la crisis de identidad del liberalismo. Y en efecto, numerosas advertencias de Mill parecen dialogar con esta crisis. Por ejemplo, que el concepto de propiedad necesita verse legitimado por una relación proporcional entre esfuerzo y recompensa. O que la función preventiva de la ley debe ser mantenida a raya, pues “apenas habría parte de la legítima libertad de acción del ser humano que no pueda entenderse como favorecedora de una u otra forma de delincuencia”.

    Su temprana denuncia del machismo fue otro ejemplo de su lucidez. En 1866, Mill presentó en el parlamento una moción en apoyo al sufragio femenino, que Inglaterra recién aprobaría en 1918. En 1869 publicó El sometimiento de la mujer, libro en el que Elizabeth Cady Stanton, pionera del feminismo estadounidense, encontró al primer hombre “capaz de ver y de sentir todos los sutiles matices y grados de los agravios hechos a la mujer”. Lo mismo pensó en Chile una jovencísima Martina Barros Borgoño, que lo tradujo al castellano apenas tres años después de su publicación inglesa.

    Pero en un registro más amplio, quizás el mensaje más sensible que Mill le remite al liberalismo actual –y Squella se asegura de transmitirlo− sería este: si se va a pecar de ingenuidad, es mejor hacerlo en el intento de resolver las contradicciones que dándolas por superadas (o por insuperables, que no es lo mismo pero adormece igual). Y que la sensatez de los medios, entonces, no es tal si clausura el debate sobre los fines. Lo expresó con soltura John Morley, otro liberal inglés, cuando admiró en Mill: “Esa síntesis entre la ciencia estricta y la aspiración infinita”.

    Lo difícil es ponerle nombre a esa aspiración cuando la palabra felicidad, como reclama Squella, “viene siendo manoseada por multitudes de psicólogos, publicistas, políticos y encuestadores”. Encuestas que, con los aspavientos del caso, anuncian siempre lo mismo: la mayoría de las personas se declaran satisfechas con su vida personal. Lo cierto es que Mill, aquí menos conciliador, se encargó de distinguir entre felicidad y satisfacción: “Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho”, sentenció.

    Y él mismo pagó caras sus insatisfacciones. A partir de los 20 años sufrió de ocasionales pero profundos estados depresivos. Recurrió siempre a la misma terapia: seguir trabajando, aun a la luz del sinsentido. Fiel a la neurosis del saber, aprovechó de sacar lecciones. La felicidad, descubrió, no puede alcanzarse haciendo de ella un fin inmediato. Preocuparse de los demás, no tanto de uno mismo, y darse espacio para cultivar la pasividad interior, el ocio improductivo, eran dos condiciones necesarias para calibrar emoción y tranquilidad, la más virtuosa tensión entre contrarios: “Poseyendo mucha tranquilidad, muchos encuentran que pueden conformarse con muy poco placer. Con mucha emoción, muchos pueden tolerar una considerable cantidad de dolor”.

     

    John Stuart Mill. Un disidente liberal, Agustín Squella, Ediciones UDP, 2018, 249 páginas, $19.000.

  40. Primo Levi y Natalia Ginzburg: historia de un malentendido

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    ¿Se habrán conocido? Claro que sí, aunque no en las mejores circunstancias. De hecho por la avenida Re Umberto, en la ciudad de Turín, a la que en sus Crónicas Gramsci confesó haber llegado en “estado de sonambulismo” y en la que Nietzsche se anticipó al Holocausto disculpándose ante un caballo, caminan en silencio, ambos un poco apesadumbrados. Fue a mediados de los años 40. Ella tenía una pena inmensa, pero a diferencia de él no estaba dispuesta a tratarla en sus libros, desprovistos de desquites o reivindicaciones y cocinados domésticamente con lo que hay a la mano: una vieja sobremesa con los amigos, las frases que se repiten enhebrando recuerdos entrecortados, las voces lejanas de sus padres o sus hermanos llegándole desde la infancia.

    Leone (su par intelectual, su compañero en la cama, su amado) ha muerto en Roma bajo las torturas del nazismo y Adriano Olivetti, amigo de la pareja, acaba de irrumpir en la casa para decirle que debe despertar a los niños, hacer las maletas y salir de allí cuanto antes. A pesar de que el mayor de los tres no pasa de los cinco años, igual ayuda a su madre a hacer las maletas, sin comprender nada y comprendiéndolo todo a la vez. Dos o tres décadas más tarde, cuando sea un adulto, dará pruebas de esto aplicando aquellas “pequeñas virtudes” sobre las que su madre escribía, a su estudio sobre Menocchio, el molinero del siglo XVI que terminó ardiendo en la hoguera del Santo Oficio por sostener que los ángeles provenían de los gusanos. El libro pondrá las vigas centrales de la microhistoria, se llamará El queso y los gusanos, lo firmará Carlo Ginzburg.

    Su madre, la escritora Natalia Ginzburg, quien ha adoptado el apellido de su marido, camina ahora por la Re Umberto simplemente porque allí está su lugar de trabajo, la casa Einaudi, una modesta editorial antifascista fundada años atrás por Giulio Einaudi y el propio Leone Ginzburg.

    Es la razón por la que por la Re Umberto avanza también Primo Levi: en Einaudi, donde Natalia pasa las tardes revisando un manuscrito tras otro para asesorar a Pavese, ve una editorial amiga, cercana, una editorial que ha atravesado por las mismas penurias que él y que por lo tanto no tendría cómo oponerse a estos testimonios que ha escrito, tal vez los testimonios más dolorosos y desgarrados de los que tenga memoria la humanidad.

    En Einaudi, donde Natalia Ginzburg pasa las tardes revisando un manuscrito tras otro, Primo Levi ve una editorial amiga, cercana, que ha atravesado por las mismas penurias que él.

    El libro no lo ha escrito porque sea un escritor (es químico, un investigador, un hombre de ciencia), sino porque, con suerte distinta a la de Leone, ha logrado regresar con vida de un campo de exterminio nazi. Su problema es que a las espaldas han quedado más de siete mil compatriotas asesinados: él los ha visto sufrir, ha presenciado las torturas, el gaseo, los fusilamientos, y ha decidido que no se marchará de este mundo sin antes haberlo contado todo, palabra por palabra, pormenorizando cada detalle, cada temblor, cada fracción del horror que ha vivido. Pesa sobre la humanidad la urgencia de que la humanidad se entere de lo que es capaz de hacerse a sí misma.

    Por eso durante el año que, al amparo de una fracción de las tropas de Stalin, le lleve regresar a Turín, lo irá anotando todo minuciosamente (en el revés del boleto de un tren, en una cajetilla de cigarros vacía, en un papelito sucio recogido al azar), y cuando esté por fin en su ciudad natal, donde de experto en química descenderá a operario de una fábrica de pinturas para automóviles, se encerrará en una habitación en ruinas (los alemanes habían hecho estallar la planta de nitrato de amonio y los bombarderos americanos terminaron de hacer la tarea) a escribir durante infinitas noches lo que llamó el arte del despertador de recuerdos.

    Este arte el químico lo desplegará siempre al final de su jornada, en medio del desvelo y traspasando cada una de sus notas a páginas sobre las que martilla con una Olivetti, fabricada en Ivrea por la familia de Adriano, el mismo hombre que tres o cuatro años atrás había irrumpido en casa de Natalia para comunicarle que Leone estaba muerto y que debía salir con los niños de Roma a toda velocidad. De ahí que los cuatro estén ahora nuevamente en Turín, donde sus padres pueden ayudarla con las tareas de los pequeños mientras ella va y vuelve a la editorial en la que una mañana, encima de su escritorio, se encuentra con el manuscrito.

    Lo primero que distingue es la firma: Primo Levi. ¿Levi? Es el apellido de su padre Beppino, el de sus hermanos, el de ella misma cuando no era una Ginzburg. ¿Serán parientes? No, no lo son. Y si lo hubieran sido, el veredicto de la editora de todos modos no habría cambiado. La noticia se la dará ella misma la tarde que Levi regrese por el informe: el libro ha sido rechazado. Evidentemente se trata de un gran libro, solo que inadecuado para un momento en el que Europa está haciendo todo lo posible por ponerse nuevamente de pie.

    Los pies le tiemblan entonces a él, quien sabe muy bien lo que ha escrito; sin embargo, camina sin decir nada a su lado por la Re Umberto mientras se van alejando de la editorial. Después los pies le temblarán a ella también, cuando editores y autores de todo el mundo la señalen como la responsable de haber rechazado Si esto es un hombre, el libro más importante en la historia testimonial del siglo XX.

    Pero, ¿qué se le va a hacer?

    A Primo Levi, quien seguirá siendo su amigo hasta el final de los días, Natalia Ginzburg no le explicará nunca nada, pese a que en Léxico familiar, quizá su mejor libro junto a Las pequeñas virtudes, se justificará de una forma que solo en ella puede alcanzar esa delicadeza: dirá que los errores cometidos por la impulsividad o por la estupidez no son tan dañinos como los obrados por la inteligencia o la sagacidad, puesto que de estos últimos no se regresa, mientras que de los primeros se puede aprender a hacerlo todo desde el comienzo, como ella lo hizo, escribiendo hasta el final libros tan sencillos como geniales, libros en los que la vida empieza siempre de nuevo.

  41. Cuaderno de dibujo

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    El 12 de septiembre de 1973, el arquitecto Miguel Lawner es detenido violentamente por un pelotón de Carabineros en su oficina de la Corporación de Mejoramiento Urbano (Cormu), donde ejercía como director ejecutivo. Apaleado y amontonado en un camión junto a otros 45 funcionarios, es llevado al Estadio Chile. Su esposa, la también arquitecto Ana María Barrenechea, contacta a militares con quienes habían trabajado recientemente y consigue que sea trasladado a la Escuela Militar, recinto en el que se concentraban los denominados “jerarcas de la Unidad Popular”, los más altos funcionarios, parlamentarios, ministros y jefes del gobierno derrocado.

    Apenas ingresado en ese recinto, el viernes 14 de septiembre, los presos de la Escuela Militar son transportados en buses hasta el aeropuerto de Los Cerrillos, escoltados por una impresionante custodia militar. El avión se eleva con rumbo desconocido. Esa noche descienden en la ciudad de Punta Arenas bajo un nuevo despliegue armado: potentes focos en la cara, flash de cámaras, vendas y capuchas. Son introducidos en un vehículo blindado y luego en una barcaza de la Armada. A las cinco de la mañana arriban a la isla Dawson, situada en medio del Estrecho de Magallanes. Tras caminar por la nieve durante 40 minutos, la madrugada los sorprende ante la vista de un campamento de barracas rodeado de alambradas, torres de vigilancia y soldados armados. Son registrados y obligados a entregar sus efectos personales, incluidos los lápices. Ya no usarán sus nombres, el arquitecto Miguel Lawner será “S-31”; acaba de ingresar al campo de concentración de isla Dawson.

    Al frío extremo, el hambre y el hacinamiento, se suma la angustiosa incertidumbre sobre su destino. No se les interroga, no hay acusaciones, procesos ni plazos para su detención. En las noches, entre el viento huracanado, se escuchan órdenes militares, gritos, lamentos y balaceras. Son frecuentes las formaciones repentinas en medio del patio. No hay agua potable, solo un estero cercano medio congelado. Deben levantarse al amanecer para realizar trabajos forzados. Limpiar letrinas, acopiar leña, acarrear y enterrar pesados postes de cipreses para levantar una línea eléctrica.

    Tras dos meses de esta rutina que los agota y degrada, Lawner es enviado a la localidad de Puerto Harris a limpiar el cauce del río y a retirar alcantarillas desde profundas zanjas. Estando en esa faena, divisa sobre una loma una vieja iglesia abandonada. Pide autorización y la visita en compañía de un sargento; descubre que es la iglesia de la antigua misión salesiana que se instaló en la isla como reserva para los últimos indígenas kaweshkar y yámanas. Es un edificio notable, de excelente construcción y gran valor histórico. Al regresar al campo plantea a un grupo de compañeros la idea de reparar la iglesia. Es mucho mejor y más satisfactorio que los sucios e inútiles trabajos a los que están reducidos. Esa noche se presenta ante el comandante Jorge Fellay de la Armada, y le propone restaurar la iglesia de Puerto Harris. El marino acepta la propuesta y le da dos horas para confeccionar un proyecto. Lawner alega que es imposible, necesita tomar medidas y hacer planos, y para ello es indispensable contar con lápiz y papel, artículos prohibidos para los presos. Fellay acepta y le otorga un día más. Al día siguiente recibe un lápiz y un cuaderno escolar con 50 hojas debidamente numeradas para evitar que alguna pudiera desprenderse. Este será el primer soporte de su libro.

    Esta rutina de confección y destrucción se repitió en numerosas ocasiones para asegurar su impresión en la memoria.

    Un domingo por la tarde Lawner comienza a hacer un dibujo de un compañero, Daniel Vergara, mientras este lee un libro en el patio del campo. Jamás había dibujado una figura humana, solo bocetos y paisajes. El trabajo es elogiado por sus compañeros de detención, que lo estimulan a registrar el régimen al que están sometidos. No tiene idea de qué pueda ocurrir con esos dibujos, pero persiste.

    Así va retratando el desolado paisaje magallánico, la rutina cotidiana y las escenas atroces de maltrato y abuso.

    Hacia fines de diciembre ha cumplido 90 días de reclusión. A esas alturas los presos han sido autorizados a recibir lápices y papel. Anita, su mujer, le envía desde Santiago un block de dibujo, lápices negros y una caja de plumones. Desde entonces su producción gráfica se intensifica. Según el rigor de la guardia, sale a las faenas con la croquera y durante las pausas se dedica a dibujar, a veces precipitadamente para no ser descubierto. Los allanamientos practicados por el SIM (Servicio de Inteligencia Militar) son frecuentes y repentinos. Para resguardar los dibujos los oculta en la barraca entre el desorden de bultos, maletas, frazadas y toallas.

    En marzo de 1974 los presos son visitados por una delegación de parlamentarios socialdemócratas alemanes. Lawner piensa en sus dibujos, ya ha acumulado unos 20. ¿Podrán sacarlos los alemanes? Hugo Miranda, dirigente radical, los mete en su parka y se las arregla, apretando al grupo, para entregarle el paquete a uno de los visitantes. Así, arriesgando el pellejo de los amigos, salen libres los primeros apuntes de Dawson.

    Días después la esposa de Hugo Miranda, Cecilia Bachelet, cita a las esposas de los presos de Dawson a tomar desayuno. Ante el asombro y la emoción del grupo de mujeres, abre el paquete con los dibujos. Es la primera vez en seis meses que tienen una imagen de sus maridos. Posteriormente, los dibujos quedarán en manos de Anita, quien los oculta y solo los muestra a gente de la más extrema confianza.

    Dos meses después, a las cuatro de la madrugada del 7 de mayo de 1974, los sargentos irrumpen en la barraca, les ordenan levantarse y empacar en media hora. Lawner piensa en sus dibujos. Desde la visita de los alemanes ha acumulado 22 ilustraciones que ha ocultado tras las planchas de aislapol de los muros. Seguro que serán allanados y descubiertos. ¿Qué hacer? Finalmente decide colocarlos con su equipaje, ostentosamente, como si fuera una inocente afición. Al momento de la revisión, el oficial encargado examina los dibujos cuidadosamente, levantando la vista para ver su reacción. Los baraja y consulta: ¿Y esto? Lawner responde que está autorizado a dibujar por el comandante Fellay, el oficial los ojea, los azota contra el tablero, parece meditar y finalmente los arroja dentro del bolso. “Puede llevarse esta mierda, que más adelante sabrán qué hacer con ella”.

    Esa noche aterrizan en la base aérea Punta Arenas. Nueva revisión. Los despojan, entre otros objetos, de cuadernos y lápices. Un teniente de la FACh repara en los dibujos, Lawner reitera la falsa autorización de Fellay. El oficial se los lleva sin decir palabra. Ya los da por perdidos cuando el aviador regresa y se los devuelve, señalando: “Donde usted va resolverán el destino de los dibujos, guárdelos”.

     

     

    Su próximo destino será siniestro. Esposado y encapuchado, es depositado en los subterráneos de la Academia de Guerra Aérea, AGA, uno de los peores centros de tortura de la dictadura. Esa misma noche un oficial les informa que están autorizados a enviar un bulto de ropa sucia a sus familias, acompañado de una carta de una página. Lawner resuelve jugársela. Junto con la muda de ropa le entrega los dibujos al militar encargado del traslado, repitiendo el cuento de la autorización de Fellay.

    Poco más tarde el aviador le entrega a Anita el bulto de ropa y la carta donde Lawner le advierte sobre los dibujos. Al leerla, ella repara en su ausencia y consulta por los dibujos faltantes. El militar se excusa burdamente, alegando que probablemente se les volaron de la camioneta. Las insistencias de Anita son inútiles. Simplemente se esfumaron.

    En la AGA es imposible dibujar. Sin embargo, Lawner observa atento el atroz panorama que divisa bajo la capucha y toma apuntes mentales que más tarde se convertirán en dibujos. Tras permanecer dos meses en la AGA, es trasladado al campo de prisioneros de Ritoque, antiguo balneario popular edificado durante el gobierno de Allende. Allí disminuye la severidad del tratamiento, retomando la labor pictórica. Junto con los dibujos confecciona tarjetas de saludo para sus compañeros de confinamiento, las que son sacadas subrepticiamente por parientes y amigos.

    El 4 de septiembre Clodomiro Almeyda, secretario general del PS, es conducido a Santiago para declarar. Ese mismo día regresa a Ritoque con la noticia de que Anita Barrenechea ha desaparecido. Esa mañana fue secuestrada desde su oficina de arquitectura por un comando represivo. Sus hijos, de 17 y 13 años, han quedado abandonados.

    Anita es conducida a Villa Grimaldi. Allí sufre un allanamiento vejatorio, es despojada de sus pertenencias y empujada a una sala donde yacen 12 prisioneros. Le colocan una capucha y le cuelgan un cartel al cuello con el número cinco, su nueva identidad. Ese mismo día es interrogada. En un lenguaje agresivo y grosero la apremian con preguntas insólitas. ¿Qué significa un pañuelo con olor a mate? ¿Qué quiere decir coigüe moribundo? Es imposible responder a preguntas tan insensatas y es devuelta con los otros presos. Durante cinco días sus compañeros de prisión son torturados. Al quinto día alguien la toma del brazo con delicadeza y la conduce a una sala mientras le musita que no se preocupe. Allí el desconocido la interroga, con toda cortesía, sobre asuntos intrascendentes, y le revela que su detención se debe a los dibujos de su marido. Ella aclara que no los ha visto y hace ademán de sacarse la capucha. El sujeto la detiene y le dice que saldrá un momento para que los pueda ver y que además lea y firme una declaración. Anita mira asombrada los dibujos perdidos. Ahí está la clave del interrogatorio surrealista. El dibujo de un árbol seco se titula “Coigüe moribundo” y así los demás. La DINA supuso que eran mensajes en clave y que ella tenía la respuesta del enigma. Cuando el interrogador regresa le comunica que será liberada y los dibujos los recibirá por correo. Anita es abandonada en la madrugada del día siguiente en calle Vicuña Mackenna Sur. Quince días más tarde llega un sobre con los dibujos. Algunos vienen arrugados y faltan seis, justo los paisajes de la isla Dawson.

    Mantenerlos consigo es demasiado peligroso y resuelven dejarlos bajo el cuidado nada menos que de un alto oficial de Ejército, el general Mario Sepúlveda Squella, amigo de la familia y uno de los pocos jefes militares que se negó a apoyar la dictadura.

    En Ritoque, Miguel Lawner continúa dibujando intensamente. Anita, claro está, acumula un número importante de apuntes gráficos. En mayo de 1975 se les informa que ha sido emitido un decreto para su expulsión del país en un plazo de 30 días. Ese último mes lo pasa en el campo de prisioneros de Tres Álamos. Ahí se entera de que Dinamarca les ofrece asilo. Entonces surge la pregunta, ¿cómo sacar los dibujos de Chile? La respuesta proviene de Sandra Dimitrescu, esposa del embajador de Rumania, único país socialista que mantiene relaciones diplomáticas con la dictadura. La Dimitrescu aprovecha su inmunidad diplomática y los dibujos cruzan el Atlántico bajo su protección. El gobierno rumano, consciente de la importancia testimonial de los dibujos, resuelve depositarlos en la caja fuerte de la sede del Partido Comunista.

    Miguel Lawner, Ana María Barrenechea y sus dos hijos aterrizan en Copenhague el 23 de junio de 1975. La dirección del PC en el exterior aguarda anhelante los dibujos, de los que existen variadas versiones sobre su paradero. Lawner comunica que están en manos de los rumanos. El PC chileno los solicita de vuelta, pues la RDA los va a exhibir en Berlín con motivo del segundo aniversario del golpe de Estado. Pero los rumanos se niegan a devolverlos, argumentando que ellos tienen el derecho a exhibirlos primero. Se da entonces una bochornosa controversia entre los partidos comunistas chilenos y rumanos que es zanjada al más alto nivel. La República Democrática Alemana hace valer su peso y presiona la entrega. En la víspera del 11 de septiembre de 1975 los dibujos llegan a Alemania para su exhibición en la Academia de Artes de Berlín.

    Desde entonces los dibujos circularán por una serie de exposiciones a lo largo de Europa, causando un enorme revuelo. Al mismo tiempo, Lawner traza los dibujos que en su momento había memorizado, ya que era imposible confeccionarlos en el lugar de origen. La AGA y sus siniestros subterráneos y los planos de los campos de concentración, minuciosamente medidos con pasos, diagramados y luego destrozados y arrojados a las letrinas para evitar su descubrimiento. Esta rutina de confección y destrucción se repitió en numerosas ocasiones para asegurar su impresión en la memoria.

    En 1976 se publica en Dinamarca la primera edición de un libro con los dibujos de Miguel Lawner en los campos de concentración chilenos. Es una versión trilingüe, castellano, inglés y danés. La sigue una edición alemana en álbum de gran formato con seis dibujos y otras muchas ediciones improvisadas, piratas si se quiere, sin autorización expresa del autor, pero que cumplen con su objetivo fundamental: testimoniar los horrores de la dictadura pinochetista.

    En diciembre de 1983, la familia Lawner recibe la noticia de que puede retornar a Chile. Tres meses después vuelven al país. Los dibujos, una vez más, viajan en valija diplomática, ahora bajo el amparo del gobierno danés. Al día siguiente de su llegada, un vehículo de la embajada danesa les entrega el paquete con los dibujos. Sin embargo, mantenerlos consigo es demasiado peligroso y resuelven dejarlos bajo el cuidado nada menos que de un alto oficial de Ejército, el general Mario Sepúlveda Squella, amigo de la familia y uno de los pocos jefes militares que se negó a apoyar la dictadura. El general Sepúlveda los esconde en un saco papero, permaneciendo por largos años en su bodega.

    En la medida en que la lucha contra la dictadura abre espacios para la prensa independiente, algunos de los dibujos son reproducidos en revistas de oposición, como Análisis, APSI y Fortín Mapocho. También ilustran libros como Isla 10 de Sergio Bitar, La luz entre las sombras de Jorge Montes y la colección de poemas Dawson de Aristóteles España. Pero Miguel Lawner se ha resistido a publicar en Chile un libro con sus dibujos. Sin embargo, con ocasión de la denominada Mesa de Diálogo en el año 2001, la abogada Pamela Pereira fotocopia cuatro ejemplares de la edición danesa del libro y en una de las sesiones entrega sendos ejemplares a cada uno de los representantes de las Fuerzas Armadas. Los uniformados los hojean cuidadosamente sin decir palabra, en medio del silencio de todos los presentes.

    Dos años después, Miguel Lawner publica el libro La vida a pesar de todo. Isla Dawson, Ritoque, Tres Álamos, editado por Lom. Ahí están todos los dibujos realizados durante su paso por los campos de concentración de la dictadura, más aquellos que trazó de memoria. Los seis dibujos que se perdieron en la AGA siguen desaparecidos. El oficial que afirmó que se habían volado es el capitán de la FACh León Dufey, activo participante en las torturas perpetradas en contra de sus camaradas que se negaron a participar del Golpe.

    La iglesia restaurada de Puerto Harris fue declarada monumento nacional. Hoy permanece bajo el cuidado de la Armada de Chile.

     

    La vida a pesar de todo. Isla Dawson, Ritoque, Tres Álamos, Miguel Lawner, Lom, 2018, 124 páginas, $19.000.

  42. La crítica de vino como lectura

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    Quizás los que hacen crítica gastronómica o de vinos son los restauradores de un orden al que era necesario volver: la relación unívoca y necesaria entre un guía pastoral y su grey. Porque en la crítica estructural o semiológica de los textos, el crítico se instaló como escritor o incluso como un artista más. Y al dejar de ser un guía, evidentemente se produjo un quiebre entre las dos entidades que conformaban una unidad indisoluble: el autor y el lector.

    por marcelo mellado

    Ya nadie lee los textos críticos sobre literatura que aparecen en los medios periodísticos, decían el otro día unos amigos en una comida. No tienen incidencia en la comunidad lectora posible, fue la conclusión, puesto que el periodismo findesemanesco se dedica fundamentalmente a la cata de vinos y a la crítica gastronómica. En esta área incluso hay algunos referentes críticos (catadores, someliers, periodistas especializados o, concretamente, críticos de vino y gastronomía) cuya palabra sancionadora sí sería seguida por consumidores que pueden gastar bastante por un buen vino (y el plato respectivo que hiciera maridaje, como dice la jerga). De pronto estamos ante un cambio de costumbre de consumo cultural no menor. En la práctica es un desplazamiento que podría constituir una homología estructural, sobre todo por la analogía y la complejidad que comparten dos aparatajes textuales que poseen una cierta densidad estructural lo suficientemente espesa. Beber puede ser también una forma de leer, si acuñamos el concepto barthesiano de la intuición estructural, que sitúa la analítica conceptual en un rango menos árido que el que se le atribuye a la práctica semiológica de leer con voluntad crítica.

    Alguna vez escuché, no sé si fue a Enrique Lihn o a Martín Cerda, un juicio a propósito de la crítica literaria en tiempos de la dictadura, de la existencia del mono crítico, cuando El Mercurio, a pesar de sí mismo, parecía regir la cultura oficial. Ignacio Valente, y antes Alone, decidía con su juicio lo bueno y lo malo, lo válido o inválido, lo legítimo o no. Como que lo lógico era que hubiera una especie de guía o gurú que nos dijera lo que correspondía.

    Aquí quiero recordar una polémica entre Lihn y Valente de la que guardo un nítido recuerdo que, creo, no ha sido recuperada por la historia de nuestro campo cultural, sobre todo porque fue ese conflicto la representación de la lucha contra la dictadura en la zona del sustrato ideológico y cultural. El “progresismo” y la izquierda de la época solo priorizaba la política dura y la victimización. Lihn publicó un texto al respecto; el contexto era que Valente había arremetido desde su columna contra la irrupción del estructuralismo que estaba ocupando un lugar en nuestro medio, tanto a nivel intelectual como académico, y el que también era asumido por las prácticas textuales neobarrocas que comenzaban a abrirse camino.

    Lo que puede ser fascinante desde una cierta perspectiva lúdico-analítica, casi esotérica, es cuando esas características aromáticas están inscritas en la cepa, la semilla tiene esos rasgos ya sea frutosos o ahumados (jerga con la que uno se ha familiarizado, pero sin captarla en toda su magnitud).

    Valente, al parecer, veía una reposición del marxismo cultural que ponía en peligro un orden que había que preservar. Por otro lado, algunos intelectuales y artistas eran seducidos por sus postulados, como un modo oblicuo de enfrentar a la dictadura en el plano cultural. En ese mismo contexto, Lafourcade era el primero que hacía una homología entre literatura y gastronomía, en donde a la evaluación de una obra le correspondía una cierta cantidad de tenedores, como descriptor de calidad. En este caso era una mera astucia de pauta editorial.

    El objeto legible, no bebestible

    Hoy no es posible reproducir esa uniformidad nostálgica, no solo porque la dictadura (al menos esa voluntad) adquiere otros modos con la democracia y la sensación de diversidad diluye los conflictos. Ahora, la ficción emprendedora es capaz de coger un objeto histórico y darle una nueva luz. El vino surge como esa estrategia que recupera un objeto uniforme que puede ser sometido a la diferencia y a la diversidad. Y todo esto implica un relato, la construcción de una estrategia textual para contar esa historia precisa y coherente en su decurso.

    Quizás los que comentan o hacen crítica gastronómica o de vinos son los restauradores de un orden al que era necesario volver. Era necesario que hubiera algún objeto cultural que restaurara esa relación unívoca y necesaria entre un guía pastoral y su grey. Porque eso que llaman literatura se disparó para otro lado, concretamente, hacia una estética de la dispersión y la diversidad inapresable.

    Lo que ocurrió con la crítica estructural o semiológica de los textos fue, en parte, que el crítico se instaló como escritor o se instaló como un artista más en el ambiente cultural. Y ya no fue un guía, sino un escritor más, lo que evidentemente implicó un quiebre con el lector, que lo perdía como mediador o puente entre las dos entidades que conformaban una unidad indisoluble, el autor y el lector, ambos brutalmente reales. El crítico estructural inventó un lector ficcional que se suponía más libre e independiente y eso alteraba el placer de las jerarquías, en una sociedad en que es necesario mantener algunas esclavitudes.

    En el caso del vino, la clave es la recuperación del lector como consumidor atento y obediente. A nivel técnico hay un leve parentesco procedimental, sobre todo porque la conceptualización está en el mismo objeto. Roland Barthes, un clásico, fue el que dotó a la crítica textual, aunque también a otros objetos, de un modelo de trabajo y de un nuevo estatuto con legitimidad estética que, creo, ha sido muy útil para la descripción de cualquier objeto y para el trabajo cultural en general. Recordemos que él trabajó o aplicó su metodología estructural a la moda, demostrando con ello su multiaplicabilidad. Por ejemplo, la presencia o ausencia de algún rasgo distintivo, ya sea de un cuello o de la forma de un escote, o del largo de una falda, se convertía en signo, el que desplegaba en dicotomías que posibilitaban una articulación de mensajes.

    Hoy con el vino podría hacerse esa homología estructural, a partir de considerar el objeto como un haz de capas jerarquizadas, como son el aroma, el color y la palatabilidad; ahí tenemos tres elementos claves que se combinan sistémicamente en el análisis y que conforman el objeto en su originalidad seminal. Entonces tenemos un vino textual, no es el vino real, y el objeto es la crítica a tal o cual objeto, el vino producido por tal viña y criticado por tal o cual catador. Lo que puede ser fascinante desde una cierta perspectiva lúdico-analítica, casi esotérica, es cuando esas características aromáticas, por ejemplo, están inscritas en la cepa, la semilla tiene esos rasgos, ya sea frutosos, ahumados o minerales (jerga con la que uno se ha familiarizado, pero sin captarla en toda su magnitud). De ahí surgen los descriptores aromáticos, que son el equilibrio, la armonía, complejidad y permanencia. Con estos conceptos el analista arma su texto crítico que, en este caso, funciona como un instrumento descriptivo para descubrir su estructura tánica. De ahí que un “vino tranquilo” o “complejo” no es una arbitrariedad, sino que surge de una composición; y el catador sería aquel sujeto que puede, a partir de un proceso razonado de cata, descubrir su estructura composicional.

    El crítico nos enseña que decir buen o mal vino es muy general e irrelevante, mejor decir cómo está compuesto y si esa semilla, que es la que guarda las características organolépticas del vino, es verosímil o guarda relación con eso que podríamos denominar terroir.

    Otro nivel, quizás más antropológico, es poner el acento en el relato del proceso industrial y/o en la carga restaurataria oligárquica, como eran los vinos que hablaban por sus etiquetas. Nos estamos refiriendo al período en que había una narrativa etiquetera que aludía a una aspiracionalidad nobiliaria y colonial, de carácter mítico. De ahí surgieron los Marqués de Casa Concha u Oidor de la Real Audiencia o Conde de La Conquista. Era el vino que llamamos restauratario de un orden y de una territorialidad, previo al vino posmoderno, del emprendedor joven, cercano a los equilibrios medioambientales, a la tierra y al glamour. También hay eso que el sentido común económico llama “cambio en los paradigmas de consumo”, que lo ligan a las costumbres culturales de capas sociales ascendentes y también al signo de distinción que produce la distancia clasista, plena de signos, y tan necesaria para la construcción de la distinción, que hace la diferencia de clase. Aquí, en este campo, hay lo que yo llamaría una “poética del desplazamiento que nos hace otros”.

    El objeto producido

    Así como en el campo literalitoso chilensis surgió el poeta editor (me imagino que a nivel latinoamericano es parecido), no nos debería llamar la atención enunciados como el de “vino de autor”, que va de la mano con lo de las viñas boutique, en donde, como decía Schumacher, el economista descalzo, “lo pequeño es hermoso”. Percibimos la misma voluntad, la proliferación de editoriales independientes es analogable a lo de las viñas boutique, la diferencia obvia es el rendimiento económico; aunque hay otra relación que tiene algo de visibilidad social, y es que los poetas han sido grandes bebedores de vino de dudosa calidad, sin atender al vino como objeto, al legible. Recuerdo a un escritor costarricense que vivió en Chile, Joaquín Gutiérrez, contaba que él se quedó acá porque no podía creer que el vino fuera tan barato. Pero en este punto nos acercamos a la noción de vino festiva, en que el vino es solo un objeto mediador y no un fin último.

    Cuando se inventa el nuevo vino, o el vino otro, luego del vino tradicional y del vino de la reposición oligárquica, viene este vino que podríamos denominar, con algo de pudor, posmoderno, del vino que tiene otro texto, otra textura. El triunfo de la lectura liberal, industriosa, creativa, en donde el objeto no solo es consumido o bebido, sino leído, informado, en donde el analista o lector decodifica o descompone (ve o comprueba su composición) y la ubica o la hace pertenecer a un campo de legitimidad mayor.

    El crítico nos enseña que decir buen o mal vino es muy general e irrelevante, mejor decir cómo está compuesto y si esa semilla, que es la que guarda las características organolépticas del vino, es verosímil o guarda relación con eso que podríamos denominar terroir.

    Barthes decía que el estructuralismo se ríe de la mala y de la buena literatura, lo importante es saber cómo está diseñado un objeto, en este caso una obra. La valoración es posterior a eso. Lo cierto es que la práctica bebestible o la experiencia del vino constituye todo un tema que puede pasar por la siutiquería o el arribismo social, pero también podría tener un carácter simbólico que podría producir voluntad de patrimonio.

  43. Cine y tiempo: Las lecciones de Andréi Tarkovski

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    En Atrapad la vida están sintetizadas las ideas del cineasta ruso sobre la creación cinematográfica. Son textos que preparó para sus clases en la Goskino y que parecen sacados, en el mejor sentido, de la prehistoria del cine. O mejor, de cuando el cine era arte y no un espectáculo banal para niños y adultos infantilizados, cuando las imágenes tenían profundidad de campo y el ritmo no intentaba emular a los videoclips (o videojuegos). El creador de Andréi Rublev y El sacrificio plantea en estos ensayos críticos lo mismo que hiciera en sus películas: la conexión que hay entre una imagen y lo sagrado, lo trascendental, el sentido de lo humano y el infinito.

    por matías hinojosa

    Todo el universo se revela en cada lugar y a cada instante: basta con la contemplación de cualquiera de sus puntos para obtener una imagen completa de su inmensidad y misterio. Borges pensaba que el lenguaje humano también podía dar cuenta de este fenómeno, o al menos es la experiencia que describe en su relato “La escritura de Dios”: “Aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra”. Y el lenguaje cinematográfico fue para Andréi Tarkovski concebido del mismo modo: la imagen en movimiento (cuando esta captura un momento de la vida) pone en frente el universo, comunica lo sagrado.

    Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo es por este motivo un libro único y fundamental, que combina aspectos teóricos y prácticos, destacando también el enfoque didáctico de los textos, pues estos fueron utilizados por el director para dictar sus clases en la Goskino.

    Si se tuviese que englobar el conjunto de estas formulaciones en un solo concepto, este sería “la búsqueda de un cine purista”; de hecho, ¿cuál es la esencia del cine? es la pregunta que da inicio a las reflexiones del autor. En su opinión, la esencia de este arte no es la síntesis de disciplinas artísticas, como suele pensarse, porque una película no necesita más que del tiempo para su completa articulación. El cine posee un alma propia y esa alma es el tiempo. Por lo tanto, ni el texto ni la música ni el teatro son esenciales a su forma. De hecho, para el director ruso cualquier contribución venida de afuera, más que “contribuir”, no haría más que enturbiar el potencial de verdad que encierra en sí misma la imagen cinematográfica. “Se puede imaginar una película sin actores, sin música, sin decorado y sin montaje, solo a través de la percepción del tiempo que fluye dentro de un plano. Y sería auténtico cine, como lo fue en otra época Llegada de un tren a la estación de La Ciotat”. A diferencia de otras artes que tienen el tiempo como base de su formulación, el cine cuenta con el atributo de la exactitud y la rigurosidad en su representación de la realidad. Tarkovski opinaba que la música, por su relación con el tiempo, era la forma de arte que más se le podía parecer. Sin embargo, en la música “la materialidad de la vida se encuentra al límite de su completa disolución, mientras que la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea cada día y cada hora”.

    La esencia del cine no es la síntesis de disciplinas artísticas, porque una película no necesita más que del tiempo para su completa articulación. Este arte posee un alma propia y esa alma es el tiempo.

    El tratamiento de este elemento es entonces lo que ilumina los análisis del autor. Esto explica que el filme de los hermanos Lumière esté presente en varios pasajes del libro, pues aquella secuencia sintetiza perfectamente sus convicciones estéticas, marcando también un contrapunto importante con las ideas que Eisenstein tuvo sobre el montaje, ubicadas en las antípodas de lo planteado en Atrapad la vida y también muy presentes a lo largo de estos ensayos. Para el director de El acorazado Potemkin, la esencia del cine era el ensamblaje: en la fragmentación de los hechos estaba la fuerza de su lenguaje, en la intercalación de planos el cine encontraba su gramática. Este enfoque pone el acento en el salto de imágenes y no en lo contenido dentro del plano. Y lo contenido dentro del plano es el tiempo, el flujo de la vida. “A pesar del centelleo fulgurante”, se lee sobre el estilo de Eisenstein, “al espectador no lo abandona la sensación de artificiosidad de lo que acontece en la pantalla. Esto sucede porque en ninguno de los planos hay un tiempo verdadero”. Asumiendo la realización de esta manera fragmentaria, nunca es convocado frente a la cámara un acontecimiento auténtico, porque este se construye falsamente a partir de retazos.

    La búsqueda por atrapar un “tiempo verdadero” es la búsqueda de Tarkovski por atrapar la vida; o sería lo mismo decir: atrapar un instante de verdad. Por su representación exacta de la realidad, el cine es una forma privilegiada de relación con el mundo. Los hechos de la vida cotidiana, cuyos significados profundos se oscurecen bajo las sombras de las inquietudes diarias, restablecen su sentido trascendental cuando son vistos en la pantalla. Aquella perspectiva, sin embargo, no debe entenderse como una negación de las potencialidades del mundo: el artista no es quien crea la poesía; la poesía ya existe en las cosas mismas. En ese sentido, antes que la creación, la misión del arte es el develamiento, el fijar la apariencia desnuda de aquello que sin su intervención está condenado a escaparse. “De por sí, un transeúnte con un paraguas que veamos en la vida real no significa nada en absoluto”, escribe el cineasta. “Pero en el contexto de una imagen artística, expresada con perfección y una simplicidad asombrosa, nos transmite un instante de vida, único e irrepetible”.

    Ir a la esencia del cine es ir también a la esencia de las cosas que este representa. Para que comparezca un instante de realidad en la pantalla, esta exige ser respetada en su propia naturaleza. Ninguna verdad puede ser expresada si esta se traiciona. El tiempo vuelve a ser aquí el cimiento que todo lo articula. Como afirma el propio autor, “si el tiempo en el cine se presenta con la forma de un hecho, lo hará asumiendo las connotaciones de una observación directa e inmediata de ese hecho”.

     

    El espejo (1975)

     

    De modo que la observación es otro de los conceptos fundamentales para el director de El espejo. Sus intentos por volver a la esencia del cine, tienen el propósito último de abrir un espacio de observación hacia el absoluto. En ese sentido, el cine de Tarkovski es un cine metafísico, que aspira a capturar la energía móvil del mundo. Mejor, el fundamento mismo de lo que sostiene todas las cosas.

    Las películas, entonces, deben superar los géneros y temas. Tarkovski no quiere contar ni decir nada. Pero, valga la paradoja, es justamente esta ausencia de historia la que permite que emerja y se revelen todas las historias y todos los significados. La estética de Tarkovski, para volver a Borges, es la estética del aleph: la fijación de un punto donde coinciden todos los significados y formas del mundo.

    La obra, así concebida, debe admitir todas las interpretaciones posibles. Cualquier intención consciente del director se ve superada en el momento en que este capta con la cámara un instante de realidad. Si se trata de una expresión pura y directa de la vida, la imagen cinematográfica proporciona un espacio de acceso ilimitado, donde prevalecerán las perplejidades e intereses de quien observa. En otras palabras: la película le habla a cada uno de una manera distinta. “El infinito es inmanente a la estructura misma de la imagen. Pero en la vida, el hombre da preferencia a una sola cosa con respecto a todo lo demás y así afirma su libertad. Por consiguiente, al percibir la imagen, selecciona, busca lo suyo, sitúa la obra de arte en el contexto de su experiencia personal y social (…). Trasladamos también nuestras tendencias a la valoración de la obra de arte; adaptándola a las propias necesidades vitales; la interpretamos según nuestra ‘conveniencia’”.

    La búsqueda por atrapar un “tiempo verdadero” es la búsqueda de Tarkovski por atrapar la vida; o sería lo mismo decir: atrapar un instante de verdad.

    Esta ventana a la realidad, precisamente por tratarse de una ventana hacia el infinito, anida en su interior la contradicción: acontece en ella una dialéctica. Tarkovski constata este hecho narrando su propia experiencia como espectador: “Todas las veces que he visto Persona, la película de Ingmar Bergman, me ha parecido que habla de cosas totalmente diferentes y contradictorias entre sí. Cada vez, de hecho, la he percibido de una manera nueva. Al principio me pareció que era una película con algún tipo de defecto o que no la había entendido en absoluto. Sin embargo, después me di cuenta de que tenía que ser así. Es un universo en el que poco a poco encontramos cosas que nos tocan de cerca y a través de estos aspectos entramos en contacto con el mundo del artista”. Y luego agrega: “Una verdadera imagen artística impulsa siempre a quien la contempla a experimentar sensaciones contradictorias que se excluyen entre sí, sensaciones encerradas en la imagen y que definen su esencia y su misterio pseudometafísico”.

    Este anhelo de un cine que dé cuenta de la inmensidad explica su rechazo hacia el cine simbólico, en el que hay una suerte de lenguaje cifrado, donde la película sería una intermediaria entre el concepto que se desea comunicar y el espectador. Para Tarkovski, ni la alegoría ni la metáfora son propias del cine, porque este no se trata de un sistema en clave cuyo mensaje debe ser desenterrado. La imagen –propone– se refiere a las cosas derechamente y dentro de ella surgen los significados. Abordar la creación de la manera en que lo hace el cine simbólico, es asumir al mismo tiempo la caducidad de la obra, pues el símbolo se agota en el momento en que este es descifrado. El misterio del cine, por el contrario, debido a la realidad que este reproduce, es infinito y no hay soluciones concluyentes. La fuerza expresiva de este arte reside en el encuentro cara a cara con la realidad. La superficie misma de la imagen expresa ya lo contenido en ella y cualquier interpretación es solamente un camino posible dentro de una serie infinita de ellos.

    La observación sin intermediaciones es la única manera de hacer germinar esta fuerza expresiva frente al espectador. Esta es la razón de por qué Tarkovski gustaba tanto de los haikus. En esta forma de poesía el director ruso identificaba una manera “pura, sutil y compleja” de observar la vida. Es el modo análogo en el que debe enfrentarse la producción cinematográfica. Por medio del símbolo no se dota de una atmósfera poética a la película, sino que se le reduce a cumplir el papel de mero acertijo. Optar por el aderezo lírico más bien revela una desconfianza en las posibilidades expresivas de este lenguaje.

    Lo anterior no significa que la película no pueda alcanzar una atmósfera poética, pero esta se logra solamente proporcionando al espectador un encuentro directo con la vida.

    Por esta perspectiva trascendental, Tarkovski pensaba su oficio como una cuestión moral. Para él se trataba de un tema serio en el más alto grado. La dedicación artística no se podía limitar a una reflexión sobre géneros, formas y temas. El arte es una manera de tocar lo más grande, de vislumbrar a Dios: “El arte nos permite, al crear una imagen, abrazar la inmensidad. (…) Del mismo modo en que en una gota se reflejan las nubes y los árboles, así se refleja en la imagen artística el universo”.

     

    Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo, Andréi Tarkovski, Errata Naturae, 2017, 192 páginas, $16.000.

  44. Para no llegar siempre tan solos

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    ¿Quién lee crítica literaria? ¿Existen lectores de ese género derivado, de ese discurso de segundo orden (aunque autónomo), de ese tipo de escritura referida siempre a otra?

    Sí, de partida, porque mucho en el ámbito de la producción textual es susceptible de ser considerado crítica literaria: pasajes de novelas y de memorias, diarios y cartas de escritores, artículos periodísticos y blogs de lectores de vez en cuando, columnas de opinión, prólogos y epílogos, contratapas e incluso solapas, a veces. Ni hablar de ese género secreto que son los informes de lectura para editoriales, que muy de tarde en tarde toman forma de libro, como es el caso de los reportes del español Gabriel Ferrater o del genial italiano Roberto “Bobby” Bazlen, verdaderas joyas críticas.

    Todo es crítica literaria menos la crítica literaria, podría decirse parafraseando un famoso verso chileno.

     

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    El problema (si lo hay) es que a menudo cuando se habla de crítica se suele hablar, por su proliferación y ubicuidad, de resúmenes, sean periodísticos o académicos, que tienen poco que ver con el trabajo crítico, es decir, con el quehacer de pensadores abocados a escudriñar la literatura, descubrir y describir sus corrientes y napas y catalogar y encauzar las que les parezcan mejores, más ricas. Inútil hacer distinciones taxativas entre críticas y reseñas, pero tampoco se puede caer en su absoluta confusión. Las reseñas responden a la lógica informativa de los medios y consisten, en el mejor de los casos, en un mero resumen del libro y, en el peor, en ese mismo mero resumen aderezado con dictámenes a veces destemplados, otras muy ponderados, pero siempre con poca o invisible conexión con el resumen mismo y con el resto de la producción literaria del autor y de su tiempo. Para resúmenes opinados, nada mejor que el imperecedero Rincón del Vago.

    La reseña –el escaparate que muestra, resume o a veces, lisa y llanamente, replica un texto de contraportada– es parte de la agenda de panoramas culturales de un diario o suplemento. La crítica es otra cosa. Friedrich Schlegel lo decía con énfasis: “La crítica es el arte de matar en la literatura lo que solo vive en apariencia”. En otras palabras, la crítica, a diferencia de la reseña informativa y del paper de tal o cual corriente académica en boga, ha de imponerse a las modas y al flujo a veces descarado de menciones amistosas o convenientes, pues en caso contrario, como advirtió otro gran crítico alemán, Marcel Reich-Ranicki, los lectores tendremos que acostumbrarnos a ver cómo “la tibia lluvia de los favores mutuos cae sobre el paisaje yermo”. El inglés Cyril Connolly ironizó apuntando a lo mismo: “Una de las visiones más desagradables en la selva es la del crítico que acaba convertido en indígena. En lugar de luchar contra la vegetación, sucumbe a ella y, correteando sin pausa de flor en flor, da la bienvenida a cada una con gritos de ‘¡Genial!’. ‘¡Qué elegancia, qué ironía y distinción, qué apasionada sinceridad!’”.

    Junto al hermetismo estéril, contar de qué se trata un libro debe ser uno de los peores lastres de la crítica. Es un comodín que evita pensar y definir posiciones. Una cosa es aludir a determinado pasaje o trazo argumental, referirlo en función de algún aspecto de la obra que se quiera destacar, y otra es resumir toda una trama o conjunto de cuentos. Resumir es en la crítica como simular estar tocando un instrumento cuando se baila: puede ser parte del cometido, pero cuando alguien, como se ve comúnmente en matrimonios, quiere ocultar su incapacidad de baile simulando tocar la guitarra o la batería, el resultado tiende a ser penoso.

     

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    No tiene sentido que un crítico destroce una obra mala que no está teniendo ninguna repercusión, que nadie ha celebrado. La noción y la práctica de la crítica como camotera son nefastas.

    Para tomar posición sobre un texto, la crítica ha de tener un punto de vista que se base en el análisis y la puesta en cuestión de las características internas de este, pero que a la vez se apoye en un concepto de lo literario, un concepto flexible y dinámico, naturalmente, y también en otros libros, del autor y de la época, de modo que la lectura del texto sea proyectada al contexto literario y cultural para alumbrar sus alcances y posibles implicancias estéticas. También es deseable que sepa tener citas. No es lo mismo citar que rellenar para ostentar. La cita es una de las herramientas esenciales para llevar a cabo lo que un escritor y crítico agudo y divertido como Martin Amis llamó “la guerra contra el cliché”. Amis sostiene que, a contrapelo de “los partidarios a ultranza del criticismo, no hay forma de distinguir lo excelente de lo que no lo es tanto”. Al citar eficazmente –sin adormecer–, el crítico demuestra que lo que dice se refrenda en el texto referido. Y de ese modo lleva a cabo convincentemente uno de sus cometidos centrales: diluir al máximo posible esa zona confusa y en cierto modo nociva que es la medianía literaria, donde cunde lo ya transitado, lo formulario, lo tibio.

     

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    Hay un cierto apocamiento de la crítica en estos tiempos. Más que una poca autoestima de quienes ejercen el oficio en alguna de sus variantes, lo que se ve es una cierta mirada en menos, una suspicacia despreciativa hacia el ejercicio y el estatuto, digamos, de la crítica literaria, como si todo lo que ostente algún grado de autoridad hoy fuese de por sí negativo, sospechoso, corrompido. Cosa lamentable en un tiempo de híper abundancia de información y opiniones, donde el crítico podría cumplir poco menos que un rol de utilidad pública.

    Ese menoscabo se refrenda cada vez que se oyen expresiones que insinúan que todo crítico es un escritor frustrado o un perdedor con tribuna. Con gracia y claridad lo describió hace unos años Marcelo Mellado para el ámbito local: “Gracias al gurú Roland Barthes la crítica cuenta con un estatuto estético-cultural súper potente, por lo que nuestros críticos no tienen por qué tener esa sensación minusválida que les da el orden cultural local, que es tan presemiótico que da lata”. En Chile hay y ha habido siempre críticos de calidad, pero no siempre han ocupado las plazas más visibles. Enrique Lihn es un buen ejemplo: sin haber sido crítico oficial –escribía sin miedo y sin medio– ha quedado como uno de los críticos clave del país.

     

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    La llamada doble militancia no solo es válida sino que puede ser valiosa. Un crítico es alguien que escribe. Y como tal, muchas veces salta la valla papal y se entrega a la ficción, el verso, la crónica o las memorias. Todo dependerá en cada caso, por cierto, de los resultados, pero en principio la doble militancia es una cuestión ventajosa, jamás una contradicción. Ahí están, por ejemplo, los notables casos de Cristián Huneeus, Elvira Hernández o Alejandro Zambra. Bien mirado, el mismo concepto de doble militancia es equívoco o derechamente equivocado: quien ejerce la escritura creativa o autobiográfica y a la vez escribe sobre otras obras no milita en dos bandos: solo intensifica su escritura. Está lleno de escritores creativos que son notables críticos: Denise Levertov, Ingeborg Bachmann, W.H. Auden, Tamara Kamenszain, Joseph Brodsky, José Lezama Lima, Pier Paolo Pasolini, Natalia Ginzburg, Octavio Paz y Wisława Szymborska, solo por mencionar algunos casos sobresalientes. También muchos críticos han sido excelentes escritores: los peruanos José Carlos Mariátegui y Luis Loayza, los ingleses V.S. Pritchett y Cyril Connolly, los chilenos Luis Oyarzún y Martín Cerda, la argentina Beatriz Sarlo. Y, cómo no, Barthes, que se enfrentó bestialmente a los críticos franceses conservadores, pero no para acabar con la crítica literaria sino, al contrario, para vitalizarla, para hacerla hablar.

    La crítica no es ciencia, dice Barthes, ya que mientras “esta trata de los sentidos, aquella los produce”. Los produce, pero no los controla. Por eso el cambio de contexto le invierte a veces el valor de uso a ciertas sentencias, como cuando Nicanor Parra utilizó promocionalmente los denuestos del cura Prudencio Salvatierra o Alberto Fuguet los de Ignacio Valente. O cómo el paso del tiempo da vuelta algunas valoraciones críticas, y lo que Marcelino Menéndez Pelayo dijera para denostar “Las soledades” de Góngora, hoy se podría usar como elogio de un poema de Beckett o de Lezama: “Una apariencia o sombra de poema, enteramente privado de alma. Solo con extravagancias de dicción intentaba suplir la ausencia de todo”.

    La idea de la crítica como productora de sentidos tienta para ser tomada como definición. La argentina María Moreno, a quien nada parece serle indiferente, es maestra en este arte de leer crítica y creativamente, como se ve en su libro Subrayados. Su escritura crítica es ejemplar por imprevisible y porque invita a leer y deja siempre algo resonando en la cabeza: una imagen, una pronunciación, un gesto incluso, como el de agachar leve y respetuosamente la cabeza, tal cual lo hizo ella de niña una vez en la sala de clases al percatarse de que una compañera nueva no sabía leer e intentaba disimularlo malamente. Si Subrayados es una lección de lectura crítica, tal vez lo sea como un modo de reparar la humillación a la que el resto del curso sometió a esa compañera. Por eso –refiera a Nabokov, tome distancia de Coetzee o reivindique lo pop– Moreno invita a leer levantando la cabeza. Con placer, con ingenio, pero sobre todo sin miedo.

    Hacia el final de Crítica y verdad, Barthes habla de la crítica como una “lectura perfilada”, una lectura que “redistribuye los elementos de la obra de modo de darle cierta inteligencia”. A nada de esto se opone el placer de la lectura. Ante todo el crítico es un lector, alguien que escudriña en el texto para ver lo que hubo, lo que hay y lo que puede haber; alguien que, parafraseando un título del crítico chileno Jaime Concha, “lee al trasluz”. El crítico como un lector que desea y que, en un trance de voluptuosidad, cambia de deseo y pasa de leer a escribir. En eso Barthes y Moreno calzan los mismos puntos.

     

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    Y en Chile, ¿qué criticar? Considerando que, debido a la multiplicación de espacios alternativos, hay muchos más empeños críticos que antes, la respuesta podría ser: a la crítica. No parodias ni ataques ni venganzas. Simplemente críticas. Si las críticas son réplicas, las réplicas pueden ser replicadas. Debates, pensamientos, libros, seminarios: nada malo podría salir de la ampliación del campo de batalla. Pero mucho más urgente es una crítica de poesía estable y visible. Algo hay, sin duda, como el trabajo valioso pero algo oculto de Jorge Polanco o Jaime Pinos, o el agudo pero no tan visible o frecuente de Pedro Gandolfo, Paula Miranda y Soledad Bianchi. La mejor tradición literaria que ha dado Chile merece y necesita una tribuna que semanal y libremente dé cuenta de la poesía que acá se publica, alguna excelente, mucha muy buena, mucha muy mala y sobre todo, mucha que sin ser mala no es buena.

     

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    En “Confesiones de un crítico literario”, George Orwell, un novelista algo aburrido pero un ensayista y cronista de inteligencia y brillo superlativos, formula la pregunta clave: ¿qué criticar? Orwell hace una descarnada y cómica descripción de un típico día de trabajo de un crítico y concluye que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador. No solo conlleva elogiar basura, sino inventarse unas reacciones hacia libros ante los que uno no alberga el más mínimo sentimiento espontáneo”. Por eso, dice, lo mejor sería ignorar la mayoría de los libros y hacer “reseñas muy largas sobre aquellos pocos que pareciesen importar”.

    Hay, en ese sentido, buena parte de responsabilidad en los medios, que mezquinan los espacios, las frecuencias, las visibilidades, y confunden cultura y espectáculos, literatura y tiempo libre, pensamiento y ruta de panoramas.

    Como Orwell, hay muchos que, con buenos argumentos, sostienen que las mejores críticas o las únicas necesarias son aquellas sobre libros que al crítico le han gustado o desconcertado, pues en la formulación del porqué de su entusiasmo o desconcierto alumbrará las cualidades de la obra y, de manera más o menos tácita, dará su idea de lo que es o puede ser la literatura. Es la muy razonable crítica constructiva: no tiene sentido que un crítico destroce una obra mala que no está teniendo ninguna repercusión, que nadie ha celebrado. La noción y la práctica de la crítica como camotera son nefastas. Reich-Ranicki arranca su largo ensayo “Sobre la crítica literaria” planteándose justamente esto: “¿Cuándo puede o debe un crítico cargarse a un autor?”. Por cierto, es tan necesario que el crítico alce la voz cuando descubre una voz nueva o valiosa o singular, como cuando una mediocridad está pasando por “la tibia lluvia de los favores mutuos” o moda o lo que sea, como gran obra. Entonces, la demolición se vuelve constructiva y una crítica dura y ruda no es una paliza sin sentido, sino lo que Reich-Ranicki llama “una defensa agresiva de la literatura”, lo cual es perfectamente válido siempre que se haga sin personalismos y sin sesgos moralizantes respecto a los contenidos, porque eso sería como retroceder a esa época espinosa en la que condenaban a Flaubert y Baudelaire por mostrar lo que para los defensores de la moral era deleznable.

    Estando como estamos en el ámbito de lo incierto, lo deseable sería que el crítico acometiera su labor no con el tono y la severidad del policía (que detiene y encierra) ni del juez (que dictamina) ni del recadero (que notifica), sino con la inteligencia del fiscal, que aportando materiales y pruebas, aun manipulados, induce, propicia juicios, pero no los dicta. Una alucinante demostración de esto se encuentra, justamente, en las actas de los juicios contra Baudelaire por Las flores del mal y contra Flaubert por Madame Bovary. Publicadas por la editorial Mardulce, en ellas se ve a fiscales y defensores haciendo un extremado despliegue de argumentos para establecer el sentido de ambos textos y, según eso, tomar las decisiones del caso. Es un extraordinario ejemplo de gran crítica literaria producida de refilón.

     

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    Una de las hipótesis más intrigantes de la canción “Quién mató a Gaete”, de Mauricio Redolés, dice: “Lo mató la crítica literaria chilena / ¡Qué güena!”. ¿Qué querrá decir? Quizás, precisamente, que muchos críticos han entendido su oficio como el de policía o juez o recadero. Más que un arte combativo, la crítica podría pensarse como un brazo sutilmente armado de la literatura que con total independencia procure desinflar lo que siendo más liviano que globo de helio pasa por sólido y, de vuelta, relevando lo que por inusitado o extraño pasa por insustancial. Respecto de esto último, la crítica podría entenderse como aquella escritura que trabaja al alero de la idea clave de William Carlos Williams: “Lo nuevo nunca proviene de lo perfecto”. Bajo esa premisa habría que buscar, detectar y proyectar.

     

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    ¿Qué es la crítica literaria? Una forma del ensayo, ante todo. Una manera de ganarse la vida. O de perderla. Si el pago no fuese, como decía Cyril Connolly, de media jornada (o menos) para una labor de jornada completa (o más), el escenario sería más variado y complejo. Hay, en ese sentido, buena parte de responsabilidad en los medios, que en todas partes mezquinan los espacios, las frecuencias, las visibilidades, y confunden cultura y espectáculos, literatura y tiempo libre, pensamiento y ruta de panoramas.

    Entre 1972 y 1975, Pasolini se dedicó a la crítica semanal en Italia y de esa incursión quedaron textos donde su inteligencia atrevida ilumina u oscurece, según sea necesario, con potencia teatral. Después de tres años como crítico, anunció una pausa (que luego un asesino haría eterna) para hacer una película. Tras decir que fue para él un trabajo placentero y que lo fue doblemente por no recibir ningún tipo de presiones, Pasolini se preguntó “qué es y cómo está hecha la crítica”. No ofreció ninguna definición redonda, pero sí corroboró y rodeó reflexivamente algo que, por sencillo, podría ser desatendido por cualquiera, pero no por una cabeza como la suya: “He hecho unas descripciones. He aquí todo lo que sé de mi crítica en cuanto crítica”. Y descripciones de qué, se pregunta: “De otras descripciones, dado que otra cosa no son los libros… En la vida ocurren unos hechos. Los libros los describen, pero, en tanto que libros, también estos son unos hechos. Y, por lo tanto, también pueden ser descritos: por la crítica”.

    ¿Para qué sirve la crítica literaria? Para pensar los hechos de este mundo y los hechos a los que esos hechos dan pie: los libros. Para mediar entre editores y lectores. Para seguir leyendo. El que lee siempre tendrá, junto al libro que ha tomado, el fantasma de los infinitos que ha dejado de lado. Quizás la crítica exista para no llegar siempre tan solos a ese momento.

     

     

    Una versión preliminar de este texto se publicó en el libro El circo en llamas, Pez Espiral Editores, 2017.

  45. Werner Herzog: “Si una sola persona se siente acompañada con mis películas, yo ya hice mi trabajo”

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    Ayer se llevó a cabo el esperado encuentro del director alemán con el público chileno. En un Campus Lo Contador de la Universidad Católica lleno de personas, el creador de Fitzcarraldo habló sobre su próxima película, sus aventuras de viaje, la escritura y los libros. Como si se tratara de un gurú, durante la ronda de preguntas (que se extendió por más de una hora) se le consultó de todo, incluso de su vínculo con el polvo.

    por matías hinojosa

    Con 30 minutos de retraso llega Werner Herzog al campus Lo Contador, para participar en una nueva jornada –de las más brillantes quizás– del ciclo La ciudad y las palabras, evento que durante más de 10 años ha organizado el Doctorado en Arquitectura y Estudios Urbanos de la Pontificia Universidad Católica. La demora no hacía más que aumentar la expectación. Cuando aparece, el director alemán es recibido con aplausos y gritos por las cientos de personas que repletan el lugar. Con lentes de sol y mochila al hombro, el cineasta se queda de pie un momento y devuelve una sonrisa afectuosa a sus seguidores.

    Su visita a Chile se enmarca también en el plan de rodaje de su nueva película, un documental que filma para la BBC que contará con el testimonio de Cristina Calderón, la última hablante nativa del idioma yagán. “Las lenguas no son solo una cuestión gramática, sino una visión completa del mundo”, comenzó diciendo el realizador, quien abordará en este nuevo trabajo su desazón frente a la desaparición de culturas ancestrales.

    En el diálogo con Fernando Pérez, arquitecto y académico de la UC, Herzog demostró su cautivante faceta de orador y detalló la caminata que emprendió en 1974, desde Múnich a París, para encontrarse con la crítica de cine Lotte Eisner, quien estaba muriendo. “Cuando llegué le dieron de alta y vivió otros ocho años”, contó Herzog, que se extendió luego en su relación con Eisner, recordando una conversación que tuvo con ella: “Me dijo: estoy prácticamente ciega, no puedo leer poesía, ni ver películas, es el momento que yo muera, porque estoy saturada de vida”.

    La experiencia de este viaje quedó registrada en su libro Del caminar sobre hielo, texto del cual escogió un fragmento que leyó en español frente al público. “Nadie camina a pie, estaba completamente solo. Uno debe aprender a vivir con esta soledad y encontrar sentido en ella”, reflexionó.

     

     

    También se refirió a su libro La conquista de lo inútil, donde registró su experiencia filmando Fitzcarraldo. “Jamás pensé que estaba listo para publicar. Cuatro años después, encontré el cuaderno de notas y me di cuenta de que estas no eran notas personales. Traté de transcribirlo en ese momento, pero la letra era pequeña y no pude hacerlo”. El cuaderno estuvo guardado durante 24 años, hasta que su mujer lo espoleo para que retomara ese proyecto. “Mi esposa me dijo ‘debes abordar este texto, porque vas a morir y después algún idiota va a querer publicarlo’”, contó entre risas, agregando que: “Este libro perdurará más que mis películas. No porque sea mejor escritor, sino porque los libros son una experiencia más directa”.

    En la entrevista su relación con los libros y la escritura tuvo una presencia importante. “La escritura es parte de mi vida: escribo y me refugio en las palabras, en el lenguaje”, afirmó, para luego arremeter con una acalorada defensa de la lectura. “Les digo a los jóvenes directores que si no leen podrán ser cineastas, pero serán mediocres. Tienen que leer, leer, leer, leer. El consejo va también para los arquitectos que estudian acá: lean”. Y ese no fue el único consejo a los jóvenes presentes: “Antes de estudiar arquitectura deberían trabajar en una obra, como obreros, para entender qué hay detrás de una construcción. Lo mismo ocurre con los médicos. Antes de estudiar medicina deberían trabajar en una ambulancia”.

    La ronda de preguntas se extendió por más de una hora. Herzog respondió con paciencia y generosidad a la fila de personas que se agrupó frente a los micrófonos. Como si se tratara de un gurú, se le consultó de todo, desde cuál es el sentido de la vida (“No tengo respuesta para esa pregunta. Eso se conversa con un pisco sour y un buen bife”, dijo) hasta de su vínculo con el polvo. Uno de los momentos de mayor emoción llegó cuando un seguidor le confesó que sus películas lo habían salvado en un período de soledad. Herzog lo invitó a subir al escenario y le dio un abrazo. “Si una sola persona se siente acompañada con mis películas, yo ya hice mi trabajo”, apuntó después.

    En esta parte, consultado por muchos estudiantes de cine, también aprovechó de dar consejos a los que dan sus primeros pasos en este campo: “A los jóvenes siempre les digo que no se vayan por las grandes ideas. Muchos me dicen que quieren hacer películas sobre la injusticia en el mundo, pero hay que ser específico, lo más específico que se pueda. A aquellos jóvenes siempre les pregunto cuál será la primera imagen de la película y no tienen idea”.

    Asimismo, abordó la fama que tiene de hombre temerario y loco: “La gente usualmente dice que hago cosas locas, pero eso no es cierto, yo soy muy profesional, porque siempre salgo con una película de esas experiencias”.

     

    Fotografías: Mabel Maldonado.

  46. Filmar una isla

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    En octubre se estrenó Tierra sola, la nueva película de Tiziana Panizza, una de las documentalistas más fascinantes y secretas de Chile. Esta vez, con su cámara super8 indaga en la historia de la cárcel de Isla de Pascua.

    por diego zúñiga

    La primera vez que pisó la isla fue en 1999, un poco por azar: había hecho un par de trabajos para una productora y el pago fue un pasaje en avión a cualquier ciudad de Chile, la que ella eligiera. Tiziana Panizza (1972) no lo pensó mucho: Isla de Pascua, dijo, ese lugar de Chile del que sabemos poco, poquísimo, y en ese tiempo era aun menos la información que había.

    Sería un primer viaje de turismo —que la impactaría, sin duda: el paisaje, la lengua, el aislamiento—, pero luego volvería un par de veces hasta descubrir que en ese lugar había una historia, o más bien varias historias, que le interesaría poner en diálogo frente a su cámara. Quería filmar la isla —ese paisaje, la lengua, el aislamiento—, pero no sabía bien por dónde empezar. Hasta que apareció el detonante: por ese entonces  —alrededor de 2007, 2008— Panizza estaba filmando reportajes para Canal 13, reportajes sobre distintas cárceles de Chile, que le hicieron descubrir cómo cambiaban los recintos dependiendo del lugar en el que estuvieran: “Uno dice cárcel y se imagina un estándar, pero no es así”, explica ella, sentada en su oficina, en una casona de Barrio Italia.

    Y ahí vino la pregunta: ¿cómo es la cárcel de Isla de Pascua?

    Le pidió entonces a una amiga que estaba allá que fuera a preguntar, y que si encontraba el lugar ojalá sacara algunas fotos.

    El relato de esos hombres dialoga, inevitablemente, con la vida de los internos que hoy están en aquella singular cárcel de Isla de Pascua, cuando los van a visitar sus familias, cuando le venden artesanías a los turistas —ahí, en la misma cárcel— o, simplemente, cuando están viendo televisión junto a los gendarmes.

    —Ahí volvió mi amiga y me mostró fotos: una cárcel pequeña, que tenía siete presos, una tenencia de carabineros, un par de galpones antiguos con gendarmes rapanui, y la jefa máxima una mujer, cuyo gran proyecto era hacer una cárcel nueva, porque en esta no habían grandes rejas ni muros: los internos andaban prácticamente libres. Entonces pensé: ¿aquí parece que hay una película, no? —dice Panizza y se ríe.

    Postuló a un fondo de Corfo para comenzar la investigación y lo ganó: era 2009. Casi 10 años después, todo eso se convertiría en Tierra sola, su último documental, que se estrenó recientemente en octubre en diversas salas del país, en el marco del programa Miradoc, y que viene precedido de varios premios, entre ellos el de Mejor Largometraje Chileno en el Festival de Cine de Valdivia 2017.

    La historia de la cárcel de Isla de Pascua, sin embargo, sería solo una parte de lo que filmaría Panizza. Porque cuando fue a la isla a investigar, en 2010, descubriría otros personajes, otros relatos, que le permitirían armar un documental mucho más complejo y, también, mucho más inesperado.

    Correspondencia en super8

    El nombre de Tiziana Panizza circula desde hace años como un secreto, como un rumor, como una contraseña: hay que ver sus documentales autobiográficos, esas películas filmadas en super8, decían los que habían tenido la posibilidad de descubrir sus filmes en festivales y muestras hace ya varios años.

    Estudió periodismo, trabajó durante un buen tiempo realizando contenido para la televisión; su escuela fue la productora Nueva Imagen (El show de los libros, Cinevideo), pero luego se aventuraría a trabajar con otros materiales, esos que la convertirían en un secreto, en un rumor, en una contraseña: Dear Nonna: a film letter (2005), Remitente: una carta visual (2008) y Al final: la última carta (2013) son los cortometrajes que conforman su celebrada trilogía documental Cartas visuales, en la que Panizza indaga en su historia familiar, en su genealogía, marcada por la inmigración.

    Tiziana Panizza (1972)

    Todo empezó, también, con un viaje, cuando se fue a estudiar cine a Inglaterra, a la Universidad de Westminster, en Londres. Allá confirmó que quería dedicarse a filmar documentales que fueran más allá de lo informativo. Quería transformar esas imágenes reales en una experiencia estética. Entonces, recurrió a su biografía. En ese tiempo nació Dear Nonna, que es, de hecho, una carta visual que Panizza le envía desde Londres a su abuela italiana, quien le leía, cuando ella era una niña, las propias cartas que recibía de su tierra natal. Son solo 14 minutos, pero lo cierto es que el impacto que produce el cortometraje es feroz: las imágenes grabadas en super8 disparan, en el espectador, sus propios recuerdos, su propia infancia, su propia biografía. Esos colores opacos, la frágil nitidez de aquellas imágenes, impulsan a la memoria: esa carta, esa abuela, esa nieta, son de alguna forma personajes de nuestra vida.

    Hay algo de los diarios fílmicos de Jonas Mekas y del cine de Chantal Akerman en la obra de Panizza: esa intimidad que surge tanto por los materiales de la realidad con los que trabaja, como por el tratamiento mismo: imágenes porosas, cotidianas, tiempos muertos que solo el cine puede convertir en algo valioso, importante. Más que documentales, son ensayos fílmicos, que han tenido una recepción muy entusiasta —sobre todo por parte de sus pares y de la crítica—: han circulado por distintos festivales y recibido diversos premios (en Perú, en España, en Torino, en Fidocs). Una obra que la vincula a los proyectos de Ignacio Agüero y de José Luis Torres Leiva, por ejemplo, con quienes ha trabajado en distintas instancias. De hecho, con Agüero forma parte del grupo de profesores del Instituto de la Imagen de la Universidad de Chile.

    “Algunas personas me han dicho que por qué no me quedé solo con un personaje o con una de las líneas narrativas, pero para mí era importante la digresión, asomarte a otros espacios y que no tuviera una estructura tan clásica”.

    Todas esas búsquedas estéticas, esa idea de los ensayos fílmicos, se encuentran en Tierra sola, que cuenta la historia —y la cotidianidad— de la cárcel de Isla de Pascua, pero a ese mundo se suman otros relatos que surgieron a partir de la investigación y, sobre todo, de las imágenes que otros filmaron.

    —Cuando fui en 2010 me dediqué, sobre todo, a conversar con muchos viejos, quería conocer a través de ellos la historia de la isla y de la cárcel. Hasta que un día uno me dijo: “Tanto que vai a la cárcel, si toa esta isla fue una cárcel en algún momento”. Me dejó pensando y nos pusimos a investigar, a leer todo lo que había sobre la isla, de distintos historiadores, y empecé a buscar filmaciones y ahí se abrió un mundo.

    —Eso es algo característico de tu trabajo. El buscar en el pasado imágenes que hacen sentido en el presente.

    —La preocupación por el cine antiguo, el cine patrimonial, viene desde siempre. Hace unos años hice un libro de Joris Ivens y su relación con Chile (Joris Ivens en Chile: el documental entre la poesía y la crítica, 2011, Cuarto Propio), su trabajo en Valparaíso y cómo fue un radio de influencia súper importante para los pioneros del cine documental en Chile: Pedro Chaskel, Sergio Bravo. Eso me gusta mucho, trabajar con ese cine antiguo, y por ahí surgió la idea de ver cómo se había filmado la isla antes…

    —¿Y qué encontraste?

    —Empezamos buscando en el museo de la isla, y había algunas películas. Pero después entramos a Google y descubrimos que había mucho material repartido en distintas partes del mundo: Bélgica, Noruega, Canadá. Buscamos filmaciones pre-turismo, pre-primer vuelo comercial, año 1966 como tope, porque además ahí cambió el formato de celuloide a video. Nos interesaban todas las expediciones que llegaban en barco y donde había alguien con una cámara.

    A partir de ese descubrimiento, Panizza y su equipo recopilaron 32 películas, por lo que entendieron que también debían hacer algo con ese material, así que empezaron un proyecto de ordenar todo y hacer un libro con ese descubrimiento. Y comenzaron a trabajar con las imágenes, pues aquel registro —más de 100 horas de filmaciones— le permitía a Panizza añadir una nueva línea narrativa a la historia de la cárcel: con esas imágenes —muchas filmadas en super8— podía hablar y mostrar el pasado de la isla, y también la forma en que los extranjeros la observaban: como un lugar solitario, aislado, donde casi no aparecen sus habitantes, pues todo es paisaje.

    Y fue también en medio de la investigación que descubrió otro punto que le serviría para abrir una nueva línea narrativa: a fines del siglo XIX, el gobierno chileno le arrendó la isla a una compañía británica, que convirtió el territorio en una gran hacienda ovejera y que intervino por completo la isla, que la convirtió, para sus habitantes originarios, en una verdadera cárcel, como le dijo uno de los ancianos a Panizza. Pues los habitantes fueron relegados, sin permiso para circular por su propio territorio y sin los derechos de cualquier ciudadano chileno. En medio de esa historia, Panizza se encontró con algunos sobrevivientes de ese tiempo, que lograron fugarse de la isla en frágiles embarcaciones. En el documental, ellos le cuentan cómo fue estar más de 50 días en alta mar, buscando mejores condiciones de vida, luchando por su libertad.

    “Lo que me interesa es que los textos y las imágenes abran sentidos, que complejicen lo que uno va viendo en la pantalla”.

    El relato de esos hombres dialoga, inevitablemente, con la vida de los internos que hoy están en aquella singular cárcel de Isla de Pascua, cuando los van a visitar sus familias, cuando le venden artesanías a los turistas —ahí, en la misma cárcel— o, simplemente, cuando están viendo televisión junto a los gendarmes. Pero además el vínculo entre ambas historias lo da el lugar: donde hoy está la cárcel, antes estuvo la casa de los capataces de la hacienda británica. Esos saltos en el tiempo también se traducen, cómo no, en las imágenes que vamos viendo en pantalla.

    —Hay escenas que las filmas en digital, como las de la cárcel, en que pasaste horas compartiendo con los internos, y otras en super8. ¿Qué encuentras en ese formato que te lleva a trabajar siempre con él?

    —Hay una obstrucción natural: cada rollito de películas son tres minutos y es mudo, entonces esa obstrucción me interesa. En video como que importara menos el momento de filmar, entre comillas, porque puedes grabar mucho y después en el montaje escoger. Pero aquí es al revés: lo que filmo en super8 por lo general va a quedar, entonces la decisión es en el momento.

    —Ahora, tengo entendido que estuviste varios meses montando la película. ¿Fue muy complejo?

    —Sí, fueron varios meses. Porque siento que el proceso de montaje también es un proceso de investigación. O sea, cuando estás montando veo cuánta duración le voy a dar a una imagen para que se desprenda del texto que le agrego, o calculo los tiempos para habitar esa imagen y, así, que el espectador construya la suya propia, o que su mente divague. Para mí eso es muy importante: que siempre pueda haber una divagación… Algunas personas me han dicho que por qué no me quedé solo con un personaje o con una de las líneas narrativas, pero para mí era importante la digresión, asomarte a otros espacios y que no tuviera una estructura tan clásica. Quería algo más ruiziano, con todos los elementos circulando, y que finalmente de ese fractal pudieses quedarte con algunas cosas. No creo mucho en una dictadura del relato.

    —A propósito de la divagación, una de las cosas más bellas de Tierra sola son los textos que van apareciendo junto a las imágenes de la isla. Son textos que parecen pequeños poemas y que aportan siempre otra mirada a lo que vemos en pantalla.

    —Creo que eso es algo que me ha interesado desde siempre, ese vínculo entre texto e imagen. Y la dosificación de eso: dejar que entren primero las palabras o la imagen, y no asfixiar. Porque uno se pregunta: ¿en qué medida si pones un texto estás influenciando demasiado una imagen, o no? Lo que me interesa es que los textos y las imágenes abran sentidos, que complejicen lo que uno va viendo en la pantalla.

     

  47. Pensar contra sí mismo

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    El libro Scènes de la vie intellectuelle en France, de André Perrin, explora un tema en realidad universal: la manera en que lo políticamente correcto termina coartando la pluralidad de visiones acerca de la vida en común. Con tantos límites a la forma de hablar, a los temas que se pueden tratar y a las verdades que se pueden decir, hemos terminado perdiendo la tolerancia: querríamos un mundo completamente uniformado y nos ofuscamos incluso cuando las costumbres del pasado no se ajustan a nuestros criterios actuales. Pero pensar, dice Perrin, implica suspender el juicio moral.

    por daniel mansuy

    En La democracia en América (libro que, a pesar de los años, sigue siendo la mejor exploración del fenómeno democrático que se haya escrito), Alexis de Tocqueville describe con precisión de cirujano una inquietante patología de la modernidad: los límites a la libertad intelectual. Según observa el autor francés, las sociedades democráticas poseen un extraño talento para imponer límites invisibles a aquello que puede ser pensado. Tocqueville es un escritor moderado y elegante, pero en este tema su pluma adquiere un tono lapidario. Asevera, por ejemplo, que si acaso es cierto que un régimen despótico puede prohibir la circulación de tal o cual libro, la democracia logra que casi nadie tenga siquiera la idea de publicar un texto disidente. Su conclusión es categórica: en ningún lugar del mundo, dice, existe menos libertad intelectual que en Estados Unidos. Según Tocqueville, la democracia –el régimen de la igualdad– tiende a producir una especie de despotismo intelectual, que silencia mecánicamente a quienes osan apartarse de la doxa dominante.

    ¿En qué medida el diagnóstico tocquevilliano sigue siendo pertinente? Tal es la pregunta que intenta responder el libro de André Perrin, Scènes de la vie intellectuelle en France. L’intimidation contre le débat (“Escenas de la vida intelectual en Francia. La intimidación contra el debate”), que cuenta con un magnífico prefacio de Jean-Claude Michéa. A partir de una minuciosa explicación de algunas discusiones francesas y europeas, Perrin diseca los peligros que acechan la discusión intelectual en una sociedad que se vanagloria de ser la cuna de todas las libertades. El diagnóstico es claro: en Francia –pero también fuera de ella– hay una larga lista (que crece cada día) de ideas que no pueden ser enunciadas sin generar ipso facto un linchamiento mediático más o menos unánime.

    Perrin alude a ejemplos variados, y que muestran que el imperio de lo políticamente correcto va dejando cada vez menos espacios de libertad. Veamos algunos de ellos. En 2008, el historiador Sylvain Gouguenheim publicó Aristote au mont Saint-Michel, libro cuya tesis central sostenía que el mundo árabe no fue el principal transmisor de la filosofía griega, como suele creerse. La idea era, ciertamente, debatible, pero a nadie le interesó ese aspecto. El autor fue rápidamente tachado de islamófobo, siendo objeto de una polémica muy agresiva. ¿Cómo es posible que se ponga en cuestión el aporte árabe a la civilización europea? ¿No hay allí una inaceptable afirmación de superioridad occidental? Por absurdo que parezca, ese fue más o menos el registro de la discusión. Cincuenta y seis profesores publicaron una violenta tribuna en Libération, señalando haber leído “con estupefacción” el texto en cuestión, y acusando a su autor de “racismo cultural”. Según los firmantes, el trabajo no sería científico, sino simplemente ideológico y “de connotaciones políticas inaceptables”.

    Las cosas no dejan de existir porque así lo deseemos. Las ideas condenadas al ostracismo siguen allí pero, ya que no tienen derecho de ciudadanía, se manifiestan de modo patológico. Donald Trump es el caso más emblemático de dicho proceso, pero está lejos de ser el único.

    Otro ejemplo: en 2010, Éric Zemmour, un conocido polemista francés, aseguró en un debate televisivo que la mayoría de los traficantes y delincuentes son negros y árabes. Zemmour fue condenado por la justicia por “incitación al odio racial”. Sin embargo, dado que las estadísticas étnicas están prohibidas en Francia, es imposible saber si dijo o no la verdad. Las palabras de Zemmour son, desde luego, tan chocantes como incómodas, pero ¿tiene sentido utilizar el derecho penal para silenciar aquello que nos perturba? ¿Qué tan ilustrada resulta esa actitud? En rigor, el caso de las razas es un ejemplo de manual, pues nadie sabe qué diablos hacer con el concepto. Por un lado, solo admitir la existencia de razas nos convierte de algún modo en racistas, pues supone admitir que hay diferencias relevantes al interior de la especie humana. No obstante, al mismo tiempo, se habla (y mucho) de razas, cuando se busca identificar a aquellos que consideramos víctimas (en Francia se realizan con cierta regularidad eventos a los que solo pueden entrar personas de color).

    En Chile nos ocurre algo parecido con la cuestión mapuche: es racista hacer la distinción si se busca discriminar; es legítimo hacerla si se quiere proteger la identidad del pueblo mapuche.

    Un tercer caso al que alude Perrin: en 2014 se organizaron las 17a jornadas de Historia de Blois, y fue invitado a hablar el destacado filósofo Marcel Gauchet, autor de una extensa obra sobre la modernidad. En tiempos normales, se entiende que el objeto de estas jornadas es discutir y confrontar tesis. Pero hubo quienes no lo entendieron de ese modo. Un grupo de “intelectuales” se indignó con la presencia de Gauchet en las jornadas por considerarlo “reaccionario”, y lanzó un llamado a boicotear el evento que fue firmado por ¡259 profesores universitarios! ¿El pecado de Gauchet? Haber dado tribuna en la revista que dirige (Le Débat) a autores de múltiples tradiciones intelectuales, incluyendo a críticos del matrimonio homosexual.

    También hay casos cuyas consecuencias son de otro orden. El discurso que Benedicto XVI pronunció en Ratisbona el 12 de septiembre de 2006 fue conocido básicamente por su alusión a una discusión medieval, donde uno de los interlocutores afirma que el Islam es una religión violenta. Desde luego, el discurso no suscribía de ningún modo dicha tesis, pero a nadie le preocupan los detalles. El hecho se viralizó, interpretado como una impresentable crítica del jefe de la Iglesia Católica a la religión musulmana. Resultado: iglesias incendiadas en Irak y varios cristianos asesinados.

    Pero hay un caso más dramático, ocurrido en el Reino Unido. Entre los años 1997 y 2013, unas 1.400 jóvenes fueron golpeadas, torturadas, violadas y abusadas sexualmente en Rotherham, en el condado de Yorkshire. Lo curioso es que ni la policía ni los servicios municipales ni el concejo municipal (todos ellos advertidos en repetidas ocasiones) hicieron algo para evitarlo. Según el informe realizado sobre el tema, todos los responsables fueron reticentes a la hora de “identificar los orígenes étnicos de los culpables”, pues temían ser tachados de racistas (los culpables eran, en su mayoría, de origen pakistaní). Durante largos 16 años hubo entonces una rigurosa ley del silencio, imposible de imaginar si los victimarios hubieran sido, por decir algo, sacerdotes católicos.

    En Chile no estamos ajenos a estos fenómenos. Basta mencionar el caso Zamudio. Daniel Zamudio, un joven homosexual asesinado en 2012, se convirtió en ícono de la lucha por la diversidad sexual sin que nadie se preguntara seriamente por la pertinencia de dicha interpretación. Meses después, Rodrigo Fluxá publicó un documentado (y excelente) libro que pone en duda dicha tesis, y sugiere que el homicidio debería ser leído más bien en clave social, como efecto de la marginalidad y la droga. Fluxá fue objeto de duras críticas; el Movilh publicó un comunicado en el que denunciaba el libro, aunque admitían no haberlo leído (tal cual). Seis años después, cada vez que los medios se refieren al caso, ponen el énfasis en el carácter sexual del delito. ¿La verdad de los hechos? Muy bien, gracias.

    Así se van acumulando las limitaciones de facto a la discusión intelectual.

    Es cierto que el conflicto entre política y filosofía es al menos tan viejo como Platón, pero es difícil negar que las sociedades modernas llevan la paradoja a un punto extremo y difícil de seguir. Los mismos que quieren discutir todo sin tabú se escandalizan cuando alguien no está de acuerdo con ellos; los mismos que dicen detestar toda censura no tienen escrúpulo alguno en torturar a Popper y su paradoja de la tolerancia cada vez que alguien expresa una idea disidente; y los mismos que reclaman el valor supremo de toda transgresión y provocación, simplemente no soportan cuando esta va, según ellos, en la dirección equivocada. ¿Cómo explicar este extraño fenómeno, esta irresistible tentación moderna? En rigor, les tememos cada vez más a la alteridad y al conflicto. Hemos perdido la tolerancia para con la diferencia: querríamos un mundo completamente uniformado. Nos incomoda, por ejemplo, que las obras de arte del pasado no se ajusten a nuestros criterios (como el cuadro de Balthus que levantó airada polémica hace no mucho), y estamos incluso dispuestos a modificarlas para complacernos en nuestra seguridad de estar en lo cierto. Más allá de nuestras gárgaras, le tememos a la diversidad que no calza con nuestros moldes (que, dicho sea de paso, es la única que vale la pena).

    Pensar también puede ofender la sensibilidad y, como decía Aron, no estamos obligados a dar constante prueba de nuestros buenos sentimientos. Pensar es siempre un riesgo, que no puede tomarse si no estamos dispuestos a dudar de nosotros mismos.

    En ese contexto, no tiene nada de raro que nuestras diferencias dejen de ser intelectuales y se conviertan en diferencias morales. A quien piensa distinto se le intenta convencer con argumentos, pero, ¿cómo discutir con alguien poseído por el mal? De allí la obsesiva tendencia a reducir nuestros desacuerdos a lo fóbico: las fobias no se discuten, se denuncian. De más está decir que los efectos sociológicos de esta actitud no son muy estimulantes: las cosas no dejan de existir porque así lo deseemos. Las ideas condenadas al ostracismo siguen allí pero, ya que no tienen derecho de ciudadanía, se manifiestan de modo patológico. Donald Trump es el caso más emblemático de dicho proceso, pero está lejos de ser el único. Y todos aquellos que hacen gala de su indignación estética para con Trump se privan de los medios para comprenderlo.

    Pensar, dice Perrin, implica suspender (al menos en alguna medida) el juicio moral. Yo diría más: para pensar, es necesario suspender el propio juicio. Pensar es siempre pensar contra sí mismo, según la expresión de Finkielkraut. Pensar con honestidad implica poner las consecuencias de las ideas, al menos provisoriamente, entre paréntesis: no hay auténtica discusión allí donde la verdad debe ser disimulada si (creemos que) genera efectos nocivos.

    Pensar también puede ofender la sensibilidad y, como decía Aron, no estamos obligados a dar constante prueba de nuestros buenos sentimientos. Pensar es siempre un riesgo, que no puede tomarse si no estamos dispuestos a dudar de nosotros mismos. Quien no duda, no piensa; tampoco quien tiene certeza plena de estar en el lado correcto. Dicho en corto, pensar exige el coraje de estar dispuesto a ir a contracorriente y desafiar el conformismo intelectual, incluso el conformismo del anticonformismo.

    Esto puede resultar muy molesto, pero la libertad pierde su valor si multiplicamos al infinito las cortapisas, las palabras prohibidas y las expresiones sospechosas. El lenguaje se vuelve rígido, y un mundo cuyo lenguaje no puede desplegarse es un mundo chato y carente de interés. No deja de ser llamativo que el proyecto ilustrado (una de cuyas banderas fue, desde Spinoza, tratar de garantizar el mayor grado de libertad de expresión) termine cerrándose sobre sí mismo, y replicando todos y cada uno de los males que pretendía combatir.

    Quizás, como sugería Leo Strauss, llegó la hora de interrogar los presupuestos de ese proyecto moderno. Después de todo, la fe inexplicada en el progreso y la afirmación irreflexiva de lo moderno en cuanto moderno no son ajenas a todos estos entuertos. El mérito del libro de Perrin es mostrarnos los puntos ciegos de una modernidad que nunca ha aprendido a observarse a sí misma. Como decía el mismo Tocqueville, el amigo de la democracia no es quien la alaba, sino aquel que es capaz de mostrar cuáles son sus dificultades. En ese sentido, André Perrin es un espléndido (y fastidioso) amigo de nuestro régimen.

     

    Imagen de portada: Manifestación de musulmanes contra los dichos del Papa, el año 2006 (publicradioeast.org).

     

    Scènes de la vie intellectuelle en France. L’intimidation contre le débat, André Perrin, L’Artilleur, 2016, 240 páginas, €20.

  48. El fin de los sueños

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    Parece normal asociar la palabra “decadencia” con el género de la novela negra. Quizás entramos en este tipo de libros para confirmar algunas sospechas sobre el estado de las cosas. La sensación ominosa y constante de que bajo la alfombra de una aparente normalidad cívica se acumula el polvo y la mugre de fuerzas caóticas y barbáricas, ajenas a nuestra vida cotidiana, que amenazan con derrumbarlo todo. Aun siendo consciente de esto, es difícil preparar a un lector para los niveles de abyección humana que recorren las páginas de Entre hombres, de Germán Maggiori. Un desfile carnavalesco de personajes masculinos definidos por su violencia extrema, misoginia rampante, angustia permanente, motivaciones mezquinas, desesperanza asumida y corrupción desatada. Todo esto potenciado por el consumo indiscriminado de cocaína que dota a sus escenas y secuencias de un ritmo frenético, incluso en los momentos menos frenéticos.

    La búsqueda de una grabación secreta que muestra una orgía entre hombres poderosos, prostitutas y un travesti, es lo que entrecruza los intereses de una amplia gama de personajes: traficantes de poca monta, ladrones de autos, proxenetas híper violentos, políticos desideologizados y entregados al marketing, agentes de inteligencia y policías corruptos que buscan la grabación para usarla de algún modo truculento. Aquí conocemos al Loco Almada, un policía hastiado de su propia inclinación a la violencia, que tiene el hábito de recitar párrafos del código penal para frenar su impulso de matar a todo lo que se le cruce por delante; y al Mostro Garmendia, su compañero, ex torturador con el rostro quemado, nostálgico de la dictadura militar y adicto enfermizo a todo tipo de sustancias.

    En estas páginas se derrumba por completo esa idea tan chilena o quizás latinoamericana del Buenos Aires cosmopolita, civilizado, letrado, lleno de cafecitos y bares encantadores y taxistas cultos que ofrecen agudos análisis del acontecer político.

    Los hechos policiales se cruzan, mediante la persistencia del azar y el equívoco, con las vidas de un grupo de amigos cesantes, perdidos y entrañables, conocido como “el club del fernet”, cuyo único plan de vida consiste en tomar alcohol y consumir drogas en un bar del barrio. En las conversaciones de estos amigos, a veces muy divertidas, a veces cargadas a la desesperación y a la completa ausencia de perspectivas para el futuro, se configura una especie de poética del macho reventado, una ética del desborde que permea todo el resto de la novela y que logra captar ese estado de ánimo tan propio de los años 90 en Argentina, el ocaso del menemismo y su culminación en la brutal crisis del 2001.

    La acción se mueve entre diversos barrios centrales o marginales de la ciudad, que conforman el esqueleto de una urbanidad arrasada. En estas páginas se derrumba por completo esa idea tan chilena o quizás latinoamericana del Buenos Aires cosmopolita, civilizado, letrado, lleno de cafecitos y bares encantadores y taxistas cultos que ofrecen agudos análisis del acontecer político. El conurbano es presentado como un territorio en permanente descomposición, con vínculos comunitarios frágiles, plagado de rincones inhóspitos que son el escenario adecuado para la destrucción de sus códigos de convivencia.

    Muchas cosas han cambiado desde su fecha de publicación, en el año 2001. Quizás el estado actual de la cultura, donde la consciencia pública de los abusos cotidianos de todo tipo ha permeado a nuestras sociedades, convierta la lectura de esta novela en un acto radicalmente contemporáneo. Y, por lo mismo, en un acto de cierto masoquismo literario. Una novela que sería prácticamente inabordable o imposible de soportar sino fuera por la vitalidad de su prosa y un inesperado sentido del humor. Es en este punto donde radica uno de los talentos centrales de Maggiori: la capacidad de equilibrar el horror con la risa, aligerar esa permanente disposición a la violencia con un extrañísimo sentido de la alegría. El tipo de alegría infantil y carente de moral que nada tiene que ver con lo bueno ni con lo deseable para un mundo mejor, pero que amplifica lo absurdo en sus personajes hasta convertirlo en algo no solo soportable, sino hilarante. La otra virtud de Maggiori es narrativa: la construcción de un entramado policial complejo cuya tensión no decae y que nos empuja siempre hacia adelante, incluso ante la constatación de que nada será resuelto. La idea misma de una resolución está anulada en este libro por el avance demencial de los acontecimientos, la sordera de las voluntades y la deriva inconexa de las motivaciones.

    Una novela que sería prácticamente inabordable o imposible de soportar sino fuera por la vitalidad de su prosa y un inesperado sentido del humor. Es en este punto donde radica uno de los talentos centrales de Maggiori: la capacidad de equilibrar el horror con la risa, aligerar esa permanente disposición a la violencia con un extrañísimo sentido de la alegría.

    Y está, por supuesto, su riquísimo lenguaje, un habla de los bajos fondos que no puede sino recordar a la literatura de Roberto Arlt y que mezcla el argot criminal con la vulgaridad intransable y una suerte de argentinidad al palo. En cualquiera de sus páginas se pueden encontrar frases como esta, parte de una anécdota que el Mosca, ladrón profesional de autos, le cuenta a su comparsa, el Zurdo: “Con el polaco una vez, yo recién empezaba, hicimos un supermercadito, una gilada de enrochado, los dos de caño, allá por Castelar. El chabón vio de toque que la cosa se ponía dura, en la caja no había un cobre y el coreano puto no quería largar el paco que tenía encanutado. El Polaco lo cazó del cogote y se lo llevó para la máquina de cortar fiambre”.

    Este lenguaje, que a primera vista podría resultar críptico o excluyente para un lector no argentino, resulta ser todo lo contrario: es la materia prima que permite acceder con precisión a la idiosincrasia de sus personajes. Hombres que si bien parecen estar entregados al abismo, no están impedidos de vislumbrar las causas de su propio agotamiento vital.

    Esto se puede ver claramente en los manuscritos del doctor Celedonio Reyes, una suerte de manifiesto teórico que corre por debajo de la historia, o en sus costados, y donde se analiza la composición del “Homo toxicus”, eslabón evolutivo que constituiría al hombre de este nuevo siglo. En uno de sus párrafos leemos lo siguiente: “Un pueblo sin sueños es como una autopista a ninguna parte, es un caos que termina en el embotellamiento, en la inmovilidad. Y donde no hay movimiento tampoco hay vida posible. Entonces, cuando se pierde el significado de los fines, también se pierde el significado de los medios: una autopista a ninguna parte definitivamente no es una autopista, es otra cosa. El resultado de haber transitado este camino es el habernos convertido en otra cosa”.

    De eso nos habla esta novela. Del fin de los sueños. El fin de lo que debiera unirnos como especie. De esa “otra cosa” que habita en nuestros corazones y nos corroe desde adentro. Una especie de ultimátum en clave policial que solo podemos abordar desde la perplejidad y que nos golpea con extrañeza, como un ataque de risa en la mitad de una pesadilla.

     

    Entre hombres, Germán Maggiori, Estruendomudo, 2018, 344 páginas, $14.000.

  49. La juventud se acaba

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    En Fanfiction, el mundo de Hidalgo sigue siendo en gran medida el del puerto de Valparaíso, espacio seductor, melancólico, devastado por el fracaso o la mediocridad. Y en los cuentos también abundan referencias pop provenientes del cine, la música, las series y los cómics. Sin embargo, hay relatos mucho más libres e imaginativos, hilarantes, rabiosos y desconcertantes, relatos que sugieren un posible giro hacia la madurez.

    por lorena amaro

    Ya en los cuentos de Canciones punk para señoritas autodestructivas (2011) y en la novela Manual para robar en el supermercado (2015), Daniel Hidalgo demostró su capacidad narrativa, que se reafirma y supera en la prosa de Fanfiction, más pulida que en los libros anteriores. Se evidencia una gran soltura en los diálogos, a través de los cuales el autor registra las observaciones hechas en la calle, sobre todo la calle de los jóvenes, sus noches, sus primeras búsquedas intelectuales y musicales. También en este nuevo libro el mundo de Hidalgo sigue siendo, en gran medida, el del puerto de Valparaíso, espacio seductor, melancólico, devastado por el fracaso o la mediocridad, espacio que emerge no solo en su narrativa, sino también en las historias de varios autores contemporáneos, como Álvaro Bisama, Cristian Geisse y Cristóbal Gaete.

    Los cuentos de Fanfiction transcurren en atmósferas similares y se sirven de referencias pop provenientes del cine, la música, las series y los cómics. Sin embargo, hay novedades en la narrativa de Hidalgo: el primer relato, “Alerta de spoiler”, se escapa del registro realista y melancólico de los demás, para acercarse a una estética hilarante y rabiosa. Pocas narraciones recientes en Chile ofrecen este tono más libre e imaginativo, menos apegado al registro mimético y minimalista que prima entre nuestros escritores actuales. Ya desde el comienzo de esta historia el narrador anuncia: “Les voy a contar algo”, y con ello atesta que efectivamente entraremos en los laberintos de la ficción, en este caso bastante desquiciados: un crítico de cine escribe que la Marvel paga a los comentaristas cinematográficos para que hablen bien de sus películas, y esto desata una desopilante persecución, con frecuentes cameos del recientemente fallecido Stan Lee por un apocalíptico Santiago Centro: “Stan Lee gritaba mientras temblaba tan fuerte como el terremoto del 85 y el 27F al mismo tiempo y concentrados únicamente bajo nuestros pies”. Se entremezclan argumentos de películas recientes y alusiones al imaginario cinematográfico de los 80, en un relato muy libre, en que no faltan los “[alerta de spoiler]”. Todo un acierto, que abre el volumen con humor y soltura.

    Se evidencia una gran soltura en los diálogos, a través de los cuales el autor registra las observaciones hechas en la calle, sobre todo la calle de los jóvenes, sus noches, sus primeras búsquedas intelectuales y musicales.

    Algo hay de esto también en “Sirenas”, donde se cuenta la fuga de unas adolescentes de un hogar del Sename. Las poses y violencia desatada en torno a estas niñas oscilan entre la parodia de heroínas como Harley Queen, por momentos muy cercana a la caricatura, y el desarrollo de historias de maltrato en que resuenan los testimonios que se han conocido en los últimos años, en Chile, sobre la pesadilla que viven los niños y niñas que pasan por estos hogares.

    En un mismo tono de crítica social, aunque sin renunciar al humor, Hidalgo ofrece las historias de sus otros personajes, más apegado a las convenciones del realismo: un joven estudiante de literatura viaja a Las Cruces para pasar unas carreteadas vacaciones con sus amigos; un bajista estrella de las tocatas porteñas desaparece de escena y su destino se torna tan hilarante como incierto; un narrador, desolado por sucesivas pérdidas, hace el recuento de las mascotas de su vida desde una sociedad futura; dos amigos visitan el cementerio y recuerdan a un tercero, suicida. Son todos cuentos fluidos, que logran mantener el interés con anécdotas mínimas y bastante atmósfera.

    Sin embargo, creo que lo más significativo de este libro no se halla en esos relatos, finalmente más convencionales en su estrategia narrativa, sino en el tránsito hacia nuevos temas y voces, que sugieren los dos primeros cuentos y también el último, “Chicas con camisetas de los Ramones”, en que dos mujeres ya en sus 30 años, que se conocieron en la época escolar y vivieron juntas el encuentro con la música, el mundo de las bandas, el alcohol y la sexualidad, conversan en un patio comentando los cambios de la hija adolescente de una de ellas. Se trata de un diálogo bien construido, en que los estereotipos de las dos amigas no responden a otra cosa que a sus propias conductas de imitación adolescente; confrontadas con su propia madurez, hay algo de desconcierto y también un poco de risa ante la situación. Quizá esta conversación entre dos mujeres que comienzan a abandonar la juventud prefiguren un giro en la narrativa de Hidalgo hacia una narrativa de madurez, menos encandilada con sus referencias de culto y con más conciencia de sus recursos narrativos, la psicología de sus personajes y la crítica social latente desde sus primeros textos.

     

    Fanfiction, Daniel Hidalgo, Estruendomudo, 2018, 134 páginas.

  50. Inés Ortega-Márquez, curadora: “Matta debiera estar en todos los tratados de pintura”

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    En 1937, luego de mostrarles sus dibujos a André Breton, Roberto Matta es aceptado en el grupo surrealista. Fueron sus “morfologías psicológicas”, como denominaba el artista a sus intentos de dar expresión visual a los contenidos del inconsciente, los que le allanaron su ingreso en la vanguardia. Dentro de las filas surrealistas tuvo ocasión de rodearse con los más importantes creadores del momento, tanto en Francia como en Estados Unidos, a la vez que desarrolló el que sería considerado uno de sus mejores períodos artísticos.

    En un principio algo distante de los sucesos que agitaban Europa, finalizada la Segunda Guerra Mundial sus representaciones cósmicas del interior humano fueron dando paso a una obra más figurativa, integrando máquinas y humanoides en sus cuadros. Este vuelco en su pintura inauguraría una nueva etapa en su carrera y su interés por el devenir de las sociedades ya no abandonaría jamás su imaginario. Sin embargo, esta nueva perspectiva sería una de las razones que le costaría su expulsión del grupo surrealista. Aquel tránsito, desde la abstracción pura a una visión más comprometida con los dramas del hombre, se puede apreciar en la exposición Matta. Obra gráfica 1943-1968. De la New School de Nueva York a la revolución intelectual del 68, que hasta el 20 de enero de 2019 muestra en el primer piso del MAC el 90% de los grabados hechos por el artista entre esos años.

    “Los surrealistas pensaban que estas obras con elementos figurativos ya no los representaban, que él hablaba de otra cosa”, cuenta la curadora Inés Ortega-Márquez. “Todos habían desembocado en la abstracción y esto lo interpretaban como un retroceso. Matta usa la figuración para narrar lo que estaba pasando, pero no abandona la abstracción pura, solo se aleja de ella, más o menos entre el 47 y el 55, porque entre medio hay pinturas como El nacimiento de América, que se puede ver en esta exposición, y que es totalmente abstracta”.

    “Cuando fue el alzamiento español y asesinan a Lorca, eso lo desgarra, conoce entonces de cerca la injusticia y queda grabado para siempre”.

    El Taller 17

    En 1939 Matta desembarca en Estados Unidos, como buena parte de los artistas de vanguardia europeos. La guerra había desplazado el centro de interés artístico desde París a Nueva York. Aquí, Matta se convertirá en punto de referencia para nuevos artistas, como Pollock y Rothko, quienes estaban absorbiendo rápidamente las ideas de los surrealistas en exilio. Si en París el café Deux Magots sirvió como punto de encuentro para el grupo, en Nueva York el Taller 17 de Stanley William Hayter tomaría la posta, convirtiéndose en un importante centro de reunión

    Fundado originalmente en 1927 en la capital francesa y trasladado a Estados Unidos en 1940, pasaron por este taller de grabado artistas como Picasso, Miró y Kandinski. Los innovadores recursos que Hayter estaba aplicando a esta técnica, y que lo ubican dentro de los más destacados grabadores del siglo XX, llamaron inmediatamente la atención dentro de la denominada Escuela de Nueva York.

    Matta realizó su primera serie de grabados en 1943 y la tituló, precisamente, The New School.  “Matta en París no visitó el Taller 17 ni había aprendido grabación, pero ya en el 43 en Nueva York sí que se animó, probablemente por el ambiente en que estaba rodeado, porque Pollock también acudía al taller y otros que estaban en el grupo”, dice Ortega-Márquez. “El aprendizaje del grabado que hizo Matta con Hayter tenía muchas posibilidades, especialmente cromáticas. De hecho, casi todos los vanguardistas del período han manejado la misma estructura de grabado porque aprendieron en el mismo lugar”.

    Dentro de la exposición se puede conocer esta primera incursión del artista chileno en el grabado: una de las piezas en exhibición data de 1943. En tanto, el resto de la serie expuesta fue impresa recién en 1980. En estos trabajos se ve el interés de Matta por lo erótico, representando una orgía de intrincadas figuras humanas, una mezcla de brazos, piernas y genitales, que a su vez remiten a la faceta más primitiva y salvaje de su obra. De estos años también se exhibe I want to see it to believe it, en el que desarrolla su concepto del “cubo abierto”.

    “No veo ningún tipo de grabado que digas: esto en pintura no existe. En este nuevo lenguaje pone el mismo espíritu y la misma fuerza que había puesto en su pintura, claro que los efectos no son los mismos”.

    Otra serie que se puede ver es Vigies sur cibles (1959), un conjunto de ilustraciones que Matta realiza para un libro de arte, del mismo nombre, escrito por Henri Michaux. Estas imágenes son una continuación de la pintura Etre Cible (Ser el blanco) y su resultado propicia la reconciliación de Matta con André Breton, quien reintegra al pintor chileno en el grupo surrealista.

    De los 60, su período más politizado, se incluyen obras que tratan asuntos como la guerra de Vietnam, la revolución cubana y la base militar de Guantánamo.

     

    ¿Qué circunstancias propiciaron el paso de Matta de las “morfologías sicológicas” a su preocupación por lo social?

    Yo considero que la preocupación de Matta por el tema social arrancó incluso antes de que se convirtiera en pintor. Cuando él se marchó de Chile, en un momento se desplaza a España a ver a su familia y conoce a Federico García Lorca. Si bien no fueron profundamente amigos, porque no tuvieron tiempo para hacerlo (solo pudieron relacionarse en contadas ocasiones en Madrid, en casa de sus tíos), su figura lo influye profundamente. Por lo tanto, cuando fue el alzamiento español y asesinan a Lorca, eso lo desgarra, conoce entonces de cerca la injusticia y queda grabado para siempre.

     

    Fue un golpe de realidad…

    Claro. A mí juicio, en este primer contacto con una realidad hostil, bélica y de acontecimientos trágicos, él empieza a palpar esta idea, que después maneja mucho, de la perversidad del hombre contra el hombre, que es capaz de matar a otro por el pensamiento, por la ideología. Por esa misma época además, en el año 37, Matta está en el pabellón de España y conoce a Picasso, justo en el momento en que está pintando el Guernica, que probablemente es la muestra más feroz que él se podría haber encontrado de esto, es decir, de una situación bélica…

     

    Una representación descarnada del horror…

    Claro, un horror más palpable, más directo. La influencia que tuvo en él esta obra la veo en esos caballos enloquecidos, caídos en tierra, relacionados con las aventuras del Quijote, que aparecieron después en sus pinturas y en todos los demás formatos en los que trabajó. Siempre he pensado que el Guernica quedó muy internalizado en él.

     

    ¿Hay particularidades en sus grabados que no se ven en su pintura?

    Yo creo que Matta traspasa al grabado todas sus preocupaciones que había manejado en la pintura. En ellos, por ejemplo, está tratado el tema del espacio, lo erótico y todas sus inquietudes sociales y políticas. Entonces, él está en dos soportes distintos plasmando las mismas exploraciones, las mismas búsquedas, solo que grabar es una cosa y pintar es otra, de modo que el tratamiento que da a cada una es obviamente diferente, pero la conceptualidad que maneja es la misma. No veo ningún tipo de grabado que digas: esto en pintura no existe. En este nuevo lenguaje pone el mismo espíritu y la misma fuerza que había puesto en su pintura, claro que los efectos no son los mismos, porque en ningún caso puede ser semejante un grabado a una pintura.

    Hasta el 20 de enero en el MAC de Parque Forestal

    Matta. Obra gráfica 1943-1968. De la New School de Nueva York a la revolución intelectual del 68, curada por Inés Ortega-Márquez, comprende trabajos inéditos de una colección privada nunca antes exhibida. La muestra está compuesta por más de 170 obras que incluyen litografías, aguafuertes, aguatintas, libros, ilustraciones y otros objetos. Inaugurada el pasado 25 de octubre, estará abierta hasta el 20 de enero en el Museo de Arte Contemporáneo de Parque Forestal.

     

    Sí, el uso del color, por ejemplo, que es tan característico en su pintura, no tiene la misma presencia en los grabados.

    Absolutamente, pero ten en cuenta que esta forma de grabar, que la inventó Hayter, quien usaba desniveles y planos distintos para imprimir, conservaba bastante el carácter original de los colores, reproduciendo fielmente lo que cada pintor quería lograr como cromatismo, como pigmento personal. Esto lo ves bastante en los grabados de Matta. En ellos aparecen, por ejemplo, esos amarillos y verdes que él usaba y se reconoce fácilmente su sello. Cuando entras a una de las salas y miras alguna de las obras, sobre todo las más cromáticas, reconoces a Matta, no podrían ser de otra persona. Si tú ves grabados de Miró, tampoco te cabría duda de que son de él, porque llevan su sello personal, siendo totalmente distinto el trabajo de color en uno y en otro. Matta hace unos fondos de color nada que ver, que ocupan los espacios así sucesivamente, mientras que Miró es una cosa más compacta, más plana, más separada. No hay esa conjunción cromática que logra Matta, por lo cual en ese sentido es difícil de imitar. De hecho hay muchos falsos de Matta y uno los puede descubrir, precisamente, por esos fondos cromáticos que no están logrados.

     

    ¿Cómo Matta llega a convertirse en una figura protagónica de la Escuela de Nueva York?

    Matta era el más joven de todos los artistas de ese movimiento (tenía 28 años en 1939) y son sus características personales las que de algún modo lo llevan a ocupar ese sitio. Hay que considerar que viene de París, es muy desenvuelto y simpático, tiene bastante mundo y además conocía a mucha gente. Por otra parte, hablaba inglés, por lo cual está muy por encima de todos los demás artistas europeos que llegaron a Estados Unidos, que no se desenvolvían sino en francés; hasta los españoles lo que hablaban era francés. Entonces esas características y su audacia –porque se le ocurre, por ejemplo, empezar a pintar con las telas tiradas en el piso, cosa que todavía no había hecho Pollock, justo en el momento en que todos querían liberarse de las antiguas maneras–, lo convierten en el puente entre el surrealismo francés, de Breton, y la vanguardia norteamericana, donde realmente no se hacía surrealismo. Yo creo que Matta debiera estar en todos los tratados de pintura, nunca debiera faltar su nombre. Sin embargo, la mayoría de las veces no aparece porque la Escuela de Nueva York se hizo muy para dentro.

     

    ¿Y por qué no se le reconoce su importancia?

    Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se descubre el Holocausto, Matta experimenta un cambio radical hacia la figuración para narrar mejor lo que pasó. Ese es un quiebre muy importante y en ese minuto Matta deja de pertenecer de modo natural al grupo, a los surrealistas y a la Escuela de Nueva York, porque de ambos lados le dan la patada. Eso a él le duele muchísimo y se marcha a Europa despechado, por decirlo de alguna manera. En ese despecho quizás empieza el deterioro de la imagen magnífica que había logrado Matta en Estados Unidos. Y yo creo que él después no hace nada por remontarla, porque está harto. Una de las peculiaridades de Matta es que nunca le gustó la pertenencia a cosas, no le gustaba que lo etiquetaran, con lo cual no hizo esfuerzos posteriores para reunirse de nuevo con ninguna tendencia y ya devuelta en Europa, al final del 40, anduvo solo, sin adscribirse a ninguna corriente en particular.

  51. Para decir lo que se quiera: textos sobre la libertad de expresión

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    Fue Kierkegaard quien se quejaba de lo absurdas que eran las personas. “Nunca usan las libertades que tienen, pero exigen las que no tienen; tienen libertad de pensamiento, exigen libertad de expresión”. La distancia burlona del filósofo danés frente a la libertad de expresión no es usual, pues ella suele ocupar un lugar privilegiado en la edificación al menos mental de las democracias liberales. A menudo se presenta como un derecho al que todos los otros están subordinados o como la más importante de las libertades, porque sin ella no se puede ejercer ninguna otra. Es el caso del historiador y cientista político Timothy Garton Ash. En su reciente libro, Libertad de palabra afirma que no es simplemente una entre muchas: “Es aquella de la cual dependen todas las demás”. La considera una característica esencial de la política democrática y un derecho humano, garantizado por las constituciones de los Estados y por los convenios de organismos internacionales.

    El filósofo David van Mill, sin embargo, en un libro aún más reciente, Free Speech and the State (“Libertad de expresión y el Estado”), se opone a quienes argumentan que hay un derecho a la libertad de expresión (para la mayoría, un derecho humano) que debe ser protegido por mecanismos legales que lo convierten en un derecho civil. Para él, no hay derechos que estén sobre el Estado, incluyendo la libertad de expresión. En lugar de recibir protección especial, debe ocupar su lugar junto a otros bienes sociales y puede incluso ser una amenaza para esos otros bienes, como la privacidad, el evitar el daño injustificado o la igualdad. Su postura, admite, es solitaria. La llama una “aproximación sin principios”: los límites de la libertad de expresión deben ser establecidos necesariamente por el Estado, lo que en las democracias significa a través de la interacción social y política.

    Por supuesto, los fundamentos de la libertad de expresión y su regulación normativa no son las únicas cuestiones que generan posturas contrapuestas. Porque defender la libertad de expresión implica no solo lamentar todo límite a ella, elogiar los buenos argumentos y la valentía de los opositores, sino también defender el derecho a decir cosas tontas, vulgares, falsas o detestables.

    Dos ejemplos. La fotografía Piss Christ (1987), del artista estadounidense Andrés Serrano, muestra un crucifijo inmerso en un vaso de orina, simbolizando según él la ambigua relación entre lo sagrado y lo inmundo. El humorista francés Dieudonné se hizo famoso por hacer en sus espectáculos un gesto que llama la quenelle y que han querido ver como el saludo nazi con el brazo hacia abajo, además de otras provocaciones antisemitas. Ha sido investigado y condenado por incitación al odio.

    Pero los seguidores de Dieudonné reivindican su derecho a “desacralizar” todo y reírse incluso de las cámaras de gas. Y lo defienden no solo extremistas. En La République des censeurs (“La República de censores”), Jean Bricmont (un físico teórico, coautor con Alan Sokal del libro Imposturas intelectuales) propone un ensayo crítico en el que defiende la libertad de expresión contra todas las censuras y presenta una vehemente defensa de Dieudonné.

    Los “superpoderes privados” digitales, que toman decisiones editoriales de manera no siempre transparente ni responsable, están en constante tensión entre servicio público y beneficio privado. Dada su posición tienen un poder de censura similar a un Estado.

    ¿Es razonable permitir que se diga cualquier cosa? ¿Debe el Estado ser neutral en relación con el contenido de lo que se dice? ¿Es aceptable prohibir el “discurso ofensivo” o el “discurso del odio”? Por otra parte, ¿cómo enfrentar la violación de la privacidad de individuos o las fugas de información estatales (denuncias internas y filtraciones) que pueden causar daños? ¿Prevenir esos daños justifica limitar la libre expresión?

    Peligro global

    Si Garton Ash da tanta importancia a la libre expresión es quizá porque, como en el amor, no se piensa mucho en ella hasta que peligra perderse. Él mismo logró reconocimiento como reportero político en Europa central y oriental en las décadas finales del siglo XX, fue espiado por la policía secreta de la Alemania democrática (su nombre en clave era “Romeo”) y conoció de primera mano, por sus amigos disidentes, lo que era vivir en un ambiente totalitario. Asimismo, tras la investigación de Libertad de palabra ha concluido que ella pasa ahora por un mal momento.

    El 2011, junto a un equipo de estudiantes de la Universidad de Oxford, se propuso explorar el estado de la libertad de expresión a nivel global. Creó un foro (freespeechdebate.com) cuya discusión es la base de su libro. El autor ha indagado tanto como ha viajado: se ha entrevistado con todo tipo de personas, desde los cuarteles de Google hasta Beijing. Su premisa es que, debido a la migración masiva e internet, gran parte del mundo vive en una “cosmópolis” siempre conectada. Y eso puede ser bueno o malo: así como circulan las noticias rápidamente, también un video anónimo subido en California puede causar un asesinato en Asia. Si las nuevas tecnologías permiten que la libertad de expresión fluya a través de las fronteras, la sombra amenazante de la censura adopta nuevas formas de control.

    Según Garton Ash, tradicionalmente se piensa en el Estado como el gran censor: así es en China, con su intento de controlar los flujos de información e ideas en sus fronteras mediante una censura masiva, a pesar del ingenio de millones de chinos para sortearla. Pero, además del Estado, también están los “superpoderes privados” digitales (Facebook, Twitter, Google, Amazon, Apple), que toman decisiones editoriales de manera no siempre transparente ni responsable; son empresas en constante tensión entre servicio público y beneficio privado, las que dada su posición dominante en el mercado tienen un poder de censura tan limitante como un Estado: son un nuevo tipo de superpotencia, sin territorio. Si un Estado o compañía puede determinar sus términos al interior de sus reinos territoriales o virtuales, la mayor fuerza se genera cuando los poderes públicos y privados se combinan: es un “poder al cuadrado” y ha ocurrido respecto de actividades terroristas o criminales (por ejemplo, de los ataques de 2001 en Estados Unidos). De esta manera, Garton Ash distingue entre “perros” (los Estados naciones), “gatos” (los superpoderes digitales) y “ratones” (los ciudadanos). Estados Unidos, Europa y China son los “perros” más grandes, compitiendo por promover sus propias normas en el mundo, aunque hay otros poderes regionales como India, Brasil, Turquía, Sudáfrica e Indonesia. Todos tienen una marcada noción de soberanía, pero a la vez tienen diversas tradiciones. Con todo, no hay una línea divisoria clara Oriente-Occidente ni Norte-Sur. Se mezclan, como en Rusia, por citar un caso.

    Una visión panorámica igualmente intranquila pero distinta, fragmentada en distintos autores, es la que entrega el libro Free Speech and Censorship Around the Globe (“Libertad de expresión y censura en el mundo”), editado por Péter Molnár. Es un conjunto que comprende tanto visiones generales como otras por países o regiones, a través de artículos, informes o entrevistas (a funcionarios, expertos o relatores internacionales). Su énfasis está más bien en los sistemas normativos nacionales e internacionales, aunque también se ocupa de aspectos como la violencia contra periodistas, aumento de las reglamentaciones injustificadas o el acceso a la información y a la información pública.

    1989, internet y la ubicuidad

    Como una incursión sobre las “narrativas” de la libre expresión, consideran Péter Molnár y Monroe Price la perspectiva que entrega Free Speech and Censorship Around the Globe. Ven como puntos de inflexión los años 1989 y 2011: el primero, con la caída del Muro de Berlín y la ampliación de las libertades en Europa Central y del Este; el segundo, por las revoluciones árabes. Garton Ash también considera 1989 como un año fundamental: la caída del Muro, la invención de la World Wide Web, la masacre de Tiananmen, la fatwa contra Salman Rushdie… Esa condena a muerte marcó un nuevo episodio en la historia de la censura. En la persecución del escritor ya no había un lugar seguro en Occidente, pues los seguidores del ayatolá Jomeini podían estar en cualquier parte.

    Con internet y las nuevas tecnologías parece haber también una ubicuidad de la información. En principio, toda persona con conexión a la red tiene acceso instantáneo a una multitud de opiniones circulantes e incluso puede hacer circular las suyas propias. Lo dicho en la “privacidad” de un bar o una reunión de amigos ahora puede ser publicado mundialmente en Facebook o Twitter, constituyendo nuevas formas de expresión para los ciudadanos, especialmente si viven bajo regímenes autoritarios. Garton Ash piensa que la invención de internet inauguró el mayor avance en la comunicación humana desde Gutenberg y cree que nunca en la historia humana hubo tantas oportunidades para la libre expresión, aunque también para los males de una libertad ilimitada.

    Ven como puntos de inflexión los años 1989 y 2011: el primero, con la caída del Muro de Berlín y la ampliación de las libertades en Europa Central y del Este; el segundo, por las revoluciones árabes.

    Varios de los artículos de Free Speech and Censorship Around the Globe destacan el impacto de internet en la libertad de expresión (“cambió las reglas del juego”), pero es obvio que no basta para asegurarla. En su contribución, el periodista y académico húngaro Miklós Haraszti hace hincapié en el monopolio de la radiodifusión existente a través del “subcontinente post-soviético”. A excepción de los Estados bálticos, Ucrania y Georgia, en ninguna parte de la antigua Unión Soviética existe un pluralismo sustancial en la televisión; tanto su propiedad como el contenido está en manos del Estado, o de amigos y familiares de los líderes del gobierno; y él duda de que internet sea en realidad una fuente de información pluralista. Sin la propiedad privada y una competencia legalmente asegurada, internet puede fragmentarse en espacios nacionalmente controlados: el filtro y bloqueo estatales son cada vez más comunes.

    Eso no solo ocurre en Estados con resabios totalitarios, sino también en “la más grande democracia del mundo”, la India. En el informe que entrega Sunil Abraham sorprenden las disposiciones existentes: definen lo prohibido en internet, requieren que los intermediarios supervisen y eliminen cuanto sea necesario del contenido puesto en línea, incluso los cibercafés deben mantener registros de usuarios. Y para qué decir en el caso de China. El artículo de Yan Mei Ning hace un recuento de los numerosos proyectos de reglamentación y control ideados por el gobierno, especialmente la barrera de contenido conocida como el “Gran cortafuegos”. Una reestructuración en 2008 dejó seis operadores de red, todos bajo estrecho control por parte de las autoridades. Se prohibieron varias categorías de contenido en línea, entre ellas: incitar a la subversión del poder del Estado y el derrocamiento del sistema socialista o dañar la reputación de los órganos estatales. China levantó su cortafuegos y dio cierta libertad durante los Juegos Olímpicos del 2008, pero los controles fueron reforzados posteriormente. YouTube y Facebook se volvieron inaccesibles a mediados de 2009; y el 2013, los dos sitios seguían bloqueados. El tamaño y sofisticación de su aparato censor es algo sin precedentes: Garton Ash estima en su libro que el número de empleados en las agencias de control va desde 20 mil a 50 mil, solo para internet, no para todos los medios de comunicación.

    Principios y contextos

    En algunos regímenes políticos, las personas pueden expresar libremente su opinión, siempre que sea la opinión correcta. Pero en no pocas democracias ocurre algo parecido, con métodos distintos, en que hay “buenas” y “malas” opiniones.

    En el caso de Francia, Jean Bricmont muestra en La République des censeurs que fue a través de la Ilustración que el concepto de libertad de expresión se configuró y plasmó: las leyes sancionaban las opiniones solo en casos de insulto y difamación, sin hacer distinciones basadas en la naturaleza de las opiniones. Pero, con su gusto por la polémica, ve una deriva más reciente con leyes que castigan la incitación al odio y la discriminación, o que sancionan la impugnación de crímenes contra la humanidad. Tras analizar esas leyes y diseccionar los “casos” más divulgados, denuncia los mecanismos represivos usados por lo que llama “la desviación moralizante de la izquierda”, una mentalidad que se ve como representante del Bien en el mundo y que pretende silenciar a sus oponentes mediante los tribunales. Para el autor, toda forma de censura se relaciona con el irracionalismo generalizado, como si los argumentos no bastasen. Cree que las condiciones para un cambio son un máximo de debates, un mínimo de indignación virtuosa y nada de delitos de opinión. Señala, así, que su libro no se propone defender o apoyar a ciertos individuos ni ciertas opiniones, sino “contribuir modestamente a restablecer lo que condiciona la posibilidad de toda discusión y de toda búsqueda de la verdad: la libertad de cada individuo de decir lo que piensa”.

    La suya es una posición un tanto extrema, pues la existencia de ciertos límites a la libertad de expresión suele considerarse necesaria y los argumentos separan a quienes favorecen pocos o muchos límites. Hay, por otro lado, distintos tipos de límites: uno, por ejemplo, serían las leyes coercitivas, sean de censura previa o de sanciones posteriores. Garton Ash en Libertad de palabra, por lo general está en contra de ellos. David van Mill en Free Speech and the State señala, en cambio, que las limitaciones (las leyes de difamación o las prohibiciones de revelar secretos de Estado) no conducen al desastre ni llevan a la tiranía. Que Garton Ash subtitule su libro “10 principios para un mundo conectado” y Van Mill subtitule el suyo “un enfoque sin principios”, no significa que se opongan en todo, pues, en realidad, se refieren a principios distintos.

    Garton Ash piensa que la invención de internet inauguró el mayor avance en la comunicación humana desde Gutenberg y cree que nunca en la historia humana hubo tantas oportunidades para la libre expresión, aunque también para los males de una libertad ilimitada.

    El libro de Garton Ash se plantea casi como un “manual de usuario” destilado en 10 principios. Son cosas como: propugnar la libre búsqueda y difusión de información e ideas; evitar la intimidación violenta; asegurarse que los medios de comunicación no sean censurados; expresar puntos de vista distintos civilizadamente, etc. Tras enunciar cada uno, analiza las complejidades y dificultades que plantea su aplicación. A pesar del gusto por el decálogo, los principios de Garton Ash son, en lo fundamental, los de John Stuart Mill: a) debe existir la máxima libertad de profesar y discutir cualquier doctrina, por inmoral que pueda parecer; y b) a menos que pueda probarse que el discurso intencionalmente incita al daño o crimen, el Estado no tiene derecho a prohibirlo. En este sentido, rechaza las leyes que van más allá de estos límites: constreñir la libertad de expresión en nombre de la seguridad nacional o para combatir el crimen o criminalizar el “discurso de odio” (racial o religioso) que no instiga a la violencia. La ley, para él, es una mala herramienta para la educación cívica y le parece que las leyes contra el discurso del odio y contra la negación del Holocausto no son adecuadas y podrían tener un efecto contraproducente (como también plantea Bricmont). Condena los excesos de la corrección política que permite limitar la libertad de palabra en los campus universitarios: el “veto del ofendido”, según él, es inadmisible, pues es algo así como la vía hacia el “veto del asesino”, que castiga una blasfemia cuando la ofensa tiene orígenes religiosos.

    Van Mill, en cambio, no cree que el “principio del daño” sea la única restricción justificada. Pero en realidad, Garton Ash modula bastante su planteamiento de principio. ¿En qué áreas debería restringirse la libertad de expresión? La pornografía infantil, a su juicio, debe ser prohibida; opina que la religión merece ser tratada con respeto, incluso en los Estados que han abolido las leyes contra la blasfemia. Por otra parte, esquiva algunos puntos discutibles. Por ejemplo, la simple pornografía (no la infantil), ¿debe tratarse como una especie de discurso de odio o como una obra de la imaginación? ¿Y si su consumo produce daño?

    La “decencia” en el debate público sería otro tipo de límite. Garton Ash está a su favor. Su enfoque distingue entre lo que es legalmente admisible y lo que es o debería ser socialmente aceptable. Su máxima es: “Más libertad de expresión, pero también una mejor libertad de expresión”, pues las personas tienen el derecho pero no el deber de ofender: el diálogo en medio de la diversidad cultural sería una “civilidad robusta”, un ideal que está en algún lugar intermedio entre los puñetazos y la hipocresía. En este punto coincide con Van Mill, quien cree que una teoría viable de la libertad de expresión requiere algunas reglas básicas de civilidad, porque sin ellas una persona simplemente puede ahogar el discurso de las otras mediante los gritos.

    El presupuesto de Garton Ash es que en distintas culturas hay valores comparables, aunque no idénticos; y por lo tanto es posible buscar un cierto universalismo. Sin embargo, una y otra vez, cuando se van contraponiendo el ideal académico de principios globales universales con la situación concreta, resulta que “el contexto lo es todo”.

    El principio de Garton Ash respecto de la religión, “respetar al creyente pero no necesariamente la creencia” (distinción que ya había planteado Jeremy Waldron), resulta incompatible con la idea de que ridiculizar a un profeta o gobernante o texto sagrado es una acción dañina. Ya no es tan claro que se pueda hablar claramente contra los prejuicios religiosos y habría que morderse la lengua ante la religión para “respetar al creyente pero no necesariamente la creencia”. Pero si una creencia manda la ejecución de los apóstatas, ciertamente no respeta ni la creencia ni al creyente.

    A pesar de sus preocupaciones, Garton Ash es optimista sobre el poder de las buenas ideas y el sano debate para derrotar a las fuerzas oscuras de la intolerancia y el abuso. Su proyecto no es solamente defender la libertad de expresión, sino promover el discurso desapasionado, dentro y entre distintas culturas, incluso sobre los temas más discutidos. Un consenso mínimo, para él, consistiría en aprobar sus dos primeros principios (la libre búsqueda y difusión de información e ideas; evitar la violencia y la intimidación violenta), para divergir del tercero en adelante. ¿Es ingenuo? Quizá, pero en una época de vigilancia casi universal, la defensa de la libertad de expresión y el control sobre los controladores de ella resulta una exigencia importante, porque la censura no es algo del pasado. Mal que mal, sin la libertad de expresión o con ella limitada, no solo el debate público se apaga o se empobrece, sino también el pensamiento de cada persona, alimentado de las ideas que se difunden y el análisis crítico de esas ideas. A pesar de lo afirmado por Kierkegaard, el pensamiento y la expresión del pensamiento no están del todo separados.

     

    Libertad de palabra, Timothy Garton Ash, Editorial Tusquets, 2017, 624 páginas, $24.900.

     

    Free Speech and Censorship Around the Globe, Péter Molnár (ed.), Editorial Central European University, 2015, 554 páginas, U$60.

     

    Free Speech and the State, David van Mill, Editorial Palgrave Macmillan, 2017, 122 páginas, U$55.

     

    La République des censeurs, Jean Bricmont, Editorial L’Herne, 2014, 168 páginas, €15.

     

  52. Peter Sloterdijk: “No se puede decir de dónde vendrán los nuevos intelectuales, lo único que se puede prometer es que siempre habrá grandes espíritus”

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    por matías hinojosa

    Con algunos minutos de retraso llega Peter Sloterdijk a dar su charla “El rol del intelectual público y las universidades” al auditorio del CEP. Antes de entrar en el salón, abarrotado de asistentes desde hace más de una hora, pide perdón a los que se quedaron sin asiento y que tendrán que ver la conferencia desde una pantalla instalada en el exterior. En una tarde imprevistamente lluviosa, el autor de la trilogía Esferas se referirá a la crisis del intelectual público, haciendo gala de un pensamiento inusual y erudito. Hoy tendrá lugar el segundo conversatorio con el filósofo alemán, titulado “El Estado y el futuro de la sociedad”, a las 19 horas, en el mismo recinto. En tanto, mañana a las 11 am, será entrevistado por Cristián Warnken en la sala Gabriela Mistral de la Biblioteca Nacional. A continuación compartimos sus principales ideas expuestas en la jornada de ayer:

     

    “La política hoy es casi estructuralmente conservadora, en algunos casos incluso contrarrevolucionaria. La política trata de estabilizar el desasosiego que parte de la invención tecnológica”.

    Pensar en soledad

    “El intelectual moderno es una persona que pierde la fe en la primacía de la religión, quedando solo en un cielo abierto en el que debe inventarse a él mismo. El intelectual moderno y público es como un modelo que demuestra lo que se puede alcanzar con la libertad y, por eso, la mayor parte de los intelectuales hablan de la soledad y de la libertad. Es una fórmula que viene de la universidad temprana de Alemania, del profesor alemán, que vive y piensa en soledad y en libertad. También el filósofo alemán lo hace. Lo que normalmente significa que no puede, como el pastor protestante, tener una esposa, porque como dijo Nietzsche de manera muy concisa ‘el filósofo casado es un personaje de comedia’”.

     

    ¿La revolución terminó o continúa?

    “La frase clave del 18 brumario fue dicha por Napoleón al afirmar que la revolución ya estaba fijada en sus fundamentos y que por tanto había terminado. Esta frase es clave para todo el siglo XIX, porque en ese momento la opinión pública europea se divide en dos campos: unos creen que Napoleón dijo la verdad y otros descreen de sus palabras. Y el intelectual oscilará entre ambas opiniones. Los intelectuales de la segunda opción, como Marx, están convencidos de que la revolución continúa, porque no solamente consiste en la acción política, sino que en la dinámica que va más allá de la voluntad, el poder y el saber humano. Y creo que el rol del intelectual público está definido por esta posibilidad de posicionarse con respecto a este antagonismo. Decimos hoy la revolución continúa y si es así, por qué; o declaramos que la revolución política está esencialmente terminada y explicamos después el dinamismo de la sociedad moderna no en expresiones políticas sino económicas. Y esto corresponde a nuestra experiencia de hoy, que la economía es más revolucionaria que la política. La política hoy es casi estructuralmente conservadora, en algunos casos incluso contrarrevolucionaria. La política trata de estabilizar el desasosiego que parte de la invención tecnológica”.

     

    “Desde Rousseau y Voltaire el filósofo es un nudista sicológico, es decir, un hombre que muestra su alma en la cultura del nudismo y también motiva a otras personas a estar desnudos”.

    De dónde saldrán los nuevos filósofos

    “Todos los pensadores importantes, desde los siglos XVI y XVII, eran genealógicamente bastardos, es decir, no venían de las grandes familias. Prácticamente no hay grandes familias de pensadores. Había en Suiza una gran familia de matemáticos, los Bernoulli, y grandes familias de músicos. El talento musical y matemático se hereda, pero el talento filosófico no, esto tiene que ver con que la filosofía, el neurofisismo, es un dote singular. La mayoría de los intelectuales modernos no tienen a nadie detrás de ellos, por lo tanto, uno no puede decir de dónde vienen, lo único que se puede prometer es que siempre habrá grandes espíritus”.

     

    El nudista sicológico

    “Rousseau y Voltaire dejan a las generaciones posteriores la pregunta de qué significa ser un hombre en una época en la cual la antropología antigua, aparentemente, ya no entiende del todo al hombre. Son los dos protagonistas en una nueva autodescripción del individuo, es decir, que en Voltaire y en Rousseau surgen dos posibilidades de la individualidad moderna, una especie de filosofía que dice ‘yo’ y que no esconde al filósofo sino que lo devela. Hay que retrotraerse 1.500 años para encontrar otro ejemplo, San Agustín, quien es el hombre de toda la antigüedad que vemos con más claridad, un ser humano en el detalle. Desde Rousseau y Voltaire el filósofo es un nudista sicológico, es decir, un hombre que muestra su alma en la cultura del nudismo y también motiva a otras personas a estar desnudos”.

  53. Remedios Zafra y el ciberfeminismo: “Hay una ilusión de diversidad provocada por el exceso”

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    Si hay un fantasma que hoy recorre el mundo es el de la precariedad laboral. El progreso técnico no es más que una ilusión de emancipación, cuando es tomado por la agenda neoliberal. Particularmente en el mundo de los trabajadores culturales, las ventajas de la conectividad, que han multiplicado los espacios para la creación y exposición de ideas, se ve ensombrecido por la inestabilidad del trabajo remunerado en esa misma área. Es el deseo desesperado por visibilidad el que lleva a escritores, artistas y pensadores a transar su trabajo gratis. “Invitaciones” a escribir en un medio, ser grabados en una intervención, “colaboraciones” a cambio de difusión, son todas formas de la instrumentalización o de la autoexplotación… pero con entusiasmo. Ese es precisamente el título del último libro de Remedios Zafra, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital.

    Escritora, profesora de arte, estudios de género y cultura digital de la Universidad de Sevilla, Zafra, nacida en España en 1973, se ha dedicado al ensayo crítico de la cultura contemporánea. Es autora de Netianas, N(h)hacer mujer en internet, Un cuarto propio conectado y (H)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean, entre otros libros. Desde comienzos del milenio ha sido parte de los debates en torno a la cultura digital y feminismo. En 2001 realizó una de las primeras conferencias sobre Ciberfeminismo en España, aquella filosofía que nace a comienzos de la década de los 90 y que reúne los trabajos de feministas sobre teoría y explotación del ciberespacio. “El ciberfeminismo aparece casi simultáneamente en contextos teóricos y artísticos que especulaban sobre lo que Internet podría suponer para las mujeres y para la igualdad. En sus orígenes, se apoyó en paródicas manifestaciones críticas con la masculinización de la industria tecnológica”, escribe Zafra. La oportunidad que el feminismo veía en la tecnología e Internet en esos años tenía que ver con las influencias del ciberpunk y los trabajos de la académica Donna Haraway, en lo que llamó posgénero y poscuerpo: la posibilidad de habitar un nuevo espacio que prescindirá de las construcciones sociales en torno al género y la diferencia sexual, estableciendo una red de relaciones más igualitaria.

     

    ¿Qué ocurrió con la utopía del ciberfeminismo?

    El ciberfeminismo de los 90 teorizaba sobre un mundo futuro “mediado por pantallas”, donde el cuerpo queda aplazado y donde quizá podríamos deshacer los viejos estereotipos que tanto nos marcan en el mundo off-line. Pero lo que hemos visto a partir de la siguiente década no es una difuminación de los estereotipos, sino un mundo mucho más estetizado y apoyado en ellos. Las industrias digitales que han territorializado la red han reforzado la imagen de “lo real”, revalorizando todo aquello que venga apoyado en fotografías y videos propios. Este ha sido un fracaso no solo feminista sino también humano, dado que perdimos la oportunidad de construir un mundo digital desde poderes movidos por la ciudadanía, cediendo el control al poder económico y a empresas privadas concebidas como negocios de socialización y vida disfrazados de espacio público. Bajo el espejismo de red social, nosotros somos el producto.

     

    ¿Algo luminoso que rescatar?

    Uno de los grandes triunfos ciberfeministas, a mi modo de ver, ha sido la alianza de mujeres a través de Internet, es decir la configuración de una colectividad política global donde las opresiones materiales y simbólicas que hasta hace poco se vivían en silencio y como algo interiorizado, por fin son compartidas y denunciadas; lo privado por fin se ha hecho público. La solidaridad feminista que ha marcado un gran hito en 2018 tiene parte de su raíz en Internet.

     

    “Cabría pensar que aceptar que el trabajo creativo y cultural no se paga, supone aceptar que solo los ricos y los ociosos podrían dedicarse a estas prácticas, porque el pago simbólico en su caso puede convertirse en prestigio, pero en los pobres solo se convertirá en frustración y abandono por necesidad de buscar trabajos que permitan ganar dinero para vivir”.

    El filósofo Franco “Bifo” Berardi, en su Fenomenología del fin, plantea que estamos entrando en una nueva situación antropológica a partir de la era digital. ¿Estamos en el ocaso del ser humano como lo conocíamos?

    También yo tengo la sensación de que vivimos una nueva situación antropológica. Un cambio acelerado por la tecnología. El sujeto humanista forjado a finales del siglo XVIII que protege y busca su intimidad está mutando en un contexto donde no solo no se protege lo íntimo, sino que se promueve que sea exhibido, donde la representación de la subjetividad es hoy más exposición y mercado. La figura humana parece excluirse progresivamente de las decisiones en manos de sistemas numéricos que operan, anticipan y producen mundo, poniéndose en crisis su espontaneidad y su libertad.

     

    El imaginario cultural hoy tiene un fuerte discurso de reivindicación de la diversidad, pero ¿es la multiplicidad de identidades sinónimo de diversidad?

    Hay una ilusión de diversidad provocada por el “exceso”, por la posibilidad de acceder a un mundo online inabarcable en sus manifestaciones. Pero ser muchos no garantiza ser distintos. Hay inercias homogeneizadoras que atraviesan las redes, creando espejismo de diferencia, pero limitándola a lo epidérmico y banal (una pose distinta, una ropa diferente, otro filtro). Es este un mundo más apoyado en la impresión que en la profundidad o la concentración. Y creo que esto pasa porque las lógicas que movilizan el mundo digital son lógicas “precarias”, apoyadas en la velocidad, la caducidad y el exceso. Lógicas que priman “parecer” frente a “ser”, ser visto en Internet como forma de “existir” en el mundo. Solo lo superficial permite la velocidad de ahora, pero la diferencia es también una cuestión de profundidad y estratos.

     

    En tu nuevo libro analizas la hipermotivación: un sistema que logra explotar el entusiasmo voluntarista de los creadores y pensadores…

    Me parecía necesario reflexionar sobre cómo el capitalismo tecnológico contemporáneo se vale del entusiasmo de quienes desarrollan una práctica (habitualmente creativa) para incorporarlos a la maquinaria productiva, rentabilizándolos y argumentando que su entusiasmo es “ya un pago”.

     

    Hablas también de la gestación de un proletariado cultural.

    El ámbito cultural como campo de trabajo está muy sustentado en la pasión creativa, incluso en la vocación. En este contexto es cotidiano encadenar todo tipo de colaboraciones que llevan tiempos de preparación para terminar perdiendo dinero, cuando te piden un texto, una conferencia en otra ciudad, un recital, un concierto, colaborar con un proyecto motivador. Nos motiva y lo hacemos, pero pronto nos sentimos ridículos viendo que seguimos alimentando la idea de que el trabajo cultural se satisface en sí mismo y que está pagado por su mera realización. Porque cabría pensar que aceptar que el trabajo creativo y cultural no se paga, supone aceptar que solo los ricos y los ociosos podrían dedicarse a estas prácticas, porque el pago simbólico en su caso puede convertirse en prestigio, pero en los pobres solo se convertirá en frustración y abandono por necesidad de buscar trabajos que permitan ganar dinero para vivir.

     

    Haces una relación entre la feminización del mundo y la precarización del trabajo. ¿Es necesario que las mujeres y los trabajadores culturales acepten entrar en lógicas más fálicas, para asumir de una vez que el dinero importa?

    El punto de partida de esta reflexión es observar que los trabajos feminizados siguen siendo los más precarizados. No solo son los más expuestos a la temporalidad y están peor pagados, sino que suelen compaginarse con los trabajos de cuidados. Hacia ambos (trabajos culturales precarios y trabajos de cuidados) son empujadas las mujeres desde niñas. Mujeres a las que en las sucesivas crisis económicas y frágiles logros de igualdad, pronto les salpica la abdicación de los poderes públicos en sus responsabilidades sociales de cuidado y atención social a las personas dependientes. La similitud a la que apunto tiene que ver con cómo allí donde ha habido explotación y pago simbólico, allí donde los trabajos no han sido considerados “empleos”, han estado las mujeres. No pasa desapercibido que tradicionalmente los trabajos que ellas hacían han estado despojados de prestigio, denostados y normalizados como aquello sobreentendido que no cabía negociar, que “no necesitaba pago”, si acaso ya lo estaba con el calor de la familia, con la deuda simbólica del amor y la reproducción de la vida.

     

    Hablemos de dinero entonces. ¿Te siguen “invitando a colaborar”, a trabajar sin pago?

    Sí, por supuesto. Aunque desde que salió El entusiasmo, menos. Las propuestas siempre llegan vestidas de oportunidad de publicar, de tener más visibilidad, de conseguir méritos académicos. A cambio se nos pide un trabajo, por ejemplo, una conferencia, seguida de un “¿nos pasarías un texto?”, “¿te importa que grabemos?”, de forma que todo se convierte en un producto que “te obliga”, pues va configurando tu máscara social. Muchos creen que la energía, tiempo y concentración del trabajo intelectual y creativo se paga con visibilidad y esto me parece perverso. Pero también es como si hubiéramos puesto en funcionamiento una fábrica de producción “incontenible” de voces y expresiones, que se sustenta en la gratuidad y presuposición de tiempo e interés para “hablar de todo”.

     

    “Quizá la trampa mayor sea la sensación de que conectados habitamos un espacio realmente público, cuando el espacio de socialización online está pensado y gestionado como un gran mercado, regido por empresas y capital”.

    No todo entusiasmo es perverso. Haces una interesante distinción entre entusiasmo íntimo y el entusiasmo inducido.

    Cuando hablo de entusiasmo íntimo me refiero a esa potencia para quienes se dedican a la práctica creativa o intelectual, ese entusiasmo sincero que puede funcionar como fuerza transformadora de mundo movilizando la investigación, la creación y la práctica intelectual movidas por la “libertad”. Pero lo que se sugiere en el libro es que el sistema productivo tiende a inducir entusiasmo artificialmente, cuando las personas se ven encadenadas a trabajos sin perspectiva de futuro. Y me parece que sin tiempos de reflexión y fantasía se penalizaría toda ideación de mundo, condenándolo a repetirse.

     

    Corporaciones como Facebook y Google han dicho que prefieren contratar a personas sin estudios universitarios, apelando a que la formación académica está obsoleta. Más allá de las críticas necesarias a la formación universitaria, ¿no se pone en riesgo el pensamiento crítico en la idea de que sean las corporaciones las que “formen” a sus empleados?

    Hay un gran riesgo en este asunto. Por un lado, al desacreditar la educación pública universitaria se cuestiona uno de los pilares sociales capaces de garantizar igualdad, justicia social y pensamiento crítico. Pero pienso que también podemos entender el asunto como un necesario zarandeo a la universidad, para que sea capaz de valorar e integrar las transformaciones que Internet supone para la formación y la autoformación de las personas. De nada nos vale una universidad concebida como expendedora de títulos. Creo con convicción que la universidad pública debiera ser el corazón del pensamiento, la libertad y la garantía de igualdad social. Hay que defenderla, pero debemos ayudar a mejorarla. Hoy no hace falta tener un título específico para conocer y trabajar, Internet pone un mundo de posibilidades a nuestra disposición y muchos ya valoran más la voluntad y pasión que el título enmarcado. Las industrias digitales lo saben y desvelan la impostura que se esconde detrás de una formación basada en superar cursos y trámites, y no en una formación real en un mundo que es hoy muy distinto al de hace 20 o 30 años.

     

    El progreso es una ilusión llena de zancadillas. ¿Qué otras trampas lees en los tiempos que corren?

    Quizá la trampa mayor sea la sensación de que conectados habitamos un espacio realmente público, cuando el espacio de socialización online está pensado y gestionado como un gran mercado, regido por empresas y capital.

     

    Entre la depresión y el entusiasmo capturado por el mercado, ¿cuáles podrían ser los bolsones de resistencia hoy? Leí por ahí que tienes un teléfono móvil de los antiguos.

    La alianza con los otros, la imaginación y la autoconciencia. En relación a esta última, creo que no hay conciencia posible de uno mismo sin la posibilidad de gestionar nuestros tiempos propios, también los necesarios tiempos de “desconexión”. Y sí, tiene que ver con lo de mi teléfono. Desde hace 15 años tengo uno con tapa y sin internet, que es el que uso diariamente para hablar con mis padres. Tengo otro también antiguo, aunque con la posibilidad de conectarse, que uso puntualmente para el trabajo. Casi siempre está apagado o en silencio. Para hablar prefiero la escritura y su tiempo más lento.

     

    Frente al desarrollo de la inteligencia artificial y el genoma, los psicoanalistas decimos que lo único irreplicable de lo humano será el inconsciente. ¿Qué piensas que quedará tras el avance tecnológico?

    Posiblemente coincidamos en la nebulosa interior a la que miramos, denominándola de manera distinta. Por mi parte, en los tiempos de la inteligencia artificial veo lo humano como el reducto íntimo sin reglas y no donado al exterior, donde podemos pensar más libremente y a veces configurar subjetividad y mundo público. Pero de otro lado, se me hace que lo humano es también lo cultural, lo que nos permite abordarnos como especie, incluso cuando supone un fracaso en nuestros grados de libertad y autonomía.

     

    El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, Remedios Zafra, Anagrama, 2017, 264 páginas, $20.000.

  54. Gilles Lipovetsky: “Los mismos que quieren vivir en el presente, viven ansiosos y aterrados del futuro”

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    En su primera actividad en Chile, el sociólogo francés estuvo en la UDP el pasado viernes dictando la conferencia “El individualismo en la época hipermoderna”, una suerte de paseo por los síntomas y señales que definen nuestro presente: el culto del cuerpo, de la salud, de los placeres y de la hiperconexión. Asimismo, invitó a terminar con la idea de que individualismo es sinónimo de egoísmo.

    por matías hinojosa

    El pasado viernes, como parte del programa organizado por el Centro para las Humanidades de la UDP, el sociólogo francés Gilles Lipovetsky dictó su charla “El individualismo en la época hipermoderna”, la que se enfocó en el desglose de los rasgos que según Lipovetsky definen al hombre contemporáneo.

    En una Biblioteca Nicanor Parra absolutamente repleta, el autor de La era del vacío partió explicando su decisión de denominar hipermodernos a los tiempos que corren. Según él, esta no es “una coquetería de lenguaje”, sino que una respuesta al concepto de “posmodernidad”, pues las sociedades actuales no han superado la modernidad, como el otro término sugiere, sino que por el contrario son “más modernas que nunca”.

    El culto hedonista fue el primer rasgo con que Lipovetsky identificó el individualismo del hombre hipermoderno, que bajo su punto de vista “no es una idea, es el código genético de la modernidad. Es lo que nos hace modernos. Todos somos libres, tenemos el derecho de pensar cómo queremos y de construir la propia vida, eso es inédito en la historia humana”.

    “La mayoría de las estrellas de Hollywood se han hecho cirugías estéticas. Es decir, es una cuestión generalizada, que no hace diferencia de edad ni de género. Eso nos da una imagen de lo que será el futuro en esta materia”.

    Este primer rasgo, Lipovetsky lo asocia con “los placeres del consumo, los pasatiempos y la sexualidad. La valoración de los placeres. Esto no es nuevo”, dijo, “desde Epicuro se valoraban los beneficios del placer, pero esto en esa época era un fenómeno minúsculo, que no afectaba a la sociedad entera. Ahora toda la sociedad es invitada a disfrutar de los placeres”.

    El análisis del sociólogo también abordó cómo se ha modificado la relación del hombre con sus expectativas y la historia. “Las sociedades antiguas eran mandadas por el pasado, por la tradición. En la modernidad, es decir en el siglo XVIII, se decía que había que mirar hacia adelante, al futuro, al hombre nuevo, había que construir un porvenir esplendoroso. En el hipermodernismo, se quiere vivir el aquí y el ahora, porque se ha integrado la idea de que hay una sola vida y que esta se debe vivir intensamente. Esto es una revolución cultural importantísima”.

    El culto del cuerpo es otro de los síntomas que identificó. Para Lipovetsky sería “más reciente que el hedonismo” y “comienza con los deportes para deslizarse, como el skateboarding, que son deportes de sensaciones y no de competencia, como el fútbol, sino de voluptuosidad. Ello aporta un placer icariano: el placer de volar”. También ve la cultura del spa y el fitness como prácticas relacionadas con este punto. “Desde su origen el hombre corría, ahora se inscribe en gimnasios y paga para ir a correr y sentir el cuerpo”, precisó.

    Asimismo, se refirió a la explosión cada vez más generalizada de la cirugía plástica y cómo se imagina que este tipo de intervenciones dominarán la sociedad en el futuro. “La mayoría de las estrellas de Hollywood se han hecho cirugías estéticas. Es decir, es una cuestión generalizada, que no hace diferencia de edad ni de género. Eso nos da una imagen de lo que será el futuro en esta materia”.

     

     

    Para Lipovetsky el culto al cuerpo no es lo mismo que el narcisismo, pues el narcisismo era un acto contemplativo, vinculado al arrebato poético. Por el contrario, lo que se intenta en el presente es luchar contra los embates del tiempo, una búsqueda ansiosa por mantener un cuerpo joven y saludable. Fijaciones que también se observan en el excesivo cuidado de la dieta y la prevención de enfermedades. “Estamos aterrados con el problema de la degradación y la enfermedad”, apuntó, estableciendo a continuación una paradoja: “Los mismos que quieren vivir en el presente, viven ansiosos y aterrados del futuro”.

    El aumento en las consultas psicológicas, por otro lado, manifestaría la ansiedad de las personas por ser escuchadas, cuyo origen estaría en un cambio sustantivo en el modelo educativo. “Antes había una educación autoritaria –dijo–, la familia dirigía a los niños. Por ejemplo, estos no podían hablar en la mesa. Ahora un padre que promoviera esto sería acusado de fascista. En la actualidad se busca que los niños se expresen, que coman lo que quieran. Es una cultura liberal, que tiene beneficios, pero también consecuencias, porque se ha perdido el sentido de la realidad, de que no todo puede ser placer”.

    “En la actualidad se busca que los niños se expresen, que coman lo que quieran. Es una cultura liberal, que tiene beneficios, pero también consecuencias, porque se ha perdido el sentido de la realidad, de que no todo puede ser placer”.

    El culto a la conexión también estaría relacionado con este último punto. “Desde hace 10 años existe un fenómeno que cristaliza esta ansiedad de expresión y es internet, donde se expresa permanentemente lo que somos o lo que queremos ser. Por ejemplo, se suben fotos y se reciben likes. Esto de los likes crea una ansiedad, porque si no se reciben likes se genera una angustia por no ser aceptado”. Aquí agregó otra paradoja: “Los adolescentes, quienes reivindican más que nadie su individualidad (buscan vestirse de determinada manera, escuchar cierta música), son los que viven más ansiosos por estar conectados. El yo como lo pensaba Descartes, eliminando al resto, es impensado ahora. El yo debe conectar con el otro”.

    En el plano político, el individualismo se expresa para él en el derrumbe de las grandes ideologías: hoy no existen visiones que prometan cambiar el mundo y se piensa, por el contrario, que el futuro será peor. “Los ecologistas, por ejemplo, piensan en la catástrofe. Antes se pensaba en el progreso del hombre”, opinó Lipovetsky.

    Este sentimiento a su vez es el responsable del distanciamiento de los individuos de las urnas de votación, como del escepticismo de las personas hacia la clase política.

    Como ejemplos de este vuelco individualista, Lipovetsky analizó la transformación de la familia y la relación de las personas con la religión.

    “Antes la familia era la representación del horror, era limitante, como muestra Gide en su literatura. Ahora uno puede hacer lo que quiera, hay una desregulación de la institución, es decir, la familia ha perdido peso y eso marca el individualismo”. Y el fenómeno se repite respecto a las creencias religiosas: “Hay libre apreciación y comportamiento en relación a la religión. Puedo seguir siendo cristiano, creyente, pero a mi manera. Hay una libre apropiación de estas creencias. Donde antes había unanimidad, en la que se profesaba lo que a uno se le enseñaba, ahora hay una refundación de los dogmas. Estamos viendo un alza de la religión a la carta”.

    Para terminar, el francés señaló que el individualismo debe ser criticado pero no demonizado y, por otro lado, que no debe confundirse individualismo con egoísmo. “El individualismo es el derecho a construir la propia vida y no tiene nada que ver con el egoísmo, esa es solo una lectura moral, porque en la actualidad vemos que hay más voluntarios en las agrupaciones; existe Wikipedia, que es colaborativa y en Europa hay más de cuatro mil ONGs”.

    El fin de semana el filósofo estuvo en Valparaíso, como parte del Festival Puerto de Ideas.

  55. Kendrick Lamar: la poesía del futuro

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    El 30 de mayo recién pasado Kendrick Lamar recibió el premio Pulitzer por su disco DAMN a manos del presidente de la Universidad de Columbia, siendo el primer rapero en la historia en recibir tal reconocimiento. ¿Qué es lo que hace tan especial a este cantante? ¿Es acaso el artista pop más importante de la actualidad? Para responder a estas preguntas, tenemos que retroceder a las horas previas al concierto que dio en el Madison Square Garden.

    por juan manuel silva barandica

    Son las 19 horas y en la esquina de la Séptima Avenida y la calle 34 la gente se agolpa buscando la entrada del Madison Square Garden. Toca Kendrick Lamar, el rapero central de su generación, en el escenario más importante de Nueva York. Si es impresionante la situación, lo son más aún las personas que buscan la entrada correcta para esperar que comience el concierto: adolescentes de clase alta, arreglados como para ir a una fiesta, que miran sus celulares, ríen y hacen fila para comprar hotdogs, papas fritas, pizzas, bagels y cabritas. Por un momento, creo estar en el cine, pero en los círculos más altos del teatro encuentro a los latinos, los afroamericanos, los asiáticos y los norteamericanos de clase media baja. No hay raperos, hiphoperos y traperos de barrio, con su barroca insolencia. La razón es obvia: 100 dólares cuesta el asiento más barato para ver al líder de un largo movimiento contracultural –una cultura en el amplio sentido de la palabra–, un estilo de música y una ética nacida en los barrios donde las drogas, la violencia, el machismo y el racismo son los engranajes de una máquina lírica extraordinaria. Mejor, una forma de arte salvaje.

    Esta cultura, este arte y esta música podría encontrar su origen en la larga genealogía de los esclavos africanos venidos de Mali, quienes a través de sus lamentos construyeron spirituals y canciones que hablaban de la injusticia del trabajo, del amor roto, de su esperanza depositada en Dios y el más allá, y sobre crímenes, alcohol y desesperación. En el delta del Mississippi nacería el blues, padre del rock y el jazz, abuelo del Rhythm and Blues, el soul, el funk y bisabuelo del rap. Si retrocedemos en el tiempo, a los primeros DJ´s, a fines de los 70, cuando construyeron una alianza entre el sample, el loop y la lírica rítmica de los barrios pobres de Nueva York, nada haría pensar que 40 años después esta forma de entender la música y el mundo recibiría el prestigioso premio Pulitzer, entregado anteriormente a artistas afroamericanos, pero del jazz y la música docta.

     

    ***

     

    Un silencio lleno de música, una espera apretada, los murmullos que acechan se detienen por una pausa: el instante en que esta atmósfera cargada se comprime y se encienden las luces. Explosiones parecidas a disparos, luces, fuego y Kendrick Lamar entra al segundo piso de la escena cantando “DNA”: el scratch de su voz repite como un mantra “I got, I got, I got…” y siento cómo algo sube por la parte trasera de mi cuello hacia la base de mi cabeza. Sudo, tiemblo levemente y mis ojos vibran, líquidos. El bombo pega fuerte y las estrechas melodías se repiten mientras la voz de Kendrick avanza, se hace parte del público. “I got, I got, I got…”. Es impresionante: por algo todo el mundo ha visto y quiere ver sus videos, venir a sus conciertos.

    La pantalla del escenario se vuelve blanca y aparece un texto “Pulitzer Kenny”.  Entonces habla de que su ADN no es imitación, que el tuyo es abominación y conecta con un fraseo extraordinario cada sílaba, cada acento, cada vibración y seseo, cada sonido sibilante, fricativo y explosivo como los dedos de Miles Davis sobre su trompeta. Realmente golpea: ha suspendido el sentido, la injusticia tejida en el ADN de una cultura, de un pueblo, de una retórica entera, donde bitch y nigga funcionan como la contraconquista del oprimido y el desmontaje de la casa del amo con las herramientas del amo. Pero esto es poesía, pura libertad, pura forma trasmutada en ideología, en política y en acción. La asombrosa melopoeia (música) que cubre las imágenes y los conceptos. Estoy escuchando un poema altamente complejo, la poesía del futuro, el año 2018 junto a más de 10 mil personas. The Future is Now.

     

    Lo que hace Lamar es en extremo complejo: usar su voz –casi sin modulación melódica– como un bajo, un platillo, un bombo y una trompeta. Su fraseo, que se instala a través de un ritmo más o menos obvio y pegajoso, va avanzando en las canciones en velocidad, cantidad de acentos por palabra y encabalgamientos tan sorprendentes como arriesgados.

    ***

     

    Hay muchas formas de aproximarse a la lectura de una persona y, por ende, de una obra. Albert Camus decía que uno podía conocer a la gente por la manera en que jugaba a la pelota. Yo pienso, a veces, que en la poesía ocurre algo similar, pero solo se me ocurre en la posibilidad de vincularse con la música. Hay poesía metalera, dura, gruesa y colmada de literalidad; hay poesía progresiva, virtuosa, que se florea a través de ornamentos artificiales suspendiendo la materia; hay poesía experimental, que hace caso omiso de la posibilidad de comunicar, focalizándose en el ámbito material, para relevarlo o sustraerlo; hay poesía pop, que se parece peligrosamente al periodismo o la publicidad; hay poesía punk, violenta y hermosa, pero que repite hasta el cansancio la misma tecla; hay poesía rockera, variada y rica, que avanza con los tiempos, pero que busca siempre agradar, y existe una poesía hiphopera o rapera, que quizás tenga que ver con los slams de poesía o con la rima, aunque mucho más con dos aspectos descuidados en la poesía actual (al menos en la chilena): el oído y la voz.

    ¿Qué quiero decir con ambos aspectos?

    La capacidad de compenetrarse con el habla y los estratos culturales que emergen y se sumergen, además de la posibilidad de representar esas particularidades. “El idioma americano”, en el decir de William Carlos Williams. En ese sentido, creo, hay pocos poetas que busquen en el lenguaje con dichos instrumentos de navegación. Hoy, más bien, nos acostumbramos al reciclaje permanente de ciertas escrituras pasadas de moda, la vieja cuchufleta de pasar por propia la entonación de la poesía extranjera más consumida y las sempiternas magias parciales que le permiten a cualquier redactor promedio cortar su prosa y hacerla pasar por verso. En resumen, hay poca emulsión, poco swing, como diría Germán Carrasco.

    En los últimos 20 años, el hip hop ha ido mutando tan rápido que cuando queremos establecer un vínculo entre Kool Herc, Run DMC, Coolio, Kriss Kross, NWA, Puff Daddy, Grandmaster Flash, Tupac Shakur y Biggie, solo podemos hacer referencia al telón de fondo: la cultura del dolor y la exclusión que subyace a su música.

    Pero en el caso de Kendrick Lamar es más complejo, pues como plantea Annie Clark, a.k.a. Saint Vincent, su propuesta es ambiciosa: “Para mí, el artista más emocionante de la actualidad es Kendrick Lamar, porque tiene de todo: experimentación musical salvaje, una mezcla de free jazz y hip hop, siendo todo esto político, además de tener corazón y ser bailable. Realmente es todo lo que podrías querer que fuera de la música en un solo lugar. Es desafiante y sencillo de escuchar, también. Es todo. Cuando la gente mire hacia atrás, pienso, de un modo similar al hecho de que la revolución no será televisada, este será el himno de algo. La música de Kendrick Lamar será el himno de estos tiempos en la historia de Estados Unidos”.

    Lo que hace Lamar es en extremo complejo: usar su voz –casi sin modulación melódica– como un bajo, un platillo, un bombo y una trompeta. Su fraseo, que se instala a través de un ritmo más o menos obvio y pegajoso, va avanzando en las canciones en velocidad, cantidad de acentos por palabra y encabalgamientos tan sorprendentes como arriesgados. Todo esto, sin considerar la completa trasposición que hace del imaginario norteamericano, resignificando palabras de uso cotidiano desde un sentido marginal, lo que acaba haciendo más ambiguo e inasible su arte. Como planea St. Vincent, es posible encontrar casi todo en su música, solo basta trizar la delgada capa que cubre cada canción.

     

     

    ***

     

    Luego de “DNA”, vendrían canciones como “Element”, “King Kunta”, y “Swimming Pools”, que solo refrendarían el largo y arduo trabajo de un arte que avanza tan rápido que aún no podemos comprenderlo cabalmente. La poesía volvió a ser música, a transmitir la sensibilidad de un pueblo, a configurar héroes y a plantear gestas heroicas, como sobrevivir en un medio hostil como el actual. Es poesía, sin lugar a dudas, y se desarrolla sin el imperio de la mesura o de la falsa erudición que preconizan muchas academias literarias. Si los poetas son los “secretos legisladores del mundo”, las condiciones de posibilidad configuradas por la poesía de Lamar son tan abiertas como intuían los románticos. Una misteriosa lealtad al arte, a la importancia de las palabras, los ritmos y la música.

    Kendrick le recuerda al público que es su primera vez en el Madison Square Garden, los invita a cantar y en ese momento comienza a sonar el sintetizador que abre “Loyalty”, junto un “One, two, three, four…”.  En este gran poema se da un diálogo entre tres voces: una rítmica, una melódica y la de Kendrick, que llega a su punto más alto y brillante cuando contrapuntea con Rihanna, logrando un encabalgamiento matemático en el que no tiene que correr el acento natural de cada palabra para avanzar como una trompeta en sordina a través de una partitura, teniendo siempre el control de los beats y del motto de la canción: la lealtad.

    En este sentido, los paralelismos sonoros que indican las rimas son muy intensos y sobrecargan de sentido una aparente canción sobre parejas, mafia o amigos. Así, fame/rain/name lleva la idea de la lealtad desde lo material hasta lo inmaterial, pasando por un estadio líquido, como queriendo decir que este tópico además podría funcionar como una reflexión metamusical sobre el hecho mismo de hacer canciones, lo que se revela con la siguiente secuencia de rimas donde dark/start/heart desplazan aun más el eje hacia un lugar desconocido, el del origen de la música, donde el comienzo estaría ligado entre un espacio oscuro y una sensibilidad profunda, de la que nacerían las canciones. Las posibilidades que aparecen desde una lectura más detallada son variadas, pero creo que la más interesante es la que se conecta con otras canciones del disco.

    La poesía volvió a ser música, a transmitir la sensibilidad de un pueblo, a configurar héroes y a plantear gestas heroicas, como sobrevivir en un medio hostil como el actual. Es poesía, sin lugar a dudas, y se desarrolla sin el imperio de la mesura o de la falsa erudición que preconizan muchas academias literarias.

    DAMN se puede leer como un arte poético, en la que el acto creador es el centro. Un proceso que debe ir más allá de la fama, el dinero, la violencia, la mafia, el machismo, la xenofobia y la aporofobia, hacia la introspección y la entrada en un ámbito sagrado, oscuro e intuitivo, donde solo el amor y la lealtad al proceso creador pueden dar acceso a una revelación, que en este caso adviene como un torrente de pura forma, de experimentación a través de muchas sonoridades, ritmos, géneros y modelos de canción.

    Luego de “Money Trees” y “m.A.A.d. City”, Lamar le pide al público que encienda los celulares y le agradece esta celebración; insiste, luego, en uno de sus temas favoritos: “Love”, y comprendo que lo que escucho es poesía porque hay una búsqueda de la proliferación, del crecimiento y de la belleza. Dentro del gran Moloch de la sociedad estadounidense, hasta el arte más salvaje le da espacio a la belleza.

    A esta experiencia única la siguen “Bitch, Don’t Kill My Vibe”, la extraordinaria “Alright” y finalmente “Humble”, ese himno sobre la necesidad de ser humildes.

    Cuando la canción termina, por supuesto, sentimos lo mismo que el adicto cuando se acaba la droga: ese vacío que deja la retirada de la plenitud, el espasmo que se despide lento como una ola, dejándonos entre los pecios de un gran naufragio. No sé si alguna vez experimenté un concierto como una obra de arte. Más allá del dolor de garganta y el cansancio, me voy con más preguntas que respuestas. Trato de descifrar en qué parte de mi cuerpo recibí el golpe y qué tipo de golpe fue.

     

    ***

     

    Además de ser uno de los músicos más importantes del momento, Lamar es la prueba viva de que la poesía seguirá siendo un ejercicio de libertad (y que no podremos prever hacia dónde irá desarrollándose). Sin duda, hoy ocupa un lugar de privilegio en la poesía contemporánea, sin importar qué puedan decir los profesores de literatura, quienes siguen escarbando temáticamente, siguiendo las modas culturales, en libros escritos hace 40 años.  En un excelente ensayo llamado “La utopía de la lectura”, Mircea Cărtărescu advierte que la orfandad de la figura del poeta hace que este adopte formas y figuras curiosas, tan contradictorias como ser una superestrella de la música pop: “Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo XIX (…) y han encontrado cobijo en los lyrics de la música rock y el rap, han conquistado las almenas de los videos musicales y comerciales. Han aprendido a competir en los slams de poesía interpretada”.

    Kendrick Lamar es una estrella, qué duda cabe, pero de manera más intensa es un poeta que mediante una aparente literalidad despliega una amplia gama de recursos retóricos para producir al mismo tiempo un extrañamiento y la sensación de una cierta familiaridad. El carácter experimental de sus discos fue llevado al paroxismo en DAMN, donde se da el lujo de producir al mismo tiempo un disco temático sobre su espiritualidad y las distintas dimensiones de lo humano. DAMN es también un bestseller que desafía los productos envasados de este tiempo, resistiéndose a una escucha fácil, sin repetir una estructura de canción en todo el disco. Lo evidente en este caso es que Kendrick Lamar ha sintetizado lo alto y lo bajo, lo espiritual y lo material, lo popular y lo secreto, haciendo de la precariedad de su origen y del racismo que ha padecido, una pléyade de posibilidades semánticas y políticas. De cualquier forma, el himno de estos tiempos está siendo escrito y lo tenemos al alcance de la mano y del oído.

     

  56. Nuccio Ordine: “Las universidades deben ser lugares de resistencia a la lógica del utilitarismo”

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    Invitado al Festival Puerto de Ideas de Valparaíso, el autor del inesperado éxito de ventas La utilidad de lo inútil dará la conferencia inaugural, con entrada liberada, el viernes 9, a las 18:30 horas. El día anterior estará en el CEP, en Santiago, dando una conferencia sobre Giordano Bruno, a las 19 horas. Aquí habla de la crisis global de la educación, las trampas de ultra especialización y la necesidad de volver a los clásicos si se quiere vivir en una sociedad más libre, tolerante y solidaria.

    por patricio tapia

    Para la pregunta “¿qué es un clásico?” hay varias respuestas posibles, que consideran desde su época (la Antigüedad) hasta su forma o contenido (como obras representativas de ciertos valores éticos y estéticos). No pocos autores han intentado dar una definición: Sainte-Beuve o T.S. Eliot, Italo Calvino o J. M. Coetzee. Borges, un “clásico” del siglo XX, señalaba que un clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos, sino uno que “las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.

    Para Nuccio Ordine (1958), profesor italiano, especialista en la literatura renacentista, particularmente en Giordano Bruno, los clásicos nos ayudan a vivir y son formas de resistencia. Ellos “tienen mucho que decirnos sobre el ‘arte de vivir’ y sobre la manera de resistir a la dictadura del utilitarismo y el lucro”, afirma en Clásicos para la vida, en consonancia con lo que había sostenido en un libro anterior, el inesperado éxito de ventas La utilidad de lo inútil, un manifiesto contra la pérdida de los saberes “inútiles” y una vindicación de las humanidades. En ambos libros hay duras críticas al sentido utilitarista de la educación y el ansia de ganar dinero tanto de parte de las instituciones de enseñanza como de los estudiantes. Curiosamente, en su origen la palabra clásico estuvo vinculada a las jerarquías de la riqueza romana y la administración fiscal que determinaban, por complejos sistemas, el distinto valor de los votos; clásico era alguien de primer orden; solo después se terminaría aplicando a la literatura, metafóricamente, como el escritor que puede ser ejemplar.

    “Los grandes clásicos (desde Cicerón hasta Virginia Woolf) y los saberes considerados injustamente inútiles nos recuerdan que solo si vivimos para otros podemos darle un sentido noble a nuestras vidas”.

    En Clásicos para la vida, Ordine perfecciona lo que, en parte, había hecho en La utilidad de lo inútil. El libro es una compilación de textos breves de importantes autores, seguidos de un comentario igualmente breve suyo: desde Homero, Shakespeare o Cervantes hasta Goethe, Flaubert o Pessoa. Nació a partir de fragmentos o citas de grandes obras que leía cada semana al comienzo de clase a sus estudiantes, y que comentaba; esos comentarios se convirtieron en artículos para el diario Corriere della Sera y luego en libro, configurando una “pequeña biblioteca ideal”, en que aborda temas como la desigualdad de la mujer (Orlando furioso, de Ariosto), el fanatismo religioso (Bocaccio) o el amor a los animales (el encuentro de Ulises con su perro o un cuento de Guy de Maupassant).

    El libro más reciente de Ordine, Gli uomini non sono isole (“Los hombres no son islas”), continúa con la recopilación de citas y sus respectivos comentarios, como una segunda parte de Clásicos para la vida. En la introducción reconoce, sin embargo, que todavía podría seguir mencionando a más autores y le gustaría hacer oír las voces de otros, de manera que quizá haya una tercera. Después de todo, como decía Italo Calvino, un clásico “es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.

     

    La utilidad de lo inútil tiene la especificación “manifiesto”. ¿Por qué? ¿Cree que es necesario algún tipo de activismo?

    Ahora nos enfrentamos a una epidemia que está afectando a todo el mundo. Hace solo unos años, provocó un gran alboroto en Japón una carta del ministro de Educación, Hakubun Shimomura, pidiéndole a los rectores universitarios que cerraran o transformaran aquellos departamentos que no son “útiles” a la sociedad para fortalecer solo las ciencias naturales y la ingeniería (26 facultades de humanidades corrieron el riesgo de ser canceladas). Es una opción política muy miope que podría llevar a un gran país como Japón al suicidio cultural. Hoy, desafortunadamente, parece que solo es “útil” lo que produce ganancias. Mientras que se consideran “inútiles” aquellos conocimientos que no favorecen las ganancias inmediatas. ¿Cómo se puede no entender que la literatura, la música, el arte, la filosofía son necesarios para que la humanidad sea más humana? Montaigne decía que el hombre no solo necesita alimentar el cuerpo, sino que también necesita alimentar el espíritu. Se necesitaría una fuerte protesta del mundo universitario y de los intelectuales en general. Pero, en cambio, muy a menudo el mundo académico se resigna, asiste pasivamente a este declive. Por esto he querido escribir este “manifiesto”: para “llamar a las armas” a los profesores y estudiantes, a los ciudadanos y a aquellos pocos políticos ilustrados. Es necesario reaccionar de inmediato, antes de que la humanidad caiga en el abismo de la ignorancia.

     

    “En Francia encontré un gran apoyo: becas de estudio, bibliotecas, grandes maestros, reconocimientos. Tu tierra natal es donde tienes una biblioteca, buenos maestros, oportunidades preciosas para mejorar”.

    Clásicos para la vida, por otro lado, es un homenaje a las grandes obras de la tradición cultural. ¿No es algo nostálgico?

    Para nada. Al contrario: leer los clásicos nos ayuda a entendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Solo quiero dar un ejemplo, del cual hablo precisamente en Clásicos para la vida. Los ejecutivos de la Volkswagen —quienes recientemente, por codicia, habían trucado los valores de las emisiones de carbono de los autos diésel, causando una catástrofe económica sin precedentes para una de las industrias automotrices más grandes de la historia—, deberían haber leído y memorizado el lema de la familia Buddenbrook, como nos lo cuenta Thomas Mann: “Hijo mío, atiende con placer tus negocios durante el día, pero emprende solo los que te permitan dormir tranquilo durante la noche”. Basta leer esta novela para comprender cómo un capitalismo agresivo y sin reglas morales no solo se destruye a sí mismo, sino que puede destruir a todo el género humano.

     

    ¿Tanto así?

    Ha aparecido justamente en estos días un nuevo libro mío en Francia y en Italia: el título es Los hombres no son islas. Parto de una hermosa imagen de John Donne, un gran poeta inglés que vivió entre los siglos XVI y XVII: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo; cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”. Una oportunidad preciosa para comprender que los seres humanos están relacionados entre sí y que la vida de cada hombre es parte de nuestra vida. Un himno a la fraternidad y la solidaridad humanas a través de la lectura y el comentario de 50 clásicos de la literatura mundial. Un antídoto contra lo que está sucediendo en Europa y en el mundo: se construyen muros, se levantan barreras, cientos de kilómetros de alambre de púas se entrelazan con el despiadado objetivo de bloquear el camino a una humanidad pobre y sufriente que, arriesgando su vida, intenta escapar de la guerra, el hambre, los tormentos de las dictaduras y el fanatismo religioso. Miles y miles de personas sin voz, privadas de toda dignidad humana, desafían la aridez de los desiertos, las olas del mar o las montañas nevadas en la búsqueda desesperada de un refugio, un lugar seguro, un albergue donde cultivar la esperanza de un futuro decente. En este contexto brutal, los grandes clásicos (desde Cicerón hasta Virginia Woolf, desde Séneca hasta Francis Bacon o Saint-Exupéry) y los saberes considerados injustamente inútiles nos recuerdan que solo si vivimos para otros podemos darle un sentido noble a nuestras vidas.

     

    “Las escuelas y universidades ya no forman ciudadanos cultos, sino clientes-consumidores que compran un diploma para gastarlo en el mercado global”.

    ¿Por qué La utilidad de lo inútil y Clásicos para la vida fueron publicados por primera vez en Francia?

    En Francia encontré un gran apoyo: becas de estudio, bibliotecas, grandes maestros, reconocimientos. En estos muchos años he entendido la bella frase de Giordano Bruno: “Para el verdadero filósofo, toda tierra es patria”. Tu tierra natal es donde tienes una biblioteca, buenos maestros, oportunidades preciosas para mejorar. Allí he conocido al director general de la editorial Les Belles Lettres, Alain Segonds, un extraordinario Pico della Mirandola del siglo XX. Gracias a él pude dirigir tres series de clásicos en Les Belles Lettres: fue para mí un hermano, un amigo, un maestro que me cambió la vida. Publicar mis libros en Francia antes que en Italia o simultáneamente con Italia es un acto de gratitud hacia este gran erudito y hacia la editorial más prestigiosa del mundo en la edición de clásicos.

     

    Ambos libros señalan fuertes críticas al sistema educativo actual por el sentido utilitario y profesionalizante de los estudios: las escuelas y universidades se transformarían cada vez más en empresas y los estudiantes en clientes…

    En las reformas educativas de muchos países se busca “profesionalizar” de manera exasperada los currículos en escuelas y universidades. A los jóvenes estudiantes que acaban de cumplir 13 años se les pide que escojan un oficio para continuar sus estudios, pensando solo en el puesto de trabajo. Las escuelas y universidades ya no forman ciudadanos cultos, sino clientes-consumidores que compran un diploma para gastarlo en el mercado global. Hoy en día, la tarea principal de los profesores debe ser precisamente hacer que los jóvenes comprendan que no estudian para obtener un pedazo de papel, sino que se estudian principalmente para convertirse en seres humanos libres y para abrazar grandes valores como el amor por el bien común, la solidaridad humana y la tolerancia.

     

    “El derecho a la salud y el derecho al conocimiento son los pilares en los que se basa la dignidad humana. Los gobiernos que han hecho grandes inversiones en estos campos han logrado un gran crecimiento económico”.

    Critica también la excesiva especialización en los estudios, lo que lleva a la pérdida de las visiones generales. En el Renacimiento, el conocimiento es uno, sin dividirlo en disciplinas. ¿Era eso mejor? ¿Es posible hoy?

    Los saberes no son islas separadas. En el mundo clásico y en el Renacimiento era muy difícil trazar fronteras entre filosofía, ciencia, literatura y arte: ¡hay que pensar en una figura como Leonardo da Vinci! Hoy la separación del conocimiento y la ultra especialización son amenazas muy serias. Por supuesto, el nivel de conocimiento acumulado es enorme en comparación con el pasado. En medicina, por ejemplo, dentro de la ortopedia hay especialistas en la mano, la rodilla, la cadera. Pero perder la visión global de una disciplina es un suicidio programado.

     

    Un elogio de los saberes inútiles, que no producen ganancias, intenta rehabilitar palabras como “desinteresado” y “gratuito”. Es un debate que ha estado presente en Chile. ¿Cree que la educación, incluso la superior, debería ser gratuita?

    Estas palabras están ahora en desuso en nuestro vocabulario. La primera pregunta que te hacen cuando propones algo es: “¿para qué sirve?”. La belleza y los saberes inútiles pueden hacernos entender que en la vida no se trata solo de poseer, sino sobre todo de aprender a disfrutar: puedo ver una imagen, escuchar un concierto, leer un libro y sentirme feliz. La felicidad auténtica se basa en la gratuidad y el desinterés. Esto deberíamos hacer que los jóvenes entiendan que en la escuela estudiamos para aprender y no para ganar dinero.

     

    Otros destacados de Puerto de ideas 2018

    El sábado 10 de noviembre, a las 12:30 horas, en la Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso, el sociólogo Gilles Lipovetsky dictará la charla “Los mercados de la belleza en un mundo de vacíos”.

    En tanto, el sociólogo Luc Boltanski presentará el domingo 11 de noviembre, a las 10:30 horas, en el mismo recinto, la conferencia “El patrimonio, nuevo símbolo de riqueza”.

    Las entradas para ambos encuentros tienen un valor de $2.000 pesos y pueden adquirirse en Dale Ticket.

    Reconocerá que sin dinero (o lo “útil”) es difícil estudiar si esto se paga y los gobiernos no parecen estar tan dispuestos a ofrecer gratuidad.

    El derecho a la salud y el derecho al conocimiento son los pilares en los que se basa la dignidad humana. Los gobiernos que han hecho grandes inversiones en estos campos han logrado un gran crecimiento económico. El ganador del Premio Nobel Amartya Sen ha demostrado que Kerala, el estado más pobre de la India, es hoy el más rico por haber financiado su salud y educación.

     

    ¿Se puede amar los libros sin ser pedante? En La utilidad de lo inútil, incluye a Federico García Lorca presentando a Pablo Neruda, quien, según García Lorca, quería nutrir un grano de locura ante el “odioso monóculo de la pedantería libresca”.

    Muchos profesores cometen un crimen cuando enseñan literatura rompiendo el fuerte vínculo que los clásicos tienen con la vida. Una novela o un poema no sirve para aprobar los exámenes. Son textos que se leen porque te ayudan a pensar, a saber y a vivir. Los clásicos son nuestros contemporáneos porque siempre responden a nuestras preguntas.

     

    También afirma que la escuela y la universidad deberían educar a las nuevas generaciones en la herejía. ¿Podría explicarlo?

    El “hereje” es, por definición etimológica, el que puede “elegir” caminos en contraste con la ortodoxia dominante. Las escuelas y las universidades deben ser lugares de resistencia a la lógica imperante del utilitarismo y la ganancia. En su lugar, por el contrario, la educación es una caja de resonancia de valores falsos: en lugar de formar hombres y mujeres libres, futuros ciudadanos dotados de sentido crítico, reproduce pollos de engorde, futuros consumidores pasivos que comen y dicen todos las mismas cosas.

     

    La utilidad de lo inútilNuccio Ordine, Editorial Acantilado, 2013, 176 páginas, $13.000.

     

    Clásicos para la vidaNuccio Ordine, Editorial Acantilado, 2017, 192 páginas, $16.400.

     

    Una escuela para la vida, Nuccio Ordine, Editorial Universidad de Valparaíso, 2018, 57 páginas.

     

    Gli uomini non sono isoleNuccio Ordine, Editorial La nave di Teseo, 2018, 334 páginas, €15.

  57. Sobre la inmisericordia

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    En Rebaño, libro indignante y oportuno, Óscar Contardo ofrece numerosas claves para comprender cómo el deseo sexual y las relaciones de poder encontraron en la iglesia católica el ambiente ideal para procrear sus semillas más perversas. La compilación de antecedentes permite identificar muchos de los patrones de conducta que hicieron posibles los abusos, y una radical ausencia de piedad que el clero, tarde o temprano, tendrá que salir a explicar.

    por daniel hopenhayn

    Una abogada católica, que en los años 80 solía acompañar a sacerdotes a las protestas callejeras, le cuenta a Óscar Contardo que Cristián Precht llegó un día a la capilla de un barrio popular para proteger a los jóvenes que se habían refugiado allí de la policía. De pronto, entre los gritos de los pobladores contra la represión, se distinguió la voz de una mujer: “Cura desgraciado, deja de manosear a mi chiquillo”. El incidente no fue motivo de comentario. Todos, incluida la abogada, asumieron que esa madre era una agente de la CNI que intentaba desprestigiar al vicario de los perseguidos.

    Contardo recopila innumerables maniobras de encubrimiento que no solo protegen al victimario, sino que le abren el camino a encontrar nuevas víctimas.

    La anécdota ilustra apenas una arista del fenómeno que Rebaño pretende desentrañar: qué clase de códigos, qué nebulosa cultura interna, hicieron de la iglesia católica un enclave reproductor de abusadores sexuales. Pregunta que Contardo, hilvanando archivos de prensa con sus entrevistas a víctimas y testigos, aborda desde tres frentes en simultáneo: las relaciones de poder que los sacerdotes generan con sus feligreses, las dinámicas de encubrimiento –culturales e institucionales− que les garantizaron hasta hace muy poco la impunidad y, quizás lo menos explorado hasta ahora, “la manera en que el abuso se transforma en la vía de expresión de la sexualidad de esos hombres. La forma en que esos sujetos conviven con su deseo”.

    Aunque la investigación examina muchos de los casos que han salido a la luz pública, su hilo conductor es la pavorosa historia de Rimsky Rojas, sacerdote salesiano (la congregación que peor lo pasa en este libro, seguida de los jesuitas) que se ahorcó el 28 de febrero de 2011, al verse acorralado por las denuncias de sus víctimas y en su calidad de principal sospechoso de la desaparición de Ricardo Harex, alumno del Liceo San José de Punta Arenas –que Rojas dirigía−, cuyo rastro se perdió en 2001 a la salida de una fiesta.

    A la manera de Karadima, pero en ambientes de clase media provincial (Valdivia, Punta Arenas y Puerto Montt fueron sus principales destinaciones), el padre Rimsky era un estricto director espiritual que sabía ganarse la admiración de la comunidad y la lealtad de sus “preferidos”, adolescentes que sacaban ventajas de su cercanía con él, lo integraban a su intimidad familiar y se sometían a su régimen de protección e intimidación. Incubarle a la futura víctima el sentimiento de una deuda implícita, emocional o material (darle comida y techo fue la estrategia de varios), se revela en Rebaño como el método más recurrido para dejar a esa víctima perpleja, sin reacción, al momento de pasar del espíritu a la carne. “Con mucha frecuencia –escribe Contardo− los abusos cometidos por sacerdotes eran vínculos profundos con la persona abusada, que duraban años y que fundían en una misma historia sentimientos de cariño y lealtad, por un lado, con la angustia del sometimiento silencioso”.

    Cuando el arzobispo Cox fue recluido en Alemania por sus reiteradas conductas pedófilas, el comunicado público de la Iglesia atribuyó la medida a una “afectuosidad un tanto exuberante”.

    Una expresión radical de esa relación es la fantasía paterna por parte del cura, consignada en diversos testimonios. “Hijo, yo te quiero, esto es amor de padre, siente que estoy pariendo”, le susurraba a un alumno del San Ignacio El Bosque el jesuita Juan Miguel Leturia, “Lorito”, al momento de tocarlo y besarlo. “Yo para ti soy tu papá”, le advertía a uno de los suyos el también jesuita Eugenio Valenzuela. El propio Rimsky Rojas, encarado años después por uno de sus alumnos de Punta Arenas, le explicó entre sollozos que su sentimiento por él “era amor de padre”. El mismo cura fue capaz de abrazar y besar a un alumno en la capilla del colegio después de comunicarle que su madre padecía un cáncer terminal.

    La contracara de la autoridad que el rebaño les concede a sus pastores es la nula importancia que los fieles parecen tener para el clero cuando surgen las denuncias. Contardo recopila innumerables maniobras de encubrimiento que no solo protegen al victimario, sino que le abren el camino a encontrar nuevas víctimas. Son evidencias que trascienden el conflicto sexual y obligan a preguntar qué entiende la Iglesia por misericordia hacia el prójimo, o si el prójimo es una entelequia que solo puede concebir en función de su propia causa.

    Joaquín Navarro-Valls, vocero de Juan Pablo II y numerario del Opus Dei, reflexionaba en 1993 ante las primeras denuncias conocidas en Estados Unidos: “Cabría preguntarse si el verdadero culpable no es una sociedad permisiva hasta la irresponsabilidad, que está repleta de sexo y es capaz de crear las circunstancias que indujeron a cometer graves actos incluso a personas que tienen una sólida formación moral”. En 2002, Cristián Precht cuestionaba la política de tolerancia cero a los abusadores propuesta por los obispos estadounidenses: “Aprender como Jesús a distinguir entre el pecador y el pecado sigue siendo un tema de la mayor urgencia”. Ese mismo año, cuando el arzobispo Cox fue recluido en Alemania por sus reiteradas conductas pedófilas, el comunicado público de la Iglesia atribuyó la medida a una “afectuosidad un tanto exuberante”.

    No hay tal cosa como una red de homosexuales operando en bloque, sino un enjambre de chantajes recíprocos que garantiza el silencio de todos.

    Si bien las similitudes entre los casos documentados impiden a Rebaño sostener el vértigo de sus 100 primeras páginas (a lo cual contribuye la copiosa descripción, no siempre necesaria, de diligencias reporteriles), el relato vuelve a sorprender cuando indaga en la sexualidad de los religiosos. Que el celibato ha servido de coartada social para jóvenes avergonzados de su homosexualidad es un dato de la causa (un ex sacerdote salesiano recuerda que en el seminario “el cuarenta por ciento eran homosexuales o habían tenido experiencia homosexual”), pero resulta tan insuficiente para explicar los abusos como lo sería la heterosexualidad de un agresor de mujeres.

    De sus lecturas y entrevistas, además, Contardo concluyó que la mayor parte de ellos entran al seminario “sin un afán consciente de ocultamiento (…) sino empujados por una cultura que los iba convenciendo de que era el sitio adecuado para ellos”. Veían en la fe una fuente de comprensión, de alivio a sus culpas, que de paso les prodigaba el respeto de sus amistades y el orgullo de sus familias. “Vestir una sotana, por lo tanto, era un antídoto perfecto contra la vergüenza”.

    Apenas ingresaban al seminario, sin embargo, se veían inmersos en una cultura jerárquica donde el secretismo y la subordinación –materias primas del abuso− formaban parte del modus vivendi. Y donde la homosexualidad se practicaba pero no se nombraba, adquiriendo así una doble condición de clandestinidad. El pacto de silencio lo aseguraba la propia extensión del tejado de vidrio: “Te vas dando cuenta de que si revelas algo, echas a perder la fiesta de todos”, cuenta el ex seminarista Alejandro Sandrock. Algo parecido ha planteado el periodista Gianluigi Nuzzi −que en 2012 destapó los Vatileaks− sobre el supuesto lobby gay en la curia romana: no hay tal cosa como una red de homosexuales operando en bloque, sino un enjambre de chantajes recíprocos que garantiza el silencio de todos.

    Otro hallazgo significativo del autor es que a ninguno de sus entrevistados se les habló de sexualidad durante su formación en el seminario, pese a que tendrían que inhibir su deseo sexual de por vida e instruir a jóvenes sobre la materia.

    Perseguidos desde siempre por el terror al juicio ajeno, el gozo que algunos sacerdotes parecen encontrar en la aplicación despiadada de su autoridad podría constituir también un modo de desquitarse con los débiles, siguiendo esta observación de Contardo: “Quienes sufren la amenaza crónica del repudio, a menudo conocen las reglas que conducen al castigo con mayor precisión”. Rimsky Rojas, por ejemplo, podía expulsar a un alumno del colegio al descubrir que su madre era soltera. “Es una manera de ponerse del lado de los más afortunados, aquellos que pueden hablar de sus deseos en público sin contratiempos”, concluye Contardo.

    Otro hallazgo significativo del autor es que a ninguno de sus entrevistados se les habló de sexualidad durante su formación en el seminario, pese a que tendrían que inhibir su deseo sexual de por vida e instruir a jóvenes sobre la materia. El deseo, sencillamente, era ignorado como tema, lo cual se corresponde con la aproximación infantil al sexo, exclusivamente genital, que muchos curas exhibían en los colegios. Miguel Ortega les bautizaba el pene a sus alumnos. “¿Cómo van esas pajitas?”, les preguntaba “Lorito” a los suyos. Rimsky Rojas, en Valdivia, masturbaba a los escolares cronómetro en mano para ver si eyaculaban correctamente.

    Más allá de las puertas que abre este libro, una de las conclusiones nítidas que deja su lectura es que la crisis moral de la Iglesia solo terminará de ser comprendida cuando los curas inocentes saquen la voz: ya no para denunciar a los culpables, sino para explicar cómo lidiaron con su propio silencio, si es que supieron; y si no supieron, por qué no quisieron saber.

     

    Rebaño, Óscar Contardo, Planeta, 2018, 256 páginas, $13.900.

  58. Conservadurismo, izquierda y tecnología

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    En un mundo borracho de satisfacción, el conservador es el único que sigue pensando que el apego a ciertos valores es una forma sana de resistir a las sirenas del presente. Buñuel, por ejemplo, no creía en el progreso porque sospechaba, como sospechamos todos los conservadores de izquierda, que el progreso es siempre de la industria. Es decir, el progreso del capital.

    por rafael gumucio

    Está la derecha liberal por un lado, y la derecha conservadora por el otro. Sus diferencias y semejanzas, sus encuentros y desencuentros son el tema más o menos obsesivo del columnismo político chileno. Así, el debate entre el progreso y el regreso, entre el futuro y el pasado, se lee en exclusiva clave derechista, bajo la idea persistente de que en el fondo conservadores y liberales están satisfechos con el mercado y sus reglas (aunque sea de distintas maneras, ambos aceptan las reglas del juego).

    Impera aquí, como en tantos otros tópicos de la ciencia política chilena, una mala traducción del inglés. En Estados Unidos el término liberal equivale a lo que nosotros llamamos la centroizquierda, aunque gran parte de la izquierda americana, como la chilena o la francesa o la inglesa, nazcan de los púlpitos de las iglesias protestantes y católicas (y de los templos judíos). El Mapu y la Izquierda Cristiana, dos partidos más o menos fenecidos, pero que suministraron cuadros políticos a gran parte de la izquierda chilena (desde el ex ministro Eyzaguirre al senador Montes, desde Tomás Moulian hasta Óscar Guillermo y Manuel Antonio Garretón), descienden del partido conservador.

    Mientras la derecha esconde su auténtica raigambre liberal, la izquierda se presupone íntegramente liberal. Sí, melenudos, marihuaneros, bisexuales: todos a favor de los transgéneros, la legalización de las drogas y el etiquetado de alimentos, internacionalista en general y nacionalista en Cataluña o Ucrania, a favor de los islámicos de Hezbolá, pero en contra del arzobispo de Santiago. La izquierda, ante la dificultad de plantear en su seno un debate razonable, prefiere refugiarse en la confianza moral. Así, la revelación de cualquiera de sus contradicciones presupone una traición. Sus miembros más lúcidos saben que hay cosas que debatir ahí, pero piensan que frente al avance de la derecha es mejor permanecer unidos, en un solo frente, con todos los derrotados del mundo. Poco importa si su derrota es justa o no, si su fracaso es una bendición o no. La izquierda acepta su papel de barco pirata operado por toda suerte de fantasmas que ya no recorren ni Europa.

    El conservador no lucha por algo tan frágil como un sueño, sino por algo más sólido y evanescente que eso: lucha por un recuerdo.

    La idea de que quienes estuvieron ayer por la libertad de las mujeres hoy apoyan el cambio de los órganos sexuales, no toma en cuenta que la velocidad de los cambios científicos y tecnológicos han acelerado el tiempo de una manera tal, que hasta al más progresista le resultan difíciles de procesar. Ni la ciencia es lo que era, ni el capitalismo que sirve es el mismo de antes de la internet y el fin del patrón oro. La manera en que el crecimiento sin límite y la especulación también ilimitada han transformado la noción de capital y de trabajo, no puede más que alarmar a los capitalistas de ayer. Son ellos, con Warren Buffett y George Soros a la cabeza, los primeros en rebelarse por la falta de impuestos y regulaciones de la que gozan. ¿Son conservadores o liberales?

    De alguna forma, el conservadurismo resulta ser la única forma de rebeldía posible ante un mundo donde el poder, el visible pero más aún el invisible, es completamente neoliberal. Insistir en la diferencia entre liberalismo y neoliberalismo no quita que uno descienda del otro. Ningún marxista honesto, por más que haya sido víctima de las purgas soviéticas, puede dejar de sentirse consternado por la extraña metamorfosis capitalista del comunismo chino. Aunque el neoliberalismo sea la caricatura del liberalismo de Benjamin Constant o Stuart Mill, no deja de compartir con él algunos de sus rasgos más problemáticos.

    Volver a los clásicos no significa olvidar que el árbol se juzga por sus frutas. El conservador es, en este universo borracho de satisfacción, el único que sigue pensando como resumía Luis Buñuel: “No vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Algunos conservadores, como Buñuel mismo, no defendían los viejos valores, pero intuían que nada mejor podía reemplazarlos. No creía en el progreso porque sospechaba, como sospechamos todos los conservadores de izquierda, que el progreso es siempre el de la industria, del capital.

    “Hay que admitir que siempre hay una época dorada que no es la nuestra, que existió o que existirá alguna vez. La época que nos toca vivir nunca es satisfactoria, salvo para los muy ricos o para los petulantes sin memoria”. Esto lo dijo Cynthia Ozick a propósito de la literatura actual y su relación con la crítica, y quizá sea el perfecto resumen del pensamiento conservador: solo creen en el progreso los ricos o los desmemoriados. Solo ellos pueden sentir que el mundo mejora porque no han pagado con su sangre y su sudor y sus lágrimas ese incremento de bienestar, o porque se han beneficiado más que nadie de él.

    Ante la decepción del presente, el conservador tiene como refugio la Edad de Oro. El fracaso del presente no es completo, porque hay un pasado, un lugar en el cual refugiarse. Como el amor según Proust, lo único que nos queda es la reconstrucción imposible de un momento que no supimos vivir, y que pudimos vivir justamente porque no lo sabíamos. El conservador tiene la ventaja de permanecer, pase lo que pase, alerta y descontento, sin caer en el nihilismo que lo aniquilaría como potencia crítica. El nihilismo se desespera de esperar; el conservador, en cambio, recuerda que lo que espera ya sucedió y que, si bien puede que no se haya dado cuenta, fue feliz. El conservador no lucha por algo tan frágil como un sueño, sino por algo más sólido y evanescente que eso: lucha por un recuerdo.

    La sociedad neoliberal piensa que el crecimiento continuo es parte de la naturaleza humana. Ve el mercado como una metáfora de la vida humana: una corriente continua de inflación y deflación que nos lleva a una serie de crisis que se convierten, luego de liquidar “la grasa” que sobra, en crecimiento. Debemos tres o cuatro veces nuestro sueldo porque alguna nueva tecnología convertirá lo que hoy es deuda, en inversión. Un mundo en eterna conquista, que fomenta la insatisfacción, que vive del desequilibrio, donde la prosperidad –también creciente– apenas logra entregar un aura de continuidad. Esa aura de continuidad, sin la que el deudor solitario sentiría el abismo que tiene ante sí, es lo que obliga al nuevo capitalismo a respetar a iglesias, cofradías, partidos políticos y corrientes filosóficas antiguas que niegan o contradicen la mayor parte de los supuestos sobre los que se sustenta la idolatría del mercado.

    Ante la decepción del presente, el conservador tiene como refugio la Edad de Oro. El fracaso del presente no es completo, porque hay un pasado, un lugar en el cual refugiarse. Como el amor según Proust, lo único que nos queda es la reconstrucción imposible de un momento que no supimos vivir, y que pudimos vivir justamente porque no lo sabíamos.

    Jesús, Confucio, Séneca, Mahoma, Gandhi, Moisés, Marx o Rousseau basan su pensamiento en el desprecio de la especulación y la avaricia. En esa grieta, la del conservadurismo revolucionario, como bien observa Mark Lilla en su libro Pensadores temerarios, se alojan todos los movimientos de resistencia que quedan, desde el islam radical hasta el evangelismo también radical, desde el nuevo comunismo hasta el ecologismo profundo. Distintos en métodos e intenciones, comparten una vaga nostalgia por una comunidad humana, una fraternidad basada en un mismo padre, Dios, Alá o la Naturaleza, la idea improbable de que el hombre tiene un destino que no depende de su voluntad de poder.

    Todos esos movimientos defienden a su modo la idea, conservadora entre todas las ideas, de que las cosas son lo que son más allá del precio que la especulación del mercado y la prensa le ponen. Esa fue la obsesión cada vez más patente de Pier Paolo Pasolini al final de su vida. A comienzos de los años 70 le dio con denunciar que la juventud proletaria, donde iba a buscar amantes, había sido destruida por una nueva sociedad de consumo. Esa nueva sociedad de consumo, que era solo en apariencia el viejo capitalismo, al romper cualquier lazo con la tierra, es decir con el tiempo, provocaba únicamente neurosis y violencia. Su nostalgia por el mundo agrario de antes de la guerra era poco convincente, en un país que gracias a un proceso acelerado de industrialización había logrado salir de la miseria a la que parecía condenado. Al morir en una playa de Ostia, torturado de manera inaudita por unos jóvenes lumpen neofascistas, su profecía pareció menos gratuita de lo que la izquierda italiana había querido pensar. La llegada al poder de Silvio Berlusconi más de una década después ha confirmado la lucidez de esa denuncia.

    El arribo a la Casa Blanca de un siniestro actor de reality show ha llevado a repensar la advertencia de Pasolini (que tiene en el historiador Christopher Lasch y el sociólogo Richard Sennett a sus propios portavoces). Allá la cultura del consumo no es como en la Italia de Pasolini: no es nueva y tampoco es ajena. No hay en Estados Unidos una Edad Media a la que volver. Menos, a un Renacimiento. Nueva York siempre ha sido Nueva York, sobre una isla ínfima miles de rascacielos que acumulan en vertical lo que sería imposible de alojar horizontalmente. Pero incluso ese capitalismo de hormigón armado es distinto y en cierta medida contrario al capitalismo financiero, el de la especulación perpetua, donde las oficinas son tan virtuales como las ganancias. Volver a América grande nuevamente, como prometió Trump, es devolver a los Estados Unidos ese capitalismo sólido, ese capitalismo de producción y fábricas, o sea, de certezas que la inmaterialidad de las nuevas tecnologías han desdibujado para siempre.

    En el centro de todos los delirios y mentiras de Trump, hay una verdad que sus electores entienden mejor que nadie: la nueva economía y la nueva tecnología no necesitan más que unos pocos programadores inteligentes; al resto, la vasta y vaga mayoría de americanos, no les queda más que ser consumidores de las aplicaciones que ese grupo de genios de la mercadotecnia creó para ellos. Cada mejora en los servicios tecnológicos viene acompañada por una precarización de sus empleos, sus relaciones familiares, amorosas, sociales, por un debilitamiento de su democracia finalmente, porque ¿quién puede creer la ilusión de igualdad sobre la que se basa cualquier democracia, cuando el poder (convertido en conocimiento) está tan mal repartido?

    Como suele ocurrir, el populista entiende antes que nadie la magnitud del problema. Nadie puede estar más lejos de los valores cristianos que Donald Trump, quien ha vivido de ejercer en público cada uno de los siete pecados capitales, pero eso no le impide posar con pastores y rabinos que le perdonan todo, con tal que adhiera a su agenda conservadora. Obama venía de un mundo opuesto, el movimiento de los derechos civiles del que terminó por ser la cara más exitosa. Su modo de vivir y pensar está perfectamente enmarcado en una forma ágil y moderna del cristianismo, lo que hace inexplicable el pudor con que al final de su gobierno no quiso encarar esa herencia (que proviene, después de todo, de Martin Luther King y Jesse Jackson). Empantanado en la agenda de minorías ricas, como la que aboga por el matrimonio homosexual, obsesionada por entregar cifras macroeconómicas prometedoras, perdió la oportunidad única de reconciliar la izquierda con el conservadurismo, es decir, el sentido común de lo que Orwell llamaba el common people. De alguna forma, el gobierno de Obama dejó establecida para siempre la victoria del liberalismo que reside en convertir la revolución permanente en una sucursal más del orden establecido.

     

    Imagen de portada: Francisca Alcalde.

  59. Honor y gloria a nuestros contemporáneos

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    “Aquellos que coinciden completamente con la época, que concuerdan en cualquier punto con ella no son contemporáneos pues, justamente por ello no logran verla, no pueden mantener la mirada fija en ella”, afirma el filósofo italiano Giorgio Agamben en su ensayo “Qué es lo contemporáneo”. Su propuesta apunta a establecer una mirada en los pliegues, en ese punto ciego que contiene, sin embargo, el haz de significaciones que el exceso de luz escamotea.

    Esa mirada “otra”, mucho más intensa por la distancia que mantiene con las convenciones impuestas, está impresa en la obra de Marta Brunet y Carlos Droguett. Ambos escritores chilenos se detuvieron en problemáticas que pueden ser catalogadas como “consideraciones intempestivas”, concepto que elaboró Nietzsche para señalar que es contemporáneo aquel que no se ajusta enteramente a su tiempo y, precisamente, por la existencia de ese hiato, de esa discontinuidad, lo entiende y lo percibe.

    Marta Brunet abrió, en cierto modo, una “caja de Pandora intempestiva” y dejó que salieran los incontables males que atraviesan al sujeto mujer. Lo hizo desde un imaginario que mantuvo “la mirada fija en su tiempo para percibir no la luz sino la oscuridad”, como señala Agamben. Sus cuentos “Soledad de la sangre” y “Aguas abajo” exploraron, con una agudeza sorprendente, en pleno destiempo con su tiempo, la arista totalitaria del poder impuesta por la asimetría de género que escribe el desvalor de los cuerpos de las mujeres.

    La escritora puso de relieve el modo en que el poder opera de manera múltiple e incesante para contener cualquier intento de igualdad en las relaciones entre hombres y mujeres. Lo hizo de modo fino, acudiendo al poder literario para generar lo que Jacques Rancière denomina, en su libro El hilo perdido, una “política de la ficción”. De ese modo construyó un tipo de “democracia novelesca” en la medida en que mostró la sede material de la opresión que cerca al sujeto mujer mediante una sutil deconstrucción de los modos en que se cursa. Mostró en “Soledad de la sangre” la naturalización del tiempo y de la historia incrustados en los tránsitos cotidianos de los cuerpos. Esos tránsitos que ordenan la vida tal como un dispositivo burocrático que certifica su existencia en el vacío y en el vaciado de las horas.

    Con “Soledad de la sangre” y “Aguas abajo”, Marta Brunet exploró con una agudeza sorprendente la arista totalitaria del poder impuesta por la asimetría de género que escribe el desvalor de los cuerpos de las mujeres.

    Pero es en ese vacío donde se instaló la mirada narrativa de Marta Brunet para leerlo y ver allí lo que esconde ese blanco aparente, esa normalización del tiempo cronológico y cultural; lo que Rancière llama “un poder de la disolución de las identidades, situaciones y encadenamientos consensuales que reproducen, en ropaje moderno, la vieja distribución jerárquica de las formas de vida”. Brunet presentó la solitaria pareja como una sede maquínica de manipulaciones, estrategias y sumisiones para mantener un débil equilibrio fundado en una forma de poder anterior a la pareja misma, un poder inherente que ya solo requiere de una imperativa repetición.

    Marta Brunet, sin duda, entró en su tiempo para salir de él al leer, en sus resquicios, los procedimientos más violentos que pudo relevar en el imperturbable transcurso de las ordenanzas. Verificó la intensidad del tiempo incrustado en los cuerpos de las mujeres, contenido en su magistral relato “Aguas abajo”. Magistral porque allí consiguió condensar una cadena temporal que atraviesa materialmente los cuerpos: la abuela, la hija y la nieta en una cadena que, más allá de cualquier aparente contemporaneidad, mantiene intacto el mandato que las clausura y las amontona en un mismo, idéntico destino. Las tres mujeres del relato de Marta Brunet tienen al frente a un hombre-género-poder convencional, que las elige o las desecha, las amontona o les propicia un fugaz protagonismo, una luz falsa, pues en la opacidad del relato yacen sus dobles condenadas a una oscuridad brillante que los ojos atentos a un tiempo suspendido deben visualizar. O, como afirma Giorgio Agamben: “Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”. Precisamente “Aguas abajo” es ese flujo líquido, veloz e infatigable, por donde se deslizan los cuerpos de las mujeres, en un permanente descenso pero, en un vértice otro, una escritura plena conforma, más allá de los tiempos, uno de los relatos más importantes e impactantes de la literatura chilena, un relato que pone de manifiesto una escena incombustible.

    “Aguas abajo” todavía arrastra, en su deslizamiento, un recorrido por el tiempo sin un tiempo preciso, como no sea esa mirada al agua que escurre y que busca desnaturalizar el tiempo del cuerpo de las mujeres, pauteados de modo inexorable por la mirada masculinizante del sistema. Una mirada que se sostiene a sí misma o se libera a sí misma mediante el simple pero eficaz modelo de la sujeción de la otra para permanecer en su tiempo. Efectivamente, el relato de Marta Brunet, al mostrar el mapa de la opresión, su implacable estructura, consigue emancipar los cuerpos aun en su sujeción, porque demuestra precisamente, en el constante reloj de arena, los hilos inamovibles del tiempo y su procedimiento. Libera en su ficción la mirada social dominante que no se ejerce más allá de sus propios y rígidos supuestos, porque está cautiva de una falsa contemporaneidad.

    En otro registro, Carlos Droguett se internó en un territorio imposible para su tiempo. En palabras de Agamben, fue “capaz de escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente”. La novela Patas de perro remarcó una superficie que antes había sido explorada, en una clave distinta pero al fin coincidente, por la novela Alsino de Pedro Prado. Volvió sobre esos pasos, pero esta vez no con el niño alado sino con la animalidad en las patas de Boby, el niño-perro, centro de un dilema que atraviesa la periferia de los tiempos: la diferencia.

    Lo interesante y hasta deslumbrante de Patas de perro, es que el niño valora su diferencia, la defiende, la entiende como un don.

    Precisamente, la diferencia empaña la ilusión de contemporaneidad más luminosa y representa el contra atributo que marca una disonancia, una no pertenencia plena, una extrañeza. Patas de perro pudo hacer de esa disonancia, de esa extrañeza y de la no pertenencia, un incalculable patrimonio político-estético para mostrar la represión de la totalidad del aparato social ante aquello que no pertenece a la materia y a los cuerpos pauteados por los consensos de lo contemporáneo.

    Jacques Rancière asegura en El hilo perdido que la “ficción nueva es sin fin”. Pues bien, Patas de perro se propuso un escenario sin fin, convulso e “intempestivo”. Relevó la animalidad humana de una manera inesperada, despojando esa animalidad de la crueldad asignada por el sistema para desplazarla hacia el aparato social y el conjunto de instituciones que lo conforman y lo sostienen.

    La diferencia de Boby (sus patas de perro) abre una pregunta sobre lenguaje y animalidad. Mientras Boby tiene su animal en sus patas junto a su lenguaje elaborado y consistente, el aparato social pierde el lenguaje más humano ante la figura del niño y solo puede recurrir al castigo (inhumano). La familia, la escuela y el barrio muestran sus feroces “colmillos” y atacan a Boby de manera incesante. Pero lo interesante y hasta deslumbrante de esta novela, es que el niño valora su diferencia, la defiende, la entiende como un don. En ese sentido se separa tajantemente de las convenciones de su tiempo para entender que ese cuerpo otro es un valor, un signo poderoso que lo dota y lo resignifica enteramente.

    Aunque el niño-perro soporta el embate social de un tiempo que no puede comprender ni menos tolerar la diferencia, también se rebela ante la captura que impone uno de los centros del aparato social: el Estado. Es ese Estado mediante su aparato represivo, la policía, el último recurso que se esgrime contra Boby para encerrarlo, dejarlo fuera de la mirada, esconderlo, en cierto modo hacerlo desaparecer, privarlo de cualquier ciudadanía. Pero Boby, maestro del lenguaje más humano, comprende que su tiempo ha terminado porque su propio tiempo no es capaz de contenerlo. Boby se refugia en lo perruno de sí, en sus patas, para emprender un recorrido lateral, afuerino, aislado, pero liberado de la última y letal institución: la policía.

    Marta Brunet y Carlos Droguett son nuestros lúcidos contemporáneos. Seguramente lo serán en los tiempos futuros, porque desviaron la mirada para ubicarse en un lugar imprevisto de su tiempo y de otro tiempo, se parapetaron para mirar entre los dobleces, desde la penumbra, aquello incómodo, censurado. Entendieron lo contemporáneo desde una poética y una política indesmentibles. Definitivamente percibieron que solo podían “ser puntuales a una cita a la que solo se podía faltar”.

     

    Imagen de portada: memoriachilena.cl.

  60. Los vuelos históricos de Carlo Ginzburg

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    Entre hoy y el jueves, el intelectual italiano, profesor emérito de la Universidad de California y de la Scuola Normale Superiore de Pisa, impartirá tres conferencias en el Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica. En esta entrevista, el autor de El queso y los gusanos, reconocido por sus aportes a la microhistoria, explica por qué considera que la historia es como un aeropuerto.

    por patricio tapia

    Comentando el libro del historiador Carlo Ginzburg El hilo y las huellas, Keith Thomas —eminente historiador inglés— señalaba que una vez lo acompañó a una librería en una visita a Oxford, pero que Ginzburg no se mostró interesado en la gran sección histórica, sino en los estantes con obras de antropología, filosofía y teoría literaria. “En ese momento”, dice Thomas, “aprendí la diferencia entre un mero historiador y un intelectual europeo”.

    Carlo Ginzburg (1939) es ciertamente un intelectual de amplias perspectivas, nutridas en una familia de intelectuales (nieto del histólogo Giuseppe Levi, sus padres fueron parte de la resistencia antifascista: el profesor de literatura rusa Leone Ginzburg y la novelista Natalia Ginzburg). Sus múltiples intereses, sin embargo, se decantaron por la historia, pero fertilizada por distintas disciplinas: los aportes de la antropología, los métodos de los filólogos (la importancia de leer “entre líneas”, cada texto contiene elementos no controlados) y de los historiadores del arte y connoisseurs (conocedores), que atribuyen una obra a menudo sobre la base de elementos formales.

    En su trayectoria intelectual fue muy importante el trabajo sobre los archivos de la Inquisición. En su primer libro, Los benandanti (1966) estudió una secta del siglo XVI de hechiceros que “van hacia el bien” librando “batallas nocturnas” contra los brujos, de las que dependían tanto la fertilidad de las cosechas como la fe cristiana. El más conocido de sus libros es El queso y los gusanos (1976), sobre un molinero quemado en la hoguera después de concebir una cosmogonía personal a partir de sus lecturas. Su examen de los archivos inquisitoriales finalizó con Historia nocturna (1989): a partir de un rumor difundido en el siglo XIV de una conspiración anti-cristiana, indaga los elementos religiosos muy anteriores que configuran esas creencias. En la reconstrucción de los mecanismos ideológicos que facilitaron la persecución de la brujería en Europa estudia las raíces folclóricas y populares del aquelarre, para después vincular mitos de entornos culturales distintos, mediante afinidades formales.

    El más conocido de sus libros es El queso y los gusanos (1976), sobre un molinero quemado en la hoguera después de concebir una cosmogonía personal a partir de sus lecturas. Su examen de los archivos inquisitoriales finalizó con Historia nocturna (1989): a partir de un rumor difundido en el siglo XIV de una conspiración anti-cristiana, indaga los elementos religiosos muy anteriores que configuran esas creencias.

    Ginzburg también ha tenido interés por cuestiones metodológicas; en el ensayo “Indicios” (1979) se mostró atento a algunos elementos aparentemente insignificantes, por lo que junto a El queso y los gusanos se lo conectó con la corriente “microhistórica”. Es difícil saber si por cierto desagrado ante las modas o por la exploración de otras perspectivas, Ginzburg se mostró por un tiempo reacio a las referencias de la “microhistoria” y al “paradigma indiciario”.

    Un ejemplo de su interés por las artes visuales y sus vinculaciones culturales es su libro Pesquisa sobre Piero (1981), acerca del pintor del siglo XV Piero della Francesca. Por otra parte, desde un artículo temprano —“De Warburg a Gombrich” (1966), recogido en Mitos, emblemas, indicios— hasta su último libro, Paura, reverenza, terror (“Miedo, reverencia, terror”, 2015), la figura del heterodoxo historiador del arte Aby Warburg ha sido determinante. En este último libro aborda distintas obras: una copa de plata dorada de 1530 y sus  inscripciones con escenas de los indios de América; la pintura de la muerte de Marat hecha por Jacques-Louis David; la imagen del Leviatán de Hobbes; la pintura Guernica de Picasso; el póster de Lord Kitchener donde un militar apunta con el dedo diciendo que tu país te necesita. A pesar de su aparente diversidad, los estudios están atravesados por la noción de Pathosformeln (“fórmulas de pathos”) propuesta por Warburg y así analiza el resurgimiento de los gestos de iconografías paganas al servicio de la iconografía cristiana o revolucionaria, y le permite acercarse a temas más amplios, como la secularización.

    La tensión entre racionalidad e irracionalidad ha sido otra constante en la obra de Ginzburg, algo que también comparte con Warburg. En un artículo sobre la gran biblioteca de Warburg (“Une machine à penser”, 2012), Ginzburg recordaba que su mentor, Delio Cantimori, se refirió una vez a los warburgianos como “salamandras altamente racionales”, capaces de pasar por el fuego sin quemarse, aunque Warburg pagó con la locura sus incursiones en lo irracional.

    Además Ginzburg tiene inspiraciones científicas. Más de una vez le ha dado importancia a la escala en la observación. En Ojazos de madera (1998) examinó la noción de “distancia” desde distintas perspectivas; en Miedo, reverencia, terror habla de los ensayos “o experimentos” reunidos allí; y la “microhistoria” recuerda a la observación con un microscopio…

     

    Algunas nociones y términos que ha usado son cercanos a las ciencias naturales. ¿Cree que tuvo alguna influencia que su abuelo fuera un importante científico?

    Sí. En una colección de ensayos que acaba de aparecer, dedicada a mi abuelo, Giuseppe Levi, entregué un breve comentario sobre esto, basado en mis propios recuerdos.

     

    La lectura de Marc Bloch, entiendo, fue fundamental en su decisión de convertirse en historiador.

    En efecto. Mi encuentro con Les Rois thaumaturges, de Bloch, me dio el impulso definitivo hacia la historia. A lo largo de los años, he mantenido una especie de diálogo imaginario con la obra de Bloch.

     

    El queso y los gusanos debió ser algo excéntrico en su momento. ¿Fue visto con sospecha un libro sobre un campesino pobre totalmente desconocido?

    El libro era ciertamente poco usual y levantó algunas recepciones polémicas. Pero, en general, las reacciones fueron muy amigables y el libro repentinamente comenzó a traducirse a muchos idiomas: 24.

     

    “Warburg argumentó que en el arte griego antiguo las emociones extremas (miedo, éxtasis religioso y así con otras) se transmitían mediante fórmulas que fueron redescubiertas y reutilizadas por los artistas italianos en el Renacimiento”.

    ¿Cree que el libro pudo influir en la “historia social”?

    La historia social es una etiqueta vaga, y debo confesar que no estoy particularmente interesado en las etiquetas.

     

    Usted se mostró reticente a la posibilidad de una suerte de ortodoxia microhistórica, pero en un ensayo reciente, “Microhistoria e historia mundial” (2015), revaloriza las potencialidades de ella.

    Si alguien sugiriera que incluso la microhistoria es una etiqueta, inmediatamente estaría de acuerdo: deberíamos tratar de ser específicos, conectando la etiqueta a la investigación real, con una base empírica. Esto es lo que intenté hacer en el ensayo que menciona, así como en uno anterior, “La latitud, los esclavos, la Biblia: un experimento de microhistoria”, en la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar (y que está disponible en línea). En este último ensayo traté de mostrar que un solo caso, analizado en profundidad podría allanar el camino a una gran generalización. En el primer ensayo reflexioné sobre esta estrategia de investigación, tratando de ubicar la microhistoria en un marco intelectual más amplio, así como proporcionar una justificación teórica más profunda para ella. Pero esto era mi propia versión de la microhistoria. Hablar de una ortodoxia sería ridículo.

     

    La idea de un vínculo o cooperación entre la historia y otras disciplinas siempre ha estado presente en su trabajo.

    Suelo decir que la historia para mí, como práctica cognitiva, no es una fortaleza sino un aeropuerto: un lugar desde el cual puedes salir en diferentes direcciones (y al que puedes regresar).

     

    En el nuevo epílogo a la reedición en Adelphi de Historia nocturna, cuenta que la noción de “morfología” la encontró leyendo las Observaciones sobre La rama dorada de Frazer, de Wittgenstein. ¿Podría decir algo sobre esto?

    En el texto que menciona dije que durante algunos años, mientras trabajaba en el estereotipo del sabbat de las brujas, buscaba analogías en Europa y más allá de Europa —estaba haciendo morfología sin ser consciente de ello—. Las observaciones de Wittgenstein, que oponen una presentación sincrónica a la presentación supuestamente genética de Frazer respecto de la evidencia, fue una revelación. Comencé a usar la morfología como una herramienta cognitiva, aunque en última instancia intenté convertir las semejanzas morfológicas que había reunido en conexiones históricas hipotéticas. De hecho, la tercera sección de mi libro sobre el sabbat de las brujas se titula “conexiones euroasiáticas”.

     

    En Pesquisa sobre Piero aplica algo parecido a un enfoque “morfológico”, pero a diferencia de las técnicas de atribución de los historiadores del arte y connoisseurs usted no se basa tanto en los elementos formales…

    En mi libro sobre Piero, las pruebas formales se pusieron deliberadamente un poco de lado: esto era parte del experimento, centrándose en la iconografía y los mecenas. Pero me fascina la labor de los connoisseurs, como se puede ver en un reciente ensayo, “Pequeñas diferencias”, publicado en la revista Contrahistorias, de 2017.

     

    Actividades de Carlo Ginzburg

    El historiador tendrá varias actividades en la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política de la Universidad Católica. El lunes 22, a las 13 horas, dará la conferencia magistral “Schema and Bias. A Historian’s Reflection on Double-Blind Experiments”; el martes 23, a las 11:30 horas, además de la presentación del dossier sobre su obra de la revista “Taller de Letras”, impartirá la presentación: “El caso y la casualidad. Algunas reflexiones retrospectivas”; y el jueves 25, a las 11:30 horas, participará en el Seminario “Lo traducible y lo intraducible”.

    Hablando de connoisseurs, usted ha mantenido un diálogo crítico con la obra de Roberto Longhi. ¿Tuvo trato personal con él?

    Lamentablemente nunca tuve la oportunidad de conocer a Roberto Longhi. Escuché mucho sobre él a través de mi amigo Enrico Castelnuovo, un brillante historiador del arte, que había sido alumno de Longhi.

     

    En una conversación anterior, comentó que de joven alguna vez quiso ser pintor.

    Efectivamente, pero nadie es perfecto.

     

    Visto en retrospectiva, la figura de Aby Warburg ha sido una presencia considerable…

    Aby Warburg y la tradición inspirada (de maneras muy diferentes) por su obra, desde Ernst Gombrich hasta Michael Baxandall, ha sido extremadamente importante para mí.

     

    En Miedo, reverencia, terror hay una referencia recurrente a la noción de Warburg de Pathosformeln (fórmulas de pathos). ¿Podría resumir en qué consiste?

    Warburg argumentó que en el arte griego antiguo las emociones extremas (miedo, éxtasis religioso y así con otras) se transmitían mediante fórmulas que fueron redescubiertas y reutilizadas por los artistas italianos en el Renacimiento.

     

    Teniendo en cuenta la “preocupación por lo irracional” de Warburg, ¿cree que ha influido en su propia preocupación por la irracionalidad?

    Sí, lo hizo. El impulso de trabajar en fenómenos irracionales desde una perspectiva racional (no racionalista) existía desde antes de mi encuentro con la obra de Warburg y el Instituto Warburg, pero ciertamente fue reforzado por ellos.

     

    ¿Y ha sido usted una salamandra, ha salido indemne del “fuego” irracional?

    No soy el mejor juez.

     

    El hilo y las huellasCarlo Ginzburg, Editorial FCE, 2010, 492 páginas, $18.900.

     

    El queso y los gusanosCarlo Ginzburg, Editorial Ariel, 2016, 304 páginas, $15.500.

     

    Paura, reverenza, terroreCarlo Ginzburg, Editorial Adelphi, 2015, 312 páginas, €40.

     

    Storia notturnaCarlo Ginzburg, Editorial Adelphi, 2017, 410 páginas, €40.

  61. Herramientas, utensilios y cachivaches: viaje al interior de los objetos

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    En estas páginas todo oscila de manera natural entre la abstracción y la percepción, entre el conocimiento y la experiencia, entre lo conceptual y lo doméstico. Es un viaje realmente notable: hace visible el tejido de fibras, partículas y fuerzas que componen la naturaleza y las condiciones de nuestra relación histórica con ella.

    por fernando portal

    El video Potencias de 10, dirigido por los diseñadores Charles y Ray Eames en 1977, nos embarca en un viaje visual que rompe los límites de lo conocido. Primero, nuestra visión se aleja de la escena de un pícnic en el parque, llevándonos hacia la inmensidad inabarcable del universo. Tras esto, volvemos a enfocar el pícnic, pero ahora para adentrarnos en la estructura celular de la mano de uno de sus participantes. Macrocosmos y microcosmos. Pues bien, a Mark Miodownik le interesa el segundo recorrido, el que se focaliza en los componentes orgánicos, químicos y finalmente atómicos de la materia, una forma de llegar, quizás, al “límite de nuestro actual entendimiento”.

    Este es, ni más ni menos, el desafío que plantea su libro Cosas (y) materiales. La magia de los objetos que nos rodean: un viaje que nos lleva desde la escala en la cual nuestro cuerpo es la unidad de medida, hacia otra dimensión, donde la medida está dada por el comportamiento de los enjambres atómicos que componen la materia que nos rodea.

    Con un lenguaje transparente, rico en imágenes y asociaciones, Miodownik entrega una serie de relatos (algunos autobiográficos), crónicas, listados e incluso guiones dramáticos que tratan, cada uno a su modo, de alumbrar un material específico.

    Con un lenguaje transparente, rico en imágenes y asociaciones, Miodownik entrega una serie de relatos (algunos autobiográficos), crónicas, listados e incluso guiones dramáticos que tratan, cada uno a su modo, de alumbrar un material específico. Así, el acero, el plástico, el hormigón o el vidrio (o las herramientas elaboradas a partir de estos materiales) son examinados desde el conocimiento propio de la ciencia, pero sobre todo de las relaciones que establecemos con ellos.

    Este ir y venir entre relatos del ámbito cotidiano y aproximaciones a la física o la mecánica cuántica, construye una relación directa entre ciencia y experiencia, llevando la descripción de nuestro conocimiento sobre determinado material a la base de la experiencia sensible que sobre este material tenemos. Por ejemplo, al adentrarse en la historia y usos del acero, Miodownik enfatiza que el óxido de cromo, que accidentalmente transformó determinada aleación entre hierro y carbono, entregó como resultado el acero inoxidable, material que “convierte a nuestra generación en una de las primeras que han tenido la suerte de no encontrar sabor alguno a los cubiertos”.

    Como científico, Mark Miodownik se ha especializado en el campo de la ciencia de los materiales, donde ha desarrollado un papel importante no solo como investigador (es docente del University College de Londres y fundador del proyecto Materials Library), sino también como autor de distintos proyectos de divulgación científica en asociación con la Tate Gallery, el Institute of Contemporary Arts y la BBC. De hecho, Cosas (y) materiales recibió dos importantes reconocimientos por su labor de divulgación: el Communication Award, otorgado por la Academia Nacional de Ciencia, Ingeniería y Medicina de Inglaterra; y el premio Winton para Libros Científicos, entregado por la Royal Society.

    Estos reconocimientos parecieran validar la estrategia que el autor desarrolla para comunicar este conocimiento, porque en estas páginas todo oscila de manera natural entre la abstracción y la percepción, entre el conocimiento y la experiencia, entre lo conceptual y lo doméstico. Es un viaje realmente notable, un viaje bastante parecido al de la cámara que volvía al pícnic: al terminar la lectura sentimos que llegamos al interior de los objetos. Un interior que ya no solo es social (como los objetos y las historias de La vida instrucciones de uso, de Perec), sino que hace visibles el tejido de fibras, partículas y fuerzas que componen la naturaleza y las condiciones de nuestra relación histórica con ella.

     

    Imagen de portada: Jarra, vela y cacerola esmaltada (1945), de Pablo Picasso.

     

    Cosas (y) materiales. La magia de los objetos que nos rodean, Mark Miodownik, Turner, 2017, 276 páginas, $21.000.

  62. Anne Carson: “Leí a Proust en pequeñas porciones durante el desayuno”

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    Anne Carson cruza la azotea de la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales. Viste chaqueta de cuero, pantalones holgados y botas vaqueras. Se mueve lentamente y con elegancia, mientras sus lectores terminan de acomodarse en los pocos lugares que quedan disponibles. Mujeres con canas y lentes de marco ancho se repiten entre la audiencia. En breves minutos, la poeta leerá versos de su libro Red Doc, acompañada por su traductora Verónica Zondek y dos estudiantes de literatura.

    Esta fue una de las postales que dejó el último día de Filba 2018, que tuvo entre sus invitados a la periodista María Moreno, al poeta Mariano Blatt y a la cantante Julieta Venegas. Carson también fue la encargada de abrir el encuentro, el martes en la mañana, con su conferencia “Albertine, rutina de ejercicios”. En un auditorio dominado por estudiantes, la autora de Hombres en sus horas libres compartió sus apuntes sobre el personaje de Albertine de la novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. “Anne Carson trabaja con distintos lenguajes para exponer y ensanchar el alcance de lo que conocemos, capeando y sondeando así la ola de las circunstancias, las formas, los sentidos y las memorias”, dijo Verónica Zondek, quien ofició como presentadora de la conferencia.

    A través de 59 puntos, la poeta diseccionó al personaje de Proust, entregando datos numéricos (como la cantidad de veces que se menciona su nombre en el libro o el porcentaje de páginas en las que aparece durmiendo) y conjeturas de todo tipo. “Se podrían hacer numerosas observaciones sobre la similitud entre Albertine y Ofelia –la Ofelia de Hamlet–, empezando con la vida sexual de las plantas, que tanto Proust y Shakespeare disfrutaban de emplear como lenguaje del deseo femenino”, apuntó la escritora. “Albertine, como Ofelia, encarna para su amante un tierno florecimiento, pero también castración, casualidad, amenaza y obstaculización pura. Albertine, como Ofelia, es enjuiciada por su voraz apetito sexual cuya expresión le niegan”. Durante las preguntas del público, contó que le tomó seis años terminar la obra de Proust en francés, confesando que “lo leí en pequeñas porciones durante el desayuno con mi cereal”.

    Por su parte, la cronista María Moreno fue entrevistada esa misma jornada por la editora Julieta Marchant. La conversación tuvo como foco los dos libros más recientes de la argentina: Black out, una suerte de memorias, y Oración, que gira en torno a las cartas que el periodista Rodolfo Walsh escribió a su hija Vicky, asesinada por la dictadura en 1976. Uno de los puntos tratados durante la charla fue el uso que Moreno dio en Oración a los archivos testimoniales: “Hablaría de la necesidad de registrar testimonio por fuera de los tribunales”, dijo la autora. “Por supuesto, los tribunales son necesarios, pero yo creo que a las víctimas es preciso dejarles un espacio donde puedan dejar de hablar de asesinos, que puedan hacer otro relato, incluso sus relatos de resistencia. Esos son los archivos que conservo. Mi idea es rescatar el testimonio cuando acude a lo literario, cuando se despega de lo fáctico”. Y concluyó: “Se puede decir que lo que uno asocia a la experiencia, o a los hechos, siempre tiene la mediación de la literatura”.

    Así terminó esta sexta versión chilena del Filba, evento que partió en Argentina hace una década y que también se realiza en Montevideo. En Chile las actividades se desarrollaron en el estudio de televisión de la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP, y en la mencionada Biblioteca Nicanor Parra, de la misma casa de estudios.

  63. Pacto satánico

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    Lo demoníaco en la narrativa de Cristian Geisse se abre a las más diversas interpretaciones: es tanto una condición moral que condena a sus personajes a la culpa y al fracaso, como la encarnación, muy viva, de los mitos populares. Y también es la presencia anonadante del capitalismo y de modo tal vez menos evidente —y por lo mismo más interesante—, de una figura de la masculinidad, una masculinidad enferma.

    por lorena amaro

    Pobres diablos reúne, para fortuna de sus lectores, tres libros de relatos del escritor Cristian Geisse: En el regazo de Belcebú, El infierno de los payasos y los cuentos inéditos de Fue como un padre para mí. La publicación es una buena noticia no solo porque resulta difícil encontrar los libros anteriores, de escaso tiraje, sino también porque en los cuentos nuevos se confirma la calidad narrativa de este autor nómade e imprevisible, capaz de arrastrar consigo al lector por laberintos de historias, historias que nacen de anécdotas, de chistes, de cuentos o mentiras que se escuchan en la calle, al pasar. Un narrador que es capaz de situarte en lugares lejanos, inauditos, con relatos que van del más sórdido naturalismo a la más sofisticada de las psicodelias. Y desde el imaginario y árido pueblo de San Isidro, hasta “La Ciudad de la Lluvia”, tan cercana en su tristeza al sur de Chile.

    Junto con la ya conocida fluidez de Geisse para articular sus historias, el conjunto de estos textos revela una gran consistencia estilística, intelectual y reflexiva. Además de haber conexiones explícitas (como la de “El gallo negro”, de Fue un padre para mí,  con “¿Has visto un dios morir?”, el cuento más impresionante de Geisse y puede que uno de los más impresionantes que se hayan escrito en la última década en Chile), las hay también de otro orden, porque lo demoníaco en la narrativa de Geisse se abre a las más diversas interpretaciones: es tanto una condición moral que condena a sus personajes a la culpa y al fracaso, como la encarnación, muy viva, de los mitos populares; es también la presencia anonadante del capitalismo y sus postergados, y de modo tal vez menos evidente —y por lo mismo más interesante—, una figura de la masculinidad, una masculinidad enferma, que glorifica y repudia al mismo tiempo la violencia del alcohol, de la libertad sin responsabilidades, del abandono familiar.

    La publicación es una buena noticia no solo porque resulta difícil encontrar los libros anteriores, de escaso tiraje, sino también porque en los cuentos nuevos se confirma la calidad narrativa de este autor nómade e imprevisible.

    Esta tensión o ambigüedad se percibe particularmente en uno de los cuentos hasta ahora inéditos, “El ñato Démber”. El narrador, profesor que se considera insignificante y convencional al lado del viril y libertino “Ñato” (padre de 11 hijos de 11 mujeres distintas), hace el elogio de este viejo amigo de juergas, pero al no poder imitarlo, sella el relato con una condena aparentemente trivial, pero que se explica en el contexto de oralidad de este cuento: “Hay que estar bien cagao de la cabeza”. El macho cabrío es el rey de estas historias en que todos, absolutamente todos los protagonistas son varones, todos ellos sin esperanzas, muchos de ellos artistas frustrados, profesores que no están convencidos de su aporte en un entorno enloquecido y casi apocalíptico, anacoretas que han decidido abandonar la ciudad para encontrar en la soledad de una montaña, nuevamente, un sombrío malestar.

    La locuacidad, desparpajo y ternura de Geisse para narrar estas historias parece, curiosamente, también cosa de pacto. Cuentos buenos: prácticamente todos. Extraordinarios: “El infierno de los payasos”, “Pollok”, “¿Estás ahí, Yin?”, “La Culebra” y “Nuco” (uno de los más emocionantes del libro).

    ¿Debilidades? El menos convincente pertenece a la colección inédita: “La muerte no existe” abandona los períodos largos por una narración entrecortada, que busca dar cuenta de unas jornadas alcohólicas, trepidantes, pero en que se pierde la oralidad y la habitual humanidad (ambigüedad) que confiere Geisse a sus historias.

    Se trata de un autor que narra como poseso: ya sea en la novela o el cuento, articula sus relatos a partir de la oralidad (“no nos pisemos la capa entre súper héroes”), del encuentro fortuito en torno a la droga o el alcohol, en bares de mala muerte, o en casas medio abandonadas en mitad de la nada: una tras otra se suceden las historias. El matiz posmoderno de la narrativa de Geisse no está en el recurso metatextual, que suele eludir, sino en su relación dubitativa con la realidad. Es en la ambigüedad, en la forma desencajada de percibir y describir los sucesos, como si estuvieran en un canal mal sintonizado, cuando se revela el talento de Geisse: “Miró nuevamente a su alrededor, vio todo nítidamente, las gotas de pintura seca sobre las paredes, las moscas en el techo, las manchas de líquido sobre el piso de madera. Todo, todo se podía distinguir perfectamente, excepto la figura desenfocada y borrosa que tenía en frente (…) ‘Firma, Marambio’, le decía, ‘no te arrepentirás’. La voz se distorsionaba cada vez más y aumentaban en ella los sonidos chirriantes y metálicos”, se lee en el relato “Marambio” y resulta imposible no sentir que esa voz no sea la del mismísimo diablo.

     

    Pobres diablos, Cristian Geisse, Emecé, 2018, 398 páginas, $14.900.

  64. Anne Carson: la zozobra y lo inesperado

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    La voz de Anne Carson (1950) se abre camino con fragmentos desprendidos de otros textos: escenas de teatro, guiones, mitos antiguos, pedazos de biografías, memorias, sueños que reelaborados dialogan en el devenir de su escritura, donde todo convive de manera orgánica. Una voz desbordante de imaginación y lucidez va arando minuciosamente las líneas de sus textos. Quizás esto podría decirse de otros autores, de otras escrituras, pero en el caso de esta poeta y ensayista canadiense, oriunda de Toronto, constituye la fuente principal de la cual se nutre toda su obra. Cruces de textos en el tiempo que crean su propio tiempo del que a su vez huyen, huyen pues no procuran ser el tiempo de una verdad. Pues no es función de la poesía encontrarla sino más bien mirarla de soslayo y hacer preguntas.

    La poesía aquí está forjada como ensayo, como el proceso de un pensamiento que transita de lo culto a lo cotidiano, pensamiento de tiempos anteriores y de tiempos presentes que se espejean. Más importante que el desenlace parece ser la estela que va dejando en el camino este movimiento al que asistimos en cada página. De ahí que sus poemas estén sembrados de preguntas, preguntas triviales que van desde “¿Qué hay de comida?” a otras como “¿Es esta una vocación por la rabia?”. Tal como señalara Anne Carson en una entrevista reciente: “Las preguntas le permiten a la mente que se mueva. Las respuestas le indican que se detenga”. No pretende ofrecer conclusiones sino más bien abrirse a un diálogo cristalizado, del que por lo demás hace uso frecuente en muchos de sus poemas: por su sentido teatral, pero sobre todo por la dimensión filosófica que este ofrece.

    La forma que toma la zozobra en la mayoría de sus libros es la de una mujer. Los contornos de una mujer. Una mujer a punto de hundirse aunque nunca se hunda o lo haga en un estoico silencio.

    No se trata en todo caso de la abstracción de un pensamiento, sino de aquel que remite a momentos concretos de la existencia. Como si de cada momento emergiera un pensamiento que lo hace existir, como si cada momento reclamara la necesidad de ser pensado, de ser escrito. Y ese destello filosófico aquí está plagado de voces, de escenas; narrado por así decirlo. Anne Carson conduce con destreza su mente y en esa corriente de lenguaje y pensamiento confluyen todos los sentidos, lo que llena de sensualidad a su obra. Sensualidad entendida como aquello que provoca atracción, que despierta. El eros, del que tan agudamente se ocupara en su ensayo llamado justamente Eros, cruza rápido sus páginas, ferviente, corrosivo, como el deseo y la furia de los amantes.

    La lectura de su obra por lo tanto es una experiencia intelectual y emocional –con diferencias en cada libro– muy intensa. También porque las formas que en la página toma dicho pensamiento van cambiando, se van ajustando de alguna manera al movimiento que lo ve nacer. La materialización en sus páginas no es sino la revelación formal de ese contenido, su rastro. “La ficción da forma a lo que se derrama en nosotros”, dijo Keats, y lo reescribió en una de sus páginas Anne Carson, quien entiende muy bien que escritura y lectura son hermanas de sangre, hermanas que exigen un diálogo vivo en la página. Por eso la escritura se lleva a cabo en muchos de sus libros como un ejercicio de resurrección de lo leído. Resucita a la Ajmátova en las puertas de Leningrado o en su lecho de muerte, rodeada de mujeres iguales a víboras; resucita a Tolstói repartiendo pan a los hambrientos, a la mujer de Tolstói pasando en limpio, a Freud, a Safo, a Homero, a Emily Brönte, a Catulo, a San Agustín, a Platón, versos de Ashbery, cuadros de Hopper o visiones de seres deshaciéndose en sus visiones, sueños, muchos sueños enlazados a las voces de Simone Weil o Virginia Woolf.

    El espíritu de las obras y de las vidas de todos estos autores aparece en sus páginas reescrito, y no por alarde, sino porque su palabra necesita de esas otras voces, de esas otras antiguas palabras para existir y proyectarse. A algo parecido se refiere Germán Carrasco cuando dice que escribir es un ejercicio de “saqueo y resurrección”.

    Filba Santiago, 16 y 17 de octubre

    La conferencia de Anne Carson, “Albertine, rutina de ejercicios”, será el 16 de octubre a las 11:30 horas en el Auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra.

    En filba.org.ar/ puedes encontrar el programa de actividades del festival con sede en Santiago.

    Sedes: Biblioteca Nicanor Parra (Vergara 324) y Facultad de Comunicación y Letras (Vergara 240) de la UDP.

    El acceso a las actividades es libre y gratuito hasta colmar la capacidad de las salas.

    Anne Carson, la profesora de lenguas clásicas, ensaya versiones de la misma historia, de otras historias, pues escribir –parece decir– es también un acto de reconocimiento, y justamente en el reconocimiento se origina la resurrección de aquellas lecturas que la han nutrido. Las partes son tan importantes como el todo, y cada uno de estos autores se constituye para ella como una parte de su propia voz. De más está decir que cada poema, cada prosa incluida en sus libros se alza como una unidad suficientemente cerrada como para existir de manera independiente, y a la vez formar parte de la totalidad a la que pertenece.

    Susan Sontag, quien creía que escribir era practicar con singular intensidad y atención el arte de la lectura, dijo sobre Carson que era una escritora atrevida e inquietante. Quizás porque además de establecer un diálogo con la tradición allegándola a su propio cauce, la forma que tiene de hacerlo es particularmente original, entendiendo el concepto original como “una forma que no es de este mundo”. O como dijo Homero, “una forma saltando hacia la noche”.

    Carson logra desprenderse de las ideas fijas sobre la poesía y en ese gesto inserta lo que considera necesario en la estructura de imágenes y pensamientos que son sus libros. Quiebra las convenciones, pone en juego, como en Decreación, ese libro arquitectónico, quizás uno de los más radicales de cuantos ha escrito y que es un buen reflejo para entender el movimiento que está en el origen de su escritura. La poeta diluye al yo por medio de las formas, de las voces por las que se va moviendo camaleónica. Deshace lo que ha sido creado para volver a crearlo. Desestabiliza la norma, principio básico de toda verdadera creación. Y bajo este prisma echa mano a citas como quien quiere desmoronar las impresiones que el lector va haciéndose, usa citas como armas, como dice que dijo Walter Benjamin en Decreación: “Las citas de mis escritos son como los asaltantes en el camino que atacan armados y alivian al ocioso transeúnte de sus convicciones”.

    Y esos montajes que hace de la cotidianidad del amor, de los amantes, de las mentiras, de los abandonos, de los celos, de las preguntas que rondan sin respuesta, son ofrecidos otras veces con un milagroso sentido del humor.

    En este sentido es que el brillante trabajo de traducción que Anne Carson ha llevado a cabo, principalmente de los clásicos griegos, ha marcado la raíz de su escritura. Ya que la traducción obliga al desplazamiento, a entrar en el revés de lo que se lee, de lo que ha sido escrito, a pensar en cómo otros lo escribieron y a partir de eso volver a crear, decrear, recrear, reelaborar, volver a escribir lo que antes fue escrito, entendiendo la traducción como algo vivo y no como el traspaso literal de palabras. Para eso está Google. Anne Carson se transfigura en otros sin perder de vista el propio yo. Tiene la capacidad de estar ausente y presente a la vez. “Una persona tiene que moverse hacia atrás todo el tiempo”, dice en una de las escenas del libro Decreación. Todo aquí es volver atrás, evocar, pero la gracia es que este gesto siempre está condicionado por su propio torrente sanguíneo, pues tiene la capacidad de anclar en la experiencia de un presente lo que ha hecho regresar del pasado. Remonta escenas, pero tiene la capacidad de ir desprendiéndose de ellas para insertar su propia mirada.

    En el origen de los versos de Anne Carson está el impulso de la prosa, pero cuando quieren se desenganchan con su propio cuerpo de verso, su propia cabeza de verso para iluminar un pensamiento. Carson escribe iluminando las piezas de una casa: “Una herida arroja luz propia, / dicen los cirujanos. / Si todas las luces de la casa estuvieran apagadas / podrías adornar esta herida / con su brillo”. Seres que observan todo lo que está al alcance de su mirada y más allá, y es la observación de esas pequeñas acciones cotidianas las que condensan un callado dolor, pero son proyectadas sin dramatismo, con antigua elegancia toma un par de imágenes, de escenas, de voces que une en el hilo invisible de su escritura a la que va sumando detalles que configuran en el lector distintas atmósferas, como la lúgubre de Cumbres borrascosas recreada en Ensayo de cristal.

    Libros destacados:

    La belleza del marido (Lumen, 2005)
    Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, 2007)
    Decreación (Vaso Roto, 2014)
    Eros (Fiordo, 2015)
    Albertine (Vaso Roto, 2015)
    El ensayo de Cristal (Cuadro de Tiza, 2015)
    Red-Doc (Lom, 2018)

    Carson deja ser al poema. Hace que emerja lo que tiene que emerger. Sin cargar la mata. Todo lo conduce con distancia pero nunca sin emoción, pues entiende que la inteligencia es emoción. Avanza con sus versos como si hubiera algo atrás persiguiendo al hablante, algo que la termina alcanzando. Es la zozobra el arco emocional que atraviesa gran parte de sus libros: Ensayo de cristal, Hombres en sus horas libres o La belleza del marido. Como si todo ese intento por desprenderse de esa mezcla de temor y tristeza solo confirmara que el punto de salida y de llegada es siempre el mismo. No se puede arrancar de la zozobra y todo lo que sucede entremedio es una estación necesaria después de la cual se mira con mayor intensidad aquello que se había dejado de mirar un momento para que entrara el aire. De ahí que los cierres de sus poemas sean en general un golpe seco, que termina por desmoronarlo todo.

    La forma que toma la zozobra en la mayoría de sus libros es la de una mujer. Los contornos de una mujer. Una mujer a punto de hundirse aunque nunca se hunda o lo haga en un estoico silencio. Otra mujer con espinas incrustadas en la frente haciendo el intento por sacárselas sin poder lograrlo. Una mujer apresada por sus propias conductas. Otra roída por la tristeza. Una que espera y observa, observa y espera, y en ese refugio se le va la vida. Otra mujer asediada por sus rincones mentales y emocionales, y por una madre que todo lo advierte: “La voz de mi madre me atraviesa, / desde el cuarto contiguo, donde descansa en el sofá”. Una mujer desarticulada por la belleza del marido, capturada como un ciervo encandilado en plena carretera, porque la zozobra se funde siempre con el deseo. La misma mujer temiendo el peligro sin poder detenerlo.

    Son en muchos casos las descripciones del paisaje lo que revela al alma que habita en ellos, rasgo que trae a la memoria el trabajo de la Bombal, de quien Anne Carson se declara admiradora.

    La belleza es un peligro, un espiral de melancólica perdición. Porque ese, parece decir Carson y otros en voz de ella, es el único camino de la belleza, de toda creación de belleza. Un camino donde lo que permanece es el dolor y no la belleza, aunque escribir sea finalmente un intento por retenerla. Y entre tanto siguen apareciendo en la voz de una mujer las voces de otras mujeres en la locura secreta del matrimonio y sus diálogos beckettianos, como los de Abelardo y Eloísa que giran en círculos hasta callarse. No hay discurso, solo la transparente proyección de instantes en los que resume y rezuma una vida: “Contar una historia sin contarla”; “Pintar con ideas y con hechos”. Y esos montajes que hace de la cotidianidad del amor, de los amantes, de las mentiras, de los abandonos, de los celos, de las preguntas que rondan sin respuesta, son ofrecidos otras veces con un milagroso sentido del humor, como la picardía que pellizca en la rutina de ejercicios que hace con la Albertine de Marcel Proust.

    Mientras tanto: “La nieve se arremolina, cae y lo cubre todo”. Cae la nieve como una capucha blanca sobre las cosas. Y Anne Carson la mira. La pisa oblicuamente. Toma nota. La escribe e inserta a sus voces-personajes en esos páramos de hielo. Páramos de lo cotidiano. Páramos del desamor. Y son en muchos casos las descripciones del paisaje lo que revela al alma que habita en ellos, rasgo que trae a la memoria el trabajo de la Bombal, de quien Anne Carson se declara admiradora.

    La nieve sigue cayendo sobre sus páginas, al igual que el silencio. Hay palabras que no se pueden traducir, escribe en su brillante ensayo sobre la traducción (Variaciones sobre el derecho a guardar silencio), y sin embargo ese silencio es tan importante como las palabras que sí se han dicho. Aquellas mudas palabras son, parafraseando a Anne Carson, las que no pretenden ser traducidas, las que se detienen al interior de su propia claridad para hacernos ver algo para lo que aún no tenemos ojos, un brillo tal vez emerge: “Él se imagina la mente moviéndose sobre una superficie plana / de lenguaje ordinario / cuando de pronto / esta superficie se rompe o se complica. / Lo inesperado emerge” (“Hombres en sus horas libres”). Estos versos bien podrían ensayar una definición para su poesía.

  65. Antonio García Villarán, youtuber de arte: “No he tenido a la vieja escuela buscándome con antorchas para quemarme”

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    En sintonía con los tiempos, el español Antonio García Villarán dispara en YouTube contra varias vacas sagradas del arte contemporáneo. Su estilo mordaz y categórico le han proporcionado más de 280 mil suscriptores, varios de ellos alumnos de arte que ya empiezan a hablar de “hamparte”, un concepto utilizado por el crítico para denunciar la inflación que existe en el mercado del arte, donde cada vez es más difícil distinguir al genio del impostor.

    por matías hinojosa

    El 21 de diciembre de 2017 marcó un punto de inflexión para el canal que Antonio García Villarán tiene en YouTube. Llevaba un tiempo subiendo material cada semana e intentando responder a todos los comentarios que le dejaban. La obra de Miró, Van Gogh o Yoko Ono, incluso las pinturas de David Bowie, habían sido analizadas por el youtuber, quien llamaba la atención con un estilo mordaz y categórico. Pero pese a esta popularidad ascendente, todavía faltaba que García Villarán comentara la obra de una artista que le pedían mucho: Frida Kahlo. Y ese fue el video que terminó llevando las cosas a otro nivel.

    “Ese video –cuenta García Villarán por Skype desde Sevilla– lo subí por la mañana y al mediodía empecé a leer y contestar comentarios, después comí, me fui a trabajar, volví a las nueve de la noche y seguí contestando comentarios. Cené haciéndolo. Y no paraban. Estuve así hasta las dos de la mañana, que fue cuando me rendí: estaba muerto de sueño y dije ‘no puedo’. Y la cosa seguía y seguía”.

    Actualmente, el video de Frida Kahlo acumula 637 mil visitas y más de siete mil comentarios. En él, García Villarán dictamina, entre otras cosas, que la pintora mexicana “es la reina del merchandising” y “todo lo contrario a una feminista”. Para fundamentar este último punto, usa el diario de vida publicado por la artista, con el que intenta demostrar su actitud sumisa y tolerante frente a las infidelidades de su marido, el también artista Diego Rivera. Pero el análisis del youtuber se enfoca principalmente en las pinturas, las que valora con tibieza: aunque le gusta su universo simbólico, opina que Kahlo “no era una artista de primer nivel”.

     

     

    Nacido en Sevilla en 1976, García Villarán es doctor en Bellas Artes y licenciado en las especialidades de pintura y escultura. Se ha desempeñado como profesor en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla y como gestor cultural. Hoy combina su trabajo de youtuber con las clases de dibujo que da en la plataforma online Udemy y en su propia academia Crea13. También prepara un libro, un espectáculo en vivo (que llevará al escenario lo que hace en internet), pinta y escribe poesía.

    “Yo antes quería ser profesor de universidad, de hecho he sido profesor universitario, pero ahora soy profesor de universidad en todas las universidades del mundo, porque ponen mis videos para hacer clases y aprenden conmigo. Es difícil que un profesor que no sea youtuber haga llegar sus ideas a tantísima gente”, afirma García Villarán, cuyo canal registra 207 videos subidos (entre clases, críticas y testimonios personales) y más de 280 mil suscriptores.

    Un canon femenino

    Cuando estudiaba su licenciatura, observaba con perplejidad cómo los profesores se extendían en sesudas explicaciones teóricas que intentaban transmitirle el entusiasmo por nombres como Duchamp, Miró y Warhol. Se trataba de un canon contemporáneo que había que aprender, pero García Villarán mantenía sus dudas. “Para mí fue difícil asimilarlo. Me metieron en la cabeza que Miró era buenísimo, y yo lo intenté, porque me decía ‘¿estaré yo mal? ¿Soy tonto porque no lo entiendo?’. Luego he investigado, investigado, investigado, y me he dado cuenta de que no, que Miró no tiene nada”.

    Algunos de sus artistas favoritos, y que cita regularmente en sus críticas, son El Bosco, El Greco y Velázquez.

    Sus videos de crítica nacen con el fin de compartir con un gran número de personas sus propias conjeturas sobre esta materia: ¿Por qué Dalí ocupa el lugar que ocupa? ¿Cuáles son sus méritos? ¿Qué hace que Yayoi Kusama sea una de las artistas vivas más cotizadas? ¿Por qué se reverencia a Yoko Ono en el mundo entero? Son preguntas a las que García Villarán intenta dar respuesta.

    “Joan Miró, el peor artista de la historia del arte” es el título de uno de sus videos más visitados. En este, asegura que el pintor “es uno de los que está más sobrevalorados en la historia del arte”, y que comparado con otros surrealistas, como Magritte, De Chirico y Dalí, sus obras son de “muy bajo perfil”. “¿Qué es lo primero que se te ocurre al hacer cualquier forma cuando estás aburrido? ¿Cuáles son las formas que te salen por naturaleza? Pues, por ejemplo, una estrella, pero no una estrella compleja, sino una estrella con líneas cruzadas, o bien una espiral –todo el mundo hace espirales–, ojos –todo el mundo dibuja ojos–”, comenta el youtuber en el video. “La pintura de Miró está lleno de esto. No se comía el coco para nada. Es una pintura simplista. Tanto es así que no se come el coco ni para poner los colores. Ves las obras de Miró y todas tienen los mismos colores. Parece que coge un azul y con ese azul lo hace todo”. En cerca de 19 minutos y con la ironía acostumbrada, repasa algunas obras del pintor, como el Tríptico azul y Pintura sobre fondo blanco para la celda de un solitario. Dentro de los comentarios, la mayoría se muestra favorable con su punto de vista, pero hay opiniones que critican su enfoque principalmente técnico. “Estás valorando solo el sentido artesanal de su obra”, dice uno de estos. “Miró es un pintor de vanguardia y pretendía escandalizar mediante lo que llamaba ‘asesinato de la pintura’”.

     

     

    “¿Fue Duchampo el autor de la fuente?”, “¿Antisistema de qué? Bansky y el arte de la doble moral”, “La cursi y repetitiva obra de Andy Warhol”, “Van Gogh, el peor de los pintores impresionistas. El mejor como producto”, son otros títulos que se pueden encontrar en su canal.

    Pero no todo es echar por tierra, también el youtuber dedica videos a la divulgación de artistas poco conocidos u olvidados, cuyas obras han sido relegadas a un segundo plano, ensombrecidas por los grandes nombres. En este aspecto, se ha preocupado por subrayar el papel de las mujeres en el arte. Las obras de Hilma af Klint, Leonora Carrington y Louise Bourgeois, por ejemplo, han sido resaltadas por García Villarán.

    Estos videos, por otra parte, sirven para entender cuáles son sus preferencias estéticas. En sus análisis suele valorar positivamente el cuidado en la ejecución técnica –sobre todo en el dibujo, la composición y el trabajo de color–; también las resonancias simbólicas que encierran los cuadros, prefiriendo las obras ricas en elementos interpretativos. Favorece además a aquellos creadores que presentan un repertorio variado. Algunos de sus artistas favoritos, y que cita regularmente en sus críticas, son El Bosco, El Greco y Velázquez.

    El hamparte

    Hay otro hito en el canal de García Villarán. Sucedió el 8 de junio de 2017, cuando subió el video “Respuesta a Avelina Lésper ¿arte o hamparte?”. Esta sería la primera vez que usaría aquella palabra. Una palabra que insospechadamente ha ganado aceptación entre sus seguidores y que el youtuber, medio en broma, inventó en esa oportunidad para comentar un libro de arte contemporáneo. Con el término, que mezcla las palabras hampa y arte (haciendo alusión a la mafia y los pillos), se quiere apuntar a aquellas obras que se cotizan a un alto precio en el mercado del arte, aunque no tengan gran valor artístico. Para ejemplificar a qué piezas se refiere, García Villarán menciona en ese video las obras Vaso de agua medio lleno y Pan con pan, del cubano Wilfredo Prieto.

    “Pienso que en el XX hubo un punto de inflexión, en el que se desbarató todo, y que fue la invención de la abstracción. En ese momento la baraja se cayó y ahora hay que volver a ordenarla”.

    Como ninguna otra cosa, la palabra “hamparte” le ha demostrado el poder de las redes sociales como medio de propagación. “Hay un fenómeno que me dicen mucho en privado –que me sorprende también–, y es que muchos alumnos de escuela de arte, en la clase, le dicen al profesor ‘eso es hamparte’. Luego hay dos o tres compañeros que saben lo que es, se lo explican al profesor y discuten el concepto. Es una cosa increíble”, cuenta el sevillano.

    Ahora la palabra se lee por todas partes en su canal y él la aplica con naturalidad en sus análisis. Incluso otros youtubers, como el comentarista de música Alvinsch, usan el concepto en sus propios videos.

    Los hampartistas que más se mencionan en su canal, además de Wilfredo Prieto, son Yoko Ono (“la reina del hamparte”), Andy Warhol y Damien Hirst. En relación a este último, los seguidores de García Villarán, el 27 de mayo de este año, boicotearon su página de Instagram, llenando con el hashtag #hamparte una imagen donde se veía una de sus Spot paintings. En cuestión de pocas horas acumularon cerca de dos mil comentarios.

    “Damien Hirst se aprovecha de esa idea de que todo lo que el artista toca con su dedo es arte. Y eso no es así. Ni que el artista fuera Rey Midas. La única arma para poner ese tipo de arte en su sitio es nombrándolo de otra manera, diciendo que es hamparte, quitándole así su valor económico. No podemos hacer otra cosa. Porque lo único que tienen ellos es eso, piezas carísimas que se les atribuye un valor inexistente. Te dicen ‘es arte porque me ha costado un millón de dólares’. Eso no tiene sentido”.

     

     

    ¿Qué circunstancias o personajes crees que nos han llevado a esta situación?

    Hasta ahora se ha escrito la historia del arte con los ojos de los poderosos, quienes han tenido dinero e influencia, como Leo Castelli, que fue un galerista de los 50 y 60 que inventó prácticamente toda la vanguardia de Estados Unidos. Él era un italiano judío, que tenía mucho dinero, que sabía de arte y que cogió a los artistas que a él le parecían (Warhol, Rothko) y a algunos les daba un sueldo para que pintaran. Incluso inventó, lo que ahora se usa mucho, lo de la lista de espera. Esto no me parece mal, pero creo que ha llegado el momento de redefinir y decir que esto es arte, pero un tipo de arte que yo llamo hamparte.

     

    ¿Cómo te tomas las críticas que puedan venir de la academia, que ciertamente pueden tener un prejuicio sobre la figura del youtuber?

    Me interesan las opiniones que aporten algo, vengan de donde vengan, pero si se parte de un prejuicio (“es un youtuber”), entonces esa perspectiva no va dejar ver lo que yo hago. Hay una cosa que pasa normalmente y es que los de la vieja escuela, cuando empiezan a ver mis videos, sienten cierto rechazo al principio, pero después, cuando ven tres o cuatro, ya dicen “oye pues que está diciendo cosas interesantes”. Eso es una cosa normal de gente que no está acostumbrada a ver videos de YouTube, pero tampoco he tenido tanto rechazo, al contrario. Incluso los profesores de universidad ponen mis videos en sus clases, o sea que no he tenido a la vieja escuela buscándome con antorchas para quemarme.

     

    “Se le está dando demasiado valor al artista sin mirar su obra, se están premiando los currículums”.

    La mayoría de tus videos toman artistas o movimientos del siglo XX, ¿te parece que a partir de ese siglo la historia del arte se vuelve más problemática?

    El siglo XIX y XX son los que más he estudiado. También pienso que en el XX hubo un punto de inflexión, en el que se desbarató todo, y que fue la invención de la abstracción. En ese momento la baraja se cayó y ahora hay que volver a ordenarla. Me interesa mucho ese período histórico, porque las reglas cambiaron y se generó una bola de nieve: apareció un grupo de gente que, como Duchamp puso un urinario y se hizo famoso, piensa que puede hacer cualquier cosa, como poner una caja de cerillas o una manzana, y decir que es una obra de arte. Pero no, no es así. Eso es hamparte. Además, todo apoyado con manifiestos, que hay no sé cuántos, y todos muy similares entre sí, quizás con cuatro puntos distintos.

     

    ¿Qué valores se han perdido en el arte?

    Se le está dando demasiado valor al artista sin mirar su obra, se están premiando los currículums. No me vale esa idea de que todo lo que hace Picasso, por ser Picasso, es bueno. Ni siquiera el propio Picasso pensaba que todo lo que hacía era bueno. Hay que terminar con eso del Rey Midas, de que todo lo que hace fulanito, como es artista, es arte.

     

    El concepto de “hamparte” lo inventas para referirte a esa situación.

    Es que no entiendo a la gente que dice “esto es arte y esto no”. Ahí entramos en arenas movedizas. Lo que sí podemos es decir: “Este arte es de mejor calidad, este de peor calidad y esto es hamparte”. Entonces la palabra funciona. Y eso lo vio la misma gente que la está usando. A mí me gustaría que llegase un momento en que alguien hablase conmigo y mencionara la palabra hamparte sin saber que yo la he hecho. Eso creo que sería el gran triunfo.

     

  66. Los sentidos de un clásico

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    “El libro más chileno que se ha escrito”: esta ha sido la opinión dominante sobre Recuerdos del pasado. Se trata, sin duda, de un texto que recorre la fundación y el temprano desarrollo de la República, cuando era necesario validar una cultura que se entendía como propia, capaz de distinguirse del pasado colonial y de las otras culturas modernas. Pérez Rosales relata ese período desde la voz de sus protagonistas. Ha escrito un libro, nos dice, como acicate para los chilenos: para que sepan qué es lo que se puede lograr con trabajo e iniciativa, para que entiendan el pasado común y su eventual proyección. De ahí que este libro haya sido degustado como la extracción más pura de la savia criolla.

    En 1882, Vicuña Mackenna lo presentaba ya como una creación “imperecedera”. Cuatro años más tarde, Luis Montt le rendía un homenaje póstumo al autor en un nuevo prólogo: “Es tal vez el libro más original que hasta hoy ha producido la prensa chilena”. La permanente reedición de estas palabras y la autoridad de Montt, director de la Biblioteca Nacional y editor del libro, legalizaron esta interpretación; pero fue Alone quien, casi medio siglo después, la canonizó con líneas que ya son un lugar común: “Rara vez se habrá dado tal compenetración de un hombre, un libro y un país, como la que hay entre Pérez Rosales, sus Recuerdos del pasado y Chile”. Los juicios eran claros: Pérez Rosales había tenido la misión de representar la “evolución de nuestro país… en su mejor período”, el de los “padres de la patria” pero sobre todo el de la República conservadora. Tras haber asistido a la revolución de 1830 en París; haber trabajado como agricultor, fabricante de aguardiente y tendero; haber correteado ganado por una década en la cordillera y cateado minas en Copiapó y luego en California —donde además las hizo de vendedor callejero y de cocinero en un improvisado hotel—; Pérez Rosales volvía a Chile, después de todas esas empresas frustradas, para servir a la patria y ganarse su estatua. Varios han notado la curiosa lógica de esta historia, que describe el haz de contradicciones que informaron la vida del autor: un pipiolo que derivó en “pelucón indiferente”; defendió la República y la democracia, pero gustó de gobiernos fuertes; repudió las obras de la colonia española, pero no dejó de volver a las fuentes clásicas del idioma para ahogar todo respiro afrancesado.

    Pero eso no es todo: si su labor de colonización en el sur le permitía convertirse en digno sucesor de los libertadores de la patria, su anterior vida juvenil había aportado un cariz decisivo a la cultura nacional, la figura del roto chileno en sus picarescas correrías por el mundo (esta interpretación crítica es desarrollada con más espacio por Rafael Sagredo en “La invención de un clásico: los Recuerdos del pasado de Vicente Pérez Rosales”). Todo ese vagabundeo lo había preparado para el destino de funcionario montt-varista que le estaba reservado. La fábula de esta novela de formación era que, después de todo, Pérez Rosales no se había desviado de su origen: sus experiencias algo disparatadas le habían servido para aquilatar un saber muy útil para la formación nacional. El status quo no había sido trastocado.

    Este relato de un nacionalismo satisfecho de sí mismo no puede disimular su fondo portaliano y autoritario, cuya idea de chilenidad es pródiga en “elogios” como “virilidad”, “firmeza”, “orden”, “gallardía” y un largo etcétera. Para recor­dárnoslo, allí está el prólogo de Alone, que acompaña las tres ediciones de Recuerdos del pasado publicadas en dictadura.

    Ahora bien, este relato de un nacionalismo satisfecho de sí mismo no puede disimular su fondo portaliano y autoritario, cuya idea de chilenidad es pródiga en “elogios” como “virilidad”, “firmeza”, “orden”, “gallardía” y un largo etcétera. Para recor­dárnoslo, allí está el prólogo de Alone, que acompaña las tres ediciones de Recuerdos del pasado publicadas en dictadura (1973, 1975, 1976) por la editorial Gabriela Mistral, órgano ideológico de la Junta Militar. Dicha interpretación exalta la astucia y la socarronería del autor como rasgos que decantan en un tono ejemplarizante, propio de un discurso que, por cierto, justifica el racismo para la construcción y modernización de la patria y condena “lo femenino” como signo de debilidad. Desde nuestro presente, aceptar esta lectura implica naturalizar esas violencias fundantes y cerrar los contornos de la comunidad nacional al presentarla como un todo ya acabado, como el producto perfecto de una época señera e insuperable.

    Quizás arribemos a una lectura más provechosa de este libro si evitamos reconducir el itinerario de Pérez Rosales a tan estrecho cauce, y en su lugar lo recordamos a él mismo como la rara avis que fue: “Enemigo de todo lo que fuese someterme al obediente yugo de los destinos públicos”, según su propia definición en una carta a Luis Montt. Ciertamente, en Recuerdos del pasado hay una comunidad que rescatar, pero es más bien esa que Gabriela Mistral vislumbró al recetar su lectura como antídoto contra las “biografías sin espíritu” de aquellos “héroes marciales” que empalagaban a los escolares al despuntar el siglo XX. Es este un clásico, pero no una pieza de museo. ¿Cómo hacerle justicia hoy?

    Recuerdos del pasado es un texto de factura inusual, que escapa a la norma de su época. Pérez Rosales compone un artefacto literario con materiales de naturaleza disímil; un objeto que, como la vida que relata, se modifica a cada instante: a veces biografía, otras, obra teatral; aquí entrada de enciclopedia, allá informe de Estado. En este ensamblaje reside buena parte de su dinamismo. Ese carácter multiforme, que muchas veces expresa ideas contradictorias entre sí, es guiado por una voz narrativa cercana, que entrega su inconfundible fisonomía al relato toda vez que surge de la participación en el tráfago humano, toda vez que ingresa en el murmullo callejero. De ahí que sea atendible su afán didáctico: porque no se manifiesta mediante la imposición de normas, sino que prefiere aconsejar apoyado en experiencias que responden a fines prácticos, que descubren la ayuda útil. Aun cuando es cierto que aquel celo utilitarista resulta muchas veces excesivo, lo es también que la honda empatía del narrador con la vida y sus posibilidades no por ello se resiente; cuando esa empatía despunta con fuerza, encuentra siempre la compañía del lector. Es más, el gran poder de observación que la distingue se debe, en buena medida, a esa sensibilidad particular; a esa, digamos, disposición del ánimo.

    La crítica de su época es fruto de ella, y así las emprende contra la segregación urbana: “la alegre Pampilla, hoy Parque Cousiño, totalmente despojada de su primitivo carácter demo­crático, solo se destina ahora a la nobleza encarrozada, dejando puerta afuera a la humilde y nacional carreta”; contra los políticos que anteponen el interés personal al servicio público: “¡Cuántos aspirantes a empleos empuñarían el arado; cuántos eternos habladores enmudecerían; cuántos bandos políticos, sociedades juradas para asaltar el poder, se disolverían si el servicio público se hiciera en lo posible obligatorio y gratuito!” (pp. 596-597); o bien despacha balances certeros: “la Iglesia y la Riqueza nunca olvidan sus tendencias invasoras” (p. 55). Aun cuando Pérez Rosales se pasa años buscando la marmita de oro, no rinde pleitesía al mercantilismo yanqui, porque “especula hasta con la desmoralización” (p. 466). Igualmente vigentes y llanos resultan otros juicios sobre la vida y el com­portamiento humano:

     

    La tierra es la patria común del hombre, así como la de cuantos animales se mueven en ella. El interés, o mejor dicho, el bienestar de cada uno de esos seres animados, es el único móvil que los impulsa a reunirse, a separarse o a dispersarse sobre la superficie de ambos hemisferios.

    A esta disposición a marchar en pos del bienestar se da el nombre de emigración, y al ser que emigra, el de emigrante. (p. 611)

     

    Pérez Rosales compone un artefacto literario con materiales de naturaleza disímil; un objeto que, como la vida que relata, se modifica a cada instante: a veces biografía, otras, obra teatral; aquí entrada de enciclopedia, allá informe de Estado.

    Esta perspectiva, que surge ante todo de la atención a la escritura de Pérez Rosales (y no tanto a su personaje mitologizado), desemboca en otra interpretación de Recuerdos del pasado. Así lo ve Mariano Latorre, quien se inspira en la relación de este “huaso seguro de sí mismo” con la naturaleza. Más tarde, González Vera lo percibe como “un americano, un hombre total” de “espíritu equilibrado” y honda tolerancia, y su entusiasmo lo lleva a editar los Recuerdos en 1943. A finales de los años 60, Carlos Droguett siente el texto de Pérez Rosales como un cordial manojo de nervios cuya fuerza abre ríos cordilleranos o bien hace erupción en los meandros de la historia nacional. Manuel Rojas, por último, en 1972 lo rescata para la edición cubana como un gran “independiente, un aristócrata, en el mejor sentido de la palabra: no quería depender de nadie, ni de patrones ni de clientes”; y remata categóricamente: “Su prosa es la mejor prosa del siglo XIX chileno, limpia, concisa, castiza, adornada tan solo con palabras del lenguaje popular”.

    La gran conciencia de Pérez Rosales sobre el oficio literario destaca a lo largo de su obra, pero especialmente en las reflexiones que contiene el cuaderno de su diario de viaje a California, donde se encuentra el siguiente texto inacabado e inédito:

     

    Estilo

    Casi siempre las cosas que dicen sorprenden menos que las maneras que se emplean para decirlas; porque casi todos los hombres tienen las mismas ideas que están al alcance de todo el mundo. La diferencia consiste en la expresión y estilo. El estilo hace singulares las cosas más comunes, fortifica las más débiles, da grandeza a las más sencillas.

    Lo que me distingue de Pradon, decía Racine, es que yo sé escribir; sin embargo, Pradon era un poeta ridículo, y Racine uno de los mejores trágicos que haya producido el mundo. “Homero, Platón, Virgilio, Horacio —dice La Bruyère—, no están encima de los otros escritores, sino por sus expresiones y por sus imágenes”.

    La expresión es el alma de todas las obras que son hechas para agradar a la imaginación. Se exige, antes de todo, del historiador, la verdad de los hechos; del filósofo, la exactitud del raciocinio. Si a estas cualidades indispensables se agregan las que constituyen el grado del estilo, se les leerá con mayor placer; pero de cualquiera manera.

     

    Se ha dicho que los Recuerdos algo tienen de contrahechos en su ilación; sin embargo, la calidad de su escritura siempre se ha reconocido, quizás atribuida a esa prolija conjugación del molde clásico con la “licenciosa pero atractiva libertad” (p. 160) del romanticismo. La sintonía de los escritores del siglo XX con el texto se debe justamente a los pasajes en que Pérez Rosales deja a un lado la perspectiva severamente apegada a las formas de lo clásico (que muchas veces, como su falsa modestia, parece una impostura) y asume un tono más espontáneo, franco y rebelde; un tono pregnante que, si no desconoce el ascendente clásico, tampoco se inscribe del todo en su estela. En ese sentido puede entenderse la permanente cita al Quijote y el empleo de léxico del Siglo de Oro mezclado con chilenismos, americanismos y citas del inglés y del francés. Acaso sea producto de ese tira y afloja entre deseo y ley, entre humor y solemnidad, entre la vocación por el ridículo y la reverencial compostura, que los Recuerdos transmiten aquella potencia vitalista que González Vera nombró como “un poderoso aliento positivo” y Feliú Cruz como la luz de un “sol de alegría”. Esto constituye uno de sus principales legados y es la materia que no deja de sorprender a los nuevos lectores. En definitiva, no se trata de la lengua ni del estilo, sino del movimiento de eso que Roland Barthes llamó escritura, una “moral de la forma” cuya transformación urde una solidaridad histórica.

    Recuerdos del pasado contiene los modos de un saber-hacer particular, ese conjunto de ideas, prácticas y afectos desde el que se ha pensado la experiencia de una posible comunidad. Son aquellas maneras, que muchos de nosotros hemos escuchado en las historias de algún familiar ya mayor, las que aquí se revelan como una de las principales ramas de la tradición literaria. Muchos de esos modos culturales hoy no vibran en nosotros, pero nos permiten comprender los procesos del pasado y las modificaciones de esa tradición. Otros, sin embargo, vibran con fuerza en nuestro presente y lo seguirán haciendo de maneras insospechadas en los modos de leer, de escribir y de hacer comunidad. La sensibilidad ante la naturaleza, el goce del cosmopolitismo, las ansias de un bien genuinamente común, la búsqueda de experiencias transformadoras y el gran ánimo vital que impregnan las páginas de este libro no son, ciertamente, los menores.

     

    Recuerdos del pasado, Vicente Pérez Rosales, Tajamar Editores, 2018, 650 páginas, $24.990.

  67. Vivir en la verdad, buscando a tientas

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    Es difícil pensar en un líder que, tras convertirse casi por casualidad en la cabeza de un movimiento contra el totalitarismo soviético, no haya querido ungirse como el héroe salvador de su pueblo. No siguió el camino fácil, el de culpar a los jerarcas del pasado, dejar inermes los valores que quedaron asentados en esa sociedad y ofrecer la panacea democrática que exime de responsabilidad a las masas nobles, mientras las transformaciones derivan en decepción y parodia.

    Vaclav Havel (Praga, 1936-2011) entendía el poder desde otro lugar. Él fue, en los tiempos de la primavera de Praga, un dramaturgo brillante, más cercano a una mezcla de Beckett y Brecht –Largo desolato, El jardín– que a un escritor comprometido con colectivos ideológicos muy claros, al punto de que logró evadir o ser tolerado por la censura gracias a la finura de sus textos, basados en lo patético de la opresión antes que en la ferocidad de los enemigos. Mientras escribía sus obras y se unía a la defensa de todo abuso, como la detención del grupo rock The Plastic People of the Universe, no quiso irse a Estados Unidos a triunfar con Milos Forman, su compañero de salón y amigo incondicional. Entró y salió de la cárcel varias veces (hasta Beckett le dedicó una obra como protesta: Catastrophe, 1983).

    El egoísmo y la ambición personal no son privativos de los dictadores. Havel era consciente de ello; también, de que los cambios poseen una dimensión cultural mucho más trascendente que los modelos económicos o electorales.

    Al poder llegó medio por descarte, tras un movimiento dirigido en gran parte por intelectuales y artistas que luego serían parte de su primer equipo de trabajo, y no tanto por dirigentes políticos capacitados para gobernar. Pero sin entender de protocolo –ni él ni su equipo tenían idea de cómo recibir a los presidentes que asistían a la toma de posesión–, Havel fue capaz de vislumbrar las posibilidades de un aprendizaje moral y cultural, más que de preocuparse por estrategias calculadas.

    Ejerció, entonces, ese tipo de liderazgo que resulta imprescindible entender incluso hoy, porque las transformaciones democráticas, las anheladas transiciones, jamás traen consigo un mea culpa de los que en ese momento ostentan la victoria. El egoísmo y la ambición personal no son privativos de los dictadores. Havel era consciente de ello; también, de que los cambios poseen una dimensión cultural mucho más trascendente que los modelos económicos o electorales.

    Havel aparece como un equilibrista que desconoce los platos que lleva en cada brazo. Lo asiste la certeza de que si lo situaron ahí, era porque no habría de mentirle a su pueblo: de gobernar sabía lo mismo que los que estaban debajo de la tarima, y era completamente lejano a un mártir de ideas claras o al oráculo que tiene todas las respuestas. Solo seis semanas antes de la revolución que habría de ungirlo como el líder, se mostraba escéptico, diciendo “La gente preparada para la historia me resulta sospechosa”.

    Esta biografía de ese líder casi irreplicable está contada con humor, cariño y muy poca solemnidad: por momentos tenemos la sensación de estar ante una obra teatral y no frente a una gran transformación política. Y quizá sea esa saludable falta de solemnidad lo que permite que el libro entregue una reflexión profunda sobre el poder, entendido desde otro lugar: la comprensión y la moral transforman más que el adoctrinamiento.

    Era completamente lejano a un mártir de ideas claras o al oráculo que tiene todas las respuestas. Solo seis semanas antes de la revolución que habría de ungirlo como el líder, se mostraba escéptico, diciendo “La gente preparada para la historia me resulta sospechosa”.

    Michael Zantovsky, el amigo que en 1989 cargó a la salida de la cárcel la pequeña bolsita en la que Havel había depositado sus efectos personales, y quien tuviera diversos cargos en su gobierno, es el autor de esta biografía que devela en las primeras páginas su admiración por un hombre honesto y contradictorio: “Lo que hay es lo que se ve”, escribe de Havel, y remata con la afirmación más leal de todas: “Incluso sus defectos fueron reales y no los pecadillos”.

    Y todo esto a partir de una máxima que como arco narrativo le da estructura a la obra: Havel aspiraba a vivir en la verdad. Esta biografía es, sobre todo, amena y emocionante, repleta de anécdotas propias de una vida riquísima. Aparecen, por ejemplo, una infancia burguesa llena de caprichos y golpes que alumbran la intención de buscar adentro lo que muchos exigen afuera; su formación como intelectual y artista, y esa valentía por momentos ingenua; sus inicios como activista (principalmente con la Carta 77, una declaración en defensa de los derechos humanos), que para conseguir adhesión le decía a la gente que si los detenían solo debían decir que “se la había dado Havel”. Ejemplar resulta su capacidad de reconocer en la cobardía de los líderes de la Primavera de Praga sus propios temores, para de ahí reconciliarse con ellos y buscar un perdón comprensivo. Y profundamente humana es la relación con su primera esposa, Olga, cuya complejidad roba foco sobre la mayoría de los otros temas. A ella le escribe cartas desde la prisión –compiladas en un libro magistral–, y con ella también sufre la oquedad del matrimonio.

    Una vida con miedos, nervios, contradicciones, pero siempre con una obsesión por negar el doble estándar vacío de la simulación. De ese particular liderazgo sin protocolos, con reveses casi cómicos y problemas tan cercanos como la infidelidad, el acohol y la decepción, estuvo hecha su vida. La historia frenética y casuística lo puso ahí, y él lideró la Revolución de Terciopelo prefiriendo envejecer en la común humedad y hedor del viejo bar de la esquina, donde siempre se puede hablar y fallar.

     

    Havel. Una vida, Michael Zantovsky, Galaxia Gutenberg, 798 páginas, 2016, $35.000.

  68. Última mirada

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    El año 2016, en la ceremonia de aceptación del premio José Donoso, el escritor Pablo Montoya reflexionó sobre el rol de los escritores colombianos ante la magnitud de la violencia desplegada en su país y concluyó, parafraseando a Camus, que una forma sería alinear a los muertos a lo largo de una playa para darles, uno a uno, una mirada de reconocimiento, aunque estos sean cientos de miles. En parte, ese ha sido el trabajo de la novela colombiana desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. De hecho, hay quienes afirman que la novela colombiana existe solo como una reacción a la guerra civil entre liberales y conservadores desatada entre 1948 y 1966, un conflicto armado no declarado conocido como La Violencia (con mayúsculas).

    La literatura de los colombianos no pudo ignorar la sangre y, en una primera etapa, se manifestó como una narrativa meramente testimonial. Pero más tarde dejó de lado una visión polarizada y creó una forma nueva de concebir la realidad. Dos ejemplos de este logro insólito, separados por 15 años, son El cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero Calderón y Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez.

    El caso es que la violencia en Colombia no ha cesado un solo momento. Dicho gráficamente, esta es una hidra que no deja de sumar cabezas. En los 60 y 70, a la violencia bipartidista se sumó la violencia de grupos de guerrilla, como el Movimiento 19 de abril y las FARC; en los años 80 y 70 fue el turno de la violencia de paramilitares, ejércitos privados y del narcotráfico. Todo esto sin contar los millones de campesinos, indígenas y afrodescendientes que han abandonado sus tierras acosados por la guerra. En este escenario, ser colombiano y escritor significa un desafío estético y moral más que considerable, uno al que Daniel Ferreira (1981) respondió con la novela La balada de los bandoleros baladíes (2010), obra que le valió el premio latinoamericano de primera novela Sergio Galindo.

    Viaje al interior de una gota de sangre (2011) es el segundo libro de Daniel Ferreira y la segunda parte de la Pentalogía (infame) de Colombia, un ciclo de novelas sobre la violencia en ese país a fines del siglo XX. Esta reedición de Alfaguara acerca a los lectores una novela de circulación restringida, premiada el 2011 con el premio ALBA de narrativa, publicada el 2012 por la editorial cubana Arte y Literatura, y reeditada el 2014 por la Universidad Veracruzana.

    Durante casi toda la novela, Daniel Ferreira cumple con la regla de Flaubert según la cual un escritor debe estar “presente en todas partes pero nunca visible” en sus libros. Esta norma se quiebra en los dos primeros capítulos con algunos exabruptos líricos donde resuena el Cormac McCarthy de Meridiano de sangre (1985), ese otro narrador de la violencia.

    Viaje al interior de una gota de sangre arranca con un capítulo donde se describe pormenorizadamente una matanza en una localidad rural. No se precisa el año, pero podemos imaginar que transcurre a fines de los 80 o comienzos de los 90, cuando la clase política coordinó a la policía, el ejército, los paramilitares y los narcotraficantes para el asesinato de alrededor de 5.000 militantes de Unión Patriótica, un partido de oposición fundado en 1985 como propuesta política legal de grupos guerrilleros como las FARC, el ELN y otros.

    En este punto cabe destacar el marcado carácter cinematográfico que Ferreira imprime a la narración, la velocidad con que nos introduce a la acción, a los paramilitares montados en camionetas, listos para atacar al pueblo y a la forma en que una galería de muy bien delineados personajes planeaba pasar ese 23 de septiembre, su último día de vida. La veloz sucesión de viñetas donde son asesinados los habitantes de este caserío petrolero es un gran trabajo de montaje, no hay cómo llamarlo de otro modo, donde a través de múltiples puntos de vista somos conducidos al objetivo de los paramilitares, el padre Bernardo Partigiani, un sacerdote socialista modelado según la imagen de Camilo Torres y el ideario de la teología de la liberación.

    ¿La razón de la matanza? El cura, acusado de comunista y de colaborador con la guerrilla, encargó al ebanista del pueblo un fresco para el altar de la iglesia. Este fresco, titulado Una hoguera para que arda Goya, ilustra una matanza en la plaza de un pueblo y, en la esquina inferior izquierda, a cuatro encapuchados que apuntan sus fusiles a un sacerdote con las manos atadas a la espalda. En otras palabras, los paramilitares están ahí para cumplir el vaticinio del pintor.

    Durante casi toda la novela, Daniel Ferreira cumple con la regla de Flaubert según la cual un escritor debe estar “presente en todas partes pero nunca visible” en sus libros. Esta norma se quiebra en los dos primeros capítulos con algunos exabruptos líricos donde resuena el Cormac McCarthy de Meridiano de sangre (1985), ese otro narrador de la violencia. Por ejemplo, cuando “El sol hunde en el vientre de la llanura su antorcha sangrienta y la luz crepuscular estalla en las troneras de las nubes incendiadas”.

    Cada uno de los capítulos siguientes ofrece un ángulo distinto de los momentos previos a la masacre. Así se nos presenta a las víctimas, devolviéndoles la vida y sus historias, lejos del anonimato de las cifras. Así conocemos a la joven Delfina, al muchacho que la espía, al profesor nieto del último bolchevique, al niño del hotel con el don de la lectura y al grotesco Urbano Frías. Este recurso coral en la estructura vuelve a explicitar el carácter cinematográfico de Viaje al interior de una gota de sangre, recordándonos la estructura usada por Akira Kurosawa en Rashōmon (1950) al adaptar dos cuentos de Ryūnosuke Akutagawa, estructura popularizada por Quentin Tarantino en Pulp Fiction (1994).

    Este recurso formal suele ser usado para recordarnos que dos personas que son testigos de los mismos hechos, tendrán distintos recuerdos de lo presenciado. Pero en esta novela Daniel Ferreira lo utiliza para, en un medio insensibilizado por la inmemorial y monótona repetición de la violencia, visitar las vidas de las víctimas una última vez y darles, siguiendo a Camus, una última mirada de reconocimiento.

     

    Viaje al interior de una gota de sangre, Daniel Ferreira, Alfaguara, 2018, 140 páginas, $12.000.

  69. Caleidoscopio histórico: las escenas y atmósferas de Philipp Blom

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    En La fractura, el historiador alemán pone en entredicho la noción de fuente y de archivo, al armar un cuadro hipnótico sobre los años de entreguerras valiéndose de películas, fiestas, obras arquitectónicas, enfermedades, persecuciones y las más desquiciadas ambiciones de moldear la vida humana a partir de ideales políticos. Son pocos los trabajos históricos con tal ambición narrativa, pero Blom logra sumergirnos en ambientes y en vidas intensas, recrea tanto utopías como distopías, y circunscribe los miedos, ansiedades y fascinaciones que marcaron aquella época y cuyo eco aún resuena en la nuestra.

    por andrea kottow

    Probablemente uno de los gremios más conservadores de las humanidades y ciencias sociales sea, al menos en nuestro país, el de los historiadores. Y esto más allá del hecho de que “conservar” sea, de alguna forma, la primera tarea no solo de la historia sino de una parte importante de la academia. Se reitera la queja de colegas historiadores a quienes se les hace cuesta arriba plantear una manera de “hacer historia” que no obedezca a las formas más tradicionales de investigar y escribir. Desde la circunscripción de las fuentes hasta las formas interpretativas que se proponen para leerlas, pasando por las escrituras que las articulan: el campo de la historia es uno que, visto desde cierta distancia, se evidencia como “minado”.

    La materia prima de los historiadores parecieran ser, precisamente, las fuentes. Pero, ¿qué es una fuente histórica? ¿Cómo se vuelve reconocible? ¿Cuándo una fuente se valida como tal?

    Más allá de las discusiones que se dan dentro de una disciplina, más allá de los saludables disensos, es pertinente preguntarse por lo que hace que una fuente sea digna de ser consultada, estudiada y validada como tal. Y si bien gran parte de los historiadores concordarán hoy con que la historia no se reduce ni a los actos heroicos de unas pocas figuras poderosas, ni a una acumulación de datos comprobables empíricamente, tampoco reina una opinión uniforme sobre la demarcación de las fuentes y los archivos históricos.

    Un archivo siempre implica un recorte tanto material como simbólico. Las decisiones que se tomen con respecto a este recorte determinarán, de una u otra manera, el tipo de historia que se está procurando hacer. En relación con el recorte material y con la dimensión simbólica, Philipp Blom aparece como un historiador poco ortodoxo. Catalogado como historiador de las mentalidades, Blom lleva publicadas, a sus 48 años, varias obras de gran envergadura, que denotan cierta aspiración –ampliamente lograda– a captar el espíritu de una época. Destacan su estudio sobre el enciclopedismo de la Ilustración francesa (Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales); un libro sobre Diderot y D’Holbach (Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea), y un texto sobre el coleccionismo, que lleva por nombre El coleccionista apasionado. Una historia íntima (2013). Ya desde los mismos títulos puede verse que Blom está interesado en algo que podríamos llamar “historia atmosférica”. Lo que Blom pareciera buscar en sus libros es la recreación de escenas históricas que permitan al lector atisbar algo del aire que en un momento dado del devenir del tiempo –inasible e inconmensurable– se respiraba. Y es exactamente esto lo que hace de La fractura, un libro tan apasionante como original: se trata de una historia hecha a partir de escenas y atmósferas.

    Un archivo siempre implica un recorte tanto material como simbólico. Las decisiones que se tomen con respecto a este recorte determinarán, de una u otra manera, el tipo de historia que se está procurando hacer. En relación con el recorte material y con la dimensión simbólica, Philipp Blom aparece como un historiador poco ortodoxo.

    El texto de Blom abarca el periodo que va de 1918 a 1938, y en vez de desplegar su análisis –y su narración– a partir de hitos, decide hacer del calendario su pauta para hacer historia. Los capítulos de La fractura corresponden cada uno a un año, desde 1918 hasta 1938, como si todo hito temporal fuese siempre arbitrario, por lo que también puede atenerse a la impasible cuenta del calendario, que ordena el tiempo por números, sin ninguna consideración de “acontecimiento” o “suceso”. Como si los sucesos se dirigieran por fracciones de tiempo que están más acá o más allá de una relación de causa y efecto.

    Lo que puede resultar una abominación para quienes entiendan la historia como un relato de cierto razonamiento lógico, me parece un acierto del libro. Pareciera decirnos Blom: fijémonos en un año. Y veamos qué puede decirse sobre él. Puede ser la fecha en la que una producción cinematográfica vio la luz. Puede ser, ¿cómo no?, la data de una batalla. Puede también ser la publicación de un libro, la presentación de una banda de música, la muerte de un personaje famoso. Pero también puede ser uno de los años en que ciertos procesos cristalizan. Blom maneja un archivo de admirable amplitud. Y todo cae bajo su campo de interés: desde teorías científicas a manifestaciones artísticas, desde procesos políticos hasta crisis económicas, desde concepciones arquitectónicas hasta avances en la técnica. En este sentido, el subtítulo del libro, “Vida y cultura en Occidente”, es programático: todo material resulta significativo para entender la amplitud de la cultura y la complejidad de la vida.

    1918: Neurosis de guerra. Blom resume en este capítulo inicial de su libro de forma magistral una historia que hemos leído en más de una ocasión y que no por ello resulta menos impresionante y desgarradora. Se trata del retrato de los soldados que vuelven tras combatir en la Primera Guerra Mundial. Soldados que parten al campo de batalla con la imaginación insuflada de ideales –valentía, masculinidad, honor– y que regresan hechos pedazos. En términos metafóricos, pero también literales. Hombres mutilados, a quienes les falta una pierna, un brazo, la mitad de la cara.

    Y hombres que asimismo son víctimas de pesadillas, de ataques de ansiedad, que gritan sin aparente razón y que no controlan los estertores de su cuerpo cuando se ven expuestos a fuertes ruidos o a luces incandescentes. Hombres como Septimus Warren Smith en la novela Miss Dalloway, de Virginia Woolf, quien frente a la incomprensión de su mujer y la incapacidad de los médicos de ayudarlo, se lanza de una ventana para liberarse de los fantasmas de la guerra. Hombres como los que convoca Walter Benjamin en su ensayo El narrador, que han perdido la capacidad de narrar sus experiencias, pues su posibilidad imaginativa de lo que podía ser una guerra se vio ampliamente superada por lo que remotamente se intuía a través de la ciencia ficción. Shell shock es el nombre que recibe esta nueva enfermedad.

    Un sinfín de soldados regresa a sus países con neurosis de guerra, y como si con ello no bastara, no encuentran espacios en las sociedades de posguerra. Con admirable capacidad de síntesis y agudeza en la descripción, Blom escribe: “Todo un continente compartió el horror mudo y la perplejidad de los combatientes que regresaron con neurosis de guerra, cuya experiencia había sido demasiado dura para que un cuerpo humano lo soportara. Mientras se desmovilizaban y volvían a sus países millones de soldados traumatizados, estos hombres vieron que no había manera de comunicar lo que habían tenido que vivir, de comprender lo que había pasado y por qué. Solo sabían que los habían traicionado, que los habían expuesto a un daño irreparable con falsedades, que el mundo pujante y vertiginoso, pero también profundamente optimista que habían vivido apenas cuatro años antes, estaba definitivamente perdido”.

    El avance de la técnica

    1926 es el año en que se estrena la película Metrópolis, de Fritz Lang, el filme más caro de la historia del cine alemán, pensado para entrar a competir con las producciones de Hollywood. La película fue, en términos tanto de taquilla como de crítica, un fracaso. Tachada de “boba” y “confusa” por el novelista H.G. Wells en The New York Times, sin lugar a dudas Metrópolis es hoy un referente en la historia del cine. Y es un admirable documento de época. Condensa lo que en las primeras décadas del siglo XX puede leerse en varios filósofos y críticos culturales: la preocupación por los avances de la técnica y las ansiedades con respecto al vínculo entre los hombres y las máquinas.

    Blom hace comparecer una serie de películas que cristalizan estas fantasías distópicas –desde Frankenstein hasta Tiempos modernos de Chaplin– y las cruza con las utopías de las mismas décadas, que imaginaban el funcionamiento idóneo de las sociedades a partir de una organización perfecta de los tiempos y las actividades de los seres humanos, pensado desde teorías higiénicas y eugenésicas. Los totalitarismos están colmados de retazos de estas ideas, en las que parecen mezclarse y superponerse la ciencia, la ficción y la ideología. Tanto el Homo Sovietikus como la Bauhaus alemana, pasando por el nazismo, los años 20 y 30 están obsesionados con las problemáticas del cuerpo, del espacio y de la comunidad. Años en que se entretejen los legados de Darwin con los de Nietzsche; décadas verdaderamente biopolíticas, diríamos hoy.

    Lo que puede resultar una abominación para quienes entiendan la historia como un relato de cierto razonamiento lógico, me parece un acierto del libro. Pareciera decirnos Blom: fijémonos en un año. Y veamos qué puede decirse sobre él.

    Golodomor es una palabra ucraniana que deriva de los vocablos golod que significa frío y mor, muerte, y designa la hambruna vivida en los años 1932 y 1933. Blom se traslada en este capítulo a Miron Dolot, un pequeño pueblo situado a más de 100 kilómetros de distancia de Kiev, para recoger el testimonio de una familia de campesinos ucranianos que logró sobrevivir a esta gran tragedia vivida en la Unión Soviética. A partir de 1928 Stalin comenzó a instaurar la colectivización de los medios de producción, incluyendo las tierras, herramientas y animales. Si bien una parte importante de los esfuerzos estaban destinados a eliminar la pobreza en las partes rurales del imperio, las buenas intenciones chocaron, una vez más, con las maneras de implementar las políticas y con la contingencia misma. Los funcionarios enviados para organizar la nueva vida colectiva no conocían el trabajo en el campo y los campesinos se negaban a entregarles sus posesiones. Incluso, algunos preferían matar a sus animales y quemar sus cosechas en lugar de subyugarse al nuevo poder. Los funcionarios locales, por su lado, acaparaban lo que quedaba, matando de hambre a los que eran acusados de kulak, campesinos supuestamente ricos que no obedecían las órdenes recibidas. La gente comenzó a deambular por los pueblos, cubiertos de nieve y hielo, en búsqueda de cualquier cosa para comer: animales, plantas e incluso cadáveres que quedaban sin entierro.

    Blom lo dice en un pasaje apocalíptico, casi surreal: “Un hombre mató a su mujer a hachazos para hacer sopa; a los niños pequeños, los hambrientos los asfixiaban y se los comían, y a los cuerpos de los muertos recientes –a menudo bien conservados por la nieve– se los profanaban con cuchillas carniceras para sacarles la carne. La práctica se extendió tanto que un directivo de Moscú exigió que el partido local imprimiera y distribuyera cientos de carteles con el eslogan COMER NIÑOS MUERTOS ES UN ACTO BÁRBARO”.

    Se calcula que murieron entre dos millones y medio y cinco millones de personas en esta hambruna ucraniana; el número se eleva a siete millones para toda la Unión Soviética.

    Estas tres escenas escogidas, de las 21 que componen la totalidad de La fractura, muestran la viveza de las imágenes que dibuja Blom en su libro y la amplitud del horizonte histórico que va trazando. Con agilidad y autoridad, Philipp Blom se mueve entre los diversos escenarios que visita en este estudio: Alemania, Francia, Inglaterra, Italia, España, EE.UU. y la Unión Soviética, mayoritariamente. El libro renuncia a planteamientos lineales y causales, constituyéndose más bien como una especie de caleidoscopio, funcionando cada capítulo como una de las imágenes que queda fijada por momentos tras dar vuelta el tubo y mover los miles de pedacitos de vidrios de colores que se encuentran adentro. Hay colores fuertes y fascinantes, como los que pintan la breve e intensa vida de la bailarina Anita Berber –retratada en su vestido rojo, su rostro pálido y sus labios maquillados por Otto Dix–, quien murió a los 29 años tras una vida de excesos, en ese Berlín de los locos años 20, donde la noche se alargaba hasta el amanecer acompañada de alcohol y cocaína. Hay colores plateados que anuncian el futuro, como los que narran la historia del prestigioso psicólogo conductista John B. Watson, quien se había doctorado con una tesis sobre el aprendizaje en ratas y que decidió abandonar la cátedra que tenía en Johns Hopkins University para ingresar a la agencia publicitaria J. Walter Thomson, convirtiéndose en su gran ideólogo. Hay colores de tonos tierra y con olor a polvo, como los que dibujan el capítulo titulado Ruta 66, en el que las tormentas de polvo terminan con la agricultura en el así llamado “cinturón maicero” de Norteamérica, obligando a casi medio millón de campesinos a migrar hacia el oeste en búsqueda de comida y fuentes de ingreso. Y hay colores oscuros y amenazantes, que relatan persecuciones sistemáticas y planificaciones de muertes masivas en Alemania, España y la Unión Soviética, que culminan con la Segunda Guerra Mundial.

    Quizás Blom no es siempre exhaustivo en sus investigaciones y probablemente el libro contiene reiteraciones. Pero su lectura no deja de ser cautivante en ninguna página. Philipp Blom logra sumergir en ambientes y atmósferas, recrea tanto utopías como distopías, circunscribe miedos, ansiedades y fascinaciones que marcaron los años de entreguerras. Y vuelve a despertar en el lector esa fantasía infantil de que existiera una máquina del tiempo y la posibilidad de trasladarse, aunque sea por tan solo un día, a otros tiempos, a aquellos que son imprescindibles para entender los nuestros.

     

    La fractura. Vida y cultura en Occidente, 1918-1938, Philipp Bloom, Anagrama, 2016, 616 páginas, $35.000.

  70. Karl Ove Knausgård, escultor del tiempo

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    Ocupamos un lugar en el tiempo. Eso lo sabe todo el mundo. Pero son muy pocos los artistas que aspiran a describir al ser humano cargando no solo un cuerpo sino también sus años, esa lenta acumulación de experiencias que configuran los recuerdos y los deseos. Quizá por ello, plasmar el tiempo ha sido la mayor aspiración de los gigantes: Vermeer en la pintura, Proust en la literatura, Tarkovski en el cine.

    Este fue el listón que quiso saltar Karl Ove Knausgård, un noruego de 49 años que dio forma a uno de los proyectos literarios más extremos de hoy: escribir su vida en seis tomos y 3.600 páginas; titular al proyecto Mi lucha, tal como lo hiciera Hitler con sus alucinaciones políticas; y lograr que lectores del mundo entero escuchen su voz y sientan, sí, que sientan que la lluvia los empapa como lo hiciera con él en Tromøya o Bergen en los años 80, que sientan la vibración y ansiedades del primer enamoramiento, que sientan el agua que corre en el baño mientras un amigo se lava las manos, que sientan la expectación de un joven de 18 años que llega a Håfjord para ser profesor de niños chicos, que sientan los microscópicos cambios de humor a lo largo de una tarde planchando camisas, que sientan el temor ante la agresividad de un padre impredecible y esa suerte de piadoso consuelo que llega con su muerte, que sientan la manera en que el hastío se pega a la piel durante un veraneo en que los niños no paran de dar quehacer, que sientan lo difícil que es volver a formar pareja luego de una experiencia de fracaso, que sientan lo terrible que es la enfermedad devorando el cuerpo de una anciana cuya voluntad es apenas un recuerdo horadado por los temblores, que sientan la manera misteriosa en que los rasgos se heredan de abuelos a hijos y de hijos a nietos, que sientan que entre los que fuimos ayer y los que somos ahora no existe separación alguna, porque los cuerpos contienen las horas del pasado.

    Knausgård le ha dado a su proyecto la forma del tiempo. No solo por este concepto, sino también por su ambición de totalidad, su trabajo ha sido comparado con el de Proust. Cuando sus libros traspasaron las fronteras de Noruega, Mi lucha ya había vendido 450 mil ejemplares y desde luego desató polémica, sobre todo por los volúmenes centrados en la muerte del padre alcohólico y en la separación de su primera esposa.

    ¿Literatura autorreferente y egótica? Probablemente. Pero Knausgård es el primero en mostrar sus propias debilidades. Y su vida, por otro lado, carece de espectacularidad.

    ¿Literatura autorreferente y egótica? Probablemente. Pero Knausgård es el primero en mostrar sus propias debilidades. Y su vida, por otro lado, carece de espectacularidad: los dolores y alegrías, anhelos y frustraciones son equiparables a los de muchos contemporáneos que se debaten entre las exigencias profesionales, la rutina matrimonial, la crianza de los hijos o una familia de origen que, sin ser perfecta, tampoco es una condena.

    Hoy se están publicando muchos libros que se adscriben a la literatura del yo. Lo que hace especial a Knausgård, lo que tiene a tantos lectores hipnotizados con su prosa morosa, con sus detalles superfluos incluso, con su recorrido sin escalas entre las estaciones de la infancia, la juventud y la adultez, no son los litros de alcohol o el desenfreno sexual o los secretos ominosos. Es la cercanía. Knausgård es un romántico cuyo arte apuesta por los sentimientos, un arte que está en guerra con la distancia. No en vano los lectores de Mi lucha aseguran haber conocido a otro ser, y agradecen que haya compartido con ellos sus inseguridades, fantasías, afectos y reflexiones acerca de la vida. Habría que preguntarse cuánto más lejos puede llegar la literatura.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  71. Svetlana Alexiévich: en la piel del hombre rojo

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    El Premio Nobel de Literatura contribuye a la difusión de una obra muchas veces desconocida, pero pocas veces los ganadores se convierten en escritores leídos en forma masiva. Lo que ha sucedido con Svetlana Alexiévich es raro. Incluso en un país como el nuestro, tan despreocupado por lo que sucede más allá de sus fronteras, los libros de la escritora bielorrusa ingresan al ranking de los más vendidos. Se la lee y se la comenta, en gran medida porque viene a arrojar una luz nueva sobre la Unión Soviética, distinta a la que conocíamos por medio de Joseph Brodsky, Ana Ajmatova o Alexander Solzhenitsyn.

    El trabajo de Alexiévich, periodista de 69 años, consiste en dejar hablar. Sí, algo también raro en una época narcisista: rehuir el protagonismo y escuchar, escuchar, escuchar: que el tono, la sintaxis y los matices del lenguaje oral fluyan libremente hasta reconstruir un clima emocional. Mejor, los sentimientos que están detrás de los sucesos. Sus libros se arman a partir de cientos de voces que dan cuenta de sus experiencias particulares bajo la URSS. Es lo que ella llama “el hombre pequeño”, aquel que suele ser una cifra en el gran relato de la Historia y que vivió las victorias y derrotas de la utopía comunista. Todos sus textos, de algún modo, componen un solo libro, el libro del hombre rojo.

    La guerra no tiene rostro de mujer debió esperar la perestroika para salir a la luz pública, en 1985, y así todo la escritora tuvo que enfrentar una acusación por “mancillar el honor de la Gran Guerra Patriótica”. Por Los muchachos de zinc (1989), sobre la invasión soviética en Afganistán, también debió comparecer ante un tribunal, y desde 1991 Alexiévich estuvo refugiada en Francia, Alemania, Italia y Suecia. No en vano, tras ganar el Nobel dijo que el galardón le permitiría “comprar libertad”, ya que ha sido permanentemente marginada por las autoridades del gobierno ruso (de Putin) y bielorruso (de Lukashenko).

    El trabajo de Alexiévich, periodista de 69 años, consiste en dejar hablar. Sí, algo también raro en una época narcisista: rehuir el protagonismo y escuchar, escuchar, escuchar.

    Los muchachos de zinc, que es el último libro traducido a nuestro idioma, ejerció un efecto poderoso en la mentalidad de la escritora. Hija de un militar que hasta el día de su muerte perteneció al partido, antes de esa guerra Alexiévich creía, según sus palabras, en el “socialismo con rostro humano”. Incluso ahora, jamás se refiere en forma despectiva a quienes consideran que los argumentos del socialismo siguen en pie. Le duele ver que hoy la división es “entre los que pueden comprar cosas y los que no”. Pero de todos modos, cuando vio a los escolares en Afganistán matando a gente que no conocían y en un territorio desconocido, perdió toda ilusión.

    Después vino su libro sobre la tragedia de Chernóbil y El fin del homo sovieticus, su trabajo de mayor alcance. Este año, cuando se conmemoran los 100 años de la Revolución Rusa, leer a Alexiévich es como meter la cabeza entre los escombros y ver los efectos sicológicos que el fracaso del comunismo tiene, incluso hoy, en los habitantes de ese imperio desmembrado.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  72. Beatriz Sarlo, el punto de vista de los otros

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    Hoy puede dar un curso en las universidades de Columbia o Cambridge, ocupar tribuna en los diarios La Nación y Perfil, o discutir en televisión sobre política argentina. Pero no siempre fue así. En la década del 70, nada más comenzar la dictadura de Videla, Beatriz Sarlo tuvo que pasar a la clandestinidad. Había estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y al momento del golpe de Estado de 1976 dirigía la revista Los Libros. Allí formaba equipo con Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, los mismos con los que inició, dos años después, la influyente Punto de Vista.

    Si bien los primeros números tenían un tiraje de 100 ejemplares y los repartía la propia Sarlo, la revista se impuso por su tono, por el cruce de disciplinas y por su valentía a la hora de expresar posturas antipopulares. En términos políticos se opuso a la guerra de las Malvinas y en materia cultural Sarlo hizo lo que hacen todos los grandes críticos: jugársela por un autor hasta entonces desconocido –Juan José Saer– para colocarlo en el centro del canon. En el libro Zona Saer señala que es el narrador argentino más importante de la segunda mitad del siglo XX; la primera está dominada por Borges.

    A los 74 años todavía utiliza el transporte colectivo para ir al estudio que tiene a unos 800 metros del Congreso, en pleno barrio cívico. Desde allí registra su tiempo, y se rebela ante el individualismo y al retroceso de la cultura letrada.

    Aunque el eje de su obra es la crítica literaria, Sarlo es una intelectual todoterreno. Sus análisis abarcan desde la crisis de la educación a la inseguridad laboral, pasando por la segregación urbana, los mundiales de fútbol y el lenguaje de los políticos. Leerla es una forma de mantenerse alerta, abierto a desentrañar el sentido profundo de los signos, gestos y discursos que se imponen desde el poder, desde el mercado. Sarlo, que comparte con Benjamin y Barthes la mirada microscópica, asume entonces el punto de vista de los otros.

    En una época dominada por los especialistas, por aquellos que hablan en nombre de la técnica, Beatriz Sarlo apuesta por la discusión de ideas y principios. Sus intervenciones en la prensa y libros como Escenas de la vida posmoderna o Tiempo presente, dan una imagen nítida de su actitud: una intelectual independiente y anticonformista, que invita a pensar en la justicia, la igualdad, el pluralismo y todos aquellos valores indispensables para la construcción de una sociedad democrática. A los 74 años todavía utiliza el transporte colectivo para ir al estudio que tiene a unos 800 metros del Congreso, en pleno barrio cívico. Desde allí registra su tiempo, y se rebela ante el individualismo y al retroceso de la cultura letrada.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  73. Lenin brotó de una novela

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    I

    Dedicar la vida entera a la revolución. ¿De dónde arranca este ideal? La expresión –“revolucionario profesional”– la usa Lenin varias veces en su libro Qué hacer. Uno no puede comprender ni la historia ni la cultura de Latinoamérica sin los bolcheviques. La revolución que se espera de algún modo siempre se inspira en la Revolución de Octubre. El ideal del revolucionario profesional lo toma Lenin de Nikolai Chernyshevski, figura emblemática de la intelligentsia rusa del XIX. Su novela Qué hacer –Lenin repetirá el título– aparece en 1883, un año después que Padres e hijos, la novela de Turgueniev, cuyo personaje Bazarov encarna el nihilismo juvenil y revolucionario. Qué hacer es la respuesta de Chernyshevski a Turgueniev y su personaje Rajmétov se contrapone a Bazarov.

    La expansión del capitalismo ha generado en Rusia un rápido crecimiento económico y el orden tradicional se convulsiona. En procesos de modernización vertiginosos, las esperanzas son tan altas como profundas las frustraciones. La modernización acelerada –lo mostró Huntington en Political Order in Changing Societies (1968)– a menudo produce una escalada de demandas desestabilizadoras y conduce a un orden autoritario “pretoriano”.

    Hubo también en esos años una enorme expansión de la cobertura universitaria. Surge así un nuevo personaje: el estudiante, la llamada “gente nueva”. De alguna manera, no pertenecen a las clases tradicionales, su forma de vida es –y se propone ser– distinta a las de sus padres. En la universidad, la atmósfera es radicalizada. Muchos no encuentran trabajos a la altura y en su desarraigo abominan de lo que Blok llamaría en su irónico poema “Los doce”, “la mazacotuda,/ la Rusia de los zares,/ la muy culona”. Es el ambiente de los Raskólnikovs. Dostoievsky habló de un “proletariado de bachilleres” y vio ahí el germen de la revolución.

    Qué hacer es novela didáctica, un caso temprano de littérature engagée. Y nos incomoda que se quiera enseñar en una novela.

    Dicho eso, hay que agregar que está llena de movidas metaficcionales, algo sorprendente en la época, y que la hace muy contemporánea. El narrador hace sentir al lector la naturaleza ficticia del relato. Algo de eso hay en Trollope, lo que criticó Henry James por atentar en contra del “suspension of disbelief”, la suspensión de la incredulidad. Chernyshevski, como hoy Martin Amis por ejemplo, atenta una y otra vez contra esa suspensión de la incredulidad. Gracias a estos juegos metaficcionales, a esta actitud lúdica, el lector deja pasar, hasta cierto punto, la moralina que a ratos se hace cargosa.

    Chernyshevski, como hoy Martin Amis por ejemplo, atenta una y otra vez contra esa suspensión de la incredulidad. Gracias a estos juegos metaficcionales, a esta actitud lúdica, el lector deja pasar, hasta cierto punto, la moralina que a ratos se hace cargosa.

    En la novela hay un grupo de estudiantes ateos que creen en la ciencia, la tecnología, el amor libre, el feminismo, el positivismo y el progreso como algo bueno e inevitable. Están construyendo un sistema económico socialista-cooperativo. Critican la “inconsecuencia”, la “moderación”, la “tendencia a lo burgués”. Es una novela escrita contra el statu quo y la burguesía, una novela revolucionaria.

    La idea es inventar una nueva forma de vida. Estos jóvenes dejan sus hogares para vivir en pequeñas comunidades. Abrazan una utopía pastoril-tecnológica. Vera, en sueños, ve enormes estructuras de “acero y de cristal” con muebles de aluminio. Chernyshevski imagina los rascacielos del futuro a partir del edificio para exposiciones de Joseph Paxton, su “Crystal Palace” (Hyde Park, 1851). Una nueva manera de vivir supone una nueva arquitectura, una nueva estética.

    Qué hacer es una novela de formación cuyo protagonista es Vera. Seguimos su evolución hasta transformarse en una mujer nueva, que maneja una cooperativa de trabajadores, estudia medicina y tiene una relación igualitaria con el hombre que ama, con quien convive antes de casarse. Hay una nueva moralidad, entonces. Por ejemplo, los celos deben desaparecer. Son los años 60, pero los 60 del siglo XIX ruso.

    Rajmétov es el personaje más enigmático, “el hombre especial”. El lector adivina que está comprometido en actividades subversivas clandestinas y es un líder. No trabaja, pues heredó. Viste con modestia, aunque le gusta la elegancia. No toma. Come carne casi cruda. Se ha acostado en una cama llena de clavos para prepararse para la tortura. Es una suerte de santón ruso laico. Se dedica al entrenamiento físico, el trabajo manual y el estudio. Todo por la revolución. Renunció incluso al amor de una mujer porque “el amor… ataría mis manos”. Su debilidad: los puros finos.

    Cuando el narrador conoce a Rajmétov, lo examina “sin ceremonias, como si delante de él no estuviera una persona, sino un retrato”. Rajmétov aquilata a cada persona. El narrador tiene influencia sobre un grupo de estudiantes. Eso le atrae. A Rajmétov, fuera de su círculo, le interesaba la gente con “influencia en los demás. El que no fuera autoridad para otras personas, ese de ningún modo pudo siquiera entrar en conversación con él”. Las personas son instrumentos de la revolución. La gente nueva, los jóvenes como Lopukhov y Sacha Kirsanov, que “no temían a nadie y a nada”; a Rajmétov sí le tenían algo de miedo. Masha, que en la novela conecta con el mundo popular, admira a Rajmétov. Hay un vínculo espontáneo entre Rajmétov y la gente del pueblo.

    Los Rajmétov, dice el narrador, son pocos. Sin embargo, “gracias a ellos florece la vida de todos”, son “motores de los motores”, la “sal de la sal de la Tierra”. La alusión al Evangelio de Mateo no es casual. La gente nueva se parece a los primeros cristianos, aspiran al “hombre nuevo”. Representan una suerte de apostolado cristiano secularizado. Masha canta una canción: “Habrá paraíso en la Tierra… será pronto, lo veremos…”.

    Vera dirá a Sacha: “Las personas como Rajmétov son otra especie; se funden con la causa general de tal forma que… llena su vida; para ellos incluso sustituye la vida personal. Pero para nosotros, Sacha, esto es inaccesible. No somos águilas, como él”.

    En la novela hay un grupo de estudiantes ateos que creen en la ciencia, la tecnología, el amor libre, el feminismo, el positivismo y el progreso como algo bueno e inevitable. Están construyendo un sistema económico socialista-cooperativo. Critican la “inconsecuencia”, la “moderación”, la “tendencia a lo burgués”.

    Rajmétov anticipa lo que propondrán Bakunin y Nechayev (Catecismo revolucionario, 1869): “El revolucionario es un hombre dedicado. No tiene sentimientos personales ni asuntos privados ni emociones ni compromisos ni propiedades ni nombre. Todo en él está subordinado a un compromiso único y exclusivo, un único pensamiento y una única pasión: la revolución”.

    Vera, gracias a Rajmétov, comprenderá que los celos son un “sentimiento deformado… consecuencia de una opinión sobre el hombre como… sobre mi objeto”. Entonces ella reconocerá su amor por Sacha.

    La “gente nueva” se propaga. “En pocos años –dice el narrador–, la gente les gritará ‘¡Sálvennos!’”. El papel de la “gente nueva” es despertar al pueblo y movilizarlo contra el despotismo, atacando su raíz: la desigualdad entre hombre y mujer. Ellos mueven al pueblo y los Rajmétovs son los que mueven a los que mueven.

    Pero estoy dejando de lado los aspectos literarios más interesantes, los juegos metaficcionales. El narrador dice: “Bueno –piensa el lector perspicaz–, ahora el personaje principal será Rajmétov… Vera Pavlovna se enamorará de él… No habrá nada de eso, lector perspicaz… De antemano te digo que cuando Rajmétov se vaya, después de hablar con Vera Pavlovna, entonces se irá ya definitivamente de esta narración y que no será un personaje principal ni secundario…”. El narrador se pregunta: “¿Para qué lo introduje en la novela y lo describí tan detalladamente? Mira, intenta adivinarlo, lector perspicaz; ¿podrás?”.

    Ahora hay un misterio por resolver y el narrador atribuirá al lector esta y aquella hipótesis, para desmentirlas. El lector es invitado a reconstruir la trama. Al fin, se nos da la respuesta. Rajmétov está en la novela porque, sin él, consideraríamos que los demás personajes, la gente nueva (Lopujov, Sasha, Vera) está idealizada, es demasiado generosa para ser real. Gracias a Rajmétov, ellos aparecen como lo que son: modelos a imitar por todos nosotros. Y si nos parecen demasiado buenos y elevados es que nosotros, lectores, estamos demasiado abajo, en el subsuelo.

    Y desde ahí, desde ese subsuelo miserable, contestará Dostoievsky con sus Memorias del subsuelo, aparecida al año siguiente. Chernyshevski responde, como sabemos, con Qué hacer (1863) a la novela de Turgueniev (1862) y Dostoievsky (1864) a la de Chernyshevski.

     

    II

     

    En 1887, Alexander, el hermano mayor de Lenin, fue ahorcado con un grupo de revolucionarios. Intentaron asesinar al zar. Ulianov confeccionó la bomba. Y ese verano, en la hacienda familiar, el joven Lenin lee Qué hacer de pe a pa cinco veces. La lee por comprender a su hermano, convertido en revolucionario por esa novela.

    Dijo a Valentinov que Chernyshevski era “el más grande de los socialistas anteriores a Marx”, que esa novela “proporcionaba energía para toda una vida”, que su “mayor mérito era mostrar cómo debe ser un revolucionario”. Ya en el Kremlin, colgó en su oficina un cuadro del escritor y tenía a mano sus obras completas que releía a menudo. En la billetera guardaba su foto.

    Como Rajmétov, Lenin fue un asceta; y si bien no heredó una fortuna, vivió hasta pasados los 40 de las remesas de su madre. “Es imposible describir la vida privada de Ilich”, escribiría Liádov, dirigente bolchevique, “porque simplemente no la tuvo: su alma y su cuerpo pertenecieron a la lucha revolucionaria”.

    En Qué hacer (1902) de Lenin, los “revolucionarios profesionales”, los Rajmétovs, “se forjan” y “lo mismo da que sean estudiantes u obreros”. Su misión: “Desarrollar la conciencia política de los obreros”, pues ella “solo puede ser introducida desde afuera”, más allá de las luchas de reivindicación económica. Junto a otras clases, se configurará así, mediante la acción política dirigida por el Partido, un pueblo movilizado para la revolución. La acción confiada por Chernyshevski a Rajmétov era “ir a todas las clases de la población”, dice Ingerflom en El revolucionario profesional (2017). “Lenin la amplía: el revolucionario profesional va a suscitar la constitución de las clases”. “¡Dadnos una organización de revolucionarios –dice–, removeremos a Rusia en sus cimientos!”. Esto es Chernyshevski, no Marx.

    ¿Qué fue de la primacía de la base material por sobre la superestructura ideológica (religión, moral, política, derecho)? Para Marx, la revolución del proletariado sería engendrada inevitablemente por y desde el capitalismo. No ha sucedido. La Revolución de Octubre se hace Contra El Capital (1917), como escribió inmediatamente Gramsci: “Los bolcheviques renuncian a Karl Marx”. Lenin no sigue la ruta de Marx y ocurre que, según Marx, el destino iba a gestarse en la ruta que no se tomó. Por tanto, no hay manera de llegar al destino.

    Por tanto, no hay ruta. Lenin embarca a Rusia en un viaje sin ruta y sin destino.

    Dice el poema “Los doce” (1918), de Blok, ya citado:

     

    Parado está el burgués en la encrucijada

    con la nariz escondida en las solapas.

    Y contra él, la cola entre las patas,

    un perro sarnoso frota su burdo pelo.

     

    Está allí el burgués, como perro hambriento,

    está allí mudo, como signo de interrogación.

    Y el viejo mundo, como quiltro,

    la cola entre las piernas, detrás.

     

    Pero despedazado el mundo burgués, hecho trizas ese embutido de capitalismo y neofeudalismo con despotismo burocrático que era Rusia, ¿ahora qué?

    La entrega a la causa tiene la belleza moral del sacrificio. Lo que mueve al revolucionario es el espíritu de sacrificio. Es lo que encarna Rajmétov. Ser capaz de arriesgar la vida es lo que da sentido a la vida. La revolución es una pasión moral.

    Conquistado el poder, Lenin no tiene un proyecto económico. La hambruna que sucede a la destrucción del statu quo lo hace reintroducir un neocapitalismo. Con la NEP vuelve –¡maldición!– el mercado y surgen los “hombres NEP”, incipiente y corrupta burguesía a la que habrá que destruir después. Tampoco tiene Lenin un diseño político-institucional. No hay reglas que protejan el pluralismo y la democracia, y del vacío surge Stalin. “Para su pan diario, su tarjeta de racionamiento, su habitación, su parafina en el duro invierno ruso, el individuo depende del Partido-Estado, contra el cual es totalmente indefenso”. Es lo que vive y escribe Victor Serge, un bolchevique de tomo y lomo (Mémoires d’un révolutionnaire, 1951). Es la economía política de una sociedad totalitaria a la cual se llega, las más de las veces, como un efecto no buscado. Ahí está Cuba, ahí está Venezuela. “Donde el único empleador es el Estado”, escribe Trotsky, “el viejo principio: quien no trabaja, no come, ha sido sustituido por uno nuevo: quien no obedece, no come” (La revolución traicionada, 1937).

    “El líder revolucionario”, dice Milner en Relire la Révolution (2016), “es apresado por la máquina; mientras más sabe que se ha comprometido con la revolución, menos sabe lo que hace”. Žižek en su Lenin 2017 (2017) afirma que Lenin “repetidamente varía el motivo no sabemos qué hacer”. Žižek piensa que debemos repetir a Lenin, pero “repetir a Lenin no es repetir lo que hizo, sino lo que no pudo hacer, las oportunidades perdidas”. ¿No es demasiado amplia la propuesta? ¿No se podría argumentar, por ejemplo, que lo que Xi Jinping hace hoy en China no es sino una radicalización de la NEP, ergo, una repetición de Lenin, de una de sus oportunidades perdidas?

    El ideal del revolucionario profesional nos llega a América Latina vía Lenin. Revolucionario profesional fue el Che Guevara, desde luego; también Fidel. Y Mario Santucho del ERP en Argentina; Eleuterio Fernández Huidobro de los Tupamaros de Uruguay; Abimael Guzmán, de Sendero Luminoso del Perú; Schafik Hándal, del FMLN de San Salvador; Manuel Marulanda de las FARC de Colombia; Miguel Enríquez del MIR de Chile… Incluso los comunistas chilenos que optan por una vía legal al socialismo. Luis Corvalán era sin duda un revolucionario profesional. Lo mismo Gladys Marín. A todos enamoró el ideal del revolucionario en estado puro.

    La entrega a la causa tiene la belleza moral del sacrificio. Lo que mueve al revolucionario es el espíritu de sacrificio. Es lo que encarna Rajmétov. Ser capaz de arriesgar la vida es lo que da sentido a la vida. La revolución es una pasión moral.

    Qué hacer lleva al revolucionario al poder, pero entonces ¿qué hacer? No hay respuesta. Solo una certeza: aferrarse al poder. Y hay una lógica –una ya conocida lógica económica y política– que conduce del ideal revolucionario de Lenin a la “revolución traicionada” de Trotsky.

    Lenin brotó de una novela. Los grandes revolucionarios de América Latina, quizás sin saberlo, descienden de Rajmétov, un misterioso personaje de una olvidada novela rusa.

     

     

    Versión sintetizada de la presentación “Lenin reads Chernyshevski. A view from Latin America”, que el autor expuso en la conferencia “Culture in Revolution. Revolution in Culture. 1917-2017”, organizada por la Academia de Ciencias de Moscú, en San Petersburgo, 18 de noviembre de 2017.

  74. Al margen del color de la noche

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    por pablo d. sheng

    Te ves en una esquina junto a C y N, quieren la menor cantidad de luz, un rincón oscuro, pero frente a Zotano, uno de los bares cola de Bellavista, es difícil. Una pareja de hombres les pregunta si saben quién vende. N dice que lo sigan. No hay pacos y si los hubiera tampoco importaría. Yo hasta he jalado en sus hombros, dices, verificando que ningún retén deambule cerca.

     

    ***

     

    Poco antes de las 12 de la noche, te encuentras con C afuera del Telepizza de Plaza Italia. Hace por lo menos un año que no la veías y creíste que seguía igual. Ella mantiene una de sus mechas teñidas, el rapado a un lado y las calzas fluorescentes, cósmicas. Te contó que terminó con su pololo, porque se metía con la ex y estas semanas se las ha pasado entre la universidad y el Jammin. En esa disco, donde se baila reggae, conoció a N, su pololo actual. Después continuaban en afters, trataban de no pagar nada, trasnochar en la calle y recién ahí volver a sus casas.

    Caminan por Pío Nono casi en procesión al cerro, aunque tropiezan justo con N que se para en una esquina a repartir volantes de un local. En 15 minutos salgo de la pega, dice. Lo acompañan a promocionar ofertas de tragos, mientras C lo besa y se encuentran a unas amigas. Más rato se verán en el Jammin.

    Ves que N usa jockey, tú andas con un polerón negro y mochila al hombro, eres medio gordo, ancho de cuerpo. Cuando se desocupa van a otra esquina, la del Venecia, en Antonia López de Bello. Unos colombianos se achoclonan, murmuran cosas, arman misterio y de a poco intercambian bolsitas como las que tú vendías hace unos años. Tratas de reconocer a alguien, pero dices que lo que venden ellos es mierda, y C y N ríen.

    Les cuentas que vienes de la pega, del hotel Hyatt, donde siempre robas vodkas, incluso whiskies, lo más caro. Dices que a tu familia le regalas cajas de vino para Navidad y Año Nuevo. A los 12 años empezaste a trabajar en una textilería donde cortabas sobras de tela, tu cuerpo se ensanchaba, comías más y los dedos trataban de hilar fino los cortes. Años después te saliste. Tu hermano mayor te metió a trabajar en su banquetería. Aprendiste a garzonear, a tener mejor gusto y te enseñaron a preparar comida que quizá nunca habías probado. Ahora sigues en lo mismo, haces buffets y breaks para empresarios, y has juntado plata, te quieres ir del país, recorrer Latinoamérica entera y llegar a Miami, encontrar a tu tío y cumplir uno de tus sueños: convertirte en peleador de la lucha libre.

     

    ***

     

    Para ser viernes no hay tanta gente afuera del Jammin. Por ahora te sientes al margen de los colores de la noche, como si hubieras hecho la paz con ellos. Logras dar cuenta de las luces del local, del amarillo y del rojo del cartel luminoso. Esperan a que los dejen entrar gratis. Mientras haces la fila, N conversa con alguien entre dos autos estacionados. Ambos llevan jockey, la otra persona tiene trenzas y su ropa es mucho más ancha. Le cuentas a C que dejaste de traficar hace un tiempo, antes siempre lo hacías en los baños de Locos por el Deporte. Los dueños del bar te cuidaban, no dejaban que entraran pacos de civil a vigilar. Te acuerdas de una vez que los propios garzones te salvaron, andabas con 250 mil pesos vendidos, en efectivo, y otros 250 mil en cocaína.

    Sientes que la temperatura baja. La Virgen del cerro aún brilla, o crees que brilla más que de costumbre. No te dejan entrar gratis, pero sí a C y a N. Entonces pagas y tienes derecho a un cover. C te da, metiendo su mano en tu bolsillo, una bolsita. Les timbran las muñecas e inspeccionan tocándoles los brazos, los muslos, revisan las mochilas. No hay nada más que la polera que usaste en el Hyatt, un delantal y la cortapluma olvidada por el guardia. Vas a la barra, pides un roncola y notas que la gente baila un tema de Morodo.

    Sigues a C y N, llegan al fondo del Jammin. N vuelve a hablar con un extraño, ahora entre ellos corre plata. C estira sus caderas contra la pared. Cada uno toma del mismo roncola. Otras mujeres hacen lo mismo, doblan sus rodillas, dejan que un hombre las agarre y junte su pelvis a las caderas. Tú bailas, mueves tus brazos, piernas y tronco, aunque sepas que no te gusta hacerlo y tus movimientos sean torpes. N termina lo que hace y besa a C. Les dices que salgan. La puerta que da hacia el patio está cerca. Comparten unos cigarros.

    El patio se llena, todos fuman y es difícil no chocar ni pisar a los demás. Le cuentas a N que unos amigos pelearon en Amsterdam, uno de los bares que se encuentra frente al Jammin. Salieron con sillas y los persiguieron hasta el Parque Forestal. Les dices que ese tipo de cosas no pasaría si tú hubieras estado, que sabes pelear y por eso mismo te respetan. Recuerdas que hace un tiempo fuiste hacker y te metías a cuentas de empresarios, gente famosa, políticos. Robar un par de millones no significa nada para ellos. Estuviste un mes escondido en Villarrica, junto a tu polola. A ella le dijiste que se fueran de vacaciones y te creyó. Recuerdas cuando hacían el amor mirando la fumarola del volcán y crees que ese mismo humo es el que sale de tu boca al exhalar por frío o por cigarro.

    C y N conversan con alguien de pelo largo y lleno de rastas. Es grande y su ropa lo hace ver más alto y gordo. Te acercas y te metes en el círculo. El de rastas saca cogollos de un frasco y los reparte. Le das fuego y sientes olor a cloro, te pegas hacia la puerta. Entonces vas al baño y no logras entrar, porque parece que se ha inundado. El piso húmedo, marcas terrosas de zapatillas: alguien camina en medio de gente que baila, pide permiso para sacar un trapo y secar el suelo.

    Al volver, le dices a C y N que vayan a la calle. Muestran a los guardias sus timbres en las manos y se meten en un rincón oscuro. Vuelves a sentir olor a cloro, a agua mezclada con champú. Se acaban los cigarros, pero C compra uno suelto a la señora colombiana que trabaja un carrito de dulces y bebidas. Al volver corroboran sus timbres. Ya son cerca de las tres de la mañana, dicen que la gente debe irse en media hora. A pesar del frío que tienes, los demás sudan, están en polera. Aún tienes las manos heladas. Vuelves al baño y del piso ya no hay agua. La última canción es “Jammin” de Bob Marley, y la corean, se dan los últimos besos y sus cuerpos se pegan, se agarran. Abren las puertas, la gente se aglutina y ese mismo choclón se esparce afuera del local. Aparecen vendedores de cerveza, traficantes ofreciendo creepy o cocaína, taxis de vidrios polarizados, uno que otro retén, vagabundos pidiendo plata.

     

    ***

     

    Cuando vuelves a casa, ves que la extensión del cerro San Cristóbal desaparece. Los árboles, tunas que en verano florecen, apenas se notan. Miras directo a la Virgen, sus luces blancas que titilan, y dejas atrás la bulla. Cada mañana caminas por ahí: colillas de cigarro repartidas en el piso junto a bolsitas vacías y rasgadas, estudiantes yendo a clases, panaderos cargando harina, vendedores de jugos naturales y marraquetas con queso, palta o jamón, el olor a cerveza proveniente del suelo, botellas reventadas, vidrio molido.

    La calle está oscura. Donde vives arreglan un parque y construyen un edificio. Solo el departamento piloto y un foso del que no sabes cuántos metros hay hacia abajo. Te salvas de un asalto, o eso crees. Al abrir la puerta sale tu gato, apenas despierto, bostezando. Te quitas los zapatos, la ropa, ordenas tu mochila y te lavas la cara con agua caliente. Tratas de dormir viendo cómo la luz suave de la Virgen entra por la ventana. Mañana tienes libre.

     

    Imagen de portada: Víctor Ruiz.

  75. La vida incesante de Jonas Mekas

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    Las cientos de horas acumuladas a lo largo de los años son la materia prima de la obra del director lituano, una filmografía que se estructura alrededor de sus llamados “diarios, notas y sketches”. Su cine obedece al impulso de capturar la incertidumbre y fascinación del presente, en películas tan libres, movedizas y sutiles como Walden, Escenas de la vida de Andy Warhol y Mientras avanzaba ocasionalmente vislumbré breves destellos de belleza.

    por rodrigo hasbún

    Un mes después de llegar a Nueva York, a fines de 1949, Jonas Mekas se compró con un préstamo una cámara Bolex. A partir de entonces, para atenuar la vulnerabilidad y la extrañeza pero también para registrar el asombro del veinteañero que recorre un mundo nuevo, empezó a filmarlo todo: sus paseos por Brooklyn y Manhattan, las reuniones de sus compatriotas lituanos, la nieve que no dejaba de caer. Atrás habían quedado los trabajos forzados a los que él y su hermano Adolfas fueron sometidos por los nazis durante 10 meses, la errancia interminable por campos de personas desplazadas en la Europa de posguerra. Para desentenderse de esos fantasmas en su nueva vida, Jonas Mekas se propuso escudriñar en detalle el aquí y ahora, Bolex en mano. Así, se volvió casi de inmediato en lo que ha seguido siendo desde entonces hasta hoy mismo, a sus 95 años: el verdadero hombre de la cámara.

    No deja de ser curioso que ese lituano perdido y pobre, que en otras circunstancias hubiera preferido no moverse de su pueblo, terminara siendo uno de los grandes cronistas de Nueva York, una de las figuras emblemáticas que transformó para siempre la escena cinematográfica de la capital del mundo.

     

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    Cuando llegó apenas hablaba inglés. Le tocó trabajar como obrero en fábricas de cualquier cosa y hubo épocas de una austeridad sin límites, pero aun así se las arreglaba para escabullirse en todas las salas y teatros y museos. Luego la desolación inicial fue dando paso al entusiasmo, la soledad impuesta a las amistades inesperadas, los trabajos manuales al deseo de cartografiar lo que venía viendo en esas salas y teatros y museos. Al igual que varios cineastas de la nueva ola francesa, que por esos años andaban en las mismas, Jonas Mekas escribió mucha crítica antes de hacer sus primeras películas.

    Dándole validez crítica y la mayor visibilidad posible a las películas que por entonces empezaban a hacer algunos de los cineastas de su generación, de Cassavetes a Darren, de Clarke a Jacobs, de Brakhage a Warhol, él colaboraba más que nadie en la consolidación de una nueva sensibilidad y de lo que se conocería como la movida del “cine subterráneo” o “nuevo cine americano”.

    Siempre acompañado de su hermano Adolfas, en 1954 fundó la revista Film Culture, con la misión de evidenciar las posibilidades de un cine que no siguiera los mandatos de Hollywood, y en 1958 se volvió el primer columnista cinematográfico de The Village Voice, el influyente semanario contracultural. Jonas Mekas estaba hambriento y era un buen momento para estarlo, porque los jóvenes como él se encontraban inmersos más que nunca en la debacle entre lo viejo y lo nuevo, transición que atestiguó día a día con la cámara lista y la máquina de escribir bien montada, en cualquiera de esos cuartos por los que siguió errando como lo había hecho antes por un continente en ruinas.

    “En una sociedad bastarda, estandarizada, conformista y enferma, la perversión es una fuerza de liberación”, escribió el 21 de noviembre de 1958 en un artículo temprano, que puede leerse en Cuaderno de los sesenta. Escritos 1958-2010. “Sagrados son los pensamientos y hechos delictivos, la insubordinación; la falta de respeto y el odio hacia su estilo de vida, sus filosofías, hacia toda forma de trabajo (que perpetúa la basura); sagrados son el beat y el Zen, la ira y la perversión. Permitámonos, pues, negar y destruir; quizás así algunos de nosotros podamos reencontrar y preservar (hasta que vuelvan a ser necesarias) la verdad de la vida, la espontaneidad, la alegría, la libertad, el júbilo, el alma, el cielo y el infierno. (…) Aprendamos la dinámica de la sagrada perversión, no seamos basura en la normalidad del siglo XX. Así escupo sobre la generación que me produjo, y es el escupitajo más sagrado de mi generación”.

     

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    El tono incendiario de ese texto ofrece un valioso atisbo a la energía y convicción de Jonas Mekas, pero se corresponde poco con su voluntad más bien pragmática. Él, que se había visto forzado a reinventarse varias veces, sabía que después de echar abajo monumentos y reliquias era imprescindible hacer algo en ese vacío. Dándole validez crítica y la mayor visibilidad posible a las películas que por entonces empezaban a hacer algunos de los cineastas de su generación, de Cassavetes a Darren, de Clarke a Jacobs, de Brakhage a Warhol, él colaboraba más que nadie en la consolidación de una nueva sensibilidad y de lo que se conocería como la movida del “cine subterráneo” o “nuevo cine americano”. Iniciados los 60 llevó aún más allá la misión con dos iniciativas que serían imprescindibles para sustentar el cine de vanguardia a largo plazo. Por una parte ayudó a crear la primera cooperativa de cineastas independientes, que se encargaría de distribuir sus películas no solo en salas de cine sino también en museos y espacios alternativos. Por otra parte fundó Anthology Film Archives, un centro destinado a preservar y exhibir esas películas, sin aspiraciones comerciales pero sí grandes ambiciones expresivas, con las que él y sus compañeros de ruta intentaban explotar al máximo el potencial poético de ese arte más bien joven que es el cine.

    En medio de sus mil labores, apenas tenía unos minutos libres, lo primero que hacía él era ponerse a filmar. Su estilo fue forjándose, entonces, a retazos. Filmas un árbol, se lo oye decir por aquí y por allá, y ese retrato naturalista, intrascendente, soso, no es el árbol que veías. Te acercas y te alejas para filmarlo, cortas, manipulas, juegas, y quizá entonces sí aparezca el árbol que veías.

     

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    Las cientos de horas acumuladas a lo largo de los años son la materia prima de su obra, que se estructura alrededor de sus llamados “diarios, notas y sketches”. Walden (1967), la primera entrega, ofrece cientos de episodios inconexos, algunos de solo unos segundos de duración, por medio de los cuales emerge un retrato elusivo y entrañable de la ciudad que lo acogió.

    En sus manos una película es un divertimento gozoso pero también un espacio para la intimidad. A partir de esa confluencia, empuja al cine hasta lugares donde ya no se sabe bien qué es: poesía o diario, crónica o pintura, experimento o historia, un poco de todo a la vez.

    Jonas Mekas quería devolverle al cine su factura artesanal. No es casual que dedique la película a los hermanos Lumiere. Su cine también obedece al impulso de intentar capturar, con la ayuda de un aparato misterioso, la incertidumbre y fascinación del presente. En Walden abundan los saltos bruscos, las imágenes sobreexpuestas o fuera de foco. La realidad es así de movediza y la memoria así de sucia y la película está hecha con esos mismos materiales.

    No solo se trata de una decisión estética. La filosofía de su cine, que en su caso significa en más de un modo su filosofía de vida, ya está puntillosamente desplegada en esa primera entrega. Jonas Mekas trabaja con lo que ve, con lo que encuentra, y no con lo que busca. “No estoy buscando nada, soy feliz”, lo oímos cantar en una escena. Esas palabras revelan el espíritu celebratorio que atraviesa su obra, así como una gran predisposición hacia el azar. Él no quiere entender cómo funciona la vida, si es que funciona de alguna manera. El suyo es un cine material, un cine de texturas y sensaciones, un cine de la superficie. Si se mira bien, parece decirnos, todo resuena y brilla: un incendio en la calle 87 y la multitud que contempla el fuego, una noche en el circo o la visión de un hombre parado de cabeza en Central Park, el primer concierto de un grupo llamado The Velvet Underground y una performance de John Lennon y Yoko Ono, gente patinando sobre hielo, lo que se ve desde un tren que se aleja de Nueva York.

    De fondo, Jonas Mekas toca su acordeón y les cuenta a los espectadores anécdotas o fábulas inciertas. En sus manos una película es un divertimento gozoso pero también un espacio para la intimidad. A partir de esa confluencia, empuja al cine hasta lugares donde ya no se sabe bien qué es: poesía o diario, crónica o pintura, experimento o historia, un poco de todo a la vez. “No hay lugar para el casi arte”, escribió en un iluminador artículo sobre John Cage, otro artista que cuestionó a fondo los límites de su arte. Son palabras que se oyen fuerte en sus películas. “Casi saltar una valla significa haber derribado la barrera. Casi nadar a través de un río significa haberse ahogado”.

     

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    Además de Walden, hay en su filmografía varias otras paradas notables que vale la pena mencionar, todas igual de inclasificables y personales. Reminiscencias de un viaje a Lituania (1972) gira alrededor del primer regreso a su país, tras 25 años de ausencia, en los que no ha visto a su madre, a la que reencuentra entonces. Lost, Lost, Lost (1976) indaga en cómo una persona desplazada va haciéndose parte de un nuevo lugar y en lo que significó para él perderlo todo en algún momento. “Esta es la historia de un hombre que nunca quiso irse de su patria, del lugar donde la gente hablaba su idioma”, dice ahí en su inglés extranjero. En Escenas de la vida de Andy Warhol (1990) dimensiona y humaniza la figura de su amigo, al que filma en la cotidianidad. En Mientras avanzaba ocasionalmente vislumbré breves destellos de belleza (2000), la más melancólica de sus películas, comparte videos caseros en los que su familia muta en el tiempo. De nuevo todo es insignificante pero extraordinario: los primeros pasos de su hija, las sonrisas esquivas de su hijo, su esposa desnuda en un apartamento lleno de ventanales. Una gratitud contagiosa atraviesa cada una de esas imágenes. Como dice su amigo Johan Kugelberg, Jonas Mekas “nunca sucumbe al lado oscuro”, y eso también es ser heroico.

    Adentrado en el nuevo milenio, cuarenta y tantos años después de haberla comprado con un préstamo, terminó guardando su cámara Bolex para incursionar en la tecnología digital. Entre varios otros proyectos, el 2007 hizo 365 cortos, que compartió a diario en su página de internet, y el 2011 intercambió una serie de cartas visuales con el cineasta catalán José Luis Guerín. Todos ellos son ejercicios sutiles en el arte del desmenuzamiento, en el arte del montaje y el corte (que es para él donde el presente se vuelve pasado, donde la realidad se vuelve poesía), en el arte de la curiosidad sin fin, en el arte de los años y la vida.

    Ahí en medio, rodeado de fantasmas nuevos o recurrentes, el hombre de la cámara va envejeciendo de una película a otra, hasta que el veinteañero del principio se vuelve un nonagenario al final. La transformación paulatina ha sido filmada, a retazos. Es un espectáculo inquietante, decisivo, conmovedor.

     

    Cuaderno de los sesenta. Escritos 1958-2010, Jonas Mekas, Caja Negra, 2017, 448 páginas, $26.500.

  76. Vida de perro

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    Flush, una biografía (1933) fue probablemente el libro más popular de Virginia Woolf (1882-1941) en la vida de su autora. Ella y su esposo, Leonard, lo publicaron en su propia editorial, Hogarth Press, la misma que años antes había divulgado en Inglaterra La tierra baldía de T. S. Eliot, pero que tuvo la mala fortuna de rechazar el Ulises de James Joyce por temor a la censura. La publicación de Flush resultó ser un acierto comercial: en sus primeros seis meses de circulación, se vendieron ni más ni menos que 19.000 copias y fue incluido en sendas listas de popularidad por el US Book of the Month Club y por la UK Book Society. Sin duda, este mismo éxito pudo incidir en la frialdad con que lo recibieron los críticos; la misma Woolf temía que su libro se considerara un bestseller sin mayor interés y escribió en su diario: “Flush saldrá el jueves y creo que estaré muy deprimida por el tipo de elogios. Dirán que es encantador, delicado, como una dama”. Temía, sobre todo, que la consideraran una autora sentimental, ya que su libro, como otros aparecidos desde fines del siglo XIX en Inglaterra, daba vida y voz a un animal doméstico: Flush, el perro de la poeta Elizabeth Barrett (1806-1861). Sin embargo, su obra se diferencia considerablemente de aquellos relatos que, con fines didácticos y moralizadores —como es el caso de un famoso texto victoriano, Black Beauty. Autobiography of a horse, de Anna Sewell (1877, traducida como Belleza negra, pero también como Azabache)—, impactarían al público por su empático y dulce tratamiento del tema animal. Lejos de eso, el libro de Virginia Woolf es un espacio de experimentación en el cual su autora se aleja de las figuras animales antropomorfizadas de las fábulas y, abandonando la voz y perspectiva humana característica de estas historias, incursiona realmente en el ámbito de la experiencia animal, en la vida sensorial y afectiva de un perro doméstico, un leal cocker spaniel, en tres escenarios bien diferenciados: el campo abierto de Three Mile Cross; el encierro en una habitación del barrio más lujoso de Londres, como compañero de una enferma, la poeta Elizabeth Barrett; y las luminosas calles de Pisa y Florencia, donde Flush acompaña a su ama tras fugarse del hogar paterno con el poeta Robert Browning. Sin embargo, a pesar de su tono irónico y proceder vanguardista, Flush parecía una obra realmente menor al lado de las grandes narraciones modernistas de su autora (como Las olas o La señora Dalloway) o de sus otros interesantes experimentos “biográficos” (la monumental Orlando). Tuvieron que pasar décadas para que Flush fuese leído con interés crítico, o para que se dimensionara su carácter experimental y anticipatorio.

    Los críticos de la época no podían imaginar hasta qué punto Virginia Woolf estaba en sintonía con la ciencia y la filosofía de su tiempo. Por los mismos años de la escritura de Flush, Konrad Lorenz, y antes que él, el biólogo y filósofo Jakob von Uexküll, comenzaban a sentar las bases de la etología (ciencia que estudia el comportamiento animal y sus interacciones con el entorno). En el caso de Uexküll, él abandonaba las nociones jerárquicas de la ciencia biológica clásica para introducir el concepto de umwelt, que señala la experiencia perceptiva de los animales en la relación con su medio, algo que observaba en toda la diversidad de la vida animal, sin distinción de formas “superiores” e “inferiores” de la misma. Su pensamiento incidió en la filosofía del siglo XX, particularmente en autores como Martin Heidegger o Gilles Deleuze, y evidentemente fue una de las primeras voces que dieron cuenta del antropocentrismo occidental y su ideología especista. Woolf, contemporánea suya, sostuvo también una mirada desarticuladora de esta jerarquía y, lejos de “humanizar” la experiencia de Flush, se interesa en describir la perspectiva inesperada y única del perro. En los pasajes más bellos de esta historia, Flush es el gran protagonista que corre libremente por un mundo de olores, sensaciones e instintos: “Flush salió a las calles de Florencia para disfrutar del éxtasis de los olores. Siguió su camino, olfateando, a través de calles principales y secundarias, de plazas y callejones. Se abrió camino de olor en olor: ásperos, suaves, oscuros, dorados. Entraba y salía, subía y bajaba. (…) Entró y salió, corriendo, siempre con la nariz en el suelo, bebiendo su esencia, o con la nariz en el aire, vibrando con el aroma. Durmió en un cálido parche de sol sobre una piedra, ¡cómo hacía este que la piedra apestara! Buscó un túnel de sombra, ¡qué ácida hacía la sombra que oliera la piedra! (…). Conocía Florencia en su suavidad marmórea y en su rugosidad arenosa y adoquinada. (…) Conocía Florencia como ningún ser humano la ha conocido jamás; como Ruskin y George Eliot nunca lo hicieron. Lo sabía como solo el tonto sabe. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió a la deformidad de las palabras”.

    Es sabido que Virginia Woolf, como Barrett, sufrió también de numerosas crisis de salud. Por su complicada historia familiar (ya adulta escribió a sus más íntimos sobre los abusos de su hermanastro mayor después de la muerte de su madre) es posible que empatizara con la vida de la poeta, a quien leyó críticamente.

    La ninfa de la calle Wimpole

    La presencia perruna es antigua en la literatura: desde el temible Cancerbero mitológico, las fábulas clásicas y el Cervantes del Coloquio de los perros, hasta libros más contemporáneos al de Woolf, como El llamado de la selva, de Jack London (1903), “Investigaciones de un perro”, de Franz Kafka, o la sátira política Corazón de perro, de Mijaíl Bulgakov (1925). Pero solo en las postrimerías del siglo XIX la literatura se volcó en el mundo de las relaciones domésticas e íntimas, en que los animales podían asumir un papel protagónico, al mismo tiempo que, como describe John Berger en su ensayo “Why Look at Animals?” (1980), se producía, con el arrebatador desarrollo del capitalismo en el siglo XIX, una paulatina desaparición de lo animal, que, según este crítico, incidiría desde entonces en un empobrecimiento de la experiencia humana. Un incipiente animalismo llevó a los escritores finiseculares a denunciar las distintas formas de explotación de los animales: la industrialización transformó la relación con ellos debido a la depredación en gran escala, tanto con miras al consumo alimenticio como a la satisfacción de los más diversos apetitos ornamentales.

    Elizabeth Barrett fue una poeta de la época victoriana que vivió en carne propia las grandes transformaciones de la sociedad inglesa en tiempos de la Revolución industrial. Como muchas mujeres de la élite de aquel tiempo, durante su juventud se vio prácticamente recluida en el hogar paterno debido a una enfermedad difusa que la afectaba con fuertes dolores de espalda; a causa de esta dolencia fue tratada durante años con morfina y otras drogas para el dolor. Sufrió también la melancolía del duelo; su madre murió en 1828 y en los años siguientes perdió a dos hermanos muy queridos. Su encuentro con Flush se produce en 1842, en medio de esta crisis, cuando la escritora Mary Russell Mitford se lo ofrece como un regalo, para que la acompañe y le dé alegría. Mitford sacrifica su propio amor por el perro (y la posibilidad de venderlo y mejorar la empobrecida situación de su familia) porque decide que Barrett y Flush “se merecen” uno al otro, y con este ánimo recorre el camino que va desde los campos de Three Mile Cross a la calle Wimpole (una de las más exclusivas de Londres), donde vive su querida amiga bajo la celosa mirada de un padre sobreprotector: “Así que un día, probablemente a comienzos del verano del año 1842, una curiosa pareja debió ser vista bajando por la calle Wimpole: una muy baja, robusta y anciana mujer, de rojo y brillante rostro y blanco y brillante pelo, la que llevaba, con una cadena, a un muy enérgico, inquisitivo y bien criado cachorro de cocker spaniel. Caminaron casi toda la calle hasta que se detuvieron ante el número 50 y, no sin un ligero azoramiento, la señorita Mitford tocó el timbre”. A partir de ese momento, el perro, que viene de gozar la libertad campesina, vivirá junto con Barrett la reclusión y represión corporal: “Controlar, suprimir y renunciar a los más violentos instintos de su naturaleza fue la primera lección de la Escuela de la Habitación”. Ni Flush ni Barrett tienen derecho al autogobierno: ambos viven sometidos a la ley patriarcal; su convivencia solidaria cuestiona los límites políticos y plantea una reflexión sobre el lenguaje que Flush no domina y que para la poeta es esencial, casi una forma de escape, como se verá.

    Es sabido que Virginia Woolf, como Barrett, sufrió también de numerosas crisis de salud. Por su complicada historia familiar (ya adulta escribió a sus más íntimos sobre los abusos de su hermanastro mayor después de la muerte de su madre) es posible que empatizara con la vida de la poeta, a quien leyó críticamente. Fue en los poemas y cartas de Barrett que halló la presencia sostenida de este compañero, al que la poeta dedicó dos poemas, “A Flush, mi perro” y “Flush o Fauno”. Woolf cita in extenso este último:

    ¿Ves a este perro? No fue sino ayer

    que yo cavilaba ignorando su presencia

    y los pensamientos me arrancaron una lágrima.

    Entonces, por la almohada en la que descansaba mi mejilla húmeda,

    una cabeza peluda como la de un fauno encontró su camino

    y repentinamente tuve contra mi cara —dorados y claros

    grandes ojos que sorprendieron a los míos

    una oreja caída golpeó mi mejilla, ¡para secarla!

    Primero me sorprendí como un árcade

    atónito por la visión de un dios cabrío a medialuz, en la arboleda

    pero a medida que la peluda presencia

    secaba mis lágrimas, reconocí a Flush y me repuse.

    Sorpresa y tristeza, agradecimiento al verdadero Pan,

    quien, a través de bajas criaturas, nos lleva a las alturas del amor.

    A pesar de los condicionamientos que obligan a la biografía a ceñirse a los documentos y datos históricos, la escritora defiende un margen de libertad, de manera que los biografiados no se conviertan en frías e insípidas efigies. Los hechos biográficos no son como los hechos de la ciencia, hay que reconocer en ellos su historicidad.

    El relato de Woolf toma cierta distancia respecto de la escritura de Barrett; no deja de ser irónico el modo en que reescribe este encuentro: “Entonces, de pronto, sintió una cabeza peluda contra la suya; unos ojos grandes y brillantes resplandecieron en los suyos, y se preguntó: ¿Era Flush o era Pan? ¿Había dejado de ser una inválida de la calle Wimpole y era ahora una ninfa griega en algún bosque sombrío de la Arcadia? ¿Era el propio Dios barbón el que presionaba sus labios contra los suyos? De pronto se transfiguraba: era una ninfa, y Flush era Pan. El sol abrasaba y el amor ardía. Pero imaginemos que Flush hubiera podido hablar: ¿no habría dicho en ese momento algo sensato sobre la plaga que sufrían las papas en Irlanda?”. Entre Woolf y Barrett hay varias décadas de distancia y se dejan sentir; Woolf pone en evidencia esta especie de bovarismo de la poeta, confrontando las alusiones exóticas y nostálgicas al mundo griego, con la verdadera condición en que se encuentran Barrett y su perro, recluidos y de espaldas al mundo: “La señorita Barrett no era una ninfa, sino una inválida; Flush no era un poeta, sino un cocker spaniel rojo y la calle Wimpole no era la Arcadia, sino la calle Wimpole”.

    Dos hechos vienen a movilizar el tiempo detenido en la mansión de los Barrett: primero, la aparición de un pretendiente de Elizabeth, el poeta Robert Browning; luego, el secuestro de Flush por parte de unos bandidos de Whitechapel, una de las zonas más sórdidas de Londres. La aparición del pretendiente se transforma, a los ojos de Flush, en la sospechosa y hasta cierto punto cómica intromisión de “un hombre con capa (…) un encapuchado que había pasado, como un ladrón”, quien hace llegar a las manos de Elizabeth una correspondencia desconocida hasta entonces en la virginal habitación: “Pero esa noche la carta no era la misma de siempre, Flush lo comprendió incluso antes de que ella abriera el sobre. Lo supo por la manera en la que la tomó, por las vueltas que le dio, por cómo miró la caligrafía vigorosa y desigual con la que estaba escrito su nombre. Lo supo por el temblor indescriptible en sus dedos, por la impetuosidad con que rasgaban la solapa, por la absorción con la que leía. La miró leer”. En cuanto al secuestro, es uno de los pasajes más interesantes del libro; literariamente, la narradora de la historia (quien a menudo interviene con comentarios irónicos sobre las clases sociales inglesas, o la condición de la mujer, entre otros temas) procura dar cuenta tanto de la perspectiva de Barrett como la del perro, cautivo de sus secuestradores y también de la decisión del padre de Barrett de no pagar el rescate por Flush. Este hecho está documentado en su correspondencia —aunque, en realidad, a Flush no lo secuestraron una, sino tres veces. Incluso Browning no estaba a favor del rescate, por lo que Barrett decide incursionar ella misma por los sucios callejones de Whitechapel, una travesía que la hará tomar conciencia de su lugar en la sociedad inglesa y de su estrecho mundo de reclusa: “Así que eso era lo que había más allá de la calle Wimpole. Esas caras, esas casas. Había visto más sentada en el taxi frente a esa taberna que en los cinco años que había estado en la habitación de atrás, en Wimpole (…). Ahí vivían mujeres como ella, solo que, mientras ella había estado tumbada en su sofá, leyendo y escribiendo, ellas vivían de esa manera”.

    Esta serie de acontecimientos desata la liberación de Elizabeth, quien escapa con Browning a Italia. Se casan, tienen un hijo. Y Flush recobra su libertad en las mediterráneas Pisa y Florencia. Para la crítica Anna Snaith, el contraste entre Inglaterra e Italia iría más allá de una lectura dicotómica —la oposición de una ciudad fría, movida por los intereses patriarcales, frente a ciudades mediterráneas, soleadas y maternales como Pisa y Florencia—, sino que develaría también una crítica de Woolf a su propio tiempo, al evocar una idealizada vida italiana de mediados del XIX, como una forma de resaltar, nostálgicamente, la diferencia con un presente oscuro y amenazador. El rechazo del racismo se evidencia también en la insistencia con que critica a instituciones como el Kennel Club, que por entonces regulaba los rígidos hábitos en torno a las razas caninas londinenses.

    La sola elección de Flush como protagonista ya rompía con la tradición biográfica, en un movimiento ya iniciado por su amigo Strachey en su parodia a las biografías victorianas.  Iría, sin embargo, más allá que él, al hacerse cargo de un sujeto inédito en el horizonte biográfico, lo que Anna Snaith ha llamado “la extrema versión de la vida que no deja trazas”.

    Una artista de la biografía

    Muchas son las posibles razones que pudo tener Woolf para optar por la perspectiva de Flush en este relato. Ya se ha dicho que detestaba la idea de que se la tomara por una autora de novelas sentimentales: quizá por eso evitó cuidadosamente el uso de la primera persona (el relato del propio Flush) y prefirió utilizar la voz de una narradora irónica, algo distante, que se focaliza en la percepción animal pero que por momentos acompaña también a Elizabeth, sobre todo durante el capítulo del secuestro. Por otra parte, la elección de la perspectiva canina pudo parecerle a Woolf una manera original de acercarse al por entonces bien conocido romance de los Browning-Barrett, ya que para Woolf un problema en la valoración de los textos literarios podía llegar a ser el crecimiento desmedido y romántico de sus autores. En el ensayo “Aurora Leigh”, sobre el homónimo poema épico de Barrett, Woolf ironiza sobre las conspicuas figuras que en vez de ser recordadas por su trabajo, lo serán por el moderno hábito de escribir memorias, publicar cartas y posar para las fotos. ¿Por qué no tomar distancia de la historia amorosa a través del humor y la crítica política? ¿Por qué no incursionar en uno de los géneros más androcéntricos (y evidentemente antropocéntricos) del canon occidental, con los ojos de un perro, para contar no solo la vida de una poeta, sino también la de un animal? ¿Por qué no poner punto final a la historia cuando muere el perro, y no el amo?

    Virginia Woolf no es cualquier biógrafa. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX se podría hablar de un triunvirato de autores que revolucionó la escritura biográfica: el primero fue Marcel Schwob, autor de Vidas imaginarias (1896), compendio de relatos que su autor acompañó de un prólogo señero, “El arte de la biografía”, donde defiende un tipo de narrativa biográfica centrada en el individuo y los detalles que hacen vívida su experiencia para el lector, con lo que reivindica los aspectos literarios e imaginativos de la biografía, antes que su faz histórica. El segundo de estos autores fue Lytton Strachey, cuyo libro Victorianos eminentes (1918) constituyó un verdadero giro de tuerca para la tradición biográfica anglosajona, tendiente a la erudición farragosa. Allí da vida a cuatro personajes de la época victoriana, el cardenal Manning, Florence Nightingale, Thomas Arnold y el general Gordon. Ninguno de ellos era un personaje de primera línea y los aborda con una brevedad e ironía teñida de crítica social, trastrocando las habituales jerarquías históricas. Y el tercer pilar de lo que se podría llamar la revolución biográfica lo ofrece Virginia Woolf, autora no solo de Flush, sino también de Orlando, una biografía (1928) —considerada habitualmente una novela, aunque inspirada en gran medida por quien fuera amante de la autora, la escritora Vita Sackville-West— y de Roger Fry: una biografía (1940), donde aborda la vida de su amigo, artista y crítico. A estos textos me parece que es importante sumar un ensayo vertebrador, titulado, como el de Schwob, “El arte de la biografía”, publicado póstumamente en 1942, en el que Woolf parte de preguntas similares a las que realizara Schwob: ¿es la biografía un arte? Le parece que se trata de un arte joven, reciente en la historia: “El interés por el propio yo, y por el yo de otros, es un desarrollo tardío de la mente humana”, escribe, y en los inicios de todo localiza el trabajo de autores como Samuel Johnson y James Boswell, precursores de la biografía propiamente literaria. A pesar de los condicionamientos que obligan a la biografía a ceñirse a los documentos y datos históricos, la escritora defiende un margen de libertad, de manera que los biografiados no se conviertan en frías e insípidas efigies. Los hechos biográficos no son como los hechos de la ciencia, hay que reconocer en ellos su historicidad. El biógrafo, argumenta Woolf, “debe adelantarse al resto de nosotros, como el canario del minero, para probar la atmósfera y detectar la falsedad, la irrealidad y la presencia de convenciones obsoletas” y debe entender que no hay una sola e inconmovible verdad biográfica. La respuesta, entonces, a la pregunta por el estatuto de la biografía es la que ofrece el arte, la literatura, la capacidad de especular sobre la subjetividad, que Woolf pone en acto en sus narraciones biográficas.

    La sola elección de Flush como protagonista ya rompía con la tradición biográfica, en un movimiento ya iniciado por su amigo Strachey en su parodia a las biografías victorianas.  Iría, sin embargo, más allá que él, al hacerse cargo de un sujeto inédito en el horizonte biográfico, lo que Anna Snaith ha llamado “la extrema versión de la vida que no deja trazas”. Una elección marginal de la que Woolf estaba muy consciente, como lo evidencia en una nota al pie de página que resulta particularmente esclarecedora. En ella, la narradora de Flush se refiere a la vida de Lily Wilson, doncella de Barrett: “La vida de Lily Wilson es extremadamente oscura y llora a gritos por los servicios de un biógrafo. Ningún humano en las cartas de los Browning, salvo por los principales, excita y desconcierta más nuestra curiosidad. Su nombre de pila era Lily, su apellido Wilson. Esto es todo lo que sabemos de su nacimiento y crianza. No se sabe si era la hija de un granjero de Hope End, y con la decencia y limpieza de su delantal dio una primera impresión tan favorable a la cocinera de la casa Barrett, excusándose antes de entrar en la habitación, que la designó doncella de la señorita Elizabeth, o si era una cockney, o si era de Escocia… es imposible saber”. La crítica al sojuzgamiento de género y clase se hace aun más evidente cuando Woolf especula sobre qué habría sido de Lily si no se hubiese ido con su patrona a Italia: “Y, entonces, ¿cuál podría haber sido su destino? Ya que la ficción inglesa de los cuarenta escasamente trata con las vidas de las sirvientas, y la biografía no ha bajado tanto sus focos, la pregunta seguirá siendo una pregunta”. Woolf se encarga de reconstruir lo que puede de esta vida, a partir de las escasas menciones que ofrecen los epistolarios de la familia Browning-Barrett. El tono, humorístico, deja entrever la crítica al mundo letrado y a las diferencias de clase. Es evidente su solidaridad con la casi anónima doncella, que con bravura acompañó a la poeta en su incursión por Whitechapel y aun más lejos: al dorado Mediterráneo.

    Woolf optó por contar desde una perspectiva aparentemente lateral la vida de una escritora, otro sujeto poco frecuentado por las biografías de entonces, predominantemente masculinas. En todo caso, para la crítica ha sido evidente, desde hace años, el gesto feminista de Woolf.

    La narradora de Woolf no es neutral, ya que casi nunca los biógrafos que hacen literatura a partir de la vida de sus biografiados, lo son. Hay algo de autobiografía en toda biografía, una suerte de empatía o de proyección, o bien, en algunos casos, un rechazo visceral que habla sobre el biógrafo. Además de abandonar la neutralidad, desestabiliza los mismos límites del género, al criticarlo desde dentro, haciendo del libro una suerte de “metabiografía”. Escribe David Herman que hay evidencia documental de que Woolf buscó intencionadamente parodiar algunos aspectos de la escritura de su amigo Lytton Strachey, como su tendencia a introducirse en los pensamientos de los biografiados, tensando así los límites entre lo referencial y lo ficcional. Su objetivo, plantea Herman, es desestabilizar “categorías genéricas, en particular la distinción entre escritura de vida y ficción”. Con excursos como el de Lily Wilson, Virginia Woolf buscó demoler la rigidez de un género que ya era una conspicua institución literaria en Inglaterra, arriesgando de este modo que se la considerara una autora “seria”. Escribe Anna Snaith que “la relativa ausencia de crítica sobre Flush demuestra la tenacidad de la reputación [de Woolf] como seria o intelectual, y de la reputación de Flush en tanto frivolidad: ambas no combinaban. En Flush, sin embargo, Woolf estaba […] jugando deliberadamente con la forma, observando los límites porosos entre los intereses de la alta cultura y la escritura popular”. Una ruptura que habría de ser cobrada con el silencio de los críticos de su tiempo.

    Distintas versiones de un mismo rostro

    En este relato, Woolf elige contar también la vida de Elizabeth Barrett. Como ella, amó a los perros y ellos la ayudaron a tender puentes de amistad con otras personas. Así ocurre en el caso de la relación con su hermana Vanessa, dueña de Shag. Gurth y Pinka la ayudaron además a aliviar sus crisis nerviosas; esta última fue un regalo de Vita-Sackville West y aparentemente fue el modelo para la creación de Flush (de hecho, es retratada en la primera portada del libro). Por lo demás, Woolf optó por contar desde una perspectiva aparentemente lateral la vida de una escritora, otro sujeto poco frecuentado por las biografías de entonces, predominantemente masculinas. En todo caso, para la crítica ha sido evidente, desde hace años, el gesto feminista de Woolf que, en esta “biografía” como en muchos de sus numerosos ensayos y novelas, denunciaba la discriminación de la que era objeto la mujer en Inglaterra. El empleo de la perspectiva animal ha sido visto, también, desde esta tienda ideológica, lo que no parece extraño si pensamos que la causa feminista actualmente dialoga en una gran diversidad de puntos con la cruzada animalista. Pero Flush no debe ser reducido a una alegoría del sometimiento femenino. Como todo gran texto, puede ser leído desde la intersección de diversas variables sociales, como la clase, el género y el extraordinario caso de anticipación literaria en que el perro y su amada Elizabeth —por momentos tan parecidos, por momentos tan ajenos— ofrecen una interesante y afectuosa historia de interacción entre las especies.

    Siempre vanguardista, Virginia Woolf intervino en el género biográfico provocando quiebres que quizá solo podemos dimensionar hoy. No tuvo reparos en transgredir los límites de ficción y realidad, imaginando para Flush y su dueña una intimidad y también subjetividades que transgredieron las convenciones sociales, para hallar, sobre todo en la última parte del libro, espacios de libertad. Ya lo dice ella misma en sus ensayos: el biógrafo “debe estar preparado para admitir versiones contradictorias de un mismo rostro”, hurgar con imaginación, sugerir, polemizar. No encasillar a sus personajes. Hacer que irradien vida, con todas las incongruencias y deslices que sean necesarios. Escribió, también, que con el tiempo aumentarían sus perspectivas, en tanto los biógrafos colgaran espejos “en rincones extraños”. No es otra cosa la que ella misma impulsa con esta historia, traducida por primera vez en Chile por la escritora Constanza Gutiérrez, quien ha buscado acercar su lenguaje a nosotros y darle fluidez a un relato que por sí mismo se presenta actual, irónico, incisivo. Una historia que nos hará descubrir que la vida de perro no tiene por qué ser abyecta, desesperanzada o terrible, y que por el contrario, puede ser vivida con lo que los humanos solemos llamar “dignidad”.

     

    Flush, una biografía, Virginia Woolf, Montacerdos, 2018, 137 páginas, $9.000.

     

  77. Las preguntas de Judith Butler

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    ¿Qué es la masculinidad? ¿Qué es la feminidad? Y quienes se consideran o son considerados fuera de esas categorías, ¿son reconocidos y valorados? ¿Qué ocurre cuando uno empieza a convertirse en alguien para el que no hay espacio dentro de las normas que rigen las nociones de sexo y género? Y estas últimas, ¿vienen dadas por la biología o tiene más peso la socialización? ¿Será la medicina, con sus intervenciones quirúrgicas y tratamientos hormonales, la que los defina? ¿Se expandirá la idea de humano para incluir a las más diversas formas de vivir la sexualidad?

    Estas son algunas de las preguntas que Judith Butler (Cleveland, 1956) viene planteando hace ya 30 años, desde que irrumpió con el libro Sujetos del deseo, para luego dar paso a El género en disputa y Cuerpos que importan. Son trabajos en los que se rastrean las huellas de los pensadores que más la han influenciado –Spinoza, De Beauvoir, Foucault, Lacan– y que defienden la noción de una identidad móvil, no determinada por la sexualidad ni el género ni la clase social ni la educación ni por la formación política. El individuo, para ella, viene a ser una compleja suma de deseos y pulsiones, y toda pretensión de clasificarlo en categorías rígidas solo se debe a la voluntad de crear una idea de orden, considerando que lo único que existiría son desplazamientos. “¡La vida no es la identidad!”, ha enfatizado Butler. “A menudo la identidad puede ser vital para enfrentar una situación de opresión, pero sería un error utilizarla para no afrontar la complejidad. No puedes saturar la vida con la identidad”.

    Además de representar una bocanada de aire fresco para el feminismo, los trabajos de Butler se constituyeron en piedras angulares para los estudios de género y la teoría queer, aunque es preciso afirmar que su pensamiento siempre ha sido insumiso. Butler, por ejemplo, no es una gran defensora del matrimonio gay, pues le parece que la institución misma no varía mayormente si se es heterosexual u homosexual. ¿No es el matrimonio –se pregunta– una forma de organizar la sexualidad? Y fiel a su estilo, más que circunscribir el debate prefiere abrir la cancha, sembrando nuevas interrogantes.

    De pelo muy corto, mirada chispeante y siempre vestida de negro, Butler también ha sido crítica con el feminismo que considera al hombre como opresor y a la mujer una víctima, pues para ella las mujeres deben generar un discurso más afirmativo para defender sus derechos en la actualidad, además de insistir en la desnaturalización de categorías universalizantes como “las mujeres” y “los hombres”. Para las comunidades transexuales e intersexuales sus intervenciones tampoco son del todo cómodas, pues advierte una y otra vez sobre los riesgos de entregarle a la medicina el poder de fijar el género.

    Además de representar una bocanada de aire fresco para el feminismo, los trabajos de Butler se constituyeron en piedras angulares para los estudios de género y la teoría queer, aunque es preciso afirmar que su pensamiento siempre ha sido insumiso.

    En el documental Filósofa en todo género, Butler cuenta que su infancia estuvo marcada por los estereotipos femeninos y masculinos que transmitían las películas de Hollywood, y que por cierto ella no encajaba en esos moldes. A los 14 años sintió que la palabra lesbiana era una suerte de estigma. Poco antes, del colegio mandaron a llamar a su madre porque temían que se convirtiera en “delincuente”. Le iba bien en las notas, pero se aburría y cuestionaba todo, al punto de que sus padres la sacaron para que siguiera cursos particulares con el rabino. Ella recuerda que fue un momento feliz, porque a él podía preguntarle lo que en verdad le interesaba, cosas como por qué a Spinoza lo expulsaron de la sinagoga o de qué manera se relacionan el triunfo del nazismo con la filosofía alemana.

    Su obra apunta a la identificación de normas que permitan a los grupos vulnerados –transexuales, migrantes, víctimas de la violencia– vivir en un mundo más amigable, menos violento. “Lo más importante –escribe en Deshacer el género– es cesar de legislar para todas estas vidas lo que es habitable solo para algunos y, de forma similar, abstenerse de proscribir para todas las vidas lo que es invivible para algunos”.

    Butler no restringe las preguntas sobre la sexualidad, el sexo y el género a aspectos que solamente atañen a las políticas del cuerpo y la intimidad, sino más bien las expande, motivando una reflexión acerca de la comunidad en la que queremos vivir. En este sentido, sus planteamientos se relacionan estrechamente con la justicia y con el devenir del mundo, con el paisaje mental y valórico que estamos construyendo para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  78. Las maldades de Richard H. Thaler

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    El último premio Nobel de Economía ha puesto de cabeza a sus colegas de la Escuela de Chicago al integrar la psicología para explicar aspectos del comportamiento humano que hasta hace poco eran considerados extraños. Según la “economía del comportamiento”, las personas no siempre deciden racionalmente, como piensan los economistas ortodoxos, sino que en ciertas circunstancias sus acciones se basan en “sesgos”, volviendo relativa cualquier predicción. Este modelo intenta dar un panorama más completo de la realidad, asumiendo la complejidad de la naturaleza humana e invitando a ver la economía no como una ciencia exacta e infalible.

    por sebastián edwards

    Según el sitio de la Universidad de Chicago, 29 académicos asociados con la casa de estudios (entre profesores, ex profesores y ex alumnos) han ganado el premio Nobel de Economía. Nada de mal para un galardón que se otorga desde hace tan solo 48 años. El último agraciado fue el profesor de la Booth School of Business Richard H. Thaler, quien lo ganó el 2017.

    Thaler es un economista poco habitual: heterodoxo, irónico, iconoclasta y combativo. Su contribución es haber combinado los principios de la psicología y la economía, para explicar aspectos del comportamiento humano que hasta hace poco eran considerados extraños, actitudes reñidas con la racionalidad, conductas aberrantes. Esta combinación de disciplinas recibió el nombre de “economía del comportamiento” (behavioral economics) y se ha transformado en un campo extremadamente popular entre académicos jóvenes.

    Muchos, en la misma universidad, piensan que Thaler no es un verdadero representante de la Escuela de Chicago. Incluso lo ven como un afuerino, un espía, una especie de caballo de Troya cuyo objetivo final sería destruir la rica tradición de Milton Friedman. Tanto es así que cuando la Academia Sueca anunció su premiación, varios de sus colegas hicieron rechinar los dientes. No por envidia (aunque, claro, algo de eso hubo), sino porque pensaron que la “marca” de la universidad, su reputación como baluarte y defensora del capitalismo, se veía comprometida. Y bueno, algo de eso también hay.

    Muchos, en la misma universidad, piensan que Thaler no es un verdadero representante de la Escuela de Chicago. Incluso lo ven como un afuerino, un espía, una especie de caballo de Troya cuyo objetivo final sería destruir la rica tradición de Milton Friedman.

    Los dos últimos libros de Thaler han tenido gran éxito. En el 2008 publicó Un pequeño empujón, con el entonces profesor de la Escuela de Derecho de Chicago, Cass Sunstein (actualmente en Harvard). En esta obra los autores argumentan que el comportamiento humano se caracteriza por una gran inercia: la gente se “queda pegada” en hábitos antiguos, muchos de los cuales son contraproducentes y resultan en malas decisiones. Por ello es recomendable que las autoridades les den un “empujoncito” que los ayude a moverse en la dirección correcta. No se trata de obligarlos a hacer algo que no quieran; solo indicarles que lo que están haciendo no es conveniente y señalarles el camino adecuado.

    Thaler y Sunstein se refieren a este enfoque como “paternalismo libertario”. Paternalismo porque una autoridad “iluminada” vela, como un padre, por el bienestar de la población. Libertario, porque cambiar de rutinas o comportamientos es completamente voluntario; se respeta la libertad. El presidente Barack Obama (amigo de Sunstein, de hecho fueron colegas en la Escuela de Derecho de Chicago) adoptó esta filosofía en su mandato.

    Ejemplos de políticas públicas basadas en las ideas de Thaler y Sunstein incluyen reglas que inducen a las personas a ahorrar más para su vejez e inscripciones automáticas en gimnasios y clases de ejercicios, para mejorar la salud de las personas. Ambas son actividades beneficiosas, pero por pura inercia casi nunca se emprenden, o se persiguen en forma parcial y tímida. La gente solo se embarca en ellas si reciben el impulso (empujón) del caso.

    Una pizca de psicología

    El libro más reciente de Thaler es Portarse mal, y en él cuenta lo difícil que fue introducir la idea de la “economía del comportamiento” en la academia norteamericana. El libro se lee a ratos como una novela policial o de espías, un cuento con villanos (casi todos economistas ortodoxos relacionados con Chicago) y héroes, casi siempre académicos jóvenes e idealistas que creen tener razón y están convencidos de que si perseveran podrán ampliar los márgenes del análisis económico.

    Como explica en el libro, Thaler no fue el primer cultor de este nuevo enfoque. Los líderes del movimiento fueron dos israelís, Daniel Kahneman y Amos Tversky, a quienes Thaler y otros mozos y mozas, se unieron con entusiasmo. Kahneman, de profesión psicólogo y profesor en Princeton, ganó el Nobel de Economía el 2002, y Tversky, quien enseñaba en Stanford, murió prematuramente en 1996, a los 59 años.

    Ejemplos de políticas públicas basadas en las ideas de Thaler y Sunstein incluyen reglas que inducen a las personas a ahorrar más para su vejez e inscripciones automáticas en gimnasios y clases de ejercicios, para mejorar la salud de las personas. Ambas son actividades beneficiosas, pero por pura inercia casi nunca se emprenden.

    Como Thaler explica en Portarse mal el punto de partida de este enfoque fue reconocer que había un cúmulo de comportamientos humanos que no eran explicados adecuadamente por el uso directo (y mecánico) de la teoría económica tradicional. Muchos individuos se comportaban de manera aparentemente irracional, es decir, se “portaban mal”. Un caso típico es no aprovechar ofertas de empleadores que son claramente provechosas, como el ejemplo dado más arriba: inscribirse gratis en un gimnasio. Otra actitud reñida con la ortodoxia es considerar costos ya incurridos (y por tanto irrelevantes) en la toma de una decisión; en teoría tradicional esto se llama “la irrelevancia de los costos hundidos”. Pero en la vida real la gente lo hace a cada rato. En el libro, Thaler da un ejemplo claro: el de una persona que pagó una cifra importante por entradas para un partido de básquetbol. Sin embargo, la noche del juego es una noche miserable, con una nevazón bíblica, con caminos peligrosos y un frío espantoso. La persona ya no quiere ir al juego, pero como pagó por las entradas decide hacerlo, “para no perder el dinero”.

    Lo que estos autores notaron es que estas aberraciones no eran aleatorias, sino que eran sistemáticas y seguían un patrón reconocible. Eran “sesgos” en el comportamiento, que respondían a características psicológicas de los individuos. El desafío, entonces, era desarrollar un enfoque sistemático que explicara estas desviaciones aparentemente irracionales; hacer un catálogo de ellas, y tratar de encontrar un hilo conductor. Poco a poco fueron etiquetando los diversos sesgos. A los ortodoxos, cuenta Thaler, esto no les gustó nada. Para ellos (o para su versión más caricaturesca), los seres humanos actúan en forma completamente racional, como si en cada momento estuvieran maximizando una “función de utilidad”, y considerando todos los ángulos económicos de cada elección. Las decisiones aparentemente aberrantes no lo son, una vez que uno piensa con más dedicación y aplica el enfoque tradicional en forma cuidadosa.

    Entre las ideas novedosas y pioneras de Thaler (ideas que, como se dijo, de una manera u otra contradicen a la ortodoxia) se encuentra lo que él llama el “efecto propiedad”. Según este principio, la gente tiene apego a las cosas que posee y les asigna un valor mayor del que tienen, incluso mayor que su valor de reposición. Thaler y sus colegas han determinado este comportamiento por medio de experimentos simples: les regalan a algunos estudiantes un tazón con el emblema de la universidad. Se les informa que en la tienda de la institución se venden por 10 dólares. Luego les ofrecen comprárselos de vuelta en $12. De aceptar la transacción el estudiante ganaría un 20%, ya que con los 12 dólares puede comprar otro tazón idéntico y quedarse con $2. Pero casi ninguno quiere hacerlo. Y eso es “irracional”, según los teoremas centrales de la teoría del consumidor clásica.

    Otro sesgo es el llamado del statu quo. A la mayoría de la gente no le gusta cambiar; evita lo nuevo, aun cuando es conveniente innovar. Por ejemplo, un enorme porcentaje de personas no cambia al beneficiario de su póliza de seguros luego de divorciarse, aun en casos en que el divorcio ha sido muy disputado. Este principio ha sido usado en políticas públicas. La idea es establecer la opción más conveniente (ya sea desde el punto de vista personal o social) como la “opción por defecto”, o la alternativa que se va a seguir si el individuo decide mantener la pasividad y no tomar ninguna acción. Por ejemplo, y como se dijo más arriba, muchas compañías automáticamente les descuentan un dinero a los empleados para ponerlos en cuentas de ahorro. Si no desean hacer esa contribución a su cuenta individual, el empleado puede “desanotarse”, pero si no hace nada y mantiene el statu quo, seguirá ahorrando.

    Thaler, Gary Becker y la ortodoxia

    La mejor manera de apreciar las contribuciones de Thaler y sus colegas, y de entender por qué generan tantos anticuerpos entre los economistas tradicionales, es analizando el pensamiento de Gary Becker, también profesor de Chicago y premio Nobel, considerado uno de los mejores y más originales exponentes del pensamiento clásico.

    Entre las ideas novedosas y pioneras de Thaler (ideas que, como se dijo, de una manera u otra contradicen a la ortodoxia) se encuentra lo que él llama el “efecto propiedad”. Según este principio, la gente tiene apego a las cosas que posee y les asigna un valor mayor del que tienen, incluso mayor que su valor de reposición.

    En el año 1976, Becker publicó un libro que revolucionó las ciencias sociales: The Economic Approach to Human Behavior. Si bien se trataba de una colección de artículos, el hecho de que fueran recolectados entre dos cubiertas de cartón permitió a una serie de académicos analizar en forma exhaustiva su pensamiento.

    Este libro, más que ningún otro texto, ha sido responsable de que académicos en otras disciplinas acusen a los economistas de un imperialismo rampante, de un deseo por abarcar todos los temas, y todos los problemas de la sociedad. El libro se pregunta cuáles son los “límites de la disciplina económica”. Y lo que Becker argumenta es muy simple: la economía como ciencia prácticamente no tiene límites.

    Según Becker, la economía (en su versión clásica) es una disciplina útil para analizar en forma fructífera prácticamente todos los problemas sociales, incluso aquellos que tradicionalmente fueron considerados alejados de su órbita. En los artículos recopilados en el libro, Becker usa las herramientas del enfoque económico para analizar en forma precisa y elegante problemas relacionados con la discriminación racial, las decisiones políticas en un sistema democrático, el crimen y el castigo, comportamientos irracionales, fertilidad, “calidad” y “cantidad” de hijos, teoría del matrimonio, teoría de las interacciones sociales y análisis del altruismo y el egoísmo por medio de la simbiosis entre la economía y la sociobiología.

    En el capítulo introductorio, Becker aclara que lo suyo no es normativo, es decir, no pretende cambiar las políticas públicas, ni abogar por un sistema de organización social por encima del otro. Lo que busca, precisa, es un enfoque “positivo”, que le permita explicar o dar cuenta de distintos comportamientos de los seres humanos en sociedad. Esta es una diferencia importante entre Becker y Thaler. Para el último las políticas públicas son de gran interés; lo que le interesa es usar su enfoque para alterarlas o para ofrecer opciones a las políticas tradicionales.

    La mía fue la primera promoción de estudiantes del doctorado en Chicago (1977-78) que tuvo que leer este libro en el curso de teoría de precios, enseñado por el propio Becker. A estas alturas, cuando ya han pasado 40 años desde su publicación, es difícil imaginarse el impacto que tuvo en nosotros. Estábamos tan fascinados como escandalizados. Recuerdo como si fuera hoy cuando Becker habló sobre fertilidad: “En general los padres aman a sus hijos; los disfrutan, gozan viéndolos crecer. Pero esa satisfacción y goce no son instantáneos. Se van dando de a poco, a través del tiempo. Primero uno decide tenerlos, luego nacen, y de ahí en adelante, en forma lenta, uno los disfruta”.

    Hizo una pausa, nos miró con detención y sonrió. Luego agregó: “Bueno, los hijos también se sufren, pero eso es fácil de incluir en el modelo matemático sobre la fertilidad; el sufrimiento es, simplemente, un goce negativo”.

    Enseguida prosiguió: “En ese sentido, los hijos son como un bien durable, como un bien blanco, como un bien que uno compra en una tienda de almacenes un día cualquiera, y cuyos servicios uno va apreciando y disfrutando lentamente a través de la vida; los hijos son como un televisor, como una máquina de cortar el pasto, como una lavadora de platos”.

     

    Richard Thaler, último ganador del Nobel de Economía. Fotografía: Bengt Nyman, 2017.

     

    Aquí el profesor hizo una pausa, y si mi memoria no me traiciona, se mesó los cabellos y esbozó una sonrisa un tanto irónica. Continuó: “Entonces, al analizar el tema de la fertilidad tenemos que decidir, como cientistas sociales, si vamos a considerar a los hijos como un refrigerador o como una lavadora”.

    Al escucharlo me dio un ataque de risa, el que tuve que reprimir al darme cuenta de que Becker hablaba con absoluta seriedad. Pensé entonces en mi hija Magdalena, de tan solo siete meses, y traté de decidir si era más parecida a un refrigerador o a una lavadora.

    En el trimestre de invierno de 1978, Becker también disertó sobre el enfoque económico del suicidio. Muchos de nosotros nos sentimos perturbados. Esta reacción se vio amplificada cuando alumnos de cursos superiores nos informaron que su primera esposa se había quitado la vida hacía un par de años. Becker escribe en su libro: “Hasta cierto punto… la mayoría (si no todas) las muertes son un ‘suicidio’ en el sentido de que podrían haberse postergado si más recursos se hubiesen invertido en alargar la vida”.

    Al final, el “enfoque económico” de Becker es relativamente simple. Argumenta que todas las actividades, incluso aquellas que no están sujetas a mercados formales, tienen una función de demanda de parte de los individuos. Y con esta función de demanda aparecen “precios” (implícitos o explícitos) que están íntimamente asociados con esta. Si el mercado formal existe, ese precio será explícito y podrá ser visto por todos los que participan en él. Pero, dice Becker, cuando el mercado formal no existe, aún existirá un precio, o “precio sombra”, que determina el volumen o cantidad demandada de la actividad o bien en cuestión. Por ejemplo, si el precio del suicidio es bajo, habrá un número elevado de suicidios. Por el contrario, si el precio de suicidarse es alto, el número de estos será reducido.

    El corolario de este principio es tan sencillo como poderoso: si como sociedad queremos aumentar el nivel de cierta actividad (por ejemplo, la lectura entre los niños), todo lo que hay que hacer es descubrir algún procedimiento para reducir su precio sombra. Darles dinero en efectivo a los niños sería una manera de reducir el precio de la lectura y aumentar su cantidad demandada (este enfoque ha sido criticado, entre otros, por el filósofo Michael Sandel). Pero hay, desde luego, otras maneras de reducir este precio. Por ejemplo, los libros pueden tener ilustraciones o estar publicados en formatos atractivos o tener tipografías más grandes.

    La gran diferencia entre Thaler y los clásicos es que para estos últimos no es necesario recurrir a “sesgos” para mejorar el poder explicativo de la teoría económica. Todo lo que hay que hacer es esforzarse más y ser más creativos al introducir mejoras a la teoría.

    De la misma manera se puede pensar con respecto a las elecciones en un sistema democrático. Becker en ningún momento argumentaría que los votos debieran ser sujetos a la mercantilización, y ser comprados y vendidos. Pero lo que sí diría es lo siguiente: si un país está preocupado porque muy poca gente acude a las urnas, debe implementar políticas que reduzcan el “precio sombra” de votar. Esto puede hacerse por medio de la implementación del voto electrónico, el voto a distancia, el voto por correo, el voto por internet o el voto anticipado. En los países donde estas medidas han sido implementadas, la participación electoral ha aumentado fuertemente, tal como lo hubiera previsto Becker.

    La gran diferencia entre Thaler y los clásicos es que para estos últimos no es necesario recurrir a “sesgos” para mejorar el poder explicativo de la teoría económica. Todo lo que hay que hacer es esforzarse más y ser más creativos al introducir mejoras a la teoría. Para Becker y sus colegas de Chicago, George Stigler y Ronald Coase (ambos ganadores del Nobel), la introducción de dos conceptos clave es esencial: la existencia de “información incompleta” y los “costos de transacción”. Con ellos, argumentan, es posible explicar cuestiones como el “efecto manada” y otras actuaciones que, en la superficie, parecen irracionales. Ejemplo: estoy de vacaciones y no conozco la calidad de los restaurantes en el pueblito italiano en el que me encuentro. ¿Cómo decido a cuál ir? Podría hacer una larga investigación por internet, pero los costos (de transacción) de hacerlo serían muy elevados. Sigo entonces a los grupos y elijo el restaurante con más público, bajo el supuesto de que esa gente sabe lo que hace y dónde la comida es más rica. He actuado como una oveja en una manada, pero lo que hice es perfectamente racional.

    Detrás de este debate hay una discusión metodológica. La tradición económica –desde J. Neville Keynes (padre de Maynard) hasta Milton Friedman, pasando por Herbert Simon– dice que los modelos teóricos deben ser parsimoniosos, estar basados en un número limitado de supuestos muy generales y simples. Por ejemplo, suponer que los individuos buscan maximizar su felicidad, lo que hacen sujetos a una serie de restricciones (el día tiene 24 horas). Como estos son modelos (y no “la realidad”), no tienen que ser perfectos o absolutamente precisos. Tampoco completamente “realistas”. Desde luego, ningún individuo anda con una calculadora midiendo los efectos de sus acciones sobre su felicidad. Basta con que actúen “como si” lo hicieran, y que este supuesto produzca buenas (aunque no necesariamente perfectas) predicciones.

    Según los críticos, una de las características de la “economía del comportamiento” es que plantea teorías que van perdiendo la parsimonia. Hay una multitud de principios, excepciones y “sesgos” que se van sumando para explicar mejor la realidad. Al final, dicen los escépticos, se podría llegar a una situación límite, en la que habría tantos sesgos como personas. Cada uno de ellos explicaría las peculiaridades de cada individuo. El poder predictivo de este sistema sería enorme, pero su utilidad casi cero.

    Desde luego, Thaler y los partidarios de la “economía del comportamiento” nunca han pensado llegar tan lejos. Son los primeros en estar de acuerdo en que esa idea de sesgos ilimitados es una tontería. Su objetivo es incorporar un número limitado de sesgos, aquellos que son útiles para entender por qué la gente hace lo que hace y qué se puede hacer para alterar ese comportamiento. Al final, comparan los costos y los beneficios de agregar un sesgo adicional al catálogo. Y, claro, esa manera de pensar es totalmente compatible con el enfoque económico clásico.

     

    Portarse mal, Richard H. Thaler, Paidós, 2018, 528 páginas, $17.900.

  79. Cultura, modernidad y progreso

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    “El papel de la cultura es morder la mano que le da de comer”, afirma Terry Eagleton en Cultura. Una fuerza peligrosa, su último libro reseñado por Marcelo Somarriva en esta misma revista. Con esa sentencia, el filósofo y crítico literario británico busca recuperar el sentido original de la noción moderna de cultura que aparece en Europa durante el siglo XVIII. En paralelo al desarrollo de un acelerado proceso industrializador, el concepto de cultura habría emergido como la crítica de una modernidad que se impone con crudeza. La mecanización, la ruptura de los vínculos tradicionales o las nuevas formas de pobreza configuraron de a poco un cuadro que esta nueva categoría intentó problematizar. “Una sociedad inorgánica ha mutilado nuestra humanidad común, mientras que los modos mecanicistas del pensamiento han expulsado al exilio a la imaginación creativa”, sostiene. Con esas palabras, el autor sintetiza el lamento del “romanticismo”, una de las primeras expresiones de esta cultura temerosa ante los efectos de una modernidad que no parece ser solamente progreso.

    A propósito de la ola feminista que agita a Chile, el escritor ha mostrado su temor frente a la posibilidad de que el género, tal como la cultura, se convierta en la encarnación perfecta de la exclusión, ocultando que la clase sigue siendo el principal mecanismo de subordinación y opresión, al menos en América Latina.

    Eagleton se embarca en una revisión histórica del concepto de cultura con el objetivo de devolverlo al lugar que le corresponde. Llega a esta conclusión como resultado de su distanciamiento respecto del espíritu que hoy, a su juicio, domina en el mundo académico europeo, y especialmente en el británico. Se trata de la creciente influencia alcanzada por los llamados estudios culturales, que habrían ido permeando a la sociedad con una interpretación de la realidad donde la cultura se vuelve la categoría absoluta para dar cuenta de los fenómenos sociales. Herederos del pensamiento posmoderno, los estudios culturales han radicalizado el rechazo a todo lo “puramente dado”, ensalzando acríticamente las “virtudes de la marginalidad” y acusando un “universalismo espurio” en cualquier forma de unidad o reconocimiento de un “terreno común”, fenómeno que solo escondería nuevas formas de dominación.

    Hay algo anterior a la cultura, dice Eagleton, fiel al marxismo con el cual se identifica: las condiciones materiales que hacen posible su existencia. El autor insiste en la urgencia de recordar esto, pues lo que él denomina la doctrina del culturalismo ⎼algo así como la consolidación del posmodernismo en cuanto interpretación hegemónica de la realidad⎼ habría hecho de la cultura un “nuevo fundamento”. La consecuencia de ello, dice el británico, es que la cultura se termina convirtiendo en un ámbito bajo el cual, por riesgo de esencialismo o totalitarismo, “no podemos escudriñar”. De manera camuflada, se renuncia así al aspecto más constitutivo del pensamiento moderno (y de la misma cultura), a ojos de Eagleton: la crítica.

    En paralelo a este proceso, continúa Eagleton, se despliega otro que, a primera vista, parece contradictorio. Ocurre que, al mismo tiempo que la cultura es absolutizada en el campo intelectual, esta se vuelve inocua y pierde las garras que la caracterizaron en sus inicios frente a un capitalismo tardío que la incorpora exitosamente en su estructura. La “industria cultural”, tremenda y peligrosamente inclusiva, ha logrado cooptar a la cultura para simplemente hacerla parte de la reproducción de sus propios mecanismos de exclusión, perdiendo así su potencial crítico original y la supuesta radicalidad atribuida por los posmodernos. “La sociedad capitalista relega a sectores enteros de su ciudadanía al vertedero, pero muestra una delicadeza exquisita para no ofender sus convicciones”, afirma con ironía el británico. Su propósito es cuestionar una corrección política deudora del multiculturalismo a la que le basta tan solo la constatación discursiva y lingüística del valor de lo diverso para calmar su indignación.

    La cultura parece revelar un horizonte para formular la crítica de los diversos e inconclusos procesos de modernización; una herramienta reflexiva “curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo”, como la definiera el mismo Paz.

    Desde nuestras latitudes, hacen eco de esta idea los planteamientos de Rafael Gumucio, desplegados en su epistolario con Javiera Arce en The Clinic. A propósito de la ola feminista que agita a Chile, el escritor ha mostrado su temor frente a la posibilidad de que el género, tal como la cultura, se convierta en la encarnación perfecta de la exclusión, ocultando que la clase sigue siendo el principal mecanismo de subordinación y opresión, al menos en América Latina. Ante este temor, se pregunta: “¿No será que el capitalismo, que todo lo sobrevive, ha conseguido separarse del patriarcado que como una carcasa vieja, ya no necesita?”.

    Volviendo a Eagleton, tras lo que podría parecer un avance hacia una sociedad definitivamente liberada, quizás se esconde el hecho ­de que seguimos habitando un mundo tremendamente injusto. El escritor chileno profundiza más en esta idea en el último número de esta revista, al afirmar que “la victoria del liberalismo” parece residir en la capacidad de “convertir la revolución permanente en una sucursal más del orden establecido”. Y logra esa estrategia con eficacia gracias a la consolidación de lo que el autor de Cultura llama, en un tono muy similar al de Gumucio, un capitalismo “estetizado”.

    El cuestionamiento de Eagleton a la influencia alcanzada por el concepto de cultura es potente a la hora de identificar sus implicancias. Sin embargo, parece menos convincente al explicar las causas de una hegemonía intelectual cuya efectiva radicalización no es arbitraria. El protagonismo de la cultura es relativamente nuevo, pues constituyó una preocupación poco dominante en las ciencias sociales del siglo XX. Fue recién en los años 70 que el llamado giro lingüístico comenzó a desplazar la mirada hacia el estudio del lenguaje y la cultura, problematizando el paradigma interpretativo que había marcado la lectura del desarrollo histórico moderno. La idea era pasar de la universalidad a la singularidad: los procesos históricos del “primer mundo”, así como las categorías que intentaban explicarlo, no ofrecían un modelo que los demás países reproducirían sucesiva e inevitablemente. Era necesario, entonces, articular un nuevo enfoque que permitiera dar cuenta de trayectorias diversas y complejas, sin reducirlas a versiones fracasadas de los recorridos seguidos por Europa y Estados Unidos. Con independencia de lo que haya ocurrido después en las distintas ramas derivadas de este giro (y que está en la raíz de los estudios culturales criticados por Eagleton), su demanda fue fundamental para evidenciar los límites de lo que algunos autores llamaron el modelo “racional-iluminista”, renovando y enriqueciendo de este modo la comprensión de las historias del “tercer mundo” a partir, justamente, de la reivindicación de la cultura.

    La revisión del pensamiento de intelectuales que realiza Eagleton (desde Edmund Burke, pasando por Raymond Williams y Herder, para terminar en Óscar Wilde), da cuenta de su esfuerzo por mostrar figuras que, siendo de muy diverso signo político y con trayectorias divergentes, se ubicaron del lado de la cultura para problematizar los paradigmas establecidos de lo correcto y de lo moderno.

    En su emblemático Crítica de la pirámide (1970), Octavio Paz se hizo parte de esta reivindicación, aludiendo a la insuficiencia explicativa de las ciencias sociales latinoamericanas: “Los economistas y los sociólogos ven las diferencias entre la sociedad tradicional y la moderna como una oposición entre desarrollo y subdesarrollo: las disparidades entre los dos Méxicos son de orden cuantitativo y el problema se reduce a determinar si la mitad desarrollada podrá o no absorber a la subdesarrollada detrás de esas cifras”. Al hablar de los dos Méxicos, el autor intentaba mostrar que detrás de esas cifras abstractas se escondía una realidad latente que no lograba ser evidenciada por las categorías disponibles, incapaces de salir de una distinción que solo establecía jerarquías. El problema se derivaba del hecho de que tanto las categorías utilizadas, como las cifras difundidas, respondían a criterios técnicos impuestos por el modelo al que se aspiraba: índices de pobreza, calidad de vida, desarrollo institucional, expansión de la educación y así, suma y sigue. Se trataba de una serie de indicadores para evaluar todo lo que nos faltaba, en lugar de una reflexión que identificara aquello que nuestra tradición e historia efectivamente tenían y encarnaban. Estudiar la cultura, el “verdadero pasado”, la realidad simbólica de la sociedad latinoamericana era para Paz –y buena parte de la tradición ensayista de la región– el camino para salvar esa insuficiencia en la comprensión de “actitudes” y “estructuras inconscientes” que, “lejos de ser supervivencias de un mundo extinto, son pervivencias constitutivas de nuestra cultura contemporánea”. La convocatoria es aquí, entonces, casi opuesta a la de Eagleton: más que devolver la cultura a su lugar, se trataba de que nosotros volviéramos a ella.

    Lo curioso es que el ejercicio de recuperación se basa en las mismas razones que el británico esgrime en su revisión del concepto: la cultura parece revelar un horizonte para formular la crítica de los diversos e inconclusos procesos de modernización; una herramienta reflexiva “curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo”, como la definiera el mismo Paz.

    ¿Cómo hacer dialogar estas dos perspectivas, a primera vista contradictorias? ¿Logra la reflexión de Eagleton trascender las fronteras de la isla británica? ¿Ha quedado obsoleta la propuesta de autores como Paz, frente a una cultura que no solo se volvió hegemónica, sino que en ese camino habría perdido además su principal recurso? ¿Es, finalmente, la misma definición de cultura la que Eagleton quiere devolver a su lugar y Paz quiere resaltar?

    Estas preguntas son importantes para entender la propuesta de los autores, pero también para identificar su aporte como argumentos para comprender nuestra propia realidad.

    Fracasamos en encontrar el camino al desarrollo no tanto porque erramos en la aplicación de los mecanismos adecuados, sino porque no queremos mirar nuestra historia de frente.

    Después de todo, ambos comparten una clave fundamental: ven en la cultura un ámbito privilegiado desde el cual articular su crítica a la modernidad; ella pareciera mostrarse como un horizonte autónomo de referencias donde se evidencian los puntos ciegos, fracasos, límites e ilusiones de un proyecto que tiende a olvidar que, a pesar de sus enormes avances, no encarna el progreso definitivo, ni menos un modelo de desarrollo para todos. La revisión del pensamiento de intelectuales que realiza Eagleton (desde Edmund Burke, pasando por Raymond Williams y Herder, para terminar en Óscar Wilde), da cuenta de su esfuerzo por mostrar figuras que, siendo de muy diverso signo político y con trayectorias divergentes, se ubicaron del lado de la cultura para problematizar los paradigmas establecidos de lo correcto y de lo moderno. Paz, por su parte, se esfuerza por reconstruir la historia oculta de México, aquella que no se revela en números ni estadísticas, sino que permanece en los símbolos y estratos inconscientes de una comunidad que solo ahí podrá acceder al significado –siempre parcial y fragmentario– de su historia. Al recuperar esa trama, el mexicano de alguna manera busca invertir la lógica explicativa del análisis técnico predominante en la ciencia social latinoamericana. Fracasamos en encontrar el camino al desarrollo no tanto porque erramos en la aplicación de los mecanismos adecuados, sino porque no queremos mirar nuestra historia de frente. Ella guarda una valoración particular y diferente de la realidad que, si constatáramos, nos veríamos obligados a problematizar el recorrido que necesariamente sigue la modernidad en cada rincón del mundo.

    Ahora bien, esta afirmación compartida entre Eagleton y Paz difiere a la hora de especificar la cultura que cada uno intenta reivindicar. Aunque el británico se esfuerza por formular una definición amplia del concepto, termina apuntando exclusivamente a aquella cultura que se desarrolla en el campo de la reflexión intelectual. Eso explica, por ejemplo, que los protagonistas de su texto sean figuras emblemáticas del mundo del arte, las letras y la política. Podría decirse entonces que eso que intenta devolver a su lugar no es tanto la cultura, como los estudios culturales que hoy lideran esa reflexión y que han ido dejando de lado los problemas centrales que enfrenta la humanidad. A juicio de Eagleton, el hambre, la guerra, los genocidios y los desastres ecológicos no tienen sus causas originarias en cuestiones culturales, por lo que es preciso trasladar la discusión, el análisis y la acción al plano que mejor dé cuenta de ellos. Para el británico, ese plano pareciera ser el de la política y el poder. En el caso de Paz –y de la tradición ensayista a la que pertenece–, la cultura se vincula con los actores históricos concretos y no interesa tanto disputar quién debe llevar la vanguardia del análisis social –o dónde debe residir–, como recordar a los protagonistas de esos mismos análisis. De este modo, la crítica de la modernidad tiene que formularse desde el lado de la cultura, pues en ella se pone de manifiesto no una teoría, sino una experiencia: las prácticas cotidianas de la gente común y corriente que evidencian todo lo que el proceso modernizador no alcanza a abarcar, transformar, ni comprender.

    A juicio de Eagleton, el hambre, la guerra, los genocidios y los desastres ecológicos no tienen sus causas originarias en cuestiones culturales, por lo que es preciso trasladar la discusión, el análisis y la acción al plano que mejor dé cuenta de ellos. Para el británico, ese plano pareciera ser el de la política y el poder.

    Esta comparación entre Eagleton y Paz tiene el objetivo de ayudar a precisar el cuestionamiento del primero al multiculturalismo que hoy dominaría en la academia británica (y cuyos destellos tocan de cuando en cuando la realidad local). Ocurre que, por más que el autor inglés se distancie y problematice la doctrina de los estudios culturales, permanece situado en el mismo paradigma interpretativo. El estatus que otorga a la reflexión intelectual y a su capacidad para interpelar al poder político terminan por circunscribir a la cultura al ámbito de la denuncia de la dominación. La cultura se vuelve así, por sobre todo, discurso e instrumento de la disputa y del conflicto político. La doctrina culturalista no está demasiado lejos de esta comprensión, solo que la ha radicalizado. Esta tiranía de la cultura no se traduce en una preocupación por comprender las trayectorias históricas particulares, sino en un relativismo al que le interesa desechar definitivamente cualquier asomo de tesis universalista. La cultura que se rescata termina siendo instrumental a la denuncia, sin que exista algo relevante que afirmar en sí mismo.

    La aproximación de Paz, en cambio, sitúa a la cultura en un ámbito más amplio que el de la exclusiva contestación (que no es otro que el espacio del poder). Esto, porque entiende a la cultura como algo anterior a su formulación discursiva o reflexiva. Se trata de una noción que remite al campo de la experiencia de primer orden que, siendo particular, es también universal a la condición humana: el ser persona. La cultura es, así, un espacio donde la referencia central no es un modelo o un sistema (tampoco un argumento), sino un punto de vista –un protagonista– a partir del cual se observa toda la realidad. Así comprendida, ella constituye por cierto una instancia de interpelación al poder, pero no se limita a ello. Es también el espacio de la participación, del encuentro, de la pertenencia, del reconocimiento; prueba de que la vida no se reduce a la experiencia de la dominación sino también a la de la donación y la gratuidad. Y en ninguna de estas dimensiones deja de ser la cultura ocasión de crítica de la modernidad: su articulación no tiene tanto que ver con un discurso como con la afirmación efectiva de un ámbito irreductible a cualquier ordenamiento social.

    El contrapunto entre Eagleton y Paz muestra que el problema no es que hoy día estemos demasiado invadidos por la cultura, sino que se ha instalado una definición restringida (¿quizás elitista?) de la misma. Para que la cultura recupere su potencial crítico, más que devolverla a su lugar o afirmar sus límites, hay que liberarla de una definición dependiente del poder, de manera que se reconozcan los diversos actores y plataformas desde la cual ella se articula y revela (y que ni el multiculturalismo ni Eagleton logran posicionar). No solo el discurso erudito es capaz de oponer alternativas y problematizar el decurso del progreso: también pueden hacerlo el obrero, el campesino, la mujer pobre que sostiene una familia, los fieles que asisten a una procesión en pleno siglo XXI o que llenan el Santuario de Guadalupe cada día del año. Su trayectoria vital y su experiencia desafían a la modernidad y la enfrentan a un horizonte alternativo de referencias donde se manifiestan no solo sus tensiones y límites, sino también –y sobre todo– sus posibilidades. A esa cultura, al menos, no hay que temerle. Y volver sobre ella puede puede ser una garantía fundamental para que los modelos y programas no se agoten en sus propias categorías, pudiendo siempre volver a la realidad y a los protagonistas que, en principio, orientan sus más nobles aspiraciones.

  80. Rafael Gumucio: “Ir donde Nicanor Parra era un ejercicio de humildad”

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    Este martes al atardecer, frente a un auditorio absolutamente repleto, se realizó en la Biblioteca de la Universidad Diego Portales el lanzamiento de Nicanor Parra, rey y mendigo, el nuevo libro de Rafael Gumucio, en el que el autor de Memorias prematuras repasa la vida del antipoeta, usando como eje la relación de amistad que tuvo con el escritor.

    Carlos Peña, Adriana Valdés y Raúl Zurita, acompañados por el propio Gumucio, fueron los encargados de presentar la obra. “Al revés de lo que suelen ser las biografías, que disfrazan sus incertidumbres con abundantes fuentes, este libro echa mano al recuerdo de los encuentros con Nicanor Parra, para desde ellos, y a partir de algún detalle que asoma por aquí y por allá, retroceder a los días felices, a Río Cautín, Lautaro, Villa Alegre, al año 1927”, comenzó diciendo Carlos Peña. “No se trata pues en este libro solo de Nicanor Parra y de su trayectoria vital de dimensiones casi bíblicas, sino que se trata de Nicanor Parra visto al trasluz de una amistad con Rafael Gumucio”, agregó.

    Esa amistad inspiradora del relato tiene para Peña una naturaleza muy particular: “Rafael Gumucio aparece en estas páginas intrigado por la figura de Nicanor Parra e interpelado por ella, como si creyera que Parra oculta el secreto de la escritura y de la vocación de escribir, ese secreto que si lo atrapara, cree Gumucio, le permitiría no comprender a Parra sino más bien comprenderse a sí mismo”.

    Las intervenciones de los tres presentadores coincidieron en tratar las complejidades que encierra el género biográfico, abriendo un diálogo que no solo giró en torno a la figura de Nicanor Parra y la poesía, sino también alrededor de los avatares en los que se sume el escritor que intenta dar cuenta de una vida.

    Las intervenciones de los tres presentadores coincidieron en tratar las complejidades que encierra el género biográfico, abriendo un diálogo que no solo giró en torno a la figura de Nicanor Parra y la poesía, sino también alrededor de los avatares en los que se sume el escritor que intenta dar cuenta de una vida. “No es posible abrazar la realidad real” mediante la biografía y la memoria, opinó el rector de la Universidad Diego Portales. “Ambas son escrituras de ficción, escrituras que se despliegan al compás de la imaginación”.

    Raúl Zurita, para quien este libro es “el más ambicioso y universal” de Gumucio hasta la fecha, desarrolló una idea similar, diciendo que “aunque, como ‘Funes el memorioso’, registrásemos instante por instante todos los acontecimientos de una vida, incluyendo sus visiones, sus despropósitos, cada uno de sus sueños y pesadillas, una de las condiciones más duras que deben enfrentar quienes escriben es la constatación de una vía central que no está en la vida ni en las palabras sino en el infranqueable intersticio que separa a las palabras de la vida”. El autor de Anteparaíso, de hecho, centró su reflexión en este punto: la distancia que hay entre la vida y las palabras que intentan representarla. “Por eso no hay nada más lejano, ontológica, física y materialmente de una vida, que el relato de esa vida”, apuntó.

    Por su parte, Gumucio coincidió con las apreciaciones de los presentadores, incluso él mismo en el libro evidencia este carácter artificioso de su retrato. “También siento que la biografía es imposible e improbable”, dijo, “y es verdad que esto no es una biografía: yo siempre lo pensé como una novela, también como un reportaje, una mezcla de las dos cosas, y también como un ejercicio de memoria”.

    Adriana Valdés destacó los capítulos que el escritor dedica a la relación entre Nicanor y Violeta. “Yo creo que acierta en los capítulos en los que la biografía de Nicanor se sobrepone y se junta con la de su hermana Violeta”, expresó. “Rafael dice que no hay Nicanor sin Violeta, como tampoco Violeta sin Nicanor”.

    También alabó la capacidad del autor para representar fidedignamente la experiencia que era enfrentarse a una figura portentosa como la de Parra. “Parra fue un genio por su capacidad permanente de descolocar”, dijo la ensayista. “A mí me conquistaron las primeras páginas de la biografía porque Rafa Gumucio capta perfectamente esa sensación de falta de piso que generaban las conversaciones con él. Era un interlocutor que cambiaba permanentemente el lugar desde el cual estaba hablando, que afirmaba algo no porque lo creyera sino porque quería ver cómo reaccionaba el otro, para luego hacer otro salto y reírse desde otro lugar distinto, dejando al interlocutor, en forma suave o no tan suave, sumido en algún tipo de ridículo”.

    Durante la última parte de la presentación, Gumucio también se refirió a estos encuentros. ”Ir donde Nicanor fue siempre un ejercicio de humildad tremendo: era agacharse frente a su ego, frente a su genio. A veces a uno se le ocurrían chistes más divertidos que los de él, pero los suyos venían con el contexto de la leyenda”. A su vez, dedicó algunas palabras a lo que hubiese pensado Nicanor de su obra: “Es el tipo de libro que él hubiese detestado. Nicanor no creía en la prosa, no creía en la Historia, no creía en la continuidad y, sin embargo, creo que era algo que deseaba. Seguramente su corazón inglés hubiese estado muy contento con este libro, perteneciente a ese género tan británico que es la biografía”.

     

    Nicanor Parra, rey y mendigo, Rafael Gumucio, Ediciones UDP, 2018, 492 páginas, $17.000.

  81. Intimidad entre extraños

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    En siete partes muy bien hilvanadas, fluidas, La poesía terminó conmigo construye además un gran fresco del campo cultural chilenos de fines de los 70 y comienzos de los 80, de manera que el lector pueda comprender esa mezcla de contracultura y erudición que fue Rodrigo Lira.

    por lorena amaro

    La biografía es un género que se cultiva con escafandra: puede demandar años de archivo, entrevistas y escritura. En La poesía terminó conmigo, Roberto Careaga ofrece un espléndido ejemplo de dedicación y profunda generosidad biográfica; el suyo es un libro notable y es una de las pocas biografías literarias de las que disponemos en Chile, en que pocos héroes culturales han sido retratados y menos aún con la minuciosidad y el cuidado que él ha puesto en siete años de trabajo.

    La historia de Lira trasciende el ámbito literario para impactar en nuestro imaginario colectivo. Un joven poeta con aspiraciones vanguardistas, asediado por una enfermedad psiquiátrica y también por las tentativas fracasadas, decide suicidarse cuando el país se encuentra bajo una larga dictadura. Ha golpeado las puertas de las vacas sagradas de la poesía, ha hecho una fugaz y extraña aparición en un concurso de talentos de televisión, se ha convertido en una figura conocida de los patios del Pedagógico. Hasta ahí llega el relato esquemático que conoce la mayoría, y que Careaga quiebra para introducir las incertidumbres, las muchas posibles lecturas que merece toda vida. En su texto asoman diversas caras del poeta, algunas terribles, otras incluso joviales; Careaga narra haciéndose casi invisible, aunque también se arriesga a imaginar sueños y momentos muy íntimos de la vida de su protagonista.

    En su texto asoman diversas caras del poeta, algunas terribles, otras incluso joviales; Careaga narra haciéndose casi invisible, aunque también se arriesga a imaginar sueños y momentos muy íntimos de la vida de su protagonista.

    En siete partes muy bien hilvanadas, fluidas, construye además un gran fresco del campo cultural chileno de fines de los 70 y comienzos de los 80, de manera que el lector pueda comprender esa mezcla de contracultura y erudición que fue Rodrigo Lira.

    Careaga describe a Lira y sus amigos como “jóvenes de izquierda” que “no lo andaban gritando” y Chile era “un pésimo lugar para tener 20 años”.

    Es este mismo lenguaje sencillo pero expresivo el que emplea para acercarse a la obra del autor: “Quiere decirlo todo y se pierde en las ramas, atorado de retórica”, explica. Y más adelante: “Puede que sea la fundación de un pilar que sostiene su obra: el cotilleo literario. Fue más sofisticado, pero siempre ocupó sus poemas para mapear la escena literaria, reírse de ella, parodiarla. Usó su poesía para apoyar sobre ella un rifle y disparar contra las vacas sagradas”.

    Careaga logra algo muy poco frecuente y distintivo de una buena biografía: que el lector sienta la intimidad de una vida ajena, una sensación que el biógrafo inglés Michael Holroyd describe como una potente “intimidad entre extraños”. Procurando entender a su personaje, nos muestra la inclinación de Lira por la vida militar, las mujeres con las que se relacionó, sus tentativas universitarias, la relación quebrada con su familia y, también, una de las pocas certidumbres del texto, el lamentable diagnóstico de esquizofrenia del psiquiatra Arístides Rojas Ladrón de Guevara, quien le diera electroshock. Consultado por Careaga, el médico explica que “Rodrigo Lira era lunático y en las noches de plenilunio se volvía loco, más loco que de costumbre”. No es necesario que el biógrafo agregue nada: deja al lector que juzgue hasta qué punto Lira no recibió la ayuda que necesitaba.

    Hijo descarriado que tienta el sinsentido, Lira ocupa hoy un lugar impensado en la historia literaria chilena y este libro contribuye a releer su poesía. Escribe Careaga: “Rodrigo fue protagonista. Pero ese no era su papel en la literatura chilena. En ninguna parte, en realidad. Él era el secundario peligroso. El outsider que disparaba desde los márgenes. Si llegaba al escenario era para arruinar la fiesta”.

    Esta biografía permite presenciar esa escena incómoda, el desborde de un poeta en “el límite del lenguaje”, que parodiando a Parra y Lihn dice: “Porque escribo estoy así. Por/ Qué escribí porque escribí ‘es/ Toy vivo, la poesía/ Terminóo con-/ migo”.

     

    La poesía terminó conmigo. Vida de Rodrigo Lira, Roberto Careaga, Ediciones UDP, 2017, 303 páginas, $16.000.

  82. Los padres de Santiago: historia de una rivalidad

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    Pedro de Valdivia tiene el mérito de haber escogido el emplazamiento de la capital. Vicuña Mackenna, por su parte, impulsó importantes obras destinadas a embellecerla. Pero, más allá del aporte de ambos, la ciudad que estos imaginaron poco tiene que ver con la metrópolis actual. En ese contexto, los nombres de Juan Honold y Juan Parrochia toman fuerza como los verdaderos articuladores del Santiago contemporáneo: mientras el primero desarrolló el plan intercomunal, el segundo fue quien diseño los planos del Metro.

    por iván poduje

    ¿Quién es el padre de Santiago? Cada vez que surge esta pregunta saltan varios nombres al ruedo. Algunos citan a Pedro de Valdivia, por haber escogido el emplazamiento de la capital, pero entonces ni siquiera existía ciudad y el conquistador murió sin tener la menor idea de lo que ahí ocurriría.

    Más consenso existe respecto al rol de Benjamín Vicuña Mackenna, que en sus cuatro años como intendente (1872-1875) inició grandes obras destinadas a embellecer Santiago y a resolver asuntos de higiene, conectividad y vivienda pública. De ahí provienen el parque del cerro Santa Lucía, la canalización del río Mapocho, los primeros esbozos del Parque Forestal y su Camino de Cintura diseñado para conectar barrios y separar la ciudad formal de los arrabales, que él asociaba a los peores vicios.

    Sin embargo, la ciudad que modeló Vicuña Mackenna poco tiene que ver con la metrópolis actual, y más con el centro histórico o la comuna de Santiago. Por ello, algunos expertos sostienen que el verdadero padre de Santiago es el ingeniero vienés Karl Brunner, contratado por el gobierno de Chile en los años 30 para diseñar un plan de “ensanche” o crecimiento planificado. Brunner fue el primero que pensó una ciudad intercomunal, conectada mediante un complejo sistema de avenidas diagonales que nunca concretó, salvo por la Diagonal Paraguay, y con regulaciones que sí logró materializar y a las que debemos la uniforme altura de nueve pisos del centro, además del extraordinario Barrio Cívico, que encajona La Moneda y remata en el parque Almagro con el paseo Bulnes.

    Cuando trabajé con Honold en la Intendencia no podía nombrar a Parrochia. Se desencajaba y lo acusaba de apropiarse del PRIS y sus ideas, y de iniciar obras sin estudios de factibilidad, como el caso del Metro o la autopista Kennedy, construida en medio de chacras.

    Con todo, el plan de Brunner se vio sobrepasado por el explosivo crecimiento urbano que ocurre entre 1930 y 1952, cuando Santiago duplicó su población debido a las migraciones generadas por la gran depresión y la crisis del salitre. Con sus límites superados, y un cordón de pobreza rodeando la ciudad, la cuestión social se toma la agenda y surge la figura del arquitecto Juan Honold, quien en 1958 desarrolla como proyecto de título un plan para integrar esta periferia con infraestructura y servicios.

    Honold se va al Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) para concretar su proyecto, lo que da lugar al Plan Intercomunal de Santiago de 1960 (PRIS), de donde surgen los famosos cordones industriales, 10 parques metropolitanos, el anillo Américo Vespucio, las costaneras del Mapocho y 15 subcentros para atender la periferia en cruces de Vespucio con Kennedy (Parque Arauco), Vicuña Mackenna (Plaza Vespucio), Gran Avenida (hoy Intermodal La Cisterna) o Ruta 68 (hoy ENEA).

    En el MOPT, Honold conoce a Juan Parrochia, un arquitecto que se suma al equipo y termina firmando los planos oficiales del PRIS. Parrochia era otro talento inquieto: en 1969, con 39 años, diseña el primer plan de metro y ferrocarriles. Cinco años después suma a esta red un sistema de autopistas y avenidas, tomando los trazados del PRIS y otros como la Autopista del Sol, Tobalaba, el anillo orbital y la Norte Sur.

    Parrochia se dedica en cuerpo y alma a concretar su plan, y queda a cargo del proyecto del Metro. La historia cuenta que da inicio a las obras de la Línea 1 sin permiso ni presupuesto, para asegurarse de que no se seguiría postergando, lo que me confirmó en una conversación que tuvimos hace 15 años, donde se quejó que Honold le había robado sus ideas. La rivalidad entre ambos era conocida. Cuando trabajé con Honold en la Intendencia no podía nombrar a Parrochia. Se desencajaba y lo acusaba de apropiarse del PRIS y sus ideas, y de iniciar obras sin estudios de factibilidad, como el caso del Metro o la autopista Kennedy, construida en medio de chacras.

    Si superponemos los planes de Honold y Parrochia, la similitud con el Santiago contemporáneo es sorprendente tanto en sus grandes ejes de transporte, como en sus principales parques, líneas de Metro o subcentros. Y a diferencia de Vicuña Mackenna o Brunner, el tamaño de ciudad que ellos imaginaron es similar al que existe hoy. Pese a su rivalidad, o quizás por ella, Honold y Parrochia son los padres del Santiago moderno. A ellos les debemos la grandeza de esta ciudad, que contrario a lo que muchos piensan fue cuidadosamente planificada en sus trazos generales hace más de 50 años, gracias al talento y empuje de estos dos enemigos íntimos.

     

    Imagen de portada: Alameda con San Francisco en 1935 (Enrique Mora, Cenfoto).

  83. Sol Serrano y el liceo chileno en el siglo XX

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    No es raro escuchar que el Chile anterior a la dictadura está sobrevalorado, pues su épica republicana solo habría implicado a una pequeña clase media ilustrada. En su ensayo El liceo. Relato, memoria, política, la flamante ganadora del Premio Nacional de Historia ilumina el punto ciego de esa crítica: aquella épica, si bien minoritaria, sostuvo durante al menos tres décadas uno de los proyectos de integración social más consistentes que puede mostrar nuestro país. Y fue en el liceo, más que en la universidad, donde pertenecer a esa nueva sociedad se transformó en una experiencia vital, en un ejercicio de imaginación colectiva.

    por daniel hopenhayn

    Al menos en dos sentidos Sol Serrano se priva de convertir su libro en un fenómeno editorial: aborda la historia desde una escritura desapasionada, sin más armas de seducción que la precisión conceptual, y se ocupa de un relato oficial (“el aura heroica que rodeó la figura del liceo chileno durante el siglo XX”), para concluir que nadie nos ha estado engañando: el mito, dice, “finalmente, tenía mucho de verdad”.

    Era verdad que el liceo fue el espacio donde la república de Chile, para cientos de miles de chilenos, dejó de ser un concepto abstracto y tomó la forma de una “comunidad imaginada” de la que podían sentirse parte y, más aún, protagonistas. De esa experiencia subjetiva, y no de las estadísticas que haya arrojado el liceo como política pública, trata el libro de Serrano, cuya investigación se centró en desempolvar –literalmente– los archivos de liceos de distintas regiones del país: planes de estudio, discursos de aniversario, pruebas de historia, controles de lectura. Allí encontró las evidencias de un imaginario de nación que, dotando al presente de conciencia histórica y de proyección hacia el futuro, le permitió a la sociedad chilena hacer pie en la modernidad cuando sus indicadores de desarrollo recién despegaban del piso.

    El liceo fue clave, además, para activar la incorporación al espacio público de las mujeres, que en 1950 ya superaban a los hombres en la matrícula.

    Nos referimos, desde luego, a la visión de comunidad que promovió la clase media del siglo XX, una vez que tomó en sus manos la Cuestión Social y se propuso, en palabras de Serrano, “incorporar con mística y orden a la totalidad de los sectores al desarrollo económico y a la democracia”. Ese relato político, que terminó de cuajar entre la Constitución del 25 y la llegada al poder del Frente Popular, concibió también un nuevo modelo de nacionalismo, la pertenencia a una “chilenidad” que ofrecía dignidad a cambio de compromiso, progreso a cambio de orden.

    De todo ello el liceo –como espacio académico, pero más todavía, de sociabilidad– fue el caldo de cultivo. Son sus jóvenes egresados de clase media quienes, a comienzos del siglo XX, instalan la preocupación por la cultura local y popular, influidos por el naturalismo en la literatura o por la escuela romántica en los estudios del folclor. De inmediato el liceo acusa recibo y su universalismo decimonónico empieza a dejar espacio para la mirada hacia lo propio. Más temprano que tarde, sus planes de lectura contemplarán textos en los que hablan “los obreros del carbón, las prostitutas y los hijos de ladrones”.

    La hegemonía de una tradición socialdemócrata y liberal, como explica Serrano, le permitió a este nuevo actor social hacer suya toda la historia de Chile, releída desde un enfoque inequívoco: de nuestro lado, las luces de la razón moderna; contra nosotros, el oscurantismo de la vieja tradición. Así, por ejemplo, se reivindicaba la Constitución liberal de 1828, mientras los decenios conservadores eran objeto de antipatía o desdén. A partir de esa conciencia histórica, que predominaba en el cuerpo docente, fue que el liceo produjo la suya propia. En 1948, por citar un ejemplo entre muchos, el presidente del centro de alumnos del Liceo Barros Borgoño convocaba a sus compañeros a “completar la obra de la emancipación política que nos legaron los próceres de la Independencia, incorporando al patrimonio cívico de la República los beneficios incalculables derivados de la emancipación de los espíritus”.

    Patricio Aylwin y Ricardo Lagos, a quienes considera hijos del liceo mucho antes que de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, serán para la autora los últimos representantes de esa tradición.

    Ciertamente, fue una élite de sectores medios y altos la que se educó en el liceo. La cobertura de la educación secundaria, que en 1932 llegaba al 14% de la cohorte de edad, en 1960 recién había alcanzado el 36%. No es verdad que la educación pública construya igualdad social por defecto, constata Serrano. En definitiva, la revolución del liceo fue engendrar una nueva élite, más amplia y diversa, cuyo “ethos republicano y meritocrático” desafió el modelo de comunidad heredado de la hacienda y de Portales, para oponer otro que apostaba a socializar –desde el Estado– la cultura letrada, la democracia política y, con ellas, el progreso económico.

    El liceo fue clave, además, para activar la incorporación al espacio público de las mujeres, que en 1950 ya superaban a los hombres en la matrícula. De ahí que Pedro Aguirre Cerda y Gabriela Mistral –quienes, como se sabe, fueron buenos amigos– sean para Serrano las dos encarnaciones de este “relato fundante”.

    El éxito de ese proyecto, sin embargo, incubó también su crisis. Ya en los años 50 empezaba a ser evidente que las expectativas y la realidad no progresaban al mismo ritmo, y que la solución a ese problema no era materia de consenso. Aquella mezcla virtuosa de liberalismo y socialdemocracia fue perdiendo consistencia: unos estaban cada vez más temerosos de la izquierda popular; otros, cada vez más dudosos de las bondades del reformismo.

    El encanto del liceo no tardó en verse trizado. La matrícula no daba abasto para acoger a los nuevos grupos que presionaban por ingresar. Un alto porcentaje de los egresados reprobaba el Bachillerato (vía de acceso a la universidad) y el énfasis humanista de la formación cayó en tela de juicio, pues parecía desatender la realidad económica del país. Los directores de liceos se quejaban de la inaudita desproporción entre las metas que la sociedad les demandaba y los medios que tenían para cumplirlas. Mientras tanto, el protagonismo de los liceanos en el creciente movimiento social (ya habían formado federaciones con gran poder de convocatoria) y las afiliaciones partidarias de sus dirigentes (que se movían entre el centro y la izquierda) alimentaban el clamor contra la politización excesiva de los estudiantes, el proselitismo de los profesores y la decadencia académica que resultaba de las clases perdidas y la indisciplina galopante.

    Resulta inevitable preguntarse si ese liceo republicano, tal como el proyecto de sociedad que lo inspiró, nacieron condenados a esa crisis; es decir, si sus ideales de igualdad social y de unidad nacional entrarían tarde o temprano en colisión.

    Serrano deja esta historia en 1963, cuando la dinámica recién descrita entra en la etapa de ebullición cuyo desenlace final conocemos. Patricio Aylwin y Ricardo Lagos, a quienes considera hijos del liceo mucho antes que de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, serán para la autora los últimos representantes de esa tradición, en cuyo nombre lideran la recuperación de la democracia pero ya sin poder recuperar lo demás. “Ambos representan esa conciencia histórica forjada en el liceo y con ellos concluye su vigencia”, reafirma.

    Resulta inevitable preguntarse si ese liceo republicano, tal como el proyecto de sociedad que lo inspiró, nacieron condenados a esa crisis; es decir, si sus ideales de igualdad social y de unidad nacional entrarían tarde o temprano en colisión. La pregunta concierne, pues no cuesta encontrar paralelos entre el Chile de los años 50 y el actual: un país que carga sobre la educación pública una promesa de inclusión que ha caído en falta y que se debate indeciso entre la crítica radical a ese rezago y la valoración de lo avanzado. Con la diferencia, eso sí, de que hoy la educación pública también debe responder por la épica individualista que dejó el Chile posterior, el mismo que barrió con su prestigio y su relato. ¿Cabe, entre esas dicotomías, una visión de sociedad que le dé a la educación pública un espejo en el cual reflejarse, que le permita volver a ser el símbolo de un proyecto y no el de una deuda?

    Como buena historiadora, Serrano retrotrae la pregunta más atrás. Su sospecha es que mal podrá surgir una idea de comunidad desde una política sin conciencia histórica, absorbida por un presente que cerró el círculo en torno a sí mismo y se tragó la línea del tiempo. Seguimos recurriendo al pasado, sí, pero en procura de memorias que refuerzan identidades particulares más que en función de una historia común “de la cual somos responsables en tanto es nuestra”. Tanto es así –observa la autora– que el sentido de pertenencia a un pasado común, despojado por la globalización de coordenadas geográficas, parece haber migrado desde los relatos de la política a los de la biología evolutiva. Y para imaginar un mundo con conciencia prehistórica, pero no histórica, afortunadamente es demasiado pronto.

     

    El liceo. Relato, memoria, política, Sol Serrano, Taurus, 2018, 109 páginas, $10.000.

  84. Leonardo Padura: “Me siento un extranjero en mi propia ciudad”

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    Mario Conde acaba de cumplir 60 años y siente la edad en el cuerpo: le duelen las rodillas, la columna y los hombros. Se lamenta también por su hígado graso y un pene que está “cada vez más perezoso”. Pero la obscena llegada de la vejez lo ha deshecho además espiritualmente: siente que sus proyectos y sueños se han esfumado. Y en su reemplazo, se ha instalado una certeza: “La cercanía numérica y fisiológica de la muerte”.

    A estas perplejidades se enfrenta el detective en La transparencia del tiempo, octava novela de esta serie policial. Ahora Mario Conde se reencontrará con su pasado más remoto, cuando Bobby, un viejo compañero de instituto, lo contacta para contratar sus servicios. El viejo amigo, que reaparece ahora asumiendo una homosexualidad que Conde ya sospechaba desde sus años de escolar, necesita que el investigador recupere las cosas que le robó su novio mientras andaba de viaje; en especial necesita encontrar una vieja escultura de una virgen negra. De este modo, el inspector se introducirá en el hermético mundo del intercambio de arte y antigüedades, y sus pesquisas lo llevarán a descubrir la historia de esta virgen, que prontamente se revela como algo más que una simple escultura.

    “Sé que en el futuro lo que nos espera a los de mi edad tiene mucho que ver con la decadencia, con el desencanto y con la incapacidad de reciclarnos para vivir en un mundo que necesariamente va a ser diferente y más competitivo”.

    La Habana también tiene una presencia importante en los recorridos del protagonista. De hecho, la historia sirve a Padura para pintar un retrato descarnado de la ciudad, sumergiéndose en los barrios menos amables, en los que la miseria bordea lo infrahumano, mostrando a su vez una sociedad sumida en la banalización, reggaetón incluido. “Esta involución”, dice Padura, “a veces provoca que un personaje como Mario Conde le ocurra lo mismo que me ocurre a mí, que de pronto mira su entorno y no lo reconoce. Yo me siento un extranjero en mi propia ciudad”.

    El autor de El hombre que amaba a los perros ha cultivado el género policial porque le permite construir estas narraciones con distintos planos. “Es un tipo de literatura muy generoso”, opina, “porque puedes, con determinados elementos, escribir una novela con un fuerte contenido social, filosófico, histórico y cultural, también puedes trabajar el lenguaje, los personajes, no tienes que simplemente que escribir una historia donde hay un misterio que develar”.

    En La transparencia del tiempo Padura exhibe nuevamente su notable oficio narrativo, perfilando a los personajes con un excepcional sentido del detalle y desarrollando múltiples marcos temporales. El eje es Cuba en 2014, pero la investigación misma de Conde se intercala con episodios de la Guerra Civil Española o incluso el medioevo. “Yo siempre digo que no soy el escritor cubano más talentoso de mi generación, pero sí estoy convencido de que soy el más trabajador. Y eso que tú ves, es el resultado del trabajo”, asegura.

     

    ¿Hay alguna historia real, un episodio o una idea, incluso una obsesión, que esté en el origen de esta novela?

    El robo es un hecho real. Pero esa historia era mucho más tremebunda. Aquí yo necesitaba sobre todo que desapareciera un objeto capaz de permitir el desarrollo de una investigación, y que tuviera todo un valor simbólico, para que hubiera distintas posibilidades en su búsqueda. Lo curioso de esto es que cuántas historias uno escucha y dice “chico, pero qué cuento más dramático”, y de esas historias cuántas se convierten en una novela, pues muy pocas. Y cuál es el misterio de que unas puedan convertirse en novela y otras no, no lo puedo explicar, es algo para mí absolutamente misterioso de dónde sale la idea para escribir una novela.

     

    “Siempre los escritores policíacos por excelencia eran norteamericanos, ingleses y franceses y en estos momentos hay muchos escritores italianos, griegos, nórdicos, latinoamericanos que cultivan esta novela, y que la cultivan con mucha dignidad”.

    Mario Conde ha llegado a un punto de su vida en que ya no se hace demasiadas ilusiones. Usted, que tiene la misma edad del protagonista, ¿está cruzando por un proceso similar?

    En el libro hay un fuerte sentimiento de desencanto, porque mi generación fue una generación que tuvo sus años de futuro, un futuro que no era espectacular pero que era posible, y en los años 90 esas expectativas prácticamente se desvanecieron. En mi caso particular, he tenido la fortuna de poder llegar a tener en reconocimiento, en trabajo, en satisfacciones mucho más de lo que pude imaginar en mi juventud, pero el común de mi generación no. Y sé que en el futuro lo que nos espera a los de mi edad tiene mucho que ver con la decadencia, con el desencanto y con la incapacidad de reciclarnos para vivir en un mundo que necesariamente va a ser diferente y más competitivo.

     

    ¿De dónde sacas la fuerza para escribir estas tramas tan complejas y llenas de detalles?

    Este libro pudo haber sido perfectamente una novela policial de 250 páginas, que hubiera escrito en un año, pero no hubiera significado el reto que fue. Creo que estoy, como el mismo Mario Conde, lamentándome por tener 60 años. Pero también sé que estoy en mi década decisiva como escritor y que cada proyecto tiene que ser un reto. Después de los 70 eres intelectualmente viejo y eso se ha demostrado muchísimo en la literatura: hay escritores –y en el caso latinoamericano lo estamos viendo– que escriben libros que uno dice “para qué lo hizo, no necesitaba escribirlo”, y yo no quiero que me pase eso. Por esa razón La transparencia del tiempo es una novela policíaca que es mucho más que una novela policíaca, es una novela histórica que es mucho más que una novela histórica y tiene elementos de novela filosófica, igual que Herejes. Ahora estoy escribiendo una novela en la que manejo 10 personajes, con ocho o nueve locaciones diferentes, porque creo que puedo hacerlo y que el esfuerzo vale la pena. No puedo conformarme con escribir una novela policíaca que ya me sé y que ya he escrito. Tengo que escribir algo diferente.

     

    ¿Y cómo ve el estado del policial a nivel global?

    La novela negra en lo últimos 30 años consiguió dar el salto de una novela que tenía algunos excelentes cultores y muchos escribidores a ser una novela que se instaló en el mainstream de la cultura; lo interesante de todo esto es que el proceso de crecimiento de este género ha tenido un aporte muy importante de culturas que estaban en la periferia. Siempre los escritores policíacos por excelencia eran norteamericanos, ingleses y franceses y en estos momentos hay muchos escritores italianos, griegos, nórdicos, latinoamericanos que cultivan esta novela, y que la cultivan con mucha dignidad. En el caso de la lengua española, creo que Manuel Vázquez Montalbán y su serie Carvalho es una de las mejores crónicas de lo que significó la transición en España. Yo pretendo de alguna manera que Mario Conde sea una crónica de la vida cubana de estos años. A lo mejor no lo logro como lo logró Vázquez Montalbán, pero es mi ambición. Y todo eso se debe a que hemos ganado en libertad y hemos perdido prejuicios. Por parte de los lectores, siempre hemos tenido el favor, pero ahora además hemos logrado el favor de la academia, de los círculos de respeto.

     

    “Yo pretendo de alguna manera que Mario Conde sea una crónica de la vida cubana de estos años. A lo mejor no lo logro como lo logró Vázquez Montalbán, pero es mi ambición”.

    Volviendo al libro: los pies tienen una presencia importante a lo largo de la historia; al parecer los personajes ven en ellos el reflejo de los caminos que les ha tocado transitar. ¿Podría referirse al momento en que Mario Conde regala sus zapatos a un vagabundo que lleva bolsas en los pies? ¿Qué podemos ver allí?

    Ese personaje es real, es una persona con alguna afección mental que anda por mi barrio y que he visto caminando descalzo o con bolsas en los pies. En una ocasión yo le regalé unos zapatos y la próxima vez que lo vi, lo vi otra vez sin zapatos. En el caso de Conde, este personaje se convierte en un posible espejo de lo que pudiera ocurrirle a él en un momento determinado, que es ese abandono total. Este es un personaje que al final uno no está muy seguro de si es real o si es una ensoñación. A mí me gusta mucho esta ambigüedad. Pero este hombre significa sobre todo eso: el desvalimiento al que puede llegar un individuo que lo ha perdido todo, porque yo creo que los pies aquí significan el camino, pero los pies descalzos significan la pérdida última de la dignidad y cuando pierdes la dignidad, ya lo has perdido todo.

     

    Conde sufre por la decadencia material de su país y también por la excesiva vulgaridad que ve en las calles. La escena del taxi, donde el personaje observa cómo un grupo de personas canta a coro un reggaetón, es un buen ejemplo. ¿Le parece a usted que la sociedad cubana se ha empobrecido espiritualmente?

    Hay de todo y hay empobrecimiento, sin duda. Yo creo que es el reflejo de un fenómeno universal, no solamente es un fenómeno cubano. Creo que a nivel universal, la densidad cultural y espiritual que existió en otras épocas se ha esfumado. Hace 50 o 60 años la mitad de la población mundial era analfabeta, hoy quedará en el mundo quizás un 10 por ciento, pero ese 50 por ciento de la población que era capaz de leer y escribir hace 60 años casi todos leían de vez en cuando algún libro. En el mundo hispanoamericano, por ejemplo, era muy raro encontrar a una persona que no se supiera un poema. Es decir, que la literatura tenía un espacio en la vida de las personas y eso se ha ido perdiendo. En el caso cubano, la crisis que se vive a partir de los años 90 y que dura hasta hoy, ha hecho que la gente se adapte a encontrar las soluciones más fáciles e inmediatas para su vida, reduciendo el espacio para la cultura. El fenómeno del reggaetón no es una causa sino que una consecuencia de esa pérdida de densidad en un país como Cuba, que puede ufanarse de tener una de las músicas que más ha influido en el mundo.

     

    “El fenómeno del reggaetón no es una causa sino que una consecuencia de esa pérdida de densidad en un país como Cuba, que puede ufanarse de tener una de las músicas que más ha influido en el mundo”.

    ¿Y piensa que esto pueda revertirse?

    Soy pesimista. Creo que la cultura del espectáculo, como la llama Vargas Llosa, se está imponiendo. Los grandes poderes fácticos prefieren al ciudadano estúpido que al interrogativo. Estamos viviendo un nuevo tipo de dictadura, que no es de carácter político sino de carácter económico y social, en la que el consumo marca la vida de las personas y en el que además se ha perdido una categorización de los valores que existían; el mismo hecho de pérdida de prestigio y de valor del periodismo a nivel universal con lo que ha significado el crecimiento de las redes sociales, donde existe esa anarquía en la que cualquiera puede decir cualquier cosa, hace que uno mire con cierto escepticismo lo que pueda venir en el futuro.

     

    En su libro vuelve a menudo sobre la idea de que es imposible sustraerse de la Historia, a las fuerzas políticas y económicas. ¿Ve algún margen de libertad para el individuo en ese escenario?

    Yo creo que la Historia nos mueve a su antojo y es muy difícil escapar de las corrientes que nos dicta, que pueden ser corrientes suaves o corrientes traumáticas. De todas maneras, creo que el hecho de que el hombre intente ejercitar su libertad individual es una de las maneras que tiene de oponerse a esa marea. No es fácil, no lo podemos hacer siempre, los espacios son reducidos, pero no hay que perder la voluntad de practicar ese libre albedrío que como seres conscientes tenemos y que es un privilegio que no debemos desperdiciar.

     

    ¿Podría adelantar algo más del libro en el que trabaja?

    Es una novela que tiene que ver con la diáspora de mi generación. Como te decía, estoy trabajando con 10 personajes en distintos escenarios. Tratará sobre la dispersión que se produce a partir de los años 90 y estoy tratando de construir historias muy fuertes, con entrelazamientos que comienzan en Cuba y que siguen fuera de Cuba, con personajes en los Estados Unidos, Puerto Rico, España y Argentina. Para ella estoy pensando tomar el título de una novela que Alejo Carpentier dijo que iba a escribir en los años 20 o 30 y que nunca realizó: El clan disperso.

     

    La transparencia del tiempo, Leonardo Padura, Tusquets, 2018, 448 páginas, $19.900.

  85. Teoría King Kong: una droga de entrada

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    A 12 años de la publicación de estos ocho ensayos autobiográficos, a 10 de su traducción al español de Paul B. Preciado y a seis de la versión argentina de Marlene Bondil, cabe agradecer a las corrientes de la moda que hicieron imperativa su reedición. Era necesario facilitar el acceso a Teoría King Kong por dos razones. Primero, porque llevaba una década circulando en fotocopias y en formato digital, sin salir de guetos académicos o de reflexión feminista. Segundo, porque estos ensayos de Virginie Despentes (Nancy, Francia, 1969) concilian de forma virtuosa dos ámbitos en apariencia opuestos, el de la academia y la experiencia, convirtiéndolos en una excelente introducción a la teoría feminista.

    Despentes abre los fuegos declarando que escribe “desde la fealdad, y para las feas”, pero también para los hombres que no se identifican con la masculinidad imperante. La autora afirma estar contenta de ser “más deseante que deseable”, afirmación que la enlaza a una tradición que pasa por Anaïs Nin y llega a su apoteosis con la obra de Kathy Acker y la novela I Love Dick de Chris Kraus, una tradición que revela la temida desmesura del sentimiento y el deseo femeninos.

    En el magistral ensayo “¿Te doy o me das por el culo?”, la autora relata su vida a la luz de los logros de la revolución feminista: desde pertenecer a la primera generación de mujeres que abrió una cuenta bancaria sin depender de un hombre, a la toma de conciencia de la feminización forzada de los cuerpos de mujeres.

    En el magistral ensayo “¿Te doy o me das por el culo?”, la autora relata su vida a la luz de los logros de la revolución feminista: desde pertenecer a la primera generación de mujeres que abrió una cuenta bancaria sin depender de un hombre, a la toma de conciencia de la feminización forzada de los cuerpos de mujeres. Aquí Despentes dirige sus dardos a la propaganda pro-maternidad y a la sociedad capitalista que exige criar niños en condiciones de vivienda precaria y con trabajos mal pagados, una sociedad decadente que hace sentir fracasados a quienes no tienen hijos y que no reconoce ese fracaso como suyo propio.

    Luego, en un ensayo útil para reflexionar sobre los abusos denunciados en redes sociales, narra cómo ella y una amiga fueron violadas una noche al volver de un concierto. Despentes afirma categórica: “En la violación siempre es necesario probar que no estábamos realmente de acuerdo” y “los hombres siguen haciendo lo que las mujeres han hecho durante siglos: llamarlo de otro modo, adornarlo”. En este mismo ensayo recuerda el momento en que leyó “Rape and Modern Sex War” de Camille Paglia, la bestia negra del feminismo estadounidense, texto de 1991 que la iluminó y la hizo enfrentar su violación ya no como la culpable, sino como la víctima de algo esperable cuando se es mujer. Así, Despentes le da a Paglia el crédito de sacar la violación “del horror absoluto, de lo no dicho, de lo que no debe ocurrir nunca” y mostrarla por lo que es: “La representación cruda y directa del ejercicio del poder”. Es la influencia de Paglia la que la lleva a ver su violación como un evento ineludible y fundacional, “lo que me desfigura y lo que me constituye”.

    En “Durmiendo con el enemigo”, la autora relata su experiencia con el comercio sexual y reflexiona sobre la representación de la prostituta en los medios de comunicación o, mejor dicho, sobre la manipulación social realizada al presentarlas como mujeres privadas de todos sus derechos.

    Despentes utiliza la figura del King Kong de Peter Jackson para celebrar la sexualidad anterior al binarismo, un estado edénico como el punk-rock y su intención de dinamitar los códigos establecidos, especialmente los de género. Luego, analiza su propia femineidad y cómo, tras “años de buena, leal y sincera investigación”, concluyó que no era más que “una puta hipocresía. El arte de ser servil”.

    Es posible considerar esta colección de manifiestos autobiográficos como una droga de entrada al pensamiento de género. Virginie Despentes lo hace fácil, declara sus fuentes, enumera a las ideólogas que admira y ofrece una nutrida bibliografía de autoras en las páginas finales para todo el que desee profundizar. Y ese es un punto que atraviesa este libro: “El feminismo es una aventura colectiva, para las mujeres, los hombres y todos los demás”.

     

    Teoría King Kong, Virginie Despentes, Literatura Random House, 2018, 176 páginas, $10.000.

  86. David Lynch: el cine, la pesca y el viaje

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    Películas como Carretera perdida o Mulholland Drive son el producto de un director cuyo principal objetivo parece ser el contacto con fuerzas desconocidas, fuerzas que a veces se relacionan con el destino, otras con el inconsciente y también con el azar. En el libro de entrevistas Lynch por Lynch, el hombre detrás de Twin Peaks revela una mirada poco ortodoxa sobre la realización cinematográfica, donde la película es algo así como un viaje a lo desconocido. Es habitual que mencione conceptos como hallazgo, indeterminación y, cómo no, miedo.

    por matías hinojosa

    El destino ha marcado como ninguna otra cosa la carrera de David Lynch. Más allá de su talento, que lo ha situado en un lugar protagónico dentro del cine americano posterior a los 70, hay una fuerza sobrenatural que ha intervenido en su camino. ¿O acaso resulta del todo lógico que el realizador de Cabeza borradora, una película que demoró cinco años en hacer y cuyo resultado final difícilmente podía asegurar un futuro dentro de la industria, haya sido escogido para liderar esa mega producción que fue El hombre elefante?

    En el libro de entrevistas Lynch por Lynch, editado por el cineasta Chris Rodley, el director cuenta cómo se gestó este milagro, que le permitió pasar de las precariedades del cine underground a trabajar con un presupuesto millonario y un elenco de actores consagrados. Un hito importante en ese tránsito fue la aparición del productor ejecutivo Stuart Cornfeld, quien, impresionado con Cabeza borradora, pese a la mala recepción que había tenido (de público y de crítica), consideró que Lynch era el indicado para asumir la dirección de El hombre elefante. Para el cineasta, que por entonces buscaba sin éxito un estudio que se interesara en su siguiente guion, este ofrecimiento por parte del productor llegó como un regalo del cielo y solo le bastó escuchar el título de la cinta para saber que era “la” película que estaba esperando dirigir. Sin embargo, pese a su entusiasmo inicial, su futuro dentro del proyecto se veía complicado: Mel Brooks, cuya productora financiaría la película, desconocía por completo quién era y pidió que le proyectaran Cabeza borradora. Consciente de lo perturbadora que resultaba para la mayoría de los espectadores, Lynch se preparó para lo peor. Pero, contra lo esperado, a Brooks le encantó: “Estás loco, te amo. Estás dentro de la película”, recuerda el director que le dijo Brooks apenas este salió de la proyección.

    Aquella cinta fue clave en su camino profesional: aclamada por la crítica y con ocho nominaciones al Oscar, se ganó con ella la confianza de los grandes estudios. Pero sus privilegios tan pronto como llegaron, se disiparían: su siguiente película, Duna, sería un estrepitoso fracaso, y volvería a colocarlo bajo sospecha. En más de una ocasión, durante la entrevista con Rodley opina: “Si solo hubiera hecho Cabeza borradora y Duna, habría estado frito”.

    Para él la creación y la pesca son actividades homólogas: como los peces, las ideas habitan en una suerte de océano y la labor del artista es salir a su captura. Mientras más profunda se vuelve esta exploración, tal como ocurre con la fauna marina, más singular será la naturaleza de estas ideas.

    ***

     

    Para quienes buscan resolver las eternas preguntas que rondan la filmografía de Lynch, descubrir los significados que encierran sus películas, este libro puede resultar decepcionante: aunque el entrevistador insiste en llevarlo hacia allá, el cineasta evita dar respuestas conclusivas y transparentes. No obstante, aquellos que se interesen en sus concepciones artísticas, debieran salir ampliamente recompensados: Lynch cuenta el germen y desarrollo de cada una de las ideas en que se inspiraron sus filmes (y pinturas), pero estos no son los planteamientos de un director de cine cualquiera, sino más bien los de un buscador místico: su experiencia como creador ha sido la de quien ha entrado en una zona indeterminada, entregándose a una voluntad suprema y al misterio de la metafísica. En sus palabras: “Hay que caer en profundidad para poder viajar a ese lugar donde se atrapan las ideas”.

    Esta frase sintetiza perfectamente su poética. Y no por nada su libro sobre meditación trascendental se titula Atrapa el pez dorado, pues para él la creación y la pesca son actividades homólogas: como los peces, las ideas habitan en una suerte de océano y la labor del artista es salir a su captura. Mientras más profunda se vuelve esta exploración, tal como ocurre con la fauna marina, más singular será la naturaleza de estas ideas. Como se lee en las primeras páginas de ese libro: “Si quieres pescar pececitos, puedes permanecer en aguas poco profundas. Pero si quieres pescar un gran pez dorado, tienes que adentrarte en aguas más profundas”.

    En el capítulo ocho de las conversaciones con Rodley, que remite a la realización de Corazón salvaje, hablan sobre trabajar con las ideas de otro. “Las ideas son extrañas porque, en cierto sentido, no nos pertenecen”, responde Lynch. “Estaban en algún lugar y aparecieron en nuestra mente y las volvimos nuestras, pero antes no lo eran”. La fuente de la que se sirve la creatividad, sugiere entonces el cineasta, se encuentra más allá del ser individual y para entrar en ella hay que sumergirse en un océano común donde el yo pierde sus formas diluyéndose con el todo (en esta concepción resuena ciertamente la noción de inconsciente colectivo de Jung).

    Los misterios de la mente es quizás el gran tema de su filmografía. De hecho, buena parte de su obra cifra su valor en el inconsciente y la neurosis: la narración puede partir de uno u otra, o mezclarse.

    Aunque Lynch no reconoce la influencia del psicoanálisis (se declara ignorante en la materia), sí asume sus filiaciones con el surrealismo, pues entiende las operaciones artísticas como una apertura hacia el hallazgo, hacia el descubrimiento, en el que poco tiene que ver el funcionamiento racional de la mente y sí mucho las casualidades del destino: el azar.

    También Lynch suele repetir a lo largo del libro que ciertas ideas simplemente se le “aparecieron”. Cuenta, por ejemplo, que el personaje de Bob de Twin Peaks no estaba en los planes originales, sino que se le ocurrió durante las grabaciones, motivado por una serie de coincidencias con el decorador Frank Silva, quien luego se haría cargo de interpretar ese papel en el programa. También relata cómo la secuencia de títulos de Carretera perdida se le vino completa a la cabeza cuando escuchó por primera vez “I’m Deranged”, de David Bowie.

    Pero más allá de estas ideas, su automatismo es solo parcial. A diferencia de André Bretón, quien postulaba que el artista debía mantenerse ajeno a cualquier preocupación estética, Lynch considera que no todo lo que trae el azar es digno de ser convertido en obra. Y aun cuando busca su material en las profundidades del inconsciente, el examen posterior de esos hallazgos constituye parte fundamental del proceso. En otras palabras: no es un cultor del cadáver exquisito. “Existen tantas opciones que, cuando se está armando algo, solo hay que seguir trabajando hasta que se sienta correcto. En cuanto coincida con las sensaciones, y todos los movimientos y el aspecto y el sonido refuercen eso, vamos por buen camino”, le responde a su entrevistador cuando abordan la elaboración de Carretera perdida. Y en otro momento dice: “No sé qué significan muchas cosas; solo tengo la sensación de que son correctas o incorrectas”.

    Para él, la obra es la que decide sobre su propio futuro, la que “usa” al artista como medio para su realización, es ella la que transmite al creador la manera en que desea ser expresada.

    Es importante analizar también esta aproximación sensorial de Lynch. Para él, la obra es la que decide sobre su propio futuro, la que “usa” al artista como medio para su realización, es ella la que transmite al creador la manera en que desea ser expresada. Por este motivo, frente a preguntas que intentan escarbar en los fundamentos de ciertas decisiones, el cineasta responde: “La historia me dijo cómo tenía que ser” o la escena “se escribió sola”.

    Esta aproximación reconoce una energía vital al interior de las ideas y de las cosas, cuya voluntad, mediante un enigmático procedimiento, se va imponiendo sobre el artista. Sería erróneo, sin embargo, ver en esto una desvalorización del papel que cumple el creador, creer que su función se reduce a la de mero reproductor de órdenes externas. Muy por el contrario, su labor es comparable a la del místico, aquella persona que ha trabajado en su espiritualidad y que entra en relación con fuerzas misteriosas pero profundamente esenciales (esta concepción orgánica de la obra está presente en aquella máxima del creacionismo: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas! / Hacedla florecer en el poema”. Huidobro, como Lynch, también pensaba el arte como una expresión mística).

    No deja de llamar la atención que un cineasta comprometido con estos puntos de vista haya querido ingresar en reiteradas ocasiones a la industria de la televisión. Twin Peaks ha sido a la fecha su único proyecto exitoso en este formato, aunque es conocida su postura ambivalente respecto de los resultados artísticos que tuvo la serie. Otros intentos posteriores, como On the Air y Hotel Room, tuvieron una vida breve. Con Mulholland Drive, que antes de convertirse en un largometraje fue el piloto para un programa, la experiencia con los ejecutivos fue casi traumática y lo sumió en una de sus peores angustias profesionales. Pero su insistencia por entrar al medio está relacionada justamente con esta fascinación por la naturaleza viva, palpitante y movediza de las ideas: “La idea de una historia que continúa es lo que ejerce esa estúpida atracción”, le confiesa a Rodley cuando tratan el asunto. “Cuando la historia es continua, es muy emocionante no saber adónde nos va a llevar. Ver y descubrir el camino es electrizante. Por eso me gusta el concepto de la televisión: embarcarse en una historia que nadie sabe adónde se dirige”.

    Quizás no sea casualidad que algunas de sus películas hagan alusión a carreteras y avenidas, tampoco el haber incursionado más de una vez en el género de la road-movie. La creación es una experiencia similar al viaje, pero uno sin señales de ruta, donde todo está por descubrirse. Es decir, un viaje hacia lo desconocido, hacia aquello que trasciende al sujeto y que está dominado por el azar, donde tanto el creador, como el espectador que se expone a la obra, están a la deriva. Quizá por eso también sus películas resultan tan inquietantes y aterradoras. “El miedo –dice Lynch– se basa en no ver el todo; si pudiéramos llegar a ver el todo, el miedo desaparecería”.

     

    Lynch por Lynch, David Lynch (editado por Chris Rodley), El cuenco de plata, 2017, 384 páginas, $25.500.

  87. Llegaron los bárbaros

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    Los críticos que destrozan a veces pueden ser divertidos, pero los que quedan son aquellos que te hacen ver lo que no habías visto, que te abren ventanas y te tocan donde no te habían rozado siquiera. ¿Una nueva reseña positiva a Lina Meruane? Tampoco funciona demasiado. En tiempos digitales y sin jerarquías, la crítica debe ser rockera, punk, sobregirada, para que no parezca que todo es entablado, un acuerdo entre amigos, un arreglo entre colegas.

    por alberto fuguet

    Dicen que la crítica es una conversación entre los que piensan y miran y analizan una determinada obra y el público. ¿Pero cuál público? ¿El masivo? En un mundo masivo, en un orden donde las redes sociales es lo que lo desordena todo, ¿vale la pena la crítica? ¿Puede hacer algo? ¿Vale la pena intentar llegar a los que siguen el sitio Rotten Tomatoes y ven trailers en sus iPhone y van a ver todas las películas marketeadas, tengan la calificación que tengan? Acaso esa es la labor de la crítica: ¿calificar con puntaje una obra?

    O quizás queda un camino: se puede bombardear con misiles de inteligencia un portaaviones blockbuster de Hollywood que supuestamente es critic-proof, es decir, inmune a la crítica.

    Capaz.

    Creo que sí.

    ¿Hay maneras de abordar la crítica en redes sociales?

    Quizás una crítica sí puede ser viral.

    Intentar que lo sea.

    Si una de las labores de la crítica no es tanto recomendar (a un crítico de verdad no le corresponde pautear un fin de semana) sino iluminar aquellas películas (u obras) que nacieron con alguna desventaja, entonces quizás la oportunidad para que la crítica (el ejercicio crítico, digamos) tenga algún futuro no solo existe sino que se vuelve necesaria.

    No tanto para hundir, destrozar, bombardear, sino para avisarnos que hay obras que vale la pena ver o mirar o leer. Hoy el crítico debe dejar de intentar cuidar el monte y fijarse en las ovejas descarriadas que circulan por las praderas menos regadas. La labor del crítico-como-profesor o, peor aún, la figura del crítico-como-perro-guardián, ha terminado. Entre otras cosas, porque los críticos lo hicieron mal y no supieron adecuarse a los tiempos. Los bárbaros ingresaron. Los bárbaros se tomaron todo. La cultura se volvió pop y el marketing es la nueva religión.

    Si el mundo y la cultura se ha fraccionado, si todo es en efecto nicho, entonces lo que puede –lo que debe– hacer un crítico es jugársela como si su vida dependiera por el objeto de su deseo.

    En efecto, es complicado atajar lo imbatible.

    Atacar por atacar tiene algo de intentar hacer quesillo con leche derramada.

    Si el mundo y la cultura se ha fraccionado, si todo es en efecto nicho, entonces lo que puede –lo que debe– hacer un crítico es jugársela como si su vida dependiera por el objeto de su deseo.

    Debe quizás incluso exagerar.

    Acaso mentir.

    Debe usar su voz (es clave que un crítico tenga voz, que sea un artista de la crítica) para remecer. Su público no es la academia ni algunos colegas ni el artista en cuestión, sino la posibilidad de conquistar fieles nuevos.

    Así es: adoctrinar, evangelizar, seducir, conquistar.

    ¿La nueva novela de Jorge Volpi es una mierda por mucho que haya ganado el premio Alfaguara? No hay mucho nuevo ahí. ¿Vale la pena destrozar a Carla Guelfenbein de nuevo? Nada peor para un crítico que ser predecible; ese es el enemigo, no un escritor mediocre que vende menos de lo que él cree o es insertado a la fuerza en grupos tipo Bogotá 39. ¿Y si en cambio, tal como ocurre en el cine y en la música y las series de televisión, un crítico literario se dedica a abrir puertas e incentivar a lectores nuevos?

    ¿Qué pasaría?

    Estoy cansado de críticas (de reseñas) a libros que luego nadie lee.

    Que nadie lee, porque nadie hizo que me pareciera que mi vida dependía de ello.

    Los críticos que destrozan a veces pueden ser divertidos, pero los que quedan son aquellos que te hacen ver lo que no habías visto, que te abren ventanas y te tocan donde no te habían rozado siquiera. ¿Una nueva reseña positiva a Lina Meruane? Tampoco. Porque ya no basta con destrozar o aplaudir de manera civilizada. La crítica (la prosa, lo que se dice) debe ser rockera, punk, sobregirada.

    ¿Para qué?

    Para que no parezca (para que no me parezca) que todo es entablado, un acuerdo entre amigos, un arreglo entre colegas.

    Hace unas semanas vi una película que terminó siendo apoyada y catapultada por la crítica. Una película pequeña y barata que terminó siendo un éxito, gracias a que la crítica se juntó con “la voz de las redes” y terminó generando el ansia y la curiosidad necesaria para que mucha gente fuera a verla. A Quiet Place, una cinta de terror silenciosa, que llegó a nuestros cines como Un lugar en silencio, terminó sorprendiendo a todos. No era una sandía calada, algo que venía con el sello Marvel. Tampoco una franquicia. ¿Es tan buena? ¿Es John Krasinski, el actor-director, el nuevo Hitchcock o De Palma? No. Pero lo intenta. La premisa es genial: el ruido genera la atracción de los monstruos. Cualquier ruido puede ser la debacle de esta familia. Esto genera tensión. Muchas críticas lo entendieron e hicieron que la gente quisiera ir a verla. Luego debatieron. Unos quedaron decepcionados, otros no.

    La crítica, arrinconada y transformada en calugas, ha optado por saltarse al público masivo (que no les hace caso, que siguen a youtubers, que creen en las recomendaciones de Instagram) y escriben para los autores y para la academia y el mundillo literario, en el caso de los críticos literarios sobre todo.

    ¿Es la labor de la crítica crear un éxito?

    Por qué no.

    ¿Es capaz Patricia Espinosa de transformar un libro editado por una editorial indie escrita por una chica desconocida del sur en un éxito? No. Le falta rock, le falta deseo, le falta coraje. Prefiere destrozar, y lo hace brillantemente. Me ha hecho parir. Pero Espinosa, que no es nada de tonta, no usa su tribuna en un tabloide para lograr que se lea más lo que ella desea. Por el contrario, intenta, sin éxito, atajar a los que son poco atajables.

    Y volvemos a la idea de atajar.

    ¿Vale la pena atajar?

    Pinchar globos, quizás, como dice Héctor Soto. Él piensa que la crítica de cine debe hacer eso: inflar globos que no tienen aire y pinchar los que han sido inflados con demasiado helio. Para citarlo de verdad: “El primer deber de un crítico es elegir a sus interlocutores”. Y agrega: “La crítica es un pacto de lealtad y confianza, hecho de rigor y convicciones, de complicidades y buena fe”.

    La crítica, arrinconada y transformada en calugas, ha optado por saltarse al público masivo (que no les hace caso, que siguen a youtubers, que creen en las recomendaciones de Instagram) y escriben para los autores y para la academia y el mundillo literario, en el caso de los críticos literarios sobre todo. Incluso aquellos que usan los medios masivos y se dan el gusto de latear, de no decir nada, de orientar. ¿Orientar? Para qué si ya perdimos el norte.

    El rol de la crítica en tiempos de redes sociales: ¿para quién se escribe?

    Y algo más fatal: ¿importa lo que escriban los críticos? ¿Hacen falta?

    Me gustaría pensar que sí.

    Yo soy fan de la crítica y de ciertos críticos. Fui uno (o algo parecido a uno) y, cada tanto, escribo de cine, de libros, de series, y mi fin es, supongo, crítico. Como creador me importa que mis libros y películas sean tomados en cuenta, tanto positiva como negativamente. Pero importan. O, mejor dicho, podrían importar. Una cosa tengo clara, aunque en los últimos tiempos esta certeza me ha llenado de dudas: no existe un movimiento artístico sin crítica. Se necesita de otros que ayuden a esparcir la voz, a cuestionar, a unir y juntar, a remecer, a dañar y destrozar pero, por sobre todo, a guiar, poner las cosas en su lugar y generar debate.

    No entre nosotros o entre ellos.

    Con el público mayor.

    Estamos llenos de monólogos, pero para conversar se necesitan dos.

    Ojalá distintos, ojalá representativos.

    No existe un movimiento artístico sin crítica. Se necesita de otros que ayuden a esparcir la voz, a cuestionar, a unir y juntar, a remecer, a dañar y destrozar pero, por sobre todo, a guiar, poner las cosas en su lugar y generar debate.

    El otro día supe que un autor joven debutante que había pasado la prueba o al menos no fue masacrado, había dicho en Facebook: “Pasé la prueba, ya me bautizaron”. Lo triste es que no se produjo un terremoto inmediato con esa reseña. Ni de ventas ni de comentarios ni de nuevos artículos.

    ¿Es posible criticar de manera masiva?

    ¿Para todos?

    ¿Esa época terminó?

    ¿Acaso todo ahora no es nicho?

    Tal como me ha dicho un editor: cuando a un crítico le gusta algo, es altamente probable que ese libro sea condenado al olvido. En algún momento el “agradarle a la crítica” (de cine, de televisión, de teatro, de libros, de música) se volvió una suerte de castigo, como ser tildado el mateo del curso. Algo que quizás deje contentos a los padres del muchacho, pero desde luego eso no lo convierte en el más popular.

    Esto antes no era así.

    Para Walter Benjamin, la instancia más sublime de un crítico eran sus colegas. Incluso más que llegar a los propios artistas y más que lograr la posteridad. Pero qué pasa cuando se escribe en medios masivos. Benjamin, el inventor de los flaneurs, hoy sin duda tuitearía y tendría su FB o blog y le gustaría llegar no solo al “círculo”.

    ¿Qué es un crítico rockero?

    Pauline Kael lo fue, Greil Marcus también. Sin duda lo fue Walter Benjamin. Susan Sontag es acaso la más rockera. Un crítico rockero es aquel que se lanza a la crítica (al mundo) como un artista. Que lo toma todo de manera personal. Que desea conversar con el mundo y, por cierto, modificarlo. Un crítico rockero no pide permiso y es más punk que muchos de los artistas que desean ser tomados en cuenta. Todavía leo a Pauline Kael para escuchar su voz, no para que me recomiende nada, y muchas veces deseo ver aquellas películas que ella destrozó con humor más que aquellas que catapultó (como su exagerada pero rockera crítica a El último tango en París, de Bertolucci). Un crítico rockero tiene una voz más potente que muchos de los artistas o aspirantes a artistas en los que se fija y que, ante todo, se considera a sí mismo una figura mediática y además un artista por derecho propio.

    Eso es clave para que exista un crítico rockero: la voz, la autobiografía, la subjetividad.

    Creo que han sido los más importantes o, al menos, los que más me importan.

    El crítico fan, el crítico groupie, el crítico que a veces pierde su capacidad crítica.

    Hoy hay mejores críticos gastronómicos que de cine.

    Los críticos de series se atreven más que los de libros.

    Quizás porque ahí el diálogo es con el público que está ansioso de una voz externa para iniciar una conversación.

    Parte del hundimiento de la crítica, me dicen, tiene que ver con las nuevas tecnologías y con esa falacia de que ahora “todo el mundo es un crítico”.

    Un crítico rockero tiene una voz más potente que muchos de los artistas o aspirantes a artistas en los que se fija y que, ante todo, se considera a sí mismo una figura mediática y además un artista por derecho propio.

    También ha existido un movimiento sísmico, de placas, en que la academia y lo políticamente correcto terminó ganando el partido. El no querer quemarse o dañar a otros ha provocado el alzamiento del reseñismo. La crítica como orientación, el crítico como alguien que anuncia, constata, comparte, pero nunca hunde y, menos aún, es capaz de catapultar. Cuesta imaginar hoy un crítico con una voz tan famosa como la de aquellos que critica. Esos fenómenos, al parecer, ya no se producen.

    No sé cuándo ocurrió pero, poco a poco, la crítica se ha vuelto una conversación privada (aunque abierta) entre el crítico y el creador (o el mundillo: sus padres, sus amigos, sus editores, los libreros). Esto sucede en todos los ámbitos. No es labor de la crítica impedir que vaya gente al cine o atajar a lectores incautos, pero sin duda era más divertido cuando eso sucedía.

    Héctor Soto de nuevo: “No es tarea de los críticos llevar público a las salas de cine. Pero pienso que sí debiera serlo el hecho de salvar las películas que están en riesgo de ser pulverizadas por la industria del espectáculo. También lo es subir las vallas, jerarquizar, apoyar títulos que partieron en desventaja, relacionarlos con lo que ocurre fuera de la pantalla y abrir puertas al cine –al clásico o al que está en vías de serlo– que nadie debería perderse”.

    Eso le digo a un amigo cineasta por WhatsApp, te trataron con tibieza, nunca estuvo en cuestión que era una cosa de vida o muerte.

    ¿Y lo es?, me pregunta.

    Para vos sí, lo es –le digo, porque es argentino.

    Dale –me dice–, pero para ellos parece que no.

    Y pienso: para ellos parece que no.

    Y claro: no son rockeros y no admiten que también podrían ser artistas. Para ellos parece que no es tan importante ni urgente. La película de mi amigo no fue rechazada, fue tratada con una delicadeza tibia. ¿Resultado? Nadie la fue a ver y se perdió.

    ¿Importa?

    Me gustaría pensar que sí.

    Me gustaría pensar que la crítica cree que sí: que es importante, que es clave, que necesita ser salvada o apoyada, que es un artículo de primera necesidad.

    Mi amigo me dice: uf, por qué la crítica no ama como odia, che.

    No le respondo, pero escribo esto.

     

    Imagen de portada: Pauline Kael, Walter Benjamin y Susan Sontag.

  88. Parra, el maestro

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    Aunque nunca me hizo clases, yo aprendí casi todo de Parra. De su poesía, por supuesto, casi todo lo que sé sobre escribir poesía. No me topé muchas veces con Parra en persona –no tengo anécdotas con él que contar– pero me es difícil, de todos modos, no hablar a tono personal sobre su obra. Porque eso es lo que quiero, a seis meses de su fallecimiento, cuando ya no es noticia: hablar un poco sobre su obra, sobre las lecciones que me entregó y considero relevantes, al menos, para la poesía chilena.

    Siempre imaginé la muerte de Nicanor Parra como un evento significativo en la historia de Chile. Su funeral, pensaba, sería comparable al de Pablo Neruda, un hecho político y poético, que nos daría algo que pensar como país y todo eso. Iluso yo, que suelo olvidar constantemente que la poesía no es el centro de la vida nacional. Y así, como en el “Noticiario 1957”, su deceso fue otro ítem más en un listado que incluía la visita del Papa Francisco, la presentación en sociedad del futuro gabinete de Sebastián Piñera, la justicia negociada para Iván Moreira o la polémica por la Fórmula E. Aunque haya sacado titulares en los medios, fue una noticia entre otras. Es cierto que su velatorio y sepultura dieron harto que hablar a los medios, pero no fue en general sobre su obra poética sino, por ejemplo, sobre la presencia de la Presidenta Bachelet, o luego sobre disputas entre familiares en torno a su legado material. Raúl Zurita se quejó en The Clinic de la ausencia de poesía en las exequias de Parra. Al parecer hubo canto, música y cahuines, pero muy pocos poemas. Y habría sido tan fácil traer su obra a colación: en ella abundan, sin solemnidad alguna, la muerte, los funerales, los ataúdes, como se ve por ejemplo en el poema “Últimas instrucciones”:

     

    Terminado el velorio

    quedan en LIberTAD de acciÓn

    ríanse –lloren– hagan lo que quieran

    eso sí que cuando choquen con una pizarra

    guarden un mínimo de compostura:

    en ese hueco negro vivo yo.

     

    Hasta donde me enteré, los poetas mayormente callaron. Algunos relataron historias con el personaje, pero no escribieron acerca de su trabajo. No desprecio en ningún caso esas anécdotas para armarse una figura más completa de Nicanor Parra, aunque yo solo puedo aportar hablando sobre mis encuentros con su poesía. Y tratando de desentrañar algunas de sus enseñanzas. Porque a través de su producción poética, Parra fue un “maestro”, un profesor antes que un sabio, o un hombre de letras, o un autor famoso que deja una compleja sucesión. Por lo mismo, me parece más provechoso hablar de lo que su obra puede todavía mostrarnos, en lugar de seguir especulando con su supuesta herencia. Lo que me lleva de partida directamente a mis años escolares.

    “Todo es poesía / menos la poesía”, dice un artefacto, lo que no equivale a afirmar que todo vale, sino que hay que buscar la poesía fuera de las convenciones poéticas al uso.

    En mi época de colegio el “género lírico” se abordaba inicialmente en octavo básico. Antes de eso se veían poemas por cierto, pero al menos en mi caso, nada me había hecho interesarme por la poesía. La pedagogía poética era en ese entonces muy limitada, supongo que lo es todavía, y lograba muchas veces que uno, en vez de desarrollar alguna apreciación por ella, acabara despreciando la actividad de hacer versos. La poesía se presentaba como algo romántico, rebuscado u oscuro: cualidades similares a aquellas contra las cuales justamente se había rebelado la antipoesía parriana varias décadas antes. La imagen de poema que me había dejado hasta ese momento mi educación era la de una oda a la rosa (o a la madre), con rimas obvias y figuras convencionales. Más aun, para la escuela, la poesía estaba siempre en los libros, era palabra escrita: un género literario, de hecho. Y tenía montones de reglas que nadie sabía explicar muy bien.

    La profesora de castellano trajo una vez un casete de Pablo Neruda recitando, y puso play para que estuviéramos en silencio mientras ella revisaba el libro de clases. A esas alturas, como todo el mundo, yo ya ubicaba el sonsonete nerudiano, podía incluso imitarlo, aunque rara vez me fijaba en sus palabras, porque Neruda era la imagen viva de la fomedad. Algo de lo que decía esa vez hizo sonrojar y luego reír a la mayor parte de la clase, por lo que asumo que se trataba de un poema erótico. La profesora nos pidió que maduráramos y siguió con su trabajo. En eso, un compañero me pasó a escondidas un libro con una página marcada que venía circulando de banco en banco. La página en cuestión traía el poema “Moscas en la mierda” de Nicanor Parra, y logró en un par de segundos lo que ocho años de escolaridad no habían podido: que la poesía me sacara una carcajada. El libro fue inmediatamente confiscado pero, en vez de amonestarme, la profesora me pidió muy seria que recitara el texto. Esto implicaba pronunciar cinco veces la palabra “mierda” ante la clase, lo que pude hacer apenas sin reírme. Para contextualizar, en esa misma época yo tenía un casete grabado con La voz de los 80 de Los Prisioneros y un pasatiempo favorito con amigos era subirle una y otra vez el volumen para que todos los vecinos escucharan la parte de la “mierda buena onda”: así de subversivos son los niños. Así de ridículamente represiva también era la atmósfera en ese tiempo. Y así de liberadora la experiencia de tropezarse con Parra a los 13 años.

    La profesora mencionó después que eso se llamaba “antipoesía” (aunque no entró en detalles) y trató de tirarnos la lengua sobre lo que habíamos escuchado, en buena onda. Pero el curso quedó más bien mudo. Y tocó el timbre. ¿Qué podía uno decir además? Al leer los versos en voz alta, la risa que me causaba leer el garabato impreso se mezclaba con la intuición de que había ahí algo sombrío, feroz, y muy real: “Porque yo nací y me crié con las moscas / en una casa rodeada de mierda”. Quizás la poesía era un asunto menos benigno que lo que me habían pasado hasta ahora en clases. Quizás un poema era algo mucho más amplio, que podía contener tanto moscas como rosas (o madres). Y donde se podía también decir mierda sin sanciones.

    Esto me llevó a revisar en casa Obra gruesa, en busca de más garabatos (y ojalá alguna transgresión de otro tipo). Decepcionantemente, no hallé ninguno –el poema de la clase se encuentra en el muy posterior Hojas de Parra–, pero sí leí algunas imágenes que me quedaron dando vueltas: un esqueleto que lee Las Últimas Noticias por ejemplo, que aún me hace mucha gracia. Hojeando el libro de noche, en mi cama, sentí de nuevo esa ampliación del campo de lo poético hasta incluir las cuestiones más absurdas, una permisividad con respecto a temas e imágenes, un humor raro que impregnaba esos versos impresos con la “letra de Papelucho”, la clásica tipografía de Editorial Universitaria, que yo asocio con el mundo de la educación escolar. No puedo decir que “entendía” mucho lo leído, se trataba mal que mal de una poesía adulta, muy alejada de mi experiencia preadolescente, aunque sí aprendí de alguna forma que era posible hacer poesía con cualquier cosa, que era incluso necesario usar lo que estuviese a mano para que esta sonara verdadera. En sus poemas, Parra lograba el mismo efecto que esos profesores que, en lugar de decirte lo que tienes que hacer, te desafían a encontrarlo por ti mismo. No tuve muchos maestros así, y es significativo que uno de esos pocos, el recordado “Señor Torres”, haya sido el poeta valdiviano Jorge Torres en su calidad de profesor de técnicas manuales: un parriano de tomo y lomo en sus inicios. A pesar de estas lecciones, no continué leyendo a Parra hasta un par de años después, cuando ya me había interesado en serio por la poesía.

    En el hogar donde crecí había muchos libros, pero pocos de estos eran de poemas. Providencialmente, Obra gruesa era uno de ellos, y estaba por alguna razón en dos versiones: una de bolsillo y tapa blanda, otra empastada, con forro, y fotografías en blanco y negro del autor entre secciones (en una de las imágenes, quizás la más entrañable, Parra abraza a su perro Capitán). Como se sabe, Obra gruesa es una recopilación de sus libros hasta 1969 (excluyendo Cancionero sin nombre), año que recibe el premio Nacional de Literatura. La versión más pequeña –que me llevé conmigo cuando me fui lejos a estudiar, que devolví años más tarde a la biblioteca paterna, que me acabo de robar nuevamente hace poco– es un primor diseñado por Mauricio Amster. Pese a todo el énfasis en la oralidad que se asume en su poesía, Parra es para mí, antes que nada, una serie de libros. Libros que es preciso leer en voz alta por cierto, de modo de escuchar por cuenta propia lo que Parra hace con las palabras.

    Sin estridencias, incursionó en la poesía visual, objetual y conceptual, en la traducción de Shakespeare, desarrolló ese híbrido de oralidad y escritura que son los “discursos de sobremesa”.

    Es natural enfrentar Obra gruesa inicialmente como un solo volumen. Una lectura superficial puede dar la impresión de que a partir de la tercera sección de Poemas y antipoemas –el primero de sus libros incluidos– ya no hay grandes cambios en los textos que siguen: todo es antipoesía, vale decir, textos que dialogan en verso con situaciones, géneros o discursos no poéticos. El antipoeta se muestra como una ameba capaz de absorber todo lo que encuentra a su alrededor, según explica Parra en una carta a Luis Oyarzún desde Oxford a comienzos de los 50. Aunque la voz del antipoeta evoluciona (se vuelve cada vez más disparatada), sus imágenes son invariablemente rotundas y claras, sus versos son medidos, su ritmo es coloquial. Es en esto donde el trabajo de Parra hace evidente su deuda con la poesía popular (algo que comparte con la poesía de su hermana Violeta). De aquí viene también la impresión de que es fácil escribir como él, sobre todo si se identifica el arte de lo poético con la dificultad, la complejidad, el misterio o la penumbra del sentido. Esta lectura superficial de Parra, sostenida en su momento por algunos poetas y críticos, es incapaz de ver que si la antipoesía no ofrece “imágenes de alto vuelo” es justamente porque su vocación es explorar la realidad con los pies bien puestos sobre la tierra, es decir, en el habla cotidiana. No obstante, en sus mejores poemas –“Defensa de Violeta Parra” se me viene a la cabeza– Parra se las arregla siempre para confundir lo alto y lo bajo, el lirismo con la prosa.

    La frecuentación de Obra gruesa permite establecer distinciones entre los libros que la conforman: el tono más bien melancólico de Poemas y antipoemas contrasta entonces con la exploración festiva de formas populares en La cueca larga, las angustias filosóficas (y el trabajo con la visualidad del texto) en Canciones rusas, o los collages demenciales de La camisa de fuerza y Versos de salón. Si tuviera que elegir solo uno de estos libros, me quedaría lejos con este último. Un conjunto colorido y desquiciado de poemas, donde Parra perfecciona la poética de los “Versos sueltos”. He usado numerosas veces el poema que lleva ese título en clases, no para explicar la antipoesía, sino para decir algo sobre la poesía en general: Parra altera ahí la división convencional del trabajo entre autor y lector, por ponerlo de algún modo. En lugar de proyectar su visión personal, como lo haría un poeta romántico, le cede graciosamente a su audiencia la tarea de hallarle sentido y coherencia a lo que parece a primera vista un conjunto aleatorio de obviedades, pero que esconde quizás verdades profundas:

     

    Un ojo blanco no me dice nada

    Hasta cuándo posar de inteligente

    Para qué completar un pensamiento.

    ¡Hay que lanzar al aire las ideas!

    El desorden también tiene su encanto

    Un murciélago lucha con el sol:

    La poesía no molesta a nadie

    Y la fucsia parece bailarina.

     

    Es en Versos de salón, publicado originalmente en 1962, donde Parra hace más claramente un “saludo a la bandera” a las vanguardias de comienzos del siglo XX, las mismas que inspiraron el tipo de poesía que su trabajo cuestiona (Neruda, Huidobro, De Rokha). Y lo hace adoptando la técnica del collage verbal, algo que ya había practicado una década antes, junto a los jóvenes Lihn y Jodorowsky, al elaborar el Quebrantahuesos. En esta ocasión, y para que no reclamen los más conservadores, lo logra además escribiendo en perfectos endecasílabos (como en buena parte de su primera poesía).

    Aunque es tentador hablar aquí de una influencia del surrealismo, me parece que la referencia más evidente es a los medios de información masiva (la prensa y la radio en esa época) y su caótica profusión de noticias. Ezra Pound sugiere que, enfrentada al discurso del periodismo, la poesía logra hablarnos siempre con urgencia en virtud de sus propiedades formales y materiales: “Literature is news that stays news”. De una manera perversa, varios poemas de Versos de salón adoptan justamente la sintaxis de la información mediática para llevarla al paroxismo, haciendo evidente su extrañeza, encontrando poesía en el desorden noticioso en que nos movemos a diario. La naturaleza fragmentaria e inconexa de los textos también sugiere la enajenación del hablante, situación que se agudiza en La camisa de fuerza y vuelve inevitable la explosión posterior del poema en los Artefactos. De hecho, desde comienzos de los 70, y por un buen tiempo, pareció que Parra ya no podía más que ofrecer las esquirlas de una poética reventada.

    Se me ocurren otras conexiones, dignas de ser exploradas por los críticos del futuro: con la creación sobre la base de constricciones de OULIPO o John Cage, con la escritura no-creativa de Kenneth Goldsmith, con el reciclaje de basura como arte en Kurt Schwitters.

    Hubo a comienzos de los 90 –cuando yo empezaba a moverme en el mundo de la poesía– una especie de verdad revelada sobre Parra que circulaba entre poetas: lo único que valdría la pena de su obra sería Obra gruesa y, desde ahí en adelante, este habría simplemente dilapidado su talento en chistes y garabatos. Por más injusta que resultara esta opinión –pasaba por alto dos libros mayores de poesía: Hojas de Parra y Sermones y prédicas del Cristo de Elqui–, Parra no hacía nada para contrarrestarla: había dejado de publicar poemas propiamente tales, y sus manifestaciones públicas parecían reducirse a frases más o menos ligeras acompañadas del dibujo de un corazón con patas, el infame “hablante lírico”. Otras personas, con una formación religiosa más sólida que la mía, se escandalizaban con sus ocasionales herejías y obscenidades, pero ahí yo solo era capaz de ver humor. Se le acusaba también de haber contaminado la poesía chilena de facilismo y trivialidad. “La antipoesía es el SIDA de la poesía”, declaraba, con una metáfora de pésimo gusto, Miguel Arteche. Desde este punto de vista, los “parrianos” eran quienes, en vez de hacer poesía, se hacían los graciosos.

    Hay muchas maneras de responder a estas acusaciones. Por lo bajo se puede decir que un poeta no necesariamente debe hacerse cargo de las “fechorías” de quienes se declaran sus seguidores. Mucho menos en este caso: la antipoesía, tal como yo la entiendo, no es prescriptiva. Si pretende destruir la poesía –o más específicamente la poesía de raigambre romántica– lo hace para dejarnos en libertad de construir nuestra propia poética. “Todo es poesía / menos la poesía”, dice un artefacto, lo que no equivale a afirmar que todo vale, sino que hay que buscar la poesía fuera de las convenciones poéticas al uso. Es así como se puede entender a autores tan distintos como Enrique Lihn, Armando Uribe, Claudio Bertoni o Carlos Cociña, por dar solo algunos ejemplos, como parrianos, es decir, poetas que han desarrollado su obra en el espacio abierto por la antipoesía.

    Parra mismo siguió siempre buscando, ahora lo sabemos: llenando cuadernos de ideas y poemas. Sin estridencias, incursionó en la poesía visual, objetual y conceptual, en la traducción de Shakespeare, desarrolló ese híbrido de oralidad y escritura que son los “discursos de sobremesa”, cultivó formatos viles como el eslogan político, el grafiti o el rayado de baño público, y más de una vez dio con alguna ocurrencia capaz de meter baza en la discusión nacional (véase el célebre y, lamentablemente, acertado artefacto que dice: “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”).

    Una exposición del año 2005 en el MAVI mostraba la cercanía del trabajo de Parra con el del catalán Joan Brossa. Se me ocurren otras conexiones, dignas de ser exploradas por los críticos del futuro: con la creación sobre la base de constricciones de OULIPO o John Cage, con la escritura no-creativa de Kenneth Goldsmith, con el reciclaje de basura como arte en Kurt Schwitters. Movido en sus últimas décadas por una conciencia ecológica, Parra escarbó entre desechos materiales y culturales para hacer una poesía sin ilusiones. De este modo logró huir de la grandilocuencia y mantenerse apegado a la realidad cotidiana.

    Por eso, si al final había que desconfiar de algo, era de su canonización. Quienes quieren ver en Nicanor Parra a un autor trascendental, de leer sus palabras como una especie de oráculo, de buscar sabiduría en ellas, yerran tanto como quienes le niegan cualquier valor a la práctica antipoética. Lo repito, Parra fue sin duda un maestro de la poesía: un profesor permisivo, uno que escucha y enseña a escuchar, uno que demuestra haciendo, uno que insta a percibir lo poético fuera de la literatura autorizada y sancionada. Su escritura está toda ahí, por así decirlo, desplegada en la pizarra. Para quien quiera prestarle atención, resplandecen los trazos de tiza cuando les da el sol por la ventana.

  89. Por qué importa la filosofía

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    Mirando la bóveda celeste

    La pregunta acerca del sentido del quehacer filosófico nace junto con la aparición de la propia filosofía. Es como si esta, a diferencia de otros quehaceres intelectuales que brotan en la cultura seguros de sí mismos y del papel que les cabe en ella, fuera un quehacer, por decirlo así, hipocondríaco, intelectualmente inseguro, hiperestésico, preocupado una y otra vez de palparse a sí mismo para, de esa forma, cerciorarse de su propia fortaleza y saber si vale o no la pena. Mientras la ciencia o la técnica jamás se preguntan si acaso tiene algún sentido ejercitarlas o cuál sería su objeto y se desenvuelven, en cambio, sin detenerse siquiera un momento en ese tipo de preguntas (salvo cuando un filósofo se entromete en ellas como fueron, por ejemplo, los casos de Gottlob Frege y su pregunta referida a qué es un número o el de Baruch Spinoza o de Thomas Hobbes y sus estudios ópticos), los cultores de la filosofía parecen pensar que la primera tarea que tienen por delante es la de justificar ante los demás y ante sí mismos su propio quehacer, saber si el tiempo que dedican a ella, los recursos que distraen y los esfuerzos que gastan, poseen o no alguna utilidad. Mientras el médico, el odontólogo o el abogado ejercen sus oficios llenos de seguridad en sí mismos y de la utilidad social de lo que hacen —curar enfermos, sanar dentaduras y defender intereses—, el filósofo suele preguntarse si acaso lo que hace sirve o no para la vida; la pregunta que alguna vez Friedrich Nietzsche dirigió a la historia en su De las ventajas y desventajas de la historia para la vida, los filósofos suelen dirigirla a la propia filosofía.

    Una de las primeras muestras de esa conciencia incierta que acompañará, como si fuera una sombra, a la reflexión filosófica, la encontramos en la famosa anécdota de la muchacha tracia que se encuentra en una fábula de Esopo recogida y alterada por Platón en el diálogo Teeteto.

    Esopo había recogido la historia de un astrónomo que mirando las estrellas cayó a un pozo, causando la risa de quienes lo vieron. La moraleja que Esopo extrae de la historia es que no hay que alardear de ocuparse de cosas maravillosas si, al mismo tiempo, se tropieza con las cosas ordinarias de la vida.

    Vivimos, sugiere Heidegger, en medio de un mundo, una constelación de significados, una malla de sentido en medio del que se tejen nuestras vivencias y la filosofía sería el esfuerzo por comprender cómo es que ese mundo se constituye originariamente.

    Platón alteró la historia. El astrónomo es ahora Tales de Mileto, quien había vivido dos siglos antes —Heródoto le atribuye una hazaña notable— y la moraleja se aplica a la filosofía.

    “Se cuenta de Tales —se lee en el Teeteto— que mientras se ocupaba de la bóveda celeste, mirando hacia arriba, cayó en un pozo. Se rio de él entonces una sirvienta tracia, jocosa y bonita, diciéndole que mientras deseaba con toda pasión llegar a conocer las cosas del cielo, le quedaba oculto aquello que estaba ante su nariz y bajo sus pies. La misma burla vale para todos aquellos que se introducen en la filosofía”.

    Al final del diálogo Protágoras, Platón vuelve sobre esa inseguridad que aqueja a la filosofía. Allí Sócrates dice temer que, al oír el resultado de la conversación que han sostenido, un espectador tuviera como única reacción posible la de burlarse y comentar que él y Protágoras son gente extraña.

    Las anécdotas de la muchacha tracia que acabamos de recordar, y de Sócrates temiendo la burla, poseen múltiples recepciones en la historia de la filosofía, lo que prueba que en ellas se revela o se insinúa algo de la conciencia que la filosofía tiene de sí misma. Esta aparece también, desde luego, en la Política de Aristóteles, quien debió oírla de su maestro; aunque en su versión el relato toma un leve giro (que como veremos, no hace más que subrayar la inseguridad de la filosofía):

    “Cuentan que como la gente le echaba en cara su pobreza y la achacaba a que la filosofía es improductiva, (Tales) previó gracias a sus conocimientos de astronomía, cuando todavía era invierno, la cosecha que producirían los olivos y, como tenía un poco de dinero, se aseguró mediante fianzas el arriendo de todos los molinos de Mileto y de Quíos. (…) Cuando llegó el momento oportuno y muchos acudieron a la vez y apresuradamente en busca de los molinos, los arrendó en las condiciones que quiso y reuniendo mucho dinero, demostró que es fácil para los filósofos enriquecerse si quieren, pero que no se afanan por ello”.

    No es difícil darse cuenta de que los esfuerzos de Tales, o de Aristóteles imaginando lo que Tales habría hecho en el nombre de la filosofía, son la mejor prueba de cuánto afecta al filósofo la acusación de improductividad y lo extendido del prejuicio que sobre su actividad recaía. Esta defensa de la filosofía, que es al mismo tiempo el reconocimiento de su propia inseguridad, se la observa también hoy en la universidad contemporánea cuando, para justificar su enseñanza, suele señalarse a los prósperos ejecutivos de la City de Londres que habrían cursado el famoso PEP (Politics, Economy and Philosophy), lo que probaría que los filósofos, si quieren, pueden enriquecerse.

    Una de los ecos más cercanos a nosotros de esa anécdota (una anécdota que, como ha mostrado Hans Blumenberg, ha sido recepcionada en prácticamente todas las épocas comenzando, además de Platón, por Diógenes Laercio, siguiendo por los pensadores medievales hasta alcanzar a los modernos) se encuentra en el curso de Heidegger que se publicó en los años sesenta bajo el título La pregunta por la cosa. Se trata de un curso de los años 1935 o 1936, dictado en Friburgo, casi una década más tarde, como se observa, de la publicación de Ser y tiempo.

    Cada vez que comienza, decía Heidegger en la primera de las lecciones de ese curso, la filosofía se encuentra en una situación incómoda que no le permite ni a ella, ni a quienes asisten a sus disquisiciones, sentirse a sus anchas. ¿De dónde deriva, cabría preguntarse, esa incomodidad? Ella deriva del hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con la ciencia, no hay continuidad entre la reflexión filosófica, por una parte, y el representar y el opinar cotidiano, por la otra. En estas lecciones afirma que:

    “Si se toma el representar cotidiano como el único patrón para todas las cosas, entonces la filosofía es siempre algo desquiciado”.

    La filosofía, plantea Heidegger, camina al revés, retrocede, da permanente marcha atrás en un esfuerzo por comprender esa constitución originaria y en esa misma medida lo que ella hace, dice o piensa parece carecer de cualquier utilidad en el mundo cuya constitución trata de develar.

    En la anécdota de Esopo la muchacha tracia representaría, pues, el representar cotidiano, eso que Husserl, maestro de Heidegger, llamaría la “actitud natural” frente al mundo de la vida, la forma espontánea y prerreflexiva que tenemos de asistir a lo que existe. Es frente a esa actitud natural, a esa conducta espontánea que mantenemos en nuestro trato diario con las cosas, lo que Ortega llamaría creencias (las ideas se tienen, dijo este autor, en las creencias se está), que la filosofía aparece como desquiciada y cayendo, por ello, porfiadamente a un pozo. Vivimos, sugiere Heidegger (y lo dice en un sentido aún más radical que como lo había dicho Husserl), en medio de un mundo, una constelación de significados, una malla de sentido en medio del que se tejen nuestras vivencias y la filosofía —desde luego la del propio Heidegger— sería el esfuerzo por comprender cómo es que ese mundo se constituye originariamente. Las cosas, individualmente consideradas, no significan nada: el significado que poseen les viene dado por el mundo al que pertenecen. La filosofía, va a sugerir Heidegger, camina al revés, retrocede, da permanente marcha atrás en un esfuerzo por comprender esa constitución originaria y en esa misma medida lo que ella hace, dice o piensa parece carecer de cualquier utilidad en el mundo cuya constitución trata de develar. La filosofía es como quien en medio del teatro mira el acto de magia no con la ingenuidad del público, sino con el ánimo del intruso que quiere descubrir el truco. Al hacer el esfuerzo de comprender la constitución originaria de un mundo, la filosofía parece carecer de sentido al interior de ese mundo que, paradójicamente, trata de inteligir.

    Durante un seminario realizado en Le Thor en 1969, y en una muestra de cuán significativa le resultaba la anécdota de Tales, Heidegger vuelve nuevamente, luego de tres décadas, sobre ella.

    Tales, observa ahora Heidegger, cae en un pozo porque, abierto a todo lo que existe, experimenta una sobreabundancia o una sobredimensión del presente. Tales, el filósofo, a diferencia de los modernos que transitamos por una época técnica, no ha estrechado la mirada, no ha adelgazado, por decirlo así, su horizonte vital. Por el contrario, ante él comparece de pronto el todo de la existencia y por eso, tocado por esa presencia sobreabundante, mira únicamente hacia el cielo. El filósofo entonces no se aviene con la utilidad de la época porque esa utilidad requeriría que él redujera, por decirlo así, la presencia de lo presente al modo en que lo hacemos de manera cotidiana, restringiendo las cosas que tenemos delante de nosotros a la dimensión de lo útil o a la mano.

    Hemos alcanzado así, concluye Heidegger en la lección que vengo relatando, una indicación indirecta de lo que le es propio al quehacer filosófico: la filosofía es el pensamiento con el que esencialmente no puede hacerse nada; se trata, en suma, de una actividad inútil. La misma idea —la filosofía como lo inútil— se subraya de nuevo en lo que alguna vez se pensó que era la segunda parte de Ser y tiempo. La filosofía, Heidegger declara, es un saber inútil pero, agrega, señorial.

     

    Martin Heidegger (1889-1976)

     

    ¿Un saber inútil?

    Detengámonos un momento en lo que el filósofo alemán querrá decir con que sea inútil. Hacia el final veremos en qué podría consistir, a su vez, lo señorial.

    Por supuesto, la expresión “inútil” que acabamos de emplear debe entenderse, a partir del texto de Heidegger, en un sentido estricto. Este había llamado útil a las cosas que están, decía él, a la mano. Todo aquello que nos rodea en la cotidianidad y en medio de cuyo tráfico cotidiano desenvolvemos nuestra vida. Un útil es una cosa destinada instrumentalmente a servir un determinado propósito que alguien se forja al interior de un mundo, de una cierta constelación de significados. En la descripción que suele hacerse de las cosas y siguiendo una presentación convencional de Aristóteles, un útil es algo cuya causa final (el “¿para qué?”) no le pertenece, ella la posee la causa eficiente (quien lo creó). Y en el mundo contemporáneo las cosas son creadas por el individuo y él, en consecuencia, establece qué sirve y qué no. En esa decisión contemporánea la filosofía parece estar en la segunda categoría o, cuando está en la primera, se encuentra al servicio de causas que ella misma, según veremos, no querría perseguir. En El origen de la obra de arte, Heidegger distingue entre cosa y útil diciendo que la diferencia entre ambas radica en que la segunda es siempre “para” algo. El útil no se determina desde sí mismo sino desde algo que le es heterónomo y a lo cual simplemente sirve. El útil existe al interior de un mundo previamente constituido y por eso, observó Heidegger, el útil mundanea: como las magdalenas de Marcel Proust, el útil, la cosa cuyo sentido es la utilidad, acarrea consigo un mundo al interior del cual adquiere significado y al cual sirve. Los zapatos de un campesino acarrean consigo un mundo, los rastros del mundo a que pertenecen, y solo se nos revelan en su presencia genuina y desnuda cuando Vincent van Gogh los pinta en el cuadro que se puede mirar en el museo de Ámsterdam dedicado a su obra.

    El quehacer de los filósofos consiste, como recuerda Heidegger citando a Immanuel Kant, en exponer los “juicios más secretos de la razón común”. Nietzsche, por su parte, había dicho que se trataba de una “planta rara”.

    Ahora bien, en la modernidad, en la época que Heidegger va a llamar de “la imagen del mundo”, el útil en el sentido que se acaba de indicar, aparece como un recurso, un medio para fines predeterminados.

    La filosofía puede, por supuesto, ser también útil en ese sentido que se acaba de destacar. Ella puede servir a algún propósito de esos que el mundo ya constituido apetece; pero lo que la caracteriza como quehacer intelectual es su permanente esfuerzo por retroceder y retroceder en nuestras certezas inmediatas, debilitándolas, hasta alcanzar un momento donde el propio sentido de lo útil se desquicia. El quehacer de los filósofos consiste, como recuerda Heidegger citando a Immanuel Kant, en exponer los “juicios más secretos de la razón común”. Nietzsche, por su parte, había dicho que se trataba de una “planta rara”.

    La filosofía, podemos adelantar, no es una suma de opiniones, ni una técnica para forjarlas, ni una tradición que nos ayude a elaborar una doctrina para empuñarla en el espacio público. La filosofía es más que eso y al mismo tiempo, como veremos, menos que eso: es más que eso porque ella intenta mostrar que el mundo que tenemos y que damos por acreditado es, en verdad, el fruto de nuestra propia estructura (de nuestra comprensión ontológica, dirá Heidegger); y menos porque, al descubrir eso, la filosofía muestra que no hay doctrina final alguna ni secreto que develar, salvo nuestra capacidad de derruir cualquier cosa que aparente serlo. Esto es lo que quiso decir Jorge Millas cuando caracterizó a la filosofía como un pensamiento al límite y es lo mismo, o casi, que insinúa Ludwig Wittgenstein en un párrafo de sus Investigaciones filosóficas donde sugiere una imagen de la filosofía como la de quien está cavando hasta que su pala se retuerce y ya no puede seguir, aunque quiera, y esto mismo, guardando las distancias, es algo de lo que sugirió Isaiah Berlin cuando en “The Purpose of Philosophy” dijo que las preguntas totalizantes, esas que no era posible responder ni con métodos formales ni con métodos empíricos, eran las propias de la filosofía.

    Heidegger, quien a juzgar por los cursos que han llegado hasta nosotros y el testimonio de quienes pudieron asistir a sus clases, fue un extraordinario profesor (“nadie lee ni ha leído nunca como tú”, le dijo alguna vez Hannah Arendt en una carta), explica inmejorablemente ese carácter radical del quehacer filosófico en un curso que dictó en 1919, cuando era un joven profesor de treinta años.

    Darle un vistazo a esas lecciones ayuda a entender la radicalidad que puede alcanzar la filosofía y las dificultades que, por ese solo hecho, podría experimentar en un mundo como el nuestro que, por confiar demasiado en sí mismo, se siente tentado de abandonarla.

     

    Imagen de portada: Un par de zapatos (1886), de Vincent van Gogh.

     

    Por qué importa la filosofía, Carlos Peña, Taurus, 2018, 220 páginas, $10.000.

  90. El detalle oculto: Augusto D’Halmar como crítico

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    “Convivir entre pintores le hace a uno un alma aparte”, decía Augusto D’Halmar (1882-1950), amigo de pintores más que de escritores y no el único entre los literatos de su generación en señalar al pintor Juan Francisco González como su verdadero maestro: “Quien no le haya conocido no sabe hasta dónde un hombre puede influir en los demás. (…) Él me enseñó esa gran lección que se llama la vida. El amor de las cosas humildes. Me enseñó a inclinarme debajo de los árboles para descubrir las briznas de hierba y a descubrir la belleza de un crisantemo marchito”.

    Textos sobre arte reúne 42 artículos –en su mayoría desconocidos– que D’Halmar publicó en revistas y diarios chilenos durante dos etapas de su vida. La primera, entre 1900 y 1904, cuando era un joven arrebatado que, con Baudelaire como referente, se complacía de aportar su excelentísimo gusto a una escena cultural prometedora. Chile, país de copiones y no de creadores, “de insanos pero no de locos”, amenazaba con despertar de su hispánico letargo y aprender a beber de su propio cáliz. La literatura, con Dublé Urrutia, Pezoa Véliz o los hermanos Lillo, encontraba al fin su color local, por más que la receta (el naturalismo de Émile Zola) también fuese importada. D’Halmar escribía Juana Lucero, su ópera prima ambientada en el barrio Yungay, sugería a Baldomero Lillo titular Subterra a la suya, participaba en las veladas del Ateneo de Santiago y animaba el ambiente desde la revista Instantáneas de Luz y Sombra, donde empezó a ejercer como crítico de arte.

    La pintura había madurado antes que las letras, de la mano de los tres “maestros” indiscutidos: Valenzuela Puelma, Pedro Lira y J. F. González. Detrás de ellos, una vistosa estela de viejos y nuevos talentos: Valenzuela Llanos, Alfredo Helsby, Pablo Burchard o el bueno de Ernesto Molina, malogrado según D’Halmar por su mujer, una irresistible italiana que lo envenenó y lo vio agonizar en compañía de sus amantes. La escultura no se quedaba atrás, liderada por Nicanor Plaza, Virgilio Arias y Simón González, hermano de Juan Francisco. Una joven Rebeca Matte sorprendía cada tanto con las obras que mandaba desde Francia, compensando el segundísimo plano que ocupaban las mujeres en aquel paisaje.

    De ellos y de muchos más escribió D’Halmar y a casi todos los trató de cerca. Su gusto de crítico desprecia la siutiquería y las dimensiones grotescas. Prefiere, antes que modernismos decadentes o “relumbrones impresionistas”, el hallazgo del detalle oculto pero natural que siembra armonía en el caos (considera a Delacroix el mayor pintor del siglo XIX). Lamenta que los pintores jóvenes, tan diestros como mal leídos, cultiven solo el retrato y descuiden la trama social, “esos dramas silenciosos y profundos que se ocultan tras la cortina de la alcoba o la mampara acolchada de algún club”. Es, a veces, un fiscal riguroso que exige oficio y precisión, y otras veces, un cazador de estilo y sensualidad que distingue en cuadros “notas febricentes”, “mariposas que vuelan vagarosas”, “un vago vapor esfumante”.

    Por entonces, el gran acontecimiento de las artes nacionales era el Salón, la exposición anual que tenía lugar en el Museo de Bellas Artes –emplazado en el Partenón de la Quinta Normal– y cuyo jurado, para alentar a los principiantes, se limitaba a rechazar lo “absolutamente inaceptable”. Nadie se imagine por eso un clima fraternal, propio de tiempos ingenuos. Ya en vísperas del Salón, reporta D’Halmar, “comienza a funcionar el club de la tijera, el terrible club del pelambre, que tantos socios cuenta entre los artistas. (…) Llega el día de la admisión: saludos desdeñosos, reverencias zalameras, obras y artistas se cruzan en el pórtico del Salón transformado en puerta del infierno; (…) los ambiciosillos están seguros de obtener medalla, gracias a alguna cartita laudatoria, publicada en este o en el otro diario, dirigida a cualquier jurado con ocasión del día de su cumpleaños, o de la feliz extracción de la muela del juicio (…) surgen los señores críticos como las chinches en verano; cada uno muerde a sus enemigos, cada uno levanta y glorifica a sus amistades. ¡Qué importa la justicia, el arte!”.

    D’Halmar tiene apenas 18 años cuando juzga el Salón de 1900, cuestión que no lo inhibe de sentenciar que “los maestros no concurren dignamente, empiezan a ceder el puesto a la nueva generación”. Si Valenzuela Puelma ha sido eclipsado por su discípulo Helsby, “la borrachera de colores que mareaba a Juan Francisco González ha degenerado en delirium tremens”. Al año siguiente, acaso un poco más maduro, matiza sus críticas a González: “¡Qué vida anima sus cuadros! ¡Qué movimiento en la mancha confusa en que se adivinan mil cosas! (…) ¡Es tan hondamente poeta ese diantre de hombre!”. Para Pedro Lira, en cambio, tuvo elogios más sosegados y críticas más duraderas. Lo irritaba su trato inclemente hacia los jóvenes que no seguían su escuela y, muy especialmente, sus complicidades clericales y palaciegas: “Don Pedro Lira fue no el primer ‘señorito’ que dignó ser artista, sino el primero que tuvo cierto talento para serlo. Como tal desempeña su papel dentro de un país tan amigo de castas como el nuestro”.

    Ya en vísperas del Salón, reporta D’Halmar, “comienza a funcionar el club de la tijera, el terrible club del pelambre, que tantos socios cuenta entre los artistas”.

    Hijo de un navegante francés que se hizo a la mar antes de conocerlo, Augusto Goemine Thompson decía haber tomado su apellido literario de un tal Barón D’Halmar, supuesto antepasado suyo. Hay sospechas fundadas de que esa fue otra de las innumerables fábulas con que adornó su biografía, entre las cuales destaca el soneto “Don Augusto D’Halmar”, que firmó con el nombre de su “amigo” Rubén Darío –a quien no conoció– y que llegó a figurar en ediciones de las obras completas del poeta. De su familia materna, refinada pero venida a menos, heredó sus ínfulas aristocráticas –muy a tono con su personalidad fantasiosa– y su desprecio a la oligarquía criolla, vale decir, a “los mal llamados hombres prácticos” que veían en el arte un lujo decorativo y sumergían al país en la anemia espiritual: “En esta copia feliz del Edén, llamada Chile, mala copia hasta ahora, la raza y el individuo no desaparecen tanto de inanición y pauperismo, como de carencia de ideal y de aliciente para progresar. Se puede existir, casi sin existir. (…) El vicio reemplaza lo que debiera darnos la imaginación”.

    Por eso recomienda a los grandes artistas irse de Chile, lo antes posible, a respirar atmósferas “menos envenenadas” que no atrofien sus talentos. Sobre todo a Valenzuela Puelma, el afiebrado dios pagano que “baila ante sus sirenas y sus náyades una danza dionisiaca que mal pueden perdonar quienes le miran ayunos y sin comprender ni su íntima alegría ni el desenfreno de su exaltación (…) tanto se le repite que está loco, que al fin acabará por enloquecer”. Valenzuela Puelma se fue de Chile, pero la locura lo siguió. D’Halmar se lo encontró en París en 1908, ya perdido y tan miserable que el escritor tuvo que regalarle su propia cama, la última que ocupó antes de morir en un asilo al año siguiente. “Vuelve a Chile como todo un vencedor vencido”, escribirá D’Halmar en 1938, cuando los restos del maestro fueron repatriados y “no fuimos muchos los que le recibimos en el puerto”. Ya en 1903, había acompañado en sus últimos días –no menos solitarios y miserables– al poeta Pedro Antonio González, a quien él mismo le cerró los ojos y en cuyo funeral no pudo hablar por la cantidad de políticos que llegaron a tomarse la palabra.

    Los nuevos chilenos

    En la segunda parte del libro, Augusto D’Halmar es un escritor maduro que en 1934 ha vuelto a radicarse en el país tras el largo periplo que inició en 1907, cuando partió a la India en calidad de cónsul. Y si antes de emigrar acusaba a ciertas “momias” consagradas de aportillar a los jóvenes para mitigar su propio desencanto, ahora es él quien destila nostalgia de sus viejos tiempos, cuando todo empezaba. “Contra todo lo que creemos ingenuamente en la juventud y lo que algunos siguen creyendo a lo largo de la vida, nada de lo que se va vuelve, ni por una vez siquiera”, constata, así como advierte en la obra de un pintor “ese prurito exhibicionista, del cual suele padecer indecorosamente la juventud, porque nadie es tan osado como quien no le ha tomado el peso a la vida”.

    Su primer reencuentro con el arte chileno fue feliz. Una muestra póstuma de Valenzuela Llanos, al que no había apreciado en su momento, le hace escribir: “Cuando un país llega a producir estos obreros y estas obras, ha realizado algo por encima de sus pueriles vanidades nacionalistas. Da su medida y su fruto. Tiene lo que merece y, aunque parezca una paradoja, debe tratar de merecerlo”. Entre los nuevos pintores, sin embargo, encontró el reflejo de una época “desalentadoramente trivial” que solo progresaba en la poesía. El arte se ha vuelto un “lujo barato de nuevo rico”, degradado por las ansias de éxito fácil y por vanguardistas tardíos que pretenden ser artistas sin ser artesanos, ignorando que “tan solo quien puede hacer análisis debe hacer síntesis”. Preparar una tela, diluir los colores, medir la luz, “todo eso que religa las Bellas Artes a las otras no menos bellas, van desconociendo los improvisadores de hoy en día”. De ahí las persistentes evocaciones a González, Valenzuela Puelma y Lira, a los escultores Plaza y Arias. “Eran de cierto otros hombres y otros tiempos. O el caso es que los que corren no los producen ya”.

    Como sea, D’Halmar no dejó de comentar el nuevo arte y de admirar talentos emergentes. Menos afrancesado y más americanista, fundó en 1941 el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso, que dirigió hasta 1945. Sin embargo, y pese a su consigna de vivir de espaldas a los recuerdos para no apresurar la vejez, haber sido “el Benjamín de aquellos cenáculos” le imponía la tarea del sobreviviente: hacer justicia con la memoria de sus héroes muertos y, sobre todo, con la gesta de su propia generación, también próxima a extinguirse. “Porque un camarada que se nos va nos acerca a nuestra propia anulación y hacia el juicio final de la posteridad”, dice él mismo, y emprende esta defensa de los suyos: “Aquellos que ya en su época luchábamos también por la cultura de esta república donde nos cupo en suerte nacer, que nos hizo y a veces deshizo y a la cual vamos rehaciendo a nuestra vez al precio de nuestra vida, debemos de aparecer harto anacrónicos a los ojos de quienes monopolizan hoy la actualidad y usufructúan en cierto modo de cuanto hemos sembrado y que ellos cultivan y cosechan menos desinteresadamente”. Les recuerda a los advenedizos que fueron ellos, los anacrónicos, quienes supieron abrir el camino cuando ser artista era cargar con el estigma del ocioso. “Aquí se hacía historia, no novelas. Sobresalían los jurisconsultos, no los ilusos. Chile era un país serio”.

    El arte se ha vuelto un “lujo barato de nuevo rico”, degradado por las ansias de éxito fácil y por vanguardistas tardíos que pretenden ser artistas sin ser artesanos, ignorando que “tan solo quien puede hacer análisis debe hacer síntesis”.

    Quejoso de los nuevos chilenos que caminan atropellando a los demás, D’Halmar rememora aquel Santiago íntimo que pasaba de la tracción animal a la eléctrica y en que la copa de helado en la pastelería de don Antonio Montero valía 10 centavos. Evoca también su mitificada Colonia Tolstoyana, aquel grupo de jóvenes artistas que, bajo su liderazgo, experimentó la utopía anarquista en San Bernardo, donde Magallanes Moure les cedió una casita y un potrero para arar. En su última conferencia, realizada en 1948 (un año y medio antes de su muerte), todavía aseguraba que León Tolstói les había remitido una postal con un mensaje escrito en ruso y 15 rublos en efectivo. D’Halmar fue siempre un orador deslumbrante y en el Chile de esos años era una leyenda viva (en 1942, por lo demás, había ganado el primer premio Nacional de Literatura), pero ahora se enfrentaba a auditorios más escépticos y mejor enterados de los alcances de su imaginación.

    Como casi todo libro de su especie, Textos sobre arte desentierra algunas piezas admirables y otras de valor meramente documental, que al menos dejan admirar la abnegación de D’Halmar para reseñar 100 cuadros en 10 páginas. Predomina en todo caso lo primero: el animado registro de los esplendores de una época, retratada en vivo por el joven crítico que mira hacia adelante y en retrospectiva por el viejo tercio que mira hacia atrás. Entre esas dos miradas crece un mundo que se fue, pero también la vibración de algo más impreciso y permanente que D’Halmar consigue poner en palabras mientras camina por las calles de Chillán, tres años después del terremoto del 39: “… nos siguió pareciendo como si ese Chillán desaparecido y resurgido del propio polvo de su ruina, obedeciera también al impulso misterioso de una voluntad menos efímera que los mortales y, en definitiva, más sólida que los inmortales. Pasábamos furtivamente las generaciones, entre una corta jornada y una noche interminable, y volvía a alzarse la Ciudad, para eternizar en piedra el sueño de nuestras sombras. En primer término, valía la pena vivir y, en último término valía la pena morir”.

     

    Textos sobre arte, Augusto D´Halmar, Metales Pesados, 2017, 243 páginas, $12.500.

  91. El trabajo futuro

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    Las formas de integración, protección y bienestar construidas durante el siglo XX se verán radicalmente afectadas por el impacto de la tecnología en el campo laboral, en la medida en que miles de “brazos y mentes” sean reemplazados por robots. Todo indica que debiéramos prepararnos para vivir en una sociedad en que el trabajo signifique algo cualitativamente distinto a lo que concebimos hasta ahora. De hecho, la propia frontera entre tiempo asalariado y tiempo libre es cada día más feble.

    por giorgio boccardo

    En 1930, John Maynard Keynes visitó la Residencia de Estudiantes de Madrid para impartir una conferencia magistral en que se esperaban soluciones para salir de la peor crisis económica del siglo XX. Para sorpresa de los asistentes, Keynes anunció que en 100 años la economía dejaría de ser un problema, el mundo sería exorbitantemente rico y las tecnologías reducirían la jornada de trabajo al mínimo. No obstante, para que las futuras generaciones disfrutaran de este nuevo bienestar, habría que esforzarse en reducir las desigualdades que la industrialización estaba provocando.

    Ad portas de cumplirse una centuria de esa conferencia, sabemos que Keynes no se equivocó sobre el crecimiento económico y el papel de las tecnologías. Sin embargo, no parece que los nietos de quienes asistieron a la Residencia de Estudiantes estén disfrutando de la riqueza producida. Mientras las brechas entre países desarrollados y el resto del mundo se reducen, la desigualdad entre personas se eleva exponencialmente. Esto no es producto de una “mano invisible” o de “imperfecciones” del mercado, sino el resultado de las transformaciones productivas que lideran los gigantes informáticos, financieros e industriales que dominan la economía global.

    Ahora bien, el problema no se limita exclusivamente a la concentración de la riqueza generada en las últimas décadas. Como señaló Bauman en El mundo sin trabajo, asistimos a una profunda transformación de la relación entre el trabajo, las tecnologías y el rumbo que está tomando nuestra sociedad. Son cambios que aún no comprendemos del todo, pero que están afectando nuestra forma de vivir, al punto de socavar la institucionalidad política y las formas de integración, protección y bienestar construidas durante el siglo XX. De ahí la urgencia política de comprender cuáles son las principales transformaciones ocurridas en las últimas décadas y, sobre todo, de prepararnos para vivir en una sociedad en que el trabajo significará algo cualitativamente distinto a lo que fue en el siglo XX.

    Una de las tendencias más perturbadoras del último tiempo es que, por primera vez en la historia del capitalismo occidental, la productividad se desancla del trabajo. En los últimos 15 años, una proporción creciente del valor de bienes y servicios no está siendo creado por los trabajadores. La robotización y automatización de procesos productivos está reemplazando miles de “brazos” y “mentes”, a una velocidad mucho mayor a la de la oferta de nuevos puestos de trabajo. Por ejemplo, en la emblemática industria automotriz, cerca de la mitad de los empleados ya no trabajan con sus manos; en cambio, se encuentran supervisando máquinas, desarrollando software o atendiendo a clientes. Pero no solo son reemplazadas las actividades más pesadas y repetitivas, sino que muchas tareas que realizaban obreros altamente especializados.

    El polémico estudio de Frey y Osborne sobre el futuro del empleo vaticina que profesiones como piloto comercial, redactor técnico, contador, vendedor minorista o telefónico desaparecerán en las próximas dos décadas.

    La robotización amenaza también a los trabajadores de traje y corbata. Contra las interpretaciones que vieron en la sociedad “posindustrial” el desarrollo de trabajadores calificados y autónomos con base en el conocimiento, ahora se observa la eliminación de ocupaciones completas o procesos de devaluación de trabajos que antes requerían de conocimiento especializado. Un informe del Boston Consulting Group en 2015 pronostica que la inversión en robots industriales crecerá en un 10% anual en las principales naciones exportadoras; en tanto, el polémico estudio de Frey y Osborne sobre el futuro del empleo vaticina que profesiones como piloto comercial, redactor técnico, contador, vendedor minorista o telefónico desaparecerán en las próximas dos décadas. En otros casos, la automatización devaluará trabajos que antes requerían de habilidades profesionales o técnicas, y ostentaban importantes niveles de autonomía, como es el caso de médicos, abogados o profesores que, en adelante, deberán “convivir” con robots.

    Pese a que la reducción de puestos de trabajo avanza a pasos agigantados, principalmente en los países industrializados, en términos globales nunca en la historia humana había existido una proporción tan grande de trabajadores que dependieran de su salario para vivir. Esto, principalmente fruto de la modernización de las relaciones laborales en países como China, India o Brasil (léase, reducción del trabajo semiesclavo o trabajo infantil). Al mismo tiempo, el encarecimiento de esa mano de obra ha significado “un retorno” de la industria a países como Estados Unidos, claro que sin que se recuperen las tasas de empleabilidad de los obreros calificados. De todas formas, no existe un acuerdo sobre si esta supresión de puestos de trabajo obedece a una etapa de transición o si asistimos derechamente a una era de desempleo estructural, en que se produzca un hiato irremontable entre trabajo y reproducción de la vida humana.

    Si bien esta nueva ola de automatizaciones ha facilitado las tareas más pesadas o repetitivas, lo que de por sí puede ser considerado positivo, ¿por qué tenemos la sensación de trabajar cada vez más y de vivir en un estado de incertidumbre permanente?

    En el capitalismo actual, a partir de un uso concreto de las tecnologías, aumenta la flexibilidad y la fragmentación del trabajo hasta diluir los límites entre el tiempo de trabajo asalariado y el tiempo libre. La jornada deja de tener límites claros, al punto de que se puede trabajar en todo momento y lugar. Mediante teléfonos inteligentes, computadores y una conexión a internet, es posible realizar parte (o la totalidad) del trabajo desde el hogar, en un espacio de coworking o durante los tiempos de desplazamiento. Con ello, una premisa básica del capitalismo industrial (que el trabajador vende “voluntariamente” un tiempo de trabajo definido y que el capital proporciona un espacio y los medios de producción), pierde su sentido histórico. En consecuencia, a diferencia de lo que Keynes pensaba, a saber, que la humanidad tendría que aprender a ocuparse en actividades no económicas, el tiempo y los lugares de trabajo socialmente disponibles para producir bienes y servicios aumentan, prácticamente de forma ilimitada. Los cuales no necesariamente se remuneran o están protegidos por la seguridad social de antaño, en detrimento del tiempo libre y la certidumbre del trabajador.

    Mujeres, migrantes, guerras

    Ahora bien, la robotización y la flexibilidad del trabajo no han sido los únicos medios a partir de los cuales se han elevado las tasas de ganancia. La feminización y las nuevas corrientes migratorias de trabajadores permiten nuevos saltos de productividad, pero también alteran la fisonomía de los sujetos y los códigos culturales de la sociedad del trabajo.

    La nueva producción flexible y tercerizada se sostiene crecientemente en el trabajo de mujeres. Sin embargo, su asalarización no solo se produce en condiciones desiguales en relación con los hombres (peores contratos, salarios y oportunidades de desarrollo), sino que se emplean en trabajos que requieren de “habilidades femeninas”, como el cuidado, la empatía o la cosificación sexual del cuerpo. Además, las tareas reproductivas del hogar siguen recayendo mayoritariamente en mujeres, por lo general de forma no remunerada, lo que les dificulta poder disfrutar del poco tiempo libre que les deja su jornada laboral. En definitiva, el capital aumenta la fuerza de trabajo disponible mediante un uso mucho más intensivo de la división sexual y, al mismo tiempo, asegura la reproducción de la fuerza de trabajo. Lo anterior ha detonado el ascenso de movimientos de mujeres de carácter internacional, cuya fuerza e impacto en el resto de la sociedad resultan muy superiores a los que detentan los sindicatos de obreros y empleados.

    Los ingresos fijan el acceso y uso de la ciudad, la posibilidad de una vida saludable o el ejercicio de libertades individuales.

    Los conflictos armados han devastado regiones enteras en el mundo, acelerando nuevamente la movilidad internacional de los trabajadores. En la mayoría de las situaciones, los inmigrantes se emplean en ramas que exigen menor calificación al tiempo que sus contratos son más flexibles, sus salarios más bajos y sus jornadas más extensas que las de los trabajadores nativos. Por lo general suelen realizar las tareas más pesadas o aquellas consideradas socialmente denigrantes, lo que de momento les evita a los empleadores invertir en procesos de automatización productiva. Paradójicamente, su carácter más global y socialmente devaluado los ha proyectado como una fuerza de trabajo asalariada que comienza a levantar las banderas contra la desigualdad y el racismo, renovando el ímpetu de las anquilosadas burocracias sindicales.

    La cancelación de derechos sociales avanza con la expansión de nuevos mercados de servicios para las distintas esferas de reproducción de la vida. Esta privatización de derechos fundamentales, antes bajo la tutela de instituciones democráticas, ha reforzado la necesidad de trabajar más y en peores condiciones. Cada vez resulta más común que una persona sea al mismo tiempo asalariado a tiempo parcial y emprendedor (por ejemplo, conduciendo un Uber o arrendando por Airbnb). Sin embargo, en el capitalismo contemporáneo, el problema no se reduce a la pérdida de la seguridad social alcanzada durante el siglo XX. Cuestiones como el acceso y uso de la ciudad, la posibilidad de una vida saludable o el ejercicio de libertades individuales quedan condicionados a unos ingresos cada vez más insuficientes. Lo que limita la soberanía que tienen los individuos sobre su vida, pero también la solidaridad de estos con el colectivo, hasta tal punto que la política se torna incapaz de asegurar algo tan básico como el derecho a la existencia humana.

    Capitalismo, trabajo y democracia

    Sin duda, el capitalismo que vivimos hoy no es el mismo que vivió Keynes. La maduración que alcanza, su renovada y expansiva capacidad de encadenar relaciones sociales y de apropiarse de la cooperación humana requieren de un entendimiento mucho más profundo de lo que significa el trabajo en la actualidad. Además, las resistencias colectivas a estas transformaciones aparecen por fuera del ámbito de la producción. Al menos, por fuera de los estrechos marcos de la fábrica o de la oficina del siglo XX. Lo anterior ha llevado a concluir a intelectuales como Habermas y Offe que el trabajo ha dejado de ser el espacio fundamental en que se constituyen las subjetividades. Pero que la realidad parezca una cosa, no significa que lo sea. Al menos eso pensaba Marx cuando elaboró su noción de fetichismo de la mercancía. Por lo mismo, una noción ampliada de producción y de trabajo puede contribuir al entendimiento de los problemas actuales de constitución de sujetos en su dimensión material.

    De todos modos, no hay punto de retorno al siglo XX. Posiblemente, ni sus instituciones políticas ni sus sistemas de seguridad social sobrevivirán la actual coyuntura, lo que no implica quedarse de brazos cruzados (aunque la robotización nos obligue un poco). Todo lo contrario, apremia que intelectuales, partidos y fuerzas sociales debatan seriamente sobre qué hacer con el actual modelo de desarrollo y las tesis del crecimiento sostenido. Hemos llegado a un punto en que el capitalismo choca con una realidad que aún le cuesta asumir a sus defensores: la finitud de los recursos naturales y del propio planeta. Ni siquiera el viejo desarrollismo redistributivo, que tanto seduce a la izquierda tradicional, es una alternativa viable hoy en día.

    Asimismo, urge proyectar formas concretas de garantizar el derecho a la existencia a esos miles de desempleados estructurales que la automatización está produciendo, así como a aquellos que fruto de la devaluación de sus trabajos no podrán vivir dignamente. También concebir modos de acabar con el trabajo no remunerado de las mujeres y con la sobreexplotación que sufren los trabajadores inmigrantes en todo el mundo. No obstante, para alcanzar todo aquello, se requerirá de organizaciones políticas radicalmente distintas a las actuales.

    Aunque no sabemos si seremos capaces de heredarles un mundo mejor a nuestros nietos, si realmente creemos que la tecnología y el desarrollo no caen del cielo, es nuestra responsabilidad producir un futuro alternativo al que nos legaron nuestros abuelos. De nosotros depende elegir democráticamente su dirección.

  92. Las confesiones y confusiones de Pierre Drieu La Rochelle

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    Mientras los ocupantes alemanes huyen de París ante su inminente liberación, dos escritores franceses en bandos opuestos, que deberían detestarse, se reúnen. Jean Paulhan, miembro de la resistencia y antiguo director de la Nouvelle revue française (o N.R.F.), visita a Pierre Drieu la Rochelle, tras una tentativa suicida de este en agosto de 1944. Drieu, colaboracionista, es quien reemplazó a Paulhan en la revista bajo la ocupación nazi. Habían sido amigos, lo seguían siendo y esa será la última vez que se vean.

    Pronto, apenas recuperado, Drieu se paseará solitario por casas heladas: son los refugios en los suburbios de París o en el campo que le procuran sus más cercanos. No tuvo un juicio o no alcanzó a tenerlo, pero imaginó uno en su escrito tardío Exordio, en el que reconoce: “Hemos jugado y yo he perdido. Reclamo la muerte”. La historia de los meses finales de su vida tiene un desenlace conocido: el deceso por mano propia, en un tercer intento. Aunque el suicidio de Drieu es un momento ineludible y siempre referido —hasta desatender su obra—, la última etapa de su existencia suele ser descuidada por sus biógrafos: él ha jugado, y ha perdido.

    A la vida de poesía y cabaret, sucedió una de “gran” sociedad, cenas e invitaciones, multiplicando sus conquistas femeninas: casado dos veces, dos veces divorciado, tuvo diversas amantes. Drieu participó en numerosas iniciativas periodísticas, editoriales y políticas.

    En Les derniers jours de Drieu la Rochelle, la historiadora Aude Terray optó por revisar toda la vida del escritor a partir de su derrota final, rastreando su comportamiento entre el 5 de agosto de 1944, día del funeral del crítico de origen mexicano Ramón Fernández, y el 15 de marzo de 1945, el día de su muerte, analizando de manera retrospectiva sus distintas facetas. La de Terray, junto a otras publicaciones recientes, ayudan a iluminar la compleja y a veces contradictoria personalidad de Drieu la Rochelle.

    Igualmente complejas y contradictorias podían considerarse las personalidades de muchos ciudadanos franceses de la época, y las relaciones entre ellos, cuando resistentes y colaboracionistas convivían de cerca. Eso también ocurría entre los escritores: en la ocasión que Terray elige como partida de su libro, en el funeral de Fernández, están presentes autores tan opuestos como Drieu, Jacques Chardonne, Marcel Jouhandeau, Marcel Aymé, François Mauriac, Jean Paulhan… Curiosamente, existe respeto y a veces amistad, a pesar de los antagonismos políticos e ideológicos.

    Entre guerras

    Nacido en 1893 en una familia burguesa originaria de Normandía, Drieu La Rochelle creció en París en la atmósfera venenosa de un matrimonio mal avenido. Movilizado para la Primera Guerra Mundial,  se fue a la lucha, con 19 años, llevando en su mochila Así habló Zaratustra. Destinado en Bélgica, el 23 de agosto de 1914, el ejército francés se bate en retirada en la batalla de Charleroi. Allí Drieu es herido en la cabeza y su amigo judío André Jéramec muere bajo la metralla alemana (con la hermana de Jéramec se casará en 1917). Veinte años después, en 1934, aquellos combates le inspirarán La comedia de Charleroi, una novela con un narrador muy parecido a él mismo, quien regresa al campo de batalla en 1919, tras el cese de hostilidades, como secretario de la madre de un camarada muerto en combate. Heroísmo, rebeldía y desesperación son las sensaciones que sobrevuelan el libro.

    Tras la guerra, Drieu vuelve a París como un convencido pacifista y europeísta. Sus primeros libros de ensayos Mesure de la France (1922) y Le Jeune européen (1927) muestran esas convicciones. Conoció la ciudad de los locos años 20 y de las vanguardias artísticas. Cercano al grupo Dadá y luego a los surrealistas, fue amigo de Louis Aragon y André Malraux. Noctámbulo, pasa las noches bebiendo y escribiendo poesía. En 1925 aparece su primera novela, El hombre cubierto de mujeres, como todas las suyas, de marcado tono autobiográfico.

    La sucesión de casos de corrupción que afectan a la república francesa y las primeras experiencias fascistas en el exterior llevan a Drieu a creer en la regeneración de Francia por el fascismo, para así evitar que el país se hunda en la decadencia orquestada por masones, izquierdistas y judíos, que por entonces lo obsesionan.

    A la vida de poesía y cabaret, sucedió una de “gran” sociedad, cenas e invitaciones, multiplicando sus conquistas femeninas: casado dos veces, dos veces divorciado, tuvo diversas amantes. Drieu participó en numerosas iniciativas periodísticas, editoriales y políticas. Por entonces escribe una de sus novelas más famosas, Fuego fatuo (1931), llevada al cine más de una vez (la mejor, quizá, por Louis Malle en 1963).

    En febrero de 1934 todo cambia con el ataque al Parlamento por la extrema derecha. Drieu no participa, pero en las semanas siguientes comparte con su amigo Bertrand de Jouvenel en Alemania, donde conoció a Otto Abetz, el futuro embajador del Tercer Reich en París durante la ocupación. La sucesión de casos de corrupción que afectan a la república francesa y las primeras experiencias fascistas en el exterior llevan a Drieu a creer en la regeneración de Francia por el fascismo, para así evitar que el país se hunda en la decadencia orquestada por masones, izquierdistas y judíos, que por entonces lo obsesionan. Ese año escribe otro ensayo político, Socialisme Fasciste, en el que desplegó su nueva ideología. Dos años después se unió al partido de Jacques Doriot, el primero de corte abiertamente fascista en Francia. Es también por entonces que escribe una de sus novelas mayores, Gilles, que publica en 1939, con un protagonista que comparte muchas de las opiniones y algunos aspectos de la biografía del propio Drieu.

    Ocupación y colaboración

    En la Francia ocupada, en 1940, Drieu convenció a Otto Abetz de volver a publicar la N.R.F. con él como director. Drieu le pide a Paulhan ser codirector, pero este, indignado por los decretos antisemitas, rechaza la oferta al tiempo que se dedica a dirigir La Pléiade. La dirección de la N.R.F. es complicada para Drieu porque las grandes figuras (Gide, Malraux, Mauriac, Valéry) se niegan a publicar bajo la sumisión nazi.

    A pesar del colaboracionismo de Drieu (quien escribió en su diario páginas de un antisemitismo enardecido), ayuda en la liberación de escritores prisioneros (como Sartre) de campos de trabajo forzado y a Paulhan, en mayo de 1941, a huir de las cárceles de la Gestapo.

    La dirección de la N.R.F. es complicada para Drieu porque las grandes figuras (Gide, Malraux, Mauriac, Valéry) se niegan a publicar bajo la sumisión nazi.

    En octubre de 1941, Drieu realizó una visita oficial a Alemania para un Congreso de escritores en Weimar, donde se exaspera con sus colegas. Huye de Ramón Fernández (solo interesado en el alcohol) y de Marcel Jouhandeau (solo interesado en los jóvenes tenientes alemanes). Un año después, participa en el segundo viaje alemán para el Congreso de Escritores Europeos. La delegación francesa es menos numerosa, los más prudentes declinan la invitación, pero Drieu decide no escapar, pues lo veía como una cuestión de honor. Los dos viajes a Alemania pesarán en su contra.

    En realidad, ya en 1942 Drieu había perdido el interés en la política fascista; sus obras y la revista no hacían eco de antisemitismo alguno. El escritor, decepcionado con el fascismo, recurría a la historia de las religiones y las espiritualidades orientales. Una muestra de estos intereses se trasunta en los del narrador de una nouvelle que cubre parte de esos años, Diario de un exquisito, uno de los textos publicados de manera póstuma, en 1963, en la colección Histoires déplaisantes. Escrito como un diario íntimo (una primera parte, en 1934 y una segunda después de 1940), el narrador es un redactor en una revista de arte, que está cansado de todo, incluso del amor y busca esencias perdidas en las civilizaciones del pasado. Por cierto, es un egoísta de narcisismo asumido, antihéroe y esteta marginal. Como el Gilles de la novela homónima, este personaje no conoce la piedad con sus amadas: tiene una amante más joven que él, hermosa, que se ha embarazado, pero la perspectiva del compromiso lo lleva a la ruptura, que tiene lugar en una isla; ella abortará, se casará con otro, pero estará condenada a la esterilidad. Escribe este “exquisito”: “Busco sin cesar la soledad para entregarme al miedo”, una frase que pronto podrá suscribir Drieu.

    Tras la liberación, la muerte

    En 1943, durante un viaje en Suiza, Drieu se niega a escuchar a De Jouvenel, quien le aconseja disfrutar de la montaña hasta el final de la guerra. Decide regresar a Francia con una promesa a sí mismo: cuando las tropas aliadas lleguen a París, se matará. No huirá, no se esconderá, no se dejará atrapar.

    A pesar del colaboracionismo de Drieu (quien escribió en su diario páginas de un antisemitismo enardecido), ayuda en la liberación de escritores prisioneros (como Sartre) de campos de trabajo forzado y a Paulhan, en mayo de 1941, a huir de las cárceles de la Gestapo.

    En el verano de 1944, la victoria aliada es cuestión de semanas. Se suceden dos intentos de suicidio: el 11 de agosto, Drieu ingirió una droga, luminal, pero fue salvado in extremis por un lavado gástrico; poco después, en el Hospital de Neuilly, abre sus venas con una navaja, pero las enfermeras intervienen a tiempo. Al momento de la liberación, a diferencia de Céline, rechaza el exilio, así como la oferta de Malraux de ayudar a esconderlo. Para él, huir de Francia era una deshonra. Paulhan y Mauriac estarán entre los escritores resistentes que en el París liberado se opondrán a los abusos moralistas de la “depuración” y abogarán por el derecho al error. Paulhan escribió en septiembre de 1944 en Le Figaro un artículo en que revela que salvó su vida gracias a Drieu.

    Pero contrariamente a sus sueños de honor, Drieu se oculta, deambula de escondite en escondite, protegido por un pequeño grupo, que quiere evitar su arresto y juicio. Durante más de seis meses, la muerte anda cerca, pero él ya no está tan seguro de querer encontrarse con ella. Durante ese tiempo, Drieu recibió amenazas, su nombre aparece en la lista de los perseguidos. Él sabe que tendrá que pagar, pero considera que aunque estaba equivocado, no traicionó. No reconoce ninguna legitimidad a quienes lo juzgarían y cree que no tiene cuentas que rendir.

    Al enterarse de una orden de arresto en su contra y después de sus dos intentos fallidos, Drieu terminó con su vida ingiriendo gardenal y abriendo el gas, solo, la noche del 15 de marzo 1945, después de una de sus caminatas.

    Diversos Drieu

    Frente a la imagen excesivamente oscura de la vida de Drieu que entrega la visión retrospectiva de su final, hay que señalar que no fue únicamente un vencido y un suicida. En realidad, fue muchas cosas, sucesiva o simultáneamente, en distintos momentos: fue un fascista antisemita, sí, pero también fue un soldado valiente y un dandi melancólico, sensible a los encantos de la elegancia.

    En política, su trayectoria es la expresión de convicciones borrosas y de mínima consistencia. Si del socialismo pasó al fascismo, hizo otros giros radicales; a modo de ejemplo, tan solo en sus últimos años: en diciembre de 1941, dudó de la victoria alemana y criticó a Hitler como un caudillo de guerra; habiendo renunciado al partido de Doriot en 1939, regresa a él en 1942 antes de entusiasmarse desde 1944 por Stalin, su nuevo héroe.

    Ya en 1942 Drieu había perdido el interés en la política fascista; sus obras y la revista no hacían eco de antisemitismo alguno. El escritor, decepcionado con el fascismo, recurría a la historia de las religiones y las espiritualidades orientales.

    En amores, fue un misógino, pero también un seductor, con especial gusto por las mujeres ricas: entre ellas, Christiane Renault, la esposa del industrial Louis Renault; también, la mecenas y escritora argentina Victoria Ocampo. A pesar de las separaciones y los divorcios, a pesar de sus traiciones, sus amadas le guardaron cariño. Aude Terry muestra cómo este hombre “cubierto de mujeres” fue efectivamente ayudado por ellas: amantes, ex amantes, esposas, ex esposas, especialmente su primera esposa, Colette Jéramec, de quien se divorció en 1921, siempre estuvo a su lado: en 1945, fue ella quien se hizo cargo de toda la organización de sus escondites; en parte, era por agradecimiento, pues en 1943, ella, judía y resistente, fue arrestada con sus dos hijos y Drieu, gracias a sus amistades alemanas, los salva de la deportación.

    Por otro lado, fue un autor que no solo escribió sobre cuerpos triunfantes y sobre amores tortuosos bajo la doble fascinación por la muerte y lo absoluto. Por ejemplo, aunque menos conocido quizá, fue un entusiasta incondicional del aire libre y del camping. Esto se descubre, entre otras cosas, en Chroniques des années 30, una selección de artículos, la mayor parte inéditos en libro, a menudo olvidados, que Drieu publicó en los años 30 (en estricto rigor, entre la primavera de 1928 y marzo de 1941, período en que el autor escribió para la N.R.F., Marianne, La Revue européenne, entre otras publicaciones).

    En ellos aborda los más variados asuntos. Va desde la figura del aviador estadounidense Charles Lindbergh a la condición femenina o las orillas del Sena. Puede dedicarse a algunos acontecimientos semipoliciales, como el “caso” Hanau, ocurrido en 1930, uno de los escándalos financieros que llevaron a los movimientos antiparlamentarios en 1934; o el juicio por parricidio de Violette Nozière (referida aquí como Nozières), iniciado en 1933: el caso de una joven que llevaba una doble vida y que intentó matar a sus dos progenitores, lográndolo con el padre, caso que inspiró una película de Claude Chabrol. Escribe sobre la Guerra Civil en España o sobre artistas y visitas a museos (Soutine, Goya, la Venus de Milo), lo mismo que sobre Buenos Aires y Borges. En 1932 Drieu viajó a Argentina, invitado por Victoria Ocampo (en otro lugar lo señaló como uno de los momentos cruciales de su vida); en uno de los artículos recogidos en este libro afirma, de manera célebre y no muy amable con su anfitriona: “Borges vale la pena el viaje”.

    Mucho antes de la llamada “autoficción”, Drieu habló de su obra como una “ficción confesional”. Se preguntaba, con razón, en las primeras líneas de su relato Estado civil (1921): “¿Sabré algún día contar algo que no sea mi historia?”.

    Escritor confesional

    “La literatura no es más que una forma edulcorada de la confesión, del testimonio, que son funciones eternas del hombre, funciones previas a la oración”, se lee en el Diario de un exquisito. Y efectivamente, mucho antes de la llamada “autoficción”, Drieu habló de su obra como una “ficción confesional”. Se preguntaba, con razón, en las primeras líneas de su relato Estado civil (1921): “¿Sabré algún día contar algo que no sea mi historia?”.

    Con personajes que se parecen a él, enfrentando problemas que se parecen a los suyos, apremiados por dudas que se asemejan a las que a él le atormentan, como pocos, en el caso de Drieu vida y obra se confunden. En “El novelista mundano” (publicado en Nouvelles littéraires, en diciembre de 1931 y recopilado en Chroniques des années 30) presenta un diálogo entre un escritor y un amigo. Cuando el segundo le pregunta al primero por qué no escribe historias largas, con muchos personajes, el escritor le responde: “Podría escribir una larga historia, pero donde los personajes no abundarían. Podría escribir, por ejemplo, una larga confesión que sería numerosa y compleja, pero dentro de los límites de mí mismo”.

    Incluso la voluntad de terminar con su vida está en el tejido de toda su existencia, mucho antes que en la obra literaria. En Relato secreto (publicado póstumamente en 1950, pero escrito entre sus intentos de suicidio) dice que muy niño, por curiosidad, derramó su sangre con un pequeño cuchillo elegido entre la platería familiar; durante la Primera Guerra Mundial, según cuenta en La comedia de Charleroi, encerrado en un granero, agotado por días de caminar bajo un sol abrasador, se quita el zapato para colocar un dedo del pie en el gatillo de su arma cargada y mirar el cañón: “Palpaba ese fusil, ese extraño compañero de ojo muerto que solo necesitaba de una caricia para quemarme hasta el alma”.

    El itinerario de la vida y obra de Drieu es la de un viaje errático y un destino roto, las disquisiciones de un hombre obsesionado por sus elecciones y sus incertidumbres, dando testimonio de sí mismo. Como dijo el crítico Gaëtan Picon: “El fracaso de Drieu, después de todo, es el de la sinceridad”.

     

    Les derniers jours de Drieu La RochelleAude Terray, Editorial Grasset, 2016, 234 páginas, €18.

     

    Chroniques des années 30Pierre Drieu La Rochelle, Les Éditions de París Max Chaleil, 2016, 144 páginas, €15.

     

    Diario de un exquisitoPierre Drieu La Rochelle, Editorial Olañeta, 2015, 192 páginas, $11.750.

     

    La comedia de CharleroiPierre Drieu La Rochelle, Editorial El Nadir, 2016, 96 páginas, $21.710.

     

    Confesión y otros escritosPierre Drieu La Rochelle, Ediciones UDP, 79 páginas, 2009, $8.500.

  93. No hay plazo que no se cumpla

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    Pienso que una forma de cataclismo institucional detonó una “tormenta perfecta”: los carabineros y el Ejército con sus saqueos a los fondos públicos, los partidos y la crisis de los políticos Soquimich, la derecha Penta, el cohecho de las pesqueras. Y, de manera estruendosa, la iglesia chilena. Todos colapsaron en tiempos si no sincrónicos, al menos similares, ocasionando un nítido malestar en parte de la ciudadanía que confiaba, se comprometía y hasta admiraba algunos de estos frentes.

    Más allá o más acá de que una parte de la escena internacional actualmente haya sido protagonizada por mujeres exigiendo derechos, lo que desde luego ha activado el campo feminista en años recientes, me parece interesante leer la aparición del movimiento feminista universitario y secundario chileno de manera múltiple, sin desconocer los parámetros institucionales que señalé.

    Más de un 30% menos en sus salarios a igual trabajo marca la ruta del desvalor, señala una increíble discriminación y explica la carencia que rodea a la mujer de sectores pobres del país.

    Desde mi perspectiva, la caída de estos grupos de poder marcados por sus signos extraordinariamente masculinos puede ser asociada (de manera no lineal) con un deterioro social que se volvió proclive a “escuchar” a las estudiantes y re-conocer, de manera masiva, las severas limitaciones simbólicas y materiales impuestas en el transcurso vital de las mujeres.

    No se pueden obviar las múltiples, sorprendentes limitaciones que rodean lo que se ha llamado desde principios del siglo XX “la condición de la mujer”. Una condición ineludible es la salarial, que puede ser entendida como una síntesis literal de un conjunto de elementos materiales y simbólicos. Más de un 30% menos en sus salarios a igual trabajo marca la ruta del desvalor, señala una increíble discriminación y explica la carencia que rodea a la mujer de sectores pobres del país.

    Es importante señalar también que el universo simbólico de las mujeres está construido desde una fuerte colonización masculina que se establece multifocalmente y las ocupa de manera rizomática. Es esa colonización de sus imaginarios lo que permite, en gran medida, un estado de cosas y posibilita que un grupo no menor de mujeres colabore con su propia opresión. Los miedos múltiples e incesantes (inoculados por el conjunto del sistema) son una sombra-cuerpo que acompaña a las mujeres a lo largo de toda su vida.

    De manera creciente, la iglesia perdió su maníaca tutoría sobre el cuerpo de las mujeres. Los “escándalos” eclesiásticos (todavía en curso) generaron automáticamente una cierta inhabilidad para seguir liderando la acostumbrada censura que permeaba y ejercía una pedagogía sexual en contra de las mujeres en la totalidad del espectro social. Porque lo más importante, a mi juicio, es la existencia de lo que se podría denominar como una crisis de liderazgo masculino, si se entiende como masculino el poder alojado en los distintos segmentos que conforman el sistema.

    Los alegatos por acoso sexual por parte de las estudiantes ya se habían hecho públicos con resultados débiles marcados por sumarios lentos de ambiguas resoluciones. Frente al descontento estudiantil se generaron protocolos, pero sin duda lo más importante fue la instalación de espacios reflexivos y comunitarios que dieron reconocimiento a un problema agudo e irresuelto y permitieron visibilizar el abuso de poder como un signo recurrente a nivel nacional. A esto hay que agregar los métodos, inflexiones, cánones y matices que permiten asegurar el sexismo en toda la escala de la enseñanza.

    De manera creciente, la iglesia perdió su maníaca tutoría sobre el cuerpo de las mujeres. Los “escándalos” eclesiásticos (todavía en curso) generaron automáticamente una cierta inhabilidad para seguir liderando la acostumbrada censura que permeaba y ejercía una pedagogía sexual en contra de las mujeres en la totalidad del espectro social.

    Quisiera relacionar la explosión feminista con la gratuidad como un elemento fundamental en la reincorporación de un derecho (todavía insuficiente) que se había perdido por décadas. Porque la todavía incipiente gratuidad transita e impacta todo el espacio universitario. Incorpora especialmente la memoria de años de lucha estudiantil inscrita en la estructura social como deber del Estado y alivio para los sectores más vulnerables. Considero que de manera imprescindible, la gratuidad modifica las atmósferas y los transcursos universitarios y genera una diferencia con la noción de educación emanada de la dictadura. Así, no dejaría de pensar también en una conexión (fundamental) entre la irrupción feminista y la gratuidad universitaria como rasgo emancipador, como memoria de un movimiento que logró remecer y afectar la estructura neoliberal.

    En otro registro, el actual gobierno de Sebastián Piñera llegó con el automandato de prolongar su tiempo en el poder. Sus funcionarios parecen decididos a borrar cualquier signo que devele la pasión por la riqueza y la vocación ultraneoliberal que los mueve. Sin embargo, esos funcionarios inevitablemente entran en contradicciones que son perceptibles y se precipitan a corregir. Desde una estrategia fundada en la mera apariencia de una derecha moderna e inclusiva, la irrupción feminista obligó al gobierno completo, incluido el Presidente de la República, a declararse feminista, y así la palabra perdió el sentido negativo que la caracterizaba. De esa manera, la propia derecha contribuyó a inscribir un término del que abomina. Y su megaincorporación social marca un momento decisivo nunca antes experimentado en la historia local.

    Pero, desde luego, sería injusto negar la historia épica y resonante de la mujer que se inició de manera sutil, progresiva, en el siglo XIX, pero que permitió en 1887 la firma del decreto que aprobó el ingreso de la mujer a la universidad. Fue ese temprano ingreso el que posibilitó el acceso de mujeres a mandos medios en los servicios públicos. Esos gestos y gestiones se multiplicaron y, más aún, se profundizaron a principio del siglo XX con la formación de numerosas organizaciones de mujeres hasta encontrar su exacto derrotero en el Movimiento pro Emancipación de la Mujer Chilena (MEMCH), liderado por la abogada feminista Elena Caffarena, con la participación y asesoría de la feminista Marta Vergara.

    El MEMCH marcó un punto de inflexión al interior de los movimientos de principios del siglo XX. Su proyecto fue verdaderamente plural en la medida en que planteó una unión entre mujeres de clase media como también de sectores obreros buscando derechos inéditos hasta ese momento, que revirtieran las malas condiciones laborales, familiares y de salud que rodeaban a las mujeres de su tiempo.

    De manera iniciática, el MEMCH abogó por dos temas claves: el divorcio y el aborto. Estas peticiones radicales se hicieron porque la organización estaba formada por mujeres laicas que no experimentaban las agudas opresiones religiosas de su tiempo. La expansión del MEMCH fue posible por el diseño de inteligentes dispositivos de organización y difusión. Hay que destacar que se construyó un fuerte aparato comunicacional mediante una nutrida correspondencia con sus socias a lo largo de Chile, la edición de una revista y también la realización de congresos. Más adelante, todas las numerosas organizaciones de mujeres de su tiempo convergieron en una única estructura orgánica para conseguir el voto político: la FECHIF o Federación Chilena de Instituciones Femeninas. Este derecho se alcanzó en 1949.

    No dejaría de pensar también en una conexión (fundamental) entre la irrupción feminista y la gratuidad universitaria como rasgo emancipador, como memoria de un movimiento que logró remecer y afectar la estructura neoliberal.

    Post voto se instaló una forma de silencio de estas organizaciones. Una de las posibilidades analíticas para pensar este silencio es considerar la entrada de la mujer en la militancia y la esfera política, lo que les permitió alcanzar representación parlamentaria. Pero los partidos políticos, como estructuras fuertemente masculinas, relegaron a sus militantes y parlamentarias a atender asuntos llamados “femeninos” de asistencia familiar, dejando de lado los rasgos opresivos emanados de la construcción arbitraria y móvil de género, condiciones que eran el centro que posibilitaba la desigualdad de los cuerpos.

    Por otra parte, las demandas por una sociedad más igualitaria descansaron básicamente en la lucha de clases y esa lucha fue, en general, la característica de su tiempo. Más adelante, la instalación de la dictadura intentó imponer una construcción de mujer semejante a los planteamientos del siglo XIX, que definían como único horizonte en los espacios públicos, múltiples e incesantes labores de asistencia.

    En los años ochenta se produjo una rearticulación del feminismo local que se fundó en la modificación de las estructuras marcadas por lo arbitrario y lo convencional. El exilio chileno, fundamentalmente las mujeres exiliadas que volvían desde distintos lugares del mundo, trabajaron activamente esta nueva etapa del feminismo y su inserción en parte de la población. Pero, desde luego, la palabra “feminismo” siempre provocó rechazo, una abierta burla y la más interesada caricatura en sectores mayoritarios de la población. En cierto modo, la palabra satanizaba a las mujeres. Los ochenta y su empeño liberador permitieron la visibilidad de las disidencias sexuales aliadas al feminismo más allá de reconocer sus específicas demandas.

    Los ochenta y su aura de desacato y subversión antidictatorial fueron capaces de aunar diferencias y visibilizar por primera vez de manera nítida el poder contenido en las construcciones de género. La incorporación de teorías, de lecturas y especialmente de escrituras fue clave para añadir más elementos analíticos. Julieta Kirkwood aportó con sus libros una valiosa mirada local que sustentó la urgencia feminista de esos años.

    La transición noventera y sus procedimientos de opresión a la memoria, el ingreso de las elites políticas fundamentalmente masculinas al poder estatal, la presencia tóxica de las fuerzas pinochetistas, el poder de la iglesia y su dogma familiar y excluyente de la mujer como sujeto fueron algunos de los elementos que detuvieron la expansión feminista y más aún, la acorralaron, retomando desde el SERNAM los antiguos parámetros de la mujer como mera productora de familia y reproductora de familia.

    El consumismo y la deuda fueron instrumentos de domesticación de la población. La trama del sistema ha producido, a lo largo del tiempo, la violencia machista –desde los maltratos hasta el femicidio– que se fue desnaturalizando de manera progresiva hasta provocar el rechazo masivo de las mujeres a estas prácticas y crímenes. No se trata, desde luego, del fin de estas prácticas violentas; de hecho, los crímenes en contra de las mujeres no se detienen, solo se hace visible el efecto extenso del machismo en estos tiempos.

    Los crímenes en contra de las mujeres no se detienen, sólo se hace visible el efecto extenso del machismo en estos tiempos.

    El avance neoliberal y el progresivo retiro del Estado marcaron la nueva época que hasta hoy rige el espectro social. De una u otra manera el Estado había beneficiado a la familia mediante asignaciones múltiples que se fueron perdiendo hasta desaparecer. Esa falta de acicates detonó un proceso silencioso y creciente del debilitamiento ostensible de la institución matrimonial al punto de legitimar las uniones libres, lo que, desde luego, iba a favorecer a la mujer al liberarla de la obligación al matrimonio.

    Pero esta liberación y, por otra parte, la extraordinaria desigualdad generada por el neoliberalismo abrieron en estos años un nuevo escenario. Las mujeres jefas de hogar se multiplicaron y al mismo tiempo se redujo a niveles inéditos la tasa de natalidad.

    Desde mi perspectiva, estos elementos alteraron “desde abajo”, de manera silenciosa, los mandatos impuestos. No es ahora el matrimonio el recorrido obligatorio, ni los hijos un deber uterino y, en un porcentaje no menor de la población, la mujer dirige su hogar. Aunque los discursos dominantes no han reconocido con la atención que se merece este estratégico cambio cultural que remece las antiguas estructuras, sin duda forma parte de una modificación a las formas asignadas por el sistema y las oficialidades. Se trata de una desobediencia a los mandatos, una salida de libreto.

    Habría que pensar en este escenario social y unirlo al levantamiento feminista signado por mujeres jóvenes que han modificado su horizonte vital en lo que se refiere a un hecho estructural que recaía sobre ellas: la conformación de familia como prioridad, obligación y deber. Entonces quiero afirmar que las mismas mujeres “desde abajo” produjeron una emancipación al marcar una línea de legitimación de otra circulación social. Señalar que estas jóvenes vienen de otra composición social que circula por todo el aparato social.

    Desde otra perspectiva, no se puede negar la importancia de la globalización tecnológica que genera formas de comunicación más amplias. Así, los impactos de las escenas internacionales son mucho más veloces y circulan de manera transversal por los espacios sociales. Pero desde mi perspectiva, los estímulos más poderosos provienen de lo local.

    Una pregunta recurrente es cómo se va a extender o si va a extender, acaso no es un movimiento elitista, cómo ligar el estamento universitario con el resto de asociaciones, cómo integrar a las mujeres de sectores vulnerables, hasta qué punto integrar a hombres en alianza con el movimiento feminista.

    Efectivamente, este resonante movimiento feminista altera la correlación de fuerzas en la medida en que ahora porta una cuota de poder público. Una pregunta recurrente es cómo se va a extender o si va a extender, acaso no es un movimiento elitista, cómo ligar el estamento universitario con el resto de asociaciones, cómo integrar a las mujeres de sectores vulnerables, hasta qué punto integrar a hombres en alianza con el movimiento feminista. Una de las preguntas más incisivas es si acaso el movimiento considera la modificación del modelo neoliberal como uno de los bastiones para conseguir la expansión de su poder en el interior del campo social.

    Existe una incógnita. Sin embargo, me parece que más allá de las legítimas preguntas y de las acciones que buscan una ampliación, hay que pensar que ya existe una zona inédita y que esa zona es poderosa y, en cierto modo, inamovible por imperativa.

    Es completamente previsible la intención de las mujeres que conforman la derecha neoliberal y sus intentos por apropiarse de la lucha feminista para aplacar y diluir el movimiento. Del mismo modo, el machismo imperante va a redoblar sus intentos por destruir las consignas y demandas porque alteran las relaciones y producen un ostensible cambio cultural. Las mujeres permeadas por la lógica conservadora que las invade y las coloniza serán unas aliadas fundamentales para desautorizar y resistir estos cambios culturales que conducen a una nueva política y, por ende, a una nueva realidad social.

    Y en un registro diferente, también hay que considerar las diferencias al interior del movimiento, las pugnas, los roces y fricciones que se pueden ocasionar. Pero desde mi perspectiva, las diferencias forman parte de las comunidades unidas por un horizonte emancipador hacia una nueva política.

    Las diferencias son importantes. No se trata de construir un rígido y jerárquico ejército de mujeres y adeptos sino un horizonte móvil y propositivo que rompa la inequidad en que se estructura el pacto social. Sería importante no pensar este movimiento desde resultados meramente pragmáticos. Se trata de develar el poder, se trata de extremar la imaginación. Se trata de darles un sentido pasional a los cuerpos.

     

    Imagen de portada: Kena Lorenzini (Wikimedia Commons).

     

    Mayo feminista. La rebelión contra el patriarcado, Faride Zerán (editora), Cristeva Cabello, Alejandra Castillo, Jorge Díaz, Diamela Eltit, Nona Fernández, Luna Follegati, Olga Grau, Kemy Oyarzún, Nelly Richard, Camila Rojas, Valentina Saavedra, Javiera Toro, Beatriz Sánchez, Alia Trabucco Zerán, Ximena Valdés, LOM, 2018, 184 páginas, $9.000.

  94. Palabras de despedida

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    Pasa seguido. Muere alguien y cedemos al sentimentalismo. Con esa guía es fácil desembocar en lugares comunes aglomerados de curas de voz meliflua, poetas y poetisas de juegos florales, y familiares con debilidad por la exaltación de los pelmazos y el elogio de los crueles. El violento se vuelve bonachón, el tacaño, desprendido, y el padre ausente impregna todo con su benéfica presencia cotidiana. Esa inadecuación descriptiva, que en su versión extrema falsifica los recuerdos, puede anestesiar emocionalmente: al rato resulta más fácil ironizar que compadecer a quien recibió el chancacazo de la pérdida. He sido testigo de varias ceremonias así, y por ahora no veo cómo evitarlas, salvo que renuncie a asistir a funerales, abandone la iglesia durante la prédica y los discursos, o me taponee los oídos con esos toperoles de esponja que amortiguan el ruido del tráfico y nos sumen en una sonoridad amniótica.

    El otro día saqué la cuenta: llevo años preocupado de no ser infiel a la memoria cuando me toque hablar de un muerto a quien le deba unas palabras. Hasta ahora me he salvado. Pérdidas de verdad íntimas solo tuve siendo niño, y a los ocho años todos estamos excusados de hacer cualquier cosa que no sea llorar o mirar con pasmo a los adultos desvalidos.

    Desde entonces, algunos muertos cercanos, aunque más en el papel que en los hechos. Esas veces siempre ha habido gente que se ofrece para discursear. La misma gente que ocasionalmente se disputa la pole position a la hora de sacar el ataúd, en busca de un protagonismo negociado entre bandos familiares enemistados por cuestiones de todos los días, como herencias que apenas alcanzan para un plato de piures.

    Llevo años preocupado de no ser infiel a la memoria cuando me toque hablar de un muerto a quien le deba unas palabras. Hasta ahora me he salvado. Pérdidas de verdad íntimas solo tuve siendo niño, y a los ocho años todos estamos excusados de hacer cualquier cosa que no sea llorar o mirar con pasmo a los adultos desvalidos.

    En el mundo anglo, creo haber leído por ahí, existirían colaboradores de diarios y revistas que escriben obituarios por anticipado. Los hay bien buenos: perfilan una vida con cuatro trazos certeros, a la manera de los dibujos de estética zen, situándose muy lejos de las biografías mastodónticas, que pueden narrar con morosidad los tormentos del personaje cuando el poto se le llena de furúnculos, como ha ocurrido en el caso de Marx, o detenerse a examinar el polvo del follaje más remoto del árbol genealógico, como si los parientes del año del cuete guardaran el secreto que explica los culebreos de personas que ni siquiera conocen o recuerdan los nombres de esos ancestros.

    A veces me he sorprendido redactando mentalmente pequeñas oraciones fúnebres de personas con salud de hierro, y a quienes preferiría inmortales. Nunca he llegado demasiado lejos con esos ejercicios, que suelo emprender mientras camino con la vista barriendo los pastelones de la vereda. A mitad de camino tiendo a concluir lo mismo: quizá todo resultaría menos forzado si en vez de ensayar cosas personales, leyéramos algo escrito por otros, en otros tiempos o en estos, en prosa o en verso, y en el idioma que prefiramos: castellano, inglés o checo. Pienso en la Biblia, que conozco tan poco como los meandros verbales del suajili, aunque lo suficiente para saber que abundan los versículos saturados de experiencias sepulcrales. Pienso en textos que afrontaron sin desteñir las penalidades de la enfermedad, la soledad de la vejez, la inminencia de la propia muerte y el tránsito por el tierral del luto.

    Tengo pésima memoria, leo más de lo aconsejable, retengo poco de todo eso, mi cabeza gira en banda con ideas fijas que me aíslan en un estado de ensoñación morbosa, y aun así nunca he olvidado el “Blues fúnebre” de Auden, que releo creyendo contar con los versos ideales para sacar la voz cuando me acogote el nudo en la garganta y la mente esté a punto de nublarse: “Parad vuestros relojes, descolgad el teléfono, dadle al perro un buen hueso para evitar que ladre. / Que callen los pianos y, al ritmo del timbal amortiguado, / el féretro sacad, y vengan los que lloran”.

    La muerte espanta. De nada sirve intentar imbuirse de la ética despreocupada de Epicuro, para quien el miedo a la muerte es absurdo, porque el bien y el mal, la felicidad y el dolor, se originan en las sensaciones que el fin de la vida apaga, haciendo de la mortalidad una fuente de serenidad antes que un mensajero de inquietudes. Pensar rectamente nunca ha enderezado las raíces torcidas de la conciencia. El espíritu propone, la carne dispone. Ante la muerte, queda la posibilidad de identificar nuestras prioridades en la escala de los valores que aplicamos a quienes nos dejan marcando ocupado en mitad de la noche.

    Mi mayor elogio, condicionado por esta época en la que cualquier fulano reclama atención invocando traumas causados por rasguños inevitables, incluso, en la vida más mansa: la dignidad que acompaña a quienes no tienen la costumbre de hacerse la víctima, se tragan lo que haya que tragarse, y siguen adelante con la constancia impertérrita que tienen las fuerzas de la naturaleza, arrastrando consigo a quienes de otra forma quedarían varados a un costado, boqueando faltos de aire.

     

    Imagen de portada: Funeral Procession (1955), de Ellis Wilson.

  95. Álvaro Bisama: “Me interesan las ficciones donde la memoria está rota”

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    Laguna, la nueva novela del escritor porteño, narra lo acontecido una noche de verano de 1992, en la que un estudiante universitario termina involucrado con el hampa viñamarino. Plagada de fantasmas y digresiones alucinadas, el libro representa una radical apuesta formal por la frase corta. En esta entrevista, el autor cuenta cómo concibió esta historia y las referencias que lo rondaron mientras escribía.

    por matías hinojosa

    Desplegar un recuerdo (o una pesadilla) hasta sus últimas consecuencias es lo que se propone Álvaro Bisama en Laguna. En esta, su séptima novela, el narrador cuenta los sucesos ocurridos una noche de verano de 1992, en la que por accidente termina involucrándose con el hampa viñamarino, en una historia plagada de apariciones fantasmales y digresiones alucinadas. El libro, además de presentar una acción trepidante, radicaliza una apuesta formal que Bisama ha explorado ya en títulos anteriores: el uso exclusivo y riguroso de la frase corta.

    “1992. Febrero. Estoy fuera de lugar. Vengo del sur. Vivo con lo mínimo. Estudio para ser profesor en la universidad. Llamo a mi casa por teléfono una vez por semana. Uso el teléfono de una panadería”, se lee en las primeras páginas de Laguna, donde también se dan cita otros elementos inconfundibles de su literatura, como las permanentes referencias a la cultura pop –la historia, de hecho, toma lugar justo en los días en que se realiza el Festival de Viña del Mar, situación que es aprovechada para integrar en el relato, por ejemplo, la espera de los fanáticos afuera del Hotel O’Higgins o la presentación en el certamen de Ana Gabriel. Asimismo, entre medio de la acción, aparecen referencias a J.J. Benítez, Poison, Phil Collins, Duran Duran y películas b como Critters.

    El protagonista de Laguna es asaltado por los recuerdos mientras mira la pantalla de un televisor no sintonizado. “La radiación me baña. Los programas se acabaron. El mundo duerme. Yo no cierro los ojos. La luz es un murmullo. Recuerdo”, dice el narrador, quien se remonta a ese año en que, aburrido de estar en la casa de sus padres, decide volver a Viña semanas antes de entrar a clases. Es en el contexto de esos días de vagabundeo por la ciudad que se encuentra con el Chino, un ex compañero de universidad que toca covers de Alberto Plaza y Fernando Ubiergo en un bar. Y será a través de este personaje que el protagonista entrará en relación con los bajos fondos de la ciudad.

    “Creo que 1992 le iba bien al relato: un Chile paralizado por la promesa de la modernidad, un mundo de susurros y lleno de monstruos, una democracia vigilada donde nadie podía hablar demasiado fuerte porque la cristalería de la realidad podía romperse”.

    El anterior es el argumento central de la novela. Sin embargo, en Laguna se superponen marcos temporales y también otras historias. Uno de los momentos más notables del libro ocurre cuando Bisama toma uno de estos caminos laterales y narra, en voz de uno de los personajes en las últimas páginas de la novela, una versión afiebrada de la vida de Luis XVI, en la que el rey sobrevive a la guillotina y huye hacia América.

     

    ¿Por qué la frase corta te pareció indicada para esta historia?

    Eso lo descubrí en el camino. Las razones son dos. La primera tiene que ver con el ritmo de la novela, que depende de cómo se mantiene la tensión, de cómo la voz del narrador se sumerge en cierto vértigo del que no puede salir y que simplemente se acelera en el estado medio alucinado en el que está, en ese intersticio entre el día y la noche, el olvido y el recuerdo, los vivos y los muertos. La segunda razón es procedimental: escribir desde ese tipo de frase como una premisa, como un método, como una forma de buscar salidas imprevistas, llevando la prosa y el relato a lugares que no esperaba.

     

    ¿La novela es un intento por dar forma literaria a aquella idea, expresada por el narrador, de que “la memoria es un virus” y “una ola llena de desperdicios”?

    Tiene algo de eso. Me interesan las ficciones donde la memoria está rota y se recompone a duras penas a partir de lo que no sabe que carga, de los detalles vueltos escombros; quizás porque esa memoria privada existe en un lugar más cercano al horror que a la épica. En ese sentido, esos desperdicios abordan lo irrecuperable, lo que se quemó, lo que perdió contexto o sentido. Laguna quizás funciona desde ahí, tiene una voz que parece a ratos estática porque narra todo como si fuesen apariciones, como si los objetos y los personajes existiesen como habitantes de otro mundo, de ese lugar extraño que es el pasado.

     

    ¿Por qué elegiste ambientar los hechos en 1992? 

    Eso se dio por razones biográficas. Quise jugar con los paisajes que recordaba de adolescente usándolos de decorado, inventándolos de nuevo para efectos narrativos. No sé si hay intención documental en eso. De hecho, creo que buscaba lo contrario, abordar en la novela esos recuerdos de un mundo ahora perdido, de esa ciudad que desapareció, que no está más, que se convirtió en otra cosa. Además, creo que 1992 le iba bien al relato: un Chile paralizado por la promesa de la modernidad, un mundo de susurros y lleno de monstruos, una democracia vigilada donde nadie podía hablar demasiado fuerte porque la cristalería de la realidad podía romperse. Pero esa explicación es posterior: siempre supe que transcurriría en 1992.

     

    Antes de sentarte a escribir, ¿cuál fue la primera imagen o certeza que tuviste?

    Tuve dos ideas que no tenían nada que ver. En la primera, alguien recorría Viña de noche. Y en la segunda, alguien contaba la historia del último rey de Francia antes del amanecer. No sabía cómo se relacionaban y creo que por eso escribí la novela. Me pasó lo que me pasa siempre: quería saber cómo iba a contar eso, qué clase de voz podía narrarlo.

     

    “Me gusta la luz de los televisores encendidos. Es una luz extraña. Parece viva pero es el recuerdo de algo que ya sucedió, una emisión que proviene de un mundo imaginario. También me gusta que se trate de una luz fluctuante, en perpetuo movimiento”.

    El relato está cruzado por un suspenso que no baja la marcha. ¿Piensas en la experiencia que tendrá el lector mientras escribes?

    Es raro, porque nunca pienso en el lector así. Creo que los lectores son muy distintos y tienen experiencias diferentes y respeto justamente el hecho de que el acto de la lectura sea algo intransferible e íntimo. El suspenso tiene que ver con lo que me pasaba a mí mientras escribía, con mantenerme yo mismo atraído por el relato, porque estaba descubriendo lo que sucedía en la medida en que lo escribía, pues sabía que estaba escribiendo una pesadilla pero también estaba disfrutando hacerlo, sobre todo en el plano del lenguaje. Por supuesto, no tenía nada de eso claro mientras trabajaba. Todo se fue construyendo en el proceso, aunque intuía que ahí había un ritmo, un tono. Entonces aplicaba una máxima que en realidad era pura especulación: si yo seguía interesado, el lector eventualmente también lo haría. Ojalá sea así.

     

    La novela parte y termina con un televisor no sintonizado que observa el protagonista. De hecho, la contemplación de este aparato es la que detona todo el recuerdo que se narra en Laguna. ¿Qué significado tiene?

    Me gusta la luz de los televisores encendidos. Es una luz extraña. Parece viva pero es el recuerdo de algo que ya sucedió, una emisión que proviene de un mundo imaginario. También me gusta que se trate de una luz fluctuante, en perpetuo movimiento. Hay algo terrorífico en ella, casi asfixiante, al modo de la promesa de algo que no está a la vista pero existe ahí agazapado, velado; algo que no vemos pero intuimos como cercano. Por lo mismo, pensé que el narrador debía estar bañado por esa luz, debía quizás escuchar las imágenes de la estática de una pantalla, al modo de una psicofonía, mientras que él mismo narra desde una especie de limbo, un intersticio, un lugar blando.

     

    ¿Mientras trabajabas en Laguna tuviste algunas referencias dándote vueltas?

    Sí. Obvio. La laguna Sausalito, Lovecraft, la poesía de Gonzalo Millán, las calles y el color de Viña de aquellos años que traté de pensar medio de memoria, medio inventándolas. También fragmentos de canciones que metí de contrabando, lo mismo que el poema de Joseph Brodsky que me iluminó respecto a ciertas cosas. Y al final, cuando estaba editando la última versión, el libro de Alfonso Alcalde sobre los psicópatas de Viña, que me parece que habla de una ciudad cuya arquitectura está hecha de puro pánico.

     

    La novela funciona muy bien como síntesis de tu estética y tus obsesiones. ¿Te parece que en ella hay una depuración de lo que ha sido tu proyecto literario? 

    No lo sé. No lo tengo claro. Están ciertos temas que me interesan, pero no quiero depurar nada. De hecho, escribí Laguna sin intención de mostrarla. No tenía sentido. Pensaba en otras cosas, otras búsquedas que me importaban en la novela. Luego eso cambió. Escribir es algo muy concreto, pero a la vez muy frágil. Escribir hace que ciertas cosas se vuelvan más claras, aunque es algo posterior al mismo hecho de la escritura.

     

    Fotografía de portada: Carla Mc-Kay

     

    Laguna, Álvaro Bisama, Alfaguara, 2018, 119 páginas, $12.000.

  96. Opiniones de la dama Elizabeth Costello

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    En 1999 J.M. Coetzee publicó dos libros, Desgracia y Vidas de animales, la primera es la novela que le valió su segundo Booker Prize y la segunda, la presentación del alter ego que le ha servido como vehículo para exponer algunas de sus ideas, la escritora australiana Elizabeth Costello. Vidas de animales contiene dos conferencias escritas bajo la forma de cuento que Coetzee leyó en Princeton en 1997 y que seis años más tarde se convirtieron en los dos primeros capítulos de la brillante novela Elizabeth Costello. Estos cuentos-conferencias de Coetzee marcan un cambio en su trabajo literario, un alejamiento de las convenciones narrativas y la adopción de una forma que combina elementos narrativos y ensayísticos para apoyar la causa de los derechos animales.

    Elizabeth Costello (2003) consiste en ocho lecciones que sirven como vehículo para ideas sobre la literatura en África, la sexualidad, la vejez, el mal y el lenguaje. La operación de llevar ideas al papel es ciertamente riesgosa, ya que podría recordarnos a los artificiales intercambios filosóficos que Sade pone en boca de personajes ocupados en una orgía, o a los diálogos platónicos, dos ejemplos donde la forma literaria es apenas un marco para la exposición del pensamiento del autor. Elizabeth Costello es todavía una obra de ficción, pero es también un primer acercamiento a la ficción filosófica o a la novela de ideas.

    En “Vanidad”, los hijos de Elizabeth Costello notan en su madre los primeros signos de resistencia a la vejez y la comparan con un personaje de Chéjov, uno en busca de una mirada que la reconozca como mujer y le permita recuperar en parte su juventud.

    Elizabeth Costello, el personaje, vuelve a aparecer en Hombre lento (2005), la primera novela publicada por Coetzee tras recibir el premio Nobel de literatura. Hombre lento es otro trabajo de metaficción, en este caso estructurado en torno a reflexiones sobre los vínculos entre el escritor, los personajes y la realidad. Esta estructura es uno de los medios, distintos a los de la novela tradicional, a los que Coetzee echa mano para hacer filosofía sin hacer filosofía, para cumplir fines didácticos y morales a través de una Elizabeth Costello guiada por la compasión y la intuición.

    He dicho todo lo anterior porque Coetzee acaba de publicar en español, antes que en cualquier otra lengua, Siete cuentos morales, una colección de relatos donde reaparece la escritora australiana y se nos vuelve a plantear la naturaleza paradójica de la forma elegida para sus nuevos relatos, algunos publicados en revistas como The New Yorker, Granta y The New York Review of Books, y hace rato disponibles en internet. Estos siete cuentos están organizados en orden cronológico, lo que refuerza la idea de que asistimos a la exposición de cómo Elizabeth Costello se las arregla para lidiar con su vejez, idea que ya aparecía en la novela del mismo nombre, específicamente en el capítulo titulado “La novela en África”, cuando la vemos siendo por primera vez excluida del juego de la seducción, “como si fuera una niña otra vez, con un horario para irse a la cama”.

    El primer cuento, “El perro”, presenta a una mujer que puede ser una joven Elizabeth Costello, una que todos los días pasa en bicicleta frente a un enorme perro que le ladra frenético desde el otro lado de una reja. Estamos aquí ante una etapa larvaria del desarrollo del sistema filosófico de Elizabeth Costello, todavía no es madre y sus neuronas no han adquirido “el tinte otoñal” que la preocupará en el futuro. En esta etapa Costello todavía humaniza al perro, atribuyéndole la satisfacción doble de ser temido y de dominar a una hembra.

    Puede ser que conjugar realismo e ideas sea una dificultad insalvable en esta línea de trabajo, pero también ocurre que Coetzee logra despegarse del fango argumentativo y encender en el lector el deseo de terciar en el intercambio entre Costello y su hijo, inflamado por sus propias ideas y sentimientos sobre los animales.

    Luego, en “Una mujer que envejece”, vemos a Costello tomar consciencia de su transformación en una anciana que deplora cosas y repite la frase “a qué hemos llegado” para, más adelante, deslizar una línea que puede ser leída como un comentario del propio Coetzee sobre el libro que estamos leyendo: “No porque tus obras contengan lecciones sino que son una lección”.

    Esta sensación de estar presenciando un auto-examen metaficcional de Coetzee es recurrente en este cuento, por ejemplo cuando se cuestiona el aire de superioridad moral de los escritos sobre los derechos animales y cuando Costello le dice a su hijo: “Te aliviará saber que todavía me dedico a la narrativa. Todavía no he descendido a andar pregonando mis opiniones”. En el último cuento, titulado “El matadero de cristal”, Elizabeth Costello menciona tres veces su crisis ante la forma y la creciente dificultad con que enfrenta el momento de ceñirse a un modelo literario tradicional.

    “La anciana y los gatos” es el cuento donde la artificialidad de los diálogos es más patente, y también aquel donde las ideas de Costello cobran vida. Puede ser que conjugar realismo e ideas sea una dificultad insalvable en esta línea de trabajo, pero también ocurre que Coetzee logra despegarse del fango argumentativo y encender en el lector el deseo de terciar en el intercambio entre Costello y su hijo, inflamado por sus propias ideas y sentimientos sobre los animales.

    En una escena de este libro, Costello discute con su hijo sobre la presencia o ausencia de carácter en los gatos, si tienen cara o no, si tienen alma o no. Lo que está siendo cuestionado es la naturaleza de “la apelación que nos llega desde los ojos de los animales” y, para abordarla, Costello le dice a su hijo que cuando él nació no tenía un alma, que durante sus primeros meses de vida ella sopló en la frágil llamarada de su espíritu para encenderlo y despertarlo a la humanidad. No exagero si digo que, a ratos, durante la lectura de Siete cuentos morales sentí que soplaban en mi espíritu para encenderlo de ternura y empatía por la idea misma de la vida y su valor.

     

    Siete cuentos morales, J.M. Coetzee, Literatura Random House, 2018, 123 páginas, $10.000.

  97. “Viaje al fin de la revolución”: fascinación y desengaño

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    Mezcla de crónica periodística, narración histórica, testimonio, diario de viaje y por momentos ensayo de análisis político, el nuevo libro de Patricio Fernández se convertirá en un texto indispensable para comprender los avatares, vicisitudes, triunfos y sinsabores de Cuba.

    por carlos peña

    Cuando el año 2014 Patricio Fernández se enteró que Cuba y Estados Unidos habían decidido reanudar relaciones diplomáticas, luego de medio siglo de haberlas interrumpido, “entendió -dice- que comenzaba a escribirse el último capítulo de una larga historia. Fue entonces que partí a Cuba para ser testigo del fin de la revolución”. El resultado, como ustedes podrán ver, es un libro que narra en primera persona lo que Patricio Fernández, vio, escuchó y vivió durante largas estadías en Cuba, efectuadas desde el año 2015 y hasta este año 2018, que realizó el explícito propósito de ser testigo del fin de la revolución.

    La revolución cubana, como todos saben, inflamó la imaginación política de artistas e intelectuales que vieron en ella un acontecimiento único, un chispazo de luz que iluminaba el horizonte histórico y cuyo destello podría guiar los esfuerzos del resto de las sociedades las que, de esa forma, y siguiendo su ejemplo, podrían sacudirse la explotación que el centro capitalista ejercía, como se decía entonces, respecto de la periferia subdesarrollada. Tenía la revolución todos los ingredientes para ejercer ese atractivo casi hipnótico y anestesiar cualquier distancia crítica: una dictadura despreciable de la que la revolución fue una venganza; una gesta militar que rodeó con un halo de heroísmo a quienes participaron de ella; un discurso epifánico y un líder con barba y porte de profeta; y un puñado de propósitos en los que parecían amalgamarse los viejos sueños religiosos de solidaridad con las demandas de justicia. Al cabo de 50 años ¿qué quedó de ella? ¿Qué quedó de ese proyecto que entusiasmó a tantos? Esa es la pregunta que Patricio Fernández -que si bien llegó tarde a esos sueños algo alcanzó de sus rescoldos y de la estela que dejaron- intenta responder para lo cual se propuso, como confiesa en las primeras páginas de este libro, “ser testigo del fin de la revolución”.

    “Ser testigo del fin de la revolución”, creo que esta frase puede servir de punto de partida para comentar este libro espléndido.

    ¿Qué significa, cabe preguntarse, escribir un libro en calidad de testigo o, mejor todavía, proponerse ser testigo para escribir un libro?

    Para advertir las características de un libro como este, nada mejor que compararlo con uno de memorias.

    Todo lo que se constata en el libro como virtudes de la actual realidad cubana, la sensualidad de sus habitantes, el minimalismo de sus ambiciones, la alegría con esta o con cualquier cosa, aparecen en la lectura de este libro apenas como refugios, líneas de retirada, y por eso mismo confesiones mudas, de un gigantesco fracaso.

    Un libro de memorias es un texto en el que se echa mano al recuerdo o se hurga en el desván del pasado a fin de reconstruir reflexivamente, lo que se vivió de manera espontánea, sin reflexión y sin ironía. En las memorias, a las que Freud llamaba la novela familiar del neurótico, hay por lo mismo una especie de falsificación, puesto que la escritura introduce distancia y reflexividad allí donde, al momento de vivir lo que se narra, no la hubo. Este libro, en cambio, recoge lo que se vivió explícitamente con la conciencia de ser un testigo. Mientras quien escribe memorias vive aquello que luego relatará en una actitud natural, espontáneamente, sin reflexión alguna, puesto que la reflexión solo aparece más tarde cuando se rememora lo que ocurrió mediante la escritura, Patricio Fernández, en cambio, asistió reflexiva y deliberadamente a aquello que relata. Vivió, en otras palabras, en cada uno de sus viajes a Cuba, en cada uno de los días que allí habitó, con la conciencia de escritura, alerta a lo que vio o vivió o, si ustedes prefieren, con la conciencia de ser un testigo. Hay entonces, podríamos decir, una doble reflexividad en el texto de un testigo: reflexividad al momento de vivir lo que se relata y reflexividad al momento de relatarlo.

    Por esa doble reflexividad que el texto posee, Patricio Fernández aparece en las mejores páginas de este texto como una conciencia que mientras observa lo que tiene delante suyo, se observa a sí misma, atenta a lo que ocurre ante sus ojos, pero al mismo tiempo atenta a lo que le ocurre a ella mientras se sorprende con lo que ve o lo que le pasa.

    Ahora bien, desde muy temprano, desde Tucídides para ser más preciso, se reconoce que todo testigo es más o menos parcial:

    “Y en cuanto a los hechos acontecidos en el curso de la guerra (…)”, se lee en Historia de la Guerra del Peloponeso, “la investigación ha sido laboriosa, porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, sino según sus simpatías por unos o por otros o según la memoria de cada uno…”.

    La inclinación afectiva del testigo, advierte Tucídides, es lo más importante a la hora de calibrar su testimonio. ¿Cuál es, cabría preguntarse entonces, la inclinación afectiva de Patricio Fernández por aquello que presencia?

    El narrador de este libro no logra ocultar del todo la fascinación que le produce la revolución y, a la vez, la estela de desilusión que le provoca darse cuenta que esa conciencia fascinada (que, como dije denantes, hechizó a una generación que no es la suya; pero Fernández alcanzó a ver su estela) es el producto de una fantasía grandiosa que no logró nunca hacerse realidad. En cada una de las líneas de este libro asoma la admiración por algo de lo que solo quedan los retazos, un remedo pálido, y a veces dramático, de lo que pudo ser y no fue. Todo lo que se constata en el libro como virtudes de la actual realidad cubana, la sensualidad de sus habitantes, el minimalismo de sus ambiciones, la alegría con esta o con cualquier cosa, aparecen en la lectura de este libro apenas como refugios, líneas de retirada, y por eso mismo confesiones mudas, de un gigantesco fracaso.

    Me parece que el título de este libro subraya esa inclinación afectiva del narrador.

    La palabra fin -en Viaje al fin de la revolución es, como sabemos, el título del libro, un título que parece tomado del de Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche– puede ser entendida en dos sentidos: el fin como propósito o el fin como término, como acabamiento.

    El testimonio de Patricio Fernández versa sobre ambos sentidos del fin de la revolución, es el esfuerzo por comprender cuáles fueron los propósitos de la revolución y, al mismo tiempo, la constatación de su acabamiento, de su extinción.

    En este sentido el libro es también un balance de un proyecto histórico, un proyecto que fue durante mucho tiempo el proyecto de la izquierda latinoamericana, un proyecto que no logró, ni siquiera por momentos, estar a la altura de los sueños que se tejieron para justificarlo. Ni siquiera los logros en educación, que Barack Obama, en un alarde retórico en La Habana, dijo que envidiaba, valen la pena porque ¿de qué puede servir una población educada en un país donde la prensa es un boletín oficial de noticias, la libertad de expresión no existe, y el derecho a la crítica está reemplazado por el castigo a la blasfemia contrarrevolucionaria? Pero lo que muestra este libro, en los testimonios que recoge, las historias de vida que relata, las peripecias minúsculas del día a día que en él se contienen, no es tanto el fracaso de una política transformadora, sino la delicuescencia, el languidecer de la fe que animó a la revolución. Por eso, como con acierto la describe Patricio Fernández, la cubana ha llegado a ser una revolución sin fe.

    Ni siquiera los logros en educación, que Barack Obama, en un alarde retórico en La Habana, dijo que envidiaba, valen la pena porque ¿de qué puede servir una población educada en un país donde la prensa es un boletín oficial de noticias, la libertad de expresión no existe, y el derecho a la crítica está reemplazado por el castigo a la blasfemia contrarrevolucionaria?

    La revolución cubana más que un proyecto histórico, especialmente si se lo examina a la luz del paso del tiempo, fue un asalto utópico a la imaginación política. Al igual que todas las olas revolucionarias de la modernidad -es cosa de recordar los movimientos europeos de mediados del XIX cuya influencia alcanzó incluso a los Estados Unidos- la revolución cubana descansó en la idea, incuestionablemente rousseaniana, de que los seres humanos estamos de algún modo corrompidos por estructuras sociales torcidas o mal diseñadas y que es cosa entonces de corregirlas para que nuestra verdadera naturaleza, el hombre nuevo como se dijo entonces, de naturaleza amable y cooperativa, pudiera brotar de nuevo. Para alcanzar ese fin ningún precio pareció demasiado alto y durante décadas, ninguna espera muy larga.

    Ahora bien, esa revolución, se narra en este libro espléndido, ha muerto. Las premisas de la revolución, se constata en este libro, han muerto y solo sus consecuencias continúan en curso. La fe que la animaba, ese combustible que revestía de futuro histórico todos los sacrificios y todas las esperas, ya no existe y habría sido sustituida, si nos atenemos a los testimonios que este libro recoge, por algo que la suplanta: los retazos de un sueño heroico, por la picardía de la simple sobrevivencia; el heroismo por la épica doméstica de las colas en espera de abastecimiento; el liderazgo político por una figura imaginaria y patriarcal; las virtudes de la revolución por las vidas mínimas de los cubanos y cubanas; el análisis de los tropiezos y los fracasos, por una explicación simplista y unilateral, el bloqueo.

    ¿Valió la pena la revolución cubana? Parece injusto, por supuesto, juzgar la revolución a la luz de los resultados que, cuando se la llevó adelante con la imaginación inflamada de anhelos de justicia y de igualdad, ni siquiera podían sospecharse; pero si el problema se examina con cautela no lo parece tanto. La historia ya había mostrado el curso que seguían los procesos políticos cuando se inspiraban en visiones totalizadoras de lo humano y de la historia; pero es probable que a pesar de saberlo los seres humanos sientan, cada cierto tiempo, la pulsión de rebelarse contra eso que Hans Blumemberg llama el absolutismo de lo real.

    Quizá por eso una forma de resumir el punto de vista que este libro recoge acerca de Cuba y la revolución, sea citar las primeras líneas de Historia de dos ciudades, de Dickens, con que Sergio Ramírez inicia Adios muchachos, sus memorias del sandinismo, otra de las experiencias fallidas de la región:

    “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos pero no teníamos nada. Caminábamos derecho al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”.

    Quizá Cuba sigue fascinando todavía porque sospechamos, y no cabe duda que Patricio Fernández lo sospecha también, que en ella se resumen esas dos ciudades que describe Dickens y entre las cuales, y aunque no solemos reconocerlo, oscila toda historia y toda política.

     

    Cuba, viaje al fin de la revolución, Patricio Fernández, Debate, 2018, 450 páginas, $15.000.

     

    * Este texto fue leído durante la presentación del libro realizada ayer en el MAVI.

  98. Jonathan Israel: “Estos son malos tiempos para un ideal democrático, liberal, universalista”

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    El historiador de la Ilustración radical y de la revolución intelectual que esta provocó, defiende aquí la visión filosófica de Spinoza por sobre las ideas de los ilustrados moderados, como Voltaire. El legado del filósofo holandés es una ilustración democrática que buscaba mejorar la vida de todos los ciudadanos a partir de una base igualitaria, mientras que la Ilustración moderada tenía un carácter aristocrático que no aspiraba a reformar la estructura jerárquica de la sociedad tradicional. En su último libro, Israel plantea que estas dos corrientes intelectuales se enfrentaron durante la revolución americana. El escenario actual le recuerda a la Francia de Condorcet, cuando irrumpió un populismo violentamente intolerante.

    por marcelo somarriva

    El historiador Jonathan Israel es reconocido por su proyecto dedicado a reconstruir la trayectoria intelectual de la llamada Ilustración radical, del que ya ha publicado las tres primeras partes, además de dos libros que analizan en detalle la influencia de estas ideas en las revoluciones francesa y americana. El último de estos, The Expanding Blaze: How the American Revolution Ignited the World, 1775-1848, apareció a fines del año pasado. La Ilustración radical, según Israel, es el legado intelectual de Baruch de Spinoza, quien hacia 1650 puso las bases de un pensamiento que ofrecía una nueva visión –eminentemente racional– del mundo y del hombre. Estas ideas subversivas y peligrosas, plantea Israel, se propagaron de manera clandestina y emergieron a mediados del siglo XVIII, provocando una revolución intelectual sin la cual no podrían comprenderse los cambios políticos que comenzaron a producirse, algunas décadas más tarde, en América y Europa.

    Frente a esta Ilustración radical surgió la Ilustración moderada, que si bien se oponía a muchos de los principios del orden establecido vigente, hacía compromisos políticos y sociales, manteniendo intacta la estructura jerárquica de la sociedad. Se formó entonces una especie de triángulo entre estas dos variantes de la Ilustración, que se repelían mutuamente, y el orden imperante, al que ambas querían cambiar, pero con distinta intensidad.

    Israel se encuentra ahora escribiendo el último volumen de este proyecto que inició hace ya dos décadas con el propósito de modificar algunas ideas comúnmente aceptadas sobre los orígenes de la modernidad e introducir una aproximación transnacional a estudios que se habían hecho desde perspectivas nacionales. Sus libros, voluminosos y enciclopédicos, resaltan en una época en la que el trabajo de los historiadores se vuelve cada vez más parcelado. Es en parte por esto que sus textos han despertado críticas, ya que en su camino Israel ha irrumpido en territorios “ajenos”, provocando la respuesta de algunos especialistas.

    “Spinoza trató de buscar una forma para contrarrestar la tiranía que no fuera solo la insurrección popular, ya que para él la mejor estrategia para oponerse a esta era coordinar a la gente más educada y con mayor conciencia, porque solo ellos eran capaces de entender la realidad de las cosas y de liderar la oposición al tirano”.

    En diciembre pasado, Jonathan Israel visitó Chile, invitado a participar en el XIV Coloquio Internacional Spinoza y las Américas, organizado entre otras instituciones por las universidades de Valparaíso, Playa Ancha, Federico Santa María y Adolfo Ibáñez. Esta conversación tuvo lugar el último día del encuentro, en una sala de un hotel que más parecía una bodega improvisada. A Israel, que trabaja en el Centro de Estudios Avanzados de Princeton, le dio lo mismo. Es sencillo y accesible, y no tiene el divismo que ostentan muchos académicos que se han vuelto celebridades.

    Usted define a Spinoza como un revolucionario. ¿Cuán democrático era su pensamiento?

    Por supuesto que en el siglo XVII ningún escritor republicano estaba discutiendo la forma de construir una democracia representativa en el sentido de estudiar la forma de las elecciones populares. La única manifestación que se conocía de esto era la asamblea deliberativa de la democracia directa de la Grecia antigua. Sin embargo, Spinoza puede considerarse democrático en la medida en que rechazaba cualquier tipo de involucramiento en política que buscara satisfacer intereses personales. No solo era extremadamente antimonárquico, sino también contrario a la idea de un rey, una aristocracia o una oligarquía que organizaran el Estado para servir sus intereses. Una idea básica de su pensamiento es que el fundamento de un Estado es servir los intereses y mejorar la vida de todos sobre bases iguales. Para Spinoza la democracia era la base original de todo Estado y esta se pervertía en la monarquía y en la aristocracia. Su concepción filosófica básica del individuo y de los fundamentos que lo llevaban a reunirse en sociedades democráticas, lo impulsaba a promover que más gente se involucrara en la toma de decisiones, porque eso nos acercaba a que el Estado cumpliera con su función fundamental. Si consejos cada vez mayores se involucran, será más difícil que las decisiones sean capturadas por locos, lo que era un problema, o por tiranos, lo que era todavía peor. El concepto de tiranía es fundamental en su pensamiento.

    En relación con este concepto, usted ha señalado que Spinoza fue ambiguo respecto de una solución revolucionaria para terminar con la tiranía.

    Es un poco ambiguo y aquí debo ser muy preciso. En mi opinión, Spinoza era revolucionario no en el sentido de fomentar la insurrección, porque siempre sostuvo que lo fundamental era volver a los verdaderos principios del Estado. Por ejemplo, cuando habla de la revolución en los Países Bajos dice que esta no fue una revolución, ya que Felipe II había pervertido a la sociedad que tenía originalmente un conjunto de derechos; lo que se hizo fue volver a los principios verdaderos. Para Spinoza lo importante era configurar una estrategia política que reafirmara los verdaderos propósitos del Estado, que equivalían a servir los intereses y mejorar la vida de todos. Lo importante es destacar que su forma de interpretar la verdadera función del Estado siempre será subversiva y que las sociedades europeas dirigidas por reyes y aristócratas eran una perversión de estas funciones originales. Spinoza trató de buscar una forma para contrarrestar la tiranía que no fuera solo la insurrección popular, ya que para él la mejor estrategia para oponerse a esta era coordinar a la gente más educada y con mayor conciencia, porque solo ellos eran capaces de entender la realidad de las cosas y de liderar la oposición al tirano, en una campaña ideológica concertada, operando un poco bajo la superficie y socavando su posición. Es una solución muy elitista, pero para él era la única forma para que una tiranía no fuera simplemente reemplazada por otra.

    Usted plantea una ambigüedad similar en Diderot, quien tampoco tenía una opinión muy alta de las multitudes.

    Creo que Spinoza, Diderot, D’Holbach y muchos otros más adelante, después del Terror de la Revolución Francesa fueron reacios a legitimar la revolución mediante una acción masiva violenta y, en cambio, esperaban alcanzar la revolución por un proceso de redes subterráneas y publicaciones clandestinas, infiltrando a los profesionales y a los más educados. Fomentando una subversión intelectual que eventualmente podía derrocar a las monarquías y los regímenes aristocráticos por la fuerza de un nuevo pensamiento y un interés colectivo. Sin duda es algo muy optimista, pero ellos permanecieron en la profunda sospecha de lo que llamaban la “ignorancia” y la “superstición” de la multitud.

    Después de 1848, el socialismo toma el lugar que ocupaba la Ilustración radical, que fue completamente marginada, de tal manera que el socialismo será la tendencia opositora predominante y estará completamente empeñado en capturar al sistema económico.

    Usted es muy entusiasta con la Ilustración radical, pero muestra un cierto desdén por la Ilustración moderada.

    Algunos críticos me han acusado de usar el término “Ilustración radical”, que habría sido acunado antes por Margaret Jacob, pero la verdad es que esta fórmula la usó antes en el mundo anglosajón, en la década de los 20, Leo Strauss, en libros como Spinoza’s critique in religión y otros. Yo me di cuenta de esto después, pero lo importante para la pregunta es que Strauss apuntó a que la Ilustración moderada era más fuerte que la radical, porque contaba con el apoyo del gobierno y la Iglesia; pero que la Ilustración radical era mucho más poderosa desde la perspectiva de una coherencia estrictamente filosófica. La Ilustración moderada era más débil porque establecía compromisos políticos o sociales. Yo llegué a una conclusión similar, sin conocer este trabajo. Mira el caso de Voltaire y el tipo de ilustración que pretende introducir: él no quiere que toda la población o la mayoría de esta se eduque según las premisas ilustradas. La suya es una ilustración aristocrática, ya que tenemos que concentrarnos en educar a la aristocracia y a la realeza, y para el resto de la población que necesita una guía tenemos a la Iglesia. El compromiso que hace no es teológico, porque para él ninguna teología es correcta; sino que con el poder eclesiástico. Por su coherencia filosófica, la Ilustración radical mantiene su atractivo y su vigencia hasta hoy.

    ¿Puede decirse que en su obra usted corrige algunas reputaciones –como la del propio Voltaire– que a su juicio han sido sobrevaloradas?

    Sí, especialmente Locke, cuya importancia ha sido enormemente exagerada en la tradición anglosajona. Creo que el énfasis que se ha puesto sobre él, por la academia inglesa y norteamericana, a partir de su supuesta contribución a la modernidad, es ridículo.

    Lo mismo ocurre con ciertas historiografías que también corrige, como la de la Revolución Francesa, que en su opinión ha minimizado el aporte de la Ilustración radical. ¿A qué se debe esto?

    Una razón es la forma como la Ilustración radical fue desplazada a comienzos del siglo XIX por el socialismo, que entra en escena cada vez con más fuerza, hasta convertirse en la principal tendencia opositora del statu quo existente. Al interpretar la revolución este primer socialismo tendió a promover a Robespierre y a “la Montaña”, porque los veían como sus ancestros. En circunstancias que los demócratas radicales como Michelet, Ledru Rollin y otros estaban violentamente en contra de Robespierre y sus seguidores, por su despotismo, intolerancia y su supresión de todas las libertades individuales. Puede decirse que en Francia hubo una violenta confrontación entre estas interpretaciones de la revolución que ocasionó una confusión mental que nunca ha terminado de desembrollarse y de la que todavía no hemos logrado salir. Yo sostengo que no hubo una sola revolución, sino que tres, que se encuentran mutuamente enfrentadas. Creo que si no tienes claras las ideologías que actúan detrás de estas revoluciones, tienes una visión completamente confusa. Furet estaba en lo cierto cuando dijo que la tradición marxista estaba distorsionando algunos aspectos de la revolución, pero su idea sobre la existencia de una sola tendencia ideológica a lo largo de la revolución ha causado una distorsión todavía mayor. Sus interpretaciones sobre la revolución no tienen remedio, están completamente equivocadas.

    “La gente normalmente ignora esta fuerte tendencia antidemocrática de la Independencia americana, pero la revolución americana no fue en busca de una democracia sino de una república aristocrática. Junto a este republicanismo aristocrático está el democrático, propuesto, entre otros, por Franklin, Jefferson y, particularmente, por Tom Paine”.

    ¿Cómo se produce, a comienzos del siglo XIX, este conflicto entre la Ilustración radical y el emergente socialismo?

    En ese momento, la Ilustración radical y el socialismo comienzan a tomar caminos separados respecto de los programas de reforma económica y la redistribución de riquezas. Déjeme ponerlo así para efectos de la entrevista: la principal diferencia entre la Ilustración y el socialismo es la siguiente: ambas posiciones están de acuerdo en que vivimos en un mundo donde casi todo está equivocado, donde la mayor parte de los seres humanos viven oprimidos en condiciones miserables y concuerdan en que esto no debe necesariamente ser así, porque en el mundo hay recursos suficientes para darles a todos una vida mejor. El problema surge al preguntarse por qué ocurre esto. Para la Ilustración radical la razón está en que las ideas de la gente están equivocadas y, por lo tanto, debemos cambiarlas educándolos a todos, ya que así funcionarán las repúblicas democráticas y cuando estas genuinamente representen los intereses de todos, tendremos leyes que permitirán la existencia de un sistema económico más justo. Según los socialistas, todos viven vidas miserables porque el sistema económico está malo y debe ser capturado y reemplazado por uno nuevo. Estas visiones entraron en colisión durante las décadas de 1830 y 1840. Después de 1848, el socialismo toma el lugar que ocupaba la Ilustración radical, que fue completamente marginada, de tal manera que el socialismo será la tendencia opositora predominante y estará completamente empeñado en capturar al sistema económico. Creo que este cambio se produce incluso en la vida del propio Marx. El primer Marx era un demócrata radical hasta 1844 y no estaba interesado en la economía política. Pero a partir de entonces comienza a construir un sistema muy diferente, que no está muy preocupado por las libertades individuales y menos aún de las estructuras democráticas. En la práctica, se vuelve algo dogmático y autoritario. El desplazamiento de la Ilustración radical se decanta en 1848 y esta no regresará al escenario hasta los horrores del fascismo, el nazismo y el comunismo.

    Tras leer Ilustración democrática da la impresión de que no tiene una opinión muy favorable sobre la revolución americana en términos de su coherencia.

    No es exactamente así. En mi nuevo libro planteo una nueva tesis respecto de esta revolución, que en cierto sentido no es tan innovadora, pero que tiene algunos aspectos novedosos. No es un libro sobre la revolución americana en estricto sentido, sino sobre la forma cómo fue vista desde fuera e inspiró a los movimientos revolucionarios en todo el mundo: franceses, holandeses, ingleses, canadienses, latinoamericanos y, especialmente, irlandeses. La idea central es que al interior de la revolución americana hubo dos tendencias ideológicas antagónicas, por un lado un republicanismo aristocrático y, por otro, un republicanismo democrático. Y hay que considerar que en la línea antidemocrática estaban John Adams, John Jay y Alexander Hamilton, es decir, algunos padres fundadores. Puesta en términos sencillos, su idea fue: tenemos que independizarnos y luchar contra los británicos, pero convengamos que estos tienen la forma correcta de gobernar una sociedad. No tenemos rey, pero tendremos un presidente fuerte. La aristocracia debe permanecer en el poder y necesitamos un electorado reducido, debemos tener dos cámaras legislativas diferentes, con la cámara del senado restringida a los grandes propietarios. La gente normalmente ignora esta fuerte tendencia antidemocrática de la Independencia americana, pero la revolución americana no fue en busca de una democracia sino de una república aristocrática. Junto a este republicanismo aristocrático está el democrático, propuesto, entre otros, por Franklin, Jefferson y, particularmente, por Tom Paine. Estos dos tipos de republicanismos dividieron la política de entonces de una forma que todavía sigue vigente. Esto es algo tremendamente importante que no comprendieron Pocock y Skinner, dos grandes historiadores del republicanismo, quienes cometen un error fundamental al no entender un conflicto que ya estaba en ciernes en el siglo XVII.

    La primera vez que lo escuché en una conferencia, estaba muy entusiasmado con la victoria de Barack Obama, que parecía un triunfo ilustrado. Hoy parece que son malos tiempos para la Ilustración.

    Tienes razón. Son malos tiempos para un ideal democrático, liberal, universalista. Pienso que es el mismo predicamento que enfrentó Condorcet hacia el final de su vida, justo antes de suicidarse escribió un texto muy conmovedor. Francia entonces había sido capturada por un populismo violentamente intolerante y él escribió que todavía creía que la república democrática era la mejor manera de organizar una sociedad, siempre y cuando puedas educar a toda la sociedad sobre bases seculares hasta un cierto nivel. Pero agregó que si no puedes alzar el nivel educacional de todos, es mejor ni siquiera molestarse, es una pérdida de tiempo. Entonces, creo que si podemos aspirar a tener una educación secular que enseñe política, educación cívica y ética, principios básicos desde una edad muy temprana, es imaginable tener una democracia liberal basada en principios ilustrados.

     

    The Expanding Blaze: How the American Revolution Ignited the World, 1775-1848, Jonathan Israel, Princeton University Press, 2017, 768 páginas, US$28.

  99. El eslabón perdido del documental chileno

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    Vuelve a ponerse en circulación parte de la filmografía de Jorge Di Lauro y Nieves Yankovic, gracias a la Cineteca Nacional, que en el marco de su colección de DVD Nuestro Cine acaba de lanzar una caja con cuatro de sus documentales. El trabajo de estos realizadores se desarrolló en años adversos para la producción nacional, donde ser cineasta era apostar el todo por el todo. Este rescate es la consumación de una deuda largamente aplazada, antecedente insoslayable para la generación del Nuevo Cine Chileno.

    por matías hinojosa

    Hasta hace no mucho, de los años 90 hacia atrás, hacer cine en Chile era una cuestión exclusiva de excéntricos. La tarea implicaba tal nivel de osadía que cualquier sujeto más o menos prudente, con los pies bien puestos sobre la tierra, como se dice, hubiese optado por pasar de largo. La creación de Chilefilms en los años 40 fue un intento por establecer algo parecido a una industria cinematográfica, pero aquella iniciativa se disipó y lo que quedó fue apenas una serie de películas que emulaban torpemente los códigos del cine hollywoodense. Tras el fracaso de esa compañía, los que se atrevieron a tomar la cámara se enfrentaron a toda clase de sinsabores. Eran años donde no había apoyo financiero del Estado, donde no habían equipos digitales ni softwares de edición: todo se hacía a pulso, como una pieza de artesanía, nada más que por amor al arte.

    El problema, sin embargo, no estaba tanto en la precariedad de los medios (que ciertamente era un enorme problema), sino en la escasa repercusión que hallaban estas obras. En este escenario, destaca una pareja de documentalistas que logró sacar adelante una serie de películas en las que exploraron nuestro país y sus diversas manifestaciones culturales.

    Parte de la filmografía de Jorge Di Lauro y Nieves Yankovic, los cineastas en cuestión, vuelve ahora a ponerse en circulación gracias a la Cineteca Nacional, que en el marco de su colección de DVD Nuestro Cine acaba de lanzar una caja con cuatro de sus documentales. Hasta el momento solo la obra de Aldo Francia se había reunido en este formato, decisión que da cuenta de la importancia patrimonial y artística del trabajo de estos documentalistas. El paquete, cuya cuidada presentación merece ser subrayada, incluye las películas Andacollo, Los artistas plásticos de Chile, San Pedro de Atacama e Isla de Pascua, títulos que en su momento apenas fueron exhibidos y que durante décadas permanecieron inaccesibles para el público. De este modo, la Cineteca Nacional devuelve una obra de la cual prácticamente se tenía solo referencia bibliográfica.

    Además de aproximarnos al trabajo mismo de estos realizadores, este material ilumina una época, permitiéndonos conectar con las inquietudes de aquel grupo de cineastas, contemporáneos al matrimonio Di Lauro-Yankovic, que en los años 50 y comienzos de los 60, bajo el alero de la Universidad de Chile y la Universidad Católica, se abocó a la búsqueda de un cine propiamente nacional y consciente de sí mismo, tentativa que permeó más tarde a la generación del Nuevo Cine Chileno. Ese momento bisagra, en el que se rompe con la producción enfocada en piezas audiovisuales con fines publicitarios e institucionales, tuvo entre sus protagonistas a Sergio Bravo y a esta pareja de directores, quienes desde su primer documental en conjunto, Andacollo (1958), dieron claras muestras de querer impulsar un cine con mirada autoral y de experimentación estética.

    Nieves Yankovic, que nació en Antofagasta en 1916, proveniente de una adinerada familia de ascendencia yugoslava, estudió arte en Inglaterra y posteriormente sociología y psicología en Yugoslavia. Tras terminar con su primer esposo, vuelve a Chile en 1943 para formar parte de la primera generación del Teatro Experimental de la Universidad de Chile. En esos años también intenta sumarse al equipo de Chilefilms, como diseñadora de vestuario. Sin embargo, el director Luis Moglia Barth la elige para asumir uno de los papeles protagónicos en Romance de medio siglo. Por su parte, Jorge Di Lauro, nacido en Buenos Aires en 1910, estudió ingeniería civil para más tarde especializarse en Estados Unidos en cine y sonido. En 1944 fue contratado por Chilefilms para ejercer como sonidista. Fue allí donde conoció a Yankovic, con quien se casó en 1946.

    Las películas de Di Lauro y Yankovic destacan por su enfoque educativo y una voluntad de estilo hasta entonces inédita en nuestro país, la cual se expresa en sus temas de interés y puntos de vista, también en el uso creativo que hacen del montaje, la música y la voz en off.

    Las películas de Di Lauro y Yankovic destacan por su enfoque educativo y una voluntad de estilo hasta entonces inédita en nuestro país, la cual se expresa en sus temas de interés y puntos de vista, también en el uso creativo que hacen del montaje, la música y la voz en off. Su sello se aprecia ya en Andacollo, donde el ensamblado de imágenes y música comunica vivamente la fiebre que acompaña las celebraciones de la Virgen acontecidas en dicha localidad. En San Pedro de Atacama e Isla de Pascua intentan un ejercicio de similares características, sumergiéndose en una búsqueda por atrapar el paisaje geográfico, humano y cosmológico de esos lugares. En San Pedro de Atacama la riqueza de la cultura atacameña es explorada a través de la figura del sacerdote Gustavo Le Paige, fundador del museo de San Pedro (este es el único de los documentales seleccionados sin un protagonista colectivo), a quien se sigue en sus labores arqueológicas de excavación. Y en Isla de Pascua, donde se radicaliza el montaje expresivo explorado en Andacollo, se articula un cuadro poético en el que convergen paisajes, fiestas, ceremonias y bailes. Quizás su trabajo más convencional, y por temática menos próximo a los otros tres, sea Los artistas plásticos de Chile, en el que se propone una panorámica de la escena de las artes visuales. La película, cuya restauración es la mejor lograda de todo el conjunto, es un documento historiográfico de valor inigualable: en ella podemos ver trabajando en sus talleres a Lily Garafulic, Ramón Vergara, Nemesio Antúnez, Camilo Mori, Gracia Barrios, José Balmes y Ricardo Yrarrázaval, entre otros.

    Para la pareja, el documental era la forma cinematográfica que el país necesitaba impulsar a fines de los 50. Como le confiesa Di Lauro al director de fotografía Héctor Ríos en una entrevista compilada en el libro Hablando de cine, frente a la precaria producción nacional la ficción era para ellos una manifestación “un poco inútil” y “gratuita”, que únicamente proporcionaba al realizador “una serie de halagos y frivolidades”. Esta concepción ética de la creación artística luego encontraría eco en los directores del Nuevo Cine Chileno, quienes si bien hicieron ficción estaban fuertemente influidos por el neorrealismo italiano.

    Esta visión del cine también explica su interés por la divulgación. “Había que mostrar esa realidad a los que no podían ir a Andacollo y, también, a los que no veían lo que había en Andacollo”, le dice Yankovic a Héctor Ríos sobre las motivaciones que los llevaron a registrar esa fiesta religiosa. “Lo importante para nosotros –continúa ella– era que teníamos que hacerle ver a los que no veían, cuánto amor, cuánta belleza, cuánta maravilla y alegría había ahí”.

    Las peripecias que tuvieron que sortear para realizar cada una de sus películas son una prueba de su fuerza de voluntad. Para filmar Andacollo, por ejemplo, que les tomó cinco años finalizar, vendieron todo lo que tenían para arrendar los equipos a Chilefilms y, aunque más tarde el ministerio de Relaciones Exteriores les compró la película, aquel dinero fue destinado para Isla de Pascua, financiamiento que de todos modos resultó insuficiente para terminarla, teniendo que vender otras propiedades personales. Como la propia Nieves afirma: “Todas nuestras películas han sido pelea tras pelea”.

    Lo dramático fue la minúscula distribución que tuvieron estas obras, las que prácticamente no fueron vistas por nadie. Tanto Andacollo, que Héctor Ríos considera “uno de los pilares del documental en nuestro país”, como Isla de Pascua, se estrenaron en conjunto el 25 de diciembre de 1965 y como confiesa Jorge Di Lauro, “no pasó nada”, agregando que “No hubo uno que no nos dijera: qué maravilla. Que no nos golpeara en el hombro y nos dijera: qué maravilla, ustedes los Di Lauro, sigan adelante, ánimo. Y nosotros, como buenos caballos de carretela, seguíamos adelante, pero no había plata, no había medios para hacerlo”.

    El rescate de estos documentales tiene entonces un aura de justicia. Luego de 50 años el matrimonio Di Lauro-Yankovic recoge el fruto de sus esfuerzos. Después de todo, la quijotada de hacer cine no fue en vano.

  100. Una coreografía del vacío

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    Desde hace unos años que la obra de Malaimagen, el seudónimo con el que firma el dibujante Guillermo Galindo, viene imponiéndose como uno de los referentes principales del chiste político chileno. El autor, que había publicado antes varios volúmenes con sus trabajos de humor gráfico, terminó por adquirir figuración pública cuando empezó a satirizar (primero en la web, luego en The Clinic) las emisiones de Tolerancia cero, el programa de debate de Chilevisión. Por supuesto, no se trataba de cualquier sátira: cada semana, Malaimagen ofrecía una parodia del show emitido los domingos, caricaturizando no solo a los invitados sino también a los panelistas estables del programa. El efecto era interesante, pues cualquier lectura de la política pasaba por preguntarse también por la prensa y el lugar que ocupaban los medios en aquel debate.

    Las virtudes del artista estaban a la vista y sus viñetas fueron editadas en el primer volumen de Sin tolerancia, donde Malaimagen confirmó sus antenas perfectamente afinadas para captar las neurosis y obsesiones que figuras como Fernando Paulsen, Fernando Villegas o Matías del Río exhibían cada semana en un programa que se había vuelto más bien innecesario, sin más aportes que los lugares comunes de quienes participaban en él. Malaimagen festinaba sobre ello casi en tiempo real, porque su trabajo funcionaba a partir de la inmediatez de la respuesta que la historieta les daba a los temas de moda del debate público, construyendo una lectura más que lúcida de lo real, por más que la conversación de Tolerancia cero fuese casi siempre predecible.

    Sin tolerancia 2 sigue un camino parecido: vuelve sobre Tolerancia cero, esta vez centrándose en la campaña presidencial del año pasado. Con ello, Malaimagen recorre las primarias y las elecciones de noviembre siempre repitiendo un modelo que conoce a la perfección: la entrevista del panel (integrado por los habituales Paulsen y Villegas, más los recién incorporados Catalina Parot, Mónica Rincón y Daniel Matamala) a un candidato (Piñera, los dos Kast, Alberto Mayol, Ossandón, etc.).

    Se trata de un ejercicio que funciona con una eficacia feroz: Malaimagen ha depurado su técnica en una economía del chiste que implica madurez y atrevimiento. En ese ejercicio, la iteración de viñetas casi idénticas no solo involucra el despliegue de voces que se estrellan en una cacofonía constante y no menos ridícula, sino que permite un engranaje hecho de puros detalles que apoyan las conversaciones vacías, los diálogos de sordos y los ataques de histeria impensados. Esos detalles (miradas, sonrisas, movimientos de manos y de pelo) apuntalan una sátira que entiende a la política como un lenguaje vacío y, al mismo tiempo, como un conjunto de tics que confirman sus contradicciones, histerias y renuncias de todo tipo.

    Malaimagen ha depurado su técnica en una economía del chiste que implica madurez y atrevimiento. En ese ejercicio, la iteración de viñetas casi idénticas no solo involucra el despliegue de voces que se estrellan en una cacofonía constante y no menos ridícula, sino que permite un engranaje hecho de puros detalles que apoyan las conversaciones vacías, los diálogos de sordos y los ataques de histeria impensados.

    Tal vez acá está la mejor virtud del autor, que tiene que ver con la capacidad de observación de los objetos que parodia, al modo de un entomólogo capaz de clavar en un insectario a sus objetos de estudio para poder comprenderlos. Sin tolerancia 2 exhibe así una coreografía capaz de describir la arrogancia y la estupidez de los personajes, mientras ellos se pierden en una discusión sin conclusión posible: Villegas explotando por cualquier cosa, Parot con un cintillo de Piñera en la cabeza, Matamala y Rincón perplejos por los exabruptos de los otros; Ossandón sin explicaciones para nada; Felipe Kast devorado por incoherencias insustanciales. Gracias a lo anterior, el autor capta los encuentros y desencuentros de lo colectivo tal y como lo hacía, por ejemplo, el Hervi de Chao no más al describir el funcionamiento de una ciudad en plena dictadura.

    Por lo mismo, es acá donde Sin Tolerancia 2 cobra otra clase de importancia, al restituir el sentido de la parodia política en un formato como el del humor gráfico, que ha tenido un desarrollo completamente irregular en los últimos 20 años. Basta hacer un poco de historia: si en la dictadura los trabajos de autores como Hervi, Palomo, Guillo y otros representaron un discurso de resistencia a un mundo cotidiano cercado por la violencia y el autoritarismo, la generación siguiente (Christiano, Rodrigo Salinas, Leo Ríos, Pedro Peirano) tuvo que enfrentarse al páramo que significó que los medios no fuesen capaces de ofrecerles espacios o continuidad alguna a sus proyectos, los que muchas veces terminaron autoeditados, perdidos en fanzines o en publicaciones que luchaban por mantener alguna clase de periodicidad, como La Momia Roja.

    Sergio Marras hablaba de esto en sus memorias, cuando contaba cómo en Apsi tuvieron que padecer presiones de La Moneda después de un chiste donde Karto jugaba con las semejanzas entre Enrique Correa y Leonor Oyarzún, esposa de Patricio Aylwin, presidente en esos años. Los que vinieron después (un grupo donde está Malaimagen, pero donde también caben Alberto Montt, Alfredo Rodríguez, Sol Díaz, Victoria Rubio, Grotesco o Álvarex, entre varios) prescindieron del papel y comenzaron a potenciar las redes sociales para difundir su trabajo. Esto cambió su relación con el público y modificó formalmente su obra, donde la desaparición de cualquier control editorial fue de la mano de ejercicios que sin problemas podían aunar la experimentación, la autobiografía y la sátira.

    Anoto esto porque creo que Malaimagen construye con este libro un espacio de continuidad en el contexto de la caricatura política en Chile, una línea que va desde la década del 80 al presente. Así, da cuenta de la espectacularización de la política mejor que varios columnistas de la plaza. Ahí está su habilidad, pero también su riesgo que sigue trabajando con todo el filo que le puede dar la urgencia. Ahí no hay redención posible, pues entiende a la política como un mal show de televisión, protagonizado por actores que solo saben escucharse a sí mismos; puras caricaturas de un realismo inesperado, sobre todo en lo que tiene que ver con el laberinto idiota de sus propias palabras y gestos.

     

    Sin Tolerancia 2, Malaimagen, Reservoir Books, 2018, 119 páginas, $8.000.

  101. La socialdemocracia a la deriva

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    A medio camino entre el libre mercado y los valores de igualdad y solidaridad, el ideal socialdemócrata se convirtió en uno de los proyectos políticos más influyentes del siglo XX. Sin embargo, las derrotas electorales que ha sufrido en Europa –y en países como Chile– son indicios de la profunda crisis que atraviesa una fuerza que, según sus críticos, carece de identidad y se ha rendido al neoliberalismo. Pero, ¿es posible imaginar un mundo en el que la derecha no tenga ningún contrapeso? ¿De dónde sacar votos si su fuerza histórica –los trabajadores– está por completo desdibujada? ¿Por qué se consideran las redes de protección social como utopías?

    por evelyn erlij

    En El refugio de la memoria (2010), el historiador inglés Tony Judt recuerda con nostalgia los días en que, de niño, viajaba en tren por Gran Bretaña. Subía a un ferrocarril y recorría maravillado el país de la posguerra, una experiencia que podía permitirse por apenas unos peniques, ya que los transportes colectivos, que habían sido creados por el Estado, eran baratos. A medida que el sistema ferroviario británico fue decayendo, escribe, viajar en tren perdió su atractivo: la privatización de las compañías, la explotación comercial de las estaciones y la despreocupación del personal contribuyeron a su decepción, apunta, pero como es usual en Judt, ese relato no vale como una simple anécdota, sino como el resumen de la historia económica de los últimos 70 años.

    En una era marcada por la desigualdad, la incertidumbre laboral y los mercados desregulados, hay muchos viudos de la vieja socialdemocracia que, como Judt, extrañan los días en que el “Estado-providencia” velaba por el bienestar de los ciudadanos. El historiador Rutger Bregman, en Utopía para realistas (2016), escribe que hoy, en los países más ricos, la mayoría de la población piensa que sus hijos serán más pobres que ellos, un miedo que nació, según Zygmunt Bauman, cuando el capitalismo prometió liberar a la gente de las cargas del pasado –principalmente tributarias– al precio de perder los servicios sociales y la protección estatal. El futuro, así, se convirtió en una pesadilla marcada por el terror a perder el trabajo, el estatus social y el hogar, afirma el sociólogo polaco en Retrotopía (2017).

    La paradoja de esta “epidemia mundial de nostalgia”, como la llama Bauman, es que ha venido acompañada de un rechazo en las urnas a los partidos que representan ese supuesto pasado glorioso: la socialdemocracia. Esta doctrina instaló la necesidad de un Estado benefactor, tomó ideas del socialismo a través de un método no revolucionario, buscó equilibrar las fuerzas del trabajo y del capital. Son propuestas que, en el papel, suenan adecuadas para los tiempos que corren: los indignados exigen más seguridad social, la cesantía aumenta, la brecha entre pobres y ricos se profundiza, pero hace más de 10 años se escucha la misma historia: la socialdemocracia está en coma.

    Es cosa de mirar hacia Europa para comprobar que no son dichos exagerados: según cifras del medio francés Mediapart, en el 2000 los socialdemócratas o los socialistas eran parte del gobierno de 10 de los 15 países que en ese entonces formaban la Unión Europea, mientras que hoy, de los 28 que conforman la coalición, solo cinco están liderados por la centroizquierda: Malta, Portugal, Rumania, Suecia y Eslovaquia. En Holanda y Grecia, los partidos tradicionales de ese sector apenas logran cifras electorales de un dígito, y en Polonia ya no existen socialdemócratas en el parlamento. Alemania, una de las cunas de este movimiento político y donde aún existe un Estado de bienestar fuerte, ha sido testigo de una derrota estrepitosa: en las últimas elecciones, el candidato del sector, Martin Schulz, obtuvo apenas un 21% de votos frente a Angela Merkel, el peor resultado desde 1949. Con todo, vale la pena subrayar que, al igual que en Francia, en Alemania el sistema de bienestar sigue fuertemente arraigado. No en vano los impuestos directos a las personas alcanzan el 39%.

    En el 2000 los socialdemócratas o los socialistas eran parte del gobierno de 10 de los 15 países que en ese entonces formaban la Unión Europea, mientras que hoy, de los 28 que conforman la coalición, solo cinco están liderados por la centroizquierda: Malta, Portugal, Rumania, Suecia y Eslovaquia.

    Más inquietante es la observación del historiador francés Pierre Rosanvallon, quien advierte que los partidos de extrema derecha han conquistado posiciones poderosas justamente en los núcleos históricos de la socialdemocracia, como es el caso de los países escandinavos, considerados hasta hoy dueños del modelo de socialdemocracia más exitoso y duradero, y donde se ha sabido combinar un modelo de altos impuestos a las personas, Estados poderosos y economías liberales. En Chile, la bajada de la candidatura de Ricardo Lagos el año pasado, antes de las primarias, evidenció el escaso poder de atracción que tiene hoy la socialdemocracia. ¿Cómo se explica que una de las fuerzas políticas más influyentes de los últimos tiempos viva un declive así?

    El filósofo esloveno Slavoj Žižek esboza una teoría: “En Europa todavía no aceptamos del todo que el siglo XX se acabó –dijo en una entrevista–. La socialdemocracia, en el sentido del viejo Estado de bienestar, pertenece a otra era. Debería haber sido radicalmente reinventada, pero no ocurrió. (…) Incluso algunos analistas de derecha dicen que la socialdemocracia, donde aún existe, es la fuerza conservadora más grande que hay”.

    En eso coinciden varios: se trata de una ideología que no supo modernizarse, incapaz de controlar los excesos del capitalismo y la desigualdad, y que si bien avanzó en temas de libertades individuales (derechos de las mujeres, de las minorías étnicas y sexuales), no ha sabido hacer frente a los desafíos económicos y sociales ni tampoco ha logrado frenar el giro neoliberal que muchas sociedades han dado desde los años 80. “La caída del sistema comunista, por un lado, y la revolución conservadora encabezada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, por otro, desplazaron el centro de interés hacia la eficiencia en la gestión económica, que se identificó con el funcionamiento de los mercados desregulados. La abundancia que se generaría haría irrelevante la preocupación por la igualdad”, explica Rosanvallon.

    En ese momento, empieza a diluirse la imagen de la socialdemocracia, en cuya base ideológica estaba, justamente, la igualdad. “Como cualquier otra tradición política, la socialdemocracia es compleja y proteica: atraviesa diferentes etapas, adopta distintas formas y se solapa con otras tradiciones (como el marxismo o el liberalismo)”, explica el sociólogo español Jorge Sola en la revista La Maleta de Portbou, donde afirma que uno de los rasgos característicos de esta corriente ha sido su gran capacidad de adaptación.

    A la luz de la crisis actual, quizás esa habilidad ha sido también su punto débil, como lo plantea el filósofo francés Marcel Gauchet, quien dice que la década pasada estuvo marcada por un vacío doctrinal de las izquierdas socialdemócratas frente a la evolución de la ideología liberal, a la que habría terminado incluso pareciéndose.

    Lealtades traicionadas

    La socialdemocracia respondió con éxito a problemas propios de la economía de posguerra, pero su discurso empezó a desarticularse a medida que se profundizaba la liberalización económica, un fenómeno que desestabilizó la balanza social y favoreció la libertad en desmedro de la igualdad. La creación de la “Tercera Vía”, de la mano del laborista inglés Tony Blair y del socialdemócrata alemán Gerhard Schröder (quienes apoyaban la tesis de que para modernizar este proyecto político había que abrirse al mercado global y quitarle trabas), habría desatado una crisis identitaria caracterizada, según Ernesto Águila, analista político y militante del Partido Socialista chileno, por una indiferenciación entre sus posiciones y las de las fuerzas neoliberales ante los ojos del electorado.

    “La situación –agrega Águila– se agudiza con la crisis global de 2008, lo que conduce a recetas de austeridad fiscal y de rescate de las bancas privadas, en las que la socialdemocracia no presenta una respuesta distinta a la derecha. En esa coyuntura, no exhibe una manera distinta a la de la derecha de administrar un período de crisis. Y en un contexto más amplio, habría que sumar a ello el agotamiento de la renovación socialdemócrata conocida como Tercera Vía y que implicó un grado de aceptación importante de ciertas tesis neoliberales, que contribuyeron al desperfilamiento del proyecto socialdemócrata, y facilitó la emergencia de nuevas izquierdas, las que terminaron reemplazando a los tradicionales partidos socialistas (Grecia, Francia) o bien se convirtieron en fuerte competencia (España)”.

    El cientista político franco-griego Gerassimos Moschonas, autor de In The Name Of Social Democracy (2002), uno de los libros esenciales sobre las transformaciones de esta corriente, plantea una idea similar: el capitalismo ha transformado a la socialdemocracia más de lo que esta ha transformado al capitalismo, al punto de haber sido una fuerza que “abandonó su proyecto fundacional de socialismo y que se ha convertido en un componente esencial del universo capitalista”.

    La figura del trabajador desapareció del discurso político socialdemócrata. En paralelo, las clases populares, golpeadas por el neoliberalismo, renacieron en boca de los partidos populistas.

    Esta mutación o desorientación ideológica se hace evidente en la desaparición de la figura del trabajador de su discurso político. Si en los 50 o 60 el grueso de la militancia y el electorado lo componían los más desvalidos, explica Jorge Sola, en las décadas siguientes fue la clase media la que representó la mayoría en sus filas. En paralelo, las clases populares, abandonadas por las fuerzas tradicionales y golpeadas por la mundialización y el neoliberalismo, renacieron en boca de los partidos populistas. Ya en 1978, Jean Baudrillard advertía que los pobres se habían convertido en una mera estadística, pero hoy las críticas son más duras: en el ensayo Les Petits Blancs (2013), el francés Aymeric Patricot afirma que cuando la izquierda europea eligió al inmigrante como su “nuevo héroe”, las clases bajas pasaron a ser “demasiado blancas para la izquierda y demasiado pobres para la derecha”.

    En América Latina, la tibieza de la “izquierda correcta”, como llama el político e intelectual mexicano Jorge Castañeda al sector que se abrió al mercado y aplicó reformas sociales modestas, también fue disolviendo la identidad de la centroizquierda. Frente a la pregunta qué diferencia al neoliberalismo de la socialdemocracia latinoamericana, responde: “Hay un estrecho margen de flexibilidad para cualquier gobierno latinoamericano de izquierda, hoy y en los últimos 15 años, para ir más allá de una política macroeconómica orientada al mercado. En ese sentido, todos somos neoliberales”. Chile, añade, es uno de los principales ejemplos de ello, con el ex presidente Ricardo Lagos como uno de los rostros de este fenómeno.

    Pero la centroizquierda chilena se defiende: “El seguro de desempleo se creó en el gobierno de Lagos. En Chile no teníamos garantías de salud de ningún tipo, no había pilar solidario de las pensiones”, afirmó en The Clinic Óscar Landerretche. “Y a los que dicen que Chile es neoliberal, les digo lo siguiente: desde el año 1990 a la fecha no ha habido quiebras de bancos en Chile, como las hay en Wall Street. ¿Será casualidad o es que tenemos una regulación bancaria extremadamente precautoria? Eso no es neoliberalismo. Es una socialdemocracia que convive con el capitalismo”.

    Sin embargo, si se considera que algunos de los valores centrales de la socialdemocracia son la justicia social y la igualdad, el heredero de esta corriente en Chile sería hoy el Frente Amplio (FA), cuyo programa, según Nicolás Grau, académico de la Universidad de Chile y miembro de esta fuerza política, estaría compuesto por un “97% de socialdemocracia y un 3% de socialismo”. “Más allá de los sentimientos, la cultura y la historia política de lo que Lagos representa, creo que el carácter de su gobierno, y en general de los gobiernos de la Concertación, tienen poco que ver con el programa socialdemócrata. La socialdemocracia se empezó a entender como un centro moderado pro-mercado, como si fuera sinónimo de moderación”, plantea Grau, y eso explicaría que, así como perdió el apoyo de la clase trabajadora, también haya perdido el de los profesionales de clase media inclinados hacia la izquierda.

    “El programa socialdemócrata es un contrato balanceado entre capital y trabajo, en que el primero acepta pagar altos impuestos y así contribuir al bienestar general de la población, y el segundo acepta no poner en entredicho el derecho de propiedad del primero”, continúa Grau. “También es un contrato donde, aunque no se toca el derecho de propiedad, sí se limita el poder que se deriva de él. Nada de eso rima con la Concertación. Si aceptas esta definición tradicional, entonces hacer un programa socialdemócrata en Chile tiene una profunda radicalidad”.

    Codicia con reglas

    El fracaso estrepitoso de la centroizquierda en una buena parte de las elecciones de este último tiempo en Europa y América Latina ha llenado portadas en todo el mundo: “¿El fin de una era? La lenta muerte de los socialdemócratas de Europa”, tituló en septiembre el semanario alemán Der Spiegel, donde citan una teoría que el cientista político alemán Wolfgang Merkel creó tras el triunfo del centrista Emmanuel Macron en Francia y del auge de la extrema derecha en el mundo: la diferencia entre la derecha y la izquierda se está volviendo menos importante que la diferencia entre el cosmopolitismo y el comunitarismo, es decir, entre quienes abogan por una sociedad abierta o cerrada hacia los flujos del capital y la inmigración.

    EE.UU. es un buen ejemplo: según el premio Nobel de Economía Paul Krugman, los demócratas con Obama subieron los impuestos a los más ricos, encabezaron el mayor crecimiento del empleo desde 1990 y diseñaron una reforma del sistema de salud que “ha supuesto la expansión más grande del Estado de bienestar desde el mandato de Lyndon B. Johnson”, pero eso no fue suficiente para reconquistar a un electorado que prefirió a Donald Trump, un republicano que ponía en riesgo esas políticas sociales, pero que, a cambio, prometía frenar la inmigración.

    “El capitalismo está manejado por el interés propio. Pero deberíamos ser capaces de ponerle límites a la inmoralidad, es decir, codicia con reglas”, asegura Paul Krugman, quien valora la ruta seguida por los países escandinavos.

    Los flujos migratorios y la desigualdad exorbitante han configurado un mundo nuevo que exige repensar la sociedad, y ahí, dice Žižek, la centroizquierda ha fallado. “Hoy, casi todas las luchas de la socialdemocracia son mantener los viejos derechos. (…) Pero nuestras vidas han sido revolucionadas con la digitalización, los avances de la ciencia y las nuevas formas del capitalismo liberal. Un simple regreso al Estado de bienestar no puede funcionar. Los problemas actuales son globales”.

    Es otra de las tesis: los planteamientos de la centroizquierda han sido más defensivos que propositivos, lo que se ha traducido en una imposibilidad de imaginar una propuesta alternativa de sociedad. La socialdemocracia adaptó su discurso para atraer a un electorado que se “aburguesó” y comenzó a hablarle a una élite con un discurso políticamente correcto que no sintonizaba con las clases más desposeídas, y al mismo tiempo se habría quedado sin respuestas ante retos como los cambios en el sistema productivo, la robotización del trabajo o los avances de un capitalismo cada vez más hostil frente al Estado. La llamada “Uberización” laboral y las tretas de los gigantes tecnológicos para no pagar impuestos son buenos ejemplos.

    De ahí que se hable de la necesidad de una “post-socialdemocracia” que haga frente a un siglo XXI en que, como escribió Judt, el egoísmo y el materialismo se instalaron bajo formas como la desigualdad y el culto a la privatización; en que la individualización desintegró las clases sociales y surgió un nuevo grupo social de desvalidos que el economista inglés Guy Standing llamó el “precariado”: proletarios de esta era de economía global con trabajos inestables y sueldos bajos, en cuyas filas hay inmigrantes, jóvenes con educación que no consiguen empleos dignos y personas mayores. No asumir a tiempo el problema de la “flexibilidad laboral”, un nombre elegante para designar la desregulación del mercado del trabajo, fue el gran error histórico de la socialdemocracia, opina Standing.

    En paralelo, y en un mundo social fragmentado, la solidaridad, pilar central del mundo de posguerra, hoy queda dislocada, y en ese sentido, el caso chileno es interesante: se exigen derechos sociales, pero pocos (ni electores ni partidos) se atreven a debatir un aumento de la carga tributaria a las personas, orientando el debate hacia el impuesto a las empresas, que a la larga se considera un impuesto a la inversión. Chile, de hecho, es el país de la OCDE donde menos impuestos directos paga un trabajador sin familia (7%), siendo el otro extremo Bélgica (43%). El promedio de todos los miembros de la OCDE es de un 25,1%, y en la mayoría de ellos la recaudación tributaria más fuerte proviene de las personas y las empresas, no del IVA, como en el caso chileno. “Las políticas socialdemócratas en su versión clásica, y no del tipo Tercera Vía, implican un reconocimiento de derechos sociales universales y su aseguramiento y protección por parte del Estado. Una propuesta así, con esa claridad y radicalidad e implicancias que tiene en materia de impuestos, no ha estado en las agendas de los candidatos de centroizquierda en Chile”, explica Ernesto Águila. “En los ciudadanos existe una demanda por gratuidad donde se entremezcla un mayor grado de conciencia en temas de derechos sociales con aspiraciones que tienen una lógica más individualista. Es decir, conviven aspiraciones intuitivamente socialdemócratas con subjetividades neoliberales. A una propuesta socialista en Chile le hace falta dar una batalla de tipo cultural para confrontar estas subjetividades”.

    En otras partes del mundo, en particular en Europa, hay quienes no miran el futuro con buenos ojos (“la globalización económica conlleva el hundimiento de la vieja socialdemocracia europea”, asegura Guy Standing), pero también hay quienes piensan que esa lucha de la que habla Águila no está perdida. Paul Krugman, por ejemplo, insiste en que el éxito económico de los países escandinavos es una muestra de que esta fuerza política no está acabada: “El capitalismo está manejado por el interés propio. Pero deberíamos ser capaces de ponerle límites a la inmoralidad, es decir, codicia con reglas. Las socialdemocracias con economías de mercado que tienen normas y fuertes redes de protección no son utopías morales, sino que son las sociedades más decentes que se han creado”.

     

    Imagen de portada: Afiche electoral del candidato socialdemócrata alemán Martin Schulz.

  102. La marcha paria

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    La escritura de Diamela Eltit revela en Sumar toda su coherencia: el proyecto que emergió en los 80 para denunciar las inequidades de la sociedad chilena y señalar las esquinas oscuras de la construcción identitaria nacional, no cesa de consolidarse en sus últimas novelas. Esta vez aborda la marcha de un grupo de vendedores ambulantes, con un estilo que desborda el realismo e insiste en la necesidad de enunciar lo colectivo como posible motor de la Historia.

    por lorena amaro

    El movimiento incesante de la marcha es una declaración colectiva. Es la exaltación de subjetividades por largo tiempo aplacadas, que se unen en torno a un objetivo común. Diamela Eltit decide emplear este imaginario, esta dimensión multitudinaria de las luchas sociales, que en Chile han conducido insistentemente a la derrota, en su novela Sumar. Esta dimensión trágica de la historia se pone de manifiesto ya en el epígrafe, tomado de las “cartas de petición” recogidas por el académico Leonidas Morales, donde los familiares de los desaparecidos de la dictadura de Pinochet clamaban por la intercesión del gobierno. En una de ellas, un padre pide que lo autoricen para que su hija, Ofelia Rebeca Villarroel, secuestrada de la fábrica Sumar en los primeros días del Golpe, apresada en el Estadio Nacional y ejecutada pocos días después, sea sepultada dignamente. Queda de inmediato al descubierto en la voz humilde y suplicante de ese padre, el juego de poder que se llevaba a cabo en Chile, la presencia de una arquitectura elitista e implacable, que ha impedido una verdadera transformación social.

    “Se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”, dijo con voz estremecedora en sus últimos minutos Salvador Allende. En la novela de Eltit parece transitar el fantasma de aquel hombre: las dos Aurora Rojas, el Casimiro Barrios, la Ángela Muñoz Arancibia, el Diki, el Colombiano. Desde las veredas y cunetas de las calles santiaguinas, estos vendedores ambulantes ofrecen su mercadería “oportuna, aunque (…) demasiado conocida, repetitiva”, objetos que replican demencialmente a otros objetos con marcas conocidas y codiciadas. El hombre libre no transita por las calles heridas de hoyos; la marcha se arma, como cuenta Aurora Rojas, por “las excesivas privaciones y las tormentas de inexistencia que caían no solo sobre mí, sino encima de cada uno de nosotros, los ambulantes”. Ellos son la nueva encarnación del paria, que en las novelas de Manuel Rojas eran sujetos que circulaban por todo el territorio nacional, en busca de algún trabajo temporal. Vidas inestables, anónimas y desarraigadas. La marcha de los personajes ideados por Eltit, con sus nombres inspirados en las luchas anarquistas de comienzos del siglo XX, es también un movimiento paria, que busca alcanzar en 370 días la moneda (así, con minúsculas), utopía condenada al fracaso.

    Como en varios de sus libros, en Sumar la historia evidencia una reflexión sobre la construcción del poder. Se entrecruzan las voces populares con la narración culta, casi caricaturesca, y es fácil percibir los injertos textuales con informaciones anacrónicas.

    Aun así, estos cuerpos afectados por las más diversas dolencias (dolores de cabeza, brazos malos, conmociones hepáticas que se han convertido en el alma popular de Chile y en negocio de las farmacéuticas) se activan con la marcha. Es un peligro abandonarla: “Si lo hiciéramos, si dejásemos la marcha de lado, solo retomaríamos la costumbre de la subordinación más bacteriana a la que nos obliga nuestra condición ambulante”. Es preciso sumar. A pesar de las tensiones entre los personajes y la extraña relación que se produce entre sus identidades (nombres que se repiten e intercambian, cuatro nonatos que colectivamente demandan su inserción en la historia), hay un nosotros, orgánico, material, que recompone a los cuerpos cansados y enfermos, y posibilita la dignidad y esperanza. Este acento en la experiencia colectiva contrasta con las tendencias que priman en nuestra joven narrativa; Eltit pone en boca de Aurora Rojas una solapada crítica a la “literatura de los hijos”, cuando explica que su infancia “no merece el menor intento de detallar o rememorar mediante alegorías o acudiendo a interminables cantos provenzales dramáticos (escritos en idioma occitano), que contienen tristes episodios que detallan las diversas penurias de la niñez. La nube que archiva al mundo para controlarlo ya está lo suficientemente saturada de quejas y ejemplos que asolan a la infancia de iluminaciones agobiadoras”.

    La escritura de Diamela Eltit revela en esta novela toda su coherencia; un proyecto que emergió en los 80 para denunciar las inequidades de la sociedad chilena y señalar las esquinas oscuras de la construcción identitaria nacional. Como en varios de sus libros, en Sumar la historia evidencia una reflexión sobre la construcción del poder. Se entrecruzan las voces populares con la narración culta, casi caricaturesca, y es fácil percibir los injertos textuales con informaciones anacrónicas (las divagaciones sobre el cuerpo y la mente en los médicos Abu Zayd Ahmed al-Bakhi o Alí ibn al-Abbas al-Majusi; el hombre de cartón del artista argentino Pablo Curutchet, instalado en la ciudad de Córdoba; las visiones de Bernardette Soubirous en Lourdes), con que Eltit se ríe de la enciclopédica cultura de Internet, llamada aquí “la nube”, esa “cifra inmensa (…) que se apodera de la suma de nuestros movimientos”.

    Quisiera consignar el diálogo entre este texto y El paradero de Juan Balbontín o La expropiación de Rodrigo Miranda, en que el “hombre nuevo” de la Unidad Popular se transfigura en el joven paria y excluido que hace también su intervención en Sumar: “Las voces no entonarán ese antiguo himno ambulante que esperábamos cantar (…), sino la clara modulación sinfónica o sincrónica de una monedita, tío conchetumare”. La degradación del habla, como la transformación del signo de La Moneda en esa monedita que difiere la violencia, son formas que Eltit sabe manejar con soltura y un humor implacable, como se ve en muchos otros de sus trabajos: El padre mío, Impuesto a la carne, El cuarto mundo. Un proyecto literario consecuente como pocos.

     

    Sumar, Diamela Eltit, Planeta – Seix Barral, 2018, 177 páginas, $11.900.

  103. Encuentra en librerías el quinto número de Revista Santiago

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    En esta edición:

    Personaje
    Las preguntas de Judith Butler, por Álvaro Matus

    La socialdemocracia a la deriva, por Evelyn Erlij

    El trabajo futuro, por Giorgio Boccardo

    Las maldades de Richard H. Thaler, por Sebastián Edwards

    Para decir lo que se quiera: textos sobre la libertad de expresión, por Patricio Tapia

    Lagunas mentales
    Palabras de despedida, por Manuel Vicuña

    Pensar contra sí mismo, por Daniel Mansuy

    Jonathan Israel: “Estos son malos tiempos para un ideal democrático, liberal, universalista”, por Marcelo Somarriva

    Voltaire, historiador, por Robert Darnton

    Conservadurismo, izquierda y tecnología, por Rafael Gumucio

    Parra, el maestro, por Andrés Anwandter

    Honor y gloria a nuestros contemporáneos, por Diamela Eltit

    Caleidoscopio histórico: las escenas y atmósferas de Philipp Blom, por Andrea Kottow

    Lenin brotó de una novela, por Arturo Fontaine

    Relecturas
    La perfecta despedida, por Alejandra Costamagna

    La vida incesante de Jonas Mekas, por Rodrigo Hasbún

    La historia material de los libros
    Cuaderno de dibujo, por Gonzalo Peralta

    ZONA CRÍTICA

    Para no llegar siempre tan solos, por Vicente Undurraga

    El detalle oculto: Augusto D’Halmar como crítico, por Daniel Hopenhayn

    Cine y tiempo: las lecciones de Andréi Tarkovski, por Matías Hinojosa

    Llegaron los bárbaros, por Alberto Fuguet

    La crítica de vino como lectura, por Marcelo Mellado

    Vidas paralelas
    Primo Levi y Natalia Ginzburg: historia de un malentendido, por Federico Galende

    Al margen del color de la noche, por Pablo D. Sheng

    CRÍTICAS DE LIBROS, CINE, CÓMICS Y CIUDAD

    La poesía terminó conmigo. Vida de Rodrigo Lira, de Roberto Careaga, por Lorena Amaro

    Teoría King Kong, de Virginie Despentes, por Rodrigo Olavarría

    Cosas (y) materiales. La magia de los objetos que nos rodean, de Mark Miodownik, por Fernando Portal

    The Vietnam War, de Ken Burns y Lynn Novick, por Pablo Riquelme

    Sin tolerancia 2, de Malaimagen, por Álvaro Bisama

    Los padres de Santiago: historia de una rivalidad, por Iván Poduje

    Turismo accidental
    El triángulo de Escher, por Matías Celedón

     

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  104. Mircea Cărtărescu y su atlas de geografías fantasmagóricas

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    En la cabeza de Mircea Cărtărescu cabe una ciudad, un continente, un universo. Lo mismo podría decirse, es cierto, de casi todo escritor, pero en su caso parece escapar de lo estrictamente metafórico. A veces, en él la referencia geográfica es una manera de hablar. En un famoso ensayo de 2003, “Europa tiene la forma de mi cerebro”, daba testimonio de participar en las tradiciones que atraviesan las fronteras políticas y nacionales, defendiendo una mentalidad cosmopolita, ajena a la de los artistas que se ven completamente determinados por la historia; en su caso, haber vivido bajo el comunismo, así como a la idea de la literatura de los antiguos países comunistas como una atracción turística. Allí señalaba: “No hablo para nadie sino para mí mismo; el único país que represento son mis escritos”.

    En otras ocasiones, el sentido es distinto, más intrigante. En un momento temprano de su imponente novela Solenoide, el narrador creado por Cărtărescu, en muchos aspectos tan parecido al propio Cărtărescu, escribe: “El objeto de mi pensamiento es mi pensamiento, y mi mundo se identifica con mi mente. Mi misión es, por tanto, la de un agrimensor y la de un cartógrafo, la de un explorador de las protuberancias y de los subterráneos, de las mazmorras y las cárceles de mi mente…”. Varios centenares de páginas después, afirma: “Vivo en mi cráneo, mi mundo se extiende entre sus paredes porosas y amarillentas y consta, casi en su totalidad, de un Bucarest que flota en él”.

    Es difícil encontrar una belleza convencional en Solenoide, pero eso quizá se debe a que Cărtărescu, o su narrador, confiesa que en su vida la belleza apenas ha existido.

    Pues bien, la cartografía de la mente de Mircea Cărtărescu la ha llevado a cabo él mismo en un conjunto de mapas, algunos muy precisos y realistas, otros simbólicos y fantásticos, agrupados en el conjunto de su obra, parte considerable de la cual está disponible para el lector en castellano gracias a la editorial Impedimenta.

    Cărtărescu, nacido en Bucarest en 1956, es uno de los escritores rumanos más destacados de la actualidad, habiendo recibido algunos de los más prestigiosos premios literarios europeos (Gregor von Rezzori, Leipzig, Thomas Mann, Formentor) y siendo a menudo mencionado (sobre lo cual ironiza) como candidato al Nobel. Inició su carrera como poeta y de su obra lírica, que cultivó a lo largo de toda la década del 80, destaca El Levante (1990), una epopeya extravagante, escrita originalmente en verso, aunque después adaptó algunas partes en prosa. Pasó a la narrativa con los relatos de Nostalgia (1993): “El Ruletista” (publicado también de forma independiente) es su narración más reconocida, protagonizada por un hombre sin suerte, que gana fama y fortuna participando en peligrosas sesiones de ruleta rusa, y otras como “El Mendébil”, sobre un niño extraño que fascina a sus compañeros de juego con sus no menos extrañas teorías, o “REM”, un trasunto entre onírico y horroroso del Aleph de Borges. Su primera novela, Lulu (1994), gira en torno a los recuerdos de un viaje adolescente en el que el personaje se obsesiona con un compañero que, vestido de mujer, se le insinúa sexualmente; en el libro, la imagen del doble o del hermano muerto figura vigorosamente. Hay que señalar que esto se corresponde a la biografía de Cărtărescu: cuando él tenía más o menos un año, en 1957, murió su hermano gemelo y la idea del doble recorre su obra.

    Pero no todo es tan oscuro: en Las bellas extranjeras (2010) hay un tono distinto: son crónicas sobre escenas de la vida literaria europea, contadas de forma más directa y a veces irónica. Por otro lado, hay una parte de su labor que desconoce o conoce mal quien no pueda leer rumano: Cegador, una trilogía larguísima, cuya primera parte se tradujo (eso sí, desde el alemán) por editorial Funambulista y se promete completa y desde el rumano por editorial Impedimenta para este año. O sus diarios, de los que se han publicado varios tomos.

    Lo feo, lo terrible, los parásitos son una imagen condensada de la realidad: todos somos “ácaros ciegos pululando en nuestra mota de polvo en un infinito desconocido, irracional, en el callejón horrible de este mundo”, dirá más adelante.

    Un rápido paseo por la obra de Cărtărescu se impone antes de entrar a Solenoide (su novela más reciente, publicada en rumano en 2015), porque la recurrencia de motivos, símbolos o incluso personajes es una característica del autor. En sus libros suelen figurar las metamorfosis, la fractura de la identidad, la imagen del doble, el mito del andrógino, el relato de la niñez y de la familia, el despertar de la sexualidad, la locura y la ensoñación. Otro elemento constante es la ciudad, una Bucarest laberíntica y fantasmal. También lo es que el autor evite el comentario político directo en favor de excursiones en la intimidad, trazando una, en parte real y en parte imaginada, historia personal durante el comunismo. Todo eso está en Solenoide, obra particularmente ambiciosa, que pareciera ser un compendio de todas sus obsesiones.

    El libro se presenta como el manuscrito o el largo diario de un escritor frustrado que es profesor de rumano en una escuela y que vive en la gris y fría Bucarest comunista. No le gusta su trabajo, más bien lo odia y quiere escapar de esa especie de prisión, la prisión de su cuerpo y de la realidad. Pero resulta que la realidad se desdobla en mundos alternativos y en historias que podrían configurar varias novelas, las cuales se van enrollando en ramificaciones serpentinas y bolsones de cordial pedantería.

    El narrador sin nombre es alguien que pudo tener otras de las “vidas posibles” de Cărtărescu: nacido el mismo año, en la misma ciudad, ha vivido su misma infancia y en la misma calle. Como el autor comenzó a ser profesor. Sin embargo, a diferencia de Cărtărescu, fracasó al tratar de ser escritor, pues solo recibió críticas y burlas cuando en 1978 leyó en público un largo poema titulado “La caída”. Desde entonces emborrona diarios con sus anotaciones de lo que le sucede, con sus sueños o más bien sus pesadillas. Los cuadernos son “informes sobre sus propias anomalías”, que comprenden una dimensión diurna, con su monótona vida pedagógica y una nocturna, con el asedio de miedos y alucinaciones.

    El relato y las historias no son lineales, sino que siguen el orden de los sueños y los recuerdos. Así, en distintas partes del libro, el lector se entera de episodios de su niñez.

    Es difícil encontrar una belleza convencional en Solenoide, pero eso quizá se debe a que Cărtărescu, o su narrador, confiesa que en su vida la belleza apenas ha existido. Comienza el relato con piojos: estos bichos reales de las primeras páginas se volverán metafóricos y amenazantes después. Además de los piojos, que son como una enfermedad profesional del protagonista, pronto también se saca del ombligo pedazos del cordel con el que le habían atado al nacer el cordón umbilical. Lo feo, lo terrible, los parásitos son una imagen condensada de la realidad: todos somos “ácaros ciegos pululando en nuestra mota de polvo en un infinito desconocido, irracional, en el callejón horrible de este mundo”, dirá más adelante.

    El libro está compuesto por los cuadernos que este profesor va escribiendo a medida que pasan los días, o los años. Cuenta, o recuerda, partes de su infancia y adolescencia, más la vida cotidiana en el colegio con el trasfondo, que casi no se menciona, del régimen comunista. El relato y las historias no son lineales, sino que siguen el orden de los sueños y los recuerdos. Así, en distintas partes del libro, el lector se entera de episodios de su niñez. Por ejemplo, que tuvo un hermano gemelo que, con un año, “desaparece”; un gemelo que era su igual pero con sus órganos al revés (lo que tenía que estar a la izquierda, lo tenía a la derecha y viceversa). O que su madre lo crió como una niña, vistiéndolo como una, dejándole el pelo largo y haciéndole trenzas, por lo que en algún momento dice que su feminidad la ha sentido como “una hermana agazapada”. O que con nueve años estuvo internado en un sanatorio para niños tuberculosos, a lo que lo llevó su gusto insano por la lectura; allí, en medio de maltratos, vivió casi dos años. O que también de niño pasó un mes viviendo con un ingeniero agrónomo que entre sus pocos libros tenía un tratado de parasitología, que marcó su vida, encontrando en “el mundo de los animales que infestan tu cuerpo, que simplemente te devoran por fuera y por dentro, una poesía gigantesca y sombría”. O que a los 16 años sufrió una parálisis o que tuvo una operación inexplicable.

    La existencia del solenoide le permite al narrador dormir levitando sobre la cama o mantener relaciones sexuales con una colega, profesora de física en el colegio, quien descubre estas posibilidades.

    En su vida actual, hay un lado realista, en el que aparece la Bucarest deprimida de la época: gris, aburrida, triste. También el colegio en que trabaja, que tampoco es un ambiente muy estimulante: alumnos a quienes cree que nada puede enseñarles y profesores con los que no siente cercanía alguna. Cuenta las vidas de las personas a las que trata (el director del colegio, con olor a maquillaje, con el que cubre su vitíligo) o su rutinario viaje en tranvía. También que al dejar la casa de sus padres, se cambia a un barrio marginal en el que compra una casa antigua con forma de barco y muchas habitaciones. Pero aquí también irrumpe lo extraño: la casa perteneció a un investigador de la electricidad, practicante de la “medicina unipolar” que casi lo lleva a la cárcel por charlatán, quien se la deja al protagonista. La casa fue construida sobre un solenoide, esto es una bobina usada en aparatos eléctricos que crea un campo magnético, y alberga una extraña maquinaria: un sillón de dentista como centro de mando. La existencia del solenoide le permite al narrador dormir levitando sobre la cama o mantener relaciones sexuales con una colega, profesora de física en el colegio, quien descubre estas posibilidades (más tarde, ambos tendrán una hija, que también flota).

    A esto se suman las exploraciones en el mundo subterráneo de Bucarest y de los libros antiguos, contando para ello con algunos “guías”: uno de ellos es un predicador llamado Virgil (¿por Virgilio?); otro es un bibliotecario, Palamar.

    La Bucarest conjurada en el libro, más de una vez definida como “la ciudad más triste que se haya erigido jamás sobre la faz de la Tierra”, es un urbe derruida y curiosamente interrelacionada (“Como todas las casas estaban comunicadas a través de túneles y puertas secretas, podías pasarte vidas enteras merodeando de unas a otras como a través de una esponja infinita”). Allí, bajo tierra, hay una antigua fábrica abandonada que acoge un auténtico museo de monstruos o tienen lugar encuentros con una secta, los “piquetistas”, quienes protestan en cementerios, hospitales y morgues contra el dolor y contra la muerte (los conoce a través de una profesora de su colegio); también puede encontrar una estatua gigante, de labios apretados y despectivos “como los de los moái de la isla de Pascua”, que aplastará a Virgil. En ese ambiente subterráneo se suceden las imágenes que van entre la alta tecnología y lo gótico, y constituye una experiencia que lleva al protagonista a gritar varias veces socorro (en la página 374) y a multiplicar ese grito por 10 páginas (de la 687 a la 697).

    Su estilo es expansivo y brillante, tan brillante que puede llegar a cegar, lo que no impide que esté cargado de cierta melancolía.

    Las investigaciones librescas del protagonista se enfocan en textos más o menos extraños, aunque tan curiosamente interrelacionados como las casas de Bucarest. El interés que desde niño tuvo en una novela muy popular de Ethel Voynich, El tábano (1897), lo lleva a los libros del padre de ella, el gran matemático George Boole, lo mismo que  las teorías de su cuñado, Charles Hinton, sobre la cuarta dimensión, que habrían inspirado el cubo de Rubik, “la nueva histeria que había invadido la escuela”. También investiga el manuscrito Voynich (que lleva el nombre por su marido anticuario), el misterioso libro medieval que tantas novelas ha inspirado, alcanzando incluso a Chile. Por otra parte, incursiona en los libros sobre los sueños del psicólogo rumano de principios del siglo XX Nicolas Vaschide, y también a las figuras y escritos de Mina Minovici, un científico forense que escribió tratados sobre el tema y su hermano Nicolae Minovici, obseso por los tatuajes (autor de un estudio etnológico sobre ellos en la zona danubiana) y practicante del ahorcamiento controlado.

    Si esto no parece lo suficiente exagerado, queda la parte final del libro, en que la ciudad de Bucarest que era laberíntica y terrible, llega a elevarse por gracia de varios solenoides, para transformarse en la apoteosis (o apocalipsis) de las ruinas. Pues hay ecos bíblicos y el escritor Marius Chivu, en el posfacio del libro, lo define como “un Apocalipsis sin Génesis”.

    Como puede verse, Cărtărescu no teme el exceso. Aquí aparecen un amasijo de datos y símbolos hasta la estridencia, el diálogo con otros autores (resonancias de Borges, Kafka, Dostoievski, Proust, Thomas Mann) y con la propia obra de Cărtărescu (referencias a personajes o sucesos ya narrados, como la aparición del Mendévil o del REM). Su estilo es expansivo y brillante, tan brillante que puede llegar a cegar, lo que no impide que esté cargado de cierta melancolía, como cuando al contar la historia de Ethel Voynich señala que son los restos de una biografía, que es como “unas espinitas de pescado colocadas en el borde del plato después de que el verdadero contenido de la vida fuera devorado por los ácidos del tiempo”.

     

    Solenoide, Mircea Cărtărescu, Editorial Impedimenta / Liberalia, 2017, 794 páginas, $25.800.

  105. ¿Qué pasó en Vietnam?

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    Ken Burns, el gran documentalista de la historia de Estados Unidos (autor de filmes sobre la Guerra Civil, el origen del jazz y el impacto de la II Guerra Mundial en la vida de los estadounidenses, entre muchos otros), demoró una década en realizar, junto a Lynn Novick, The Vietnam War. Se trata de una mirada completa a la intervención norteamericana en Vietnam, una guerra que “comenzó en secreto” y “terminó en fracaso, con el mundo entero de testigo”, mató a 58 mil estadounidenses y tres millones de vietnamitas, polarizó al país como nada lo había hecho desde la Guerra Civil y acorraló a tres presidentes: Kennedy, Johnson y Nixon. A través de un centenar de testimonios de soldados y civiles de ambos lados (incluidos guerrilleros del Viet Cong), el documental intenta aclarar qué fue lo que realmente pasó en esos años.

    EE.UU. se involucró en Vietnam a mediados de los 50, cuando Francia perdió la mitad norte de su colonia en Indochina a manos del Viet Minh, un ejército inspirado en la China de Mao y liderado por Ho Chi Minh. Allí, el Viet Minh fundó una república socialista con capital en Hanói. Su objetivo era unificar todo el territorio vietnamita bajo su bandera. En el sur, sin embargo, EE.UU. propició el establecimiento de otra república, Vietnam del Sur, de corte liberal y con capital en Saigón. A cargo del país quedó Ngo Dinh Diem, político católico y anticomunista que recibió el sustento económico y militar norteamericano, pero que muy pronto dio señales de autoritarismo y corrupción.

    Burns y Novick afirman que la Casa Blanca no supo leer la derrota francesa como lo que en verdad era, el fin de la era colonial en el sudeste asiático, y la analizó solo en los términos de la Guerra Fría: el enemigo era el comunismo en un país lejano.

    Según el documental, EE.UU. pagaría su apuesta durante 30 años. Burns y Novick afirman que la Casa Blanca no supo leer la derrota francesa como lo que en verdad era, el fin de la era colonial en el sudeste asiático, y la analizó solo en los términos de la Guerra Fría: el enemigo era el comunismo en un país lejano. Para los vietnamitas, en cambio, EE.UU. era otro invasor más y estaban dispuestos a luchar por su independencia el tiempo que fuera necesario.

    Los mejores momentos del documental muestran a los presidentes estadounidenses enfrentando las consecuencias de ese error. La insomne voz de Kennedy lamenta haber apoyado el golpe que en 1963 le costó la vida a Ngo Dinh Diem, sin imaginar que 20 días después él mismo correría un destino similar. Un Lyndon Johnson al borde del infarto ruega al secretario de Estado McNamara que le ofrezca una solución para sacar a las tropas que él mismo había enviado en 1964, sin tener un plan de salida claro. Y un trémulo Nixon se deshace en disculpas ante Johnson dos días antes de las elecciones presidenciales de 1968 (que Nixon terminaría ganando), cuando el presidente lo acusó de boicotear las negociaciones de paz con Hanói. La paranoia causada por este hecho persiguió a Nixon durante su primer mandato. Su intento por sobrevivir políticamente le terminaría costando el cargo en 1974, un año antes de que la bandera de Vietnam del Norte flameara sobre Saigón.

    El documental es también la crónica de una época en la que todo cambió. Vietnam dividió a los estadounidenses y desnudó las políticas racistas del ejército: los blancos y los ricos tenían menos posibilidades de ser llamados a combatir que sus connacionales negros o latinos. Vietnam borró la idea de que EE.UU. siempre peleaba guerras “necesarias” o “buenas”, como la II Guerra Mundial. Asimismo, puso en duda el honor, los límites de la crueldad, el significado de ser un patriota. Y reveló que los gobiernos y los presidentes mienten.

    Actualmente esto puede parecer una obviedad, pero Burns y Novick retratan el shock que le produjo a la ciudadanía el hecho de haber sido sistemáticamente manipulada, y lo doloroso que fue darse cuenta de que muchos de sus hermanos e hijos habían muerto en vano. De ahí en adelante, la pérdida de confianza ha marcado cada elección y cada presidencia hasta el día de hoy.

  106. Richard Kagan: “Es un error del historiador escribir solo para historiadores”

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    Realizando catálogos para museos, el hispanista estadounidense se dio cuenta de que había que rebelarse a la ultra especialización de lenguajes y enfoques, dejar de dirigirse a los expertos y privilegiar a un público amplio que se interesa en la historia. Así nacieron sus libros Los sueños de Lucrecia y Vidas infames, sobre la Inquisición, además de otros trabajos sobre educación, historia del arte, urbanismo y el surgimiento del hispanismo en Estados Unidos.

    por patricio tapia

    Elena (o Eleno) de Céspedes, fue una mujer que pasó a vestirse como hombre, se casó con otra mujer y fue juzgada bajo la acusación de falta de respeto al sacramento del matrimonio y de brujería. Es uno de los varios casos de desviaciones que la Inquisición Española del siglo XVI consideraba importantes y que Richard Kagan y Abigail Dyer recopilaron y anotaron en su libro Vidas infames, una serie de procesados vistos a través del relato que ellos hicieron a instancias del tribunal, verdaderas “autobiografías” que figuran en las actas judiciales.

    En otro de sus libros, Los sueños de Lucrecia, Kagan se ocupa de una situación distinta del mismo siglo: una adolescente, Lucrecia de León, tuvo cientos de sueños sobre el futuro de España. Su caso causó tal revuelo que también despertó el interés inquisitorial; la acusaron de herejía y sedición, pero muchos de sus contemporáneos vieron en ella a una vidente inspirada por Dios que descubría los defectos de Felipe II y las deficiencias de su política interior y exterior.

    Richard Kagan (1943), profesor emérito en la universidad Johns Hopkins, no solo se ha dedicado a la Inquisición. De hecho, ha destacado porque sus estudios sobre España y su imperio de ultramar se han desarrollado en múltiples aspectos: educación y derecho en la Castilla moderna, historia del arte, las vistas urbanas españolas y el urbanismo de las ciudades hispanoamericanas, cartografía de la edad moderna, historiografía del siglo XIX y el surgimiento del hispanismo en Estados Unidos (acuñando la idea del “paradigma Prescott”).

    Uno de sus libros más recientes es su estudio de la imagen de los reyes y los imperios como propaganda frente a la contrapropaganda protestante que dio lugar a la leyenda negra. En Los cronistas y la corona, analiza las historias oficiales de los monarcas españoles desde la Edad Media hasta Carlos III: cómo se encargaban historias oficiales que presentaran sus reinados bajo una luz favorable, pero también la lenta desaparición de los cronistas militantes y la profesionalización de la historia.

     

    Cuando habló del “paradigma Prescott” se refería al hispanismo estadounidense que vinculaba la decadencia española con el ascenso de Estados Unidos.

    Habría que decir primero quién era William H. Prescott: el primer gran hispanista en los Estados Unidos, un historiador a la vez cuidadoso con la documentación y de estilo muy narrativo; fue también de los primeros historiadores en dedicarse detenidamente a los temas hispanoamericanos, al punto que quizá sus obras más conocidas sean sus historias de la conquista de México, primero, y luego la del Perú. Efectivamente, los Estados Unidos en el siglo XIX se veían a sí mismos como el símbolo del futuro de la misma forma que España (y por tanto, Hispanoamérica) lo era del pasado. Los “hispanos” estaban atrapados en un sistema o cultura o quizá una raza que no era capaz del cambio y el progreso. Esta oposición duraría hasta bien entrado el siglo XX, reforzada en parte por los conflictos políticos, como la isla de Cuba o la Guerra Civil española. El franquismo era una prueba de la incapacidad de los españoles y de la “raza española” para el progreso, la ciencia, la democracia, etc.

     

    Pero el hispanismo estadounidense actual habrá cambiado de perspectiva, ¿no?

    Hoy en día ya nadie piensa eso, bueno casi nadie, pues hubo un cierto candidato a la presidencia, ahora presidente, de los Estados Unidos, que parece sustentar ideas de ese tipo. Pero, en todo caso, la lengua y la cultura hispánicas interesan cada vez más y forman parte de los Estados Unidos. Han llamado la atención en el sentido que los que hablan español tienen mucho más que narcotraficantes: tienen su comida, su pintura, sus monumentos. No hay duda de que el estudio del español como lengua está en plena expansión. Esto mismo ocurrió después de la Guerra del 98 y la apertura del canal de Panamá. En la segunda década del siglo XX fue un momento de auge que declinó marcadamente en torno a la época de Franco, con un renacer en el último cuarto del siglo XX. Pero hoy es, sin duda, una lengua y un mundo cultural significativo: el segundo idioma de Estados Unidos es el español y va a durar.

     

    Usted tuvo también la experiencia del hispanismo inglés.          

    Sí, claro. Estudié en Inglaterra con John H. Elliott y era compañero de Geoffrey Parker. Mis intereses no tenían tanto que ver con la España imperial de guerras o conquistas y gracias en parte al “paradigma Prescott” no encontraba en Estados Unidos alguien que pudiera dirigir mi tesis. Me fui entonces a Cambridge, Inglaterra, pero volví a los Estados Unidos, para dar un impulso, dentro de mis posibilidades, al estudio del hispanismo. Soy profesor en la Universidad Johns Hopkins desde 1972.

     

    ¿Tuvo importancia la experiencia inglesa en ampliar sus perspectivas hacia temas aparentemente tan distintos como la historia de la universidad o de la cartografía a la historia urbana o artística?

    Es posible. Pero yo diría que hubo un paso, quizá no muy brusco, desde la historia social (con estadísticas y todas esas cosas) a una historia cultural, que incluye el arte, que siempre me había interesado, o el urbanismo. Estudié las universidades españolas y de ahí salió el libro Students and Society in Early Modern Spain (1974); la mayoría de los estudiantes eran de Derecho, lo que me llevó a estudiar los pleitos y litigantes, de ahí Lawsuits and Litigants in Castile (1981). Como en la ciudad de Toledo había un Tribunal de primera instancia, fui allí. Y fue fundamental mi paso y mis estudios en los archivos de Toledo durante los años 70. La Toledo del Greco (pintor que me interesaba desde antes, de cuando era adolescente y vi una pintura suya en Nueva York). En Toledo habían papeles de la Inquisición que me llevaron a mi libro sobre las profecías políticas, Los sueños de Lucrecia y otros estudios sobre el mundo de la Inquisición. Había también libros de “corografía” toledana que incluían descripciones y representaciones de la ciudad, así como sus antecedentes antiquísimos e inmejorables, es decir, el uso de la historia para demostrar la importancia de una ciudad, que está en la raíz de Imágenes urbanas del mundo hispánico (1998). Es decir, podría decir que he tenido distintas aproximaciones y distintos objetos de estudio, pero quizá en el centro de todo está “la ciudad imperial”, Toledo.

     

    ¿Y cuándo ve su “ampliación” digamos desde España al mundo hispánico en general?

    Yo diría que 1992, con el quinto centenario del descubrimiento de América, me hizo mirar en ese sentido. Entonces también trabajaba en la representación urbana, las diferentes maneras de presentar una ciudad, y que me llevó a la historia de la cartografía, todo lo cual tenía una perspectiva hispánica y no estrictamente española. No era que me escapara de España, sino más bien respondía a la idea de ver el imperio español como una totalidad, desde Barcelona hasta Santiago, desde Nápoles hasta la Patagonia. Todo era la monarquía católica, que debía mirarse con una visión más panorámica.

     

    ¿Es un error del historiador escribir solo para historiadores?

    Sí, es un error del historiador escribir solo para historiadores. Es una lección que aprendí haciendo catálogos para museos, como El Greco de Toledo (1982). Hay un mundo de lectores que no son especialistas, pero a los que le interesa la historia. Es como volver a Prescott: alcanzar al gran público interesado. El mundo de la historia se ha sobreespecializado con lenguajes, términos, construcciones. El catálogo, en cambio, no va dirigido al experto. Tiene que explicar de qué se trata sin abandonar los principios de la buena historia. Escribo con la idea de llegar a ese público, un estilo que cualquiera pueda leer. También es una lección de la enseñanza. Tengo alumnos que no siempre están estudiando historia, pueden ser físicos o médicos que toman cursos de historia. Hay que entretenerlos con algo. Los museos y las aulas han moldeado mi estilo.

     

    Usted visitó Chile el año pasado para hablar de Pedro de Valencia, un cronista de Indias. ¿Fue importante?

    Era un humanista prestigiado y conocido por varias razones, como traductor y erudito. Fue nombrado en 1607 cronista real por Felipe III y se le comisionó que escribiera una Historia de las Indias. Su primera y más importante actividad fue dar forma a las relaciones geográficas de las Indias.

     

    Entiendo que a él se le encargó una historia de Chile que no terminó…

    Así es. Empezó a investigar y recogió información oral y escrita sobre la historia de la guerra de Chile. Realizó entrevistas con algunos de los veteranos de la guerra chilena, también con el jesuita Luis de Valdivia, quien se oponía a la guerra de sangre y fuego, siendo partidario de la guerra defensiva. Él no estuvo en la guerra, pero tiene dudas sobre el valor de esta historia, en que todo lo español era bueno. Tiene un cargo oficial, cronista, pero al ser historiador tiene el deber de decir la verdad. ¿Cómo reconciliarlo? La crónica oficial de la guerra de Chile, o pacificación del reino, quedó inconclusa. Es un caso curioso, documentado, de autocensura.

     

    ¿Está investigando algún tema?

    Sí, mi próximo libro será sobre la “locura española”, la moda de todo lo español a finales del XIX y principios del XX en Estados Unidos: desde la música a la arquitectura y el arte; todos querían obras del Greco, Velázquez, Zuloaga o se construían casas al estilo “español”.

     

    Imagen de portada: José Ramón Ladra.

     

    Vidas infames, Richard L. Kagan y Abigail Dyer (eds.), Editorial Nerea, 2010, 252 páginas, €27.50.

     

    Los cronistas y la corona, Richard L. Kagan, Editorial Marcial Pons / Centro de Estudios Europa Hispánica, 2010, 489 páginas, €28.00.

     

    Los sueños de Lucrecia, Richard L. Kagan, Editorial Nerea, 1991, 259 páginas, €20.00.

  107. Por un futuro con tradición (o una forma de enterrar a Pinochet)

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    El epígrafe del libro cita a Neruda: “Una nación está llena de ojos extinguidos, de palabras que no se oyen, de sentimientos que ardieron y se apagaron. Todo esto es una continuidad. (…) Y yo proclamo esta preservación no en nombre del pasado, sino del futuro”. Damos vuelta la página y el prólogo, a cargo de Sonia Montecino, comienza citando a Mistral: “Nadie que valga cree ya en Alessandri. (…) Pero me he dado cuenta de que es la única carta que podemos jugar para una relativa unión de las clases, para unir, aunque sea a medias a los opuestos. Y para llenar, aunque sea también a medias, el abismo que separa hoy a las gentes nuestras”.

    La elección de las fuentes dice tanto como el contenido de las citas acerca de las intenciones del libro 1925. Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta. Si necesitamos una nueva Constitución, proponen los autores, es por razones históricas y socioculturales que desbordan el cauce jurídico. La alternativa de reformar el texto actual no es descartada por los cerrojos que aún contempla su arquitectura. Ni siquiera por su origen autoritario, vicio que comparte con algunas de las más ejemplares Constituciones del mundo. Su pecado capital –su soberbia– fue arrasar con la “tradición constitucional” que la precedía, partir la historia de Chile en dos. Su consiguiente castigo, cuatro décadas después, es no haber podido desmarcarse de la dictadura y de Pinochet, lo cual la inhabilita para cumplir con la función simbólica que le compete: ser el contrato por el cual una comunidad política se da forma a sí misma.

    Ahora bien, esta defensa coral del continuismo no dispara hacia un solo lado. También impugna las intenciones de “cierta izquierda” de escribir la carta magna sobre una página en blanco. Tal camino, se advierte repetidas veces, consolidaría una tradición antihistórica o “constructivista” (palabra cara a nuestros autores) de la que Pinochet sería nada menos que el fundador.

    Arturo Fontaine, Juan Luis Ossa, Aldo Mascareño, Renato Cristi, Hugo Herrera y Joaquín Trujillo forman un original conjunto de autores cuya primera novedad es evidente: varios de ellos presentan domicilio en la centroderecha y, a contramano de la derecha política, promueven una “nueva Constitución” (que resultaría de reformar la del 25). Y lo hacen invocando las mejores doctrinas del liberalismo conservador, aquellas que recomiendan un reformismo gradual, acompasado, para renovar la tradición y así proteger su continuidad. Juan Luis Ossa se ocupa de mostrar que esa fue tanto la filosofía de Edmund Burke como la que inspiró a las Constituciones de 1833 y 1925. Retomar ahora el texto del 25 (más precisamente, su última versión previa al Golpe) sería entonces un modo de encapsular, de dejar entre paréntesis, esa revolución desmemoriada que fue la Constitución del 80. “Es hacer pie en el pasado para imaginar un lenguaje que dará forma al futuro”, sintetiza Fontaine, quien también se hace cargo, con Freud, de otro aspecto de la discusión: “Una parte importante de la sociedad chilena no ha concluido su duelo. Enterrar la Constitución del 80 es enterrar simbólicamente la dictadura y permitir el duelo”.

    La preocupación por lo simbólico va aún más lejos en los artículos de Herrera y Trujillo. El primero recurre a las ideas de Kant sobre el juicio estético para iluminar la dimensión subjetiva o “histórico-existencial” de la política, de la cual no consiguen dar cuenta –más bien la violentan– quienes remiten la legitimidad de una Constitución a su sola dimensión normativa. Trujillo, singularísimo ensayista, discurre entre la historia, el derecho y la literatura para argumentar que el constitucionalismo es también “una disciplina estilística”, heredera de la mesura neoclásica del siglo XVIII y del restauracionismo romántico del XIX; su punto es que la pluma de Jaime Guzmán trastornó una tradición retórica para nada irrelevante, anclada desde 1833 en el “principio de la deferencia” para con la Constitución saliente.

    Ahora bien, esta defensa coral del continuismo no dispara hacia un solo lado. También impugna las intenciones de “cierta izquierda” de escribir la carta magna sobre una página en blanco. Tal camino, se advierte repetidas veces, consolidaría una tradición antihistórica o “constructivista” (palabra cara a nuestros autores) de la que Pinochet sería nada menos que el fundador. Renato Cristi, para más señas, dedica su artículo a objetar el “ánimo refundacional” de Fernando Atria, mismo temperamento que le atribuye a Guzmán.

    No se ve fácil, de partida, seducir con los encantos de la tradición a la sociedad chilena actual; menos aún a esos millones que han conseguido despegarse de la identidad social de sus padres y abuelos, y que asocian ese Chile con añejas relaciones de dominación antes que con una meseta de cordialidad republicana.

    Desde la izquierda, en cambio, se leerá con entusiasmo el texto de Aldo Mascareño. El sociólogo repasa el siglo XX chileno para observar que la Constitución del 25 basó su altísima legitimidad –o buena parte de ella– en la creación de instituciones estatales capaces de sostener expectativas de inclusión social. Quizás esas expectativas se cumplieran a medias, pero la experiencia subjetiva de “sentirse parte de un cambio social general” fue, en sí misma, la clave para administrar la transición entre tradición y modernidad. “La historia política de Chile no ha desarrollado un mejor referente de la idea moderna de bienestar social que la Constitución de 1925”, concluye Mascareño, y asegura que haberse negado a construir “sobre la memoria del sistema” le pena severamente a la Constitución actual.

    El libro incluye un apéndice con las columnas y cartas al director que suscitaron esta propuesta una vez que Fontaine la echó a rodar. Las adhesiones abarcan un amplio espectro político (el propio Atria ya había planteado una fórmula parecida, aunque con otros énfasis) y auguran un panorama auspicioso. Sin embargo, 1925… no profundiza en los obstáculos que esta idea podría encontrar en el camino. No se ve fácil, de partida, seducir con los encantos de la tradición a la sociedad chilena actual; menos aún a esos millones que han conseguido despegarse de la identidad social de sus padres y abuelos, y que asocian ese Chile con añejas relaciones de dominación antes que con una meseta de cordialidad republicana.

    De esa incertidumbre surge otra más concreta: ¿cumpliría esta iniciativa sus fines simbólicos sin una asamblea constituyente que disocie a la nueva carta no solo de la dictadura, sino también de los privilegios de las élites? Quizás para no desviar el foco, este libro elude la disputa por el mecanismo, pero no cuesta adivinar que el grueso de sus autores optaría por radicar el poder constituyente en el Congreso. Persuadir de lo mismo a la izquierda parece improbable, y todavía faltaría convencer a la derecha de arriesgarse a la aventura. Por lo pronto, las reglas no estipuladas en la Constitución del 25 quedarían a merced de la voluntad de las mayorías, y nos referimos a materias tan sensibles como la autonomía del Banco Central. ¿No será mucho pedir?

    Así, este conjunto de ensayos, aunque muy persuasivo, se ve cercado a ratos por una duda sombría: si acaso haría falta una crisis más aguda para que las partes, como Mistral frente a Alessandri en los años 20, se allanen a este camino del medio con el objeto de unir “aunque sea a medias a los opuestos”. Lo indudable, por ahora, es que 1925… deja muy pesada la pista a quienes quieran refutar la tesis histórica que lo anima; vale decir, que la dictadura clausuró la tradición política que mejor había conservado la continuidad histórica de la nación. Todo conservador que se precie corre el riesgo de ceder a la tentación de recuperarla.

     

    1925. Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta, Varios autores, Catalonia, 2018, 288 páginas, $16.900.

  108. Richard Sennett y Saskia Sassen: dos miradas sobre la ciudad

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    La pareja de sociólogos estuvo ayer en la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales, para compartir sus reflexiones en torno a la organización urbana. Mientras Sennett se enfocó en su concepto de “ciudad abierta”, Sassen abordó la amenaza que encierra la especulación inmobiliaria.

    por matías hinojosa

    La cátedra Globalización y Democracia celebró ayer sus 10 años, con Richard Sennett y Saskia Sassen como invitados, quienes se suman a la larga lista de pensadores que han estado presentes en esta actividad, como Fernando Savater, Gianni Vattimo, Hervé Le Bras y Thomas Pikkety.

    Reunidos para reflexionar en torno a la ciudad, la pareja de sociólogos desarrolló sus impresiones respecto a la configuración que ha adoptado el mundo contemporáneo, los desafíos a los que este se enfrenta y las contradicciones al interior de las sociedades modernas neoliberales.

    Con el título “La ciudad abierta: los desafíos de la democracia actual”, Sennett compartió las conclusiones a las que ha llegado después de analizar distintos modos de organización urbana. Según el autor de La corrosión del carácter y El declive del hombre público, la forma en que se estructura una ciudad puede fomentar los valores democráticos o, por el contrario, desarrollar entre sus ciudadanos actitudes que él denomina “fascistas”.

    “En los países del norte tenemos una crisis de la democracia, un fascismo que resurge, en lugares como Estados Unidos, Hungría e Italia”, fueron las palabras con las que abrió su exposición. “Pero este no es el fascismo que enfrentamos en los 30. Ese era un movimiento que intentó una nueva estructura de poder; sin embargo, su forma actual se caracteriza por una deconstrucción del Estado, de modo que este fascismo es más de orden cultural que burocrático”.

    Tras este diagnóstico, se preguntó: “¿Puede una ciudad resistir este fascismo cultural? Sí, puede, si está organizada como una ciudad abierta”. Para Sennett la ciudad abierta, democrática, es aquella que propicia la interacción entre actores diversos, donde se promueve la tolerancia y cuya organización se basa en la propia adaptación de los ciudadanos a las condiciones del entorno y no en la planificación rígida poco propensa al cambio.

    Para dar un ejemplo de este tipo de lugar, mostró una diapositiva con una fotografía de Nehru Place, un enorme centro de intercambio comercial al sur de Delhi, en la India, donde conviven vendedores informales de todo orden. “En este sitio se mezclan musulmanes con hindúes y las personas no están encerradas en oficinas, sino que están afuera. Se trata del lugar menos peligroso de Delhi”, aseguró el sociólogo. “Eso se debe a que no hay normas y todos están obligados a interactuar y el impulso al rechazo, a purificar el lugar, es muy débil. Esta organización física funciona contra los impulsos fascistas”.

    Para ilustrar la contracara de este modelo, Sennett mostró una fotografía de un condominio de edificios en Beijing, indicando que “aquí no hay espacio público, no hay interacción y la tensión social con los migrantes indocumentados es gigante”.

    Para el profesor de la London School of Economics, la ciudad abierta es esencialmente democrática por tres características: “Porque es porosa, porque está en permanente construcción y porque se puede adaptar a los cambios no previstos”.

    Otra de las diapositivas que Sennett usó durante su presentación lo mostraba a él junto a la urbanista Jane Jacobs bebiendo en un bar. Se veía a ambos sentados a la barra junto a un borracho que yacía desplomado sobre la mesa. Para Sennett, aquella fotografía también transmite el espíritu de una ciudad abierta, donde cada individuo tiene la libertad de emborracharse en público si así lo desea o de realizar acciones que a los demás pueden parecer impropias, pues uno de los pilares de este tipo de estructura es la tolerancia.

    Por su parte, la holandesa Saskia Sassen, en un español con acento argentino pero de una fluidez y pronunciación excelente, presentó su conferencia “¿De quién es la ciudad?: Contradicciones en el pensamiento global”, en la que reflexionó sobre la especulación inmobiliaria y el peligro que esta práctica conlleva. Para ella los grandes inversores están inmersos en un sistema tan complejo y altamente sofisticado, que una parte importante del mercado ha dejado de negociar cuestiones materiales y se ha volcado hacia la transacción de valores virtuales. Al tratarse de un terreno que va más allá de lo material, ese espacio abierto por los inversionistas es un lugar donde las regulaciones casi no existen: “La ley hoy en día –aseguró Sassen– no logra regular ciertos sectores, pero lo que ocurre en las altas finanzas es algo extremo. Las altas finanzas no son economía, sino otra cosa, porque la banca tradicional vendía dinero por cierto valor, el interés, pero aquí se transa algo que no existe”.

  109. Grimes: la diferencia entre Napoleón y todos los demás

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    Desde el año 2009, la canadiense Claire Boucher ha estado haciendo música bajo el pseudónimo de Grimes. Compositora y productora de todos sus trabajos, Grimes combina la música pop y un imaginario extraño —¿quién hubiera pensado que el medioevo podría ser cool?—, para crear un producto fuera de serie: no se trata solo de música, sino de una estética completa, reflejo de nuestros tiempos.

    por constanza gutiérrez

    Grimes (pseudónimo de la canadiense Claire Boucher, n. 1988) ya había hecho dos discos (Geidi Primes y Halfaxa, ambos del 2010) cuando el sello 4AD —el mismo de Pixies y Cocteau Twins— se fijó en ella para editar su tercer LP, Visions, en 2012. Tenía 24 años y su fama en el circuito independiente se disparó: Pitchfork dijo que el primer single del disco, “Oblivion” —la canción sobre una violación en cuyo video aparece sola, cantando en un estadio, en medio del inútil despliegue de fuerza masculina que es un partido de fútbol americano— era sin duda el mejor de la década; The New York Times afirmó que Visions era el disco del año y la página Metacritic, que hace un promedio de todas las críticas que aparecen en Internet, puntuando de cero a cien, se basó en cuarenta y dos reseñas para darle ochenta puntos: “Aclamado universalmente”.

    Como había hecho con sus discos anteriores, fue ella misma quien compuso, grabó y produjo todas las canciones de Visions, así como también el arte de la carátula. Pero Geidi Primes, partiendo por el título, era un casete repleto de referencias al libro Dune, y ha dicho que Halfaxa era su interpretación electrónica de la veneración cristiana de Edad Media, donde experimenta con su voz y el tono (y el tiempo por el que puede sostenerlo) sin preocuparse por la estructura tradicional de una canción. Visions, en cambio, es un disco oscuro, pero mucho más amable y digerible, con canciones de estructura típica (verso-estribillo-puente). De su proceso de composición, dice que le tomó poco menos de un mes, tiempo en el que se encerró en una pieza casi sin comer y durmiendo muy poco. “No hay estímulos, entonces tu subconsciente comienza a llenar los vacíos. Empecé a sentir como que estaba conectando con espíritus. Estaba convencida de que mi música era un regalo de Dios. Fue como si supiera exactamente qué hacer después, como si mis canciones estuvieran escritas desde antes”, contó en una entrevista al diario inglés The Guardian.

    Antes de Game of Thrones, el medioevo nunca había estado de moda. Con Grimes todas estas cosas se vuelven atractivas, digeribles, quizás porque ha mezclado esas referencias con otras mucho más cercanas al público: Rihanna, Dolly Parton, Mariah Carey, Tool, la estética Tumblr y, muy importante, la filosofía do it yourself, hazlo tú mismo.

    Fue en este disco, al parecer, donde encontró su camino. Grimes apela a la justa medida de nostalgia para entregarnos la música que no nos imaginábamos: saca los mejores sonidos de los sintetizadores, crea las mejores bases y ganchos, y el resultado de esto es justo lo que no esperábamos de “la música del futuro”. ¿Quién iba a imaginar que la música del futuro sería algo tan tradicional? Son canciones, ¡cantadas!, ¡con estrofa y coro! Pero distintas. Nuevas. Tal como dijo Hermione Hoby, de The Guardian, “al sonar un poco como a todo lo que has escuchado, la totalidad no se parece a nada que hayas escuchado”.

    La propia Grimes describe su música como “post internet” (“La música de mi niñez fue realmente diversa, porque tuve acceso a todo”) y toda su estética es un signo de nuestros tiempos: Asia copió a Occidente durante un buen tiempo, pero Grimes deja en claro que la ola de la primera mitad del siglo XXI va para el otro lado. Lo que propone no es nuevo (a fin de cuentas, es el Barroco), ni sus componentes, pero la mezcla sí: obsesionada con Japón, Mongolia, el animé, The Legend of Zelda, Dune, El señor de los anillos, el catolicismo, la mitología griega y el medioevo (el título Visions es una clara referencia a Hildegard von Bingen), el set podría ser aburrido o peor, infranqueable. ¿Cuántos libros, películas y discos se presentan de esta forma y al público general le resulta imposible entrar en ellos? Antes de Game of Thrones, el medioevo nunca había estado de moda. Con Grimes todas estas cosas se vuelven atractivas, digeribles, quizás porque ha mezclado esas referencias con otras mucho más cercanas al público: Rihanna, Dolly Parton, Mariah Carey, Tool, la estética Tumblr y, muy importante, la filosofía do it yourself, hazlo tú mismo. Puedes hacer tu música, puedes producirla tú mismo, puedes grabar los videos. La tecnología está ahí, a tu servicio. Puedes hacer mercancía de ti mismo.

    Antes de Grimes: Claire Boucher

    El primer libro que leyó Claire Boucher fue El señor de los anillos. En realidad, el primer libro que escuchó: cuando tenía tres años, su papá comenzó a leerle un poco de este cada noche. Para cuando cumplió cinco ya lo habían terminado, entonces le regaló una lupa para que pudiera leerlo ella misma. Luego encontró en casa Mists of Avalon, de Marion Zimmer Bradley, una novela en la que se relatan leyendas arturicas desde la perspectiva de personajes femeninos.

    Nació en Vancouver, Canadá, en una familia de clase media. Sus padres siempre fueron exigentes, criaban a sus hijos para la excelencia: la inscribieron en clases de ballet desde muy niña y eran enfáticos en la importancia de las calificaciones. Digamos que darles a leer El señor de los anillos a los tres años no es subestimarlos. Entonces ocurrió lo que suele pasar: en la adolescencia, Claire se aburrió. Dejó el ballet, se rapó la cabeza, se hizo gótica y empezó a consumir drogas. Sin embargo, ahondar mucho en Claire Boucher sería perder el punto: Claire Boucher trabaja para Grimes. Grimes es lo importante. Y Claire Boucher se transforma en Grimes al mudarse a Montreal.

     

     

    Lo que ella misma cuenta es que, al salir del colegio, en el año 2006, y a pesar del período de malas notas y rebeldía juvenil, entró a la Universidad de McGill. Se mudó a Montreal, donde está emplazada, y se inscribió en Literatura Rusa, aunque más tarde se cambiaría a Neurociencia. Alcanzó a asistir, o a faltar, dos años. Había hecho nuevos amigos en Montreal y con ellos había descubierto la música: un amigo le pidió que hiciera los coros para una de sus canciones y se sorprendió al descubrir que no cantaba mal. Entonces le pidió a otro que le enseñara a utilizar GarageBand, y fue ahí cuando empezó a componer sus propias canciones y a tocarlas en fiestas organizadas por sus amigos del colectivo Lab Synthèse, quienes además fundaron un sello llamado Arbutus y editaron sus dos primeros discos. También fue en ese momento cuando encontró el pseudónimo, por casualidad: al abrir una cuenta de Myspace, la plataforma le pedía que eligiera una etiqueta que describiera su estilo. Entre estas etiquetas encontró “Grimes” —que quiere decir “mugre” en inglés—, un género musical que ni siquiera conocía y que, según Wikipedia, consiste en música electrónica que emergió en Londres al comienzo de los 2000. “Mugre” sonaba bien.

    A medida que aprendía a componer, faltaba a clases. Recibió varias advertencias antes de la carta de expulsión, que vino junto a la estocada final: en 2008, su amigo David Matthew Peet, cofundador de Lab Synthèse, se suicidó.

    A medida que aprendía a componer, faltaba a clases. Recibió varias advertencias antes de la carta de expulsión, que vino junto a la estocada final: en 2008, su amigo David Matthew Peet, cofundador de Lab Synthèse, se suicidó. Boucher renunció a su trabajo, no intentó retomar los estudios y decidió dedicarse a la música a tiempo completo. “Fue como: mierda, puedo morir. Todos podemos morir en cualquier momento. ¿Por qué estoy perdiendo el tiempo? Voy a hacer lo que quiero hacer el resto de mi vida, no necesito dinero”, dijo en la misma entrevista a The Guardian citada antes.

    Mercancía pop

    Visions fue el disco que hizo de Grimes algo así como una “marca”, un personaje, desafío que, si no se autoimpuso, al menos aceptó: “Solía pensar que centrarse en el aspecto visual era algo demasiado ridículo e insípido, pero me he dado cuenta de que en realidad es una de las herramientas más poderosas que tenemos para trabajar. La forma en la que uno se presenta visualmente dicta todo lo que la audiencia piensa sobre ti. ¿Cuál es la diferencia entre Napoleón y todos los demás? Napoleón tenía una gran identidad visual. Cuando la gente piensa en Napoleón no está pensando en la campaña de Egipto o lo que sea, está pensando en su puto sombrero y su puta mano dentro de la chaqueta”, dijo en una entrevista para la recién desaparecida revista Interview.

    Pero no nos confundamos, el tipo de mercancía que es Grimes no es la misma que es Lady Gaga, por nombrar a otra artista pop. A Grimes, o al menos eso nos dice ella, no la dirige un sello. Nadie le dice cómo posar. “Es como si yo fuera Phil Spector y estuviera forzando a una jovencita a hacer música pop y tocarla exhaustivamente. Excepto porque en vez de ser alguien más, esa chica soy también yo”, dijo a Hermione Hoby en 2012. Es ella quien elige su vestuario y ella misma quien actúa y dirige en sus videos. Grimes es una estrella, sí, pero se ve como te verías tú después de un fin de semana encerrado en casa. Sube a Instagram fotos sin maquillaje y sus últimos videoclips conforman un minifilm de 38 minutos, llamado The AC!D Reign Chronicles, el que grabó con la ayuda de su hermano y la cámara de un celular. Y si ya había demostrado que estaba construyendo un personaje con el extraño vestuario, el pelo de colores y la cercanía con la que se muestra al público, con Art Angels, su cuarto disco, lo dejó mucho más claro: Claire Boucher es la escritora y productora; Grimes es su producto, mercancía pop. Y la mercancía, sabemos —y lo sabe ella, cuando habla de la creación de la imagen de Napoleón—, es atractiva y perturbadora a la vez: “La mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra en escena como ‘mercancía’, se transmuta en cosa sensorialmente suprasensible. No solo se mantiene tiesa apoyando sus patas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar” (Karl Marx, El Capital).

    “En Grimes todo se trata acerca de la marca, de la imagen DIY de la marca. Quiero juntar la ética de Fugazi con Michael Jackson y Beyoncé”, ha dicho la artista.

    La jovencita sigue siendo una jovencita, una cosa “ordinaria, sensible”, pero una vez que entra en el escenario es Grimes. A veces, dice, ese personaje no le basta, entonces se sirve de otros: un Michael Corleone gender fluid que ella misma inventó para el video de Kill v. Main, o el Rococo Basilisk, personaje que Boucher no creó, pero del que actuó en el video del primer single de Art Angels, “Flesh without blood”, que viene de una paradoja que intenta hacernos pensar respecto a los potenciales riesgos de desarrollar una inteligencia artificial. Lo que plantea esta idea es que una inteligencia artificial con acceso a recursos ilimitados (el basilisco) podría decidir castigar de manera retroactiva a todos quienes no hayan contribuido a su creación. Y fue un chiste en Twitter sobre este personaje el que, por cierto, la llevó a conocer a Elon Musk, el físico y empresario que asegura que comenzará la colonización de Marte en el año 2022 y con quien se presentó este año en la Gala del Metropolitan Museum of Art. La noticia del noviazgo fue una sorpresa para los fanáticos de uno y otro, y ha significado la toma de nuevas decisiones de imagen: poco después de dejarse ver juntos públicamente y admitir que tienen una relación, Grimes anunció que cambiaría legalmente su nombre oficialmente a “c”, en minúscula y cursiva. “c” como Claire, sí, pero también como el símbolo de la velocidad de la luz.

    Es de suponer que gran parte de la historia de Grimes sea una mitificación, o al menos una selección muy bien hecha de las cosas que le han pasado. No obstante, la imagen que propone Grimes es un reflejo de lo que hace con su música: la mezcla indiscriminada de referentes, fusionando lo antiguo con lo moderno. Por ejemplo, historia tradicional de una iluminación —la muerte de su amigo y la consiguiente decisión de dejarlo todo por la música, o los días que pasó encerrada componiendo Visions— junto a la estética do it yourself. Ella misma ha dicho que “en Grimes todo se trata acerca de la marca, de la imagen DIY de la marca. Quiero juntar la ética de Fugazi con Michael Jackson y Beyoncé”. En un mundo que había perdido el punto en la estética (internet ya no permite que haya algo así como un “punk puro” o un “rocker puro”, sino solo mezclas), Grimes se ha convertido en un repositorio de influencias que sí tiene clara su visualidad y que ha ido permeando de a poco, homenajeando elementos que hasta ahora eran pasados por alto por la cultura popular, como Asia o el medioevo. Pero, por supuesto, mientras Occidente mira cada vez más hacia Oriente, mientras el mundo se parece cada día más a Grimes, Claire Boucher ahora cambia su nombre a c y planea ir al espacio con Elon Musk.

     

  110. Mellado en el país de los pusilánimes

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    En un país de pusilánimes y de genuflexos, no es raro que uno tenga fama de escritor agresivo. Esto lo dijo Droguett en una entrevista el año 71. Y qué actual resuena esa frase para un Chile construido en la lógica de los acuerdos. En el país del murmullo constante, el de tirar la piedra y esconder la mano, de no quedar mal ni con Dios ni con el diablo, en que lo cortés no quita lo valiente pero, donde la hipocresía se viste de cortesía, y de valiente no queda nada, el libro Madariaga y otros de Marcelo Mellado emerge como un gesto necesario de subversión.

    Los libros de Mellado han sabido encontrar su espacio a lo largo de los años en las más diversas editoriales –hoy en Literatura Random House–sin perder el sarcasmo y la crítica que los caracterizan, construyendo un discurso coherente en el tiempo. Una literatura que se enfrenta a la realidad, siguiendo esa línea que trazaran Manuel Rojas, Baldomero Lillo, Nicomedes Guzmán, también Gonzalo Drago, con personajes como Míster Jara, ridículo y nefasto, en donde la agudeza y precisión lingüística hacen de la derrota social, literatura. Incómoda, pero ineludible.

    Mellado recoge en estos relatos el mejor estilo de la novela negra, dejando entrever “los lados inquietantes y amenazadores de la vida urbana”, en palabras de W. Benjamin.

    En un país en el que el disenso incomoda y el diálogo no tiene mayor cabida, libros como este irrumpen, y remecen la pretendida comodidad del statu quo. Pero no por eso ostenta gravedad, muy por el contrario. Por este libro desfilan funcionarios públicos huyendo despavoridos a poto pelado ante un inminente incendio en plena orgía; o el trencito de un bailongo desenfrenado, en cuya fila se mueven animadamente jefes sindicales y lobbystas portuarios; incluso, una ridícula persecución en botes, que termina con uno encallado en las rocas, cual Combate Naval de Iquique. Todas escenas delirantes, que corresponden a la primera parte del libro dedicada al personaje Madariaga.

    Madariaga es un colectivero de San Antonio, con un pasado político militante, de esos de la vieja guardia, de convicciones claras y transparentes –“no como las nuevas generaciones que se venden por muy poco y no conocen lo que es la palabra empeñada”, como le dirá uno de sus ex compañeros de partido– al confiarle una misión. Porque en estas historias todos recurren a Madariaga, porque es un hombre de fiar, hábil y sagaz en terreno, como buen marxista que es. Y ahí va él, incapaz de decir que no ante propuestas que conllevan desentrañar los hilos corruptos del poder, o simplemente ayudar a un amigo en sus cuitas familiares.

    El protagonista se interna en su colectivo por las calles del puerto o los cerros, espiando a algún concejal corrupto, o inmiscuyéndose en clases de yoga, haciendo las posturas más inverosímiles para entrar en contacto con una mujer. Todo esto acompañado de buenas dosis de alcohol y preparaciones culinarias no aptas para veganos.

    Grandes temas sociales van desfilando en la narrativa de Mellado: recuperación del borde costero, políticas patrimoniales, tenencia de animales, lucha por las identidades locales… Y siempre una crítica a aquellos que alguna vez fueron compañeros de partido y que posan inamovibles en aparatos estatales, replicando las malas prácticas.

    Mellado recoge en estos relatos el mejor estilo de la novela negra, dejando entrever “De este modo, el personaje adopta las características del detective, un sujeto que “lucha por la equidad y la justicia distributiva”, como él mismo le explica a una mujer que logra proteger de la impunidad del poder; que está en permanente búsqueda de la verdad y en esta pretensión, esencialmente utópica, funda su postura filosófica frente al mundo. Así, nos encontramos con frases como: “Madariaga tiene una teoría en la que anida una tesis utópica: la del país cardumen, ese que transita ordenadamente conducido por una razón común, que no es lo mismo que el país rebaño, conducido por un pastorcito abusador”.

    O esta otra: “Madariaga sentía retroceder la ética popular con la irrupción del individualismo sistémico”.

    Mellado, en estos cuentos, no solo narra con una agilidad y humor magistrales las aventuras de Madariaga, sino también instala una crítica lúcida y aguda ante la realidad que se presenta. Desfilan en estas páginas sarcasmo, denuncia y observación cruda de una sociedad que ha perdido todo escrúpulo ante los intereses particulares, la política del sálvese quien pueda, y la ruina de los espacios: llámese patrimonio o comunidad.

    Grandes temas sociales van desfilando en la narrativa de Mellado: recuperación del borde costero, políticas patrimoniales, tenencia de animales, lucha por las identidades locales… Y siempre una crítica a aquellos que alguna vez fueron compañeros de partido y que posan inamovibles en aparatos estatales, replicando las malas prácticas, como el Cara de Viático, concejal socialista, que ponía a su nombre en cuanto viaje llegara al municipio.

    También critica a las nuevas caras, “compañeros del partido más jóvenes, desagradables, faltos de educación y con escasa formación intelectual, lo cual era un problema que el partido arrastraba hacía mucho tiempo”.

    Hasta aquí llega Madariaga.

    Una segunda y tercera partes la constituyen cuentos, muchos de los cuales fueron publicados por primera vez en la editorial La Calabaza del Diablo (2012), en el libro República maderera, pero que hoy muestran versiones ampliadas. Los cuentos conservan el escenario, pero los personajes varían, las situaciones también. Curiosas, siempre impredecibles, pero sin duda se mantiene la acidez y la mirada suspicaz.

    Si algo tiene de interesante la literatura, siguiendo a Tabarovsky en su ensayo Literatura de izquierda, es que permite derribar las jerarquías. Y en la literatura de Mellado no hay miedo a incomodar ni necesidad de sobar lomos. La realidad se impone como un deber ineludible, y el fracaso como la consecuencia más probable.

    En su cuento “Brecht”,  un hombre divaga sobre la idea de montar una obra del alemán, recobrar la fuerza de su crítica social, para contrarrestar la proliferación de cierta literatura que en sus peores versiones terminó siendo “esa cosa chascarrienta, construida a base de malos entendidos y de paradojas, que tanto gusta a los connacionales”, y que es “la base de los gags de la televisión abierta, tan en boga”. Mientras el personaje camina por las veredas de su ciudad, es inevitable pensar en Lihn y su texto “Todos los caminos conducen a Brecht”, donde rescata al autor alemán y su idea de la literatura como una ineludible guía para la acción. La ironía se ve completada cuando el sujeto caminante de Mellado llega a casa y asume el fracaso de su idea, incluso antes de empezar. Porque su derrota es la derrota del movimiento popular en todos sus ámbitos.

    Destaca también el cuento “Hamelin”, en donde se añora un flautista “que se haga cargo no solo de las ratas portuarias sino también de todas las ratas antropomorfas que pueblan el territorio”. Esos vendedores de pomadas, dice Mellado, pero de los que usan la imaginación de modo productivo.

    O el relato “Bar Silvestre”, en donde la naturaleza, especialmente la desembocadura del río Maipo y un hermoso humedal cerca de San Antonio, aparecen como paisaje epifánico (siempre acompañados de un buen whisky o vino), y en donde siguiendo a Thoreau nos invita a “mirar lo que ha de ser visto”. Además de abogar por las posibilidades que ofrece al turismo la naturaleza. Posibilidad nunca concretada, porque “la población es muy idiota o muy determinada por las pautas ordinarias de consumo”.

    Si algo tiene de interesante la literatura, siguiendo a Tabarovsky en su ensayo Literatura de izquierda, es que permite derribar las jerarquías. Y en la literatura de Mellado no hay miedo a incomodar ni necesidad de sobar lomos. La realidad se impone como un deber ineludible, y el fracaso como la consecuencia más probable.

    Pero aún así persiste en la necesidad de esta voz. Hace décadas, Droguett denunciaba que la literatura vivía de espaldas a la realidad chilena. Este libro se para de frente y con una prosa impecable realiza su descargo, teniendo como arma infalible el humor, único salvavidas para no zozobrar en el absurdo de esta mala ficción de los tiempos mejores.

     

    Madariaga y otros, Marcelo Mellado, Literatura Random House, 2018, 200 páginas, $12.000.

  111. Plasmar el tiempo

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    La literatura requiere tiempo. Para ser escrita y para ser leída. Nos hace sentir la temporalidad. El tiempo no pasa volando, como se dice comúnmente, cuando estamos inmersos en un libro. Tras leer durante varias horas, el tiempo se vuelve una experiencia corporal, como si la lectura se inscribiera en el cuerpo. Se trata de un tiempo cargado; un tiempo que se vuelve palpable desde su densidad.

    Probablemente es por ello que solemos recordar más en qué circunstancias leímos tal o cual novela, y no tanto el contenido mismo de la historia. Hay obras cuya rememoración nos catapulta hacia atrás, a un cierto momento y un determinado espacio del pasado. Recordamos cuándo y dónde leímos algo, cómo nos sentíamos, qué efecto nos produjo. La lectura se funde en una experiencia espacio-temporal que nos remite a nosotros mismos en este peculiarísimo acto de estar a solas, simultáneamente abandonándonos en pos de participar de la vida de otros seres, hechos tan solo de palabras.

    Ni Dioses inmortales fuera del tiempo, ni animales sin conciencia temporal: los humanos estamos sujetos a ese reloj definitivo que mide aquello que nos distancia más o menos de nuestro fin.

    No obstante esta suerte de encarnación del tiempo, se puede afirmar que el tiempo también se suspende mientras estamos leyendo. No porque deje de percibirse, sino más bien por abrirse una grieta diferente en su transcurso, una especie de paréntesis que hace emerger otra temporalidad. La genialidad del cuento de Cortázar “Continuidad de los parques”, no radica tanto en su brevedad y condensación, sino en la capacidad para mostrar esta superposición de tiempos que ocurre durante la lectura. Admirable es la forma en que Cortázar retrata la lectura como experiencia corporal: el cuerpo, aquí, se acomoda para leer de la manera en que más le place; para producir de la forma más óptima esa posibilidad de suspensión y apertura de la temporalidad. Y es sobresaliente el modo en que el texto refleja cómo los tiempos finalmente se enredan y fusionan. Pues, hay un solo tiempo, y ese es el que irremediablemente, tal como en “Continuidad de los parques”,  avanza hacia la muerte.

    Sin tiempo, no habría muerte. Sin muerte, no habría vida. El tiempo es, entonces, lo que nos hace humanos. Ni Dioses inmortales fuera del tiempo, ni animales sin conciencia temporal: los humanos estamos sujetos a ese reloj definitivo que mide aquello que nos distancia más o menos de nuestro fin. La lucha contra el tiempo no termina siendo sino una batalla, perdida de antemano, contra el advenimiento de la muerte.

    ¡Qué tristes y cómicas son a la vez las descripciones que dibuja Thomas Mann en la parte final de La muerte en Venecia! Gustav von Aschenbach, ya entregado al prohibido amor hacia el joven Tadzio y conociendo el secreto de una Venecia arremetida por un brote de cólera, se convierte en asiduo visitante del peluquero del hotel. Busca rejuvenecer, tiñéndose el pelo y volviéndose, por primera vez en la vida, vanidoso, consciente de las huellas que el tiempo ha dejado en él. Anhela estar a la altura de la belleza del púber del que se ha enamorado perdidamente, fijando en su retina cada detalle de la piel de Tadzio, de las azulosas venas que esta transluce y los suaves pelillos rubios que se ensortijan en sus hombros y en el cuello. Tal como estos signos corporales son una metonimia de la juventud que Tadzio encarna, apenas asomándose de las fronteras que lo separan de la infancia, el maquillaje en Aschenbach no hace sino subrayar su avanzada edad y la imposibilidad de vencer al tiempo en una inútil y desgastante batalla. Una que termina irremediablemente en la muerte, con la que justamente finaliza el relato de Mann.

    En Desgracia, de Coetzee, el narrador desespera al sentir las diferencias de su cuerpo envejecido frente a la tersura de la piel de su estudiante, y la vida que ella tiene por delante y él de alguna manera por detrás, buscando no obstante una especie de redención en el encuentro erótico.

    Quizás un personaje literario de la escena local que haya puesto en escena un gesto igualmente desesperado, al mismo tiempo entrañable e irrisorio, es Germán Marín en su novela Ídola. El alter ego de Marín –un escritor entrado en años que regresa a un país que no reconoce como suyo y que le niega un lugar reconocible para él en sus coordenadas– comienza un romance con una mujer más joven que él. La relación, marcada por un vínculo sexual fuerte pero también peculiar –dado que el hombre termina siendo penetrado por una mujer mucho más vigorosa y decidida que él–, se degrada y no deja de ostentar el último intento de un hombre que entra a la vejez por demostrar su vigencia.

    La literatura se ha interesado en más de una ocasión por amores entre viejos y jóvenes, y probablemente uno de los puntos de fuga que guía estas descripciones tenga que ver con esa vaga e ilusoria esperanza que representa para el viejo el amor de un/a joven. Es, de alguna forma, el signo de Lolita de Nabokov, donde la fijación de Humbert Humbert por Dolores Haze se traduce en un largo y despiadado monólogo de él, que termina por excluir los posibles motivos de Lolita para involucrarse con un hombre mucho mayor que ella. Pero también en Desgracia, de Coetzee, el narrador desespera al sentir las diferencias de su cuerpo envejecido frente a la tersura de la piel de su estudiante, y la vida que ella tiene por delante y él de alguna manera por detrás, buscando no obstante una especie de redención en el encuentro erótico.

    Pero volvamos un momento a Thomas Mann: no solo estaba obsesionado con el tema de la enfermedad, presente en cada una de sus obras. También volvió una y otra vez sobre el tópico del tiempo. En La montaña mágica, el joven Hans Castorp –quien junto a subir a las alturas de los Alpes suizos al sanatorio de Davos también deja atrás lo que para él se convierte rápidamente, en compañía de los tuberculosos, en una existencia pequeñoburguesa gris y aburrida– pierde en algún momento la noción del tiempo. La novela hace transcurrir en tan solo una oración siete años de la vida de Castorp. Y el texto nos invierte y/o enriquece una intuición muy arraigada en el imaginario cotidiano: cuando estamos entretenidos, el tiempo supuestamente vuela, mientras que el aburrimiento nos parece estancar su transcurrir.

    Thomas Mann plantea que más bien la monotonía invisibiliza el tiempo; cuando un día es igual a otro, la semejanza hace imposible la distinción, y el tiempo pasa sin que apenas nos demos cuenta. Así, una vez que Castorp ha asumido las rutinas cotidianas para un enfermo de tuberculosis –desayunos, almuerzos y cenas en el comedor del sanatorio junto a los otros enfermos, chequeos médicos regulares, terapias consistentes en estar recostado al aire libre en unas camillas envuelto en frazadas que protegen del frío pero permiten los efectos curativos del aire fresco, paseos por los alrededores del sanatorio, conciertos nocturnos–, deja de ser consciente del tiempo, de su medida o de su transcurrir. La magia de la montaña es, de esta forma, la magia de la detención del tiempo. Solo el estallido de la Primera Guerra Mundial rompe el hechizo para Hans Castorp y lo impulsa a reintegrarse al mundo –y el tiempo– de los sanos. Cuando se agolpan los eventos, el tiempo se densifica y obliga a hacerse cargo de él.

    Thomas Mann plantea que más bien la monotonía invisibiliza el tiempo; cuando un día es igual a otro, la semejanza hace imposible la distinción, y el tiempo pasa sin que apenas nos demos cuenta.

    ¿Y qué decir de ese tedio infinito que arremete contra Emma Bovary cuando se da cuenta de que su vida, junto a su esposo Charles, consistirá en ver siempre los mismos paisajes de Rouen al mirar por la ventana de su casa, y a los mismos vecinos; al farmacéutico Homais con su mujer? Es como si esa monotonía provocara la suspensión del tiempo o su absoluta condensación, hasta la muerte. El tedio es, en el caso de Emma, el miedo a morir sin que ninguna cosa haya sucedido antes. Como estar muerta en vida. Su búsqueda de amoríos es, asimismo, una lucha contra la muerte. O más bien, contra una vida que se parece demasiado a ella. Que Emma muera víctima de las trampas que ella misma se ha puesto no es sino otra de las grandes ironías del implacable Flaubert.

    Otra maestra en el tratamiento del tiempo, en sus alcances y en su complejidad, es Virginia Woolf. Pueden haber transcurrido tan solo unos pocos minutos dentro de la historia –famoso y comentado es el ejemplo de Miss Dalloway, que sucede en unas pocas horas del día en que ella organiza una fiesta en casa, o los zapatos que Mrs. Ramsay amarra a su hijo en las primeras líneas de Al faro–, pero son páginas y páginas las que se colman dentro de la novela, pues escenas mínimas sirven de trampolín para catapultar hacia atrás y hacia delante, hacia el pasado y el futuro, generando un tiempo denso, interno, íntimo, imposible de compartir con otros y difícil de calzar con aquel tiempo objetivamente medible.

    El golpe magistral que atesta Woolf en su novela Al faro se registra en el segundo capítulo, esa parte intermedia, harto más breve que la primera y tercera partes de la obra, en la que no sabemos quién narra, pues abandonamos la conciencia de cualquier personaje. Repentinamente han pasado 10 años, Mrs. Ramsay ha muerto y la casa de veraneo que sirve de marco espacial yace abandonada, vacía, cual testigo mudo del brutal e impasible paso del tiempo. Si la muerte no tiene ningún sentido –y mueren las almas nobles igual que las de los villanos–, la vida tampoco lo tiene, y solo existe la materialidad en su indiferente insistencia.

    La fama de Proust no proviene tanto de la lectura de esta saga –probablemente pocos la hayan leído completa–, sino de una escena, la de la magdalena untada en el té, cristalización perfecta del vínculo entre los sentidos y la memoria.

    Los vínculos entre el tiempo y los objetos –o cosas– son asimismo motivo de escrutinio de la gran obra literaria acerca del tiempo: En busca del tiempo perdido. La fama de Proust no proviene tanto de la lectura de esta saga –probablemente pocos la hayan leído completa–, sino de una escena, la de la magdalena untada en el té, cristalización perfecta del vínculo entre los sentidos y la memoria: la galleta remojada transporta al narrador a las tardes de su infancia en Combray, en uno de los arranques más memorables de la historia de la literatura. En busca del tiempo perdido está colmado de este tipo de escenas en las que una cierta percepción echa a andar, involuntariamente, un proceso mnemotécnico que se impone sobre lo que quiera recordarse o se pretenda olvidar. ¡Qué ganas de poder recordar y olvidar a destajo! ¡Y qué ansiedad nos puede producir un olor, un sabor, la textura de una tela, las notas de una melodía que creíamos olvidada! ¡Cuán conmovedor es encontrarse como lector con estas descripciones tan particulares como acertadas y sensibles en una novela!

    Quizás por ello, Patricio Marchant habla de la literatura como una “cuestión de realidad”. El autor de Sobre árboles y madres insistió en más de una ocasión en el potencial reflexivo de la literatura, y uno de sus ensayos gira precisamente en torno a las aproximaciones de Marcel Proust al problema del tiempo. Donde la filosofía con su intrínseco afán de generalizar debe renunciar a la peculiaridad, la literatura inicia su camino exploratorio. No debiéndose disciplinariamente a la taxonomía ni a la consistencia, su espacio es el de la unicidad. Una en la que nos podemos, no obstante, reconocer.

    El tiempo nos acecha día tras día, en ese camino sin retorno que nos lleva indefectiblemente a la muerte. El tiempo nos marca cotidianamente: se nos impone a partir de su volatilidad pero también desde su insoportable peso. Y la literatura ha sido un espacio privilegiado de su representación y significación. Arte del tiempo, quizás podría  afirmarse que no hay más que un problema literario verdaderamente serio: el tiempo.

  112. Ignacio Martínez de Pisón: aires de familia

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    Derecho natural, novela ganadora del premio Nacional de Narrativa en España el 2017, cuenta la historia de una familia que se va desarmando mientras el protagonista, quizá en busca de un orden, entra a estudiar Derecho. En segundo plano aparecen la Transición española, la Movida y el destape cultural, el referéndum de la Constitución de 1978, el golpe de Estado del 23-F y la ley de divorcio. Siguiendo a Tolstói, el autor asegura que “las familias felices son menos interesantes desde el punto de vista narrativo que las desdichadas”.

    por patricio tapia

    Hay novelistas que, bajo la idea de no repetirse, procuran que cada uno de sus libros sea lo más distinto posible al anterior, aunque a veces se distingan solo en el decorado. Por el contrario, hay otros novelistas que sus libros se parecen entre sí, tienen aires de familia: comparten no solo ambientes (una ciudad, un pueblo) o la clase social de sus protagonistas y personajes, sino también algunos conflictos y un cierto tono. Es el caso de Ignacio Martínez de Pisón (1960). Los sujetos que habitan sus novelas se asemejan; suelen pertenecer a un determinado estrato de la clase media; Zaragoza, la ciudad natal del autor, puede figurar más de una vez; sus narradores son tan dados a la observación de los detalles como poco renuentes al humor.

    Hablar de “aires de familia” es, por otra parte, más que apropiado en Martínez de Pisón. Foto de familia se titula uno de sus libros de cuentos y él es, sin duda, un pertinaz indagador de los vínculos familiares. Desde Carreteras secundarias (1996), donde un joven viaja en auto con su padre por la España de 1974 en una suerte de huida permanente, hasta La buena reputación (2014), donde explora un clan en un extendido período de tiempo y en varios escenarios, dividida en los relatos de cada uno de sus integrantes, sus novelas suelen tratar de familias rotas o desajustadas, cuyos conflictos se presentan sobre el trasfondo de la situación política y social española.

    “Siempre habrá un margen de discrepancia entre lo que percibimos como justo y lo que la ley consagra como tal. Pero en las democracias más avanzadas ese margen tiende a reducirse, y desde luego no puede haber hueco para leyes injustas y justicias ilegales, que en el fondo son lo mismo”.

    Esa dimensión colectiva tal vez se hizo más patente desde su libro Enterrar a los muertos (2005), una crónica narrativa de hechos reales, que persigue la historia del traductor José Robles, desaparecido en Valencia el año 1937 y la búsqueda emprendida por John Dos Passos tratando de saber qué le había pasado.

    En la novela más reciente de Martínez de Pisón, Derecho natural, el narrador es el hijo mayor de una familia cuyo padre (irresponsable, egoísta y sentimental), tras un pasado de actor en películas de serie B españolas (de terror y spaghetti-westerns) y continuos abandonos a la madre, se convierte en un imitador de Demis Roussos gracias al parecido logrado con su declive físico. La madre, no del todo cómoda en las formas que va asumiendo la feminidad, decide finalmente tomar el control de su vida y la de sus hijos, los tres hermanos del narrador: un cleptómano y un par de falsas gemelas (una de ellas es hija solo del padre). Todo se irá desarmando de a poco y quizá por eso, en busca de un orden, el protagonista decide cursar Derecho y seguir la carrera académica. En segundo plano, aparecen los años 70 y 80, en Barcelona y en Madrid: la Transición española, el referéndum de la Constitución de 1978, el golpe de Estado del 23-F, la ley de divorcio, la irrupción de las drogas, la “Movida”.

     

    Aunque las familias de sus libros son bastante disfuncionales, uno podría pensar que usted es un firme defensor de la familia…

    No es que defienda la familia como institución. Es que la familia es una realidad y los escritores de estirpe realista, como yo, tenemos que hablar de la realidad que nos ha tocado vivir. Es verdad que las familias de mis novelas son conflictivas, pero ¿cuál no lo es en un momento u otro? Y, en todo caso, las familias felices son menos interesantes desde el punto de vista narrativo que las desdichadas.

     

    Figuran con cierta recurrencia en sus libros los padres ausentes o huidizos. ¿Alguna razón?

    Supongo que tiene que ver con el hecho de que mi padre murió cuando yo tenía nueve años. Esa ausencia se ha trasladado a mis historias envuelta en diferentes ropajes. En el caso de Derecho natural, es la ausencia intermitente de un padre que va y viene entre su propia vida y la vida familiar.

    “Digamos que el Código Penal, que recoge los peores comportamientos del ser humano, es una buena fuente de historias. Y dentro de los delitos tipificados en el Código Penal, los que más me atraen son, en efecto, los que se mueven en el campo de la estafa”.

     

    La vocación jurídica del protagonista de Derecho natural, ¿nace de una necesidad de distribuir culpas?

    El narrador es un joven obsesionado con la rectitud que ha crecido en un mundo en el que los adultos no paraban de tomar decisiones torcidas. Su vocación por el Derecho tiene que ver con esa obsesión personal por la rectitud pero también con el hecho de que en esa España, como en el Chile posterior a Pinochet, se estaba construyendo una nueva legalidad democrática. Su necesidad de conocer unos límites legales es paralela a la de una sociedad que de pronto se encontraba con unos límites legales distintos de los que hasta entonces habían imperado.

     

    Otra forma de decirlo, como se plantea en el libro, es establecer la distancia entre la justicia y la ley. ¿Qué es peor: la ley injusta o la justicia ilegal?

    Siempre habrá un margen de discrepancia entre lo que percibimos como justo y lo que la ley consagra como tal. Pero en las democracias más avanzadas ese margen tiende a reducirse, y desde luego no puede haber hueco para leyes injustas y justicias ilegales, que en el fondo son lo mismo.

     

    ¿Le atraen los personajes que bordean la estafa? Pienso en el padre aquí, pero también en una tía de María bonita

    Digamos que el Código Penal, que recoge los peores comportamientos del ser humano, es una buena fuente de historias. Y dentro de los delitos tipificados en el Código Penal, los que más me atraen son, en efecto, los que se mueven en el campo de la estafa. Me atraen menos aquellos en los que hay de por medio armas de fuego y derramamiento de sangre: por muy natural que nos parezca eso en las películas norteamericanas, en los países como España, en los que muy poca gente tiene licencia de armas, ese tipo de crímenes resulta algo extravagante.

     

    Entre los curiosos trabajos del padre se cuenta el ser agente de artistas infantiles; en Carreteras secundarias el padre también fue agente de al menos una artista. ¿Ha tenido usted malas experiencias con algún representante?

    No, por suerte no ha sido así. Pero ya casi ni me acordaba de que, en efecto, el protagonista de Carreteras secundarias se dedicó brevemente a esa profesión, la misma que ejercen algunos protagonistas de Derecho natural. En realidad, lo que quería era contar una historia ambientada en el mundo de los actores, sobre todo de los actores malos de las películas malas que por entonces se hacían en España.

    “En la época en la que transcurre parte de la historia de Derecho natural teníamos muy presente lo que por entonces estaba pasando en Chile y Argentina. Los militares españoles de esa época no eran tan distintos de los militares chilenos y argentinos que tomaron el poder y lo ejercieron con violencia”.

     

    ¿Qué prefiere: Demis Roussos o Joan Manuel Serrat? En todo caso, usted parece ajeno al recurso a la nostalgia…

    Intento evitar la nostalgia, que me parece un recurso barato y facilón. Pero no puedo evitar emocionarme con alguna canción de Serrat, muy especialmente, como les ocurre a los personajes de la novela, con “Romancillo de mayo”, una vieja y maravillosa versión de Serrat de un poema de Miguel Hernández. Todo en esa canción es celebración de la vida. Quizás por eso me pone de tan buen humor escucharla.

    ¿Detecta algún momento en que se acentuara su interés por una reflexión sobre el pasado colectivo español?

    Eso tiene que ver con la madurez. Cuando eres joven, te importa poco el pasado. A medida que te vas haciendo mayor, empiezas a hacerte preguntas acerca de la sociedad y el momento histórico que te ha tocado vivir, y eso te lleva a hacerte también preguntas sobre momentos históricos anteriores, de los que al fin y al cabo el presente es una consecuencia. En la época en la que transcurre parte de la historia de Derecho natural teníamos muy presente lo que por entonces estaba pasando en Chile y Argentina. Los militares españoles de esa época no eran tan distintos de los militares chilenos y argentinos que tomaron el poder y lo ejercieron con violencia.

     

    ¿Tuvo alguna importancia en este sentido su libro Enterrar a los muertos?

    Enterrar a los muertos cuenta una historia desgraciada de la Guerra Civil española: el asesinato de un intelectual republicano a manos de unos pistoleros que decían actuar en defensa de la República. De todos mis libros, es el que más reflexiona sobre la Guerra Civil, y sin duda esa reflexión sobre el conflicto que dio inicio a la larga dictadura franquista me sirvió para entender mejor lo que ocurrió en España cuando por fin esa dictadura concluyó.

     

    El protagonista de Derecho natural se pregunta cómo se resume una vida. ¿Tiene alguna respuesta sobre la suya?

    Hay un momento en la vida de todas las personas en el que nuestra vida ya está escrita. Nada de lo que hagamos después cambiará demasiado lo que ya somos. Supongo que, a mis 57 años, estoy cerca de ese momento. Y mi resumen no puede ser más sencillo: empecé a publicar novelas (y por tanto a imaginar vidas ajenas) cuando tenía 23 años y desde entonces prácticamente no he hecho otra cosa.

     

    Imagen de portada: Iván Giménez.

     

    Derecho natural, Ignacio Martínez de Pisón, Seix Barral, 2017, 445 páginas, $20.900.

  113. Apuntes en torno al grafiti

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    El grafiti no es maleza que aparece y hay que borrar; es arte vivo que se manifiesta en la ciudad y se hace parte del entorno, se modifica al ritmo de la urbe y finalmente la ciudad y sus ciudadanos aprenden a vivir con él. El grafiti puede durar un mes, una semana, quizás un día, pero se va a levantar a lo Ave Fénix, de las cenizas, y volverá a aparecer.

    por elisa alcalde

    El año 2013 comenzó a realizarse una pintura en un muro estratégicamente bien ubicado en Nueva Providencia con Ricardo Lyon, en la comuna de Providencia. El trabajo consistía en un fondo blanco con dibujos de gente, el cual fue creciendo lentamente, hasta formar un mural que si bien se veía acabado, aún no lo estaba. Los transeúntes se acostumbraron no solo a ver el mural sino también a ver, a veces, a sus autores trabajando en él. Fue tal la costumbre que generó en la gente, como todo lo que persiste en el tiempo, que cuando un día del verano apareció pintado con un grafiti encima, la gente se indignó. El caso salió en distintos medios, se entrevistó a uno de los autores del muro y prácticamente todo lo que se dijo acerca del nuevo grafiti que cubría ese muro, era que se trataba de una bazofia. Fue tal la molestia, que el grafiti fue rayado con consignas del tipo “Basura”, “¿Esto es arte?” o “Esto es una mierda”.

    “La calle ha sido por excelencia el espacio donde surgen las voces disidentes, las demandas y los movimientos sociales, las subculturas y contraculturas que desde lo informal corrigen a veces levemente y otras radicalmente el curso de la historia”, piensa Pedro Lomboy, arquitecto y coautor de GRAFFITO.

    El grafiti ha sido desde sus inicios un medio de la calle y nada más que de la calle. Si bien muchos grafiteros dan un paso hacia las galerías o hacia otros formatos, la calle tiene reglas propias, o quizás no tiene reglas. De ahí el atractivo del grafiti, de una forma estética de expresar algo en un lugar público, cuya factura probablemente sea, más que privada, oculta. Es ese espacio de ilegalidad lo que muchas veces genera la adrenalina de hacer un grafiti, y lo que atrae a varios hacia esa forma de expresión. ¿Podríamos decir que los chilenos aceptan hoy en día de mejor forma el grafiti? Si pensamos en el muro de Lyon, no. Y según Michael Edwards, conocido como Yaikel en la calle, “creo que con el grafiti no mucho, entendiendo el grafiti como un acto ilegal, y ojalá que no lo acepten cien por ciento, por que ahí perdería su esencia”.

    Al haberse hecho ese mural a vista y paciencia de todos los transeúntes, estos mismos fueron empatizando con el proceso de creación de la obra que finalmente terminó por gustarles aparentemente a la mayoría. Hay un vínculo que se genera entre el espectador y el artista cuando el espectador ve al artista trabajar en su obra, algo que se nota por ejemplo en las redes sociales, donde los creadores suelen mostrar los procesos de sus obras para generar cercanía con el público. Hoy la hiperconexión y ese ímpetu generado por las redes sociales de que todo se comparta, de ver lo que de otra forma no se puede ver, ha hecho que por medio de Instagram o Facebook uno vea desde cómo se hace una torta de novios hasta, justamente, el proceso de un muro. Si eres parte del proceso, difícil no conectar con lo que se está generando. Por ello quizás la rabia del público al ver borrado por un grafiti el muro del que habían sido parte.

    Algo interesante es que mientras el episodio del muro tenía lugar, y la gente y algunos medios se pronunciaban en su contra, por las mismas fechas se lanzaba en Santiago el libro de edición limitada GRAFFITO, Graffiti sudamericano, recopilación del material de graffitomag.cl, revista digital dedicada al grafiti en Latinoamérica y el mundo que, aprovechando que cumplían 10 años de existencia, lanzaban por fin un libro que costó años de documentación de la historia visual de calles y rieles latinoamericanos.

     

    Fue tal la molestia, que el grafiti fue rayado con consignas del tipo “Basura”, “¿Esto es arte?” o “Esto es una mierda”.

     

    Pedro Lomboy, arquitecto y coautor del libro, comenta sobre el caso del muro en conflicto: “Puedo decirte que en la calle los códigos son tan diversos como personas hay. Sin embargo, no se puede desconocer que en estas disciplinas existe una cierta competencia por el espacio y, en definitiva, por el espectador. En este sentido, un espacio público de alto tránsito va a ser objeto de una alta demanda y si en este contexto se presenta una obra deliberadamente inconclusa, en estado de abandono, es probable que alguien más lo tome”.

    La problemática es simple: mientras el muro sea público, es de todos; y al ser de todos, cualquiera puede tomar la iniciativa y pintar sobre él.

    Yaikel dice que “a mí ese mural no me gustaba mucho, la verdad. Era demasiado detalle y no se entendía nada, no vi quién lo tapó, pero así es la cosa, todo cambia, botan las casas y hacen edificios, la publicidad la cambian todos los meses y los muros pintados también van cambiando, ¡hasta el de la champaña Valdivieso lo cambiaron! Eso sí, hay muros que se ganan el respeto de la gente y otros que no. Creo que el autor del mural que borraron debería pintarse otro más grande encima nomás”.

    Hay que entender que la calle funciona de esa forma y los espacios públicos también. El juicio de valor se lo agregamos después. El tema con el grafiti es que si bien ha cambiado con los años, hay una visión en Chile más bien conservadora respecto de este medio de expresión, habiendo incluso proyectos de ley que pretendían prohibir la venta de aerosoles a menores de edad o incluso multar a los propios realizadores de grafitis.

     

     

    El grafiti del que se polemizó por haber cubierto al muro dibujado, ya fue cubierto a su vez por un nuevo grafiti.

     

    “El grafiti por esencia y desde sus orígenes divide opiniones y se centra en un territorio de discordia. Por un lado, especialmente en los sectores más conservadores de la sociedad se repudia, ya que transita de la mano con el vandalismo y no responde a los estándares estéticos que nos han inculcado, abundan afirmaciones como son puras rayas o me gustan cuando hacen paisajes, mientras que por otro lado es una disciplina que despierta pasiones, por las cuales sus practicantes están dispuestos a arriesgarlo todo”, comenta Pedro Lomboy, quien permite atisbar por qué el grafiti nunca va a ser aceptado a cabalidad.

    “Hay que adaptarse a distintos formatos, limitaciones de materiales, siempre es un desafío que te exige resolver cosas que en el taller no se presentan, y si me borran un muro me da lo mismo, es una motivación para salir a pintar otro”, opina Yaikel.

    Sobre la visión que tienen los mismos grafiteros sobre la calle, Lomboy agrega: “Para mí la calle es por definición el espacio público que, en forma de trama o red, estructura la ciudad a través de ejes de tránsito para los habitantes. En este sentido, históricamente ha sido un espacio de transversalidad en que se encuentran todos quienes componen la sociedad, un espacio de encuentro. Históricamente la calle ha sido por excelencia el espacio donde surgen las voces disidentes, las demandas y los movimientos sociales, las subculturas y contraculturas que desde lo informal corrigen a veces levemente y otras radicalmente el curso de la historia. Por lo mismo, el grafiti es tan relevante”. Y Yaikel agrega: “Me encanta pintar en la calle, hago lo mismo que hago en mi taller pero en el muro, solo que hay que adaptarse a distintos formatos, limitaciones de materiales, siempre es un desafío que te exige resolver cosas que en el taller no se presentan, y si me borran un muro me da lo mismo, es una motivación para salir a pintar otro”.

    Si se piensa bien, ningún artista pide realmente permiso para ejecutar su obra, pero cuando se está dentro de una galería o un museo, se tiene la curatoría o el beneplácito de esa institución. No así el grafiti, que espontáneamente aparece sin esperar que nadie le dé el visto bueno. Por lo mismo, ningún otro artista pide permiso para pintar sobre un muro ya pintado, a menos que sea un muro respetado por la ciudadanía, de esos que son parte del paisaje. Es justamente la motivación de la que hablaba Yaikel la que mueve a los jóvenes a salir a pintar. Tanto es así que el grafiti del que se polemizó por haber cubierto al muro dibujado, ya fue cubierto a su vez por un nuevo grafiti.

    El grafiti no es maleza que aparece y hay que revocar, es arte vivo que se manifiesta en la ciudad y se hace parte del entorno, se modifica y finalmente la ciudad y sus ciudadanos aprenden a vivir con él. El grafiti puede durar un mes, una semana, quizás un día, pero se va a levantar a lo Ave Fénix, de las cenizas, y volverá a aparecer.

  114. Un padre es una bomba de tiempo

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    Estampas de niña, libro debut de Camila Couve, se suma a muchos otros en que las escritoras chilenas cuestionan particularmente la figura paterna.

    por lorena amaro

    En 1965, Adolfo Couve publicó un breve y singular libro, titulado Alamiro. En 34 fragmentos y un epílogo, el artista y escritor daba forma a los recuerdos de su infancia, marcados por los temores nocturnos, una difícil escolarización y la severidad de los adultos. Una infancia en migajas, solitaria, algo triste, contada en un formato que privilegiaba las imágenes. Más de 50 años después, su hija Camila escribe Estampas de niña, que en 67 viñetas consigue alumbrar las zonas oscuras de una infancia con aparentes privilegios. Hija del pintor y de la famosa ilustradora Marta Carrasco, la autora aborda en este texto de carácter autobiográfico la conflictiva relación de sus padres, observada desde el lugar de una niña pequeña: “Es feliz esa niña extraña que no espera nada de lo que está por venir”. Poco a poco se develan capas de ese misterio familiar: “Los dormitorios de mis padres son dos. (…) Viven y conviven como si dos casas distintas y opuestas hubiesen sido construidas por el mismo arquitecto. (…) No se topan, no se enlazan, y sin embargo comparten el mismo pasillo y la misma puerta de entrada”.

    Se insinúa así una relación homosexual normalizada al interior del infeliz matrimonio, un infierno que acaba con la huida de la madre y la hija, y la separación definitiva de los dos artistas.

    Una relación tensa en que el padre suele ejercer la violencia, pero su retrato se torna ambiguo: tan pronto aparece devorando un damasco lleno de “hormigas negras que huyen despavoridas” (casi un Cronos devorando a sus hijos), como le regala a su hija una muñeca de Blanca Nieves: “La compra para mí y para él”, dice ella, que a través de estos pincelazos va contándole al lector las aristas de un secreto familiar.

    El secreto es un ingrediente común a los relatos de filiación —cada vez más frecuentes en la narrativa chilena—, y en este caso se trata de algo que ocurre con el padre: su ira, sus frustraciones de artista y también la presencia de otro hombre en la casa, un amigo de él, que “vive con nosotros desde hace algún tiempo, no sé por qué”. Él “es amigo de mi papá. No de la familia” y suele desaparecer, a ciertas horas, en “una de las habitaciones de la parte trasera de la casa”. La niña percibe que su vida es “un caos que se enreda entre mis padres”.

    Se insinúa así una relación homosexual normalizada al interior del infeliz matrimonio, un infierno que acaba con la huida de la madre y la hija, y la separación definitiva de los dos artistas. Pero hay una serie de otras situaciones que también son relatadas con el sesgo parcial de la niña, como los problemas de salud de la madre, el exilio de una parte de la familia a un “país temporal”, los intentos de la madre por rearmar su vida en compañía de una nueva pareja. Aquí es importante lo que no está dicho. También, la capacidad de la narradora de sobreponerse a los aspectos más duros de su historia: “Las cosas fueron buenas y malas y en este punto siempre intento rescatar lo que de dulce se fue grabando en mi memoria; lo otro está ahí, no lo desconozco pero no lo traigo a pasear de junto, para qué”.

    Aquí es importante lo que no está dicho. También, la capacidad de la narradora de sobreponerse a los aspectos más duros de su historia.

    El libro de Camila Couve se suma a muchos otros en que las escritoras chilenas cuestionan particularmente la figura paterna, desde un texto autobiográfico como Correr el tupido velo, de Pilar Donoso, hija del escritor José Donoso, a otros en que la figura paterna aparece ficcionalizada (En voz baja, Cansado ya del sol y “Había una vez un pájaro” de Alejandra Costamagna; Fuenzalida de Nona Fernández; Cercada de Lina Meruane; Kramp de María José Ferrada). El telón de fondo, en todos estos casos, es la dictadura, presente también, aunque en escorzo, en el relato de Couve. Lo interesante es observar cómo estas autoras, con esta recurrencia, presentan aristas no solo del abismo político que se impuso en Chile durante 17 años, sino también de una experiencia familiar que marca especialmente a las mujeres, la mayoría de las veces en los años cercanos a la pubertad y al hallazgo de la sexualidad. Ellas enfrentan con dolor, rebeldía o creatividad la ausencia, la violencia o la imposición del orden paterno.

    “Un padre es una bomba de tiempo”, escribe Alejandra Costamagna en “Había una vez un pájaro”. Transpongo esta frase al relato de Couve, en que la figura paterna es medular y conflictiva, incluso temible; a ella se contrapone la figura de la niña, que se representa en las primeras páginas con la delicadeza de una bailarina: “Giro y giro con los pelos enredados”, y que cierra con esa misma imagen: “La niña que fui y que se quedó bailando en medio de la sala más grande”. La bailarina que no llegó a ser, la bailarina que la adulta rememora y en que se adivina la pérdida, el baile truncado. Hay, pues, otra cita que se podría trasponer a esta historia, una cita de Gabriela Mistral: “La bailarina ahora está danzando/ la danza del perder cuanto tenía. / Deja caer todo lo que ella había,/ padres y hermanos, huertos y campiñas, /el rumor de su río, los caminos, / el cuento de su hogar, su propio rostro/ y su nombre, y los juegos de su infancia/ como quien deja todo lo que tuvo caer de cuello y de seno y de alma”.

    Un debut sencillo, sensible y con una cuota importante de valentía.

     

    Estampas de niña, Camila Couve, Alfaguara, 2018, 100 páginas, $10.000.

  115. Formas de responsabilidad

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    La frase “en los sueños comienza la responsabilidad” aparece como epígrafe en una colección de poemas que W. B. Yeats publicó en 1914. Con el tiempo, la frase comenzó a adjudicársele, probablemente porque la fuente de la cita (“una vieja obra de teatro”, dice Yeats), jamás ha sido identificada. Pertenezca a él o no, el aforismo es directo y a la vez ambiguo: ¿es una ironía, una invitación a comprometerse con el resultado de nuestros deseos o un puro golpe de efecto?

    Viajó a Vietnam, a Chile durante la Unidad Popular –cuenta que visitó Quillota, quién sabe por qué– y a Rusia, participó en protestas antibélicas y se reunió con otros vecinos para que no se interviniera Washington Square en Nueva York.

    Una de las respuestas provino de la ficción. El norteamericano Delmore Schwartz publicó en 1938 un cuento que usaba la cita de Yeats en su título. “En los sueños comienzan las responsabilidades” es un relato sobre un joven que mira –como si estuviera frente a una pantalla de cine– la vida de sus padres antes de que nazca. En la primera escena observa a su padre que se acerca a la casa de su madre, completamente enamorado. Momentos después, reconoce las dudas de su padre antes de pedir matrimonio, y grita agobiado en la imaginaria sala de cine: “No lo hagan. Todavía pueden cambiar de opinión, los dos. No va a salir nada bueno de eso, solo remordimiento, odio, escándalo, y dos hijos de temperamentos horribles”. El cuento de Schwartz –que obtuvo un reconocimiento casi inmediato– mostraba la complejidad de compatibilizar el sentido del deber marital y el deseo de realización personal. En gran medida, el problema se había agudizado porque la realización personal se estaba convirtiendo, más que en un anhelo, en un deber y, con eso, no solo cambiaban los matrimonios sino la dirección de la responsabilidad.

    Grace Paley –como Delmore Schwartz–, fue cuentista, poeta y una lectora entusiasta de Yeats. En 1984, cuando ya había publicado la mayoría de los relatos que la hicieron conocida, aquellos que le valieron ser finalista del Pulitzer y del National Book Award, escribió un ensayo llamado “Sobre poesía, las mujeres y el mundo”, que terminaba con un poema que se adentraba en el sinuoso camino de la responsabilidad:

     

    Es responsabilidad de la sociedad dejar al poeta ser poeta.

    Es responsabilidad del poeta ser una mujer.

    Es responsabilidad del poeta pararse en las esquinas de las calles.

    A repartir poemas y panfletos hermosamente escritos

    y panfletos que apenas se puedan mirar.

    Es responsabilidad del poeta ser flojo

    deambular y profetizar.

    Es responsabilidad del poeta no pagar impuestos de guerra.

    Es responsabilidad del poeta entrar y salir de torres de marfil y

    departamentos de dos piezas en la avenida C y

    campos de alforfón y en campamentos del ejército.

    Es responsabilidad del poeta varón ser mujer

    Es responsabilidad del poeta hembra ser mujer

    Es responsabilidad del poeta decirle la verdad al poder…

     

    Paley nació en Nueva York y era hija de inmigrantes judíos socialistas. Sus padres eran ucranianos que llegaron a Nueva York a comienzos del siglo XX. En su casa del Bronx oía la voz en Yiddish de su abuela y el ruso de su padre, un disidente del régimen zarista que estuvo prisionero en Siberia. También oía esas voces de sus vecinos, otros inmigrantes e hijos de inmigrantes, que habían llegado a Estados Unidos después de las revueltas de 1905 que prefiguraron la Revolución Rusa.

    Desde el inicio de su obra, Paley recogió esas voces en sus relatos, que vieron la luz por accidente, cuando su vecino, editor en Doubleday, los leyó casi por obligación de buena vecindad. El resto es historia más o menos conocida: su primer libro de relatos supuso un éxito rotundo, y le valió, el año 1959, los halagos de la crítica y de otros escritores, como el también joven Philip Roth. Luego vinieron los premios, la publicación de sus poemas y la recopilación tardía de todos sus cuentos, publicados en español por Anagrama.

    “No lo entiendas, nárralo”,  parece decir. Quizás por eso las columnas sobre sus clases tienen una cercanía similar a los consejos literarios de Kurt Vonnegut: hay en ellos vitalidad, empatía y sobre todo esperanza, la sensación de que la literatura es un arte que mejora al mundo.

    Pero mientras trabajaba en sus cuentos, Grace Paley también se adentró, además de la poesía, en la no ficción, cuyos textos han sido publicados en español bajo el título La importancia de no entenderlo todo (Círculo de Tiza).

    Quizás sea necesario advertir que las columnas que Paley escribió para la prensa nunca estuvieron en la primera línea de la no ficción norteamericana, al menos en términos de figuración pública. De los textos antologados en La importancia de no entenderlo todo, solo uno de ellos apareció en el New Yorker y otro en Esquire. Por el contrario, la mayoría proviene de Seven Days, una pequeña revista independiente de Vermont. Al leerlos, y a diferencia de otros autores –como Susan Sontag o Gore Vidal–, Paley no estaba particularmente interesada en teorizar. Ni siquiera parecía preocupada de ello.

    Sin embargo, tampoco resulta ambiguo reconocer en qué estaba interesada realmente. Por un lado, Paley fue una reconocida activista. Se comprometió, en los 60, tanto en la política internacional como en las pequeñas luchas vecinales. Viajó a Vietnam, a Chile durante la Unidad Popular –cuenta que visitó Quillota, quién sabe por qué– y a Rusia, participó en protestas antibélicas y se reunió con otros vecinos para que no se interviniera Washington Square en Nueva York. Desde 1969 publicó varias columnas en contra de la guerra de Vietnam y luego lo hizo contra la Guerra del Golfo. En su artículo “El hombre que cruza el cielo es un asesino” retrata el mundo de distancia que existía entre norteamericanos y vietnamitas con los prisioneros de guerra. Los prisioneros norteamericanos eran tratados como iguales: “Compartían sus calabacines y sus espinacas de agua, que por su robusta complexión sufrían enseguida la falta de carne roja”. Luego eran intercambiados por otros prisioneros.

    Por otro lado, Paley impartió clases de escritura desde los años 70. En ellas daba consejos del tipo: “Cuando hayas inventado todo lo necesario para construir una historia, cuando hayas llegado más o menos a la verdad del misterio y ya no seas capaz de descubrir una nueva incógnita, cambia el asunto”. Dentro de esas columnas está la que da el título al libro. Paley toma una discusión antigua –si los mejores escritores son los inteligentes o los ignorantes– para concluir que gran parte de la dedicación que merece la literatura debe partir del desconocimiento de algunos ámbitos de la condición humana. Son justamente esos ámbitos donde ya no hay control ni raciocinio posible, donde la literatura mejor se despliega. “No lo entiendas, nárralo”,  parece decir. Quizás por eso las columnas sobre sus clases tienen una cercanía similar a los consejos literarios de Kurt Vonnegut: hay en ellos vitalidad, empatía y sobre todo esperanza, la sensación de que la literatura es un arte que mejora al mundo.

    En “Los días ilegales”, Paley relata el control de natalidad y aborto. Cuando lo hace, prefiere hablar de sus abortos, de la angustia que vivió cuando debió practicárselos o de la persecución a algunos doctores amigos que los realizaban, en vez de adentrarse en las discusiones jurídicas.

    Hay, por último, un ámbito en sus columnas profundamente íntimo. En “Los días ilegales”, Paley relata el control de natalidad y aborto. Cuando lo hace, prefiere hablar de sus abortos, de la angustia que vivió cuando debió practicárselos o de la persecución a algunos doctores amigos que los realizaban, en vez de adentrarse en las discusiones jurídicas. La batalla de los derechos reproductivos era, primeramente, una lucha por sus derechos reproductivos, por sus hijos y por su familia. Incluso por su barrio. Con algo de nostalgia, pero también de satisfacción, Paley rememora en “El Bronx sin terminar” la época en que el barrio estaba lleno de voces en Yiddish y ruso, y que luego se convertiría en un barrio de latinos: “La pequeña sinagoga que estaba a diez pasos de mi casa sigue siendo la Casa del Señor: ahora es una Iglesia Pentecostal”. Esa crónica no está hecha para recordar, sino que cumple un deber: exaltar una cultura de la que ella era parte.

    Por eso las columnas de Paley resuenan, justamente, como una extensión de su idea de responsabilidad. Mucha gente, cuando dice responsabilidad, quiere decir obligación o carga, unas pocas sin embargo quieren decir decisión. Paley, podríamos concluir, preferiría esa última palabra. Hay una relación difícil entre voluntad y responsabilidad, sobre todo porque la voluntad nunca es tan nuestra y la responsabilidad que tomamos tampoco lo es. Sea como fuere, existe un ámbito de responsabilidad que sí podemos aceptar, incluso cuando no sea nuestro deber aceptarla. Fue esa responsabilidad la que la hizo viajar, protestar, abortar y enseñar, o que la dotó de una capacidad de observar la injusticia desde muy joven, cuando era parte de un grupo socialista en Nueva York.

    ¿Significa eso que de los sueños nacen las responsabilidades? ¿Eran los sueños de Paley tan fuertes que la obligaron a tomar partido y contarlos al mundo? Cuando alguien tiene un sueño, no necesariamente debe realizarlo. Ni siquiera debe imaginar cómo cumplirlo. Nadie, asumo, está obligado a seguir los frutos de su imaginación. Tomarlos como un deber –como lo hizo Paley–    es parte de otra decisión. Quizás su poema sobre la responsabilidad puede dar una pista acerca de cuál fue su decisión: el poeta no es poeta para alejarse del mundo, sino para involucrarse en él, para hacer en él todo lo que los demás no han podido, para vivir el mundo de los sueños como si fuera el mundo de las responsabilidades.

     

    La importancia de no entenderlo todo, Grace Paley, Círculo de Tiza, 2016, 240 páginas, $29.000.

  116. Las metamorfosis de Enrique Lihn

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    Como publiqué mi primer poemario de prescindible título —Nada se escurre— en 1949, llevo algo más de cuarenta años escribiendo versos. Versos y años que me abruman con su cantidad.

    No por azar se publicó ese libro en los talleres gráficos de una Casa Nacional del Niño, financiado por Alejandro Jodorowsky, un amigo de juventud. Soy un poeta nacional infantilmente fijado a la tierra materna. Mi alter ego se identifica con ese amigo, bajo la especie de un director de escena errante: el señor Corrales del Gran Circo Mundial de Oklahoma. He terminado por desinhibir al histrión: escribo, desde el 84, obras de teatro en las que yo mismo actúo. A la manera de “un buen narrador que hace su oficio / entre el bufón y el pontificador” (Poesía de paso) o de “un viejo actor de provincia bajo una tempestad artificial / entre los truenos y relámpagos que chapucea el utilero”.

    Ninguna actividad paralela a la poesía me ha eximido, hasta ahora, del trabajo forzado de escribir versos. Si prolongo esta metáfora hasta el patetismo, diré que prisionero de las palabras y gracias a ellas, el poeta goza de la lengua poética como de una libertad encadenada. Minuciosamente provisional. Si la toma por un punto de fuga, pasa, más rápidamente que nadie, de la idiolalia a la afasia.

    Nací, veinte años antes de publicar el librito de título escurridizo, en Santiago de Chile, de la polaridad de dos familias que solo tuvieron en común una suerte de aceptable incomodidad: el matrimonio de mis padres. Y nada más.

    Los Lihn habían visto desvanecerse una fortuna de la que guardaban las apariencias, entre las manos y en las minas de oro del abuelo paterno, ex dueño de muchas cosas (“Abuelo, abuelo que según una antigua costumbre infundiste el respeto temeroso entre tus hijos…”). Ese amable anciano había emigrado cuando muchacho de Alemania al puerto de Antofagasta. Fue empleado de una empresa de fletes navieros, después yerno de su jefe, arrendante de la flota y pater familia. La fiebre del oro lo arruinó y privó de su autoritarismo germánico. Cuando niño viví en su feudo ruinoso. En el palacio Mac-Clure con su torre de los locos, nueve escalinatas, leones de mampostería, invernadero y fantasma, piscina resquebrajada y polvorienta en el subterráneo. La casa había estado arrendada a la Scuola Italiana y a un manicomio.

    Cuando casualmente departí con uno de ellos, en su casa de fundo, hace unos tres años, no me asombró que él los recordara a todos: los había seguido viendo toda su vida. Percibí, más bien, en esa fidelidad al pasado, por lo demás conmovedora, la forma básica del infantilismo en que descansa la burguesía tradicional para perpetuarse. Chile es así.

    La familia Carrasco, Délano más bien —el apellido de mi abuela materna, porque ella reinaba—, era de casa pobre; pero los Délano Frederick se comprendieron a sí mismos como parientes lejanos de los Délano Roosevelt bajo la especie, tan ilustre en el siglo XIX, de la americanidad. Había entre ellos un pionero en Chile del séptimo arte —Jorge Délano— y otro —un ingeniero— que propagó la fe en su industria de sanitarios. El tercero de estos tíos abuelos que recuerdo tocaba el serrucho y se construyó una casa giratoria en el desierto. De la hermana mayor de todos ellos, mi abuela materna, personaje principal de mi novela familiar, he tratado de escribir vanamente algo que se le parezca. Por ejemplo, en Poesía de paso: “Enriquillo, mi nombre como un diminutivo / de su tristeza intentaba elevarse / inútilmente a los oídos del ángel que batía / sus alas mutiladas en la torre de la iglesia. / (El ángel anunciaba nuestro Juicio Final, llevándose un pedazo de trompeta a los labios).”. Mi madre y mi abuela materna son para mí las dos caras de la misma persona.

    Entre las familias paterna y materna había una diferencia cultural a favor de la segunda. Fuimos los ingleses, no los alemanes del Pacífico. La ilustración nacional seguía este esquema. Algunos disciplinados sabios alemanes quizá lo modificaran. No lo siento así.

    Un general prusiano de apellido Körner militarizó a Chile. Los interesados dirán que sabiamente. Pero este punto de vista fue ya torvo durante la segunda guerra mundial y obtuvo, en suma, su peor confirmación con la caída de la democracia.

    Parece mentira al decirlo, como ocurre con otros lugares comunes: de no ser por mi infancia no escribiría poemas. Infancia y poesía están asociadas por el principio de la casualidad y la lógica de la indeterminación. La segunda debiera ser el efecto de la primera, pero está la ley de las excepciones. Según esta, como la infancia es una consecuencia de la poesía, habría una ancianidad previa al acto poético. Así, todos los adolescentes escriben versos de viejos, malos poemas. Hay que haber sido empujado al acto de imaginar en el lenguaje por situaciones límites de insatisfacción y ansiedad, que solo se presentan en la infancia, para llegar escribiendo versos al umbral de la tercera edad. La ilusión de omnipotencia que hace crisis en esas circunstancias, se restablece con la ilusión de esa ilusión: una forma elemental y fresca, lírica, de escepticismo; una sabiduría de silabario que solo la primera ancianidad —la vejez del niño— es capaz de postular para toda la vida desde la energía y la vulnerabilidad extremas de la infancia.

    Aunque exagere postularé que el ardid de la imaginación poética defiende, tempranamente, la vida en la vida, preservándola de anquilosarse como esqueleto del yo hecho de materiales muertos, de esas caparazones ofensivas/defensivas en que se convierten la mayor parte de los individuos entre los nueve y los veinte años (“porque escribí, porque escribí estoy vivo”, La musiquilla de las pobres esferas).

    Lo que antecede no significa que yo haya escrito versos de niño. Hay imaginaciones ágrafas. Además uno se escribe a sí mismo al entrar como un personaje en la historia de los demás. Dibujé y escribí “obras” de teatro para sobrellevar, en el colegio, una vida de perro. Mis padres, que no formaron un matrimonio feliz (ni tampoco trágico, como en las películas de mi tiempo) pensaban —ella lo piensa hasta el día de hoy— que yo había sido un niño alegre, desenvuelto y muy popular entre sus compañeros. En un cierto sentido fue así. Tengo una imaginación activa, que no se deja paralizar por la realidad. Lideré a mis compañeros por grupúsculos al margen y hasta en contra de la política de los mayores. Fomentaba entre mis compañeros el ocio creador con actividades extracurriculares incluso bien vistas por los padres de familia, salvo cuando comprometían el rendimiento escolar de sus pupilos o cuando me empezaron a asaltar ciertas dudas religiosas. Es cierto que no fui un paria. En este momento, sin embargo, me recuerdo, más que como un niño espontáneo, como minipolítico, tensamente ocupado en crear, a su alrededor, equilibrios de poder que le permitieran conservar el equilibrio. Gracias a esa habilidad, solo recuerdo con la mitad de un odio total mis preparatorias en el Liceo Alemán —sucursal de los cuarteles del general Körner para la formación de cuadros de la burguesía chilena y de sus arrenquines—. De la otra mitad me descarga el poeta en que me convirtió ese cuartel. Creo que la casa de la abuela materna, muy en particular, hizo de mí una especie infantil de decadente condenado a defenderse ingeniosamente de la barbarie colegial. De esa casa se alimentó, es claro, el poeta; del olor de unas viandas que no se pueden comer, de sublimación en sublimación. Y de comida sencilla. “Música en que aprendí mi silabario / de la Pasión según Santa Vitrola / Palacio de Cristal allá en lo alto / lleno del cacareo de los ángeles”. (“Noticias de Babilonia”, La musiquilla de las pobres esferas).

    En la casa edípica escuchaba música (clásica) frente a la vitrola o al piano del que arrancaba la dueña de casa alguna marcha fúnebre, y veía cantidad de pintura: la escasa del tío Gustavo, que me impresionaba, ante todo, con sus dibujos para algunas editoras, y la mucha que él guardaba bajo llave, en reproducciones. Los libros de pintura de la abuela estaban más a la mano. Artistas de la segunda mitad del siglo XIX —ingleses y alemanes—, empezando por los prerrafaelistas. El encuentro fortuito con algunos de ellos —por mucho que yo mismo los diera por obsoletos durante mis años de iniciación en la “pintura pintura”— me produce una emoción vivísima. La última sorpresa de este tipo me la dio The Lady of Shalott, de William Holman Hunt, en el Wadsworth Atheneum, Hartford. De esa preferencia brotan cosas como estas: “… surgida allí como si el inexistente verano —ni el de entonces ni el de ahora— tomara, ya maduro, una forma semejante a Jane Bunde bajo el aspecto espectral de Beata Beatrix, pero con el aura de los días hábiles”.

    He estado hablando de lo que fue para mí el otro mundo en este, no del paraíso precisamente, porque el mundo del arte, aun en esa versión incipiente, nunca tanto, quizá, como entonces, es también el infierno. “La isla bienaventurada y desesperada” de Robinson Crusoe, en los términos de M. Robert.

    A la experiencia poética como solución imaginaria al problema de la realidad, subyace la infraexperiencia del fracaso, la otra cara del “triunfo” que es, de por sí, el arte de la palabra.

    Lo cierto es que del colegio salí al mundo para entrar prematuramente a ese mundo otro, cerrando a mis espaldas la puerta de modo tal —una solución de continuidad— que ella se borró, en seguida, de mi memoria consciente. En la actualidad misma, me niego, salvo error o excepción, a reconocer a mis ex compañeros de colegio en las calles. Mi olvido de los nombres tiene su origen en ellos.

    Cuando casualmente departí con uno de ellos, en su casa de fundo, hace unos tres años, no me asombró que él los recordara a todos: los había seguido viendo toda su vida. Percibí, más bien, en esa fidelidad al pasado, por lo demás conmovedora, la forma básica del infantilismo en que descansa la burguesía tradicional para perpetuarse. Chile es así.

    Por mi parte “Me sumé a los que naufragaban en los últimos bancos, frente a un futuro opaco que oscilaba / entre el inconformismo y la pereza, / escépticos a una edad en que los otros empezaban a dar muestras / de un cinismo promisor…” (“Verbo Divino”, Antología al azar).

    De más está decir que fracasé como estudiante en el Liceo Alemán y en otros colegios. No hace falta verificarlo en el Libro de Clases. Pero cuando publiqué el poema que acabo de citar, en una revista del año setenta, un señor hizo la verificación en el susodicho libro: 24,5 inasistencias durante el año escolar. Y escribió, a su vez, un poema de desagravio a sus maestros: “Pero no te perdono las malas calificaciones en conducta en 1942, / porque no fueron desencadenadas por la rebeldía / sino por la impavidez y el odio”. Me sorprende en este contexto la palabra impavidez. Quizás está bien aplicada: yo controlaba bien, a lo que parece, las perturbaciones de mi vida escolar.

    A la experiencia poética como solución imaginaria al problema de la realidad, subyace la infraexperiencia del fracaso, la otra cara del “triunfo” que es, de por sí, el arte de la palabra.

    Se ha dicho mucho sobre este tema. Solo quiero recordar aquí el rugido orgulloso de un viejo león de la poesía chilena, en su juventud de los años veinte: “Yo soy como el fracaso total del mundo, oh pueblos” (Pablo de Rokha), que me suena ingenuo e impresionante. El exitismo, el éxito perseguido y logrado de ciertos poetas, me parecen manifestaciones escandalosas de la vida literaria.

    Otra de las antesalas del otro mundo en este fue para mí, desde el año 42, la Escuela de Bellas Artes, vinculada a la familia materna por ese tío pintor, que enseñaba allí. Él me preparó en su taller para que diera en la escuela un examen de admisión, que pasé a los doce años. Mi padre renunció a que yo hiciera cualquier tipo de estudios útiles, cifrando una cierta esperanza, que no era última y sí firme, en mi vocación. Me iría bien si hacía lo que quería. Fue criterio.

    Bellas Artes no era un colegio de curas. A mí me impresionó como si hubiera sido un templo al que llegué a pagar mi noviciado. Esa grandeza no tardó en desmoronarse. Pero, por muchos años, la Escuela fue mi segunda casa y un hogar bien abastecido por “la corte de los milagros”.

    Solo he vivido en Chile, pero he muerto —con perdón— de ciudad en ciudad o, más bien, he sido en todas ellas un ciudadano fantasma, prescindible y apasionado. (“En el gran mundo como en una jaula / afino un instrumento peligroso”).

    Estudié pintura con don Pablo Burchard, si por estudiar se entiende escuchar la lección del maestro como quien oye culposamente llover. Seguía en esto el ejemplo de jóvenes mayores (José Balmes, Luis Diharce) más seguros que yo de los beneficios de esa indisciplina. Aprendían de Cézanne, de Van Gogh y de los Fauves.

    Burchard estaba más lejos de nosotros que nosotros de él. Avanzaba desde el siglo XIX por un camino propio, soberanamente. Tiene hoy día la actualidad de un arte logrado.

    La Escuela era un pequeño mundo descentrado donde pasaba de todo. Sobrevenían desastres: el suicidio de Olivier, que mató a la novia de otro; muertes prematuras, como la de Anita Barra, que era una maravilla; fantasmas como la ex mujer morfinómana de un fabricante de marcos y cuadros; actos de violencia en los que alguna vez salió a relucir un cuchillo; desmoronamientos alcohólicos de superdotados. Había allí un alumno que iba a mendigar, años más tarde, en las inmediaciones de la Escuela; uno o dos locos; hombres que iban a ser ultimados y desfigurados por otros hombres; gente que sería inexplicablemente insignificante cuando abandonara ese nicho ecológico. Pero cada cual encontraba allí a la gente de su tribu en una comunidad sin clases, mucho más integrada que la sociedad chilena de afuera.

    Quizá se trataba de una utopía anárquica, pero la inspiraba la Escuela, después de todo.

    Habiendo vivido en esos ámbitos resulta muy imposible casi pronunciarse, como no sea en forma errónea, por lo que la realidad ofrece en materia de sociedades modelos, desde sus agencias de publicidad ideológica: la comunidad de los artistas no tiene correlato político.

    Creía ser ya un pintor cuando empecé a envidiar sanamente a los poetas. Escribí versos pésimos por los que fui rechazado por bardos de veinte años, de los que nunca más se supo, de sus sociedades de melena y corbata de humita. Para hacerlos retractarse escribí unos mejores, a fines de los cuarenta, pero esa mejoría significó mi postración como “artista plástico”.

    El pintor que no fui me ha inquietado durante toda la vida, pero esa inquietud es también euforia en la contemplación de la pintura real de los demás. Las vanguardias odiaron a los museos, yo los amo desde 1965, año en que viajé por primera vez por Europa como becario de la Unesco en museología. He escrito muchos poemas a partir de pinturas; mi bitácora de ese año fueron los originales de Poesía de paso (premio poesía Casa de las Américas, 1966), donde las ciudades son pinturas y las pinturas son ciudades.

    En Bellas Artes como alumnos fugaces, visitantes o escribientes al servicio de la Facultad, en el casino de la Escuela y en el Parque Forestal —el pequeño Retiro de Santiago—, nos conocimos muchos de los integrantes de la generación del cincuenta. Hayan escrito libros o no, ellos son para mí Mario Espinoza, Alejandro Jodorowsky, Claudio Giaconi, la Quenita Sanhueza, Alberto Rubio y yo. Los tres primeros emigraron muy jóvenes a Europa y los Estados Unidos. Espinoza, que iba a ser, en su opinión, el Joyce chileno, era antialcohólico y demasiado brillante. Murió en la oscuridad, de excesos varios, en los trasmundos de Los Angeles, San Francisco. Jodorowsky es el autor de El Topo y otros filmes. Cuando pasan esa película en el Village, se arremolinan, ante la puerta del cine, miles de jóvenes de aspecto pavoroso, que parecen los hijos de la imaginación del “Buitre”, concebidos hace treinta y cinco años en el barrio Matucana, Chile. Giaconi ha vuelto a escribir, después de treinta años de trastierro, ante la computadora, una novela de miles de páginas. De los otros no hablo porque me los puedo encontrar en cualquier momento. Basta con esto para una ligera fotografía de grupo —la generación del cincuenta que trompeteó Lafourcade, nuestro líder de opinión.

    A mi modo de ver, la escritura muere en el partidismo, subordinándose a la política, esto es a la lucha por el poder. Si hubiese una doctrina que luchara, en la práctica y exitosamente, por la disociación del poder y la política, encontraría mi partido.

    Pero de esa generación (¿y de cualquier otra?) es más fácil hablar negativamente. Yo percibo, ante todo, nuestras diferencias; ahora con más simpatía que antes. La práctica de la antropofagia y el terrorismo cultural no eran, entre nosotros, hábitos muy notorios. Buscábamos la publicidad espontánea, no sistemáticamente, como buenos muchachos. Incluso admirábamos, previa rigurosa selección, a alguno de nuestros mayores. Por ejemplo, a Nicanor Parra.

    Antes de conocer a Parra —creo que el 49— fui víctima de la revelación poética, y escribí cientos de poemas de tejido flojo y brillante, que Espinoza y otros celebraron. Leía a Valéry casi en francés, a los simbolistas, un poco a los surrealistas, incluyendo a los chilenos. Parra fue el balde de agua fría, el pulverizador de la poesía pura y del dictado automático a la europea. Después de conocer a Parra, traté, más bien inútilmente, de iniciarme en la poesía anglosajona, que era su escuela. Desconfié del hipnotismo poético de Neruda, y, en un nivel más bajo, de las “combinaciones y figuras literarias” de ese tiempo. Incorporé el relato a la poesía y un narrador personaje de tamaño natural. Creo, sin embargo, que no he imitado nunca a Parra, salvo conscientemente, como se hace el guiño de la intertextualidad. La imitación estaba prohibida inter nos, era el indeseable tic de la flojera mental. Nicanor, demócrata del oficio de la palabra, ofició como jefe de taller. De allí salió El Quebrantahuesos, diario mural: la perfecta copia original del collage surrealista. Según nuestra mitología, los mandrágoras —surrealistas chilenos— se rindieron ante esta expresión de mestizaje, ellos, que eran afrancesados.

    Solo a los treinta y cinco años salí por primera vez de Chile rumbo a Europa, con una beca de museólogo, otorgada por arte de birlibirloque. Al sentimiento de incompletud que había llegado a la euforia verbal en La pieza oscura, se sumó “para siempre” el tema del viaje de muchos de mis libros, a partir de Poesía de paso. Solo he vivido en Chile, pero he muerto —con perdón— de ciudad en ciudad o, más bien, he sido en todas ellas un ciudadano fantasma, prescindible y apasionado. (“En el gran mundo como en una jaula / afino un instrumento peligroso”).

    La desdramatización y el dramatismo son el diástole y sístole de mi escritura, pulsión que se acelera en los muchos poemas que llevan por título “La despedida”, Pena de extrañamiento, etc., incluyendo La pieza oscura, donde el país extranjero es la infancia; el visitante, la memoria; y donde de estos electrodos brota, en el lenguaje, la fantasmagoría que se refleja en él; pues el lenguaje es, también, un fantasma, y el poema, una materialización. Agrego que algunos de mis poemas de viaje son postales que envié, en su oportunidad, a algunas personas. Así como otros han sido cartas y recados, regalos públicos.

    Los poemas políticos que figuran en este libro, más bien orientado hacia lo que un poeta español juzgó una épica personal, son los menos, y no militantes. Su referente es la horrorosa dictadura de un capitán general en Chile, y nada más. El espíritu de negación carece de proyectos y no profetiza. Su trabajo consiste, en este caso, en abarcar el carácter intolerable de una situación, no en remediarla. Lo demás es discurso político o profecía. Yo me aferro a la literatura que, como es la precariedad misma, no debe engañar.

    A mi modo de ver, la escritura muere en el partidismo, subordinándose a la política, esto es a la lucha por el poder. Si hubiese una doctrina que luchara, en la práctica y exitosamente, por la disociación del poder y la política, encontraría mi partido. En el intertanto, esto es siempre, no me sustraigo, porque me parece imposible, a reunirme en el lenguaje con los monstruos que engendra el sueño de la razón.

     

    (Enero, 1988)

     

    Álbum de toda especie de poemas, Enrique Lihn, Lumen, 2018, 176 páginas, $14.000.

  117. El laboratorio de María Moreno

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    Oración, el nuevo libro de la periodista argentina, es una obra documental cuya forma nace de su propio tema: es un libro sobre combatientes para quienes la revolución siempre será algo que vendrá, pero también es un libro consciente de una revolución de las formas que María Moreno, libro a libro, está haciendo posible.

    por rodrigo olavarría

    Este libro admirable se abre declarando que el ejemplar que tenemos en las manos no es el libro que su autora pretendía escribir, este debía ser un libro sobre la moral sexual en las organizaciones revolucionarias argentinas de los años 70. Pero en algún punto y mientras reflexionaba sobre el tema original, María Moreno empezó a rondar las figuras de Rodolfo Walsh y su hija María Victoria.

    Desde el título: Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas, Moreno propone la lectura y deconstrucción de dos cartas de Rodolfo Walsh, el escritor y periodista argentino desaparecido tras ser atacado en la calle por la policía de la dictadura argentina en marzo de 1977. La primera de estas cartas está dirigida a su hija Vicki, muerta en combate con el ejército el 29 de septiembre de 1976, y es casi un rezo, un susurro donde Walsh se dirige a su hija como padre y compañero político. Esa es la imagen fundacional de este libro y aquella en torno a la cual orbitan todas las aristas abordadas por Moreno: una muchacha de 26 años en camisón disparando una ametralladora desde una terraza. En ese sentido, el uso de la expresión “elegía política” es más que acertado, ya que la elegía es un género poético que lamenta una muerte a título personal, es decir, se trata de un género subjetivo, más cercano al testimonio que a la inobjetabilidad de un texto redactado por la oficialidad.

    Moreno propone la lectura y deconstrucción de dos cartas de Rodolfo Walsh, el escritor y periodista argentino desaparecido tras ser atacado en la calle por la policía de la dictadura argentina en marzo de 1977.

    En la segunda carta, titulada “Carta a mis amigos”, Walsh cuenta cómo recibió la noticia de la muerte de Vicki y narra cómo esta ocurrió en un texto que, según María Moreno, clausura la especulación y señala la forma en que deben entenderse los suicidios de Victoria y el compañero con que se enfrentó a los efectivos de la dictadura. En esta carta cada palabra, cada número y figura retórica cumple un rol, ya sea el de manifestar la desproporción de fuerzas entre el ejército y los cinco montoneros emboscados, oponer la dulzura de Vicki con su hija de un año a la brutalidad de quienes los rodean con tanquetas y, finalmente, declarar que su muerte “fue gloriosamente suya”, aludiendo al suicidio como un gesto que impide al enemigo el acceso a la información.

    El uso retórico del número como fetiche de la información, una carta de Walsh a Vicki de 1963, el parecido de la historia de los Walsh con las tragedias del ciclo tebano, Edipo Rey y Antígona, son temas de análisis en el segundo capítulo de Oración, titulado “De la voz de la sangre a la sangre derramada”. En esta misma sección, María Moreno reflexiona sobre cómo influyó la labor de Rodolfo Walsh en ANCLA, la agencia de noticias clandestina que combatía la censura, en su elección del género epistolar para dar cuenta de la muerte de su hija. Aquí, Moreno registra la influencia del periodismo de José Martí y el Yo acuso de Émile Zola, pero afirma que estas cartas son en realidad armas contra las cartas publicadas en la prensa controlada por la Junta Militar, cartas inventadas donde madres y hermanos instaban a los militantes clandestinos a entregarse y a los familiares de militantes a denunciar a sus parientes. Visto así, las cartas de Walsh serían “contracartas”.

    Un par de párrafos atrás usé la palabra testimonio. No fue casual, quería acercarme a uno de los marcos que sustentan este libro, el trabajo con los géneros menores, es decir, las cartas, el diario, el testimonio y todo lo que está amenazado a desaparecer. Estos géneros, asociados por lo general a la producción intelectual de las mujeres, son usados estratégicamente por Moreno en este libro profundamente feminista donde, desde la dedicatoria en adelante, abundan los nombres de mujeres, vivas y muertas, combatientes, artistas y escritoras. No podía esperarse menos de María Moreno, seudónimo de Cristina Forero, la escritora y crítica cultural que fundó la revista feminista Alfonsina cuando Argentina recuperó la democracia y se buscaba legalizar el divorcio.

    El uso de la expresión “elegía política” es más que acertado, ya que la elegía es un género poético que lamenta una muerte a título personal, es decir, se trata de un género subjetivo, más cercano al testimonio que a la inobjetabilidad de un texto redactado por la oficialidad.

    La tercera sección de Oración se titula “H.I.J.A.S. de la palabra”. En ella Moreno aborda cómo las hijas de desaparecidos han abordado la creación artística y cómo han logrado erigir un discurso propio que cuestiona el modo institucional en que se ha construido la memoria de la dictadura. Para esto se enfoca en cuatro artistas y cuatro obras: la película Los rubios (2003) de Albertina Carri, la obra de teatro Mi vida después (2009) de Lola Arias, Diario de una princesa montonera (2012) de Mariana Eva Pérez y en varios escritos de Marta Dillon, pero sobre todo en Aparecida (2015). María Moreno destaca el hecho de que estas artistas logran zafar de la trampa de la retórica de los cuerpos supliciados y erigir un discurso nuevo, como hace Marta Dillon, al transformar los restos óseos de Marta Taboada, su madre, en un cuerpo deseante. Las obras de estas cuatro mujeres se caracterizan por el uso de elementos de alta y baja cultura pero, más importante, por no ceder al realismo y por permitirse la blasfemia consciente contra la memoria “derechohumanística”, por usar el término acuñado por la princesa montonera.

    Se dice que todo libro contiene un par de líneas donde su autor, conscientemente o no, revela el procedimiento o ideario según el cual el libro fue escrito. En Oración ese fragmento está en una entrevista de Ricardo Piglia a Rodolfo Walsh realizada en 1970, donde este aboga por el fin de la novela como género propio de una concepción burguesa del arte y por la aparición de un género documental donde “el montaje, la compaginación, la selección, el trabajo de investigación (…) abren inmensas posibilidades artísticas”.

    En la entrevista, Walsh está hablando sobre su libro ¿Quién mató a Rosendo?, publicado en 1969, pero también está anunciando el género al cual pertenece el libro que nos ocupa. Oración es una obra documental cuya forma nace de su propio tema, es un libro sobre combatientes para quienes la revolución siempre será algo que vendrá, pero también es un libro consciente de una revolución de las formas que María Moreno, libro a libro, está haciendo posible.

     

    Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas, María Moreno, Literatura Random House, 2018, 384 páginas, $15.000.

  118. Washington Cucurto: asumir la distorsión y verla multiplicar

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    Creador de una veintena de libros, entre novelas, poemas e historietas que responden a lo que él mismo ha llamado “realismo atolondrado”, el escritor argentino pone ahora un pie –un cuerpo y un alma, mejor dicho– en las artes visuales. En un pequeño departamento de Buenos Aires se expone su radical y explosiva mezcla de lenguajes, con cientos de dibujos, pinturas, croquis y collages donde el humor, el desparpajo y las filiaciones brillan como un sol lanzando chispas.

    por alejandra costamagna

    El escritor nacido en Quilmes en 1973, el autodidacta, el sentimental, el incorrecto, el ex reponedor de supermercados, el auténtico, el multifacético, el fundador de la cooperativa Eloísa Cartonera, el autor de La máquina de hacer paraguayitos (1999), El curandero del amor (2006) o El rey de la cumbia contra los fucking Estados Unidos de América (2010), el que fue equiparado por Ricardo Piglia con Roberto Arlt. Él, Washington Cucurto, apunta en su libro Si te copás y curtís (Iván Rosado, 2016) algo que viene a ser una especie de arte poética. O una declaración de principios. “La poesía nos pide que nos lancemos a la aventura de escribir un poema, sin prejuicios, sin resultados, sin barreras, encendiendo la llama del deseo en todo lo que hagamos”, escribe. Y unas líneas más adelante zanja: “Escupir, morder, leer, escribir, saltar, correr sin parar, caminar sin par, respirar, trabajar, cuidar, releer, reescribir son todas cosas que llevan al poema. Es cierto, que nunca te falte deseo y ternura. ¡Deseo y ternura!”.

    Washington Cucurto no se llama Washington Cucurto, sino Santiago Vega. Fue el escritor Fabián Casas, junto a un lote de amigos cercanos a la extinta revista de poesía 18 Whiskys, quien lo bautizó así. “Yo era un negrito de supermercado sin cultura casi. Me gastaban y les parecía simpático. Un día viene (Juan) Gelman y vamos a comer a una parrilla”, recuerda en el libro Conversaciones con Washington Cucurto, de Facundo R. Soto, publicado hace unos meses por la editorial Blatt & Ríos. Y agrega: “Al otro día yo me tenía que levantar a las seis de la mañana para trabajar en el supermercado. Al salir de la parrilla dijeron ‘vamos a otro bar de copas’ y yo dije ‘no, no, no, yo no cu curto’. Entonces empezaron todos a reírse y a señalarme ‘vos sos Cucurto’. Al otro día ya era Cucurto. Y Fabián me puso Washington (…) Porque era el más morocho del grupo de blancos, porque es un nombre de negros, como Nelson, Wilson”.

    “La obra de Cucurto habla por sí misma… Cucurto para mí es Latinoamérica. Nuestra querida Latinoamérica”, dice con convicción absoluta el editor Martín Llambí.

    Con ese nombre de negros, con ese apellido que alude a un verbo tartamudo, el autor se ha convertido en personaje, ha creado un mundo alucinante para su figura ficticia y desde hace dos décadas ha firmado una veintena de libros, entre novelas, poemas e historietas que responden a lo que él mismo ha llamado “realismo atolondrado”. Y en su radical cruza de lenguajes, donde el humor brilla como un sol lanzando chispas, cabe también la creación de cientos de dibujos, pinturas, croquis y collages, como los que expone por estos días en una singular muestra en Buenos Aires, titulada, justamente, “Deseo & ternura”.

    “Esto nació por la amistad, las cosas en común y así surgió la posibilidad de hacer una exhibición de una forma diferente, una manera de mostrar la producción a los demás, en momentos duros, de una manera un tanto novedosa y así lo hicimos. Puro entusiasmo y mucha ternura y dulzura”, dice Cucurto desde un campito que tiene con Eloísa Cartonera en el conurbarno bonaerense. “Buenos Aires de la América morocha, que se aleja de la imagen europea que todos tenemos de la gran city”, comenta.

    Y cuando habla de “la amistad y las cosas en común”, se refiere básicamente a Martín Llambí, editor del sello digital La Colección, músico de la banda Los Carpinchers y cabeza detrás de la muestra que funciona en un departamento minúsculo, su propio estudio, en el que no caben más de dos visitantes por vez. “La obra de Cucurto habla por sí misma… Cucurto para mí es Latinoamérica. Nuestra querida Latinoamérica”, agrega con convicción absoluta el amigo Llambí.

     

    Eva Perón en versión morena y cumbiera.

     

    Esa América morocha del conurbano, tan alejada de la imagen europea, está presente también en el centenar de trabajos de esta exposición que no tiene horarios ni días fijos. El autor lanza sus trazos sobre soportes híbridos, que luego interviene: afiches callejeros despegados de alguna muralla, sacos de arroz de cincuenta kilos, cartones de Burger King, folletos publicitarios, restos de papel mural, cartuchitos de líneas aéreas para los vómitos. Sobre eso pinta Cucurto, sobre lo que tiene a mano, lo que para otros es desecho o basura. Sin rótulo, a puro pulso, a lo salvaje. Una espontaneidad y una intuición que parecen guiadas por un hilo misteriosamente virtuoso. “Yo simplemente hago lo que puedo, atravesado por el enamoramiento y el deseo de la ciudad”, aclara. “¡Estoy agradecido al mundo del arte! De otro modo, todavía estaría reponiendo verduras en un supermercado”.

    Y lo que puede y su enamoramiento y su deseo son, a fin de cuentas, una prolongación de sus libros, que bajo una piel bárbara parecen absorber involuntariamente una tradición que abreva de su biografía y su tiempo. Imágenes desbordadas de colores, delirantes, curtidas, tartamudas, ajenas a toda impostura. Ahí están los singulares retratos de sus escritores admirados: Leónidas Lamborghini, el primero, con un puñado de palabras trazadas como una rajadura: “Asumir la distorsión y verla multiplicar” (la frase exacta del poeta era “Asimilar la distorsión y devolverla multiplicada”). Y más allá Néstor Perlongher con su rostro fresco y los Marlboro a mano. Ahí están también Nicanor Parra con cordillera nevada de fondo (una reproducción de este cuadro es usado en la portada de Si te copás y curtís), Pedro Lemebel delante de una bandera mapuche mutada en sus tonalidades o Rodrigo Lira junto a un recado en letras negras: “Para Elisa, mamá de Lira”. Y está Eva Perón en versión morena y cumbiera, el rubísimo Donald Trump amenazando al mundo con una bomba en sus garras o Ayrton Senna, el campeón mundial de la Fórmula 1, como un ídolo ausente. Y las figuras primitivas mutadas en los seres anónimos que pueblan todas sus creaciones, las escritas y las visuales. Las prostitutas, los travestis, los machos recios, los negros, los cumbianteros, los seres ultra sexuados, los superhéroes domésticos, los vendedores ambulantes. Ahí, por ejemplo, ese cuadro luminoso y bestial, intervenido con algunos textos: “Estoy podrido de k me lleven en cana”, “3 x 40 paltas”, “Venta ambulante libre” y “Viva Santiago Maldonado”. Ahí mismo las figuras de tres hombres: uno con un cartelito que dice “man normal”, esposado, y los otros dos con uniformes e identificaciones de “rati”, apresándolo. Y atrás, una montaña de paltas. Todo en la misma escena, un color sobre otro, una explosión cucurtiana.

     

    Rodrigo Lira junto a un recado en letras negras: “Para Elisa, mamá de Lira”.

     

    -¿Qué es lo que más te gusta de todo esto?

    -El juego, la posibilidad de soñar, de conocer gente, utilizarlo al arte para potenciar nuestras vidas y nuestras relaciones sociales. Es importante, el arte es un elemento de transformación social, uno de los más grandes de que puede disponer el hombre de a pie.

    El autor lanza sus trazos sobre soportes híbridos, que luego interviene: afiches callejeros despegados de alguna muralla, sacos de arroz de cincuenta kilos, cartones de Burger King, folletos publicitarios, restos de papel mural, cartuchitos de líneas aéreas para los vómitos.

    “¿Es expresionista, primitivo, bestial, lírico, violento, lúdico? Todo eso a la vez y más, puede ser delicado y puede ser también como el simple acto feliz de estar vivo mamarracheando la hoja”, consigna el escritor Pedro Mairal en un texto titulado “Yo vi pintar a Cucurto”. En efecto, el autor de El año del desierto fue uno de sus primeros testigos en este giro visual. Todo ocurrió mientras compartían una residencia de artistas en Francia, a comienzos de 2015. “Lo vi absorber influencias como una esponja, garabateando cuadernos como Frida Kahlo, haciendo collages a lo Lamborghini, mirando en silencio dibujos de Picasso. Me acuerdo que cuando descubrió a Basquiat, buscaba sus cuadros en Google y me gritaba desde su estudio: ¡Este grone la rompe, Pedrito!”. Mairal se pregunta qué hay en sus cuadros, qué anida en ellos. Y la respuesta habla sola: “Irresponsabilidad estética, colores sacándose chispas, libertad completa, mugre, intuición, amor desesperado y ternura. Cada día estoy más convencido de que Cucurto es un genio”.

    Este costado del genio del autor ya había sido revelado en dos muestras previas, dos antesalas de “Deseo & ternura”. La primera, titulada “Explosión acuarela” (curada por Facundo R. Soto, el mismo de Conversaciones con Cucurto), ocupó una sala del Espacio Jungla, en el barrio del Abasto de Buenos Aires a fines de 2014. Y la segunda, “Pájaro afrodisíaco”, reunió buena parte de los trabajos de la actual exposición y fue presentada en el museo Castagnino, en Rosario, en octubre de 2015. Pero esta tercera experiencia asume una radical afinidad con la ruptura de moldes que alienta a Cucurto, con su idea de llevar el arte por otro lado. Porque lo hace desde el espacio mismo: la muestra ocupa los muros, de piso a techo, y cada uno de los rincones de esta galería improvisada y periférica, ubicada justo frente al Obelisco. Y como yapa son exhibidos tres grandes álbumes con sus novelas gráficas y poemas visuales, que podemos leer ahí, sentados en un banquito o directamente en el piso, mientras suena alguna de las hipnóticas canciones folk de Los Carpinchers y el hijo de Llambí, de cuatro años, juega a que es un ser de otro tiempo que manipula un arco y una flecha. El deseo y la ternura en escasísimos metros cuadrados y en alianza explosiva.

    Salimos con la sensación de haber saltado por unas horas junto al multifacético Cucurto. Y haber mordido, leído, escrito, corrido sin parar y respirado su talento salvaje. Haberlo visto multiplicar.

     

     

    *Para visitar la exposición, escribir a lacoleccion2015@gmail.com

  119. Tom Waits y Neil Young: la coincidencia de los opuestos

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    Como lo dejó claro en varias de sus películas, donde ellos tuvieron algún papel o para las que colaboraron superponiendo voces o componiendo directamente las bandas sonoras, Jim Jarmusch sintió siempre una profunda admiración por los dos: seguía sus carreras desde la Costa Este, los telefoneaba de tanto en tanto y no dejaba de visitarlos cada vez que estaba de paso por la ciudad de Los Angeles, a la que ambos se habían mudado a principios de los 70. A Neil Young lo visitaba en su rancho de Broken Arrow; a Tom Waits, en una retirada granja de pollos que el músico había convertido en estudio de grabación.

    Pero a excepción de Jarmusch y de Los Angeles, no era mucho lo que estos dos tenían en común. Se conocían de oídas, y aunque cada uno sabía perfectamente bien en qué estaba el otro, hacían todo por disimularlo. Por aquellos años Neil Young deambulaba por Laurel Canyon, un mundo de hongos, pitos de marihuana y chicos y chicas hippies en bluyín que prendían incienso y escuchaban a Jimi Hendrix, mientras que Waits se dedicaba a hacer bolos nocturnos en el Troubadour, leía a los beatniks y ocupaba una pieza roñosa atiborrada de libros, discos y posters en el Tropicana, un hotelito de mala muerte rodeado de pasto seco, palmeras enanas, tumbonas raídas y una piscina en cuyo interior, como en las historias de Norman Mailer o del mismísimo Chandler, podía aparecer flotando a la madrugada un cadáver hinchado por la heroína.

    Las hippies elegantes de Laurel Canyon, de las que Joni Mitchell era el mejor ejemplo, a Waits no le interesaban. Prefería a las chicas bajitas con tetas grandes y dientes picados, como Rickie Lee Jones, con quien intercambiaban naranjazos en una esquina o se recostaban borrachos sobre el capó de un Cadillac, a tararear una melodía desafinada bajo la luz de la luna. Eran inseparables, pero tuvieron que distanciarse el día que entre los dos no pudieron más con la coca, el bourbon, las jeringas.

    Una noche en la que trataron de expulsar de un bar a un par de músicos negros, Tom Waits tomó al dueño por la solapa y le gritó: “¿Qué crees que haces? Estos tipos son de verdad, no son unos de esos hippies beodos que entonan canciones de Neil Young camino a Big Sur”.

    Él usaba un corbatín y un sombrerito de homeless, se rascaba la cabeza, posaba sistemáticamente para las cámaras con un pucho colgándole de los labios y escribía canciones sentimentales en las que siempre había putas y camareras, marineros y lavaplatos, empleados de gasolineras y algún barrendero que se amanecía limpiando la mugre de la noche anterior.

    Young, en cambio, escribía canciones que como las de James Taylor o David Crosby tenían un aire confesional (por esa época Robert Lowell había sido portada en la Times y la rebelde Anne Sexton acababa de obtener nada menos que el Pulitzer), no ocupaba sombreros, iba de pelo largo y vaqueros, y pasaba horas metido en el estudio controlando los overdubs y mezclando personalmente las pistas.

    Tenía la costumbre de ponerle arreglos de harmónicas y guitarras con mucho slide a la mayoría de sus temas, y probablemente a causa de una epilepsia que lo complicó durante toda la vida (dicen que los ataques Neil los veía venir, por lo que era capaz de tirar la guitarra en medio de los conciertos y correr hacia el auto, en cuyo interior el resto de la banda lo encontraba minutos después retorciéndose a solas), la voz le salió siempre un poco aflautada, tan dulce como su inconfundible pinta de gigantón quebradizo y ensimismado. Era evidente que Waits iba por el lado contrario: rugía con un vozarrón que rompía los vidrios y saturaba los graves, se auxiliaba a veces con un altoparlante y fraseaba con mucho swing, mientras se tambaleaba empapado en alcohol bajo el cono de luz macilenta del escenario. Su universo eran los escritores de Tánger, las autopistas de Wenders, las pinturas de Hopper y las fotografías de Robert Frank.

    Eso explica que por la misma época en la que Young comenzó a grabar uno de sus álbumes más notables (el Harvest, con un James Taylor al que le pasó en Nashville un banjo que no sabía tocar para que lo acompañara en la bellísima “Heart of Gold”), Tom Waits esbozara para la Asylum Records un disco que se titularía precisamente Nighthawks at the Diner. Si había trabajado cambiando ruedas en una vulcanizadora de carretera, si había sido taxista, gásfiter de ocasión, cocinero en una pizzería y repartidor de helados en Chula Vista, no era raro que para su posterior gira del Blue Valentine se mandara a confeccionar un pequeño escenario de cartón piedra que emulaba una gasolinera con surtidores rojos de Súper 76, tres neumáticos pintados encima y un banderín de Mobilgas colgando de un mástil en el desierto.

    Era Gas, el cuadro de Hopper, y aunque un Young cada vez más monosilábico y ligeramente más maduro que él pasaba de estas excentricidades, Waits no paraba de provocarlo para ganar su atención. Una noche en la que de un bar trataron de expulsar a un par de negros que erraban todas las notas por estar muy drogados, Tom Waits tomó al dueño por la solapa y le gritó: “¿Qué crees que haces? Estos tipos son de verdad, no son unos de esos hippies beodos que entonan canciones de Neil Young camino a Big Sur”.

    Las provocaciones se fueron cruzando a tal punto que una noche no les quedó otra que sentarse a la barra de una taberna y confesarse toda la admiración que en realidad se tenían. Después pasaron los años, los dos fueron envejeciendo y volviéndose cada vez más amigos, hasta que una noche le tocó al propio Neil presentar a Waits en el Salón de la Fama del Rock and Roll. “Este cantante increíble, intérprete, actor y compositor, es por lejos el tipo más arriesgado y espiritual que he conocido en mi vida”, dijo Neil Young. Después tomó la palabra Tom Waits: “A diferencia de Neil, dicen que no tengo hits y que es difícil trabajar conmigo, ¡como si eso fuera algo malo!”.

  120. Philip Roth y la soledad

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    Las novelas del escritor estadounidense, fallecido este martes, son gritos que salen a la búsqueda de un eco, arañazos en el aire vacío, ofensas que esperan el golpe de vuelta, personajes neuróticos monologando insomnes sobre sí mismos y los demás. Porque Roth creía en la novela tal y como creyeron Joyce, Flaubert y Beckett, un arte que proveía una experiencia que no era intercambiable, un tipo de conocimiento sobre el sentido de las cosas que no se podía obtener en otro lado.

    por álvaro bisama

    Anoche, cuando supe que había muerto, pensé en la soledad de Philip Roth. Recordé en que dejó de escribir (o publicar) hace casi una década y que Nathan Zuckerman (el más recurrente de sus alter egos ficcionales) desde hace un buen tiempo era alguien que aparecía como una sombra dentro de sus propias novelas, acaso una voz que era una excusa para narrar las historias de otros. Esos otros podían ser un empresario judío cuya hija se lanzaba a una vida revolucionaria hecha de fuego y muerte, un profesor universitario herido de amor que había ocultado su condición racial o un locutor de radio atrapado en el momento exacto de la caza de brujas de McCarthy. Esas novelas de la década del 90 (Pastoral Americana, La mancha humana y Me casé con un comunista) estaban alejadas del escándalo y la neurosis de los 70 y 80, y permitían percibir falsamente a Zuckerman/Roth como meros espectadores de las propias historias que narraban, condenados a una calculada posición lateral dentro de su propio relato, porque justamente lo que importaba era eso: el modo en que se volvían testigos de la tragedia que podía ser la historia contemporánea.

    Avanzaba casi a ciegas hasta estrellarse con una frase o un página que le interesase lo suficiente como para empezar otra vez de cero; un método que implicaba muchas veces hundirse en el vacío mientras se sostenía la propia palabra por pura terquedad, casi como un acto mecánico del que se espera que devenga en iluminación.

    Roth confirmaba que estaba solo ahí. Habían desaparecido la parodia en tanto consuelo y el juego literario como un alivio cómico, y la literatura lo devolvía al horror del envejecimiento del cuerpo y al de la memoria como una trampa. Era la soledad del novelista, la soledad de quien batalla con el sentido de las palabras y las historias y las obsesiones, la soledad de quien fracasa una y otra vez al tratar de contar algo y acumula páginas sin destino hasta ser capaz de descubrir una pequeña luz en ellas.

    Anoto esto porque Roth describía así su modo de trabajo: avanzaba casi a ciegas hasta estrellarse con una frase o un página que le interesase lo suficiente como para empezar otra vez de cero; un método que implicaba muchas veces hundirse en el vacío mientras se sostenía la propia palabra por pura terquedad, casi como un acto mecánico del que se espera que devenga en iluminación. Quizás así era la soledad de Roth, una soledad parecida a la de Josefina, el personaje del último relato que alcanzó a escribir Kafka, esa rata que canta para los otros sin que ellos sepan muy bien qué hacer con su canto porque no pueden discernir si en esas canciones está condensada la historia de las cosas (y la de ellos mismos) o simplemente se trata de un chillido lanzado al vacío. Kafka –tan admirado por Roth por lo demás– no se decide pero sugiere la idea de que una vez que Josefina no esté, cuando no haya nadie cantando, el pueblo de las ratas se sumergirá en el olvido.

    Ese chillido de Josefina quizás define el arte de muchas de las novelas de Roth, que son eso: gritos que salen a la búsqueda de un eco, arañazos en el aire vacío, ofensas que esperan el golpe de vuelta, personajes neuróticos monologando insomnes sobre sí mismos y los demás. Esas novelas cubren nuestros últimos 40 años, pues Roth envejeció con el siglo. Partió como un autor promisorio en Good Bye, Columbus (1959) pero fue El lamento de Portnoy (1969) lo que lo lanzó directo al centro del escándalo literario (hasta Gershom Scholem escribió una diatriba contra él).

    Dos décadas más tarde, las novelas de su Trilogía americana (1997-2000) lo terminaron convirtiendo al final en uno de los últimos sobrevivientes de las letras norteamericanas, uno de esos ancianos venerables que se han retirado del mundo solo para mascar de lejos su rabia contra él. En ese proceso, Zuckerman funcionó como una máscara con la que narró toda esa experiencia, sobre todo en Zuckerman encadenado, que es del 2007 pero abarca cuatro novelas de los 80. En esos libros está contenido el modo en que procesó el odio, la fama, el deseo, la locura, las relaciones con la comunidad judía y el público en general. No había héroes posibles, todo estaba envuelto de basura psíquica y real, de ajustes de cuentas familiares, de culpa y vergüenza, de antisemitismo y machismo paródico y más y más soledad, al punto de que más tarde, en La contravida (1986), una de sus novelas más ambiciosas, sugiere la destrucción absoluta de la identidad del mismo Zuckerman, escindido de nuevo en un montón de vidas paralelas, perdido en el laberinto de su propio ego deformado.

    Las novelas de su Trilogía americana (1997-2000) lo terminaron convirtiendo al final en uno de los últimos sobrevivientes de las letras norteamericanas, uno de esos ancianos venerables que se han retirado del mundo solo para mascar de lejos su rabia contra él.

    Porque Roth creía en la novela tal y como creyeron Joyce, Flaubert y Beckett, un arte único que proveía una experiencia que no era intercambiable, un tipo de conocimiento sobre el sentido de las cosas que no se podía obtener en otro lado. De este modo, si sus estrategias podían ser leídas como posmodernas, su fe en el género tenía algo de decimonónica o modernista: se trataba de un saber profano, capaz de sostenerlo en la oscuridad, algo que atesoraba como un artesano perplejo y secreto. Y quizás aquella reivindicación (de la que habló pero también ejerció de modo obsesivo) es lo que lleva a que lo sigamos leyendo ahora mismo. Roth, sin duda, fue uno de los  maestros terminales de un arte en extinción al que consideraba tan irreductible como complejo, capaz de poner en alerta a sus lectores sobre el sentido de la experiencia que proporcionaba.

    Dos de sus novelas finales dan cuenta de eso. De este modo, si Exit ghost (2007) era un relato tristísimo hecho de puros de reflejos y espectros, donde un escritor anciano se perdía en una ciudad para abrazar la silueta dolorosa de la culpa, acosado por  los rostros perdidos de sus viejas fascinaciones agrietadas, expuestas a la luz implacable del tiempo, La conjura contra América (2004) convertía sus memorias de infancia en Newark en una distopía feroz sobre la llegada del fascismo y la ultraderecha a Estados Unidos en los años previos a la II Guerra Mundial.

    Entre ambos extremos se movían Roth y su literatura. Estaba ahí esa soledad que nos conmovía a algunos de sus lectores: la soledad de quien es testigo de la destrucción de las cosas, la soledad de quien descubre la entropía de la cultura; la soledad de quien ve la propia vida (y la ficción) como caminos que entrañan una porción no pequeña de rabia y dolor, jamás melancolía; la soledad de quien ve a la novela no como una huida sino como un examen exhaustivo de uno mismo, del tiempo y sus fantasmas.

  121. Philip Roth: “El mayor problema al que se enfrenta un escritor es cómo recorrer el camino del inconsciente dentro de los hechos”

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    La noche de ayer, a los 85 años, murió Philip Roth a causa de una insuficiencia cardiaca. Autor de más de 30 libros, desarrolló en ellos complejos estudios de personaje, por medio de los cuales iluminó aspectos de la vida americana y de su historia, del sexo y la comunidad judía, convirtiéndose en uno de los escritores estadounidenses más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

    En Youtube está disponible una entrevista, concedida al editor de The New Yorker, David Remnick, cuando el escritor acababa de cumplir 70 años, en la que recuerda su niñez en Newark, las circunstancias que antecedieron su trilogía americana, como sus puntos de vista en torno a la creación. “El mayor problema al que se enfrenta un escritor es cómo recorrer el camino del inconsciente dentro de los hechos”, dice. “Tienes a Henry James aquí, a James Joyce de este lado y a Ernest Hemingway del otro, pero si los consideramos en conjunto vemos que cada uno de ellos está enfrentando, de manera abismalmente distinta, la misma problemática, pues ese es el problema del escritor y es para mí de lo que se trata la escritura”.

     

     

    También, en español, se puede consultar la conversación que sostuvo en 2011 con el suplemento “Babelia” del diaro El País a propósito de su libro Némesis, donde, entre otros temas, aborda la relación que tuvo con su propia obra y su relectura. “A menudo es doloroso, ves lo que no conseguiste hacer y el lenguaje que usaste puede resultar un poco embarazoso”, admitió. “Uno no siempre está en buenos términos con sus libros del pasado”.

    https://elpais.com/diario/2011/04/23/babelia/1303517535_850215.html

    No muy amigo de las apariciones públicas, su última entrevista, después de largo tiempo sin aparecer en los medios, fue en enero de este año con The New York Times, en la que trata su vida tras su retiro voluntario de las letras. “Leer ha tomado el lugar de escribir, y constituye la mayor parte, el estímulo, de mi vida pensante”, comentaba.

    https://www.nytimes.com/es/2018/01/20/philip-roth-ya-no-escribe-pero-aun-tiene-mucho-que-decir/

  122. Gramsci: la política como guerra de posiciones

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    La primera vez que leí los Escritos políticos tenía 15 años. En ese entonces, Gramsci causaba sospecha entre los socialistas por “leninista”, y entre los comunistas por “espontaneista”. La ultraizquierda, a su vez, lo rechazaba por proponer un amplio frente popular con las fuerzas democráticas. Eran los años 90 y en Chile no había espacio para la heterodoxia. La derrota había calado hondo en las fuerzas populares y el proyecto de la transición comenzaba a tornarse hegemónico.

    De todos modos, la teoría gramsciana comenzó a ser utilizada por algunas organizaciones políticas que proyectaban reimaginar la izquierda chilena. Es que a pesar de los recelos que genera, en este libro se encuentra una estrategia política de largo alcance para la transformación del orden capitalista, que intenta resolver las contradicciones del reformismo socialdemócrata y del insurreccionalismo bolchevique. Gramsci advierte que en sociedades en que intervienen activamente los gremios empresariales, las jerarquías de las iglesias y de las fuerzas armadas, los medios de comunicación de masas, el poder es mucho más que el Estado, el poder está diseminado en una infinidad de trincheras. Ante tamaño dilema, esta obra ofrece una nueva orientación estratégica para la izquierda: pasar del “asalto” o guerra de maniobras, al “asedio” o guerra de posiciones en el campo político.

    Ahora también es un buen momento para releer los Escritos políticos. Su reflexión ha sido uno de los estímulos más poderosos que han producido las clases subalternas para comprender y actuar sin utilizar las anteojeras del poder.

    Liberándose de toda ortodoxia, el Gramsci de los Escritos políticos da un giro radical en la estrategia socialista. Su noción de lucha política se concentra fundamentalmente en alterar las relaciones de fuerza, y no en la toma de instituciones (sea por las urnas o las armas). Este viraje exige complejizar las formas de organización y enfrentamiento en el plano social, político e ideológico; relevar la participación del campo popular, su cultura y sus intelectuales; y redefinir el partido en tanto componente esencial de las clases subalternas (en ese entonces, los obreros, los campesinos, franjas medias y, en general, todos los subyugados) y no como una vanguardia externa. Es decir, Gramsci propone la formación de una voluntad política colectiva, autónoma de las fuerzas dominantes y radicalmente democrática, que sea capaz de construir una nueva sociedad desde el momento mismo en que enfrenta al orden social que quiere transformar (y no después).

    Volví a toparme con los Escritos políticos en un seminario con dirigentes sociales en 2011. Las características de la crisis de la Transición habían cambiado. La hegemonía neoliberal se resquebrajaba, pero se debía combatir el espontaneismo de las organizaciones sociales, consensuar la construcción de un instrumento político autónomo para disputar el poder a las élites y cavar trincheras que permitieran socavar el statu quo. Precisamente, había que aprender de experiencias anteriores: los “temblores de Estado” que generan las revueltas callejeras no son suficientes para transformar un orden social, por injusto que nos parezca. No obstante, del espontaneismo se pasó a la omnipotencia del ataque frontal, sobre la base de la autoridad de caudillos. En adelante el foco ha estado en la “toma de instituciones” por la vía electoral, pero se desdeña la construcción de partidos enraizados en las clases subalternas y la formación de alianzas democráticas. Luego, se naturaliza la política existente como la única posible, se ignora que la verdadera fortaleza del neoliberalismo excede con creces el delicado estado de salud de las fuerzas gobernantes, y que la “toma del Estado”, sin una transformación de las relaciones de fuerza existentes, significa otra forma de derrota.

    Ahora también es un buen momento para releer los Escritos políticos. Su reflexión ha sido uno de los estímulos más poderosos que han producido las clases subalternas para comprender y actuar sin utilizar las anteojeras del poder. En la actual coyuntura política, puede entregarnos elementos para recuperar una estrategia de asedio al neoliberalismo que, mediante la única herramienta con que cuentan los subalternos, la política, se ensanchen los límites de la democracia.

     

    Escritos políticos (1917-1933), Antonio Gramsci, Siglo XXI, 1991, 392 páginas, $20.000.

  123. Proscritos del aire y de la luz

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    Si se considera que pasó a la historia chilena como el escritor que le dio una voz literariamente consistente a los explotados de la minería del carbón, a aquellos hombres que en condiciones infrahumanas trabajaron todas sus vidas de sol a sol –sin verlo, pues lo hacían subterráneamente– para aumentar las riquezas de unos patrones impíos y despóticos que no mostraban, como si fueran maquetas de cartón piedra, asomo alguno de humanidad o consideración, no deja de ser irónico que Baldomero Lillo (1867-1923) fuera sobrino de Eusebio Lillo, autor del himno nacional que habla de Chile como “copia feliz del Edén”, que le dice al país “que o la tumba serás de los libres / o el asilo contra la opresión”. Copia infeliz del infierno, más bien, el Chile que retrató Baldomero Lillo fue el país de los “proscritos del aire y de la luz”, como se lee en su cuento “Juan Fariña”.

     

    *

     

    Aunque hay quien sostiene que quizás llegó al mundo en Lebu, donde nacerían luego Gonzalo Rojas y Elvira Hernández, lo más probable es que Lillo haya nacido en la Lota carbonífera donde se crió y que años después retrataría para la posteridad. Lo cierto es que a los 31 años Baldomero dejó atrás las calles y pulperías de Lota y se fue a Santiago, donde se convertiría rápidamente en escritor, colaborando en periódicos y en la Universidad de Chile, al tiempo que frecuentaba a autores como Federico Gana y Augusto D’Halmar. Pero tuvo una vida corta y apenas dejó, aparte de Subterra y Subsole –sus dos libros publicados en vida–, una veintena de relatos dispersos y un conato de novela inspirado en la matanza de Santa María de Iquique. Mientras su hermano, el también escritor Samuel Lillo, cuyo influjo y vigencia son infinitamente menores, lo sobrevivió 35 años, llegando incluso a obtener el Premio Nacional de Literatura en 1947, Baldomero solo ganó un premio: el del concurso literario de la Revista Católica en 1903. Pero fue un premio clave –se lo dieron por “Juan Fariña”– pues propició la publicación al año siguiente de Subterra.

     

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    Contrario a lo pensado por críticos como Leonidas Morales, las inclusiones enriquecen sustancialmente Subterra, aportándole luminosidad y cortocircuitos que alejan al libro de la literatura de tesis y lo hacen ganar en imprevisibilidad e incluso humor, como el proyectado por los niños Cañuela y Petaca, esas especies de Bouvard y Pecuchet de poca monta que intentan irse de caza con resultados patéticos.

    No cualquier colección de cuentos se deja leer por más de 100 años. ¿Por qué a más de un siglo de su primera publicación se siguen leyendo y editando, estudiando y adaptando al cine y al teatro los cuentos que Baldomero Lillo reunió bajo el título de Subterra (originalmente ocho, y años después ampliada la edición a 13 por el propio autor)? ¿Por qué, pese a la extinción definitiva de ese mundo del carbón y sus alrededores que antes que nadie, y como nadie después, retrató? ¿Por qué, pese a su sobrecarga de adjetivos: una verdadera compulsión calificativa parece poseer con frecuencia a Lillo, que adjetiva muchas veces cada tres o cuatro palabras o bien redundantemente, como cuando califica una llovizna de “fina”? ¿Por qué, si la vida de los hombres que retrata es un mundo de blancos y negros radicales, con víctimas y victimarios con poco o nulo espacio para los matices y los claroscuros? ¿Por qué, pese a la obligatoriedad de la lectura escolar de que es objeto, esa imposición que tanto daña al libro, al autor y a veces a la literatura en general? ¿Por qué, pese a todo esto, Subterra se sostiene, se reedita en colecciones populares y críticas, y se lee y se sigue leyendo? ¿Por qué, en otras palabras, es un clásico? ¿Qué sitúa a estos relatos en el centro del canon cuentístico chileno (que, sin ser como el rioplatense, tiene puntos altísimos, como Juan Emar, María Luisa Bombal, Mauricio Wacquez o Roberto Bolaño)?

    Me parece que hay tres principales motivos, uno social o histórico o cultural en sentido amplio, digamos, y dos netamente literarios: 1) la vigencia travestida y atenuada –pero vigencia al fin– del abuso como eje rector de la chilenidad; 2) la notable sagacidad narrativa del autor y 3) el carácter fundacional de su obra para la literatura chilena.

    La dinámica conjunción de estos tres factores explica suficientemente la centralidad de este libro que, no solamente en sentido literal, muestra a Chile desde abajo.

     

    *

     

    Muchos de los hechos, conductas y modos que Lillo narra siguen operando, aunque actualizados y atemperados, en el Chile contemporáneo. No por nada más de medio siglo después Víctor Jara les dedicaría una de sus mejores canciones justamente a los mineros del carbón, los “caras negras”, aunque lo hizo utilizando, como nunca, un estilo minimalista que está en las antípodas del de Baldomero:

     

    Voy

    Vengo

    Subo

    Bajo

    Todo para qué

    Nada para mí

     

    Minero soy

    A la mina voy

    A la muerte voy

    Minero soy

     

    Abro

    Saco

    Sudo

    Sangro

    Todo pa’l patrón

    Nada pa’l dolor.

     

    Otro caso elocuente, mucho más cercano en el tiempo, sería el de las condiciones en que trabajaban los 33 mineros de la San José que quedaron atrapados bajo tierra el año 2010 (si bien es cierto que hace un siglo nadie habría movido ni un tractor viejo para rescatarlos). Pero donde más clara se ve la actualidad nacional de lo retratado por Lillo es en la perennidad de ciertas figuras como la del hipócrita severo, plasmado por Lillo en ese patrón y alguacil que en “La mano pegada” se desvive por desenmascarar el ardid mendicante de un pobre viejo zarrapastroso para escarmentarlo con palizas públicas, de modo de aleccionar moralmente a la población, todo mientras se solaza por haber logrado colar unas vacas tísicas en una venta de ganado al por mayor.

    En verdad era infrahumano el mundo que desde joven Lillo tan de cerca conoció y que en estos cuentos se dedicó a mostrar con realismo, más que sucio, carbonizado: la minería estaba dominada por patrones y mandos medios canallescos, maximizadores del rendimiento y la productividad que, amparados por una legislación laboral no solo ciega sino derechamente permisiva, ejecutaban relaciones de aprovechamiento sistemáticas, al punto que la mina es personificada en los cuentos como un ser sádico que hace vivir a sus rehenes peor que si estuvieran presos, como se ve a las claras en “La compuerta número 12”, donde la mina es presentada como un “monstruo insaciable que arrancaba del regazo de las madres a los hijos apenas crecidos” y que “no soltaba nunca al que había cogido”. Pero consignar el dolor para la literatura no basta. Se necesita del arte que lo haga comparecer vivamente en la página. Lo que logra Lillo es justamente eso: visibilizar convincentemente; es la suya una literatura que “hace ver” en el sentido en que la poeta y crítica alemana Ingeborg Bachmann entendía dicho efecto: “La tarea del escritor no puede consistir en desmentir el dolor, borrar sus huellas y engañarnos al respecto. Por el contrario, tiene que reconocerlo y devolverlo a la realidad para que podamos ver. Ese dolor secreto nos vuelve sensibles a la experiencia, sobre todo a la de la verdad… Y esto es lo que debería lograr el arte: que abriésemos los ojos en este sentido”. Desafío doblemente difícil, pues se trata de una realidad acartonadamente cruel, casi caricaturesca; Lillo supo darse maña para transmitir vívidamente esa opresión sin límites.

     

    *

     

    Sobre esa base, el primer factor netamente literario que explica la vigencia de Subterra es, por supuesto, la gran destreza narrativa que Lillo alcanza en sus mejores cuentos: el autor perfila personajes con mucho relieve y carácter sin recurrir casi nunca a disquisiciones sicológicas, sino más bien echando mano a escenas, diálogos y gestos elocuentes. Dibuja cuadros del horror y el espanto con trazo firme y sin alargarse ni caer en excesos ni monsergas (salvo uno que otro arranque calificativo); un buen ejemplo de esta prescindencia es cuando narra el suicidio de una madre desesperada que al enterarse de la muerte de su hijo se lanza al vacío de la mina y desaparece. Y entre sus arrebatos líricos, si bien varios son harto relamidos (“las primicias de esos labios más encendidos que un manojo de claveles y más dulces que el panal de miel que elabora en las frondas la abeja silvestre”), Lillo tiene momentos de gran delicadeza visual, como la descripción que en el cuento “El pago” hace, en medio de un ambiente ominoso, de la luz de la luna que atraviesa “con la violencia de un proyectil” los nubarrones de un anochecer oscuro y ventoso.

    Es innegable la pericia alcanzada por Lillo en un puñado de cuentos, como el que ha de ser su texto más famoso, “El Chiflón del Diablo”, donde de alguna manera contiene –y supera– los cuentos que le anteceden en el libro respecto al trabajo minero. Pero sobre todo destaca la habilidad que demuestra en cuentos como “Juan Fariña”, subtitulado “leyenda”, y que es quizá su mejor creación, donde un inolvidable espectro ciego se venga por fin de la ignominia, cosa inaudita en los personajes de Lillo, uniendo mediante un desquiciado ardid el mar con la tierra; es decir, colapsando la mina para siempre. O en “El registro”, donde pasa de la narración en pasado a presente como si nada, para dar cuenta de ese imperecedero flagelo nacional que es la delación, el sapeo. O en “El pozo”, donde el factor cursi (“… por la atmósfera cálida y sofocante resbalaba la acariciadora y rítmica sinfonía de los ósculos fogosos…”) convive con la astucia del autor, que va dosificando impecablemente el fluir de los hechos, permitiéndose incluso un amago de final feliz para darle paso a un muy bien consolidado remate trágico.

    A juzgar por su herencia, la literatura de Baldomero Lillo no solo se mantiene de pie sino que crece, se bifurca y amplía, proyectándose más de un siglo en distintas direcciones, como una barrena que nada ni nadie detiene.

    Sorprende en Lillo la capacidad de estructurar, de la nada (es su primer libro), un conjunto de relatos de manera tan notable, con tanta solidez. Subterra no es una mera recopilación de cuentos con el común denominador temático de la minería, sino un entramado que sabe introducir, ahondar, incluso saturar con un mundo, estableciendo puntos de contacto y delicadas resonancias internas, para luego introducir quiebres notables, como el que marca la irrupción del mencionado cuento “El pozo”, donde el libro literalmente sale a tierra, a tomar sol, cambiando de aire y transitando de la opresión a la vejación y, finalmente, al deseo y la venganza.

    Por todo lo antes dicho, da para pensar el hecho notorio de que Baldomero Lillo en la segunda edición de Subterra (la primera es de 1904; la segunda, de 1917) haya incorporado cinco cuentos (“El registro”, “La barrena”, “Era él solo…”, “La mano pegada” y “Cañuela y Petaca”) que, en general, se salen del eje temático subterráneo, del que en todo caso ya se salían dos de los originales: “Caza mayor” y “El pozo”. Suponerle dejadez o atribuirlo a una mera coyuntura editorial sería subestimar a un autor que apenas publicó dos libros y que, como queda dicho, en este primero que es Subterra lo hizo con especial cuidado por la arquitectura general y las relaciones internas. Además, entre la primera y la segunda edición de Subterra Lillo publicó Subsole, un libro mucho más dúctil para recibir cuentos como “El registro”, “La barrena” o “Cañuela y Petaca” (de hecho, estos dos últimos formaron inicialmente parte de Subsole hasta que el autor los trasladó a la segunda edición de Subterra). A mi parecer, y contrario a lo pensado por críticos como Leonidas Morales, estas inclusiones enriquecen sustancialmente Subterra, aportándole luminosidad y cortocircuitos que alejan al libro de la literatura de tesis y lo hacen ganar en imprevisibilidad e incluso humor, como el proyectado por los niños Cañuela y Petaca, esas especies de Bouvard y Pecuchet de poca monta que intentan irse de caza con resultados patéticos. Y es que, si bien en la obra de Lillo prevalecen atmósferas y emociones duras y rudas (“furia, terror y cansancio” son los sentimientos dominantes, según anota Jaime Concha en el prólogo a la obra completa de Lillo publicada hace una década por Ediciones Universidad Alberto Hurtado), hay un ocasional pero fulminante humor que ensancha el sentido y la vivacidad del libro, aunque hay que decir que es en Subsole donde aparece con más fuerza, especialmente en “Inamible”, ese hilarante cuento carabineril que evoca el cine de Raúl Ruiz o de Cristián Sánchez, del mismo modo en que se viene el recuerdo de la canción “Arriba quemando el sol” de Violeta Parra, cuando al leer “El Chiflón del Diablo” aparece el siguiente pasaje: “La masa humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios”.

     

    *

     

    El tercer elemento que hace que este libro siga titilando en el cielo parcialmente estrellado de la historia narrativa nacional es el estar en la base de una línea literaria que abrió una brecha –una compuerta, cabría decir– por la que habrían de transitar algunas de las voces más sólidas y singulares del país, un arco que incluye desde la novela social en cuyo centro está Nicomedes Guzmán, pasando por la narrativa inteligente y crítica de Manuel Rojas y la colérica y enérgica de Carlos Droguett, hasta llegar al presente, donde, por ejemplo, Pedro Lemebel lo ultra urbanizó y homosexualizó y Marcelo Mellado lo carnavalizó. O sea que, a juzgar por su herencia, la literatura de Baldomero Lillo no solo se mantiene de pie sino que crece, se bifurca y amplía, proyectándose más de un siglo en distintas direcciones, como una barrena que nada ni nadie detiene y que refrenda sobradamente las palabras de quien no solo ha sido uno de sus mejores continuadores, sino también uno de sus lectores más agudos, Carlos Droguett, quien dejó dicho que Baldomero Lillo fue “el que señaló el derrotero y encontró la veta”, siendo sus cuentos “el cimiento, la capa subterránea más profunda desde la que está naciendo lentamente, tal vez demasiado lentamente, la gran literatura chilena”.

     

    Subterra, Baldomero Lillo, Ediciones UDP, 2018, 264 páginas, $9.000.

     

  124. Una farsa mal orquestada

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    Los personajes de Cohen son caricaturas vacías, sin humanidad, y las historias crueles o de supuesto humor negro son farsescas en el peor de los sentidos: farcire, en latín, significa “rellenar”.

    por lorena amaro

    Además de dramaturgo, cineasta, guionista y poeta, Gregory Cohen es autor de tres novelas, aparecidas con un gran desfase temporal: El mercenario ad honorem (1991), El hombre blando (2011) y la reciente El judío y la pornografía, publicada simultáneamente en México y Chile. En lo que va de su trayectoria como novelista, Cohen suele optar por la fórmula del antihéroe, por protagonistas avasallados pero hasta cierto punto resistentes a las ignominias del poder, con mucho de alter ego (ya sea por su oficio, o por su condición de judío-chilenos), también con algo de esperpentos: desde las primeras líneas de El judío y la pornografía nos encontramos con que Kolia Kohan, su protagonista, camina desenfadadamente con un abrigo sin botones, porque antes que andar con algunas hilachas de botones perdidos, opta por arrancarlos todos. El narrador muestra los movimientos erráticos de Kohan; su mundo está hecho de pequeñas intuiciones y sospechas que rayan en la paranoia, pero que se explican por las experiencias sufridas bajo la dictadura de Pinochet.

    Pero la novela de Cohen aborda temas enormes y pierde el norte más de una vez; no se capta del todo su reflexión política, a pesar de sus frases grandilocuentes.

    La narración no deja dudas sobre la identidad Kohan/Cohen, quien a poco andar se reúne con su mejor amigo, el falsificador Kaplan Kaplan, y luego con otros dos personajes: Sosa, converso al judaísmo y experto en simbolismos religiosos, de dudosa importancia en esta historia, e Ingrid, una voluminosa anciana de origen alemán. La reunión tiene lugar en un misterioso departamento ñuñoíno, donde parecen haber sido atraídos por una suerte de trama policíaca.

    El relato alterna tres niveles: breves textos que explican la relación de los judíos con la pornografía (y por qué Dios es un pornógrafo); otros escasos pasajes de Kolia Kohan (desechables) y una narración en tercera persona, la más extensa. Ella da cuenta del encuentro entre estos personajes y las historias que esconden, que abarcan desde la vida de una joven chilota que sorprendentemente estudia un “máster en Matemáticas” en la Universidad de Barcelona en las primeras décadas del siglo pasado, hasta la desaparición de un joven ruso bajo la dictadura chilena, pasando por varias historias de la Segunda Guerra Mundial y una escena ridícula en la que Ingrid, joven, baila una cueca con un militar chileno-ruso al mismo tiempo que tienen una relación sexual. A los 13 capítulos de la novela se suman dos secciones finales, en el mismo tono anterior, “Material desclasificado” y “Material actualmente censurado”.

    En todos estos niveles interviene una y otra vez el mismo, farragoso y efectista narrador. Los personajes son caricaturas vacías, sin humanidad, y las historias crueles o de supuesto humor negro son farsescas en el peor de los sentidos: farcire, en latín, significa “rellenar”. Un relleno que en la antigüedad se producía entre dos tragedias, pero que aquí busca eludir lo trágico o hacerlo tragicómico.

    La historia de Ingrid, hija de un nazi y una mujer judía, abandonada a su suerte en los últimos días del Reich y recogida por un voyerista, podría ser interesante, pero Cohen la desperdicia en pos de la anécdota bizarra.

    El problema de esta novela no es su falta de realismo. Un relato farsesco, estrafalario, esperpéntico, puede ser de gran interés, e instalar una crítica política y social. Pero la novela de Cohen aborda temas enormes y pierde el norte más de una vez; no se capta del todo su reflexión política, a pesar de sus frases grandilocuentes, del tipo: “Todo judío (…) todos forman parte de una conjura” o “Ser judío es un presentimiento”. También son muchas las frases rebuscadas y los chistes sin gusto: “Mientras, seguía subyugada por la punta de ese pene (…) Tanto, que lo consideró un pene buenmozo”.

    Cohen dispersa, sin mayor fineza, la historia de los campos de concentración alemanes y chilenos, y sobre todo lo que ocurrió después de ellos, con un humor más destemplado que negro. La crítica se reduce a una mueca, a una serie de diálogos bastante teatrales, muy propios del absurdo, que en este caso no conducen a reflexiones más hondas.

    El resultado es una novela deshilvanada, en que priman el sinsentido, la adjetivación inútil, la arbitrariedad de algunas imágenes. La historia de Ingrid, hija de un nazi y una mujer judía, abandonada a su suerte en los últimos días del Reich y recogida por un voyerista, podría ser interesante, pero Cohen la desperdicia en pos de la anécdota bizarra. Los subtítulos de la novela son contundentes: “La épica del ano” es tan solo uno de ellos y lo dice todo; lo que busca es negar la épica, ya sea del pueblo judío, de las víctimas de la dictadura, de la búsqueda de venganza o reparación. Y bien que lo logra, contándonos una historia desflecada y desechable.

     

    El judío y la pornografía, Gregory Cohen, Desatanudos, 2017, 219 páginas, $15.500.

  125. Voces y lecturas

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    Los unos y los otros

    En el breve ensayo El erizo y la zorra Isaiah Berlin descuelga sus especulaciones a partir de unos versos del remoto poeta griego Arquíloco: “La zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola e importante”, enigmático contraste poético que le permite atisbar las profundas diferencias entre los seres humanos.

    por matías rivas

    La lectura de las obras de Isaiah Berlin se ha convertido en un requisito obligado para quienes están interesados en el liberalismo. Este hombre de letras, de origen judío ruso, nacido en Letonia en 1909 y que vivió en Inglaterra como célebre profesor de teoría política y social en Oxford hasta su muerte en 1997, es considerado uno de los más influyentes pensadores del siglo XX. Sus biógrafos destacan su capacidad retórica en las aulas y su inmensa erudición rociada de ironía.

    La primera razón para leerlo es su prosa clara y fluida, que le permite al lector discurrir naturalmente entre comentarios, digresiones y citas. La segunda, y quizá más poderosa, es su método indirecto para investigar y exponer ideas. Este se basa en un genial juego de apariencias, que consiste en que el autor nos entrega sus apreciaciones camufladas, como si fueran glosas de las vidas y principios de los pensadores y artistas eminentes de los que se ocupó, entre los que se encuentran Maquiavelo, Marx, Herzen, Vico, De Maistre, Turguénev y Bakunin.

    La primera razón para leerlo es su prosa clara y fluida, que le permite al lector discurrir naturalmente entre comentarios, digresiones y citas. La segunda, y quizá más poderosa, es su método indirecto para investigar y exponer ideas.

    El breve ensayo El erizo y la zorra es una prueba fehaciente de su calidad de clásico. En este texto, dedicado a Tolstói y su perspectiva de la historia, Berlin descuelga sus especulaciones a partir de unos versos del remoto poeta griego Arquíloco: “La zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola e importante”. Este enigmático contraste poético le permite atisbar las profundas diferencias entre los seres humanos. Por una parte estarían las zorras, que son aquellos que viven existencias en las que se superponen diversos intereses y situaciones, inconexos y a veces paradójicos, sin que exista un principio unificador y moral que dé cuenta del supuesto transcurrir histórico. Y, por otra, los erizos, que serían quienes relacionan hasta los mínimos acontecimientos con una visión central, un sistema integrado que ayuda a comprender, sentir y pensar la vida. La primera categoría podría denominarse una visión centrífuga de la existencia, vinculada al escepticismo; en cambio la segunda presenta una visión centrípeta del devenir; en el peor de los casos, fanática. Según el autor, serían zorras Shakespeare, Montaigne, Aristóteles, Balzac y Joyce, y erizos Dante, Platón, Hegel, Nietzsche y Proust.

    Esta distinción no solo le sirve a Berlin para entender las disímiles maneras de asumir la realidad. El ensayo explica que esta dualidad puede residir en un mismo actor, como es el caso de Tolstói, quien fue, cual zorra, el novelista de lo particular y el enemigo de las abstracciones metafísicas; y, al mismo tiempo, un erizo obsesionado con llegar a escrutar las causas finales que explican el desenvolvimiento de los seres humanos en el tiempo.

    Estas formas opuestas de asumir los acontecimientos, Berlin las percibe fusionadas literariamente en la famosa novela Guerra y paz, en la cual las descripciones se alternan con largos pasajes reflexivos, que permiten al ensayista observar, entre otras particularidades, que las zorras son propensas al pluralismo y que los erizos sostienen los ideales y empujan las hazañas, por ejemplo, revolucionarias.

    Es decir, la tipificación de erizos y zorras ayuda también a comprender dos modos de asumir la libertad y los valores. Para Berlin es más leve vivir como erizo, con una verdad inamovible como respaldo ante el dolor. Sin embargo, el instinto persiste en sumergirnos en el desorden fascinante y en la oscuridad de los detalles nimios que se suceden.

  126. Vargas Llosa y su camino al liberalismo

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    En un auditorio con más de 200 personas fue presentado el último libro de Mario Vargas Llosa, el cual además de poseer claros trazos autobiográficos, plantea un diálogo con siete exponentes del pensamiento liberal: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich August von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel, quienes fueron en parte cómplices del cambio de pensamiento del escritor.

    Vargas Llosa da cuenta de cómo la revolución cubana y la prescripción de las ideas de Jean Paul Sartre fueron momentos clave en la evolución de su pensamiento, el cual en su juventud universitaria estuvo muy ligado a las ideas marxistas. “Yo era muy sartreano de joven y a partir de los 60 eso se fue desmoronando. La obra de Sartre es mucho menos importante que en los años de la posguerra en los 50. Era extraordinariamente inteligente, pero al mismo tiempo en su literatura había una frialdad que congela sus historias, las que parecían enteramente construidas con inteligencia y racionalidad”.

    Carlos Peña, quien inició la conversación con un discurso acerca de la trayectoria política e intelectual del autor, realizó un breve repaso de su transformación teórica, asegurando que “comenzó a reemplazar las lecturas de Sartre por las de estos otros autores que recoge este libro, ninguno de los cuales, salvo Ortega, tienen ese brillo literario, la inteligencia portentosa, la capacidad polémica y el arte de tomar una idea y construir un castillo ante los lectores con la velocidad de un prestidigitador que tenía el mandarín francés, Jean Paul Sartre, a quien me atrevo a conjeturar, el escritor que es Vargas Llosa cuando cierra un libro de Hayek, de Revel o de Berlin, por mucho que le interese, debe seguir echando de menos”.

    “El liberalismo dentro de la cultura democrática era probablemente la doctrina que había impulsado las reformas más profundas, las mejores transformaciones”, declaró el premio nobel de literatura.

    ¿Qué había en la revolución cubana y en Sartre que los hicieron tan atractivos pero a la vez obligaron al autor a alejarse de ellos? Al plantear esta interrogante, Peña asume que “lo que había en ellos era justamente aquello de lo que los autores que retrata magníficamente este libro aconsejan huir como de la peste. La creencia de que el destino humano es colectivo y no individual, que lo mejor de nuestra condición se manifiesta cuando imaginamos nuestros esfuerzos no como intento de construir un plan de vida propio e idiosincrásico, sino como una contribución a un destino común”.

    Con ejemplos como la igualdad de oportunidades, la igualdad de géneros o la defensa del medio ambiente, temas que en los siglos XIX y XX no formaban parte de la preocupación pública, hoy en día lo son gracias al impulso y la filosofía liberal. “Comencé a leer a muchos pensadores liberales y quedé seducido por ellos, convencido de que el liberalismo dentro de la cultura democrática, dentro de la cultura de la libertad, era probablemente la doctrina que había impulsado las reformas más profundas, las mejores transformaciones que habían ido enriqueciendo la democracia y promoviendo valores que hoy día son universalmente aceptados”, declaró el premio nobel de literatura.

    “El libro trata de hacer justicia a la injusticia de que han sido víctimas algunos pensadores que aparecen en él. Creo que el caso de Ortega y Gasset es verdaderamente dramático, vivió unas circunstancias realmente dramáticas en la historia España, fue una división entre extremos entre los que él fue incapaz de elegir y simplemente porque no había en él un extremista. En él había un demócrata y un liberal. Aunque no le interesara mucho la economía, creo que ese fue cierto efecto de su generación, tanto en España como en América Latina (…). Pensaban que eran las ideas las que determinaban el movimiento de una sociedad”.

    “El libro trata de mostrar las divergencias que existen entre el liberalismo, precisamente por eso no es una ideología, es más bien una doctrina que parte de algunas convicciones que son un puñado verdaderamente de la defensa de ciertas instituciones, y que en todo lo demás abre el campo a la controversia, a la divergencia, a la polémica”.

    “Si nosotros comparamos la América Latina de nuestros días con la del pasado, sin ninguna duda hay un progreso, que básicamente se traduce en el campo político en la proliferación de imperfectas democracias, en el campo económico en la apertura de mercados”, opinó.

    “Por eso hoy en América Latina hay menos dictaduras, hay más democracias, aunque esas democracias sean todavía muy imperfectas, pero creo que si nosotros comparamos la América Latina de nuestros días con la del pasado, sin ninguna duda hay un progreso, que básicamente se traduce en el campo político en la proliferación de imperfectas democracias, en el campo económico en la apertura de mercados. Hay un entusiasmo o a veces una simple resignación, pero claramente hoy una gran mayoría de los latinoamericanos tiene clarísimo que si un país quiere prosperar, no tiene otro camino que el de abrir mercados, el respetar la propiedad privada, que haya realmente un comercio libre. Insertarse en los mercados mundiales es el camino más rápido que tiene una sociedad para desarrollar su propia economía”.

    El fin del libro según el escritor es “reconocer y dar el crédito debido a una doctrina que en cierta forma ha ganado, no la guerra pero sí la batalla de las ideas, por lo menos provisionalmente, y que en América Latina, a pesar de la enorme hostilidad que ha habido contra ella, ha terminado también por imponerse”.

    Carlos Peña, realizó también una relación entre los siete intelectuales citados y la necesidad de Vargas Llosa en su momento de encontrar una línea de pensamiento que llenara sus inquietudes, junto con referirse a la noción de tribu que el título del libro plantea. “Todos esos autores, que ayudaron a Mario Vargas Llosa en medio de la soledad intelectual en que quedó luego de romper con la revolución cubana, le enseñaron algo que el escritor que él era para sus adentros ya sabía desde siempre: que el individuo no debe rendir sus fines, sus propósitos, o sus sueños a ningún colectivo por más abrigo que este ofrezca. Por más que dejarse llevar por el colectivo aligere el peso de la propia responsabilidad. Y es que la tribu, contra cuya llamada seductora los autores que este libro retrata llaman a estar precavidos, no es solo la experiencia de estar abrigado o mimetizado en otras múltiples vidas humanas, emboscado en ellas, sin estar obligados a salir de cena. La tribu es ante todo una experiencia intelectual, seductora y engañosa, que por la vía de sumir la experiencia humana en el magma que se extiende en el tiempo y en la historia, ofrece consuelo y explicación a los tropiezos y sufrimientos que padecemos en el tiempo presente, por la vía de compensarlos con ese tiempo futuro que se demora en llegar, que se parece a veces a la sociedad sin clases pero también al mercado perfecto, y que los partidarios de la tribu, de derecha y de izquierda, habría que decir, porque tribus hay en ambos lados, aseveran que más allá de toda evidencia, ese momento llegará”, manifestó el rector.

    Para finalizar la presentación, el autor manifestó resumidamente cómo concibe la literatura y la relevancia que a ella le otorga. “La literatura es algo muy importante que no puede prescindir de la libertad para funcionar, para ser realmente creativa, y además, para ir demostrando en la práctica -a través de esa experiencia maravillosa que es la lectura- que la sociedad está mal hecha, que siempre estará mal hecha y seremos capaces de imaginar, inventar y crear sociedades más perfectas de la que tenemos. Creo que esa es la gran contribución de la literatura, que produce un malestar, una inconformidad con el mundo tal como es. Ese espíritu crítico es la gran locomotora del progreso de la civilización”.

     

    La llamada de la tribu, Mario Vargas Llosa, Alfaguara, 2018, 320 páginas, $14.000.

  127. Mayo del 68: un modelo para armar

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    Medio siglo después de la “revolución imaginaria” que hizo tambalear a Francia y Europa durante ocho semanas, cientos de libros –novelas, ensayos, memorias– se han escrito para tratar de dilucidar este evento iconoclasta y multidimensional. Pero así como existe la literatura post-68, también hay una serie de textos que prepararon el camino para la revuelta, la anunciaron o decretaron de antemano su derrota. He aquí una selección de cinco libros precursores y sucesores de Mayo del 68.

    por evelyn erlij

    En 1968, la filosofía tuvo su propia crisis. Mientras en las calles de París se agitaban lienzos en los que se anunciaba una nueva trinidad revolucionaria, “Marx, Mao, Marcuse”, los pensadores de la Escuela de Frankfurt, según cuenta Stuart Jeffries en Gran hotel abismo, se peleaban por escrito: por un lado, el citado Herbert Marcuse celebraba la lucha callejera y miraba la revuelta estudiantil y obrera como un paso loable de la teoría a la práctica; y por otro, Theodor Adorno alegaba que los años 60 no eran tiempos para la “postura fácil” de la acción, sino para el “duro trabajo de pensar”.

    En Francia, la envergadura del movimiento popular forzó a los intelectuales a tomar posición. Foucault, que por entonces vivía en Túnez, miró los hechos con cierta distancia: cuando volvió a París, en noviembre del 68, lo impactó la furia de los discursos, un tono que, según contó en 1975, le recordó la retórica del Partido Comunista “en su período más estalinista”. Barthes, por su parte, celebró la explosión de una “palabra salvaje” que, a través de malabares lingüísticos, engendró frases del tipo “prohibido prohibir” o “sean realistas, pidan lo imposible”.

    Un lema de 1967 atribuido a esta última corriente vaticinó el ímpetu creativo de las revueltas del 68: “No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre sea intercambiada por el riesgo a morir de aburrimiento”.

    Para los conservadores, Mayo del 68 es el origen de los males de estos tiempos –desprecio por la autoridad, crisis del concepto de familia, violencia y terrorismo–, pero más allá de la infinidad de opiniones, lo esencial es que reflejan una memoria conflictiva y multidimensional. De ahí que una buena manera de entender los hechos sea buscar respuestas en textos de ficción, filosofía, memorias y ensayos publicados antes y después de 1968, que permiten armar el puzle de esas ocho semanas que remecieron al mundo.

    El segundo sexo, de Simone de Beauvoir (1949)

    Poco después de 1968, el famoso historiador francés Fernand Braudel salió en defensa de lo que llamó “aquella primavera deslumbrante”: “La revolución del 68 tuvo lugar en la medida en que entró en la moral”, afirmó. No es un legado exclusivo de las revueltas francesas –en Estados Unidos y en otras partes del mundo se vivía también un despertar sexual y una toma de conciencia sobre los derechos de las minorías raciales y de género–, pero en el país de los existencialistas, 20 años antes del estallido, se había publicado un ensayo fundacional para el feminismo occidental: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, un texto que se convirtió, como cuenta la escritora María Moreno, en “el Libro Rojo de la nueva feminidad”.

    El objetivo de Beauvoir no era exigir igualdad constitucional para las mujeres, sino denunciar la desventaja cultural y social. Tomando ideas y conceptos del marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo, la autora propone un análisis radical: la gran derrota histórica de este “segundo sexo”, relegado a un rincón de la Historia, tuvo lugar cuando apareció la propiedad privada y el hombre se convirtió en dueño de los esclavos, de la tierra y también de la mujer. A estas alturas, la tesis del libro es famosa: “No se nace mujer: se llega a serlo”.

    En los años 60, y en particular en la Francia post-68, la desigualdad de género se instaló en la agenda de la izquierda de forma definitiva e imposible de entender sin los aportes de Beauvoir. Mayo del 68 visibilizó y aceleró a nivel local las mutaciones culturales y sociales de los años 60: el cuerpo pasó a ser un territorio político, como dijo luego Foucault, y la libertad sexual fue la forma en que los babyboomers del 68 derrocaron la vieja moral.

    Las reivindicaciones estrictamente feministas comenzaron un par de meses después de las protestas, pero durante las huelgas las mujeres constataron, como se lee en El segundo sexo, que el prestigio viril estaba “muy lejos de haberse borrado”. Según la historiadora Florence Rochefort, las jóvenes eran minoría en las marchas y sus camaradas las seguían viendo en ellas roles serviciales o de compañía. Sin embargo, a la larga el impulso revolucionario tuvo sus efectos, y en los 70 las feministas y los homosexuales se organizaron para combatir un nuevo enemigo: el orden heteropatriarcal.

    Las cosas se adelantó a la derrota de la generación de Mayo del 68 en manos del capitalismo y el consumo: “Millones de hombres lucharon antaño, e incluso luchaban aún, por pan. Jérôme y Sylvie no creían que se pudiera luchar por divanes Chesterfield. Pero, no obstante, hubiera sido la consigna que los habría movilizado más fácilmente”.

    Sylvie Chaperon, otra especialista del tema, explica que Beauvoir contribuyó a redefinir el feminismo de la segunda mitad del siglo XX al politizar las cuestiones privadas y al reclamar la libre expresión de las mujeres, una “revolución de la palabra” que constituyó un eje central de Mayo del 68, según escribe Michel de Certeau en el libro La prise de parole, escrito ese mismo año: una particularidad de la revuelta fue que la palabra fue tomada por jóvenes, mujeres, anónimos; grupos que hasta entonces no tenían autoridad para hacerlo y cuyo gesto fue leído como un desacato a la autoridad y a la jerarquía. De ahí nace su imagen idílica: Mayo, ante todo, fue un grito colectivo de libertad.

    Las cosas, de Georges Perec (1965)

    Los años 60 fueron tiempos de cambio, y mientras Barthes, Derrida o Kristeva revolucionaban las formas de entender y analizar los textos –su escritura, lectura y formas de producción–, la literatura vivía su propio remezón: se hablaba de la muerte del tema, de la crisis del autor y de una rebelión contra las formas clásicas, según Patrick Combes, autor de Mai 68, les écrivains, la littérature (2008). Desde los años 50, varios movimientos literarios derrocaron las viejas normas de la escritura, entre ellos, el nouveau roman, el grupo experimental OuLiPo y los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza. Un lema de 1967 atribuido a esta última corriente vaticinó el ímpetu creativo de las revueltas del 68: “No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre sea intercambiada por el riesgo a morir de aburrimiento”.

    Mayo se convirtió en un tópico literario que más tarde inspiró un sinfín de libros, pero para comprender el malestar social que despertó a las masas, y en particular a los jóvenes, la literatura pre-68 es clarificadora. Las cosas, de Georges Perec, es quizás el retrato sociológico más lúcido de la época y de esa generación que Godard llamó “los hijos de Marx y Coca-Cola”: a través de la historia de Jérôme y Sylvie, una pareja de veinteañeros que trabaja para empresas de publicidad y que se entrega al placer de los objetos, el escritor inmortalizó la naciente sociedad de consumo que comenzaba a atosigar a una juventud sometida a sus aspiraciones materiales y encandilada por los medios de comunicación.

    Las cosasescribió Perec en la novela. De paso, anunció lo que Guy Debord advirtió dos años más tarde en La sociedad del espectáculo, a saber: la vida social había sido colonizada por las mercancías, que ser se convirtió en sinónimo de tener, y que tener devino en parecer.

     

    Daniel Cohn-Bendit frente a La Sorbona. Autor de Forget 68.

     

    El Anti-Edipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1972)

    En los años 60 circularon, dialogaron y convivieron una multiplicidad de ideas y corrientes filosóficas dedicadas a desentrañar el poder, el lenguaje, el marxismo o la psicología, por mencionar algunas áreas, y en ese panorama, un universo de pensadores heterogéneos se dedicaron a modificar el paisaje intelectual: Althusser, Barthes, Foucault, Lacan y Derrida, entre otros, abrieron las mentes de los estudiantes y desataron debates sulfurosos en seminarios abiertos y en aulas universitarias.

    La imagen de esta revuelta popular masiva persiguió a Deleuze en los años venideros y lo llevó a articular una fórmula que se volvió famosa a la hora de hablar del tema: “¿Qué es Mayo del 68? Un devenir revolucionario sin futuro de revolución”.

    Gilles Deleuze fue uno de los filósofos que más cuestionó el impulso creador con el que las masas buscaron instalar una nueva subjetividad durante Mayo del 68. La revuelta popular, sumada a sus lecturas de Foucault y a sus discusiones con Félix Guattari, lo llevaron a centrar su interés en lo estrictamente político, un giro en su obra que lo hizo volcarse al análisis del capitalismo, como quedó de manifiesto en dos de sus obras esenciales, coescritas junto a Guattari: El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980). En ellas, pusieron en marcha una premisa que Deleuze describió así en su libro Conservaciones (1990): “No creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo y su evolución”.

    Para Deleuze y Guattari, la explosión social del 68 y su consecuente desestabilización pasajera del orden establecido dejó a la vista una idea que desarrollaron en El Anti-Edipo: que la catexis de deseo revolucionaria (es decir, la energía psíquica de la revolución) es capaz de minar al capitalismo. “¿De dónde vendrá la revolución y bajo qué forma en las masas explotadas? Es como la muerte: ¿dónde, cuándo? Un flujo descodificado, desterritorializado, que mana demasiado lejos, que corta demasiado fino, escapando a la axiomática del capitalismo. ¿Un Castro, un árabe, un pantera negra, un chino en el horizonte? ¿Un Mayo del 68, un maoísta del interior? (…) ¿de dónde vendrá la nueva irrupción de deseo?”.

    La imagen de esta revuelta popular masiva persiguió a Deleuze en los años venideros y lo llevó a articular una fórmula que se volvió famosa a la hora de hablar del tema: “¿Qué es Mayo del 68? Un devenir revolucionario sin futuro de revolución”, o como dice el historiador Boris Gobille, un acto simbólico que engendró un “sentido de lo posible”: el capitalismo, que siempre había parecido inamovible, se mostró durante dos meses como un sistema vulnerable.

    Los jóvenes habían accedido como nunca a la educación superior, y si en 1958 había 150 mil estudiantes universitarios, en 1968 eran 500 mil.

    Pero esa interrupción fugaz y simbólica de la continuidad histórica desde la micropolítica –Deleuze y Guattari hablan de Mayo del 68 como un movimiento “molecular” en Mil mesetas– también significó que los poderes perdieran el miedo a la energía revolucionaria, ya que el fracaso de la revuelta demostró una “impotencia radical” para crear un nuevo orden político, como lo plantearon en su ensayo Mai 68 n’a pas eu lieu (1984), cuyo título (Mayo del 68 no tuvo lugar) prueba la distancia que ambos tomaron en los años posteriores frente al suceso.

    Forget 68, de Daniel Cohn-Bendit (2008)

    No hay fenómeno colectivo, por más revolucionario que sea, que no tenga un portavoz, un personaje carismático o una estrella mediática, y en el caso de Mayo del 68 el elegido fue Daniel Cohn-Bendit, un veinteañero franco-alemán conocido como Dany El Rojo, uno de los rostros principales de la revuelta. Convertido hoy en un célebre y exitoso euro-diputado de la bancada ecologista, este ex anarquista es de los pocos rebeldes que siguieron situados a la izquierda, y aunque su discurso se suavizó con el tiempo, su imagen sigue vinculada a las barricadas de 1968.

    En 2008, cuando se cumplieron 40 años de los hechos, publicó Forget 68, un libro en el que criticó el hito que lo hizo famoso: “Olvídenlo: el 68 se acabó, está enterrado bajo el pavimento, incluso si ese pavimento hizo historia y gatilló un cambio radical en nuestras sociedades”, escribe ahí, y alega que hoy no tiene sentido santificar la rebelión francesa en un mundo tan distinto al de entonces. Mayo, dice, fue el primer movimiento de revuelta global transmitido en vivo por la radio y la televisión, y su  fama mediática fue tal, que hasta Sartre lo entrevistó para Le Nouvel Observateur.

    Su análisis lo llevó a crear la noción de “izquierdismo cultural”, con el que definió el afán de la izquierda post-68 por abandonar la cuestión social y abrazar la idea del cambio en las mentalidades y la moral.

    El libro –que no fue ni el primero ni el último en el que abordó el tema– funciona en dos niveles: micro y macro historia se funden en recuerdos personales y análisis de los hechos, bordados más con un espíritu crítico que con nostalgia. Mayo fue un fracaso político innegable, símbolo del fin de los mitos revolucionarios, dice, pero también fue un acelerador de la Historia, un temblor que remeció los conceptos de sociedad, moral y Estado.

    La France d’hier, de Jean-Pierre Le Goff (2018)

    En 1968, Francia vivía un período de fuerte crecimiento económico conocido como los “Treinta años gloriosos” (1945-1975), pero existía la sensación de que el fenómeno no había beneficiado a toda la sociedad. Ese descontento social fue una de las causas de Mayo del 68, pero los factores fueron múltiples: los jóvenes, por ejemplo, habían accedido como nunca a la educación superior, y si en 1958 había 150 mil estudiantes universitarios, en 1968 eran 500 mil. El libro La France d’hier. Récit d’un monde adolescent. Des annés 1950 à Mai 68, publicado este año por el sociólogo Jean-Pierre Le Goff (1949), es un relato sobre la Francia que antecedió a los hechos, algo así como un ejercicio de “ego-historia” en el que, como en el caso de Cohn-Bendit, las vivencias personales –en este caso, de un estudiante de provincia– sirven para trazar un retrato histórico y sociológico de la época que engendró este movimiento que, a ojos del autor, tiene más sombras que luces.

    Le Goff, antiguo anarco-situacionista reconvertido en maoísta durante las protestas, desde hace dos décadas es uno de los principales desmitificadores de Mayo del 68. Su análisis lo llevó a crear la noción de “izquierdismo cultural”, con el que definió el afán de la izquierda post-68 por abandonar la cuestión social y abrazar la idea del cambio en las mentalidades y la moral. Según dice, la historia de las revueltas ha sido contada principalmente por los vencedores, “sesentayochistas reconvertidos” que se jactaban de su aporte a la modernización de la sociedad y que omitían el lado oscuro del asunto, desde las fracturas entre trotskistas, maoístas –y otras corrientes ideológicas– hasta el nihilismo radical del movimiento. El autor apunta los dardos hacia la autocelebración de los que se creyeron “héroes de los nuevos tiempos” y la idea de Mayo como un mito fundador de los tiempos que corren.

     

    El segundo sexo, Simone De Beauvoir, Debolsillo, 2007, 728 páginas, $9.000.

     

    Las cosas, Georges Perec, Anagrama, 2006, 158 páginas, $21.500.

     

    El Anti-Edipo, Gilles Deleuze y Félix Guattari, Paidós, 2005, 428 páginas, $24.000.

     

    Forget 68, Daniel Cohn-Bendit, Nouvelles éditions de l’Aube, 2018, 135 páginas, 14€.

     

    La France d’hier, Jean-Pierre Le Golff, Stock, 288 páginas, 22€.

  128. Los archivos más valiosos de Alicia Vega

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    En 2015 la profesora e investigadora dio por finalizados sus talleres de cine para niños que se realizaron durante 30 años en diversas poblaciones del país. Desde entonces se ha dedicado a recopilar y organizar los archivos de los más de 35 talleres, los que hoy pueden ser vistos en Galería Macchina de la Universidad Católica.

    por manuela yáñez

    En la galería de arte contemporáneo de la UC, se está llevando a cabo la muestra “30 años del taller de cine para niños (1985-2015)” que exhibe el trabajo realizado por los alumnos de la profesora Alicia Vega. El taller, que comenzó como un proyecto independiente y privado el año 1985, tenía por objetivo acercar el mundo del cine a niños de diversos sectores marginales de la capital y de regiones. Allí aprendían desde cómo funciona el movimiento en la imagen cinematográfica hasta cómo crear una trama. Para esto se implementó un programa que incluía trabajos manuales, juegos, visionado de películas, ejercicios creativos, todo con un enfoque al trabajo comunitario. “Me pareció que el cine era un campo muy propicio para que ellos no solo recibieran un aporte cultural, sino que también de llenar vacíos que en esa época eran muy duros para ellos”, señala Alicia Vega.

    La exhibición es un archivo histórico que, recopilado por la académica, busca dar cuenta de un trabajo silencioso pero exhaustivo, en el cual los niños no solo conocieron el mundo del cine, sino que también lograron generar instancias de convivencia que estimulaban el trabajo en equipo.

    “Acá hay una presentación del trabajo de los niños que se ha hecho durante todos estos talleres. Hay mesones que están destinados al juego, que si viene un niño o un adulto y quiere activar el zootropo lo puede hacer, si quiere ver una película de celuloide la puede mirar al trasluz -y ver como era antes-, y si quiere activar un traumatropo, también lo puede hacer”, cuenta la profesora.

     

     

    A través de un método de alta estimulación creativa, Vega invitó a los niños a trabajar de manera gratuita y por tiempo definido en sus dinámicas de aprendizaje, las que tenían dos modalidades: la versión de verano con un mes de duración, donde los alumnos acudían diariamente y el taller de seis meses, el cual se realizaba una vez por semana.

    ”Lo que nosotros transmitimos a través del taller de cine, junto con el equipo de monitores, es un rigor para trabajar, es tener una meta clara, es poder entusiasmar a los niños con un proyecto que a ellos les importe”, agrega, haciendo hincapié en la condición de vulnerabilidad y en el restringido acceso a la cultura por parte de aquellos niños y niñas.

    La exposición se encuentra abierta al público de martes a sábado, de 12 a 19 horas, en el Campus Oriente (Jaime Guzmán Errázuriz 3300, Providencia). Entrada gratuita.

    Como parte de las actividades, el día martes 15 de mayo, a las 16.00 horas, en el Cine UC (Alameda 390), se proyectará la película Cien niños esperando un tren, de Ignacio Agüero.

    A pesar de haber concluido los talleres, Alicia se ha preocupado de crear una instancia para darle continuidad al proyecto comunitario y de educación artística. “Con Ignacio Agüero, director del documental Cien niños esperando un tren, pensamos en crear una fundación que llevara mi nombre y que pudiera a través de ella, entregar toda la experiencia que se ha acumulado en estos años de trabajo en distintas poblaciones de Santiago y de sectores rurales”, declara. Es precisamente a través de la Fundación Alicia Vega que surgió la iniciativa de crear esta muestra.

    Consultada por las nuevas herramientas que proporciona la tecnología en el proceso educativo, Vega le otorga un importante rol debido a la facilidad de acceso a películas y contenido multimedia, “todo el cine está dispuesto para que uno lo pueda ver, y eso es maravilloso”. Sin embargo, también rescata el hecho de que “no hay que perder de vista tampoco la magia que procura el trabajar en los talleres con sus propias manos, y esa es una de las alegrías que les hemos dado a los niños durante estos años. Es una de las bases que a mí me llena, el haber contribuido a que los niños fueran descubriendo por sí mismos las maravillas que hace el movimiento en la imagen”, finaliza.

  129. El maestro Rivano, sonrisa del desencanto

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    No hay más sabiduría que bastarse con lo que hay, vienen a decir, cada uno a su modo, Diógenes, el Eclesiastés y Montaigne. Consejo de doble filo que ya hemos escuchado en boca de tiranos y tacaños, pero que en este caso no pretende abusar de nuestra ingenuidad sino liberarnos de ella. Notificarnos del ridículo que hacemos al correr detrás de ilusiones que no son cosa de este mundo (la verdad, la felicidad, la permanencia), como quien intenta dar caza al viento. Apenas somos bestias que Dios agita en su mano antes de arrojarlas al polvo del cual las recogió, descubre Koheleth, el autor del Eclesiastés. Ningún filósofo es tan libre como una rata que duerme al descampado, acusa Diógenes en la Atenas de Platón. El hombre, incapaz de crear una pulga, ha decidido que puede crear a los dioses, se ríe el católico Montaigne. Juan Rivano, como ellos, encuentra el placer del conocimiento en liberarse del “laberinto de naderías”, por el cual confiesa haber peregrinado.

    Legendario profesor de filosofía en la Universidad de Chile de los años 50 y 60, el “maestro Rivano” quedó expuesto al olvido por los efectos del exilio y, según algunos, del rol crítico que ejerció al interior del campus en los años previos a la dictadura. Ateo y materialista, matemático de formación, creía en una filosofía llana, de claustro y de café, pero lejos de la retórica y más interesada en poner a prueba las ilusiones que en exaltarlas. Se resistió a que la universidad fuera instrumentalizada por los partidos de la Unidad Popular y, a esas alturas, había tomado cierta distancia del marxismo doctrinario que profesó en los 60, para acercarse, por ejemplo, a las ideas de McLuhan. La DINA lo detuvo en 1975 y después de un año de prisión pudo exiliarse en Suecia, donde vivió y escribió hasta su muerte.

    Las ideas de Rivano son apuntes de lecturas, ocurrencias al paso que dejan un hilo suelto por aquí y lo retoman más allá, como formando círculos en cuyo centro prefiere no encallar.

    El Eclesiastés, Diógenes, Montaigne se lee como la bitácora de un descreído que navega sin rumbo fijo junto a sus mejores amigos, embriagado con ellos de un liviano desencanto. Las ideas de Rivano son apuntes de lecturas, ocurrencias al paso que dejan un hilo suelto por aquí y lo retoman más allá, como formando círculos en cuyo centro prefiere no encallar. Es indudable que quisiera hablar de sí mismo cuando caracteriza de este modo a Montaigne: “Siempre charlando de cosas que interesan, siempre tratándolas como al pasar porque no es para tanto, va y viene con sus autores queridos sin soltarlos ni por nada. Haciendo maravillas de lo pequeño, ironías de lo grande”. Sumemos a esto una imaginación que no pierde ocasión de divagar. Cualquier escena de Diógenes en Atenas le sirve a Rivano para pintar un cuadro que él le habría encargado a Tiziano. Mejor, a Bosch. O bien se figura a Koheleth como un joven que “habiendo reducido al absurdo toda escolaridad, tira lejos sus lápices y tablillas y dice ¡adiós! a gritos y se va de danza y jolgorio por las terrazas y bajo los parrones de Jerusalén”.

    Al Eclesiastés, libro escéptico y hedonista que alguien coló en la Biblia con el falso pretexto de que lo había escrito el rey Salomón, le debemos el proverbio “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, que anuncia una noticia buena y otra mala. La mala es que a todos, sabios y necios, héroes y villanos, nos esperan el mismo polvo y olvido: la vida no tiene propósito. La buena es que, siendo así, no nos queda más que disfrutarla.

    Otras palabras de Koheleth: “Sigue los impulsos de tu corazón y los deseos de tus ojos”.

    Y: “No seas pues demasiado justo, ni sabio con exceso, ¿por qué destruirte?”.

    No por nada hay quienes dicen que los fariseos inventaron la inmortalidad del alma para cerrar la caja de Pandora que había abierto el Eclesiastés. Y Rivano se deleita mostrando cómo Koheleth, para colmo del sinsentido, abunda en contradicciones que vuelven estéril la exégesis de su libro, pues sobre cada asunto que toca es posible desprender la contraria: “Constata, juzga, lamenta los antagonismos, pero no busca reducirlos a una armonía”.

    Montaigne pone paños fríos a la euforia renacentista, al mostrar que todo juicio se origina en la posición del observador, que la razón desvaría apenas cierra los ojos, que el intento de “establecer algo nuevo y grande” suele tener mal pronóstico.

    Si Koheleth renuncia a mortificarse en vano, Diógenes el Perro renuncia a todo para que nada pueda mortificarlo. Rivano, aquí filósofo y guionista, emprende un fantástico recorrido por el anecdotario callejero que reveló su doctrina. Lo considera “un Sócrates práctico”, que en vez de razonar hasta el infinito toma el camino corto a la autarquía: la pobreza extrema de quien ha reducido sus necesidades a las vitales. Esta radicalidad lo desdobla en dos Diógenes que parecen oponerse: el asceta que vive en un tonel, fino teórico que refuta las ilusiones de Platón y merece “el desprecio admirado” de los doctos, y el licencioso que se masturba en público porque ahí mismo le dieron ganas, que desprecia a los viandantes y les escupe sus vanidades a la cara, a veces literalmente.

    Con todo, “hay un solo Diógenes”, va a argumentar el autor, que defiende a su amigo hasta el final y lo acompaña hasta que su cadáver es devorado por los perros, escena que recrea en una estampa memorable.

    La debilidad de Rivano por el pensamiento irreductible a un principio único (y hablamos de un eminente profesor de lógica) lo lleva a establecer casi un pacto de sangre con Michel de Montaigne (1533-1592), el aristócrata que, para desintoxicarse de su exquisita formación humanista, se encerró los últimos 20 años de su vida a escribir los Ensayos. “Enciclopedia sobre la nadidad de todo”, les llama Rivano. Su propio ensayo sobre Montaigne, de lenta entrada en calor, poco a poco desentraña el drama de un relativismo incurable, resultado de décadas de aguda observación. Lo más terrible en una cultura (matar al padre y comérselo, por ejemplo) puede ser testimonio de piedad en otra, y hasta el más piadoso de los hombres sabe lo que es gozar del sufrimiento ajeno.

    Montaigne pone paños fríos a la euforia renacentista, al mostrar que todo juicio se origina en la posición del observador, que la razón desvaría apenas cierra los ojos, que el intento de “establecer algo nuevo y grande” suele tener mal pronóstico. Para Rivano, hombre de izquierda, eso significa revolución, y con todo el siglo XX detrás no puede más que conceder el punto. Más aún, declara que “dan ganas de palmotearlo y tomarse un trago con él” cuando Montaigne se burla de los juicios obstinados.

    Los tres protagonistas de este libro quieren retornar desde el deseo artificial (pompa, riqueza, palabrería) a la necesidad natural (frugalidad, modestia, sabiduría). Los tres, sin embargo, necesitan lo espurio de la cultura para encontrar lo genuino de la naturaleza, y ahí es donde el círculo se niega a cerrar.

    Los tres protagonistas de este libro quieren retornar desde el deseo artificial (pompa, riqueza, palabrería) a la necesidad natural (frugalidad, modestia, sabiduría). Los tres, sin embargo, necesitan lo espurio de la cultura para encontrar lo genuino de la naturaleza, y ahí es donde el círculo se niega a cerrar. Montaigne, por ejemplo, se explica la sabiduría de los campesinos por su ignorancia de cuanto aturde a los letrados. Y la felicidad de Diógenes es satisfacerse con las sobras de los demás, para lo cual requiere que produzcan en exceso.

    Hay escritores que “renuevan nuestras convicciones simplemente detallando los absurdos que las contrastan”, sostiene Rivano. Pero también admite que la pura negación suele engendrar su propio dogma, y que el encierro de Platón en las ideas produce el mismo efecto que el de Diógenes en lo sensible: “Las cosas terminan por desvanecerse”.

    Famosa es la respuesta que recibió Alejandro Magno el día que instó a Diógenes a pedirle lo que quisiera: “Que te corras, porque me estás tapando el sol”. Rivano se detiene en el comentario, no menos sugerente, que el ofendido rey habría hecho a continuación: “Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes”. De modo que Diógenes lo desprecia por su sed de grandeza, pero él, por la misma razón, admira la grandeza de Diógenes. Paradojas de la sabiduría que fascinan a Rivano. Tras la muerte de Diógenes, cuya causa aún se investiga (unos dijeron que se comió un pulpo vivo, otros que un perro lo hizo caer de un caballo, los más leales que decidió dejar de respirar), sus seguidores le dedicaron esta inscripción: “Supiste demostrar a los mortales cómo bastarse a sí mismo y vivir simplemente”. No tan simplemente: para bastarse a sí mismo, vivió dedicado a demostrar. Y para seguirle el juego, lo entendimos al revés: subordinamos el mundo sensible al idealismo de Platón, pero nos cuadramos con Diógenes cuando nos ponemos idealistas.

     

    El Eclesiastés, Diógenes, Montaigne, Juan Rivano, Ediciones Tácitas, 2018, 361 páginas, $23.000.

  130. Léonora Miano: “La actividad intelectual de África es milenaria”

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    La premiada novelista camerunesa radicada en Francia se refiere en esta entrevista al rol de África en la formación intelectual de Europa durante la Antigüedad y, respecto del drama de los migrantes, asegura: “África subsahariana es una fabricación europea. Quiero decir que Europa la recortó en 1885 y se la apropió para su bienestar en la Conferencia de Berlín, sin consultar a los pueblos subsaharianos. Desde entonces ella es una pieza esencial de la industrialización, de la prosperidad europeo-occidental”.

    por ana pizarro

    Nacida en Camerún en 1973 y residente en Francia desde hace 26 años, la novelista Léonora Miano ha obtenido recientemente una gran cantidad de premios literarios, entre los que se cuentan el Femina, el Goncourt des Jeunes y el Grand Prix du Roman Áfricain. Desde El interior de la noche fue considerada como una revelación y comenzó, a través de una producción voluminosa, a integrar en el público los imaginarios de África de un modo logrado. En sus páginas, la narración novelística propiamente tal se conjuga con los temas identitarios, los discursos de mujeres, la peripecia de la inmigración y la compleja relación con Occidente, tanto en el plano simbólico como político y económico.

    La novela La estación de la sombra (La saison de l’ombre, 2013) tiene que ver con la trata de esclavos y está escrita desde una perspectiva inédita, y con una prosa deslumbrante: luego de un incendio sin causa aparente, desaparecen 10 muchachos en una aldea y el relato se centra en las madres y parejas que los buscan. Se hablará entonces con un ritmo recurrente de “aquellas cuyos hijos no han sido encontrados”, como leit motiv del texto que a cada mención va pesando más en el lector. Una nube negra se cierne sobre la casa en que se las encierra como ritual de purificación, para que no contaminen con su dolor al clan: “La sombra es la forma que toma el silencio”, se lee a modo de explicación.

    En Crepúsculo del tormento (Crèpuscule du tourment, 2016), la palabra la tienen cuatro mujeres que hablan a un mismo hombre, divagando sobre su existencia erótica y sus identidades marcadas por una formación disciplinadora. Es una novela coral, de escritura elaborada y alcance mayor.

    Como en el caso latinoamericano, lo que se puede llamar “literatura” africana no responde solo en parte a los cánones occidentales. Se trata de una historia cuya densidad está formada por un conjunto de sistemas literarios traspasados por el estigma colonial: hay una literatura oral mucho más antigua que la europea, marcada por la densidad histórica de esas culturas, tanto en el mundo árabe como en el área subsahariana, y de literaturas escritas en lenguas europeas atravesadas por procesos de transculturación complejos. Hoy llegan hasta nosotros en francés, inglés, portugués o español. Llegan en lenguas europeas subvertidas por el universo mítico e histórico de sus culturas originarias. Hoy se hacen escuchar en el centro y entregan el impulso vitalizante de las periferias, reconocido por Occidente en el caso de Wole Soyinka y su premio Nobel. Si queremos comprender qué sucede en estos universos, a la vez lejanos y próximos, vale la pena leer esta literatura que nos llega y que ya comienza a ser valorada en su justa dimensión.

     

    —África ha conocido un impulso importante en su mundo intelectual, evidente a nivel internacional a partir de la descolonización. ¿Qué piensa usted del desarrollo actual de la literatura africana?

    La actividad intelectual de África es milenaria. En especial ella nutrió a los pensadores de la Grecia antigua, quienes se instruyeron en Egipto. Y la civilización egipcia de la época era absolutamente africana. Más allá de este espacio, el continente africano ha producido numerosas formas de escritura y de conocimiento en muchos campos. Es por desconocimiento que se percibe como inexistente o reciente este rico patrimonio, ya que la imagen de África, para todos, se construye a partir de las conquistas europeas de los siglos XV y XVI. Sin embargo, es a África que el mundo debe el nacimiento del género humano y, por ende, del pensamiento. Basta con aproximarse con un poco de seriedad al tema para darse cuenta. El período colonial no marca el acta de nacimiento de África. Para mí, está sobre todo la literatura, y en la literatura el universo de los autores. Si se entiende por literatura africana a la novela, tal como ha sido producida por los autores subsaharianos, esta es una forma nueva para nosotros.

    “Es por desconocimiento que se percibe como inexistente o reciente este rico patrimonio, ya que la imagen de África, para todos, se construye a partir de las conquistas europeas de los siglos XV y XVI. Sin embargo, es a África que el mundo debe el nacimiento del género humano y, por ende, del pensamiento”.

     

    —¿Por qué es un género nuevo?

    La novela es un formato europeo; los demás espacios culturales del mundo han tenido siempre modos diferentes de contar historias. En el continente africano, el más antiguo y el más vasto del planeta, nosotros contamos historias desde tiempos inmemoriales y de acuerdo a diferentes modalidades. Hablar de surgimiento de la literatura subsahariana a partir de la descolonización, es arrimar la expresión literaria de este espacio a su encuentro con una Europa conquistadora y leer sus avances en relación con esta. En realidad, no se habla de las producciones subsaharianas sino del interés que tienen ahora por regiones de las que antes no se preocupaban mucho. El crecimiento de este interés no se limita solo a la literatura. Pienso que se debe a la importancia que toma el continente africano en las proyecciones que hacen los occidentales y los otros en relación con su propio futuro. La población del continente es joven, crece, y constituye un mercado del que cada uno espera sacar beneficios. Los recursos del continente son abundantes y necesarios para el desarrollo económico, recursos de los que no disponen ellos. Las tierras subsaharianas también atraen envidias. La relación con África, la capacidad de aprovechar sus recursos –humanos y materiales– va a depender también del conocimiento que se tenga de esta región del mundo. Ahora bien, la literatura subsahariana no se percibe como un arte, sino como un instrumento que permite acceder a la intimidad, al pensamiento de las poblaciones que ella describe. También reviste aquello que es diferente, tomando a veces un carácter exótico, y permite a algunos visitar África con la imaginación. Sean de donde sean, a los humanos les despierta curiosidad lo que es diferente, tomando siempre precauciones para no ponerse en peligro. Leer una novela que tenga como telón de fondo África permite explorar desde el sillón de su casa, evitando verse confrontado con los conflictos, las enfermedades o la pobreza, todos esos males que una perspectiva eurocéntrica del mundo considera ser intrínsecos al continente africano. Mi experiencia me ha enseñado que muy poca gente lee estas obras reconociendo allí su propia humanidad.

     

    —¿Cuál es el papel de las mujeres escritoras en este desarrollo? ¿Cuál es su experiencia?

    Ignoro si las mujeres tienen un papel especial que jugar en este campo específico. Ellas ocupan escasamente el primer plano, como en todas partes por lo demás. No creo que deba indicar el valor de mi contribución. Mis textos ponen de relieve figuras subsaharianas y afrodescendientes. Me parece difícil hacer una referencia a ellos para la literatura llamada africana, si por esta última entendemos solo la del continente.

     

    —En sus novelas se percibe la presencia de la lengua y la cultura francesas, al igual que el espesor de la cultura africana. Usted tiene la experiencia, como los escritores de América Latina, de situarse en un campo de entreculturas. ¿Puede transmitirnos su experiencia personal?

    Escribo en francés, pero no escribo francés, ello no me sería posible. Mis libros están publicados en Francia, pero pocos franceses encuentran allí su visión de la novela y no se ven inmediatamente reflejados. La mayoría estaría sorprendido de escuchar que se encuentra allí su cultura. Eso depende de los textos y de lo que yo tengo que decir allí. La estación de la sombra, por ejemplo, es una novela subsahariana escrita en francés. Escrita según la visión de mundo de sus personajes, ella destaca una sensibilidad subsahariana precolonial. Hoy no me percibo como una autora que oscila entre dos culturas, sino como una que habita una, la mía, que es mixta como lo son todas hoy. Subsaharianos y europeos del oeste, sobre todo en países como Francia, han penetrado profundamente en su carne unos con otros, sea cual sea el modo como esto se ha producido. Europa tiene todavía que descolonizar su imaginario y su palabra, con el fin de valorizar el modo como ella se ha modificado en su encuentro con África. Por nuestro lado, tenemos menos complejos. Mi literatura es sobre todo una expresión de esta ausencia de complejos. Ella no disimula ni teme a ninguno de sus compuestos.

    “La relación con África, la capacidad de aprovechar sus recursos –humanos y materiales– va a depender también del conocimiento que se tenga de esta región del mundo. Ahora bien, la literatura subsahariana no se percibe como un arte, sino como un instrumento que permite acceder a la intimidad, al pensamiento de las poblaciones que ella describe”.

     

    —Usted ha utilizado el término “afropeo” (afropéen). ¿Puede explicar al público chileno su significación?

    Antes de responder debo precisar que este término no se aplica a mí. Se llama afropea la etnicidad de las personas que han nacido o crecido en Europa, pero que tienen lazos subsaharianos marcados en distintos grados. Los afropeos constituyen una categoría de la familia afrodescendiente, aquella en la que Europa es el espacio de referencia. La importancia de esta denominación reside en la necesidad de hacer patente la experiencia de las personas concernidas. Un afropeo no es un afroamericano ni un africano en sentido estricto. Los estudios afrodiaspóricos deben dar un espacio a estos grupos humanos, lo que comienza por nombrarlos convenientemente. Desde mi punto de vista, el término afropeo vehicula una utopía difícil aún de actualizar en un mundo en donde, como se ve, el racismo no baja la guardia. Abarcar en un mismo movimiento todas esas pertenencias y abolir las posturas nacionalistas no es algo fácil. Sin embargo, eso constituye la originalidad de la propuesta afropea.

     

    —Residiendo en Francia hace 30 años, pero habiendo nacido en Camerún, ¿cómo ve actualmente el fenómeno de las migraciones subsaharianas?

    Vivo en Francia desde el año 1991. Aún no hace 30 años… La cuestión migratoria tal como es vivida por los subsaharianos habla de la manera como el continente se ha desestructurado desde el período de la Deportación Transatlántica hasta la era actual. Esto expone también el drama de poblaciones cuya estima ha sido destruida y que han aprendido a considerar que su continente no vale mucho. Muchos países subsaharianos están gobernados por individuos que roban los bienes del Estado para invertir en Occidente las sumas de las que se apropian. En tales condiciones uno no vería por qué los subsaharianos, sabiendo que su fortuna está en Occidente, no se irían para allá. En el fondo, están en su lugar. Ya han pagado para ello. El África subsahariana, tal como la conocemos hoy, es una fabricación europea. Quiero decir con esto que Europa la recortó en 1885 y la apropió para su bienestar en la Conferencia de Berlín, sin consultar a los pueblos subsaharianos. Desde entonces ella es una pieza esencial de la industrialización, de la prosperidad europeo-occidental.

     

    —¿Se detendrán o regularán las migraciones?

    Para que los subsaharianos permanezcan en su suelo ancestral y se desarrollen allí, es necesario que se lo vuelvan a apropiar y creen allí su propio modelo de civilización, su manera propia de manifestar una pertenencia al mundo moderno. Nada los obliga a pavimentar sus ciudades, a ceder al transhumanismo o a una industrialización cuyos excesos devastan el planeta. África debe volver a ser su propio centro y dejar de ser determinada en función de mandatos civilizatorios externos. Este objetivo no se alcanzará mientras los gobernantes de los países subsaharianos se inscriban en políticas que apuntan a imponer en África concepciones mal adaptadas a las necesidades y a la sensibilidad de las poblaciones locales. Y en este mundo globalizado, un mundo en donde se enfrentan grandes espacios, la urgencia es la instalación de políticas pan africanistas, que apunten a unificar el continente para permitirle tener mayor peso en sus relaciones con los demás. Eso tomará tiempo: la alienación es aún demasiado feroz y los depredadores permanecen muy activos. Sin embargo, esta idea está en marcha y corresponde a los deseos de la juventud subsahariana contemporánea.

     

    Crèpuscule du tourment, Léonora Miano, Grasset, 2016, 288 páginas, $19.000.

     

    La estación de la sombra, Léonora Miano, Cyan, 2015, 224 páginas, $26.000.

     

    El interior de la noche, Léonora Miano, Tropismos, 2006, 168 páginas, Fuera de circulación.

  131. Philip Larkin: contra la amenaza de despersonalizarse

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    Las fotografías de Larkin, además de ser un registro biográfico del poeta, nos enseñan una suerte de lado alternativo de la figura, o más bien de la caricatura de viejo amargado que se ha popularizado de él. Sus fotografías se parecen mucho a sus poemas, que alcanzan más sentido al ser leídos en inglés, porque si no fuera por la rima y perfección métrica, carecen de imágenes y son de una frialdad sin vuelta. Por eso nos gustan, como antídoto contra chamullos y barroquismos, porque son simplemente una queja, lo contrario a demostrar una felicidad fingida, de posteo en red social.

    Sin embargo, una lectura literal desde Latinoamérica hoy y sin ninguna distancia, carece de todo sentido. Larkin pertenece a otra historia, a otras circunstancias. Es absurdo que un joven latinoamericano conservador trate de emular siquiera la poética de Larkin. Ese nihilismo obedece a otros climas, otras historias, otras letras, no se puede trasplantar en Latinoamérica hoy. No es divertido ni útil ni literario; ni siquiera es provocador ser aburrido y amargado en Latinoamérica por estos días.

    En estas fotografías se conjuga una sensibilidad hacia paisajes y espacios deshabitados con multitudes y retratos fascinantes de personas cercanas: sus amantes, su madre, sus pares literarios y, por supuesto, sus selfies.

    La frialdad y la sobriedad en el encuadre y en la composición dan cuenta de un hombre frágil y crítico que, sin embargo, se domina a sí mismo y no busca apartarse de su tradición cultural inglesa, marcada por cierta forma de concebir la vida en comunidad: valorizar los compromisos, las relaciones interpersonales, las instituciones bajo las cuales se reúne la gente; cosas que, bajo la visión típicamente bohemia de la figura del artista, aparecen como un estilo de vida burgués y aburrido. “Hanging on in quiet desperation is the English way”, cantaban los Pink Floyd.

    El goce, las delicias del ocio y el transcurso de una vida marcada por pequeños placeres se dejan ver en las fotografías de un modo sutil, sin expresionismo, aunque ciertas fotografías (la de Monica Jones, por ejemplo) parecen composiciones hechas a medida de Alicia en el País de las Maravillas: el encanto de la campiña británica.

    En las imágenes vemos a cada una de las parejas que tuvo: Ruth Bowman, Monica Jones, Patsy Strang, Maeve Brennan y Betty Mackereth. La forma de retratar a las mujeres, que para Larkin fueron una fuente constante de confusión, belleza y sentimientos contradictorios, sirve de contrapeso a su reputación de pesimista y a su inclinación hacia el descontento. Si bien Larkin deja entrever una calidad de hombre solitario, impaciente y fóbico, también es cierto que no deseaba revelar su personalidad a sus hipotéticos lectores, más bien hubiera preferido despistar o permanecer como un agente misterioso tras sus obras.

    Luego está el supuesto racismo de Larkin, que no resulta extraño para un hombre conservador de su época, criado por un padre nazi. Pero Larkin, lejos de ser un fanático, nuevamente parece jugar con estos rasgos ambiguos de su personalidad. En una de las entradas de su diario, fantasea con ser un jazzista negro que es linchado en público por acostarse con la mujer de su amigo Kingsley Amis (una blanca que gustaba del jazz) en Estados Unidos.

    No era común que Larkin se decepcionara: negativo como era, siempre asumía el peor de los escenarios. Esto, en un comienzo, lo sitúa en un limbo entre un desencanto con la vida y una necesidad de ficcionalizarla. Antes de dedicarse a la poesía, Larkin tiene una etapa de novelista frustrado, en la que junto a Amis desarrollan una forma particular de comunicación que mezcla la realidad y la ficción de sus primeras novelas. Así, comienzan a identificar a las musas de sus novelas con las mujeres con las que salen por aquel entonces. Es el caso de Ruth Bowman, quien con 16 años (Larkin tenía 24) parece ser una encarnación de una de las mujeres de las primeras novelas de Larkin, si bien mucho más mundana que la versión idealizada de la obra narrativa. Ruth proviene de la más aburrida provincia inglesa, desprovista del glamour propio de la ficción, pero dotada de un encanto más mudo y más terrible.

    La ruptura de Larkin con Amis (de quien se sentía en cierta forma manipulado: Amis llevaba la batuta de las ficciones eróticas, era más guapo, menos frágil, más afortunado con las mujeres) y la compra de una cámara sofisticadísima por siete libras (gran parte del sueldo que ganaba por ese entonces) marcan dos hitos importantes en la vida de Larkin, que se resumen en una suerte de hastío respecto de la ficción de las novelas.

    Así, podemos leer en la página 74 de The Importance of Elsewhere un poema extremadamente sincero de Larkin (cosa extraña): “I want to do both, write and be involved with people / Yet I always shy off when they come too close”.

    Este poema es escrito durante las mismas fechas en que comete la “locura” de comprar la cámara. Esto nos habla de un conflicto con la escritura como representación frente al uso de imágenes fotográficas. Las fotografías son representaciones más directas, sobrias, literales, como lo será gran parte de la poesía de Larkin en el futuro. Ejemplo de estas fotos son la habitación de Larkin en Belfast (página 89) o los retratos de paisajes deshabitados, animales, habitaciones ordenadísimas y austeras.

    Las fotos a sí mismo resultan interesantes al demostrar cierta vanidad que resulta extraña para su imagen de viejo amargo y filisteo. Quizá hay que indagar en otra vertiente de la idiosincrasia inglesa, en otra forma de concebir el placer, de una manera tenue, contemplativa y algo aburrida para algunos (acostumbrados al deslumbramiento de los bichos raros, los pavos reales y hacer de la vida una performance exótica). Por eso la típica forma de entrar a Larkin es a través de la caricatura de su persona: un hombre constantemente enojado, fóbico, etc. Aquí me acuerdo del pintor Matisse, que decía algo así como Sí, creo ser un esposo ejemplar, un padre ejemplar, me gusta levantarme a regar las plantas, me visto como un funcionario público. Quizá los artistas no debieran ser así, quizá debería comenzar a vestirme como un nigromante y hacerme llamar por algún nombre extraño.

    Paráfrasis inexacta, pero se entiende la idea.

    En las fotos de Larkin la vanidad es sutil, como una especie de satori desprovisto de toda pretensión: yo sentado en el sillón, yo haciéndome una selfie, yo mirando por la ventana mientras envejezco. Desayunando y leyendo el diario. Encendiendo un cigarrillo… Y luego están las fotos de mujeres. De las musas, si nos sentimos en la vena de emplear esa palabra. “Siéntate ahí, ahí, sobre esa repisa, quédate quieta, te voy a retratar”. “Cruza las piernas, mira fijamente a la cámara, espérame unos minutos para encontrar el ángulo correcto”. Es casi como hacer el amor, de una forma en que ambos se otorgan licencia el uno al otro para ser explicativos y obvios (nadie se las sabe por libro, hay que descubrirse, buscarse). “Monica, mantente así, mirando de esa forma, displicente”.

    La frialdad, o más bien la sangre fría que requiere el arte de fotografiar, de registrar. Un ángulo, una simetría, un paisaje y una juventud condenados a la desaparición. Un antídoto contra la amenaza constante de despersonalizarse: el abuso contemporáneo de la selfie quizá sea un síntoma (no quiero parecer sociólogo): un miedo inconsciente de nuestra época: una necesidad de reafirmarse.

    Las fotos de su primera novia Ruth y luego las de Monica (claramente más expresionistas y divosas) merecen ser contrastadas con las selfies de Larkin. ¿Qué nos comunica él en los autorretratos? ¿Quiere comunicar acaso? ¿O simplemente despistar, confundir, acrecentar la ambigüedad en torno a su persona que nunca quiso que se volviera pública?

    La foto de Ruth de la página 60 es extremadamente sugerente. Recordemos que Ruth era menor de edad (16 años), embelesada con la sensibilidad del poeta bibliotecario, descubriéndose a sí misma de la misma forma que Larkin, amante moroso, suspicaz, tardío. Ruth Bowman pretende algo, su postura y su expresión sugieren una suerte de desencanto y de complicidad con algo oscuro que ella solo es capaz de intuir pero que la seduce. Todo lo contrario a Monica, cuando aparece cruzando las piernas, mirando fijamente el lente, una belleza consumada y asumida, y, en cierta forma, una mujer más sofisticada y moderna.

    Patsy Strang, la mujer que Larkin conoce en Belfast (casada con su amigo Colin Strang), resulta ser su experiencia sexual más satisfactoria e intensa. Los Strang no tenían un matrimonio abierto y era muy probable que Colin sospechara que su mujer se involucraba románticamente con Larkin. Durante este mismo período, Larkin intenta involucrarse sexualmente (sin éxito) con Winifred Arnott, otra mujer comprometida. Esta serie de aventuras sexuales adúlteras son el producto de una sensación confusa entre la sinceridad y el miedo que le había dejado a Larkin su primera relación con Ruth Bowman.

    Existe una intención de distanciamiento respecto de cualquier forma de compromiso formal que, por supuesto, Larkin veía con incredulidad. Su frialdad aparece entonces como el mecanismo de defensa ante una sensibilidad hastiada por el curso mundano de las cosas y de las relaciones: la misma ambigüedad que aparece en sus fotos y poemas, a veces bajo la forma de una combinación de erotismo e inocencia (la foto de Winifred en la página 97) o la armonía equívoca del fracasado matrimonio con Ruth Bowman (en la página 67).

    Quizá en esta postura desencantada hacia el mundo, que se reafirma cuando abandona la ficción de las novelas para transformarse en el gran poeta inglés del siglo XX, algunos quieran ver una especie de filisteísmo. Pero más acertado me parece hablar de una literalidad despistante, la intención de no ofrecer ninguna salida, ser como un muro: este es el mensaje, no hay nada más.

     

    Imagen de portada: Larkin y su madre, Eva, durante unas vacaciones en Folkestone (1936).

     

    The Importance of Elsewhere: Philip Larkin’s Photographs, Richard Bradford, Frances Lincoln Limited, 2015, 255 páginas, $28.000.

  132. La conquista del río

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    En casi 250 años el río Mapocho ha sido testigo de la evolución política y cultural de Chile, y ha dejado plasmada esta historia en obras y acciones ciudadanas. Se trata de un enorme esfuerzo social por domesticar este torrente y transformarlo en el principal espacio público de Santiago. Sin embargo, la tarea no ha terminado.

    por iván poduje

    En un curso de la Universidad Católica discutíamos con estudiantes sobre el proyecto urbano más relevante en la historia de Santiago, considerando su efecto social, económico y ambiental, y también su aporte a la identidad de la capital. Como suele ocurrir, los hitos geográficos encabezaron el listado y se impuso el río Mapocho, tanto por su longitud y presencia como por las distintas visiones de país que pueden verse reflejadas en las obras públicas que le dieron forma. La primera relevante fue el puente de Cal y Canto, levantado a fines del siglo XVII, para integrar el sector de La Chimba, que había estado destinado a ser el patio trasero de Santiago desde la Colonia, con sus cementerios, lupanares y grandes hospitales.

    Luego el Mapocho retrata la fase higienista, caracterizada por la construcción de grandes obras públicas, para controlar la propagación de enfermedades y proteger la ciudad ante los embates de la naturaleza. Esto se traduce en la canalización del tramo central del río con tajamares, reduciendo los desbordes de aguas contaminadas y retirando los basurales que ocupaban toda la extensión entre la Plaza Baquedano y la Estación Mapocho.

    A comienzos del siglo XX el río es testigo de los sueños de embellecimiento urbano del intendente Balmaceda, quien frustrado por la pobreza de la capital pretende construir pequeños fragmentos de París en sus riberas. Los terrenos recuperados con la canalización son usados para levantar el Parque Forestal y el Museo de Bellas Artes, y recuperar así un enorme frente urbano que hoy acoge al barrio Lastarria.

    La recuperación de la democracia inauguró una época de oro para el río. En una acción que simbolizaba la idea de “crecer con equidad”, Aylwin decidió poner las inversiones públicas en zonas históricamente postergadas, como el parque “Mapocho Poniente” de Cerro Navia y el Parque de los Reyes en el deteriorado barrio Mapocho.

    Pero el imaginario británico reemplazó al francés en los años 30, y las élites deciden moverse a “ciudades jardín” en el naciente suburbio de Providencia. El borde del Mapocho cumplió ahí un rol clave en dicha expansión urbana, ya que por ahí avanzaban los parques Balmaceda y Uruguay, además de tranvías que conectaban los loteos de las familias Lyon y Echenique.

    Así llegamos a los movidos 60 y 70, donde la “cuestión social” se toma la agenda y las riberas del Mapocho son ocupadas por campamentos a pocas cuadras de los barrios más acomodados, como lo retrata Andrés Wood en Machuca. Luego, la dictadura dejaría su huella de dolor en el Mapocho: por ahí flotaron los cuerpos de cientos de ejecutados y los campamentos fueron erradicados por militares, que trasladaron a la fuerza a sus habitantes hacia una periferia alejada y marginal.

    La recuperación de la democracia inauguró una época de oro para el río. En una acción que simbolizaba la idea de “crecer con equidad”, Aylwin decidió poner las inversiones públicas en zonas históricamente postergadas, como el parque “Mapocho Poniente” de Cerro Navia y el Parque de los Reyes en el deteriorado barrio Mapocho, que además contempló la construcción de un centro cultural en la abandonada Estación Mapocho.

    A comienzos del 2000 se decidió materializar la autopista Costanera Norte, inconclusa desde los 60, lo que generó una gran polémica con los vecinos afectados por su trazado. Fue uno de los inicios del “empoderamiento ciudadano” que se mantiene hasta hoy. La fuerza se hizo sentir, y el MOP debió modificar el proyecto, hundiéndolo bajo el río y a un costado de este, lo que sirvió para agrandar el Parque de las Esculturas y construir nuevos puentes, que mejoran la conectividad con el nuevo distrito financiero de Providencia y Las Condes.

    La celebración del Bicentenario coincidió con la consolidación ambiental del Mapocho. La empresa sanitaria construyó un colector subterráneo de 22 kilómetros, que sacó las aguas servidas y que potencia el uso de sus riberas y puentes como lugares de encuentro, dando viabilidad al parque Renato Poblete y a una ciclovía que conecta sus espacios públicos.

    Como vemos, en casi 250 años el río Mapocho ha sido testigo de la evolución política y cultural de Chile, y ha dejado plasmada esta historia en obras y acciones ciudadanas. Se trata de un enorme esfuerzo social por domesticar este torrente y transformarlo en el principal espacio público de Santiago. Sin embargo, la tarea no ha terminado. Hoy casi un tercio de la longitud del Mapocho sigue siendo una suma de sitios eriazos, microbasurales, terminales de micros y riberas no canalizadas que podrían salirse en cualquier momento, inundando miles de casas. Resolver esta carencia debiera ser la prioridad para los próximos años. Y si logramos hacerlo con los mismos estándares del Parque Forestal, entre Vitacura y Pudahuel, este Mapocho sería un símbolo del Santiago que debemos construir. Una ciudad más verde, equitativa y mejor conectada.

     

    Imagen de portada: Víctor Ruiz

  133. Un dossier sobre el “dossier” Kristeva

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    por patricio tapia

    A fines de marzo la comisión del gobierno búlgaro para examinar los archivos de sus servicios secretos en la era comunista publicó un breve documento en que afirmaba que Julia Kristeva había sido agente de los mismos. Era de prever que tal acusación sobre una intelectual de renombre mundial causara cierta agitación. Kristeva, nacida en Bulgaria y residente en Francia desde mediados de los años 60, es una reconocida crítica literaria, psicoanalista, lingüista y novelista, autora de varias decenas de libros sumamente influyentes.

    La denuncia ha dado lugar a un debate en torno a la figura de Kristeva en particular, así como, en general, a la confiabilidad de los archivos mantenidos por regímenes totalitarios en que la población (y también los intelectuales) vive rigurosamente vigilada.

    El 3 de abril la escritora de origen búlgaro que vive en Londres, Maria Dimitrova, escribió en la London Review of Books presentando la cronología de los hechos, así como parte del contenido del archivo de Kristeva. El 5 de abril, en el diario Le Monde, se publicó un artículo de la historiadora francesa Sonia Combe que señalaba las dificultades de interpretación que presentan los archivos policíacos mantenidos en tales ambientes políticos. Combe es profesora en el Centro Marc-Bloch de Berlín y experta en el tema; es autora de Una societé sous surveillance. Les intellectuels et la Stasi (1999). Por último, el 8 de abril, apareció en Le Nouvel Observateur un artículo sobre Kristeva basado en esos archivos, escrito por la periodista búlgara radicada en Francia, Roumiana Ougartchinska. Ante esa publicación, al día siguiente, la propia Kristeva reaccionó con una respuesta en el mismo medio.

    Se presentan aquí los artículos de Maria Dimitrova, Sonia Combe y Julia Kristeva, con la autorización de sus respectivas autoras.

     

    Un frasco, una blusa, una carta – por Maria Dimitrova

    El caso Kristeva: leer entre las líneas de los archivos policiales – por Sonia Combe

    Derecho de respuesta al “Nouvel Observateur” – por Julia Kristeva

  134. El caso Kristeva: leer entre las líneas de los archivos policiales

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    La acusación de haber colaborado ​​con los servicios de inteligencia búlgaros bajo el comunismo presentada contra Julia Kristeva, debería llevarnos a recordar las dificultades que presenta la interpretación de un expediente policial, sobre todo cuando este emana de una policía política. Se requiere la familiaridad con el vocabulario policial, el conocimiento de los propósitos y métodos de estos servicios (muchas claves de lectura que a menudo faltan cuando se anuncian “revelaciones”).

    Asignar un seudónimo a la “fuente” no es prueba de que haya aceptado convertirse en un agente. Es solo una prueba de que se hizo un intento por reclutarlo o por ponerlo bajo vigilancia.

    Se recordará que cuando se abrieron los archivos de la Stasi en la antigua RDA, muchas personas fueron denunciadas por celosos acusadores, porque su archivo comenzaba con la frase “X nos recibió cortésmente“, hasta que se percata que se trataba de una frase ritual encontrada al comienzo de la mayoría de los informes relativos a una tentativa de reclutamiento. Bien podríamos imaginar que esa era la verdad, porque suponiendo que los servicios de inteligencia se presentaran a sí mismos como tales (lo que no siempre era el caso), la persona con la que se estaban contactando probablemente no les iba a mostrar la salida. Si alguien hubiera hecho eso, sin duda no se hubiera consignado en el informe. La policía política se conformaba con cerrar el expediente sin detenerse en sus fracasos.

    Antes de interpretar estos documentos, conviene comprobar ciertos puntos: ¿bajo qué condiciones informó el “informante”? ¿Sabía con quién estaba hablando? ¿Comprendía que era una “fuente” para la policía política? ¿Era chantajeado? Asignar un seudónimo a la “fuente” no es prueba de que haya aceptado convertirse en un agente. Es solo una prueba de que se hizo un intento por reclutarlo o por ponerlo bajo vigilancia. Incluso si la persona reclutada aceptó usar un seudónimo, como lo hizo la autora Christa Wolf (1929-2011) en la RDA, todavía se tenía que leer sobre la razón por la cual fue reclutada y sobre el contenido de las informaciones que ella había proporcionado.

    El checo Milan Kundera más tarde también fue objeto de una denuncia que no resistiría por mucho tiempo ante el análisis de los hechos. Él salió un poco mejor que Christa Wolf.

    Cuando fue contactada, en 1959, para informar sobre los escritores acerca de quienes ella, en tanto que lectora de una casa editorial, pudiera detectar “disposiciones negativas” hacia el régimen, Christa Wolf les advirtió que tendrían que buscar la opinión de otras personas, ya que no estaba segura de ser siempre objetiva. Cuando se fija como lugar de encuentro un departamento “encubierto”, como era la regla, objetó que sería mucho más agradable reunirse en su casa. Finalmente, ella se negó a no contarle a su esposo sobre estas reuniones, como se le había pedido. Esto hizo que el oficial de la Stasi escribiera en su primer informe: “Parece que no comprende lo que se espera de ella…”. En efecto, Wolf proporcionaba algunos conocimientos literarios de ninguna utilidad para la Stasi, luego se mudó a otra ciudad y su archivo fue cerrado: no tenía ningún interés, como se estipuló al final de este archivo bastante exiguo.

    A la inversa, su propio archivo de vigilancia sigue siendo uno de los más voluminosos de las víctimas de la Stasi. El periodista que descubrió el archivo de Christa Wolf no se molestó con tales “detalles”. Era la época de la denuncia, y tenía a alguien importante, la autora más famosa de la RDA, con la que tenía una cuenta que saldar: ¿ella no se había opuesto a la reunificación? Víctima esta vez de un linchamiento mediático, Christa Wolf trató ansiosamente de dar explicaciones, nada funcionó, el mal ya estaba hecho.

    Nadie se pregunta acerca de la autenticidad del documento ni sobre el contexto de su fabricación, que son las únicas formas de evitar las trampas de una lectura demasiado apresurada.

    El checo Milan Kundera más tarde también fue objeto de una denuncia que no resistiría por mucho tiempo ante el análisis de los hechos. Él salió un poco mejor que Christa Wolf, y la complejidad de la situación, a menudo en la base de tales sospechas, fue, en su caso, rápidamente aclarada. Ahora es el turno de Julia Kristeva de enfrentar este tipo de acusación.

    Antes de decidir quién era un informante y un delator (una acusación extremadamente grave ya que, en ausencia de libertad de expresión, las declaraciones que desafiaban al régimen podrían conducir a la prisión tanto en la RDA como en la Checoslovaquia o en la Bulgaria comunistas) se imponen necesarias ciertas precauciones y reglas. Ellas, sin embargo, están lejos de ser respetadas. Para comenzar, por la presunción de inocencia, la que debe acompañar cualquier acusación y que parece haberse descartado de inmediato. Nadie se pregunta acerca de la autenticidad del documento ni sobre el contexto de su fabricación, que son las únicas formas de evitar las trampas de una lectura demasiado apresurada. Se toma al pie de la letra. El aura del archivo policial es tal que olvidamos que también puede ser una fuente de desinformación, o incluso nunca entregar los que se llaman sus “secretos”.

     

    Aparecido en Le Monde el 4 de abril de 2018. Traducción de Patricio Tapia.

  135. Un frasco, una blusa, una carta

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    por maria dimitrova

    En la novela de Laurent Binet La séptima función del lenguaje (2015), Julia Kristeva es presentada como una espía de la inteligencia búlgara, responsable de la muerte de Roland Barthes. El martes 27 de marzo, la Comisión de Archivos de Bulgaria, encargada de examinar y desclasificar los registros de la Seguridad del Estado de la era comunista, anunció que Kristeva había sido un agente de la Primera Dirección Principal.

    El jueves 29 de marzo, Kristeva negó las acusaciones, describiéndolas como “grotescas” y “completamente falsas”. El día siguiente, la Comisión de Archivos publicó su dossier completo —cerca de 400 páginas— en su sitio web. El 2 de abril, Kristeva emitió otra declaración, insistiendo que ella “nunca había pertenecido a ningún servicio secreto” y que no había apoyado “un régimen del que escapé”. Criticó la “credibilidad otorgada a estos archivos, sin que haya ningún cuestionamiento sobre quién los escribió o por qué”:

    “Este episodio sería cómico e incluso podría parecer un poco romántico, si no fuera por el hecho de que todo sea tan falso y su repetición acrítica en los medios tan aterradora”.

    “El contacto con nuestras autoridades debe mantenerse vivo”, le aconseja a Kristeva su padre en una carta. “La gente debería sentir que en ti y en tu hermana tienen unas ciudadanas patriotas y agradecidas. Tal contacto hará que nuestra vida aquí sea más fácil”.

    El “dossier” consiste en un archivo de “trabajo” (documentos atribuidos a Kristeva), un archivo “personal” (documentos recopilados sobre Kristeva) y formularios y tarjetas que la registran como “colaboradora secreta” (con fecha 14 de noviembre de 1969) y como “agente” (21 de junio de 1971). Una débil inscripción a lápiz junto a su nombre en uno de los formularios dice “refugiada”: un estatuto que era peligroso tener tanto para ella como especialmente para sus familiares. “El contacto con nuestras autoridades debe mantenerse vivo”, le aconseja a Kristeva su padre en una carta. “La gente debería sentir que en ti y en tu hermana tienen unas ciudadanas patriotas y agradecidas. Tal contacto hará que nuestra vida aquí sea más fácil”.

    La Seguridad del Estado dividió a los búlgaros en el extranjero en dos bandos: los emigrantes leales y los “enemigos”. Una mirada al archivo “personal” de Kristeva —tres veces el tamaño de su archivo de “trabajo”— revela que ella estuvo bajo estrecha vigilancia desde los primeros años de su carrera. Su correspondencia privada, su obra académica y periodística, y sus conversaciones con otros búlgaros fueron rigurosamente monitoreadas, y la información sobre su familia fue metódicamente recopilada. Dieciséis funcionarios trabajaron en su caso. El contenido de un paquete interceptado decía: “Un frasco, una blusa, una carta”.

    Nacida en Sliven en 1941, Kristeva primero aprendió francés con las monjas dominicas en un convento católico. Después de que ellas fueran expulsadas ​​de Bulgaria bajo sospecha de espionaje, fue transferida a una escuela francesa secular (la escuela inglesa estaba abierta solo para los hijos de los miembros del partido). Se graduó de la Universidad de Sofía en el primer lugar de su clase, participó activamente en organizaciones juveniles y trabajó como periodista para varias publicaciones, incluida Narodna Mladej. En 1965 fue autorizada para ir a estudiar a París durante un año. Pero ella se quedó más tiempo y en 1967 se casó con Philippe Sollers. En 1970, de acuerdo con un informe del agente “Petrov” en su archivo “personal”, después de una exitosa “charla de reclutamiento”, ella fue agregada al “aparato de agentes” bajo el alias “Sabina”.

    “En aquellos años, solo había tres maneras de salir del país”, me dijo un ex miembro de la Comisión de Archivos. “Tenías que ser policía, tener un pariente en el Partido o aceptar colaborar con la Seguridad del Estado. Todo el mundo tuvo una verbovachna beseda —una charla de reclutamiento—, y muchos no la olvidaron por el resto de sus vidas”. El agente Petrov describe a Kristeva admitiendo que se sintió “un poco incómoda” por su matrimonio con Sollers: antes de marchar a Francia, ella había declarado que no tenía intención de casarse ni establecerse allí, y ahora temía que sus acciones fueran interpretadas de forma negativa. Petrov la refiere diciendo que ella en París se ha convertido en una “aún más firme partidaria del socialismo debido a la confianza que nuestras autoridades depositaron en ella al dejarle ir a París y permitir que sus padres la visitaran”. “Le pregunté si recuerda nuestra conversación en mi oficina”, escribe Petrov. “Ella me aseguró que la recuerda muy bien, y que de hecho había estado esperando ser contactada. A eso respondí que somos personas pacientes”.

    El agente Lyubomirov, encargado de “asignar tareas” a Sabina, informa que en ella “se puede confiar” y que es “interesante”, pero que la información que ha proporcionado era de escaso interés o utilidad.

    Nada en los archivos está escrito o firmado por Kristeva. Parece que las autoridades esperaban que ella “revelara centros ideológicos en Francia que trabajan contra Bulgaria y la URSS”, y encontrara información sobre otros intelectuales búlgaros y figuras culturales en Francia, pero Kristeva no escribió donosi, las denuncias personales que se habían convertido en una fuente de dolorosos ajustes de cuentas para muchos búlgaros, ni proporcionó información alguna que pudiera ser útil para los servicios de seguridad. Por el contrario, un compañero de estudios de Kristeva —alias “Krasimir”— entregó un informe describiéndola como “muy egoísta” y “excepcionalmente ambiciosa”, y quejándose de que lo trataba “de manera arrogante” en París.

    Otro agente, que más tarde se reveló como el escritor y crítico Stefan Kolarov, dice que conoció a Kristeva en La Closerie de Lilas. Le preguntó si ella había tenido la oportunidad de seguir los desarrollos de la literatura búlgara. Ella le respondió que leía algunos de los poemas publicados en los periódicos que envolvían los frascos de mermelada que su padre le enviaba, y los encontraba “desesperantemente flojos”. “Carecen de la más mínima idea, ni siquiera pude encontrar una chispa de poesía”, se la cita diciendo en la denuncia de seis páginas de Kolarov.

    Sabina no denuncia a nadie. En cambio, ella le cuenta al agente encargado de su expediente acerca de un coloquio sobre Bataille y Artaud, y le explica que a la revista de tendencia izquierdista Politique Hebdo no le está yendo bien debido a su perspectiva “provinciana”. Louis Aragon se estaría acercando a los surrealistas; él está preocupado por la muerte de Elsa Triolet; él parece más distante del Partido Comunista Francés. Cada muestra de información supuestamente suministrada por Kristeva va acompañada de una “hoja de verificación” con un sistema de calificación de seis puntos. Sus puntajes son notablemente consistentes: la información es invariablemente “de poco valor”, “no secreta”; “para uso interno”, pero nunca “confidencial”; “creíble” y “oportuna”; a menudo es “incompleta”.

    El agente Lyubomirov, encargado de “asignar tareas” a Sabina, informa que en ella “se puede confiar” y que es “interesante”, pero que la información que ha proporcionado era de escaso interés o utilidad, y que a menudo ya estaba públicamente disponible. El mismo patrón se repite en un puñado de informes entre febrero de 1970 y diciembre de 1972. En mayo de 1973 se toma la decisión de interrumpir el contacto operativo con Sabina, porque “ella no quiere trabajar”, “no se presenta a las citas programadas” y, junto con su marido, ha adoptado “posturas maoístas”. Que ella pudiera haber estado demasiado ocupada escribiendo su tercer o cuarto libro, editando dos revistas, trabajando para Editions du Seuil y convirtiéndose en la mujer más joven en recibir una cátedra en Francia en ese momento, con 500 personas asistiendo a la defensa de su tesis en 1973, no llega a aparecer en los archivos ni de hecho en la actual cobertura de las acusaciones.

    “Es obvio que ella quiere que sus padres vengan aquí”, concluye un informe de junio de 1976, “pero está tratando de actuar de una manera que le es característica: obtener algo de nosotros sin dar nada a cambio”.

    “Es obvio que ella quiere que sus padres vengan aquí”, concluye un informe de junio de 1976, “pero está tratando de actuar de una manera que le es característica: obtener algo de nosotros sin dar nada a cambio”. Algunos periodistas han sugerido que pueden haberse perdido archivos incriminatorios, pero un extenso sumario de 1984 concluye que Kristeva fue “indisciplinada” y “excluida del aparato de colaboración a comienzos de 1973”. Después de que su hijo naciera en 1976, todavía las autoridades se niegan a permitir que sus padres la visiten; ella casualmente deja caer en una conversación con un funcionario de la embajada que Philippe puede escribir una carta de protesta a Le Monde. Cuando el funcionario interpreta esto como una amenaza, ella rápidamente atribuye esto a la “personalidad expansiva de su marido y a la falta de comprensión del clima político en Bulgaria”.

    El “dossier” es un documento fascinante, no solo por lo que revela sobre la encrucijada en la que se encontraron en los años 70 el socialismo soviético, los partidos comunistas de Europa occidental y el maoísmo, sino también por los notables detalles personales sobre la vida y el pensamiento de Kristeva (incluso si leer sobre las dudas de Kristeva sobre “mi nuevo papel como ama de casa”, o enterarse que se dirigía a su padre como “el padre” y que algunas veces usaba un lenguaje altamente teórico incluso en sus cartas a él, puede hacerte sentir como un intruso o un voyeur).

    Buena parte del debate en los medios búlgaros tiene que ver con la semántica: ¿Kristeva era una “espía”, una “agente” o una “colaboradora secreta”? ¿La documentación es inconsistente o incompleta? Es muy posible, según el ex miembro de la Comisión de Archivos con el que hablé, que Kristeva nunca supiera que le habían dado el alias “Sabina”. Era una carátula, no un seudónimo, y ella nunca lo usó para firmar documento alguno. Casi todos los búlgaros que lograron salir del país fueron designados “colaboradores secretos”, sin haber sido formalmente reclutados, entrenados o usados (muchos de ellos permanecerán sin identificar, ya que casi el 40% de los archivos fueron destruidos en 1990).

    Como ha señalado un periodista búlgaro, estamos en la “situación absurda” de tener que formarnos una opinión de Kristeva basados no en sus acciones “sino en apreciaciones institucionales de parte de la Seguridad del Estado, una institución que denunciamos como amoral y represiva, aunque al mismo tiempo aceptamos sus criterios”.

     

    Aparecido en el blog de la London Review of Books el 3 de abril de 2018. Traducción de Patricio Tapia.

  136. Derecho de respuesta al “Nouvel Observateur”

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    por julia kristeva

    El Nouvel Observateur ha optado por publicar un largo artículo titulado “Julia Kristeva ex agente de la KGB búlgara”, que se dedica a atribuirme el papel novelesco de agente de inteligencia de los servicios secretos búlgaros entre 1970 y 1973. En apoyo de tal acusación está la divulgación de un informe proveniente de los “archivos” de la policía búlgara, que mencionaría mi participación en actividades de inteligencia bajo el seudónimo fantasioso de “Sabina”.

    Ya he negado públicamente el contenido de estos reportes y estas informaciones imaginarias. El artículo publicado me obliga a hacerlo de nuevo: sostengo que nunca he participado en actividades de este tipo, cuya revelación repentina y tardía es perjudicial para la comprensión y la difusión de mis investigaciones en los campos del psicoanálisis, la lingüística, la filosofía y el cuestionamiento político del totalitarismo, especialmente en mi análisis de la obra de Hannah Arendt. Tales afirmaciones socavan el crédito de mis trabajos y en el plano personal, repito, ellas despiertan viejas heridas.

    Tales afirmaciones socavan el crédito de mis trabajos y en el plano personal, repito, ellas despiertan viejas heridas.

    Salí de Bulgaria con una beca del gobierno francés, en condiciones difíciles, dejando a mi familia, y con la conciencia de que las tomas de posición que adoptaría al otro lado de la cortina de hierro expondrían a mi familia y especialmente a mi padre a los caprichos de un régimen totalitario.

    Esta historia es antigua, pero hoy me resulta muy doloroso constatar que las prácticas dudosas de las policías secretas al servicio de estos regímenes siguen siendo formidablemente activas y tóxicas. El descrédito que el juicio de la historia ha infligido a estos regímenes no parece haber afectado a la firmante de su artículo. El fichaje de personas sin su conocimiento, el hecho de atribuirles dichos, roles y funciones sin obtener su acuerdo, y armar archivos sobre sus supuestas actividades son métodos ahora conocidos, pero no lo suficientemente conocidos.

    Investigadores y periodistas en los antiguos países comunistas hoy en día protestan vigorosamente contra estas falsificaciones y su uso por comisiones tendenciosas. Me hubiera gustado encontrar en el artículo dedicado a estos “archivos” una traza de este discernimiento crítico, en lugar de la credulidad y la fascinación respecto de estos escombros del pasado.

    Estos “archivos” son fósiles ideológicos repudiados y combatidos por las democracias: ¿por qué tenerles una fe tan ciega ahora?

    Basta leer las frases inverosímiles que el dossier me atribuye, en la forma de discurso indirecto, sobre Aragon y el surrealismo, sobre la “Primavera de Praga”, o sobre las “acciones de ayuda propalestina” frustradas por “la propaganda francesa en manos de organizaciones sionistas”, por ejemplo, a la vista de mis bien conocidos escritos y posiciones públicas sobre estos temas, en esa época como ahora; y, last but not least, la recuperación íntegra (¡20 páginas traducidas al búlgaro!) de mi entrevista con Jean-Paul Enthoven sobre los “disidentes” en el número 658 de Nouvel Observateur, 20-26 de junio de 1974, que hace de mí una persona bajo vigilancia más que una “agente”, para constatar que esta manipulación está entretejida de chismes referidos y pseudo-fuentes mediáticas sobreinterpretadas, sin ningún valor probatorio en esta penosa farsa.

    Además, el crédito que el artículo dedicado a mí da a la información archivada en un edificio estalinista, participa —y eso me asusta— en la perpetuación sin complejos de estos métodos totalitarios. ¡Como me hubiera gustado que el descubrimiento de estos archivos fuera una oportunidad para que un semanario como el suyo se indignase ante empresas tan abyectas! En cambio, leí una forma irreflexiva de justificación de estas prácticas mediante su publicación ingenua y complaciente.

    Estos “archivos” son fósiles ideológicos repudiados y combatidos por las democracias: ¿por qué tenerles una fe tan ciega ahora? ¿Cómo no dar el paso atrás que imponen una vez más tales métodos, y aprender las lecciones para el presente y el futuro? Siempre debemos hacernos la pregunta: ¿quién se beneficia con esto?

     

    Aparecido en Le Nouvel Observateur el 9 de abril de 2018. Traducción de Patricio Tapia.

  137. Psicología animal

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    En Green Porno, Isabella Rossellini reconoce que los animales le han atraído desde niña: “Siempre me fascinaron las infinitas, extrañas y escandalosas formas en que copulaban los insectos”. La curiosa serie de cortometrajes (que además es un libro, un monólogo en vivo y un documental) tiene la sutileza de tocar temas sensibles que podrían ofender o escandalizar a algunos, si no se tratara de la vida sexual de la lapa o el delfín. Al presentar la diversidad natural de los animales de forma didáctica, Rossellini desnuda con aparente inocencia nuestros propios prejuicios respecto de la especie. Al final, sin disfraces, el animal es un espejo abstracto de nosotros mismos.

    Son escasas las veces en que se está en presencia de un animal salvaje. En los parques o reservas suelen esconderse. Naturalmente, tienen otras preocupaciones; hay gacelas que ante la visión nocturna del leopardo mueren por falta de sueño, después de días y noches sin poder dormir.

    En Ecuador, al este de la Cordillera Oriental, la llanura húmeda y selvática de la Amazonía se extiende hasta Perú. Salvo un par de caseríos y aldeas ribereñas, el Napo corre tranquilo desde Teno hasta el puerto Francisco de Orellana, donde sigue indiferente a la frontera hasta el Amazonas. Desde Ahuano salen canoas y botes a motor hacia el Centro de Rescate Amazoonico, un refugio de animales.

    Considerando los rigores de la Sabana, la crueldad como argumento contra los zoológicos en algunos casos parece discutible. El cautiverio es objetable, pero a veces necesario. El Amazoonico, más que un zoológico, es un centro de rehabilitación: los animales no están heridos; la mayoría sufre trastornos mentales.

    El entusiasmo de los voluntarios, en su mayoría extranjeros, contrastaba con las historias que llevaron a los animales al lugar. Un mono capuchino decomisado a un parque de atracciones padecía convulsiones y se comía las manos.

    ¿Qué se puede esperar de un pájaro que actúa como un perro? Es posible hacerse una idea en los alucinantes grabados de La vida pública y privada de los animales, donde J.J. Grandville, al modo inverso que Isabella Rossellini, viste a los animales y los sitúa en situaciones cotidianas para ilustrar una visión profunda de nuestros rasgos más humanos. Pero lejos de la caricatura, la fábula se torna siniestra. En río Araujo, este particular refugio recibe animales salvajes que han sido rescatados del tráfico ilegal o descuidados como mascotas.

    Llegan en malas condiciones. Por senderos marcados entre la selva, monos de diferentes especies, coatíes, pumas yaguarundís, tucanes, tortugas y caimanes viven confinados en espacios relativamente amplios, que permiten contemplar su privacidad. Algunos sufren múltiples problemas físicos y de comportamiento; otros son escasos o han perdido sus destrezas, lo que los imposibilita para vivir libres.

    En el Amazoonico el objetivo es reintroducir a la mayor cantidad de especies rescatadas. Mientras, se rehabilitan en microambientes de su hábitat natural.

    He estado en muchos zoológicos y me gustan, pero este era un lugar extraño, sombrío. El entusiasmo de los voluntarios, en su mayoría extranjeros, contrastaba con las historias que llevaron a los animales al lugar. Un mono capuchino decomisado a un parque de atracciones padecía convulsiones y se comía las manos, nervioso, mientras era observado por otro, un mono lanudo con problemas de ira, que debía estar aislado porque si no mataba a los otros machos. Colindando con la soledad de la última capibara de la zona, un tapir huérfano miraba donde pasaría el resto de sus días, dado que los cazadores impidieron que sus padres alcanzaran a enseñarle cómo ser tapir para sobrevivir. Más allá, se escondía una tigrilla obesa que no sabía cazar: la exótica mascota de un político había sido alimentada con comida chatarra.

    “El peso de la evidencia indica que los seres humanos no son los únicos que poseen los sustratos neurológicos necesarios para generar conciencia. Animales no humanos, incluyendo todos los mamíferos y pájaros, y muchas otras criaturas, incluyendo los pulpos, también poseen estos sustratos neurológicos”, concluye la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia, firmada en julio de 2012.

    En los zoológicos es común el desatino de la gente. Me acuerdo del oso pardo, en el cerro San Cristóbal, tratando de dormir mientras una señora le gritaba enojada: “¡Levántate! ¡Son las 12!”.

    Si pensar puede tener sentido para un animal, no sabemos qué podría significar para él. Diferencia y parecido son solamente puntos de vista. Lo natural es confundirse. Dormimos como un lirón, nos estiramos como un gato y trabajamos como hormigas, para llegar a comer como cerdos o como pajaritos.

  138. Elogiemos ahora a James Agee

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    El autor de Una muerte en la familia encontró un amigo y confidente sin igual en el reverendo James Harold Flye, a quien conoció en el colegio cuando tenía nueve años. Cartas al padre Flye, como su nombre indica, reúne la correspondencia que durante 30 años el escritor le envió. En estas misivas, Agee deja ver sus entusiasmos artísticos, filiaciones políticas, pero también sus demonios y perplejidades: la escasez material, la duda sobre su talento, la compulsión por los cigarrillos y el alcohol.

    por rodrigo olavarría

    Genialidad y fracaso son las palabras más usadas para hablar de James Agee (1909-1955) y, como suele ocurrir, hay más que un poco de verdad en ese lugar común. Mientras estuvo vivo jamás imaginó la fama póstuma, ni que sería considerado uno de los grandes prosistas estadounidenses, alguien que llevaría el periodismo al estatus de arte, un celebrado novelista, el guionista de dos películas clásicas y, en su faceta de crítico de cine, un adelantado a las ideas de André Bazin y sus discípulos de Cahiers du cinéma.

    James Rufus Agee nació en Knoxville, Tennessee, en el sur profundo de Estados Unidos, un lugar cuyos arraigados prejuicios no dejaron marca visible en él. Cuando tenía seis años su padre murió en un accidente de auto, evento crucial del que se hizo cargo en Una muerte en la familia (1957), la novela en que trabajó los últimos 10 años de su vida y que lo hizo ganador de un Pulitzer póstumo. A los nueve años ingresó a la escuela Saint Andrews, donde conoció al reverendo James Harold Flye (1884-1985), a quien consideró siempre “el más antiguo de todos mis amigos y el mejor que he tenido”.

    Este libro, Cartas al padre Flye (1962), es el testimonio de ese intercambio profundo y constante, sin urgencias, que se inicia con una carta de 1925 en que Agee relata su ingreso a la Phillips Exeter Academy y sus primeros escarceos con la escritura, particularmente con la poesía.

    Estas cartas y las escritas tras su ingreso a Harvard en 1928, son las cartas de un joven poeta, el registro de la ambición de un escritor en ciernes que goza de la claridad y posibilidad de articular sus ideas en un programa que recuerda al Rimbaud de las cartas de 1871. Son las cartas de un artista que vive de espaldas al derrumbe económico de 1929, las reflexiones de alguien absorto en su labor creativa y la dirección del Advocate, la revista literaria de Harvard, trabajo que llamó la atención de las principales publicaciones de la época y le aseguró un puesto como reportero y redactor en las revistas Time y Fortune cuando dejó el ambiente protegido de la universidad, en 1932.

    Es posible describir la seguridad de su trabajo de periodista como un regalo envenenado. En efecto, el periodismo fue una carga que James Agee llevó a cuestas casi toda la vida, dividiendo su energía entre artículos misceláneos y una escritura que no lograba cristalizar en una obra que lo dejara satisfecho. De hecho, en una carta de 1934 dice: “No hay oficio en este mundo que no sea perjudicial para un escritor, incluido el de escribir”. Paradójicamente, el roce entre ambos registros podría explicar la calidad de su producción periodística, particularmente la de sus críticas de cine, que el poeta W.H. Auden llamó: “El evento constante más notable del periodismo estadounidense”.

    La verdad es que más allá de su sorprendente uso del lenguaje, destaca su mirada, su capacidad para rescatar la belleza de lo ordinario y dotar de vida lo que parece más estéril.

    La verdad es que más allá de su sorprendente uso del lenguaje, destaca su mirada, su capacidad para rescatar la belleza de lo ordinario y dotar de vida lo que parece más estéril. Por ejemplo, en una carta que escribió borracho, le dice al padre Flye: “Mire cada parte ilegible como la sonrisa de la Mona Lisa, cuyo significado es muy fácil interpretar: otro whisky, por favor”. O cuando, refiriéndose a la actuación de Orson Welles en Jane Eyre (1942), precisa: “Sus ojos centelleaban en la oscuridad a-la-Rembrandt, en cada instante, como porciones de gelatina”.

    En 1936 la revista Fortune le encargó la misión de viajar a Alabama junto al fotógrafo Walker Evans y reportear la situación de los algodoneros en el contexto de la depresión y las tormentas de polvo que asolaban el sur de Estados Unidos. El reportaje fue rechazado por Fortune, pero Evans y Agee perseveraron, seguros de que los meses que pasaron con los campesinos fueron un vistazo a lo divino en la humanidad. El resultado fue publicado en 1941 con el título Elogiemos ahora a hombres famosos, un fracaso comercial hoy considerado una revolución del periodismo y la forma literaria, un reportaje visual escrito en una primera persona que cuestiona cómo su mirada y su rol de reportero afecta las vidas que le toca examinar.

    En una carta de 1936, tras sugerir la necesidad de asesinar a Hitler, Agee recomienda al padre Flye leer la novela El castillo de un judío de Bohemia de apellido Kafka y buscar el último disco de los Mitchell’s Christian Singers, “los mejores cantantes de gospel que he escuchado jamás en un disco”. Esta carta es un excelente retrato de Agee, apasionado por la literatura y la música afroamericana con la misma intensidad, inmerso en su época sin discriminar alta y baja cultura.

    En medio de los reportes sobre la guerra en España, Agee toma partido por comunistas y socialistas científicos, expone in extenso sus ideas al padre Flye, lee la bibliografía que el sacerdote le recomienda y resume las variadas formas que ha asumido su espiritualidad. En 1939, antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, se declara “enemigo acérrimo de la autoridad y la obediencia ciega” y un convencido de que “la raza humana está enferma y que esa enfermedad es incurable”. Es por entonces cuando su alcoholismo empieza a tomar forma, provocado por la frustración ante la constante falta de dinero, los trabajos que lo distraían de la creación y la creciente sensación de haber malgastado el tiempo. De hecho, poco antes del fin de la guerra escribe: “Algún día sabré lo joven que era a los 35 años, pero ahora mismo es una edad aterradora”.

    La escasez material, la duda sobre su talento, la compulsión por los cigarrillos y el alcohol, acaban por hundir a Agee en la más rampante depresión. En 1949, todavía empleado por la revista Time, le escribe al padre Flye: “Estos han sido los peores ocho meses de mi vida”. Para entonces estaba determinado a cambiar de empleo y lo logra, mudándose a Los Angeles contratado como guionista, género en que escribió La reina de África (1951) para John Huston y La noche del cazador (1955) para Charles Laughton.

    Los pocos años que le quedaban estuvieron salpicados de ataques cardíacos y batallas contra el tabaco y el alcohol. Fueron años cercados por la inminencia de la muerte y los consejos de médicos y amigos que lo instaban a cambiar su estilo de vida, lo que para Agee significaba convertirse en el tipo de persona que odiaba. El 16 de mayo de 1955 tuvo un infarto en un taxi rumbo a un chequeo con su cardiólogo; ese infarto acabó con su vida.

    En su última carta al padre Flye, escrita apenas cinco días antes, James Agee dice tener “la sensación de estar a punto de morir” y se lanza a describir una hermosa idea para una película en que los elefantes son el pueblo elegido de Dios, encargados con la misión de iluminar a los seres humanos, “esos infieles, esos bárbaros”.

     

    Cartas al padre Flye, James Agee, Jus, 2016, 237 páginas, $17.000.

  139. Raymond Craib: “Para mí es esencial recuperar la alianza entre estudiantes y obreros”

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    Durante 10 años, el historiador de la Universidad de Cornell estuvo trabajando en las persecuciones que sufrieron dirigentes y simpatizantes anarquistas tras las masivas marchas del hambre, y cuyo símbolo trágico es el poeta de 24 años José Domingo Gómez Rojas. Su muerte, ocurrida en un hospital siquiátrico luego de ser acusado de sedicioso, es el nudo de Santiago subversivo 1920, una historia de persecución política y étnica que muestra, a su vez, la convulsionada vida en las asambleas, escuelas populares, teatros, cafés e imprentas.

    por pascual brodsky

    Uno de los mayores aciertos del libro Santiago subversivo 1920, concentrado en los cuatro meses álgidos de un proceso de persecución política, es el detalle con que recorre un entramado de solidaridades y conflictos entre obreros y aristócratas, estudiantes y profesores, poetas y policías, fiscales y sindicalistas. Así, indaga en la experiencia cotidiana de una ciudad donde conviven en un mismo plano personajes recurrentes (Manuel Rojas, González Vera, José Domingo Gómez Rojas) y otros menos visitados, pero no menos brillantes, como Julio Valiente, Casimiro Barrios y los hermanos Gandulfo.

    Desde el primer capítulo, Raymond Craib nos introduce en la vigorosa cultura política y urbana que hizo posible “las marchas del hambre”, en el precario y hacinado Santiago de 1918. Enfocado en los barrios de San Diego e Independencia, Raymond Craib relata la vida diaria en las asambleas, huelgas, escuelas populares, ollas comunes, presentaciones teatrales, conversaciones en cafés y en imprentas. Luego, el relato sigue las consecuencias de la gran marcha que puso a 100 mil personas tomándose la Alameda. El gobierno de Sanfuentes respondió con medidas de emergencia contra la escasez de alimentos y, al mismo tiempo, para recuperar la unidad, promovió un fuerte discurso nacionalista, acusando a las organizaciones populares de querer traer el caos desde la reciente Revolución Rusa, aun cuando la organización más temida por el gobierno era la filial chilena de los Trabajadores Industriales del Mundo (IWW), surgida en Estados Unidos. De inmediato, el gobierno aprovecha un incidente menor en la embajada en Perú, para remover las cenizas de la Guerra del Pacífico, demonizando a los peruanos y propagando una paranoia de espionaje y sabotaje. Así se consigue aplicar la Ley de Residencia: no solo se empiezan a deportar a los residentes de origen peruano (a excepción de los empresarios de renombre); cualquier vínculo de las organizaciones obreras y estudiantiles con Perú bastaba para declararlas ilegítimas.

    Una notable descripción de Santiago complementa el relato de la persecución política y étnica. Abundan las redadas y los montajes policiacos; se controlan los desplazamientos por la ciudad, los dirigentes y simpatizantes anarquistas se fondean en los conventillos, o son capturados y puestos en prisión preventiva, mientras la fiscalía (el juez Astorquiza) busca o inventa los vínculos entre sus organizaciones, partidos y revistas con dineros y políticos peruanos.

    Raymond Craib ha concentrado sus investigaciones en la historia moderna de México y Chile, desde distintas perspectivas: urbanismo, teoría del espacio, historia del anarquismo y del comunismo. Su primer libro fue traducido y publicado el 2014 por la UNAM: México cartográfico: una historia de límites fijos y paisajes fugitivos. El 2015 organizó la conferencia y la recopilación No Gods No Masters No Peripheries: Global Anarchisms. Su segundo libro se titula The Cry of the Renegades (Oxford Press 2016), publicado ahora por LOM y traducido como Santiago Subversivo 1920.

     

    “Siempre estuve interesado en la política de la gente joven, en parte porque repudiaba la manera en que mis propias convicciones políticas de juventud fueron denigradas por una generación más vieja, que las tildó de rudimentarias, faltas de teoría, ingenuas, etc.”.

    ¿Cómo empezó el proyecto de este libro?

    Siempre estuve interesado en la política de la gente joven, en parte porque repudiaba la manera en que mis propias convicciones políticas de juventud fueron denigradas por una generación más vieja, que las tildó de rudimentarias, faltas de teoría, ingenuas, etc. El mismo discurso se repite una y otra vez. Recuerdo en 1999, durante las protestas contra la World Trade Organization (Organización Mundial de Comercio) en Seattle, los reporteros le ponían el micrófono en la cara a alguien y le preguntaban por qué estaba protestando, esperando una exégesis política perfectamente articulada y coherente. Si no la encontraban, usaban ese registro como arma para sugerir que los manifestantes eran unos ociosos, mimados, o que solo habían sido arrastrados por otros agitadores. Este tipo de expectativa es debilitante, reaccionaria e históricamente imprecisa. Entonces, quise capturar ese sentido de fluidez, de riqueza y capacidad. Es una forma de emancipar la imaginación y reelaborar las ideas, para desafiar las exigencias de autoridad.

     

    ¿Cuáles eran sus principales objetivos?

    Para mí era (y es) esencial recuperar la alianza entre los estudiantes y los obreros. Los estudiantes no ocupan siempre una posición de privilegio (ni en el Santiago de 1920 ni ahora). Este supuesto de que los estudiantes y los obreros no pudieron (ni pueden) hacer causa común es equívoca y anacrónica. Como estudiante de doctorado en Yale, los ayudantes fuimos a paro para exigir a la administración el derecho a sindicarnos. Y tuvimos un apoyo fuerte desde los empleados sindicados y el mundo no académico, y vi de primera mano cómo –y de nuevo–, en el Santiago de 1920 y ahora, las categorías de “estudiante” y “obrero” se volvían más fluidas. Pero el proyecto en sí dio sus primeros pasos cuando terminé mi tesis doctoral: tenía dos hijos, y quería escribir un libro que pudiese resonar en ellos cuando fuesen adolescentes. Entonces recogí la hebra de una investigación anterior, sobre la revista Claridad, que existió en Argentina, Perú y Chile. Allí encontré a la figura de José Domingo Gómez Rojas y la importancia que había tenido para su generación y la posterior.

     

    El rol político de los estudiantes es crucial para el período que investigó. ¿Cómo llegaron a politizarse de esa manera?

    La Fech surgió de una protesta en 1906, cuando unos estudiantes de medicina fueron ninguneados durante una celebración en Valparaíso que, se suponía, era en su honor. Estos estudiantes habían estado en la primera línea de voluntarios organizando y habían ayudado a combatir una epidemia. En el evento, se relegó a los estudiantes al fondo de las galerías. Como respuesta, abuchearon a los dignatarios y autoridades que presidieron el evento, y decidieron formar la federación. Hasta 1917 fue un lugar donde los estudiantes podían juntarse, organizarse, y tenían una tendencia reformista, orientada a asuntos estudiantiles. En 1917 tomó un giro más militante hacia la izquierda, con el liderazgo de Santiago Labarca y Juan Gandulfo. Pienso que es una década notable, la de 1910, en que los estudiantes de la Fech estaban cada vez más inmersos en la sociedad, no retraídos de ella, la universidad estaba cambiando, creando nuevas facultades, nuevos cursos de estudio, expandiéndose para incluir a más alumnos; y tiene también a grupos de jóvenes militantes que no estudiaban pero que estaban asociados a la universidad, capaces de organizar y movilizar.

     

    Algunos protagonistas

    Santiago Labarca y Juan Gandulfo son personajes importantes en el libro. Santiago Labarca llegó a Santiago desde Chillán, a estudiar ingeniería, fue partidario de la Federación de Obreros de Chile, dirigente de la Asociación Obrera por la Alimentación Nacional, además de un coeditor del diario anarquista Numen. Juan Gandulfo vino de Los Vilos a la Escuela de Medicina; su habilidad como cirujano era legendaria, lo mismo que su don como orador, escritor, dirigente estudiantil y miembro de la IWW. Ambos estudiantes pasaron a la clandestinidad después de que la Fech criticara la demagogia nacionalista del gobierno, mientras este intentaba justificar un movimiento de tropas hacia las fronteras del Norte. El gobierno criminalizó a la Fech como cómplice de un supuesto sabotaje y espionaje peruano.

    Otro de los blancos del gobierno fue el destacado dirigente político Casimiro Barrios, asociado al Partido Obrero Socialista (POS) y a la AOAN. Era un inmigrante que había vivido y trabajado desde los 14 años en el barrio San Diego. Bajo la Ley de Residencia, hubo una orden expresa de deportarlo (aunque ni siquiera era inmigrante de Perú, sino de España), lo que provocó una serie de protestas desde la Fech y la AOAN, además de algunos senadores.

     

    ¿Puedes comentar la importancia de una figura como Casimiro Barrios para discutir el nacionalismo del gobierno y la importancia de lo que tú llamas “sedentarios radicales”?

    La ironía del caso de Casimiro Barrio es que, a pesar de la retórica del gobierno que lo retrató como un agitador extranjero y una amenaza al orden social traída desde afuera, fue de hecho su sedentarismo –el hecho de haber vivido casi toda su vida adulta en la calle San Diego, conocer las leyes del trabajo, ser un organizador incansable y habilidoso, formar parte de una red de agitadores y activistas– en fin, era eso lo que preocupaba a los que estaban en el poder, incluyendo a los distribuidores locales de vino que no querían sus campañas antialcohol. Pienso que, por la fuerte orientación actual entre los historiadores hacia los estudios trasnacionales, vale la pena no perder de vista la importancia y el poder del lugar.

     

    “Traté de apuntar maneras en que el anarquismo se permea en la vida más cotidiana, basado en Colin Ward, o en Manuel Rojas y sus descripciones del anarquismo como una poética de vida. Por ejemplo, lo que en el libro llamo ‘política de la insolencia’, la forma en que Gómez Rojas y otros mantuvieron una actitud abierta de desafío y desacato a las autoridades”.

    A propósito, ¿qué aspectos de Santiago facilitaron esa cultura de asambleas y escuelas populares?

    Un aspecto clave, y que se mantiene, fue lo compacto de la ciudad. Mientras la universidad se expandía en la primera década del siglo XX, más estudiantes llegaban a Santiago, y la mayoría vivía en pensiones alrededor de la Escuela de Medicina, al norte del Mapocho, pero también estaba la zona de la calle San Diego, a la que Manuel Rojas llamaba el “barrio latino”. En esos lugares, por ejemplo, el café Los Inmortales o El Soviet, o en la imprenta de Numen, los estudiantes se encontraban a diario, ahí la gente se involucraba en sindicatos, se radicalizaban y se organizaban.

    Todavía recuerdo una conversación excelente con Víctor Muñoz y Mario Araya sobre “mapear” los lugares donde la gente trabajó, vivió y se organizó en ese tiempo. Y claro, el libro terminó teniendo varios mapas que intentan ilustrar la política espacial de la ciudad.

     

    Su libro se restringe a un período bastante breve de tiempo, si bien lo cubre desde distintas perspectivas. ¿Por qué ese acercamiento?

    Quería cavar en profundidad en las experiencias de la vida diaria, cuestiones de experiencia, cambio urbano y morfología de la ciudad. Encontré una excelente variedad de fuentes: los registros de la Intendencia, las interrogaciones del Segundo Juzgado del Crimen; las hermosas novelas de Manuel Rojas y las historias breves de José Santos González Vera, entre otros. Uno de mis hallazgos favoritos fue encontrar el cuento sobre el hombre con visión de rayos X, que incluí en el libro. Ese documento tan breve, acerca de un arresto, revela una enormidad sobre tecnología, vigilancia, la policía y los estándares de evidencia en la época. Momentos así me llevaron a querer reconstruir esa vida diaria, en detalle. También traté de apuntar maneras en que el anarquismo se permea en la vida más cotidiana, basado en Colin Ward, o en Manuel Rojas y sus descripciones del anarquismo como una poética de vida. Por ejemplo, lo que en el libro llamo “política de la insolencia”, la forma en que Gómez Rojas y otros mantuvieron una actitud abierta de desafío y desacato a las autoridades y sus protocolos, basada en principios claros, que exacerbaba la intensidad de la persecución que sufrían. A su vez, vi que el trabajo político de organizar, resistir y cambiar estructuras es laborioso, cotidiano, y suele transcurrir sin reconocimiento ni apreciación de otros. La tediosa y casi siempre desapercibida labor de tocar puertas, confrontar violaciones a leyes del trabajo, afrontar el mal tiempo para convencer a la gente de protestar, hacer encuentros en vez de pasar tiempo durmiendo o con la familia. Esto era algo que quise acentuar.

     

    Una muerte violenta

    Entre los casos de “política insolente” destaca la petición de libertad bajo fianza de dos dirigentes políticos (Pedro Gandulfo y Soto Rengifo), al juez Astorquiza, quien procesaba a los “subversivos”. En plena “limpieza” étnica, Gandulfo y Rengifo descubrieron que el mismo juez Astorquiza había nacido en Perú, y publicaron una carta exigiéndole su renuncia. Por supuesto, aparte de denunciar la hipocresía de todo el proceso, la ironía les ganó un nuevo período de confinamiento solitario.

    El otro caso, más famoso, fue la respuesta de José Gómez Rojas, al juez Astorquiza (o “don Pepe”, como Gómez Rojas le decía confianzudamente), cuando este le remarcó que estaba acusado de uno de los crímenes más severos: atentar contra la seguridad interna del Estado. Él respondió: “No nos pongamos tan dramáticos, señor ministro”. En breve, Astorquiza lo mandó a una celda aislada, húmeda y oscura, sin comida, aunque esas celdas podían usarse solo para los culpables y él estaba todavía en proceso. Pronto enfermó, fue trasladado al manicomio y murió. La procesión de su funeral fue una marcha multitudinaria que paralizó el centro de Santiago en pleno viernes por la tarde. Varios sindicatos se declararon en paro; presos desde Santiago y Valparaíso enviaron coronas de flores. Como se nos cuenta en la introducción de este volumen, la popularidad y violenta muerte de Gómez Rojas fue otra de las preguntas que incentivaron la escritura de Craib.

     

    ¿Daría algún consejo para los que están leyendo, escribiendo y “haciendo” historia?

    Bueno, hay mucha presión ahora, especialmente en las universidades, para que haya especialización y dominio a largo plazo de un solo tema. Por ejemplo, se espera que un historiador del México moderno lo sea para siempre y que lea todo el trabajo reciente sobre esa historia. A mí eso no me resulta. Mucha de la inspiración para este libro surgió de leer al crítico marxista y escritor John Berger, al urbanista Henri Lefebvre, al antropólogo Jim Scott, a  Kirstin Ross (crítica literaria que trabaja en Francia) y, por supuesto, de leer a Manuel Rojas y González Vera. También lo inverso es crucial: lo que lees y escribes también es relativo a cómo te comprometes políticamente.

     

    Santiago subversivo 1920, Raymond Craib, LOM, 2018, 280 páginas, $12.000.

  140. Textos carcelarios

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    Existe una antigua tradición literaria, tan persistente y venerable como el ejercicio mismo de las letras: la escritura carcelaria. Cervantes languidece en la cárcel Real de Sevilla y escribe los primeros trazos del caballero imposible. Sade redacta en La Bastilla los infortunios de la virtuosa Justine. Wilde, desde la cárcel de Reading, examina minucioso los eventos que lo llevaron a ese amor trágico y vergonzante. Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel devela los mecanismos del poder fascista desde las entrañas de la bestia. La escritura carcelaria está determinada, qué duda cabe, por las condiciones de encierro.

    La privación de libertad y, en muchos casos, el sufrimiento extremo y cotidiano, marcan esta escritura en sus temas y estilos. Pero las condiciones materiales, tan limitadas y angustiosas, estrechan las posibilidades mismas de escribir. Falta de tiempo y espacio, de luz, de los materiales más elementales, muchas veces la prohibición expresa de escribir, producen obras singulares. Remiendos, miniaturas, camuflajes y contrabandos que marcan el contenido y la forma del libro. Aquí el contexto es ineludible. En la mayoría de los casos, los escritores carcelarios se afanan en testimoniar la dura experiencia. Más aún en la prisión política, donde la denuncia se impone como un deber. La dictadura de Pinochet fue pródiga en estas producciones, cruce de informe político y bitácora infernal. Sin embargo, hay algunos autores, pocos en este ámbito, que escriben de otra cosa, como si pretendieran escapar de la atroz rutina mediante textos ajenos a ese dolor. De esta índole es el primer libro escrito en la cárcel del que se tenga registro en nuestra historia.

    De la Biblia a la Torah

    Valladolid, España, fines de 1884. El erudito historiador y polígrafo chileno José Toribio Medina desciende los escalones de un remoto sótano del castillo de Simancas, vetusta fortaleza que gasta sus piedras desde la época de los romanos. En sus palabras: “Dentro de aquellos muros, en un subterráneo lóbrego y húmedo, verdaderamente fúnebre, oliendo a cadáver putrefacto”, encuentra un tesoro invaluable y estremecedor: los papeles de la Inquisición de todas las colonias del imperio español. Estos documentos estaban perdidos desde la abolición de ese tribunal. Más aún, nunca habían salido a la luz pública, en vista del carácter secreto de los procesos inquisitoriales y de la pretensión del Santo Oficio de condenar a sus víctimas “al eterno olvido, contra su memoria y fama”. De estos documentos terribles rescata el proceso judicial levantado contra del bachiller Francisco Maldonado de Silva, médico penquista y judío quemado en la hoguera de Lima.

    En Chile –valga la aclaración– nunca hubo tribunal de la Inquisición. La sede estaba en Lima, y aquellos desventurados compatriotas que padecieron este tribunal, fueron juzgados y castigados en el Perú.

    El bachiller Francisco Maldonado de Silva se había establecido en la ciudad de Concepción en las primeras décadas del 1600, donde ejercía como cirujano. Era hijo del licenciado Diego Núñez de Silva, médico portugués de origen judío, quien descubierto por la Inquisición, había abjurado del judaísmo para abrazar la fe de Cristo. Por ello el joven Francisco había sido bautizado cristiano, cumpliendo escrupulosamente los mandamientos de la iglesia católica hasta sus 18 años. Pero entrando en la edad adulta, comenzó a dudar de algunas enseñanzas y le pidió a su padre que lo instruyera en la Torah.

    Conmovido por las ansias del muchacho, el padre le reveló cómo había continuado practicando la fe en secreto. Desde entonces, auxiliado por el estudio de la Biblia y de los profetas, el joven Francisco se fue apartando de la ley de Jesucristo para abrazar la ley de Moisés. Padre e hijo fueron cristianos en la forma, pero judíos en el fondo, guardando para ellos el peligroso secreto. Ya habiendo avanzado en la formación judaica, el padre murió, dejando al hijo como único heredero de su fe clandestina. Agobiado por este secreto, en un viaje hecho con su hermana Isabel a unas termas cerca de Santiago, el joven médico se animó a confidenciarle el secreto familiar.

    El desconcierto de la hermana fue tan grande como su terror. La pobre mujer replicó que a los judíos los quemaba el Santo Oficio y que la fe de Cristo era la más santa y buena. Ante aquello, Francisco respondió que el cristianismo era simple idolatría, y que “el decir que la Virgen había parido a Nuestro Señor era mentira, porque no era sino una mujer que estaba casada con un viejo y se fue por ahí y se empreñó…”.

    Abrumada por la terrible revelación, Isabel descargó su conciencia en otra hermana, soltera y beata de la Compañía de Jesús, la cual no halló mejor auxilio para sus angustias que su confesor. Este, como era de esperar, la conminó a declarar ante el comisario del Santo Oficio. Interrogada por el funcionario inquisitorial, la mujer afirmó que había visto a su hermano Francisco ayunar y no comer carne, diciendo que estaba enfermo, pero que a ella le parecía cosa de judíos. Y que sus sospechas aumentaron porque algunos sábados su hermano se ponía camisa limpia. Con estos antecedentes, Francisco Maldonado de Silva fue mandado encarcelar con secuestro de bienes el 12 de diciembre de 1626.

    Acto seguido, recitó de memoria largos pasajes de la Biblia para sostener sus actuaciones sobre la base de la más firme y santa de las fuentes bibliográficas. Los inquisidores quedaron estupefactos ante una doble revelación. El desparpajo suicida del reo al admitir su judaísmo y su vasta erudición en los textos sagrados.

    El reo fue enviado a las cárceles secretas de la Inquisición de Lima y el 23 de julio de 1627 comenzaron los interrogatorios de los inquisidores. El prisionero declaró sin tapujos su condición de judío, afirmando que ayunaba en la cárcel todos los días, menos los sábados, todo por devoción a la ley de Moisés. Acto seguido, recitó de memoria largos pasajes de la Biblia para sostener sus actuaciones sobre la base de la más firme y santa de las fuentes bibliográficas. Los inquisidores quedaron estupefactos ante una doble revelación. El desparpajo suicida del reo al admitir su judaísmo y su vasta erudición en los textos sagrados.

    Comenzó entonces un verdadero desfile de calificadores del Santo Oficio: catedráticos, canónigos, maestros y lectores en teología, todos ellos afanados en convertir al terco Francisco Maldonado de Silva a la fe católica. Incluso se podría aventurar que Maldonado asistió durante su prisión a la más excelente escuela de teología, adelantando en sus estudios bíblicos en constantes controversias con los más afamados teólogos del hemisferio, haciendo así de sus verdugos sus maestros.

    Para hacer una mejor defensa y en la promesa de que si lo convencían de las bondades del cristianismo, abandonaría a Jehová por Jesucristo, pidió libros y papel para redactar sus dudas teológicas. Los inquisidores, en la obligación de convertir al judío, le proporcionaron esos materiales. Así, por largo tiempo, Maldonado de Silva fue escribiendo su doctrina religiosa, en combate singular contra una legión de canónigos. Como evidencia del interés religioso de las argumentaciones, su abogado simplemente renunció a su defensa y el reo concluyó por hacerla él mismo. Es que no era un juicio, era una larga controversia teológica sostenida en bibliografía de consulta, discusiones de expertos teólogos y escritura de textos especializados.

    A cierta altura de la controversia, los inquisidores fueron perdiendo las esperanzas de convertir al contumaz. En audiencia celebrada en enero de 1633, los calificadores de la Inquisición afirmaron que: “Pedía libros y papel para escribir sus dudas y dándosele todo y escrito el reo muchos cuadernos, que todos se mostraron a los calificadores, y quedan con los autos, y al cabo de las dichas disputas se quedó el reo en las mismas pertinencias que antes, habiendo pedido las dichas disputas más para hacerme ver ostentación de su ingenio y sofisterías más que con deseo de convertirse a nuestra santa fe católica”.

    Camino a la hoguera

    Tras seis años de disputas teológicas, los inquisidores habían capitulado. El 26 de enero de 1633 Francisco Maldonado de Silva fue condenado a ser relajado al brazo secular. Esta curiosa denominación refiere a que la Iglesia entregaba al reo a la justicia civil, para que ella y no la religión, lo quemara vivo en la hoguera.

    Enervado y casi delirante, el judío cayó enfermo, agravando los tormentos propios de ese encierro con sus constantes ayunos y penitencias, alimentándose de una mazamorra de harina y agua que lo dejó al borde de la muerte. Según consta en el proceso: “Se debilitó de manera con que no se podía rodear de la cama, quedando solo los huesos y el pellejo, y ese muy llagado”.

    Así llegó la fecha del martirio, el 23 de enero de 1639. Ese día la ciudad de Lima parecía adornada para una fiesta. Los habitantes se aglomeraron en las calles por donde iba a pasar la procesión, pues el elaborado protocolo de estas carnicerías provocaba sensación.

    Reducido a un obstinado esqueleto, le fue negado el acceso a libros y papel. En esas condiciones, el 12 de noviembre de 1638 se efectuó la decimotercera y última discusión teológica entre el judío y los inquisidores. Por más de tres horas disputó con un triunvirato de doctos padres jesuitas. Según el expediente, cuando esta última controversia finalizaba, Francisco Maldonado de Silva “al levantarse del banquillo, sacó de la faltriquera dos libros escritos de su mano, en cuartilla, y las hojas de muchos remiendos de papelillos que juntaba, sin saberse de dónde los había, y los pegaba con tanta sutileza y primor que parecían hojas enteras, y los escribía con tinta que hacía de carbón, y el uno tenía ciento tres hojas y el otro más de ciento, firmados de una firma que decía ‘Helí Judío, indigno del Dios de Israel, por otro nombre Silva’”.

    Así llegó la fecha del martirio, el 23 de enero de 1639. Ese día la ciudad de Lima parecía adornada para una fiesta. Los habitantes se aglomeraron en las calles por donde iba a pasar la procesión, pues el elaborado protocolo de estas carnicerías provocaba sensación. El magnífico despliegue iba encabezado por una muchedumbre de curas y cruces, y tras estos venían los condenados: hechiceros, bígamos y herejes, más otros sentenciados al azote, llevando una gruesa soga atada al cuello, y al final los condenados a la hoguera, con trajes adornados con demonios, serpientes y dragones.

    Llegados al tablado de la ejecución, los infelices comenzaron a flaquear en un atroz espectáculo de miseria humana. Un tal Antonio de Espinoza se quiso retractar, otro llamado Juan Rodríguez se hizo el loco; otro más, Tomé Cuaresma, pidió misericordia a gritos… y por fin Francisco Maldonado de Silva, flaco, encanecido, con la barba y el pelo largos, apareció luciendo atados a su cuello todos los libros que había escrito en presidio.

    Llegados al tablado de la ejecución, los infelices comenzaron a flaquear en un atroz espectáculo de miseria humana. Un tal Antonio de Espinoza se quiso retractar, otro se hizo el loco y uno llamado Tomé Cuaresma pidió misericordia a gritos… y por fin Maldonado de Silva, flaco, encanecido, con la barba y el pelo largos, apareció luciendo atados en su cuello todos los libros que había escrito en presidio.

    Concluida la relación de las causas, el viento rompió el telón del tablado, justo frente a Maldonado de Silva, quien exclamó enardecido: “Esto lo ha dispuesto así el Dios de Israel para verme cara a cara desde el Cielo”. Acto seguido, fueron llevados al quemadero, acompañados de muchos religiosos que les iban predicando mientras eran conducidos a las llamas. Asistió el alguacil mayor de justicia, los ministros y el escribano público, quien no se apartó hasta que el secretario dio fe de como quedaron convertidos en cenizas.

    José Toribio Medina trajo a Chile las copias de los procesos de la Inquisición en América. De este enorme trabajo archivístico compuso una serie de muy valiosos volúmenes: la Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, publicado en 1887; La Historia de la Inquisición en Chile, publicado en 1890, y las inquisiciones en las Islas Filipinas, Cartagena de Indias, México y las provincias del Plata, respectivamente.

    En Chile, valga la aclaración, nunca hubo tribunal de la Inquisición. La sede estaba en Lima, y aquellos desventurados compatriotas que padecieron este tribunal, fueron juzgados y castigados en el Perú. Pero para efectos prácticos, Medina agrupó los procesos que involucraban a chilenos en dos volúmenes dedicados a nuestro país. Ahí se encuentra la copia del proceso de Francisco Maldonado de Silva. Los libros que confeccionó en la cárcel, como vimos más arriba, se quemaron en la hoguera junto con él. Los diversos cuadernos que en su momento redactó para sostener su doctrina, y que según informa el proceso, fueron adosados a los expedientes, no están disponibles en la obra publicada por Medina. Ignoramos si esos papeles se conservan hasta la actualidad, si Medina los copió o si, por fortuna, se encuentran los originales de puño de Maldonado entre los archivos conservados en España. En el Archivo Nacional de Santiago se preservan los 65 volúmenes que Medina rescató en Simancas.

  141. Emociones convulsionadas

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    Tracey Emin, quien construyó una obra visual a partir de su vida íntima, ha escrito también dos libros memorables: en uno recrea su infancia y entrega las claves que la llevaron a convertirse en artista; el otro se compone de las columnas que publicaba en The Independent, cuando ya era una celebridad pero, como si todavía estuviese unida por un hilo secreto al rechazo y la angustia y los abusos que padeció en la niñez, sigue sola, anhelando un poco de compañía y ternura. En vez de provocarnos como en sus instalaciones, la honestidad, el humor y la fuerza de sus textos generan una exquisita complicidad.

    por silvana angelini

    En sus dos libros Tracey Emin aparece en la portada. Su boca, siempre medio ladeada, y el mentón en alto, que en su caso es más una señal de decisión y firmeza que de mera arrogancia. En las entrevistas y videos que se pueden ver en YouTube se ve que habla a mil, con un tono inglés de provincia (pasó su niñez y adolescencia en Margate, Kent) y un look siempre despeinado.

    Que aparezca ella en la portada no es casual. Su obra –pintura, escultura, fotografía, instalación y performance– es, en esencia, biográfica. Ella es el centro de su obra. Cecilia Pavón, escritora y artista argentina, comenta en el prólogo del libro Proximidad del amor, que Emin “expone en un lenguaje claro y directo sus emociones convulsionadas”.

    Emin es eso. Emociones convulsionadas. Puede estar hablando de cómo se emborrachaba a los 13 años, de la ausencia de su madre, de la cercanía con su padre, de cómo se siente una puta con los hombres, de cómo perdió los dientes incisivos en la adolescencia, de la imposibilidad que siente para amar, de su violación en la adolescencia y los dos abortos que le marcaron la vida. Todo lo que escribe tiene esa mirada: honesta, limpia y voraz.

    La artista vivió hasta los 14 años en Margate, con su madre y su mellizo Paul. Vivieron en varias casas y hoteles. Emin cuenta que nunca sintió que tenía un hogar, la idea romántica de llegar a una casa y que la madre la esperara para comer. Todo este relato de soledad lo escribe en Strangeland, que se divide en tres partes: Motherland, Fatherland y Traceyland. Las tres tierras que habitaron su existencia: su madre, el padre y cómo sus propias experiencias la llevaron finalmente a convertirse en figura central de los Young British Artist en los 80.

     

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    Philip Roth en Operación Shylock conversa con un amigo en Israel y comenta: “La infancia de Apter seguía encadenada hasta ahora: es una persona que en plena edad madura sigue siendo incapaz de contener las lágrimas ni controlar sus rubores, y que a duras penas si se eleva del suelo lo suficiente como para mirarle a uno a los ojos. Una persona cuya vida está en manos del pasado”.

    En un momento, la lectura de los libros de Emin produce la sensación de que su vida ha estado en manos del pasado, como dice Roth, y que ciertas experiencias incluso podrían hundirla en un pozo. Pero la infancia no alcanzó a encadenar a Emin, sino que por una combinación de voluntad, deseo, fuerza expresiva y confianza en sus intuiciones, ella aprendió a usar todas esas experiencias en su obra, se elevó del suelo y armó un imaginario a partir de su historia privada.

    La lectura de los libros de Emin produce la sensación de que su vida ha estado en manos del pasado, y que ciertas experiencias incluso podrían hundirla en un pozo.

    Ya en las primeras páginas de Strangeland comenta: “Cuando nací creyeron que estaba muerta. Paul llegó primero, 10 minutos antes que yo. Cuando me tocó el turno, salí sin grandes complicaciones: pequeña, amarilla y con los ojos cerrados. No lloré. Porque en el momento de venir a este mundo tuve la sensación de que había cometido un error”. Emin ve su nacimiento como una epifanía de las duras experiencias de su niñez y, sobre todo, de su adolescencia: “Cuando era pequeña intenté morirme un par de veces. Mi método más logrado fue tratar de asfixiarme aplastando la boca contra un lado del capazo… pero uno trata de vivir”.

    Emin intentó sobrevivir sin la ayuda de nadie. Menos de su madre, quien trabajaba de mesera y mucama desde muy temprano y hasta muy tarde. Vivió una niñez solitaria, y poco a poco se fue distanciando de su hermano Paul, quien la obligaba a verlo masturbarse y a mostrarle sus partes íntimas. Su madre no tenía recursos para arreglarle los dientes –que por la desnutrición los tenía hecho pedazos– ni pagarle anteojos. Tuvo varios desórdenes alimenticios que la llevaron a desarrollar una anorexia y más adelante, a tener dientes postizos por culpa de esta enfermedad.

    Este relato se asemeja a la historia de Emma Reyes en Memorias por correspondencia, libro que se convirtió en best seller en Colombia. Ahí Reyes escribe sobre cómo su madre (que nunca realmente sabemos si lo fue o no) la abandona con su hermana y llegan a un convento de monjas del terror. Ahí es obligada a trabajar día y noche bordando para la Iglesia y los ricos de Colombia. Reyes, al igual que Emin, tenía problemas de desnutrición y era bizca. La hacían usar unos “anteojos” de papel que la volvían cada vez más ciega. Ambas comparten la soledad, la incomprensión y la lejanía a todo lo lindo –se supone– que pueden tener las experiencias de la niñez.

    Emin nunca se victimiza, ni siquiera cuando le cuenta el episodio de su violación a la madre: “No llamó a la policía ni armó ningún jaleo. Se limitó a lavarme el abrigo y todo siguió su curso normal, como si nada hubiera sucedido. Pero para mí la infancia había terminado; yo había cobrado conciencia de mi vertiente física, también de mi presencia, y me había abierto a las feas verdades del mundo. Con 13 años, me di cuenta de que existía un peligro en la inocencia y en la belleza, y que no podía vivir con las dos”.

    A esas alturas del libro, Emin es un poco Alicia en el país de las maravillas, una niña cayendo por un agujero negro, cayendo sin parar y exponiéndose a la dureza de la vida: “Tenía 13 años; me habían violado, me había quedado sin incisivos y la vida me había defraudado. Pero sabía que había algo mejor: existía un exterior, algo exterior a mí”.

    ¿De qué manera nuestras experiencias más dolorosas pueden despertarnos o dejarnos permanentemente en el vacío? ¿Cómo podemos usar ese despojo de toda conexión con el mundo, con lo real, y convertirlo en arte? Emin sabía que existía “algo” exterior a ella, algo que permitiría sacarla de su agujero: el arte.

     

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    En el libro El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Conversaciones con Francis Bacon, de Franck Maubert, el pintor inglés contesta a la pregunta sobre qué es un artista: “Es preciso que el tema te absorba por completo, si no tienes un tema que te roa por dentro caes en lo decorativo… Yo necesito que los temas me emocionen profundamente”.

    Pareciera que Emin hubiese seguido al pie de la letra el dictado de Bacon: ella expone sus emociones, frustraciones e historias en toda su obra. Mejor, su biografía será el tema que la absorberá por completo.

    Tras dejar el colegio a los 13 años, se trasladó en 1987 a Londres para estudiar en el Royal College of Art. Una de sus obras más conocidas es My Bed (1998), donde recrea su pieza: una cama sin hacer, con colillas de cigarros, vodka, condones, calzones con menstruación y más: “Aquella cama era el autorretrato de alguien muy devastado, entonces, por amor. Llevaba 15 días aislada, borracha después de sufrir un aborto”. Otra de sus obras emblemáticas es Everyone I Have Ever Slept With 1963-95 (1995). Esta es una carpa azul con las fotos de todas las personas con quienes Emin se había acostado en el trayecto de esos años.

     

    Instalación Everyone I Have Ever Slept With, 1963-65.

     

    Ambas exposiciones son las más emblemáticas de Emin, en las cuales usa la instalación como elemento principal. A pesar de esto, Emin reconoce y entronca con figuras fundamentales de la pintura, como Edvard Munch y Egon Schiele. El primero, precursor del expresionismo, intentaría, al igual que Emin, “diseccionar el alma”, explorar la existencia humana, los sentimientos y la tensión amor y odio. El 2015, la artista realizó una exposición donde dialoga con Egon Schiele. El montaje se titulaba “Dónde quiero ir”, y consistía en 80 de sus dibujos más otros de Schiele seleccionados por ella. El curador del Leopold Museum afirmó entonces que la obra de Emin es “mordaz y directa. Su propia experiencia la dota de una inagotable inspiración, posee un lenguaje afilado, donde expone sus humillaciones, esperanzas, fracasos y éxitos”.

    Schiele tuvo una gran influencia en Emin, quien poco antes de la muestra, el 2011, se había convertido en profesora de dibujo en la Royal Academy of Arts de Londres. Los cuadros de la exposición mostraban, al igual que varios de Schiele, parejas en la cama, mujeres con las piernas abiertas y trazos firmes que pintan contornos de cuerpos de mujeres.

    Al igual que en Everyone I Have Ever Slept With 1963-95 y My Bed, el sexo y el amor, y cómo estos se manifiestan de manera problemática, son el núcleo del libro Proximidad del amor, armado a partir de las columnas que la artista publicaba cada semana en el periódico The Independent, entre 2005 y 2009.

    Ella está constantemente haciendo un balance entre los sentimientos y el sexo, y en sus textos habla abiertamente de sus emociones más profundas: “¿Alguna vez has deseado tanto a alguien, con tanta intensidad que te parecía que te vas a morir? ¿Que el corazón te iba a dejar de latir sin más? Ahora siento ese deseo, pero no sé quién me lo inspira. Mi cuerpo entero anhela que lo abracen. Me embarga la acuciante necesidad de amar y ser amada. Quiero que mi mente se sumerja en la de otro. Quiero liberarme de la desesperación gracias al amor que siento por otro. Quiero ser parte de alguien físicamente. Quiero fusionarme. Quiero estar abierta y ser libre para explorar todas las partes de esa persona, como si me estuviera explorando a mí misma”.

    En estas páginas también se la ve como una celebridad del mundo del arte. Un día puede tomar un avión a Estados Unidos a ver a Louise Bourgeois o partir en un jet con un amigo a la Bienal de Venecia. Las fronteras se diluyen en la champaña que, al mismo tiempo, simboliza el glamour que distingue a esa escena artística de punta, atrevida pero siempre sofisticada. “Pero volvamos al arte”, dice Emin. “La Bienal de Venecia es como las olimpiadas del arte, países de todo el mundo compiten con sus pabellones, mostrando los artistas que los representan mejor en ese momento de la historia… me encanta ir a Venecia porque reafirma mi fe en el arte, y como artista, no puedo decirles lo importante que es eso. (…) El arte ha sido mi mejor amigo y mi guía espiritual, y en los peores momentos de mi vida, me ha levantado del piso y me ha cuidado. Gracias, arte, te amo”.

     

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    Emin en toda su escritura comenta el interés por conectarse con alguien, no solo física sino también emocionalmente. A pesar de tener varios noviazgos que le rompieron el corazón, de hombres que no la quisieron y que la arrastraron por el piso, ella no se cierra al amor. Tampoco disimula. Admite que se siente sola y desprotegida, aunque también en su relato usa el humor para reírse de sus miserias: “Tengo un problema terrible, no puedo tener sexo con hombres de pija chica. Oh sí, lo he intentado, pero realmente no puedo. Pero mucha gente sí puede. Entonces, no he tenido sexo por dos años. ‘Hola, ¿cómo estás?… mi nombre es Tracey… ¿De qué tamaño es tu pija?’ Esa nunca es una buena forma de romper el hielo”.

    En estas páginas también se la ve como una celebridad del mundo del arte. Un día puede tomar un avión a Estados Unidos a ver a Louise Bourgeois o partir en un jet con un amigo a la Bienal de Venecia. Las fronteras se diluyen en la champaña que, al mismo tiempo, simboliza el glamour que distingue a esa escena artística de punta, atrevida, pero siempre sofisticada.

    Uno de los elementos más atractivos es la distancia que provoca la ironía. Nunca se victimiza, nos hace cómplices de su sufrimiento y a la vez de sus alegrías o incluso pesadeces. En rigor, Emin pareciera no tener filtro, es decir, ser capaz de decir lo que muchos pensamos y no nos atrevemos. Un ejemplo de Proximidad del amor:

    “–¿Asiento fumador o no fumador?

    –No fumador, desde luego, y pasillo; no voy bien de la vejiga. Y nada de niños pequeños.

    Me contempló atontada.

    –Que no quiero sentarme al lado de ningún niño pequeño que chille, gracias.

    –Eso no lo puedo evitar –contestó–. Ya se han registrado todos los pasajeros.

    –Pues a eso me refería: si ya se han registrado, ya no le hace falta a usted ponerme cerca de ellos. Sonreí y me marché”.

    Emin tiene una capacidad de verse y reírse de sí misma, de contar episodios tristes y mezclarlos con algo cómico, siempre con un pie en lo incorrecto. No suelta al lector, es una especie de imán, queremos seguir leyéndola y mirar su vida, espiarla y observar desde cómo se emborracha hasta cómo se acuesta sola en la madrugada. La capacidad para exponerse, más allá de la vergüenza o el decoro, hacen que Emin transmita una sensación de verdad única. “Es complicado ser una mujer soltera y salvaje”, se lee en estas páginas. “Me parece muchísimo mejor masturbarme antes que partirle el corazón a alguien”, anota más adelante.

    En un mundo donde exponer las propias emociones es perder, Tracey Emin sin duda ha perdido muchas veces. Sin embargo, tampoco hay duda de que nos gana como lectores. Ya lo decían The Smiths, sus contemporáneos: “Es tan fácil reír, es tan fácil odiar, se necesita fuerza y agallas para ser delicado y amable”.

     

    Strangeland, Tracey Emin, Alpha Decay, 2016, 240 páginas, $23.600.

     

    Proximidad del amor, Tracey Emin, Mansalva, 2012, 128 páginas, $10.000.

  142. La ilusión de los perdedores

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    La obra de Marcelo Lillo es la de un extraño outsider, que en los 10 años que van desde su primer libro publicado ha sabido labrar su propia leyenda de perdedor incisivo, de posible suicida alejado del mundillo literario, que vive de perseverar en la escritura. En esta antología de cuentos el sur del mundo se agolpa y deja sentir su frío, pero también el calor del roce entre algunos seres humanos cuando se encuentran verdaderamente.

    por lorena amaro

    Si hay algo que resalta en la narrativa de Marcelo Lillo, y en este libro que se presenta como su obra reunida (una selección de sus mejores relatos, publicados y nuevos, barajados, como plantea Ignacio Echevarría en su epílogo, “con sutil intención”), es la persistencia de un narrador masculino y en primera persona, que muestra al lector las miserias de un mundo corroído por la humedad, la pobreza, el abandono. Es indudable que el autor tiene lo que llaman oficio: con frases cortas y diálogos bien armados, seduce fácilmente a los lectores. Pero hay ciertos tics que también pueden alejarlos, como el uso del famoso knock-out del que hablaba Cortázar, el uso de algún elemento inesperado o un remate con aire de moraleja, que vuelve bastante esquemática su propuesta. Con el lenguaje, sencillo y directo, ocurre otro tanto: por momentos abandona su cotidianidad y fluidez, para atildarse.

    Lillo es, sin lugar a dudas, un narrador que apuesta por lo conocido; conservador no solo en su sintaxis, sino también en la mirada que ofrece del mundo afectivo, en que las mujeres son por lo general madres abandonadoras, a punto de hacerse viejas, prostitutas, asesinas, alcohólicas o comedoras compulsivas que se resisten a cumplir un rol familiar. Hay en los narradores de Lillo cierto desprecio compasivo por ellas. En lo que respecta a los varones, se inician en el mundo del boxeo, tienen sus primeras relaciones sexuales con mujeres decadentes, y observan a sus parejas y padres con una mezcla de estupor, odio y conmiseración. Varios de los narradores de estos cuentos podrían ser, de hecho, uno solo, algo misógino, algo misántropo, solitario, desesperanzado, melancólico.

    Sobresale su capacidad para generar atmósferas en que es imposible no sentir piedad por los personajes, por su espera anodina de la muerte frente a un televisor, por sus fiestas que son todo menos festivas, por sus encuentros inesperados y mínimos.

    Si algunos de estos cuentos son valiosos, es por un rasgo que va más allá de su sintaxis y su relación de parentesco, insistentemente subrayada por la crítica, con la narrativa de Carver: se trata de su capacidad para generar atmósferas en que es imposible no sentir piedad por los personajes, por su espera anodina de la muerte frente a un televisor, por sus fiestas que son todo menos festivas, por sus encuentros inesperados y mínimos, después de décadas sin verse, en un bar de paso o una tienda de arriendo de videos. El sur del mundo se agolpa aquí y deja sentir su frío, pero también el calor del roce entre algunos seres humanos cuando se encuentran verdaderamente.

    Es de esperar que en un conjunto de 30 relatos algunos decaigan, como ocurre con varios de ellos: el anecdótico “Vía crucis” o el lastimero y por momentos meloso “¿Hasta cuándo crees que voy a amarte?”. Pero otros tantos posiblemente perduren, como “El fumador”, cuento con el que acertadamente abre el volumen, o “Hablando de ballenas”, “Cazadores”, “Hielo” y “La felicidad”. En ellos su autor pareciera desarrollar más una didáctica que una estética: “Ilusionarse es la principal característica de los perdedores”, escribe en “Una puta oración”, idea que rondará varios de sus relatos, al igual que otras que bien podrían definir el universo del autor: “He pensado también que en las escuelas deberían enseñar no solo matemáticas e historia, sino también a saber distinguir entre una existencia verdadera y una falsa” (“Cazadores”); “El amor (…) es una ilusión para que los humanos creamos que existen personas con las cuales complementarnos y unirnos ojalá para toda la vida, aunque la vida es una tajada de torta, un plato de comida muy condimentada o una arcada de pura bilis. Un crash donde el amor se cuela de pronto” (“¿Hasta cuándo crees que voy a amarte?”).

    La obra de Lillo es la de un extraño outsider, que en los 10 años que van desde su primer libro publicado ha sabido labrar su propia leyenda de perdedor incisivo, de posible suicida alejado del mundillo literario, que vive de perseverar en la escritura. Un escritor con una ética severa, que puede llegar a ser cruel con sus personajes, y que busca, a pesar de su evidente realismo y parquedad, hacerse, en lo posible, inclasificable.

     

    De vez en cuando, como todo el mundo, Marcelo Lillo, Lumen, 2018, 418 páginas, $16.000.

  143. Muere el filósofo Clément Rosset

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    Vuelvo entonces a la “elección de las palabras”, expresión con la cual designo aquí la decisión de escribir (inseparable en mi opinión, lo vuelvo a decir, del hecho de pensar) a la vez que la elección de los vocablos, de las frases, que se supone “manifiestan” tal pensamiento (mientras que en realidad constituyen cada una de sus piezas). Esta última elección es esencial, ya que de ella dependen no solo la forma sino el propio contenido de lo que se dará a leer y a pensar —por lo demás, no hay razón, si se está de acuerdo con lo que precede, de distinguir realmente entre forma y contenido, ni entre leer y pensar. Sobre este punto ocurre lo mismo con todo texto, filosófico o no, pero también con toda producción, por ejemplo plástica o musical: es en el momento de la “realización” que todo se decide. Así, la riqueza de una partitura musical no es determinada por las intenciones previas del compositor, como lo ha repetido Stravinsky, sino por la mano que decide, caso por caso, entre un fa sostenido y un fa natural, entre un silencio y una prolongación. De igual forma, la calidad de un texto depende menos de la inteligencia de aquel que se dispone a escribirlo que de las decisiones afortunadas que toma, línea tras línea, en el momento en que escribe el texto. Naturalmente, ocurre que un libro o una partitura no sean, en lo esencial, nada más y nada menos que el reflejo de las disposiciones de ánimo de su autor, anteriores al verdadero “trabajo”, quiero decir a la concepción, como lo dice bien la lengua española. Es incluso el caso más frecuente, pero es también el caso de toda producción lastimosa, reducida a no expresar más que la “alegría de apestar” que Nietzsche atribuye, de manera muy injusta por cierto, a Émile Zola: la obra no huele a nada, pero uno se llena la nariz del perfume de su autor. Reducida también, y sobre todo, a no expresar nada precisamente, es decir, casi a no decir nada. De aquí el aprieto del comentador, cuando se le obliga a expresarse, así como ocurre a los correctores de disertaciones de filosofía,[1] mientras que estos tampoco tienen, precisamente, nada que decir. Salvo que inscriban en el encabezado del libro o del deber el único y uniforme comentario que valga, tomando prestado el título de un opúsculo de Samuel Beckett: Mal visto mal dicho. Beckett justamente ha renunciado a separar con una coma el “mal visto” del “mal dicho”. Pues uno y otro se confunden, como se confunden el fondo y la forma: está mal visto porque está mal dicho, está mal dicho porque está mal visto. O, como ocurre muy a menudo, no está ni visto ni dicho. Y no se ve muy bien lo que podría “tenerse que decir” sobre algo que no ha sido dicho.

    La calidad de un texto depende menos de la inteligencia de aquel que se dispone a escribirlo que de las decisiones afortunadas que toma, línea tras línea, en el momento en que escribe el texto. Naturalmente, ocurre que un libro o una partitura no sean, en lo esencial, nada más y nada menos que el reflejo de las disposiciones de ánimo de su autor.

    Sin la palabra, que es la única que cuenta en la expresión de un pensamiento, el pensamiento en cuestión no es nada más que un fantasma en espera de un cuerpo. Donde faltan las palabras para decirlo, falta también el pensamiento. Es por ello que no le encuentro, personalmente, una gracia particular a la fórmula que ha hecho la fortuna de Wittgenstein, al final del Tractatus Logico-Philosophicus: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”. Me parece un poco obvio y bien superfluo, incluso sádico, dar la orden de callarse a alguien que ya se encuentra en la imposibilidad de hablar. Es verdad que Wittgenstein apunta con esta fórmula menos a la capacidad de hablar que a la de mantener un discurso confuso, o sea, de hablar para no decir nada.[2] También es cierto que Wittgenstein, a partir de las Investigaciones filosóficas, insiste constantemente en la “connaturalidad” del pensamiento y del lenguaje, tesis de la cual usted ha podido ver me inspiro ampliamente en mi respuesta a su carta. Un hecho que según yo contribuye a probar este carácter indiscernible del pensamiento y de la palabra es que perder uno se reduce indefectiblemente a perder la otra. Uno no se da cuenta siempre de ello, imaginando de buen grado que se ha perdido de vista una idea mientras que simplemente se han olvidado las palabras que, solas, podrían constituirla, o más bien reconstituirla. Es por ello que tenemos con frecuencia la ilusión de estar en busca de una idea mientras estamos en realidad en busca de una palabra. De Bonald, cuya teoría del lenguaje es en diversos aspectos bastante próxima a los análisis de Wittgenstein, pensaba lo mismo: “Así, cuando buscamos nuestras propias ideas, no hacemos realmente otra cosa que buscar las palabras que la expresan, ya que la idea solo se muestra a la mente cuando la palabra ha sido encontrada, e incluso las palabras de las que nos servimos para expresar la correspondencia con las ideas, reflejar, expresar, representar, significan solamente que la palabra refleja la idea que buscamos, y que se perdería sin la expresión que la representa o que la hace presente a la mente”.

    Esta importancia de la palabra explica en mi opinión la angustia, enigmática en apariencia, teniendo en cuenta la aparente insignificancia de lo que está en juego, que nos atrapa a menudo cuando somos incapaces de rememorar una palabra, de encontrar la única palabra que puede designar y de alguna manera encarnar, ya lo sabemos, lo que queremos expresar. Ya que hemos perdido la palabra al mismo tiempo que el contenido que le es indisociable, así como, cuando en una multitud perdemos un niño que nos han encargado un momento y del cual hemos olvidado el nombre, no solo hemos perdido el nombre del niño, sino también el propio niño. Y sobre esta angustia —de no dominar la realidad ya que no controlamos del todo las palabras y las ideas que habían terminado por hacérnosla familiar— viene a injertarse otra angustia, más profunda, que proviene del hecho de que uno no está seguro de que lo que ha desaparecido momentáneamente pueda reaparecer tarde o temprano. Así ocurre en Los ciegos de Maeterlinck, cuyo argumento trágico a la vez que divertido parece prefigurar la trama de las obras de Samuel Beckett: durante una parada al término de un largo paseo en compañía de un monitor vidente que los guía, unos ciegos viejos esperan indefinidamente y en vano el regreso de este, que debe llevarlos de regreso al redil después de haberse eclipsado un momento, pero que no volverá nunca, a causa de la muerte súbita que le ha sobrevenido en el transcurso de la parada. Acurrucados en el hueco de un peñasco, incapaces de moverse provechosamente de ahí a causa de su ceguera, ya semiparalizados por el frío de la noche que cae, a nuestros ciegos solo les queda esperar su propia muerte, como una colonia de pájaros migratorios clavada en un sitio por un cambio de clima brusco e intempestivo. El problema de la palabra olvidada tiene evidentemente una relación estrecha con el del guardián muerto evocado por Maeterlinck: privado de la guardia de la palabra, el pensamiento se marchita y muere. Uno intenta tranquilizarse repitiéndose que, en experiencias precedentes y similares, la palabra y la cosa han terminado siempre por reaparecer. Pero tanto va el cántaro al agua que al final se rompe. Esta es quizás la buena, esta vez la palabra podría no volver. Esta doble angustia, de perder momentáneamente el control de la palabra y de sospechar que esta pérdida podría revelarse definitiva, hace del bloqueo de la rememoración una especie de sabor anticipado de la muerte, como lo dice Pascal Quignard en un pequeño ensayo consagrado precisamente a esta cuestión del olvido de la palabra: “La experiencia de la palabra que uno sabe y de la que se siente como destetado es la experiencia en la que el olvido de la humanidad que está en nosotros nos agrede. (…). Es la experiencia en la que nuestros límites y nuestra muerte se confunden por primera vez”. Pierre Fédida expresa una idea similar sobre el tema del olvido de los sueños, que describe justamente como la “amenaza del aniquilamiento absoluto”, el prototipo perfecto y el síntoma precursor del hecho de la desaparición pura y de la muerte. En efecto, el sueño olvidado está perdido para siempre, para sí como para todo el mundo: la única persona que podría dar testimonio de su realidad, el soñador, se descubre a sí mismo incapaz de decir algo al respecto, esto mientras sabe pertinentemente, y tal saber es una tortura, que el sueño en cuestión ha sido perfectamente soñado. Modelo de existencia frágil y volátil, el sueño olvidado nos recuerda con fuerza el carácter frágil y volátil de toda existencia.

    Un hecho que según yo contribuye a probar este carácter indiscernible del pensamiento y de la palabra es que perder uno se reduce indefectiblemente a perder la otra. Uno no se da cuenta siempre de ello, imaginando de buen grado que se ha perdido de vista una idea mientras que simplemente se han olvidado las palabras que, solas, podrían constituirla, o más bien reconstituirla.

    Durante una reciente defensa de tesis de doctorado en filosofía, en cuyo jurado yo figuraba, recuerdo haber sido impresionado vivamente por la intervención final del presidente del jurado, que soltó, con una voz tonante, un discurso particularmente cuidado y argumentado que pretendía establecer, de la manera más “científica” posible, por una parte, la nulidad intelectual del candidato (ejercicio habitual en una defensa de tesis), y por la otra, accesoriamente, lo que es probablemente menos frecuente, la de los miembros de su propio jurado. Este “discurso aplanador”, para decirlo como Protágoras, me dejó muy perplejo: por una parte yo aplaudía interiormente lo que decía el orador, que era efectivamente tan plausible como convincente, pero por la otra me rebelaba contra este sentimiento, considerando confusamente —sin poder determinar en ese momento las razones de ello— que todo lo que nos estaba siendo así doctamente administrado no era más que un puñado de absurdidades y de sofismas. Al salir de la defensa, intenté en vano conciliar mis impresiones contradictorias. Sentía fuertemente que había en ellas una idea capaz de abarcar mi adhesión a la vez que mi no adhesión a un discurso, que en sí mismo era convincente a la vez que no convincente. Y sabía, con más certeza aún, que había una palabra capaz de expresar esta idea: me ha…; he sido… Pero ¿qué exactamente? Por más que me esforcé, me fue imposible encontrar la palabra acertada, imposible encontrar la idea. Y sin embargo sé bien que hay una palabra, que tengo en la punta de la lengua, y que expresa la idea de estar convencido a la vez que la de no estar convencido para nada. Desgraciadamente, esta palabra se me escapa.

    Abro aquí un paréntesis, sin relación directa con mi propósito, para observar que la incapacidad de la retórica mejor argumentada de obtener la convicción no es fundamentalmente diferente de la impotencia ordinaria del lógico para conseguir, de parte de aquel que lo escucha o lo lee —a menos que sea un colega, en cuyo caso picaría el anzuelo del asunto y emprendería enseguida su refutación—, otro efecto que una adhesión blanda a una verdad reconocida como cierta, pero también como sin gran consecuencia ni gran alcance. Ionesco describe a su manera, exageradamente pero no sin un poco de razón, esta impotencia de la lógica en el primer acto de su pieza El rinoceronte. Mientras que una ciudad entera está acorralada, rinocerontes furiosos la atraviesan de un lado a otro y amenazan con triturar todo a su paso, un lógico se presenta e intenta calmar los ánimos, gracias al recurso al silogismo. Intenta primero uno, que no tiene gran efecto: “He aquí un silogismo ejemplar. El gato tiene cuatro patas. Isidro y Fricot tienen cada uno cuatro patas. Luego Isidro y Fricot son gatos”. Después otro, que tampoco da en el blanco: “Otro silogismo: todos los gatos son mortales. Sócrates es mortal. Luego Sócrates es un gato”. Lo burlesco de esta intervención de la “lógica” me parece que viene menos del carácter absurdo y formalmente falso de los razonamientos en cuestión que de su carácter intempestivo, me refiero al carácter totalmente ajeno a las circunstancias: mientras que se le interroga sobre lo real, en este caso la presencia inquietante de rinocerontes en la ciudad —presencia inverosímil en sí misma, es verdad, lo que vuelve la escena absurda en segundo grado—, el lógico se enzarza y continuará enzarzándose mucho tiempo en problemas que conciernen la definición correcta de la esencia del gato y que no tienen nada que ver con la situación presente. Y seguirá haciendo gala de esta incapacidad de conocer de esta situación cuando se le ruegue que olvide un instante sus gatos y que concentre toda su fuerza mental en el problema planteado por los rinocerontes. Al término de una argumentación apretada y pasmosa, que recuerda un poco las argucias que gustan a los filósofos “analíticos” del otro lado de la Mancha y del Atlántico, solo logrará establecer que es imposible decidir lógicamente entre la unidad y la multiplicidad de los (o del) rinoceronte(s)[3] que atraviesan (o atraviesa) la escena, ora en un sentido, ora en el otro. En este “desfase” entre un problema dado y su tratamiento lógico, hay una suerte de grieta que se abre entre la realidad y el pensamiento, la cual me parece que no solo interesa a la lógica extraviada del lógico de El rinoceronte, sino quizás también a toda lógica en general. Xavier Tartakover decía, en su famoso Breviario del ajedrez, que en la lógica del ajedrez ocurre como con la reina de Inglaterra, reina pero que no gobierna. ¿Pero ocurre otra cosa en la vida real? Para parafrasear a Montaigne, al principio de la Apología de Raimond Sebond, yo diría de buen grado de la lógica que me gusta, pero no me encanta; añadiría que tengo serias sospechas respecto de la psicología de aquellos que hacen de ella una religión, incluso si reconozco que razonan, a diferencia del lógico de Ionesco, de manera perfectamente sana e irreprochable. Para resumirlo en pocas palabras, confieso que siempre he considerado confusamente que la mayoría de los lógicos profesionales (que hay que distinguir naturalmente de aquellos que se contentan con intentar reflexionar sin por lo tanto dar con un mínimo de lógica) sufren de una suerte de angustia o de incapacidad innata —“obsesiva”, dirían los psiquiatras— de reconocer sin algún escrúpulo interior las evidencias primeras, de distinguir sin ningún problema la derecha de la izquierda, el blanco del negro, el par del impar. El lógico seguramente distingue estas nociones, como todo el mundo; no obstante, no puede evitar desconfiar de ello. ¿No habría aquí, sin estas evidencias quizás demasiado evidentes para ser verdaderas, alguna trampa? ¿Alguna ilusión engañosa? Después de todo, ¿quién ha decidido que el número 2 es par, el número 3 impar? ¿Que la derecha es a la derecha, y la izquierda a la izquierda? ¿Y con qué seguridad, con qué fundamento? Todo esto se dice muy rápido y queda por demostrar. Cierro aquí mi paréntesis y vuelvo a mi propia perplejidad.

    Como lo dice Pascal Quignard en un pequeño ensayo consagrado precisamente a esta cuestión del olvido de la palabra: “La experiencia de la palabra que uno sabe y de la que se siente como destetado es la experiencia en la que el olvido de la humanidad que está en nosotros nos agrede. (…). Es la experiencia en la que nuestros límites y nuestra muerte se confunden por primera vez”.

    Durante los dos días que siguieron a la defensa de tesis evocada más arriba, traté de poner al descubierto la palabra que “traduciría” el sentimiento que había suscitado en mí el discurso presidencial. Había sido… ¿“timado”? No, pues me doy cuenta de que ignoro la significación exacta de este término y me debo referir al diccionario, que me enseña que esta palabra, que significa grosso modo “robar”, no tiene nada que ver con lo que busco. Vinieron después “burlar”, “embaucar”, así como otros vocablos de sentido próximo que tampoco concordaban: el orador había hablado con total sinceridad y jugado de alguna manera sus cartas sobre la mesa. Paso por toda una serie de palabras que rondan alrededor de los verbos “atolondrar”, “deslumbrar”, “ilusionar”, “impresionar”, todas ellas palabras que no eran desde luego ajenas a la palabra que buscaba pero que no dejaban de serle marginales y que no expresaban su tenor exacto. Durante algunas horas creí haber encontrado descanso con “entrampar” (blouser), antes de darme cuenta de que esta palabra, que significa “hacer que alguien caiga en la trampa” o “engañar artificiosamente”, no resalta más que una minúscula sutileza con respecto de otras palabras que ya había desechado (timar, embaucar). En suma, ninguna palabra me “sentaba” bien, como uno diría de una prenda de ropa y como lo dice muy bien De Bonald en la página citada más arriba: “Así, necesito expresar con una sola palabra la idea de una mente justa a la vez que penetrante; busco la idea que sin duda tengo en mí, ya que espero su expresión, pero que, a falta de una expresión que la traduzca o la represente, no se muestra todavía plenamente en mi mente. Las palabras vivacidad, penetración, sutileza, se ofrecen a mi memoria, mi mente las rechaza, y parecería que la idea las rehúsa una vez que las ha probado, como una prenda de ropa que no está hecha a su medida. La palabra sagacidad viene al fin, y mi idea la adopta como su propia expresión; solamente entonces, pero en un instante, la idea se manifiesta en mi mente en toda su plenitud”. Mi propia palabra, que revela ser la palabra acertada y que es la transcripción francesa de un término inglés, en la que caigo probablemente gracias a su asonancia fonética con blouser (“entrampar”), que de todas maneras me habrá servido de algo, es el verbo bluffer, “blufear”. Una ojeada rápida al diccionario, al artículo bluff, confirma mi hallazgo tardío: “Actitud destinada a intimidar al adversario sin tener los medios para ello”. Esa era exactamente la actitud del orador que me había así “blufeado”; pero he tenido que esperar a volver a encontrar esta palabra, al final de un largo recorrido de combatiente lingüístico, para saber algo sobre lo que había sentido pero que no había logrado pensar, por no haberlo podido formular.

     

     

     

     

    [1] En Francia, la evaluación de los cursos de filosofía, obligatorios en el último año de bachillerato, así como los que se estudian en la universidad, se lleva a cabo por medio de una composición (la “disertación”) sobre un tema impuesto; todo estudiante, interesado en filosofía o no, debe en algún momento de su educación realizar disertaciones filosóficas (de aquí el poco interés que, en algunas ocasiones, tales deberes puedan suscitar al corrector). [N. del t.]

    [2] La fórmula de Wittgenstein apunta también a la imposibilidad de “decir” aquello que solo se puede “mostrar”, así como aquello que brinda la posibilidad del lenguaje, a saber, su “estructura lógica”. En otras palabras, la fórmula indica que no existen meta−lenguajes que permitan salir del lenguaje para mostrar cómo funciona (y de paso, lo que da peso a la tesis de C. R., que si se quiere pensar en el lenguaje, ello se hace siempre ya desde el lenguaje). [N. del t.]

    [3] Rhinocéros, rinoceronte en francés, se escribe de la misma manera en singular que en plural, de manera que la ambigüedad es, para el lógico extraviado, legítima. [N. del t.]

     

    La elección de las palabras, Clément Rosset, Hueders, 2012, 114 páginas, $7.000.

  144. Mariano Llinás: cine olímpico, feminista y proyectado

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    El director de Historias extraordinarias se apronta a estrenar La flor y a triplicar la apuesta: rodada a lo largo de 10 años, múltiples tramas y locaciones, y con cuatro actrices protagonistas, el filme tendrá una duración superior a las nueve horas y habrá de verse proyectada en tres días consecutivos. Su estreno es en el festival BAFICI, que se realiza en Buenos Aires del 11 al 22 de abril.

    por alejandro aliaga

    ¿Cuándo comienza la aventura? Quizás el día en que uno suelta amarras, deja gente y cosas atrás, abandona lugares y costumbres, se despide, pierde a alguien o algo. El día en que toca enfrentar lo inesperado. Cuando no queda más remedio. Cuando cruzas accidental o voluntariamente algunas fronteras.

    El día en que, por ejemplo, tienes 10 años, vives en un gran apartamento en Buenos Aires, tu padre es un ex poeta dedicado a la publicidad en una importante corporación norteamericana, asistes a un colegio conservador y semi aristocrático, vas con tu familia a la casa de campo que tienen cerca y, sin embargo, nada puede evitar el derrumbe.

    Cuatro películas le han bastado a Mariano Llinás para cuestionar y sacudir el cine argentino reciente, a la crítica, al público y a las instituciones. Hoy, a fin de estrenarla en abril de 2018 en el próximo festival BAFICI, está abocado a la tarea de editar la última parte de La flor, una película rodada a lo largo de 10 años, con cuatro mujeres como protagonistas, múltiples tramas y cuya duración, hasta ahora, sin contar la última de las tres partes, supera las nueve horas.

    Pero la aventura comienza antes.

    “Cuando yo era chico, no sentía que viniera de una familia de artistas –recuerda Llinás en la terraza de la cafetería del Círculo de Bellas Artes de Madrid mientras fuma un puro Farias y bebe agua mineral–. Mi viejo, Julio, que había sido poeta, que perteneció al movimiento surrealista, en ese entonces ya no tenía nada que ver con eso, se había retirado de la literatura y era un hombre de negocios. Entonces la imagen que tengo de mi papá es la de un hombre muy excéntrico, que le gustaba vestirse de paisano, pero no un artista, le gustaban los caballos, cocinar, era un hombre rico, éramos de clase media alta. Pero también con muchos problemas. Mi hermano, cuando yo tenía 11 años, murió por cuestiones de drogas. Después hubo otros problemas de adicciones en mi familia. Una familia más parecida a Cassavetes, atravesada por el alcoholismo y la desgracia. Entonces es más esa la cuna que tengo”.

    “Esto que van a ver no es una película”, advierte Llinás al público antes de la proyección. “Para los que quizás no sabían, dura casi cuatro horas, por si desean salir de la sala (…) Y, para mayor frustración de todos, ni siquiera termina”.

    Su hermana mayor, Verónica, en ese entonces empezó a vivir como actriz en el under porteño de la década del 80, y él, Mariano, a conocer ese ambiente. Son los primeros años de la democracia, aparece el centro Parakultural, los grupos teatrales independientes. Su padre se deshace de la publicidad o la publicidad se deshace de él, y vuelve a la poesía.

    “Mi viejo vivía aterrorizado porque mi hermano esto o lo otro. Mi hermana también con problemas de adicción al comienzo. Era la época histórica, heroica de la drogadicción que se ve a principios de los 80. Entonces era una familia de artistas pero que venía de naufragios bravos. Lentamente la vida medio fastuosa que tenía, desaparece. Con la muerte de mi hermano hay un quiebre, luego se separan mis viejos, quilombos por todos lados. Ahí, en ese momento, se arma mi personalidad”.

    Con 15 años empieza a ocuparse de aprender algunas cosas, de educarse al margen del colegio de derechas al que asistía. Empieza a leer una tradición que no es la surrealista de su padre sino la de Borges. Su padre, en tanto, alcanza su momento de mayor popularidad como escritor, su hermana empieza a trabajar en la televisión, a hacerse conocida como actriz, y él dice, “bueno, algo tendré que hacer”.

    Prueba tocando el saxo.

    La supervivencia la conoce Llinás gracias a su familia.

    “No me sale. Y ni en pedo me iba a meter en el terreno de mi viejo, con el carácter egocéntrico e invasivo que tenía. Después de salir del colegio, estudié un año antropología, pero no. Opté entonces por el cine, donde nadie me iba a joder. De pronto, estoy en ese momento espeluznante, que es cuando uno termina la carrera y no hiciste nada todavía. Y decís, bueno, voy a escribir una película, y me fue bien, gané un concurso”.

    Aquí comienza la aventura.

     

    *

     

    El contexto es fuera de contexto. Es en Madrid y no en Buenos Aires, y varios años más tarde. La Filmoteca española repasa su filmografía. Pocos minutos antes del estreno de la primera parte de La Flor, Mariano Llinás conversa en la cafetería del cine con un grupo de personas. Entre ellas, vestida de negro y con gafas oscuras, su madre, Marta, de 78 años, quien pisa por primera vez Europa.

    En la sala, algo menos de la mitad de las butacas disponibles son ocupadas por los espectadores que han llegado pese al frío.

    “Esto que van a ver no es una película”, advierte Llinás al público antes de la proyección. “Para los que quizás no sabían, dura casi cuatro horas, por si desean salir de la sala. Comprenderé que no es que no les guste lo que vieron. Y, para mayor frustración de todos, ni siquiera termina”.

    Levanta la vista, mira la platea, la decoración modernista del techo, y exclama: “¡Esta es la sala de cine más linda del planeta!”.

    A la hora más o menos de iniciada la proyección, se van algunos espectadores. Cuando encienden las luces, queda apenas una treintena de personas.

     

    *

     

    Han pasado cerca de 10 años desde que irrumpiera en el panorama cinematográfico latinoamericano esa –otra, previa y muy celebrada– anomalía de más de cuatro horas que se tituló Historias extraordinarias (2008). Anomalía no tanto por su duración, sino por su ambición: la de hacer una película desvinculada de la industria y con decenas de personajes, con un león, un tanque y en locaciones que van desde la pampa argentina hasta Mozambique, lo que sentó de alguna manera un precedente en el llamado “nuevo cine argentino”, donde tiene cabida la obra de realizadores como Lucrecia Martel, Lisandro Alonso o Laura Citarella.

    “Es verdad que el nuevo cine argentino no es nuevo como movimiento, pero sí es nuevo porque espera que cada película que aparezca sea nueva, aspira a que sean algo nuevo, porque luego hay otro cine que no espera eso, sino que las películas se parezcan a otras”.

    “Es verdad que el nuevo cine argentino no es nuevo como movimiento, pero sí es nuevo porque espera que cada película que aparezca sea nueva, aspira a que sean algo nuevo, porque luego hay otro cine que no espera eso, sino que las películas se parezcan a otras. Lo que genera esta repetición de películas idénticas a sí mismas es la industria, que está regida por productores que no pueden imaginar lo que no vieron, siempre te van a decir ‘viste esta película’ o ‘se parece a tal otra’”.

    Historias extraordinarias recibió varios premios nacionales e internacionales, incluyendo dos premios en BAFICI, un premio Sur y uno en el Festival Internacional de Cine de Miami.

    Y se dijo de ella, entre otras cosas:

    “Viendo el film de Llinás tenemos una impresión extraña, como si el cine argentino despertara de una larga temporada de sueño y de silencio, y lo escuchásemos hablar, maquinar, contar con palabras, por primera vez” (Alan Pauls).

    “Una máquina de ficción insobornable y emocionante” (La Nación).

    “Es un trabajo contagiosamente juguetón y emocionantemente inventivo” (The New York Times).

     

    *

     

    Las películas de Mariano Llinás están repletas de historias. Una al lado de la otra, o abajo o arriba de otras. Se superponen, se acumulan, forman un collage de historias, a veces extraordinarias, a veces excéntricas, a veces extremas. Muchas veces exhilarantes. Porque el humor, el gozo en su cine, es clave.

    “En mi familia, lo último que se pierde es el humor, lo primero es la plata”, escribió en Twitter su hermana actriz, Verónica.

     

    *

     

    Algo inesperado ocurrirá cuando, si todo sale de acuerdo a lo planeado, se estrene completa en el BAFICI La flor (hasta ahora solo se conoce la primera parte, que cuenta la maldición de una momia y la reunión de una pareja de cantantes a lo Pimpinela), que habrá de verse proyectada en tres días consecutivos.

    Las películas de Mariano Llinás están repletas de historias. Una al lado de la otra, o abajo o arriba de otras. Se superponen, se acumulan, forman un collage de historias, a veces extraordinarias, a veces excéntricas, a veces extremas.

    –Hay que ver, viste, es una película a investigar. No sé bien cómo es, qué es lo que pasa. No sé bien qué pasará cuando vos tenés los tres objetos juntos. La flor salió así, es una película olímpica, con un montón de escenas y tramas. Si hay alguna rebelión sería en no cambiar su naturaleza de acuerdo a los tiempos que corren; eso sería canallesco, hacer una serie de televisión con eso, jamás. Porque, vos fíjate, son 10 años de la vida de las chicas.

    Las chicas son las actrices Pilar Gamboa, Laura Paredes, Valeria Correa y Elisa Carricajo. Cuando empezaron a filmar la película, prácticamente no tenían experiencia cinematográfica. Cuando terminaron, todas tenían ya mucha, y una de ellas (Pilar Gamboa) era una actriz más o menos conocida de la televisión.

    -¿Una película un poco en sintonía con Boyhood?

    -A veces me hablan de Boyhood, pero no sé, yo no siento que se parezca tanto. La vi en un avión y me pareció que podría haber sido hecha con actores diferentes en tres meses. Pienso que salió mal el experimento. Ni siquiera se parece mucho el niño al grande. El único personaje que creo que funcionó es el de Patricia Arquette, uno nota esas capas geológicas en la película. Vos notás que cuando empieza la película ella era una gran estrella, acababa de hacer la película con el guión de Tarantino y era como la hermana canchera de las Arquette, y después, en el medio de la película, viste, te das cuenta que no la llamaron más, no funcionó tanto su carrera, y vos ves que está más gorda, más linda también, con una belleza diferente, actúa desde otro lado. La flor es desde la chicas. El capítulo cuatro, por ejemplo, se hizo seis años después que los anteriores. Ya las chicas, en esa parte, están embarazadas. Una de ellas embarazada de mí (Laura Paredes, su pareja). Entonces el espesor que tenga eso, entendés, no sé cómo va a salir.

     

    *

     

    Llinás no ve series de televisión, no usa teléfono móvil. Piensa en las series y en Twitter como el enemigo. No tiene interés.

    “Cuando yo muestro La flor y a la gente le parece larga, yo descubro que hay un espectador cuya paciencia ha disminuido. La gente que se pasa todo el tiempo mirando su teléfono evidentemente se ha desacostumbrado a ver cine. Hay críticos de cine que incluso admiten que prefieren ver una serie que una película de Jean Renoir”.

    “En la casa de mi mamá, el otro día me dio mucho orgullo porque vi en su anaquel de DVDs que había uno de Six Feet Under que tenía el celofán, estaba sin abrir, y me dije ‘mirá que bien mi madre’. Yo noto que las series son un gran peligro para el cine. Cuando yo muestro La flor y a la gente le parece larga, yo descubro que hay un espectador cuya paciencia ha disminuido. La gente que se pasa todo el tiempo mirando su teléfono evidentemente se ha desacostumbrado a ver cine. Hay críticos de cine que incluso admiten que prefieren ver una serie que una película de Jean Renoir, lo cual es escandaloso desde el punto de vista de algunas personas que éramos cinéfilas hace algunos años, y ese escándalo lo asumen, lo aceptan, y al mismo tiempo están ahí, tiqui-tiqui-tiqui”, hace mímica con las manos. “A los que nos gusta el cine, estamos en inferioridad de condiciones, hacemos algo que no está a favor de los tiempos”.

    Si los tiempos están a favor de observar el mundo a través de pantallas pequeñas y en cualquier entorno y momento, el cine que defiende Llinás es el que pasa por ser proyectado.

    “No es bueno usar metáforas militares, nosotros que venimos de dictaduras lo sabemos, pero, si hay una batalla que las personas que hacemos cine tenemos que dar, es en cuanto a pelear para que exista la proyección. El cine es para verlo en pantalla proyectada; no sé si en el cine, podés tener en tu casa donde proyectar. Y eso para mí es el cine. La cantidad de gente y ánimo que hay en la sala, influye en la película que ya está hecha, eso es impresionante, es una de las cosas misteriosas que tiene el cine: la película ya está, es invariable, pero varía. Un hecho psicológico asombroso, pero que funciona”.

     

    *

     

    Recuerda Llinás que hace poco viajó en un avión de día, no podía dormir y se dedicó a ver las sucesivas películas que hay disponibles para entretenerse durante las horas de tedio e inmovilidad casi absoluta.

    –Hay una cuestión del orden de lo visual. La existencia de películas en pequeños aparatitos, digamos, toman del cine sus mecanismos. Uno agradece la existencia de eso, parecido supongo a algunos programas de televisión. Pero pensemos en alguna película como King Kong, por ejemplo, que me gusta mucho. En un aparato como este a lo mejor te provoca algo, ‘qué lindo este mono’, pero es otra cosa si lo ves ahí –y proyecta con las manos y la mirada una gran pantalla en el cielo de Madrid, que a esta hora oscurece–. Cuando empezó el cine, se convirtió rápidamente en la forma de entretenimiento número uno de las masas, lo cual es muy noble, pero en algún momento comenzó a condicionar al cine, porque si tiene esa misión, de entretener a las masas, esto genera un límite a lo que se puede aspirar. En cambio, cuando esa obligación empieza a repartirse, y ya aparece la televisión, por ejemplo, donde las masas no tienen que salir de sus casas para entretenerse, bueno, ahí se va al cine para obtener una determinada experiencia. Después aparecen las formas caseras de ver películas, como si el cine volviera al libro, y ahí viene el VHS, el DVD, las películas bajadas…

    “Mi formación como espectador es en pequeño formato. Pero de la misma manera que la formación de un montón de pintores, por ejemplo de América, viene de ver reproducciones de los grandes maestros”.

    –Hay quienes están agradecidos de poder acceder a esas películas que antes hubiese sido muy difícil o imposible ver.

    –Por supuesto. Mi formación como espectador es en pequeño formato. Pero de la misma manera que la formación de un montón de pintores, por ejemplo de América, viene de ver reproducciones de los grandes maestros, en algunos casos fotografías en blanco y negro… Es decir, yo no sé cuántos de los pintores que admiramos pudieron hacer el viaje para ver las obras en vivo. Y está bien. Pero, ahora, nadie va a discutir que no es lo mismo.

    Hace una pausa, enciende varias veces el puro, expulsa el humo con desplante y reclinado en su silla.

    -Desde que terminé la primera parte de La flor, prácticamente todos los críticos, que son quienes deberían velar por el cine, me pidieron un link, ‘pasame un Vimeo’, y entonces, yo no. No, viste. Y no es porque se lo vayan a pasar a otra persona, no me importa, es por el hecho de cómo van a ver una película que mientras la miran escriben la crítica, los llaman por teléfono, atienden, después tuitean… Bueno, pues eso no.

     

    *

     

    Si en Historias extraordinarias los tres narradores de las mismas eran hombres, ahora La flor gira en torno a mujeres.

    -Yo siento que soy anticuado en algunas cosas, todavía me gusta dejar pasar a las mujeres, viste. Lo que me pasa es que a mí me hizo bien el cambio de paradigma. Yo siento que padecía mucho el machismo, tuve comportamientos que me avergüenzan profundamente. A mí me asombra que haya tan pocos hombres que estemos en posición de agradecer a las mujeres la lucha que están haciendo, también para liberarnos a nosotros. Uno aprende, y supongo que las militantes de género también están aprendiendo y se están preguntando cosas. Es algo que está en ebullición, todavía no hay respuestas muy claras, pero yo siento que, a mí, las grandes cuestiones de género me hacen pensar y, sobre todo, me liberan.

    -¿Hay una voluntad en tu película de querer transmitir esto?

    -Yo creo que fue una cosa intuitiva. A una de las chicas en La flor que es bastante feminista, me refiero a que lee, investiga, el otro día le decía si la película le parecía una película queer. ¡Si alguno de los que me conoce oyera eso, le parecería inimaginable! Creo que la gente piensa más en mí como una especie de gaucho, entendés. Y yo pienso que en un punto sí hay algo del juego con los géneros, la indeterminación, la voluntad de mutación permanente. Es un poco trans. Hay algo del lugar que ocupan las mujeres que, además, surgió de una manera totalmente espontánea. No había que meterse en ningún universo femenino, simplemente había que hacer que las chicas actuaran las cosas que a mí se me ocurrían, entonces ahí es lo queer. El universo femenino, las pelotas. No hay sicología. Ahí yo siento que la película descubrió una especie de clave de su tiempo.

     

  145. Luis Oyarzún: el secreto de los dioses

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    La nueva edición de Diarios íntimos, publicada por la Universidad de Valparaíso, es todo un acontecimiento. Porque es la bitácora del largo paseo de una criatura excepcional, que supo comprender al mundo, a los hombres y las mujeres de su tiempo, y encontrar en el orden de las ideas una compañía adecuada a su genio. Pero lamentablemente, el editor Leonidas Morales optó por enfatizar en el preludio sus propios estudios académicos sobre los escritos de la intimidad como género y no por articular un mapa que guiara al lector sobre la biografía de Oyarzún.

    por óscar contardo

    Más de 20 años han pasado desde que se publicó Diario íntimo de Luis Oyarzún por primera vez, en una edición del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Aquel libro original, de tapas grises y diseño tosco, era una señal de que la figura del maestro de varias generaciones de artistas, intelectuales y escritores chilenos había sobrevivido al colapso político y social que él mismo anunció antes de morir en 1972. Oyarzún se había transformado en un secreto bien guardado para los testigos de una época en que nuestro país era otro, un lugar más pobre y más aislado.

    Sus coetáneos protegieron tanto este secreto, que acabó transformándose en una contraseña de época. Un misterio que no sabían explicarle a la generación que venía tras ellos, aquellos que no conocieron las coordenadas culturales y políticas del universo chileno anterior al Golpe de Estado. ¿Quién era Oyarzún? ¿Un ensayista? ¿Un narrador? ¿Un mentor? ¿Fue un intelectual o un artista?

    La respuesta no era fácil porque fue todo eso al mismo tiempo. Oyarzún era una cabeza luminosa en un cuerpo pequeño, un hombre de un carácter que nadie dudaba en describir con encanto, un maestro desde la infancia, un erudito que evitaba ser protagónico, una especie de personaje secundario pero con carácter, que imprimió un sello indeleble sobre el total de la película. La propia biografía de Oyarzún es una especie de caleidoscopio, que en la medida que se gira enseña las diversas formas que cobra su figura dentro del paisaje cultural del Chile del siglo XX.

    Luis Oyarzún (Santa Cruz, 1920) fue el fruto de un país que en esos años aún era un proyecto –de modernidad, de desarrollo– empujado desde las instituciones públicas. La vida misma de Oyarzún es el mapa de una columna vertebral surgida de la expansión de la educación pública hacia sectores medios. Sus primeras letras las cursó en una escuela pública de Santa Cruz, para luego mudarse –gracias a las gestiones de su tío Antonio, profesor del Instituto Nacional– al Internado Nacional Barros Arana. Estudió Derecho y Filosofía en la Universidad de Chile. Nunca se tituló de abogado, porque aborrecía la profesión; él deseaba ser profesor. Hizo clases en la Escuela de Artes y Oficios, en la Escuela Superior Normal. Cuando tenía 24 años fue nombrado a cargo de la cátedra de estética del Pedagógico, transformándose en el profesor titular más joven de la universidad. Escaló en la jerarquía académica y fue decano por tres períodos de la Escuela de Bellas Artes. Alcanzó el rango de vicerrector y muchos piensan que hubiera sido un rector brillante, de no ser porque carecía de la ambición de ocupar el puesto.

    Luego del triunfo de Allende anotó en su diario: “Los ganadores de la batalla electoral no son propiamente los políticos, ni Allende, ni los comunistas, ni los hombres de partido. Han triunfado los jóvenes y los ‘sin casa’. Producida la mutación, viene después la evolución acelerada, que llevará al caos o a un nuevo orden o bien primero a uno y después el otro”.

    Su carrera en la Universidad de Chile, sin embargo, no terminó a la altura de su prestigio. La Reforma Universitaria de 1969 acabó acorralándolo a él y a los profesores de su generación (incluido Jorge Millas), que se vieron desplazados por los nuevos aires revolucionarios. Oyarzún perdió la elección del que hubiera sido su cuarto período como decano. La derrota lo empujó a aceptar el puesto de agregado cultural de Chile en la ONU, en las postrimerías del gobierno de Frei Montalva. En Manhattan mantuvo una intensa vida social y logró ver en perspectiva hacia dónde conducían los acontecimientos políticos en Chile. Luego del triunfo de Allende anotó en su diario: “Los ganadores de la batalla electoral no son propiamente los políticos, ni Allende, ni los comunistas, ni los hombres de partido. Han triunfado los jóvenes y los ‘sin casa’. Producida la mutación, viene después la evolución acelerada, que llevará al caos o a un nuevo orden o bien primero a uno y después el otro”.

    En 1970 retornó a Chile, pero esta vez como director de extensión de la Universidad Austral de Valdivia, una institución privada fundada en 1954. El cargo fue creado para él, en virtud de su prestigio y la amistad que mantenía con varios de los académicos de esa casa de estudios; pero pese a las buenas intenciones y las promesas iniciales, nunca tuvo el presupuesto que se necesitaba para ejercer de manera apropiada las tareas que tuvo en mente. Hizo lo que pudo. Como no tenía oficina, atendía en la Plaza de Armas. Montó exposiciones de arte, promovió recitales de poesía, fomentó publicaciones, ganó amistades y admiración. Todo lo hizo a pulso, consiguiéndose fondos, colgando él mismo los cuadros, visitando pueblos perdidos para dar a conocer a los poetas jóvenes. De cuando en cuando viajaba a Santiago y visitaba a sus viejas amistades. En esas ocasiones –en particular en la casa del restaurador Campos Larenas en calle Lastarria– solía desordenar su dieta y rendirse a su debilidad por el alcohol. Así ocurrió en noviembre de 1972. Volvió a Valdivia con un malestar estomacal que acabó con él desvanecido en una sastrería. Lo llevaron a la Clínica Alemana de Valdivia, donde permaneció algunos días y donde lo vieron por última vez algunos de sus amigos: en una cama blanca en la que lucía, según el escritor Enrique Valdés, que fue a verlo, como “un niño precoz encanecido”. Falleció el 26 de ese mes.

    Esta pequeña línea de tiempo ayudaría como introducción a Diario íntimo, pero en lugar de eso el editor Leonidas Morales optó por enfatizar en el preludio sus propios estudios académicos sobre los escritos de la intimidad como género y no un mapa que guiara al lector sobre la biografía de Oyarzún. Morales presenta en su texto introductorio, más que una obra literaria de un hombre excepcional, un objeto de análisis que es útil para refrendar sus propios intereses académicos.

    La nueva edición de Diario íntimo, publicada esta vez por la Universidad de Valparaíso, es muchísimo más delicada en sus aspectos materiales –diseño y diagramación– que la publicación original de 1995. Hay un cuidado particular con la cubierta, ilustrada con un óleo de Carlos Pedraza, amigo de Oyarzún. El cuadro es un guiño al paisaje campesino que Oyarzún describió en su novela Infancia, un relato autobiográfico que publicó cuando tenía tan solo 20 años.

    Morales tampoco elabora un índice onomástico, algo que hubiera sido muy útil para una obra que, en sus muchas dimensiones, da cuenta de personajes fundamentales de la historia intelectual chilena.

    En aquel libro –lleno de imágenes melancólicas– aparece claramente el rol que la naturaleza tendría en la vida del escritor: aquello que refugia y deleita los sentidos. Sin embargo, estos detalles de la nueva edición quedan estancados por el trabajo editorial de Morales, que no tan solo repitió la introducción escrita en 1995, sin agregar nada en la nueva entrega, sino que también vuelve sobre un lamentable error: atribuirle en una nota a pie de página la identidad de El Peregrino –un personaje fundamental en la vida de Oyarzún, que aparece en forma insistente en las entradas de las últimas décadas del diario– al pintor Iván Vial. Para lograr dar con el nombre real de El Peregrino había que cruzar uno de los seudónimos que usaba –Luis Eduardo Espinoza– con la presencia fantasmagórica de Andrés Pizarro en sus cartas inéditas, disponibles en los archivos de la Biblioteca Nacional.

    Pizarro, un muchacho devenido en artista al que los amigos de Oyarzún aprendieron a detestar en virtud del abuso emocional al que sometía a su mentor, era El Peregrino. La relación con Pizarro –quien le pedía constantemente ayuda económica como prueba de su amistad– afectó indirectamente la carrera de Oyarzún en la Universidad de Chile, según se puede constatar por testimonios de sus contemporáneos y de la correspondencia inédita.

    Morales tampoco elabora un índice onomástico, algo que hubiera sido muy útil para una obra que, en sus muchas dimensiones, da cuenta de personajes fundamentales de la historia intelectual chilena.

    Lo que sí explica Morales en detalle, sin embargo, fueron los acontecimientos fortuitos que acabaron por darle a él una especie de tuición sobre las copias mecanografiadas de parte de los diarios de Luis Oyarzún. Porque este libro no reúne la totalidad de los diarios de Luis Oyarzún –los que escribía en libretas y cuadernos separados desde que estaba en el internado y que se extraviaron–, sino un compendio de las copias de muchos fragmentos con vacíos temporales importantes. Oyarzún perdió muchos de sus cuadernos en vida, algunos fueron robados. También existen sospechas fundadas de que los prejuicios de la época hubieran cumplido su labor y alguno de sus cercanos prefiriera censurar libretas o pasajes que juzgaran comprometedores. Tanto a su familia como a algunos de sus amigos les resultaba incómodo que el hombre al que admiraban fuera gay o al menos que ese rasgo de su identidad llegara a ser de dominio público. Oyarzún notaba en vida esa resistencia y buena parte de su melancolía constante estaba relacionada con esa sutil hostilidad.

    Leonidas Morales tampoco se hizo cargo de esos vacíos explicándole al lector los principales acontecimientos biográficos ocurridos en esas fechas, tan solo da unas pinceladas imprecisas.

    Diario íntimo arranca en 1949, durante la estadía de Luis Oyarzún en Londres como becario. Morales solo advierte en la introducción y en un pie de página que Oyarzún estaba en Inglaterra por una beca, sin precisar cuánto tiempo había permanecido allí. Tampoco aborda las implicancias que tuvo para una generación el hecho de que dos de sus más distinguidos miembros –Oyarzún y Nicanor Parra– hayan reemplazado la francofilia imperante hasta la primera mitad del siglo XX, por una cercanía mayor con la tradición literaria y cultural inglesa.

    La vida misma de Oyarzún es el mapa de una columna vertebral surgida de la expansión de la educación pública hacia sectores medios.

    La nueva edición de Diario íntimo publicada por la Universidad de Valparaíso, es, pese a estos reparos, un acontecimiento. La oportunidad de volver sobre un personaje de matices fascinantes, capaz de aprender de los libros y de la realidad, sintetizando en una oración, una forma de vida. “Fútbol, terremotos, elecciones, los tres oficios de Chile”, anotó en un paseo a Bollenar, resumiendo las principales preocupaciones del pueblo.

    Oyarzún fue un hombre de ideas conservadoras, que no dudó en impulsar a artistas de vanguardia; un adelantado que muy tempranamente advirtió los alcances que tendría en el planeta la sobreexplotación de los recursos naturales, cuando la ecología y la botánica eran preocupaciones exóticas, juzgadas como signos de “afeminamiento”; un académico que supo distinguir el arte del panfleto político, cuando hacerlo era prácticamente un pecado; un maestro que usó persistentemente su inteligencia para impulsar talentos ajenos. Oyarzún sabía sacar lo mejor de cada quien. Lo hizo con artistas visuales tan distintos como Matilde Pérez, Claudio Bravo y Enrique Castro Cid; también con Alejandro Jodorowsky, Hernán Valdés, Luis Advis y Enrique Lihn. Fue justamente Lihn quien dijo que cuando Oyarzún murió, a los 52 años, “todavía se podía pensar en él como una promesa, a pesar de sus muchas realizaciones parciales. Un erudito que combinaba las ansiedades de un poeta maldito con la gestualidad de un catedrático y las musarañas de un goliardo”.

    En Luis Oyarzún habitaba un espíritu generoso y contemplativo, que no lo convertía ni lejanamente en un sujeto sin filo, incapaz de furia. Podía ser feroz bajo la discreción de su diario. Sobre Pablo Neruda –a quien conoció cuando era escolar– escribió lo siguiente en 1964: “Sigue siendo un adolescente regalón, pedigüeño, irresponsable. Un gran gato persa, que cree que el talento poético hace innecesarias la inteligencia y la bondad. Un tontón con genio”. Si la antipatía que le provocaba Neruda no hacía más que crecer, la profunda admiración que guardaba por Gabriela Mistral jamás declinó. Su obra lo deslumbraba casi tanto como la naturaleza misma en sus paseos por la costa y la montaña. Con la poeta se sentía a resguardo. Cuando Mistral ganó el Premio Nobel en 1945, Oyarzún le escribió: “Le doy gracias con toda mi alma por todo y por todos. Gracias por su maravillosa empresa espiritual y por su incansable afirmación del espíritu y gracias también por su amistad, que pongo entre las cosas grandes de mi vida”.

    La amistad como acontecimiento y celebración sería una constante en la vida de Oyarzún. Tal vez un sustituto del amor romántico, tal vez como el vínculo más adecuado para compartir sus talentos. En cada uno de sus muchos viajes por Chile y por el mundo, la compañía de un antiguo camarada o la de nuevos personajes, le daban a la experiencia de un paseo por el campo la dimensión de un descubrimiento, el carácter de una aventura. En su diario lo explicó así: “Siempre sentí mi diferencia –no la más superficial, sino la más profunda–, la descubrí temprano. Una diferencia tal que la amistad con un ser humano –con un semejante– se convirtió así en un acontecimiento tan raro y, por lo tanto, tan precioso, que equivale al amor”.

    El Diario íntimo de Oyarzún es el registro de una travesía. Es la bitácora del largo paseo de una criatura excepcional que supo comprender al mundo, a los hombres y las mujeres de su tiempo –la muerte de Virginia Woolf lo afectó como la de un cercano–, y encontrar en el orden de las ideas una compañía adecuada a su genio. Luis Oyarzún fue tanto para tantos y de un modo tan elegante y sutil, que no cabe todo en un libro o una obra. Era necesaria una vida para poder expresarlo. Parafraseando uno de sus poemas, cuando él murió también murieron los dioses que lo acompañaban.

     

    Diario íntimo, Luis Oyarzún, Universidad de Valparaíso, 2017, 728 páginas, $10.000.

  146. Vivir el código

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    Un atardecer de julio de 1918, en Fossalta di Piave, sobre la izquierda de la avanzada italiana en territorio austría­co, un camillero norteamericano recibió una lluvia de ace­ro cuando un obús Minenwefer casi le estalló en la cara. Yo morí entonces, dijo. Contra él estaban las piernas atrozmente mutiladas, casi separadas del cuerpo, de los tres sol­dados italianos de su destacamento. Dos de ellos, muertos. El tercero apretaba los dientes y aullaba. El camillero consiguió incorporarse y empezó a arrastrar al soldado hacia las trincheras. Un reflector austríaco lo sorprendió a mi­tad de camino. Una ametralladora empezó a tirar desde la oscuridad y el camillero se aplastó contra el piso, pero las balas lo alcanzaron en un pie y en la rodilla izquierda. Me incliné hacia adelante y me busqué la rodilla tanteando con la mano. Mi rodilla no estaba allí. Mi mano siguió buscan­do y encontró la rodilla en la tibia. Cuando consiguió lle­gar hasta el hospital de campaña, con el italiano colgando de la espalda, le arrancaron, sólo de su pierna derecha, 237 fragmentos de acero. El italiano estaba muerto.

    Esa noche –contó después–, yo descubrí que solo se pue­de morir una vez, y el que muere este año está libre de morir el siguiente. Bajó un poco la cabeza, se limpió el sudor con la manga y cuando destapó los ojos, estaba sonriendo: Por eso hay que ser cuidadoso; lo mejor es un balazo en la boca. Un balazo en la boca es infalible.

    El camillero norteamericano se llamaba Ernest Heming­way, tenía 19 años y acababa de descubrir el código: un modo de vivir probándose, peleando contra el miedo. El mundo nos hiere a todos, pero algunos aguantan y se fortale­cen en los lugares vulnerables.

    Los personajes de Hemingway están en­frentados con su propia máscara, viven el esfuerzo por re­encontrar la realidad que se ha extraviado en una acción ciega y violenta. Nosotros compartimos fugazmente esas encrucijadas: como alguien que cruzara frente a una ven­tana y sorprendiese la forma de alguna cara, fragmentos de un diálogo que se va apagando mientras nos alejamos.

    Endurecerse es un oficio como cualquier otro: hay que ensayarlo y aprenderlo. Es arduo pero vale la pena: elegir un papel es quedar oculto, cobijarse en los gestos vacíos. Los hombres de Hemingway son lo que hacen: si consi­guen disimular el miedo, ese mismo acto los definirá para siempre. Ser un valiente o parecerlo: en el fondo es lo mis­mo cuando se trata de sobrevivir.

    Todo su estilo, despojado y sutil, está construido para reproducir esa ambigüedad: un hombre regresa o está por lanzarse a la acción. Hemingway lo congela, lo inmoviliza en ese tiempo muerto. Pescando como en “El gran río de los dos corazones”, mirando vivir a la gente como el cabo Krebs en “El regreso del soldado”, tirado en la cama, bo­rracho y dopado como el William Campbell de “Carrera de persecución”: los personajes de Hemingway están en­frentados con su propia máscara, viven el esfuerzo por re­encontrar la realidad que se ha extraviado en una acción ciega y violenta. Nosotros compartimos fugazmente esas encrucijadas: como alguien que cruzara frente a una ven­tana y sorprendiese la forma de alguna cara, fragmentos de un diálogo que se va apagando mientras nos alejamos. Nos queda la sensación de haber presenciado una comedia trunca: con esos datos leves y ambiguos tenemos que re­producir el resto de la historia, la calidad de esos destinos.

    Ese tiempo de espera, cargado de presagios y de recuer­dos muertos, ese presente que por un momento coinci­dió con el nuestro, es la única anécdota que Hemingway ha querido narrarnos: por eso sus mejores creaciones son cuentos, una breve y dinámica percepción de la realidad, llena de matices y sentidos ocultos, envuelta en un estilo riguroso y tenso que reproduce el espesor del mundo.

    Veinte años después de la retirada del Piave, la aventura de Hemingway ha terminado: está en España, aún no ha rozado la cúspide de su fama, pero ya ha dado lo mejor de sí mismo: ha inventado un estilo, un nuevo modo de en­tender la realidad. Es el mejor cuentista del siglo XX, está muerto y lo sabe.

    A partir de allí, en los otros veinte años de su vida, se distrajo siendo más famoso que sus libros: con el truco inteligente de El viejo y el mar (pálida versión del formi­dable “After the Storm”) ha conseguido el Premio No­bel y la gloria. En 1938 reúne todos sus cuentos en el volumen The First Forty-Nine Stories; en el prólogo dice preferir algunos: “La breve vida feliz de Francis Macom­ber”, “Las nieves del Kilimanjaro”, “La luz del mundo”, “Algo que vos nunca serás”, “Un lugar limpio y bien ilu­minado”, “Colinas como elefantes blancos”, “Carrera de persecución”. Está dictando su testamento. Nunca más volverá a escribir nada de ese valor; seguirá representan­do, viviendo en el código: la guerra, Marlene Dietrich, los elefantes, los daiquiris con Fidel en el Floridita. Con seguridad se distrajo más talentosamente que nadie, pero en el medio del pecho se le agazapaba la tristeza: Desde chico me gustó pescar y cazar. Si no hubiera perdido tanto tiempo habría escrito mucho más. Pero quizás me hubiera pegado un tiro.

    Tal vez lo recordó, cargando el fusil Springfield para los búfalos, mientras el sol iba saliendo de a poco entre las colinas de Ketchum, alumbrando los montes y sus ojos gastados.

    Un balazo en la boca es infalible, había dicho.

    Se mató cuando ya no pudo soportar el código: De qué sirve vivir, si no se puede escribir, si no se puede hacer el amor. Pero se mató según el código: recuperó lo mejor de su es­tilo (pudoroso y viril) para terminar austeramente con la vida del más entrañable de sus personajes.

    A nosotros, solo nos queda juzgarlo con la moral que él nos propuso.

     

    Escritores norteamericanos, Ricardo Piglia, Ediciones UDP, 2018, 75 páginas, $10.000.

  147. El hombre que se hacía humo

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    La fama le viene de sus labores como patriota infiltrado en las líneas enemigas en los años de la reconquista española. Entonces recorre el territorio como jefe de una partida de montoneros y se cuela en Santiago o en otro pueblo cualquiera, burlando a las autoridades que le habían puesto precio a su cabeza. Sin dar pasos en falso, cumple las tareas de inteligencia de un espía al servicio de San Martín, que en esa época (1816-1817) prepara el cruce de los Andes con el ejército reunido en Mendoza.

    Los realistas hicieron todo lo posible por atraparlo. En vano alentaron la delación y atemorizaron a sus colaboradores. Nadie lo traicionó. Tampoco los investigadores han podido darle caza en la polvareda de los archivos. Descontando las conjeturas, sabemos que fue hijo de un modesto funcionario, que ejerció de abogado, que padeció una pobreza relativa pero agraviante, que fue elegido diputado para el primer Congreso, y que vivió y también murió a la sombra de José Miguel Carrera, de quien fuera compañero de estudios y secretario.

    El tenue rastro documental de su paso por el mundo quedó opacado por la exuberancia de la tradición oral. Las leyendas que se echaron a correr se fueron infiltrando en la memoria, haciendo difícil separar sus acciones reales de los episodios ficticios. Los relatos de sus actos de desafío, la aparente ubicuidad de su presencia en el territorio y su capacidad para esfumarse, alimentaron murmuraciones sobre su vínculo con la hechicería.

    En el panteón nacional de los “grandes hombres” que empezó a levantarse a mediados del siglo XIX, Manuel Rodríguez ocupó un lugar destacado. En su origen, el género biográfico se abocó al retrato de las “glorias” de la Independencia, porque en ese proceso se creyó distinguir el escenario ideal para la irrupción de la figura del individuo como catalizador de la nación. Sin esos mitos fundacionales, se comprometía la fragua del republicanismo. La gloria de sus “héroes” y de sus “varones claros”, decretó Andrés Bello, forma el patrimonio de los países libres.

    Bajo esta lógica sacra, en 1854 se publicó una Galería nacional o colección de biografías y retratos de hombres de Chile. Guillermo Matta, poeta y político radical, se ocupó de Rodríguez con un texto que fundó la perdurable épica del personaje: Manuel Rodríguez como un héroe clásico, un clarividente con voluntad de acero, que colinda con lo humano al mismo tiempo que se adentra en lo divino. Desde entonces se transformó en un símbolo que encarna fuerzas colectivas. De ahí la fascinación por el personaje. Tal vez importe menos aclarar los detalles de su historia que entender el motivo de su elevación a la categoría de arquetipo nacional. Rodríguez representó un cruce de caminos, un punto de encuentro que ayudó a sostener la ficción de la emancipación como el súbito despertar de una comunidad armada con un propósito común.

    Esta imagen idealizada ha pauteado el culto al personaje: circulando por el territorio de la geografía física y humana de Chile, Rodríguez ata cabos sueltos hasta configurar lo que se revela como un pueblo, en el sentido político del término. Un hombre que viene del mundo de la universidad, donde sobresale por su dedicación al estudio, su oratoria y el cultivo de las letras, se mueve con soltura entre la gente del pueblo; se asocia en los trabajos de la insurgencia con los campesinos, arrieros y bandidos; y así parece fundir las diferencias de cultura y de rango bajo el calor del fuego patriótico que él portaría, como un emisario, del campo a la ciudad, de la ciudad al campo. Pensando en esto, Vicuña Mackenna escribió algo que retomaron otros historiadores y que ha servido de inspiración tanto a la derecha fascista de Patria y Libertad, como a la izquierda enardecida del Frente Patriótico: la idea de Manuel Rodríguez como “la encarnación del pueblo chileno (…) el símbolo del Chile criollo y democrático”.

    Esta convicción alienta la biografía que publicó Ricardo Latcham en 1932. Ahí Rodríguez es el patricio pobre, el hombre educado, el abogado ambicioso, que desde niño se va familiarizando con la plebe a impulsos de una audacia hedonista, de un genio nocturno y zafado, hasta transformarse en alguien que desacata los encuadres del mundo tradicional y por eso mismo logra cruzar las fronteras sociales: los ricos y los pobres, los letrados y los analfabetos, los vecinos de la ciudad y los habitantes del campo, la desafección de los salones y el malestar de la calle.

    El mismo uso que Rodríguez hace del disfraz escenifica, en su propia persona, ese tránsito entre identidades. Un fraile. Un artesano. Un campesino. Un hacendado. Un minero. Un vendedor ambulante. Cada disfraz lo introduce en distintos círculos de interlocutores e incluso le permite conversar con sus enemigos. Hay una escena en la película El Húsar de la Muerte, en que San Bruno, jefe de los Talaveras, intenta imaginarse el rostro de Rodríguez, el rival cuya captura ambiciona, y solo visualiza un hombre que alterna apariencias, todas conjeturales. Un mutante.

    A Manuel Rodríguez lo mataron para ahorrarse problemas, en 1818, simulando una fuga en plena noche, mientras era trasladado, como prisionero, a las cercanías de Valparaíso. Los Carrera, fusilados. Rodríguez, asesinado. A esto podría llamársele la poda sangrienta del tronco de la Independencia.

    Rodríguez no apreciaba a los chilenos. ¿Por qué jugársela por gente que te revienta? Misterio. A partir de su experiencia de insurgente concluyó que el “primer rango de Chile” era “despreciable”, pusilánime, oportunista, fatuo. La “gente media (…), torpe, vil, sin sistema, sin valor, sin educación y llena de la pillería más negra. De todo quieren hacer comercio, en todo han de encontrar un logro inmediato y si no, adiós promesas, adiós fe; nada hay seguro en su poder; nada secreto”. A la “plebe” y a las “castas” les reservó algo mejor, aunque desconfiaba de su colaboración, dada su proclividad, dijo, a la borrachera y a la “facilidad de lengua”. En 1816, escribió: “Los chilenos no tienen amor propio ni la delicada decencia de los libres. La envidia, la emulación baja y una soberbia absolutamente vana son sus únicos valores nacionales”.

    Podría pensarse que también es un símbolo que absorbe el destino de otros insurgentes. Esto se olvida, pero un historiador como Barros Arana nunca lo perdió de vista: ya en la primavera de 1815 empezaron a filtrarse por los boquetes de la cordillera los espías de San Martín, campesinos, soldados rasos y arrieros anónimos primero, luego oficiales cuyos nombres “ilustres” sí registran los documentos, y recién entonces, Manuel Rodríguez. Todos vienen a lo mismo: a propagar el descontento, a captar recursos, a obtener noticias sobre las fuerzas del enemigo, a tender cortinas de humo sobre la situación de los emigrados y el ejército libertador, y a hostilizar al gobierno realista.

    Hay otra fuente que mantiene vivo el mito de Rodríguez: el hechizo que despierta el secreto, la clandestinidad y la conjura. La relación entre complot y política tuvo días de gloria en la historia revolucionaria del siglo XIX, con la proliferación de sociedades secretas y la irrupción del conspirador profesional, esa criatura inmersa en los ambientes bohemios de las ciudades, que hace de la taberna la sede de la conjura y quiere trasmutar el manso descontento proletario en súbitos estallidos populares. Marx y Engels fijaron su mirada en ese tipo humano, y a sus miembros los llamaron, con la displicencia del comunismo científico, “alquimistas de la Revolución”.

    Rodríguez se emparenta con esa familia. Antes y después de ser espía y guerrillero, destacó por su adicción a la intriga: siempre estaba tramando algo, participando en conciliábulos, maquinando en una época de transición sacudida por las tensiones regionalistas y las rivalidades entre clanes familiares. O’Higgins y José Miguel Carrera, de cuyo bando formó parte, lo apresaron debido a sus retos a la autoridad de turno.

    Cuando dejó de serles útil, San Martín y O’Higgins hicieron cuanto pudieron por sacarlo de escena, con destinaciones diplomáticas o viajes que no lograban encubrir la figura del destierro. San Martín le llamó “bicho malo” y ambicionó darle el “golpe de gracia”. En respuesta a ese deseo, O’Higgins concluye, tajante: “Acabar de un golpe con los díscolos. La menor contemplación la atribuirán a debilidad”. En ese tiempo de liderazgos en pugna e incertidumbre política, Rodríguez le habría dicho a O’Higgins: “Soy de los que creen que (…) los gobiernos republicanos deben cambiarse cada seis meses o cada año a lo más, para que de este modo nos probemos todos, si es posible, y es tan arraigada esta idea en mí, que si fuera Director y no encontrase quién me hiciera la revolución, me la haría yo mismo”.

    Esa pasión subversiva terminaría por condenarlo. Rodríguez amagaba la tranquilidad pública. Lo mataron para ahorrarse problemas, en mayo de 1818, simulando una fuga en plena noche, mientras era trasladado, como prisionero, a las cercanías de Valparaíso. Los Carrera, fusilados. Rodríguez, asesinado. A esto podría llamársele la poda sangrienta del tronco de la Independencia.

    Se sigue disputando quién fue el autor intelectual, quién el ejecutor material, y si lo mataron con un disparo por la espalda y remate de bayonetas, o a culatazos. Lo cierto es que los implicados directos, militares encargados de su custodia, quedaron impunes. Pero a la familia de Rodríguez no le cupo duda del último responsable: O’Higgins.

    Guillermo Matta, el primer biógrafo de Rodríguez, sabía que la historia reciente de Chile era un campo minado. Admitió que los odios heredados entre los bandos patriotas se habían transmitido de generación en generación. “Estoy seguro”, afirmó, “que no ha sido tan rabioso y encarnizado el odio entre O’Higgins y Carrera como lo es entre sus herederos”. Otros advirtieron lo mismo. Para abrirse paso en ese ambiente caldeado, Vicuña Mackenna definió la historia bien documentada como el único árbitro imparcial capaz de calmar las broncas del pasado.

    En la década de 1850, la historiografía chilena era una disciplina que recién empezaba a validarse. Para lograrlo, apeló al rigor de la investigación empírica y a la idea del archivo como santuario del pasado. A toda nación le urge una historia convocante; siempre hacen falta relatos capaces de neutralizar los desechos tóxicos de su propia historia íntima: conflictos civiles, discordias regionales, destierros y conspiraciones, elecciones amañadas, muertos irredentos, desigualdades flagrantes, alzamientos. Los historiadores de esos días solían concebirse como jueces en el reino de los muertos: había que emitir veredictos fundados y ejercer una justicia póstuma ante el tribunal de la opinión pública. Solo de esta forma la historia escrita podría ser la preceptora de la república.

    Todo esto (el historiador como magistrado de la república, la historia como pesquisa orientada a administrar justicia, la investigación documental como aproximación tentativa a la escena del crimen) acompañó la entrada al panteón nacional de Rodríguez, cuyo asesinato abonó su prestigio. En esa turbia maniobra política se quiso ver el signo de un martirio, una muerte por causa de algo mayor, de algo trascendente: un credo liberal, una pulsión democrática, un brote libertario.

  148. Wallmapu, la película

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    Al menos dos cosas intenta demostrar Pedro Cayuqueo en Historia secreta mapuche, su último libro: que la historia de su pueblo se ha contado muy mal, y que bien contada sería una fuente inestimable de series para Netflix, tanto o más que las hazañas de cowboys o mongoles. Ambas hipótesis encuentran respaldo en una investigación ampliamente documentada, cuya motivación es acreditar que la nación mapuche existió hasta muy entrado el siglo XIX, de tal forma que imputar su extinción al Imperio español ha sido otra artimaña más del verdadero villano de esta saga: la república de Chile.

    por daniel hopenhayn

    ¿Cayuqueo apuesta a ser el Baradit de la historia mapuche? Por lo menos no le teme a la analogía, dado el título que eligió para su libro. El tono amistoso y didáctico del relato, así como la promesa de correr el velo a una historia silenciada, también lo acercan al autor de la audaz trilogía. Lo distancian, eso sí, la ausencia de retórica conspirativa y la perseverante alusión a sus fuentes. Para que nadie se ofenda, Cayuqueo parte por aclarar que él no es historiador sino periodista, y que su trabajo se nutre del que ya realizaron otros. Los hechos que narra son “secretos” en la medida en que fueron omitidos por la historia oficial que llegó a los textos escolares y a las páginas de Icarito, para ser redescubiertos en las últimas décadas por una nueva corriente historiográfica (digamos, desde José Bengoa en adelante). Hábil para concentrar la atención del lector, propone que los jinetes mapuches fueron “los mongoles de Sudamérica” (con el toqui Mañilwenu en el rol de Genghis Khan), titula un apartado “Game of Lonkos” y concede a Sergio Villalobos la estatura de Darth Vader.

    Pero no se crea que Cayuqueo juntó unas cuantas anécdotas y armó con ellas el thriller épico de la Araucanía. Se trata de una investigación extensa, cuyo autor aspira a imponerse por el peso de las evidencias, aunque sin presumir de neutralidad. De su abuelo aprendió esta máxima: “Ser un mapuche honorable y jamás olvidar de dónde se proviene”. A ese mandato, Cayuqueo suma otro, de Oscar Wilde: “El único deber que tenemos con la historia es reescribirla”.

    Se trata de una investigación extensa, cuyo autor aspira a imponerse por el peso de las evidencias, aunque sin presumir de neutralidad.

    La tesis central de Historia secreta mapuche es que el Wallmapu no se desintegró en el curso de “un conflicto que ha durado casi 500 años” (frase que es reprochada a Bachelet), sino durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando Chile y Argentina invadieron por separado lo que hasta ese momento era una sola nación –si bien “descentralizada”– que se extendía desde el Pacífico hasta casi Buenos Aires.

    Y es que la Guerra de Arauco fue severa pero breve. A partir del siglo XVII, mapuches y españoles practicaron una diplomacia sofisticada que contempló tratados de límites (con el Biobío como frontera) y crecientes intercambios comerciales. Lejos de permanecer inmune a los efectos del tiempo, la sociedad mapuche se transformó. Para 1810, los agricultores de subsistencia habían mutado en prósperos ganaderos que además comerciaban sal, textiles y platería, e incluso exportaban sus productos a través del puerto de Valparaíso. No vivían en arcádicas “comunidades” ni estaban tan enamorados de “la tierra”, protesta Cayuqueo. El Wallmapu era una vasta y compleja red sociopolítica gobernada por ricos señores que difícilmente se hubieran molestado en recoger una papa.

    Entonces llegaron las repúblicas. Los padres de la Independencia chilena, como sabemos, hicieron del indómito araucano su fetiche histórico, sin perder ocasión de exaltar aquella legendaria resistencia al tirano español. La paradoja, sin embargo, no es que los mapuches se hayan plegado mayoritariamente al ejército realista, sino que, mirado en retrospectiva, hayan tenido razón en hacerlo. Nadie los había tratado mejor que el gobernador Ambrosio O’Higgins, mientras que sus improvisados admiradores, de tan revolucionarios, se aprestaban a crear la institucionalidad que los iba a borrar del mapa.

    Colonizar los territorios mapuches fue un objetivo que Chile y Argentina tuvieron en mente desde temprano, pero recién entre las décadas de 1860 y 1880 pudieron darle prioridad. Cayuqueo dedica largas páginas a las batallas militares y políticas que marcaron la Pacificación de la Araucanía y la Conquista del Desierto, los eufemismos utilizados aquí y allá para perpetrar el despojo.

    Colonizar los territorios mapuches fue un objetivo que Chile y Argentina tuvieron en mente desde temprano, pero recién entre las décadas de 1860 y 1880 pudieron darle prioridad. Cayuqueo dedica largas páginas a las batallas militares y políticas que marcaron la Pacificación de la Araucanía y la Conquista del Desierto, los eufemismos utilizados aquí y allá para perpetrar el despojo. Son tantas las escenas de inclemencia, y cargadas de profundo menosprecio, que el autor incluso llega tarde cuando intenta sensibilizar al lector. Los perfiles que ofrece de los héroes de su epopeya, que por cierto serán derrotados, justifican por sí solos su desafío a la historia oficial. Se vuelve insostenible que apenas conozcamos de nombre a personajes del relieve de Calfucura, Mañilwenu o Kilapán. Desde luego, Cayuqueo también sigue de cerca a los malos de la película: el general argentino Julio Roca, airado cazador de indios; Cornelio Saavedra, el militar chileno que se obsesionó con reducir a los mapuches y supo manipular a la clase política santiaguina; su cómplice José Bunster, alias “Rey del trigo”, el más ubicuo de los empresarios agrícolas que se aliaron con los militares para repartirse las comarcas que el Estado chileno iba dejando sin dueño.

    Pero también hubo villanos de otra especie, y aquí es donde el orgullo republicano pasa un mal rato. Si Saavedra y sus socios hicieron el trabajo sucio, eminencias como Vicuña Mackenna, Barros Arana y Sarmiento se ocuparon de darle marco teórico, denigrando a los “salvajes” en párrafos que se vienen citando hace tiempo pero no terminan de impresionar. La voz cantante de la campaña la llevó El Mercurio de Valparaíso, publicando editoriales que decían cosas como esta: “El araucano de hoy es tan limitado, astuto, feroz y cobarde al mismo tiempo […] su inteligencia ha quedado a la par de animales de rapiña, cuyas cualidades posee en alto grado”; “…una horda de fieras que es preciso encadenar o destruir en bien de la humanidad”.

    Tuvo que ser la Iglesia, a través de la Revista Católica, la que saliera al paso de la barbarie ilustrada, defendiendo los “indisputables títulos de posesión y dominio” de los mapuches sobre sus tierras. Esos mismos títulos invocó en 1860 el abogado francés Orélie Antoine de Tounens para hacerse proclamar Rey de la Araucanía, alegando que Chile carecía de derechos sobre un territorio que España había reconocido como extranjero a su reino. El caso es que a la noble raza araucana, orgullo de la Patria Vieja, en plena República Liberal solo la defendían la Iglesia y un rey.

    Concentrar toda la pérdida desde la “Pacificación” en adelante supone, además de una enmienda a la Historia, un poderoso respaldo a la actual demanda mapuche de “autonomía”, cuales sean los alcances de ese concepto.

    Cayuqueo no oculta las divisiones internas que enfrentó el pueblo mapuche durante casi todo el siglo XIX, tan profundas que las tropas invasoras de Chile y Argentina contaron con más de un cacique entre sus filas. No las oculta, pero las ubica en un segundo plano que lo exime de indagar en ellas (acaso para privar de municiones a quienes culpan a los mapuches de su propia desgracia, en virtud de una tendencia a la dispersión poco menos que congénita). Solo en los últimos capítulos el autor es explícito en consignar que ha contado la historia desde los mapuches “arribanos”, asentados hacia la precordillera, y que más al sur y hacia la costa primó la estrategia de alinearse con el gobierno chileno, claro está que sin mejores resultados.

    Ya que el origen de esas divisiones se remonta a la Guerra de la Independencia y la subsiguiente Guerra a Muerte (1819-1832), hubiese sido interesante que el desarrollo de esos conflictos tuviera algún lugar en esta historia secreta, pues también dañaron de modo ostensible aquel esplendor del Wallmapu que Cayuqueo extiende casi sin fisuras hasta 1860. Dejemos fluir la suspicacia: concentrar toda la pérdida desde la “Pacificación” en adelante supone, además de una enmienda a la Historia, un poderoso respaldo a la actual demanda mapuche de “autonomía”, cuales sean los alcances de ese concepto. En cambio, resaltar indicios de que la integridad política de esa nación –aunque no su soberanía territorial– comenzó a erosionarse en la misma aurora de Chile, cuando la mayoría de sus líderes eligió defender a la Corona, podría dejar intacto el fondo del argumento, pero no su poder de persuasión.

    Como sea, Historia secreta mapuche reúne abrumadora evidencia a favor de la causa que lo inspira, y confirma que desacreditar dicha causa apelando a métodos bochornosos no es una práctica de reciente invención. Refuerza, además, la dignidad de un género discutido: el libro de divulgación que acerca al gran público lo que producen las academias. Quizás no todas las interpretaciones de Cayuqueo se presenten metódicamente contrastadas, pero los datos y sus fuentes están ahí. Lo que haga con ellos el guionista de Netflix ya no es responsabilidad del autor.

     

    Historia secreta mapuche, Pedro Cayuqueo, Catalonia, 2017, 370 páginas, $16.900.

  149. Dominique Fabre: “Mis personajes son marginales, pero no quieren serlo”

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    Dominique Fabre (París, 1960) ha publicado varias novelas en Francia, pero solo tres han llegado a Chile a través de Lom Ediciones: La mesera era nueva (2006), Los tipos como yo (2010) y Fotos robadas (2015), en coedición con Beatriz Viterbo (Argentina) y Trilce (México). Sin embargo, pese a haber completado 10 años de la publicación de su obra en América Latina, el nombre de Fabre todavía no es familiar para muchos lectores locales. Reconocimiento en su país no le ha faltado: Fantômes recibió el premio Marcel-Pagnol (2001); Fotos robadas el premio Eugène Dabit de novela populista (2014); y su novela Il faudrait s’arracher le coeur el Prix Goncourt de novela breve (2016). ¿A qué se debe que su nombre sea aún difícil de ubicar entre los novelistas franceses de renombre hoy? Quizás porque Fabre se aleja de polémicas y de la farándula que podría ayudar a hacer visible su trabajo; en cambio, apuesta por convertirse en el álbum familiar de una parte más sosegada de la sociedad, la clase media, la que vemos todos los días y conocemos de cerca, pero justamente por eso no llama suficientemente la atención.

     

    Cuando leemos sus novelas tenemos la sensación de que los personajes se encuentran simultáneamente en diferentes lugares de París, como en la trilogía de películas de Kieslowsky. ¿Es una voluntad de conectar su obra con la ciudad o es algo involuntario?

    Sí, eso ocurre en todas mis novelas. Hay lugares que son lugares fetiches para mí, como la estación San Lázaro, o la periferia parisina del lado de Asnières en Altos de Sena; no estoy satisfecho si la novela no hace un paseíto en estos lugares, que son los lugares de la magia de mi imaginario. Me gusta mucho la idea de hacer caber el mundo en una cáscara de nuez, es decir, en un pequeño lugar geográfico donde todas las historias se crucen. Pero también lo hago porque soy un escritor de la periferia. París y la periferia no son lo mismo, mis historias son del otro lado del Bulevar Periférico. Son libros que además son la novela de una ciudad, de ese pequeño mundo.

     

    En Chile no se conoce bien la diferencia entre antes o después del Periférico. ¿Podría explicarlo un poco?

    El Periférico es el margen, el lugar de las personas que no están en el centro de la ciudad; la gente que se las arregla, que sufre un poco, los que no siempre ganan.

     

    Existe una mitología de escritores parisinos que trabajan en cafés… me pregunto si usted también lo hace, considerando su interés por la idea del barrio.

    Sí, voy al café, como ahora que estamos en uno. Pero no soy un escritor de café. Siempre en los cafés hay música, tele… es difícil encontrar en París un café donde no pase nada, donde la gente se hable y nada más, donde no haya ruido. En la periferia todavía hay cafés donde no pasa nada, donde es verdaderamente agradable.

     

    ¿Como el café Cercle, donde transcurre La mesera era nueva?

    Sí, es un café cerca de la Estación Asnières. Ahí hay dos cafés que están enfrentados, Le Cercle y La Rotonde. De hecho es muy curioso, porque cuando el libro apareció en Francia se habló mucho de él y del café Cercle, así que el dueño compró un montón de ejemplares. Cuando lo leyó dijo “¿y quién es este tipo? ¡Ni siquiera cuenta que cambié toda la decoración!”. Otra cosa fue que mucha gente me decía: “Yo conozco a este garzón, usaste el de tal café”. Y yo decía “sí, sí”, a todos. Un día, más o menos seis meses después de que el libro apareció, entré a un café y cuando vi al garzón me dije: “¡Este sí es el protagonista de mi novela!”. Es curioso: no son los personajes y la vida que entran en los libros, son los libros y sus personajes los que van hacia la vida.

    “Mi ambición de escritor, entre comillas, es sumergirme completamente en los personajes, dejar de existir, estar solamente ‘entre’ ellos y no ‘por encima'”.

     

    Lo han llamado “escritor de los marginados”, ¿está de acuerdo con esta afirmación?

    No verdaderamente. Los personajes de mis libros no son marginales en el sentido de ser yonquis que viven en una casa rodante. Son marginales en tanto viven al margen, a la orilla del camino. En Francia cuando dices “marginal” es casi una reivindicación política. Acá son marginales pero no quieren serlo, les gustaría mucho ser gente instalada en la vida, salvo que la vida no les ha dado esta oportunidad. Pero marginal en el sentido algo excesivo y publicitario, no. Hablo de personas que están al margen, que no son parte del grupo dominante. Yo soy de una generación donde la gente se pinchaba mucho con heroína, eran los marginales, pero no lo querían; los marginales que represento son aquellos que están alejados del movimiento general. Ellos no eligen sus vidas, hacen lo que pueden, se las arreglan como pueden y muchas veces no lo logran.

     

    La idea principal de la novela Los tipos como yo también está muy presente en Fotos robadas: hombres de entre 40 y 50 años que viven vidas comunes y corrientes. ¿Se siente un poco “un tipo como yo”?

    Sí, me siento “un tipo como yo”. Creo que hay una fuerte identidad en el mundo entero, de mucha gente, y quizás también en Chile, de lo que sentimos, de lo que esperamos, de que hemos perdido, o nos hemos arrepentido, que crea una identidad del tipo “¿qué es ser un hombre?”. El escritor puede escribir esta suerte de humanidad colectiva, que no siempre se trasluce en la vida cotidiana. Y a la vez, “los tipos como yo” es una expresión de la gente de la periferia, donde dicen “tipos como yo”, “nosotros somos así”, porque mucha gente de los barrios populares habla de “nosotros”.

     

    Quizás por eso usa, para sus personajes, nombres comunes, como Juan o Pedro, casi sinónimos del anonimato…

    Exactamente. Son los nombres de no importa quién, de gente que no existe. Bueno, en realidad todos existen, y son muy numerosos, pero es como si no existieran. Mi ambición de escritor, entre comillas, es sumergirme completamente en los personajes, dejar de existir, estar solamente “entre” ellos y no “por encima”. En francés decimos “Juan, Pedro, José”, es decir, quien sea. Y si tomo un personaje árabe, lo voy a llamar Ahmed, porque todo el mundo se llama Ahmed. No quiero cosas muy particulares, busco que mis personajes sean todo el mundo, cualquiera y ninguno al mismo tiempo.

     

    Son hombres que recorren las calles de París en motoneta, les gusta la fotografía, se relacionan con mujeres que conocen en Internet. ¿Se parece a ellos?

    Bueno, motoneta no tengo, porque todavía vivo con mi hijo y sé que me la va a sacar, y me asusta la idea de que se rompa el cuello. La foto me encanta… y sobre Internet, alguna vez escuché hablar de eso, pero no sé mucho más al respecto.

     

    Sus temas y personajes son muy parisinos, diría incluso más parisinos que franceses. ¿Es el parisino su lector ideal?

    No. De hecho, me he dado cuenta que quienes mejor entienden mis libros son gente de fuera. Tuve esta impresión en Chile y la tuve también en Estados Unidos. Los parisinos en cambio es un público difícil. No, no tengo esta impresión, pero quizás no sea el autor quien decide al final. En Chile me pasó que me sentí muy comprendido, y eso me sorprendió mucho. Tuve la impresión de haber sido mejor leído afuera que aquí en Francia.

     

    A pesar de que para un lector chileno no sea evidente la diferencia entre el París intramuros y la periferia…

    Claro, porque existe una imagen del París ideal, del París que hace parte de nuestra historia, en el que están Saint Germain de Pres, Jean Paul Sartre, Jean-Luc Godard, la nouvelle vague, Simone de Beauvoir, etc. Tengo la impresión de que este imaginario todavía es muy fuerte en el extranjero, pero además hay todo otro mundo en la periferia.

    “Lo que me da mucho placer es cuando la gente te dice ‘leí tres líneas y supe que eras tú’, porque me parece que lo correcto es escribir en la lengua propia, en la lengua que nos hemos inventado con el tiempo”.

     

    A esos referentes podríamos sumar Amélie o Georges Perec…

    Claro, Perec. Me gusta mucho lo que escribió, pero tiene muchas referencias culturales que no son las mías. Yo no me extasié con las mismas cosas. Nunca tomé muy seriamente la vida material, no busqué como escritor salir en la tele o seducir. No soy de ese mundo, sencillamente.

     

    Ha hablado de lo auténtico como algo muy importante en su obra. ¿Cómo se refleja esa idea en la prosa, en el estilo?

    Busco inventar una lengua propia, es decir, intento hacer que esa lengua sea lo más cercana a lo que quiero escuchar… es algo muy de oreja. No me gusta si hay demasiados adjetivos, o frases rimbombantes. Me gusta mucho cuando es un poco arte povera. Lo que me da mucho placer es cuando la gente te dice “leí tres líneas y supe que eras tú”, porque me parece que lo correcto es escribir en la lengua propia, en la lengua que nos hemos inventado con el tiempo.

     

    Leí eso de la autenticidad en una pequeña biografía que escribió para su editorial inglesa…

    Sí, no recuerdo cuándo me lo pidieron, pero lo que quería decir es que espero que la humanidad aparezca en los libros, que cuando leas te encuentres a ti mismo, que al leer la historia te encuentres también ahí, sientas tu propia vida. No me gusta cuando se trata simplemente de storytelling, como en el cine. Me gusta cuando es un poco más introspectivo.

     

    Eso es algo llamativo en su obra, habla de temas como el amor y la amistad, pero logra eludir la estructura aristotélica clásica…

    Sí, porque justamente lo que a mí me gusta leer es el tiempo. Me gusta mucho la idea de que ocurran muchas cosas en una novela y nada a la vez. A veces la gente me dice: “En tus libros no pasa nada”; y yo les digo: “Sí, no pasa nada, pero en sus vidas tampoco pasa nada”. No creo que la historia deba ser un inicio, un medio y un final; para mí tiene que ser sin inicio, sin medio, y sin fin, hasta el verdadero final, donde ya no se puede hablar. Por eso hago personajes que son dos o tres años mayores que yo, para darme coraje y decirme: “Sí, me va a pasar esto”. El personaje conoce a alguien, por ejemplo, y yo me digo: “Divertido, eso me va a pasar”.

     

    Una crítica decía que al terminar La mesera era nueva creyó no haber entendido, pero luego, reflexionando, entendió que había leído algo muy alejado a una historia de amor gringa. A mí me pasó igual; me parece que es una buena apuesta, algo osado.

    Me gusta cuando las historias expresan nuestra fragilidad como seres humanos. Hay una forma de contar historias que pueden ser magníficas, el conflicto y el final, pero eso es una mentira. Una mentira hermosa, pero lo que yo quiero hacer, lo que me interesa, es la fragilidad y también el lado un poco loco de nuestras vidas.

     

    Pero hay finales felices en sus novelas. En América Latina se da, me parece, una tendencia a escribir historias trágicas, quizás porque la realidad en nuestros países ha sido dura…

    En Los tipos como yo el protagonista conoce a una mujer que está enferma. Podemos decidir como lectores que ella va a sobrevivir, podemos también decidir que morirá. Pero sí, imagino que la realidad francesa es bien diferente a la chilena. En América Latina, en Chile, hasta hace poco según dicen, los escritores podían meterse en problemas con el poder. En Francia, lo único que te puede pasar es que nadie te lea, que los editores te rechacen, la indiferencia. Creo que hay países, en América Latina, donde la literatura ha sido un riesgo durante mucho más tiempo que aquí. Los escritores franceses están mucho menos politizados que antes, mucho menos.

    En América Latina, en Chile, hasta hace poco según dicen, los escritores podían meterse en problemas con el poder. En Francia, lo único que te puede pasar es que nadie te lea, que los editores te rechacen, la indiferencia. Creo que hay países, en América Latina, donde la literatura ha sido un riesgo durante mucho más tiempo que aquí. Los escritores franceses están mucho menos politizados que antes, mucho menos.

     

    Pero considerando que Francia ofrece beneficios impensables para una realidad neoliberal como la chilena, ¿podríamos decir que los problemas franceses son más “burgueses” que los chilenos?

    Hay 10 millones de pobres en Francia, mucho desempleo… y si bien es cierto hay un RSA (pensión de subsistencia estatal) de 540 euros, con eso no llegas a fin de mes. En París, ves a mucha gente buscando productos vencidos en los basureros de los supermercados. Hay todo un discurso de “proteger el sistema francés”, pero a muchos no les alcanza. Es cierto que algunos ahora pretenden privatizar la seguridad social, la educación, parecerse a Chile en ese sentido, pero no sé qué va a pasar. No diría que son problemas burgueses, tienes el RSA pero igual vives en la miseria…

     

    Uno de tus personajes está muy complicado porque le falta un semestre de trabajo para jubilarse y recibir el dinero de su “retraite”. Sin embargo, le ofrecen un nuevo empleo en La Rotonde, que él niega…

    Sí, pero él es orgulloso. Y ha sido traicionado. Él tiene su orgullo, prefiere morirse de hambre… O quizás va a cambiar de opinión en seis meses, es decir “cuando toque fondo”.

     

    ¿Podríamos decir que en tu mundo literario la lucha de clases ha muerto?

    En Francia, durante mucho tiempo, se ha dicho que “las clases sociales no existen”. Y siempre están llevando sociólogos chascones a la tele para explicarlo. Pero yo sí creo que existe, por supuesto, pero es una lucha de clases latente, escondida, que tiene momentos de eclosión. Se da en el mundo obrero cuando se cierra una fábrica. El personaje del garzón, por ejemplo, es un proletario, en realidad él no tiene nada. Y lo que cree tener, no le pertenece realmente. Pero no lo expreso de una forma intelectual, intento hacerlo sentir. Creo que la lucha de clases existe incluso en el mundo de la literatura, entre escritores. Hay escritores que son de la burguesía y otros que no. Es algo muy fuerte. Pero si uno lo dice, es mal visto. Dirán que son celos, envidia, etc.

     

    Publicaste tu primera novela a los 35 años, pero además te dedicabas a la fotografía. ¿Cómo fue tu recorrido para llegar a la literatura?

    Yo era muy pobre. Vivía en una buhardilla con baño compartido. Tuve que dejar la foto porque un día me asaltaron, me robaron la cámara. No tenía para comprarme otra, así que la dejé. Entonces empecé a enviar manuscritos por correo. A los 28 años conocí a mi mujer. Busqué empleo, empecé a trabajar en la construcción, empecé a tener responsabilidades. Y un día, mi primera novela fue aceptada. Fue muy bueno que me sucediera en ese momento, porque ya llevaba muchos manuscritos rechazados. Había empezado a decirme: “Nadie quiere lo que escribo, ¿qué voy hacer de mi vida?”. Era deprimente. Y fui muy feliz cuando pude publicar, aunque fuese un poco tarde. De haber ocurrido antes mi vida hubiese sido más fácil.

     

    ¿Pensaste alguna vez en adherirte a esa corriente, tan en boga, de escritores franceses que escriben sobre los problemas del tercer mundo?

    Esa idea de que las historias se encuentran allá afuera, me sorprende. Y pienso que existe una gran tradición de literatura latinoamericana, o coreana o india, de la cual no necesariamente conocemos todo, porque en Francia el 90% de lo que se traduce viene del inglés. Me parece una lástima esa visión de que “el mundo es estrecho”. A mí lo que me gusta es cuando el mundo se vuelve raro, curioso. No me gustan los discursos de esos escritores que empiezan a escribir sobre esos temas cuando descubren a los boat-peoples, a esos sirios que se suben a un bote que se hunde y termina convirtiendo el Mediterráneo en una fosa común. A veces en Facebook leo discusiones entre escritores sobre casos así, y trato de adivinar quién se interesará primero en escribirlo. Me parece patético.

     

    La mayoría de los libros latinoamericanos que se traducen y publican en el extranjero, sobre todo en Europa, son los que hablan de temas como Sendero Luminoso, los carteles, los golpes de Estado…

    Tengo un libro, una historia de amor… no recuerdo bien el nombre del autor. Es una historia de amor escrita por un chileno, una novela muy corta, magnífica. No era más que una historia de amor, pero tú podías comprender el mundo alrededor. A mí me gusta eso, cuando el tema se trata en forma indirecta. No me gustan los discursos inflamados. En Francia es como si mucha gente buscara una suerte de estatus por defender a los oprimidos del mundo entero, algo que me parece propio de burgueses que andan pidiendo plata para pagarse un pasaje de avión para África. Pero pasa en todos lados. Una vez, estaba en Nebraska, en una universidad, presentando La mesera era nueva. Un estudiante camerunés me dijo “usted habla del “negro Banania”… ¿es racista?”. Le dije que no, porque cualquiera que haya vivido en Francia conoce al “negro Banania” (un personaje de una marca de cacao). Por la tarde, frente a 300 personas, una mujer me hace la misma pregunta. Era una mujer de Ruanda, una jefa de departamento que había estado presente en la charla de la mañana. Así que me molesté un poco y le dije: “Usted ya sabe la respuesta”. Ella me respondió: “Si usted quiere podemos invitarlo en julio o agosto a Ruanda, donde habrá una gran reunión de escritores por la reconciliación de hutus y tutsis (las dos grandes etnias de ese país)”. Y yo le dije: “No tengo nada que hacer donde los ruandeses; creo que ese no es trabajo de escritores, sino de políticos. Los escritores son completamente inútiles a la hora de arreglar las cosas”. Pero ella insistía en que si quería podía tener un pasaje de avión.

     

    Imagino que en todos sus libros hay rastros de su vida, ¿hay alguno de ellos que sea derechamente una autobiografía?

    Hay uno que se llama Ma vie de Edgar. Fui un niño criado por nodriza desde los tres hasta los 12 años, no tuve papá y apenas conocí a mi madre. En este libro hablé sobre la nodriza, de mi vida con ella. Se parece mucho a mi vida, solo que el lenguaje es el de un niño un poco tonto. Se habló mucho de este libro, entre ellos una psicóloga infantil muy conocida en Francia, quien dijo que esta novela era un muy buen ejemplo del autismo. Me sentí halagado, orgulloso de que ella hablara de mi libro, pero al mismo tiempo me molestó que dijera que era un buen ejemplo del niño autista, me ofendí. Todavía este libro aparece muchas veces en la bibliografía de estudiantes de psicología.

     

    Dicen que no hay publicidad mala…

    Bueno, es la historia de un niño muy orejón, por lo que escucha todo lo que dicen los adultos. Como todos los niños, uno trata de ocultarles algo, pero lo adivinan. Este niño escucha, con sus grandes orejas, todo lo que los adultos le esconden. Esa es mi novela más autobiográfica.

     

    Fotos robadas, Dominique Fabre, Lom, 2015, 236 páginas, $12.000.

     

    Los tipos como yo, Dominique Fabre, Lom, 2010, 138 páginas, $8.000.

     

    La mesera era nueva, Dominique Fabre, Lom, 2006, 124 páginas, $8.000.

     

  150. El gran debate

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    ¿Cuáles son las diferencias realmente decisivas entre izquierda y derecha? ¿A partir de qué categorías podríamos dar cuenta de esta díada persistente que estructura nuestra vida política al menos desde la Revolución Francesa? En El gran debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, el norteamericano Yuval Levin intenta responder estas preguntas a través de una exhaustiva revisión de la intensa discusión que, a fines del siglo XVIII, sostuvieron Edmund Burke y Thomas Paine. La tesis subyacente es que ese debate nos permite conocer la genealogía intelectual de nuestras diferencias, al mismo tiempo que las ilumina. Burke y Paine condensarían de algún modo buena parte de las disyuntivas que enfrenta la política contemporánea. La elección es interesante, además, porque se trata de dos pensadores que fueron al mismo tiempo actores políticos: ambos articularon en su vida acción y teoría. Así, mientras Burke fue un destacado parlamentario, Paine estuvo involucrado en la Independencia de Estados Unidos y en la Revolución Francesa. En consecuencia, la discusión que los enfrenta no es puramente abstracta, sino que guarda relación con los hechos históricos más acuciantes de su época, y el libro transmite muy bien esa doble dimensión.

    Como bien lo nota Levin, el núcleo de sus diferencias pasa por el estatuto del pasado y las posibilidades de la racionalidad humana para ordenar el mundo. Para Burke el pasado es una oportunidad de aprendizaje (debemos aprovechar el trabajo acumulado de muchas generaciones), mientras que Paine lo considera como un conjunto de prejuicios que nuestra razón debe superar. Si para el primero la historia es una especie de gigantesco laboratorio que ha ido seleccionando las mejores reglas de convivencia, para el segundo es un pesado lastre que obstaculiza el pleno despliegue de nuestra libertad y racionalidad. De allí la divergencia profunda de juicio sobre los sucesos de 1789: Burke mira con horror el fenómeno revolucionario y la voluntad constructivista que lo inspira (y ese sentimiento inspira sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa), y Paine ve la Revolución como una oportunidad inédita en la historia de la humanidad para establecer un gobierno racional.

    Llegados a este punto, podemos percibir una primera diferencia antropológica, que explica muchos de sus desacuerdos. La pregunta puede formularse así: ¿qué relación deberíamos tener con aquello que heredamos?

    Para Burke, lo humano se define por su capacidad de transmisión: debemos entregar a las futuras generaciones aquello que recibimos de las anteriores. No tenemos derecho a reconstruir el mundo a nuestro antojo, sino que somos parte de una larga cadena que constituye en definitiva lo que llamamos cultura.

    Para Burke, lo humano se define por su capacidad de transmisión: debemos entregar a las futuras generaciones aquello que recibimos de las anteriores. No tenemos derecho a reconstruir el mundo a nuestro antojo, sino que somos parte de una larga cadena que constituye en definitiva lo que llamamos cultura. Esta última no puede surgir a partir de un individuo aislado ni tampoco de una sola generación, sino que viene dada por una lenta sedimentación de costumbres y prácticas que van constituyendo el mundo común. Esto no significa que debamos conservar petrificado ese pasado, y el pensador de origen irlandés está lejos de ser un reaccionario o un tradicionalista. Más bien, a través de su concepto de prescripción, Burke propone pensar los cambios de modo gradual: solo asumiendo lo heredado podremos ir mejorando sus aspectos deficientes. La reforma es algo indispensable para conservar la tradición, pero debe hacerse siempre al interior de la tradición misma. Salirnos de ella implicaría perder todo lo ganado, acercándonos a un abismo que pondría en riesgo todos y cada uno de los derechos que actualmente gozamos.

    La civilización es un logro gradual que debemos preservar y entregar a nuestros hijos. De allí la distancia radical que tiene Burke para con toda forma de contractualismo: al recurrir a un supuesto contrato inicial, perdemos de vista que lo fundamental no ocurre al principio cronológico, sino que en el transcurso de la historia. Por lo mismo, antes de querer introducir cambios demasiado abruptos, deberíamos ser muy conscientes de que –más allá de sus múltiples defectos– el orden social tiene un fundamento misterioso que nunca llegaremos a dominar plenamente, y que intervenir ese mecanismo es mucho menos simple de lo que parece. Las posibilidades de nuestra razón son limitadas y nuestra mente no es capaz de comprender a cabalidad el funcionamiento del orden social. Por lo mismo, la experiencia del pasado posee una cuota importante de autoridad. No respetamos las leyes solo porque las consideramos justas, sino también porque el tiempo las ha consolidado.

    A ojos de Paine, este discurso carece de todo sustento, y es solo una forma más o menos sofisticada de defender el orden establecido y los privilegios aparejados. Allí donde Burke se admira y maravilla, Paine se indigna e irrita; y allí donde Burke ve sabiduría milenaria, Paine no ve sino injusticias por erradicar. El autor de Los derechos del hombre tiene mucha confianza en el alcance de la razón humana: si determinadas instituciones son a todas luces injustas y atentan contra la igualdad de los hombres, ¿qué motivo nos impide abolirlas ipso facto?

    La reforma es algo indispensable para conservar la tradición, pero debe hacerse siempre al interior de la tradición misma. Salirnos de ella implicaría perder todo lo ganado, acercándonos a un abismo que pondría en riesgo todos y cada uno de los derechos que actualmente gozamos.

    Paine se rebela frontalmente contra cualquier tipo de conformismo. Si la realidad no calza con nuestra idea de justicia, debemos dirigir todos nuestros esfuerzos a modificar esa situación. Y en ese esfuerzo no deberíamos tener ninguna consideración especial con los privilegios y con los derechos adquiridos: los prejuicios que nos ha dejado la historia no son más fuertes que nuestras convicciones morales y políticas. O, dicho de otro modo: la historia no nos enseña nada demasiado relevante para comprender al hombre. Esa herencia que Burke tanto valora y respeta no es, para Paine, más que una molesta rémora del pasado.

    Paine encarna a la perfección aquella disposición política y moral que podríamos llamar impaciencia: las injusticias del mundo claman al cielo, y no hay un minuto que perder. El horizonte humano no viene dado por transmitir una cultura que el tiempo habría sacralizado, sino que consiste en liberarnos de todo aquello que no podamos justificar racionalmente.

    Hay aquí un punto de quiebre fundamental: para Burke, somos animales sociales inmersos en una cultura que debemos recoger, mejorar y transmitir; mientras que para Paine somos individuos sin deudas con las otras generaciones. Para utilizar la famosa metáfora de Kundera, Burke cree que nuestra vida es pesada, pero ese peso es constitutivo de nuestra condición, nos enriquece y nos hace auténticamente humanos (“Tenemos obligaciones hacia la humanidad en general que no derivan de ningún pacto voluntario particular”); y Paine, por su lado, afirma que nuestra vida debe ser lo más liviana posible, sin el menor arraigo porque no hay deberes sin consentimiento previo (“Cada edad y cada generación deben tener tanta libertad para actuar por sí mismas en todos los casos como las edades y las generaciones que las precedieron”).

    No es extraño entonces que Burke le otorgue tanta importancia a la Nación, pues es en ella donde el hombre puede encontrarse con su pasado: la Nación encarna la tradición, aquello que recibimos de nuestros antepasados para preservarlo y transmitirlo a nuestros descendientes. La mirada de Paine es más universalista, porque la pertenencia nacional es también, de algún modo, un prejuicio que debemos superar. Desde la lógica de la racionalidad abstracta, nuestra sociabilidad no requiere de mediación alguna. Esto también tiene efectos pedagógicos muy profundos: la educación puede ser vista como oportunidad de transmisión o de emancipación, y de allí emergen dos corrientes difíciles de conciliar.

    La derecha chilena nunca ha terminado de comprender la profunda tensión que se produce al tratar de defender, al mismo tiempo, la libertad económica y la protección de ciertas tradiciones; y buena parte de la izquierda critica duramente al mercado, pero no trepida en asumir premisas individualistas en otras discusiones.

    Estas dos actitudes antinómicas representan, para Levin, las mejores encarnaciones de lo que seguimos llamando hasta hoy izquierda y derecha. Desde luego, cabría hacer muchos matices y prevenciones pero, en lo grueso, la derecha se caracteriza por cierta valoración de la tradición y de una libertad contenida al interior de un orden; mientras que la izquierda prefiere denunciar la realidad a partir de una concepción abstracta de justicia.

    Quizás el gran defecto del libro es que, al centrarse casi exclusivamente en las figuras de Paine y Burke, no trabaja mucho los antecedentes de esta discusión, que podrían ser muy útiles para iluminarla. Es imposible no ver detrás de ellos, por ejemplo, las figuras de Montesquieu y Rousseau; o de Montaigne y Hobbes; y es también, de algún modo, lo que subyace en la dura crítica que Aristóteles formula a la república platónica en el libro II de la Política.

    Con todo, el libro es una excelente introducción a los orígenes intelectuales de nuestras diferencias políticas, que se inscriben en tradiciones de pensamiento bien asentadas. Aunque el autor tiene mayor simpatía por Burke, logra presentar un panorama equilibrado que deja abiertas muchas preguntas. Por ejemplo, Yuval Levin nota bien que Burke no percibe el carácter profundamente revolucionario del comercio que, dejado en plena libertad, termina subvirtiendo las tradiciones. Paine, al contrario, comprende bien este fenómeno, pues sostiene que el comercio facilita el progreso de las causas radicales al disolver las instituciones tradicionales.

    Asimismo, y como lo dijera Leo Strauss en Derecho natural e historia, Burke parece olvidar que en el origen de toda tradición hay una subversión. Por lo demás, si el peso de la tradición tuviera tal grado de autoevidencia, no sería cuestionada. En algún sentido, el conservadurismo de Burke es insuficiente por cuanto no da cuenta de sí mismo. El sistema de Paine, en todo caso, tiene sus propias dificultades. Por un lado, nunca se toma en serio la diferencia entre el mapa y el territorio: la realidad tiene lógicas que se resisten a cualquier manipulación fundada en un racionalismo abstracto. En el fondo, Paine tiene tal confianza en su razón, que termina despreciando la realidad (por eso critica la existencia misma de partidos políticos: si la razón humana es evidente y unívoca, ¿por qué admitir facciones que defienden intereses particulares?). Además, su individualismo extremo deja a los hombres sin conexiones vitales y significativas entre sí y, por tanto, desamparados frente al poder de un Estado omnímodo.

    De más está decir cuán actuales resultan todas estas reflexiones, no solo en el mundo sino en el Chile de hoy. En muchos sentidos, nuestras discusiones tienen que ver con el modo de asumir el pasado. Ni la derecha ni la centroizquierda saben muy bien qué hacer con él, mientras que los sectores más radicales quieren simplemente (siguiendo a Paine) hacer como si no existiera. La derecha (como Burke) nunca ha terminado de comprender la profunda tensión que se produce al tratar de defender, al mismo tiempo, la libertad económica y la protección de ciertas tradiciones; y buena parte de la izquierda critica duramente al mercado, pero no trepida en asumir premisas individualistas en otras discusiones. Los más radicales tienen enormes dificultades (como Paine) para aceptar que la existencia misma del disenso es legítima, y no está siempre fundado en intereses ocultos. Si acaso es cierto que nuestras dificultades se originan en un déficit de orientación política, el libro de Yuval Levin es una gran contribución para tratar de fijar el marco de algunos debates. Sin ese marco, seguiremos con la desagradable sensación de que muchas de las discusiones que dominan el espacio público son vanas y –peor– frívolas.

     

    El gran debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, Yuval Levin, Gota a gota, 2015, 384 páginas, $22.800.

  151. El zapping de Siri Hustvedt

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    En La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres se antologan artículos aparecidos en revistas culturales, textos de catálogos de arte, conferencias y trabajos por encargo que Siri Hustvedt redactó entre los años 2011 y 2015. La promesa de la autora, por su variedad, es inmensa. Y las expectativas para los lectores, considerables. Pero Hustvedt adopta en este libro una posición de autoridad que no logra convencer y que incluso resulta desagradable.

    por andrea kottow

    Siri Hustvedt tiene muchas lecturas en el cuerpo; de eso no cabe duda. Uno de los atractivos de la escritura desplegada en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres es su agilidad al momento de adoptar premisas provenientes de diversas disciplinas. En el material de este libro se reúnen y sobreponen la vida, la literatura, la filosofía, la pintura, el psicoanálisis, la neurociencia y las propias experiencias de la escritora.

    Conocemos, desde la publicación de Una mujer temblorosa –una especie de indagación científica impulsada por el sufrimiento provocado por años de migrañas y temblores inexplicables– el interés de la autora por comprender los fenómenos de la vida a partir de una multiplicidad de modelos explicativos. Frente a la tan antigua como irresoluta pregunta acerca de la relación entre cuerpo y mente, Hustvedt opta por la apertura, apertura que va desde las exploraciones estéticas hasta los últimos avances de la neurociencia.

    Si la complejidad del mundo y de la experiencia es tal que rebasa las posibles explicaciones que desde diversas trincheras disciplinares pudiesen darse, ¿por qué Siri Hustvedt no convierte sus ensayos en lo que el género le permitiría: ensayar, desde la incertidumbre y la modestia, acerca de un tema en particular?

    La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres es una colección de textos de diversa índole, escritos a partir de ocasiones muy distintas: se antologan artículos aparecidos en revistas culturales, textos de catálogos de arte, conferencias y trabajos por encargo que ella redactó entre los años 2011 y 2015. En ellos reflexiona sobre muchas cosas, entre otras, la manera en que los artistas han pintado a las mujeres en el ensayo que abre el libro y que le da su sugerente título, las relaciones entre dinero y arte a partir de Jeff Koons, el erotismo del fotógrafo Mapplethorpe, la conferencia acerca de la pornografía que Susan Sontag diera en la década del 60, el rol que ha cumplido la terapia psicoanalítica en su vida, las disquisiciones acerca del suicidio, etc. Sería un despropósito intentar resumir las más de 400 páginas de su libro en unas pocas líneas.

    La promesa de la autora es, entonces, inmensa. Y las expectativas para los lectores, considerables. Pero más allá de este desajuste, hay algo en el tono de enunciación que aparece un tanto contradictorio con su punto inicial: si la complejidad del mundo y de la experiencia es tal que rebasa las posibles explicaciones que desde diversas trincheras disciplinares pudiesen darse, ¿por qué Siri Hustvedt no convierte sus ensayos en lo que el género le permitiría: ensayar, desde la incertidumbre y la modestia, acerca de un tema en particular? Vienen a cuento ahora las palabras de Lukács: “El ensayo es un juicio, pero lo esencial, lo que determina su valor, no es el veredicto (como sucede con el sistema) sino el proceso de juzgar”.

    Hustvedt, en cambio, recupera en sus textos, una y otra vez, una posición de autoridad que no logra convencer y que incluso resulta desagradable. Cuando se muestra frágil, no es sino para volver fortalecida de ese supuesto momento de debilidad. La tradición ensayística –desde Montaigne hasta Barthes, desde Thoreau hasta Orwell, desde William Hazlitt hasta Simon Leys– abre la posibilidad de hacer de la duda un punto de partida. La escritura se vuelve sinuosa exploración, tanteo –a veces tímido– de asomarse ahí donde no es común hacerlo, meditación personal acerca de un tema, a la manera de una conversación privada que, sin embargo, gracias a la escritura, también es pública. Es ahí donde el género permite la hibridez de las fuentes visitadas: la experiencia vivida se mezcla con lecturas, y las ideas dominantes se enfrentan con la imaginación.

    No obstante, en Hustvedt se echa de menos esta exposición a la vulnerabilidad de no saber: en ella sus diversos intereses y su apertura hacia múltiples saberes, tan promisoria al comienzo de la lectura –y que sí logra plasmar con maestría en sus novelas–, no resultan más que en un zapping abrumador. Y este, tras horas de ser practicado, deja una extraña sensación de vacío.

     

    La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres. Ensayos sobre feminismo, arte y ciencia, Siri Hustvedt, Seix Barral, 2017, 446 páginas, $19.900.

     

  152. Del in-fértil canon

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    ¿Estaré siendo demasiado quejumbrosa? ¿Estaré pecando de solemne? ¿Debiera poner buena cara? ¿Tendría que aflojar el ceño al plantear los dilemas maternos del presente laboral de las mujeres?

    No aflojo ni un músculo ni estoy por sonreír y cambiar de conversación. Que me acusen de feminista mal agestada. De amargada y pesimista. De anticuada.

    (Escucho revoloteos, retiro las plumas que caen sobre mi cabeza. Vade retro, digo, malhadado ángel de la complacencia).

    Exijo que quienes levanten la primera piedra o la primera crítica o estén por lanzar el primer agravio pongan, antes de hacerlo, una de sus manos sobre el pecho y se planteen seriamente si todo ha sido tan simple en lo que a tener hijos se refiere. A lo mejor vislumbren lo que yo: desfallecimientos y dolores y escaso disfrute materno. Yo llevo ya tiempo prestando atención, paro la oreja —permítanme el chilenismo— y no solo escucho felices agús. Oigo también que las mujeres-profesionales-con-hijos sueltan desesperados gruñidos de agotamiento. Sobre todo en esos hogares (aún la mayoría) donde no hay quien comparta las tareas (porque no hay nadie, porque el alguien hizo abandono de sus funciones o porque se da por verdad que las madres tienen “ventajas comparativas” en el cuidado de los nenes). Sobre todo escucho quejas donde no hay con qué pagar asistencia, donde abuelas o suegras fingen sordera ante los llamados de auxilio.[1]

    Exijo que quienes levanten la primera piedra o la primera crítica o estén por lanzar el primer agravio pongan, antes de hacerlo, una de sus manos sobre el pecho y se planteen seriamente si todo ha sido tan simple en lo que a tener hijos se refiere. A lo mejor vislumbren lo que yo: desfallecimientos y dolores y escaso disfrute materno.

    Diría yo, volviendo a la sombría observación de Virginia Woolf, que si la dificultad es enorme para las madres-profesionales, es aún peor en el caso de las madres-artistas. Me parece a mí que ellas son las menos libres de todas, las que más trabajos tienen si no cuentan con una herencia como la que tuvo la escritora inglesa. No es por singularizar a unas y olvidarse de las demás: sé que cada mujer-madre tiene su afán y que toma decisiones de acuerdo a su circunstancia específica. Pero consideremos un asunto que la Woolf desestimó. Las creadoras-sin-hijos ejercen dos labores de manera alternada o simultánea: el trabajo asalariado y el trabajo creativo rara vez remunerado o remunerado de manera insuficiente. Las creadoras-con-hijos añaden otro trabajo ad honorem. Este último, además de ser sin salario, es sin días libres, sin vacaciones y tiene otra complicación: el cuarto propio de la creación suele estar dentro de la casa compartida por el hijo, un ser que no respeta puertas, que no conoce límites. Si para la creadora-sin-hijos tener dos trabajos es pesado e interfiere con su obra, para la otra, la con-hijos, las horas del día resultan insuficientes porque al horario asalariado hay que añadirle la implacable rutina materna y entonces, ¿de dónde saca el espacio temporal y mental para el oficio creativo?

    Sobre este dilema materno-escritural (uno que le hizo postergar su siguiente novela por más de una década) habla en una entrevista la escritora estadounidense Jenny Offill. Desesperada y en busca de consejos se unió a un grupo de madres recientes pero se encontró, para su espanto, con que todas contaban anécdotas de los primeros meses en “un tono falsamente exaltado”. “Nadie parecía sentir que una bomba había estallado en sus vidas, y esto me hizo sentir muy, muy sola. Ignorada incluso. ¿Por qué no estábamos hablando de la complejidad de esta nueva experiencia? ¿Estaba yo loca porque aún me importaba el mundo de la mente y no solo del cuerpo? Pero entonces una de esas madres declaró ser estudiante de posgrado terminando una tesis sobre un tema fascinante y misterioso. La arrinconé después y le pregunté, ¿cómo te las arreglas para escribir? ¡Dime tu secreto! Pero ella me miró con extrañeza, mi cabeza despeinada, papilla de plátano en mi ropa. No estoy intentando escribir, me dijo, me surgió algo un poquito más importante”.

    (…)

    Las letradas-sin-hijos que sucedieron a estas monjas se encerraron también: en vez del convento eligieron la sala de costura. A punta de plumazo, y luego a lapicera, abrieron el canon la cómica Jane Austen, la borrascosa Emily Brontë, la insondable Emily Dickinson, la cursilona Louisa May Alcott (infaltable fue su odiosa Mujercitas en nuestras listas de lectura), la irónica pero también dramática Edith Wharton, la tremenda Katherine Mansfield y la Dottie o Dorothy Parker, mujer que, como muchas, recibió apenas educación formal pero cuyo talento precoz le permitió conseguir un empleo de redactora en prestigiosas revistas neoyorquinas y de guionista en Hollywood. Parker y las escritoras que se sumarían al elenco fueron, qué duda cabe, mujeres al margen de toda convención que abandonaron el bordado y la aguja para apoyar los codos sobre un escritorio y cobrar por su trabajo.

    Entre ellas hubo de todo menos ganas de ser madre.

    Hubo depresivas a las que se les “perdonó” no procrear, a las que se “desahució” sin comprender que quizás en la abstinencia materna hubiera una decisión voluntariamente tomada: un caso, ya está dicho, es el de la Woolf. (Y hubo escritoras-madre con severas pero comprensibles depresiones post-parto, como Anne Sexton, como Charlotte Perkins Gilman que siguió escribiendo a escondidas a pesar de que se lo habían prohibido). Y hubo alcohólicas: la cáustica Parker y la misántropa Patricia Highsmith, quien interrumpiendo su escritura de suspenso mantuvo amores con hombres y mujeres pero solo quiso con constancia a sus gatos. Hubo mujeres delicadas de salud como la grandiosa Flannery O’Connor, y escritoras sanas y recias como la curiosa baronesa danesa que se mudó a África con su marido para administrar una plantación de café y narrar en inglés y publicar bajo dos nombres que no eran los de su hombre: Karen Blixen e Isak Dinesen. (Ella, dicen, hubiera querido hijos pero no los tuvo).

    Hubo, ya se advierte, también de todo en sus opciones afectivas. El pasado fue un siglo saturado de divorciadas-sin-prole de la talla de Katherine Anne Porter, esa sureña perspicaz y rebelde que dos veces contrajo nupcias y dos veces las deshizo mientras perdía hijos “de todas las maneras imaginables” (así lo dijo). Delmira Agustini, contemporánea de Porter, tuvo aún menos suerte: se separó al mes y medio del marido que la asesinó en venganza antes de suicidarse (no se sabe entonces si quiso hijos). Anaïs Nin también firmó el contrato, dos veces, en matrimonios concurrentes y bi-costales, y estuvo brevemente embarazada de Henry Miller pero tomó medidas al respecto. En esa misma categoría de escritoras-divorciadas, aunque tal vez más oscuras y ambiguas, se encuentran Djuna Barnes y Carson Mc-Cullers y Jane Bowles y Katharine Hepburn (actriz y no escritora, pero qué importa, artista al fin y al cabo). Hepburn le dejó saber al mundo que le parecía demasiado cumplir con las obligaciones del cine y la maternidad a tiempo completo. (Y la acusaron de enferma, de lesbiana, por elegir una vida de películas y de amantes secretos).

    Las creadoras-sin-hijos ejercen dos labores de manera alternada o simultánea: el trabajo asalariado y el trabajo creativo rara vez remunerado o remunerado de manera insuficiente. Las creadoras-con-hijos añaden otro trabajo ad honorem. Este último, además de ser sin salario, es sin días libres, sin vacaciones.

    La sombra de la extraordinaria decisión de no tener hijos fue detrás de una lista nada breve de autoras latinoamericanas a las que pese a sus matrimonios se les adjudicó cierta rareza: Norah Lange (unida al escritor Oliverio Girondo), Armonía Somers (firmó el contrato a los cincuenta y siete), Marosa di Giorgio (prodigiosa en su ambigüedad) y Josefina Vicens (brevemente casada y ahora se sabe que lesbiana). Y las menos estridentes o nada ambivalentes en sus preferencias heteroafectivas: Aurora Venturini, Hebe Uhart y Liliana Heker. Pero estas últimas son excepcionales. La sospecha pasó por encima de ellas para caer sobre las autoras más cosmopolitas del canon, las tan carentes de marido como de instinto maternal. Desde París: Gertrude Stein, aquella señora modernista tan masculina en su vestir y la erudita Marguerite Yourcenar que proyectó su deseo lésbico en una serie de novelas narradas por homosexuales. Desde otros puntos cardinales y de manera más móvil: la ya citada novelista y diplomática chilena Marta Brunet, soltera empedernida,[2] y su contemporánea, la venezolana-parisina Teresa de la Parra, discreta pareja de la antropóloga cubana Lydia Cabrera, que trabó (me refiero a De la Parra) correspondencia con las hermanas Ocampo.

    Silvina, la menor de las Ocampo y la más excéntrica en su obra no podía tener hijos y no es claro si los quería, escribe una de sus biógrafas, la escritora-sin-hijos Mariana Enriquez, pero su marido Adolfo Bioy Casares quería ser padre y llegaron a un acuerdo: él embarazó a una de sus amantes que luego les cedió en adopción aunque nunca dejó de estar cerca, la madre verdadera. Es así como vivió esos primeros meses Silvina: “No encontramos niñera… Hace un siglo que no lavo mi ropa y muchos días que no me baño porque no hay tiempo (…). Tengo el pelo color ratón y áspero, la cara medio colorada, las manos paspadas, todo perfeccionado por mi fealdad habitual. El apuro en que vivo me enloquece. No tengo ni un minuto para dedicarme a la contemplación de nada ni de nadie. Es horrible”.

    Victoria, la hermana mayor, célebre ensayista fue, como su hermana, amante de muchos pero no llegó a casarse ni a tener descendencia: fue más bien una aliada fundamental para esas otras mujeres-sin-hijos-ni-hombre: llevó a Argentina dos textos fundamentales de la Woolf (con quien se carteó en un par de ocasiones) y fue editora y amiga epistolar de Gabriela Mistral, quien alguna vez le hablaría de sus compañeras sentimentales pero nunca de su discutida maternidad.[3] Toda una estirpe esta de escritoras-sin-hijos que se extiende en Sylvia Molloy y Cristina Peri Rossi así como en las poetas Alejandra Pizarnik, Diana Bellessi y Elvira Hernández,[4] entre otras conocidas contemporáneas que se mantuvieron ajenas a la obsesión reproductiva.

    Ya me dirán que demasiadas escritoras-sin-hijos están marcadas por una libertad sexual que se entendió, hasta ahora, como rareza. Es cierto que sobre muchas de ellas han corrido más que rumores de desvío. Pero también es preciso notar que esta palabra, hecha acusación, no les ha sido ajena nunca a las escritoras: aun antes de raras se las tildó de prostitutas: el autor de Madame Bovary —¡que además tuvo la petulancia de aseverar que él era su personaje!— aseguró, por interpósita persona (es decir, citando a otros sin discutir sus dichos en su Diccionario de lugares comunes), que “una mujer artista no puede ser más que una ramera”. Era una vergüenza, según el conservador Flaubert y sus colegas, que una mujer se dedicara al arte. Incluso que una mujer leyera en exceso podía constituir un peligro.[5] Era necesario impedirlo levantándoles cargos. La escritora era o rara o ramera.

    Qué puede importar entonces si esos decires tenían o no fundamento: para lo que nos interesa, además, la preferencia amorosa por uno o muchos hombres, por una o muchas mujeres, nunca estuvo reñida con el deseo materno ni amarrada a su ausencia. Salta a la vista, salta, concluyente, que escritoras de todos los signos y orientaciones decidieron en igual número abstenerse o aventurarse.

     

     

     

     

     

    [1] Hay que entender esa sordera: abuelas y suegras son de edades cada vez más avanzadas y, además, ya hicieron su parte cuidando hijos propios junto a maridos que después de trabajar —para ellos había un después de— llegaban a la casa a instalarse frente a la tele con una cerveza mientras la mujer les preparaba la cena y obligaba a los hijos a guardar silencio para no importunar al pobre padre.

    [2] ¿Por qué me sobresalta la palabra soltera?, me pregunto, y me respondo: porque tiene una carga negativa en nuestra cultura donde ser sola todavía se nombra con desprecio, la “solterona”. Es tal la incomodidad que genera la soltería femenina que incluso hoy, al querer reivindicarla se la acaba convirtiendo en algo más apropiado, la madre-sustituta, una suerte de madrastra. Una mujer relacionada a los niños. Esta paradoja aparece en una notable columna donde el escritor Javier Marías intenta ensalzar a la tía-soltera en oposición a las “madres enloquecidas” de hoy. Pero tras alabar a las tías por su independencia, genialidad y su talante risueño, pasa a decir que su mayor virtud es la entrega “desinteresada” de tiempo y conocimientos a sus sobrinos. La tía-soltera se convierte en la otra-madre entrañable y paciente, graciosa y educada, dedicada a esos hijos ajenos a quienes llama “sus niños”.

    [3] La homosexualidad de la Mistral, certificada por sus biógrafas, no reviste ningún misterio pero sí la identidad de su hijo; solo a partir de 2007 se pudo comprobar que el niño era hijo de su medio hermano y que ella compartió la tuición con su compañera de entonces, la diplomática mexicana Palma Guillén.

    [4] Elvira Hernández ha declarado ser una de esas mujeres “que no están vinculadas a la maternidad”. Y agrega: “La condición femenina tiene un grado de complejidad sutil que se ha pasado por alto”. Así dice ella, que en vez de cuidar hijos cuida a su madre.

    [5] Recordemos que la desgraciada Emma Bovary, enardecida por la lectura y hastiada con una vida de pueblo donde no hay nada que hacer, decide buscar amantes. El autor castiga las infidelidades de Emma, que él mismo ha inventado para ella, con una muerte nada plácida al final de la novela.

     

    Contra los hijos, Lina Meruane, Literatura Random House, 2018, 160 páginas, $10.000.

  153. Avance irreflexivo y retroceso metódico

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    En 1995 la Escuela de Cine de Chile acogió a su primera generación de estudiantes, entre ellos el reciente ganador del Oscar Sebastián Lelio, director de Una mujer fantástica. Formados bajo la máxima del ensayo y error, fueron alumnos descreídos, juguetones y muy activos. En definitiva, el espíritu que ha permeado el cine chileno de los últimos 15 años. “Lelio es el primero en conseguir el trofeo mayor, pero hay más, vendrán más”, escribe en esta columna Carlos Flores, director y profesor de ese grupo de cineastas. “Este Oscar abrirá caminos, generará expectativas, construirá confianzas”.

    por carlos flores delpino

    Me habría gustado escribir esta columna antes de que Sebastián Lelio ganara el Oscar y fuera eyectado al territorio de la fama. Me habría resultado más fácil. No tendría esta tentación de escribir un elogio desmedido a Una mujer fantástica o de subirme ladinamente al carro de su triunfo.

    Pero empecemos. Imaginemos la esquina de Suecia con Carlos Antúnez, la casa donde estaba mi productora, transformada en La Escuela de Cine de Chile. Marzo de 1995. Imaginemos 20 jóvenes que se miran con curiosidad. Han optado por ingresar a una escuela que se inicia ese mismo año y que no ofrece tradición, ni éxitos, ni título validado por el Estado. Imaginemos lo que piensan respecto a su futuro. No sospechan que será una generación que va a dar que hablar.

    Una mujer fantástica deja piezas sueltas, incitándonos a constatar que no estamos quietos, que todo se mueve. Que es inevitable tener que transitar por zonas no comprendidas, volver a la experiencia, a ponernos en contacto con mundos que intentamos negar.

    Hablo de generación, pensando en ese grupo de jóvenes que estudiaron en la escuela ese año, pero también los siguientes y que empezaron a filmar entre el 2001 y 2002. Hablo de Sebastián Lelio, Matías Bize, Andrés Mardones, Antonia Olivares, Michel Bossy, Benjamín Echazarreta, Cote Concha, Marialy Rivas, Coke Hidalgo, Matías Cruz, Cristian Mamani, Pepo Benavides, Karla Bravo y muchos y muchas más que no alcanzo a nombrar en este espacio. Eran autores descreídos, relajados, juguetones y  muy activos. Un grupo de jóvenes cineastas que tenían la convicción de que los errores cometidos en una película se corrigen en la siguiente; que el proceso de creación no termina nunca, que exige acción y corrección permanente.

    Lelio pertenece a esta generación integrada por cineastas que hicieron las tareas mirando la tele, que vieron películas desde que nacieron, que escucharon música en sus personal stereo cuando iban al colegio y que ahora trabajan para hacer un cine excéntrico y astuto. Que han mezclado todas las técnicas, todas las artes, todas las supersticiones, todos los oficios, todas las maldades y todos los mitos para hacer sus películas.

    El cine chileno ha demostrado finalmente ser capaz de  conectarnos  con la insondable e imprevista contrariedad de nuestros mundos, de conducirnos por caminos más inciertos.

    Una mujer fantástica deja piezas sueltas, incitándonos a constatar que no estamos quietos, que todo se mueve. Que es inevitable tener que transitar por zonas no comprendidas, volver a la experiencia, a ponernos en contacto con mundos que intentamos negar.

    La lengua del mercado se lee sola, abandonarla podría conducir a la mudez. Es necesario combinar las estrategias experimentales con ciertos estándares de comprensión y de sentido.

    Sebastián Lelio es el primero en conseguir el trofeo mayor, pero hay más, vendrán más. Este Oscar abrirá caminos, generará expectativas, construirá confianzas.

    La tarea de cualquier cinematografía pequeña y aislada de los centros industriales como la nuestra, es desarrollar alternativas de goce y entretención, realizadas sin avergonzarnos de nuestro espacio urbano y de nuestros gustos, recursos, deseos y fantasías, ni dejar de utilizar, al mismo tiempo, los avances del pensamiento y tecnología universal. No es posible rechazar absolutamente el modelo conocido. La lengua del mercado se lee sola, abandonarla podría conducir a la mudez. Es necesario combinar las estrategias experimentales con ciertos estándares de comprensión y de sentido.

    Esto, creo yo, ha hecho Sebastián Lelio. Una mujer fantástica extrema su manera de contar, diferenciándose de la convencional línea narrativa y escenográfica a la que nos ha acostumbrado el cine, sin abandonar totalmente las estrategias formales consolidadas por la tradición.

    Tradición y experimentación. Un buen camino para desplazarse en tiempos turbulentos. Lo decíamos jugando en los patios de esa escuela en la que ya no estamos: “Avance irreflexivo y retroceso metódico”.

  154. Claude Debussy: el gran insolente

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    Enemigo de la tradición germana y austríaca, Claude Debussy renovó la música del siglo XX apostando al color, a las atmósferas y al placer de las sonoridades nuevas. El 25 de marzo se cumplen 100 años de la muerte del compositor que influyó desde Stravinsky hasta los jazzistas bebop.

    por rodrigo gonzález

    Alemania, aquella nación de soberbia artillería y magníficos zepelines que ya había humillado a Francia en la guerra franco-prusiana de 1870 a 1871, arremetía nuevamente contra París con un arma del demonio, el llamado “cañón del káiser Guillermo II”. Era marzo de 1918 y sus atronadoras descargas se escuchaban en las calles de la capital francesa. Son las últimas de los germanos, las más mortales. Al mismo tiempo, en una gran casa de dos pisos y antejardín, cerca del Bosque de Boulogne, vive sus últimas horas Claude Debussy, el compositor francés que revolucionó la música del siglo XX al oponerse a la invencible e influyente escuela germano-austríaca. Mejor, al rechazar las sonatas y sinfonías.

    La ironía querría que su muerte, el 25 de marzo de 1918, fuera opacada por un contraataque de los germanos. Es decir, por una verdadera sinfonía de disparos, explosiones, muertes y miseria. Su funeral tuvo la sobriedad y la escasa pompa que tal situación de emergencia ameritaba: el detalle fue otra vez sarcástico, considerando que de cierta manera era lo más adecuado para Debussy, eterno enemigo de los fuegos artificiales y el sentimentalismo. Un año después, con Francia victoriosa y Alemania hundida y humillada tras el Tratado de Versalles, Claude Debussy sí tendría lo ritos fúnebres que su estatura artística merecía.

    Entró a los 10 años al Conservatorio de París y pasó los 11 siguientes enfadando a sus profesores, rindiendo medianamente en los exámenes y, casi siempre, aprovechando la mejor oportunidad fuera de las clases para tocar el piano como él lo deseaba y no como sus maestros se lo pedían.

    En este 2018 se celebran los 100 años de la muerte del compositor francés más influyente de la historia, un artista capaz de liberarse de las armaduras de la tonalidad tradicional, de prever el futuro a través de creaciones que influirían en el minimalismo y el jazz, y de conectar con la literatura y las artes visuales como pocos. Es más, es probable que Debussy le deba más a los poetas simbolistas franceses de la segunda mitad del siglo XIX (varios de ellos, amigos personales) que a sus antecesores musicales.

    Precisamente su insolencia y su rechazo a las fórmulas están en la génesis de su genio. Claude-Achille Debussy, nacido el 22 de agosto de 1862 en París, entró a los 10 años al Conservatorio de París y pasó los 11 siguientes enfadando a sus profesores, rindiendo medianamente en los exámenes y, casi siempre, aprovechando la mejor oportunidad fuera de las clases para tocar el piano como él lo deseaba y no como sus maestros se lo pedían. Aun así, pasados los 20 años, obtuvo el Gran Premio de Roma, que era la coronación de los esfuerzos a los mejores alumnos del conservatorio y que se traducía en una estadía de cinco años en la capital italiana, en la Villa Medici.

    A Debussy, que difícilmente podía tener interés en la ópera italiana, aquella beca le resultó poco estimulante y es probable que hasta haya desarrollado ciertos arranques de depresión. Solo el encuentro con Franz Liszt y el estudio de los compositores renacentistas Orlando di Lasso y Giovanni Pierluigi da Palestrina le aliviaron su estadía en el sur europeo. Pocos años después retornó a París, donde comenzó a vivir una existencia de bohemia distribuida entre buhardillas de pensiones pobres, presentaciones en cafés y comunión intelectual con los poetas Pierre Louÿs, Stéphane Mallarmé y Louis Verlaine, todos bajo la influencia tutelar de Charles Baudelaire y Edgar Allan Poe. Debussy fue un asiduo lector del cuentista estadounidense y dos de sus obras inconclusas fueron las óperas El diablo en el campanario y La caída de la casa de Usher, basadas en los relatos homónimos de Poe. El trabajo en esta última fue penoso, pues durante sus últimos nueve años de vida bregó incansablemente por concluirla, sin resultados satisfactorios, aquejado por el cáncer colorrectal que lo llevaría a la tumba y con una nociva tendencia a identificarse con el misterioso Roderick Usher del relato original.

    De Wagner a Indonesia

    Antes de que Debussy entrara por la puerta ancha de la consagración, su figura respondió estrictamente al llamado enfant terrible, al muchacho inadaptado, bastante orgulloso de su talento y dispuesto a echar por la borda cualquier academicismo. Su rechazo a las fórmulas de la música alemana nace de una relación amor-odio hacia Richard Wagner (1813-1883), a quien primero admiró y luego rechazó. Quiso borrar sus influencias en Francia, pero insoslayablemente tomó al menos una enseñanza: su deseo de ir más allá de la melodía tradicional, de las armonías de todos los días y de las notas que los profesores repetían de memoria.

    Debussy, como Wagner, expandió los colores de la música, los mezcló de otra forma y pintó un cuadro que nadie sospechaba. Ya no se trataría de crear estructuras con un desarrollo tradicional, sino que apreciar la estructura por sí misma, de solazarse con el color de las notas sin esperar que a uno le contaran una historia a lo Beethoven o a lo Brahms. No por nada, entre sus admiradores se encontraba el escritor Marcel Proust, contemporáneo suyo y también reformador de la tradición. De cierta manera Debussy se puso en la línea más avanzada a la que había llegado Wagner, dejando a un lado el ya gastado uso de la melodía y armonía, para enfatizar sensaciones, timbres, sugerencias, ritmos.

    Su utilización de escalas pentatónicas (habituales en la música de Extremo Oriente), la recurrencia de las tonalidades homónimas (tonos mayores y menores al mismo tiempo) o las modulaciones no preparadas (sin un puente armónico, precediendo a lo que haría en los años 50 Charlie Parker con el jazz bebop) son algunas de las características de esta nueva manera de entender la música. O de sentirla, considerando que Debussy siempre se movió en términos intuitivos y no racionales. Porque a Debussy no le interesaba ordenar las notas para lograr efectos dramáticos, como en la tradición romántica que va de Beethoven a Wagner, sino que buscaba ordenarlas (o desordenarlas) por el solo efecto de jugar con ellas, de buscar colores, de saborearlas como un gran gourmet musical.

    No dejan de ser sintomáticas las palabras de la soprano escocesa Mary Garden, que cantó el rol central de su ópera Pelléas et Mélisande en el estreno: “Honestamente no sé si Debussy alguna vez amó a alguien. Amó su música y, probablemente, también a sí mismo, pero estaba atrapado en su propio genio”.

    A propósito de esta aproximación sensorial, dijo: “El principal objetivo de la música francesa es crear placer”,  todo lo opuesto a las causas perdidas o luchas titánicas por alcanzar a Dios como lo buscó el sufriente Gustav Mahler, su gran contemporáneo austríaco.

    Aquel interés en la mezcla desenfadada de colores musicales lo emparentó con el impresionismo en la pintura (etiqueta que nunca le gustó) e hizo que muchos primeros críticos calificaran su obra de superficial, cuando en la práctica estaba abriendo nuevos caminos, lejos de la estructura que todos ya sabían de memoria. El supremo gusto y sensibilidad de Debussy lo movió además a trabajar de manera sutil, lenta, por arrebatos, buscando ideas, sin demasiado cálculo ni orden. No entendía a aquellos metódicos compositores alemanes o austríacos que creaban sinfonía tras sinfonía, enumerándolas, todos los días frente al piano, agendando horas de trabajo, de almuerzo, de trabajo otra vez y de cena. Por el contrario, él trabajaba lento, era disperso y solía dejar para mañana lo que podía hacer hoy.

    Tampoco le gustaban demasiado los himnos, ni el recurso fácil a toda orquesta, ni las piruetas en el piano, ni los significados unívocos, ni nada que asociara a énfasis para deleitar a la galería. Al revés: su música es de claroscuros, a medio iluminar, sugerente, con muchos detalles y, sobre todo, con atmósfera y evocación.

    Para Pierre Boulez (1925-2016), el gran compositor y director de orquesta francés, sin Debussy no se entiende a alguien como Stravinsky, que desestabilizó el panorama musical del siglo XX con La consagración de la primavera (1913).

    La razón es simple. Debussy, que no respetaba la música de sus contemporáneos europeos, bebió de una sola gran copa de influencia: a los 18 años viajó a Rusia como protegido de la condesa y mecenas Nadezhda von Meck, le enseñó piano a sus hijos, fracasó en el intento de casarse con una de las muchachas Von Meck, pero al menos conoció de primera mano la música de Modest Mussorgsky (1839-1881), el malogrado compositor de Cuadros de una exposición. Los timbres y colores desaforados de Mussorgsky dejaron una huella indeleble en su manera de concebir la música.

    De vuelta a Francia hubo otro gran acontecimiento que definió su estilo para siempre: en la Exposición Universal de París, la misma donde se presentó la Torre Eiffel, conoció a las orquestas gamelán, conjuntos musicales de Indonesia que contaban con una gran cantidad de instrumentos de percusión. Sus escalas musicales ajenas al canon occidental fascinaron al compositor, que hasta ese momento solo consideraba a Bach como referente.

    Verlaine y los amores rotos

    De estatura mediana, pelo rizado, ojos pequeños y cabeza en forma de cono (como él mismo se describía), Debussy arreglaba con su buen vestir lo que no tenía en el aspecto físico. El carácter algo hermético e irritable que recuerdan sus compañeros de conservatorio cambiaba totalmente si es que le tocaba cortejar a alguna mujer.

    Tras ser despedido por la condesa Von Meck por sus avances con su hija de 16 años, el músico (en ese momento de 24) se fue al otro espectro etario y entabló relaciones con Marie-Blanche Vasnier, soprano 12 años mayor y esposa de uno de sus mejores amigos y mecenas. A ella le dedicó varias canciones inspiradas en poemas de Verlaine, Théophile Gautier y Alfred de Musset.

    Grabaciones escogidas de Claude Debussy

    Obra completa para piano. Walter Gieseking. (EMI)

    El mar. Orquesta Nacional de Francia/Jean Martinon. (EMI)

    Pelléas et Mélisande. F. von Stade/R. Stilwell/Filarmónica de Berlín/Karajan. (EMI)

    Preludios para piano. Krystian Zimerman. (Deutsche Grammophon)

    Preludio a la siesta de un fauno. Filarmónica de Berlín/Herbert von Karajan. (Deutsche Grammophon)

    Es la época en que crea su obra más famosa, el Claro de Luna, inspirada en el poema de igual nombre de Verlaine. Luego, ya sobre los 30 años, compone Preludio a la siesta de un fauno, creación para orquesta donde todo suena a media voz, sin ruidos, sin tuttis, sin pirotecnia. La sutileza, ya presente en sus composiciones de piano, también se revelaba en sus orquestaciones. Si Stravinsky cambió paradigmas con obras que eran terremotos sinfónicos, Debussy lo hizo desde la sugerencia y las atmósferas.

    Con las mujeres, eso sí, no habían demasiadas sutilezas. Tras el affaire Vasnier vendría su relación con Gaby Dupont, una chica bastante menos refinada que Madame Vasnier, con quien estuvo 10 años y a la que engañó varias veces con la cantante Thérèse Roger (“que canta como un hada”, según él). En 1899 pareció que su vida sentimental se enrielaba al comprometerse con la modelo Rosalie “Lilly” Texier, pero en 1904 la dejó por Emma Bardac, otra soprano de ojos claros. Bardac, como Debussy, tenía 42 años y era casada. Rosalie, avejentada antes de tiempo e incapaz de tener hijos, cayó en la desesperación absoluta y se pegó un tiro en la Plaza de la Concordia. Lilly sobrevivió, Debussy la fue a ver al hospital para cerciorarse que se recuperaría y luego escapó a Londres junto a Emma Bardac, donde finalizó los trámites del divorcio con Lilly.

    Es probable que los franceses nunca le perdonaran el escándalo y la infamia con Rosalie a su compositor más ilustre, pero al menos su estadía en la capital británica sirvió para que completara El mar, su obra maestra en el campo orquestal.

    De comportamiento impredecible, Debussy recién pudo lograr una vida regular con Emma Bardac, quien era hija de un banquero. Ella le dio su única hija, Claude-Emma Debussy, a la que el compositor llamó con cariño “Chou-Chou”. No dejan de ser sintomáticas las palabras de la soprano escocesa Mary Garden, que cantó el rol central de su ópera Pelléas et Mélisande en el estreno: “Honestamente no sé si Debussy alguna vez amó a alguien. Amó su música y, probablemente, también a sí mismo, pero estaba atrapado en su propio genio”.

    Quizás la historia más certera acerca de la naturaleza inasible del compositor está en sus propias palabras. Proust, que tenía particular debilidad por las creaciones del autor de los Preludios para piano, organizó una vez una fiesta en su honor. Llegó la flor y nata de la burguesía intelectual de París, menos el compositor. Tiempo después, Debussy le explicaría a Proust: “Así es como estoy hecho”.

  155. En busca del tiempo extraviado

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    Regreso a Birchwood, novela que John Banville publicó en 1973 y que recién se traduce al español, toma elementos de la novela gótica, del policial y la autobiografía para cuestionar los mitos fundacionales de Irlanda. La novela tiene algo de Proust y de García Márquez, pero también posee el carácter lírico y cruel que distingue a Banville, un autor tan agudo como devastador en sus observaciones sobre la familia, la infancia, el sexo y la tradición.

    por rodrigo olavarría

    El título original de esta novela, la segunda publicada por John Banville en el año 73, es Birchwood a secas, pero por alguna razón sus editores en español decidieron agregar ese “regreso a” que evidencia lo que sabríamos tras leer las primeras páginas del libro. En esas mismas páginas se establece que estamos frente una big house novel, un género novelístico anglo-irlandés que narra la vida de una familia, casi siempre inglesa, en una mansión rodeada de campesinos irlandeses. La verdad es que Banville toma prestada la ropa de ese género y otros como la autobiografía, la novela gótica y la novela policial, para parodiarlos y realizar una operación literaria que cuestiona los mitos fundacionales de la historia de Irlanda.

    Regreso a Birchwood es narrada en primera persona por Gabriel Godkin, un hombre de edad indeterminada que regresa a las tierras de su familia tras años de vagabundeo, para hallar su propiedad en ruinas. La consciencia de esta destrucción flota ominosa sobre el lector mientras Gabriel narra la historia de su infancia y el momento en que descubre que algún día será el heredero de Birchwood. Así, todo nos parece amenazante, la exploración de las inmediaciones del hogar, los campesinos rebeldes ocultos en el bosque y una caravana de gitanos, pero sobre todo, la propia familia de Gabriel, una galería de personajes góticos vistos a través del lente de un humor lírico y cruel.

    Birchwood, la mansión donde conviven Gabriel, la tía Martha y su hijo Michael, la abuela Godkin y el resto de la familia, es un edificio en un proceso de deterioro que se transmite a quienes lo habitan, es una casa de locos que contagia la locura de una generación a la siguiente.

    El narrador escudriña su memoria infantil en busca de las pistas que podrían revelar qué ocultaban los silencios de su familia manoseando sus recuerdos como haría “un impotente casanova con sus antiguas cartas de amor”. Este punto de partida y la nostalgia por una aristocracia en decadencia, hacen pensar en Proust, intuición que se confirma al notar en Banville una atención proustiana a los efectos del mundo exterior en el plano interno de su protagonista. Este vínculo pasa de ser una intuición a una declaración de principios cuando el narrador llama ciertos objetos tutelares de su infancia “esas magdalenas” y define el libro que tenemos ante nosotros como “…esta búsqueda de un tiempo desubicado” (en realidad, la línea original dice “…this search for time misplaced”, que debería traducirse como “…esta búsqueda de un tiempo extraviado”, creando un sutil movimiento entre los sinónimos perder y extraviar).

    Birchwood, la mansión donde conviven Gabriel, la tía Martha y su hijo Michael, la abuela Godkin y el resto de la familia, es un edificio en un proceso de deterioro que se transmite a quienes lo habitan, es una casa de locos que contagia la locura de una generación a la siguiente. Esta decadencia es visible en los motivos góticos que componen la primera sección de la novela, secretos oscuros, dobles, el incesto, una madre enloquecida y una mujer que entra corriendo a una casa en llamas. Es aquí donde se me hace imperativo volver sobre el humor de Regreso a Birchwood, ya que lo recién mencionado sería insoportable si la prosa de Banville no estuviera entretejida con un humor irónico y bello, por ejemplo, cuando dos niños observan “llenos de dicha el espectáculo enormemente satisfactorio de un adulto disolviéndose en un charco de pesar” o tras un truncado encuentro sexual cuando afirma: “Violetas y mierda de vaca, mi vida siempre ha sido así”.

    En un lector de lengua hispana, Regreso a Birchwood provoca una extraña familiaridad que emana, en parte, del bizarro elenco de personajes que la habita: la familia Godkin, gitanos y la compañía circense a la que Gabriel se une en la segunda sección de la novela. El que estos personajes enloquezcan, estallen en llamas espontáneamente y coman guiso de mono en medio de una hambruna, refuerza la sensación de estar leyendo una novela emparentada con el realismo mágico, más concretamente con Pedro Páramo (1955) y Cien años de soledad (1967), publicada seis años antes que Regreso a Birchwood; todas novelas que a su vez son antecedentes de Hijos de la medianoche de Salman Rushdie.

    El parentesco entre estas novelas va más allá de los elementos exteriores y estrafalarios del realismo mágico; lo que las une en realidad es la operación de revisionismo que sus autores realizan con la historia oficial de sus países.

    El parentesco entre estas novelas va más allá de los elementos exteriores y estrafalarios del realismo mágico; lo que las une en realidad es la operación de revisionismo que sus autores realizan con la historia oficial de sus países. Primero, en una temporalidad espectral que va de fines del siglo XIX al período que sigue a la revolución, Pedro Páramo expone los males de México: la violencia encarnada en el machismo, la iglesia y el autoritarismo; por su parte, la saga de la familia Buendía reconoce el pasado indígena de Colombia, la presencia africana y el mestizaje, negando la historia oficial que establece a España y a la iglesia católica como referentes. Cien años de soledad es una obra que expone la historia de Colombia sin cerrar los ojos, para evidenciar el doloroso absurdo de las guerras civiles que enfrentaron a los partidos liberal y conservador en los siglos XIX y XX.

    Por su parte, John Banville nos arroja a una Irlanda fantasmal donde se entrecruzan dos siglos. Ignoramos en qué año transcurre la novela porque, pese a que en un punto Joseph Godkin usa un teléfono y eso podría situar la acción alrededor de 1920, también es cierto que mientras Birchwood se desintegra asistimos a la violencia rural de los Whiteboys ocurrida entre 1761 y 1786, a la aparición de la sociedad secreta de los Molly Maguires, justicieros que durante la década de 1840 aterrorizaron a los terratenientes y, durante la segunda sección de la novela, a la hambruna que entre 1845 y 1849 causó la muerte de un millón de irlandeses y forzó a otro millón a emigrar.

    En Regreso a Birchwood, la decadencia y el sentimiento de amenaza son permanentes, el pasado y sus mitos acechan al presente y la única forma de sobrevivir es aplicar un humor oscuro y fantasmal al horror de la historia. Birchwood es Irlanda, una casa de locos que contagia la locura de un pasado incomunicable o, como dice el propio Banville: “Pensé que por fin había descubierto una forma que contendría y ordenaría todas mis pérdidas. Me equivocaba. No existe forma ni orden, solo ecos y coincidencias, juegos de manos, una risa sombría. Lo acepto”.

     

    Regreso a Birchwood, John Banville, Alfaguara, 2017, 238 páginas, $14.000.

  156. Volver a morder la mano que nos da de comer

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    Marxista y católico, Terry Eagleton es un representante cabal de la especie casi extinta del intelectual público, desde que en la década del 70 asumiera que la crítica literaria podía ser una herramienta de cambio. Su último libro llegado a Chile es Cultura, donde rastrea los orígenes del concepto y las emprende contra la exagerada inclinación posmoderna por la diversidad, pluralidad y relativismo. Eagleton advierte que si hoy todo parece diseñado y artístico, es justamente porque el capitalismo es maestro a la hora de borrar las diferencias.

    por marcelo somarriva

    El proyecto de ley que crea el nuevo Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio afirma que esta institución reconoce y promueve como valores fundamentales el respeto por la diversidad cultural, la interculturalidad y la dignidad de todas las culturas e identidades. Estas ideas, que sintonizan con la sensibilidad actual, tienen no obstante su origen en las ideas del clérigo luterano alemán Johann Gottfried Herder, quien vivió a mediados del siglo XVIII. A Herder hoy casi nadie lo recuerda, y quienes lo hacen asocian su nombre al origen del nacionalismo alemán y al lamentable uso que los nazis hicieron de sus ideas. Pero como observa el teórico y crítico literario Terry Eagleton en su libro Cultura, Herder fue uno de los primeros en introducir una visión de la cultura como una forma de vida y en destacar la importancia de la cultura popular. Herder, según él, sería el verdadero padre del multiculturalismo y un pionero no reconocido de los estudios culturales.

    Eagleton fue también uno de los principales difusores de esta disciplina a comienzos de los 80. Siguiendo a autores como Raymond Williams, Richard Hogarth y E.P. Thomson, propuso que la vida cotidiana de la gente común era tan digna de estudiarse como la alta cultura, e introdujo a toda una generación de británicos en la obra de Foucault y Barthes.

    Sin embargo, hace más de una década que Eagleton reniega del destino que siguieron estos estudios, según él cada vez más alejados de su misión política, y hundidos en la futilidad y la extravagancia. Su libro Cultura estudia el origen de este concepto y sus diversas manifestaciones en la historia moderna, y hace un alegato malhumorado contra el “culturalismo” y la exagerada inclinación posmoderna por la diversidad, la pluralidad, la hibridez y el relativismo. Más o menos habituados a escuchar críticas al relativismo cultural desde una derecha conservadora disfrazada de liberal, es interesante oírlas desde la izquierda.

    Una hija ingrata

    En cinco décadas de trayectoria –y con más de 40 libros publicados–, Eagleton es una figura emblemática de la izquierda británica y una celebridad académica. Su nombre aparece reiteradamente en la prensa, criticando libros sobre los más diversos asuntos y ostenta la peculiar distinción de haber sido denostado públicamente por el príncipe Carlos, quien desde su huerto de hortalizas orgánicas lo llamó “el espantoso Terry Eagleton”. Marxista y católico, o una mezcla de ambos credos en apariencia irreconciliables, Eagleton es un representante cabal de la especie casi extinta del intelectual público, desde que en la década del 70 concibiera la crítica literaria como una herramienta de cambio. Si bien no es seguro que este trabajo intelectual haya tenido éxito en la emancipación del proletariado, es indudable que como autor lo ha llevado lejos. Muchos de sus libros han sido extraordinariamente populares, lo que puede atribuirse a que Eagleton aborda temas filosóficos arduos e intimidantes de manera sencilla e incluso humorística. Esto último, que puede responder a una vocación por una intelectualidad democrática, se combina con un fino sentido de la oportunidad, que le ha permitido ofrecer reflexiones eruditas sobre asuntos contingentes en el momento preciso.

    Cultura comienza con una cita a Raymond Williams, quien en su clásico ensayo de 1958, Culture and society: 1780–1950, propuso cuatro acepciones para el término: un hábito mental individual de autorrealización; un estado general del desarrollo de la sociedad; un cuerpo de obras artísticas e intelectuales; y una forma de vida, material y espiritual. Williams estaba reaccionando a visiones elitistas de la cultura y planteaba una visión elástica de esta, que crecía hasta formar un “inconsciente social” en permanente creación gracias a los aportes de toda la comunidad.

    Eagleton propone que la historia de la Edad Moderna ha sido una crónica de la gradual desacralización del ideal de cultura, tal como lo entendieron quienes lo propusieron como un sustituto de la religión.

    Es claro que a Eagleton no puede acusárselo de elitista en lo que se refiere a la oposición entre baja y alta cultura. En su reciente libro se encarga de hacernos saber que no es un profesor enclaustrado en la academia, porque habla de Justin Bieber, Lady Gaga y Liam Gallagher. Eagleton ha sabido celebrar la cultura popular cuando le parece buena: en Cómo leer literatura, por ejemplo, le dedica algunas páginas a Harry Potter, y en otra oportunidad escribió una crítica entusiasta sobre las memorias de Morrissey.

    Eagleton celebra la multiculturalidad y cree que la tendencia a explorar la diversidad, marginalidad y diferencia puede ser provechosa, aunque no siempre. Parece inclinarse por una noción de la cultura como “ese vasto depósito de instintos, prejuicios, credos, sentimientos, opiniones apenas formadas y supuestos espontáneos que subyace tras nuestra actividad cotidiana”, pero también por una dimensión más elevada, donde puedan establecerse jerarquías basadas en un aprendizaje y criterios razonados y debatidos. En este sentido, su advertencia sobre la inminente extinción de las artes y las humanidades, y la decadencia global de las universidades no ofrecen un horizonte muy favorable.

    Eagleton revisa las distintas fuentes del concepto moderno de cultura y sostiene que surgió a fines del siglo XVIII, como una reacción a la revolución y a la industrialización, oponiéndose a la idea de civilización surgida en esa época. En el siglo siguiente, el término se hizo habitual y se usó generalmente como un contraste ante una forma de vida cotidiana que aparecía cada vez más mecanizada y empobrecida. Después la cultura se sobrepuso a la clásica polaridad planteada entre civilización y barbarie, al sugerirle a la primera que ella misma era también una manifestación de la barbarie que tanto decía denostar.

    Con todo, para Eagleton el papel de la cultura es el de morder la mano que le da de comer: la sociedad capitalista industrial producía la riqueza necesaria para crear instituciones como galerías de arte, universidades, editoriales y otras, pero luego la cultura denuncia a esta misma sociedad por su codicia y filisteísmo.

    Volver a creer

    Una de las más importantes fuentes del concepto moderno de cultura fue la muerte de Dios, cuando los románticos ingleses y los idealistas alemanes la propusieron en un intento por llenar el gran vacío que había dejado la religión luego de la paliza contundente, pero no letal, que le dio la Ilustración radical. Eagleton ya había abordado este asunto en La cultura y la muerte de Dios, donde hace una historia intelectual de la modernidad europea como la búsqueda de un sustituto para Dios. La fe católica, dice Eagleton, fue “la más tenaz y universal forma de cultura popular”, ya que era capaz de “abrazar el alma y el cuerpo” de innumerables hombres y mujeres en su existencia cotidiana. También recuerda en estas páginas que tanto al utilitarismo como al liberalismo no se les da bien esto de las formas simbólicas, y no suelen prender bien entre la gente común. Los románticos y los idealistas asumieron que la cultura y la estética podían ofrecer la síntesis que antes había proporcionado la religión, y que los filósofos y poetas podían convertirse en una nueva casta de sacerdotes seculares que ofrecerían al pueblo nuevos mitos, ritos y misterios para dar sentido a sus vidas.

    El autor acusa a “la izquierda cultural” de haber dejado de hablar de capitalismo y menos de explotación o revolución, en su celo por su discurso de la diferencia, identidad y marginalidad.

    Este proyecto de religión secular no prosperó, pero esta dimensión de la cultura como medio de salvación social adquirió una connotación más urgente con el surgimiento de la clase obrera. La cultura, observa Eagleton, descubrió entonces un nuevo opuesto en la “anarquía”, asunto que se manifestó en la obra del crítico victoriano Matthew Arnold, a quien este autor considera un ejemplo perfecto de mediocridad e hipocresía intelectual. Eagleton tiene en cambio una opinión cariñosa de Edmund Burke y Oscar Wilde, a quienes dedica dos ensayos. El nombre de Burke, dice, no suele asociarse a los estudios culturales –tal vez porque nunca habló directamente del término cultura– y ha sido injustamente considerado un reaccionario. Burke, sin embargo, fue un liberal antiimperialista que propuso una visión pionera de la cultura como forma de inconsciente social de vasta proyección, con adeptos tanto conservadores, como Eliot, y radicales, como Williams. Para Burke, la cultura y la política se oponían, pero el poder político no podía prosperar sin una sensibilidad que atendiera a las maneras y costumbres de la población. Wilde, en cambio, era una especie de embutido donde convergían todas las acepciones de cultura. Eagleton acentúa su faceta revolucionaria y observa que el autor irlandés en su ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo” (1891) esperaba que la mecanización del trabajo liberara a hombres y mujeres, para que pudieran cultivar sus personalidades. Para el ingenioso irlandés, el objeto del socialismo era paradójicamente el individualismo, algo en lo que no habría estado muy lejos del propio Marx. Los dos habrían coincidido en sus intenciones de crear las condiciones materiales para independizar al hombre de la dominación del capitalismo.

    Eagleton propone que la historia de la Edad Moderna ha sido una crónica de la gradual desacralización del ideal de cultura, tal como lo entendieron quienes lo propusieron como un sustituto de la religión. Por una serie de razones, la cultura a lo largo del tiempo perdió su inocencia al ir mezclándose en los asuntos del poder político, que la utilizó para sus propios fines. Este proceso no se habría producido sin el surgimiento de la “industria cultural”, con la aparición del cine, la radio, la televisión, la música grabada, la publicidad, la prensa de masas y la literatura popular, que permitieron que la cultura impregnara la vida social de forma hasta entonces inédita. La cultura, plantea Eagleton, fue absorbida en la producción general de mercancías y, “lejos de aportar un antídoto al poder”, terminó muchas veces siendo cómplice de este.

    Eagleton celebra que el ideal tradicional de una cultura única y unida se haya desplazado hace varias décadas, y que nuestra existencia social se caracterice por un alto grado de diversidad. Cree, sin embargo, que la diversidad y la diferencia no son beneficiosas en sí mismas. A su juicio, los supuestos posmodernos que valoran la diversidad de manera irrestricta, con independencia de su contenido real, son dogmas que debieran abordarse de manera más crítica. Hay “diferencias ofensivas” que deberíamos tratar de erradicar y uniformidades que pueden ser positivas. La defensa de lo marginal y de las minorías, por otro lado, también ha producido cambios favorables, pero ha traído consigo un recelo contra los consensos y las mayorías. Aplaudir la diferencia, dice, no debiera llevarnos a suprimir el conflicto. A veces necesitamos unión y solidaridad, más que diversidad, lo que no debería implicar borrar las diferencias; el conflicto puede servirnos para eliminar diferencias negativas y establecer algún acuerdo.

    Cultura y capitalismo

    Durante gran parte de la historia, la cultura ha estado separada de la política o se ha presentado como una forma de resistencia al poder. Sin embargo, Eagleton observa que en el último tiempo esta situación se ha estado invirtiendo, en parte por las políticas culturales que tratan de reducir la cultura a la política, o por el extremo opuesto del “culturalismo”, donde se le asigna a la cultura un papel tan decisivo en todos los asuntos humanos que considera a hombres y mujeres como criaturas enteramente culturales, y se pasan por alto la naturaleza y los dilemas económicos y políticos. Eagleton recuerda que no pueden soslayarse las condiciones materiales que hacen de la cultura algo posible y necesario para nuestra supervivencia: “Las personas que necesitan dedicar la mayor parte de su energía a permanecer vivas, no tienen ni el tiempo ni los recursos para organizar fiestas refinadas o componer poemas épicos”.

    La estetización de la vida cotidiana, gracias a una industria cultural capturada por la publicidad, el diseño y las nuevas “industrias creativas”, no implica que el capitalismo haya trocado sus valores por los de la estética o la cultura, sino que solo ha adoptado sus métodos de producción y distribución.

    Pero más parece preocuparle la forma como la cultura se asimiló con el capitalismo. Su análisis plantea aquí de manera implícita algunas paradojas, ya que como ocurre en algunas películas, la cultura parece ignorar al capitalismo mientras está siendo absorbida por este. Así como advierte que el aumento del interés por el pluralismo, la diferencia y la diversidad en las políticas y los estudios culturales ha desplazado la atención desde las cuestiones materiales hacia un terreno simbólico; acusa a “la izquierda cultural” de haber dejado de hablar de capitalismo y menos de explotación o revolución, en su celo por su discurso de la diferencia, identidad y marginalidad. “La industria cultural”, tal como lo indica su nombre, es una forma de producción, cuyas causas y ambiciones no son culturales. La cultura de masas podrá estar más presente que nunca en nuestros estilos de vida, pero es cada vez menos autónoma y trabaja para reforzar “un sistema global” cuyos fines son en su mayor parte adversos a la idea tradicional de cultura.

    Los prejuicios posmodernos por la diversidad y sus afanes por desmontar toda forma de jerarquía, se combinan muy bien con el espíritu del capitalismo que en la clásica visión de Marx era imbatible a la hora de borrar diferencias. El capitalismo, apunta Eagleton, es tan enemigo de las jerarquías como los estudios culturales. Eagleton usa reiteradamente la expresión capitalismo tardío, frase que según Annie Lowrey, en un excelente artículo en The Atlantic, se ha vuelto hoy recurrente en los medios anglosajones para designar las innumerables ocasiones en las que la vida económica muestra su infinita capacidad de idiotez y delirio, desde el famoso comercial de Pepsi de Kendall Jenner, hasta las distintas tendencias en la moda del “homeless chic”. Eagleton asimila este fenómeno al posmodernismo que convierte todo en mercancía de consumo, pero también a una reciente manifestación de la industria cultural, que podría llamarse como un capitalismo de rostro estetizado y aura cultural, donde no hay cosa que no parezca diseñada y artística. Esta estetización de la vida cotidiana gracias a una industria cultural capturada por la publicidad y el diseño y las nuevas “industrias creativas”, no implica que el capitalismo haya trocado sus valores por los de la estética o la cultura, sino que solo ha adoptado sus métodos de producción y distribución.

    En otro ensayo, Eagleton advirtió que el capitalismo tardío hacía que la esperanza quedara obsoleta, porque no cabía esperar un futuro que no fuera una repetición del presente. El optimismo no sería más que una alternativa inútil, porque supone el entusiasmo por un futuro “que no implicará ningún desorden” o un cambio sustantivo respecto de la situación actual. Esta idea del futuro como una vasta planicie donde el presente parece repetirse hasta la náusea sería, para Eagleton, una señal evidente de la ineficacia política y teórica del posmodernismo. En esta situación, deberíamos devolver la cultura a su lugar, o por lo menos volver a ponerle sus colmillos.

     

    Cultura, Terry Eagleton, Taurus, 2017, 200 páginas, $12.000.

  157. La expansión

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    Una idea: habría que leer las biografías y retratos que el cronista Martín Pérez y el dibujante Liniers entregan de los 33 artistas que incluyeron en DisTinta: nueva historieta argentina, como el relato secreto de las genealogías, filiaciones y mapas que puede exhibir el actual cómic trasandino. Están ahí la arqueología de los relatos incluidos, las revistas y autores que formaron a los historietistas antologados, las obsesiones generacionales que los cruzaron y marcaron a fuego, y el modo en que se relacionaron con esa poderosa y multiforme tradición de cómics que incluye los trabajos de Oesterheld y Breccia, la vieja y nueva revista Fierro, el frenesí lector de la Comiqueando de Andrés Accorsi y la reconstitución de escena que blogs como Historietas Reales han supuesto como espacio de encuentro e innovación estética.

    Pérez y Liniers tenían claro lo anterior. El prólogo del volumen es la constancia de que la dificultad de la tarea (hacer una antología que resumiese la hora actual del cómic argentino) no solo estaba en definir una lista de nombres sino en hacerlos calzar en un mapa que también incluyese las coordenadas y las historias privadas de quienes estaban incluidos, acaso vidas y lecturas que pudiesen calzar y explicar el estilo, el trazo, el color y el sentido de lo que se leía, de estos “dueños de pequeños universos por descubrir”, según anota Pérez, que dicho sea de paso, es uno de los editores del suplemento Radar de Página 12.

    “El horizonte es el final de la mesa”, dice Liniers en una de las viñetas del prólogo. Por lo mismo, DisTinta se puede leer de muchos modos. El más natural es pensar la antología como una fotografía del presente de la historieta argentina, aunque eso de por sí es engañoso, pues somete al lector a más preguntas que respuestas: ¿cuál es la tensión entre lo ficcional y lo autobiográfico? ¿Cómo se relacionan los autores antologados con la tradición? ¿En qué sentido la precariedad de la industria termina convirtiéndose en un aliciente creativo? ¿Qué posición ocupan los artistas argentinos (y latinoamericanos) en un contexto global?

    No hay respuestas únicas, pero la antología entrega algunas pistas, algunos rastros que pueden resultar esclarecedores. Ahí caben, por ejemplo, el trabajo de Dante Ginebra/Diego Arambau sobre los hijos de desaparecidos secuestrados por militares; el trazo manuscrito de la tipografía de Delius a la hora de contar una cita fallida; la metaescatología de Gustavo Sala; las surreales postales familiares de Decur; la saturación sucia de Frank Vega, etc.

    En el contexto precarizado del cómic latinoamericano, el gesto antologador de Pérez y Liniers tiene harto de generosidad; son ejemplares no solo por su amor por la historieta como arte, sino por la idea de ofrecer un paisaje que reflexiona sobre sus modos de producción y circulación y, con esto, que se pregunta cómo es capaz de construir identidades.

    En todos, la extensión breve de los cómics incluidos sirve como un pie forzado que alimenta la indagación personal de los autores. Aquello tiene que ver con cierta angustia de la influencia (de Jesse Jacobs a Chris Ware; de la nouvelle bande desinée a padres tutelares como Carlos Nine o José Muñoz, pasando por el fantasma de Carlos Trillo, guionista legendario que trabajó con algunos de los artistas incluidos en el volumen), pero sobre todo el modo en que aquello es incorporado y procesado como si se tratara de una caja de herramientas a la que acudir para hacer más eficaz y original el trabajo propio.

    En ese contexto, una de las virtudes de DisTinta tiene que ver con la concentrada precisión con la que muchos de los antologados usan sus páginas para reflexionar muchas veces de modo radical sobre la gramática de la historieta contemporánea, una característica metatextual que aparece, sin ir más lejos, tanto en la condición abigarrada de las viñetas de Gustavo Sala como en la reapropiación y diálogo que Decur establece con las ideas de Richard McGuire.

    Y es acá donde es posible percibir una vuelta de tuerca en relación a la tradición. No en vano, gran parte de lo que se lee transcurre en ambientes íntimos, en calles de barrios, en habitaciones llenas de los fetiches que amueblan la memoria de la infancia. Si Oesterheld en El Eternauta usó con exactitud el mapa de Buenos Aires para desplegar su sci/fi de catástrofe y Muñoz/Sampayo se apropiaron de Nueva York para preguntarse por los dolorosos ecos domésticos de las noticias del mundo, una buena parte de los autores de DisTinta vuelven al espacio privado (la infancia, la familia, la casa) para delinear desde ahí su poética personal. Por supuesto, no hay certezas ni hay consuelo; nadie dijo que se trataba de un viaje agradable pues lo íntimo también es una trampa, una puerta al trauma, la sospecha y la amenaza: Camila Torre Notari establece un contrapunto entre el funcionamiento de una banda de rock y la tensión que provoca el extravío de un perro; Ariel López V. transforma el espacio barrial en una pesadilla alucinatoria; y el trazo casi de caricatura de Gato Fernández procesa el abuso familiar de un modo tan terrible como detallista.

    Por lo mismo, uno de los costados de DisTinta es que permite percibir justamente la profundidad y amplitud de aquellas reflexiones en el marco de la historieta contemporánea, algo cuyo sentido tiene que ver con una búsqueda estética pero también política, gracias a la presencia y sabotaje constante de la autobiografía y del uso del habla cotidiana, pero también de la gesticulación vanguardista como modo de descifrar lo real, lo propio y lo ajeno.

    En el contexto precarizado del cómic latinoamericano, el gesto antologador de Pérez y Liniers tiene harto de generosidad; son ejemplares no solo por su amor por la historieta como arte, sino por la idea de ofrecer un paisaje que reflexiona sobre sus modos de producción y circulación y, con esto, que se pregunta cómo es capaz de construir identidades. Aquello quizás está en el centro del trabajo de los artistas seleccionados y su exploración en relación con la viñeta y sus lenguajes. Se trata de una búsqueda tan personal como colectiva, algo capaz de captar y definir el espíritu de una época, pero también las formas de una disciplina artística que solo puede pensarse a través de una expansión y una experimentación constantes.

     

    DisTinta: nueva historieta argentina, Martín Pérez y Liniers (compiladores), Sudamericana, 2017, 384 páginas.

  158. Memorias de la tribu: de Lugones a Donoso

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    Las familias de Leopoldo Lugones y José Donoso recorren un camino que, con fuertes diferencias y matices, se aproximan. Saben de bronces y miserias, de suicidios y transgresiones, como lo demuestra la lectura de Cuervos de la memoria, la biografía de la bisnieta de Lugones, y Correr el tupido velo y Diarios tempranos, la selección de textos íntimos de José Donoso.

    por hernán ronsino

    Las imágenes muestran un pueblo en España que celebrará a su poeta. Le van a rendir, como se dice, su merecido homenaje inaugurando un busto. Los preparativos están en marcha; las filas de sillas montadas en la plaza central; la gente que llega lentamente; la voz del locutor oficial probando el sonido para luego comenzar con su encendido discurso poniendo al poeta, muerto pero inmortal en sus versos, en el bronce. De pronto, después de mostrar a la mujer y a dos de los tres hijos del poeta sentados en primera fila, esas imágenes del homenaje desaparecen y, con el sonido del locutor oficial de fondo, ahora se ve el busto del poeta en una habitación, envuelto en un plástico y apretado por unas sogas tensas, amordazado.

    Es el comienzo de El desencanto, un documental de Jaime Chávarri, que cuenta la historia de la familia Panero. Pero la narración no se centra en la biografía del “poeta del régimen franquista”, sino más bien en los efectos que la muerte del poeta deja en su mujer, Felicidad Blanc, y sus tres hijos (Juan Luis, Leopoldo María y Michi), también poetas. La figura, entonces, del busto de Panero amordazado y oculto se vuelve, a lo largo del documental, una imagen angustiante y poderosa que corroe los cimientos de la trama familiar. Y va tensando, por un lado, al poeta querido por su pueblo, al hombre público, del otro Panero, el que será materia del documental: el padre terrible y ausente.

    Lugones se suicidará en febrero de 1938, en El Tropezón, un hotel en el delta del Tigre, tomando cianuro, “el suicidio de las sirvientas”, como afirmó en relación a la muerte, un año antes, de Horacio Quiroga.

    La escena inicial de El desencanto –el homenaje público, por un lado, y el secreto familiar por otro– condensa muy bien la temática que se puede explorar en otras dos grandes figuras de la literatura latinoamericana del siglo XX, Leopoldo Lugones y José Donoso, en donde la vida y la obra de estos autores se entrelazan y, a su vez, impactan con violencia en el corazón mismo del núcleo familiar. Al igual que en la desgarrada historia de la familia Panero, los Lugones y los Donoso recorren un camino que, con fuertes diferencias y matices, se aproximan. La publicación, en ambos casos, de relatos biográficos que alumbran “los secretos de familia” abre, además, la posibilidad de pensar en paralelo esos dos universos íntimos y literarios.

    Los Lugones

    La tensión entre el poeta héroe y el padre villano encarnaría la misma doble faz que en el cuento de Borges porta el personaje de Kilpatrick. Ese líder rebelde irlandés que es a la vez héroe y traidor. Al final del cuento se hace referencia a un bisnieto de Kilpatrick que, a 100 años de la muerte del héroe, se pone a escribir una biografía sobre su bisabuelo. En ese trabajo de investigación sobre el pasado familiar e histórico de Irlanda, Ryan descubre el relato del traidor, pero decidirá seguir ocultándolo.

    Como en el final del cuento de Borges, Tabita Peralta Lugones publica, en 2014, el libro Cuervos de la memoria, una biografía de la familia Lugones escrita por la bisnieta del poeta. Pero a diferencia de Ryan, Tabita contará y alumbrará las escenas más oscuras del “héroe”. La historia de los Lugones es parte de una secuencia que entrelaza de manera compleja y minuciosa, la intimidad con la violencia política.

    Leopoldo Lugones no es solo el poeta más importante de comienzos del siglo XX en Argentina, también es quien, como intelectual de peso, transforma desde las conferencias que da en el teatro Odeón de Buenos Aires en 1913, y que luego se publicarán en el libro El payador, al poema Martín Fierro en un poema épico. Y al gaucho Martín Fierro en el héroe argentino. Incluso el mismo Lugones, autor de La guerra gaucha, quedará canonizado como el poeta nacional: el día del escritor se celebra en su homenaje. Es decir, Lugones, el Poeta, como lo nombra Tabita, al igual que Kilpatrick, sabe de bronces y miserias.

    El propio Donoso cuenta en sus diarios lo que significó para algunos familiares sentirse expuestos en las novelas. Y es, precisamente, un efecto semejante el que sufre Pilar al trabajar con los papeles de su padre y publicarlos.

    Hay dos etapas en su obra que son llamativas por los contrastes. Por un lado, el joven Lugones, el que junto a José Ingenieros funda la revista La Montaña, cercana a una postura anarquista; y, por otro lado, el Lugones de la década del 20 y comienzos del 30, el autor de La grande Argentina y La patria fuerte, textos fascistas que apoyan y estimulan el golpe militar que el general Uriburu dará, finalmente, en 1930. Hay allí dos caminos antagónicos encarnados en una misma biografía: el libertario y el represivo. Lugones se suicidará en febrero de 1938, en El Tropezón, un hotel en el delta del Tigre, tomando cianuro, “el suicidio de las sirvientas”, como afirmó en relación a la muerte, un año antes, de Horacio Quiroga. En esa contradicción de caminos y en ese último gesto se funda una genealogía familiar, que irá repitiendo y profundizando los elementos que habitaban en la propia vida del poeta.

    Polo es el único hijo de Lugones. Un verdadero personaje siniestro. En la década del 20 estará a cargo de un reformatorio de menores y, a causa del maltrato y los abusos que aplica a los niños internos, será destituido y condenado a prisión. Tabita cuenta que el poeta le pedirá de rodillas al presidente Yrigoyen por la libertad de su hijo, cosa que ocurrirá. Luego del golpe militar, Polo ocupará un lugar en la policía secreta de Buenos Aires. Y desde allí comenzará a aplicar un método de tortura que, según algunos dicen, crea el propio Polo: la picana eléctrica. Pero Polo además ejercerá sobre su padre una vigilancia intensa: observándolo y persiguiéndolo para, luego, denunciarlo. Ante los rumores de un romance entre el poeta y una de sus alumnas, Polo acorrala a su padre obligándolo a dejar de ver a su joven amada. Esa escena (el hijo despechado, amenazando al padre) será lo que termine de empujar a Lugones al suicidio. Una suma de fracasos políticos y sentimentales. Y la imposibilidad de terminar de escribir la Historia de Roca. Luego de la muerte de su padre, Polo será el gran albacea de esa obra. Y ejercerá, así, el rol de censor: quemará los papeles que lo comprometen, como dice Tabita, y habilitará solo alguna parte de la obra. En 1971, Polo, encerrado en su casa del barrio de Villa Devoto –disparándose varias veces, abriendo el gas– se suicida repitiendo el gesto de su padre.

    Pirí Lugones, hija de Polo, madre de Tabita, ampliará los efectos familiares. Una mujer que estará marcada por la enfermedad (la tuberculosis ósea la dejará renga), la violación (a los 12 años es abusada por su padrastro) y, finalmente, la tortura (Pirí será secuestrada y torturada con el invento de su padre y desaparecida en la última dictadura argentina). Pirí encarnó un formato de mujer que representaba muy bien las luchas de los años 60 y 70. Una mujer rebelde, una mujer que escapaba del molde esperado. Trabajó como editora y traductora en la legendaria editorial Jorge Álvarez (donde se publicó por primera vez a Puig, Saer, Piglia y Walsh). Fue pareja de Rodolfo Walsh. Y, según cuenta Tabita, en las sesiones de tortura Pirí les gritaba a sus torturadores: “Ustedes qué saben, torturador era mi viejo”. De Lugones se abre, así, un derrotero de represión, continuado por su hijo, y de rebeldía por parte de su nieta. Las dos grandes dimensiones lugonianas (el joven Lugones, anarquista; y el último Lugones fascista). En consecuencia, la violencia familiar se desplazará, también, como violencia política. La dinámica será entonces centrífuga, de adentro hacia fuera. De lo íntimo hacia lo público. Una dinámica que pone, todo el tiempo, en el centro de la escena a los cuerpos atravesados por las esquirlas de un siglo trágico.

    Los Donoso

    En 2009, Pilar Donoso publica, al igual que Tabita Peralta Lugones, una intensa y profunda biografía familiar sobre la base de la lectura de los cuadernos personales de su padre, José Donoso: Correr el tupido velo. Y a diferencia, también, del personaje de Borges, contará lo que no se cuenta del “héroe”. O, mejor, lo que el héroe nunca quiso mostrar, pero dejó por escrito en sus cuadernos y diarios personales.

    Hay un mandato que se quiebra con la publicación de Correr el tupido velo. Y Pilar Donoso sabe que desnudar al padre la enfrenta, como dice, a pérdidas irreparables y “habrá más”.

    Si bien no habrá en esa lectura de la hija grandes revelaciones, sí descubrirá en los diarios personales a un padre que se abre en toda su intimidad tormentosa y contradictoria con respecto, incluso, a su propia hija. Por eso mismo, Pilar Donoso descubre y siente que, tal vez, la escritura de esta biografía sea “una forma de la venganza”. Hay un mandato que se quiebra con la publicación de Correr el tupido velo. Y Pilar Donoso sabe que desnudar al padre la enfrenta, como dice, a pérdidas irreparables y “habrá más”.

    Como se sabe, uno de los grandes temas de la obra de Donoso es la exploración del universo familiar: el trabajo minucioso de análisis y de crítica que hace de la familia chilena, lo realiza desde los mundos imaginarios que construye, es decir, desde la escritura. Lo monstruoso en Donoso ocurre en el plano de la imaginación, en su literatura. A partir de ciertas experiencias biográficas y corporales –en especial con la enfermedad, con la necesidad de estar enfermo– monta un universo de fabulación y perversidad. “La locura me ordenó los materiales y me dio la forma del libro”, dice en una entrevista a propósito de la escritura de El obsceno pájaro de la noche. Esa misma organización familiar que desnuda y critica, podríamos decir, se edifica sobre dos elementos medulares: el secreto y la jerarquía. Develar un secreto, hacerlo público o no respetar el mando jerárquico trae, sin duda, consecuencias terribles. Cecilia García Huidobro, editora de Diarios tempranos. Donoso in progress, dice que “en Chile suele ser inaceptable que los secretos no queden en familia”. El propio Donoso cuenta en sus diarios lo que significó para algunos familiares sentirse expuestos en las novelas. Y es, precisamente, un efecto semejante el que sufre Pilar al trabajar con los papeles de su padre y publicarlos.

    Por lo tanto, a diferencia de los Lugones, que ponen en acto la monstruosidad de generación en generación, como un efecto que se replica a través de la figura del suicidio; en Donoso, en cambio, lo monstruoso vive en el plano literario hasta que el efecto de la lectura de los diarios personales impacta en su hija. De los diarios brotará el movimiento que lleva a lo trágico; de lo imaginario a la puesta en acto: la hija leyendo los diarios y escribiendo –como en la escena fantaseada por el padre en la cita que abre la biografía– para tener, como efecto final, el suicidio.

    A diferencia de los Lugones, que ponen en acto la monstruosidad de generación en generación, en Donoso lo monstruoso vive en el plano literario, hasta que el efecto de la lectura de los diarios personales impacta en su hija.

    Es curioso que, tanto en Diarios tempranos –que cubre la primera etapa de los cuadernos– como en Correr el tupido velo –que abarca la segunda parte–, la escritura íntima esté mediada por la edición, por un lado, de Cecilia García Huidobro que va guiando y ordenando su lectura y, en el segundo caso, por la selección de su propia hija. Es decir, los papeles íntimos de Donoso se hacen públicos a través de una mediación. Es, tal vez, en relación con esta mediación que estos libros reflejan, de algún modo, dos facetas muy distintas de la escritura íntima de Donoso. Por un lado, el primer volumen de los diarios, muestra a un escritor que ensaya, una y otra vez, los libros que desea escribir; devela, más bien, al mundillo literario o los vaivenes familiares, pero sin involucrar de un modo comprometido a su mujer y a su hija, aún pequeña. La familia es la de los padres, los tíos o tías y abuelos; todo ese universo que fantasea con retratar en una trilogía que cuente la vida de los Yáñez. Por eso Cecilia García Huidobro plantea que, para Donoso, “el diario es el doble del escritor” y que allí no hay ningún secreto terrible que develar. Pero, en cambio, en Correr el tupido velo la hija descubre una intimidad del padre nunca vista antes por ella. La formación de una familia propia es la que se ve retratada desde sus entrañas y sus complejidades. Si la publicación de Diarios tempranos, planeada y meditada por el autor para que apareciera muchos años después de su muerte, colabora en la construcción del escritor “héroe”, es decir, en mostrar en la escena pública cómo pensaba y procesaba una novela, qué cosas leía y con quién entraba en contacto; Correr el tupido velo, que también, en cierto modo, es un libro calculado por el autor, opera con otro efecto al de los Diarios tempranos: construye, más bien, la sombra de ese escritor “héroe”.

    Finalmente, podríamos decir que Cuervos de la memoria funciona, entonces, como un libro documental, una historia de reconstrucción familiar escrito por Tabita Peralta Lugones desde una distancia generacional, para comprender y cicatrizar. En cambio, Correr el tupido velo, por su dinámica y los efectos que tuvo, encaja en la obra donosiana; está atrapado en sus efectos; imaginado, incluso, por su autor. Sería, después de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, el último eslabón de la obra de Donoso que se cierra sobre sí mismo, hacia lo íntimo, con la fuerza no solo de un efecto literario (un efecto de realidad) sino con un impacto real (un efecto en la realidad) a propósito del suicidio de Pilar. De modo que la lógica familiar y literaria, a diferencia de los Lugones, tendría una dinámica centrípeta, que busca el centro para cerrarse sobre sí mismo; circula desplazándose en los rincones de la propia casa, entre el secreto y la jerarquía –como en Coronación, como en Casa de campo–, hasta estallar en su interior desde la locura, la transgresión o el suicidio.

     

    Cuervos de la memoria. Los Lugones, luz y tinieblas, Tabita Peralta Lugones, Ediciones de la flor, 2014, 288 páginas, $21.000.

     

    Correr el tupido velo, Pilar Donoso, Alfaguara, 2009, 442 páginas, $18.000.

     

    Diarios tempranos. Donoso in progress, 1950-1965, José Donoso, Ediciones UDP, 2016, 712 páginas, $20.000.

  159. Los saldos del tiempo

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    Qué ocurre cuando el amor se acaba, cuando las relaciones se degradan, cuando la familia se convierte en apenas una serie de rutinas y diálogos neuróticos, en el campo de una batalla asordinada y violenta, en que cada miembro pugna por la humillación del otro. Sobre esto escribe Margarita García Robayo (1980), una de las narradoras colombianas más celebradas de los últimos años, que desde hace un tiempo desarrolla su trabajo en Buenos Aires. Su novela Tiempo muerto explora, con dureza y sin dramatismos, las vidas de Lucía y Pablo, pareja de mediana edad, con dos hijos, al filo del derrumbe tras varios años de matrimonio. Como en otras de sus narraciones, García Robayo aquí también traza un retrato cuidadamente detallista de la vida de los latinoamericanos en Estados Unidos: Pablo y Lucía se mueven entre New Haven (donde viven), Miami, Port Chester, Nueva York; Lucía se ha desarraigado, pero Pablo no deja de pensar en el país de ambos, Colombia, al que le dedica una inacabada novela, que para su mujer es “ambigua y cursi”. En ese relato, aludido constantemente, un profesor de Biología retorna a su patria para enfrentar una trama de expolio ecológico: hay buenos y malos, pero, sobre todo, hay el deseo de Pablo de narrar la historia política y social de su patria. Lucía también escribe: ella se ha doctorado en una universidad de élite y publica columnas en las ediciones latinoamericanas de revista Elle, en las que aprovecha de ajustar cuentas con su esposo y quejarse de una maternidad pegajosa e intensa, uno de los focos del relato.

    En uno de los momentos más bellos de la novela, Lucía lleva a los niños a una playa donde una vez fueron felices y piensa que todo se pierde: “Piensa en todas las veces que vio gente tratando de guardarse algo fresco para siempre. De ganarle una batalla —alguna— al paso del tiempo”.

    A esta pareja degradada, que ya desde el comienzo de la novela muestra fisuras, los rodea un conjunto de personajes exasperantes y a su modo también fracasados, como Lety, la tía de Pablo, quien ha consagrado su vida a un negocio de lavandería; Gonzalo y Elisa, sus vecinos argentinos, cocainómanos e infieles; los desproporcionados padres de Lucía con su ruidoso, ordinario estilo de vida; Cindy, la empleada demasiado entusiasta que cuida a los niños en Miami y cuyas intromisiones exasperan a Lucía. Es difícil simpatizar con ellos; apenas se salvan Rosa y Tomás, los más pequeños, aunque se trata de niños ruidosos y hasta cierto punto amenazantes: más de una vez se describe su ensamblaje con la madre: “Tomás encajado a un costado de su cuerpo, y Rosa en el otro. Como dos órganos blandos de fácil remoción”. Un tándem que desde el primer minuto deja fuera a Pablo y propicia el alejamiento entre él y su mujer.

    La prosa de García Robayo es cuidada; maneja con solvencia los encuentros y desencuentros de esta tribu latina tan malavenida, con sus particulares giros lingüísticos. Como en la desoladora novela Hasta que pase un huracán, se acerca con ojo escéptico a los desajustes que viven sus personajes diaspóricos, nómades, entre un aquí y un allá, entre un pasado difícil y un presente en el cual son incapaces de encajar. La degradación y el fracaso son irrefrenables; Pablo lo constata en su propio cuerpo cuando sufre un ataque cardíaco, producto de una temporada de infidelidad y drogas.

    En uno de los momentos más bellos de la novela, Lucía lleva a los niños a una playa donde una vez fueron felices y piensa que todo se pierde: “Piensa en todas las veces que vio gente tratando de guardarse algo fresco para siempre. De ganarle una batalla —alguna— al paso del tiempo”. Esa batalla, constata, siempre está perdida, como quiere decirnos el mismo título de esta novela: “Lo verdaderamente raro es mirar al otro y preguntarse quién es, qué hace ahí, en qué momento le cambiaron tantos los rasgos de la cara. El desconocimiento es el saldo del tiempo acumulado, nadie puede decir con exactitud cuándo se planta la semilla”.

    En esta y otras de sus narraciones, García Robayo describe con destreza la errancia latinoamericana en tiempos globalizados, así como también los conflictos identitarios de esa diáspora anhelante de mejores condiciones de vida. Los personajes de sus relatos suelen sufrir algún grado de degradación, de incomodidad en sus cuerpos y en sus vidas, desde detalles nimios hasta destinos catastróficos. En su literatura se impone un realismo meticuloso y devastador, el cual resulta eficaz para contar las vidas de sus descentrados personajes, hasta llegar casi a la observación etnográfica, y muy lejos de la intelectualización metaliteraria postmoderna.

     

    Tiempo muerto, Margarita García Robayo, Alfaguara, 2017, 151 páginas, $10.000.

  160. La olla coreana

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    La autora de Incompetentes y Terriers se introduce en el mundo gastronómico de los coreanos asentados en Santiago, en los barrios de Bellavista y Recoleta. Es un universo en el que los aliños, vegetales, arroz y carnes se mezclan con el viaje, la paciencia y la esperanza.

    por constanza gutiérrez

    La comida ha sido siempre la ofrenda más noble que podemos obsequiar a otros. Es una muestra de amistad. Quien llega a un país extraño con una mano y otra atrás solo tiene una cosa que ofrecer: sus buenas costumbres. ¿Pero quién querría buenas costumbres ajenas teniendo las propias? Lo único que la gente acepta recibir es comida. Por alguna extraña razón, preferimos la comida extranjera que a los extranjeros. Sus costumbres culinarias suelen consistir en platos más ingeniosos que finos, pues en todas partes se ha pasado hambre. Los polacos tienen la mermelada de rosas, los franceses la sopa de cebolla y los españoles la de pan y ajo. En Chile tenemos los pequenes, aunque ya se ven muy poco, esas empanaditas de cebolla cortada pluma, ajo y grasa empella que, a falta de carne, empezaron a comerse en los asentamientos de las minas de carbón de Lota. Los coreanos, un poco más pacientes que los ejemplos nombrados, tienen el kimchi, una preparación fermentada hecha a base de distintos vegetales. Su receta más famosa es la que tiene colifor como ingrediente básico.

    Probé el primer kimchi de mi vida en el restorán Seoul. Es una casa grande, ubicada en la calle Río de Janeiro, en Recoleta, y es difícil escuchar palabras en castellano cuando entras en ella. En la mesa que está junto a la caja y la puerta de la cocina siempre hay un grupo de hombres coreanos comiendo, bebiendo y riendo. Ji Hoon Kwak, el dueño del local, se divide entre esta mesa y el trabajo, que es mucho. Tiene 42 años y llegó a Chile hace siete, pero todavía le cuesta hablar en castellano. Cuando le pregunto si puede contarme su historia, llama a uno de los hombres sentados en la mesa especial y me pide que le hable a él. Su amigo, que habla perfecto español, con acento y modismos chilenos, desaparece al convertirse en la voz de su amigo. Me cuenta que  Ji Hoon nació en Seúl, en el districto de Kang-nam, en Corea del Sur, pero su sueño de hacer kendo —arte marcial japonés parecido al esgrima, en el que se utiliza un sable de bambú— y ser maestro de esta disciplina lo trajo a Latinoamerica, primero a Brasil.

    Se instaló en São Paulo junto a su esposa y sus dos hijos y la ciudad les gustó, pero no lo suficiente como para quedarse ahí. Escuchó que Chile era un país más seguro y que el clima era templado (“Allá siempre hace calor, una sola estación. Acá tenemos las cuatro estaciones”) y ya que aquí el kendo no es tan popular, decidió poner un restorán de comida típica coreana. Lo fundó en 2010, con la ayuda de su familia, y fue su suegra la que le enseñó a cocinar. De lo que aprendió, dice que una de sus especialidades es el kimchi, cuya preparación varía en cada familia coreana y, por tanto, en cada restorán.

    El kimchi de Ji Hoon tiene un sabor muy fuerte y metálico, y pica, pero muy suavemente. No esconde ningún sabor: solo los modula. Probablemente, aunque no le pregunté, tenía pocos días de fermentación. El kimchi puede ser consumido después de unos días nada más, pero existen quienes lo prefieren más pasado y pueden llegar a curtir un kimchi por dos años. A ese kimchi tan fermentado se le llama mugeunji. La fermentación, como es de imaginar, es la solución que encontraron los coreanos para preservar los alimentos por mucho tiempo. Además del kimchi, otras preparaciones fermentadas y típicas coreanas son el ganjang, que es una salsa de soya; el cheonggukjang, que es una pasta de soya fermentada, y el saeujeot jjigae, un guiso de salsa de camarones fermentados.

    La gastronomía coreana se basa principalmente en arroz, vegetales y carne. Los granos son importantísimos, protagonistas de todas las comidas e incluso de algunos mitos de fundación de los reinos de Corea, como el de los tres dioses creadores de la isla Jeju, quienes trajeron consigo semillas de cinco granos distintos, las primeras en ser plantadas en la tierra coreana. Sin embargo, el grano preponderante es el arroz. Aunque introducido, es esencial para los coreanos, tanto que durante una época (el período de los tres Reinos) se utilizó para pagar impuestos.

    La gastronomía coreana se basa principalmente en arroz, vegetales y carne. Los granos son importantísimos, protagonistas de todas las comidas e incluso de algunos mitos de fundación de los reinos de Corea, como el de los tres dioses creadores de la isla Jeju, quienes trajeron consigo semillas de cinco granos distintos, las primeras en ser plantadas en la tierra coreana.

    El bibimbap tiene este grano como base, que se mezcla con muchos vegetales, carne molida, huevo o, en realidad, cualquier cosa: es un plato hecho de sobras. De hecho, su nombre significa “arroz mezclado” o “comida mezclada”. Una vez revuelto todo, se agrega aceite de sésamo y gochujang, una pasta de pimentón picante. La historia cuenta que la tradición prohibía a los coreanos guardar la comida del año viejo para comerla en el año nuevo, por lo que era obligación comerse antes de las 12 de la noche todo lo que se había preparado para la fiesta. Como en toda celebración, era tanta la comida y tal la diversidad de platos (las sobras consistían en un poquito de esto y un poquito de aquello), que era necesario mezclarlo todo. Es por eso que no existe una receta oficial del bibimbap. El que probé yo, en el restorán Dae Jung Kum, traía arroz, carne molida, huevo frito, zanahoria, cebolla, espinaca, diente de dragón y repollo, y su sabor es muy bueno, aunque no tan extraño para el paladar chileno como el de otras preparaciones coreanas. Su principal gracia es el aliño, que la ennoblece: una salsa agridulce que deja sentir el sabor, mucho más fuerte, de las verduras. 

    Jung BooHyon se presentó como Pedro al extenderme la mano. Administra el restorán Dae Jung Kum, del que su padre es dueño, y nació en Dongducheon, a menos de una hora de Seúl. Llegó a Chile hace 10 años, cuando tenía 25, después de vivir en muchos países, entre ellos Inglaterra, Paraguay y Perú. Pedro es parco, tal como Ji Hoon Kwak, y no planea contarme detalles sobre su historia. Le pregunto si en todas esas ciudades tuvieron restoranes.

    —No.

    Acostumbrada a hablar con chilenos, espero un momento. Pienso que su silencio es solo una pausa y que inmediatamente me contará cada una de las cosas a las que se dedicó su familia en otros países, pero solo me queda mirando, esperando la siguiente pregunta.

    —¿Qué hacían?

    —Otros negocios.

    —¿Vendían cosas?

    —Otro rubro.

    En su restorán se sirven platos japoneses y coreanos, y el local se divide en salones privados, además de un gran salón en el que cada mesa se separa de la otra por unos biombos. La privacidad es muy importante. Había escuchado que sus parrilladas eran excelentes y que en su local podía tomar soju, vino de arroz, así que además del bibimbap, fue eso lo que pedí con mis amigos. Es evidente que si los coreanos prefieren tomar soju y no Coca-Cola con sus comidas, será por algo. Yo no soy nadie para contradecirlos. Para la parrillada, un muchacho llevó a nuestra mesa una pequeña plancha en la que nosotros mismos podíamos ir tirando finísimas lonjas de carne de cerdo y cocerla cuanto quisierámos, para luego envolver en hojas de lechuga cada trozo, junto a una pelotita de arroz, aliñar con una salsa agridulce y comerla con las manos. Antes de irme, le pregunté a Pedro por un rumor que había escuchado: que ahí servían pulpo vivo. Me imaginaba, con tristeza, a un montón de comensales cortando los tentáculos de un pulpito sufriente. Le hizo gracia, porque es mentira: tienen otras cosas vivas, como mariscos o langostas, pero jamás han servido un pulpo así. No estaba horrorizado, simplemente me dijo, con toda su calma coreana, que tener animales así era muy caro, por la temperatura del agua.

    Pedro dice que jamás ha tenido que modificar una receta. Que la comida coreana es muy apetecida por los chilenos y que hay algunos de nosotros que gustan más de la comida coreana que él. Me parece un poco extraño, este es un país en el que apenas se aliña la comida. A pocas cuadras de ahí, en cambio, en el restorán Daon, si han comenzado a innovar. El chico que me atiende tiene 25 años, llegó a Chile cuando tenía uno, y no es hijo de los dueños del restorán. Ha trabajado en muchos restoranes. Tan apacible como los otros dos coreanos que he conocido, creí notar algo de entusiasmo cuando me recomendó la pizza del local.

    La pizza estaba hecha de una masa muy gruesa y su ingrediente principal era el lomo de cerdo (cheyuk bokum). Mientras miraba un noticiero coreano, transmitido en el televisor del restorán, me imaginé que se trataba de una pizza milenaria. Quizás habían inventado la pizza antes que todos los demás, como ya ha pasado con los asiáticos antes. Apenas el mesero volvió, le pregunté por ella. Dijo, sin dejar de sonreír, que la masa era hecha en una sartén, con mucha mantequilla y aliños, pero que no era la misma pizza que se comía siempre en Corea. Parecida, pero no igual. Se trataba de una creación de la dueña del restorán. Su propia pizza, así como cada familia tiene su propio kimchi.

  161. Una vieja herida literaria

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    Poetas, voladores de luces reúne poemas que son producto de primerísima primera necesidad para cualquier lector de Lihn, pero también otro conjunto de materiales cuyo valor es cuestionable. Esta reedición de Overol abre una vieja herida literaria: ¿tiene sentido publicar, tras la muerte, todo lo que un autor escribió?

    por guido arroyo

    Los lectores de Enrique Lihn se reproducen con vorágine. Es imposible cuestionar su influencia en nuestro paisaje literario. Esto no solo se debe a su escritura, sino al vitalismo contracultural que lo llevó a experimentar con casi todos los géneros de su época. Quienes leímos hasta el hartazgo a Lihn, ya muerto, nos encandilamos tanto con La pieza oscura como por el productor de happenings, editoriales, películas, cómics, obras de teatro y puestas en escena tan necesarias como El Paseo Ahumada.

    Lihn interrumpía la tradición y experimentaba con ella. Por eso es tan contemporáneo.

    Poetas, voladores de luces da cuenta de una escritura cuya detonante solía anclarse en la vida misma. De hecho, el título se debe a un libro manufacturado de ejemplar único titulado Dos poemas para Irene, que el seductor Lihn elaboró como regalo para la pintora Irene Domínguez.

    Poetas, voladores de luces da cuenta de una escritura cuya detonante solía anclarse en la vida misma (tal como lo insinúa Roberto Merino en Lihn, ensayos biográficos). De hecho, el título se debe a un libro manufacturado de ejemplar único titulado Dos poemas para Irene, que el seductor Lihn elaboró como regalo para la pintora Irene Domínguez. Al año siguiente, uno de esos poemas, llamado “Irene y los poetas voladores”, fue publicado como Poetas, voladores de luces por el sello italiano La Parole Gelate en tiraje de 151 ejemplares. La dificultad que genera sintetizar las señales de ruta de aquella publicación, confirma que tanto el germen del poema como su edición son totalmente azarosos. Ni los expertos lihneanos que contacté ni el riguroso editor Andrés Florit, tienen conocimiento del itinerario del manuscrito. Es decir, si la publicación de este poema fue parte integral de su programa –Lihn fue el mejor lector de sí mismo– o un gesto involuntario e intrascendente.

    El volumen Poetas, voladores de luces está compuesto por tres secciones. En la primera aparecen, mediante reproducción a escala (el original era más pequeño), los 21 versos del mentado “poema visual” cuya forma tipográfica simula la estructura de un pájaro. El resultado, en términos visuales, es decepcionante. La forma no posee relación alguna con el poema cuyos versos, mezcla de alejandrinos y endecasílabos, merodean con sarcasmo la figura del poeta y terminan adulando la obra de Irene.

    La segunda sección, “A Catulo y otros”, reúne 38 poemas que son producto de primerísima primera necesidad para cualquier lector de Lihn. Publicados en distintos medios y en Derechos de autor, en ellos se despliegan tópicos reiterados de la escritura lihneana: poesía cargada de teología negativa y deriva filosófica, textos de viaje que retratan los cadáveres del Ganges o dedicados a parejas, como “Para Sharon” (Rybak), a quien Lihn ya le había escrito el memorable “La despedida” y en este, igual de intenso, escribe: “La vida, belleza; es así, o mejor dicho impensable/ un espejismo que no se deja pensar”. Pese a que la disposición de poemas es cronológica, un montaje subrepticio los funde y emparienta. Sorprende la relación de los poemas dedicados a colegas que bocetan un mapa de filiaciones. Encontramos uno al memorable Catulo, otro a Huidobro que es referido como estatua, y una joya cargada de afecto para Vallejo: “Pero, igual, tú eres César/ a mí no me representas, ni yo a ti./ Y estás en todas partes”. En esta senda sobresale el fundamental poema a Mauricio Wacquez, que aparte de arrojar una lectura notable de su obra arranca de forma fenomenal: “Quizá sea yo homosexual/ Incestuoso soy de todas maneras”.

    La tercera sección reúne seis textos escritos para la Corfo sobre mitología chilota. Su valor no supera lo anecdótico. De hecho, en la nota de edición se consigna que Lihn no les tenía afecto. Esta reedición de Overol abre una vieja herida literaria: ¿tiene sentido publicar, tras la muerte, todo lo que un autor escribió? Exceptuando ejemplos trillados como Kafka o Pessoa, los casos de sobrepublicación suelen ser tristes. Es ridículo pensar que todo lo escrito por una persona tiene valor suficiente para ser publicado. A veces, a las torsiones vitales de una obra les hace mejor que los bocetos, textos por encargo o poemas dedicados se queden en el lugar en que el autor los dejó: el olvido.

     

    Poetas, voladores de luces, Enrique Lihn, Overol, 2017, 128 páginas, $10.000.

  162. Laurie Anderson: recuerdos sobre el lenguaje del futuro

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    El pop y la música en general fueron su punto de partida. En las cuatro décadas de trabajo de Laurie Anderson, los discos y las presentaciones en vivo han sido parte de muchas más herramientas en manos de una creadora que, además de compositora, cantante, violinista e instrumentista múltiple, se ha expresado por medio de la poesía, el dibujo, la escultura, el arte visual, la performance y el cine. Laurie Anderson diluye las fronteras entre arte y vida, y por cierto entre las distintas disciplinas artísticas.

    por david ponce

    En una de las intervenciones de la gira The Nerve Bible que hizo en 1995, Laurie Anderson contaba una historia personal con John Cage, el artista que marcó hitos en la composición contemporánea en torno a las músicas electroacústica, electrónica y aleatoria, entre otras expresiones. “You know, hice una entrevista con John Cage” es el inicio de ese relato según las transcripciones de la gira, en la que Laurie Anderson refería en términos muy coloquiales y casi anecdóticos a su experiencia con Cage, que para entonces ya era un octogenario.

    “Pasé un tiempo con él y parecía ser un tipo tan feliz. O sea, tenía 80 años y estaba siempre sonriendo. Mucha gente está de bastante mal ánimo a esa altura, pero él no”, es el recuerdo de la artista sobre ese encuentro, en el que se suponía que iba a dialogar con el compositor sobre música y teorías de la información, aunque, por testimonio propio, el único propósito de ella era preguntarle si las cosas estaban mejorando o empeorando. “Es solo algo que yo tenía en mente”, explica. “Pero parecía una pregunta tan estúpida, tan general, que me daba susto formularla”.

    Entonces optó por dar rodeos. Y nadie lo cuenta mejor que ella. “Me puse a decir cosas como, bueno, según las teorías de la evolución, si hubiera una carrera entre un caballo moderno y un caballo prehistórico, el caballo moderno ganaría porque es más rápido, es más eficiente, está adaptado, y lo mismo pasa con nosotros. Y por otra parte, según (el biólogo y zoólogo) Richard Dawkins, no todo ha evolucionado en el mejor sentido. Por ejemplo, habría sido una gran cosa si los animales que lanzaban fuego hubieran evolucionado: hubiera sido muy conveniente para cocinar sobre la marcha, habría existido una evolución de las fosas nasales recubiertas de modo que la nariz no se quemara, y así. Y al final Cage dijo ‘¿Exactamente qué estás tratando de decir?’ Y yo dije ‘¿Las cosas están mejorando o empeorando?’ Y él paró solo un momento y dijo ‘Oh, están mejor, mucho mejor, estoy seguro. Vamos cada vez más rápido, somos más inteligentes y mejores. Es solo que no podemos verlo. Es solo que pasa tan lentamente’”.

    Es llamativa por lo elemental la definición del propio trabajo que hace Laurie Anderson, una artista anunciada siempre con los calificativos de vanguardista, experimental, precursora e innovadora. Su definición en cambio es la de una narradora. Una “contadora de historias”, según la expresión en uso. Una historia de Laurie Anderson con John Cage puede ser entre otras cosas la referencia a un encuentro entre dos mentes brillantes de la música y el arte en el siglo XX, o, mejor todavía, una lección aplicada sobre el principio de que a cuestiones profundas corresponden preguntas sencillas. Pero sobre todo es un fragmento de la experiencia que cada vez más Laurie Anderson tiene a mano como fuente de su creación: un arte siempre múltiple en disciplinas, que a sus 70 años, apenas 10 menos que los de Cage, ella mantiene vigente.

    “The Language of the Future” se llama su más reciente trabajo. Es una presentación en vivo que durante los últimos años la artista ha puesto en escena en ciudades como Berlín, Amsterdam o Buenos Aires, y que en octubre del año pasado llegaría a nuestro país, pero fue cancelada pocos días antes de la fecha agendada.

    Este es un título que alude al futuro, pero que remite al pasado de la artista. “The Language of the Future” es también el nombre de una de las pistas que componen United States Live (1984), el monumental disco quíntuple con que Laurie Anderson documentó, en un total de cuatro horas y media de grabación, un show realizado en 1983 y publicado en ese orwelliano año 84. La alusión a Orwell la había hecho ella misma: para entonces Anderson había sido parte de Good Morning, Mr. Orwell, la adelantada videoinstalación del artista estadounidense de origen coreano Nam June Paik, realizada el primer día de 1984 y transmitida vía satélite, con una gama de participantes que iba desde poetas como Allen Ginsberg, artistas como Joseph Beuys, compositores como el citado John Cage, Philip Glass y Astor Piazzolla, pasando por la propia Laurie Anderson junto a Peter Gabriel, hasta bandas pop tan justa o injustamente olvidadas como los Thompson Twins y Oingo Boingo.

    Hoy, situado en la era Trump, “The Language of the Future” es tanto o más político, con recursos como la voz de Lou Reed en la instalación sonora y nuevos relatos que poner en escena.

    Ese solo elenco habla de las diversas disciplinas con que ya se vinculaba la artista: multimedia, para citar una palabra novedosa en la época. Y también, igualmente importante, es muestra de la cuna musical e incluso el sello pop que tuvo en sus inicios. Pop no por definición ni pretensión académica. Pop de efecto real, desde que está escrito que su canción “O Superman”, incluida en su posterior disco Big Science (1982), fue auténtico hit de ránkings en Gran Bretaña, antes que ningún pergamino más teórico en su carrera. Son signos de una época, un tiempo en el que una canción de ocho minutos de largo podía ser éxito radial, y en el que el Reino Unido iba a estar siempre más atento a las expresiones sonoras de EE.UU. que las propias audiencias norteamericanas, según habían demostrado desde antes bandas como The Pretenders e iban a seguir probando precursores del rock independiente, como Pixies desde los 80 en adelante.

    Son los días en que Laurie Anderson hacía el gesto de grabar, en español en el original y con excelente pronunciación y acento marcado, la parodia de presentación de show televisivo con que se inicia la canción “Smoke Rings”: “Stand by / You’re on the air / Buenas noches, señores y señoras / Bienvenidos / La primera pregunta es: ¿qué es más macho: pineapple o knife?”. Ese es también el inicio de Home of the Brave (1986), otro de los discos característicos con que la autora retrata el sonido y el aspecto de una época, en sintonía con coordenadas tan diversas como los mismos filtros pop que estaba usando David Bowie, el tango sofisticado que había hecho suyo una figura tan moderna como Grace Jones o los experimentos tercermundistas de una banda llamada Electrodomésticos en un país lejano llamado Chile.

    No eran solo el traje plateado brillante de Laurie Anderson, su peloparado post-punk, la visualidad de sus teclados ni la textura ochentera de video-tape de sus clips. Eran años en que la new wave instalaba el culto a cierto artificio tan novedoso como seductor en la sonoridad de moda, y en que la música tecno aplicada al pop arrojaba un resultado tan llamativo y exacto como el tecnopop, según la jerga del momento. Pero si gente como Kaja Goo Goo, Duran Duran o incluso Gary Numan y Depeche Mode estaban usando sintetizadores y baterías programadas, esos mismos sonidos adquirían un sentido más denso e inquietante en poder de Anderson. “The Language of the Future”, se llamaba ese tema del 84, y dos años después, en otra de las canciones del disco Home of the Brave, ella iba a dejar una instantánea más a ese mismo respecto, con cita atribuida a William Burroughs y sonido tecno y pop: “Language is a virus”.

    El pop y la música en general fueron un punto de partida. En las cuatro décadas de trabajo de Laurie Anderson, los discos y las presentaciones en vivo han sido parte de muchas más herramientas en manos de una creadora que, además de compositora, cantante, violinista e instrumentista múltiple, se ha expresado por medio de la poesía, el dibujo, la escultura, el arte visual, la performance y el cine.

    Un necesario y mínimo apartado curricular de muestra en torno a esa diversidad incluye hitos como la residencia artística en la Nasa (2002) que originó su performance The End of the Moon; la retrospectiva de artes visuales The Record of the Time: Sound in the Work of Laurie Anderson (2003), presentada por el Museo de Arte Contemporáneo de Lyon; su libro de dibujos Night Life (2007), la instalación de música, escultura y video Habeas Corpus (2015), en torno a la identidad y la memoria; y su película Heart of a Dog (2015), una reflexión sobre el afecto y la pérdida motivada por la muerte de su terrier y dedicada al músico Lou Reed, de quien enviudó en 2013.

    Ya en su recordada primera visita a Chile, en 2008, en la gira previa a su disco Homeland (2010), Laurie Anderson se valía del violín y la electrónica, de las proyecciones visuales, del monólogo o spoken word y de la tecnología aplicada a una especie de talk-box electrónica o a unos anteojos sonoros como instrumento de percusión, para elaborar un discurso crítico de los EE.UU. de su día. Hoy, situado en la era Trump, “The Language of the Future” es tanto o más político, con recursos como la voz de Lou Reed en la instalación sonora y nuevos relatos que poner en escena. Si en “The Homeland Tour” la artista narraba una historia conmovedora de pájaros para fabular el origen de la memoria, hoy acude a la reintepretación de un relato griego clásico sobre otra bandada de pájaros, lo mismo que refiere la historia personal de infancia sobre su hospitalización a los 12 años tras un accidente doméstico en una piscina y sobre la superación de ese trauma. Y en último término es elocuente la elección del nombre de este nuevo trabajo, para el que fue a buscar una de las composiciones de ese disco en vivo de 1984.

    Porque esa también es una historia. En “The Language of the Future”, la grabación original, de la que hay un registro audiovisual de baja fidelidad en la referida instalación Good Morning, Mr. Orwell, una joven Laurie Anderson hace cierta narración en la que acuña el nombre de un “idioma high-tech” que bautiza computerese, todo basado en electrónica y circuitos, y que describe en un diálogo con pasajes como “¡Es tan digital! Ella se refería a que la relación estaba a veces activa de nuevo, a veces inactiva de nuevo / siempre dos cosas turnándose / corriente que circula a través de cuerpos y que luego no corre / Era un lenguaje de sonidos, de ruido, de turnos intercalados, de señales  (…) / corriente que corre a través de cuerpos y que luego no circula / activa de nuevo / inactiva de nuevo / siempre dos cosas turnándose / una cosa instantáneamente reemplaza a la otra / era el lenguaje del Futuro”. El lenguaje del futuro, ayer y hoy. El mundo digital desplegado que hoy conocemos, el cuerpo como transmisor de información y de conexión en redes que habitamos, vuelven descritos y predichos desde un tiempo tan remoto y a la vez tan próximo, en las líneas que una Laurie Anderson post-punk en traje plateado brillante imaginó en 1984, cumplidas hoy. Multimedia, sí. Adelantada a su tiempo, sobre todo.

  163. Contra el Club de los Realistas

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    En Estrés y libertad, el filósofo Peter Sloterdijk impugna a los intelectuales que “han emprendido una campaña contra el asombro” y a los liberales que constriñeron el liberalismo a un solo aspecto: la precavida conciencia de que vivimos en un mundo de seres codiciosos. Pero olvidaron, de tanta mesura, nuestra reserva de generosidad y la capacidad de imaginar lo improbable. Reparar ese olvido sería el primer paso para defender la libertad en las sociedades actuales, cada vez más definidas por el temor a desintegrarse.

    por daniel hopenhayn

    Peter Sloterdijk, con la osadía que muchos le critican y el vigor literario que todos le reconocen, busca en Estrés y libertad un modelo de hombre libre que sepa coexistir con los tiempos que corren. Es un nuevo intento del filósofo alemán de resistir a lo que llama el Club de los Realistas: la corriente dominante de pensamiento que, según él, se ha dedicado con éxito a estrechar los dominios de la subjetividad.

    “Los hombres comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo”. Lo dice Aristóteles en la Metafísica y lo cita Sloterdijk para hostigar al racionalismo ilustrado desde la primera página de su ensayo. Y es que los herederos modernos de Aristóteles (filósofos, cientistas sociales) “han emprendido una campaña contra el asombro”, homologando la agudeza de sus teorías con la ausencia de perplejidad en sus rostros. Pues bien, allá ellos: Sloterdijk anuncia que hablará desde el asombro. Porque la sobrevivencia de esos grupos políticos que llamamos sociedades, integrados por millones de individuos que ya no creen más que en sí mismos, a estas alturas “sobrepasa el límite de lo concebible”.

    Antagonista liberal de Žižek en los debates sobre la crisis europea, aunque amigo suyo, y enconado rival de Habermas en todo tipo de discusiones y para nada amigo suyo, Sloterdijk se alejó de la Escuela de Frankfurt en los años 80, tras convencerse de que la Teoría Crítica era una forma de pensamiento melancólico y de que Habermas, biempensante de posguerra, insistía en maquillar el cadáver del humanismo por la vía de silenciar las evidencias de su ruina. En 1983 abrió los fuegos con Crítica de la razón cínica y desde entonces cultiva ese perfil de erudito heterodoxo que conjuga alta cultura y cultura de masas, helenismos y neologismos, razonamiento complejo y elevación subjetiva. La preocupación que expresa en su obra es cómo conciliar la libertad y la convivencia en sociedades cada vez menos dispuestas a practicar la autoinhibición, toda vez que esa conducta se fundaba en un dominio de la cultura letrada (o de los letrados sobre los analfabetos) que la radio, la TV e Internet desactivaron por completo. Así, su desafío al humanismo parece despojar a la libertad de sus actuales salvaguardas (y sus detractores han sabido consignarlo), aunque para él se trata de evitar que, empecinados en sostener a la libertad sobre represiones internas que ya no operan, acabemos por imponer esa represión, otra vez, desde afuera. A ese problema vuelve en Estrés y libertad, breve y sugerente ensayo escrito en 2011 y recientemente traducido al castellano.

    Sloterdijk define a las sociedades modernas como comunidades de estrés: grupos multitudinarios que solo se mantienen unidos por el temor a desintegrarse. Necesitamos, por lo tanto, alimentar ese flujo de estrés diariamente, y para ello contamos con los medios de comunicación.

    Para explicarse su asombro, Sloterdijk define a las sociedades modernas como comunidades de estrés: grupos multitudinarios que solo se mantienen unidos por el temor a desintegrarse. Necesitamos, por lo tanto, alimentar ese flujo de estrés diariamente, y para ello contamos con los medios de comunicación. Cada noticia que nos preocupa, que nos indigna, actualiza nuestra pertenencia a esa entidad amenazada que podría llamarse Europa o Chile. Si todo nos alarma, no hay de qué alarmarse: es la enfermedad que distingue a una sociedad sana. El verdadero problema lo tiene el individuo, pues en sociedades cada vez más fragmentadas y centrífugas, el estrés debe multiplicar su potencia para sostener el efecto. De ahí esta libertad incómoda, que parece expandirse al mismo tiempo que se contrae.

    Sloterdijk esboza una rápida genealogía del fenómeno. Desde que griegos y romanos estipularon la libertad del pueblo frente al tirano o el invasor, los siglos modelaron gradualmente una libertad reflexiva ya no del pueblo, sino del sujeto. Pero este sujeto, rotas las cadenas políticas y religiosas que lo ataban a algún destino inexorable, tarde o temprano querría ir por el premio mayor: emanciparse de la tiranía de la realidad, de la natural aflicción que produce habitar un mundo adverso. Por eso Sloterdijk se figura la modernidad como un formidable intento de huida: revolución industrial, Ilustración, Estado de bienestar, técnica o democracia fueron los métodos de una rebelión contra la inexistencia del paraíso. Antes de poner un pie en el paraíso artificial, sin embargo, ya estábamos probando el fruto prohibido.

    Suiza, otoño boreal de 1765. Jean-Jacques Rousseau, el intelectual del momento en Europa, yace tumbado boca arriba en un bote a remos que se deja ir por las aguas del lago Bieler. Allí experimenta la epifanía que relatará en las Ensoñaciones de un paseante solitario: la felicidad de entregarse a meditaciones vacías de contenido, gozando “de nada sino de uno mismo”, a una distancia insalvable de toda noción del tiempo, del deber y de la sociedad. Inutilidad dichosa que Rousseau no descubre por accidente; hacia ella se dirige, de modo ya irreversible, el sujeto moderno que busca su completa libertad.

    El verdadero problema lo tiene el individuo, pues en sociedades cada vez más fragmentadas y centrífugas, el estrés debe multiplicar su potencia para sostener el efecto. De ahí esta libertad incómoda, que parece expandirse al mismo tiempo que se contrae.

    Pero si cada quien se abandona a las delicias de la evasión, sería la catástrofe. La sociedad se ve obligada a reaccionar, y así, plantea Sloterdijk, la historia de las ideas de los dos últimos siglos consistió en la ofensiva del Club de los Realistas por asegurar la continuidad del estrés social, apelando a la mala fama del romanticismo para reducir todo desborde de subjetividad a una condición marginal, descarrilada. Los alemanes, apenas fundaron el romanticismo, se encargaron de domesticarlo. Kant y Hegel, al dotar a ese sujeto de plena soberanía, lo obligan a hacerse responsable, a postergar su ensoñación para asumir la construcción racional del mundo. Marx termina de refundir a ese yo subjetivo en una totalidad objetiva y consagrada a la producción. Positivistas, nacionalistas y naturalistas prosiguen durante el siglo XIX una tarea que la sociedad del siglo XX, acosada por múltiples experiencias de evasión individual, deberá enfrentar con estrategias más sutiles. ¿Qué sería el expresionismo, rasgo esencial de la cultura contemporánea, si no “un deseo de estrés y de lucha con el exterior”? Los discursos de la “construcción social de la realidad”, ¿desnaturalizan los mecanismos de autoridad que impiden el libre despliegue del sujeto, o más bien le ofrecen nuevas razones para remitir su libertad a convenciones externas? Y el nuevo monstruo del laberinto: las neurociencias.

    En resumen, dice Sloterdijk, salimos para atrás. Descubrimos la subjetividad radical solo para atestiguar cómo el boomerang regresa y “los defensores de la objetividad” nos llevan de una oreja de vuelta a la realidad. Creímos escapar del reino de la necesidad, nuestra tierra natal, y ahora la habitamos con la nostalgia del inmigrante.

    ¿A qué libertad, entonces, nos queda seguir aspirando? Sloterdijk propone una “libertad comprometida” de contornos difusos, no tan tributaria de la libre elección como de la libre elevación. Una elevación que reconoce los límites de lo necesario (a Sloterdijk le sobra conciencia de los desastres políticos derivados de Rousseau), pero no renuncia a la conquista de lo improbable. De ahí su crítica al liberalismo actual, que solo habría conservado, de su identidad originaria, una mitad: saber lo que es necesario en un mundo de seres codiciosos. Y se olvidó de la otra: no saber lo que es posible dado el polo noble, generoso, leve, de la condición humana.

    “La libertad, dijo Hegel con astucia, es la conciencia de la necesidad. El hombre del bote replica: no me vengas con tonterías”, anota Sloterdijk. La imagen de su hombre libre –o mejor, quizás, liberal– es la de alguien que ha conocido en carne propia la epifanía de Rousseau, pero regresa del lago sin temor a los imperativos de la realidad cotidiana, sino deseoso de infiltrar en ella la libertad que ha encontrado en la desconexión. Se trata, por cierto, de una libertad que no admite traducción institucional; no están aquí las directrices para refundar el pacto social, ni la comunidad de las naciones. Al menos en este texto, Sloterdijk prefiere recordar que aquella libertad que se inclina a lo generoso, a una cierta levedad que se repele con el despotismo, procede de la aventura interior del sujeto y no encuentra sucedáneos en la pulsión normativa. Subjetivamente hablando: “En realidad, libertad es solo otra palabra para la elegancia”.

     

    Estrés y libertad, Peter Sloterdijk, Ediciones Godot, 2017, 78 páginas, $10.900.

  164. Alain de Botton: “El pesimismo es una de las mayores fuentes de serenidad y satisfacción humana”

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    Contrario al lugar común, el autor de Religión para ateos, Las consolaciones de la filosofía y Miseria y esplendores del trabajo, defiende el pragmatismo de filósofos como Cioran y Pascal, autores que se revelan a la idea romántica de alcanzar la felicidad porque las relaciones nunca –o raramente– son plenas. Hay un fondo de amargura y frustración, de deseo diferido, que es mejor reconocer con la hidalguía de los pesimistas. Al mismo tiempo, asegura que el género de autoayuda debiera ser la mayor aspiración de un escritor realmente ambicioso: “Las meditaciones sobre la ira de Séneca y Marcos Aurelio están entre las obras más grandes de la literatura de cualquier nación o época. También son, sin lugar a dudas, libros de autoayuda”.

    por cristóbal carrasco

    Debiese resultar extraño que un filósofo de origen suizo, graduado de Oxford y Cambridge, master en el King’s College y antiguo candidato a doctor en Filosofía en Harvard, publique un libro llamado Cómo cambiar tu vida con Proust, o haga una serie de televisión llamada Una guía para la felicidad. Sus títulos poseen un aire sospechoso, a libros de autoayuda, y convengamos en que  luego de años de best-sellers los textos de autoayuda no han vuelto mejor a la humanidad, no han logrado hacer millonarias a las personas ni se han cumplido más sueños o metas.

    Alain de Botton dejó su PhD sobre filosofía francesa en Harvard a fines de los 90, y desde esa época ha publicado libros que pretenden unir el desarrollo filosófico en Occidente y lo que él ha denominado “educación emocional”: Religión para ateos (RBA), Las consolaciones de la filosofía (Taurus) o Miseria y esplendores del trabajo (Lumen). Con ellos ha desarrollado una teoría que se sustenta, por sobre todo, en derribar los efectos del mito romántico en nuestra era. Así también creó desde el 2008 The School of Life, una escuela que pretende, a través de la filosofía, desarrollar la inteligencia emocional. En su tienda hay libros como Lecciones de vida de Kierkegaard, y en su canal de YouTube, videos dedicados a Wittgenstein, Keynes u otros del tipo “cómo discutir con tu pareja”. Quisimos conversar con Alain de Botton sobre su labor en School of Life y su obra.

     

    ¿Cómo se le ocurrió fundar una escuela o centro como School of Life?

    School of Life es una organización dedicada al desarrollo de la inteligencia emocional o, para decirlo más sencillamente, a la difusión de la sabiduría. Tenemos sucursales en 10 países, hacemos videos en YouTube, publicamos libros, damos clases y ofrecemos psicoterapia. También trabajamos con empresas para ayudarles a resolver problemas emocionales en los lugares de trabajo. La idea de School of Life partió de la impresión de que las sociedades modernas son, a menudo, muy buenas en volver a la gente rica, pero no muy buenas en hacerlas sabias o felices. School of Life tiene como objetivo ser el lugar al que acudes cuando la vida resulta más complicada que lo que habían anunciado.

     

    ¿Cuáles han sido las dificultades a las que se han enfrentado en School of Life? ¿Ha sido difícil conciliar las opiniones de todos los participantes del proyecto?

    El reto de School of Life ha sido asegurar que no se convierta en otro lugar donde la gente venga y diga cosas ligeras y al azar. Estamos muy enfocados: tenemos una ideología, una manera coherente de ver el mundo. Creemos una serie de cosas sobre las relaciones, los lugares de trabajo, el yo y la familia: somos un equipo que dice cosas similares, ya sea en un video, un libro o un seminario. Ha sido difícil dotarle sentido y crear una ideología compartida, pero hasta ahora hemos tenido éxito.

     

    Uno de los temas más recurrentes en los videos es la desmitificación del romanticismo. ¿A qué atribuye el resurgimiento de la ideología romántica en nuestra era, y por qué cree que es importante atenuarla?

    El romanticismo es una ideología bastante inútil en lo que a relaciones se refiere, porque nos dice una serie de cosas falsas sobre el amor: que existe una persona que puede hacernos felices, que el amor romántico nos salvará, y que el sexo y el amor siempre van juntos. Suena hermoso, pero no es real, y nos distrae de la verdadera tarea: hacer que las relaciones funcionen. El romanticismo ha sido una catástrofe para el amor.

    “El clasicismo cree en la evolución más que en la revolución. Confía en que muchas cosas buenas tienen que ser cumplidas por las instituciones más que por heroicos agentes solitarios, y acepta los compromisos necesarios para trabajar con otras personas”.

     

    Isaiah Berlin dice en Las raíces del romanticismo que los románticos estaban empeñados en destruir la razón y el progreso logrado por la Ilustración. ¿Comparte esa idea?

    La corriente opuesta al romanticismo es lo que llamamos en School of Life, “el punto de vista clásico”. Una visión clásica de la vida se basa en una conciencia intensa y pesimista de las debilidades de la naturaleza humana, así como una constante sospecha de lo “instintivo”. La actitud clásica sabe que nuestras emociones pueden sobrecargar nuestras mejores percepciones, que nos malinterpretamos de forma repetitiva a nosotros mismos y a los demás, que estamos más cerca de la locura de lo que pensamos, así como del daño y del error. El clasicismo busca constantemente –a través de la cultura– corregir las fallas de nuestras mentes. El clasicismo es cauteloso con nuestro anhelo instintivo de perfección. En el amor, aconseja una graciosa aceptación de la “locura” dentro de cada pareja. Sabe que el éxtasis acabará en algún momento, y que la base de todas las buenas relaciones debe ser la tolerancia y la simpatía mutua. El clasicismo tiene un gran respeto por la vida doméstica; ve en aparentemente pequeños detalles prácticos cuestiones dignas de cuidado y esfuerzo profundo; no piensa que sería degradante ordenar el armario de ropa o hacer las cuentas de la casa, porque estos son puntos modestos en los que nuestras propias rutinas se cruzan con los grandes temas de la vida.

     

    ¿Sería una línea menos idealista, más pragmática?

    El clasicismo entiende que necesitamos reglas y, en la educación de los niños confía en el establecimiento de límites. Ama –pero no idealiza– a los jóvenes. En la vida social, el clasicismo aconseja la cortesía como una forma de mantener a raya a nuestro verdadero yo. Entiende que el “ser uno mismo” no es algo que siempre debiésemos buscar para estar cerca de alguien que nos interesa. También sabe que los pequeños cumplidos y garantías son de enorme beneficio, dada nuestra inseguridad y fragilidad natural. El clasicismo cree en la evolución más que en la revolución. Confía en que muchas cosas buenas tienen que ser cumplidas por las instituciones más que por heroicos agentes solitarios, y acepta los compromisos necesarios para trabajar con otras personas. En relación con las carreras profesionales, la actitud clásica está en desacuerdo con la noción de vocación. No mira a nuestros instintos para resolver los complejos problemas de lo que deberíamos hacer productivamente con nuestras vidas. En cambio, ve la necesidad de un autocuestionamiento cuidadoso y extenso. Pero también asume desde el principio que todo trabajo es, de alguna manera, laborioso y frustrante, y rechaza la noción de un trabajo “ideal”, al igual que refuta lo ideal en la mayoría de las esferas. Es un ferviente creyente en el concepto de que las cosas son “lo suficientemente buenas”.

     

    Algunos videos de School of Life están dedicados a filósofos pesimistas, como Cioran o Pascal. ¿De qué manera estos pensadores son importantes hoy en día?

    Un pesimista es alguien que asume con calma desde el principio –y justificadamente–, que las cosas tienden a resultar mal en casi todas las áreas de la existencia. Así, y por extraño que parezca, el pesimismo es una de las mayores fuentes de serenidad y satisfacción humana.

     

    ¿Podría explicar más este punto?

    Las razones son muchas: las relaciones nunca –o raramente– son el matrimonio dichoso de mentes y corazones que el romanticismo nos enseña a esperar; el sexo es, invariablemente, un área de tensión y anhelo; el esfuerzo creativo es casi siempre doloroso, comprometido y lento; cualquier trabajo –por atractivo que sea en el papel– será fastidioso en muchos de sus detalles; los niños siempre resentirán a sus padres, por más bienintencionados y amables que sean los adultos: la política es, finalmente, un proceso de confusión y compromiso incómodo. Nuestra satisfacción en esta vida depende en gran medida de nuestras expectativas. Mientras mayores sean nuestras esperanzas, mayores serán los riesgos de rabia, amargura, decepción y persecución.

     

    Todo radicaría, en el fondo, en controlar el deseo.

    Muchas fuerzas en nuestra sociedad conspiran para atizar nuestras esperanzas injustamente. Nuestra cultura comercial y política se basa, trágicamente, en la fabricación de promesas en escenarios increíblemente hermosos. Estas fuerzas entran en una tendencia natural, aunque profundamente errónea, de la mente humana, que piensa que la esperanza debe ser la clave para la felicidad (y la bondad). Al igual que los optimistas, los pesimistas quisieran que las cosas salieran bien. Pero al reconocer que muchas cosas pueden –y probablemente lo harán– ir mal, el pesimista se coloca con habilidad para asegurar el buen resultado que ambas partes buscan en última instancia. Es el pesimista que, nunca habiendo esperado que algo saliera bien, tiende a alcanzar una o dos para sonreír.

    “La verdadera tarea de la secularización consiste en robar las técnicas educativas de las religiones sin tener en cuenta la mayor parte de su contenido. Las religiones son demasiado creativas, interesantes y útiles para abandonarlas y dejarlas solo a quienes creen en ellas”.

     

    ¿Qué piensa de los libros de autoayuda?

    No hay un género literario más ridiculizado que el libro de autoayuda. Las personas de mentalidad intelectual los desprecian universalmente. Los libros de autoayuda no aparecen en listas de lectura en ninguna universidad de prestigio, no son reseñados ​​por revistas especializadas y es inconcebible que un premio literario se otorgue a uno de sus autores. Este ataque concertado a todo el género de autoayuda es un síntoma de un prejuicio romántico contra la idea de la “Educación Emocional”. Ofrecer la educación emocional explícita se considera como debajo de la dignidad de cualquier escritor serio. Deberíamos –si somos inteligentes– saber cómo vivir ya. Por tanto, no sorprende que la calidad de los libros de autoayuda esté actualmente muy degradada. Los estilistas más experimentados y los pensadores más agudos se sentirían avergonzados al poner su nombre en una obra que estaría destinada a terminar en los estantes más burlones de cualquier librería.

     

    ¿Y esto ha sido siempre así?

    En la cultura clásica de la antigua Grecia y Roma, se dio por supuesto que la mayor ambición de cualquier autor era ofrecer al lector una educación emocional que pudiera guiarlos hacia la realización (eudaimonia). Los libros de autoayuda estaban en el pináculo de la literatura. Los pensadores más admirados, como Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Plutarco y Marco Aurelio, escribieron libros cuyo objetivo era enseñarnos a vivir y morir bien. Además, desplegaron todos los recursos de inteligencia, ingenio y estilo al escribir sus manuales para asegurar que sus mensajes deleitaran las facultades intelectuales y emocionales de los lectores. Las meditaciones sobre la ira de Séneca y Marcos Aurelio están entre las obras más grandes de la literatura de cualquier nación o época. También son, sin lugar a dudas, libros de autoayuda. Es como si los seres humanos hubieran dejado de escribir buena autoayuda después de la caída de Roma. Pero una vez que vemos la cultura como una herramienta para la educación emocional, muchas otras obras emergen como, de hecho, pertenecientes al género de autoayuda actualmente muy calumniado. Por ejemplo, Guerra y paz de Tolstói apunta explícitamente a enseñar compasión, calma y perdón; ofrece orientación sobre dinero, modales, relaciones y desarrollo profesional; busca mostrarnos cómo ser un buen amigo y cómo ser un mejor padre. Claramente es un libro de autoayuda, pero simplemente no se describe de esta manera por los actuales guardianes de la cultura. En busca del tiempo perdido de Marcel Proust es, de manera similar, también un libro de autoayuda, pues nos enseña cómo liberarnos de nuestro apego al amor romántico y a la posición social en favor de un enfoque en el arte y las ideas.

     

    ¿No estará forzando mucho la cuerda?

    No es un insulto describir obras maestras como libros de autoayuda. Es una manera de identificar correctamente sus ambiciones, esto es, una guía que nos aleje de la locura en pos de vidas más sinceras y auténticas. Estas obras nos muestran que la autoayuda no debe ser una empresa marginal de bajo grado y que el deseo de guiar y enseñar la sabiduría es el núcleo de toda escritura ambiciosa. En las librerías de la Utopía, las estanterías de autoayuda serían las más prestigiosas y sobre ellas se sentarían las obras más distinguidas de la literatura mundial, regresando, por fin, a su verdadero hogar.

     

    Usted ocupa una posición como intelectual público y escritor. ¿Cree que los escritores o artistas tienen una responsabilidad específica en las sociedades contemporáneas?

    Creo que es un asunto personal. Nunca haría que alguien se sintiera mal si fueran escritores y no tuvieran ninguna participación social. Sin embargo, para mí, tener un impacto que pueda medirse es importante. Pretendo ser un reformador social, un tipo político.

     

    Comenta en Religión para ateos que no creció en un ambiente religioso. ¿De qué modo influyó la religión, o la vida religiosa, en sus lecturas?

    Estoy muy interesado en la secularización. La secularización es el proceso mediante el cual la humanidad se ha despojado, gradualmente, de sus creencias de larga data sobre deidades y dioses. Casi todos los países desarrollados del mundo han sufrido, durante el siglo pasado, un proceso significativo de secularización. Las religiones que una vez fueron influyentes en toda la sociedad ahora, generalmente, solo tienen pequeñas bandas de fieles adherentes. Se podría asumir que la secularización implica lógicamente una sola cosa: probar la inexistencia de un Dios y luego librar al mundo de todo lo relacionado con la religión. Pero puede haber una manera diferente de abordar la secularización, un matiz que se relaciona con la identidad dual de las religiones. Aparte de sus nociones especulativas sobre los orígenes del universo y la supervivencia del alma después de la muerte, las religiones también han sido siempre las portadoras de una gama de ideas psicológicas útiles e importantes. Las religiones se han comprometido en dos tareas: hacernos fieles y hacernos sabios.

     

    Aunque han desatado guerras y cruzadas bien poco felices.

    Durante largos períodos de la historia, las religiones estuvieron involucradas no solo en las especulaciones metafísicas, sino también en lo que ahora llamaríamos “Educación Emocional”. Ellos pusieron en primer plano el perdón, la caridad, el sentido de comunidad, la gratitud ritual, la honestidad sobre los errores propios, la generosidad hacia los débiles y el rechazo del dinero como medida última del valor de los individuos. Las religiones también eran asombrosamente creativas acerca de cómo lograr esta Educación Emocional. No solo ofrecían conferencias en salones feos, sino que desplegaron a los artistas más grandes del mundo para mostrar sus opiniones de lo que consideraban una vida bien vivida; construyeron edificios majestuosos y se apoderaron del arte mayor con el fin de transmitir mensajes complejos sobre la bondad, la generosidad, la humildad y el dolor, que se alojaron firmemente en nuestras almas. Desarrollaron el poder del ritual: se dieron cuenta de cómo la repetición, las reglas, las ropas especiales, los alimentos sagrados y los días, las palabras y los gestos podrían ayudar a nuestros cerebros agujereados a conservar ideas importantes. La verdadera tarea de la secularización consiste en robar las técnicas educativas de las religiones sin tener en cuenta la mayor parte de su contenido. Las religiones son demasiado creativas, interesantes y útiles para abandonarlas y dejarlas solo a quienes creen en ellas.

     

    Usted nació en Suiza, como Rousseau. ¿Es su obra importante para usted?

    Veo a Rousseau como la figura principal del romanticismo y, por lo tanto, responsable de muchas de las actitudes que hoy considero problemáticas. ¡Casi todo en lo que creo está en desacuerdo con Rousseau!

  165. Un poema a Nicanor Parra

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    Crónica de una despedida

    De la gente que hablo, Nicanor
    Hablaste tú primero y aquí está
    Haciendo fila para despedirse
    Avanza lento bajo el sol de enero
    Una mujer después de verte
    Le dice a su hermana Apapáchame

    Están todos los que están
    En el sentimiento más blanco
    Caminan alrededor del ataúd
    Cubierto con la manta de tu Clara
    Retazos de viejas camisas

    Caminan en círculos
    Han dejado además de flores
    Libros, una pequeña guitarra de madera
    Fotos que venden en la entrada de La Catedral
    Un hombre dejó sus zapatillas y partió
    Diciendo Adiós profesor

    ¿Dónde andas ahora?
    ¿Es cierto que duermes?
    Noticias de otras muertes también llegan

    Canta una mujer y no es tu hermana

    Aquí están los de siempre
    Vagabundos te aplauden al fondo
    Y tus señoras piden que vivas 100 más

    Abierto sigue el libro de las condolencias

    Al salir
    La Plaza de Armas en su ruido habitual
    De encuentros y conversaciones, de turistas
    Inmigrantes negociando celulares para trabajar
    Todos buscando la misma sombra
    Del hombre que revuelve con su pala la tierra.

  166. Contar otros cantos: cantar el mismo cuento

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    Así como Píndaro cantó el triunfo en el deporte y Virgilio trazó el viaje de los derrotados desde Grecia a Roma, hay poetas que se adelantan (en el decir de Rilke en Los sonetos a Orfeo) a toda despedida. Que pareciesen reconstruir la historia y desplegarla, dando luces de cómo puede ser el tiempo por venir. Un vistazo a la poesía de Allen Ginsberg, Carl Sandburg, la música de Godspeed You! Black Emperor o el cine de Michael Moore lo corroboran.

    por juan manuel silva

    El 1 de mayo de 1886 en la ciudad de Chicago, estado de Illinois, comenzaba la huelga general que los trabajadores plantearon para reglamentar el horario de la jornada laboral, la que a veces llegaba a dieciocho horas. Esta protesta, de origen anarquista, desembocó en la revuelta de Haymarket, donde la policía reprimió a los manifestantes alcanzando un número desconocido de heridos y muertos. Luego vendría el juicio a 31 “responsables”, que llevaría a la ejecución pública de cinco trabajadores, cuatro alemanes y un estadounidense (finalmente serían cuatro, ya que Louis Lingg se suicidaría en su celda). José Martí, que presenció la ejecución, relata: “Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros (…) Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo (…) Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa (…) les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas (…) Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las carnes; ‘La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora’”.  Esa era la ciudad de Chicago a fines del siglo XIX, un crisol de lenguas, etnias y costumbres, nacionales e internacionales, marcando la violenta entrada a la modernidad, a la promesa del progreso.

    Si ya es, por decir lo menos, curiosa, la ética del trabajo fundada en la explotación divina, lo fue aun más aquella que instaló al capitalista como el nuevo Moloch, aquel que fagocitaría todas las esperanzas de la mayoría. Así lo plantea, casi un siglo después Allen Ginsberg en su poema “Howl”. Y es que este “aullido” que comparten los trabajadores con las máquinas solo cambia la entonación dependiendo del espacio y el tiempo. Chicago era la segunda ciudad más poblada de Estados Unidos a fines del siglo XIX, cuna de anarquistas y sindicatos, y el lugar donde se enfrentó la extensa pradera con la maquinaria y el acero que transformarían la vida en el sueño que tuvieron tanto inmigrantes de todo el mundo como los habitantes de otros estados, quienes luego de la guerra civil buscaban un hogar. Esa “voz” de la que habla Spies, sería la que décadas más tarde Carl Sandburg ―poeta central del “Renacimiento de Chicago”, junto a Vachey Lindsay y Edgar Lee Masters― escuchara de la misma ciudad en el poema “Chicago”: “Carnicera de cerdos para el mundo,/ constructora de herramientas, apiladora de trigo,/ la que juega con trenes y surte a la nación;/ tormentosa, ronca, peleadora,/ ciudad de las grandes espaldas:/ me dicen que eres retorcida y les creo, pues he visto/ a tus mujeres pintarrajeadas bajo las luminarias de gas/ engatusar a los jóvenes granjeros./ Y me dicen que estás dañada y respondo: sí es cierto/ he visto al pistolero matar y salir libre a matar de nuevo”.

    Y es que más allá de las querellas que puedan propiciar Donald Trump y el imperio de la posverdad, la “voz” que mencionaba August Spies antes de ser ejecutado, prontamente se transformó en poesía, para luego retornar al canto. Aunque antigua, esta relación ―la que vincula poesía y canto― se intensifica en momentos críticos, ya sea por la ausencia de la misma o porque esto es signo del advenimiento de un punto de inflexión. Es en este péndulo histórico donde podemos apreciar la emergencia del canto como una alarma social. Ya Sandburg lo hacía en 1918, hablando de la masa: “millones de pobres, pacientes y de trabajo duro; más pacientes que los peñascos, las mareas, y las estrellas; innumerables, pacientes como la oscuridad de la noche y todos quebrados, humildes ruinas de naciones”. Para Sandburg, quien tenía, de seguro, un optimismo revolucionario, el futuro del hombre estaba en sus manos y sería el mismo trabajo el que lograría darle un lugar en el mundo. Él mismo, venido de una familia sueca y siendo un inmigrante, cantaba la posibilidad de la unidad en un país que había sido construido desde el prejuicio puritano y la ética protestante. Sentía que era posible que las diferencias étnicas y culturales produjeran un contraste tan rico que pudiese ser el combustible para que la máquina norteamericana fabricase puentes, una real comunicación y sociabilidad. Algo así expone en su poema “Felicidad”: “Pregunté a los profesores que enseñan el sentido de la vida que me dijeran qué es la felicidad./ Y fui a ver a los famosos ejecutivos que rigen el trabajo de miles de hombres./ Ellos movieron la cabeza y me dieron una sonrisa como si yo tratara de tomarles el pelo./ Y luego, una tarde de domingo andaba vagando a lo largo del río Desplaines/ Y vi una multitud de húngaros bajo los árboles con sus mujeres y niños y un barril de cerveza y un acordeón”.

    Esa Babel capitalista, que fue Chicago, si bien bullía y seguiría estallando en manifestaciones similares (como las mitologías del blues y el jazz), encontraba en una poesía casi narrativa el tono de su representación. Toscos y literales, mas no exentos de heroísmo y emotividad, los poemas de Sandburg iluminaron a varias generaciones hasta perderse bajo otras formas de representación, probablemente más maduras y pretenciosas.

    Sandburg entiende que el inmigrante, ese “otro”, es una fuerza fundamental, una energía inadvertida que sostiene las riquezas y el goce de una minoría: “El palero bachicha termina el pan seco y la mortadela,/ y lo humecta con un sorbo que le da el aguador/ y vuelve a la segunda mitad de su trabajo de diez horas/ cuidando de las vías así las rosas y junquillos/ no se agitan mucho en los floreros de vidrio cortado/ que se alzan en su delgadez sobre las mesas de los carros comedores”. Es tan intensa la explotación, que a esta gran masa de trabajadores no le son dadas ni la libertad ni el amor, como expresa en su poema “Amor de albañil”: “Pensé en matarme porque soy solo un albañil y tú, una mujer que ama a un hombre que dirige una tienda./ No me importa cómo solía hacerlo, deposito ladrillos más rectos que antes y canto más despacio al manejar la paleta por las tardes./ Cuando el sol está sobre mis ojos y las escaleras tiemblan y los tableros de argamasa van mal, pienso en ti”.

    Su poesía, como otras escrituras del momento, parecieran anticipar el colapso de la gran depresión y las decisiones que, mucho después, se llevarían el trabajo industrial de Estados Unidos. Ese trabajador precarizado, casi nulo en su humanidad, es la matriz de su lenguaje llano y conversacional. La lírica está ausente en su poesía, pues lo está en las vidas de la gente común de su tiempo. Esa Babel capitalista, que fue Chicago, si bien bullía y seguiría estallando en manifestaciones similares (como las mitologías del blues y el jazz), encontraba en una poesía casi narrativa el tono de su representación. Toscos y literales, mas no exentos de heroísmo y emotividad, los poemas de Sandburg iluminaron a varias generaciones hasta perderse bajo otras formas de representación, probablemente más maduras y pretenciosas. En esta senda continuaron varios autores, colaboradores todos, digamos, del disco Come on feel the Illinoise, en el que se escucha en la canción número tres: “Anoche lloré hasta quedarme dormido/ Y el fantasma de Carl, se aproximó a mi ventana/ Yo estaba hipnotizado, me pidió/ Que improvisara/ En la actitud, el remordimiento/ De mil siglos de muerte/ Incluso con el corazón del terror y el que lleva puesta la superstición/ Voy cabalgando solo/ Estoy escribiendo solo (…) Y anoche lloré hasta quedarme dormido/ Por la Tierra, y los materiales, puede que suene justamente apropiado para mí/ Hasta con el resto atrasado, todo es anticuado/ ¿Estás escribiendo desde el corazón?/ ¿Estás escribiendo desde el corazón?”. Sufjan Stevens recibe, casi cien años después, al fantasma del poeta de Chicago para cantar sobre Illinois, su injusticia y cómo el trabajo ha destruido a generaciones y generaciones de hombres y mujeres jóvenes, del mismo modo que en el pasado. En ese sentido, solo es posible preguntarse por la emoción, por el pathos, y la única respuesta para la pregunta por la razón de “mil siglos de muerte” es otra pregunta “¿Estás escribiendo desde el corazón?”. Esa simple pregunta parece darle sentido a todo el sufrimiento, a la extraña cadena que ha llevado a Estados Unidos a elegir a un más terrible explotador: Donald Trump.

    Flint, Michigan

    El año 1989 Michael Moore ­­―documentalista autor de Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11― dirige una película en la que va a visitar al presidente de General Motors, Roger Smith, para pedir explicaciones por el cierre de la planta en Flint (Michigan) y el despido de 30 mil trabajadores. El documental se llama Roger & Me y es su primer trabajo. Moore, quien nació en esa ciudad y vio el esplendor del gran sueño colectivo americano ―tomar a través de la fuerza del trabajo y la unidad de la familia lo que la naturaleza escondía bajo su superficie, domar sus animales, organizar el caos de su abrupta geografía―, busca exponer el oscuro revés de esa promesa de progreso y grandeza que empezó a decaer a fines del siglo pasado. Ese gran impulso de los peregrinos y los colonos, al que Carl Sandburg sumó la tecnología, poco a poco muere junto a los trabajadores derrotados, quienes luego de una extenuante y larga vida a duras penas pueden pagar sus viandas y las cuotas de sus hogares. Sin educación ni esperanza, ellos, que alguna vez fueron jóvenes y creyeron aportar a la “grandeza” de los Estados Unidos, están cansados y solo pueden mirar cómo sus hijos se pierden en el alcohol y las drogas, cómo su ciudad se desvanece como una ensoñación o la fiebre.

    Sandburg ya veía esta contradicción, el año 1916, en su poema “Masas”, en el que dice: “Y luego un día le di una verdadera mirada al pobre, millones de pobres, pacientes y de trabajo duro; más pacientes que los peñascos, las mareas, y las estrellas; innumerables, pacientes como la oscuridad de la noche y todos quebrados, humildes ruinas de naciones”. Porque la gran ingeniería económica se alimenta de la calma y resignación de los trabajadores, de los empobrecidos operarios de la gran máquina. Y si bien se repite la aguda constatación de las contradicciones en Estados Unidos a través de su historia, el caso de Flint es llamativo. El año 2003 Sufjan Stevens ―intentando componer un gran relato musical que describiera las pequeñas historias de cada estado― publica Michigan, el primero de los dos discos que ―hasta ahora― ha dedicado a la representación de las particularidades de este gran grupo de naciones. Es un disco que, en palabras de Brandon Stosuy de Pitchfork, “avanza con una anhelante melancolía, con letras que hablan de las maquinarias muertas y los depósitos vacíos de las ciudades”. Un álbum que se abre con el desolador piano de “Flint (For the Unemployed and Underpaid)”, una canción que muestra el horror del desempleo y de la pérdida de la función en el mundo: “Es lo mismo afuera/ manejando por el río/ finjo el llanto/ incluso si llorara solo/ olvidé la partida/ uso mis manos para usar mi corazón/ incluso si muriera solo/ incluso si muriera solo/ desde el primero de junio/ perdí mi trabajo/ y perdí mi pieza/ fijo intentar/ incluso si intentara solo/ olvidé la parte/ uso mis manos para usar mi corazón/ incluso si muriera solo”.

    Si el siglo XX se trató de la colonización cultural estadounidense, el XXI parece ser el momento en que se dan los resultados: tanto la acumulación de capital por parte de la mayoría como la basura, el desperdicio y el padecimiento que le resta a los trabajadores, quienes levantaron al país y hoy se cuentan entre sus escombros.

    Y es la muerte que intuye el ficticio ―pero popular― hablante de “Flint” la que, de alguna manera, se estaba preludiando tanto con los poemas de Sandburg como con el disco de Stevens. Luego de la catástrofe laboral de los 80 vino la destrucción de la sociedad, de la forma colectiva de habitar un espacio. Pero lo realmente estremecedor es que si estas ideas llevan un siglo siendo cantadas y contadas, solo puedan ser atendidas cuando no hay vuelta atrás. Todo lo que la poesía y la música advirtió sobre el progreso, la explotación y la tecnología, ese sueño de una nación entera, se han transformado en una pesadilla, la de Flint, la de Trump, la que hace del futuro un monstruo que se acerca con rapidez. De este monstruo habla la periodista Paula Lugones, en Los Estados Unidos de Trump, donde recaba el desolador testimonio de una habitante de Flint en la actualidad, una ciudad donde el agua es veneno, el trabajo se acabó y no hay esperanza, pues en su mayoría la población es pobre y perdió hasta las garantías ciudadanas: “Gina, la mujer que muestra las botellitas con partículas de plomo flotante, hoy está mejor porque con todos los filtros de su casa ya no está en contacto con el agua de la canilla. Pero los daños son irreversibles. ‘Sé que voy a morir de cáncer’, se quiebra. Sigue perdiendo el pelo, sus dientes se caen, las encías se infectan. Tuvo varias operaciones y le sacaron un ovario en el que había crecido un quiste inmenso. La hija sufre trastornos de aprendizaje y aún hay días que vuelve sangrando de la escuela de tanto rascarse los brazos. ‘Siento que nos abandonaron’, dice la mujer con los ojos llorosos. ‘Siento que somos los olvidados’”. Los trabajadores fueron despedidos, perdieron sus casas, su función y ahora son envenenados por la maquinaria que alimenta la riqueza del 1% del país más poderoso del mundo.

    “The Dead Flag Blues”

    Si el siglo XX se trató de la colonización cultural estadounidense, el XXI parece ser el momento en que se dan los resultados: tanto la acumulación de capital por parte de la mayoría como la basura, el desperdicio y el padecimiento que le resta a los trabajadores, quienes levantaron al país y hoy se cuentan entre sus escombros.

    Como ha sido usual en otras catástrofes a través de la historia, quienes anticipan y reconstruyen la posibilidad de un mundo, mucho antes que los Estados o grupos humanos —digamos, quienes posibilitan la oportunidad de un futuro—, son los artistas. En este caso, la fascinación por el derrumbe de la civilización y las catástrofes naturales a escala planetaria, además de provenir de la industria de la ficción norteamericana, parece indicar con la misma intensidad de su insistencia, la posibilidad de que hay algo más allá.

    Zombies, yonkis, enfermos: masas de gente que avanza por las carreteras vacías de Norteamérica, destruyendo todo a su paso y, a su vez, mostrando la fragilidad de las estructuras sociales humanas. La animalidad representada literalmente, pero también su revés: las grandes hordas avanzando como personajes de una mala novela para encontrar a su creador y destruirlo. Vivimos tiempos crepusculares en el arte, tiempos en que parece acabarse una forma de comprender el mundo y desde su putrefacción alcanzar otra vida. Algo así dice “The Dead Flag Blues”, una de las canciones del disco F♯ A♯ ∞, de Godspeed You! Black Emperor, banda canadiense que lanzó este álbum el año 1997: “El coche está en llamas y no hay conductor al volante/ Y las alcantarillas están embarradas con miles de solitarios suicidas/ y sopla un viento oscuro/ El gobierno es corrupto/ y estamos bajo los efectos de tantos narcóticos,/ con la radio encendida y la cortinas corridas./ Estamos atrapados en el vientre de esta horrible máquina/ y la máquina está sangrando hasta fallecer (…) dije: ‘Bésame, eres preciosa/ estos son realmente los últimos días’/ Me cogiste de la mano y caímos adentro/ como una ensoñación o una fiebre”.

  167. Lectura, alfabetización y desarrollo: los atajos no existen

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    Las estadísticas de los últimos 100 años en Chile muestran que nunca antes nuestro país fue tan lector como ahora. Los niveles de escolaridad, el número de editoriales, el número y cobertura de bibliotecas públicas y escolares, los niveles de conectividad en todo el país, así lo demuestran. Sin embargo, pese a estos auspiciosos datos, arrastramos una enorme población con escolaridad incompleta y con niveles de analfabetismo alarmantes, que no guardan relación con el país desarrollado que aspiramos ser.

    por gonzalo oyarzún*

    La Unesco define a una persona analfabeta como alguien que no es capaz de leer y escribir un texto breve y sencillo sobre su vida cotidiana. Una persona que solo puede leer, pero no escribir, o puede escribir, pero no leer, se considera analfabeta. Una persona que solo puede escribir figuras, su nombre o una frase memorizada, tampoco se considera alfabetizada.

    Según índices internacionales, Chile tendría un nivel de alfabetismo superior al 97%, es decir, existe un 3% (500 mil personas aproximadamente) que, bajo la definición de la Unesco, son analfabetas. Esta cifra puede no ser tan inquietante porque, según una medición hecha por la Central Connecticut State University, que consideró 60 países, Chile sería el más alfabetizado de la región y el número 37 del mundo.

    Según el “Segundo Estudio de Competencias Básicas de la Población Adulta 2013 y Comparación Chile 1998-2013” del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile, un 44% de la población adulta es analfabeta funcional en textos, un 42% en documentos y un 51% en el área cuantitativa.

    Pero hay otras cifras que sí deberían inquietarnos.

    De acuerdo con la encuesta Casen 2015, un 7% de la población del país mayor de 15 años (casi un millón de personas) no ha completado 4° básico. Se puede inferir que esa enorme población no maneja las competencias de lenguaje necesarias para desenvolverse en un mundo de conocimientos complejos como el actual.

    La misma Casen, registra que más de 2,7 millones de chilenos, mayores de 15 años, no estudian ni tienen 8° básico completo; lo que representa casi un 20% de la población en ese tramo etáreo. Mayor es el número de quienes tienen escolaridad incompleta, es decir, que no han completado al menos 4° medio: más de cinco millones de personas, casi un tercio de la población.

    Las cifras son más dramáticas todavía cuando nos adentramos en las realidades regionales y comunales. Siete regiones de Chile tienen más de un 40% de población con escolaridad incompleta (O’Higgins, Maule, Biobío, Araucanía, Los Ríos, Los Lagos y Aysén). Seis comunas tienen más del 70% de su población con escolaridad incompleta (Camarones, Camiña, Pumanque, Paredones, Quemchi, San Juan de la Costa). Y en 148 comunas del país, el 50% o más de sus habitantes mayores de 15 años no están estudiando ni tienen educación completa. Algo muy distinto a lo que sucede en comunas ricas de la Región Metropolitana, donde las cifras son significativamente menores. En Vitacura solo el 8% no ha completado sus estudios ni está estudiando; en Las Condes, el 7%; y en Providencia apenas el 4%.

    Eso no es todo. Según el “Segundo Estudio de Competencias Básicas de la Población Adulta 2013 y Comparación Chile 1998-2013” del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile, un 44% de la población adulta es analfabeta funcional en textos, un 42% en documentos y un 51% en el área cuantitativa.

    ¿Qué implicancias tienen estos datos para la lectura hoy en Chile? ¿Cuál es la transformación que requerimos para ser un país desarrollado? ¿Cuál es el nivel de productividad al que aspiramos? ¿Cuál es el nivel de participación que queremos de la ciudadanía? ¿Cuál es, en verdad, el país que soñamos?

    Cuando surgieron los planes de alfabetización en Chile, a mediados del siglo XX, tenían el objetivo de consolidar un derecho social. La educación debía permitir al país desarrollarse más y, al mismo tiempo, al trabajador defender mejor sus derechos. En el Mensaje al Congreso del año 1939, Pedro Aguirre Cerda señaló: “Todo plan productor debe ir acompañado de una educación que sirva al hombre y a la mujer en una preparación que infrinja en todas las clases sociales un sentido de capacidad y de comprensión de que el país tiene fuerzas sobresalientes que bien conocidas y aprovechadas darán margen sobrado para una economía nacional sana, y que dé beneficio para todas las actividades”.

    En Chile, desde el año 2003, es obligatorio (y por lo tanto un derecho garantizado), terminar la educación secundaria completa hasta 4° año de Educación Media. No obstante, pasados 15 años desde esa fecha, más de cinco millones de personas aún no han podido completar ese nivel de escolaridad. Más dramático todavía resulta el hecho de que, desde el año 1965, es también obligatorio terminar la educación primaria, 8° año de Educación Básica y, pese a ello, 52 años después de implementada esa política, existen 2,7 millones de personas que no terminaron su educación básica.

    ¿Qué implicancias tienen estos datos para la lectura hoy en Chile? ¿Cuál es la transformación que requerimos para ser un país desarrollado? ¿Cuál es el nivel de productividad al que aspiramos? ¿Cuál es el nivel de participación que queremos de la ciudadanía? ¿Cuál es, en verdad, el país que soñamos?

    Hoy el Ministerio de Educación cuenta con el programa de “Educación de Personas Jóvenes y Adultas”, que lleva a cabo el Plan Nacional de Alfabetización “Contigo Aprendo”, con el objetivo de que “las personas aprendan a leer y escribir, desarrollen su pensamiento matemático y alcancen aprendizajes que les permitan certificar 4° año básico”. Adicionalmente se han desarrollado Planes de Lectura que han merecido el reconocimiento de otros países latinoamericanos; y se ha impulsado una Política Nacional de la Lectura y el Libro con una importante participación de diferentes agentes del Estado y la sociedad civil.

    Cuando rangos tan altos de la población no cuentan con su escolaridad completa, es más difícil pensar el desarrollo de un país, desde cualquier perspectiva que quiera verse. Y pienso que la lectura, en un sentido amplio, es una de las vías para enfrentarlo.

    Sin embargo, muchos de los esfuerzos que hacemos, como país, para dar acceso a la lectura, se enfrentan a una realidad que los sobrepasa: la pobreza, la desigualdad, el analfabetismo y el abismante número de personas con escolaridad incompleta.

    La alfabetización y la lectura no se ejercen en el vacío, tenemos que generar las condiciones para una sociedad lectora. El fomento lector debe tener una fuerte orientación hacia la formación de capacidades, que permitan a las personas dominar la comprensión y producción de textos, con el objetivo de apoyarlas para que puedan terminar su escolaridad.

    Parece que no dimensionamos la importancia y las implicancias del problema. Salir del analfabetismo, en cualquiera de sus sentidos o categorías, es un problema de Estado. Cuando rangos tan altos de la población no cuentan con su escolaridad completa, es más difícil pensar el desarrollo de un país, desde cualquier perspectiva que quiera verse. Y pienso que la lectura, en un sentido amplio, es una de las vías para enfrentarlo.

    Hablamos de un fomento lector que trabaje en conjunto con los proyectos de escolaridad, en conjunto con quienes por distintos motivos han abandonado el sistema formal de educación, para que puedan comprender textos de diversa índole, textos que tengan sentido en su entorno y en su realidad cotidiana.

    Debe ser un rol que no solo radique en el ámbito de la educación o cultura, debe ser transversal a todos los programas de desarrollo social, del trabajo, de la economía y también del ámbito de la salud; debe involucrar activamente a las empresas y al mayor número de organizaciones sociales y territoriales. Esta debe ser una Política de Estado, así con mayúsculas.

    Superar las actuales falencias en la alfabetización es también mejorar la salud, la educación, el trabajo, la democracia.

    Cuando lees eres más dueño de tu vida, puedes mejorar la calidad de tu trabajo y, estadísticamente, te permite acceder a un mejor salario. Leer y entender lo que lees te permite a ti y a tu familia tener una mejor salud. Tener una escolaridad completa te da más herramientas para comprender tu entorno, defender mejor tus derechos y pensar en un mejor país para tu comunidad.

    Pensar en un país distinto requiere personas capaces de entender y reflexionar sobre su entorno, que puedan decodificar símbolos, comprender contextos, estructurar propuestas. Superar las actuales falencias en la alfabetización es también mejorar la salud, la educación, el trabajo, la democracia.

    Probablemente no exista una solución rápida para lograr las capacidades de lectura y escritura que nuestra sociedad necesita, pero para las políticas públicas perdurables no existen atajos. Debiésemos, como meta, tener un plan estratégico de alfabetización, de carácter transversal, con la mayor cantidad de agentes del Estado involucrados y con la plena participación de la sociedad civil, con metas a mediano y largo plazo. Este desafío será de largo aliento y para alcanzarlo debemos redoblar nuestros esfuerzos desde hoy.

     

    * Director del Sistema Nacional de Bibliotecas Públicas

  168. Hermano mayor

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    En las lecturas que compartió con Violeta, los consejos literarios que le dio a Roberto, y en la guía paternal a Lalo y a Óscar, Nicanor, el intelectual de los Parra Sandoval, aportó en método y dirección al camino (ya largado) de sus hermanos más creativos. Es posible ahora pensar en el análisis de la influencia de todos ellos sobre el primogénito.

    por marisol garcía

    Abre uno La poesía de Violeta Parra y se encuentra, no más partir, con una de las señas más relevantes del libro. En la primera página, antes incluso del prólogo y la portadilla de presentación, la investigadora Paula Miranda ubicó un regalo que le entregó Nicanor Parra en uno de los encuentros que ambos sostuvieron cuando la académica de la Facultad de Letras de la Universidad Católica investigaba el que hasta ahora es el estudio más significativo que ha cruzado los textos de las canciones y la biografía de la autora de “Gracias a la vida”.

    La imagen es una transcripción manuscrita. La letra es de la mano de Nicanor, basta con mirarla y reconocerla. El contenido, los 14 versos de “La cueca de los poetas”, la canción justo al centro del más importante disco de Violeta Parra, Las últimas composiciones (1966). Todo conocido, salvo el remate.

    “Corre que ya te agarra / Nicanor Parra” quedó grabado para siempre en voz de Violeta Parra el cierre a ese saludo a los cinco grandes de la poesía chilena a ritmo de cueca: Gabriela Mistral (“… qué lindos son los poemas”), Pablo de Rokha (“es bueno pero…”), Vicente Huidobro (“vale el doble y el triple”) y Pablo Neruda (“el más gallo”).

    —¿Qué cómo me defino yo? —toma vuelo en una entrevista de 1993 con El Mercurio— Como un hermano de la Violeta Parra.

    En su nueva transcripción, sin embargo, el aludido consideró justo alterar el canon y desaparecer. “La cueca de los poetas” escrita por él en 2013 termina así: “Corre que ya te agarra / Violeta Parra”.

    No él junto a los grandes: ella.

    Ya en las celebraciones por el Centenario de Violeta Parra en 2017, y en estos días de reflexivos obituarios se difunden anécdotas, relatos y análisis diversos en torno a la influencia —no tan solo el cuidado fraternal— que Nicanor Parra tuvo sobre su hermana más talentosa y conocida. Al respecto había información de referencia desde hace años, sobre todo en el libro de Leonidas Morales Conversaciones con Nicanor Parra, algunos de los testimonios en Violeta Parra. El canto de todos de Patricia Bravo y Patricia Štambuk (aparecido originalmente en Buenos Aires en 1976, con otro título), y por supuesto en entrevistas a cada uno.

    —Musicalmente, yo sentía que mis hermanos no iban por el camino que yo quería seguir y consulté a Nicanor, el hermano que siempre ha sabido guiarme y alentarme —comenta Violeta en conversación de 1958 con la Revista Musical Chilena—. Yo tenía 25 canciones auténticas. Él hizo la selección, y comencé a tocar y cantar sola. Después me exigió que saliera a recopilar por lo menos un millar de canciones. “Tienes que lanzarte a la calle”, me dijo, “pero recuerda que tienes que enfrentarte a un gigante: Margot Loyola”.

    Iba a haber muchas otras menciones de Violeta Parra a la figura de Nicanor como referencia y aliento. En diferentes entrevistas, le adjudica a su hermano mayor haberla interesado, entre otras cosas, en el folclor español, en la experimentación (por ejemplo, con el formato de las “centésimas”) y en dejar registro de sus recuerdos en verso. Lecturas importantes entregadas a ella por el hermano mayor fueron Antología de la poesía vulgar chilena de Rodolfo Lenz, Romances populares y vulgares de Julio Vicuña Cifuentes y, por supuesto, su adorado Martín Fierro.

    “Yo le estaba dando tareas siempre”, recordaba él.

    En su famosa autobiografía en décimas, registra Violeta Parra:

     

    Muda, triste y pensativa

    ayer me dejó mi hermano

    cuando me habló de un fulano

    famoso en la poesía.

    Fue grande sorpresa mía

    cuando me dijo: “Violeta,

    ya que conocís la treta

    de la vers’á popular,

    princípiame a relatar

    tus penurias a lo pueta”.

     

    “No se le va ninguna a este matemático”, observa Violeta Parra en su entrevista de 1960 con Mario Céspedes para la Radio de la Universidad de Concepción. Cuatro años más tarde, en una revista suiza, dirá algo más profundo: “Mi primer trabajo: el canto, un pájaro silvestre que trata de cantar. Nunca satisfecha conmigo. Le pregunté a mi hermano por qué. Él es poeta y matemático; está en el centro, lo sabe todo. Él me mostró el camino verdadero, el del folclor”.

    Si la creadora nacida en San Carlos llegó a afirmar que “sin Nicanor no habría Violeta Parra”, el poeta también ha espetado sentencias elocuentes:

    “Tení que seguir. Ponerle más personajes. Vuelve en 10 días más con otras 10 décimas”, recuerda Catalina Rojas, música y viuda de Roberto Parra, sobre los consejos que Nicanor le iba dando a su hermano cuando La Negra Ester era apenas un esbozo de texto.

    —¿Qué cómo me defino yo? —toma vuelo en una entrevista de 1993 con El Mercurio— Como un hermano de la Violeta Parra.

    La condición de hermano mayor, en un familión que al poco andar se vio sin padre, fue la base de autoridad desde la que Nicanor Parra colaboró con el destino práctico de sus hermanos, otros ocho Parra Sandoval que lo seguían en edad, desde Hilda hasta Óscar. Primer sostén económico para Clarisa Sandoval, su madre, Nicanor cambió las travesuras por una adolescencia y juventud interrumpidas por las decisiones que debió tomar a nombre del clan, como la mudanza paulatina desde Chillán a Santiago o el lugar en el que habrían de continuar sus estudios los hermanos menores.

    Hacia aquella hermana que Nicanor describió como “un corderillo disfrazado de lobo” (suele creerse, equivocadamente, que el poema “Defensa de Violeta Parra” es una suerte de obituario, siendo que quedó grabado con voz de ambos para Odeón) se encuentran frecuentes alabanzas. La declaración más impresionante respecto a la cantautora es la que le dio a Leonidas Morales: “Éramos, prácticamente, una sola persona”.

    La idea quedaría plasmada también en un antipoema: “La Viola y yo somos la misma persona / Sí: / No me tomen en serio, pero créanmelo”.

    “Bastaba con que yo estudiara algo para que eso automáticamente pasara a propiedad de ella, sin necesidad de que yo se lo mencionara. Era una comunicación a través de la mirada, a través de la expresión corporal”, agrega en esa ronda de entrevistas con el académico.

     

     

    ***

    Seis días antes de que Roberto Parra muriera, en abril de 1995, Nicanor fue a verlo a su casa de La Florida. No pudo hablar con él, pero se despidió con una nota.

     

    CERO PROBLEMA, ROBERTO

     

    La mamá nos está esperando

    Al otro lado del río

    Tú sabes lo chistosa que es ella

     

    Chao

    Nos vemos

     

    Tu hermano Nicanor

    Que siempre creyó en ti.

     

    Del autor de La Negra Ester, Nicanor destacó siempre la vitalidad de un lenguaje callejero y picaresco. En la introducción que redactó para la primera y perdida edición de esa obra (1980, Taller Nueva Gráfica), el antipoeta habla que el texto sitúa a Roberto “cuando menos, a la altura de sus hermanos mayores. Lo que no es poco decir, ¡caramba!”. Fue siempre esa dualidad entre el aprecio de una mente cultivada y el candor de un bohemio con ansias de expresión lo que alimentó su relación de peculiar padrinazgo artístico. “Tú tienes que leer a Nietzsche”, cuentan que le dijo un día Nicanor a su talentoso hermano cuequero. Pero el guachaca mayor no estaba para imposiciones sesudas: “¿Y para qué quieres que lo lea?”, le respondió. “¿Para que me asuste?”.

    La invitación de Nicanor también fue el impulso para que Roberto Parra dejase manuscrita la enrevesada y entrañable biografía de Violeta publicada hace cuatro años por editorial Tácitas, Vida, pasión y muerte de Violeta Parra. Pero es su marca sobre La Negra Ester asunto de deuda cultural chilena eterna.

    Entre Nicanor y sus hermanos no se jerarquizaba por inteligencia, porque la formación intelectual del mayor era única en la familia. La conexión creativa entre ellos, por eso, pasó mucho más por el estímulo de las ideas y del talento.

    “Tení que seguir. Ponerle más personajes. Vuelve en 10 días más con otras 10 décimas”, recuerda Catalina Rojas, música y viuda de Roberto Parra, sobre los consejos que Nicanor le iba dando a su hermano cuando esa obra fundamental era apenas un esbozo de texto. Del valor del relato en preparación, el Premio Cervantes nunca tuvo dudas. Cada nueva entrega que llegaba le sacaba, según Rojas, gritos de felicidad.

    Violeta supervisando a Roberto en los estudios de Odeón para que de una vez dejase registro de sus cuecas, bohemia aparte. Nicanor encima de las descripciones que harían de La Negra Ester fundamento del teatro chileno. La retroalimentación. Las colaboraciones. Las referencias y hasta las intercitas entre hermanos. Una cadena creativa gruesa y de la que aún podría escribirse más.

    Entre Nicanor y sus hermanos no se jerarquizaba por inteligencia, porque la formación intelectual del mayor era única en la familia. La conexión creativa entre ellos, por eso, pasó mucho más por el estímulo de las ideas y del talento. Alguna vez, Nicanor Parra pensó que algún hermano menor quisiera interesarse también por la academia, pero no le quedó otra que abandonar la idea con rapidez, como grafica esta anécdota relatada por Ángel Parra en el libro Violeta se fue a los cielos sobre Eduardo, el “tío Lalo”: “Nicanor logró conseguirle una beca. Lalo es aceptado y comienza su sufrimiento. Los Parra son pájaros cantores, pero nunca en jaulas. El pobre vivía una terrible contradicción: su mayor anhelo era poder reunirse, noche a noche en El Tordo Azul, con sus hermanos Violeta, Hilda y Roberto para cantar. Pero sus excelentes notas en el internado se lo impedían. Una tarde de visita narra esta situación a su hermana Violeta. Ella, luego de reflexionar, le dijo: ‘Lalo, tengo la solución. Debes comenzar a obtener las peores notas del curso. Es la única forma de que te quiten la beca’. Fue así como, al fin del año escolar, el tío Lalo perdió la beca, pero recuperó su libertad”.

    Hay un sueño recurrente, describe La poesía de Violeta Parra, en el que Nicanor Parra vuelve a enfrentarse a la hermana que tuvo más cerca en vida, y de la que no llegó a desunirse tras su muerte (Paula Miranda habla de una fuerte “ausencia-presencia” de su hermana en él, e incluso de una fuerte influencia póstuma de la autora en la poesía de su hermano mayor). Detalla el libro: “Pero Violeta ha permanecido con esa mano extendida, acompañando a su hermano durante todos estos años”.

    Es, entre otras cosas, el momento del encuentro entre ambos.

  169. Nuestro espejo roto

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    Los lectores de Nicanor Parra aceptamos su radicalidad de modo natural. Tuvimos suerte. Nos salvó de las voces engoladas y cachetonas, de los poetas de estadios y de culebrones, de cualquier iluminación fingida. Su vanguardia fue nuestro silabario, al punto de que nuestra definición de lo que debía ser la poesía (o la literatura) provenía de Poemas y antipoemas y de las lecturas que Lihn, Lira, Juan Luis Martínez, Bolaño y Redolés habían hecho de sus libros.

    por álvaro bisama

    Nicanor Parra acaba de morir. Tenía 103 años. Era el último testigo del siglo XX; su poesía fue una especie de alucinación colectiva que los chilenos compartimos durante mucho tiempo y que nos permitió mirarnos en un espejo roto para emerger de ahí con una mueca extraña, acaso una sonrisa torcida, turbia, destemplada. Sé que no digo nada nuevo con eso. De hecho, no sé si se pueden decir cosas nuevas sobre Parra. Quizás, por el contrario, su gracia radica justamente en que no podemos hacerlo y que ese anacronismo (que es el de pensarlo desde siempre como un clásico) explica la condición canónica de su obra, pero también la suerte de que podamos volver a ella como a una vieja casa que resiste cuando el temporal ha arrasado con todo.

    Parra, que nunca escribió narrativa, hizo de la suma de sus libros la gran novela chilena, una novela escrita a pedazos, tejida con voces cacofónicas, discontinuas, con las basuritas perdidas en el éter de nuestra lengua nacional.

    Ese lugar, tan cercano como inclasificable, era desde donde se desplegaba su mejor paradoja, que consistía en la extraña normalidad con la que aceptábamos ese corpus feroz que nunca renunció a existir al borde de su propia caricatura. Ahí existía una frontera borrosa, la que separa a los vivos de los muertos, a la lengua de la calle de la academia, al arte de la vida y que él mismo se dedicó a sabotear con entusiasmo y no poca maldad.

    Los lectores de Parra aceptamos esa radicalidad de modo natural. Tuvimos suerte. Parra nos salvó de las voces engoladas y cachetonas, de los poetas de estadios y de culebrones, de cualquier iluminación fingida. Por el contrario, esa vanguardia fue nuestro silabario al punto de que nuestra definición de lo que debía ser la poesía (o la literatura) provenía o negociaba con ella, provenía de Poemas y antipoemas, de las lecturas que Lihn y Lira y Juan Luis Martínez habían hecho de sus libros, de los modos en que había iluminado la obra de Bolaño y Redolés, de sus lecciones para sobrevivir en la comedia de la crueldad que es la piscina sucia de nuestra identidad. Esas lecciones tenían múltiples rostros (el matemático venido de Chillán, el antipoeta, el profesor formado en Oxford, el remixer de Shakespeare, el anciano lleno de una sabiduría perpleja), puras vistas parciales cuya suma encarnaba ese retrato suyo con el que crecimos al modo de una figura tutelar, algo que llegó a convertirse en un sinónimo de lo que era o debía ser la literatura chilena.

    Parra fue a la vez un hermano y un enemigo, un artista de la realidad y un artesano de la parodia y el caos, un sabio chino y el último de nuestros aborígenes ilustrados.

    Por eso no quiero citar nada. Tengo miedo de reducir su obra a una colección de aforismos, a taparla con el manto del ingenio, a atomizarla en consignas. Quiero pensar, al revés, que existe en una complejidad escindida de su simplicidad aparente, una complejidad cuyo sentido es justamente presentarse como una trampa en cuyo fondo está el vacío y donde toda risa es una mueca monstruosa y desesperada.

    Parra, que nunca escribió narrativa, hizo de la suma de sus libros la gran novela chilena, una novela escrita a pedazos, tejida con voces cacofónicas, discontinuas, con las basuritas perdidas en el éter de nuestra lengua nacional. Esa novela no es agradable, es un relato muchas veces desolado porque está escrito contra el presente al modo de una diatriba. Pero eso es justamente lo que lo hace cercano, pues permite que nos identifiquemos con él mientras comprendamos su rabia, su mala leche, sus contradicciones irrenunciables y sus limitaciones aparentes. Esa cercanía es la que permite que podamos encontrarnos en ella: la poesía es una iluminación que repta en lo cotidiano para transfigurarlo de improviso.  Es por eso que muchos estamos pensando en qué significó Parra en este momento. No hay una sola respuesta y ahí hay otra novela, ahí está una historia secreta de literatura chilena. Porque Parra fue a la vez un hermano y un enemigo, un artista de la realidad y un artesano de la parodia y el caos, un sabio chino y el último de nuestros aborígenes ilustrados.

  170. Del Cancionero sin nombre a la antipoesía

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    Conversaciones con Nicanor Parra, de Leonidas Morales, es un libro literario y vivencial a partes iguales. Una gran forma de conocer a Parra en sus múltiples facetas: la oralidad de su obra, su vinculación con la ecología, los artefactos y la presencia de la mujer. A propósito de su reciente fallecimiento reproducimos la entrevista en la que el poeta recuerda sus inicios, cuando estaba influenciado por García Lorca más un toque de surrealismo, hasta el momento en que concibe Poemas y antipoemas, el libro que cambiaría la literatura en español.

    por leonidas morales

    L.M. Nicanor, me gustaría que tú te refirieras ahora al mundo preciso de lecturas e influencias de donde surge tu primer libro, Cancionero sin nombre.

    N.P. En la época en que escribí Cancionero sin nombre yo estaba recién en los elementos del surrealismo. Tenía una formación garcialorquiana, y lo más que pude hacer fue introducir una que otra imagen surrealista. Bueno, había ya surrealismo en el propio García Lorca. En la misma Antología de Anguita el surrealismo se daba a manos llenas. Un surrealismo sui generis, muy bien, pero perfectamente apreciable. Todo eso, y la exposición del Grupo Septiembre, con murales y esculturas de cebollas y objetos encontrados en cualquier parte, lo conocí yo en casi la adolescencia o en la primera juventud, cuando junto con Millas y Carlos Pedraza hacíamos la Revista Nueva, por ahí por el año 35. Mi contacto con el surrealismo entonces es anterior a mi contacto con Kafka. Nosotros ya estábamos embarcados en las arbitrariedades oníricas cuando aparecieron en Chile las primeras obras de Kafka.

    L.M. O sea, que en la atmósfera cultural del Cancionero sin nombre habría que anotar, entre otras cosas, la Antología de Anguita, la de Souviron, la exposición del Grupo Septiembre, y en forma particular, a García Lorca y a Huidobro, aparte de algunos contactos más directos pero ocasionales con el surrealismo. Por ejemplo, el poema de Éluard, “Pacto”, que ustedes publicaron en la Revista Nueva.

    N.P. Los documentos surrealistas llegaron de manera indirecta al comienzo. También a través del Grupo Mandrágora. Hay que recalcar sí que en ese tiempo yo no tenía ninguna conciencia del trabajo del poeta. La del Cancionero sin nombre es una época de espontaneidad pura. Partía de la base que lo único que se esperaba de un poeta era que produjera algunos textos entretenidos, simpáticos, graciosos, independientemente de la originalidad o de la cosmovisión. No sabía que se esperaba una cosmovisión de un poeta. Es decir, tenía una opinión muy limitada de lo que es un poeta, y en forma muy difícil y muy dolorosa fui ampliando este punto de vista. Por ejemplo, después del Cancionero la lectura más decisiva que se produjo con anterioridad a Kafka fue la de Whitman. No recuerdo exactamente el año en que lo leí, pero tiene que haber sido por el año 38, en traducción de Armando Vasseur, un poeta uruguayo. Quedé absolutamente anonadado por el torrente volcánico tanto lingüístico como de imágenes de Whitman.

    “Cuando Whitman se me cayó a mí fue cuando descubrí esta egolatría y la falta de sentido del humor, y además su morbosidad erótica, homosexual. Todo esto influyó y en un momento dado se me deshizo y pasé entonces a otra etapa, que es la etapa de los antipoemas propiamente tales”.

    L.M. Concretamente, qué te interesó de Whitman.

    N.P. Me llamó mucho la atención el lenguaje que en inglés se llama relaxed, un lenguaje más o menos suelto. Esa es una poesía abierta: no hay métrica estricta ni un lenguaje poético convencional. Los poemas son como poemas-estudios, y no poemitas líricos. La descripción tiene una gran importancia en la poesía de Whitman. Incluso hay narraciones, pequeñas historias que intercala en su obra Hojas de hierba. El oficio de Whitman, la gran cantidad de materiales, la soltura con que los trabaja y una cierta vehemencia pasional con que se aproxima a ciertos temas, creo yo que fueron las líneas de desarrollo de su poesía que más me tocaron. Al extremo de que consideré que todo mi trabajo anterior estaba fuera de foco, y no escribí más romancitos tipo Cancionero sin nombre. Traté de aprender la jerga whitmaniana y escribí un sinnúmero de poemas bajo la influencia de Whitman. Pero resulta una cosa cómica: que mientras trataba yo de hacer esas imitaciones, esos ejercicios whitmanianos, algo fallaba por la base. Los poemas de Whitman eran poemas wagnerianos, y yo podía pescar a ratos esa onda, pero después como que se producían algunas pifias: los personajes empezaban a deshacerse y el héroe se transformaba imperceptiblemente en un antihéroe. Esto me causaba a mí en un comienzo una gran desazón, porque no podía yo estructurar un personaje heroico.

    L.M. Y tú buscabas un personaje heroico.

    N.P. Yo quería eso, pero resultaba que mi vocación era otra. Solamente cuando me di cuenta de las limitaciones de Whitman, algo que vi perfectamente a través de Kafka y tal vez de otros humoristas, solamente en ese momento me di cuenta que lo que podía haber de valioso en esos ejercicios era precisamente un personaje que pugnaba por entrar al poema, que era el antihéroe, y lo demás, esos acordes wagnerianos, estaban perfectamente fuera de foco. Cuando entendí que la cosa iba por ese lado, que el antihéroe tenía perfecto derecho a existir, de la noche a la mañana escribí un poema como “La víbora”. Ese fue realmente el primero de los poemas poswhitmanianos.

    L.M. Los poemas escritos bajo la influencia de Whitman se publicaron, ¿no?

    N.P. En el primer número de la revista Extremo Sur, que dirigía Ester Matte, se publicó Ejercicios retóricos, un poema larguísimo de unos 20 subpoemas. Se publicaron con mucha posterioridad a la época en que fueron escritos, casi todos en Estados Unidos entre el año 43 y el año 45. La lectura de Whitman la hice en Chile, en castellano, y mi primer viaje a Estados Unidos tenía como finalidad fundamental llegar a las fuentes de Whitman. Y realmente una de las primeras cosas que hice fue revisar emocionadamente un ejemplar de las Hojas de hierba. También pensaba visitar la tumba de Whitman, pero no lo pude hacer porque ya después me metí en las matemáticas, en las exigencias universitarias. En Estados Unidos en verdad no tuve ninguna experiencia literaria. Estuve prácticamente todo el tiempo sentado en una biblioteca poniéndome al día en mis estudios de física, para poder medianamente responder a los profesores, cosa que no logré nunca realmente. Eso fue en Brown University. Hasta me olvidé de Whitman. Los Ejercicios retóricos los entregué a la publicidad mucho tiempo después que ya estaban publicados los Poemas y antipoemas.

    “(Neruda) me dijo que lo peor que podía hacer un poeta era traicionar su propia personalidad, y que yo tenía mi camino completamente establecido en los ‘esquinazos’, y que me pasaba de tonto si no asumía el papel de poeta de Chile”.

    L.M. Los Ejercicios retóricos serían entonces poemas de transición.

    N.P. Sí. Son poemas abiertos, extensos, sin métrica tradicional y con versos muy largos, en que hay todavía un punto de vista ególatra, la egolatría whitmaniana. Bueno, cuando Whitman se me cayó a mí fue cuando descubrí esta egolatría y la falta de sentido del humor, y además su morbosidad erótica, homosexual. Todo esto influyó y en un momento dado se me deshizo y pasé entonces a otra etapa, que es la etapa de los antipoemas propiamente tales. Es importante también el regreso a Chile después de Estados Unidos, porque entonces tuve un contacto más o menos intenso de nuevo con el surrealismo. Ahí manejaba perfectamente los manifiestos surrealistas. Tengo entendido que en ese tiempo comencé a familiarizarme con este tipo de literatura, aunque había leído ya la revista Mandrágora de los surrealistas chilenos y en cierta medida me ponía al día. A la vuelta de Estados Unidos fue cuando yo escribí “La víbora”, “La trampa” y “Los vicios del mundo moderno”.

    L.M. Además de los Ejercicios retóricos, ¿hay otros poemas que pudieran considerarse también como poemas de transición?

    N.P. Claro que antes hay otros poemas de transición todavía, porque yo he trabajado en diferentes líneas y paralelamente. Por ejemplo, mientras escribía poemas como “Hay un día feliz”, yo hacía ya mis experimentos surrealistas y simultáneamente trabajaba en la línea folklórica, tratando de perfeccionar el Cancionero. De esa época son los “Esquinazos”, unos corridos interminables. Hay publicado por lo menos un “esquinazo” en un libro que se llama 8 nuevos poetas chilenos, una separata de la revista de la Sociedad de Escritores. Ahí hay una serie de poemas de transición en ese libro. Y todas estas líneas están en crisis. Recuerdo aquí yo una anécdota en relación con los “esquinazos”. En ese tiempo llegaba Neruda a Chile después de uno de sus viajes, y se entusiasmó casi infantilmente con los “esquinazos”, al extremo de que una vez leyó un “esquinazo” en una concentración política. Todo el mundo se le vino encima. “Ahora sí que lo entendemos, pues don Pablo”. Y él había dicho: “No, si estos poemas son de un poeta joven”. Después de eso, en diferentes ocasiones Neruda me dijo que mi línea de desarrollo era esa y que no tratara yo de distorsionar mi personalidad. Él lo dijo con la mejor buena voluntad.

    L.M. Neruda creía lo mismo que Tomás Lago.

    N.P. Exactamente. Este era un pensamiento de la generación inmediatamente anterior. Recuerdo que una vez atravesando la Alameda en dirección a la Casa Central de la Universidad de Chile, por ahí por el Club de la Unión, cuando yo estaba más o menos en un estado de crisis, entonces él me dijo que lo peor que podía hacer un poeta era traicionar su propia personalidad, y que yo tenía mi camino completamente establecido en los “esquinazos”, y que me pasaba de tonto si no asumía el papel de poeta de Chile.

    L.M. Sin embargo, Neruda no se cerró frente a Poemas y antipoemas. Ha mostrado generosidad y lucidez en la valoración de la antipoesía. En el discurso académico de 1962, en respuesta a uno tuyo precisamente, leído en la ceremonia en que la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile lo designó Miembro Honorario, Neruda ve la necesidad de que la poesía se abra y se renueve con otros criterios estéticos, con otras experiencias humanas.

    N.P. Bueno, hay que leer lo que él escribió en la solapa de Poemas y antipoemas. Cuando yo leí los primeros antipoemas en la casa de él, no recuerdo a propósito de qué, la única reacción medianamente simpática fue la de Neruda. Él se puso de pie, anduvo unos pasos, volvió y se rascó la nariz, lo que es signo de preocupación en él, y dijo: “Curioso, muy curioso, muy curioso”. Y esto sin mirarme a mí, sino que mirando hacia un punto indeterminado en la atmósfera. Después me estimuló para que escribiera más poemas de ese estilo. Me dijo que yo debería escribir un libro entero con poemas como “La víbora” y “La trampa”.

    “Llegué a Inglaterra el año 49 y allí estudié a los poetas metafísicos. Me olvidé de mis deberes académicos y quise estudiar por mi cuenta poetas como John Donne, y no tan solo a los poetas metafísicos, sino que también a Blake. Recuerdo que de John Donne me hizo gran impresión esa frase con que comienza uno de los sonetos de él: ‘Muerte, no seas orgullosa’. Tal vez allí me hice plenamente consciente del oficio del poeta”.

    Y ahora aquí también hay que hacerle justicia a Neruda en otro plano, en su calidad de Sherlock Holmes. Una vez íbamos a su casa en Isla Negra, decididos a leer poesía todo el fin de semana, acompañados de un poeta venezolano. Pasamos a hacer un aro en Melipilla. Y esa noche, frente a la chimenea en Isla Negra –creo que ahí había unas damas de la localidad que visitaban en ese tiempo a Pablito–, se trataba de hacer una lectura de poemas. Cuando me tocó el turno a mí, yo no pude leer nada porque se había perdido la maleta, una maleta de suela café, de la Talabartería Inglesa, con todos los antipoemas, absolutamente con todos, y eran los únicos manuscritos que tenía. Entonces yo caí en un estado de coma. Esto pasó antes del viaje a Inglaterra. Y él los encontró. Bueno, a través de él. Yo no supe cómo lo hizo. El asunto es que al día siguiente, o tal vez esa misma noche, después de unas dos o tres horas, entró al living y dijo: “Aquí vamos a hacer un acto de magia”. Vino con una manta, y esta manta lo cubría de la cintura hacia abajo. Se veía que había algo entre la manta y él. Dijo unas palabras medio misteriosas, y de repente de debajo de la manta sacó la maleta con los poemas. Él entonces es responsable de que hayan aparecido los antipoemas y de que se hayan publicado alguna vez. La maleta se había quedado en Melipilla y un chofer de una de las micros la trajo y la entregó. Eso es inaudito, porque el maletín era de buena clase.

    La participación de Neruda en la historia de la antipoesía es muy positiva. Porque hay muchos documentos emitidos por él en diferentes momentos. Pero él se cerró un poco después con los Versos de salón. Yo recuerdo que cuando volvió de otro de sus viajes, lo recibimos un grupo de amigos en un restaurante, en un bar de esos de medianoche que hay por ahí cerca del barrio chino en Santiago. Él volvía a Chile muy emocionado y realmente había muy poca gente en esta comida. Siempre las comidas de Neruda habían sido feéricas, apoteósicas. Recuerdo que en el discurso de agradecimiento, en forma muy humorística, muy graciosa, muy simpática, se quejó de que hubiera tan poca gente. Dijo que cada vez había menos comensales en estas reuniones y que él no tenía idea a qué se debía, pero que seguramente algo estaba ocurriendo. “Llegará el día –dijo– en que estemos aquí solamente, bueno, Tomás, Rubén Azócar, Diego Muñoz”, que era el grupo más compacto de esa generación. Y en esa oportunidad, a la hora de los postres, me tocó leer algunas poesías de Versos de salón, que acababa de salir. Esto era el año 62. Yo creí que a él lo iba a sorprender yo con estos poemas, que él iba a estar encantado. Él se quedó callado, y no tan solo se quedó callado sino que después dijo: “Bueno, que Nicanor lea ahora un poema más explícito, porque nos está haciendo pensar demasiado”. Eso lo dijo refiriéndose a un poema que se llama “Pido que se levante la sesión”. Le pareció una poesía demasiado enigmática, poco desarrollada. Yo estaba evolucionando entonces hacia una poesía sin desarrollo, hacia una poesía sin argumento, puramente activa.

    L.M. Aquel extenso poema, “Himno guerrero”, que Oreste Plath publicó en su Antología en 1941, ¿de qué año es? Cuando lo leí me pareció ver en él un lenguaje también de transición, con algunos elementos antiheroicos.

    N.P. Eso está escrito en Chillán antes del terremoto, por ahí por el año 37. Pero también se hacía en forma más o menos espontánea, sin espíritu crítico, con cierta morbosidad socializante. En realidad no se puede hablar de espíritu crítico sino hasta muy tarde. Tenía que hacer todavía otro esfuerzo. Yo tenía que llegar a Inglaterra, a pesar de que a Inglaterra llegué después de haber escrito poemas como “La víbora”, “La trampa”, “Los vicios del mundo moderno”. Llegué a Inglaterra el año 49 y allí estudié a los poetas metafísicos. Me olvidé de mis deberes académicos y quise estudiar por mi cuenta poetas como John Donne, y no tan solo a los poetas metafísicos, sino que también a Blake. Recuerdo que de John Donne me hizo gran impresión esa frase con que comienza uno de los sonetos de él: “Muerte, no seas orgullosa”. Tal vez allí me hice plenamente consciente del oficio del poeta. En Inglaterra, no en Estados Unidos. Yo diría que hasta esos poemas, “La víbora”, “La trampa”, “Los vicios del mundo moderno”, están escritos todavía en una etapa de relativa inconciencia. En cambio “Las tablas”, “Soliloquio del individuo”, escrito todavía con el método de la escritura automática, están escritos en Inglaterra. “El túnel” está escrito en Chile. Se llega a la conciencia cuando es posible empezar a escribir poemas del tipo “Versos de salón”, en que el poeta ya maneja sus elementos.

    L.M. En nuestra conversación tú has mencionado en más de una ocasión el nombre de Kafka. Creo que en algunos poemas de la tercera parte de Poemas y antipoemas, “El túnel”, “La víbora”, “La trampa”, la presencia de Kafka es bastante notoria.

    N.P. En la primera parte hay poemas neorrománticos y posmodernistas, pero en la segunda vienen poemas expresionistas. Esto generalmente no se distingue. No sé por qué no lo hacen los estudiosos de esta clase de cosas.

    “Yo me sentí cautivado por Kafka, porque los ideales, los dogmas o los postulados del surrealismo no se encontraban perfectamente integrados a una obra literaria. Los poemas surrealistas en general eran ultrafragmentarios (…) a pesar de que estaban llenos de relámpagos”.

    L.M. ¿Cuáles pondrías tú entre los expresionistas?

    N.P. Por ejemplo, poemas como “Desorden en el cielo”, “Oda a unas palomas”, “Autorretrato”, “Epitafio”. Son poemas crispados, hay en ellos una cierta brutalidad en la expresión, una amargura, una acidez y una agresividad, a diferencia de los de la primera parte, donde se da un diálogo o una oscilación entre la nostalgia y una ironía neorromántica.

    L.M. ¿Y en los de la tercera parte?

    N.P. Después ya no hay expresionismo. Son bichos diferentes. Un género prácticamente con todas las deudas a Kafka y al surrealismo. También habría que decir que tienen que ver las películas cortas de Chaplin. Yo me sentí cautivado por Kafka, porque los ideales, los dogmas o los postulados del surrealismo no se encontraban perfectamente integrados a una obra literaria. Los poemas surrealistas en general eran ultrafragmentarios: no se sostenían estados de ánimo siquiera, no se sabía de qué se trataba, la asociación libre ocurría generalmente en el plano de la pura retórica y no en el plano psicológico, a pesar de que estaban llenos de relámpagos.

    L.M. ¿Qué rasgo kafkiano importante destacarías tú en el personaje de Poemas y antipoemas?

    N.P. La pasividad. Se trabaja en seguida allí especialmente a base de creación de atmósfera. Bueno, toda la parte de la antipoesía yo la considero como un momento exclusivamente de formación. El autor se está formando, y en realidad el momento en que empieza a aportar algo específico se produce en Versos de salón. Y posiblemente en el último poema de Poemas y antipoemas: “Soliloquio del individuo”. Allí el personaje ya sale de aventuras, va de un lado a otro y trata de encontrarse a sí mismo en alguna parte. Claro que fracasa, pero el tipo ya está en movimiento. En circunstancias que en poemas como “La víbora”, “La trampa” o “Las tablas”, que son los poemas centrales seguramente, es un personaje pasivo sobre el cual actúa el mundo exterior sin contrapeso. El tipo del “Soliloquio” no sabe hacia dónde va, pero hay una inquietud en él, ha salido del “túnel” realmente y sabe que hay posibilidades de movimiento. En los Versos de salón el sujeto empieza a actuar por sí mismo. En la época en que yo escribí algunos de los antipoemas más importantes leí con mucha atención a Kafka. Pero no tan solo a él: leí también a los ingleses. Hay algunos críticos que piensan que Poemas y antipoemas viene directamente de la poesía inglesa. Bueno, es una mezcla de todo eso y de muchas otras cosas más. La lista es larga y en ella no pueden estar ausentes Aristófanes, Chaucer, por ejemplo.

    L.M. Además de la pasividad y de las “atmósferas”, yo pienso que también tienen que ver con Kafka la opacidad del lenguaje y los objetos comunes en el interior de un marco de relaciones inhabituales, fantásticas.

    N.P. Son elementos rutinarios los que se hacen chocar con el marco de referencia, digamos, y entonces se iluminan recíprocamente. Pero en seguida yo creo haber evolucionado desde los elementos comunes y la poesía de atmósfera, hacia los elementos vulgares y hasta groseros de la vida real, que no aparecen en Kafka. En Kafka siempre hay una especie de espiritualidad, los objetos están como transformados en luz o en tinieblas. En cambio algunos surrealistas fueron capaces de tomar los objetos tales como se encontraban en la realidad, por ejemplo un par de huevos fritos atravesados por una hoja de afeitar. A partir de Versos de salón es una poesía que se hace a la luz del día, con una atmósfera exterior muy brillante. Las atmósferas grises, oscuras, desaparecen. Las imágenes de Versos de salón no son en blanco y negro. Son colores sicodélicos: colores morados, colores verde limón, amarillentos. Esa es más o menos la atmósfera de los Versos de salón y de todo lo que viene a continuación, exceptuando las Canciones rusas.

    “A partir de Versos de salón es una poesía que se hace a la luz del día, con una atmósfera exterior muy brillante. Las atmósferas grises, oscuras, desaparecen. Las imágenes de Versos de salón no son en blanco y negro. Son colores sicodélicos: colores morados, colores verde limón, amarillentos”.

    Sobre el surrealismo yo debo decir que este es un amor de toda la vida. Yo practiqué juegos surrealistas cuando muchacho. Por ejemplo, con Enrique Lihn hicimos el Quebrantahuesos. A mi vuelta de Inglaterra me encontré con que los jóvenes poetas chilenos estaban interesados en mis trabajos. Y no tan solo los poetas sino que la generación del 50. Cuando yo volví a Santiago, la generación del 50 estaba todo el tiempo en mi casa, un departamento que tenía en Mac-Iver 22, en uno de los primeros edificios de departamentos que hubo en Santiago, frente a la Biblioteca Nacional. Ahí llegaban Enrique Lihn, Enrique Lafourcade, Giaconi, Cassígoli, Rubio. Después apareció también Jorge Teillier. Yo por primera vez sentí que tenía un…

    L.M. Auditorio.

    N.P. Un auditorio realmente, porque antes yo formaba parte de la cohorte de Neruda, que era un mundo adulto y donde yo no tenía absolutamente nada que decir. Solamente cuando empecé a poner en tela de juicio los dogmas de Neruda y de esa generación de García Lorca, etc., solamente en ese momento empecé a captar la atención de las nuevas generaciones. Enrique Lihn, por ejemplo, hizo un estudio del “Soliloquio del individuo” ahí por el año 1951-52, un estudio que le dio para una conferencia completa que él leyó en el Instituto Chileno Norteamericano de Cultura y que después se publicó en los Anales de la Universidad de Chile. Jodorowsky es también muy importante en ese grupo. Con esta gente inventamos el Quebrantahuesos, que era una especie de diario mural hecho a base de recortes de diario. Pero este no es un juego estrictamente surrealista, tal vez en su apariencia exterior sí, porque los surrealistas juntaban, claro, una mitad de una frase con la mitad de otra, pero ellos buscaban efectos poéticos, insólitos, y nosotros no. Por lo menos yo buscaba efectos que podrían llamarse de grueso calibre. Yo estoy seguro que en ese tiempo nosotros en Chile inventamos el pop… Componíamos estos textos a base de titulares de prensa, los más grandotes, más gordos, espectaculares. Los componíamos prácticamente de acuerdo con las normas de los collages, del pop, y agregábamos ilustraciones insólitas. Por ejemplo, hay un texto que alguna vez va a haber que fotografiarlo y que dice lo siguiente: “Muchas felicidades”, con unas letras muy rococó y como con vidriecitos, así, que relumbran, tomadas de una tarjeta postal, y arriba de todo esto hay un gran corazón canceroso, lleno de grasa, cortado de una revista médica, y encima del corazón un par de noviecitos chicos recortados de El Mercurio, muy esquemáticos estos noviecitos. Bueno, tú ves que simplemente es una obra pop por donde se la mire. Textos semejantes hay un sinnúmero.

    Esta línea ha culminado últimamente en mí en lo que podría llamarse “las tarjetas de Pascua”, que ideé el año pasado y que voy a exhibir este año de regreso a Chile. Para Pascua voy a tener que hacer mis “tarjetas”. Son a base de recortes. Se junta toda esa literatura de Pascua y Año Nuevo que se produce en cantidades industriales: tarjetas convencionales, avisos que se publican en los diarios. Mientras, antes se han ido recortando durante el año las imágenes, las láminas referentes, pongamos por caso, a la guerra de Vietnam, al genocidio, a Biafra. Es un collage específico y muy nítido, que consiste en hacer chocar una frase, un texto bastante ridículo y convencional, por ejemplo: “Nuestros más sinceros deseos de felicidad para usted y los suyos”. Y encima de este texto, supongamos, esa fotografía que se hizo clásica el año pasado, de una autoridad survietnamita que está disparando a boca de jarro una pistola a un muchacho norvietnamita que ha caído prisionero. Estas “tarjetas de Pascua” son entonces un collage de trascendencia social algunas veces y otras veces de trascendencia metafísica. Recuerdo que una de las “tarjetas” consiste en una niña en colores y muy sofisticada, con el pelo suelto, rubio, y muy elegantosa, que está con un gesto muy coqueto dirigiéndose al lector, recortada de la “Revista del Domingo”, de El Mercurio también, y abajo, con letras grandotas, la siguiente frase: “Vietnam del Sur vencerá”. Esta frase en boca de esta niña ultrasofisticada adquiere unas connotaciones y unos recovecos que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van.

    L.M. ¿Recuerdas otros juegos de la época del Quebrantahuesos?

    N.P. Se practicaba el “cadáver exquisito”, un juego surrealista. Se escribe una frase cualquiera en una hoja de papel, se dobla el papel y se pasa al vecino, que no puede ver la frase anterior. Escribe este una segunda frase inmediatamente debajo de la otra, se dobla el papel y se pasa al tercero. Hasta que ha pasado por todos. Finalmente se estira y se lee. Este es un “cadáver exquisito”. El juego de cambiar en textos conocidos la palabra “vida” por “viuda”, creo que lo inventé yo, y lo jugaba con Oyarzún. Yo tengo un artefacto que se llama “Viudas”: “La bolsa o la viuda / Las siete viudas del gato / La viuda, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo / Después de esta viuda no hay otra”.

    “Solamente cuando empecé a poner en tela de juicio los dogmas de Neruda y de esa generación de García Lorca, etc., solamente en ese momento empecé a captar la atención de las nuevas generaciones. Enrique Lihn, por ejemplo, hizo un estudio del “Soliloquio del individuo” ahí por el año 1951-52”.

    L.M. Tu contacto con el surrealismo, intensificado después del regreso de Estados Unidos, ¿significó un acercamiento al grupo de los surrealistas chilenos, encabezados por Braulio Arenas?

    N.P. No, de ninguna manera. Cuando con Enrique Lihn y Jodorowsky hacíamos el Quebrantahuesos y lo exhibíamos con gran éxito en las vitrinas del restaurante Naturista, lo que nos sitúa todavía más cerca del pop, descubrimos más de alguna vez a Braulio Arenas que estaba al otro lado de la calle con sus gafas negras espiando lo que estaba ocurriendo, porque él se sentía, me pareció a mí, directamente aludido.

    L.M. Y usurpado.

    N.P. ¡Usurpado! Y superado, creo yo, porque él no llevó nunca sus juegos a una culminación tan brutal como esta, y al mismo tiempo ofendido porque nosotros íbamos hacia un surrealismo estridente. El de él era un surrealismo poético y menor, de joyería. No, nosotros nos lanzábamos con todo el cuerpo. Imagínate ese corazón canceroso y “Muchas felicidades”. Era una burla ya del ser humano. Nosotros estábamos en esa línea. Había un texto que compuse yo que se llamaba “Tengo orden de liquidar la poesía”. Y otro que decía: “Vaca perdida aclara su actitud frente a vaca encontrada”, y arriba una vaquita chiquitita, sacada de El Mercurio, y abajo la misma vaquita. Alejandro Jodorowsky era el alma del Quebrantahuesos. En ese mismo tiempo yo era subdirector de la Escuela de Ingeniería, y por allá se aparecían Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky que me iban a ver. Ahí planeamos el Quebrantahuesos. No hallábamos qué nombre ponerle, y no sé de dónde demonios saqué yo este “quebrantahuesos”. Creo que el quebrantahuesos es un pájaro, después lo determinamos, que en un libro de Pierre Macorland ataca a la marinería en la cubierta de un barco, y con el pico aparece cortando cabezas y columnas vertebrales. Es un pájaro de la pajarería chilena, una especie de cernícalo. La cuestión era quebrar huesos. La idea de no dejar títere con cabeza se repite, porque aquí mismo tengo un artefacto con títeres: “Si yo fuera presidente de Chile no dejaría títere con cabeza / Comenzaría por declararle la guerra a Bolivia / Acto seguido me dispararía un tiro en la sien”.

     

    Conversaciones con Nicanor Parra, Leonidas Morales, Ediciones UDP, 2014, 156 páginas, $8.400.

  171. Tres palabras de Nicanor Parra

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    El editor del poeta, fallecido esta noche a los 103 años, recuerda en este texto cómo eran los encuentros en Las Cruces, donde el humor y la inteligencia se entrecruzaban a la hora de analizar los discursos, la poesía, el habla coloquial y los detalles de la vida cotidiana a los que Parra siempre prestó especial atención. “Su poesía -escribe Rivas- solo considera al lenguaje cuando está despojado de florituras y se presenta libre, suelto, atendible por el oído; o sea, cuando es plausible de ser escuchado claramente por cualquiera y mostrar, así, la voz de un sujeto imaginable tras los versos”.

    por matías rivas

    He compartido con Nicanor Parra algunas tardes en su casa en Las Cruces, muchas veces junto a Alejandro Zambra, a propósito de la publicación del libro Lear rey & mendigo. Conversamos –en esos encuentros– de los diversos temas que salían al ruedo, eso sí, sin demasiadas preguntas, ya que Nicanor las considera –con cierta razón– interrupcio­nes que obstaculizan el flujo del habla.

    Parra enhebra prodigiosamente el diálogo, acompañando sus palabras con una especial acentuación y con gestos pro­pios de un actor de fuste. Su ladino sentido del humor, su desparpajo y su cultura, se mezclan con envidiable natura­lidad en lo que asevera. Especulamos, en varias ocasiones y con entusiasmo, con la idea de realizar un volumen que contuviera todos los chistes de Don Otto que tanto le inte­resan. En una ocasión oí responderle a un periodista agu­jón, que le sugirió eliminar los pinos que animan su vista al mar, que jamás los cortaría porque tenía presente los versos célebres de Paul Valéry que dan comienzo al poema “El ce­menterio marino”.

    Nicanor Parra es un maestro a la hora de hacer verónicas: las hace, sobre todo, con sus frases agudas, con sus repentinos cambios en el diálogo o con su indiferencia chillaneja. De ahí su boca cerrada ante las cámaras cuando lo persiguen para homenajearlo, así como su actitud franca y sagaz ante sus interlocutores, por muy poderosos o miserables que sean.

    Tres son las palabras que Nicanor Parra dejó clavadas en mi cabeza. La primera es “plausible”, que para él es clave a la hora de analizar un discurso, de escuchar un poema o de especular sobre lo cotidiano o lo patafísico. Plausible es lo verosímil, lo que suena a habitual aunque sea algo extraño, lo que creemos posible. Se trata de una palabra resistente, pero que encierra en el caso de Parra mucho más que un puñado de significados. Es una posición vital: su poesía solo considera al lenguaje cuando está despojado de florituras y se presenta libre, suelto, atendible por el oído; o sea, cuando es plausible de ser escuchado claramente por cualquiera y mostrar, así, la voz de un sujeto imaginable tras los versos.

    Entonces, me atrevo a señalar que Parra mira y escucha la realidad desde la perspectiva de lo plausible, con absoluto desdén por lo improbable o lo fantástico.

    La segunda palabra está vinculada a un poema de Antonin Artaud que comienza con el enfático verso: “Toda la poesía es una basura”. Este verso, traducido por Parra, dice aun con más fuerza: “Toda poesía es una mierda”. La palabra mierda –en este caso– está cargada de sentido hasta el ex­tremo de convertirse en un gesto similar al de Alfred Jarry cuando la utiliza en el comienzo de su obra Ubu rey para sacudir al teatro de comienzos del siglo XX del letargo y la afectación que lo consumían. El interés de Parra en este poema de Artaud radica, por lo tanto, en la forma tajante de rechazo hacia aquella cultura de viejucas de salón que trata de imponerse desde el pedestal de la ignorancia, dándoles las espaldas a la vida y sus oscuridades, a las bajezas que nos incumben a todos por igual. En definitiva, “mierda” es, fi­guradamente, una palabra revolucionaria y recurrente, que comprende una forma de enfrentar el mundo sin remilgos y sin impostura.

    Por último, recuerdo con una sonrisa levemente cínica que aprendí de Parra, sin que él me lo enseñara directa­mente, que en las discusiones acaloradas, en los encuen­tros desastrosos y en los momentos de nerviosismo inútil, había que librarse de la pesadumbre por medio de una verónica. Esta palabra hace alusión a la elegante pirueta del torero cuando lo embiste la bestia y él la deja pasar con un movimiento sutil que descoloca al bruto y permite salir del peligro al artista. Nicanor Parra es un maestro a la hora de hacer verónicas: las hace, sobre todo, con sus frases agudas, con sus repentinos cambios en el diálogo o con su indiferencia chillaneja. De ahí su boca cerrada ante las cámaras cuando lo persiguen para homenajearlo, así como su actitud franca y sagaz ante sus interlocutores, por muy poderosos o miserables que sean. Tras la filosofía de la verónica, seguro que se esconde un afán por buscar la distancia precisa para poder escuchar y sobrevivir, fra­guando los poemas más salvajes y conmovedores escritos en Chile desde hace más de 50 años.

     

    Este texto aparece en el libro Interrupciones. Diario de lecturas (Hueders, 2016).

  172. Nicanor Parra en 1987: “La cultura chilena ha llegado a ser prácticamente un fenómeno clandestino”

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    Aunque no le gustaban las entrevistas ni aparecer en televisión, el poeta conversó brevemente en 1987 con la periodista Ángeles Caso en el programa “La Tarde” de Televisión Española, a propósito de la exposición “Chile Vive”, que por esos días preparaba su inauguración en el Círculo de Bellas Artes. Habla principalmente sobre ecología, pero también dedica unas palabras al difícil momento cultural del Chile de la dictadura: “La cultura chilena ha llegado a ser prácticamente un fenómeno clandestino, las relaciones entre cultura y Estado son cada vez más distantes, lo que no significa que la cultura esté derrotada. Algunos piensan, incluso, que por contraste la cultura chilena se encontraría en estos momentos en una situación particularmente vital”.

     

  173. A desalambrar

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    Dos libros de reciente aparición abordan la migrancia, en un momento de verdadero cambio social. Se trata de Trasandinos, ocho crónicas de escritores argentinos y chilenos, compiladas y prologadas por Jorge Fondebrider, y de Vivir allá, en que Antonio Briones y Felipe Reyes reúnen 13 cuentos de autores en su mayoría chilenos, cuyos relatos indagan en la experiencia de los extranjeros que habitan en nuestro país.

    por lorena amaro

    Habitualmente se piensan las fronteras como marcas físicas o geográficas que separan o dividen territorios; sin embargo, son también producciones discursivas, que no solo dividen, ya que el espacio fronterizo es donde también pueden producirse los intercambios y encuentros inesperados, el contacto entre culturas, idiomas, pueblos. Algo más que una línea en un mapamundi, las fronteras se revelan móviles, simbólicas, ideológicas, porosas. Un campo por explorar, particularmente atractivo para los escritores: cuánto se ha escrito, si no, sobre las fronteras internas en la Argentina del siglo XIX, o sobre las mexicanas en el XXI. En Chile, la fundamental novela Hijo de ladrón comienza con el recuerdo de Aniceto Hevia de su viaje desde Argentina, entre los animales de un vagón del tren, viaje fronterizo en todo sentido, también en el de lo humano.

    Dos libros de reciente aparición abordan este tipo de imágenes de cruce, en un momento de verdadero cambio social, en que los viajes son cada día más habituales y en que Chile comienza a transformarse en una sociedad intercultural. Se trata de Trasandinos, donde leemos ocho crónicas de escritores argentinos y chilenos, cuatro por cada lado de la cordillera, compiladas y prologadas por Jorge Fondebrider, y de Vivir allá, en que Antonio Briones y Felipe Reyes reúnen 13 cuentos de autores en su mayoría chilenos, cuyos relatos indagan en la experiencia de los migrantes. Ambos se suman a una narrativa reciente que explora un nuevo Chile, de fronteras móviles, pero también de pensamientos y prejuicios rígidos, en que los encuentros, pero sobre todo los desencuentros, son detonantes.

    Algo más que una línea en un mapamundi, las fronteras se revelan móviles, simbólicas, ideológicas, porosas. Un campo por explorar, particularmente atractivo para los escritores: cuánto se ha escrito, si no, sobre las fronteras internas en la Argentina del siglo XIX, o sobre las mexicanas en el XXI.

    El volumen reunido por Fondebrider parte de una paradoja: ¿quiénes son los trasandinos? “Trasandinos somos todos”, dice su compilador, pero esto no nos hace iguales. Es por eso que convoca a trasandinos de uno y otro lado de la cordillera para que narren su paso por el país vecino. Entre los chilenos, destaca la narrativa siempre lúcida e irónica de Cynthia Rimsky, autora que reside en Argentina desde hace unos años y que en su texto “No es lo mismo desatarlo que cortarlo” especula sobre los enigmas cotidianos que observa en la calle, como las construcciones cíclicamente paralizadas de autopistas y ampliaciones domésticas, o el corte salvaje e inexplicable de los árboles en las carreteras. Estas observaciones llevan a la narradora a discurrir por caminos legales, económicos y sociales que dan cuenta de un modo de vivir que ella se empeña en desentrañar y comprender. Entre los argentinos, Betina Keizman ofrece en “Insulares” un sagaz y lúdico comentario sobre el mito chileno de la “insularidad” y los prejuicios asociados al mismo: “Lo único claro es que la insularidad chilena erradica las apreciaciones positivas de otras insularidades. Incluso sin sacar el pie del estereotipo: la alegría cubana, el placer de vivir de las Baleares, hasta el orgullo nacional y las tradiciones de las islas danzantes del Pacífico”. Otros textos ofrecen miradas históricas, como el poeta  Jorge Aulicino, quien en su “Santiago, 1973” ofrece un interesante testimonio de su paso por el Chile de la UP, o explícitamente políticas, como “Füta Willi Mapu: donde se desdibuja la frontera”, del académico Jorge Spíndola, quien rescata la poesía contemporánea mapuche, “donde se rearticula una identidad colectiva compleja, un lugar fronterizo donde se deshacen los límites, los alambres”. Otros autores, chilenos (Margarita Cea, Gonzalo León, Diego Alfaro) y argentinos(Hernán Ronsino) contribuyen a la diversidad y riqueza del conjunto, en que, no obstante, se observan ciertas disparidades estéticas y literarias, sobre todo en un relato algo infantil y llano, explícito y olvidable, como el de Cea.

    En un prólogo muy bien escrito, Felipe Reyes inscribe los cuentos de Vivir allá en una tradición que se remonta a La Araucana, primer texto que da cuenta de la experiencia de un extranjero en tierra chilena. Destaco varios de estos relatos: en “Entrar al ruido”, Alia Trabucco, autora de La resta, imagina la experiencia de Fodda, proveniente de Damasco en 1927, como un desgarrador tour lingüístico; Verónica Jiménez aborda la inmigración colombiana (“Carne de mico”); Juana Inés Casas cuenta desde dos perspectivas distintas, la inesperada historia de una peluquera salteña que viaja desde Antofagasta hasta Santiago para escuchar a Ricky Martin en “Peregrinas”; Carolina Melys relata con precisión las idas y venidas de una niña chilena en el asiento trasero del auto de su madre y su encuentro con un migrante negro en el campo (“Libreta de registro”); Felipe Reyes narra brevemente la violenta peripecia de una prostituta caribeña en manos de dos infames policías chilenos (“Hacer la noche”); Alejandra Moffat, en el excelente relato “Tres fragmentos de Yordan”, ofrece una historia de dolorosa, violenta inmigración desde Centroamérica.

    En el libro figuran también cuentos de Rodrigo Ramos, Johan Mijail (escritor dominicano, único extranjero incluido en la antología), Mario Guajardo, Pablo D. Sheng, Cristóbal Gaete, Rodrigo Miranda y Roberto Contreras, algunos de ellos escritos quizá con demasiada premura, pero interesantes en sus contenidos. Una sola observación: hay cierta tendencia a la estigmatización de la migrancia. Es cierto que en estas historias suele haber violencia y dolor, pero no hay que olvidar que también nos ofrecen, muchas de ellas, humanidad y esperanza.

     

    Trasandinos, Jorge Fondebrider (compilador), LOM Ediciones, 2017, 118 páginas, $7.900.

     

    Vivir allá. Antología de cuentos de la inmigración en Chile, Antonio Briones y Felipe Reyes (compiladores), Ventana Abierta, 2017, 147 páginas, $21.640.

  174. Claudio Naranjo: “Tengo fe en la catástrofe”.

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    El psiquiatra chileno fue uno de los invitados estelares de la última versión de Congreso Futuro, donde a teatro lleno dio la conferencia “La política de la conciencia”. En esta entrevista repasa los temas que han atravesado buena parte de su obra: la civilización patriarcal, el pensamiento científico, la sabiduría y lo sagrado.

    por matías hinojosa

    Por segundo año consecutivo Claudio Naranjo se presentó en Congreso Futuro. A teatro lleno, dio su conferencia “La política por la conciencia” y, como en la edición anterior, su intervención se convirtió en uno de los momentos altos del encuentro. El atractivo de su pensamiento se debe a que confluyen en él las tradiciones intelectuales y espirituales de Occidente y Oriente. Y sus diagnósticos son el corolario de una capacidad única para abarcar grandes períodos históricos.

    La explicación de la crisis por la que atraviesa la sociedad –dice Naranjo– no se halla en las circunstancias presentes, ni tampoco en la actitud del hombre moderno frente a la vida y el mundo. Esta situación se remonta a un mal originario: en el nacimiento de la civilización está el fundamento del problema. Mira la sociedad del mismo modo en que el psicoanálisis mira la psiquis del sujeto, es decir, identifica en ella un desarrollo psicológico, el cual está marcado por un trauma de origen, cuyo conocimiento saca a la luz el motivo de su neurosis. Bajo esta perspectiva, la sociedad aún no alcanza su madurez. Mejor, se ha quedado estancada durante siglos en una etapa previa. Para crecer –piensa el psiquiatra– hace falta reconocer este mal que nos aqueja esencialmente, al igual que el individuo que para curarse necesita identificar aquella herida que condiciona su psiquis. Para resolver esta disfuncionalidad colectiva, la sociedad debe morir tal como la conocemos y renacer por medio de la toma de conciencia.

    Usted plantea derribar la mentalidad patriarcal y en su lugar instaurar una organización “heterárquica”. ¿Cómo sería esta nueva sociedad?

    En ella están equilibrados los tres principios que en la historia hemos conocido sucesivamente. El comienzo de la historia fue filiarcal, en la medida en que la cultura de los cazadores recolectores no era autoritaria, como en el patriarcado, ni tribal, como en el Neolítico y los pueblos matrísticos. Muchas personas han idealizado la sociedad matrística, pero creo que se debe al olvido de que esta fue una dictadura de grupo. Me parece que el patriarcado surge como una revolución contra la rigidez de este modelo: la democracia pura es muy lenta de adaptarse a las cosas rápidas y hubo que adaptarse rápidamente cuando el hambre colectivo, por el calentamiento de la Tierra, le puso fin a la abundancia del Neolítico. Ahí empezó la gente a volverse predadora y los hombres fueron los líderes de ese movimiento predador. Creo que somos una sociedad esencialmente canalla y la tenemos muy idealizada. Todas las religiones han surgido para idealizar el patriarcado, mostrándolo como más suave y bueno. De modo que hemos tenido una sucesión de filiarcado, matriarcado y patriarcado: tres desequilibrios dictados por la historia debido a la necesidad de adaptarse al mundo. Ahora ya nos resulta obsoleto el invento de la violencia para dominar y el espíritu de conquista ya lo tiene todo conquistado, pero habría que conquistar la conquista. Habría que encontrar el que frene esta desenfrenada conquista de todo. No ha existido históricamente. Yo digo que la civilización es un error colectivo de la humanidad, que tuvo su sentido en una época, pero ahora tenemos que inventar algo mejor.

    “Creo que somos una sociedad esencialmente canalla y la tenemos muy idealizada. Todas las religiones han surgido para idealizar el patriarcado, mostrándolo como más suave y bueno. De modo que hemos tenido una sucesión de filiarcado, matriarcado y patriarcado: tres desequilibrios dictados por la historia debido a la necesidad de adaptarse al mundo”.

    La civilización patriarcal tiene una base firme y con el transcurso de la historia se ha ido más bien complejizando. Pero usted es optimista y se muestra esperanzado en que esto…

    … Tengo fe en la catástrofe.

    … en que esto pueda cambiar.

    Eso es una fe o una esperanza un poco loca, mejor sería que la gente que tiene poder cambiara de rumbo a tiempo y el cambio de rumbo consistiría en esta política de la conciencia, en una fe de que el mundo se puede arreglar a sí mismo, tal como el cuerpo se arregla a sí mismo con una sabiduría organísmica. Pero los individuos que funcionan en modo automático, que han sido educados para obedecer impulsos muy simples, no están facultados para usar su creatividad y resolver conjuntamente el problema del mundo.

    Usted dice que se debe volver a un primitivismo que el hombre perdió.

    Se lo puede llamar primitivismo, pero en el sentido de dejar de ser tan arrogantes, creer que uno lo sabe todo. Por ejemplo, darle a la ciencia la voz cantante, como si la ciencia fuera la cumbre de la sabiduría. Eso es erróneo. Los científicos se han vuelto demasiado pretenciosos en tener las respuestas y los pensadores históricamente han sido humanistas, han sido los filósofos, los fundadores de las religiones, los profetas. Estaríamos mejor que con el mandato de la ciencia, si ampliáramos nuestro saber en esta dirección.

    Lo que la ciencia no puede llevar al plano experimental, simplemente lo desecha.

    Steven Pinker escribió un grueso libro sobre los mecanismos de la mente. Cuando lo leí, recuerdo haber ido al índice para ver qué decía sobre la conciencia y me encontré que había solo una página sobre este tema. Pero decía algo muy interesante: que la ciencia es como las águilas, o sea que tiene muy buen ojo, pero pésimo oído. Y el ser humano también: tiene un ojo científico muy agudo, pero hay cosas que el ojo no conoce y que conviene reconocer, que corresponden al otro hemisferio cerebral, no al hemisferio científico, sino al hemisferio intuitivo.

    ¿A qué asuntos se refiere?

    Nuestro deseo de ser razonables nos impide ir hacia la completitud de nuestra conciencia. Tenemos que invitar a ese lado que tiene que ver con la fe, pero no la fe de la que se ha apropiado la religión, que también pretende que tengamos fe en esto o en aquello y que ya tiene codificado lo que es la verdad en forma análoga a la ciencia.

    “Los científicos se han vuelto demasiado pretenciosos en tener las respuestas y los pensadores históricamente han sido humanistas, han sido los filósofos, los fundadores de las religiones, los profetas. Estaríamos mejor que con el mandato de la ciencia, si ampliáramos nuestro saber en esta dirección”.

    ¿Cuándo se dio cuenta de las limitaciones de la ciencia? Porque su primera formación se dio en este campo.

    Tuve una crisis vocacional cuando pasé al cuarto año de medicina. Yo había entrado a medicina por el saber, estaba sediento de él. Yo decía que buscaba la verdad. Y después me di cuenta de que la verdad que buscaba no la tenía la ciencia. A lo que me refería era a una verdad metafísica, que es la verdad que buscan los filósofos, pero tampoco sentí que la tenían los filósofos, por mucho que la buscaran. Terminé sintiendo que habían ciertos seres que habían encontrado esa verdad a través de su propia experiencia, y esos eran los sabios. Hay gente que llega a saber de una manera que no viene de los libros de los filósofos ni de los científicos. Hay gente que se hace sabia. Yo conocí a una de ellas en Chile, en mi juventud, se llamaba Tótila Albert.

    ¿Ve una distancia demasiado grande entre la sociedad y el saber?

    El mundo está idiotizado, el mundo no ve, el mundo no es sabio. Pero la neurosis es como un llamado del alma que lo oyen las personas que no la han perdido del todo. Es como un dolor de oído que a uno le indica que debe ir a visitar a un especialista, para que le diga por qué le duele. El dolor avisa, la neurosis avisa que uno tiene que corregir algo. Hay personas que andan por ahí como lobotomizadas, sobre todo hoy que se dan tantos medicamentos, que curan los síntomas apangándole el cerebro a la gente. Los neurolépticos.

    ¿Se intenta resolver el problema con menos conciencia?

    Eso es: la medicina de hoy quita conciencia. Los laboratorios químicos están en una franca guerra con la psicoterapia.

    Esta ampliación de la conciencia a la cual invita su pensamiento, ¿es también una invitación a restituir el sentido de lo sagrado? ¿Van acompañadas ambas búsquedas?

    Van acompañadas, esa es una manera de decirlo. El proceso de desarrollo de la conciencia es una metamorfosis completa, como las orugas que se vuelven mariposas. La persona transformada tiene un espíritu de la veneración, del sentimiento de lo sagrado, llámeselo Dios o no se le llame Dios, se le personifique o no se le personifique, se abre a una captación del misterio. Las concepciones de lo divino varían en distintos culturas: en el yoga, por ejemplo, se piensa que Dios es la profundidad de la propia mente, que la profundidad de la mente ya no es individual sino que es una conciencia que está dentro de todos nosotros.

    Hay varias interpretaciones para dar cuenta de la misma experiencia.

    Lo sagrado es algo que los seres despiertos captan, y que no captan todavía los seres que están en la crisálida y aún no se vuelven mariposas.

    “Dicen los sufíes que uno debe resolver los problemas de su vida personal con el dedo meñique de una mano. Esto quiere decir que uno debe tener la capacidad para comprender lo que le pasa sin gastar demasiada energía”.

    ¿Y la experiencia del ser, me refiero a la liberación absoluta de la mente, no está en contraposición con la vida práctica?

    La vida práctica también es parte de la educación para ser un hombre completo. El ser es una experiencia que acompaña la plenitud del desarrollo y la plenitud del desarrollo no se logra solo a través de esta trascendencia. No hay una incompatibilidad entre una cosa y la otra, es como un aspecto de la vida más, por lo que también es práctico. Dicen los sufíes que uno debe resolver los problemas de su vida personal con el dedo meñique de una mano. Esto quiere decir que uno debe tener la capacidad para comprender lo que le pasa sin gastar demasiada energía.

    ¿Eso es el desarrollo de la intuición?

    La intuición, la sabiduría también. Saber cómo ponerse frente a las situaciones. Si uno tiene el negocio del espíritu como más allá de todos los negocios humanos, le va mejor en los negocios humanos. Si uno está buscando el ser y lo va encontrando a través de esfuerzos apropiados, porque esos esfuerzos van hacia comprender la propia vida emocional, comprender los demonios interiores, uno va experimentando una satisfacción y una visión que ayuda en la vida diaria. Para encontrar el ser no se necesita solo la sabiduría, sino que la compasión y la compasión es la vida en relación. En el budismo es el concepto del bodhisattva que es uno que termina de trabajar en sí mismo y necesita trabajar en el mundo. Arreglarle la cabeza a los otros es parte del mismo proceso de arreglarse la propia.

  175. Los eslabones perdidos de Kafka

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    Cuenta Dora Diamant que, en sus días finales, Kafka encontró en un parque berlinés a una niña que lloraba desconsoladamente porque había perdido su muñeca. El escritor la calmó con una historia: “Tu muñeca tan solo está haciendo un viaje. Lo sé porque me ha enviado una carta”. Tras prometer que volvería con la carta al día siguiente, Kafka fue a su casa y se puso a escribir el texto “con toda seriedad, como si se tratara de una de sus obras”. Al otro día volvió al parque y le leyó la carta a la niña. La muñeca explicaba a su dueña que la quería, pero necesitaba alejarse de ella para vivir su vida de muñeca. Prometía escribir cada día. Durante tres semanas, Kafka leyó a la niña las cartas que mandaba la muñeca. En la última, la muñeca anunciaba su matrimonio y el adiós definitivo. Para entonces, la niña estaba feliz por el matrimonio de la muñeca.

    La historia que narra la última mujer de Kafka retrata a un tuberculoso que gasta sus últimos cartuchos de vida para consolar a una niña que no conoce. Los testimonios que han llegado sobre Kafka coinciden con ese perfil: el de un tipo atento, generoso y confiable, de gran sentido del humor. ¿Por qué entonces existe la percepción de que Kafka fue un solterón antisocial y atormentado, un burócrata gris que redactaba pesadillas sobre hombres convertidos en insectos o envueltos en absurdas conspiraciones del destino? Posiblemente porque sus propios textos –sus relatos y novelas, pero también sus cartas y diarios– proyectan esa imagen. Sin embargo, sabemos que sus escritos no pueden ser interpretados literalmente. Quien lea en sus diarios la entrada del 2 de agosto de 1914 (“Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Por la tarde, Escuela de Natación”) puede interpretar que a Kafka no le interesó demasiado el inicio de la Primera Guerra Mundial. Ahora sabemos que no solo le interesó, sino que le afectó profundamente. Suponer que existe una relación simétrica entre la vida y las palabras de un autor puede conducir fácilmente al error.

    Tal vez la explicación más simple tenga que ver con nuestro desconocimiento. Proyectamos sobre Kafka lo que nos dicen sus textos porque no hemos tenido nada mejor a lo que echar mano para deconstruirlo. Salvo por los perfiles biográficos de Klaus Wagenbach y Hartmut Binder –el primero descatalogado y el segundo todavía a la espera de ser traducido desde el alemán–, había sido imposible acceder a un relato que alumbrara sus puntos ciegos.

    Este asunto ha sido zanjado con la biografía escrita por el filólogo alemán Reiner Stach (1951). Se trata de una obra monumental –2.359 páginas– que barre con todos los clichés existentes sobre Kafka y refleja el estado actual de la investigación sobre el autor de El proceso. Stach muestra a un Kafka socialmente integrado, seductor, celoso de su intimidad (“su intimidad era como una caja de cristal en la que no entraba casi nadie”), pero partícipe y agente de los vertiginosos cambios políticos y sociales de su época. El biógrafo retrata a un escritor rigurosamente comprometido con la literatura, que “veía el acto de escribir como el eje de su existencia” y cuya “abrumadora e implacable voluntad de perfección” le hizo dejar tras de sí “un campo de ruinas”. “Por cada página manuscrita que consideró digna de ser publicada –dice Stach– hubo 10, quizá 20 páginas que quiso ver destruidas”. Si existe la posibilidad de leer El castillo y tantos otros textos de Kafka es gracias a Max Brod, su amigo y sobre todo editor de su obra inédita, a la que rescató del fuego al que había sido condenada por su autor y después salvó de la Gestapo, cuando la obra kafkiana fue proscrita durante la Alemania nazi. Muchos de esos papeles terminaron, junto a Brod, refugiados en Israel.

    La biografía –cuya investigación y escritura se prolongó por casi dos décadas– se compone de tres libros. Los primeros años abarca el período 1883-1909, esto es, entre el nacimiento de Kafka y el comienzo de su actividad laboral como abogado. Este volumen analiza el contexto sociopolítico de la Praga decimonónica en que Kafka se formó intelectual y sentimentalmente, el lugar que ocupaba en su familia, el origen de su amistad con Max Brod y sus primeros pasos literarios. Curiosamente, a pesar de ser el primero en orden cronológico, el libro apareció en su versión alemana recién en 2014, es decir, fue el último de la trilogía en ser publicado. Esto se debe a que las fuentes de este período eran las que resultaban más inaccesibles para el biógrafo, que decidió esperar el desenlace judicial que mantenía el Estado de Israel con los herederos de Brod por su legado.

    Stach comenzó con el volumen cronológicamente intermedio, Los años de las decisiones, publicado en 2002. Este libro cubre el lustro más fértil de Kafka como escritor, el lapso que va entre 1910 y 1915. En ese período encuentra el tono y el tema de su escritura, se compromete en matrimonio con Felice Bauer y comienza la Primera Guerra Mundial. El libro restante, Los años del conocimiento (2008), desarrolla los devastadores efectos que tuvo la Gran Guerra sobre su vida. También profundiza en sus últimas relaciones sentimentales y narra cómo Kafka contrajo y luego convivió con la tuberculosis que lo llevó a la tumba en 1924, un mes antes de que cumpliera 41 años.

    ***

    Kafka comprando una novela en una máquina de monedas de la estación de trenes de Viena. Turisteando en París. Invirtiendo sus ahorros en bonos de guerra de la monarquía austrohúngara. Viajando desde Praga a Brescia para ver volar al aviador Louis Blériot, el pionero que cruzó a cielo abierto el Canal de la Mancha. Pendiente del golpe bolchevique en Petrogrado, preocupado por el destino de los judíos en Europa. Yendo al cine para ver, por quinta vez, Papaíto piernas largas, protagonizada por Mary Pickford.

    La biografía de Stach presenta a un Kafka cercano que es, antes que todo, un tipo normal. Un hombre intelectualmente inquieto, fascinado con los adelantos de un mundo y una época que cambian a toda velocidad. Pero mirado más de cerca, también es un hombre en conflicto, atrapado entre las expectativas del padre, que le transmitió una identidad difusa, y el camino propio que él mismo intentó forjarse como escritor.

    El iletrado Hermann no entendía cómo es que su hijo era incapaz de cumplir con lo mínimo –atender el negocio– y en cambio dedicara tanto tiempo a los amigos, al cine y a escribir.

    A Kafka le costó cumplir la pauta cultural burguesa decimonónica. Antes que estudiar una carrera que le arreglara el futuro, prefirió la Química y la Filología Alemana. Si finalmente llegó al Derecho fue para darle en el gusto a Hermann Kafka, su padre. Tampoco quiso jugar el papel de hijo del dueño en el negocio familiar, un comercio de hilos y algodones que daba continuos dolores de cabeza al padre y la madre, Julie Löwy. Había una brecha insalvable entre la generación de Hermann y la de Franz.

    Hermann se había criado en el campo, era un self-made man judío, que intentaba hundir sus raíces en la clase media alemana de Praga. Para él, el negocio pertenecía a la familia y la familia pertenecía al negocio, y todo se medía en coronas checas. Franz, en cambio, había nacido en la ciudad, y según Hermann, tenía posibilidades. ¿Las tenía? En un mundo organizado patriarcalmente, Franz tuvo tres hermanas menores: Elli, Valli y Ottla. Antes, había tenido hermanos: Georg y Heinrich. Murieron a los 15 y 7 meses, de sarampión y encefalitis. Kafka llevó este peso consigo durante toda la vida. De haber sobrevivido, alguno de los hermanos menores, quizás habría ejercido como heredero del escudo familiar. Pero no: en eso, Kafka estaba solo frente al padre y se culpaba por no estar a la altura de lo que socialmente se esperaba de él. El Gregor Samsa de La transformación es hijo de ese sentimiento.

    Franz resintió hasta el final de sus días el hecho de que Hermann no lo hubiera introducido debidamente en las tradiciones del templo. Ser un judío germanoparlante en una Praga de mayoría checa significaba pertenecer a una minoría dentro de otra minoría. Y Franz ni siquiera sabía muy bien qué significaba ser judío. El desarraigo de Franz adquirió forma de rebeldía. Hermann no daba crédito a las extravagancias del hijo: dormía con la ventana abierta en pleno invierno (derrochando la carísima calefacción); nadaba en el río Moldava al alba, arriesgando resfríos; se dejaba seducir por las modas de la medicina natural y el vegetarianismo, renunciando a la carne… ¡La carne que a él tanto le había escaseado cuando chico! Estas excentricidades al padre le parecían una afrenta. El iletrado Hermann no entendía cómo es que su hijo era incapaz de cumplir con lo mínimo –atender el negocio– y en cambio dedicara tanto tiempo a los amigos, al cine y a escribir.

    Kafka fue parte del modesto e insular Círculo de Praga, grupo de intelectuales jóvenes formado por Franz Werfel, Oskar Baum, Otto Pick y Max Brod, que era el líder. Se reunían en el café Savoy, el Arco, el Corso, y leían todo lo que estaba en boga: Tolstói, Strindberg, Dostoievski, Hamsun. El summum era “el maestro Flaubert”. Discutían sobre el movimiento sionista y soñaban con ir a Palestina. A veces las noches se desbandaban y terminaban recitándoles sus textos a las putas del Gogo, el burdel de moda. Tenían más pretensión que unidad estética y, salvo Kafka, que los alumbró a todos, de allí no salieron escritores destacados. ¿Eran escritores alemanes? Hablaban alemán con el acento duro de los checos. ¿Eran escritores checos? Hablaban checo con acento alemán. Eran escritores judíos que garabateaban en el dialecto alemán de Praga, en una región donde el nacionalismo checo estaba harto del dominio alemán, y donde campeaba el antisemitismo.

    Kafka obtuvo el grado de doctor en Derecho en 1906. Deambuló un año por los laberintos de los tribunales. Quería irse de Praga. Pronto entendió que para probar suerte como escritor en Berlín o Múnich necesitaba publicar algo. Y para eso precisaba un trabajo que le permitiera dejar la casa paterna y escribir tranquilo. A pesar de que los judíos no conseguían trabajos en la burocracia austrohúngara, la oportunidad se presentó: un puesto de carrera como funcionario auxiliar en el moderno Instituto de Seguros y Accidentes de Praga, el órgano estatal encargado de velar por los intereses de los trabajadores accidentados de la industria checa. Es decir: un trabajo con horarios fijos que le dejaría la tarde libre para escribir. Según Stach, Kafka percibió que, tras sus largos años de formación, se le estaba yendo el tren para iniciar una carrera funcionaria. Y entendió que “se le estaba ofreciendo la que quizá fuera la última oportunidad de ganarse el pan en condiciones compatibles con el trabajo de escritor”. Se convertiría, muy pronto, en un trabajador excepcional, valiosísimo, al que nunca dejaron que se marchara. Ni siquiera cuando durante la guerra quiso enrolarse en el ejército. No: el doctor Kafka era necesario. Su muerte en el frente habría sido una pérdida irreparable para el Estado.

    Trabajar para poder escribir, y escribir para poder vivir: esa era la idea. Su voz autoral no la encontró en sus primeros relatos –Descripción de una lucha, Preparativos de boda en el campo–, sino en los diarios, hacia 1910. Allí comenzó a poner en práctica la escritura como forma de expresión existencial, como ejercicio de meditación orientada no a una meta narrativa, sino a desarrollar un lenguaje, una identidad. En esas anotaciones inventó su propio mito, según el cual todo su organismo estaba orientado hacia la literatura y el único obstáculo que se le oponía era la oficina. La escritura lo calmaba, le daba seguridad en sí mismo, lo hacía feliz. “Yo no tengo interés alguno por la literatura, lo que ocurre es que consisto en literatura, no soy otra cosa ni puedo serlo”, explicaba a su novia en 1913.

    A ese autoimpuesto programa vital se sumó la mecanógrafa berlinesa Felice Bauer cuando, el 13 de agosto de 1912, la conoció en casa de Max Brod. Un mes después comenzó a seducirla a través de las cartas que salían casi diariamente desde Praga hacia Berlín. El cariño nació de las palabras, no de los besos ni de la cercanía. A los 10 meses estaban comprometidos. Para él fue una manera de embarcarse en su propia vida, lejos de Hermann, lejos de Praga.

    La relación con Felice Bauer removió los cimientos de su identidad. Por un lado, desató en él una explosión creativa sin igual en su existencia: en dos años y medio escribió La condena, La transformación, En la colonia penitenciaria y El proceso. En esos textos estaba todo su inventario temático y estilístico: la figura omnipotente del padre, la lógica onírica de la acción, el héroe desdichado frente a las estructuras jurídicas del mundo, el ansia de pertenecer a una comunidad. Por otro lado, la perspectiva del matrimonio y los hijos lo enfrentó con sus miedos más profundos. El matrimonio amenazó su escritura. Kafka llegó a la convicción de que la oficina, la casa y los hijos lo privarían del tiempo y las energías que necesitaba para escribir. ¿Y si no tenían hijos? Kafka puso su miedo por escrito y la novia lo leyó.

    El matrimonio amenazó su escritura. Kafka llegó a la convicción de que la oficina, la casa y los hijos lo privarían del tiempo y las energías que necesitaba para escribir. ¿Y si no tenían hijos? Kafka puso su miedo por escrito y la novia lo leyó.

    Felice puso fin al compromiso matrimonial en junio de 1914. El quiebre radicalizó a Kafka: decidió dejarlo todo y probar suerte como escritor en Berlín. Allí, gracias a Brod, tenía contactos que habían prometido ayudarlo. Allí también vivía Felice. Tal vez lejos de Praga todavía era posible solucionar las diferencias.

    Ese mismo verano, Francisco Fernando, el heredero al trono del imperio, fue asesinado a tiros por un nacionalista serbio en Sarajevo. Los gabinetes imperiales decidieron a toda máquina. Semanas después, comenzó la Primera Guerra Mundial.

    ***

    La oleada de destrucción que trajo consigo la Gran Guerra aniquiló a Kafka moral y físicamente, y derrumbó el mundo a su alrededor.

    La movilización nacional cortó el tejido de todas las relaciones sociales. El gobierno censuró las cartas, restringió las llamadas telefónicas y canceló los viajes al extranjero. Kafka perdió contacto con Felice y con sus conocidos en Berlín –todos fueron enviados al frente–. Algunas semanas antes había soñado con abandonar el coto paterno e irse de Praga. Ahora estaba prisionero.

    La guerra también significó la ruina de la monarquía danubiana. En el invierno de 1917, el otrora poderoso Estado austrohúngaro ya no fue capaz de garantizar el abastecimiento de comida y carbón para sus ciudadanos. Esto coincidió con la muerte del emperador Francisco José, único monarca de Austria-Hungría desde 1848. Era un preámbulo de lo que ocurriría al año siguiente, en octubre de 1918, cuando los nacionalistas checos aprovecharon el armisticio general para salir a las calles y proclamar la República de Checoslovaquia.

    Un año y medio después del inicio del conflicto armado, Kafka y Felice se reunieron en Marienbad, en la frontera checo-alemana, y retomaron el compromiso matrimonial. Llegaron a un trato: cada uno asumiría sus preocupaciones económicas. Esto significaba que, después de casarse, Felice seguiría trabajando. El acuerdo, impensable antes de la guerra, grafica cómo los códigos burgueses que distinguían a esta clase –los esposos trabajan, las esposas crían a los hijos– desaparecieron rápidamente en las mentalidades de la época. Nadie sabía cómo iban a ser las cosas después de la guerra, pero todos sabían que nada volvería a ser como antes.

    Los temblores sociales y el frío extremo que pasó en la casa de la Calle del Alquimista hicieron mella en Kafka. La noche del sábado 11 de agosto de 1917, a las cuatro de la mañana, escupió sangre por primera vez. ¿Diagnóstico? Mycobacterium tuberculosis. Kafka interpretó la enfermedad como una liberación y la usó como justificativo para la retirada social. Ya no tendría que explicarle a nadie por qué no tenía familia, ni sentido de los negocios, ni ganas de hacer una carrera burguesa. La tuberculosis también dio la oportunidad a sus padres para explicar a quienes quisieran escucharlos la extravagante conducta del hijo. El matrimonio fue cancelado definitivamente. Según Stach, para Kafka “había llegado el momento de hacer balance, de concentrarse en lo esencial y asumir de una vez la tarea asignada con todas las consecuencias. Y Kafka tenía menos dudas que nunca de en qué consistía esa tarea”. La pugna entre matrimonio y literatura llegaba a su fin. Triunfó la literatura.

    Ilustración: Sebastián Ilabaca

     

    Kafka, Reiner Stach, Acantilado, 2016, 2.359 páginas, $107.000.

  176. Sostener la mirada

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    Trabajo de campo, antología de poemas de Jaime Pinos, incluye textos que abordan desde los primeros años de la transición a la democracia hasta el cinismo electoral y el bombardeo publicitario, pasando por la ferocidad de la violencia institucionalizada que retrata en su poema sobre “El Tila”. Una obra que recupera el aliento trágico de la vida y que conserva el espíritu crítico frente al poder.

    por nicolás meneses

    La obra de Jaime Pinos ha tenido un auge estos últimos dos años. La reedición de su mítica novela Los bigotes de Mustafá (1997) fue seguida por la de sus igualmente inencontrables libros de poesía Almanaque (2007) y Criminal (2003). El 2014, la editorial Alquimia publicó 80 días, un pequeño libro impreso en cartón kraft que reúne sus poemas con fotografías de Alexis Díaz, publicación que viene a cerrar el ciclo de su escritura. Fragmentos de estos tres libros, más una compilación de textos inéditos de su nuevo proyecto, Documental, conforman Trabajo de campo, la primera antología del autor compilada por el poeta ariqueño Rolando Martínez.

    Para empezar a hablar de la poesía de Pinos habría que partir por Criminal, un libro que retrata la violencia institucional llevada al límite. Aquí el hablante se hace de la voz, historia y repercusión mediática que tuvo el caso de Roberto Martínez Vásquez, alías “El Tila”, también llamado “psicópata de La Dehesa”. Criminal nos enfrenta a la historia de una víctima de un sistema social escandalosamente impasible frente al abuso en sus instituciones de resguardo y rehabilitación: un niño cruelmente maltratado y abandonado que se transformó en victimario y acumuló un expediente de monstruosidad. Es la voz de ese niño devenido en adulto la que nos interpela frontalmente, con una lucidez que atemoriza, como se lee en el poema “Discurso del resentimiento”: “Que me dieron oportunidades, dicen./ Que pude ser otra cosa.// Pero si alguna vez me dieron algo/ fue la condena de crecer en el encierro”.

    Así, el poemario se mueve entre confesiones, informes psiquiátricos, prontuarios y recuerdos que “El Tila” suma en su trayecto hacia el infierno. Consciente de su culpa, enjuiciado por un sistema hipócrita y acosado por una vigilancia de 24 horas en prisión, como en un thriller policial, termina suicidándose; cito del poema “Final”: “Cuatro minutos,/ según el cálculo de los forenses, tardará El Criminal en morir/ Cuatro largos minutos/ penderá de los barrotes/ antes de dejar de respirar”.

    La poesía de Pinos es la parte de una película que incomoda, que jamás concluye. Es una respuesta contundente al cinismo electoral, de los profetas, de los mensajes edulcorados de la publicidad y de una realidad a veces insoportable.

    La selección continúa con poemas de Almanaque, un libro que aborda los primeros años de la Concertación y el desencanto de una democracia a medias. Los poemas son las páginas de un catálogo de la indignación, la desesperanza, el asco. El rechazo generalizado de una transición política que no hizo más que profundizar y agudizar los abusos de la dictadura que impuso un modelo económico devastador. Los versos no hacen más que aflorar la rabia contra un presente que intenta borrar ese pasado de lucha a muerte que se vivió para salir del callejón sin salida en que estuvo sumido Chile. Pinos acá relata, casi en un tono de crónica, cómo se fueron asentando los valores neoliberales implantados a la fuerza y todos los coletazos que este trajo. En “Elegía” se lee: “Como vez,/ Nada ha cambiado./ Violencia Poder Dinero./ El Dictador ha muerto/ en su cama/ cuando ya no importa/ nadie recuerda o quiere recordar/ la hora de los chacales”. Pese a que se extraña el poema “Elecciones”, los textos cumplen con los requisitos mínimos de una muestra, apelando a la heterogeneidad del conjunto: notas periodísticas, cartas a amigos, fotografías difusas y versos cuya tónica es la sequedad y aspereza de una cotidianidad maldita.

    La tercera sección de la antología es una muestra bastante representativa de 80 días, un libro-viaje que nace del azar. Acá el hablante es un transeúnte que recorre durante el cronómetro de Verne distintas zonas de Santiago, marcado por una cartografía sentimental de lugares bañados por una leve nostalgia. Un itinerario que solo confirma la consolidación de una ciudad pesada, hostil, rapiña. Con un registro más templado que en sus libros anteriores, impersonalizado y conciso, Pinos logra un fluido diaporama de la capital, hasta de sus espacios más inhabitables, como en el poema “Eriazo”: “Vacío de la ciudad, la maleza creciendo salvaje entre los escombros. Manchas, contornos de cuadros o de muebles, persistencia del papel tapiz sobre las paredes contiguas que aún se mantienen en pie”. Lo importante de este libro es la persistencia de Pinos a no dejar de interrogar la ciudad, aunque la visión publicitaria del consumismo caiga encima como el vuelo de los buitres.

    El país devastado que Pinos mira, enfoca y registra se profundiza en la crónica de la tragedia social que de alguna manera encarnan sus libros, en ese adentrarse angustioso que lo lleva a escribir de las zonas más espinudas y dolorosas de esta “angosta faja de tierra”. La poesía de Pinos es la parte de una película que incomoda, que jamás concluye. Es una respuesta contundente al cinismo electoral, de los profetas, de los mensajes edulcorados de la publicidad y de una realidad a veces insoportable. El país que el año pasado estaba en llamas, sumido en un incendio que se inició hace mucho, como se lee en uno de los poemas de Documental, su libro inédito: “El país se quema/ ¿Quién quemó quién quema este país?/ ¿Cuándo se inició el incendio?/ El fuego se inició hace mucho tiempo aquí/ Tal vez con la bandera chilena hecha una flama/ durante el bombardeo a La Moneda/ Tal vez con la quema de libros en las calles/ durante el Estado de sitio/ Tal vez con Sebastián Acevedo como una antorcha/ en la plaza de Concepción/ Tal vez con Rojas Denegri como una antorcha/ frente a la patrulla militar que lo detuvo/ Tal vez con Eduardo Miño como una antorcha/ frente al Palacio de Gobierno”.

    A pesar de que la tragedia no termina, la postura es firme y se resiste a desviar la mirada. Así lo atestiguan estos libros que marcan muchos años de escritura, una escritura que mantiene esa postura crítica lejos del lenguaje del poder. Un gesto que en su contundencia nos permite avizorar las posibilidades políticas del presente. Y tal vez apagar este incendio.

     

    Trabajo de campo, La Liga de la Justicia Ediciones, 2016, 76 páginas.

  177. El Tao de Fritjof Capra: de las partículas subatómicas a los sistemas de la vida

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    Ha escrito sobre el “Tao” o “camino” de nada menos que la física, según su libro más famoso, éxito de ventas internacional y que se sigue publicando en todo el mundo. El autor, con casi 80 años, continúa vinculando disciplinas. Es un invitado estelar en el Congreso Futuro que se lleva a cabo desde hoy hasta el 21 de enero. Su conferencia tendrá lugar el día miércoles 17.

    por patricio tapia

    Una tarde de 1970, sentado junto al mar, Fritjof Capra sintió que las olas y la arena formaban un movimiento cósmico que lo hizo pensar en la danza del dios bailarín Shiva —encerrando los ritmos y ciclos de la creación, la destrucción, el ocultamiento y la revelación—, sobre la que había estado leyendo. Pronto vio una relación entre el baile de Shiva y el de las partículas subatómicas. No era del todo extraño, ya que Capra (nacido en Viena en 1939) era un científico, formado y doctorado en física moderna.

    Aquella danza cósmica sería una metáfora central de su libro más conocido, El Tao de la física (1975). Pero pronto Capra seguiría ampliando sus intereses y alcances teóricos, conectando la física con la filosofía (occidental y oriental), psicología y sociología, biología y arte, influyendo en esos distintos ámbitos así como en la cultura New Age. Libros como El punto crucial (1982), La trama de la vida (1996) y Las conexiones ocultas (2002) muestran esas ampliaciones. En La ciencia de Leonardo (2007) y Learning from Leonardo (2013) ve al artista y pensador renacentista como un pionero y precursor de las teorías de sistemas y de la complejidad.

    Los físicos derivan su conocimiento de los experimentos; los místicos de visiones meditativas. Ambas son observaciones, y en ambos campos estas observaciones son reconocidas como la única fuente de conocimiento.

    Científico, ecologista, educador, activista, Capra conecta los cambios conceptuales disciplinarios con cambios más amplios en la sociedad. Una visión científica unificada de la vida es lo que propone junto a Pier Luigi Luisi en The Systems View of Life (2014). La ecología y la “ecoalfabetización” ha sido otra de sus preocupaciones: es director fundador del Center for Ecoliteracy, en Berkeley, California.

     

    ¿Cómo fue que se interesó por el pensamiento indio?

    Durante la década de los 60 hubo un gran interés en la filosofía, el arte y la espiritualidad de la India tanto en Europa como en Estados Unidos. Pasé mis dos primeros años como investigador posdoctoral de física en París, entre 1967 y 1968, y fue allí donde leí por primera vez el Bhagavad Gita, el clásico texto hinduista. Más tarde leí libros de Alan Watts, T.D. Suzuki y otros autores que escribieron sobre el misticismo oriental. Practiqué la meditación y también experimenté con drogas psicodélicas. A través de estas experiencias descubrí por primera vez algunos sorprendentes paralelismos entre la cosmovisión de la física moderna y las ideas básicas de las tradiciones místicas orientales: el hinduismo, el budismo, el taoísmo, etc.

     

    Cuando enseñaba y hacía investigación en física, el misticismo oriental debe haber sido visto como un pasatiempo totalmente independiente y “no científico”.

    Es verdad. De hecho, incluso después de la publicación de El Tao de la física en 1975, la mayoría de mis colegas científicos miraron mis comparaciones entre la física y el misticismo con un ligero desconcierto y no las tomaron en serio. Durante los últimos 40 años, sin embargo, sus actitudes han cambiado drásticamente. Después de la publicación de El Tao de la física, aparecieron numerosos libros en los que físicos y otros científicos presentaban exploraciones similares de los paralelismos entre la física y el misticismo. Otros autores extendieron sus investigaciones más allá de la física, encontrando similitudes entre el pensamiento oriental y ciertas ideas sobre el libre albedrío, muerte y nacimiento, y la naturaleza de la vida, la mente, la conciencia y la evolución. Además, se han establecido los mismos tipos de paralelismos con las tradiciones místicas occidentales. Algunas de las exploraciones de paralelismos entre la ciencia moderna y el pensamiento oriental fueron iniciadas por maestros espirituales orientales. El Dalai Lama, en particular, organizó una serie de diálogos con científicos occidentales sobre “mente y vida” en su casa en Dharamsala.

    La ciencia de Leonardo era una ciencia de las formas vivientes, de patrones y procesos interconectados. En mi libro sostengo que Leonardo da Vinci fue un pensador sistémico, un ecologista y un pionero del ecodiseño y la biomimética.

     

    En todo caso, física cuántica y budismo zen no eran cosas fáciles de relacionar. ¿Cómo se le ocurrió hacerlo?

    Al principio, los enfoques de los físicos y los místicos también me parecieron bastante diferentes. Pero a medida que exploré los paralelos que había descubierto, me di cuenta de que, de hecho, los dos enfoques comparten algunas características importantes. Para empezar, su método es completamente empírico.  Los físicos derivan su conocimiento de los experimentos; los místicos de visiones meditativas. Ambas son observaciones, y en ambos campos estas observaciones son reconocidas como la única fuente de conocimiento. Los objetos de observación son, por supuesto, muy diferentes en los dos casos. El místico mira dentro y explora su conciencia en varios niveles, incluyendo los fenómenos físicos asociados con la materialización de la mente. El físico, por el contrario, comienza su investigación sobre la naturaleza esencial de las cosas estudiando el mundo material. Al explorar reinos cada vez más profundos de la materia, él toma conciencia de la unidad esencial de todos los fenómenos naturales. Más que eso, también se da cuenta de que él mismo y su conciencia son parte integral de esta unidad. Así, el místico y el físico llegan a la misma conclusión; uno empezando desde el reino interior, el otro, desde el mundo exterior. La armonía entre sus puntos de vista confirma la antigua sabiduría india que brahman, la realidad última afuera, es idéntica a atman, la realidad adentro. Otra similitud importante entre los modos del físico y el místico es el hecho de que sus observaciones tienen lugar en ámbitos que son inaccesibles para los sentidos ordinarios. En la física moderna, estos son los reinos del mundo atómico y subatómico; en el misticismo, son estados de conciencia no comunes en los que se trasciende el mundo sensorial cotidiano. En ambos casos, el acceso a estos niveles de experiencia no comunes es posible solo después de largos años de capacitación dentro de una disciplina rigurosa, y en ambos campos los “expertos” afirman que sus observaciones a menudo desafían expresiones en el lenguaje ordinario.

    Charlas destacadas

    Las entradas para Congreso Futuro se encuentran agotadas. Sin embargo, su señal de streaming ofrecerá en vivo la transmisión de estos encuentros. En esta séptima versión, en la que se presentarán 130 expositores, destacan las intervenciones del siquiatra Claudio Naranjo (“La política por la consciencia”, martes 16, 10:25), del profesor de Desarrollo Sostenible y economía estable Tim Jackson (“Prosperidad en un planeta finito”, viernes 19, 10:25), del astrónomo Eric Mazur (“Cambiar para educar”, viernes 19, 11:15) y de la socióloga y antropóloga Riane Eisler (“Encarcelar o liberar la conciencia”, 20 enero, 17:00).

     

    ¿Cómo pasó del enfoque en la física teórica a las ciencias de la vida y luego al pensamiento social?

    El Tao de la física fue ampliamente leído y apreciado casi inmediatamente después de su publicación, y recibí muchas invitaciones para dar conferencias y seminarios sobre este tema. Durante estas conferencias conocí a personas de todos los ámbitos de la vida —médicos, enfermeras, psicólogos, biólogos, antropólogos— quienes me dijeron que un cambio de paradigma similar al que discutía en mi libro también estaba sucediendo en sus campos. Esto me llevó a ampliar mi enfoque, y en mi segundo libro, El punto crucial, discutí el cambio de una visión del mundo mecanicista a una visión del mundo holística y ecológica en la biología, la medicina, la psicología y la economía. Mientras estaba escribiendo El punto crucial, me di cuenta de que los problemas que ahora investigaba —salud, educación, derechos humanos, justicia social, poder político, protección del medioambiente, gestión de empresas de negocios, economía, etc.— todo tiene que ver con los sistemas vivos; con seres humanos individuales, sistemas sociales y ecosistemas. Con esta percepción, mis intereses de investigación pasaron de la física a las ciencias de la vida, y comencé a armar un marco conceptual que me permitiera debatir los sistemas vivos en todas sus dimensiones, usando ideas de la teoría de sistemas vivientes, teoría de la complejidad y ecología.

     

    En su libro más reciente menciona cuatro dimensiones en los sistemas sociales: materia, proceso, forma y sentido. ¿Podría resumir sus puntos de vista al respecto?

    En los últimos 30 años, una nueva concepción de la vida ha surgido en la primera línea de la ciencia. En su núcleo hay un cambio profundo de metáforas: desde ver el mundo como una máquina hasta entenderlo como una red. Efectivamente, en The Systems View of Life, que escribí con Pier Luigi Luisi, presento una síntesis de esta nueva concepción de la vida, una síntesis que integra la dimensión biológica de la vida con sus dimensiones cognitiva, social y ecológica. Ahora, cuando se observan los diversos modelos y teorías sistémicas en las ciencias de la vida, se ve que hay dos tipos principales, describiendo los sistemas vivos en términos de redes o en términos de flujos. Mi síntesis, básicamente, es una síntesis entre esas dos perspectivas. La perspectiva de red usa el lenguaje de topología, teoría de grafos, etc.; la perspectiva del flujo utiliza el lenguaje de la física y la química. Los llamo las perspectivas de la forma y de la materia, y encontré que podía unificarlas agregando una tercera perspectiva, la perspectiva del proceso. Luego, pasando a los sistemas sociales humanos, me di cuenta de que la conciencia y la cultura humanas requerían una cuarta perspectiva a ser integrada en mi síntesis. Esta cuarta perspectiva la llamo la perspectiva del sentido. Me temo que esto puede sonar bastante abstracto, pero eso es todo lo que puedo hacer en una respuesta breve.

    “Lo más importante a tener en cuenta sobre la situación mundial actual, en mi opinión, es que los principales problemas de nuestro tiempo —la energía, el medioambiente, el cambio climático, etc.— no pueden entenderse aisladamente. Son problemas sistémicos, lo que significa que todos están interconectados, son interdependientes”.

     

    Pero si todavía no se llega a una teoría unificada de la física, ¿sería posible una visión científica unificada de la vida?

    Esta visión científica unificada de la vida es lo que Luisi y yo presentamos en nuestro libro The Systems View of Life. Lo llamamos una visión sistémica porque requiere un nuevo tipo de pensamiento sistémico: pensar en términos de patrones de relaciones y contexto. También estoy enseñando la visión de sistemas de la vida en un nuevo curso en línea (ver http://www.capracourse.net). Consiste en 12 conferencias pregrabadas y un foro de discusión en línea en el que participo regularmente. Estoy muy entusiasmado con esta nueva forma de enseñar. En cada curso tengo entre 150 y 200 participantes de más de 50 países de todo el mundo, incluidos varios participantes de Chile.

     

    Su trabajo ha sido decididamente interdisciplinario. Después de varios y muy distintos libros, ¿cuál diría que es su campo?

    Sí, mi trabajo reciente ha sido interdisciplinario o, mejor aún, transdisciplinario. Mi campo en la actualidad es la concepción sistémica de la vida. Me llamo a mí mismo físico y teórico de sistemas.

     

    Por otra parte, ha mantenido un interés de larga data en Leonardo da Vinci. ¿Ha sido una especie de inspiración?

    Definitivamente. He estudiado los aspectos científicos de la obra de Leonardo da Vinci durante 10 años y he escrito dos libros sobre él. El primero, La ciencia de Leonardo está disponible en una edición en español. La ciencia de Leonardo era una ciencia de las formas vivientes, de patrones y procesos interconectados. En mi libro sostengo que Leonardo da Vinci fue un pensador sistémico, un ecologista y un pionero del ecodiseño y la biomimética.

    “La transición a un futuro sostenible ya no es un problema técnico ni conceptual. Es un problema de voluntad política y de liderazgo”.

    ¿Cómo ve la crisis ambiental y el futuro: con esperanza, miedo, ambos?

    Lo más importante a tener en cuenta sobre la situación mundial actual, en mi opinión, es que los principales problemas de nuestro tiempo —la energía, el medioambiente, el cambio climático, la desigualdad económica, la violencia y la guerra— no pueden entenderse aisladamente. Son problemas sistémicos, lo que significa que todos están interconectados, son interdependientes y requieren las correspondientes soluciones sistémicas, soluciones que no resuelven ningún problema de forma aislada sino que se ocupan de él en el contexto de otros problemas relacionados. En las últimas décadas, los institutos de investigación y los centros de aprendizaje de la sociedad civil global han desarrollado y probado cientos de soluciones sistémicas de este tipo en todo el mundo. En nuestro libro, dedicamos aproximadamente 60 páginas a detalladas discusiones sobre las más efectivas de esas soluciones. Ellas proporcionan evidencia convincente de que la transición a un futuro sostenible ya no es un problema técnico ni conceptual. Es un problema de voluntad política y de liderazgo. La Tierra es nuestro hogar común y crear un mundo sustentable para nuestros hijos y para las generaciones futuras es nuestra tarea común.

     

    El Tao de la física, Fritjof Capra, Sirio, 2010, 420 páginas, $20.830.

     

    La ciencia de Leonardo, Fritjof Capra, Anagrama, 2011, 416 páginas, $10.950.

     

    La trama de la vida, Fritjof Capra, Anagrama, 2009, 368 páginas, $14.320.

     

    The Systems View of Life, Fritjof Capra y Pier Luigi Luisi, Cambridge UP, 2014, 510 páginas, U$ 24.99.

  178. Hombres asustados

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    ¿Es posible entender a los votantes de Trump leyendo los libros de Raymond Carver o Tobias Wolff, porque se supone que retratan la cultura white trash? El autor de este ensayo dice que no. “Basta que un artista sea capaz de escribir de su entorno, para que de alguna manera se aleje de él”, escribe Fuguet. “No es que uno no pueda ingresar a través de estas páginas en esos pueblos abandonados donde Dios parece estar presente en cada esquina con una iglesia, pero ese mundo es ficción. Los miedos y fisuras de los blancos pobres no generan arte; solo sirven para encender la pira del odio”.

    por alberto fuguet

    No hace mucho, cuando la paranoia y el terror de la administración Trump opacaba todo posible discurso y conversación, incluyendo la política local, y lo que se hablaba en ciertos departamentos bien decorados y con buena vista era algo así como el inminente fin de mundo o la caída de la supuesta democracia más poderosa del mundo, fui invitado a una cena a una casa electrificada que tenía muchos libros. Era una pareja que, en otras partes, sería tildada de liberal o de azul; acá era entre progre o hipster. Uno de los temas que se discutió, entre platos de poke (un sushi hawaiano) y ajíes rellenos y empanadas fritas de queso de cabra y sopas ramen, además de un variado maridaje, fue el caso de una autora no tan joven que aún deseaba viajar al exterior (a Estados Unidos, es decir, a Nueva York) para estudiar literatura creativa, a pesar de que ya tenía dos libros publicados. Pero al final había desistido: ir a Nueva York bajo la administración Trump era un despropósito. Todos estaban de acuerdo. Alguien en la cena comentó, sin ironía, que ahora allá estaban viviendo una suerte de dictadura del white trash, nazis sureños incluidos, y que su hermano ansiaba terminar su posgrado para huir de vuelta.

    Hice un par de preguntas y supe de inmediato que esta gente no era mi-tipo-de-gente. Eran mucho más sofisticados. Había una pose detrás, un plan, una clara superioridad que intentaban disimular con humor e ironía. Eran de aquellos que habían viajado mucho, aunque nunca se habían alejado demasiado de las grandes ciudades turísticas. Muchas millas, poco mundo. Seguían preguntando a qué colegio fuiste. Nueva York, claro, era su ciudad favorita, pero nunca habían cruzado el Hudson hacia Nueva Jersey. Tenían libros de Patti Smith, pero no conocían a Springsteen o Tom Petty o John Cougar Mellencamp. Me di cuenta que el EE.UU. que ellos idealizaban era, en efecto, ideal. Un país laico, metropolitano, cosmopolita, sofisticado, liberal y europeizante.

    Con razón había tantos libros de Paul Auster en las repisas.

    Con una copa de syrah en la mano decidí alejarme e indagar más en esas repisas. Había, como era de esperar, mucho libro Anagrama y no pocos Taschen. Lo que alguna vez he denominado la mafia amarilla seguía presente en ciertas casas. Como era gente de una cierta edad, los Anagrama eran, en efecto, amarillos en vez de multicolores. Aun así parecía gente leída, culta, no el equivalente local al white trash, como decían ellos. Hojeando algunos autores que tenían ahí, de pronto me iluminé: buena parte de lo mejor de la literatura norteamericana y, por qué no, de la creación mundial, viene desde abajo. De lo que algunos denominan trash (black o white, y ahora latino) o lumpen o proletario. Esto, claro, es más que obvio y ha sido así siempre. Scott Fitzgerald (un wanna be, por lo demás) es la excepción, no la regla. Tenían al enemigo en casa, en sus libreros de raulí. A pesar de haberlos leído, de haber conectado con los personajes a la deriva de Carver y Ford, gente dañada no solo económica sino emocionalmente, seguían hablando de la gente en que se inspiraron estos autores como si fueran “otros”.

    –¿Te gusta Carver?

    –Lo amo. Amo todo lo americano. Me encanta. Qué parajes, esa cosa gringa desolada.

    ¿Qué es esa cosa gringa desolada?

    Es posible que muchos autores que han escrito acerca de personajes que perfectamente podrían votar por Trump (o por Bush o por Reagan) no dudaron en votar por Clinton o Bernie Sanders, pero sus personajes son otra cosa. Son parte de esa vasta población por donde los aviones pasan encima y que las élites evitan. Algunos de los autores indispensables norteamericanos vienen de esos territorios y escriben o han escrito con la autoridad que da conocer ese mundo de cerca. Tal como Stephen King, se han concentrado en narrar las penas de la clase trabajadora u obrera que, procesada por las traducciones, o filtrada por la crítica, los premios y los éxitos, termina siendo cooptada y hasta limpiada por los lectores y la máquina literaria burguesa, lo que a muchos les impide darse cuenta de que esa “desolación americana” que tanto les atrae es esa misma desolación que tanto evitan.

    Lo fascinante y lamentable del elemento de las clases sociales o del origen es que el arte que sale del mundo obrero (y acá me voy a restringir al arte white trash) no es consumido por sus pares. Películas como Winter´s Bone o Frozen River, cintas estupendas acerca de mujeres con todo en su contra, ambientadas en sitios olvidados de Missouri y Nueva Inglaterra, no triunfan en sus lugares de origen.

    Como seguían hablando en la mesa de Trump, en la venganza del white trash, de como “esa gente” fue la que votó por este millonario que se hace pasar por un hombre de pueblo, me fijé en ciertos autores que estaban en las repisas. Raymond Carver, Richard Ford, Tobias Wolff. En esa repisa estaba Crónicas de motel, de Sam Shepard, que claramente es acerca del Oeste profundo y de aquellos cuyos sueños no les resultaron y andan a la deriva. En esas mismas repisas, entre el nuevo libro de cuentos de Lucía Berlin (que, tal como dice su título, es sobre mujeres de la limpieza o empleadas que limpian cuartos de hotel) y las novelas de Carla Guelfenbein, estaban los libros de Charles Bukowski, quien quizás terminó siendo el conde de los alcohólicos, pero cuyos orígenes y, más importante aún, sus libros y cuentos y personajes son acerca de quienes están a punto de ser arrojados a la calle.

    Hubo un postre de lúcuma y la conversación pasó del empoderamiento del white trash a las posibilidades de Guillier, una puesta en escena del Cirque du Soleil a partir de Soda Stereo y la última película de Sebastián Lelio, que todos quisieron ver y todos decían que al parecer era estupenda, pero que nadie había visto, aunque a todos les parecía notable que Paula colocara a una actriz transgénero en su portada.

    Esa noche llegué a mi casa, encendí las luces, miré mi biblioteca y saqué varios libros y los puse en la mesa de la cocina.

    Luego busqué una sal de fruta, me la tomé y me dormí.

    ***

    ¿A qué nos referimos con white trash? ¿Hablamos de eso cuando hablamos de arte? ¿O usamos esos términos para hablar de literatura extranjera y no para referirse a creaciones artísticas locales?

    Mi impresión es que, desde América Latina al menos, mientras más lejano, más libertad tenemos para ser despectivos. ¿Gabriela Mistral es considerada clase obrera? ¿Neruda está realmente ligado a la clase trabajadora?

    La literatura, como todas las artes, es una apuesta burguesa. Y por lo general, los autores que surgen desde abajo rápidamente suben en la escala social y en la forma como viven su vida. Se aburguesan, digamos, y muchas veces sus obras posteriores también. Hay pocos malditos que terminaron como malditos. Pedro Lemebel, por ejemplo, quizás fue más coherente en su obra que en su vida. ¿O no? Esto es relativo y discutible: no porque nació en las barriadas necesitó siempre quedarse ahí. Y no porque un autor se crió en un mundo lumpen, necesariamente necesita escribir de ese submundo. Aunque los mejores lo hacen: de los primeros 20 o 25 años sacan el material que usarán el resto de sus vidas.

    Lo curioso es que, al presentar estos mundos por escrito o de manera cinematográfica o musical o pictórica o fotográfica, de inmediato pasan por varios filtros. Quizás el más decidor es el estético. Pero hay otro: estos mundos terminan mediatizados y, en vez de miedo o rechazo, hasta pueden provocar morbo o fascinación (la obra de la reciente Premio Nacional de Arte, Paz Errázuriz, es un buen ejemplo).

    ¿Se puede entender una clase social a través de su arte? ¿Y a qué llamamos su arte? Se ha discutido mucho con el triunfo de Trump si esa inmensa mayoría había sido tomada en cuenta por los medios. Puede ser. Lo que sí es innegable es que el cine, la televisión y la música que los definen y articulan no son vistos o apreciados por las élites ligadas al arte. Al revés sucede lo mismo. La revista The New Yorker no se devora en la Alabama profunda, tal como las comedias populares o la música country no logra seducir a las audiencias más sofisticadas.

     

     

    Lo fascinante y lamentable del elemento de las clases sociales o del origen es que –excepciones aparte– el arte que sale del mundo obrero (y acá me voy a restringir al arte white trash, por denominarlo así, aunque prefiero optar por el arte de la clase trabajadora más desposeída y en riesgo) no es consumido por sus pares. Películas como Winter’s Bone o Frozen River, cintas estupendas acerca de mujeres con todo en su contra, ambientadas en sitios olvidados de Missouri y Nueva Inglaterra, no triunfan o funcionan en sus lugares de origen. Jennifer Lawrence y Melissa Leo estuvieron nominadas al Oscar por interpretar a estas mujeres, pero pocas mujeres que viven ese tipo de vida pudieron conectar con ellas.

    ¿Por qué sucede esto?

    Está la idea de que todo arte pasa por un cedazo estético que termina distanciando a aquellos que deberían sentirse identificados e interpelados. Durante años, estrellas como Clint Eastwood y Burt Reynolds lograron hacer películas mediocres pero populares, que conectaban con un público masivo. Reynolds terminó desapareciendo; Eastwood se fue sofisticando, perdiendo a esas masas pro Trump como espectadores, pero ganando el respeto del mundo, del que al parecer él reniega o con el cual no conecta del todo (Eastwood es uno de los pocos cineastas de derecha y pro Trump).

    Me acuerdo del final de Jesus´ Son de Denis Johnson: “Toda esa gente rara, y yo mejorándome de a poco cada día rodeado de ellos. Nunca había conocido, nunca me había imaginado ni por un segundo, que podría existir un lugar para gente como nosotros”.

    Ese lugar es quizás el que todos buscan. Los que leen y los que no leen. Pero la gente rara en la que se fija Johnson no es exactamente la gente rara que lee en América Latina. La rareza a la que se refiere Denis Johnson es la que surge de la soledad y el abandono y el terror. Más que un problema de traducción, se trata de un asunto de contexto.

    Los chilenos, los chilenos como los de la cena a la que fui, leen los libros que surgen del proletariado americano, pero creen que los escritores están hablando de ellos. Lo es y no lo es. Toda persona es universal, pero la literatura que importa es específica. Es ahí donde surge la confusión. Basta que un libro de cuentos de un debutante se haga cargo del mundo en que se crió, para que reciba los aplausos del mundo que antes lo rechazó y no logre conectar con aquellos que lo inspiraron. Esto no es siempre así, pero tiende a ser así. A pesar de que en los primeros libros de Raymond Carver aparecían obreros en sus portadas, fue cooptado y transformado en un dirty realist. Realismo sucio. ¿Por qué sucio? ¿Prosa sucia, gente sucia, un mundo sucio? Hay poca suciedad en los cuentos de Carver y mucha soledad y alcoholismo, compras en Walmart y trabajos que hunden y socavan a sus personajes. Los primeros libros de Richard Ford (Rock Springs, Incendios) captan el Oeste y esas “vidas mínimas” (para citar a nuestro González Vera, que intentó captar el proletariado, pero sin querer tropezó con una mirada condescendiente: ¿por qué esas vidas son mínimas?). Luego, como tantos, Ford se sofisticó más de la cuenta.

    Quizás donde mejor aparece el llamado white trash profundo, ese segmento ignorante y resentido, adicto a la comida rápida y al crack, racista y aterrorizado, es viendo realitys que poseen cero filtro. Es en la televisión sin culpa y sin estética.

    Lo cierto es que tanto en los libros de Carver y Ford como en los de Wolff y Denis Johnson, para mencionar ejemplos que siguen ocupando un lugar de prominencia en las bibliotecas burguesas, las vidas que captan son cualquier cosa menos mínimas. Una teoría: con la literatura norteamericana traducida (sucede también con las series tipo Breaking Bad y todo el cine que no ocurre en las grandes ciudades), esta clase obrera temida y ridiculizada y que provoca espanto porque votó por Trump, no parece una amenaza. Entre otras cosas, porque los que se sienten amenazados y aterrados son ellos mismos. Veamos un trozo de “El hermano rico”, un cuento clave de Tobias Wolff. Un hermano escapó de sus orígenes, pero el otro no pudo:

    “–Sé por qué lo haces. Es porque no tienes ningún objetivo en la vida. Te da miedo relacionarte con gente que sí lo tiene, y por eso te burlas de ellos.

    –Relacionarse –dijo Pete suavemente.

    –Eres básicamente un individuo asustado –dijo Donald–. Muy amenazado. Siempre has sido así. ¿Recuerdas cuando solías intentar matarme?”.

    Quizás donde mejor aparece el llamado white trash profundo, ese segmento ignorante y resentido, adicto a la comida rápida y al crack, racista y aterrorizado, xenofóbico y básico, es viendo realitys que poseen poco filtro o quizás cero filtro. Es en la televisión sin culpa y sin estética donde se puede entender al votante y a los que apoyan y vitorean a Trump. Mirando con morbo esos programas no es fácil detectar el miedo o el susto, porque están por debajo de la rabia, la frustración y el querer tomar el camino fácil.

    ¿Es posible entender a los votantes de Trump leyendo esos libros que son –supuestamente– acerca de ellos? Yo creo que no. Entre otras cosas, porque no son acerca de ellos. Basta que un artista sea capaz de escribir de su entorno para que de alguna manera se aleje de él. No es que uno no pueda ingresar, vía Carver o Denis Johnson o tantos más a esos pueblos abandonados donde Dios parece estar presente en cada esquina con una iglesia o en las oraciones a la hora de la cena, pero ese mundo es ficción. En la realidad, esos miedos y fisuras no generan arte. Muy por el contrario, esos miedos y fisuras son el combustible para encender la pira del odio. Aquí, un trozo del cuento “Comunista”, de Richard Ford: “Glen Baxter, pienso ahora, no era un mal hombre; era tan solo un hombre asustado de algo que nunca había visto antes: algo blando en su interior, o el que su vida tomara un rumbo que no le gustaba… Una mujer con un hijo. ¿Quién podría reprochárselo? Ignoro lo que hace a la gente hacer lo que hace, o calificarse como se califica, pero sé que sería preciso vivir la vida de alguien para poder entenderla cabalmente”.

    Vivir la vida de alguien: algo imposible de lograr. Para eso, claro, están los libros. Esa es su función. Pero la gente se olvida. Al leer a los realistas sucios uno lo entiende: capta que es el miedo y el abandono y la desolación lo que los mueve, y por eso cuesta tildarlos de white trash o de votantes de Trump. Sus personajes quizá entienden demasiado bien, y con una claridad enceguecedora, lo que les tocó.

  179. Superar la anestesia de Hollywood

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    En El simpatizante, una novela escrita por un refugiado nacionalizado estadounidense, vemos representado por primera vez el carácter vietnamita, el de un pueblo que se consideran a sí mismos los italianos de Asia y que para ir a la guerra entonan canciones de amor en vez de himnos patrióticos. En estas páginas vibrantes asoma la imagen de un pueblo romántico, que deja de ser parte de la escenografía y se incorpora por fin a la acción.

    por rodrigo olavarría

    Todo lo que se ha escrito sobre esta novela es cierto: es un placer entregarse a ella, nos recuerda a John le Carré y a Graham Greene, y explota con virtuosismo el género de espías y el thriller. Pero también es cierto que parte de la crítica la caracterizó como sátira, descripción engañosa, pues difumina la acidez y actualidad de su mensaje. El simpatizante no es una novela complaciente con la industria estadounidense del libro o el lector blanco promedio de cualquier país con pasado colonialista. De hecho, es casi imposible que Hollywood decida convertirla en una película.

    El protagonista es un sujeto escindido, en primer lugar es hijo de un sacerdote francés y una adolescente vietnamita, y también un doble agente infiltrado en el ejército de Vietnam del Sur mientras reporta, tras la caída de Saigón y su llegada a Estados Unidos, a sus superiores comunistas.

    La novela es un no-tan-velado ajuste de cuentas con un país que se odia y se ama. El protagonista estudia la forma de pensar estadounidense y planea su guerra, hace suyas la historia, la jerga, la cultura y la literatura de Estados Unidos, el país que para 1954 aportaba a Francia el 78% del capital usado en la Guerra de Indochina (1946-1954) y que, entre 1964 y 1973, se hizo parte de una guerra que costó a Vietnam seis millones de personas. El fin de la Guerra de Vietnam en 1975 obligó a EE.UU. a recibir a 150 mil vietnamitas y a varios cientos de miles más en la década siguiente; el caso es que esta novela fue escrita por uno de esos refugiados, uno nacido en 1971 en las alturas de una aldea de una región cafetalera del norte de Vietnam.

    Viet Thanh Nguyen habla del exilio y los desplazados, aquellos para quienes la distancia con el país perdido es grande pero finita, mientras la cantidad de años que los separa de recuperar su país es potencialmente infinita. Es el caso de los refugiados que instalan en sus casas relojes con la forma de Vietnam y la hora de Saigón, práctica que los sitúa en dos tiempos, alejándolos poco a poco de quienes eran hasta volverse extranjeros para sí mismos.

    Cuando Marx habla de la clase social que no tiene consciencia política para verse como clase social, dice: “Como no se pueden representar, tienen que ser representados”. Esta línea fue tomada por Edward W. Said para hablar de las culturas subalternas y la ausencia de su relato en la historia. Quizás porque Nguyen es profesor de estudios étnicos en la University of Southern California o quizás solo porque fue un niño vietnamita que creció en EE.UU., tiene particular consciencia de la ausencia de ese relato, llegando a afirmar: “Esta es la primera guerra en que los vencidos escriben la historia en lugar de los ganadores, gracias a la maquinaria propagandística más eficiente que jamás ha existido (con todo respeto a Joseph Goebbels y los nazis…)”.

    Hoy, ante las oleadas de inmigrantes llegadas a Chile y la xenofobia reinante en el mundo, es central pensar cómo esta novela nos habla como ciudadanos de países que, como Vietnam, fueron intervenidos por la política exterior de los Estados Unidos.

    La maquinaria a la que se refiere Nguyen es Hollywood y los títulos de los relatos de estos primeros vencidos en escribir la historia son: Apocalipsis Now, Rambo II y Pelotón, entre otros. Películas donde los vietnamitas son solo cuerpos sobre los cuales disparar y donde para colmo son interpretados por otros asiáticos. Esta es la trampa de Hollywood para con los vietnamitas, sin importar su bando son retratados en roles de pobres, inocentes, malos o corruptos. Dice Nguyen: “Nuestro destino no era solo ser acallados, sino que nos quitaran del todo la capacidad de hablar”.

    Pareciera en mi descripción que la novela tiene el tono de un ensayo de estudios asiáticos, pero no es así. Estas reflexiones aparecen con naturalidad en los capítulos donde el protagonista trabaja como experto en el carácter vietnamita durante la filmación de una película sobre la Guerra de Vietnam rodada en Filipinas. Rodeado de extras filipinos maquillados como muertos, el protagonista señala que la representación en el cine tiene dos objetivos: “practicarles una lobotomía a las audiencias mundiales” y “minar a cielo abierto la Historia y dejar la Historia verdadera oculta en los túneles con los muertos”. Así, el relato de una película bélica se nos presenta como la anestesia usada por la consciencia estadounidense para superar una guerra y Hollywood como el misil balístico intercontinental de la americanización.

    En El simpatizante, Nguyen cita de forma textual un fragmento del documental Hearts and Minds (1974) de Peter Davis, sin mencionarlo de forma explícita. En él vemos al general Westmoreland, quien condujo la guerra entre 1964 y 1968, decir: “Para el oriental la vida no vale lo que para el occidental. En el oriente, la vida es abundante, es barata. Y, tal como la filosofía oriental señala, la vida no es importante”. En la novela esta afirmación es atribuida a un académico experto en Asia que trabaja como consejero del ejército estadounidense, personaje que junto a un jefe de departamento de estudios asiáticos que llama “Madame Butterfly” a su secretaria descendiente de japoneses, sirve para fustigar no-tan-veladamente a cierta parte de la academia.

    Es en El simpatizante, una novela escrita por un refugiado nacionalizado estadounidense, donde vemos representado por primera vez el carácter vietnamita, el de un pueblo que para ir a la guerra entona canciones de amor y no himnos patrióticos, porque se consideran a sí mismos los italianos de Asia. Un pueblo para el cual el amor no correspondido es un doloroso placer en que hundirse con coñac, cigarrillos y canciones como I’d Love You To Want Me de Lobo o Bang Bang (My Baby Shot Me Down), que Nguyen propone como himno nacional alternativo de Vietnam.

    En estos detalles, en el desenfreno hedonista saigonés al ritmo de Black is Black, en el uso de la salsa de pescado para alejar a los occidentales, en la imagen de las escolares en sus ao dai blancos o en la consciencia de los asiáticos sobre cómo se juzga su acento, asoma la imagen de un pueblo romántico que deja de ser parte de la escenografía y se incorpora por fin a la acción.

    Hoy, ante las oleadas de inmigrantes llegadas a Chile y la xenofobia reinante en el mundo, es central pensar cómo esta novela nos habla como ciudadanos de países que, como Vietnam, fueron intervenidos por la política exterior de los Estados Unidos.

     

    El simpatizante, Viet Thanh Nguyen, Seix Barral, 2015, 479 páginas, $19.900.

  180. Porno Cinema

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    Hasta hace unos meses, en una destartalada sala de cine pornográfico del centro de Santiago, vecina del Museo de Arte Precolombino, el colectivo Nexo Cinema organizaba ciclos de películas y animaciones japonesas. Esta crónica se detiene en películas como Midori, la niña de las camelias de Hiroshi Harada y Kwaidan de Masaki Kobayashi, pero desde luego alumbra lo que ocurre dentro y fuera del cine, en una ciudad cada vez más diversa de razas, tribus urbanas y ondas de todo tipo.

    por pablo d. sheng

    No, me dice, que mejor vaya a Agustinas 840, porque el mayordomo de ese edificio conoce la historia de algunas construcciones del centro. No busco información sobre lugares, mucho menos historia. Pareciera esa la excusa. También me habían dicho que el mayordomo con que hablo sabría sobre el cine porno que está en el subterráneo.

    Nada.

    He venido unas cinco veces a averiguar cosas, pero las anteriores hablé con la cajera del cine porno. Ella dijo que hablara con don Juan, quien es la persona que más tiempo lleva trabajando. Me costó pillarlo, sabiendo, en todo caso, que trabaja entre las tres de la tarde y las 10 de la noche. Cuando lo encontré, se hizo el resfriado. Junto a él había otro trabajador, y este me dijo que no sabía nada del cine porno porque hacía apenas un mes que trabajaba allí.

    Con ese fracaso informativo me devolví a la Plaza de Armas. Vez que pasaba por ahí hacía grabaciones, como para intentar tener algo. Revisando me doy cuenta que solo hay murmullos, que ni siquiera la cajera me entregaba información clara. A veces, desde su cubículo, separados por un vidrio, me decía que don Juan venía ciertos días de la semana y yo le preguntaba cuáles, pero no sabía responderme. En otra hablaba con el propio don Juan y decía que en el cine porno lo encontraba desde las ocho y media de la mañana en adelante.

    En la fila encontré a un amigo. Andaba con sus compañeras que estudiaban arte y trataban de dirigir porno feminista. Hablaban del punto de vista, del tipo de gente que aparecía, de los vellos púbicos, que lo último que grabaron fue a una amiga de ellas masturbándose.

    Nunca fue así.

    De todas formas, grabé a un evangélico de la plaza. Haitianos, viejos, algunas señoras, oíamos atentos al pastor que decía vivir por la iglesia, salir a las calles, que no le importaba el dinero como a otros pastores, tanto así que por tanto predicar, en sus piernas, sufría de várices, pero él vivía para morir en la calle. Habló de cuando sintió la presencia de Dios, que fue un gozo y quiso oírlo. Desde ahí que no ha dejado de predicar. No quiso que nos condenáramos al infierno.

    ***

    El cine porno se llama Cine Plaza. Me interesa porque está en pleno centro, en el edificio del Museo de Arte Precolombino y el mismo edificio de Gendarmería. Me interesa también porque hace un tiempo Nexo Cinema hacía ciclos nocturnos de cine, generalmente días viernes y sábado.

    Unos amigos contaban que fueron a ver Ghost in the Shell, Akira, The End of Evangelion, o incluso Brother, de Kitano. Decían que era un cine porno y que se podía llevar vino y fumar adentro. Más adelante encontré la página en Facebook y les escribí. Claro, pensé que quienes organizaban estos ciclos intentaban mostrar cine un poco más under de manera novedosa y peculiar. En el inbox les puse que me gustaría entrevistarlos, entonces cómo coordinar, si acaso nos juntábamos o conversábamos por correo. Me respondieron que preferían no dar entrevistas y recomendaron que, si de verdad el proyecto de ellos me interesaba, debía, mejor, reseñar las películas que exhibían.

    ***

    Antes de que Nexo Cinema dejara de mostrar películas en Cine Plaza, me tocó ver Midori, la niña de las camelias, dirigida por Hiroshi Harada y basada en el manga de Suehiro Maruo. Las imágenes montadas en Midori, a partir de marcos floreados, expresan aquello de lo que tratará esta animación japonesa de principios de la década del 90. Una voz en off anuncia: un perro hervido dentro/ una olla en el infierno/ un pequeño monstruo vestido en mis ropajes/ cabezas cortadas hervidas en juncos.

    Midori, una niña que queda huérfana, es adoptada por una monstruosa tropa circense. Ella, de 11 años, vende camelias para mantener y cuidar a su mamá enferma, a punto de morir. Una noche alguien aparentemente normal y amable con Midori, le dice que si necesita ayuda, lo busque. Al regresar a casa, se encuentra con su madre muerta, devorada por ratones. Midori entonces va a buscar al hombre, que es el dueño de un extraño circo de freaks, al que pertenecen el Hombre Momia, la Mujer Serpiente, el Hombre Gusano, el Traga Espadas, el Hombre Pretzel. Allí la niña sufre violaciones, su historia se llena de crueldad, de sexo y se enmarca en paisajes oníricos y confusos.

    Tras verla me pregunté cuántas veces he ido a un circo. Me acordé de una ida al Timoteo, y también haber asistido, de niño, a las revistas del Che Copete en el estero Marga Marga en Viña del Mar. La última vez fui a una muestra de un taller en Peñalolén. Tenía presente algunas imágenes de El pejesapo y la secuencia en un circo de población: Daniel SS mirando a una transformista, haciendo el amor a escondidas y después ellos intentando una vida de pareja. O incluso las resonancias de algunas obras teatrales de Andrés Pérez.

     

    A Midori, la niña de las camelias, le tocó vivir en un circo. De hecho participó en un show, “Enano en la botella”, del mago Masamitsu, donde él es capaz de entrar y salir de una botella de vidrio. El enano se enamora de Midori y ella lo considera su esposo. El trabajo de Hiroshi Harada reivindica el del manga de Suehiro Maruo, ligado al interés por emplear personajes infantiles e imágenes perturbadoras que, junto a un estilo bello, permiten enredarse en lo grotesco y lo extraño. La intención de ambos es dar forma, casi en fotomontaje, a malos sueños y, así, hacer circular una historia. De ahí que la niña de las camelias venda sus productos en la feria de una ciudad bulliciosa y la única imagen que le sobre sea la de su madre devorada por ratones. La lluvia ilumina sobre sus días malos, donde todo da vueltas en un último poema hecho por Midori:

    El cuello de la niña de las camelias ha caído.

    Se sumergió en el mar de lágrimas de su madre.

    Ojo y cuenca están rasgados por la luna roja creciente.

    El espejo arde en llamas.

    Las ropas del infierno son los pétalos de las camelias.

    El cinturón de la ropa dorada será fuertemente atado esta noche.

    ***

    Terminaba marzo. Las horas de luz ya eran menos, es decir, oscurecía a eso de las siete. La función comenzaba a las nueve de la noche. En la Plaza de Armas aún quedaba gente. Algunos humoristas, pastores evangélicos y su público, las personas que hacen de estatuas, los últimos comensales del Portal Fernández Concha. Me senté a la entrada del edificio y se armaba fila para entrar. Afuera un anciano se detuvo, me habló, dijo que hace años no iba al teatro, que se acordaba de ir al Cariola, pero ahora no tenía tiempo para ese tipo de actividades. Caminaba al paradero de la esquina con Ahumada, iba en dirección a la Gran Avenida.

    Apenas Nexo Cinema anunció su tercera temporada quise ir. Además, la inauguraban con la muestra de Kwaidan y Shuffle, ambas musicalizadas en vivo por dos músicos contemporáneos japoneses, Motoharu Fukada y Fumiko Tori.

    En la fila encontré a un amigo. Andaba con sus compañeras que estudiaban arte y trataban de dirigir porno feminista. Hablaban del punto de vista, del tipo de gente que aparecía, de los vellos púbicos, que lo último que grabaron fue a una amiga de ellas masturbándose.

    Ya se podía entrar.

    Fui al baño del cine porno. En el mesón, un caballero –creo que don Juan– vendía confort y bebidas Fruna.

    La película empezó. Kwaidan, de Masaki Kobayashi. Un samurái fantasma acecha a Hoichi, un músico ciego. Antes, unos monjes pintaron en su cuerpo ideogramas sagrados y protectores, para que no fuera asesinado por el samurái. Pero olvidaron pintar la piel de sus orejas. Estas parecían suspendidas en el aire y el fantasma, con su katana, las desmiembra. La imagen está basada en algunos cuentos recopilados por Lafcadio Hearn y relacionados, en su mayoría, con la vida más allá de la muerte.

    Apenas Nexo Cinema anunció su tercera temporada quise ir. Además, la inauguraban con la muestra de Kwaidan y Shuffle, ambas musicalizadas en vivo por dos músicos contemporáneos japoneses, Motoharu Fukada y Fumiko Tori.

    Fumiko Tori sabía hablar español. De hecho, en el intermedio improvisaron “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara. Ella cantaba y Motoharu la seguía con su saxo.

    A pesar de algunos problemas técnicos, más bien propios de sesiones jam, el objetivo de la función se cumplió. En Shuffle, de Gakuryû Ishii, hay una única y larga escena, la de alguien que corre, perseguido por asesinar a su novia. Esta no la terminé de ver. Cuando salí de la sala, el sonido se había caído y la proyección se puso amarilla, borroneando las imágenes de la película.

    El proyecto de Nexo Cinema, hoy, parece detenido. No ocupan el Cine Plaza para mostrar películas y, si se revisa la página de su Facebook, solo hay posteos diciendo que preparan un regreso y comentarios que exigen su vuelta.

  181. Peregrinación

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    por geoff dyer

    Caminamos hasta el 316. Y allí estaba, la casa que habíamos ido a ver, el lugar de la peregrinación. Una vivienda de dos plantas (tres, si contabas los dos garajes dobles de la planta baja) pintada de blanco. Con un balcón o terraza estrecha alrededor de la planta superior. No había coches en la entrada, por lo que el edificio parecía habitado pero vacío. Entre los dos garajes crecía un árbol o arbusto verde y esbelto y a la derecha de ambos una planta púrpura (¿una buganvilla?). La casa se erguía ante nosotros igual que nosotros nos erguíamos ante ella. Como lugar de peregrinación no estaba lo que se dice a reventar de peregrinos. Solo estábamos nosotros. Se diría que había dos entradas –veíamos el 318, no el 316–, pero no cabía duda de que estábamos en el lugar correcto. Había visto una fotografía de la casa en internet y se la había mandado a un amigo de Inglaterra al que le interesan estas cosas preguntándole quién creía que había vivido allí.

    “¿Art Pepper?”, me había respondido. Buen intento, pero no; se trataba de Teddy Adorno, quien, aunque consumado pianista, no era muy aficionado al jazz.

    Adorno llegó a América en 1938 y, en noviembre de 1941, cambió Nueva York por Los Ángeles a sugerencia de su amigo y colega Max Horkheimer, que se había instalado allí unos meses antes. No estaban solos. Una oleada de refugiados de la Alemania nazi se había establecido en el sur de California: Thomas Mann y Lion Feuchtwanger vivían en Pacific Palisades, Bertolt Brecht (que consideraba que había terminado en un “Tahití en forma de gran ciudad”) en Santa Mónica… Eran un montón, y nosotros habíamos comprado un libro enorme con un mapa que indicaba dónde habían vivido.

    Adorno llegó a América en 1938 y, en noviembre de 1941, cambió Nueva York por Los Ángeles a sugerencia de su amigo y colega Max Horkheimer, que se había instalado allí unos meses antes. No estaban solos. Una oleada de refugiados de la Alemania nazi se había establecido en el sur de California: Thomas Mann y Lion Feuchtwanger vivían en Pacific Palisades, Bertolt Brecht (que consideraba que había terminado en un “Tahití en forma de gran ciudad”) en Santa Mónica.

    Adorno ejercía de “ayudante, consejero y comprensivo instructor” musical de Mann mientras este escribía Doctor Faustus. Le tocaba la sonata 32 de Beethoven (opus 111), le impartió una versión de la clase que aparece en el libro y le explicó el sistema dodecafónico supuestamente “inventado” por el compositor ficticio Adrian Leverkühn. Naturalmente, esto irritó al verdadero inventor del sistema dodecafónico, Arnold Schoenberg, que vivía cerca de allí, en el 116 de North Rockingham Avenue, también en Brentwood. Mann confiaba en suavizar el malentendido añadiendo un respetuoso epílogo a la siguiente edición, pero Schoenberg seguía bastante enfadado porque, a diferencia de Leverkühn, él no estaba loco ni tenía “la enfermedad (sífilis) de la que proviene su locura”. Esta clase de riñas y murmuraciones formaban parte de la vida cotidiana entre los refugiados –Stravinsky (que vivía en West Hollywood) y Schoenberg se guardaban mucho de coincidir– y, dada la extraordinaria proximidad entre ellos, no tiene nada de sorprendente. Lo sorprendente es que todos esos superpesos pesados europeos, esos dioses de la alta cultura, hubieran terminado allí, en un lugar que muchos de ellos consideraban la encarnación de la vulgaridad, el capitalismo rampante y el comercialismo extremo, aunque ello no les impidió –en particular a los compositores– tratar de sacar dinero de los magnates de los estudios hollywoodienses, muchos de los cuales pertenecían a una generación anterior de refugiados judíos europeos, o a sus hijos, y no estaban dispuestos a dejarse utilizar por un buscavidas (Schoenberg) que insistía en que los actores recitaran sus frases en la misma clave y el mismo tono que la música de una banda sonora por la que exigía cincuenta mil de los grandes (con lo cual nunca más volvió a oír ni pío de MGM). Reveses aparte, Schoenberg adoraba L. A., incluso aunque, para disgusto de su mujer, los guías turísticos señalaran la casa de Shirley Temple en la acera de enfrente y olvidaran la suya.

    Los guías turísticos también pasaban por alto –aunque aparecía en nuestro mapa– la casa de Horkheimer en el 13524 de D’Este Drive, en Brentwood. “Por las tardes –escribió Horkheimer en una carta en 1942–, suelo visitar a Teddy para decidir con él el texto final”. El texto, se entiende, del libro que escribieron juntos, Dialéctica de la ilustración, con su famoso capítulo “La industria cultural”. Adorno andaba ocupado en otra colaboración, La personalidad autoritaria, además de en libros en solitario como Filosofía de la nueva música, numerosos escritos breves y emisiones radiofónicas.

    Con todo, el mejor libro nacido de los ocho años de Adorno en California fue Minima moralia: reflexiones desde la vida dañada (con la siguiente dedicatoria: “Para Max, con gratitud y en cumplimiento de mi promesa”). Cuando el Guardian pidió a varios escritores que eligieran un libro que les hubiera marcado el verano, yo elegí ese. No parece para nada un libro estival, aunque se vuelve más veraniego cuando piensas que se escribió en el sur de California. Lo había comprado en Compendium, la capital londinense de la teoría, en Camden, el 13 de mayo de 1986, y lo elegí para el encargo del Guardian en parte porque me había encantado pero también para mostrarme como alguien que leía a Adorno, para distinguirme de los novelistas que suponía que elegirían El mensajero o Suave es la noche o cualquier otra cosa. Forma parte de la mística de Adorno: el autor como medalla, igual que Karl Ove Knausgaard se convirtió en el autor medalla de la década de 2010. Cuando lees a Adorno no solo estás leyendo a Adorno como podrías estar leyendo a George Eliot o E. M. Forster. “Lo que me enriquecía cuando leía a Adorno –cuenta Knausgaard en La muerte del padre– no estaba en lo que leía sino en la imagen que recibía de mí mismo cuando lo leía. ¡Yo era una persona que leía a Adorno!”.

    Hasta Roberto Calasso, que ha leído a todo el mundo, que es él mismo un autor medalla, fue en algún momento esa persona; ocurre sencillamente que, al ser Calasso, empezó pronto y llegó a conocer a Adorno cuando el filósofo estaba escribiendo Dialéctica negativa. Adorno quedó tan impresionado por aquel joven “notable” que declaró: “Conoce todos mis libros, incluso los que todavía no he escrito”.

    El mejor libro nacido de los ocho años de Adorno en California fue Minima moralia: reflexiones desde la vida dañada (con la siguiente dedicatoria: “Para Max, con gratitud y en cumplimiento de mi promesa”). Cuando el Guardian pidió a varios escritores que eligieran un libro que les hubiera marcado el verano, yo elegí ese. No parece para nada un libro estival, aunque se vuelve más veraniego cuando piensas que se escribió en el sur de California.

    Cuando yo me convertí en esa persona –la persona que lee a Adorno– en el verano de 1986, me abrumó tanto lo que estaba leyendo que tuve que parar. Es normal. El propio Thomas Mann le escribió a Adorno que Minima moralia era “una lectura fascinante, pero solo disfrutable en pequeños bocados, delicia concentrada”. Iba a decir que me impactó y electrificó la corriente que circulaba por cada página de Minima moralia, pero me quedaría corto. Al leer a Adorno te sientes propulsado y desconcertado por la intensidad creciente de un método dialéctico en el que todo se vuelve constantemente sobre sí mismo para volver a dispararse hacia delante, y todo ello en una o dos frases: “El pensamiento dialéctico es el intento de romper el carácter impositivo de la lógica con los medios de esta. Pero al tener que servirse de esos medios, a cada momento corre el peligro de sucumbir él mismo a ese carácter impositivo”. Cualquier frase es la frase clave. O su réplica. Algunas son las dos cosas: “Hace una extrapolación a fin de superar, casi siempre sin esperanza, el demasiado poco mediante el desproporcionado esfuerzo del demasiado”. Al lado de esta frase yo había garabateado en los márgenes una exclamación de aprobación –“¡Fua!”– incluso a pesar de que no estaba seguro de qué o quién hacía la extrapolación. Tal como señala el “¡Fua!” –más apropiado para la fotografía de una modelo coreana cruzando la calle por delante del Spit fire que para una obra filosófica–, el atractivo del libro no era meramente cerebral. Las mujeres con las que solía salir a mediados de los años ochenta eran todas feministas radicales. Ninguna se habría puesto jamás tacones –iban pisando fuerte con sus botas Doctor Martens– y a todas las enfureció aquella campaña de lencería, “Por dentro son todas Adorables”, y todos conveníamos con Adorno en que “la glorificación del carácter femenino trae consigo la humillación de todas las que lo poseen”. Incluso ahora, cuando gran parte del feminismo militante de los ochenta nos parece una locura, los tacones y el maquillaje, que persiguen excitar, me dejan frío. Cuando vivíamos en Londres, antes de trasladarnos a California, frecuentábamos fiestas donde las mujeres llevaban tacones, pero Jessica siempre iba plana, en parte porque es alta, pero sobre todo porque nunca íbamos a ningún lado en taxi y teníamos que estar siempre a punto para salir corriendo a tomar el metro o el autobús, a pesar de que Adorno, en un pasaje que recuerda al tiempo a un guion de Hitchcock y a la reacción de un espectador que estuviera viendo la película rodada a partir de dicho guion, afirma: “En el acto de correr por la calle hay una expresión de espanto. (…) En otro tiempo se corría para huir de los peligros demasiado graves para hacerles frente, y sin saberlo esto es aún lo que hace el que corre tras el autobús que se le escapa. (…) La dignidad humana se aferraba al derecho al paseo, a un ritmo que no le era impuesto al cuerpo por la orden o el horror”.

    En relación con el calzado, también me gustaba lo que decía Adorno de las pantuflas, que nos complace deslizar el pie dentro, que son “símbolos del odio a inclinarse”, aunque esto solo parezca aplicarse a esas pantuflas relucientes estilo Noël Coward y no a las zapatillas chinas que uso yo (de lona negra y suela blanca), con las que tienes que tirar para encajar el talón como con cualquier otro zapato. Hay muchas cosas así en Minima moralia, el tipo de observación que podrías encontrarte en una obra literaria, sin la pérdida de tiempo que supone el mecanismo del argumento y la trama. La descripción de un simple cocinero de un lugar como el Teddy’s Cafe como “malabarista de huevos fritos” es puro Nabokov, aunque, además de considerar al cocinero un malabarista, Nabokov también les habría dado otra vuelta a los huevos. Lo pensé mientras lo anotaba en la libreta y, al levantar la vista hacia la casa, el lugar de peregrinación, me pareció suiza, y por un momento pensé que había llegado a casa de Nabokov, aunque Nabokov vivía en un hotel, el Montreux Palace, no en una casa.

    Dimos la vuelta a la esquina, hacia una calle que resultó la discreta continuación de Bundy. Me planté ante un cartel –“Pasaje sin salida”– y Jessica tomó una foto para mandársela a nuestro amigo de Inglaterra, que captaría la alusión al libro de Walter Benjamin, amigo de Adorno. Mientras esperaba a que Jessica hiciera la foto, me acordé de cómo había reaccionado Klaus Mann a la noticia del suicidio de Benjamin: “Nunca lo soporté, pero aun así…”. Justo detrás de la casa de Adorno había una vivienda modernista con una fachada de color cobre, paredes azul marino y cactus en un jardín desértico en una pendiente junto a la entrada del garaje. Parecía que tras la fachada modernista sobrevivía la vivienda hogareña original, todavía habitada. El cielo no podía ser más azul, aunque ese siempre es un comentario arriesgado en el caso de L. A. En Los Ángeles el cielo es normalmente azul, luego se vuelve más azul y después alcanza un azul más azul de lo que parece posible: un azul tan intenso que el azul previo muy bien podría haber sido un gris azulado, que es como había comenzado el día. Saber que Inglaterra estaba en plena ola de calor deslucía un poco nuestra visita. Yo había empezado a blanquearme los dientes, pero las diversas fundas y reconstrucciones se negaban a blanquearse, de modo que todavía se veían coloridos trocitos de la vieja Inglaterra y en cualquier caso tenía todos los dientes torcidos: no eran como los dientes perfectamente alineados, nacidos y criados en América, tan blancos y relucientes que parecían semitransparentes, como iluminados desde dentro, algo que tal vez fuera posible dentro de unos años.

    Adorno considera la obsesión californiana por la salud un tipo de enfermedad: “Un poco más y se podría considerar a los que se desviven por mostrar su ágil vitalidad y rebosante fuerza como cadáveres disecados a los que se les ocultó la noticia de su no del todo efectiva defunción por consideraciones de política demográfica”.

    Sabía, cuando lo leí, que Minima moralia se había compuesto en el centro candente del siglo, mientras Alemania era devastada por una guerra que ella misma había provocado. Sabía que era un libro sobre el exilio. No había comprendido hasta qué punto y de qué forma tan explícita la experiencia de vivir exiliado en L. A. le daba forma. En un gesto típico de él, Adorno considera la obsesión californiana por la salud un tipo de enfermedad: “Un poco más y se podría considerar a los que se desviven por mostrar su ágil vitalidad y rebosante fuerza como cadáveres disecados a los que se les ocultó la noticia de su no del todo efectiva defunción por consideraciones de política demográfica”. En un momento dado parece incluso que Adorno profetizara las primeras décadas del futuro siglo XXI, cuando todo el mundo estaría cubierto de tatuajes: “Parece como si llevasen impreso en su piel un troquel regularmente inspeccionado, como si se diera en ellos un mimetismo con lo inorgánico”. La realidad hace tiempo que sobrepasó sus figuraciones. Unos días antes de visitar South Kenter, en la playa de Santa Mónica, vimos a un tipo por lo demás anodino –polo y pantalón corto– con los músculos de una pantorrilla al aire, encarnados y completamente a la vista. Era un tatuaje, pero tan convincente que parecía que lo habían desollado. ¿Era solo el comienzo? ¿Continuaría hasta transformar así todo su cuerpo, convirtiendo el interior en exterior?

    En internet encontré una fotografía de Adorno en bañador, con un aspecto más que enclenque, informe, casi embrionario. Como se trataba de internet desconfié de que hubieran retocado la imagen, pero, real o no, es muy probable que Adorno tuviera ese aspecto. (Quizá se negaba a hacer ejercicio en protesta tácita contra el ideal ario representado por todos los atletas perfectamente formados, con peinados de los años veinte, de Olimpiada). La evocación de Evelyn Juers en La casa del exilio de “miembros de la colonia alemana (…) perdidos como náufragos bajo la sombra de las palmeras a lo largo del paseo” es tan convincente que uno pensaría que alguien como Volker Schlöndorff habría rodado algo sobre ellos, una película protagonizada por Maximilian Schell o Bruno Ganz, con música de Schoenberg y un público potencial de una treintena de espectadores.

    Nos plantamos a la sombra y luego rodeamos la casa de vuelta a la fachada delantera. Nada había cambiado durante nuestra breve ausencia: no había coches a la entrada, ni señal alguna de que hubiera venido alguien ni de la presencia de más peregrinos. Me preguntaba si Perry Anderson, que da clases en la UCLA, venía alguna vez, ya fuera solo o con su amigo Fredric Jameson, cuyo libro Marxism and Form (que también compré en Compendium, el 17 de mayo de 1985) había sido mi introducción a Adorno y cuya última obra sobre Adorno, Late Marxism: Adorno, or The Persistence of the Dialectic (comprado de saldo por un dólar en Iowa City en 2012), me había resultado ilegible, ya fuera porque yo era más tonto que hacía treinta años o, en un modo que no termina de ser dialéctico, no (que también podría significar ambas cosas). Para mí Perry es la máxima medalla, la medalla de las medallas, y en Los Ángeles siempre estoy ojo avizor por si aparece, una vez le conté en broma a Jessica que lo había visto en la playa de Santa Mónica saliendo del Perry’s Cafe, luciendo un tatuaje a escala uno-uno de una chaqueta de pana; pero debe de estar demasiado ocupado para frivolidades como ir a la playa o peregrinar hasta Brentwood, a la casa donde vivió Adorno. En ese sentido Perry es como Teddy, quien, en su ensayo “Tiempo libre”, escribió cuánto odiaba los hobbies. “Tomo tan en serio, sin excepciones, todas las tareas a que me entrego fuera de mi profesión oficial, que la idea de que se trate de hobbies, es decir, de ocupaciones en las que me he enfrascado absurdamente, solo para matar el tiempo, me habría chocado”. Una de tales tareas era la música. La fotografía de la contraportada de mi ejemplar de Minima moralia muestra a Adorno, calvo y algo rechoncho, con unas gafas negras enormes y suéter, presumiblemente sorteando las catastróficas dificultades de alguna de las últimas piezas de Beethoven o Alban Berg, no improvisando la clase de tonada de jazz que había desdeñado en su conocido y equivocadísimo ensayo de Prismas. En cuanto a “quienes se doran al sol con la exclusiva finalidad de tostarse la piel”, bueno, “el estado de somnolencia a pleno sol no puede resultar muy placentero, sino que posiblemente desde el punto de vista físico es desagradable, lo cierto es que intelectualmente vuelve inactivos a los hombres”.

    Al percibir cómo las formas democráticas han “calado en la vida” le cautivó, como les ocurre siempre a los visitantes europeos, “el elemento inherente de carácter pacífico, bondadoso y generoso” de la cotidianidad estadounidense. Y si bien en Los Ángeles encontró muchos elementos que confirmaron sus sospechas de que allí la vida no valía nada, no pudo evitar que lo cambiara.

    Muchos de los escritos de Adorno casan con nuestra visión del intelectual en un entorno y una cultura absolutamente incompatibles con él: “un aristócrata espiritual varado”, he leído en alguna parte, “condenado a la extinción por ‘la marea creciente de la democracia’”. Este es el Adorno que aseguraba que América solo había “producido automóviles y neveras”, que “cada vez que voy al cine salgo, a plena conciencia, peor y más estúpido”. (¿Cada vez? Menuda estupidez, ¿no? Seguro que por entonces podían verse algunas películas buenas. Yo siempre me he sentido mejor y menos estúpido después de ver Breve encuentro o El halcón maltés, esta última con Peter Lorre, quien, en palabras de David Thomson, merodea por entre sus sombras como el “fantasma de la Europa en ruinas”). Terry Eagleton destacaba la “extraña conjunción de intuición penetrante y lamento patricio” de Minima moralia; releyéndolo in situ, en L. A., a mí también me asombró el tono de altivez cegadora, como cuando Adorno proclama que “la tecnificación hace a los gestos precisos y adustos y, con ellos, a los hombres”. Las puertas automáticas habitúan “a los que entran a la indelicadeza de no mirar detrás de sí” y, en consecuencia, a no aguantar la puerta abierta para otros. Esta corrosión de la cortesía básica derivada de la tecnificación actúa en tándem con la necesidad de dar portazos en coches y neveras, acciones imbuidas ya de “lo violento, lo brutal y el constante atropello de los maltratos fascistas”. La realidad hoy en día es que todo el mundo les abre la puerta a los demás o agradece que se la abran, siempre sonriendo con sus dientes hegelianos, de modo que parece que vives en el lugar más educado del planeta incluso aunque la mayoría de las personas que aguantan la puerta, dan las gracias y sonríen sostienen un teléfono entre la oreja y el hombro y algunas van tan puestas de sol, yoga y marihuana Neville’s Haze que olvidarían todo “Tras el espejo” (la primera sección de la segunda parte de Minima moralia) a los cinco minutos de haberlo leído. Puede que Schoenberg –gran aficionado al tenis que en nuestro libro con mapa aparece jugando al ping-pong– hablara de ser “conducido al paraíso”, pero Adorno a menudo describía su exilio en términos melancólicos o negativos. “Todo intelectual en el exilio, sin excepción, lleva una existencia dañada, y hace bien en reconocerlo si no quiere que se lo hagan saber de forma cruel desde el otro lado de las puertas herméticamente cerradas de su autoestima”, escribe en Minima moralia.

    Esta es, en resumen, la impresión estándar y ortodoxa. Otros pasajes no la niegan completamente, pero nos permiten contemplar la experiencia californiana de Adorno desde una perspectiva más matizada. Al poco de llegar a Los Ángeles, Teddy había escrito a sus padres: “La belleza del paisaje no tiene parangón, hasta el extremo de que abruma incluso a un europeo curtido como yo”. Me gusta ese uso de “curtido”, como si fuera un detective filosófico al estilo de Sam Spade o Philip Marlowe que termina sonando tan entusiasta como Reyner Banham: “Las vistas de nuestra nueva casa me hacen pensar en Fiesole. (…) Pero lo más bello son los intensos colores imposibles de describir. Circular junto al océano al atardecer es una de las impresiones más extraordinarias que mis indiferentes ojos hayan visto jamás. La arquitectura sureña y los anuncios han creado una especie de Kulturlandschaft (paisaje cultural): uno tiene la impresión de que aquí el mundo lo pueblan unas criaturas humanoides y no solo gasolineras y perritos calientes”.

    Son sus primeras impresiones. Más adelante, en el prólogo a la edición en inglés de Prismas, Adorno expresó “algo del agradecimiento que siente hacia Inglaterra y Estados Unidos, los países en los que durante la persecución pudo sobrevivir y a los que desde entonces se siente ligado profundamente”. Al percibir cómo las formas democráticas han “calado en la vida” le cautivó, como les ocurre siempre a los visitantes europeos, “el elemento inherente de carácter pacífico, bondadoso y generoso” de la cotidianidad estadounidense. Y si bien en Los Ángeles encontró muchos elementos que confirmaron sus sospechas de que allí la vida no valía nada, no pudo evitar que lo cambiara. “Difícilmente cabría considerar exagerado decir que cualquier conciencia contemporánea que no se haya apropiado de la experiencia americana, aunque sea desde la oposición, tiene algo de reaccionaria”, decidió más tarde.

    Minima moralia no es un retrato de Los Ángeles, pero la ciudad y su cultura están ahí como el fondo negro que permite que las “reflexiones” de Adorno funcionen. De un modo absolutamente apropiado para el autor de Dialéctica negativa, L. A. se convierte en una especie de reflejo de sí misma, como un negativo fotográfico donde todo lo luminoso es oscuro, el blanco se ha vuelto negro y así sucesivamente.

    Pero también se adivina un elemento de confusión en el hecho de que Adorno y Horkheimer tomaron erróneamente Los Ángeles como indicador profético –Horkheimer lo juzgó “el punto de observación más avanzado”– de América en su conjunto. “Los exiliados pensaban que estaban ante la América en su forma más pura e indicativa del futuro”, escribe Mike Davis en Ciudad de cuarzo. Ajenos a las peculiaridades de la historia del sur de California que la hacían más excepcional que representativa, veían “Los Ángeles como la bola de cristal del futuro del capitalismo”.

    En Minima moralia a menudo se atisba Los Ángeles entre líneas, por así decirlo, incluso si esa L. A. fantasma guarda escasa relación con la ciudad actual. No se trata tanto de que Adorno diga cosas que no son ciertas; se trata más bien de que está respondiendo a una realidad “que la propia realidad ya no tolera”. Como con las puertas automáticas, a la visión de Adorno sobre el efecto alienante del capitalismo le va bien descubrir, en un restaurante, que “el camarero ya no conoce los platos”, pero es una observación que deja al lector del siglo XXI con una única respuesta posible: ¿Me tomas el pelo? Hoy la parte definitoria del trabajo del camarero incluye recitar los platos del día con tal detalle que tiene que recordarte los primeros en cuanto ha terminado de anunciarte el último. En los viejos tiempos, cuando se daba por supuesto que todos los camareros eran aspirantes a actores, era como si el recitado formara parte de una audición sin fin, con el giro irónico de que alguien que lo hubiera perfeccionado al extremo sería encasillado –atrapado en el papel de camarero– para el resto de su vida laboral (una forma de alienación completamente distinta, similar a la que describió Brecht en la primera de sus “Elegías de Hollywood”).

    Minima moralia no es un retrato de Los Ángeles, pero la ciudad y su cultura están ahí como el fondo negro que permite que las “reflexiones” de Adorno funcionen. De un modo absolutamente apropiado para el autor de Dialéctica negativa, L. A. se convierte en una especie de reflejo de sí misma, como un negativo fotográfico donde todo lo luminoso es oscuro, el blanco se ha vuelto negro y así sucesivamente. De hecho, ahora caigo, sería una portada estupenda para una nueva edición de Minima moralia: una imagen espectral de un bulevar, flanqueado por palmeras y helado, con un sol negro atravesando el cielo gris.

    También es apropiado porque, pese la temprana carta entusiasta a sus padres, en las páginas de Minima moralia lo único que L. A. nunca parece es de colores. Adorno parece ajeno a la luz de Los Ángeles, a sus azules increíbles, al derroche contemporáneo de color. Nosotros –la gente de cincuenta años para arriba– tendemos a recordar el tiempo de la Inglaterra de nuestra niñez mucho mejor de lo que era porque en las décadas de 1950 y 1960 la gente solo tomaba fotos si había “suficiente luz”, y así las pruebas fotográficas, que moldean los recuerdos, sugieren una luz y una ola de calor permanentes que hace tiempo que remitieron. En el sur de California, en cambio, cuesta recordar que la playa siempre ha tenido el mismo aspecto que ahora, que el cielo y el mar eran del mismo azul perfecto cuando estuvo Adorno, en los años en blanco y negro de la Segunda Guerra Mundial, e incluso antes, en la década de 1920, de 1890 o cien años antes de Cristo.

     

    Arenas Blancas. Experiencias del mundo exterior, Geoff Dyer, Literatura Random House, 2017, 203 páginas, $12.000.

  182. Catolicismo, tradición, conservadurismo

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    El joven Papa, la serie de televisión dirigida por Paolo Sorrentino, reflexiona sobre el sinsentido de que el catolicismo se entienda como una ONG liderada por alguien que combine aspectos de Bono y el Dalai Lama. Se trata de uno de los pocos documentos artísticos en que las posturas católicas, incluso cuando no se identifican con mensajes humanitarios abstractos, son retratadas de manera no solo amplia, sino hasta positiva. El argumento antimoderno nunca es definitivo, pero siempre goza de atractivo. Lo reaccionario es aquí, quizá por primera vez en la historia cultural, cool.

    por miguel saralegui

    -“¿Por qué el arroz recalentado siempre está más rico que el recién hecho?”.

    -“Lo viejo es mejor que lo nuevo”.

    Este es uno de los diálogos más memorables de La gran belleza, la cinta con la que Paolo Sorrentino ganó el Oscar a la mejor película extranjera. Si en aquella obra la nostalgia era un sentimiento, en la serie The Young Pope (El joven Papa) el pasado se transforma en un examen conceptual. Lo que en La gran belleza era un lamento por la Roma perdida, en El joven Papa se convierte en una reflexión sobre la pérdida de Roma y el esfuerzo, delirante y fracasado, por recuperarla. El pasado ya no se percibe como anhelo, sino como reivindicación. Sorrentino ha dado un paso enorme: de la atracción por la nostalgia a la obsesión reaccionaria. Frente al deseo de actualización y modernización de la Iglesia, esta historia nos recuerda que, cuando se renueva, la tradición se disuelve.

    Ninguna obra, ni teórica ni artística, ha sido capaz de explicar y explotar la reacción como la serie The Young Pope. “No soy profundo, sino pretencioso”, admite un personaje, como si guiñara el ojo al espectador harto de barroquismo y sentencias fulminantes. Sin embargo, la sospecha no está justificada: el texto que recoge el guion de la serie, editado por Einaudi con el poco expresivo Il peso di Dio. Il Vangelo di Lenny Belardo, es intelectualmente tan sólido como cualquier clásico del pensamiento conservador, desde de Maistre hasta Donoso Cortés. Si a veces se ha descrito a Sorrentino como un Fellini de mal gusto, creo que sería más acertado considerarlo un Fellini conceptual.

    Frente al deseo de actualización y modernización de la Iglesia, esta historia nos recuerda que, cuando se renueva, la tradición se disuelve.

    ¿Qué cuenta esta serie? El cónclave ha elegido a un nuevo Papa. Su decisión ha sido extraordinaria. Se trata de un Papa joven, tan bello como Jesús (Jude Law en el papel de su vida), el cual deberá ser tutelado por el secretario de Estado, Angelo Voiello (Silvio Orlando), político vencedor de mil batallas, muy pocas justas, ninguna limpia. A través de este atractivo Papa, la Iglesia podrá asegurar cómodamente su status quo. Lenny Belardo, el nuevo pontífice, que adoptará el nombre de Pío XIII, se rebelará contra su destino de “marioneta telegénica”. Tras un primer discurso extraordinario y duro, la curia se da cuenta del error cometido: Pío XIII será incontrolable. La historia cuenta el caos, las miserias y milagros, las debilidades y grandezas que, al interior de la Iglesia, causa un Papa más preocupado por la pureza de la religión que por convertirse en un ícono publicitario. Todas sus acciones tendrán una guía: evitar lo políticamente correcto y exaltar el misterio y la sofisticación del Dios católico. Un papá norteamericano, que desayuna Diet Cherry Coke, se convierte en el último apologeta de lo sagrado, por la convicción de que la única justificación de la Iglesia consiste en estar desactualizada.

    Esta apología bastante evidente de la reacción responde a una inquietud. El fundamento de esta historia consiste en mostrar la actualidad de la reacción, en un mundo a la vez cansado de modernidad, pero incapaz de sustituirla. Esta unión entre posmoderno y reaccionario la encarna el protagonista Lenny Belardo. Su trauma familiar, un niño que pierde la infancia en el momento en que sus padres lo abandonan, es el trauma de la tradición reaccionaria, que, como el huérfano, busca un pasado que no existe y que quizá nunca existió.

    La historia cuenta el caos, las miserias y milagros, las debilidades y grandezas que, al interior de la Iglesia, causa un Papa más preocupado por la pureza de la religión que por convertirse en un ícono publicitario. Todas sus acciones tendrán una guía: evitar lo políticamente correcto y exaltar el misterio y la sofisticación del Dios católico.

    Si el pilar de esta serie es el quiebre de la tradición y de la familia, la pregunta que al espectador sugiere tiene que ver con la misma institución de la Iglesia. ¿Qué sentido tiene una Iglesia a la que ya no le gusta ser anticuada? ¿Posee algún valor una Iglesia obsesionada por el futuro y la Modernidad, cuando su virtud consiste en resguardar el pasado? En momentos en que Francisco I entusiasma a la opinión pública, El joven Papa nos recuerda que esta alegría puede depender más de una sonrisa publicitaria que del mensaje, verdadero o falso, del catolicismo.

    De la tradición rota al abandono familiar

    The Young Pope es una indagación sobre la imposibilidad de regresar al pasado. Si quizá todavía es posible ser moderno sin convicción, Sorrentino nos recuerda que la reacción nació muerta. Ninguna obra antes de ella se había inspirado de modo tan directo en la objeción que convierte a la reacción en una cosmovisión imposible: ¿qué sentido posee una doctrina de la tradición, cuando esta ha dejado de existir? Una vez rota, la tradición se convierte en una opción cualquiera en el hiperpoblado mercado de las ideologías políticas. Ningún personaje ficticio como el Papa León XIII ha sabido nutrirse de esta tensión: la apología y reivindicación de lo tradicional en el mundo contemporáneo es, a la fuerza, un acto no tradicional. Hasta Lenny Belardo, los reaccionarios podían pensar que el juego de volver al pasado era posible. Con sus extravagantes gustos, su combinación entre retrógrado y posmoderno, El joven Papa nos recuerda que el reaccionario es un moderno más, otro utópico desesperado por la irrealidad de sus ambiciones.

    A pesar de que a lo largo de esta serie de 10 horas no faltan sentencias sin pudor ni sobriedad, el relato se construye sobre una única metáfora: la tradición rota que traumatiza al conservador es la familia fracturada y ausente. Tanto Lenny Belardo como el cardenal Voiello han padecido un trauma familiar, todos han vivido las consecuencias de que la familia, como vínculo carnal con el pasado, se haya fracturado. Bastaría recordar que el Papa, símbolo máximo de la paternidad, es un huérfano. No hace falta ser Freud para aceptar que sus exageraciones nacen del deseo de rehacer a la familia rota, de recuperar a los padres perdidos. Si la serie es hiperintelectual y barroca, este retrato de la familia posmoderna ha der ser cercano a cualquier espectador. El éxito de El joven Papa depende de haber tratado una experiencia casi universal. La posmodernidad no mató a la familia; sí la obligó a adoptar las formas más inesperadas. La que Pío XIII propone es, sin duda, una de las más peculiares.

    El fundamento de esta historia consiste en mostrar la actualidad de la reacción, en un mundo a la vez cansado de modernidad, pero incapaz de sustituirla. Esta unión entre posmoderno y reaccionario la encarna el protagonista Lenny Belardo.

    Sorrentino nos ha recordado lo obvio: el Vaticano es esencialmente una institución antifamiliar y revolucionaria. Pío XIII no renunciará al amor de Ester por el voto de castidad, sino por egoísmo. “Amo a Dios porque no me deja nunca o me deja siempre. Dios o la ausencia de Dios es siempre tranquilizadora y definitiva. (…) He renunciado a los hombres, a las mujeres, porque no quiero sufrir”. La orfandad, a pesar de su indeseabilidad, es la situación normal: ¿acaso Jesús no fue el primer huérfano? Ser huérfano equivale a ser reaccionario: se sabe que se carece de familia, sin que se pueda dejar de desearla. Si no fuéramos huérfanos, si pudiéramos reconocer a nuestros padres, no nos costaría rezar. Contra el mito moderno de la autoconstrucción del hombre, todos dependemos de cosas dadas: ¿acaso no es la inteligencia y el talento un regalo tan injusto como el patrimonio heredado?

    El dolor que la tradición deshecha causa al reaccionario es el mismo que padece el niño abandonado por sus padres. Para reconciliarse, el reaccionario y el huérfano necesitan de aquello que jamás podrán recuperar: una tradición o una infancia feliz. No es azaroso que el primer regalo que el Papa reciba sea un canguro, el vínculo metafórico con la tradición, la unión con los padres perdidos. Pero el canguro es un sueño, es un falso consuelo. Una vez descosida, la tradición no se hilará de nuevo: no existen canguros que sustituyan a la madre, ni golpes de Estado con los que se devuelve a la política el (ficticio) orden pretérito. Previsiblemente, el canguro muere.

    El desdén de los medios católicos

    ¿Por qué a los medios e intelectuales católicos no les ha interesado esta historia? Parece que están más preocupados de promocionar superproducciones dudosas como El código Da Vinci (esto es lo que hacen cuando las critican) que de reivindicar obras maestras espirituales, como The Young Pope o Silence de Scorsese.

    ¿Qué dice esta historia, rodada por un antiguo estudiante de los salesianos de Nápoles, sobre el catolicismo? Acostumbrada a una producción bobamente anticatólica, a la crítica laica le ha llamado la atención la simpatía que exhibe por el catolicismo. Es cierto. Se trata de uno de los pocos documentos artísticos en que las posturas católicas, incluso cuando no se identifican con mensajes humanitarios abstractos, son retratadas de manera amplia y hasta positiva. El argumento antimoderno, aunque nunca es definitivo, siempre es atractivo. Lo reaccionario es aquí, quizá por primera vez en la historia cultural, cool. En el diálogo entre el mentor Michael y el Papa Pío XIII sobre el aborto, aparecen todos los pros y contras. Michael le reprocha al joven Papa sostener posturas rígidas y pasadas de moda: “Déjame que te recuerde lo que decía San Alfonso sobre el aborto. En el aborto son todos culpables, todos menos la mujer”. Pío XIII le responderá: “¿Y si esto no fuese válido solo para el aborto? ¿Y si en las cosas de la vida todos fuesen culpables menos la mujer?”.

    Me inclino a aceptar la opinión de Sorrentino: la absoluta peculiaridad de la Iglesia solo podrá ser legitimada por un discurso fundamentalmente opuesto al que validan el resto de asociaciones políticas, económicas y hasta religiosas. Como reconoce un personaje: “El Vaticano sobrevive gracias a las hipérboles”.

    Sin embargo, da la sensación de que la falta de una lectura más conscientemente católica ha oscurecido la crítica dirigida al Vaticano posterior a Juan Pablo II, el cual, con la excepción de Benedicto XVI, ha entendido el papado como un espectáculo de masas. El joven Papa es un bofetón infalible al proyecto de aggiornamento. Una institución esencialmente anticuada comete un lento suicidio cuando decide ponerse al día. La serie repite al espectador la siguiente duda: ¿qué sentido tiene una Iglesia que no sea reaccionaria? “Harvard es un lugar de decadencia donde enseñan a decaer. Nosotros, en cambio, en el Vaticano, intentamos elevarnos”, dice uno de los personajes. Si el cónclave eligió a un Papa joven por su belleza y su impacto audiovisual, este decidirá no aparecer en público durante los primeros meses de papado y prohibir que su rostro sea utilizado por la publicidad vaticana. En el capítulo más maquiavélico, Pío XIII le recuerda al primer ministro italiano que “Dios no protesta en twitter”. No es una exageración. No ha sido un respetable teólogo ni un cardenal poderoso, ni siquiera un reaccionario prototípico quien ha puesto el dedo en la llaga. Solo Lenny Belardo ha pronunciado la pregunta decisiva a la conciencia católica: ¿por qué el Papa debe convertirse en un híbrido entre Bono y el Dalai Lama? ¿Es necesario que el Vaticano, como Disneylandia o el Museo del Louvre, sobreviva gracias al merchandising? La respuesta es inequívoca. Aceptar este papel sería una equivocación: “Este Papa no perderá su tiempo vagando por el mundo”. Lenny Belardo realiza sin miedo “un suicidio mediático”, porque sabe que la verdadera muerte se esconde en el éxito. ¿Cuándo la Iglesia católica se empezó a tomar en serio los “me gusta” de Facebook? Desde un punto de vista exclusivamente político, me inclino a aceptar la opinión de Sorrentino: la absoluta peculiaridad de la Iglesia solo podrá ser legitimada por un discurso fundamentalmente opuesto al que validan el resto de asociaciones políticas, económicas y hasta religiosas. Como reconoce un personaje: “El Vaticano sobrevive gracias a las hipérboles”.

    En El adversario, Emmanuele Carrère se sorprendía de la imagen que los franceses tenían de Jesucristo: si regresase a la Tierra, trabajaría en África para Médicos sin Fronteras. The Young Pope vive de la misma sorpresa. Tanto la Iglesia como el catolicismo solo tienen sentido al asumir su carácter reaccionario, siempre complejo y contradictorio. Sorrentino subraya que el católico no debe convertirse en un totalitario o un integrista, pero que se disuelve en el momento en que olvida que su vínculo con el pasado es privilegiado y hasta autoritario. Ni una agencia de relaciones públicas, ni un grupo de sesudos teólogos, solo el arte sabrá configurar una institución que se adapte a estas exigencias.

     

  183. Los puntos cardinales de Joan Didion

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    A sus 82 años, la legendaria periodista y escritora estadounidense sigue vigente: a principios de año publicó South and West, apuntes de dos viajes, uno al sur profundo de su país y otro a San Francisco, en la década del 70. No publicó ninguna de esas crónicas hasta ahora, en que sus indagaciones arrojan nuevas luces y sombras sobre la identidad de Estados Unidos bajo Trump. Didion hace, como pocos, que lo personal sea político: sus propias ansiedades sirven para hurgar en las de su país.

    por paula escobar chavarría

    Es una de las periodistas americanas más célebres, vigente a sus más de 80 años y voz imprescindible para entender a Estados Unidos, ayer y hoy. Fue parte fundamental del fenómeno del Nuevo Periodismo de los años 60, pues reporteó y analizó en sus ensayos y crónicas aspectos identitarios relevantes de su tiempo y de su país. Autora de cinco novelas (la segunda, Según venga el juego, acaba de traducirse y llegar a Chile) y nueve libros de no ficción, ha logrado ser leída en forma transversal, especialmente por sus obras más recientes, El año del pensamiento mágico y Noches azules, que la transformaron en fenómeno de ventas.

    Creció bajo el sol californiano: nació en Sacramento y estudió en Berkeley. Partió su carrera en Vogue, donde adquirió el gusto por la moda y ese aire estiloso tan Didion que conserva hasta hoy (el año pasado la casa de modas Céline la contrató para una campaña publicitaria). Aunque es muy tímida, dice que su única ventaja como periodista es que “soy tan pequeña físicamente, tan temperamentalmente discreta, y tan neuróticamente inarticulada, que la gente tiende a olvidar que mi presencia corre contra su propio interés”, relató en uno de sus libros.

    Mientras ascendía como periodista en Vogue, en 1963 publicó su primera novela, Run, River. Su editor fue John Gregory Dunne, escritor y periodista también. Mientras trabajaban en la novela se enamoraron y muy luego se casaron.

    Sus crónicas y ensayos comenzaron a llamar la atención. Su capacidad de descripción de ambientes y personas, el uso de diálogos y escenas, la agudeza y originalidad de su mirada, le dieron espacio en Life y Esquire. Uno de sus más celebrados libros vino pocos años después: Slouching Towards Bethlehem, colección de ensayos que toma su nombre de la crónica homónima que retrataba el movimiento hippie en San Francisco, en 1967. Allí retrata el flower power, las drogas, la sensación de libertad, también la perdición y la frivolidad de esa generación: “San Francisco era donde la hemorragia social se estaba mostrando. San Francisco era donde los niños perdidos se estaban juntando y llamándose a sí mismos, hippies”.

    Tuvo tal éxito, que Didion se transformó en referente. Su estilo de escritura, la fragilidad de su porte, la aparente severidad de su mirada, fueron seguidos y admirados por sus fans.

    “Las mujeres que encontraron a Joan Didion cuando eran jóvenes recibieron de ella una manera de ser mujer y de ser escritoras que nadie más les podía dar. Ella era nuestro Hunter Thompson, y Slouching Towards Bethlehem era nuestro Miedo y asco en las Vegas”, dice Caitlin Flanagan en un artículo sobre ella en The Atlantic.

    ***

    A pesar de la fama y los fans, hacia 1970 Didion se sentía –como muchas otras veces– perdida. Decidió, también como otras veces, transformar esa sensación en movimiento y en palabras, y hacer un viaje con su esposo. Solo sabía que iba a partir en Nueva Orleans y que el pasaje final sería a San Francisco. Las escalas, un misterio.

    El secreto de que estos apuntes hayan durado décadas quizás recae en que no son versiones oficiales ni grandilocuentes. No hay expertos ni estadísticas. Sí la peluquera, la socialité, el rico empresario racista, la mujer objeto, la belleza, el clasismo, el calor, la humedad… La sensación de pasado, de distorsión.

    Manejó un mes alrededor de Louisiana, Misisipi y Alabama. De ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, bajo el sol y la humedad, querían vivir el sur de las plantaciones, del racismo, del calor, de la naturaleza salvaje. Pero Didion no quería entender ese mundo, como quien estudia una tribu ajena: también estaba tratando de contestarse preguntas sobre su propia identidad. Tenía la teoría de que si podía comprender el sur, podría entender algo sobre California, su propio lugar en ese inmenso universo que es Estados Unidos. ¿Por qué? Porque muchos de los colonizadores de California venían del sur, dijo ella en una entrevista para The Paris Review. Su idea de que el oeste y el sur se parezcan es extraña, pues se supone que mientras el primero es solo futuro, el sur, puro pasado.

    Didion observa ese culto hacia el pasado, pero ve en esa tierra algo del sentido de futuro californiano, y eso le atrae. “Por muchos años el sur, y particularmente la Costa del Golfo, habían sido para América lo que la gente seguía diciendo que California era, y que California me parecía a mí no ser: el futuro, la fuente secreta de energía malévola y benévola, el centro síquico”, escribe.

    Anota lo que ve, lo que sospecha, lo que siente. Lo que le desagrada y lo que le atrae. Sus cuadernos de notas eran álbumes con recortes de prensa, diálogos y transcripciones de sus observaciones que tipeaba al final del día. “Esas notas representan un estado intermedio de escritura, entre taquigrafía y primer borrador, compuestas en un estilo casual, inmediato. Son frases que son ideas para frases, párrafos que son ideas para escenas”, dice Nathaniel Rich en el prólogo.

    “En Nueva Orleans en junio el aire es pesado con sexo y muerte”, es la frase de partida.

    El último día hace su última anotación: una pelea con John. “Palabras feas y después silencio. Pasamos una noche silenciosa en el motel del aeropuerto y tomamos el vuelo nacional de las 9:15 a San Francisco. Nunca escribí en la pieza”.

    “Joan Didion fue al sur a entender algo sobre California y terminó entendiendo algo sobre América”, concluye Rich.

    ***

    “No había nada que yo no discutiera con John. Como los dos éramos escritores y los dos trabajábamos en casa, nuestros días estaban llenos del sonido de la voz de cada uno. Yo no siempre pensaba que él estaba en lo correcto, ni él pensaba que yo estaba siempre en lo correcto, pero éramos cada uno la persona en que el otro confiaba. No había separación entre nuestras inversiones o intereses en ninguna situación”, dice en El año del pensamiento mágico, acerca de su marido y compañero por más de cuatro décadas.

    Algunos años después de casarse habían adoptado a una hermosa niña recién nacida y la llamaron Quintana Roo, como la región que adoraban de México. Criarla no fue fácil: no podían contener las ansiedades y temores que la niña iba desarrollando.

    Un día, Joan descubrió que Quintana, de cinco años, había llamado al manicomio para preguntar cómo podía saber si se estaba volviendo loca. La procesión de Quintana –y de Joan y John– iba por dentro, avanzando. “El nombre de la condición que parecía aplicar era este: desorden de personalidad borderline”, escribe en Noches azules.

    La infancia de su hija Quintana no fue fácil. Tampoco la adolescencia. Pero hacia 2003 estaba enamorada y recién casada. Una gripe común que se fue complicando, la llevó el día de Navidad hasta la clínica. Mientras ella empeoraba a cada momento (la gripe ya se había convertido en una grave neumonía, que luego daría paso a una septicemia), John muere de un ataque cardiaco. Joan le estaba sirviendo un whisky y preparando la mesa para comer juntos, con el fuego prendido y la noche por delante.

    El año del pensamiento mágico, su memoria sobre esta pérdida, fue un fenómeno de ventas, dio origen a una obra de teatro con Vanessa Redgrave, y generó conversaciones, debates y análisis. Es una memoria sobre el dolor, pero también es una reflexión sobre el duelo, sobre el horror cotidiano y la pena incontenible cuando se ha ido alguien irremplazable en nuestras vidas.

    Luego fue el turno de Quintana. Noches azules es la entrañable y terrible secuela.

    ***

    Durante ese viaje al sur en 1970 estaban solo Joan y John en la carretera. Fuera de la rutina, de los deberes y del tiempo, conoció esa cadencia extraña y pesada de la zona, pero sobre todo, “su vertiginosa preocupación con la raza, la clase, la herencia, el estilo y la ausencia de estilo”.

    Iba de motel en motel, de piscina en piscina, de aperitivo en aperitivo. Las fiestas, las costumbres, los jardines, los mozos, la naturaleza salvaje e invasiva como espejo de esos americanos blancos cansados de dar explicaciones. “El túnel del tiempo: la guerra civil fue ayer, pero se habla de 1960 como si hubiera sido 300 años atrás”, escribe. Entrevistando y reuniéndose con personas y personalidades, va haciendo este retrato de un lugar fuera del tiempo, pero extrañamente actual.

    El choque entre el sur y el oeste remece. Especialmente porque es una división que los años solo han exacerbado. California nunca ha representado más el futuro, y el sur, un extraño y atemorizante presente. Cuando Didion pasó un mes, vio la abrumadora seguridad con que los sureños expresaban su clasismo, machismo y racismo, así como su rivalidad envidiosa con el norte y los “hippies” del oeste.

    Acaso porque esas visiones del sur y del oeste, esas fricciones, esas desintegraciones, han adquirido una nueva vigencia tras el ascenso de Donald Trump. Entender el sur es entender Estados Unidos. “Los lectores hoy reconocerán, con alguna consternación e incluso horror, cuánto es aún familiar en estos largamente perdidos retratos americanos. Didion vio su era más claramente que nadie, que es otra manera de decir que ella fue capaz de ver el futuro”, dice Nathaniel Rich.

    El secreto de que estos apuntes hayan durado décadas quizás recae en que no son versiones oficiales ni grandilocuentes. No hay expertos ni estadísticas. Sí la peluquera, la socialité, el rico empresario racista, la mujer objeto, la belleza, el clasismo, el calor, la humedad… La sensación de pasado, de distorsión. Están esos retratos más profundos, que solo a veces el periodismo puede captar y expresar.

    El segundo viaje-ensayo de South and West es mucho más breve y más cercano: es a San Francisco, en 1976. Por petición de Rolling Stone fue a cubrir el caso de Patty Hearst, heredera millonaria secuestrada en su departamento de Berkeley y “eso me llevó a examinar mis pensamientos sobre California”, dice Didion.

    La excusa del reportaje le sirve para reconocerse allí. Comienza a recordar todo aquello que la hace sentir en casa. Su niñez en Sacramento, glamorosa, bajo ese aire puro y sin estaciones definidas, acostumbrada a la aparición de estrellas de cine tanto como serpientes; viendo a los adultos en un permanente aperitivo, cobijada por el fuego de una chimenea que siempre representó refugio. “Crucé el Golden Gate usando mi primer par de tacos altos”, escribe mientras comienza a pensar en todo aquello que la ata a ese espacio, a ese territorio. Nunca escribió la pieza sobre el juicio Hearst, pero sus apuntes quedaron guardados. Son anotaciones sobre ser del sur o ser de California, pero sobre todo, acerca de qué es lo que a uno lo ata a un territorio. En su ensayo hay una suma de memorias, complicidades, vivencias y anclajes.

    Como dijo la crítica Michiko Kakutani, del New York Times: “Quitando más de cuatro décadas, ella mapea las divisiones que astillan a América hoy, y extrañamente anticipa algunas de las dinámicas que llevaron a la elección de Donald Trump y que sorprendieron a tantos expertos políticos y de los medios”.

    En efecto, el choque entre el sur y el oeste remece. Especialmente porque es una división que los años solo han exacerbado. California nunca ha representado más el futuro, y el sur, un extraño y atemorizante presente. Cuando Didion pasó un mes, vio la abrumadora seguridad con que los sureños expresaban su clasismo, machismo y racismo, así como su rivalidad envidiosa con el norte y los “hippies” del oeste. Su mirada crítica hacia los “otros” americanos, su preocupación por cómo los “verdaderos valores” entraban en crisis. Mientras sus entrevistados se despachaban varios vasos de whisky y vino blanco, la cronista constata cómo es de fuerte su solidaridad, una solidaridad engendrada por “la desaprobación externa”. Ve niños secándose con toallas con la bandera confederada, padres hablando del Ku Klux Klan, mujeres y hombres viendo la primera versión de la cinta Loving (sobre el primer matrimonio interracial) “como si fuera una película checa”. Didion mira a estos habitantes del sur como quien contempla una postal del pasado, y siente que su California natal está a galaxias de distancia. Nada une esas dos Américas.

    Pero silenciosamente, como dice Nathaniel Rich, “esta manera de pensar sureña ha anexado territorio en las últimas cuatro décadas, expandiéndose alrededor, desde la línea Mason-Dixon adentro hacia el resto de la América rural”.

    Didion expresa la extrañeza e incomodidad que le provoca ese mundo, y el desconcierto de su porfiada y orgullosa manera de permanecer casi inmunes a los cambios sociales, y que contrasta con la California colorida, desprejuiciada, abierta al Océano Pacífico.

    Una América que mira hacia afuera sin miedo.

    Ahí está su lugar, donde está más cómoda que en ninguna otra parte.

     

    South and West, Joan Didion, Knopf, 2017, 160 páginas, $12.000.

     

  184. Una vida para escuchar

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    Evocando una fecha, un año o un momento particular de nuestra historia reciente, Mauricio Redolés ofrece en Algo nuevo anterior (recuerdos) breves cápsulas del tiempo: las largas sobremesas familiares, los paseos por Quinta Normal, los días de prisión en la Academia de Guerra, los chascarros de los exiliados, las tocatas en distintos locales del país. Un libro que invita a la complicidad, que destila un humor a ratos ingenuo y a veces cruel, y que incentiva una reflexión sobre la libertad y el gozo del lenguaje.

    por lorena amaro

    Hace solo unos meses, Soledad Bianchi recordaba, en el lanzamiento de la antología El estilo de mis matemáticas, de Mauricio Redolés, la capacidad de este músico y poeta para desdramatizar, en los difíciles tiempos de la dictadura, la violencia ejercida desde el poder. Bianchi destacaba la “destreza, gracia y osadía con que usaba el humor (el cruel, incluso)”.  Sin duda que estas características siguen acompañando a uno de nuestros escritores más joviales, quien viviera la militancia comunista, la prisión y el exilio entre los años 70 y 80, cultivando en su música y su poesía imágenes y giros inesperados de la voz, ingeniosos e insólitos modos de lo coloquial y lo cotidiano que forman parte, también, de sus inolvidables presentaciones públicas.

    No se puede considerar sino como un gran acierto que la misma editorial, Lumen, presente ahora este Algo nuevo anterior (recuerdos), a través del cual sus seguidores podrán acceder a una vida que Bianchi seguramente llamaría “redolírica”, al igual que su poesía. En él se hace tangible una misma capacidad de humor, de escucha de los otros, de humanidad incesante. Unas memorias más sencillas que las de Zurita (El día más blanco, 1999/2015) y menos políticas que las de José Ángel Cuevas (Autobiografía de un extremista, 2009), otros grandes poetas del mismo período que han incursionado en el género de la autobiografía.

    Las de Redolés se caracterizan por ser unas memorias fragmentarias, anecdóticas, casuales, “recuerdos”, como subraya el propio autor, quien dice haber hallado sus modelos en grandes cronistas y columnistas del periodismo literario chileno (Julio Martínez, Daniel de la Vega, José Miguel Varas y Virginia  Vidal), además de su evidente diálogo con Me acuerdo de Georges Perec, que él mismo menciona.

    Redolés prácticamente no habla de su poesía y de su música, sino que construye a un sujeto que está sobre todo en la calle: empático, en sintonía con el mundo y abierto a las diversas voces de la infancia, la juventud y la madurez.

    Evocando casi siempre una fecha, un año o un momento particular de nuestra historia reciente, Redolés nos ofrece breves cápsulas del tiempo: las largas sobremesas familiares, los paseos por Quinta Normal y otros barrios antiguos de Santiago, los días de detención en la Academia de Guerra y un campo de concentración, los chascarros de los exiliados chilenos residentes en Londres, las tocatas y amistades en distintos locales de todo el país. Los fundamentales talleres realizados en la Penitenciaría y la escritura de los presos. Los últimos años, marcados recientemente por un accidente cerebro-vascular, que Redolés describe a su modo, siempre afable, sin dramatismos, en las páginas de este Algo nuevo anterior, título que pareciera querer proyectar el momento en que la conciencia hace su hallazgo de un recuerdo que apenas permanecía, subrepticio, en los laberintos próximos del olvido.

    Los recuerdos están referidos sobre todo a los otros: su padre, su madre, su tía, los cantantes que conoció, los encuentros políticos y literarios, los seres anónimos con los que cruzó alguna mirada, pero sobre todo que escuchó, llevando esos distintos modos de habla a una broma, a una imagen o una metáfora que revela el potencial infinito del lenguaje, sobre todo en sus facetas más tiernas y humorísticas.

    Redolés prácticamente no habla de su poesía y de su música, sino que construye a un sujeto que está sobre todo en la calle: empático, en sintonía con el mundo y abierto a las diversas voces de la infancia, la juventud y la madurez. El suyo puede ser un humor ingenuo, pero también, por momentos, muy negro. Así pasa de un recuerdo infantil sobre los chistes de sinónimos (“sinónimo de secretaria: Copiapó…”) o de “aparente bilingüismo” (“Desodorante en japonés: Susobakolesudaba…”), a historias más complejas y oscuras, en que se revela la fortaleza anímica de los prisioneros políticos: “Los torturadores de la Academia de Guerra Naval en Valparaíso nos gritaban desesperados cuando nos quedábamos en silencio en los interrogatorios: ‘¡Coopera, huevón, coopera!’. En el campo de concentración de Colliguay, donde íbamos a dar la mayor parte de los presos políticos de Valparaíso y alrededores, un equipo de baby fútbol que participaba de un campeonato interno se llamaba ‘Los Coopera Huevón Coopera’, y el grito de guerra era ‘¡Coopera Huevón!’…”.

    Breves historias como estas, muchas basadas en malentendidos lingüísticos (el forzoso aprendizaje del inglés en el exilio o el encuentro con jergas locales en el mismo territorio nacional), posibilitan una reflexión sobre la libertad y el gozo del lenguaje, característicos de la poesía de Redolés. Una especie de sobremesa literaria, que podría expandirse horas y horas, entretenida siempre, sencilla, sin protagonismos ni egos desbordados, solo la música honesta de la conversación entre amigos.

     

    Algo nuevo anterior (recuerdos), Mauricio Redolés, Lumen, 2017, 229 páginas, $12.000.

  185. Religión, modernidad y vida pública: la conversación que falta

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    Cartas entre un idólatra y un hereje, de Manfred Svensson y Joaquín García-Huidobro, demuestra que la diversidad auténtica y valiosa no es aquella que intenta aplanar todas las diferencias, sino aquella que no pierde de vista que esas diferencias solo cobran sentido si estamos dispuestos a aprender de nuestros desacuerdos. Porque si todo es verdadero, también todo es falso, en cuyo caso todo es indiferente. Ese mundo, ya lo sabemos, es un mundo débil, un mundo que no tiene motivos para defender nada.

    por daniel mansuy

    ¿Qué valor y qué sentido puede tener en el Chile de hoy un diálogo epistolar entre un católico y un protestante? ¿Cómo y en qué medida una conversación de esta naturaleza puede hablarnos e iluminar nuestra propia situación? Pierre Manent ha dicho recientemente que el hombre contemporáneo tiene enormes dificultades para concebir que la religión pueda seguir siendo un motivo de acción humana; y esto ocurre porque hemos adherido (de modo más o menos consciente) a un relato de la secularización que nos lleva a creer que la religión está condenada a desaparecer a medida que las sociedades progresan. En esa lógica, el fenómeno religioso no es más que un vestigio del pasado, quizás útil para historiadores y antropólogos, pero que no tiene mucho que decirle al hombre actual. En el mejor de los casos, puede ser una experiencia privada, frente a la cual no tenemos nada que decir; pero no puede aspirar a convertirse en un hecho público (no queremos pesebres en las plazas, ni queremos abrir las sesiones del Congreso en nombre de Dios; y  aceptamos los feriados religiosos por motivos de estricta conveniencia).

    Para el gran relato progresista, el desvanecimiento de la experiencia religiosa constituye una liberación. En sus versiones más radicales, la idea de autonomía no admite límite alguno, y el hecho religioso es quizás la limitación más importante que quepa imaginar. En ese contexto, el hombre liberado de toda atadura no puede ser un hombre de fe. Desde luego, la duda que surge es si acaso esta cosmovisión dominante nos permite comprender mejor al hombre, o si no induce más bien a un oscurecimiento de la perspectiva. La pregunta es sumamente difícil, pero debe ser formulada en toda su radicalidad: ¿comprendemos mejor al hombre y a la sociedad expulsando a la religión de nuestro horizonte, como un molesto trasto del pasado? Aunque intelectuales de fuste (basta mencionar a Taylor o Habermas) han mostrado las dificultades de la narración moderna, esta sigue influyendo de modo decisivo en nuestra vida pública.

    Ahora bien, la afirmación de posiciones robustas es siempre realizada a partir de un esfuerzo por comprender al que piensa distinto. Las posiciones no son estáticas, sino que se van moviendo, porque el diálogo permite ir aprendiendo del otro: ninguno de ellos sale del diálogo siendo el mismo que cuando entró.

    Quizás el primer mérito del Cartas entre un idólatra y un hereje, de Manfred Svensson y Joaquín García-Huidobro, es hacernos ver (mejor, hacernos tocar) la insuficiencia de la óptica antes descrita. Esto, naturalmente, resulta magníficamente contraintuitivo: si la modernidad tiene problemas para aprehender lo específicamente religioso, ¿será una controversia religiosa el mejor modo de salir de ese embrollo? Esto puede sonar paradójico, pero el ejercicio de Svensson y García-Huidobro muestra que se trata de un camino que puede ser fructífero. Así, un poco como en esa formidable novela de Chesterton, La esfera y la cruz, ambos autores se toman en serio el hecho religioso, y al cristianismo en particular. Por lo mismo, ponen en juego todas sus virtudes intelectuales (que no son escasas) con el fin de esclarecer y hacer inteligible su propia fe. Ambos quieren comprender aquello que creen y también aquello en lo que cree el otro. Uno podrá discrepar más o menos con cada uno de los interlocutores, pero ambos creen firmemente que el ejercicio de la razón no solo es compatible con la fe, sino también una exigencia que emana de ella. Esto no implica querer eliminar la dimensión misteriosa implícita en toda fe (como lo pretende cierto proyecto ilustrado), sino simplemente conocerla del modo más exhaustivo posible, sin forzar su propia naturaleza.

    Ahora bien, otro gran mérito de este libro reside en el ejercicio que los autores llevan a cabo. Se trata de un diálogo honesto y cargado de sentido, que se genera a partir de dos actitudes simultáneas. Por un lado, ambos asumen posiciones robustas, sin caer nunca en la tentación de diluir o aguar las propias convicciones para abuenarse con el interlocutor. No es de extrañar entonces que el título sea Cartas entre un idólatra y un hereje porque, en términos estrictos, así se definen el uno al otro.

    En tiempos de pensamiento débil y de éticas mínimas, esa claridad en el lenguaje se agradece. Ahora bien, la afirmación de posiciones robustas es siempre realizada a partir de un esfuerzo por comprender al que piensa distinto. Las posiciones no son estáticas, sino que se van moviendo, porque el diálogo permite ir aprendiendo del otro: ninguno de ellos sale del diálogo siendo el mismo que cuando entró. Hay allí una lección implícita: la diversidad auténtica y valiosa no es aquella que intenta aplanar todas las diferencias, sino aquella que no pierde de vista que nuestras diferencias solo cobran sentido si estamos dispuestos a aprender de nuestros desacuerdos y emprender así la aventura común de buscar la verdad. La diversidad desconectada de esa aventura común termina por despreciar cualquier afirmación: si todo es verdadero, también todo es falso, en cuyo caso todo es indiferente. Ese mundo, ya lo sabemos, no solo es un mundo débil (porque no tiene motivos para defender nada), sino que también es un mundo donde lo propiamente humano ha perdido buena parte de su sentido.

    Esto es más conversación que disputatio escolástica. Por lo mismo, los temas aparecen y desaparecen; y quien lea este texto esperando encontrar un ganador probablemente salga desilusionado, cuando no irritado.

    Todo esto se traduce en un diálogo en el que los interlocutores van tratando con mucha meticulosidad cada una de sus diferencias: el culto a María, el estatuto del sacerdocio y de la celebración eucarística, el ecumenismo, la autoridad papal, la confesión, la historia de la Iglesia y de la Reforma, todo combinado con anécdotas que van ilustrando la compleja y alambicada historia de la relación entre catolicismo y protestantismo. Esto permite distinguir las diferencias reales de aquello que (por lado y lado) constituye simple prejuicio o caricatura. Hay que advertir, eso sí, al lector: esto es más conversación que disputatio escolástica. Por lo mismo, los temas aparecen y desaparecen; y quien lea este texto esperando encontrar un ganador probablemente salga desilusionado, cuando no irritado. Cabe mencionar, por otra parte, que esta discusión no tiene un carácter puramente teológico, sino que además contiene reflexiones muy interesantes sobre el estado general del país y de la sociedad. Por otro lado, también resulta refrescante una discusión entre personas que, perteneciendo a una misma tradición, tienen diferencias sustantivas.

    En un texto referido a la fuerza del diálogo, Gadamer dice que la conversación lograda es aquella que transforma a los interlocutores. Por eso, continúa el filósofo alemán, la conversación es tan parecida a la amistad: “Solo en la conversación (…) pueden encontrarse los amigos y crear ese género de comunidad en la que cada cual es él mismo para el otro porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro”. Lo menos que puede decirse de Cartas entre un idólatra y un hereje es que se trata precisamente de una forma de amistad (de la que además, he tenido el privilegio de ser testigo durante casi 20 años). Por lo mismo, este texto merece ser leído por creyentes y no creyentes, pues es un testimonio vivo de que la fe puede seguir siendo motivo de acción humana y, además, motivo de auténtica amistad.

    Imagen de portada: La Reconnaissance Infinie (1963), René Magritte

     

    Cartas entre un idólatra y un hereje, Joaquín García-Huidobro y Manfred Svensson, Ediciones UC, 2017, 176 páginas, $13.000.

  186. Tomás Lago de cuerpo entero

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    La compilación en un solo volumen de cuatro obras fundamentales del investigador nacional nos remiten a una sensibilidad y fascinación por “la voz humana de Chile”, un rasgo pesquisable en el habla, pero también en las cerámicas de Quinchamalí y en las viñetas pintadas por Rugendas. Los escritos de Tomás Lago sobre el huaso y el arte popular chileno son fundamentales para salvar muchas piezas del destino ornamental al que las condenan el turismo y los editores de las revistas de decoración.

    por rodrigo olavarría

    Estas obras escogidas reúnen en un mismo volumen cuatro libros fundamentales de Tomás Lago: El huaso (1953), Rugendas, pintor romántico de Chile (1960), Arte popular chileno (1971) y la obra póstuma La viajera ilustrada, vida de María Graham (2000), dejando fuera sus dos primeros estudios publicados en forma de libro, Vicuña Mackenna en California (1939) y El romanticismo en 1842 (1942). Los títulos seleccionados privilegian un acercamiento a la mirada de Tomás Lago, ejercitada en una escritura que sin esfuerzo aparente se transporta en el tiempo y nos devuelve imágenes de un Chile oculto bajo capas de concreto y sincretismos de todo orden. Visto de esta forma, las biografías de Rugendas y María Graham (dos cronistas involuntarios del Chile de su tiempo) fueron un campo idóneo para que esa mirada realizara su fin último, “reconstruir una época” buscando descubrir su “punto corrido”, es decir, “el quid de lo que no entendemos debidamente” del pasado.

    En la obra de Tomás Lago hay una forma de considerar el pasado de Chile y sus identidades que nos remite irremisible a la sentencia de Gabriela Mistral: “Menos cóndor y más huemul”, un dictum reconocible en la obra de Violeta Parra, en la oralidad que Raúl Ruiz rescata aquí y allá, así como en la música de Javiera Mena. Se trata de la misma sensibilidad que alimenta las investigaciones de Lago, su fascinación por “la voz humana de Chile”, un rasgo pesquisable en el habla, en las cerámicas policromadas de Quinchamalí y en las viñetas pintadas por Johann Moritz Rugendas en su paso por el país.

    Para hablar de la necesidad de este libro se me ocurre comparar la obra de Tomás Lago con la de Anita Brenner en México y su libro Ídolos tras los altares, donde unió ensayo, fotografía, antropología y literatura, para sacar a la luz la raíz indígena dentro de cada manifestación cultural de apariencia cristiana o criolla.

    Los escritos de Tomás Lago sobre el huaso y el arte popular chileno son fundamentales para salvar muchas piezas del destino ornamental al que las condenan el turismo y los editores de las revistas de decoración. Estos dos libros deben ser considerados como botellas lanzadas al mar, mensajes para chilenos futuros, que gracias a estas pistas, podrían darles a la cestería, al trabajo del barro y a las espuelas, el valor que merecen como dispositivos donde leer el pasado y sus procesos estéticos, migratorios y de mestizaje.

    Para hablar de la necesidad de este libro se me ocurre comparar la obra de Tomás Lago con la de Anita Brenner en México y su libro Ídolos tras los altares, donde unió ensayo, fotografía, antropología y literatura, para sacar a la luz la raíz indígena dentro de cada manifestación cultural de apariencia cristiana o criolla. Tal como la obra de Brenner, la de Lago en su momento fue acusada de impresionista, pero gracias a la progresiva superación del complejo de inferioridad propio de la subalternidad de las culturas sudamericanas, ambas evidencian hoy una relevancia que ilumina el futuro de los estudios culturales.

    Hoy parece evidente que la dictadura sumergió y contaminó el proceso, iniciado a fines del siglo XIX, de valorización y estudio de la cultura popular. Un proceso que a mediados del siglo XX escapó de la esfera académica para ingresar a la cultura de masas y cristalizar en la música de Víctor Jara y Los Blops; en el cine de Raúl Ruiz y Patricio Kaulen; y en la toma de conciencia del arte chileno de su situación frente el arte del primer mundo. Tomás Lago y Violeta Parra pueden considerarse las dos ruedas mayores del engranaje que facilitó ese logro.

    Las obras de arqueólogos, etnólogos, folkloristas y cronistas decididos a rescatar lo que desaparecía ante sus ojos, eso llamado cultura chilena o, mejor dicho, retazos de lo que ellos consideraban cultura chilena, son raramente leídas y sus autores solo son mencionados a la hora de bautizar bibliotecas y escuelas. Es necesario reeditarlas y leerlas. Pienso, entre otras, en las obras de Ricardo Eduardo Latcham, Oreste Plath y Aurelio Díaz Meza, todas invaluables y necesarias, pero sin la actualidad que los libros de Tomás Lago todavía ostentan, tanto en su tema como en su tratamiento, actualidad que se cumple al leerlo y ver realizarse en su escritura lo que él mismo dijo de Rugendas: “Entramos en la vida pasada de nuestro país, gracias al artilugio de su mano y de su ojo”.

     

    Tomás Lago. Obras escogidas, Edición y prólogo de Constanza Acuña y Gonzalo Arqueros, Ocho libros, 598 páginas, $20.000.

  187. Sentirse mal juntos

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    La satisfacción con la propia vida es una señal más de que los chilenos se sienten desposeídos de la vida en común. Lejos del deber y del placer de actuar en la plaza pública, se abandonan a los placeres del consumo o se encierran en una vida privatizada. La nostalgia por lo comunitario, el empeño por obligarlos a participar de plebiscitos comunales y nuevas constituciones, termina por ofenderlos tanto como las “decisiones a puertas cerradas” de los políticos. A eso algunos iluminados de la élite llaman malestar, pero quizá sea la señal de una cultura que ha elevado los niveles de bienestar como nunca antes, aunque no para todos ni en las mismas proporciones.

    por rafael gumucio

    El malestar. Esa palabra, este concepto de por sí resbaloso, ha sido el centro del debate político e intelectual de los últimos cuatro años. Según la mayor parte de los analistas políticos, la presidenta se habría “comprado” la tesis del malestar de Pedro Güell, ex jefe de estudio del PNUD y actual asesor estratégico de la presidenta. Los chilenos, según él, cansados del individualismo extremo a los que los sometieron las políticas neoliberales, esperan un giro radical y restituir el sentido de comunidad, que vuelva a integrar clases, identidades, visiones del mundo.

    El malestar es para Güell y compañía, antiguo. Empezaron al menos a hablar de él a finales de los años 90, cuando el país parecía completamente satisfecho con una economía en sostenido crecimiento, que había logrado bajar la pobreza a la mitad. Las marchas del 2011 y antes de la derrota de la Concertación en las elecciones del 2009, le darían a esta teoría un asidero visible. A ello se sumará la desconfianza o franca antipatía que en todas las encuestas confiesa la población sentir por políticos, por la élite intelectual, episcopal y empresarial que gobierna el país.

    Muy lejos de la idea de rebelión, del “cambio de modelo” que algunos voluntaristas quisieron detectar en las protestas del 2011, los chilenos de hoy parecen revelar una sensación de vulnerabilidad, que es el nuevo eufemismo con que se nombra a la pobreza. Esa pobreza que, desnuda de toda mística, apartada de cualquier representación social, cultural o política, es el estrecho desfiladero por el que se llega a la tierra prometida.

    ¿Por qué las reformas que buscaban restituir el sentido colectivo son vistas, ahora, con la misma desconfianza que los políticos y los curas? ¿Por qué al saberse que las cuatro grandes cadenas de farmacias se coludían para subir los precios, los intentos de boicotearlas resultaron inútiles? Y lo mismo con La Polar, el papel higiénico, los pollos o los políticos reelegidos eternamente. Lo mismo, a pesar de acumular cada uno la vergüenza de las leyes redactadas en las oficinas de las empresas, las boletas falsas y los almuerzos de 20 millones de pesos. ¿Por qué los pocos que votan lo hacen por la derecha, que les recuerda que este sistema económico y político los ha hecho más ricos que nunca en la historia de este país? ¿Por qué esa gente que desconfía de las empresas y los empresarios sigue pagando puntualmente sus créditos, llenando los supermercados y declarando en todas las encuestas que se sienten satisfechos con su vida y la de su familia?

    Para los investigadores del CEP, el malestar se llama inseguridad. Lo dicen con toda ingenuidad, sin darse cuenta de que la inseguridad, en uno de los países más pacíficos y seguros del continente, no es más que un sinónimo de malestar. Porque, ¿qué otra cosa que una sensación de fragilidad es el malestar que el PNUD denuncia?

    Muy lejos de la idea de rebelión, del “cambio de modelo” que algunos voluntaristas quisieron detectar en las protestas del 2011, los chilenos de hoy parecen revelar una sensación de vulnerabilidad, que es el nuevo eufemismo con que se nombra a la pobreza. Esa pobreza que, desnuda de toda mística, apartada de cualquier representación social, cultural o política, es el estrecho desfiladero por el que se llega a la tierra prometida. Tierra prometida, la prosperidad de los “profesionales” del barrio alto, que no es una elección; porque el éxito y el bienestar no son un estilo de vida posible en un país donde los pobres viven 20 años menos que los ricos.

    La satisfacción con la vida propia es, al revés de lo que quieren pensar los satisfechos, la mayor señal del malestar que atraviesa a la sociedad chilena. Porque ser infeliz es algo que no nos podemos permitir. Ante el ataque perpetuo de ese gran “otro”, que son los políticos, los empresarios, los intelectuales, la gente que tiene tiempo y espacio para pensar “el país”, no me queda otra que defender mi jardín incluso de mi propio agobio, cansancio, odio o amor. La autocrítica solo es asumible si el piso sobre el que te paras, el yo que se mira con crueldad, va a resistir en el intento. Frente a un crecimiento atravesado por crisis cíclicas que deshacen cual Penélope el telar que mantiene a raya a los prometidos, no hay cómo ni cuándo dejar de tejer y mirar con frialdad y distancia las formas que has conseguido o no plasmar.

    La satisfacción con la propia vida es una señal más de que los chilenos se sienten desposeídos de la vida en común. Lejos del deber y del placer de actuar en la plaza pública. La nueva clase media, privada de lo público, encerrada cada vez más en un concepto familiar de lo privado, que ya no incluye la empresa familiar, o el barrio, o la tribu, sino la casa, los niños y el perro. ¿Necesita más que eso? La nostalgia por lo comunitario, el empeño por obligarlos a participar de plebiscitos comunales y nuevas constituciones termina por ofenderlos tanto como las “decisiones a puertas cerradas” de los políticos de siempre. Su incomodidad es cómoda finalmente. En religión, política o medicina ha decidido creer en lo único que su lógica es capaz de entender. Considera que todo lo que requiere de explicaciones contraintuitivas es un engaño, una estafa largamente pensada contra él. Así, la historia de Chile contada por Jorge Baradit como una sucesión de mentiras y estafas de los poderosos contra el pueblo siempre virgen, les resulta la única creíble. No les interesa que haya algo realmente secreto; se sienten íntimamente poderosos al saber que los verdaderos poderosos se han esforzado tanto en esconder lo que hasta hace unos años jamás se imaginaron conocer.

    No hay un espectáculo más cómico que ver desfilar por las radios y canales de televisión a gente tratando de explicarte que la mayoría de los que desfilaron bajo las pancartas de “No más AFP” están felices con el sistema de capitalización individual. Es cierto que la mayor parte no conoce ni aguantaría un sistema de reparto, pero es difícil pensar que no se sienten íntimamente estafados por un sistema que les prometía una tranquilidad que se convirtió en pura inquietud.

    A esta clase media que no parece apurada por conseguir representantes políticos o mediáticos, le debe resultar consolador ver a las conspicuas cabezas de la élite pelearse por si ellos, los encuestables de siempre, son felices o no. No hay un espectáculo más cómico que ver desfilar por las radios y canales de televisión a gente tratando de explicarte que la mayoría de los que desfilaron bajo las pancartas de “No más AFP” están felices con el sistema de capitalización individual. Es cierto que la mayor parte no conoce ni aguantaría un sistema de reparto, pero es difícil pensar que no se sienten íntimamente estafados por un sistema que les prometía una tranquilidad que se convirtió en pura inquietud. Es inevitable que dejen de creer en las pericias técnicas y la buena voluntad de cientos de economistas y políticos que por 30 años no fueron capaces de pronosticar que esta debacle, fácilmente anunciable, llegaría tarde o temprano. Y claro, si a estos economistas doctorados en las más prestigiosas universidades norteamericanas, la economía de sus abuelos, la de su casa, no les interesa nada. Después de todo, para esos economistas y sus adláteres políticos, el sistema previsional nunca tuvo como objetivo entregar pensiones a los chilenos, sino utilidades a las propias AFP y a las empresas en las que estas invertían.

    Los que desfilan detrás de las pancartas de “No más AFP” estarían dispuestos a apostar que Luis Mesina sabe más de economía que Rodrigo Valdés, Andrés Velasco o José Piñera. Negar el malestar de los que marchan (y los que sin marchar apoyan en todas las encuestas su causa) es, en el fondo, admitirlo. Porque el doctor no saca nada con negar los síntomas de su paciente si quiere sanarlo. Claro, puede que no le duela tanto el codo como dice, puede que el dolor que llama punzante, sea menos profundo de lo que afirma, pero es un hecho que hablando de malestar no solo la presidenta Bachelet llegó a la presidencia, sino que consiguió que casi todos los senadores y diputados que plantearon la tesis del malestar ganaran su elección. Se puede explicar de 100 maneras distintas que, en el fondo, los chilenos estaban felices con la educación privada, las isapres, la colusión, la polución, pero los hechos son los hechos. Todas las agendas procrecimiento no responden la pregunta que todos los chilenos de una u otra forma nos hacemos: ¿crecer para qué? Y sobre todo, ¿crecer para quién?

    Mucho más útil que negar de manera infantil el malestar, es tratar de interpretarlo a la luz de la cultura. Para Freud, esas dos palabras, malestar y cultura, tienen una íntima relación. En 1930, después de vivir la experiencia de la Primera Guerra Mundial, respirando los aires de la Segunda, Freud termina por encontrar en la existencia del otro el cimiento que hace posible que la cultura sobreviva a las contradictorias pulsiones de los individuos que la componen. El malestar es entonces la señal de que no estamos solos, pero también es la señal de que no vamos a morir del todo. “El infierno son los otros”, decía Sartre, pero el infierno es también la otra vida, es también la eternidad, la única posible, la de la cultura común.

    Para Freud, la cultura produce malestar y el malestar de alguna forma permite la cultura. La promesa de un mundo en que las pulsiones puedan expresarse con absoluta libertad, no permite la vida en común, que aceptamos quizás porque nos obliga a limitar la expresión de esas pulsiones, con la consecuente frustración, descontento y neurosis. Una neurosis que se puede curar, pero que es imposible, si se quiere al menos mantener la cultura como una posibilidad, sanar del todo. Porque ese malestar que es individualmente un síntoma desagradable, es socialmente el simple latido del corazón que nos recuerda que estamos vivos.

    Parte de lo que hace aguantable el pésimo transporte público de Londres o de Nueva York es la idea de que su incomodidad compartida tiene aura, encanto, que nos hace parte de una película, de una novela, de una leyenda. El malestar es el precio que pagamos para ser parte de una historia que nos trasciende y explica mejor que nadie. El Transantiago es, en cambio, una maldición que solo sufren algunos, que no cuenta ninguna otra historia que su incomodidad. La agitación relativa de Santiago de Chile deja de ser un terreno en común para ser solo un castigo que algunos sufren, mientras otros nos repiten de todas las maneras posibles que el malestar no es su asunto, porque la cultura, esa nueva cultura nacida de la transición, tampoco es su cultura, una que puede adoptar, explicar, comprender o relatar.

    Lo que une a la clase media, lo que la distingue de la élite, es justamente la preservación de un malestar propio e intransferible. El lujo extraño de sentirse apretado en el transporte público, de habitar los hospitales viejos, los palacios perdidos del centro, las escuelas de antes, de ser dueño de la ciudad de la que los ricos arrancan detrás de los cerros.

    Negar el malestar de la nueva clase media chilena sería, de alguna forma, negar también el acceso creciente a la cultura que originó ese malestar. Es negarle el derecho a esa cultura por la que sacrifican, sacrificamos día a día, la pulsión de matar en el metro, de violar en la calle, de gritar en la plaza, de correr en la oficina. Puros impulsos reprimidos, impulsos que nos gustaría de alguna forma ver celebrados por las autoridades morales, como si la élite fuera capaz de ponerse en nuestro lugar y comprender lo que significa vivir en un gueto. De algún modo, da lo mismo dónde o cómo vivamos; no sirve de nada obedecer órdenes y consejos: hagamos lo que hagamos, siempre vamos a vivir mal. En campamentos, en poblaciones, en villas, en condominios, en edificios, en suburbios o en el centro, si estamos nosotros siempre es un gueto.

    Algunos gozan de la modernidad, del contacto con el mundo, del crecimiento y la prosperidad, sin esperar en la cola, sin pagar de más por servicios básicos, sin llegar tarde a la casa, fijando precios y redactando leyes. Quizás por eso los cortes de luz que sufrieron ricos y pobres en los últimos años han hecho más por la paz social que todas las reformas de Bachelet juntas. “Claro, ellos se joden cuando nieva, nosotros cuando llueve”, no faltaron los que comentaron, porque renunciar a la idea de que otros se joden siempre menos que nosotros sería renunciar al cuento de hadas que permite, a los niños que somos, irnos a dormir.

    Lo que une a la clase media, lo que la distingue de la élite, es justamente la preservación de un malestar propio e intransferible. El lujo extraño de sentirse apretado en el transporte público, de habitar los hospitales viejos, los palacios perdidos del centro, las escuelas de antes, de ser dueño de la ciudad de la que los ricos arrancan detrás de los cerros… En el Festival de Viña, los humoristas no alentaron la rebelión al desnudar las pulsiones que agitan a nuestra sociedad, como creen las autoridades, sino que exaltaron esa señal de identidad que es sentirse mal juntos, de abrigar esa pequeña herida sin sangre de la que habla Manuel Rojas en Hijo de ladrón, que es lo que le permite a Aniceto Hevia, el héroe de la novela, no perderse en la miseria y la agitación de Valparaíso.

    El malestar, si seguimos a Freud, no es una fiebre de la que podemos curarnos con fármacos. Es inútil negarlo, como quieren hacerlo los satisfechos, y peligroso solucionar sus cambiantes petitorios, como quiso la Nueva Mayoría y ahora el Frente Amplio. El malestar, tan crónico como la muerte o las alergias primaverales, puede ser aliviado, pero es peligroso prometer y más aún creer sinceramente sanarlo (era lo que Mussolini, Hitler o Stalin prometieron en la década de 1930, cuando Freud escribió su ensayo). El malestar es algo que debemos cuidar, vigilar, acariciar, perdonar y compartir, como cuando sentimos que el olor de la fritanga de la cocina flota por toda la casa y llega hasta el escritorio donde queremos olvidarnos de la esposa, de los hijos, de la hora y el día.

    El malestar es lo que nos recuerda que esta casa es la de todos. El malestar es el amigo más fiel que nos queda. No tenemos nada que agradecerles a los que quieren quitarnos ese amigo, ni nada que reconocerles a los que niegan su existencia siquiera. Quizás necesitamos que los posgraduados y los profesores eméritos nos recuerden más bien que solo a los muertos no les molesta ya nada, que saber dialogar con tu propio malestar es nuestro papel en esta vida.

  188. Un antídoto contra la política religiosa

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    El lunes se realizó en el GAM el lanzamiento de Lo que el dinero sí puede comprar. Publicado por el sello Taurus, el libro lleva varias semanas en los rankings de los más vendidos. En él, Carlos Peña emprende una exposición que pretende dar luces sobre el proceso de modernización capitalista, destacando su estilo preciso y erudito. A continuación reproducimos un texto de Leonidas Montes, el cual leyó durante la presentación, en la que participaron, además del autor, los académicos Sebastián Edwards y Kathya Araujo.

    por leonidas montes

    Lo que el dinero sí puede comprar, con su sugerente y provocativo título, es un análisis intelectual que pretende dar luces sobre el proceso de modernización capitalista. Este libro puede leerse de varias formas: lo que Carlos Peña escribe, cómo lo escribe y por qué lo escribe. Aunque pienso que este es un libro genuinamente académico, en el sentido que es fruto de una seria y rigurosa reflexión intelectual, al final daré mi opinión respecto a su contexto, o sea, por qué lo escribe. Ahora me concentraré en lo que escribe y muy rápidamente en cómo lo escribe.

    La pluma de Carlos Peña, bien lo sabemos, es un ejemplo de nitidez intelectual. Pero su ágil y persuasiva narrativa sería vacía si no tuviera sustento. Por ahí cita ese famoso filtro cartesiano de “las ideas claras y distintas” y a lo largo de sus disquisiciones no esconde su ilustrado espíritu crítico kantiano. Pero este libro, así como su cautivador Ideas de Perfil (2015), a mi juicio lo sitúan en una particular tradición intelectual de la historia de las ideas, en esa aventura en la que se deslizan algunos grandes como Arthur Lovejoy (quizá no en vano Peña se refiere por ahí a la “cadena invisible del ser”, p. 215). En efecto, a partir de la sociología, la filosofía, la teoría política, la economía, la historia del pensamiento económico, la antropología, el psicoanálisis y la literatura, este libro busca desentrañar el capitalismo moderno como un fenómeno social. Ese es el gran objetivo. Y para ello despliega ideas claras y distintas bajo una mirada crítica. Es precisamente ese fondo lo que da lustre a esa, su propia forma de narrar esta historia. Por eso, a mi juicio, el título apelando a Sandel, por más sugerente y provocativo que sea, no es más que una excusa para adentrarse en una aventura de más largo alcance.

    Partamos por despejar esto último. Peña desmenuza críticamente a Sandel. Si este autor fue una inspiración para el influyente El otro modelo (curiosamente Sandel no aparece en las referencias de ese libro), Peña no reacciona ni cae en la etiqueta del “modelo”, sino que a partir de Sandel se ocupa de las ideas acerca del mercado y lo que estas implican en relación a la democracia. Para Sandel el mercado no es apropiado para todas las esferas de la vida. Hay que recuperar el vivere civile republicano, el espíritu y el sentido de lo público. Peña argumenta que irónicamente la tesis de Sandel descansa sobre el mismo supuesto de Gary Becker, donde solo le pone límites a la racionalidad económica: hay objetos y experiencias que no pueden estar sujetos al intercambio de mercado. La crítica de fondo viene principalmente desde la sociología de Simmel: Sandel pretende poner límites a una institución que no funciona como él la describe. En esta tradición, que a mi juicio tiene sus raíces más profundas en el siglo XVIII, el mercado y el intercambio dignifican. En efecto, el dinero y el mercado tienen un “profundo poder liberador” (p. 222) y posee sus propios fundamentos morales. Desde Adam Smith y David Hume el mercado y el intercambio tienen un sentido social y un fundamento moral.

    La pluma de Carlos Peña, bien lo sabemos, es un ejemplo de nitidez intelectual. Pero su ágil y persuasiva narrativa sería vacía si no tuviera sustento. Por ahí cita ese famoso filtro cartesiano de “las ideas claras y distintas” y a lo largo de sus disquisiciones no esconde su ilustrado espíritu crítico kantiano.

    Pero volvamos a la motivación del libro: ¿acaso el mercado no tiene límites? Como la individualidad reemplaza a la comunidad y como la libertad y la autonomía nos empujan a ese individualismo posesivo que nos refriega McPherson, ¿no debemos hacer algo más, poner límites, convertirnos en nuevos “hombres de sistema”? En nuestro querido Chile este fenómeno que sorprende e inquieta, no es algo nuevo ni excepcional. Es, como esboza el autor, un fenómeno ampliamente tratado desde la tradición grecorromana, el humanismo cívico y el republicanismo clásico que encuentra su mayor expresión en la vertiente moderna que se dio en el siglo XVIII con el corruption debate (el “debate acerca de la corrupción”). En ese momento histórico aparecen los grandes representantes de la tradición de la Ilustración escocesa –Adam Ferguson, David Hume y Adam Smith– y por otro lado Rousseau. En ese momento también comienza la separación entre el liberalismo del republicanismo clásico.

    En 1750 Jean-Jacques Rousseau saltó a la fama con el premio de la Academia de Dijon a su ensayo “Discurso sobre las ciencias y las artes”. Con una retórica envidiable, plantea que el progreso corrompe al hombre y a la sociedad. Su segundo discurso acerca del “Origen de la desigualdad” no ganó el premio de la Academia. Pero fue publicado al año siguiente en 1755 y generó muchísimas reacciones. En este, su segundo discurso, el amor propio tiene un sentido peyorativo, no así el amor de sí mismo. El amor propio es la vanidad, una máscara que esconde el verdadero sentido del amor de sí mismo, esa especie de impulso natural que nos lleva a satisfacer las necesidades que nos asegurarían un tranquilo bienestar. Si las artes y el progreso corrompen la verdadera naturaleza humana, el “esto es mío y esto es tuyo” nos empuja a ese deseo sin límites que marcará, como nos recuerda Peña, el debate moderno. Y de este debate, que ha sido oscurecido o simplemente ignorado, debemos aprender. Esta es finalmente la invitación de Carlos Peña.

    El mercado aparece como “un destructor de las relaciones comunicativas tradicionales” (p. 20). En el mercado todos somos extraños, rostros casi invisibles. Ese mercado frío y cruel, sin personalidad ni sentimientos es el que ahonda la subjetividad, pero también promueve la autonomía y protege la libertad. Y parece evidente que en el mercado, donde interactúan y cooperan millones de agentes, la persona y los ciudadanos desaparecen. Esta idea simple y generalizada es también el caldo de cultivo para la etiqueta de “neoliberalismo”. Aunque se puede definir a un neokantiano o un neodarwinista, el neoliberalismo es una idea que cuesta definir más allá de una oposición. Como escribe Peña, las críticas al mercado y al dinero transpiran “una suerte de queja con fundamento moral” (p. 15) que los más críticos “practican con riguroso entusiasmo como si encontraran un cierto deleite” (p. 16). Es cierto que desde la tradición grecorromana “ha tenido mejor prensa la literatura que ha subrayado los defectos del capitalismo” (p. 16). Basta recordar, como lo hace Peña, la distinción que hace Aristóteles entre oikonomía y crematistique y que llevará a la Iglesia a considerar el cobro de intereses como usura y como un pecado para continuar así con la teoría del valor en base al trabajo que culminó con el Mehrwert de Marx.

    Si bien el giro de Habermas conducía a los acuerdos y consensos, en cierta medida la teoría crítica se sumó a la tradición de Rousseau y Marx. Este último, en su Crítica al programa de Gotha (1875) llama a que “crezcan las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva” para que la sociedad pueda “escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!” (p. 229). Estas ideas románticas, por cierto, escondían el dogmatismo y las consecuencias no intencionadas del “hombre de sistema” al que se refería Smith en su maravillosa metáfora de aquellos que veían a la sociedad como un tablero de ajedrez en el cual podían mover las fichas a su antojo. Por eso, la reflexión de Peña es también un antídoto o un baño de agua fría contra el ingenuo fanatismo que tiene una larga y vasta tradición en la historia intelectual de occidente. En efecto, la idea moderna del mercado que corrompe e impide la virtud cívica es de larga data. Es cierto que la idea de un liberalismo desnudo, sin humanidad, puede llevar al individuo a escindirse de su naturaleza social, del zoon politikon aristotélico. Pero por otro lado la tesis de la corrupción puede llevar al control como deber cívico, incluso a la pérdida de libertad.

    Peña desmenuza críticamente a Sandel. Si este autor fue una inspiración para el influyente El otro modelo, Peña no reacciona ni cae en la etiqueta del “modelo”, sino que a partir de Sandel se ocupa de las ideas acerca del mercado y lo que estas implican en relación a la democracia.

    El ideal del bon savage, un impulso con el que ciertamente quiso vivir el mismo Rousseau, se refleja en ese “anhelo o una cierta nostalgia de una imagen de la vida humana que el mercado ha ayudado a abandonar (la vida colectiva)” (p. 168). Pero la expansión del mercado –o todo aquello que Adam Smith visionariamente definió como “sociedad comercial”– se cuela por todos los intersticios sociales, generando el abandono de la comunidad. Esa nostalgia por la comunidad “alimenta el malestar y la desconfianza que desde antiguo acompaña al mercado y su sombra inevitable, la expansión del consumo” (p. 170). Lo que sucede sería “un reclamo de la ciudadanía” (p. 171). Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza de ese reclamo?

    En el capitalismo nos preocupamos de lo propio en general, del interés propio de Adam Smith que moralmente es más parecido al amor de sí mismo de Rousseau que al vanidoso y codicioso amor propio. Y no nos preocupamos tanto de la desigualdad, sino de su expresión. Esto último, afirma Peña, es el desafío “tanto del mercado como de la democracia” (p. 175). Tocqueville ya nos había dicho que “lo que odian los hombres es una clase de desigualdad más que la desigualdad en sí misma” (p. 184). A fin de cuentas, una sociedad cada vez más liberal reacciona ante esa desigualdad que no es producto del mérito o del esfuerzo personal (p. 185). Así la vida “sería el reflejo de las decisiones autónomas de cada cual, tanto del místico contemplativo como del asceta que trabajó día a día” (p. 185; en estas y otras citas, Peña parece estar más cerca de las preferencias reveladas de Paul Samuelson y del free to choose de Milton Friedman). Por cierto el mercado como motor de la movilidad social, una idea que se encuentra arraigada en la tradición liberal desde Adam Smith, nos ha llevado a que el éxito y los logros avancen con la orfandad y falta de arraigo, con una supuesta pérdida de vínculos. Este es el origen de la dicotomía entre “desencanto y satisfacción” (p. 20) que Carlos Peña discute en profundidad.

    El valor de la autonomía, esa independencia interior a la que se refiere Simmel, donde cada uno, como nos recuerda Peña, es siervo de sí mismo (p. 190), es también un espacio de libertad. Y es precisamente la subjetividad –esa “insociable sociabilidad” kantiana que nos reitera Peña– la que hace posible la libertad. En cierto sentido, si la moral y la economía caminan de la mano sin mirarse, la dignidad individual y los derechos descansan sobre el mercado que las hace posibles. Como sostiene Peña, esta “es una de las paradojas de la cultura moderna: se siente incómoda con aquello que la hace posible” (p. 214).

    La existencia de cosas que el dinero no podía comprar era una forma de control social, de asegurar la jerarquías sociales y el statu quo para impedir la movilidad (p. 189). Peña repasa algunas de las leyes suntuarias para explicar este hecho. Y como el gran Adam Smith solo aparece citado un par de veces y, es más, confundido con Mandeville, en este punto me permito recordar por última vez al padre de la economía quien, a propósito de este tema y pensando en los más pobres, se refirió a “la mayor impertinencia y presunción de reyes y ministros que pretenden vigilar la economía de los privados y restringir sus gastos promoviendo leyes suntuarias o prohibiendo la importación de bienes de lujo”.

    Como escribe Peña, las críticas al mercado y al dinero transpiran “una suerte de queja con fundamento moral” que los más críticos “practican con riguroso entusiasmo como si encontraran un cierto deleite”. Es cierto que desde la tradición grecorromana “ha tenido mejor prensa la literatura que ha subrayado los defectos del capitalismo”.

    Ahora bien, esbozaré algunas reflexiones respecto al por qué Peña escribe este texto. En otras palabras, cuáles podrían ser los significados subyacentes para nuestro contexto y su audiencia. Basta leer la contratapa para entender a lo que me refiero. En el segundo párrafo se habla del “polémico análisis sobre la importancia del consumo en las sociedades contemporáneas” y en el tercer párrafo se reitera algo similar: “un controvertido análisis sobre el proceso de modernización capitalista”.

    El libro parte con una inquietud contingente –Aylwin y la pesadilla del mall– y se pasea por las ideas de diversos autores para volver en las conclusiones a nuestra realidad. Aunque, tal como lo sostuve al comienzo este es un libro fruto de una genuina reflexión intelectual que casi usa a Sandel como un medio para un fin mucho más ambicioso, es evidente que será interpretado como una apología a lo que ha sucedido en Chile en los últimos 30 años. La queja premonitoria de Patricio Aylwin, quien previó como el mall reemplazaría al humano almacén y a las juntas de vecinos y se refirió al mercado cruel, es solo una arista de este contexto. El debate actual respecto al “diagnóstico”, es otra. Y en este sentido el libro de Carlos Peña es un aporte intelectual a nuestro debate político actual.

    Pienso que este es un libro potente en su contenido y que por eso mismo debería ser tomado cum grano salis. Pero en sus dos significados y sentidos. Como nos recuerda Peña, los antiguos pensaban que la sal evitaba los efectos letales en la comida envenenada (p. 100). Pero tampoco olvidemos que el salario, esto es el pago con sal (un bien muy escaso que servía para conservar el alimento), tenía un gran valor. En definitiva este libro es un antídoto contra la política religiosa y un aporte para mantener como alimento lo razonable.

    Aunque en este libro Carlos Peña está mucho más cerca de Adam Smith que de Jean Jacques Rousseau, finalmente me permito una reflexión personal: como el liberalismo no es patrimonio ni monopolio de nadie, siempre he pensado que es posible ser socialista, demócrata y liberal. A mi entender, Carlos Peña, al igual que el gran Pepe Zalaquett, son buenos ejemplos.

     

    Lo que el dinero sí puede comprar, Carlos Peña, Taurus, 2017, 284 páginas, $14.000.

  189. Estética de la derrota

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    La escritura de Guillermo Valenzuela recorre los meandros de la dictadura, y para eso se sirve de una analítica del lenguaje revolucionario y su derrota. La persistencia en la imagen y la metáfora, en los períodos largos y los párrafos interminables, parecen una forma de resistir al aplanador estilo de los tiempos actuales.

    por lorena amaro

    El crítico argentino Damián Selci escribe, en un texto sobre el poemario Seudo, del argentino Martín Gambarotta, que la derrota de un movimiento político puede medirse, entre otras cosas, por el lenguaje: los vencedores imponen el suyo y proscriben el de la derrota, hecho que “no tiene nada de romántico ni transgresor”. “La lengua de los derrotados —dice— no se convierte en un arma polémica y fascinante, sino que se anquilosa, envejece, aburre”. Esta caída es quizá uno de los acontecimientos fundamentales registrados en la novela La risa invisible, de Guillermo Valenzuela, autor de la novela El Pekinés (2006), la nouvelle Pena izquierda (2013) y varios libros de poemas que han trazado una trayectoria —muy consistente, aunque algo secreta— en la línea de la denuncia de un pasado marcado por la dictadura.

    La escritura de Valenzuela recorre los meandros del gobierno pinochetista, y para eso se sirve de una analítica del lenguaje revolucionario y su derrota, que se expresa en una literatura barroca, digresiva, que no cede a las actuales tentaciones del lenguaje directo, breve y transparente, predominante en las nuevas generaciones. La persistencia en la imagen y la metáfora, en los rodeos largos y los párrafos interminables, parecen una forma de resistir al aplanador estilo de los tiempos actuales. Al mismo tiempo, revela una crítica tanto al lenguaje como a la estética de las consignas y lugares comunes revolucionarios de los años 60 y 70: el protagonista de esta última novela, Lucio, hijo del guerrillero Santoro, es el primero en cuestionar esas propuestas. La malograda historia de sus padres es expuesta con ironía por un narrador en tercera persona que pasa revista a las desacreditadas fantasías guerrilleras, como en esta escena en que Marcia, pareja de Santoro, recibe a este último herido: “El canon sentimental aparece inevitable, inexcusable, cuando en ilo tempore ella le brindaba los cuidados que un herido debe recibir en la cama del soldado, luego de haber sido alcanzado en su primer enfrentamiento con los organismos de seguridad, allá en una casa desdibujada en la temperamental zona norte de la ciudad”.

    Una novela un poco excesiva, en que algunas situaciones resultan arbitrarias o redundantes, pero en que se rescata la peculiaridad del lenguaje para abordar el bestiario de la dictadura.

    Valenzuela ironiza permanentemente sobre este imaginario, así por ejemplo cuando el padre imagina un futuro para Lucio: “Santoro no pudo contener el impulso imaginativo de verlo pelear en Nicaragua, haciendo escaramuzas en la espesa selva con el fusil en la mano, ignorando reducir posiciones enemigas con un talento para la guerra de guerrillas que solo podía tener un hijo suyo. La metralla somocista lo perseguía implacable, pero no lograba herirlo ni propinarle el más mínimo rasguño en el talón, aunque decidió que no, para qué meterle plomo al héroe de la historia, si podía imaginar algo mejor”.

    En su afán por cambiar el mundo, Santoro arrastra a su mujer, Marcia, hija de un retorcido pinochetista, a una vida sin posibilidades de sobrevivencia. Por supuesto involucra también la existencia de Lucio desde su nacimiento, siempre por la consigna de no llevar una vida burguesa. El niño vive entre continuos cambios de barrio y casa, escuchando a escondidas con su madre el rock en inglés que su padre denosta por ser contrarrevolucionario y procura entender el colapso familiar permanente: el alcoholismo de Marcia, las ausencias del padre y una vasta derrota social, que puede observar cada día en su deambular por las calles. Lucio no se está quieto; tampoco lo están los demás personajes que se mueven entre el cerro San Cristóbal y las calles de Ñuñoa, que transitan entre la antigua Plaza Egaña —la de los rockeros y evangélicos— y las poblaciones de las zonas sur y norte de Santiago. Nada se está quieto en la narración de Valenzuela, como el mismo lenguaje, que desplaza, posterga los remates, alarga o extiende su respiración para no cerrar de inmediato las significaciones, buscando establecer una atmósfera.

    Las frases alargadas dan cuenta de la violencia naturalizada en aquella época oscura: la cabeza de un decapitado en la carretera en una bolsa plástica; una mujer atrapada en un saco, segundos antes de que la arrojen al mar; la muerte devastando sin tregua a los protagonistas, en torno a los cuales se teje una red de presencias: Ángeles y Julián, dos hippies que viven en el Cajón del Maipo y que no han abrazado la causa política; Che Almeja, “un capo de los cordones farmacéuticos, un asaltante armado con recetas médicas falsificadas, un guerrillero de los estados alterados de la conciencia”; Ronson, el esbirro pinochetista, violador, asesino, hijo de militar, que arruina a la familia de Santoro; Almita Quezada, testigo de Jehová, quien va Biblia en mano tratando de procurar redención a los protagonistas de esta historia en que el fracaso es la única posibilidad; Fisher, estafado por una financiera pinochetista que le roba su jubilación de jardinero; Justo Amador Correa, nombre que Valenzuela le da a un personaje muy parecido a Jaime Guzmán. Una novela un poco excesiva, en que algunas situaciones resultan arbitrarias o redundantes, pero en que se rescata la peculiaridad del lenguaje para abordar el bestiario de la dictadura. Aquí nadie sale indemne y todos son rozados por la crítica irónica y desesperanzada de un escritor en los tiempos del triunfo del mercado.

     

    La risa invisible, Guillermo Valenzuela, Das Kapital, 2017, 231 páginas, $14.000.

  190. Política y capital

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    A comienzos de los años 90, el fiscal Antonio Di Pietro sacudió la península itálica con la operación Mani Pulite (Manos Limpias), la primera investigación judicial que intentó barrer con la corrupción política y empresarial de Italia. El resultado fue catastrófico: dejó muertos –varios políticos y empresarios se suicidaron, y un par de jueces fueron asesinados por la mafia–, partidos desaparecidos –incluidos los dos más importantes: el Socialista y la Democracia Cristiana–, y una ciudadanía atónita y furiosa con sus autoridades.

    La serie 1992 es una crónica de lo ocurrido ese año. Comienza en febrero, con la detención de Mario Chiesa, socialista de calado menor que, al verse abandonado por sus correligionarios, pactó con Di Pietro. Con ese testimonio, la fiscalía milanesa tiró la madeja de una trama de sobornos que abarcaba a todas las instituciones del país. La serie finaliza en diciembre, con el procesamiento del ex primer ministro Bettino Craxi, acaso el más intocable de los políticos italianos. En 11 meses, Italia quedó descabezada.

    La relación ambigua y endogámica que han establecido la política y el capital desde la revolución neoliberal de los años 80 ha sido tremendamente nociva para las democracias occidentales. La serie ilustra bien la fractura que produjo la recesión de 2008 entre las élites y los ciudadanos.

    El vacío de poder que generó la pesquisa es narrado a través de cinco personajes con destinos cruzados: Luca Pastore, policía infectado con VIH que trabaja a las órdenes del fiscal Di Pietro; Beatrice Mainaghi, hija de un magnate implicado en el financiamiento ilegal de los partidos, que hereda el imperio farmacéutico de su padre cuando este se quita la vida; Verónica Castello, hermosa escort que se acuesta con poderosos para conseguir su sueño: conducir un programa de televisión; Pietro Bosco, veterano de la Guerra del Golfo que se convierte en diputado de la Liga Norte, el partido neofascista que despegó con la crisis; y Leonardo Notte, ex comunista que deviene en neoliberal y que ejerce como creativo en Publitalia 80, la agencia publicitaria de Silvio Berlusconi.

    Son personajes moralmente extraviados, prototipos de la confusión nacional. El cuerpo seropositivo de Pastore es el correlato de una Italia enferma de corrupción (“una enfermedad que –según declara uno de los interrogados por Di Pietro– puede ser combatida, pero no curada”, igual que el virus del policía). El cuerpo prostituido de Castello refleja a la Italia globalizada, donde las convicciones ideológicas de la Guerra Fría se prosternan ante los nuevos dioses del libre mercado: los índices de popularidad de las audiencias, la oferta y la demanda, el capital transnacional.

    Esto es llevado al paroxismo por Notte. El publicista recibe el encargo de encontrar al Moisés político que saque a la Reppublica del marasmo, pues “si el país cae, la empresa caerá también”. El elegido es su propio jefe: Berlusconi, el hombre que, echando mano a su fortuna y popularidad –era dueño del mejor equipo de fútbol de la época: el A.C. Milan–, ascenderá a primer ministro en 1994 y manejará los hilos del país durante 20 años. Su entrada en política y su meteórico estrellato podrán verse en las secuelas de esta serie: 1993 y 1994.

    La relación ambigua y endogámica que han establecido la política y el capital desde la revolución neoliberal de los años 80 ha sido tremendamente nociva para las democracias occidentales. La serie ilustra bien la fractura que produjo la recesión de 2008 entre las élites y los ciudadanos. La rabia y el resentimiento contra las élites, tan bien capitalizados por el Brexit y por Trump, están recogidos en el discurso final de la campaña a diputado del outsider Pietro Bosco: “Toda la vida me han dicho que no tenía nada que decir, que no valgo nada, que debo estar callado. Pero luego descubres que los que te dicen que no vales nada son los mismos que han mandado todo a la mierda. Ahora vamos a mandar nosotros. Nos toca a nosotros, los que no valemos nada”.

     

  191. Mirar ahí, donde duele

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    Freud, Lacan, Carlo Ginzburg, Janet Malcolm y Ricardo Piglia, entre otros, han estudiado los vínculos entre psicoanálisis y literatura. Porque si lo relevante aparece en lugares insospechados, en detalles que parecen nimios pero que cobran importancia bajo una mirada especialmente atenta, podría concebirse al analista como una suerte de lector privilegiado. Mejor, como un detective que va tras las huellas que al propio paciente se le escapan. Quizá por ello, los relatos clínicos de Freud se leen como si fueran tramas policiales.

     

    A Francesca Lombardo

     

    por andrea kottow

    Si imagináramos la relación entre literatura y psicoanálisis desde la teoría de conjuntos: ¿sería el psicoanálisis un subconjunto de la literatura? O, a la inversa: ¿habría que imaginar el psicoanálisis como el gran conjunto que, entre otros, alberga en sí el subconjunto de la literatura? ¿O sería más pertinente pensar la literatura y el psicoanálisis como dos conjuntos que presentan una intersección, una que, valga la aclaración, sin lugar a dudas se mostraría de forma preeminente?

    Es evidente que existen vínculos de peso entre psicoanálisis y literatura, tanto en el sentido genealógico como también arqueológico (para retomar los términos foucaultianos). Freud, y así ha sido señalado en numerosas ocasiones, era un gran lector de la tradición literaria y muchas de sus conceptualizaciones más importantes –partiendo por el mismísimo Complejo de Edipo– se articulan desde un ejercicio de exégesis literaria. Serían inimaginables los alcances de la teoría psicoanalítica del padre fundador sin sus disquisiciones en torno al duelo a partir de su diagnóstico del melancólico Hamlet, o el advenimiento de lo ominoso al enamorarse Nathaniel de la autómata Olimpia en ese maravilloso cuento de E.T.A. Hoffmann titulado “El hombre de arena”.

    Ginzburg vincula el advenimiento del psicoanálisis a finales del siglo XIX con la emergencia de la lectura de huellas. Se trataría de captar lo latente, lo que ya no está disponible en su inmediatez a los sentidos, y en cuya búsqueda hay que emprender el camino del desciframiento.

    No tan solo son fundamentales las lecturas que realiza Freud de obras literarias para el desarrollo de sus teorías en el ámbito psicoanalítico; la escritura del propio Freud tiene, por decirlo de algún modo, conciencia literaria. Es decir, es una escritura poética, que utiliza el lenguaje de particulares formas, sacándole rendimiento a figuras retóricas, haciendo girar las palabras para que, vistas desde otros ángulos, expresen aristas antes ocultas. En un ensayo recientemente editado en Chile, con el bello título Cuando Freud vio la mar, el autor Arthur Goldschmidt postula que el descubrimiento del inconsciente sería un efecto de la mirada que Freud habría posado sobre la lengua. Freud, en eso, se parecería a los grandes poetas, como Goethe o Hölderlin –autores admirados por el médico vienés–, conquistando a la lengua como si de un territorio nuevo se tratara. Un territorio que evidentemente ya estaba ahí antes de la llegada del explorador, pero que ahora, recorrido con perspectivas diferentes, evidencia posibilidades de su geografía antes insospechadas.

    Más allá de estos lazos que unen la tradición psicoanalítica –continuada, por lo demás, por el otro personaje central de esta historia: Jacques Lacan–, existe una serie de corrientes menos visibles que enredan los ámbitos literarios y psicoanalíticos. Una de ellas, especialmente atractiva, es la que señalaron, entre otros, el historiador Carlo Ginzburg, así como el novelista y crítico Ricardo Piglia. Ginzburg vincula el advenimiento del psicoanálisis a finales del siglo XIX con la emergencia de la lectura de huellas. Se trataría de captar lo latente, lo que ya no está disponible en su inmediatez a los sentidos, y en cuya búsqueda hay que emprender el camino del desciframiento. Leer a partir de retazos, de vacíos, de estampas que quedaron allí, y que contienen en sí una verdad ocultada. Ginzburg señala el parentesco entre Freud y Conan Doyle, como también con el historiador del arte Giovanni Morelli, basado en que los tres operarían poniendo en juego un “paradigma indiciario o adivinatorio”. Un paradigma que desplaza la mirada al síntoma, a la huella y al detalle.

    Esta imagen –la del psicoanalista como detective– es trabajada por Piglia en su magnífico ensayo titulado “Los sujetos trágicos (literatura y psicoanálisis)”. El detective, tal como surge en la tradición literaria policial del siglo XIX, es, en primerísimo lugar, un lector de huellas. Alguien que sabe pasar por alto lo que es aparente, desechándolo por insignificante. El detective, a partir de una racionalidad implacable –“elemental, Watson”– puede reconocer entre el gran fango de lo real, colmado de pistas falsas, de caminos sin salida, de engañosas fachadas, aquello que es estructural y por lo tanto significativo.

    El analista no sigue una vía muy diferente: toda la idea del acto fallido freudiano reside precisamente allí. Lo realmente relevante aparece en lugares insospechados, en detalles que parecen nimios pero que cobran importancia bajo la atenta mirada del analista. Lo que no se quiso decir o hacer aglomera en sí una verdad que al mismo analizado se le escapa, pero que el analista es capaz, a partir de un ejercicio de interpretación –es decir de lectura de huellas– de recuperar. Por eso es que los relatos clínicos de Freud se dejan leer con tanta facilidad: se trata de pequeñas tramas policiales en las que Freud, el detective, descubre, solo al final y producto de su minucioso trabajo decodificador, al asesino.

    El análisis, en la mirada despiadada de Piglia, es el espacio –quizás el único– donde el sujeto se vuelve narrador y personaje de una historia que importa. Como si la propia vida fuera única y sustancial.

    Pero Piglia también piensa en otro sentido la relación entre las tramas detectivescas y psicoanalíticas; un sentido mucho menos halagador para quienes nos sometemos a análisis, por cierto. Y uno que retoma otra idea central con la que ha sido pensado el modelo detectivesco del siglo XIX. Walter Benjamin, en el Libro de los pasajes, postula al detective como una figura que surge para domesticar el miedo frente a la gran urbe. Cuando la realidad comienza a mostrarse sobre todo como una amenaza, como una avalancha inconmensurable para un sujeto que podría diluirse en ella, hundirse en el anonimato y ser arrasado por todos los estímulos que se agolpan en la ciudad, el detective emerge como quien permanece en control.  Alguien que no se deja seducir por letreros luminosos tramposos, por callejuelas que encierran peligros insospechados en sus recovecos oscuros o por voces seductoras de prostitutas sifilíticas. Un lector privilegiado, otra vez, de un escenario incierto. Y frente a este mismo anonimato, que hace sentir insignificante al sujeto, este acude al diván, donde al menos por momentos logra recomponerse como protagonista. El análisis, en la mirada despiadada de Piglia, es el espacio –quizás el único– donde el sujeto se vuelve narrador y personaje de una historia que importa. Como si la propia vida fuera única y sustancial.

    En este sentido, también el psicoanálisis, como el policial, nace en el seno de una cultura urbana donde las vidas burguesas se vuelven tan similares unas a otras que pierden sus contornos identitarios, restituyéndose su particularidad tan solo en el relato que de ellas se hace al analista. Los pequeños dramas cotidianos se elevan a tramas narrativas: ¡Madame Bovary, soy yo! No olvidemos, además, que la historia del psicoanálisis está íntimamente entrecruzada con la figura de la mujer histérica: una histriónica que hace de su vida y cuerpo la superficie de inscripción de una escritura existencial. Y una escritura que permanece opaca para ella misma, requiriendo del lector masculino para su decodificación.

    Pero, alejémonos un poco de Freud y, junto a él, del modelo del analista héroe, que salva de sus traumas oscuros a quien se entrega a su capacidad de exégeta. La periodista Janet Malcolm, en su libro Psicoanálisis: la profesión imposible, recoge varias conversaciones que sostuvo con Aaron Green, el pseudónimo con que Malcolm bautiza a su entrevistado, psicoanalista perteneciente a la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York. Hablan sobre la historia del psicoanálisis, sobre sus ramificaciones posfreudianas, sobre la figura de Lacan y sobre las pequeñas y grandes intrigas del psicoanálisis norteamericano. De sus héroes, de sus antagonistas, de expulsiones, ascendencias y descendencias. Asimismo, una y otra vez, de los pacientes. Y se van sucediendo las historias de quienes se someten –muchas veces por años y varias veces a la semana– a este extraño ritual: hablar a un desconocido, sin mirarlo a los ojos, en posición horizontal, de lo más íntimo y secreto a cambio de sumas de dinero considerables.

    Desde hace bastante tiempo que como lectores no nos vemos satisfechos con los finales felices. Probablemente porque sentimos que no hay final feliz posible en la literatura, y sepamos, también, que tampoco en el psicoanálisis. Es más, quizás ni siquiera haya final.

    Una de las partes más desconcertantes de la investigación realizada por Janet Malcolm se produce cuando se pregunta por el final de análisis. ¿Cómo y cuándo se acaba un análisis? Implícita está la pregunta por la cura. ¿Cómo se sabe, desde la posición del analista, que se ha hecho todo lo que se pudo con un paciente? ¿Que el espacio de esa intimidad generada entre dos ahora puede quedar atrás, porque algo en el analizado cambió para mejor? ¿En qué dirección o qué tipo de movimiento habría que hacer para pensar esa mejora?

    Las respuestas de Aaron Green son desalentadoras: en la plenitud de su vida profesional –tiene 46 años– casi no ha culminado ningún análisis. La mayoría de ellos –y no tan solo los suyos– finalizan por razones pragmáticas: traslados de ciudades, dineros que se acaban, tiempos que no calzan. Otros tantos, por abandono. Los pacientes se cansan, se aburren, se les hace insoportable, dejan el tedioso y costoso psicoanálisis por terapias que prometen soluciones más rápidas y eficientes. También el analista puede interrumpir un análisis, cuando considera inanalizable al paciente o no se cree el profesional adecuado para ayudar al analizado. Y cuando el análisis se termina, en un extraño y nunca del todo coincidente consenso entre ambos, tampoco se cristaliza como final feliz. Analista y analizado se añoran, se acusan de abandono, y solo en forma desfasada reconocen que el análisis quizás en algún punto fue bueno.

    El título de Malcolm da en el clavo: hay algo imposible en el psicoanálisis que, podríamos pensar, también es común a la literatura. Desde hace bastante tiempo que como lectores no nos vemos satisfechos con los finales felices. Probablemente porque sentimos que no hay final feliz posible en la literatura, y sepamos, también, que tampoco en el psicoanálisis. Es más, quizás ni siquiera haya final. Porque la literatura, el psicoanálisis y la vida son un gran enjambre, en la que se cruzan un sinfín de variables que –seamos sinceros– no pueden ser reducidos a conjuntos y agotados en sus teorías. Lo que comparten literatura y psicoanálisis, y en lo que reside su irresistible magnetismo, es en que ingresan a las minucias psicológicas, para mirar allí donde no suele mirarse.

     

     

    Relatos clínicos, Sigmund Freud, Debolsillo, 2008, 208 páginas, $6.000.

     

    Cuando Freud vio la mar, Georges Arthur Goldschmidt, Metales Pesados, 2017, 228 páginas, $11.900.

     

    Psicoanálisis: la profesión imposible, Janet Malcolm, Gedisa, 2004, 240 páginas, $12.000.

     

    Formas breves, Ricardo Piglia, Debolsillo, 2013, 144 páginas, $8.000.

  192. El fin de semana de los independientes: la Furia del Libro desde adentro

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    En 2009, cuando se realizó la primera versión de este evento, se juntaron 18 editoriales. Este fin de semana fueron 126 los expositores nacionales que se reunieron en el GAM. Una prueba del florecimiento de editoriales independientes, así como de la fidelidad de un público lector que asiste a un evento donde prevalece la literatura de punta y los autores emergentes chilenos.

    por matías hinojosa

    Uno a uno van pasando al escenario. Cualquiera puede hacerlo, solo basta con pedirlo. La única condición es no sobrepasarse en el tiempo. Todos tienen tres minutos, ni un segundo más. No importa el género o el tema del texto, cada participante puede leer lo que quiera. Sobre el escenario, algunos tiemblan nerviosos e intentan controlar la voz, otros lo enfrentan con mayor aplomo. Cada uno, sin embargo, da lo mejor de sí. Es otra versión de la “Lectura furiosa”, actividad que cierra la Furia del Libro y que se ha convertido en una tradición de este encuentro literario. Poemas y narraciones salen de los parlantes del GAM, mientras cae la tarde en Santiago. La XI edición de la Furia poco a poco llega a su fin.

    “Es hasta la fecha nuestra edición más exitosa. A través de la difusión que hacen las editoriales, sumado a los libros que se esfuerzan en publicar para esta fecha, han convertido a este proyecto en algo muy interesante para el público”, dice Galo Ghigliotto, director del evento y de editorial Cuneta.

    Pese a la envergadura que ha tomado con los años, la feria conserva un ambiente de camaradería y compañerismo. Los expositores, en su mayoría, se conocen y son amigos. Buena parte del público tampoco es ajeno a la escena.

    La “Lectura furiosa” fue una de las 54 actividades que presentó el programa de la feria durante sus cuatro días de funcionamiento. Hubo más de una decena de lanzamientos, mesas de conversación, talleres y lecturas. Y se contó con la visita de editoriales argentinas e invitados internacionales. Sin embargo, más allá del crecimiento evidente que ha experimentado el evento, su espíritu sigue siendo el mismo de siempre. Una vistazo general a la feria lo demuestra: todos los expositores cuentan más o menos con el mismo espacio. Editoriales históricas de la escena independiente, se mezclan indistintamente con otras de reciente creación. Y los visitantes tampoco parecen hacer diferencias. Pese a tener puntos de mayor atracción, el tránsito del público se distribuye armónicamente por todo el circuito de mesones, que uno al lado del otro dibujan una línea serpenteante que atraviesa de extremo a extremo los patios del GAM. La disposición, de algún modo, invita a recorrerla en su totalidad, pues no hay mesón que no encierre la promesa de un hallazgo.

    Fueron 126 los expositores chilenos reunidos en esta ocasión, hecho que reafirma la buena salud de la que goza la producción independiente en nuestro país. Hoy los organizadores recuerdan entre risas esa primera versión realizada en junio de 2009, donde se juntaron 18 editoriales, pero con un escaso número de asistentes. “Siendo sincero, fue un fracaso en público: llegaron 300 personas y todos eran amigos”, cuenta Guido Arroyo, director del sello Alquimia. “En la primera feria el fenómeno de la edición independiente todavía no se consolidaba, de hecho era algo muy incidental. Me acuerdo que eran en su mayoría libros hechos a mano, ninguno tenía ISBN ni medios de distribución, mucho menos contaban con un horizonte comercial o de prensa. Esa iniciativa respondió a la lógica contracultural que teníamos varios sellos. Me acuerdo que fue tan patética esa primera versión que incluso participó una editorial que no tenía libros publicados. Había, eso sí, mucha emergencia por visibilizar algo que estaba germinando”.

    Como Matamoscas, que llegó a Santiago con solo 10 copias impresas del único título de su catálogo, hay una decena de pequeños sellos que trabajan al margen de las librerías, muchos de ellos de cuño anarquista, cuya circulación se restringe únicamente a este tipo de encuentros.

    “Nuestra idea fue hacer visible libros que no tenían ninguna forma de difusión, porque no los aceptaban en librerías y no aparecían reseñados en la prensa”, complementa Ghigliotto. “De pronto se dio un boom de las llamadas editoriales independientes y tuvimos repercusión en la prensa y el público comenzó a crecer y a crecer. Fue lindo, porque era gente que buscaba a la edición independiente, sin saber que la edición independiente existía. Y cuando se encontraron con lo que hacían estas editoriales, se fidelizaron rápidamente”.

    El catálogo de Alquimia es actualmente uno de los más sólidos. Su stand es de aquellos puntos de la feria donde los asistentes se aglutinan. Para ellos, la Furia del Libro se ha convertido en el hito más importante del año y publican buena parte de sus novedades en el marco de este encuentro. “En la Filsa, por ejemplo, trabajamos con un anillo de lectores mucho más amplio y que resulta desconocido para nosotros”, agrega Arroyo. “A esta feria, por el contrario, asisten los lectores que son mucho más cercanos a nuestro catálogo. Eso nos interpela como editorial en seguir apostando por este espacio. La Filsa, por otra parte, es una feria súper prohibitiva en términos comerciales, donde los independientes no estamos muy considerados. Por eso no llevamos novedades importantes a esa feria; de hecho este año fuimos con un tercio de nuestro catálogo: solamente lo más comercial. Es por eso que la Furia es el momento del año más importante para nosotros. Gran parte de las editoriales independientes nos fuimos profesionalizando gracias a ella, porque nos obliga de alguna manera a llegar con novedades”.

    Pese a la envergadura que ha tomado con los años, la feria conserva un ambiente de camaradería y compañerismo. Los expositores, en su mayoría, se conocen y son amigos. Buena parte del público tampoco es ajeno a la escena. El diálogo es permanente en los pasillos y entre los stands. Pero también es una instancia para iniciar lazos. “Me gusta venir a la feria porque conozco gente y veo cosas. Me compro fanzines. Ayer, por ejemplo, conocí a Gustavo Bernal (autor de Rabiosa) y, como soy de Valparaíso, me quedé en su casa. No tenía donde dormir”, cuenta René del Fierro, editor en Matamoscas, sello de Valparaíso que participa por primera vez. Con unos pocos fanzines y apenas un libro publicado, Del Fierro destaca el contacto que propicia esta instancia entre los lectores y aquellas producciones que permanecen fuera del circuito comercial.

    “Ya no basta con leer”, decía el afiche de la feria, que toma prestada la portada de la película de Aldo Francia. Poco a poco se vacía el lugar. ¿Quién iba a pensarlo? En la Furia no hay furia. Más bien alegría y satisfacción por el trabajo bien hecho.

    Como Matamoscas, que llegó a Santiago con solo 10 copias impresas del único título de su catálogo, hay una decena de pequeños sellos que trabajan al margen de las librerías, muchos de ellos de cuño anarquista, cuya circulación se restringe únicamente a este tipo de encuentros. Además de autores nacionales y géneros no comerciales, estas editoriales publican ediciones a bajo costo de escritores como Orwell, Foucault, Sartre, Simone de Beauvoir, Zizek y Judith Butler. “Aquí encuentro a muy buen precio libros de filosofía, que por lo general son caros. Estas editoriales creo que cobran lo justo. Me parece que sienten una responsabilidad por acercar estos textos a la gente”, dice Diego Contreras, uno de los asistentes. A simple vista, llama la atención la variedad de catálogos y las distintas formas de impresión que pone en práctica cada sello. Desde la presentación más convencional hasta libros de confección artesanal, cada editorial se esmera por ofrecer una propuesta particular. “Estos libros son hechos a pulso, con más cariño que con plata”, afirma Ghigliotto. “El compromiso del editor independiente es distinto. Y ese compromiso no solo es con el escritor, sino también con el público. Cuando tienes una editorial pequeña y los recursos son limitados, el editor solo puede apostar por aquellos proyectos en los cuales cree y está convencido de su calidad”.

    Termina la “Lectura furiosa”. A esa misma hora, en una sala del GAM, Raúl Zurita lee junto al poeta norteamericano Daniel Borzutzky. Estamos en los estertores de otra edición de la Furia. Las editoriales argentinas hacen ofertones de último minuto, mientras otros stands comienzan a guardar sus textos. “Ya no basta con leer”, decía el afiche de la feria, que toma prestada la portada de la película de Aldo Francia. Poco a poco se vacía el lugar. ¿Quién iba a pensarlo? En la Furia no hay furia. Más bien alegría y satisfacción por el trabajo bien hecho. No fue un fin de semana cualquiera.

  193. Tanto por hacer, tanto por discutir

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    Desiguales, el último libro publicado por el PNUD, revela que la desigualdad en Chile no es solo económica, sino también étnica, de género y de clase. Nada nuevo bajo el sol. El punto más llamativo del estudio, sin embargo, es que los chilenos parecen dispuestos a aceptarla y que la solidaridad, el valor que ha sentado las bases de las sociedades contemporáneas más igualitarias, parece estar cada vez más arrinconada por el individualismo.

    por francisco saffie

    Para todos aquellos que estén interesados en la discusión sobre la desigualdad y las consecuencias que este debate tiene para la acción política, el libro del PNUD Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile, es un punto de referencia necesario. El libro, cuyos investigadores principales fueron Matías Cociña, Raimundo Frei y Osvaldo Larrañaga, es quizá el único que ha analizado las cifras y el origen de la desigualdad social (no solo económica) en el país utilizando una amplia base de datos. Como han dicho quienes se han referido al libro, este establece dos ideas que son importantes: a) que en Chile desde 1990 hasta el 2015 la desigualdad (entendida como pobreza) disminuyó considerablemente, y b) que la mayor preocupación por la desigualdad tiene un origen en el individualismo y no en la solidaridad.

    A partir de estos dos puntos, algunos concluyen que los cambios “al modelo” que ha intentado realizar la presidenta Bachelet en su segundo gobierno no responden a las preocupaciones que las personas realmente tienen. De lo anterior se sugiere que la ruta marcada por la “socialdemocracia” que caracterizó a los gobiernos de la Concertación, no debió abandonarse. Sin embargo, a mi juicio, en esa lectura no queda claro si la desigualdad es realmente un problema o es una consecuencia que tenemos que aceptar dado que se logró disminuir la pobreza.

    Desigualdad tolerada

    La cantidad de datos que contiene Desiguales en 412 páginas puede abrumar. Quienes no tienen la costumbre de leer gráficos o estar al tanto de las metodologías usadas pueden considerar excesiva la cantidad de información ofrecida. Pero no es necesario ser experto en esas materias para, después de leer el libro, darse cuenta de que Chile es y ha sido históricamente una sociedad desigual. La desigualdad en Chile no solo se manifiesta en los recursos económicos que tiene una persona sino también en la forma en que esos recursos están disponibles y en la posición social y el trato que recibe. Chile es un país desigual en el trato a las mujeres, a las personas que pertenecen a alguna etnia, a las que provienen de un origen social no privilegiado; es un país estructuralmente desigual en las oportunidades que los chilenos tenemos para movernos en la escala social, en el acceso a salud y educación, en la seguridad social, en la segregación urbana, en la calidad de los empleos; es un país desigual en cuanto a la concentración de la riqueza y la influencia política.

    Por un lado, están quienes sostienen que la respuesta se encuentra en una tolerancia de las desigualdades que son producto del esfuerzo personal, mientras exista igualdad de oportunidades; por el otro, quienes propondrían la necesidad de eliminar las desigualdades provocadas por las políticas públicas de los últimos 30 años, cambiando el modelo económico.

    En el libro, la existencia de todas estas desigualdades está respaldada con datos. Lo que más llama la atención es la forma en que la desigualdad se entiende como un problema. Según las entrevistas y el análisis que se desarrolla a lo largo de Desiguales, la desigualdad es un problema porque genera situaciones que se perciben como injustas (desde el trato en la calle hasta el efecto que tiene no tener recursos para acceder a mejor educación) o por el temor a perder el bienestar alcanzado. Ese miedo se expresa en la preocupación de que el destino quede entregado únicamente al esfuerzo personal y, por ende, ante una enfermedad o simplemente ante un traspié profesional, se pierdan los beneficios y la seguridad lograda. Esto último es, a mi juicio, un dato central, porque explica cómo es que, a pesar de todas las desigualdades existentes y lo nocivas que son para la construcción de una sociedad política y sus instituciones, los chilenos parecemos estar dispuestos a tolerarlas.

    ¿Cómo entender que indigne la falta de reconocimiento que supone la desigualdad social y exista temor por el riesgo de bajar de nivel económico en cualquier momento, pero que todo eso quede olvidado, para ser tolerado, una vez que se logra ser parte de un grupo privilegiado?

    Los comentarios que hasta ahora se han hecho a Desiguales pueden agruparse según la forma en que responden a esta pregunta. Por un lado, están quienes sostienen que la respuesta se encuentra en una tolerancia de las desigualdades que son producto del esfuerzo personal, mientras exista igualdad de oportunidades; por el otro, quienes propondrían la necesidad de eliminar las desigualdades provocadas por las políticas públicas de los últimos 30 años, cambiando el modelo económico. El beneficio de los primeros sería que ahora cuentan con las cifras, las estadísticas y las entrevistas que Desiguales les provee para confirmar su respuesta; para los segundos, la fuerza de los hechos mostraría el error del diagnóstico sobre el que construyen sus propuestas.

    Para los primeros, la cuestión relevante radica en la discusión acerca de qué desigualdades son justificables. La forma de entender esta cuestión descansa en el trabajo iniciado por el filósofo político John Rawls. Lo relevante para una teoría de la justicia, según Rawls, es evitar que las desigualdades de origen (el lugar y la familia en que uno nació) condicionen los planes de vida individuales (el lugar que una persona quiere ocupar en la sociedad, lo que incluye roles de representación política). Así, todas las desigualdades que pongan en riesgo tanto la igualdad de oportunidades como el bienestar económico al que pueden optar los que están en peor situación deben ser corregidas mediante el efecto redistributivo o correctivo de los impuestos.

    La teoría de la justicia defendida por Rawls fue criticada y complementada por distintos autores que buscaron agregar elementos que permitan poner de manifiesto otras dimensiones de la desigualdad igualmente relevantes para los individuos que forman parte de una sociedad política, generalmente enmarcadas bajo la noción de reconocimiento: los derechos de las mujeres, de las etnias, de la diversidad sexual, como también las críticas –desde una ética protestante– que exigen tomar en serio que la igualdad de oportunidades en el origen supone corregir solo aquellas desigualdades que son producto de la mala suerte y no aquellas que son imputables a las decisiones individuales por las cuales cada individuo debería hacerse responsable. En definitiva, con esta visión la pobreza debe ser atacada mediante programas estatales de ayuda a los pobres, que pueden ser financiados con recursos provistos por aquellos que han tenido mejor suerte en la distribución del producto generado por el mercado.

    Los individuos ya no aspiran a una igualdad de resultados (la caricatura con la que se asocian las posiciones igualitaristas actuales), sino que desearían asegurar un acceso igualitario a las bondades que, con esfuerzo personal, permiten las sociedades capitalistas modernas (aceptando las desigualdades que estas generan).

    Aquellos que plantean modificar la lógica anterior, en cambio, proponen políticas universales de prestación pública de ciertos bienes. La provisión de estos bienes bajo la lógica de los derechos sociales sería la forma de lograr que todos tengamos una efectiva igualdad de oportunidades y, así, evitar vivir con una sensación permanente de incertidumbre o fragilidad. Los derechos sociales a la educación, salud, previsión y vivienda buscan asegurar que todos seamos parte de la igualdad artificial que supone la calidad de ciudadano. Lo que no significa, sin embargo, que todos accedamos exactamente a los mismos servicios (cuestión que es imposible en la práctica). Quizá el ejemplo más fuerte de una política de provisión de servicios universales es el National Health Service (NHS) británico, el servicio de salud que se creó después de la Segunda Guerra Mundial y que atiende a todos por igual, distribuyendo sus recursos según un criterio de necesidad determinado por la gravedad y urgencia de la enfermedad, que es financiado con recursos públicos.

    Lo central para quienes defienden este último modelo es entender que la igualdad exige que ciertas desigualdades no sean toleradas, porque son producto de estructuras sociales injustas. Lo que aquí se juega, en definitiva, es la solidaridad y la fraternidad, condiciones que se deben los ciudadanos como iguales.

    El problema es que las dos formas de responder a la pregunta inicial sobre la tensión entre la indignación que provoca en los chilenos la desigualdad y, al mismo tiempo, su aceptación, muestran cierta falta de comprensión del sujeto que constituye las sociedades contemporáneas. Quizá lo que deberíamos buscar son nuevas formas de hacer que esta realidad tenga sentido, en especial para quienes desde lo que tradicionalmente ha sido la izquierda, siguen viendo que la desigualdad es un problema político (y no meramente económico).

    Solidaridad v/s individualismo

    ¿Qué hacer con la desigualdad? Tolerarla pone en riesgo la solidaridad que requieren las instituciones políticas contemporáneas; y eliminarla pareciera conllevar una noción de solidaridad que es ajena a los individuos contemporáneos.

    El primer tipo de respuesta (parte del llamado “liberalismo igualitario”) descansa en la existencia de la desigualdad justificada. Vale decir, si bien estaría de acuerdo en que es necesario incluir las demandas por reconocimiento (de las mujeres, de quienes pertenecen a una etnia, del trato diario a quienes pertenecen a los grupos económicos más pobres), entienden que las desigualdades económicas no son problemáticas mientras nos preocupemos por los pobres.

    En algún sentido, Desiguales parece llegar a esta conclusión cuando tematiza que las desigualdades económicas que parecen problemáticas son las que permiten la concentración de la riqueza y que implican mayor influencia política (capítulos 10 y 11), cuestiones que justificarían algún grado de redistribución. De hecho, según el libro, aquellas desigualdades que suponen una estructura de desigualdad (en educación, salud, vivienda y previsión) y su reproducción (la mala calidad de los servicios públicos no permiten salir de la pobreza o moverse en la escala social) se podrían resolver con políticas de focalización (capítulos 7 a 9). Todo lo anterior explicaría que los problemas con la desigualdad se deben más bien a la comprensión que se tiene del mérito y la imposibilidad de obtener los réditos que derivarían del esfuerzo personal, si todos pudiésemos competir en igualdad de condiciones (capítulo 6).

    En este último análisis es interesante detenerse. Uno de los problemas de la meritocracia (y en consecuencia, del liberalismo igualitario) es recogido en Desiguales cuando se sostiene que “el predominio de un ideal de meritocracia de carácter fuertemente individualista puede socavar los principios de solidaridad e integración social, que sientan las bases de las sociedades más igualitarias”. Lamentablemente, nada se propone en el libro sobre este tema.

    Solo una vez que existe una base solidaria respecto de aquellas cosas en que todos compartimos un destino común (la enfermedad, la educación, la vejez, la vivienda, el reconocimiento de quienes son distintos) bajo un ideal político de igualdad (que no igualdad material), puede la desigualdad económica que se produce por las interacciones del mercado ser irrelevante.

    La alternativa, una teoría socialista de los derechos sociales en su forma tradicional, se topa con el problema de que las sociedades actuales –y la chilena, según nos informa Desiguales– son de hecho individualistas. La discusión sobre una reforma al sistema de pensiones expresa esta disyuntiva: tenemos claro que el ahorro individual no asegura una pensión digna (según las cifras de Desiguales, la gran mayoría de los asalariados no alcanza a vivir de su sueldo, menos pueden tener capacidad de ahorro para aumentar sus pensiones), pero pocos estarían dispuestos a compartir sus (escasos) ahorros en un sistema de reparto.

    Por lo tanto, fundar políticas universales en una concepción fuerte de solidaridad que apele a una noción sustantiva de destino común compartido por todos, característico de las sociedades premodernas, parece que no tendría adhesión (es lo que dice, por ejemplo, Rubin en Soul, Self, and Society: The New Morality and the Modern State). Esto pareciera significar que los individuos ya no aspiran a una igualdad de resultados (la caricatura con la que se asocian las posiciones igualitaristas actuales), sino que desearían asegurar un acceso igualitario a las bondades que, con esfuerzo personal, permiten las sociedades capitalistas modernas (aceptando las desigualdades que estas generan). Aquí es necesario, sin embargo, detenerse. Es perfectamente posible sostener que si bien no deberíamos buscar una igualdad de resultados, sí es necesario tener una sociedad con una base de igualdades estructurales bajo una noción distinta de solidaridad.

    La prestación universal de ciertos bienes básicos no supone necesariamente una concepción fuerte de solidaridad. Contentarse con que el individualismo es una realidad que lleva a una aceptación de la desigualdad que genera el mercado mientras los pobres tengan acceso a servicios mínimos, significa desconocer la importancia que la igualdad y la solidaridad tienen entre quienes compartimos día a día un cierto nivel de obligaciones comunes, que nos permiten mantener las estructuras institucionales que aseguran nuestras condiciones de vida. En otras palabras, no es necesario aceptar las desigualdades económicas y estructurales porque disminuyen la pobreza. Adoptar ese punto de vista es la negación de la igualdad que define a las sociedades políticas modernas (desde el contractualismo en adelante), lo que implica poner en riesgo las estructuras políticas que nos permiten convivir teniendo distintos planes de vida individuales.

    Como sostiene Dubet en su libro ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario), necesitamos un relato de la solidaridad entendida como “la capacidad de vivir juntos en el lugar donde los individuos se encuentran y reconocen”.

    En este sentido, los derechos sociales deben ser entendidos como los derechos que permiten a todos los individuos, por igual, ser verdaderamente libres e iguales en las sociedades complejas que caracterizan a los estados contemporáneos. Solo de esta manera, en los términos de Castoriadis, tiene sentido la solidaridad como condición necesaria de la autonomía colectiva; que es lo mismo a sostener que la autonomía solo puede lograrse colectivamente.

    La posibilidad de vivir en sociedades políticas complejas requiere de la igualdad estructural que hace posible que nos reconozcamos fraternamente en nuestras diferencias. Solo una vez que existe una base solidaria respecto de aquellas cosas en que todos compartimos un destino común (la enfermedad, la educación, la vejez, la vivienda, el reconocimiento de quienes son distintos) bajo un ideal político de igualdad (que no igualdad material), puede la desigualdad económica que se produce por las interacciones del mercado ser irrelevante. Lo crucial, en consecuencia, no es tolerar la desigualdad mientras nos preocupemos de los pobres; sino que no exista respecto de la base estructural que hace posible la existencia de una comunidad política, distinción entre ricos y pobres.

     

    Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile, PNUD, Uqbar, 2017, 412 páginas, $15.000.

  194. La sublimación entre el sufrimiento y el placer en el trabajo

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    La clínica del trabajo se desarrolló en Francia después de la Segunda Guerra Mundial bajo el nombre de Psicopatología del trabajo. La renovación de esta clínica a partir de los años ochenta se debe a trabajos de investigación que resultan del encuentro entre el psicoanálisis y la ergonomía.

    El campo de esta clínica se extendió más allá del estudio de las enfermedades mentales relacionadas con trabajo. El foco de investigación son los recursos psíquicos movilizados por los trabajadores, que llegan a resistir los efectos deletéreos de su tarea esforzándose por sostenerse en la normalidad.

    Así es como han sido descubiertas estrategias de defensa contra el sufrimiento en el trabajo, construyendo un campo clínico inmenso y diverso. Más allá de las defensas y más allá de la normalidad, luego nos interesamos por las condiciones específicas que permiten acceder al placer en el trabajo e incluso en la construcción de la salud mental gracias al trabajo. Es debido a la expansión del campo clínico que una nueva denominación ha sido propuesta en 1992, que llamamos la Psicopatología del trabajo. Nuestro objetivo fue reunir investigaciones que van del sufrimiento al placer en el trabajo y desde las patologías mentales hasta la realización de sí mismo en el trabajo.

    Esta clínica es de una gran riqueza y extremadamente diversa. Pero la psicodinámica del trabajo no es solo una disciplina clínica, es también una teoría centrada en el análisis de los procesos que causan estos problemas. Esta clínica se interesa tanto en la etiología del sufrimiento y de las patologías como en el placer y la salud que puede existir en el contacto con el trabajo. Una de las tesis principales de esta teoría es la «centralidad del trabajo» para la subjetividad.

    Mucho tiempo ignorada, incluso rechazada por los psicoanalistas, la psicodinámica del trabajo se desarrolló sobre todo gracias a la confrontación con otras disciplinas: la ergonomía y la medicina del trabajo, la sociología (sociología de la ética y la sociología de la división sexual del trabajo), la antropología, luego con la filosofía (particularmente la fenomenología de Michel Henry y la Escuela de Francfort), con el derecho y más recientemente con la economía.

    Hace muy poco tiempo, las escuelas de psicoanálisis se abren a la cuestión del trabajo. Primero en Francia y también en diferentes capitales europeas, en Canadá, en Brasil, en Chile, en Argentina. Esta nueva coyuntura es sin duda en contacto con el hecho de que muchos psicoanalistas reciben a pacientes cuya demanda inicial se refiere a su sufrimiento en el trabajo. ¿Cómo hacer sitio a una problemática del trabajo cuando trasciende el corpus freudiano?

    Para responder a esta pregunta, lo mejor es sin duda comenzar por el análisis de aquello que, en relación con el trabajo, convoca la subjetividad. Con otras disciplinas nos dedicamos a comprender los efectos patógenos del trabajo. Para discutir con el psicoanálisis, nos ha parecido más idóneo examinar cómo la psicodinámica del trabajo puede aportar a la teoría de la sublimación. Es solamente después que se podrán esbozar ideas de por qué ciertas organizaciones del trabajo, socavando los muelles subjetivos de la sublimación, incluso oponiéndose fundamentalmente a esta última, son capaces de desestabilizar al individuo y de poner en marcha una crisis psíquica que puede llevar a veces hasta el suicidio. Tener en cuenta todos estos datos nacidos de la clínica sugiere por fin conceder a la sublimación un sitio específico en el funcionamiento psíquico, significativamente más importante que el que generalmente se le asigna en la psicopatología y la metapsicología.

    Trabajo, actividad y subjetividad

    Normalmente contraponemos el trabajo de diseño con el trabajo de ejecución, donde el primero pasa por más noble que el segundo. La distinción no es falsa; sin embargo, conviene subrayar que no hay trabajo de ejecución sin el diseño del mismo.

    El que no sabe hacer trampas o el que no se atreve a hacerlas es un mal profesional. Porque el que se conforma con la ejecución estricta de las prescripciones no hace nada más que la «huelga del trabajo apegado al reglamento». Ninguna empresa, ningún taller, ningún estudio, ninguna organización puede funcionar si la gente toma solamente la ejecución de los procedimientos oficiales.

    Todos los que trabajan infringen los procedimientos, transgreden las órdenes y traicionan las consignas. Ni siquiera por un gusto inmoderado de la resistencia o de la desobediencia, muchas veces es simplemente para hacer bien el trabajo. Porque el trabajo concreto exactamente no se presenta jamás como lo prevén los diseñadores y los organizadores. Hay siempre unos imprevistos, averías, disfunciones, incidentes, en todo trabajo. Lo que es prescrito es lo que se designa bajo el nombre de tarea. Lo que hacen los trabajadores, concretamente es la actividad. Trabajar, en suma, es constantemente ajustar, adaptar, chapucear, es decir, un artesano creativo de la acción. El que no sabe hacer trampas o el que no se atreve a hacerlas es un mal profesional. Porque el que se conforma con la ejecución estricta de las prescripciones no hace nada más que la «huelga del trabajo apegado al reglamento». Ninguna empresa, ningún taller, ningún estudio, ninguna organización puede funcionar si la gente toma solamente la ejecución de los procedimientos oficiales. Un ejército donde los hombres se contentan con obedecer las órdenes es un ejército vencido.

    Si los enfermeros y enfermeras ejecutasen rigurosamente las órdenes de los médicos, habría muchos más muertos en los hospitales. Esto es lo que precisamente evitan gracias a su celo profesional.

    En los enfoques de la clínica del trabajo y de la ergonomía, sucede que el trabajo es eso que hay que inventar y añadir de sí mismo a las prescripciones para que la actividad funcione. Este celo del que hablamos no es otro que el trabajo vivo, sin el que ninguna organización del trabajo puede funcionar.

    El trabajo en esta perspectiva se presenta fundamentalmente como un enigma. ¿Qué hay que añadir a las prescripciones para que esto funcione? Jamás lo sabemos de antemano y, por añadidura, hay que inventarlo. El segundo enigma es: ¿En qué consiste la inteligencia aquí convocada? ¿Cuáles son los recursos psicológicos?

    Es debido al compromiso de la subjetividad en el celo, que el trabajo jamás puede ser neutro frente al yo y a la salud mental. El trabajo puede generar lo mejor, porque en ciertos casos el trabajo se transforma en un mediador esencial en la construcción de la salud. Pero puede también generar lo peor y conducir a la enfermedad mental y a la descompensación. En otros términos, el trabajo no puede ser considerado solo como un entorno. Al contrario, el trabajo penetra en lo más hondo de la subjetividad. Es por eso que es tan importante para el psicoanálisis.

    El trabajo vivo

    El trabajo vivo es lo que el sujeto debe añadir a las prescripciones para alcanzar los objetivos. El trabajo, en efecto, siempre está plagado de incidentes, con disfunciones de los objetos técnicos (de una central nuclear, de un avión o del servidor de un computador), de contra órdenes que vienen de la jerarquía, de las perturbaciones que vienen de demandas urgentes formuladas por los beneficiarios, de faltas de los colegas a sus compromisos, de faltas de último minuto de los clientes. Esto es lo que se llama lo «real» del trabajo. Lo real se aparece al que trabaja en la resistencia de su maestría, cuando algo escapa al dominio de su oficio.

    La experiencia de lo real en el mundo, es decir, de su resistencia al dominio o control, se hace inevitablemente sobre el modo del fracaso. Es decir, de una experiencia afectiva de sorpresa, disgusto, irritación, decepción, cólera, sentimiento de impotencia. Todos estos sentimientos forman parte integrante del trabajo. Son la materia prima fundamental del conocimiento del mundo. Lo real se revela para el sujeto que trabaja a través de los afectos. El que es insuficientemente sensible es inevitablemente un torpe: rompe las máquinas, porque no sabe sentir afectivamente cuando no funcionan. El cuidador torpe desestabiliza al enfermo, porque no reconoce afectivamente la angustia del otro.

    Para experimentar afectivamente lo real, y entonces conocer el mundo, se debe tener primero un cuerpo, porque es con el cuerpo que se experimentan los afectos.

    Trabajar es primero estar en falta y fracasar. Pero es luego mostrarse capaz de controlar el fracaso, de probar otras maneras de hacer las cosas, de volver a equivocarse y ponerse nuevamente manos a la obra. Trabajar es no abandonar, aceptar que uno está invadido por el trabajo más allá de las horas que le pagan, aceptar una invasión por la preocupación por lo real y de su resistencia, hasta en el espacio privado. Así como los jóvenes psicoanalistas que hablan incansablemente y en toda circunstancia de psicoanálisis, de sus dificultades prácticas y éxitos que encuentran; igualmente el joven ingeniero de mantenimiento de una central nuclear debe aceptar vivir 24 horas tensionado por su trabajo. Trabajar no es solamente fracasar, sino que es también ser capaz de aguantar el fracaso, tanto tiempo como sea necesario para encontrar la solución que permitirá superar lo real.

    La apropiación del cuerpo: «Cuerpropiación»

    Esta resistencia al fracaso es verdaderamente decisiva. El caso es que para encontrar la solución hay que establecer previamente una verdadera intimidad con la resistencia a lo real; hay que confundirse con ella. Y podemos mostrar que el enigma de lo real se presenta en todo trabajo y necesita primero ser «apropiado» para luego ser «descifrado». Encontrar la solución que conviene es imposible sin formación previa de una familiaridad subjetiva y afectiva entre el cuerpo y lo real, que el filósofo Michel Henry teorizó bajo el concepto de «cuerpropiación de la gente». Esta cuerpropiación no es solamente cognitiva. Lo esencial de su ingenio se juega en el cuerpo a cuerpo con lo real.

    Es el cuerpo lo que nos hace inteligentes. Así, el trabajo de producción –poièsis– se transforma, gracias a la resistencia, en «exigencia de trabajo –Arbeitsanforderung– impuesta al psiquismo a causa de sus relaciones con cuerpo» (Freud, 1915). Para que esto ocurra en el cuerpo, lo primero que se experimenta es la resistencia de lo real. En el léxico freudiano tiene que ver con términos como el Arbeit. El trabajo-poièsis implica en segundo lugar un trabajo de sí sobre sí, para poder apropiarse de nuevas habilidades. El placer obtenido del éxito del trabajo-Arbeit, ocasionado por el trabajo-poiésis como la prueba para la vida de alma, es vinculado al crecimiento de la subjetividad.

    Trabajar no es solamente producir, sino que es también transformarse uno mismo. Y esta transformación de sí esencialmente es un cambio del modo de habitar su cuerpo. Esto pasa también por la colonización de la subjetividad por el trabajo, fuera del tiempo de trabajo, hasta en los insomnios y hasta en la economía de las relaciones; pero también en los sueños.

    Trabajar no es solamente producir, sino que es también transformarse uno mismo. Y esta transformación de sí esencialmente es un cambio del modo de habitar su cuerpo. Esto pasa también por la colonización de la subjetividad por el trabajo, fuera del tiempo de trabajo, hasta en los insomnios y hasta en la economía de las relaciones; pero también en los sueños. El trabajo del sueño es el tiempo cuando, gracias a la regresión formal, el cuerpo subjetivo se transforma.

    A fuerza de trabajar la madera, el ebanista siente las esencias con su olfato. Con su tacto desarrolla registros de sensibilidad ignorados, profanos. El marinero, a fuerza de desafiar el mar, conoce el agua, el oleaje y el océano con un placer ignorado por otros. A fuerza de ensayar con su instrumento, el violinista entiende el arte de las sonoridades, las cuales no habría tenido acceso antes de haber trabajado su violín.

    Lo que digo sobre el trabajo manual y concreto es tan válido en el trabajo intelectual. Es con su cuerpo con lo que el profesor o el comediante escucha a su público que le permite ajustar su destreza corporal y construir un sentido dramatúrgico que suscite la atención del cuerpo. Es con nuestro cuerpo con el que los psicoanalistas experimentamos afectivamente el contacto con nuestros pacientes y a través del cual adquirimos un conocimiento de su estado psíquico. Un «conocimiento por cuerpo».

    La manera como el trabajo ordinario convoca la subjetividad de un trabajador constituye el primer nivel de la sublimación.

    Trabajo, cooperación y actividad deóntica

    Aunque la relación con la tarea sea muy compleja, reducir el análisis a la centralidad subjetiva del trabajo constituye una simplificación injustificada. El trabajo, en efecto, implica también, en la inmensa mayoría de las situaciones ordinarias, la relación con el otro. Trabajamos para alguien, para un cliente, para un jefe, para sus subordinados, para colegas. El trabajo implica también, a veces, al colectivo donde encontramos el centro de la problemática de la cooperación.

    Tenemos que entender la cooperación como un aspecto de la actividad. Tenemos que asumir que existe siempre una diferencia entre la organización prescrita del trabajo, lo que se designa bajo el nombre de coordinación y la organización efectiva del trabajo, lo que se designa bajo el nombre de cooperación.

    La cooperación es otra cosa que la coordinación. Implica una revisión consensual de la organización prescrita. Para esto hace falta que todos se esfuercen por trabajar juntos en un colectivo o un equipo, revisen la división de las tareas y las personas disponibles, inventando reglas prácticas, admitidas y respetadas.

    No será en este artículo donde comente todos los eslabones intermediarios que permiten la construcción de la cooperación. Señalaré solamente que esto exige que se establezcan entre los que trabajan relaciones de confianza. Es la condición para que cada uno se atreva a mostrar a otros cómo trabaja, sin temor a que revelando sus trampas esto se vuelve contra él. La cooperación reposa en una actividad compleja de confrontación entre los diferentes modos inteligentes de hacer trampas con las prescripciones. Confrontación orientada hacia la búsqueda de acuerdos y de consenso sobre lo que es eficaz y lo que no, lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo e injusto. Es una actividad de construcción de acuerdos y de reglas sobre el modo de «interpretar» las órdenes o las prescripciones.

    Podemos mostrar fácilmente, a partir del análisis del proceso de construcción de las reglas, que una regla no tiene jamás solamente una vocación técnica. La regla es al mismo tiempo una regla social que organiza la civilidad y la vida juntos. Trabajar no es jamás producir, es también vivir juntos. Las reglas de trabajo y convivialidad deben ir siempre juntas.

    A esta actividad de construcción de reglas, que consume una buena parte de nuestro tiempo y de nuestra energía, en las sociedades de psicoanálisis le damos el nombre de actividad deóntica. Solo podemos hablar de colectivo cuando hay unas reglas que organizan la actividad común. Si no, no es un colectivo, es un grupo o una muchedumbre, incluso una masa.

    La actividad deóntica forma parte integrante del trabajo ordinario y conduce a diferenciaciones a veces muy marcadas entre equipos o entre colectivos, entre estilos de trabajo y entre las escuelas. Los colectivos y los oficios tienen una historia y esta historia no es otra que la historia de sus reglas y de sus transformaciones.

    Actividad deóntica, espacio de discusión e identidad

    Para poder cooperar hay que arriesgarse: entre otras cosas, a manifestarse, a mostrar lo que se hace y a decir lo que se piensa. Indudablemente es arriesgarse.

    ¿Por qué la gente prefiere arriesgarse en vez de hacer el trabajo simplemente reglamentado?

    Los que participan en la actividad deóntica, de la vida del colectivo y del vivir juntos aportan, de hecho, una contribución superior a la cooperación, a la organización del trabajo, a la empresa o a la institución y también a la sociedad. Si se implican de este modo es porque a cambio de esta contribución esperan una retribución.

    Entonces la clínica del trabajo está sobre este punto irrefutable: que la retribución que moviliza a la mayoría de los trabajadores no es la retribución material. No porque sea insignificante, por supuesto, pero no es el motor. La retribución esperada es ante todo una retribución simbólica. Su forma principal es el reconocimiento. En el doble sentido del término: reconocimiento en el sentido de gratitud o agradecimiento por el servicio entregado; reconocimiento en el sentido de juicio sobre la calidad del trabajo realizado. El reconocimiento también alcanza su eficacia simbólica solo si es obtenido y si es conferido según procedimientos cuyos criterios son extremadamente precisos.

    En este artículo me centraré en que el reconocimiento pasa por juicios. Existen dos formas de juicios.

    La evaluación individualizada y cuantitativa de los resultados pone a todos los asalariados en competencia unos a otros. Los éxitos de un colega son una amenaza para el asalariado. Cada uno trabaja para mostrar sus propios éxitos y todos los golpes son permitidos. La desconfianza y el miedo llegan sobre el mundo del trabajo. La deslealtad se vuelve común.

    El juicio de utilidad se trata de la utilidad económica, social o técnica de la contribución realizada por un sujeto a la organización del trabajo. El juicio de utilidad es importante para el sujeto, porque le confiere un estatuto en la organización para la cual trabaja y, más allá, un estatus en la sociedad. Es también la condición para acceder no solo a un salario, sino que a derechos sociales. Basta darse cuenta de los efectos temibles de lo que supone ser ignorado en el trabajo, es decir, de relegación en tareas subalternas o absurdas, incluso en la interdicción de trabajar, conservando su salario. Las personas relegadas a tareas absurdas son asoladas por la vergüenza y la pérdida de confianza en sí mismo y se hunden en la depresión.

    El juicio de belleza se enuncia siempre en términos estéticos. Es un bello trabajo, es una bella obra, es demostración elegante, es un hermoso modo de hacer las cosas. El juicio de belleza connota primero la conformidad del trabajo cumplido con las reglas del arte, con las reglas de oficio. Este juicio puede ser llevado solo por el otro que conoce las reglas del arte y el oficio, desde el interior. Es el juicio de los pares, el más severo, ciertamente, pero también es más apreciado. Su impacto sobre la identidad es considerable. Reconocido por sus pares, un trabajador accede a la pertenencia: pertenencia a un equipo, a un colectivo, a una comunidad de oficios. La pertenencia es eso por lo que el trabajo permite conjurar la soledad. Decimos en lo sucesivo sobre él que es un piloto de caza como otros pilotos de caza, que es un investigador como otros investigadores, que es un psicoanalista como otros psicoanalistas.

    Es importante señalar que lo esperado por el trabajador en estos dos juicios, de utilidad y de belleza, es la apreciación de la calidad de la prestación, el juicio sobre la calidad del trabajo realizado. En un segundo momento, el sujeto puede pensar este juicio como uno que tiene que ver con el registro del ser, de la identidad.

    El reconocimiento, por esta razón, tiene un impacto considerable sobre la identidad. Es gracias al reconocimiento que una parte esencial el sufrimiento se puede transformar en placer en el trabajo. Estamos aquí lejos del masoquismo, es decir lejos del placer producto de la erotización del sufrimiento. El camino que pasa por el reconocimiento es mucho más largo y no tiene que ver con la coexcitación sexual, depende del juicio del otro.

    Los términos enigmáticos de Freud para calificar la sublimación toman, bajo la lupa de la psicodinámica del trabajo, un significado preciso. «Es una especie cierta de modificación del fin y del cambio del objeto, en la cual nuestra escala social de valores entra en cuenta, que distinguimos bajo el nombre de sublimación» (Freud-1933). El modo en el que la escala social de valores tiene una importancia para la sublimación pareciera pasar bien por los juicios de reconocimiento por otros, juicio de utilidad y juicio de belleza. La psicodinámica del reconocimiento en el trabajo constituye el segundo nivel de la sublimación e introduce allí una nueva dimensión. El éxito de la sublimación depende en gran medida del juicio del otro y de la lealtad de los colegas en los procesos de reconocimiento (mientras que el primer nivel de la sublimación, el de la cuerpropiación, en rigor es intrasubjetivo).

    Para algunos de nuestros pacientes, la identidad a la salida de la adolescencia es incierta, inconclusa, inmadura y el riego de crisis de identidad con sus consecuencias psicopatológicas no está lejos. Es por eso que el trabajo, vía el reconocimiento, constituye para muchas personas la segunda posibilidad de la construcción de la identidad y de la salud mental.

    Un nuevo método de organización del trabajo: la evaluación individual de resultados

    Dado que el mundo del trabajo es colonizado por los nuevos métodos de gestión, se nos instala un nuevo método de organización, estrechamente vinculado a la doctrina gestionaria. La evaluación individualizada de los resultados es introducida en la inmensa mayoría de las empresas privadas tanto como en los servicios públicos. Este método es presentado como un medio «objetivo» de evaluar el trabajo de cada individuo y de hacerlo comparable al de otros asalariados. La evaluación individualizada reposa en el principio de un análisis cuantitativo y objetivo del trabajo, pasando por la medición de los resultados.

    La evaluación del trabajo por métodos objetivos y cuantitativos de medición reposa en bases científicas erróneas. Este método de evaluación cuantitativa es falso y lo será siempre. Este método genera sentimientos de injusticia que tienen también efectos letales sobre la salud mental.

    Lo más grave, probablemente, son los efectos de este método sobre el trabajo en equipo, sobre la cooperación y sobre la vida juntos. La evaluación individualizada y cuantitativa de los resultados, en efecto, pone a todos los asalariados en competencia unos a otros. Los éxitos de un colega son una amenaza para el asalariado. Cada uno trabaja para mostrar sus propios éxitos y todos los golpes son permitidos. La desconfianza y el miedo llegan sobre el mundo del trabajo. La deslealtad se vuelve común. La obsequiosidad, la ayuda mutua, desaparecen. No nos hablamos más. Las solidaridades se derriten. Al fin, cada uno se encuentra solo en medio de la multitud, en un entorno humano y social hostil. La soledad se expande sobre el mundo del trabajo y esto cambia radicalmente la subjetividad y la salud mental.

    Contrariamente a lo que afirmen ciertos autores, el acoso en el trabajo no es nuevo. Pero sí, efectivamente, las víctimas del acoso aumentan considerablemente. Esto no es a causa del acoso mismo, es a causa de la soledad. Aún más, frente al acoso, a la injusticia, a las dificultades del trabajo ordinario y a los fracasos que contiene toda vida profesional, no es idéntico en absoluto de hacer frente a esas dificultades con la ayuda y la solidaridad de otros o de encontrarse único, aislado y en un entorno humano potencialmente hostil.

    La multiplicación actual de los suicidios en el trabajo resulta no solo de injusticias, de la desgracia o el acoso. Principalmente resulta de la experiencia atroz del silencio de otros, del abandono por otros, de la negativa de testimoniar de los otros y de su cobardía.

    El sufrimiento ético

    Es en este contexto en que ciertos trabajadores aceptan poner su celo profesional a lo que manda la dirección y que su sentido moral reprueba. Para alcanzar el volumen de negocios al cual se comprometió firmando un contrato por objetivos, hace falta timar a los clientes. O aún más, para aumentar el rendimiento de su equipo el gerente debe manipular a los subordinados usando alternativamente de la promesa y de la amenaza. Para dejarse ayudar en el arte de engañar al cliente o de manipular a los subordinados gozamos de formaciones ad hoc, y de guiones que se exhiben sobre la pantalla de computador destinados a prestar asistencia al operador en el desvío de las cuestiones molestas puestas por los clientes, o en la elección de las formulaciones más aptas para impresionar a los subordinados. En otros términos, se trata de mentirles en lo sucesivo a los clientes y a los subordinados y de manipularles. Mentiras y manipulaciones son prescritas. Cualesquiera que sean los medios utilizados y las faltas a los reglamentos, la dirección cerrará los ojos si el volumen de negocios aumenta.

    La multiplicación actual de los suicidios en el trabajo resulta no solo de injusticias, de la desgracia o el acoso. Principalmente resulta de la experiencia atroz del silencio de otros, del abandono por otros, de la negativa de testimoniar de los otros y de su cobardía.

    Hace poco los asalariados no habrían aceptado obedecer a estas órdenes terminantes que son contrarias a sus valores en los servicios públicos por la lealtad con respecto a los usuarios. Pero hoy, el asalariado vacila. Porque todos los demás, tanto dirigentes como los colegas, los ejecutivos y los subordinados, todo el mundo consiente en poner su celo en el servicio de acciones que la conciencia moral reprueba.

    Se abre aquí el capítulo nuevo en clínica del trabajo, del sufrimiento ético, es decir del sufrimiento en contacto con la experiencia de la traición de sí mismo. Lo que es grave, aquí, desde el punto de vista psicopatológico, es que un cerrojo suplementario de la sublimación es violado: «Nuestra escala social de valores».

    En el primer enfoque que le dimos, esta «escala social de valores» pasaba por el juicio del otro. El nuevo capítulo del sufrimiento ético permite hacer mejor embargable el segundo aspecto, del modo en el que «nuestra escala social de valores es parte de la evaluación de nuestros resultados». El juicio que el sujeto hace sobre sí mismo no es solo sobre la calidad de su contribución productiva, sino que sobre el valor ético de su prestación. Porque por su actividad de producción, el trabajador compromete, de facto, el destino del otro, en particular del cliente al que se le ordena engañar.

    Es decir que el trabajo no se reduce a una actividad, implica dimensiones que dependen solamente de la acción, en el sentido que Aristóteles da al concepto de praxis: acción moralmente justa. Las nuevas patologías vinculadas al sufrimiento ético muestran que detrás del término de valor se encuentra implícitamente designado el basamento ético de la sublimación, que compromete lo que en el narcisismo se llama la «estima de sí mismo».

    Es en cierto modo el tercer nivel de la sublimación: cuando el trabajo vivo es efectivamente juzgado y deliberadamente orientado con vistas a honrar la vida, entonces los efectos a cambio del trabajo sobre la identidad, o sobre el sí mismo, se traducen por el crecimiento de la estima de sí y del amor de sí.

    Consintiendo a poner su celo en el servicio de órdenes y de prescripciones que deshonran la Kultur (pensando en el doble sentido que tiene en alemán, de cultura y de civilización), el trabajador debilita todavía más las bases intrasubjetivas de su identidad y se hace todavía más dependiente del reconocimiento de la empresa para mantener su identidad. De hecho, los trabajadores más expuestos son los más implicados en su tarea. Los que hacen siempre el mínimo, los que «sacan la vuelta», no se suicidan cuando entran en desgracia.

    La clínica del trabajo, procediendo a la investigación de los suicidios en el trabajo, sugiere que el trabajo compromete la subjetividad y la identidad de todos los que auténticamente se implican en la construcción de un ambiente (ethos) del trabajo de calidad. El trabajo es más productivo cuando abre a la sublimación y es una actividad socialmente valorizada. Los suicidios en el trabajo son de aparición reciente, ya que los primeros registros corresponden a Francia, 1995. Ellos marcan un cambio histórico en la medida en que muestran la aparición del sufrimiento ético en aquellos que son conducidos, por las nuevas formas de organización del trabajo, a experimentar con la traición a sí mismos.

     

    Traducción: Patricia Guerrero Morales

     

    Malestar en el trabajo. Desarrollo e intervención, Horacio Foladori y Patricia Guerrero (editores), LOM, 2017, 204 páginas, $9.000.

  195. Blanca nieve cae sin viento

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    En Nieve, perro, pie, Claudio Morandini posa hábilmente su mirada sobre la vida invisible, la vida desnuda que puede desarrollar un ermitaño de montaña. Se sabe tan poco de ellos. Por eso el libro es altamente especulativo: ¿cómo pensar la subjetividad de estos seres humanos?

    por lorena amaro

    Un viejo vive aislado en los Alpes; poco antes de que caiga el invierno baja al pueblo más cercano por provisiones y en el camino de regreso se encuentra con un perro que lo seguirá. La breve anécdota es el punto de partida para uno de los mejores libros publicados en Chile durante 2017, ya bastante premiado en Italia: Nieve, perro, pie, del narrador y cuentista Claudio Morandini (Aosta, 1960). Como pocas, la historia de Adelmo Farandola, protagonista de este relato, atrae y amarra hasta el final. ¿Quién es este loco de las montañas? ¿Qué puede haber ocurrido en una vida para llegar a ese extremo en que lo humano se disuelve en lo animal, lo vegetal, incluso lo mineral? Pero sobre todo, ¿de qué zona existencial, de qué abismos, proviene esta historia que parece contarse desde una lejanía enorme, desde el fondo de un tiempo y un espacio ocultos a la mirada habitual de las cosas?

    El propio Morandini relata en el epílogo las circunstancias en que su mirada se cruzó con la de un viejo alpino de mirada pétrea, desprovista de todo atisbo trascendental, un hombre con un perro, los dos en condiciones de miseria. Se preguntó entonces cómo vivía ese sujeto, cómo podía pasar solo un invierno allá arriba, rodeado de nieve, sin nadie más alrededor. ¿Cómo aconteció, en algún momento de su vida, la extraña remisión de los afectos cercanos? ¿Cómo fueron los silencios y bullicios de esa soledad, esa catástrofe humana producto de la indiferencia social? ¿Qué pasa en una comunidad para que alguien pueda abandonarse como hace Farandola, hasta desaparecer?

    El narrador ofrece algunos atisbos de la vida del viejo: su extraña infancia en un pueblo; su juventud en una mina, enterrado para huir de la guerra; la presencia-ausencia de un hermano apenas recordado. El narrador se introduce con acierto en una mente que apenas puede distinguir el sueño de la vigilia o el presente del pasado, y cuya mecánica cotidiana es la de la supervivencia.

    El autor posa hábilmente la mirada sobre la vida invisible, la vida desnuda que puede desarrollar un ermitaño de montaña. Se sabe poco de ellos. Por eso el libro es altamente especulativo. ¿Cómo pensar la subjetividad de estos seres humanos? Las formas de resolver narrativamente el dilema son en apariencia simples, pero habría que decir, más bien, que son precisas y admirables. Se aborda la soledad desde el vínculo precario que tiene el viejo con su perro, el cual a poco andar comienza a hablar con su nuevo amo y a hacer chistes o a sorprenderse por los permanentes olvidos de Adelmo, quien suele no saber qué ocurrió, qué cosas fueron sueño y cuáles realidad. A través de este y otros diálogos inesperados, Morandini pone una distancia estrafalaria con el tema, remueve el posible melodrama para teñir la historia con matices esperpénticos y humorísticos. Un humor grotesco, que realza la inteligencia de un mundo que nuestro antropocentrismo no suele visibilizar. La materia habla: “La gente imagina que la montaña bajo la nieve es el reino del silencio. Pero la nieve y el hielo son criaturas ruidosas, impertinentes, socarronas. Bajo el peso de la nieve todo cruje,  y son crujidos que quitan el respiro, porque parecen anteceder el estruendo de un desplome”. Y agrega: “Los pasos crujen con tristeza sobre la nieve joven, cada paso parece un sollozo”. Audible, material, la nieve se deja caer liviana pero hiriente. “Blanca nieve cae sin viento”, escribió otro italiano, Guido Cavalcanti, hace siglos. La narrativa de Morandini es, como la poesía de este último, igualmente visual. Corpórea e incorpórea a la vez. Persistente en los detalles, en las capas de suciedad, en el hambre, las costras, los olores que enloquecen al perro y que Adelmo ya no huele. También elocuente por los huecos, la muerte fisiológica, la omnipresencia de los ciclos naturales y la destrucción.

    El narrador ofrece algunos atisbos de la vida del viejo: su extraña infancia en un pueblo; su juventud en una mina, enterrado para huir de la guerra; la presencia-ausencia de un hermano apenas recordado. El narrador se introduce con acierto en una mente que apenas puede distinguir el sueño de la vigilia o el presente del pasado, y cuya mecánica cotidiana es la de la supervivencia. La locura es el costo de esta vida en la montaña, en que el protagonista se siente soberano y libre. A menudo piensa que todo lo que hay allí es suyo, aunque sean solo sequedades donde apenas se alzan las rocas. En este paisaje, entre desolado y fantástico, irrumpirá la presencia de un pie humano que despunta entre los restos de un alud.

    Los materiales con que está escrito Nieve, perro, pie son mínimos. El resultado, una historia impactante, y la aparición de un personaje, Farandola, que llega para seguirte con sus piedras y piñas, con su actitud desmañada y el cariño extraño, incómodo, que siente por el perro que lo sigue fielmente hasta un abismo de doloroso silencio. La traducción de Macarena García Moggia honra al texto, con un lenguaje rico y texturado, que da cuenta de la riqueza perceptiva y la anomalía salvaje del mundo de Farandola.

     

    Nieve, perro, pie, Claudio Morandini, Edicola, 2017, 171 páginas, $10.000.

  196. Adonde nos lleve la marea

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    Playa de escombros, de Lucas Costa, es un ir y venir inagotable que arroja muchas inquietudes y dudas, una escritura que se propone estrellar el lenguaje contra las rocas y romperlas. Son poemas que desconfían de la excesiva transparencia, grandilocuencia y estridencia, modulando a baja intensidad una vida que se sabe parte minúscula de un todo en constante reacomodo.

    por nicolás meneses

    En una entrevista reciente, Elvira Hernández afirmaba que a la poesía no le importaba tanto la experiencia como el lenguaje que lo enuncia, es decir, daba lo mismo el tema si esa estructura comunicante que llamamos lengua no nos deja ver más allá de sus límites. Playa de escombros, segunda publicación de Lucas Costa, forcejea con esa camisa de fuerza, cuestionando ese exceso de transparencia de los discursos y exposición de la posmodernidad, tratando de llevarnos a esa marea que es percibir y contemplarse en los desechos que nos devuelve el paisaje.

    “Pensar una vida/ fuera de nosotros, la diferencia entre ver/ desde el vuelo que estando acá abajo”. Cito del poema que abre el libro, versos que ya nos desacoplan del odioso yo: desde un comienzo se nos propone liberarnos de la carga fatigosa de ver y comprender todo desde nuestra individualidad centrada, expuesta a la catástrofe de la soberbia (que siempre crece robusta en tierra firme). Muévete de tu eje, nos impele este hablante, desplázate al otro, pero en vuelo. Por eso la excesiva presencia de aves (que se mueven en grupo), pues en el suelo se corre el peligro de ser otra víctima de la topografía (nunca estática, nunca tranquila, nunca uniforme). Pero en vez de darnos respuestas, se nos interroga: “¿Desde qué distancia se miran/ las cosas para poder verlas dentro de uno?”. Como los primeros segundos de un temblor, este poema sin título (al igual que todos los que componen este volumen) ya anuncia lo peligroso de aferrarse al lenguaje en demasía, al no permitir desajustar la mirada en este accidente desafortunado que es Chile.

    A pesar de ser pocas páginas, el viaje es largo. Las vistas: caleidoscópicas, múltiples, disgregadas. El lenguaje en constante forcejeo, calmo y retumbante.

    Por eso no son casuales las imágenes y verbos conjugados en primera persona, ni ese cambio a la frontalidad de un “tú” que está constantemente interpelándose. Aunque los textos impongan ante todo lo impersonal, lo que tenemos enfrente es la subjetividad radical de un hablante que se sabe un producto del caos de la experiencia y sus pedazos, una lancha llevada por la tormenta y la calma que nos arroja a nuestra isla, desmoronados: “ESTOS CABLES SE CIERNEN SOBRE NOSOTROS y chispean un chaparrón de estalactitas tras la camioneta abollada dentro de la casa”, se lee en la página 37. Los cables, esas conexiones que obviamos, pero que son los circuitos de la transmisión de la pulpa y cáscara que es nuestra experiencia, aparecen con todos sus cortocircuitos, apagados y encendidos de luces que intentan ser la vida.

    Hay atisbos de una geografía personal velada y desperdigada, momentos anclados a la arbitrariedad de la memoria y los anzuelos que escoge para traer esos fragmentos, pues el lenguaje evoca y revuelve los recuerdos, el presente y las reflexiones de la manera más insospechada: “Ciertas palabras se dicen/ para entrar por las vías/ donde poros se masifican/ y dan a luz, a su manera”, escribe Costa. O este otro ejemplo: “Lo que pasa abajo/ -y que no vemos-/ aflora cuando no toco ni guío/ cierta letra por otra/ o esquivo las erratas/ de la vida con algo/ que se me ocurre al voleo”. El lenguaje como un elemento más del que se alimenta nuestro ser y se manifiesta en oleadas inesperadas y complejas. Los restos: componente silente, pero refractario de nuestra comprensión, afectos y relaciones.

    A pesar de ser pocas páginas, el viaje es largo. Las vistas: caleidoscópicas, múltiples, disgregadas. El lenguaje en constante forcejeo, calmo y retumbante.

    Playa de escombros es una marea inagotable que arroja muchas inquietudes y dudas, una escritura que se propone estrellar el lenguaje contra las rocas y romperlas; desconfía de la excesiva transparencia, grandilocuencia y estridencia, modulando a baja intensidad una vida que se sabe parte minúscula de un todo en constante reacomodo; quizás entiende que la realidad es un estado mucho más crudo del que podemos aceptar y no le importa: en eso consiste su gesto. Leerse y leernos desde lo más cifrado de nuestras representaciones, descubrirse capaz de retomar el curso, sobrevivir a la tragedia, pues, aunque todo perezca, ahí tenemos lo que queda: tómalo. Y aprende la humildad de vivir y reconstruirte desde los cimientos.

     

    Playa de escombros, Lucas Costa, Editorial Alquimia, 2017, 62 páginas, $9.000.

  197. Cultura Digital: miles de archivos disponibles en nuevo sitio web

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    Manuscritos de Enrique Lihn, cartas de Roberto Bolaño y ejemplares antiguos del diario La Nación se pueden hallar en Cultura Digital, un nuevo sitio web que pone a disposición de los visitantes parte del archivo de la Universidad Diego Portales. “Producto de la especialización del mundo académico, se ha abierto una brecha entre la universidad y la sociedad”, dice el historiador Manuel Vicuña, vocero del proyecto. “Con iniciativas como esta, la UDP intenta reducir esa brecha”.

    por matías hinojosa

    Fotografías, periódicos y manuscritos. Planos, revistas y objetos. Cartas, dibujos y videos. Eso y otra numerosa cantidad de materiales e información es lo que ofrece el nuevo sitio web Cultura Digital (www.culturadigital.udp.cl), donde está a disposición de los visitantes parte del archivo de la Universidad Diego Portales.

    La plataforma representa un tesoro para curiosos y especialistas. Con más de cinco mil archivos en línea y aptos para su descarga, la oferta es diversa en temáticas y formatos. Desde ejemplares del diario La Nación de comienzos del siglo pasado, hasta el registro audiovisual de conferencias dictadas en la UDP, como las que han brindado Mario Vargas Llosa, Thomas Piketty, David Rieff, Pierre Lemaitre y Javier Cercas, entre otros. Asimismo, se encuentra el archivo epistolar de Roberto Bolaño y Soledad Bianchi, las colecciones del Centro Nacional del Patrimonio Fotográfico (Cenfoto) de los fotógrafos Odber Heffer y Enrique Mora.

    El sitio ofrece una gran cantidad de contenidos inéditos y patrimonialmente valiosos, cuyo acceso hasta entonces estaba limitado. “El interés es llegar a un público amplio, heterogéneo, a gente interesada en distintas manifestaciones culturales, a la que le motiva tanto lo que sucede en el presente como los vestigios reveladores del pasado”, afirma Manuel Vicuña, decano de la Facultad de Ciencias Sociales e Historia, y vocero del proyecto. “Esto responde a la vocación pública que cultiva la universidad. Producto de la especialización del mundo académico, se ha abierto una brecha entre la universidad y la sociedad. Con iniciativas como esta, la UDP intenta reducir esa brecha”.

    Su interés cultural salta a la vista: están disponibles para su consulta manuscritos de Enrique Lihn, el catálogo de la exposición Voy & vuelvo de Nicanor Parra y revistas de creación literaria. También, gracias a una nutrida sección de videos, la plataforma permite adentrarse en los debates que agitan la discusión intelectual e inquietan al mundo contemporáneo: la densidad urbana, la ciencia reproductiva, las ambivalencias de la modernidad o el islamismo y el radicalismo religioso.

    “Se trata de una plataforma dinámica, en permanente crecimiento, con un buscador bien potente, que permite navegar, hacer cruces e incluso armar colecciones entre corpus de materiales muy diversos, según sean los intereses de cada usuario. La idea es seguir engrosándolo con los nuevos materiales que generen las actividades de la facultad y con elementos que aún no se han incorporado, dada su magnitud. Solo un ejemplo: Cenfoto es el archivo fotográfico más grande de Chile, tiene alrededor de dos millones de imágenes, y recién llevamos como 1.200 arriba. Queda todo un universo por explorar”, finaliza Vicuña.

  198. Violeta Parra por sí misma

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    [Yo] vivía en Malloa, un pueblito situado por Chillán hacia el interior. Malloa era un pueblo perdido en el campo, casi incomunicado con el resto de Chile; solo un camino real lo unía con Chillán y había media hora a caballo yendo a galope tendido, y más de dos horas si se iba al paso.

     

     

    Mi padre, aunque profesor primario, era el mejor folclorista de la región y lo invitaban mucho a todas las fiestas. Mi madre cantaba las más hermosas canciones campesinas mientras trabajaba frente a su máquina de coser; era costurera.

     

     

    Mi primera expresión de actuación en público fue un día en que yo me di cuenta de que no había dinero para alimentarnos. Tomé mi guitarra (no tendría más de once años) y junto con mis hermanos menores salí a cantar al pueblo provista con una canasta.

     

     

    Musicalmente yo sentía que mis hermanos no iban por el camino que yo quería seguir, y consulté a Nicanor, el hermano que siempre ha sabido guiarme y alentarme. Yo tenía veinticinco canciones auténticas. Él hizo la selección, y comencé a tocar y cantar sola.

     

     

    Mi primer trabajo: el canto, un pájaro silvestre que trata de cantar. Nunca satisfecha conmigo. Le pregunté a mi hermano por qué. Él es poeta y matemático; está en el centro, lo sabe todo. Él me mostró el camino verdadero, el del folclor.

     

     

    Gracias a doña Rosa Lorca y a otras ancianas de la región recopilé quinientas canciones de los alrededores de Santiago y volví donde Nicanor con tonadas, parabienes, villancicos, además del canto a lo divino y a lo humano, y con las danzas campesinas el pequén, la refalosa y la cueca.

     

     

    Tengo cajas llenas de cintas magnéticas grabadas en el campo con canciones interpretadas por los campesinos a los que acompaño con guitarra.

     

     

    Cuando me iba a imaginar yo que al salir a recopilar mi primera canción, un día del año 53 a la comuna de barrancas, iba a aprender que Chile es el mejor libro de folclor que se haya escrito.

     

     

    He buscado el folclor chileno en cada rincón del campo, de los pueblos, de las montañas; he grabado cerca de doscientos cantos. Estuvo bien: descubrí a mi pueblo. Desde entonces ya no tengo complejos, ni problemas ni preocupaciones. Ahora continúo con las personas. Cada persona me da la fuerza para trabajar, y es para mí como una flor. Me gusta toda la gente: hablarles, verlos vivir, escucharlos.

     

     

    Trabajando como investigadora musical en Chile, me di cuenta de que la modernidad ha matado la tradición musical del pueblo. El arte popular se está perdiendo entre los indígenas, y en el campo pasa lo mismo. Los campesinos compran nylon en vez del encaje que antes ellos mismos fabricaban. La tradición es casi un cadáver.

     

     

    En el arte me atrevo a todo: dialogar con una aguja, una guitarra un pincel o papel maché. Hay que probarlo todo, tener el valor de buscar todos los lenguajes.

     

     

    Sentí la necesidad de bordar cuando estuve enferma, teniendo que quedarme en cama ocho meses. Y pensé que no podía quedarme en la cama sin hacer nada. Un día vi lana y un pedazo de tela, y me puse a bordar cualquier cosa, pero la primera vez no salió nada.

     

     

    A veces, mientras realizo una arpillera una melodía me viene de pronto a la cabeza. Entonces me detengo, agarro la guitarra, y la melodía brota con la misma facilidad que… ¡si estuviera preparando sopa! Antes, cuando componía únicamente para guitarra, dibujaba con líneas y puntos para acordarme de las melodías, y podía releer esos dibujos que imaginaba.

     

     

    La primera vez que vine a Europa, me sentí así de pequeñita, tuve vergüenza. Regresé a mi país para crecer un poco, a la escuela, para poder responder las preguntas. Para mí, la escuela es mi pueblo. Porque a la otra, con pupitres, no fui nunca: ¡tenía demasiado frío en los pies!

     

     

    La Peña de los Parra es de una importancia incalculable para la difusión de la música chilena. Aquí llegan tanto el obrero como el ministro. Lo malo es que mis hijos salieron menos comerciantes que la mamá, que es cero comerciante. Ellos pagan el personal encargado de atender, y quedan con las patas y el buche.

     

     

    Para mí no hay nada más hermoso que las cosas rústicas, quiero emplear todo lo que la naturaleza da y emplearlo tal como de ella nace.

     

     

    La mayor penuria de un creador es hacer y guardar lo hecho en los cajones. El creador no debe mendigar jamás la oportunidad de ser oído. Y cuando se nos cierran tantas puertas, cuando hay tanta burocracia y tanta imbecilidad trotando por las calles y pintando sus uñas en las oficinas, hay que tratar de encontrar un medio, de inventar un medio para hacerse escuchar y comprender.

     

     

    Hay días en que no hago nada con la guitarra, nada en tapiz: días en que no hago nada de nada, ni siquiera barro y no quiero ver nada. Entonces pongo mi cama delante de la puerta, y me voy… me pongo triste porque siento que no logré transmitir la vida a través de mi trabajo. Y la vida es más potente que una tela.

     

    Materiales de mi canto, Violeta Parra (selección, edición y notas: Felipe Reyes), Editorial Alquimia, 2017, 80 páginas, $9.000.

  199. La era del hielo

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    La película de espías comenzó siendo un género donde no cabía la menor duda acerca de dónde estaban los buenos y dónde los malos, pero devino en algo mucho más complejo: el cine de espionaje político transmitió como ningún otro la paranoia ante un mundo amenazador, que había roto las redes de confianza y donde todo, absolutamente todo –familia y trabajo, política y sexualidad, creencias y gustos, identidad y amistades–, estaba bajo sospecha.

    por héctor soto

    No lo sabremos nosotros los chilenos: la Guerra Fría fue canallesca y fue en serio. Fue un combate arduo, largo, tenso, persistente, opaco y laberíntico. El botín era la información; el eslabón fuerte, el secreto; y el débil, la traición. Menos espectacular pero tan encarnizada como la otra, la Guerra Fría fue sin embargo muy selectiva en sus escenarios y se libró mucho antes en la conciencia que en las líneas de fuego. En lo más, fue un juego de inteligencia. En lo menos, un fracaso diario, recurrente y estruendoso por conocer las intenciones y capacidades bélicas del enemigo.

    Se podría asegurar que el cine se hizo parte de las potencialidades dramáticas de este material incluso antes de que el boom de la novela de espionaje irrumpiera en la escena literaria de los años 60, con los libros de John Le Carré. Curiosamente hay dos películas pioneras que, sin ser de espías, contribuyeron de manera decisiva a delinear el género. La primera es todo un ícono y nunca ha dejado de figurar entre las mejores realizaciones de la historia del cine: Casablanca (1942, Michael Curtiz). La segunda es una cinta inglesa que se estrenó cuando las heridas de la Segunda Guerra Mundial todavía eran visibles en varias ciudades europeas: El tercer hombre (1949, Carol Reed). Hay una corriente de cinismo y desilusión que las conecta. Las dos se ambientaron en ciudades muy internacionalizadas. Casablanca, la ciudad marroquí en principio neutral y que estaba bajo el control del gobierno de Vichy, era un nido de espías en los inicios de la Segunda Guerra Mundial. Al terminar la conflagración, por su parte, Viena todavía estaba controlada por las potencias aliadas y ya entonces se podía cortar con cuchillo el clima de desconfianza que metería una cuña insalvable entre Occidente y la Unión Soviética (URSS).

    Como escribe el crítico Roger Ebert, ambas realizaciones tienen protagonistas que son americanos exiliados, hombres desarraigados que se sienten ahogados en un mundo lleno de traiciones y bajezas dictadas por las necesidades de la sobrevivencia. Los dos se enamoran de una mujer maltratada por la guerra; por la guerra que está en curso en Europa en el caso de Casablanca y por la que ya tuvo lugar en El tercer hombre. Pero mientras Casablanca está bañada por la esperanza de la victoria, la visión de Graham Greene en El tercer hombre (suya es la novela en que se basa la cinta y suyo el guion) anticipa los años de la Guerra Fría con su descomunal cortejo de impostores, canallas y tránsfugas. El protagonista no consigue a la chica en ninguna de las dos películas, pero en Casablanca a Ilsa le quedará el consuelo de quedarse con el líder de la resistencia para ayudarlo en su lucha, mientras que Anna en El tercer hombre seguirá leal a un granuja que falsificaba medicinas, pero que hizo algo por ella en los peores días de la guerra –nunca sabremos qué–, razón por la cual preferirá ser fiel a su memoria en esa ciudad de enormes cloacas subterráneas y que, día y noche, está infestada de mirones, rateros, contrabandistas e informantes anónimos.

     

     

     

    Aunque espías ha habido siempre, y aunque el oficio haya inspirado ficciones robustas de la Guerra Mundial (como lo prueban títulos notables tipo Operación Cicero de Joseph L. Mankiewicz o Notorious, también conocida como Tuyo es mi corazón, de Alfred Hitchcock), fue en los dominios del espionaje político donde Hollywood más se matriculó con la Guerra Fría. La era del hielo fue posiblemente la hora más gloriosa y de mayor profesionalización de las agencias de inteligencia. No solo crecieron mucho durante el período: de hecho se convierten en monstruos. La cinta El buen pastor (2006, Robert De Niro) da cuenta de un personaje inspirado en la vida de James J. Angleton –¿era vida la suya?–, uno de los fundadores de la CIA, quien durante largas décadas aplicó su paciencia y sus convicciones, su opacidad y abnegación, a un servicio de inteligencia que después de la caída del Muro sería obligado a replantearse su trabajo.

    Más que los cineastas, fueron escritores como Graham Greene o John Le Carré en sus cotas máximas, o como Len Deighton (el padre del agente Harry Palmer) o Frederick Forsyth en sus rangos medios, los que primero advirtieron las limitaciones y las trampas de las políticas de inteligencia que se estaban llevando a cabo.

    Si bien nosotros conocemos en general solo uno de los lados de la medalla, en la CIA y en agencias similares de Estados Unidos y Gran Bretaña institucionalizaron muchas de las obsesiones más angustiosas de la Guerra Fría. Tuvieron que hacerlo desde el día siguiente de la victoria aliada, tras comprobar que la causa democrática iba a seguir en riesgo mientras Moscú persistiera en su declarado propósito de infiltrar a los países del mundo libre a través del movimiento comunista mundial. En este frente, y aunque el plan Marshall, que fracasó en Inglaterra, logró salvar a Alemania, Italia, Francia y Grecia, y también a Japón, Washington se llevó muchas desilusiones. Operaron múltiples factores al respecto, partiendo por sus propios errores diplomáticos, militares y políticos, primero en Corea y después en Vietnam. También, porque el Departamento de Estado nunca logró entender cabalmente que la Guerra Fría iba a ser –más que un tema de inteligencia– una batalla política y cultural que instalaría a la Unión Soviética como un eje desestabilizador permanente, particularmente en Asia y América Latina.

    No es raro que el cine de espías respire tales desilusiones, recicladas a muy corto andar en un sentido agónico de colapso histórico. A Estados Unidos, que había ganado la guerra caliente, y que calificaba en términos de capacidad bélica para volverla a ganar, le fue mal en la Guerra Fría. Donde esperaban un triunfo político que amplificara su victoria en la Segunda Guerra, los estrategas de Washington cometieron varias veces el error de escoger mal a sus gobiernos aliados y, más temprano que tarde, se vieron enfrentados en el extranjero a climas de opinión muy volubles y a países a menudo golpeados, a veces muy débiles y casi siempre resentidos, que desconfiaban tanto de los mercados libres como de los programas de intervención imperialistas montados conjuntamente por el Departamento de Estado y el Pentágono. Sin haber abierto probablemente jamás un libro de Gramsci, los gobiernos de Truman, Eisenhower y Kennedy comprobaron con enorme incredulidad que el establishment cultural internacional era capaz de seducirse mucho antes con Moscú, con Hanoi, con El Cairo o La Habana que con Washington. El resto es conocido: convertido en los años 50 en lo que había soñado como potencia imperial, ser el policía del mundo, Estados Unidos se vendría a dar cuenta tarde de que la función policial rara vez es grata de cumplir y simplemente nunca muy reconocida.

     

     

    El cine de espionaje respondió a ese contexto político. Al comienzo fue la contribución que Washington le pidió a Hollywood para enfrentar la Guerra Fría. Pero incluso este aporte con el tiempo acabaría desnaturalizándose, porque lo que comenzó siendo un género cinematográfico donde no cabía la menor duda acerca de dónde estaban los buenos y dónde los malos, devino en un magma dramáticamente complicado, moralmente dudoso y políticamente tóxico, que terminaría tendiendo un enorme manto de duda sobre la racionalidad con que estaban operando los servicios occidentales de inteligencia.

    Más que los cineastas, sin embargo, fueron escritores como Graham Greene o John Le Carré en sus cotas máximas, o como Len Deighton (el padre del agente Harry Palmer) o Frederick Forsyth en sus rangos medios, los que primero advirtieron las limitaciones y las trampas de las políticas de inteligencia que se estaban llevando a cabo. El escepticismo de Greene –que a comienzos de la guerra había trabajado para la inteligencia británica que se ocupaba de temas africanos, gran escritor católico y que evolucionó a la izquierda derechamente agnóstica en sus años finales– ya había mostrado mayor sagacidad que muchos diplomáticos occidentales cuando en 1955, en su novela El americano impasible, anticipó que la aventura bélica estadounidense en el sudeste asiático iba a ser un descalabro si Washington, aun sin quererlo, terminaba asumiendo el lastre del legado colonial francés en Indochina, porque a juicio suyo este factor –en una guerra nacionalista como la que estaba en curso– no podía significar otra cosa que la derrota. Dicho y hecho: fue una derrota, y fue humillante.

    La cinta de espías, además, legitimó una licencia narrativa en Hollywood que liberó a sus películas del deber de tener que dar explicaciones. Aunque enrevesado y de tramas laberínticas difíciles de seguir, el cine de espionaje se impuso finalmente por sus atmósferas sombrías, por sus continuidades casi oníricas, por su respiración entrecortada y cardiaca.

    El gran aporte de la inspiración literaria a la poética de la Guerra Fría fue la desmitificación del espionaje como oficio heroico. Era una actividad más para perdedores que para triunfadores. En términos aun más frontales que Greene, John Le Carré, que también había sido espía antes de dedicarse a la literatura, concibió ficciones moralmente muy desgarradas en torno al miserable trabajo burocrático y al aún más miserable trabajo sucio que les tocaba hacer a los agentes. El espía que regresó del frío, que no es su primera novela pero sí la primera que adaptó Hollywood, abrió un filón inspirador que se mantuvo en actividad hasta no hace muy pocos años. La realización es del año 65 y cuenta la historia de un espía que, próximo a culminar su carrera, acepta una misión en Berlín Oriental con tal de no ir a parar a la huesera burocrática que le aguarda en Londres. Para blanquearse, debe simular primero su naufragio personal en el alcoholismo y la disociación, a objeto de proyectar una vulnerabilidad que no tiene ante el contraespionaje de la RDA, con cuyo jefe máximo él tiene cuentas personales pendientes. La cinta fue filmada en blanco y negro y dirigida por Martin Ritt. No fue quizás una gran película; literatosa a ratos, el tiempo ha sido poco benévolo con ella y con el protagonismo de Richard Burton. Pero no cabe duda que fotografiaba bien y que fue una película seria. Son muchos los títulos inspirados en relatos de Le Carré donde está presente la amenaza roja y entre ellos hay varios valiosos, como Llamada para el muerto (1966, Sidney Lumet), El espejo de los espías (1969, Frank Pierson), La casa Rusia (1990, Fred Shepisi), El hombre más buscado (2014, Anton Corbijn) y El topo (2011, Tomas Alfredson, también conocida como El espía que sabía demasiado), que es una magnífica reflexión sobre los intrincados equilibrios del espionaje en ese vértice donde el delirio persecutorio, el heroísmo, la estupidez, la banalidad y la traición se juntan en un solo y pestilente caudal.

     

     

    Títulos más, títulos menos: de Intriga internacional (1959) a Cortina rasgada (1966) o Topaz (1969, las tres de Alfred Hitchcock), de Funeral en Berlín (1966, Guy Hamilton) a Los tres días del cóndor (1975, Sidney Pollack), de El mensajero del miedo (1962, John Frankenheimer) a Puente de espías (2015, Steven Spielberg). Y no olvidar la serie de películas de Jason Bourne.

    Lo que acaso el cine de espionaje político transmitió con mayor efectividad al imaginario contemporáneo fue la paranoia ante un mundo amenazador, que había roto las redes de confianza y donde todo, absolutamente todo –familia y trabajo, política y sexualidad, creencias y gustos, identidad y amistades–, estaba bajo sospecha. Hollywood no solo procesó ese insumo con notable agudeza. La verdad es que lo asumió como propio para dar cuenta –en el cine de Coppola, de Scorsese, de Brian de Palma o de Eastwood– de una América resuelta a sumergirse en sus dimensiones más oscuras.

    La cinta de espías, además, legitimó una licencia narrativa en Hollywood que liberó a sus películas del deber de tener que dar explicaciones. Aunque enrevesado y de tramas laberínticas difíciles de seguir, el cine de espionaje se impuso finalmente por sus atmósferas sombrías, por sus continuidades casi oníricas, por su respiración entrecortada y cardiaca. Otros géneros y registros fílmicos también se aprovecharían de esta libertad expresiva.

    Obviamente no todo el cine de espías salió de las matrices literarias del desencanto. Las novelas de Ian Fleming le dieron una rotunda vuelta de tuerca al género con James Bond, el hombre con permiso para matar, y reivindicaron no solo la efectividad de los agentes secretos en su lucha contra los demonios de Moscú sino también –en momentos difíciles para los viejos valores de la masculinidad– la erótica, la seducción y el glamour asociados al oficio. Después de eso, entre otras derivadas, la serie de las películas Misión imposible, que venía de cuando la televisión todavía era una reserva del candor, encontró la mesa puesta para unir el género con los efectos especiales y la ciencia ficción.

    En principio, la era del hielo concluyó oficialmente con la caída del Muro, en noviembre de 1989. El balance que dejaron sus cuatro décadas –aparte de haber correspondido a esfuerzos muchas veces inútiles– fue desastroso en términos de horror, sufrimiento, destrucción y de severas patologías mentales y políticas. El saldo de las películas de espionaje que inspiró el fenómeno, claro, es ciertamente menos deprimente. En lo básico, porque hay una corriente de humanidad en estas películas que las puso a salvo de las mezquindades de la Historia.

  200. Las trampas de la fe

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    Ningún otro espía del siglo XX ha despertado tanto debate como Kim Philby. Sus biografías pasan del centenar, y también ha inspirado varias películas y novelas. Hijo de un prócer del Imperio Británico y emblema de la clase dirigente, Philby ocupó cargos clave en el MI–6, se convirtió en el coordinador de las operaciones conjuntas con la CIA y estuvo a algunos peldaños de dirigir el servicio de inteligencia de su país. Pero su destino fue terminar en Moscú, adonde se fugó en 1963, cuando surgieron las pruebas definitivas de que a lo largo de toda su carrera había sido un agente infiltrado −un topo− de la KGB.

    por cristián bofill

    John Le Carré, a quien se le atribuye haber elevado las novelas de espionaje a la categoría de alta literatura, sabe por experiencia propia que la educación inglesa enseña desde muy temprano los talentos para la doble vida de los servicios secretos. Para el escritor, la hipocresía de la sociedad británica, que se transmite desde los años escolares, sobre todo en los establecimientos de élite, es la mejor preparación para ese mundo semejante a una selva de espejos, donde nada es lo que parece y todo se rige por el secretismo, las lealtades y las traiciones.

    Su novela más elogiada por la crítica –El Topo– está inspirada en el personaje que provocó el mayor cataclismo en la historia del servicio secreto inglés (MI–6) y del espionaje occidental durante la Guerra Fría, Kim Philby. Hijo de un prócer del Imperio Británico y emblema de la clase dirigente, Philby ocupó cargos clave en el MI–6, se convirtió en el coordinador de las operaciones conjuntas con la CIA, y estuvo a algunos peldaños de dirigir el servicio de inteligencia de su país. Pero su destino fue terminar sus días en Moscú, adonde se fugó en 1963 cuando surgieron las pruebas definitivas de que a lo largo de toda su carrera había sido un agente infiltrado del KGB, un “topo” en la jerga de la comunidad de inteligencia.

    –“¿Por qué no le diste el castigo definitivo? ¿Por qué no lo mataste?”, le preguntó años después Le Carré al oficial que se encargó de interrogarlo en Beirut, poco antes de que huyera a la Unión Soviética (URSS).

    –“¿A mi viejo amigo? ¿A uno de los nuestros?”, fue la respuesta.

    El diálogo refleja la controversia que hasta hoy, a más de 50 años de su deserción y a casi 30 de su funeral con honores en Moscú, rodea la figura de Harold Adrian Russell Philby, nacido en 1912 en Punjab, India, entonces colonia británica. Sería conocido toda su vida como Kim, apodo que le dio su padre en alusión al personaje de la novela de Rudyard Kipling que transcurre en ese país.

    Ningún otro espía del siglo XX, y probablemente en la historia de “la segunda profesión más antigua del mundo”, ha despertado tanto debate como él. Sus biografías pasan del centenar y siguen saliendo nuevas. Su vida también ha inspirado varias películas y novelas. El prólogo de sus memorias, My Silent War (1968), fue escrito por Graham Greene, uno de los pocos que no renegó de su amistad con él tras su deserción.

    Para Graham Greene, la devoción de Philby al comunismo soviético es comparable a la de un católico fervoroso que mantiene la fe indiferente a todo y, en especial, a los pecados de la Iglesia, como los asesinatos en masa de la Inquisición o los coqueteos con el nazismo.

    “¿Él traicionó a su país? Sí, tal vez lo hizo, pero ¿quién no ha traicionado algo o a alguien más importante que un país?”, escribió Greene, quien trabajó con Philby cuando este dirigía la oficina del servicio secreto británico en Lisboa durante la Segunda Guerra Mundial.

    De todas las traiciones que se acusa a Philby –a su familia, a su país, a sus amigos, a los numerosos agentes que entregó a la KGB y padecieron torturas, años de cárcel o fueron ejecutados–, la más importante en la construcción de su leyenda fue la traición a la clase dirigente a la que pertenecía. Su condición de miembro de la élite le facilitó el ingreso y rápido ascenso en la jerarquía del MI–6, donde llegó a ser venerado como modelo de conducta. Su alcurnia también fue un factor decisivo para que lograra huir en el momento final.

    Su padre –diplomático, espía y una autoridad en estudios sobre el mundo árabe– le entregó la mejor educación que Inglaterra les reserva a sus hijos privilegiados. Fue en Cambridge donde Philby adhirió al marxismo, en los años 30, cuando en medio de la depresión económica el capitalismo parecía moribundo y muchos universitarios se inclinaban hacia el comunismo o el fascismo como única salida.

    “No es sorprendente que yo me convirtiera en comunista en la década del 30”, señala Philby en sus memorias. “Muchos de mis contemporáneos hicieron lo mismo, pero después lo abandonaron cuando se conocieron los peores aspectos del estalinismo. Yo me mantuve en la misma línea”.

    No fue el único hijo de la élite que siguió adelante. Entre sus compañeros de universidad que se convirtieron en “topos” soviéticos había un par de aristócratas, Donald Maclean y Guy Burguess, quienes también terminaron sus días en Moscú, y Sir Anthony Blunt, curador de las obras de arte de la monarquía británica. Descubierto poco después de la fuga de Philby, Blunt llegó a un acuerdo de impunidad a cambio de confesar todo. A Philby le ofrecieron lo mismo.

    Dado que sus años en Moscú estuvieron lejos de ser idílicos, nunca se sabrá si Philby se arrepintió de haber rehusado el trato que le propuso el MI–6. Su personalidad es descrita como un enigma, tanto por los que lo conocieron –o creyeron haberlo conocido– como por sus numerosos biógrafos. “Nunca reveló su verdadera personalidad. Ni los británicos, ni las mujeres con las que vivió, ni nosotros logramos traspasar su armadura de misterio. Toda su vida vivió como un espía. Al final, creo que se burló de todo el mundo, sobre todo de nosotros”, dijo Yuri Modin, el hombre de la KGB que era su contacto en Londres. Más allá de su indescifrable mundo interior, era un hombre muy sociable, con una facilidad para conquistar amigos y seducir mujeres casi tan grande como su habilidad para engañarlos.

    “Philby no tenía hogar, mujeres ni fe. Detrás de su innata arrogancia de clase alta, estaba el gusto de un inadaptado por la aventura y por la mentira, que no considera a nadie digno de su lealtad. En última instancia, estaba enganchado con la incurable droga del engaño”, dijo Le Carré.

    El shock de su deserción no solo atormentó para siempre a sus familiares, amigos y jefes (“Philby nos seguirá pesando en nuestra tumba”, dijo uno de sus ex superiores). La paranoia que desató en el MI–6, y sobre todo en la CIA, fue de tal magnitud que muchos especialistas estiman que ese fue uno de sus mayores servicios a los soviéticos. El poderoso jefe de contrainteligencia de la CIA, James Angleton, su amigo y compañero de borracheras más de una década, impulsó una cacería de brujas en busca de topos de la KGB que arruinó la vida y la carrera de muchos buenos agentes, con un enorme daño a las operaciones clandestinas contra la URSS. Cuando fue despedido por sus purgas delirantes, en 1974, Angleton había incluido en su lista de sospechosos de trabajar para la KGB a personajes como el primer ministro británico Harold Wilson, el sueco Olof Palme y el canciller alemán Willy Brandt. Su paranoia rebasó todos los límites: Angleton nunca pudo volver a confiar en nadie.

    Doble fondo

    ¿Quién era realmente Philby? ¿Cómo mantuvo su lealtad al comunismo a lo largo de su carrera en el MI–6, pese a ser un hombre culto y bien informado, del peor rostro del totalitarismo soviético? ¿Sintió remordimientos por los amigos traicionados, los agentes que mandó a la muerte? ¿Cómo fue capaz de llevar una doble vida de ese calibre? En sus 25 años en Moscú, ¿se arrepintió de su opción?

    Nadie duda que fue un espía abnegado y fiel a la URSS desde que decidió ponerse al servicio de la KGB, indiferente a escrúpulos y costos personales. Al ser reclutado por los soviéticos, la primera instrucción fue borrar su pasado izquierdista y abrazar públicamente un ideario filonazi, además de algo más drástico: abandonar a su primera esposa, judía y comunista, que había conocido en Viena tres años antes (fiel a la causa, ella lo entendió). El siguiente paso fue ingresar al servicio secreto y escalar puestos.

    Para Graham Greene, su devoción al comunismo soviético es comparable a la de un católico fervoroso que mantiene la fe indiferente a todo y, en especial, a los pecados de la Iglesia, como los asesinatos en masa de la Inquisición o los coqueteos con el nazismo. “Como muchos católicos (ingleses) que en el reinado de Isabel I trabajaron por la victoria de España, Philby tenía la convicción de sus ideas, el fanatismo del hombre que no iba a perder su fe por errores humanos cometidos en nombre de su causa”, escribió en el prólogo de The Silent War.

    Pese a los enormes servicios prestados, fue recibido con más suspicacia que gratitud por los soviéticos. Si bien le dieron una vida con algunos privilegios reservados a la nomenclatura, entre ellos un departamento amplio y acceso a productos importados, le otorgaron tareas de segundo orden en la KGB.

    Hay, por supuesto, visiones menos benevolentes. Para autores como el propio Le Carré, Philby era viciado en el engaño y el secretismo. Lo disfrutaba, lo necesitaba y era incapaz de dejarlo, como un drogadicto irrecuperable no puede renunciar a la cocaína. Era lo contrario de esas personas que gozan exhibiendo sus conocimientos. Su vicio, que le proporcionaba sentimiento de superioridad –“un hombre con un secreto es un hombre con poder”–, era saber lo que nadie más sabía. Según esa tesis, el peso de ese vicio lo aliviaba con otro: el alcoholismo. Su capacidad para tomar litros de whisky (Johnnie Walker, etiqueta roja) sin decir nada comprometedor era legendaria, así como su incapacidad de ser fiel a una mujer.

    “Philby no tenía hogar, mujeres ni fe. Detrás de su innata arrogancia de clase alta, estaba el gusto de un inadaptado por la aventura y por la mentira, que no considera a nadie digno de su lealtad. En última instancia, estaba enganchado con la incurable droga del engaño”, dijo Le Carré, quien en un viaje en los 80 a Moscú rehusó una invitación de Philby a reunirse con él.

    A favor de su tesis está el comportamiento que tuvo al llegar a Moscú, donde se volvió a encontrar a Donald Maclean, su ex compañero de Cambridge, y su señora. Philby estaba casado con otra mujer, que lo había seguido a la URSS pese a sorprenderse, como el mundo entero, con su fuga. A los pocos meses inició una aventura clandestina con la mujer de Maclean. Ambas finalmente lo dejaron y abandonaron la URSS. “Maclean era el último amigo que tenía a mano para traicionar”, dice Le Carré.

    Los años de Philby en Moscú, sobre todo la primera década, fueron el castigo con que probablemente muchos de sus enemigos soñaron. Pese a los enormes servicios prestados, fue recibido con más suspicacia que gratitud por los soviéticos, temerosos de otra deserción, esta vez a Occidente. Si bien le dieron una vida con algunos privilegios reservados a la nomenclatura, entre ellos un departamento amplio y acceso a productos importados, le otorgaron tareas de segundo orden en la KGB, como ofrecerle charlas a los novatos.

    La vida gris de Moscú –y sobre todo la indiferencia de la KGB, donde esperaba ser nombrado general– acentuaron su alcoholismo y lo llevaron a tener crisis de depresión que incluyeron al menos un intento de suicidio, cortándose las venas. Solo encontró algo de paz cuando conoció a su cuarta y última esposa, en 1972, Rufina Ivanovna, aunque no la suficiente para dejar el alcohol ni tomarle gusto a Moscú.

    Peter Wright, ex subdirector del Servicio Secreto Británico: “La noche que nos enteramos que Kim Philby había confesado ser un espía soviético, nuestra juventud y nuestra inocencia terminaron. Cuando descubres que un hombre como él, que apreciabas y admirabas, ha traicionado todo, el juego deja de ser entretenido. Ahí se inició la era de las tinieblas para nosotros”.

    “Siempre hay bajas en las guerras”, dijo al ser preguntado por el periodista británico Philip Knightel sobre las personas que traicionó y pagaron con la vida. “De cualquier forma, la mayoría eran canallas bien preparados para matar si era necesario”.

    Respecto de las traiciones a sus amigos personales, dio la siguiente explicación al mismo Knightel: “Siempre he distinguido dos niveles, el personal y el político. Cuando ambos entraban en conflicto, tuve que anteponer la política. El conflicto puede ser muy doloroso. No me gusta engañar a la gente, menos que nadie a los amigos”.

    Su gran obsesión en sus años moscovitas fue no mostrar ninguna vacilación en su adhesión al comunismo ni menos mostrarse decepcionado con la recepción que tuvo, sobre todo ante la prensa occidental. “Avances en el comunismo que hace 30 años yo esperaba ver en mi tiempo de vida tal vez tendrán que esperar una o dos generaciones más”, dice en sus memorias. “Pero, al mirar Moscú desde la ventana de mi estudio, puedo ver las sólidas bases del futuro que vislumbré en Cambridge. (…) Es un gran orgullo para mí haber sido invitado tan joven a contribuir con mi grano de arena a construir ese poder”.

    Pese a asegurar en público que la URSS era su “patria” y que jamás se había sentido “parte de la clase dirigente británica”, su comportamiento lo desmentía. Tal vez nunca se reconoció más británico en toda su vida que en sus años moscovitas. Usaba chaqueta de tweed con corbata de lana, tomaba té con tostadas y comía mermeladas de las marcas tradicionales, escuchaba la BBC, devoraba ejemplares del Times, seguía con devoción los partidos de cricket. Detestaba, eso sí, a los Beatles y la contracultura de los 60. Le encantaba Frank Sinatra. “En Londres era demasiado británico para que desconfiaran de él y en Moscú, demasiado británico para que confiaran en él”, sentenció uno de sus biógrafos.

    En otras palabras, la recompensa que esperaba se convirtió en penitencia al llegar a la URSS. Un ex amigo de la CIA dijo que si lo encontrara en Moscú no lo insultaría ni le enrostraría sus traiciones. “Le pondría la mano en el hombro y sonriendo le preguntaría: ¿Lo has pasado bien aquí, Kim?”.

    En su afán por combatir esa percepción de fracaso, le criticó a Graham Greene el final de su elogiada novela El factor humano (1978), tras recibir una copia enviada por el escritor. En la última parte del libro, Greene describe la vida triste y gris que encontró en Moscú un agente obligado a abandonar Inglaterra tras ser descubierto como “topo” de la KGB. En una carta, le reclamó que las condiciones de vida dadas por los soviéticos a los ingleses que habían trabajado para ellos eran mucho mejores.

    Mantuvo su línea hasta el final. Sus dos ex compañeros de Cambridge y de destierro pidieron que, tras morir, sus cuerpos fueran repatriados a Inglaterra. Philby, tal vez el más británico en sus gustos y forma de ser, dejó instrucciones de ser enterrado en Moscú. Dos años después de su entierro, desaparecía la URSS y con ella probablemente todo lo que le había dado sentido a su vida, como tantos otros perdedores de la Guerra Fría.

  201. Del intelectual público al líder de opinión

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    Es un debate internacional: los grandes pensadores que alguna vez agitaron la sociedad con sus ideas y le tomaron la temperatura a su época, parecen ser una especie en extinción. En Chile, la figura se diluye entre columnistas, en su mayoría periodistas y economistas, y académicos abocados a una carrera intelectual que se da de espaldas a la sociedad: en las revistas ultra especializadas, que solo leen sus pares y que forman parte del sistema global de circulación del conocimiento. Ocho intelectuales discuten las transformaciones que ha sufrido el intelectual público desde la transición hasta hoy.

    por evelyn erlij

    Eran otros tiempos. En las décadas del 50 y 60, Jean-Paul Sartre llenaba auditorios como una estrella de rock, Simone de Beauvoir vendía miles de ejemplares de sus libros y en la televisión los intelectuales discutían los problemas de la sociedad como si estuvieran peleando por su vida (o los valores de su vida). Para subir el rating, el canal estadounidense ABC presentaba en 1968 al escritor progresista Gore Vidal y al intelectual conservador William F. Buckley Jr. debatiendo durante la Convención Republicana –como se ve en el documental Best of Enemies–, y poco antes, en 1965, Buckley Jr. se engarzaba en una disputa pública y masiva en la Universidad de Cambridge con el escritor y activista James Baldwin, en vistas a dilucidar si el sueño americano se alcanzaba a expensas de la figura de un negro oprimido y humillado.

    En los 70, Aleksandr Solzhenitsyn asistía a conversaciones encendidas en programas de televisión franceses, como el clásico Apostrophes, para criticar a la Unión Soviética, oponerse a los pensadores del Partido Comunista que la defendían y negar, de paso, supuestos viajes al Chile de Pinochet. Pasolini publicaba diatribas en el diario y varios cineastas ilustres –Godard, Marker, Resnais, Ivens– filmaban Loin du Vietnam, un manifiesto contra la guerra. Las ideas atraían y circulaban en los medios; los intelectuales sacaban ronchas e influían en la política. Más aún: vivían de sus ideas, nutrían una industria cultural basada en la impresión masiva de libros –como lo explica McKenzie Wark en el ensayo General Intellects (2017)– y había una educación produciendo mentes sedientas de conocimiento.

    “Donde sea que se hable del intelectual público, uno supone que se debe hablar de su declive”, escribe McKenzie Wark, y para evitar usar esa expresión que hoy suena en desuso, prefiere hablar de “intelectos generales”, un término tomado de Marx para hablar del trabajo intelectual creado dentro del proceso de producción.

    Se trata de la figura del intelectual público, personaje que generaba una suerte de conciencia crítica de la sociedad, que vivía de y para las ideas –en palabras del académico Sergio Micco–, que pensaba y analizaba el mundo que le tocaba vivir. Instalaba debates en el espacio público, articulaba narrativas que daban coherencia a una época y leía el momento histórico con lucidez. En esta parte del mundo, por dar dos ejemplos, fue el caso del sociólogo Tomás Moulian con Chile actual, anatomía de un mito (1997), o del historiador Alfredo Jocelyn-Holt con El Chile perplejo: del avanzar sin transar al transar sin parar (1998), dos textos que fueron relatos medulares para comprender la transición a la democracia tras la dictadura de Pinochet.

    “Donde sea que se hable del intelectual público, uno supone que se debe hablar de su declive”, escribe McKenzie Wark, y para evitar usar esa expresión que hoy suena en desuso, prefiere hablar de “intelectos generales”, un término tomado de Marx para hablar del trabajo intelectual creado dentro del proceso de producción. El pensador actual, dice, es alguien que busca formas de escribir, pensar y actuar en y contra un sistema de mercancías en el que también está inserto él. El debate no es nuevo –en 1987 el historiador Russell Jacoby publicó The Last Intellectuals: American Culture in the Age of Academe–, pero lo que llama la atención hoy son los cambios que ha vivido esa figura para sobrevivir en la era del capitalismo del siglo XXI: por un lado, los dueños de las grandes riquezas están invirtiendo en la generación de ideas para su beneficio –a través de think tanks, centros de estudio y ONG–; y por otro, el viejo intelectual, sumido en la lógica de la economía global, se trasviste con ropas de rockstar.

    Ahí están el filósofo esloveno Slavoj Žižek, capaz de llenar salas de conferencias como Justin Bieber llena un estadio, o Judith Butler, Chantal Mouffe o Franco “Bifo” Berardi, dueños de un estatus digno de una celebridad, como lo advierte el cientista político Daniel W. Drezner en el libro The Ideas Industry (2017), donde reclama que hoy en el mundo de las ideas prima una lógica de marketing. Este fenómeno también tiene otras expresiones: las citas de Noam Chomsky o Zygmunt Bauman circulan por las redes sociales con la ligereza de un meme; y en las universidades, en tanto, las puertas se cierran: de espaldas a la sociedad, entre doctorados y papers, los académicos escriben para sí mismos o para el reducido grupo que sigue su línea de investigación.

     

    En función de las políticas públicas

    La discusión sobre la emergencia del líder de opinión –como llama Drezner a los intelectuales nacidos al alero de las fortunas planetarias– es mundial, y sus consecuencias también se perciben en Chile, un país donde la figura del pensador marcó la historia republicana. “En el siglo XIX vemos circular un espectro de figuras públicas más amplio de lo que se cree”, explica Carlos Ossandón, académico de la Universidad de Chile. “Sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo emerge una figura intelectual, como Justo Arteaga Alemparte (1834-1882), que no se veía tan nítida, algo opacada quizás por la relevancia que adquirió un modo de ser como el que representó Andrés Bello. Me refiero al ‘publicista’ decimonónico interesado en arrojar insumos diversos en el esfuerzo por corporizar una cierta opinión pública”.

    Eugenio Tironi: “Hubo una suerte de golpe de Estado: la política a los políticos y las decisiones públicas también. En la centroizquierda los partidos habían sido muy importantes hasta 1973, pero perdieron influencia de cara a los intelectuales públicos. Siempre he simbolizado ese golpe en las figuras de Camilo Escalona y Adolfo Zaldívar”.

    A lo largo del siglo XX surgieron personajes que nutrieron el debate, que difundieron conocimientos, teorías, doctrinas, ideologías, concepciones del mundo u opiniones que, según explicó el filósofo italiano Norberto Bobbio, constituyen los sistemas de ideas que definen una determinada sociedad. Fue el caso, por ejemplo, del filósofo Enrique Molina Garmendia (1871-1964), fundador de la Universidad de Concepción y autor prolífico, que publicó su visión de su tiempo en libros y revistas, o de su discípulo Jorge Millas (1917-1982). Vale la pena recordar que en el primer acto masivo de rechazo a Pinochet, cuando en 1980 el Teatro Caupolicán se llenó de socialistas, comunistas y democratacristianos –irreconciliables desde el Golpe– para oponerse a la Constitución pinochetista, hubo solo dos oradores: Eduardo Frei, líder natural de la DC, y Millas, quien reclamó: “El nuevo orden político será, por falta de autenticidad del consenso originario, un verdadero desorden espiritual”. ¿Quién puede imaginar hoy a un intelectual como Millas –concentrado, riguroso, nada dado al espectáculo y tampoco demasiado popular– ocupando ese rol en un acontecimiento político gravitante?

    Pero volvamos atrás: en los 50 y 60, con la creación de instituciones como Cepal, Flacso y Desal, comenzaron a discutirse las formas de reformar, modernizar y democratizar el país, según escribe el sociólogo Manuel Antonio Garretón –antiguo investigador de Flacso y Premio Nacional de Humanidades 2007– en un ensayo sobre el mundo intelectual, publicado en la Revista Anales de la Universidad de Chile. Hacia mediados de los 60, la idea de la revolución enciende el debate, da origen a más centros de pensamiento y prepara el camino para la Unidad Popular. El mundo intelectual se polariza, pero no se olvida lo esencial: pensar los posibles proyectos histórico-políticos para el país.

     

     

    “En todo el siglo XX, en Chile, el intelectual público fue muy importante: los historiadores, los grandes economistas o ensayistas económicos, los filósofos, los sociólogos, todos tuvieron mucha influencia en la política, en el Estado y en la academia”, afirma el sociólogo Eugenio Tironi, quien participó en la llamada renovación socialista de los años 80 desde las organizaciones SUR y Cieplan, de las que fue parte. “Fueron muy importantes en la gestación y el desarrollo de la dictadura militar. Es un caso curioso: el régimen nace en un programa de acción que se gesta en el cenáculo del intelectual público, que es el consejo de redacción de un diario, en este caso El Mercurio. La labor de los Chicago boys y la obra constitucional de Jaime Guzmán tienen que ver mucho con esa figura”.

    Durante el régimen de Pinochet –apunta Garretón–, se desarticula el circuito entre académicos, partidos y Estado, se crean espacios alternativos de pensamiento para luchar contra la dictadura, y se fundan medios de oposición en los que estas visiones se difunden. Al centrarse los debates en la forma de acabar con la represión –según se lee en su ensayo–, se descuidó la discusión sobre la naturaleza de la democracia, algo por lo que “se pagará un precio en los años 90”. El sociólogo Carlos Ruiz, presidente de la Fundación Nodo XXI y referente intelectual del Frente Amplio, tiene una opinión similar: “El debate intelectual que se da en los 80 ayuda a pensar la transición, pero una vez en democracia este queda muy aprisionado por la figura del intelectual cortesano, que se preocupa de las políticas públicas y deja de pensar la sociedad”.

     

     

    Ruiz explica que, salvo figuras como Moulian o Jocelyn-Holt, “el intelectual de los 90 deja de funcionar desde y para la polis, y se vincula mucho más a la forma de naturalizar los dictados del Banco Mundial. Es lo que llamaban los marcos lógicos, según los cuales había que viabilizar las políticas públicas. Habermas decía que no hay conocimiento sin interés, y en la conversación pseudointelectual de la época hay un cooptamiento muy cortesano. Ahí se empieza a diluir el intelectual público. Toda la discusión social francesa, por ejemplo, con Jean-Paul Fitoussie, Pierre Rosanvallon o Robert Castel, no llega a Chile, ya que fue muy cercenada por la Concertación”.

    Garretón agrega: “El intelectual público fue cediendo paso a los expertos, asesores, consultores y tecnócratas, quienes defienden el statu quo, buscan consolidarlo y no transformarlo. Con el surgimiento de los think tanks –creados por partidos, grupos económicos y algunos ex presidentes– y de los intelectuales corporativos que responden a intereses de quienes los financian, estos personajes pasan a transformarse en ideólogos, es decir, en gente que defiende determinados intereses y que no son estrictamente intelectuales, porque no tienen distancia crítica. Lo que ocurre en Chile es una pérdida de importancia del debate y su reemplazo por las encuestas, por los opinólogos y columnistas cuya formación intelectual es débil. La particularidad del intelectual público es que se inserta en el debate sobre un relato de la sociedad, sobre una visión de lo que ha sido, lo que es y lo que puede ser. Hoy vivimos en una sociedad que ha ido perdiendo la capacidad de relato sobre sí misma”.

    Tomás Moulian: “Creo que el intelectual público prácticamente ha desaparecido, lo que se manifiesta en la poca densidad de los debates. Por ejemplo, a propósito del aborto o el matrimonio igualitario, debió haber discusiones mucho más profundas. La ausencia o decadencia de esas conversaciones evidencia la falta de personas que estén pensando estos temas desde los partidos políticos y las organizaciones sociales”.

    Para Tironi, este declive también tiene que ver con la preeminencia que adquieren los partidos políticos en la transición, quienes, según él, ven en los pensadores una amenaza por no responder a disciplinas partidarias. “Hubo una suerte de golpe de Estado: la política a los políticos y las decisiones públicas también. En la centroizquierda los partidos habían sido muy importantes hasta 1973, pero habían perdido influencia de cara a los intelectuales públicos. Siempre he simbolizado ese golpe de Estado en las figuras de Camilo Escalona y Adolfo Zaldívar. Ellos, en las postrimerías del gobierno de Ricardo Lagos –donde primaron intelectuales públicos y tecnócratas– son los que plantean: ‘esta cuestión la manejamos nosotros’”.

    Un “consenso consensual”

    Según Carlos Ruiz, el mundo intelectual despierta en los años 2000, tras las movilizaciones sociales, en particular las vinculadas a la educación. “Ahí recién se empieza a destecnocratizar el debate y entran más intelectuales, pero no se organiza realmente una conversación de fondo, sino que predominan los comunicadores públicos de esos movimientos. No hay ejes estructurantes claros todavía, pero comienzan a aparecer mucho más los columnistas. Por otro lado, la figura del académico queda cada vez más constreñida a la cuestión de los indicadores de productividad, que lo encierra en la universidad y lo obliga a producir en revistas indexadas que no tienen ninguna interacción con la sociedad. Eso también empobrece el debate público”, explica el sociólogo.

    ¿Se puede hablar de una muerte del intelectual público, como se reclama en otras partes del mundo? José Joaquín Brunner, ex director de Flacso y antiguo ministro de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, cree que en Chile siguen vigentes y gozan de buena salud. Cita a Ricardo Lagos, Tomás Moulian, Juan de Dios Vial Larraín, Nelly Richards, Manuel Antonio Garretón, Agustín Squella, Gabriel Salazar, Carla Cordua, Carlos Huneeus, Raúl Zurita, Enrique Barros, Ángel Flisfisch, Augusto Varas y Ernesto Ottone; y suma a la lista voces más recientes, como las de Carlos Peña, Daniel Mansuy, Alfredo Joignant, Patricio Navia, Harald Beyer, Carlos Ruiz Encina, Patricio Fernández, Arturo Fontaine, Rafael Gumucio, Hugo Herrera, Fernando Atria, Sylvia Eyzaguirre, Pablo Ortúzar, Pablo Oyarzún y Alberto Mayol.

    El sociólogo Tomás Moulian es menos optimista: “Creo que la figura prácticamente ha desaparecido, lo que se manifiesta en la poca densidad de los debates, por ejemplo, a propósito del aborto o el matrimonio igualitario. Debió haber discusiones mucho más profundas que las que hubo. La ausencia o decadencia de esas conversaciones evidencia la falta de personas que estén pensando estos temas desde los partidos políticos y las organizaciones sociales. El debate se ha volcado a temas electorales: hoy lo único que interesa son las presidenciales y es llamativo que lo que menos se sepa de los candidatos sean sus programas. Es una manifestación de la ausencia de intelectuales públicos, que son a quienes les corresponde atizar las discusiones. Esta es una sociedad que no discute, y la gran virtud de la democracia es tomar la palabra”. Esta crisis cultural, dice, no es propia de Chile, “sino que responde a un neoliberalismo globalizado que tampoco se cuestiona lo suficiente”.

     

    Garretón ve desaparecer a los pensadores de antaño tras la sombra de una legión de líderes de opinión y columnistas que llenan los medios de comunicación, muchos de ellos economistas. Para Pablo Ortúzar, miembro del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), esto no es del todo negativo: “La opinión pública es donde se vinculan las ideas y la acción política. Por eso, bienvenida la cultura de la opinión: el problema es que muchas veces, en vez de debate público, lo que hay, especialmente en redes sociales, es propaganda disfrazada, moralinas o matonajes entre distintos bandos. Hay que relativizar la representatividad de Twitter, por ejemplo”.

    “Cada afirmación no logra afirmarse por más de 24 horas”, añade Carlos Ruiz. “Todos los días hay un ruido nuevo y no se logra establecer un hilo en la conversación. Los medios sustituyen el desarrollo de ideas profundas por una fraseología, por una especie de cultura Twitter: hay una tuiteración del debate público, por lo que cualquier cosa que se vaya a decir hay que decirla en 140 caracteres. La gente lee una columna de una página y media, pero nadie lee un libro”. Tironi, en cambio, ve en los columnistas una nueva especie de intelectual público: “Pienso en figuras como Jorge Baradit, ensayistas y novelistas que ya son legión y están saciando una necesidad de encontrar la identidad en el pasado más que en el futuro. Si sale un libro sobre el Chile del 2050, no generaría el más mínimo interés”.

    Los dueños de las grandes riquezas están invirtiendo en la generación de ideas para su beneficio, a través de think tanks, centros de estudio y ONG.

    No extraña que el debate intelectual parezca más centrado en el presente –en analizar encuestas o en criticar o defender políticas gubernamentales– que en pensar el futuro. Al mismo tiempo, el viejo consenso de la transición quedó atrás, según Axel Kaiser, director de la Fundación para el Progreso: “Como resultado del cambio de eje ideológico, gente como Brunner quedó a la derecha, porque la socialdemocracia quedó a la derecha frente a la nueva izquierda. El discurso de progreso y democracia fue reemplazado por una retórica igualitarista bien simplona. La derecha, que no acostumbraba a pensar por su tradicional alergia a la lectura y obsesión con lo práctico, está comenzando a pensar y a leer”.

    En Chile y en el mundo, la extinción del viejo intelectual público es un asunto que, según McKenzie Wark, tiene que ver con un sistema global donde el trabajo cognitivo es tratado –incluso al interior de las universidades– como una mercancía más de la producción capitalista. Quizá por eso hay tanta confusión y el tema da para tanto: mientras para algunos el intelectual público tiene que estar sí o sí por reformular el sistema, otros lo identifican con el éxito mediático o incluso con la pertenencia a esas trenzas donde se cruzan las ideas con los intereses económicos. Y si bien ninguna de estas definiciones es inválida en sí misma –hay intelectuales contra el modelo, hay intelectuales que venden mucho, hay intelectuales indisociables de las élites–, también es cierto que terminan siendo reduccionistas. La medida, debiera ser, la distancia crítica con la que se observa el poder y la independencia a la hora de entrar en la arena del debate. Cuando miramos hacia afuera, en todo caso, vemos que todavía hay figuras que se las arreglan para vivir bajo las leyes de antaño, publicando volúmenes a su antojo y haciéndose escuchar en el espacio público, sin someterse a la dictadura del paper y a sus excesos de profesionalización. En Francia, por ejemplo, los filósofos Michel Onfray y Alain Finkielkraut publican permanentemente tribunas en la prensa; también es el caso de la argentina Beatriz Sarlo, del italiano Claudio Magris o del británico Terry Eagleton. Parafraseando a Wark, todavía quedan pensadores que tratan de descifrar el puzle del mundo contemporáneo sin darle la espalda al público.

  202. Una forma sofisticada y silenciosa de amistad

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    No es lo mismo “escribir” que “ser escritor”. Eso es lo que explica el crítico argentino Julio Premat en un importante ensayo sobre la figura de autor en su país: la autoría es una imagen que se construye a través de entrevistas, prólogos, presentaciones, pero especialmente a partir de ese laboratorio de escritura que son los diarios, si es que estos llegan a ser publicados. El propio Premat resalta esta función en el levantamiento de una autoría marginal y compleja como fue la del polaco Witold Gombrowicz, durante sus años argentinos. Un caso ejemplar, siguiendo a Premat, de un “personaje que se crea”, introduciéndonos y ocultándonos simultáneamente en lo que el polaco llamó “los bastidores de mi ser” (Diarios).

    “Hoy, cuando salí a trabajar, rodeado de gente en las calles, todos con regalos, pensé en Gombrowicz, en el comienzo de su Diario argentino. Hay algo en las fiestas que me repugna”, comenta Fabián Casas en su propio diario, publicado recientemente con el título Diarios de la edad del pavo, los que abarcan desde marzo de 1992 a diciembre de 1997. En estos años, el poeta, ensayista y narrador argentino construye un personaje complejo y fascinante, al tiempo que fragua textos muy relevantes en su trayectoria, como Ocio y el poemario El salmón. Quienes conozcan su obra, hallarán en este diario algunos materiales frescos, que preludian o explican las atmósferas íntimas, afectivas, en que se desarrollan las historias de Casas.

    Las economías de la escritura y de la vida fluyen por estas páginas, delineando, a ya casi 20 años de que estos diarios fueran escritos, la Bildungsroman de un escritor que se ha convertido en autor de culto.

    En las entradas de su diario, el autor dialoga con los escritores que lo antecedieron. La presencia de Gombrowicz va más allá del breve párrafo antes citado: se trata de una influencia que “se nota”, como dice el propio Casas. Lo mismo ocurre con Kafka o Camus, cuyas voces encuentran eco también en las anotaciones del argentino: la escritura como fracaso, como negación de sí, como afirmación de sí, como deseo de otra escritura (y aquí echa mano también a Mann, Eliot, Borges, Beckett, Canetti, Pound, Bernhard, Ashbery).

    Todas estas pulsiones y actitudes son registradas tercamente en estos Diarios de la edad del pavo, al igual que la cuestión de la escritura como apuesta permanente a un futuro incierto, en que el escritor del diario será su primer y más severo lector.

    Sin embargo, la escritura no es la única obsesión que Casas ha decidido revelarles a sus lectores: está también, en estos años, la presencia dulce y melancólica de su madre muerta; la relación tensa y difícil con Lali, su novia; el temor constante del cuerpo, que se afiebra y duele muchas veces, de la mano de la lectura; la obsesión por los precios de los libros, las comidas, la ropa, que suele colocar entre paréntesis cada vez que compra algo; la fijación por el clima, las atmósferas húmedas y calurosas, como también las lluvias que se suceden una tras otra; la compulsión de la amistad, que lo lleva a buscar con frecuencia la conversación literaria; las cartas que dirige a su padre y el silencio familiar; la necesidad de escribir y la dureza con que el mismo joven Casas juzga sus primeros intentos.

    Las economías de la escritura y de la vida fluyen por estas páginas, delineando, a ya casi 20 años de que estos diarios fueran escritos, la Bildungsroman de un escritor que se ha convertido en autor de culto. No revela tanto las circunstancias en que se fraguó su literatura, como aquellas en que se hizo a sí mismo como lector incontinente, angustiado y al mismo tiempo transido de literaturas y tradiciones, a las que se acerca –como a los idiomas, la traducción, el cine–, desde un autodidactismo radical. En sus búsquedas, Casas suele acercarse a las biografías, los diarios y los relatos autobiográficos. Probablemente buscó en ellos lo que hoy pueden buscar los jóvenes escritores y lectores en este diario: una bitácora de lectura, un buen guion para entrar en el diálogo literario, una forma sofisticada y silenciosa de amistad.

     

    Diarios de la edad del pavo, Fabián Casas, Emecé, 2017, 352 páginas, $17.900.

  203. Alberto Fuguet: “VHS usa el filtro del cine y su homosexualidad para entender ciertas películas y ciertos momentos”

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    Sexo y películas, aprendizaje e imágenes, deseo y ciudad, ansiedad y cultura digital: son muchos los elementos que componen VHS, el último libro del narrador y cineasta chileno. “Hoy se puede seguir a tipos en twitter o ver las películas en tu casa y hasta mandarse links, pero antes existía un cara a cara. Ir al cine, a una pizzería o a un chino y comentarlas. O quizás lo que echo de menos es tener esa edad y vivir una época que yo pensaba que era la peor de mi vida, pero que ahora me doy cuenta que fue una de las mejores”.

    por matías hinojosa

    Debe haber tantas razones para convertirse en cinéfilo como cinéfilos hay en el mundo. En VHS, Alberto Fuguet narra aquellas experiencias cinematográficas que lo transformaron en uno. El subtítulo (unas memorias) aclara desde el principio este propósito: lo importante en él no son las películas –o al menos no lo más importante–, sino las sensaciones y acontecimientos que rodearon la vida del autor cuando se encontró con ellas. A diferencia de sus anteriores libros sobre cine (Cinépata, Tránsitos), el análisis crítico de los filmes pasa a un segundo lugar para dar mayor presencia a las confesiones: “Yo soy de la generación en que el cine era, en efecto, toda o casi toda la educación sentimental”, anota en las primeras páginas. “Fue un elemento inseparable de mi biografía, una manera viable tanto para fugarme como para intentar crecer”.

    La exploración de la propia vida a través de las películas es la trama que recorre y aúna los fragmentos de VHS, de manera que son los años de formación los que comparecen en estas memorias. Reimplantado en el Chile de mediados de los 70, tras vivir su infancia y parte de la adolescencia en Estados Unidos, Fuguet encuentra en la pantalla grande una ventana hacia ese mundo que deja atrás. El cine americano, por tal motivo, se convierte en su favorito: a través de sus argumentos y personajes puede seguir en contacto con esa gente, con ese paisaje, con ese idioma, con esas modas. En una época previa a Internet y a la televisión por cable, encerrarse en la sala de cine parecía la única forma de atravesar por un rato las fronteras.

    Pero la exploración sexual es la protagonista de estos ensayos y relatos cinéfilos. Sus peregrinajes por los cines de Santiago a la caza de estrenos, reposiciones y programas rotativos, pasan a ser auténticos viajes interiores. Frente a la pantalla descubre sus primeros amores, aquello que le provoca placer, su fascinación por el cuerpo masculino y las relaciones entre hombres. Su gusto cinematográfico se ve delineado por aquellas películas que lo conmocionan en el plano erótico y sentimental: Willie & Phil, Gigolo Americano y La ley de la calle lo obsesionan y lo excitan; o lo obsesionan porque lo excitan. La cinefilia funciona como un antídoto contra el ensimismamiento absoluto, encontrando en ella un refugio contra las frustraciones de la vida que recién arranca. El año de preuniversitario, las vacaciones de cuatro meses con el padre, los amores no correspondidos, todos estos recuerdos tienen un perfecto correlato cinematográfico, porque VHS es el testimonio de alguien cuyas experiencias vitales tienden a confundirse con los fotogramas.

    El libro tiene un elemento sexual que tus otros títulos sobre cine no desarrollaban. ¿Te parece que VHS viene a completar –o, si se quiere, superar o borrar– esos otros trabajos?

    Puede ser. Tiene varios elementos, diría, que no están presentes de manera explícita en otros libros, sobre todos los de cine y los que podrían caber en la categoría de ensayos o no ficción. Quizás completar o aumentar pero nunca superar o borrar. Me gustan todos mis libros y cada uno suma parte de lo que yo llamo un planeta. Cinépata es claramente un libro personal, cercano, en primera persona, pero es más de trivia o escrito desde la cabeza, digamos. Eso no lo hace menos válido. VHS intenta apostar por una primera personal total. Pero acá está además el elemento sexual (diría erótico puesto que no hay tanto sexo), sentimental y emocional. Uno al final es más que sus experiencias y sus ideas. Uno recuerda, en rigor, más a partir de las sensaciones que desde lo cerebral. Dicho eso: creo que es el mismo libro de siempre. Se parece mucho a los otros que he escrito, tanto a las novelas como a mis libros de no ficción y, por cierto, a Cinépata. Es un libro pajero, no en el sentido de irse por las ramas (aunque lo hace) sino porque es acerca de la edad masturbatoria y de la era del descubrimiento. Tiene algo de making of de mí mismo y de mis primeros libros. VHS es un libro de memorias que usa el filtro del cine y su homosexualidad para entender ciertas películas y ciertos momentos. Cinépata no me parece que vale menos porque usé otros filtros para enfrentarme al cine. Ambos forman un buen dúo y a la vez, VHS conversa tanto con mis novelas recientes como con mis primeros libros. VHS es casi como el centro del planeta, creo.

    Pero acá está además el elemento sexual (diría erótico puesto que no hay tanto sexo), sentimental y emocional. Uno al final es más que sus experiencias y sus ideas. Uno recuerda, en rigor, más a partir de las sensaciones que desde lo cerebral.

    La tensión homosexual es uno de los aspectos que más te atrae de La ley de la calle. Sin embargo, en tu documental Locaciones: buscando a Rusty James no haces mención sobre este punto. ¿Por qué decidiste dejar velada esta apreciación, considerando que fue tan importante en tu valoración de la película?

    Es una parte clave, pero es un elemento subjetivo. Quizás alguien podría argumentar que no lo es. Pero lo cierto es que nadie o casi nadie ha escrito o hablado de este elemento. Ni Coppola, que es claramente un autor heterosexual, que ha filmado muchas cintas de mundos cerrados masculinos (El padrino, Apocalipsis ahora) ha lanzado luces al respecto. Uno de los primeros que ha aventurado notar y celebrar la belleza masculina y la tensión homoerótica de La ley de la calle es el crítico Glenn Kenney. Yo al final no me atreví. No quería ser el único que celebrara eso y quizás fue por un tema de respeto a la cinta, a no querer mezclar lo gay con el tema nostálgico, histórico o de apreciación cinematográfica. Una cosa es ser gay y otra quedar como el gay obsesivo. No quería llevar Locaciones: buscando a Rusty James, mi primer documental, hacia algo así como un gay fest celebrando el cuerpo de Matt Dillon. Porque la cinta es algo más. Fue importante ese elemento en mi valoración hacia la cinta, claro que sí. Pero me parecía un poco injusto, porque no era tanto acerca de mí y la cinta, sino acerca del fenómeno que produjo en muchos. Ahora en VHS le agrego este elemento extra. Locaciones no estaría en Criterion Collection si la apuesta mayor hubiera sido celebrar el homoerotismo que contiene y expele La ley de la calle. Ahora, si uno ve Locaciones está llena de códigos: son puros hombres los que hablan, hombres que se revelan frágiles, sensibles y fascinados por esta cinta. La manipulación de las imágenes también destaca la belleza de los cuerpos y la intimidad de los chicos, y en ese sentido estoy contento con ella.

    ¿Fue el cine una manera de experimentar y descubrirte sexualmente? 

    Obvio que sí. Ya no es complicado averiguar de sexo, alguien duda de una práctica “rara” y googlea. El cine era tan grande, nada le llegaba cerca. La tele era un mal remedo. Por lo tanto, lo que pasaba en el cine era formativo, remecedor, inmenso. No sé si la palabra exacta era descubrirme pero sí confirmar. Y acceder a imágenes que no existían, que no tenía cerca. Y no solo a chicos desnudos como el de La laguna azul o a Richard Gere, sino a historias de intimidad entre hombres. Eso era mi fascinación y mi carencia. Y no de manera explícita. Cruising me daba miedo: era una cinta de terror urbana. Cuenta conmigo en cambio provocaba otra cosa: una suerte de nostalgia por aquello que no tenía.

    Una cosa es ser gay y otra quedar como el gay obsesivo. No quería llevar Locaciones: buscando a Rusty James, mi primer documental, hacia algo así como un gay fest celebrando el cuerpo de Matt Dillon. Porque la cinta es algo más.

    ¿Las películas, hoy, te afectan igual que antes?

    No, ya no. Y es una suma de cosas. El cine ha cambiado, creo que para peor, saltándonos las excepciones. Por diversos motivos, ya no las necesito tanto. Puedo llenarme de otras maneras. He viajado, he amado, he escrito, he estado en la calle. Antes no había hecho casi nada de eso por lo que el cine era la vida. Ahora me dan ganas de hacer películas acerca de lo que he vivido. La relación, por desgracia o quizás por suerte, ya no es la misma. VHS es en ese sentido un homenaje a una época que ya pasó y de alguien que ya no existe.

    Aunque el libro se llama VHS, el grueso de las experiencias cinematográficas que narras ocurrieron en salas de cine. ¿Por qué escogiste ese nombre? 

    Es cierto. Hace años estaba enamorado de un tipo e insistí en que debía reunir sus escritos personales de cine en un libro llamado VHS. Me pareció un gran nombre. Y luego todo eso finalizó y nunca él escribió nada, pero el título quedó. Y luego eso de unas memorias. No todas… unas...  y así tuve el título antes del libro. Me lo reapropié. Para mí es más un símbolo, una idea, algo como un código. Sin duda, el libro son mis recuerdos pre vhs, pero me pareció que de lo que escribí fue justamente de las cintas que triunfaron en ese formato. Pienso en Poltergeist o Cuenta conmigo o Blade Runner. Creo que VHS es una manera de resumir en un título los años 80 a pesar de que me concentro en los inicios de esa década. Quizás es para tener dos libros con títulos hermanos: Por favor, rebobinar y VHS. Se pudo llamar Cines del centro, pero no es lo mismo. No todos los títulos son literales. Aeropuertos parte en uno y termina en otro, pero no es acerca de varios aeropuertos. En todo caso, me encanta el nombre y la portada.

    ¿Hay algo que extrañes de la antigua cinefilia?

    Ahora se devora mucho, pero también se botan series en la mitad, no se terminan las películas, importa mucho el making of o los trailers. Hay mucha ansiedad. Y en las salas no pasa nada. Es impactante ver como las películas chilenas que no son comedias o parte de una franquicia, no son parte de la conversación cinéfila. Lo que echo de menos es eso de que te contaran las películas, eso de no poder ver las cintas ansiadas nunca. Era estirar el deseo. No acceder a ellas, pero desearlas. La cosa análoga tenía su qué, por cierto. Eso de anotar, de ir a buscar las cintas al centro o a programas triples. El que el cine fuera parte de la ciudad. Hoy se puede ser cinéfilo digital y seguir a tipos en twitter o ver las películas en tu casa y hasta mandarse links, pero antes existía un cara a cara. Ir al cine, ir a una pizzería o a un chino a comentarla. O quizás lo que echo de menos es tener esa edad y vivir una época que yo pensaba que era la peor de mi vida, pero que ahora me doy cuenta que fue una de las mejores.

     

    VHS, Alberto Fuguet, Literatura Random House, 2017, 430 páginas, $16.000.

  204. Llámala Naam

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    En una pequeña ciudad del norte de Alemania, Rodrigo Rey Rosa se reunió con Nareen Shammo, la primera mujer iraquí en ejercer el periodismo y actual refugiada, luego de que ISIS atacara a su pueblo y la declarara enemiga del islam. Ahora trabaja para liberar mujeres yazidíes secuestradas por los islamistas a ambos lados de la frontera entre Irak y Siria. “De la serie de casos que Nareen me contó aquella fría tarde a finales de febrero –relata el escritor–, pocos son tan representativos del genocidio yazidí como el de una mujer a quien llamaremos Naam, secuestrada por un grupo de yihadistas y cuyo calvario comenzó por negarse a recitar el Corán”.

    por rodrigo rey rosa

    Pocos meses después de visitar Irak, casi por accidente, yo me encontraba en el istmo de Tehuantepec, en Tabasco (el “Estado sin Dios” de Graham Greene –The Lawles Roads, 1939, epicentro hace casi un siglo de otra persecución religiosa, aunque en este caso de signo ateo: el Estado federal contra los Cristeros). En Villahermosa, la Universidad Autónoma de Tabasco recibía a varias personalidades de distintos lugares del mundo para entregarles el Premio Nacional Malinalli. Entre los premiados estaba el filósofo y jurista español Javier de Lucas Martín (Mediterráneo, el naufragio de Europa, Valencia, 2015), cuyo principal campo de investigación son las políticas migratorias, las minorías étnicas y la xenofobia. En su discurso de agradecimiento por el premio nombró a algunos grupos minoritarios de refugiados provenientes de Oriente Medio, como los alevíes y los yazidíes de Irak y Siria. Después de la premiación pude conversar con él un momento, y le pregunté si podía ponerme en contacto con migrantes yazidíes que hubieran conseguido instalarse en Europa. Pocos días más tarde me envió, desde Valencia, tres o cuatro direcciones de correo electrónico de amigos o contactos yazidíes. Escribí tantos correos, y recibí poco más tarde dos respuestas. Una de ellas provenía de una joven yazidí de Mósul, Irak, refugiada en Alemania desde el 2015. Nareen Shammo había sido periodista investigativa en su país, pero desde finales del 2014, cuando ISIS atacó a su gente, se dedicaba a ayudar a liberar mujeres yazidíes rehenes de los yihadistas, que las trataban como esclavas. Estando de visita en París a finales de febrero, logré concertar una cita con ella, y viajé a una pequeña ciudad en el norte de Alemania para entrevistarla.

    ¿Quiénes crees tú que somos los yazidíes? –me preguntó la periodista convertida en activista, una yazidí de maneras distinguidas, vestida a la europea con elegancia y en tonos oscuros. No era una pregunta retórica. Para ella era vital saber quién era yo y cuál era mi forma de pensar.

    Las primeras noticias que tuve de los yazidíes datan del final de mi niñez –le cuento–, cuando leía vorazmente los libros de aventuras de Karl May, ese alemán de Sajonia ladrón de candelas y relojes que se convirtió en escritor después de pasar una temporada en la cárcel. Más que Julio Verne o Emilio Salgari, May fue mi escritor favorito en esa época (en internet leo que May no llegó a reformarse completamente; al salir de la cárcel se dedicó a la vagancia y a escribir cuentos, y más tarde se hizo editor). La acción de sus novelas más populares se sitúa en el Oeste Norteamericano, en Sudamérica, en el Norte de África, lugares que May no visitó. Sus héroes suelen ser nativos de esos lugares –enemigos y víctimas de criminales de origen casi siempre europeo–, o europeos que han adoptado la cultura o el punto de vista de los nativos.

    He traído conmigo para regalar a la joven periodista un ejemplar de Durchs wilde Kurdistan (Friburgo, 1892), un viaje de aventuras que empieza cerca de Mósul en el siglo XIX. En las primeras líneas del primer capítulo aparecen los yazidíes, a quienes el narrador llama, cómo no, “adoradores del diablo”. Tropas musulmanas provenientes de Mósul se dirigen al “valle de los adoradores del diablo” (Duhok actual) para atacar a los yazidíes. Pero el héroe de Karl May –Kara Ben Nemsi, se hace llamar– logra capturar al jefe de los musulmanes con todo y su cañón (de factura europea) y consigue así que estos firmen una tregua de paz con los yazidíes. Al final del capítulo hay una escena inolvidable. El “sumo sacerdote” yazidí –así lo llama May, aunque no creo que el título correcto sea ese– somete a juicio al asesino de su mujer y de sus hijos. El jefe musulmán es condenado a morir en la hoguera. Cuando está consumándose el castigo, el viejo sacerdote yazidí se introduce en el fuego para inmolarse él también.

    Con cierto pudor, le cuento a mi interlocutora que hace más o menos un año hice un viaje al norte de Irak. Visité Erbil, Duhok y Lalish, donde tuve la suerte de conocer a un profesor de matemáticas yazidí. Aparte de lo que él me contó sobre sus creencias y ritos –como el culto a la naturaleza, la prescripción de la endogamia, la preocupación por la pureza religiosa– lo poco que creo saber acerca de su pueblo lo leí en internet. Encontré, además, libros de historia, como La historia moderna de los kurdos (David McDowall, 2004), pero ninguno sobre los yazidíes de Irak en particular[1].

    Asiente con resignación.

    La yazidí es una de las religiones monoteístas más antiguas –continúo–, pero a diferencia de las otras, no tiene un libro fundacional ni un conjunto de reglas escritas. (“Creen en la divinidad humana y el perdón divino y representan uno de los más altos testimonios de la conciencia religiosa”, según Giovanni Papini). Su ciudad sagrada es Lalish, que está en el Kurdistán iraquí. Hablan una lengua kurda, el kurmenji.

    “Esto” –me interrumpió– no es exacto. No somos kurdos ni hablamos una lengua kurda. En cualquier caso, la lengua kurda proviene de la nuestra. Los kurdos, en el principio, fueron yazidíes, pero se mezclaron con otros pueblos y, así, dejaron de serlo. Eso dice nuestra tradición, que hasta el presente es sobre todo oral. Fue mi abuelo quien me contó estas cosas.

    Hace un año, en vísperas de mi viaje a Irak, cuando consulté en Wikipedia, la información sobre los yazidíes era en extremo sucinta, pecaba de incompleta. El artículo en español consistía solo en unas líneas. Hoy, esas líneas han proliferado, se han convertido en páginas, pero contienen información contradictoria (por otro lado, la versión en línea del Diccionario de la Real Academia Española no incluye todavía –en marzo del 2017– la palabra “yazidi” ni sus variantes “yezidi” o “ezidi”).

    Nareen:

    “Casi nadie nos conoce, en parte porque así lo hemos querido nosotros. No escribimos sobre nuestra fe para evitar que nuestros secretos sean divulgados. Hemos estado rodeados de enemigos durante mucho tiempo. Muchos siglos. Los musulmanes han declarado la yihad contra nosotros 74 veces en los últimos siglos. Ahora, con el genocidio que comete ISIS, las cosas están cambiando”.

    Me explica que ella no es una persona religiosa. Antes del 2014 pensaba que, contrario a lo que enseña su religión, los seres humanos éramos todos iguales. Había estudiado literatura inglesa en Mósul y periodismo investigativo en Erbil, y era la primera mujer iraquí en ejercerlo. En el 2014, cuando ISIS atacó a su pueblo, abandonó la carrera y comenzó a dedicarse activamente al rescate de sus correligionarias secuestradas y sus niños. Al cabo de cierto tiempo ISIS la declaró enemiga del islam. Las amenazas de muerte no se hicieron esperar. En el 2015 el gobierno alemán la recibió como refugiada.

    Una noche, cuando el hombre de ISIS estaba ausente, Naam logró romper una ventana y salió de la casa. Llamó a la puerta de una casa del vecindario, donde había oído voces de mujeres. Pidió ayuda. Las mujeres, musulmanas suníes, dijeron que iban a ayudarla, pero la delataron –seguramente por miedo a represalias por parte de ISIS, que también a ellas las mantenía aterrorizadas. Unos hombres llegaron por Naam, volvieron a encerrarla en la casa con sus niños.

    Antes de eso yo creía que las religiones –me dice– eran una de las causas principales de las guerras, y la mía no me importaba mucho más que las otras. Hay cosas que me parecían inaceptables (como las duras leyes que proscriben el matrimonio con no yazidíes). Pero ahora mi vida, todo lo que hago, gira alrededor del hecho de que soy yazidí.

    Ha conocido a varios yazidíes jóvenes que, después del 2014, desplazados a Europa y otros lugares, han querido informarse acerca del pasado de su pueblo. Recurren muchas veces a internet, donde la información es confusa. Pero la mayoría de los jóvenes migrantes –como la mayoría de los jóvenes en todo el mundo– son poco instruidos, por no decir ignorantes, acerca de sus propias historias. Creen mucho de lo que leen en línea.

    Ahora ella quiere saber qué vi yo en Lalish. Le hablo de la fuente subterránea de agua fresca llamada Zenzem, similar a la de la Meca, donde hay que mojarse la cabeza para atraer la buena suerte; del sepulcro de Sheikh Adi, una encarnación del Ángel Pavo Real, un Satán orgulloso pero arrepentido, cuyas lágrimas apagaron el fuego del Infierno; de la Cueva de la Columna de los Deseos…

    Eso no es un juego –me dice, refiriéndose a la Columna (que el creyente debe abrazar con la intención de que los dedos de sus manos se toquen del otro lado)– como puede parecerlo, ni una técnica para obtener favores sobrenaturales. Se trata en realidad del culto al hecho de tener deseos, y al no dejar de creer que tus deseos pueden cumplirse. Pero si yo quiero aprender más sobre la religión yazidí, podría ponerme en contacto con un académico que vive en Bagdad, una autoridad en la materia. Ella, por su parte, puede hablarme de lo que está pasando ahora con su gente.

    Según las noticias oficiales, unos cinco mil yazidíes han sido secuestrados por los islamistas en el monte Sinjar, a ambos lados de la frontera entre Irak y Siria, en los últimos dos años. En realidad la cifra está más cerca de los siete, me asegura Nareen. Tiene miles de documentos acerca de estos casos a partir de finales del 2014.

    Le pregunto si piensa volver a Bahzani, cerca de Mósul, donde vivía.

    No hay nada que desee más –me asegura–. ¿Pero cómo voy a volver? Nuestros vecinos musulmanes, las personas que vivían en la casa de al lado, fueron quienes nos traicionaron, nos vendieron. ¿Cómo podría volver a vivir en esa casa?

    Los propios peshmerga, las fuerzas armadas kurdas, nos han traicionado –me asegura–. Al principio, nos pidieron ayuda para combatir a ISIS. Muchos de nuestros hombres pelearon junto a ellos, y luego, de un día para otro, se fueron, nos abandonaron, nos dejaron sin armas, sin ninguna protección. Fue entonces cuando ISIS nos atacó directamente. Secuestraron a todas esas familias como si fueran ganado. Mataron a los hombres y se llevaron a las mujeres y a los niños.

     

    ***

     

    De la serie de casos que Nareen me contó aquella fría tarde a finales de febrero –como el del niño de 12 años que presenció la ejecución de su padre y la venta de sus hermanas y luego tuvo que memorizar varios versos del Corán; o el de las mujeres a quienes les extraían sangre para darla a yihadistas heridos; o el de los hermanos adolescentes que se inmolaron en Mósul conduciendo coches bomba– pocos tan representativos del genocidio yazidí como el de una mujer a quien llamaremos Naam, secuestrada en el 2014 por un grupo de yihadistas en el norte de Irak, cerca de la frontera siria.

    Naam era una mujer como tantas yazidíes que vivían en las aldeas del monte Sinjar. Su vida, antes del 3 de agosto del 2014, era simple, pero básicamente feliz. Su esposo, que había trabajado siete años como albañil, construyó su propia casa, donde la familia vivió desde la primavera de aquel año. Cuando ISIS atacó a la gente de Sinjar, Naam, junto con su esposo y sus seis hijos de entre ocho y dos años (y con el séptimo aún en el vientre), intentaron huir en un automóvil hacia la ciudad de Bardarash, pero los detuvieron en un retén de ISIS. Los llevaron a Tilafar, luego a Ksar-al-Mihrab, donde fueron separados del esposo, a quien no volverían a ver. A Naam y a sus hijos los trasladaron a la ciudad de Tepk’a, en territorio sirio. Allí estuvieron encerrados en una especie de túnel con un numeroso grupo de mujeres y niños, todos yazidíes, y no vieron la luz del sol durante casi cinco meses. Los yihadistas les daban comida solamente una vez a la semana. La entregaban en bolsas de basura. Eran desperdicios. Nunca había suficiente para todos. Los niños comenzaron a enfermar. Tosían mucho, les salían manchas en la piel. Varios murieron.

    Probablemente para evitar que siguieran muriendo, hacia febrero del 2015 trasladaron a un grupo de mujeres y niños sanos a la ciudad de Raqqa, donde los encerraron en un edificio de varios pisos. Empezaron a intentar adoctrinarlos. Si no recitaban el Corán, no les daban comida.

    Nareen sacude la cabeza. Acaba de recordar un detalle; prefiere no explicármelo.

    Es demasiado horrible –me asegura: en un documental de televisión británico del 2015, en el que ella sirve como hilo conductor, habían decidido suprimir el fragmento de la entrevista donde lo contaba.

    Parece increíble –me advierte cuando insisto en oírlo. Pero Naam dice que lo vio con sus propios ojos.

    Había en ese lugar una mujer que tenía un niño de menos de un año y que se negaba a recitar el Corán. Las otras le decían que no se preocupara, que en aquellas circunstancias estaba permitido fingir (para los yazidíes no está prohibida la falsa apostasía ante sus enemigos, para permitir la supervivencia; es parte de la tradición, según un artículo de Wikipedia). Si ella no hacía caso a los yihadistas, no darían nada de comer a nadie. Las otras madres le suplicaban que dejara de resistirse –por ellas, por sus niños. En varias ocasiones, la mujer se negó a recitar una sola línea del Corán. No iba a proclamar una fe que no era la suya. Les decía a los hombres que la mataran a ella y a su niño. A ella no le importaba (¿tal vez seguía –conscientemente o no– el ejemplo de Malak Taus, que se negó a adorar a Adán y por eso fue castigado?).

    No te vamos a matar –le dijo uno–. Tú nos vas a servir, o te vamos a vender.

    No les dieron nada de comida hasta que un día este hombre entró en el cuarto donde estaba encerrada la mujer. Le arrebató al niño de los brazos y salió del cuarto. Volvió poco después, con una olla llena de pedazos de carne. Naam piensa que era el bebé, que los yihadistas lo habían cocinado. El sacrificio de ese niño los salvó. Las otras mujeres dieron a comer de esa carne a sus niños, incluso Naam. Estaban muriéndose, literalmente, de hambre.

    ¿Qué pasó con la mujer? ¿Se suicidó?

    Nareen niega con la cabeza.

    Es posible. ¿Qué más podía hacer?

    Unos días más tarde, Naam fue entregada como esclava, o como esposa, a un yihadista. Él la encerró a ella y a sus hijos en una casa abandonada, una casa de dos pisos en un barrio popular (un artículo de la fatwa emitido por el Estado Islámico expresa claramente: Está permitido comprar, vender o regalar mujeres cautivas y esclavas, pues son, simplemente, artículos de propiedad). Después de violarla –con los niños en el cuarto de al lado– el hombre anunció que se marchaba y que volvería una semana más tarde; que se las arreglaran con lo que había de comer en la casa. En la cocina encontraron algo de comida en estado de descomposición, algunas latas de conservas.

    Al cabo de unas semanas, Naam dio a luz a un niño en presencia de sus otros hijos, que pensaron que se estaba muriendo. Pocos días después, el yihadista volvió, y violó de nuevo a Naam –cuenta la joven activista con indignación.

    La hija mayor de Naam acababa de cumplir ocho años. Un día, llegaron otros yihadistas a la casa.

    Tú hija ya está lista para casarse, nos avisó tu señor. Vamos a venderla –le dijeron.

    Ella supo que la perdía para siempre. Ya no quería seguir viviendo, varias veces pensó en suicidarse, pero no quería separarse de sus hijos.

    Una noche, cuando el hombre de ISIS estaba ausente, Naam logró romper una ventana y salió de la casa. Llamó a la puerta de una casa del vecindario, donde había oído voces de mujeres. Pidió ayuda. Las mujeres, musulmanas suníes, dijeron que iban a ayudarla, pero la delataron –seguramente por miedo a represalias por parte de ISIS, que también a ellas las mantenía aterrorizadas. Unos hombres llegaron por Naam, volvieron a encerrarla en la casa con sus niños.

    La coraza emocional que le había permitido contarle a un extraño el terror y las tribulaciones de su gente con más indignación que tristeza, no la hace invulnerable al dolor de gente desconocida y lejana.

    El hombre le advirtió que si volvía a fugarse lo pagaría con la vida de sus hijos. Y Naam optó por fingir, por obedecer al hombre, por tratar de complacerlo. Él comenzó a confiar en ella. Naam es hermosa (yo había visto su foto en una pequeña tablet). Tal vez el hombre comenzó a quererla.

    Este hombre trabajaba como verdugo en un campamento de ISIS. Su oficio era degollar infieles. Un día, se llevó consigo al hijo mayor de Naam, Adel, para “comenzar a enseñarle”.

    Antes de uno de sus viajes al campamento, el hombre accedió a dejar con Naam un teléfono celular, para que pudiera comunicarse con el niño, y probablemente también para controlarla. Cuando el hombre y el niño se fueron, Naam marcó el número de uno de sus hermanos, que estaba en Irak. Él se puso en contacto con un musulmán de Mósul –a quien llamaremos Mustafa–, que antes de que estallara la guerra había sido comerciante. Tenía tratos con una red de contrabandistas que operaba entre Irak, Siria y Turquía. Ahora se dedicaba a negociar y coordinar rescates de yazidíes. Tardaron casi cuatro meses en organizar la huida de Naam y sus hijos. Fue necesario conseguir cerca de $30 mil para preparar el rescate: los papeles falsos, el transporte a Turquía, el regreso a Irak. Naam debía avisar a Mustafa cuando estuviera lista para fugarse de la casa.

    Adel enfermó durante uno de sus viajes al campamento (cuando un niño enferma –me explicó Nareen–, los yihadistas suelen dejarlo al cuidado de la madre). Con Adel enfermo, cuando el hombre volvió a ausentarse, Naam llamó a Mustafa. Esa noche pensaba escapar.

    En la oscuridad, sin encender ninguna luz en la casa donde había estado encerrada casi un año, Naam volvió a romper una ventana. Como se lo había indicado Mustafa, salió de la ciudad de Raqqa y se alejó con sus niños por el camino de Ayn al Arab. Sabía que si la descubrían no iban a perdonarla. Ella y sus hijos serían ejecutados. En el sitio acordado, un hombre en una furgoneta los recogió. Él le dio a Naam papeles falsos. Se haría pasar por su esposa. Le entregó un niqab para que se cubriera a la manera de las musulmanas wahabitas, y se dirigieron hacia la frontera turca. Fueron interpelados en dos retenes de ISIS. El hombre decía que su esposa estaba enferma, que debía llevarla al hospital del otro lado de la frontera. Así pasaron a Turquía, y luego a Irak, donde el hermano de Naam los esperaba (a la niña de ocho años que le quitaron, probablemente nunca volverán a verla).

    Ahora Naam vive con sus niños en una tienda de campaña en el campo de refugiados de Sharya, en el norte de Irak. No recibe ninguna ayuda del gobierno. Pero hay algunas organizaciones caritativas a través de las cuales de vez en cuando le entregan ropa y comida. Igual que tantas de sus correligionarias, tiene la esperanza de que su futuro llegue a parecerse a su pasado en Sinjar.

     

    ***

     

    Nareen parece cansada. Le pregunto cuántas mujeres yazidíes son todavía cautivas de ISIS.

    Había 2.926 sobrevivientes –me dice–, hacia finales del 2016.

    El cielo comienza a ennegrecer. Dentro de pocos minutos ella debe tomar el autobús para volver al pueblo donde vive. Es claro que necesita mantener cierto grado de secreto.

    Pero yo ni siquiera sé dónde queda tu país –me dice. Le hablo de Guatemala, le explico que hace unos 30 años el Estado guatemalteco cometió genocidio contra varios pueblos mayas. Le pregunto si su iPhone tiene señal, para buscar imágenes en línea. Le muestro el altar mayaquiché de Pascual Abaj, en Chichicastenango, donde aparecen varios sacerdotes mayas ofrendando flores, huevos y fuego a un ídolo de piedra negra, una especie de lingam que recuerda la columna trunca en el interior de la gruta de Sheikh Adi, en Lalish.

    Ella observa con atención, parece sorprendida.

    Nosotros también hacemos ofrendas con fuego –me dice.

    Busco otras imágenes: las pirámides mayas en medio de la selva (¿le hacen pensar en las cúpulas cónicas y angulares de los templos yazidíes?). Y por último: exhumaciones de fosas comunes, esqueletos de adultos y niños, amontonados, maniatados, o alineados como en una danza macabra, huesos rotos, cráneos perforados: pruebas forenses presentadas durante el juicio entablado contra el general Ríos Montt por el genocidio ixil.

    Nareen se muerde los labios. Sus ojos se han humedecido, está llorando. Un momento –me dice, y se pasa la mano por la cara para limpiarse las lágrimas.

    La coraza emocional que le había permitido contarle a un extraño el terror y las tribulaciones de su gente con más indignación que tristeza, no la hace invulnerable al dolor de gente desconocida y lejana.

    Tal vez después de todo la gente es igual en todo el mundo –dice, de nuevo dueña de sí misma, y consigue sonreír.

    La acompaño hasta la parada del autobús, donde nos despedimos.

    Camino de vuelta a mi hotel en el barrio gótico de aquella pequeña ciudad en el norte de Alemania, voy pensando que tal vez los humanos vivimos en una especie de flashback cósmico. El infierno, que algunos sostienen todavía que es eterno, ya fue abolido. El ángel rebelde ha sido perdonado; así lo creen los supuestos adoradores del diablo, “que más bien adoran el perdón divino y la divinidad humana”. Es impensable que el hombre, con o sin ayuda del diablo –como escribió el gran ciego–, pudiera burlar para siempre las intenciones de Dios. Igual que en la Apocatástasis de Orígenes, todo ha vuelto a ser como era antes de que comenzara el tiempo que, para Dios, no existe.

     

    Febrero-marzo, 2017

     

     

     

    [1] Ver: Yezidis in Syria, Sebastian Maisel (Maryland, 2017).

  205. El diablo, seguramente

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    El narrador Rodrigo Rey Rosa, que anteriormente ha indagado en el genocidio ixil a manos del Estado guatemalteco, ha mirado atentamente en los últimos años hacia Medio Oriente. Esta crónica es sobre los yazidi, pueblo de campesinos que solo en este milenio ha enfrentado cerca de 70 campañas de exterminio por los árabes y kurdos musulmanes que los rodean. Pero ellos siguen allí, como queda reflejado en esta crónica que invita a dejar a un lado las ideas preconcebidas.

    por rodrigo rey rosa

    Martes 3 de mayo, vuelo Beirut-Erbil

    En el avión de Middle Eastern Airways, entre una cuarentena de pasajeros, viajan solo tres mujeres entradas en carnes, envueltas en caftanes negros, que se mantienen juntas pero que no hablan entre ellas. Los demás viajeros tienen apariencia de negociantes de línea dura, o de militares —pelados casi al rape, cuellos gruesos, cuerpos fornidos hechos para la violencia. El que va delante de mí, de piel y ojos claros, podría ser anglosajón, con grandes tatuajes de dragones en los abultados bíceps de fisicoculturista.

    Durante la primera mitad del vuelo de dos horas no se ven ni la tierra ni el cielo, solo un espacio gris de una luminiscencia enceguecedora. Una hora antes de llegar a Erbil el cielo comienza a despejarse, y aparecen las cadenas de montes grises y agrietados de la región conocida como Kurdistán. En las llanuras ondulantes de Nínive, la moderna provincia de Mósul, la tierra labrada parece un mosaico cubista de formas geométricas irregulares —un rompecabezas de distintos tonos de verde, amarillo y terracota difuminados por una neblina muy ligera. El pasajero del asiento delante del mío pega la frente a la ventana para mirar hacia el norte, donde está la frontera movediza entre ISIS y el Kurdistán iraquí. El interés con que observa es tan intenso que el hombre parece transformarse, como si ya formara parte de alguna operación militar que se lleva a cabo en tierra —como en un relato de Norman Lewis. Yo solo alcanzo a distinguir, aquí y allá, apiñados por entre los peñascos desnudos, posibles rebaños de cabras o corderos.

    Los kurdos, que han poblado desde lo que suele llamarse el principio de los tiempos esta zona entre montañas en la que convergen las grandes potencias de Asia Menor, Persia y Mesopotamia (los actuales estados de Irak, Irán, Siria y Turquía —donde suman hoy en día unos 26 millones de almas), son un grupo étnico heterogéneo “tan formidable como marginado”, escribe David McDowall en su detallado y valioso libro, La historia moderna de los kurdos. Según uno de sus mitos originarios, el pueblo kurdo (palabra que ha sido sinónimo de “nómada” y de “bandido” en la literatura árabe y europea desde la Edad Media) son descendientes de una bandada de niños fugitivos que se ocultaron en las montañas para evitar convertirse en víctimas de Zahhak (“el que tiene 10.000 caballos”), gigante devorador de niños, un maligno personaje de la mitología persa.

    Alrededor del 75% de los kurdos son musulmanes suníes, y un 15% son chiitas. Hay también cristianos (asirios o cristianos siriacos, nestorianos) originarios del Kurdistán, y judíos que, aun después de haber migrado a Israel, siguen considerándose kurdos. Y hay otras comunidades muy minoritarias, como los alevi y los yazidi, en serio peligro de extinción.

    Los yazidi, un grupo religioso monoteísta y heterodoxo que sobresale dentro de esta compleja minoría, son una tribu de origen indoeuropeo que habita los montes y valles de Djebel Sinjar y Shekhan, al este y al oeste de Mósul. Su religión —aseguran ellos mismos— precede a los mitos bíblicos y zoroástricos, y es una de las más antiguas, tenaces y misteriosas (“Sus prácticas religiosas son desconocidas en la actualidad”, dice simplemente un artículo de Wikipedia con fecha de abril, 2016). Sus vecinos musulmanes los llaman “adoradores del diablo” y los fundamentalistas predican aun hoy en día, como lo hacían hace ya más de mil años, su destrucción.

     

    Erbil, por la tarde

    Capital del Kurdistán iraquí, Erbil, que ha estado habitada de manera continua en los últimos siete mil años, es uno de los asentamientos humanos más antiguos. La moderna Erbil, desarrollada principalmente por inversionistas árabes como Emaar Properties en la última década, está sembrada de edificios altos y resplandecientes con fachadas de ventanales polarizados. En los bajos, carteles y fotografías comerciales pelean por el espacio visual: salones de belleza; gimnasios de bodybuilding; clínicas de botox fillers; clínicas dentales… El tráfico, bastante ordenado, es de automóviles de modelos recientes, muchos 4×4, algunos de súper lujo; los taxis, en uniforme color café con leche, parecen también nuevos.

    Después de visitar la antigua Ciudadela, una fortificación de forma oval con calles concéntricas en lo alto de una pequeña colina de laderas escarpadas que domina Erbil (hace dos años la Unesco declaró el sitio Patrimonio de la Humanidad), doy un paseo por el gran bazar, que se extiende en forma de arco hacia el sureste de la colina. De construcción otomana, sus laberínticos pasajes techados recuerdan el de Estambul, pero en una versión muy modesta. Se repiten unas tras otras, por los pasajes que ahondan hacia otros pasajes, las ventas de especias, de productos lácteos, de herramientas, de artefactos electrónicos. Decido comprar una camarita digital para llevar a Lalish, el santuario principal de los supuestos adoradores del diablo, en la provincia de Duhok, a unos 100 kilómetros al noroeste de Erbil.

     

    Ankawa —el barrio cristiano de Erbil. Siete de la noche

    El botones de mi hotel, un jovencito de pelo lacio muy negro y ojos despiertos, obligado a trabajar con disfraz europeo y amabilidad oriental, resulta ser un yazidi, lo que me parece buen presagio. Estos días no hay buses para Duhok ni para Shekhan, menos para Lalish —me asegura. Tiene un amigo taxista que podría llevarme mañana a Lalish, que está a unas dos horas de Erbil, donde la semana pasada celebraron el “miércoles rojo”, el Año Nuevo yazidi.

    Los yazidi son pacifistas —sigue diciéndome—, no usan los metales para fabricar armas, sino instrumentos de labranza. Rezan a Yazda. Antes de rezar por sí mismos piden por los demás. Pueden vivir en buena armonía con gente de otras religiones, pero no pueden abjurar, ni tampoco hacer prosélitos. Al orar, piden sobre todo que caiga la lluvia, que es lo que necesitan para obtener alimento.

    “La fe yazidi puede ser una de las más antiguas y su calendario inicia 6.756 años atrás”, leo un poco más tarde en Internet, conectado al wifi en mi habitación.

    Decido llamar a Ángela Rodicio, la corresponsal de guerra para TVE y experta en Oriente Medio, que estuvo hace poco en Erbil. Si yo quería entrar en contacto con los yazidi debía viajar a Duhok, donde ella tenía amigos —me había asegurado una semana antes, estando en Bilbao, adonde fuimos invitados a participar en un festival de “Crimen y literatura”. Hablamos de los genocidios recientes —como el ixil, a manos del Estado guatemalteco, y el yazidi, a manos del estado islámico. Este último acaba de ser reconocido como tal por el parlamento de Gran Bretaña, y es de esperar que pronto la Corte Criminal Internacional obtenga la jurisdicción necesaria para llevar a juicio a los perpetradores.

    Por Skype, me pongo en contacto con una pareja de profesores kurdos de la Universidad de Duhok, los “contactos” de Ángela. Me facilitan el número de un profesor de matemáticas de la universidad, donde se enseña en inglés —me explican. El profesor es uno de los contadísimos yazidi que han ingresado en la academia, y lo conocen bien en Lalish. Él podría acompañarme.

    Antes de acostarme recibo un correo electrónico con este enlace noticioso:

    ISIS mató hoy por la tarde a un soldado estadounidense en la línea de defensa kurda cerca de Mósul y tomó el pueblo de Telskuf…

    Murieron también 34 kurdos durante los ataques, y un centenar de yihadistas, según BasNews, un noticiero local; pero esto no se menciona en la prensa extranjera.

     

    Miércoles por la mañana

    Ni Aymán, el botones yazidi, ni su amigo taxista, un joven suní, parecen alarmados por las noticias de anoche. Iremos a Duhok por un camino alternativo que pasa lejos de Mósul y bastante al este de Telskuf, por Bardarash —me explican mientras consulto un mapa.

     

    Los campos de trigo casi maduro, circundados metódicamente por triples rollos de alambradas de cuchillas, se extienden a lo largo del camino. A lo lejos, hacia el oeste, aquí y allá se ven columnas de humo que parecen provenir de refinerías petroleras. En las afueras de los poblados dispersos por la llanura ondulada la gente quema basura. Cruzamos un puesto de control donde debo mostrar mi pasaporte.

    Al otro lado del río Zab, que divide las provincias de Erbil y Duhok, terminan las alambradas y el camino transcurre entre alamedas de olivos y encinas. Bajo toldos hechos de alfombras kurdas desteñidas hay ventas de melones y sandías, de huevos y una churrería aceitosa que recuerda la shibakía magrebí. En las afueras de los poblados, a ambos lados de las calles se ven montañitas de cebollas y naranjas, jaulas de tela metálica atestadas de pollos. En las colinas doradas pacen rebaños de ovejas, y entre las ovejas hay algún perro pastor, algún burro. Un halcón solitario se cierne bajo el cielo plomizo. Más allá de Bardarash, en cuclillas a la orilla del camino entre el trigo amarillo, kaláshnikov en ristre, hay un soldado en camuflaje desértico. Telskuf no está muy lejos —me dice el taxista, mientras mira por el retrovisor.

    Seguimos carretera arriba, hacia los montes sin árboles que comienzan a perfilarse en la distancia entre una bruma dorada. Sobre las llanuras entre parches de tierra parduzca o rojiza se alzan caseríos de bloque color hormigón.

    Es día de mercado en Mahad; hay soldados de compras, kaláshnikovs colgados al hombro, que llevan espuertas llenas de fruta y verdura. La estatua de un soldado en traje de batalla se alza a mitad del pueblo. Calle abajo, un cartel fantasmagórico: dos figuras en marcha, en uniforme yihadista: pero a ambas les falta la cabeza. La leyenda al pie, sobre un número de teléfono, está en árabe y en kurdo: Say no to terrorism —traduce el taxista.

    Después de cruzar una cañada rocosa, las llanuras amarillas y semidesérticas se convierten en un mar color verde esmeralda. Unos kilómetros más adelante una ruidosa caravana de autos y picups en doble fila que se aproximan a toda velocidad nos sacan del camino. De pie en las palanganas de los picups, mujeres vestidas de negro agitan en el aire grandes pañuelos negros. Es un cortejo fúnebre por los caídos en los ataques de ayer —me dice el taxista, y mueve la cabeza de manera negativa mientras la caravana pasa.

    El cielo se ha despejado por completo. Estamos al pie de los montes Zagros, que atraviesan las llanuras de Nínive. Paralelas al camino se alzan laderas moteadas de higueras y flores rojas que crecen entre las piedras y brillan bajo el cielo azul. Pasamos la encrucijada de Shekhan, donde hay otro control militar, y subimos por un camino entre montes rocosos hacia el pequeño valle donde se encuentra la ciudad de Duhok (300.000 almas), la capital provinciana, y seguimos hasta el campus de la universidad, donde nos espera el profesor.

     

    El pelo y los bigotes bien poblados, ya casi completamente blancos, el profesor viste un sobrio conjunto de saco y corbata de colores oscuros, camisa blanca y anteojos de sol. Su parecido con Ugo Tognazzi, el actor italiano, es notable —ya se lo han dicho.

    Amigo mío —me pregunta en inglés con una voz calmosa y bien modulada—, ¿qué te trae a un país peligroso como el mío?

    La curiosidad —le digo.

     

    Hacia 1985 leí el extraordinario libro de Giovanni Papini, El diablo (1953), cuyo recuerdo había ayudado sin duda a excitar mi curiosidad.

    “Todavía hay sobre la tierra unos 60.000[1] adoradores del diablo —escribía a mitad del siglo pasado el italiano—… Pero el diablo al que ellos adoran no es, como imaginan algunos, el que Occidente conoce y teme. El diablo musulmán, Iblís, fue condenado —según los teólogos musulmanes— por el amor exclusivo que sentía por la idea pura de la Divinidad. Según los yazidi el diablo es un arcángel caído, pero fue perdonado por Dios para que gobernara el mundo y transfigurara las almas. Este ángel, que los yazidi llaman Malak Taus, el ángel pavo real, es un ministro de la divinidad suprema, un rebelde arrepentido, digno de respeto y de culto… A primera vista este diablo se parece al Satán de judíos y cristianos, pero la diferencia entre ambos, en verdad esencial, es que Dios lo perdonó. Es importante agregar que los yazidi veneran también al famoso Hallaj, crucificado en Bagdad en el año 922 de nuestra era por su doctrina de la deificación de los hombres por medio del amor de Dios, teoría que se encuentra, aunque teológicamente purificada, en la filosofía cristiana… Pero solo en la religión yazidi, en exceso calumniada, se encuentran reunidas estas cumbres paradoxales de la fe: que el diablo volverá a convertirse en ángel, y que el hombre se hará semejante a Dios. Estos supuestos adoradores del diablo, que más bien adoran el perdón divino y la divinidad humana, representan uno de los más altos testimonios de la conciencia religiosa”.

     

    El profesor tiene su propio auto y sugiere que vayamos él y yo solos a Lalish. El taxista irá a recogerme a la vuelta, en la encrucijada de Shekhan, para evitar rehacer el camino hasta Duhok.

    El profesor explica: en agosto del 2014 ISIS atacó la región de Djebel Sinjar, y secuestró a unos cinco mil yazidi. Fueron ejecutados más de 1.500 (algunos dicen que hasta tres mil), acusados de herejía, y el resto han sido convertidos en esclavos. Matan a los hombres, violan a las mujeres y adoctrinan y esclavizan a los niños.

    Así podremos hablar con más libertad —me explica en voz baja cuando subo a su auto—. Yo soy yazidi y él (el taxista, que sigue de pie junto a su taxi) es musulmán, ¿no? No hay, no puede haber, confianza.

    ¿Tú eres cristiano? —me pregunta después.

    Le digo que mis padres eran católicos. Después de dudarlo un momento agrego que yo soy ateo.

    Insiste en saber qué me trae al Kurdistán y, en particular, a Lalish.

    Le digo que soy escritor.

    ¿Periodista?

    No. Escribo ficción. Me gustaría entender qué significa ser yazidi —le digo.

    Eso está muy bien. Yo soy profesor de matemáticas. Las matemáticas son una clase de ficción.

    Especializado en álgebra y matemáticas aplicadas, en gráficas y astronomía en universidades iraquíes y europeas, sus publicaciones tienen títulos como On Wiener polynomials of Trees; On the degree of the singularity of a graph; On the distance spectra of complete n-partite and bipartite graphs…

     

    Los yazidi —me explica un poco más adelante, camino de Lalish— no tienen libro sagrado ni profetas, y buscan la inspiración espiritual directamente en la naturaleza. Yazda es el creador del universo y es la raíz de la palabra yazidi (o yazdani). Malak Taus, el ángel pavo real, símbolo del sol, es el hacedor de la Tierra y tiene a sus órdenes seis ángeles menores que le asisten. Al bajar de los cielos paró en Lalish. Aquí comenzó su obra, en estos montes. Lalish es la contraparte de un sitio ideal, que está… en otra parte —dice, y hace un gesto circular con una mano—. El miércoles es el día santo, como lo es el sábado para los judíos y el domingo para los cristianos. Para celebrar el Año Nuevo, que suele caer el tercer miércoles del mes de abril, colorean huevos hervidos, porque el huevo, para ellos, es como un modelo del mundo (un modelo gráfico: el huevo cósmico, supongo). Los musulmanes, maliciosamente, los llaman adoradores del diablo —se queja—. Pero en su vocabulario no hay palabra que designe al maligno (el nombre musulmán de Iblís, señor de la guerra, no lo deben pronunciar). Hay un dios, Yazda, que lo creó todo, y su ángel, Malak Taus, se encargó de ordenar el mundo. Los yazidi son pacifistas —sigue diciéndome—, no usan los metales para fabricar armas, sino instrumentos de labranza. Rezan a Yazda. Antes de rezar por sí mismos piden por los demás. Pueden vivir en buena armonía con gente de otras religiones, pero no pueden abjurar, ni tampoco hacer prosélitos. Al orar, piden sobre todo que caiga la lluvia, que es lo que necesitan para obtener alimento. En sus tierras abunda el agua y, por desgracia —el profesor asegura, abarcando con la mirada las colinas de piedra moteadas con sembradíos de trigo y centeno—, también el petróleo. No creen que Lalish fuera el lugar donde, después del diluvio, Noé tocó tierra con su arca, como afirman algunos. ¿Cuándo llegó Noé? —pregunta retóricamente, y se encoge de hombros—. Nosotros creemos que Lalish es el sitio donde el magma que flotaba en el espacio y que formaría la Tierra comenzó a convertirse en sólido.

     

    En las afueras de Lalish hay unas 100 casas prefabricadas de cartón piedra gris y láminas de hierro para los refugiados yazidi que han huido de ISIS en los últimos meses.

     

    El profesor explica: en agosto del 2014 ISIS atacó la región de Djebel Sinjar, y secuestró a unos cinco mil yazidi. Fueron ejecutados más de 1.500 (algunos dicen que hasta tres mil), acusados de herejía, y el resto han sido convertidos en esclavos. Matan a los hombres, violan a las mujeres y adoctrinan y esclavizan a los niños —me dice—. Un pequeño grupo de activistas yazidi, con apoyo del Gobierno Regional Kurdo, se dedican a rescatar a sus correligionarios capturados por ISIS en Sinjar. Es una tarea peligrosa, y los niños son los más difíciles de recuperar. Varios de los activistas han sido detectados y ejecutados. De los que logran escapar, muchos vienen a Lalish.

     

    Menciona las campañas de exterminio emprendidas contra los yazidi en el último milenio por los árabes y kurdos musulmanes que los rodean, antes de la aparición de ISIS. Suman alrededor de 70 —me asegura—. Pero seguimos aquí.

    Nos detenemos en un área de estacionamiento a la entrada del santuario, y me entrega un par de calcetines nuevos, todavía en su envoltorio, mientras me explica que los compró para mí porque está prohibido entrar con zapatos en Lalish. Le doy las gracias, le digo que prefiero ir descalzo.

    Cerca de la entrada hay una terraza con vistas del valle que rodea el santuario con sus torres de distintos tamaños hechas de piedra arenisca, cónicas y angulosas como puntas de lanza y coronadas con una pequeña esfera dorada. En una colina más allá de las torres se alza de pronto una columna de fuego. Pero no es fuego sagrado, como uno podría imaginar, sino producto de la combustión de gases de una refinería petrolera, recién instalada. Bajo la sombra de una higuera en un extremo de la terraza están dos mujeres en traje tradicional: faldas largas color vino tinto, blusas negras, las cabezas envueltas en pañuelos blancos. Vienen de Telskuf, el poblado donde se produjeron los ataques de ayer, a unos 30 kilómetros de Lalish. Nos sentamos en esteras a beber con ellas el primer té. La mayor habla con el profesor. Tobó, tobó, tobó, hace, moviendo una mano cerrada en puño para dar una idea de las explosiones.

    Usaron coches bomba dirigidos por control remoto —comenta el profesor.

     

    ***

     

    Con el calzado, el visitante occidental debería deshacerse también, al entrar en Lalish, de sus ideas preconcebidas acerca de las maneras de rendir culto. Su guía lo llevará por un sistema de cavernas domesticadas entre colinas que se comunican por estrechos graderíos de piedra flanqueados por paredes bajas pintadas de blanco. En pequeños nichos renegridos por el humo hay ofrendas de velas, huevos y flores rojas que cuelgan cabeza abajo, pegadas a la piedra con una pasta grumosa. Un huevo pintado de colores vivos ha sido brutalmente aplastado contra cada una de las piedras sobre los pequeños altares, cada uno en memoria de un muerto. Lo que pasa aquí, pasa también en otra parte. En el interior de estas cuevas se rinde culto al azar: Lalish parece una especie de casino metafísico.

    Desde detrás de una marca en el suelo a unos cinco pasos de la pared, con los ojos cerrados, debes lanzar un trapo rojo, que alguien acaba de poner en tu mano y que parece una bufanda, hacia el altar contra la pared de roca. Si el trapo queda en lo alto, la suerte te favorecerá durante determinado tiempo.

    Se entra en una cueva por un portal de piedra, cuyo umbral no debe tocarse con los pies. Se besa el marco de piedra y se deposita en el suelo un billete de mil dinares. Dentro hay poca luz y cuesta distinguir, en el centro de la cueva, un sarcófago oculto por colgaduras de colores rojo, verde y púrpura donde yace uno de los asistentes o sucesores de Sheikh Adi. Más allá hay una columna gruesa y baja alrededor de la cual hay que girar, tocándola con una mano, mientras se pide un deseo.

    Colina arriba está la Cueva de la Columna de los Deseos, donde debes rodear con los brazos una alta columna cilíndrica, lisa y fría. Si los dedos de tus manos se tocan del otro lado, tu deseo será cumplido.

    En un patio amplio y soleado hay dos hermosas moreras centenarias. Ofrendas en forma de pequeños montoncitos de moras todavía verdes adornan el suelo color arena frente al templo principal, donde yacen los restos de Sheikh Adi, jefe espiritual de los yazidi —un jefe, no un profeta, puntualiza tu guía— que fundó el santuario de Lalish en el siglo XII. Una serpiente de piedra, periódica y secularmente ennegrecida con aceite quemado (una imagen de la regeneración espiritual) se alza a la estatura de un hombre a la derecha del portal, un arco de granito con inscripciones antiguas que hacen pensar en la India, reconstruido hace más o menos un siglo.

    Besamos otro marco de piedra, cruzamos otro umbral, sin pisarlo, y depositamos otro billete en el suelo antes de pasar a un amplio salón semisubterráneo. Aquí hay gruesas columnas cuadradas rodeadas con trozos de tela de varios colores, donde hombres y mujeres hacen y deshacen nudos para atraer la buena suerte. Bajamos hacia una caverna con un nacimiento de agua cristalina; hay que inclinarse a chapotear con las manos, mojarse la cabeza y beber para atraer más buena suerte. Iluminados por pequeñas lámparas devotas, atravesamos un pasaje descendente hacia una oscura caverna en forma de túnel. A lo largo de las paredes se alinean antiguas ánforas de barro negro que contienen el aceite de oliva destinado a las lámparas. El agua corre y el fuego chisporrotea por todas partes. Un altar en forma de columna trunca de más de dos metros de altura se alza contra una pared ennegrecida en un extremo de la cueva. El profesor explica: desde detrás de una marca en el suelo a unos cinco pasos de la pared, con los ojos cerrados, debes lanzar un trapo rojo, que alguien acaba de poner en tu mano y que parece una bufanda, hacia el altar contra la pared de roca. Si el trapo queda en lo alto, la suerte te favorecerá durante determinado tiempo. Tanteando el peso del trapo y la distancia, balanceas el brazo de atrás adelante, de adelante atrás. Cierras los ojos, respiras. Lanzas el trapo y abres los ojos. Suerte de principiante, piensas: el trapo es un turbante rojo que corona el altar.

    Tu guía entabla conversación con un grupo de amigos. Mientras ellos platican, das un corto paseo, entras en un cuarto adyacente. Un niño que ronda por ahí y que habla algunas palabras de inglés te indica un rincón donde hay dos agujeros en el suelo. Te dice que debes lanzar un guijarro —que te extiende en la manita abierta— para probar suerte. Si entra en el agujero más grande, tu entrarás en el cielo; si entra en el otro… —señala el suelo a sus pies.

    Optas por no jugar.

     

    ***

     

    En la colina más alta de Lalish hay otra terraza de piedra; esta parece no haber sufrido ninguna renovación. Más allá de la terraza se abre una cueva de boca amplia por donde entra la luz del sol. Sentadas en semicírculo en el suelo en el centro de la cueva están seis mujeres, dos niñas y un bebé con su biberón. Son las hijas y nietas del príncipe de los yazidi que vive en Shekhan y también han venido a celebrar el miércoles. Nada, aparte de una actitud reservada, aunque sonriente, las distingue de las otras mujeres yazidi que visitan Lalish. Una de ellas me invita, mediante señas, a que les tome fotografías. No hay problema —me asegura el profesor—. No somos musulmanes. Me pongo de rodillas frente a las princesas en busca de un ángulo aceptable.

    Hay un pequeño grupo de hombres sentados en la terraza desde donde se domina parte del valle. Nos invitan a detenernos a tomar el té. Son pastores de ovejas que han venido a celebrar el día santo. Nos sentamos entre ellos en el suelo, la espalda contra el fresco de las paredes. Uno de los pastores se levanta y pronto vuelve seguido de tres mujeres jóvenes que traen platos de fruta cortada en pequeños trozos—melón, sandía, naranjas, manzanas— y pequeños cuencos con frutos secos que colocan frente a nosotros. Por medio de gestos me invitan a comer. Quieren saber de dónde soy, cuál es mi religión —me dice el profesor.

    Comienzan a hablar entre ellos en kurmenji, la lengua predominante en la provincia de Duhok, mientras me pongo a escribir en una libreta.

    Uno de los hombres, rubicundo y con grandes bigotes de morsa, me mira de vez en cuando mientras conversa con el profesor. Intercambiamos sonrisas. Pastor y sacrificador de ovejas, ahora se pasa un dedo significativamente por el cuello. El gesto no deja de alarmarme. El profesor me tranquiliza: la próxima vez que los visitemos, matarán un cordero para poder ofrecernos un almuerzo de verdad.

    La serie de pequeños malentendidos y disimulaciones que constituyen la comunicación entre seres humanos, pienso.

    Después de lavarnos los pies en un arroyo de agua helada a la salida del santuario y recuperar nuestro calzado, el profesor me dice que puedo usar las fotos que tomé en Lalish (subirlas a Facebook, por ejemplo), menos las de las descendientes del príncipe. Estamos en guerra —me recuerda— y ellas son vulnerables.

    Es paradójico que “a los ojos del mundo moderno” las fuerzas del Mal parezcan encarnadas en un grupo que se autoproclama “gente de Alá” y que llaman a sus víctimas adoradores del diablo —le digo al profesor mientras conduce para deshacer el camino valle abajo hacia Shekhan.

    ¿Paradójico? —objeta—. Yo creo que se trata de un persistente quid pro quo. Es decir, ese Alá es en realidad el otro, ¿no?

    ¿El diablo? Seguramente —le digo, y nos reímos con alegría, como si no hubiera motivo de preocupación.

     

     

    [1] La cifra correcta podría estar cerca de los 500,000.

  206. Yo la Tengo: tres décadas de búsqueda sonora

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    Pasó el punk, el grunge, el post rock, y la banda formada en Hoboken en 1984 continúa explorando en diversos estilos para crear un sonido inconfundible, por no decir ilimitado, que deja espacio a la simpleza y el sentido del humor. Este sábado el grupo se presentará por cuarta vez en nuestro país, como parte del Festival Fauna Primavera.

    por matías hinojosa

    Pese a su larga trayectoria y al respaldo casi general de la crítica, Yo la Tengo nunca ha gozado de un éxito masivo: no lo tuvieron en los 80, cuando su sonido era demasiado crudo y estridente como para llamar la atención del gran público; tampoco lo consiguieron en los 90, cuando el fenómeno de Nirvana puso a los grandes sellos a la caza de nuevas bandas independientes; y no lo han hecho en este nuevo siglo, abiertamente dominado por el pop y la electrónica.

    Formados en Hoboken en 1984, en pleno auge del college rock, el hardcore y las radios universitarias, no llamaron la atención sino hasta 1990, con la publicación de Fakebook, un disco tranquilo, de orientación folk rock, que mezclaba canciones originales y covers. En aquel período, cuando eran un dúo, la banda trabajaba en mejorar sus presentaciones en vivo, que fueron duramente criticadas al principio. Como se lee en una reseña de un concierto citada por el periodista Jesse Jarnow en su libro Big Day Coming, Yo la Tengo y el auge del indie rock: “No quedó muy claro si había alguien en el grupo que supiese tocar su instrumento”.

    Como era habitual en la escena punk e indie rock, los integrantes de Yo la Tengo comenzaron a tocar apenas con un conocimiento rudimentario de sus instrumentos. No obstante, aquella carencia fue compensada de alguna manera por su enorme conocimiento melómano. Ira Kaplan y Georgia Hubley tienen un dominio de información que entra en la categoría de “enciclopédico”. Kaplan era colaborador estable de SoHo Weekly News y del New York Rocker, en cuyas páginas atestiguó la incesante actividad de la movida punk neoyorkina de principios de los 80, escribiendo sobre novedades discográficas y reseñando shows de bandas como The Modern Lovers, Talking Heads o The Feelies. Georgia Hubley, por su parte, también se convirtió en asidua a estos conciertos. La pareja, de hecho, se conoció y comenzó su noviazgo luego de asistir a un recital de los Feelies, una de las influencias capitales de Yo la Tengo.

    La aparición de Painful en 1993 sirvió para apagar las críticas a su habilidad instrumental. Este LP trajo una importante evolución, marcando un antes y un después en la historia de la banda. Painful fue el primer disco que grabaron con Matador Records, sello emblema de la escena independiente y cuya alianza con el grupo sigue vigente. También implicó otros dos componentes fundamentales: la incorporación del productor Roger Moutenot, que comprendió como ningún otro las ambiciones artísticas de Ira y Georgia; y una participación más activa del bajista James McNew, quien dominaba varios instrumentos, podía escribir canciones y también brillaba por un instinto musical fuera de serie.

    La promoción del disco fue inédita para los estándares a los que estaban habituados. Debido a la popularidad que disfrutaba entonces el rock alternativo, el sello puso dinero para filmar un video. La oportunidad sería aprovechada para expresar su sentido del humor: para “From a Motel 6”, uno de los singles de Painful, idearon un gag que enfureció a los dueños de Atlantic (sello que poseía el 49% de las acciones de Matador). En él se sigue a los miembros del grupo mientras montan su equipo en una sala vacía: laboriosamente mueven sus amplificadores, conectan los pedales, ordenan su set de batería. Cuando están listos para ponerse a tocar, Ira Kaplan se cuelga su guitarra y se arroja en un estrepitoso solo de noise, tras lo cual vuelven a desarmar todo el equipo de nuevo. Al sello le pareció una pésima broma y los obligó a grabar una segunda versión del video; esta vez bajo cánones más convencionales.

    Sin embargo, los videos graciosos se convertirían en una marca registrada. Por ejemplo, para “Tom Courtenay”, de su siguiente álbum Electr-O-Pura (1995), escenificaron una hipotética reunión de los Beatles, que los tiene a ellos como los teloneros del esperado concierto. Y en “Sugarcube”, de I Can Hear The Heart Beating As One (1997), son obligados por los ejecutivos de su sello a asistir a una escuela del rock para aprender lo que ellos suponen le falta al grupo.

    La verdad es que la comedia está en el ADN de Yo la Tengo. El mismo nombre de la banda fue rescatado de una tonta anécdota deportiva, y en honor a los chistes han bautizado discos (New Wave Hot Dogs, May I Sing with Me) y canciones (“Return to Hot Chicken”, “Moby Octopad”, “The Story of Yo la Tango”).

     

     

    La llegada de Moutenot y McNew a las filas del grupo permitió sobre todo un mayor aplomo. Con productor y bajista, el grupo entra en lo que podríamos llamar su etapa ecléctica, donde brilla su capacidad para crear canciones en cualquier género. McNew, al igual que sus compañeros, era una enciclopedia musical, cuyo conocimiento podía abarcar desde las últimas novedades de la escena underground de Boston hasta los discos más oscuros de los años seminales del rock & roll.

    Tras la aparición de Electr-O-Pura, que de alguna manera siguió la hebra de Painful, el trío lanza el ambicioso I Can Hear The Heart Beating As One, que da una muestra fehaciente de esta nueva versatilidad. Pasando por el garaje, el folk y el shoegaze de sus discos anteriores, incursionan además en la electrónica, el rock psicodélico y el bossa-nova. Ninguna canción de I Can Hear The Heart Beating As One suena igual a la otra; cada una enseña una nueva encarnación del grupo y, sin embargo, el conjunto de canciones se despliega coherente y bien articulado. De este disco también saldrán tres de sus canciones más populares: “Sugarcube”, “Stockholm Syndrome” y “Autumn Sweater”. Esta última, una simple composición de órgano electrónico y percusión, perfectamente podría figurar en cualquier selección de las mejores canciones del rock alternativo.

    And Then Nothing Turned Itself Inside-Out (2000), su siguiente LP, también se encumbra entre sus obras más destacadas. Aquí, vuelven a hacer lo impensado: tras varios discos cargados a las guitarras ruidosas, bajan los decibeles para sumergirse en la elaboración de melodías tranquilas e introspectivas. Con la excepción de “Cherry Chapstick”, son las guitarras desenchufadas, la caja de ritmos y las voces suaves las que dan forma y protagonizan estas delicadas y bellas composiciones. Más tarde, en I Am Not Afraid of You and I Will Beat Your Ass (2006), Popular Songs (2009) y Fade (2013), la banda seguirá explorando en otra gama de estilos, ampliando significativamente su paleta sonora. En sus nuevas canciones son habituales los vientos, las secciones de cuerdas e incluso los falsetes, elementos que dan muestra de su evolución como intérpretes y compositores.

    Como buenos melómanos, su repertorio de covers es de una amplitud inédita. De hecho, partieron su carrera siendo una banda tributo, tocando en cumpleaños y matrimonios de amigos. En esas primeras actuaciones, cuando tenían el nombre de Georgia and Those Guys, interpretaban desde clásicos como “Louie Louie” o alguna rareza de la Velvet Underground, hasta canciones de los Feelies o los dB’s. No importaba el estilo o la calidad de la canción, los impulsaba el placer de funcionar por un rato como una jukebox humana. Fieles a ese espíritu, han plagado sus discos de covers de todo tipo y muchos de ellos se han transformado en clásicos de su catálogo (“You Can Have It All”, “Speeding Motorcycle”, “My Little Corner of the World”). Ahora llegan a Chile a promocionar Stuff Like That There (2015), álbum donde mezclan canciones inéditas con covers. Aquí reversionan hits de The Cure y Parliaments, e incluso hacen una autorevisión de su propio repertorio, entregando una nueva versión de “Deeper Into Movies” de I Can Hear The Heart Beating As One. A medio camino entre la admiración y la ironía, el LP reafirma las viejas consignas: Stuff Like That There es un disco pequeño, casi como un compilado de lados b, el corolario de una agrupación ya en plena madurez y sin nada que demostrar.

    Una vez, durante su época como periodista, Ira Kaplan escribió: “Adoraba a NRBQ y sigo sin comprender su fracaso comercial. Para mí, representan todo aquello que busco en un grupo de rock. Tocan y cantan bien, tienen sentido del humor y escriben canciones simples y maravillosas que puedo canturrear en la ducha”. Aquella descripción, escrita antes de que Yo la Tengo estuviese en el horizonte, parece premonitoria. Porque han sido esos elementos precisamente los vértices que han estructurado a la banda: sentido del humor, canciones maravillosas y simples que se pueden canturrear.

     

  207. Mercado y bienes morales

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    Michael Sandel, actualmente uno de los autores más populares en la academia, analiza críticamente al mercado (y al lucro) en un libro entretenido y muy bien escrito que lleva por título Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado.  A diferencia de los análisis de Polanyi que poseen una índole sociológica e histórica, las críticas de Sandel son más bien de carácter moral.

    Sandel tiene una habilidad notable para ilustrar los grandes dilemas de los que se ocupa la filosofía moral, con ejemplos cotidianos de esos que aparecen en las noticias. Quizá esto se deba al hecho de que muy joven —tenía apenas 21 años— debió hacer una pasantía en la oficina de Washington del Houston Chronicle y debido a la escasez de recursos del medio terminó cubriendo las deliberaciones de la Suprema Corte acerca del caso Watergate y el posterior impeachment. La experiencia pudo sensibilizarlo acerca de los dilemas que se ocultan en hechos que al común de los mortales solo los entretienen pero no los interpelan. Y es probable que su experiencia en la prensa lo haya sensibilizado también hacia las audiencias y le haya enseñado la necesidad de comunicarse con ellas. Se le puede ver hoy en YouTube, enseñando a adolescentes con ejemplos y casos sorprendentes que ilustran cuestiones tan abstractas como el concepto de justicia del idealismo alemán.

    Este autor piensa que hay ciertas cosas que cuando se intercambian con la mediación del dinero, se deshacen moralmente, se corrompen o pierden valor. Y la razón de ello sería que el mercado y el dinero son mecanismos en los que se desenvuelve un individualismo autorreferido, donde se persiguen bienes puramente idiosincrásicos que dañan nuestro sentido de comunidad y bien común. Hay cosas, arguye Sandel, que el mercado no puede comprar. Habría, según explica, reglas no mercantiles en la vida (por ejemplo, la que asigna una igual dignidad a todos los seres humanos) y otras mercantiles (como las que regulan el intercambio de alimentos) y los bienes que están cubiertos por las primeras no podrían regirse por las segundas. Cuando lo hacen se produce, explica, un conjunto de efectos indeseables: se incrementa la desigualdad, puesto que el acceso a esos bienes fundamentales pasa a depender de la riqueza de cada uno; el consentimiento contractual se deteriora; y, lo peor, el dinero envilece algunos bienes.

    Las objeciones de Sandel, cuando se las mira de cerca, son de tres clases perfectamente diferenciables. Y no todas ellas se sostienen cuando se las examina.

    La primera es relativa a la capacidad distributiva del mercado y la justicia que mediante él se puede alcanzar. La opinión de Sandel es que cuando todo depende del dinero, se crean desigualdades intolerables en el acceso a ciertos bienes fundamentales. La segunda es que hay bienes cuya adquisición es tan urgente que cuando, para salvarlos, se consiente en un contrato, el consentimiento es solo aparente. La tercera es que hay cierto tipo de bienes que cuando se cambian por dinero se deshacen o corrompen.

    Si bien —atendiendo a la importancia que el propio Sandel le confiere en su libro— lo que sigue se ocupa en especial de la tercera objeción y de lo que ella deja en la sombra, puede ser útil referirse someramente a las otras dos.

    Es verdad, desde luego, que si se deja entregada la distribución de todos los bienes al mercado, habrá quienes no puedan acceder a ellos. Esto es cierto al menos desde el punto de vista conceptual. Y las razones son obvias, pero no son morales.

    Como no es independiente de la historia de quienes concurren al intercambio (por ejemplo del origen socioeconómico o la etnia) ni tampoco del azar natural que distribuye desgracias y capacidades (como las discapacidades con que algunas personas nacen), el mercado no logra distribuir los bienes de que se ocupa en proporción al esfuerzo o al mérito personal. Los herederos tendrán ventajas con prescindencia de su esfuerzo y los no herederos verán bloqueado su mérito por ventajas heredadas. Los favorecidos por el azar natural obtendrán más sin merecerlo y los maltratados por la naturaleza, por ejemplo, los discapacitados, tendrán menos. Incluso allí donde el mercado logra poner la mayor cantidad de bienes al alcance de la mayor cantidad de personas —como ocurre en los procesos de modernización—, él no lograría distinguir por sí solo entre desigualdades merecidas y otras inmerecidas.

    Así, entonces, incluso cuando se muestra más eficiente que otros arreglos alternativos, el mercado tiene defectos de distribución. Como la vida no es una ruleta en la que todos los números tienen la misma posibilidad de ser señalados por la bolita y en vez de eso la vida es histórica, de manera que cada uno arrastra ventajas y desventajas que no eligió, el mercado no lograría distribuir los recursos en proporción al mérito.

    Pero, como es obvio, esta crítica no se dirige, al menos en primera línea, al tipo de bienes que se intercambian, ni a la eficiencia del mercado medida por la cantidad de riqueza agregada, sino a su distribución.

    La segunda objeción es un poco más complicada y Sandel la menciona más o menos al pasar en un texto posterior a su famoso libro. Vale la pena citarlo:

    “[…] algunas transacciones de mercado son objetables por razones morales. Una de esas razones es que una desigualdad severa puede socavar el carácter voluntario de un intercambio. Si un campesino desesperadamente pobre vende un riñón, o un niño, la opción de vender pudo ser coaccionada, en efecto, por las necesidades de su situación. Por lo tanto, un argumento familiar en favor de los mercados —que las partes acuerdan libremente los términos del acuerdo— puede ser cuestionado por condiciones de negociación desiguales. Para saber si una elección de mercado es una opción libre, debemos preguntarnos qué desigualdades en las condiciones de fondo de la sociedad socavan el consentimiento significativo”.

    Si bien Sandel habla en ese texto de coacción, el ejemplo parece referirse más bien al estado de necesidad. El estado de necesidad anularía el carácter voluntario del intercambio.

    En la opinión de Sandel, el mercado descansa sobre intercambios voluntarios; pero, observa, como el mercado es ciego a las desigualdades más severas, ellas acaban destruyendo la misma voluntariedad sobre la que el mercado reposa. Esta crítica, a primera vista persuasiva, es sin embargo errónea. Un intercambio en estado de necesidad (cuando usted contrata para salvar un bien que juzga más importante que el precio que sacrifica) es injusto, pero es voluntario.

    Los juristas, en efecto, desde antiguo distinguen entre la fuerza moral o amenaza y el estado de necesidad en que el sujeto debe escoger un bien para salvar otro que juzga indispensable. La opinión en general de la tradición es que en el estado de necesidad, al revés de lo que afirma Sandel, hay consentimiento. Es el caso por ejemplo de Puffendorf que cita Pothier:

    “Puffendorf exceptúa un caso por el cual la obligación bien que contratada por la impresión del temor que me causa la violencia que se ejerce sobre mí, no deja por esto de ser válida; es el caso en que yo haya prometido a alguien alguna cosa con tal que venga a mi socorro y me liberte de la violencia que un tercero está ejerciendo sobre mí. Por ejemplo, si al ser atacado por una partida de ladrones, apercibo a Fulano a quien prometo una suma si viene a sacarme de sus manos. Esta obligación, aunque contratada por la impresión del miedo o temor de la muerte, será válida […]. Sin embargo, si hubiese prometido una suma excesiva, podría hacer reducir mi obligación a la suma a la cual se apreciaría la justa recompensa del servicio que se me ha prestado”.

    Aristóteles también estaría de acuerdo con Puffendorf en que en este caso hay consentimiento. Para Aristóteles, según explica en la Ética nicomaquea, cuando el capitán arroja la carga para salvar el barco ejecuta un acto mixto, en parte querido y en parte no, pero se trata de una acción “que se parece más a las voluntarias, ya que cuando se realizan son objeto de elección, y el fin de la acción depende del momento. Así, cuando un hombre actúa, ha de mencionarse tanto lo voluntario como lo involuntario; pero en tales acciones obra voluntariamente, porque el principio del movimiento imprimido a los miembros instrumentales está en el mismo que las ejecuta, y si el principio de ellas está en él, también radica en él el hacerlas o no”.

    En suma, para Puffendorf, Pothier y Aristóteles —pero no para Sandel— quien consiente a la luz de circunstancias gravosas o especialmente urgentes, consiente. No se aplica en tal caso la fuerza o coacción como causal que anula el consentimiento porque ella requiere que provenga de alguien en particular y no del simple entorno. Una persona pobre que celebra un contrato quiere celebrarlo; decir que las circunstancias lo obligan es una forma figurada de describir el fenómeno que no ayuda a su comprensión intelectual. Si alguien sostiene que las injusticias del entorno por sí solas anulan su libertad (al modo en que lo hace la vis coactiva) sería como la paloma que se queja de que la resistencia del aire le impide volar. Un economista estaría de acuerdo en todo esto y sugeriría que todas nuestras elecciones tienen un costo de oportunidad, elegimos algo para evitar otra cosa que nos parece peor. Si no hubiera costo de oportunidad, o no sería necesario elegir o estaríamos condenados sin elección ninguna. Formaría pues parte de la misma índole del consentimiento elegir o consentir en un entorno de restricciones. Y la crítica al entorno de restricciones no se relaciona con el consentimiento sino con la justicia. Y no se observa qué ventaja se sigue de llamar falta de voluntad a la injusticia. Una cosa es no querer hacer algo, otra cosa es ser víctima de la injusticia.

    Por tanto, de las tres críticas de Sandel al dinero y al mercado, subsisten dos: cuando todas las cosas se intermedian con dinero se alcanzan desigualdades intolerables y habría cosas que el dinero no puede comprar.

     

    Lo que el dinero sí puede comprar, Carlos Peña, Taurus, 2017, 284 páginas, $14.000.

  208. Páginas lisérgicas

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    Los collages de figuras recortadas, rostros apenas reconocibles y monstruos sexuales surgidos de un montaje obsesivo y trizado, hacen un guiño al discurso solitario del narrador de Cuaderno de Guayaquil y a su observación paranoide del cuerpo y del sexo, al uso de drogas estabilizadoras y al alcohol, que permanentemente quebranta y desestabiliza.

    por lorena amaro

    Un médico “gordo, mal afeitado y con el pelo seboso”, que le “recuerda a Céline”, le receta al escritor y protagonista de Cuaderno de Guayaquil ciertas dosis de sertralina y clonazepam. Es un 10 de junio; a lo largo de un año y medio las dosis variarán, pero estarán siempre presentes. Escrita a modo de diario, esta primera novela del chileno Ricardo Vivallo (1984) relata la crisis personal de un artista solitario, cuyo entorno social está distorsionado por el abuso de las drogas y el alcohol. También por la posibilidad del suicidio.

    La estética del libro, muy cuidada, habla de su relación con el montaje. Entre sus páginas hallamos collages realizados por el propio Vivallo, que dialogan con el universo del narrador: figuras recortadas, rostros apenas reconocibles, monstruos sexuales surgidos de un montaje obsesivo y trizado, que hacen un guiño al discurso solitario del personaje y a su observación paranoide del cuerpo y del sexo, al uso de drogas estabilizadoras y al alcohol, que permanentemente quebranta y desestabiliza.

    La forma misma del diario, que busca dar coherencia cronológica a un relato, no tiene demasiado sentido, ya que el texto se podría leer sin problemas como una suma de fragmentos en que la temporalidad importa solo a veces. Muchas de las “entradas” del supuesto diario son apenas reflexiones destinadas a la escritura, o citas notables, que como bisturíes cortan la página y la abren en múltiples direcciones. Las alusiones a Jonas Mekas, Cesare Pavese o Kafka buscan inscribir el texto en una tradición diarística, así como el mismo Pavese o Édouard Levé anudan el texto a una palabra suicida. Pero este despliegue de referencias no es suficiente en un texto hasta cierto punto titubeante y desigual, en que el brillo y precisión de algunas imágenes (“El ánimo, una pura ficción farmacológica. Los nervios como de hilo curado”) se contrapone con frases cansinas, breves, que sobreabundan en la depresión del protagonista (“yo sigo estampado en las sábanas sebosas de la cama. Un burdo maniquí de mí mismo”).

    La pregunta es si queremos más desechos de un yo hipertrofiado; o si eso permite dar cuenta de otros residuos, políticos y sociales: otros mundos que aquí apenas caben en una mirada lateral, como en escorzo, reductora.

    La monotonía con que se insiste en un yo narcisista y vacío conduce inevitablemente a aquello que está, por así decirlo, “fuera de campo”. Si bien vive solo, el narrador es hijo de una familia convencional que se reúne en torno a una piscina, una clase media protegida o protectora de este hijo con el que se producen zanjas de silencio. El narrador desprecia a esta familia tanto como a “K”, amante rancagüina, madre de un hijo, a la que humilla, porque para él es apenas la posibilidad de sexo “intenso, sucio y constante”, un sujeto desechable: “La verdad es que a ratos esta mujer me asusta, sospecho que pueda padecer un trastorno mental”.

    En esta narración, como en mucha literatura masculina, el envilecimiento de sí mismo pasa por el de los demás, sobre todo de la pareja. La monstruosidad y peligro de lo femenino se condensa en una imagen atroz y sin nombre, una mujer quimérica, irreal: “Le decían la sirena invertida: cabeza y torso de merluza y lo demás ninfa”. Pero ella no es la única: en torno al narrador de Cuaderno de Guayaquil todos los personajes resultan deliberadamente degradados. Desde el primer párrafo sobre el médico gordo y de pelo seboso, hasta los anodinos amigos o la terapeuta, por quien el protagonista siente también impulsos sexuales, y con quien establece una relación parecida a la de Mr. Robot con su psicóloga: “¿Qué tienen sus ojos que me hacen sentir tan vulnerable? ¿Será parte de su entrenamiento? ¿Es consciente de la potencia de su mirada cuando se queda en silencio y me mira fijo?”. Sí, hay algo de la ataraxia de ese personaje en el protagonista del libro de Vivallo.

    La escritura acierta en la exhibición de una intimidad lisérgica. Son frecuentes los relatos de sueños o de historias oídas de otros que resultan oníricas, esperpénticas. Así ocurre, por ejemplo, con este sueño metatextual: “En el sueño cagaba y me limpiaba el culo a la vista de todos en una estación del Metro. ¿Una alegoría de la escritura?”.

    Si es así, hay que pensar qué lugar les cabe a los lectores de este relato. La pregunta es si queremos más desechos de un yo hipertrofiado; o si eso permite dar cuenta de otros residuos, políticos y sociales: otros mundos que aquí apenas caben en una mirada lateral, como en escorzo, reductora. Vivallo, indudablemente talentoso y premunido de buenas lecturas, bien pudiera abrir su narrativa hacia esos otros escenarios.

     

    Cuaderno de Guayaquil, Ricardo Vivallo, Editorial Saposcat, 2017, 116 páginas, $10.000.

  209. Visiones sobre la Revolución Rusa en la UDP

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    Académicos de distintos países se dieron cita en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP para discutir sobre el levantamiento bolchevique de 1917. Entre los expositores, destacó la charla de la profesora Sheila Fitzpatrick, quien relativizó los juicios en torno al fracaso de la URSS.

    por matías hinojosa

    Del lunes 23 al miércoles 25 de octubre se llevó a cabo en la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales la conferencia internacional “La experiencia de los socialismos reales y los dilemas del mundo contemporáneo”, donde académicos de universidades extranjeras y nacionales reflexionaron sobre distintos aspectos (economía, artes, política) que atravesaron la Revolución Bolchevique, de la cual se cumplen 100 años este 2017.

    Entre los expositores, destacó la charla dictada por la profesora de la University of Sydney, Sheila Fitzpatrick, autora del libro La Revolución Rusa, uno de los títulos clave para entender el contexto social de la Rusia de 1917. Bajo el nombre “¿Fue la Revolución Rusa un fracaso?”, la académica hizo una atractiva exposición que invitaba a repensar los conceptos de “éxito” y “fracaso” y de qué manera cada uno de ellos se ve modelado a la luz de una interpretación historiográfica e ideológica determinada.

    Comenzó repasando las conclusiones de la historia respecto a la URSS, refiriéndose al consenso más o menos generalizado que hay en la historiografía en torno a su fracaso. Sin embargo, Fitzpatrick matiza estos diagnósticos. Para ella, determinar el fracaso o éxito de la Revolución es algo sinuoso y relativo, pues esta valoración y puesta en la balanza responde a varios factores, los cuales siempre están estipulados por quien estudia los sucesos.

    Intentando desestabilizar esta opinión, a veces asumida irreflexivamente entre los historiadores,  la profesora expuso una perspectiva a favor del Estado soviético: “El objetivo central de los bolcheviques fue el socialismo, eso quiere decir: abolir la propiedad privada y alcanzar una estructura económica centralizada, lo cual innegablemente fue alcanzado por Stalin. Quizás no estemos de acuerdo con esa perspectiva del socialismo, pero a mí me parece que fue un éxito. También hay que pensar en torno al legado de la Revolución: hay quienes plantean, en relación a este punto, que ha sido uno de los hechos más importantes del siglo XX. Por otro lado, los soviéticos fueron pioneros en igualdad, en asignar libertades a las mujeres y en políticas direccionadas a alcanzar un estado de bienestar”, afirmó la académica.

    Para Fitzpatrick, cualquier juicio de valor en torno al levantamiento bolchevique tiene argumentos a los cuales echar mano para respaldar su veredicto: “Si lo analizamos desde el punto de vista de la equidad, los soviéticos saldrían triunfantes. Pero por el contrario, si pensamos en la explotación, el diagnóstico sería diametralmente distinto”.

    Éxito o fracaso, los sucesos de octubre de 1917 son para ella algo que no puede dejar de recordarse: “En 200 años más la Revolución Rusa, como la Francesa, será vista como algo que vale la pena ver y repensar”.

    La profesora Tania Harmer, de la London School of Economics, también brindó una interesante charla. Bajo el título “Repensando la Guerra Fría en América Latina: legados e impactos de la revolución bolchevique”,  la expositora puso el acento en la falta de estudios sobre la América Latina de 1917 y su vínculo con la Revolución. Para ella, aquel año fue clave para el continente en materia social y política y sus estudios han intentado remediar ese vacío historiográfico.

    El enfoque de Harmer enmarca los sucesos de 1917 dentro del contexto de la Guerra Fría. “Este concepto fue acuñado durante la década del 40, pero hubo previamente un enfrentamiento entre dos modelos ideológicos que reclama una denominación propia”.

    Por otra parte, la académica recalcó su interés por tratar la historia de un modo descentralizado, fuera de la cúpula Washington-Moscú. “Este no fue un conflicto binario entre dos potencias, sino que se enfrentaron aquí dos modelos ideológicos absolutos y mutuamente excluyentes, cuya influencia permeó a todas las naciones del mundo”.

  210. El profesor Vladimir Nabokov

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    El paso del autor de Lolita por las aulas norteamericanas ha sido fijado en los tres volúmenes que reúnen sus clases y constituyen, estemos o no de acuerdo con sus postulados estéticos o históricos, una forma privilegiada de acompañar las lecturas de La muerte de Iván Ilich, “La dama del perrito”, Almas muertas, Por el camino de Swann, Ulises y Madame Bovary. La lectura de estos cursos es una experiencia apasionada y libre de convenciones académicas.

    por rodrigo olavarría

    La llegada de Vladimir Nabokov a las costas americanas y los casi 20 años que vivió en Estados Unidos se han convertido en un período mítico, donde pasó de ser un inmigrante que vestía chaquetas regaladas, a ser uno de los escritores más importantes en lengua inglesa y el autor de un best seller que removió la cultura y la sociedad de su época. O, como él lo diría, 20 años en que pasó de ser un delgado conferencista fumador de 63 kilos, a ser un profesor titular de 93 kilos adicto a los caramelos. Un período en que ganó un tercio de humanidad americana.

    En 1918 la familia Nabokov huyó de la naciente Unión Soviética para asentarse en Berlín. Ahí el joven Vladimir se casó con Véra Slónim, una mujer de origen judío que, como él, había nacido en San Petersburgo. Poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, las crecientes políticas antisemitas de la Alemania de Hitler los hicieron moverse en dirección a París, lugar hasta donde los siguió el mismo clima racista del cual estaban huyendo y donde se vieron obligados a volver a pensar en un lugar menos hostil, quizás Inglaterra, quizás EE.UU. Afortunadamente, en mayo de 1940, los Nabokov consiguieron abordar un barco con destino a Nueva York. De no haber sido así, tras la ocupación alemana de París, probablemente Véra y Dmitri, el hijo de ambos, habrían tenido como destino los campos de concentración.

    A simple vista, pareciera que la huida fue preparada desde siempre. Nabokov aprendió a leer inglés antes de aprender a leer ruso, tuvo un padre liberal y constitucionalista que lo llenó de sueños anglófilos y de fantasías ambientadas en el Viejo Oeste norteamericano. Sus estudios en Cambridge y la composición de su primera novela en inglés, The Real Life of Sebastian Knight, escrita en Francia en 1938, apuntan también a un destino en tierras angloparlantes, pero la verdad es que en ese punto de sus vidas, la situación de los Nabokov era tan precaria que cualquier oferta podría haberlos hecho cambiar de dirección.

    La noticia de que Nabokov fue recomendado para hacer clases de literatura rusa en Stanford proveyó a la familia de visas y pasajes en dirección a Nueva York. Así, una vez más, las circunstancias parecieran estar funcionando como una orquesta bien aceitada, pues Nabokov llevaba bastante tiempo preparando las que llegarían a ser más de 100 conferencias sobre literatura rusa, un material que podría asegurarle un futuro como profesor y como proveedor de su familia. La leyenda, repetida en más de una entrevista por el propio Nabokov, cuenta que estos apuntes sumaban más de dos mil páginas mecanografiadas, un trabajo de coloso que sería el preludio del período más activo de su vida, una aventura académica donde la ayuda de Edmund Wilson sería fundamental, tanto desde el punto de vista práctico como en la formulación misma de los cursos. En primer lugar, fue él quien aconsejó la inclusión de Casa desolada de Charles Dickens en el curso sobre literatura europea y, más importante aún, de Mansfield Park de Jane Austen, pese a que Nabokov no ocultaba su prejuicio contra las novelas escritas por mujeres. La verdad es que jamás habría siquiera leído Mansfield Park si no hubiese estado siguiendo el consejo de Wilson.

    Nabokov logró sobrevivir su primer invierno en EE.UU. sin un trabajo estable, haciendo clases particulares de ruso a estudiantes de Columbia y escribiendo reseñas para el New York Sun y el New York Times. Esta faceta de freelancer no era nueva: durante sus años en Berlín, apremiado por la necesidad, hizo clases de cinco materias inesperadas: inglés, francés, boxeo, tenis y prosodia. Podríamos decir que estaba particularmente dotado para pasar sin esfuerzo de una disciplina a otra. De hecho, en medio del invierno neoyorquino, mientras daba forma a las conferencias que serían la base de su trabajo académico, se las arregló para aprender a diseccionar los genitales de las mariposas como voluntario en el Museo de Historia Natural y publicó sus primeros escritos serios sobre lepidópteros, uno de los cuales está dedicado a la descripción de una mariposa desconocida que había capturado dos veranos antes en los Alpes marítimos.

    Pero entremos en materia: a fines de 1941 Nabokov se trasladó al Wellesley College en Massachusetts, donde enseñó ruso básico y literatura rusa en un cargo hecho a su medida, que desempeñó hasta 1948, cuando inició sus 12 años como profesor en la Universidad de Cornell (período que comenzó con una cómica carta al decano de artes y ciencias sobre lo que podía esperarse de él como profesor: “Siento decepcionarlo, pero carezco totalmente de talento administrativo. Soy un pobre e irremediable organizador y mi participación en cualquier tipo de comité sería, mucho lo temo, bastante inútil”).

    La inseguridad de Nabokov ante la presión de hacer clases en inglés es visible en su obsesiva preparación de las conferencias y su afirmación de que nunca entregó a sus estudiantes “un átomo de información sin haberlo preparado, mecanografiado y leído bajo la luz de un atril”. Esa es la técnica que pulió durante todos sus años de enseñanza, leer sus conferencias y apenas fingir que las leía. Este rasgo también asoma en su temor a ser entrevistado en vivo (“Pienso como un genio, escribo como un escritor distinguido y hablo como un niño”, afirmó).

    Las clases lo enfrentaron a las traducciones de los clásicos rusos, que a su juicio eran pésimas. Por lo mismo, pasaba horas mejorando las traducciones que sus estudiantes tendrían que leer, porque deseaba que estos pudieran acceder a la música de Un banquete durante la peste de Pushkin y El capote de Gogol, que pudieran experimentar la literatura como un todo y como él más la valoraba, en las obras de Pushkin, Tyutchev, Gogol, Lérmontov, Tolstói y algunos otros.

    Una vez que su hijo Dmitri estuvo matriculado en un prestigioso internado, las clases de Nabokov se transformaron en grandes producciones en equipo y Véra Nabókova, en una mezcla de profesora ayudante y asistente de mago. Las clases mejoraban semestre a semestre, gracias a los guiones con que Nabokov armaba cada una de sus clases, incluyendo chistes y la forma de hacerlos efectivos. Un estudiante recuerda que un día de nieve, Nabokov apagó todas las luces de la sala y que, de pronto, empezó a prender interruptores de luz gritando: “¡Este es Pushkin! ¡Este es Gogol! ¡Este es Chéjov!”, hasta llegar al fondo de la sala, donde abrió las persianas de golpe dejando entrar el sol y anunciando: “¡Este es Tolstói!”.

    La inseguridad de hacer clases en inglés es visible en su obsesiva preparación de las conferencias y su afirmación de que nunca entregó “un átomo de información sin haberlo preparado, mecanografiado y leído bajo la luz de un atril”.

    Los estudiantes que sobrevivieron a las clases de Nabokov nos informan que, al contrario de lo que se podría suponer, las moldeaba según su público. Por ejemplo, si tenía un número importante de estudiantes de español, les hablaba del entusiasmo de los disidentes rusos por Don Quijote; si le tocaban estudiantes de zoología, buscaba ejemplos de mimetismo en los lepidópteros; y si había estudiantes italianos en la sala, se explayaba sobre Leonardo.

    En 1951 logró el que fuera su objetivo desde que supo que viviría en EE.UU.: dictar clases en Harvard. Este fue el lugar donde impartió su curso sobre Don Quijote de La Mancha y donde se dedicó a la destrucción sistemática de la noción de esta novela como un juego sobre la realidad y las apariencias. Lo primero que se propuso fue acabar con el significado que se da comúnmente al adjetivo quijotesco, entendido como una cruzada idealista, y darle a la palabra un significado adecuado, algo más cercano a la alucinación o un choque con la realidad. Nabokov afirmaba que esa lectura primitiva, la que atribuye a Don Quijote un idealismo exaltado y a Sancho Panza un sentido práctico, era tomada como una verdad inamovible desde Sainte-Beuve y que, precisamente por esta razón, debía ser atacada con vehemencia. Yendo más lejos, afirmó que varios académicos nunca habían leído Don Quijote y, para probarlo, se dedicó a refutar “libro en mano” ideas como las que aseguran que el Quijote no vence en ninguna de sus batallas. Para hacer esto analiza los 40 episodios en que Don Quijote actúa como caballero andante y lleva un marcador como el de un partido de tenis de cinco sets que acaba 6–3, 3–6, 6–4, 5–7, es decir, en un empate declarado por la muerte, ya que el último set nunca llega a jugarse.

    La idea original de Nabokov sobre Don Quijote de La Mancha era que se trataba de un becerro de oro, un caprichoso caos estructural, por lo que no podía compararse a Cervantes con Shakespeare. A medio andar, sin embargo, descubre que el verdadero fraude no era el libro, sino su reputación y la epidemia que constituían quienes se dedicaron a estudiarlo. A medida que descubría simetrías dispersas en la estructura del libro, empezó a admirar lo que llamó “la intuición armonizadora del artista” y la forma en que el protagonista pasa de ser un objeto de parodia a un ejemplo, casi un santo.

    Para Nabokov no había nada tan importante como la lectura. A sus alumnos les decía: “Ustedes son los turistas enérgicos y emocionados, yo soy solo el guía de pies adoloridos que no deja de hablar”. Esa era precisamente la habilidad que buscaba estimular en sus alumnos, la lectura activa, la búsqueda del detalle, la maravilla de lo particular por sobre lo general y del individuo por encima de la masa. Un ex alumno, Ross Wetzsteon, recuerda a Nabokov diciéndoles: “¡Acariciad los detalles, los divinos detalles!”. Y es esta lección, que liga la habilidad de observar la naturaleza y la capacidad de seleccionar los elementos de la realidad capaces de comunicar la profundidad de la experiencia humana, la que aprendemos cuando compara el oficio de Flaubert con el realizado por la selección natural en las alas de una mariposa; cito: “Cuando la mariposa debe adoptar el aspecto de una hoja, no solo tiene bellamente representados todos los detalles de la hoja, sino que muestra generosamente señales que imitan los agujeros causados por las larvas”. El objetivo era conseguir esta magia mimética, ya fuera mediante la escritura o la lectura.

    En este punto uno puede preguntarse cuánto influyeron en la escritura de Lolita la repetición obsesiva de ese principio y su trabajo como profesor. Y la respuesta es evidente. Nabokov usó a sus alumnos y alumnas como objetos de estudio, los observó detenidamente en su estado natural para moldear el lenguaje de la nínfula Dolores Haze, y con frecuencia los interrogaba sobre nuevos usos lingüísticos. Y, ya en clases, les repetía: “Percibid los datos seleccionados, impregnados, agrupados”. Quizás el mejor ejemplo de esta aglomeración de datos, clásica a estas alturas, es la mezcla de sensualidad motora y descripción anatómica en las primeras líneas de Lolita o la forma en que Nabokov relata cómo dio con el nombre de Lolita, quien también es Dolly Haze, un nombre donde “brumas irlandesas se mezclan con la imagen de un conejito alemán, mejor dicho, una pequeña liebre alemana”.

    Por supuesto, la línea de pensamiento que concede un valor absoluto al detalle, lo conduce al rechazo de cualquier programa social o político en la literatura. Nabokov afirmaba que las novelas eran “cuentos de hadas”, queriendo decir que sus acontecimientos corrían en paralelo a la realidad, sin toparse con ella en ningún minuto. Insistía en que los estudiantes abandonasen todo intento de reconciliar los hechos del mundo con los hechos de la ficción, señalando que sin estos cuentos de hadas el mundo no sería real. Toda su sensibilidad estaba dirigida a la apreciación del arte individual y solitario, libre de todo compromiso, pues en él existía una convicción similar a la que motiva las líneas del poema “Carta de año nuevo” de Auden: “La intención del arte es la mímesis / Pero, una vez conseguida, el parecido se detiene; / el arte no es la vida y no puede ser / la partera de la sociedad. / El arte es un hecho consumado”.

    La diferencia entre Auden y Nabokov en este punto es central, principalmente porque ofrece una posibilidad de lectura del Curso de literatura rusa. Mientras Auden muestra un compromiso constante con su época, siendo parte de las numerosas reflexiones morales, políticas y sociales que se desprenden de ella, Nabokov da la espalda no a su época o a la reflexión sobre ella, sino a la relevancia del aspecto social en la novela y a esta como transportadora de verdades históricas: “¡Ay! He conocido a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia”. La razón, sospecho, es que permitir una lectura de Madame Bovary como una crítica de la burguesía provinciana, habría sido el primer paso a avalar el realismo socialista soviético y la intervención del Estado en materias artísticas. Esa es la razón por la cual declara a Dostoievski un publicista y casi un pornógrafo social. Nabokov se aferra con dignidad a su condición de émigré ruso y ataca el arte social. Es parte de la consistencia ideológica necesaria para negar cualquier validez a quienes escribían desde la Unión Soviética y es, también, una forma de convertirse en la voz única de la literatura rusa, ambición que estalló dos veces en su cara, en 1958 y en 1970, con los premios Nobel de Literatura de Boris Pasternak y Aleksandr Solzhenitsyn.

    En sus autores predilectos distinguía los rasgos de narrador, profesor y hechicero. En los mejores, estos elementos estaban combinados y los genios verdaderos se caracterizaban por ser hechiceros. A todos les ponía calificaciones, creando una jerarquía que sus estudiantes debían memorizar. Por ejemplo Turguénev recibía una A- y Dostoievski una C- o una D+, por creer que el sufrimiento aumentaba los sentimientos morales. De la lectura del Curso de literatura rusa se desprende que la novela le interesaba como un enfrentamiento entre el autor y el mundo, como un desafío que el autor plantea al lector reconfigurando realidad e ideas de una forma nueva, sin repetir las verdades tradicionales. Una forma en que el lector Nabokov se enfrentaba a los autores era diseñando mapas y planos para dar un sentido espacial a la acción. Así, contamos con los planos del coche dormitorio de Anna Karenina, de la casa de Mansfield Park, del Dublín de Ulises, de los molinos y la Castilla de Don Quijote de La Mancha y de la casa de los Samsa en La metamorfosis. Es esta búsqueda de exactitud científica la que lo lleva a identificar la supuesta cucaracha de la obra de Kafka con un escarabajo de caparazón redondeado que podría haber volado y huido del hogar paterno, si hubiera querido, haciendo aún más patética su situación. La misma importancia asigna al color de los ojos de Fanny Price de Mansfield Park y al pobre mobiliario de su habitación, recalcando que la suya es una teoría de la lectura, una actividad donde “cada cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora les digo que el mejor temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación del sentido artístico con el científico”.

    Para Nabokov no había nada tan importante como la lectura. A sus alumnos les decía: “Ustedes son los turistas enérgicos y emocionados, yo soy solo el guía de pies adoloridos que no deja de hablar”.

    En ocasiones, los prejuicios de Nabokov lo llevaron a ridiculizar pasajes de algunas obras, inexactitudes y generalizaciones que le hicieron afirmar, por ejemplo, que ni Gogol conocía Rusia, ni Cervantes conocía España. Incluso llegó a hacer lo mismo con fragmentos de Tolstói, figura con la cual era previsible que tuviera una relación compleja, pese a considerarlo el más grande escritor ruso. Pero Nabokov nunca perdió de vista la monumental perfección de la obra de Tolstói y tampoco olvidaba la ocasión cuando, a los 10 años, en San Petersburgo, mientras caminaba junto a su padre, este le pidió que esperara mientras hablaba con un “pequeño anciano de barba blanca”, intercambio tras el cual su padre le dijo: “Ese era Tolstói”.

    Durante el período en Cornell trabajó de manera prodigiosa, escribió Lolita, Pnin y Habla memoria, cuentos, poesía y tradujo fragmentos de su propia obra. Además, realizó las traducciones de Eugenio Oneguin de Pushkin, Un héroe de nuestro tiempo de Lérmontov y El cantar de las huestes de Igor. Mientras él trabajaba, su esposa Véra se ocupaba de la vida diaria casi como su mayordomo, haciendo de chofer, ayudante en clases, ama de casa, agente inmobiliario y secretaria. Por entonces, Nabokov también empezó a acariciar la idea de publicar sus cursos sobre literatura rusa y europea, pero no alcanzaría a dar forma en vida a ese proyecto. Estos libros recién aparecerían a principios de los 80, y el curso de literatura norteamericana está definitivamente perdido. Se trata de una serie de conferencias que Nabokov compuso en 1952 para ser dictadas en Harvard y que incluían reflexiones sobre Moby Dick, La letra escarlata, el poema “Annabel Lee” y “La narración de Arthur Gordon Pym”, de Edgar Allan Poe.

    La publicación de Lolita en EE.UU. en 1958, tres años después de su publicación en Francia, trajo consigo un aumento de atención en la figura de Nabokov y un descenso en la atención que este dedicaba a sus cursos. Es más: ese año regresó a Cornell y abrió su clase sobre Mansfield Park diciendo a sus alumnos: “¡Sáltense esa introducción idiota!”. Poco después, las exigencias de sus editores y la prensa lo obligaron a pedir un año sabático del cual no regresaría. Lo primero que hizo ese verano fue tomar unas vacaciones de dos meses en el oeste para cazar mariposas, viaje que no comenzó sino hasta haberse asegurado de que su traducción de Eugenio Oneguin sería publicada por la Bollingen Press de Princeton.

    El 19 de enero de 1959 Nabokov hizo clases por última vez en Cornell, ocasión que fue registrada por un fotógrafo especialmente enviado. En octubre del mismo año, la noticia de que oficialmente dejaría de hacer clases fue destacada por todos los medios. Algo que la prensa no podía calcular era la influencia que sus clases tendrían en aquellos alumnos que se convertirían en escritores. Por ejemplo, en Thomas Pynchon, dueño de una postura controversialmente anti-realista, quizás relacionada de alguna forma con el dicho del maestro: “Nada envejece más rápido que el realismo puro”. Otra postura ha querido verlo como un precursor de la literatura posmoderna en EE.UU., caracterizando su estética como una guerra con el lector, conciencia del autor en el texto, la búsqueda de una escritura no-histórica y un desinterés general por la comunicación de significados, todos estos rasgos presentes en sus últimas novelas Pálido fuego y Ada o el ardor.

    El paso de Vladimir Nabokov por las aulas norteamericanas ha sido fijado en los tres volúmenes que reúnen sus clases y constituyen, estemos o no de acuerdo con sus postulados estéticos o históricos, una forma privilegiada de acompañar las lecturas de La muerte de Iván Ilich, “La dama del perrito”, Almas muertas, Por el camino de Swann, Ulises y Madame Bovary. La lectura de estos cursos es una experiencia apasionada y libre de convenciones académicas, una que puede fácilmente transportarnos a los salones de Cornell, a una evaluación matutina como la descrita por el mismo Nabokov en una entrevista de 1964 para la revista Playboy: “Exámenes desde las 8 AM hasta las 10:30. Casi 150 alumnos (muchachos desaseados, sin afeitar y muchachas razonablemente arregladas). Un sentimiento general de tedio y desastre. Pasan las ocho y media, pequeñas toces, gargantas nerviosas que se aclaran, todo llega en racimos de ruidos, páginas que se arrugan. Algunos mártires sumergidos en la meditación con los brazos cruzados detrás de sus cabezas. Enfrento una mirada aburrida dirigida a mí con esperanza y odio, la esperanza de un conocimiento prohibido. Una chica con lentes se acerca a mi escritorio y pregunta: Profesor Kafka, ¿quiere que digamos que…? ¿O quiere que respondamos solo la primera parte de la pregunta? La gran fraternidad de los mediocres, columna vertebral de la nación, escribe sin parar. Un rústico se pone de pie, simultáneamente, la mayoría gira una página de sus cuadernos azules, buen trabajo de equipo. Una muñeca acalambrada que se sacude, la tinta que se acaba, el desodorante que falla. Cuando veo ojos dirigidos a mí, son inmediatamente dirigidos al cielo en piadosa meditación. Los ventanales se cubren de neblina. Los muchachos se quitan los suéteres. Las muchachas mastican chicle con una rápida cadencia. Diez minutos, cinco, tres, se acabó”.

     

    Curso sobre El Quijote, Vladimir Nabokov, Ediciones B, 2016, 416 páginas, $15.900.

     

    Curso de literatura europea, Vladimir Nabokov, Ediciones B, 2016, 560 páginas, $15.900.

     

    Curso de literatura rusa, Vladimir Nabokov, Ediciones B, 2016, 568 páginas, $15.900.

  211. Años, calles, gente: homenaje a los 100 años de la Revolución Rusa

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    Iliá Ehrenburg estaba en París, donde los bolcheviques se refugiaban en los cafés a escuchar a Lenin, cuando leyó la siguiente noticia: “Golpe de Estado en Petrogrado: Abdica Nicolás II”. Esta crónica recrea el ambiente que vivieron esos jóvenes rusos en aquellos vertiginosos momentos en que había que regresar con urgencia a Moscú: todo era posible, desde tomar una barra de hierro para destruirlo todo hasta un pañuelo de seda para secarse las lágrimas. Y por supuesto, “destrozar y llorar” al mismo tiempo era una tercera posibilidad, como lo relata Ehrenburg en sus extraordinarias memorias tituladas Gente, años, vida.

    por federico galende

    A media mañana, tres o cuatro días después de llegar, parado en una esquina de Saint Michel, miraba extasiado en todas las direcciones: los cocheros parcos de Moscú, adormecidos bajo la nieve con un látigo en la mano y la colilla de un cigarro apagado entre los labios, habían sido reemplazados de un soplo por coches que avanzaban sin que ningún caballo tirase de ellos. Dejaban en el aire un estruendo, dando un bocinazo tras otro, a pasos de los cafecitos en cuyas terrazas se sentaban los ancianos distinguidos y humeaban los braseros.

    Entonces él pensó en escribir una carta a su hermana que estaba en Rusia, para contarle que en París, en el Barrio Latino, había tanto dinero que podían calentar las calles. Pero enseguida volvió a concentrarse: debía pegársele al primer transeúnte que hablara ruso. Hay que considerar que tenía apenas 18 años. Provenía de Kiev y había nacido en una época en la que la Rusia zarista se dividía entre la angustia de las hambrunas y los lujos introducidos por los nuevos vinicultores franceses. La misma sequía que quemaba los granos y empobrecía a los campesinos de la región del Volga, mejoraba la calidad de la uva y arrojaba números azules para los extranjeros ricos de Borgoña o de Gascuña.

    Toda esta injusticia estaba a la baja, podía ser corregida y por eso ahora, extraviado en aquella esquina de Saint Michel, el joven hurgaba en los bolsillos de su abrigo buscando el papelito arrugado en el que venían garabateados los nombres de sus dos únicos contactos: Sávchenko, Ludmila. Se los había anotado de puño y letra allí el camarada que lo había enviado a París para que completara su formación política con Lenin, con quien Sávchenko y Ludmila se reunían junto a otros jóvenes bolcheviques en un café de la rue d’Orléans, en un saloncito apartado en el primer piso.

    El asunto era ubicarlo, ubicarlos a ellos o ubicar el café. Le quedaban todavía unas horas para lograrlo y, cuando por fin lo consiguió, entró tímidamente al salón, se sentó a la mesa y le preguntó en voz baja a la desconocida que tenía a su lado qué debía encargar para beber. “Granadina. Acá todos bebemos Granadina”.

    ¿Granadina? Los nervios lo ayudaron a adormecer el gusto empalagoso y dulzón del jarabe, tan contrastante con la sequedad del vodka, y cuando levantó la vista notó con asombro que la escena estaba completa: al otro lado de la mesa, el líder de los bolcheviques se acomodaba en una silla mientras mantenía un abrigo negro prolijamente doblado sobre el antebrazo. Lo raro es que no pidió granadina, pidió cerveza, una jarra rebosante de cerveza. Después bromeó con el mozo: “Estos muchachos son revolucionarios y mire lo que beben: ¡granadina!”.

    Entonces Iliá Ehrenburg, autor de Gente, años, vida, un libro de más de dos mil páginas en las que el célebre escritor soviético recorre las décadas que van desde la revolución de octubre hasta el deshielo del comunismo, soltó una carcajada. Los demás bolcheviques se quedaron mirándolo, y un rato después, como si con este derrape no le hubiese bastado, se permitió dirigir algunas objeciones a lo que acababa de plantear Lenin.

    Lenin no le contestó, pero cuando sobre el final de la noche los comensales empezaron a levantarse, se acercó a él para invitarlo al día siguiente a su casa.

    La casa de Lenin quedaba en la rue Bonnier, cerca del parque Montsouris, y sin estar seguro siquiera de que la noche anterior el líder le hubiese hablado en serio, el joven juntó fuerzas, se presentó a la hora y llamó a la puerta.

    Las fábricas serían de ahora en más para los obreros, la tierra para los campesinos y el pan para los que tenían hambre. Nadie podría decir que no fue un sueño justo… Y la justicia es una moneda esquiva en la Historia como para no conmemorar durante este octubre los 100 años de su último asomo sutil, tan fino y tan bello.

    Abrió Nadiezhda Krúpskaia, la compañera de Lenin, y al rato tomaban los tres una sopa sencilla mientras conversaban distendidamente sobre el Teatro Korsh, el mundo de los escritores y los artistas, y el ánimo que primaba en el espíritu de la gente que se había quedado en Rusia. “Ya lo ves, Nadiezhda, este chico acaba de llegar de Moscú… Sabe lo que piensan los jóvenes”, interrumpía cada dos por tres Lenin con entusiasmo.

    ¿Y de qué hablaban los cocheros moscovitas? Eso también era muy importante: eran los taxistas de principios de siglo, funcionaban como termómetros, atesoraban los testimonios de una sociedad tremendamente contrapunteada. Hablaban sin duda de muchas cosas, de la miseria y del frío, de la nieve que le caía sobre las orejas cuando se quitaban los sombreros ante el Palacio de Invierno, de la falta de avena para sus caballos, de los caprichos de los señores, del reclutamiento de un hijo, de la oscuridad de sus patios, de la enfermedad de una esposa. Eran los personajes reales de Chéjov, quien se había anticipado a contar esa historia en uno de sus cuentos más tristes: “Nostalgia”.

    La diferencia estaba en que la nostalgia podía pasar ahora por fin a un segundo plano, puesto que en el primero, el espíritu de la época se lo reservaba para exhibir el futuro, que asomaba ahora de los bolsillos de estos jóvenes bolcheviques con la misma fuerza con la que habían asomado antes los billetes de los bolsillos de los vinicultores franceses. A título de ese futuro, como recuerda Francis Wheen en una preciosa y reciente biografía sobre Karl Marx, Lenin se había hecho por entonces un alto para asistir a un funeral que tendría lugar en las afueras de París: corría un día cualquiera de noviembre de 1911 cuando se enteró de la muerte de Paul Lafargue y de Laura, la última de los Marx, quienes habiendo decidido que no quedaba ya nada por lo que vivir y habiendo perdido la posibilidad de seguir sableando al tío Engels, decidieron suicidarse en pareja.

    Marx había muerto más de dos décadas atrás en Londres, sin bienes y sin dejar testamento; la totalidad de sus propiedades había sido tasada en 260 dólares (250 libras) y a su entierro asistieron apenas 11 personas, incluyendo al orador: el tío Engels, el General.

    A Laura en este aspecto le había ido bastante mejor: el funeral estaba repleto de gente, llegaban en caravana de todas partes y Lenin hablaba ahora ante las multitudes con lágrimas en los ojos. “Puedo asegurarles –dijo antes de concluir– que las ideas del padre de Laura se pondrán en práctica mucho antes de lo que cualquiera supone”.

    Tenía razón: la Historia comenzaba de nuevo, se reanudaba en el punto exacto en el que empezaba a quedarse dormida. En el trajín, Ehrenburg fue creciendo: en la clandestinidad escribía proclamas, calentaba la gelatina que ocupaba para reproducir octavillas en el hectógrafo, establecía enlaces y garabateaba las direcciones en papel de fumar para tragárselo si lo detenían. Todo esto convivía con las amistades que poco a poco se fue granjeando con Picasso primero, con Modigliani después y con Neruda, Rivera, Mayakovski, Babel o con el malhumorado Mandelstam más tarde.

    El contenido de los artículos de Lenin lo exponía para que fuera tratado colectivamente en los círculos obreros de Francia, hasta que una mañana, una mañana cualquiera en la que renegaba con la traducción de un soneto de Du Bellay sentado en el café La Rotonde, supo de la noticia: “Golpe de Estado en Petrogrado: Abdica Nicolás II”.

    Los jóvenes bolcheviques corrían en masa hacia la embajada, cargaban botellas espumosas de Vouvray, brindaban por la república y bailaban borrachos alrededor del retrato pisoteado del Zar. Había que regresar con urgencia, dejar atrás Francia, llegar a Moscú por el camino que fuera.

    La primera parada de la mayoría de los bolcheviques fue en el norte de Escocia, donde las colinas cubiertas de hierba, los calmos rebaños de ovejas, las apetecibles vaquitas Angus y la luz rosada del pálido amanecer nórdico, no entregaban la más mínima noticia sobre la repentina agitación de la Historia. En el puerto de Aberdeen, al que la ciudad da la espalda, los que pudieron alcanzaron a embarcar después de varios días en un buque de carga. Viajaban todos sentados en la cubierta, apretados unos contra otros, rotando una botella de vodka en silencio para soportar el frío de la intemperie mientras el mar celebraba un monólogo aparte.

    ¿A dónde iban? ¿Qué es lo que harían en Rusia? Ehrenburg no dejaba de considerar que en esta hondonada de la Historia se podía tanto tomar una barra de hierro para destruirlo todo, como un pañuelo de seda para secarse las lágrimas, aunque lo que prefería en realidad era “destrozar y llorar, como lo hace un solterón despechado ante un jarrón roto”.

    Mientras tanto esperaban, ya a orillas del Mar Báltico, la venia definitiva de Petrogrado y la llegada de Lenin, que cruzaba a esas horas los Alpes leyendo a James Connolly en un vagón precintado. Pero Lenin siguió de largo, puso un pie en el andén de San Petersburgo la tarde del 3 de abril y a la mañana siguiente dio en el Palacio Táuride uno de sus discursos más conocidos: las famosas Tesis de Abril. Los demás bolcheviques, incluidos Ehrenburg y varios de los jóvenes que se reunían en aquel cafecito de la rue d’Orléans, tomaron un último tren.

    El tren se puso en marcha, dejó atrás la serena Helsinki, el joven que había crecido entornó por fin los ojos y cuando los abrió vio por la ventanilla a una pequeña que conducía unos gansos. Llevaba dos largas trenzas que le salían por debajo de un pañuelo y caminaba al compás de los animalitos, con las casas ennegrecidas por el humo detrás y en medio de un campo de flores silvestres. “De vuelta en casa”, pensó, mientras en el Palacio Táuride, Vladimir Ilich Lenin acaparaba a esa misma hora los aplausos del sóviet de Petrogrado tras prometer el pronto desmoronamiento del Gobierno Provisional.

    Las fábricas serían de ahora en más para los obreros, la tierra para los campesinos y el pan para los que tenían hambre. Nadie podría decir que no fue un sueño justo… Y la justicia es una moneda esquiva en la Historia como para no conmemorar durante este octubre los 100 años de su último asomo sutil, tan fino y tan bello.

     

    Gente, años, vida, Iliá Ehrenburg, Acantilado, 2014, 2.064 páginas, $59.990.

  212. Las revoluciones de 1917

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    A comienzos del año 1917, en la capital del imperio ruso, Petrogrado, nadie era ajeno al ambiente de tensión e incertidumbre. Se hacían colas de toda la noche para el pan y el alimento era escaso. Pero había abundancia de obreros despedidos, huelgas y disturbios. Cuando estalló la revolución, a fines de febrero, solo el zar pareció sorprendido.

    El 23 de febrero, cientos de trabajadoras textiles y dueñas de casa salieron a protestar por las calles por la falta de comida y para celebrar el Día Internacional de la Mujer. En los días siguientes se sumaron obreros, estudiantes, oficinistas; se veían pancartas que pedían acabar con la guerra y con el gobierno zarista. Los militares con la orden de reprimir se amotinaron y a ellos se unirían otros; hacia marzo ya eran miles de soldados junto a los insurgentes. Se había producido la revolución, pero ningún partido parecía dirigirla. Las demostraciones y motines desembocaron en la abdicación del zar Nicolás II, el 2 de marzo. Así se ponía fin a tres siglos de la dinastía Romanov.

    En febrero de 1917 se derrumbó la autocracia zarista, pero solo sería meses después, en octubre, cuando el partido bolchevique tomó el poder, que se estableció en el inmenso territorio ruso el primer Estado comunista del mundo. Un Estado que pretendía destruir un sistema social para implementar otro, uno mejor, mejor que ninguno. Su ejemplo inspiró otras revoluciones y su existencia influyó en la reacción de los fascismos de entreguerras, así como en la configuración de las relaciones internacionales de la segunda mitad del siglo XX.

    Historias revolucionarias

    Aunque determinar el inicio de la Revolución Rusa no fuera tan problemático (1917, febrero), su fin podía ser más discutible: ¿termina con la asunción de octubre de 1917 de los bolcheviques o con su victoria en la guerra civil en 1920? ¿La integran los aportes de Stalin: la “revolución desde arriba” en 1929 o el Gran Terror a fines de los años 30? ¿Abarca, quizá, toda la experiencia soviética?

    La Revolución Rusa ha originado casi desde su inicio una amplia bibliografía. Algunos libros son recuerdos de testigos; otros, propaganda; algunos, ambas cosas, como el famoso Diez días que estremecieron al mundo (1919), de John Reed. Con un acontecimiento tan cargado políticamente y en el que mucha documentación resultaba inaccesible (hasta que se abrieron los archivos, tras la disolución de la Unión Soviética en 1991), los historiadores no se apresuraron.

    Tanto Pipes como Figes concluyen sus libros con la muerte de Lenin en 1924, pero adoptan un enfoque de más largo plazo para el comienzo del derrumbe del zarismo: Pipes lo ve en los disturbios en las universidades de 1899, mientras Figes lo ve en las reacciones a la hambruna en 1891.

    Entre las “grandes” obras fue pionera La revolución bolchevique, 1917-1923, de E.H. Carr, cuyo primer tomo apareció en 1950, iniciando los 14 volúmenes de su History of Soviet Russia. Los dos tomos de La Révolution de 1917, de Marc Ferro (1967) destacan por algunos puntos de vista novedosos, como la importancia de las mujeres, soldados y campesinos, antes que el proletariado. Hay, por cierto, excelentes aproximaciones de conjunto más breves, como el libro póstumo de Leonard Schapiro 1917: The Russian Revolutions (1984), centrado en las cuestiones de autoridad gubernamental. Y quienes quieran más historia social, cuentan con los sugestivos esquemas conceptuales de La Revolución Rusa (1982 y 1994), de Sheila Fitzpatrick, o el recuento sorprendentemente panorámico (abordando asuntos como la familia, la sexualidad, la religión o las artes) The Russian Revolution: A Very Short Introduction, de S.A. Smith (2002).

    Probablemente, las mejores historias de la Revolución Rusa sean las escritas por el polaco-estadounidense Richard Pipes y el inglés Orlando Figes. El libro de Pipes, publicado originalmente en 1990 y ahora traducido, compendia una vida de dedicación a temas rusos. Pocos años después, en 1996, apareció en inglés La Revolución Rusa, de Figes (cabe anotar que también en 1996 se publicó From Tsar to Soviets, de Christopher Read, más breve, pero tan bueno que podría competir con esas obras mayores).

    Tanto Pipes como Figes concluyen sus libros con la muerte de Lenin en 1924, pero adoptan un enfoque de más largo plazo para el comienzo del derrumbe del zarismo: Pipes lo ve en los disturbios en las universidades de 1899, mientras Figes lo ve en las reacciones a la hambruna en 1891. Los dos autores hurgan, claro, más atrás, en las raíces del sistema ruso.

    Días (o años) que estremecieron al mundo

    Pipes y Figes dedican parte importante de sus respectivos libros a cuestiones anteriores a 1917, tratando de explicar las causas del desplome del antiguo régimen. Según Pipes, lo que había en Rusia era un “Estado patrimonial” de los zares, que consideraban a sus habitantes y territorios casi como su propiedad, lo que habría impedido que se formara un sentido de legalidad. Si a esto se agrega un campesinado mísero y una intelectualidad radicalizada, agítese levemente, y ya está el cóctel revolucionario.

    Pero 1917 no fue sino la culminación de otras revueltas. La más importante, la revolución de 1905. En enero, a una manifestación obrera en San Petersburgo, duramente reprimida (el llamado “domingo sangriento”), siguieron levantamientos y huelgas de trabajadores y campesinos, que se organizaron en asambleas o sóviets y bajo cuya presión el zar Nicolás II publicó, en octubre, un manifiesto con compromisos: convocar a la primera Duma o parlamento representativo, otorgar ciertas libertades civiles y una Constitución. Es el motivo de la celebración pintada por Repin.

    En realidad, no había mucho que celebrar. La monarquía “limitada” por la Duma no se limitó. La oposición de la intelligentsia revolucionaria se fue radicalizando; el partido bolchevique abrazó una forma más acendrada de socialismo (comenzaron a llamarse comunistas para distinguirse de sus rivales). Del lado de la monarquía, las reformas del conservador Stolipin se vieron truncadas con su asesinato en 1911. La Primera Guerra Mundial presentó la perspectiva de un colapso industrial y financiero en Rusia, más la amenaza alemana y austro-húngara sobre su territorio.

    Aquí estamos de nuevo, entonces, a comienzos del año 1917, en Petrogrado, con la tensión y la incertidumbre.

    La aparentemente espontánea revolución de febrero y la caída de la monarquía generó entusiasmo y un sentimiento de liberación. Se abolió la pena de muerte y se establecieron libertades de prensa, reunión y conciencia. La Duma asumió el poder en la forma de un gobierno provisional. Los sóviets estaban dominados por los socialistas (mencheviques y socialrevolucionarios); los bolcheviques, a pesar de su nombre (“mayoritarios”), eran minoría. Se habló de un “poder dual” (gobierno y sóviets), pero había cuando menos una confluencia en Aleksandr Kérenski, social-revolucionario, vicepresidente del sóviet y ministro de Justicia y Guerra del gobierno.

    Los más famosos bolcheviques, Lenin y Trotski, estaban fuera de Rusia para febrero (en marzo llega el primero; en mayo el segundo).

    En abril, Lenin planteaba que solamente se podría detener la guerra y asegurar las conquistas de la revolución con el poder en manos de los sóviets, negando todo apoyo al gobierno. Eran minoría, pero los bolcheviques fueron ganando influencia y en junio eran mayoría en el sóviet de Petrogrado.

    El ocaso de la aristocracia rusa, relata la caída y desaparición casi total de una clase social, recurriendo a la historia de dos de las familias más representativas de la nobleza: los Golítsin y los Sherémetev. Después de la Revolución sus propiedades fueron incautadas y sus fortunas, robadas; la casta de “los de antes” se vio obligada a realizar trabajos pensados para humillarlos.

    En julio, con el fracaso militar de la ofensiva propiciada por Kérenski en el frente occidental (para cumplir con sus alianzas y disciplinar a sus tropas), aumentaron las deserciones y protestas. Soldados y obreros se manifestaron en favor de la toma del poder por el sóviet, en las llamadas “jornadas de julio”. Los bolcheviques, sobrepasados, lo creyeron prematuro (Trotski fue encarcelado y Lenin se refugió en Finlandia). Kérenski, a pesar de perder popularidad, quedó al frente del gobierno.

    Los desencuentros de Kérenski con el comandante en jefe del ejército, el general Kornílov, provocaron un alzamiento militar e intento de golpe de Estado en septiembre, fracasado por el apoyo de los sóviets y, especialmente, de los bolcheviques.

    El golpe fallido debilitó aún más a Kérenski y apuró los planes bolcheviques para tomar el poder. La noche del 24 al 25 de octubre, los bolcheviques, dirigidos por Lenin, se apoderaron de puntos clave de la capital y dispararon contra el Palacio de Invierno, sede del gobierno, que se rindió rápidamente.

    Testigos

    El relato, la historia de cualquier acontecimiento, se construye con los fragmentos y las miradas de los distintos testigos. Así también ocurre con la Revolución Rusa. Un ejemplo atractivo es Caught in the Revolution, de Helen Rappaport. No pretende ser un recuento completo, sino presentar los eventos de 1917, de febrero a octubre, en Petrogrado, según lo que vivieron varios residentes extranjeros: hombres de negocios, diplomáticos, periodistas, aventureros. Aparece el “carismático socialista y rebelde profesional” John Reed, quien llegó con su esposa en septiembre de ese año sin conocer el idioma ni tener contactos. Atraviesan por sus páginas el deslenguado y chismoso embajador de Francia, así como su contraparte británico, quien insiste en dar sus caminatas a través de las batallas callejeras. En agosto, enviado por el servicio de inteligencia británico “para prevenir la revolución”, llega Somerset Maugham bajo el nombre de Somerville.

    Algunos de los puntos más altos del libro son las presencias sorpresivas, ligeramente desajustadas. Por ejemplo, en junio de 1917, Emmeline Pankhurst, decana del movimiento sufragista británico, llegó a Petrogrado con la misión de persuadir a las mujeres rusas de mantener a su país en guerra contra los alemanes. Allí conoció a María Bochkariova, “Yashka”, heroína-soldado, quien apoyada por Kérenski formó un “batallón femenino”. En una fotografía aparecen ambas; la inglesa, por las huelgas de hambre y los encierros en prisión luce mucho más débil que su amiga rusa (“Yashka” sería después fusilada como “enemiga del pueblo” en 1920).

    Otros libros recientes permiten ejercicios parecidos. Si en octubre la revolución fue un éxito en Petrogrado; en Moscú (la otra ciudad más importante rusa, de tradición medieval) encontró mayor resistencia. Solo varios días después se logra tomar el Kremlin. ¿Cómo se vivieron estos hechos por distintas personas y cómo, eventualmente, cambian para siempre sus vidas?

     

    Manifestación del 17 de octubre de 1905, de Iliá Repin.

     

    En octubre, el capitán Jacques Sadoul estaba en Petrogrado. Había llegado en septiembre, como parte de la misión militar francesa y de inmediato comenzó a enviar cartas a su amigo, el diputado Albert Thomas, las que dan cuenta de sus apreciaciones y su implicación creciente. El 25 de octubre anota: “El movimiento bolchevique ha estallado esta noche”. Al día siguiente conoce a Lenin y Trotski. Insiste a sus superiores sobre la necesidad de tomarlos en serio. Su experiencia, que aparece en Cartas desde la revolución bolchevique, lo llevó a una transformación: de socialista moderado a comunista. “No soy bolchevique”, dice más de una vez, pero en agosto de 1918 se uniría a ellos. En Francia un consejo de guerra lo condenó a muerte por traición, pero sería absuelto.

    En octubre, la poeta Marina Tsvietáieva no estaba en Petrogrado ni en Moscú, sino en Crimea, con su hermana y su segunda hija, recién nacida. Como su marido era un cadete militar defendiendo el Kremlin, viaja de urgencia a Moscú en tren; allí ve las noticias en un diario: el Kremlin fue demolido (lo que no era efectivo).

    Así comienzan sus Diarios de la Revolución de 1917. A Tsvietáieva solo la menciona Figes respecto del hambre en el campo y cita un poema suyo que comparaba a Kérenski con Napoleón. Pero su historia es mucho más compleja. Siguiendo a su marido, enviado a Crimea para formar parte de la resistencia antibolchevique, deja a sus hijas con parientes en Moscú. Al ir a buscarlas, había comenzado la guerra civil y no puede regresar: no verá a su marido ni a su hermana durante los próximos cinco años, años terribles: dos hijas, sin ingresos y siendo muy poco práctica. Conocidos y vecinos la protegieron, le dieron comida, le consiguieron trabajo: uno que dejó a los meses (era tal su desinterés, que ni supo que su jefe era Stalin). Estaba tan necesitada que, cuando su hija mayor contrajo malaria, decidió dejar a la menor en un orfanato, donde murió de hambre.

    Pável Sheremétev, vástago de una de las familias más ricas y poderosas de la aristocracia rusa, en octubre estaba en Moscú. En cuanto los defensores del Kremlin se rindieron y terminaron los disparos, fue a recoger los huesos de los antiguos príncipes de Moscovia, que los profanadores de tumbas habían esparcido por el suelo. También estaba en Moscú el príncipe Vladímir Golítsin, conocido como “el Alcalde”, quien se negaba a escuchar referencias a los “buenos tiempos” porque pensaba que los viejos tiempos habían llevado al desastre. Douglas Smith, en El ocaso de la aristocracia rusa, relata la caída y desaparición casi total de una clase social, recurriendo a la historia de dos de las familias más representativas de la nobleza: los Golítsin y los Sherémetev. Después de la Revolución sus propiedades fueron incautadas y sus fortunas, robadas; la casta de “los de antes” se vio obligada a realizar trabajos pensados para humillarlos, como excavar tumbas o palear nieve.

    Revoluciones históricas

    Las historias existentes de la revolución suelen dividirse en dos tipos según su actitud ante la toma del poder por los bolcheviques en octubre: algunos historiadores la consideran una insurrección con apoyo popular (Carr, Ferro); otros, en cambio, como un golpe de Estado (Pipes, Figes). Está claro que para Pipes y Figes fue en febrero cuando aconteció la verdadera revolución, en el sentido de que surgió de protestas espontáneas y que el gobierno resultante tuvo una aceptación general. La revolución de octubre no fue más que un golpe preparado por conspiradores y perpetrado por un partido político que se hizo del poder. Según esta visión, los bolcheviques engañaron y manipularon a los obreros, campesinos y soldados con la fachada de “poder soviético”.

    La idea de la revolución de febrero como más pacífica y benigna, por otra parte, no es tan nítida. Figes lo considera un “mito”, con 1.443 muertos o heridos; Pipes la cree “relativamente incruenta” (víctimas: entre 1.300 y 1.450). Según Helen Rappaport, muchos de los testigos refieren una especie de celebración, aunque otros, como la periodista Florence Harper y su fotógrafo Donald Thompson, vieron mucha violencia, policías linchados o golpeados hasta morir. La cifra oficial sería de 1.382 víctimas, pero diplomáticos y periodistas de la época daban cifras que iban de los 4.000 a los 10.000.

    Está claro que para Pipes y Figes fue en febrero cuando aconteció la verdadera revolución, en el sentido de que surgió de protestas espontáneas y que el gobierno resultante tuvo una aceptación general. La revolución de octubre no fue más que un golpe preparado por conspiradores y perpetrado por un partido político que se hizo del poder.

    Tras la revolución de octubre habría una guerra civil entre las facciones “roja” (bolchevique) y “blanca” (antibolchevique) que continuaría por años (“rojos” y “blancos”, a su vez, sufrieron las acciones de guerrillas campesinas, los “verdes”, quienes rechazaban ser reclutados). La guerra civil dejó al país agotado, arruinado, bajo la dirección de un partido cada vez más monolítico. Pipes dedica su último capítulo al terror rojo; pero el terror blanco apenas lo menciona.

    Como sea, millones de rusos murieron entre 1914 y 1921: la Primera Guerra Mundial, la guerra civil, terrores blancos, rojos o verdes, la hambruna y una epidemia de tifus. ¿Qué había pasado desde la alegría de febrero de 1917 a la profundidad del desastre que había llegado a casi todos hacia 1921?

    Las historias de las revoluciones, anota Pipes, nunca son imparciales. De un apasionado y reconocido anticomunismo, de vez en cuando se traslucen sus posturas conservadoras. Figes en más de alguna ocasión se deja llevar por ilusiones liberales, como en su relato del antiguo régimen y su “retraso”. La lectura conjunta de Pipes y Figes, con todo, entrega un cuadro muy completo. Quizá la mayor fortaleza de Figes está en su manejo de la historia social rusa; en este punto se distingue de Pipes, en cuyo libro a ratos la sociedad parece ausente. El centro del libro de Figes es su comprensión del pueblo ruso: los campesinos, pero también los pobres de las ciudades o la intelligentsia. Pipes le atribuye una gran responsabilidad a esa intelectualidad que asumió la dirección de las protestas por descontento y en su condena cubre no solo a los bolcheviques, sino también a las corrientes socialistas moderadas.

    Pipes y Figes no solo muestran los movimientos de masas, sino también individuos, y van intercalando en sus relatos una serie de retratos breves de ciertos personajes, rastreando su fortuna (o infortunio) a través de los años. En el caso de Figes, son sujetos de diversas clases sociales, desde escritores y militares hasta trabajadores y campesinos. En muchos coinciden: Stolypin, el Príncipe Lvov, Kérenski, Kornílov, Lenin.

    Ambos concuerdan en su visión de Kérenski: ambicioso, teatral, melodramático, dado a las grandes proclamas y afectando poses napoleónicas, pero el mismo Figes la ha corregido en su libro posterior junto a Boris Kolonitskii, Interpretar la Revolución Rusa (1999), con una perspectiva mucho más equilibrada sobre sus cualidades y defectos, así como de sus dilemas, el principal de los cuales fue lidiar entre la extrema izquierda y la reacción (alguna vez se llamó a Frei Montalva el “Kérenski chileno”).

    Los dos concuerdan también en su retrato cáustico y negativo de Lenin. Para Figes era un hombre libresco, obsesionado con la revolución clandestina, sin conocimiento del modo en que vivía la gente, por la que sentía si no desprecio, al menos indiferencia. Pipes agrega que solo lo movía el odio, que era un cobarde y parece dar por hecho que era un “agente alemán”. Según ellos, Lenin siempre supo que su tipo de revolución generaría una guerra civil y se preparó para ella. Los aspectos más libertarios de la retórica y política de Lenin los ven como una manipulación cínica, con lo cual parecen no enfrentar toda la complejidad de Lenin.

    En 1924, al momento de su muerte, a los 53 años, Lenin pensaba que Stalin era una amenaza para la unidad del partido. Pronto Stalin terminaría de extinguir los ideales de la revolución, o las revoluciones, de 1917.

     

    La Revolución Rusa, Richard Pipes, Debate, 2016, 1.048 páginas, $26.000.

     

    La Revolución Rusa (1891-1924), Orlando Figes, Edhasa, 2010, 992 páginas, $45.600.

     

    Caught in the Revolution, Helen Rappaport, St. Martins, 2017, 430 páginas, US$28.

     

    Cartas desde la revolución bolchevique, Jacques Sadoul, Turner / Océano, 2016, 500 páginas, $21.700.

     

    Diarios de la Revolución de 1917, Marina Tsvietáieva, Acantilado, 2015, 224 páginas, $18.900.

     

    El ocaso de la aristocracia rusa, Douglas Smith, Tusquets, 2015, 512 páginas, $32.900.

     

     

  213. Carta sobre la violencia

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    En la última novela de Mario Bellatin figuran varias de sus obsesiones: la animalidad, lo deforme y monstruoso, el misticismo y la videncia, la soledad de sus personajes andróginos o en permanente metamorfosis. Pero sobre todo la violencia, una violencia que si bien es explícita, aparece camuflada en un discurso paranoide del que no se puede esperar la verdad.

    por lorena amaro

    Quienes hayan leído antes las magníficas Salón de belleza o El gran vidrio, por mencionar apenas dos de las numerosas obras publicadas por Mario Bellatin desde hace 30 años, no se sorprenderán de la voz, los giros narrativos o el travestismo textual de Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, su última y eficiente invención. Pero para los recién iniciados, el encuentro con un texto de Bellatin será siempre la emoción del choque con un lenguaje ambiguo, inestable, que tan pronto afirma como niega y fabula. En su nueva novela figuran, además, varias de sus obsesiones: la animalidad, lo deforme y monstruoso, el misticismo y la videncia, la soledad de sus personajes andróginos o en permanente metamorfosis. Pero sobre todo la violencia, una violencia que si bien es explícita, aparece camuflada en un discurso paranoide del que no se puede esperar la verdad, sino múltiples epifanías de lo posible.

    Dos hermanos, Isaías y la anónima narradora, se encuentran unidos desde su infancia por la ceguera y la irrupción posterior de la sordera. Viven sus días en la Colonia de Alienados Etchepare, un lugar que podría anclarse en cualquier tiempo o espacio. No están locos, como los otros internos, pero allí los abandonó su madre y los han aceptado como si fueran leprosos o infectados. En este asilo habitan jaurías de perros salvajes ansiosas por despedazar a los reclusos y un extraño escritor sin obra le enseña a un grupo de no videntes, entre los cuales se hallan los hermanos, a escribir un texto colectivo que, dice, debiera parecer el producto de una sola escritura. Se produce aquí una ironía evidente: un escritor que no escribe (y solo cuenta su vida) pretende enseñar a escribir a la narradora, quien está todo el día narrando para su hermano. Ella posee un implante auditivo del que Isaías carece, por lo que se encarga de transmitirle todo lo que oye, a través de un sistema especial que lleva esta extensa “carta” desde su computador a Isaías, con un decodificador especial.

    Dos hermanos, Isaías y la anónima narradora, se encuentran unidos desde su infancia por la ceguera y la irrupción posterior de la sordera. Viven sus días en la Colonia de Alienados Etchepare, un lugar que podría anclarse en cualquier tiempo o espacio. No están locos, como los otros internos, pero allí los abandonó su madre y los han aceptado como si fueran leprosos o infectados.

    Pero el texto en realidad es algo más inquietante que una carta: con frecuencia la hermana le pregunta a Isaías si no habrá muerto, y le pide que no apague el interruptor que les permite estar conectados a través de un hilo precario, delgadísimo, de comunicación. Podemos pensar que la carta es en realidad un monólogo, un diario, que Isaías ha muerto o que nunca ha existido. Su hermana es, entonces, una conciencia solitaria, escindida triplemente del mundo: por su condición física, por la promesa que hizo de asistir permanentemente a Isaías, más desfavorecido que ella, y por su reclusión en la Colonia de Alienados.

    La hermana es un personaje andrógino que hace algo más que narrar el entorno a su hermano: la suya es una voz que afirma y se desmiente, que cuenta historias sabiendo que provocará el enfado de Isaías, su inminente desconexión. Habla de la madre abandonadora y de los perros enviados a matar por el profeta Mohammed; insinúa su atracción sexual por otros ciegos atrapados como ellos en la Colonia de Alienados; cuenta una historia de ambos atrapados en un barco asaltado por ladrones que violan repetidamente a Isaías y ellos mismos figuran ensamblados corporalmente, el hermano pegado al pene de ella, la hermana. Esta condición hermafrodita, incierta de los personajes, se da en otros textos de Bellatin como una forma más de la monstruosidad: por exceso o carencia física, o por sus continuas metamorfosis, los personajes de este novelista mexicano parecen condenados a la extrañeza, a la desmesura y, sobre todo, al ejercicio de una violencia que los separa y excluye, que los aísla y castiga.

    Los ciegos son de un peso probado en la historia simbólica de Occidente: desde Homero o Tiresias encarnan formas particulares —compensatorias— de videncia. Bellatin maneja estos códigos que acercan sus obras a un estado de meditación, en que el lenguaje obsesivo, aunque escrito, aparece casi susurrado, mántrico: el rítmico nombre de “Lailajilalá” es abordado una y otra vez, con múltiples significaciones, en relatos que muchas veces parecen alucinatorios. Las referencias al profeta Mohammed o una nota al comienzo del libro sobre el “Moroa Monogatari” (“textos cuyos protagonistas son siempre discapacitados”), evocan a su vez mundos antiguos, espesores que quizás solo sean ilusorios, pero que provocan y evocan. La anomalía es cotidiana y la violencia de la muerte y la destrucción constituye una realidad tan sorprendente como naturalizada entre sus personajes. Es por eso que para leer un libro de Bellatin es preciso levar anclas y desasirse del sentido único, para entregarse a la libertad de un lenguaje que como pocos se acerca a la locura y la desolación. Y es por eso que leer un libro de Bellatin puede ser casi siempre el mismo ejercicio, pero los caminos transitados serán siempre extrañamente conmovedores.

     

    Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, Mario Bellatin, Alfaguara, 2017, 90 páginas, $9.000.

  214. Crónica impresionante sobre un personaje impresionante

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    Víctor Herrero ha confesado que antes que le propusieran escribir una biografía de Violeta Parra, en diciembre de 2014, él sabía muy poco de la artista. Aunque probablemente exagera su ignorancia, igual se tuvo que sumergir en un mundo de profundidad desconocida. Entrevistas, libros, viajes, archivos y música, entonces, le revelaron una historia inquieta y deslumbrante. Eso ya se sabía. El gran mérito de Después de vivir un siglo es haber sabido contarla.

    por jorge leiva

    Violeta Parra vivió 49 años de vida y tuvo 10 hermanos… Nació en San Carlos, pero su primer año lo pasó en San Fabián de Alico y los cuatro siguientes vivió en Chillán, Santiago y Lautaro… Al comenzar su adolescencia regresó a Chillán, por lo que siempre se consideró una chillaneja… Solo editó nueve discos larga duración, concentrados en 10 años, 1956 a 1966. Siete en Chile, uno doble en París y uno en Argentina… Publicó un libro, con la editorial Zig Zag en 1959, Cantos folklóricos chilenos, de escasa resonancia… En Chile solo recibió un premio durante su vida, el Caupolicán de Oro, en 1955… Tuvo cuatro hijos, pero hubo un quinto al que un tiempo adoptó, y le dio legalmente su apellido.

    Esa precisión en la vida de Violeta Parra, toda y de una sola vez, es el primer gran valor de Después de vivir un siglo, de Víctor Herrero, la nueva y exhaustiva biografía de Violeta Parra. Está todo lo que se sabe de ella. Y más. En 500 páginas, el libro integra casi todos los textos que se han escrito sobre Violeta, entrega un atingente contexto histórico y suma testimonios y documentos, varios nunca antes consultados ni mencionados. Desde los títulos de propiedad de su familia en Chillán en los años 40, hasta el informe de la autopsia del día de su muerte. Desde las memorias inéditas de Gilbert Favre, el amor de sus últimos años, a recientes conversaciones en París con Ángel Parra.

    El resultado es un relato riguroso y cronológico, sin grandes adornos literarios, claro, revelador y cariñoso.

    Aunque a ratos se intente disimular ese cariño.

    Los antecedentes

    Violeta Parra es, por lejos, la artista musical chilena sobre la que más se han escrito libros y estudios. La primera en hacerlo fue, de hecho, ella misma, en sus Décimas autobiográficas, que a fines de los años 50 escribió por sugerencia de su hermano Nicanor. Fueron 83 décimas (algunas de ellas se han convertido en canciones) y cada una tiene cuatro estrofas de 10 versos octosilábicos, con la estructura de una arraigada tradición poética campesina, heredada de la poesía española.

    Nunca se han sabido con exactitud las circunstancias precisas en las que escribió esas décimas, que fueron publicadas en 1970, tres años después de su muerte, y que tardaron mucho más en ser conocidas.

    Después de vivir un siglo –con transparencia– se hace cargo de esa duda: “Hasta hoy no existe certeza de cuándo comenzó a escribir las Décimas, ni de cuándo exactamente las terminó. Nicanor afirmó en una entrevista que Violeta las había escrito de una sola vez, en un lapso muy breve. Pero eso es poco probable. Varios testimonios aseguran que, durante su estancia en Concepción, Violeta consagraba parte de su tiempo a escribir la historia de su vida, y algunos afirman que ya en 1956, estando en París, había comenzado a redactarlas. Lo que sí se sabe es que Violeta dejó de escribir las Décimas hacia 1959, por cuanto las últimas entradas se refieren a hechos biográficos de ese año”.

    Se ha dicho que el libro “desmitifica”, pero se trata de una exageración periodística o publicitaria. Efectivamente, hay precisiones ante extendidas creencias erróneas.

    En Después de vivir un siglo, las Décimas son citadas con recurrencia. Pero también todos los escritos posteriores. Desde los primeros, como la biografía que escribió Patricio Manns y publicó en España en 1977, Violeta Parra, la guitarra indócil, o el libro de testimonios sobre ella que en 1976 publicaron en Buenos Aires los autores Bernardo Subercaseaux, Patricia Stambuk y Jaime Londoño, Gracias a la vida. Violeta Parra. Testimonio.

    El trabajo de Herrero suma también el compendio fundamental de cartas y escritos que en 1985 construyó Isabel Parra, titulado El libro mayor de Violeta Parra; la biografía de Fernando Sáez de 1999, La vida intranquila, para muchos la mejor biografía hasta ahora y que Herrero convierte en la primera cita de Después de vivir un siglo, con claras intenciones de destacar su valor; y Violeta se fue a los cielos, el libro de Ángel Parra sobre su madre del 2006, el mismo que Andrés Wood llevó al cine en 2011.

    La lista es completamente actual y contiene incluso el reciente libro del 2017 sobre sus grabaciones con cantores mapuches (Violeta Parra en el Wallmapu, de Paula Miranda, Allison Ramay y Elisa Loncón), episodio que ocurrió en el invierno de 1957, en Lautaro, y que aparece claramente descrito en el texto de Herrero, a pesar de que se trataba de un hecho casi desconocido en la vida de Violeta.

    El enorme caudal de fuentes está citado con el máximo detalle: en los cinco capítulos hay más de 500 referencias a entrevistas, documentos legales y otros libros, algunos inéditos, como una biografía de Fernando Alegría, y también películas, documentales y programas de televisión.

    Pero la historia de Violeta, y esta es una de las tesis del libro, no se trata solo de Violeta. Por eso hay artículos periodísticos y académicos, tesis, libros de música chilena y sobre historia de Chile en la larga bibliografía, de donde se desprenden historias que se integran subterráneamente al relato. Y a veces directamente. Dos ejemplos: ella padeció viruela a los cuatro años, porque en 1921 hubo una epidemia, una de las últimas que tendría Chile. En 1953 Luis Cereceda, su primer marido, perdió su trabajo en ferrocarriles. ¿La razón? Acababa de comenzar el segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, quien se había propuesto reducir el gasto estatal despidiendo empleados públicos.

    Revelaciones y precisiones

    De varios de los episodios que se cuentan en Después de vivir un siglo, antes solo había datos imprecisos y dispersos. Herrero se encarga de situarlos en la historia, de narrarlos y de reconocer –como lo hace con las Décimas– cuando los detalles son inexactos. Un caso es su efectiva militancia comunista: “No está claro si Violeta Parra militó de manera activa en el PC. En los años 40, cuando estaba casada con Luis Cereceda, participó en los eventos que llevaba adelante el Partido. Y en los 50 y 60 su relación con los comunistas incluso se estrechó. Hay quienes afirman que en algún momento efectivamente fue miembro con el carnet verde, pero no existe evidencia documental al respecto. El Partido Comunista Chileno, además, quemó por precaución casi todos sus archivos para el golpe de Estado de 1973. Sin embargo, la cercanía de Violeta Parra con los comunistas es innegable”.

    La acuciosa investigación, cada tanto, destila curiosas revelaciones, sorprendentes hasta para los más entendidos. Que en 1954, cuando hacía su progama en Radio Chilena, el crítico literario conservador José Miguel Ibáñez la destacó como la única folclorista “ligada a las verdaderas raíces del pueblo”.

    Con cartas y publicaciones periodísticas, demuestra que Violeta no era un personaje completamente outsider, incomprendido, con una labor no reconocida en Chile. Y con hechos y testimonios confirma que el amor era esencial en su vida, pero que no fue la principal razón por la que se suicidó el 5 de febrero de 1967.

    O que en los 50, durante su primera estancia en Europa, hizo dos grabaciones virtualmente desconocidas. En 1955 en Varsovia, de donde salieron dos temas para un disco soviético, editado por la Universidad de Leningrado en 1956 (“La jardinera” y una canción pascuense, “Meriana”), y en 1956 en Londres, ante el mismísimo Alan Lomax, el etnomusicólogo más importante de la historia, que por entonces trabajaba en la radio de la BBC y le pidió a Violeta grabar cuatro canciones, en un registro que hoy es parte de la colección del investigador.

    O historias de su familia, como la de Elba, la hermana ocho años menor que Violeta, de la que nunca habló ni en entrevistas o canciones, pero que murió en 1981, a los 55 años. El nombre de Elba está un poco perdido en la pléyade de hermanos ilustres de Violeta. Tras las dos hermanas que su madre Clarisa tuvo de su matrimonio anterior (Marta y Olga), nacieron Nicanor (1914) e Hilda (1916). En 1917 nació Violeta, seguida en 1918 por Lalo, y en 1921 por Roberto. Esos son los cinco hermanos más conocidos de la familia y su celebridad eclipsó a los dos menores, Lautaro (1928), eximio guitarrista, y Óscar (1930), el Tony Canarito.

    Pero antes de los dos pequeños, cuando la familia vivía en Lautaro, nacieron dos hijos con destino trágico: Caupolicán (1924), el bebé que murió a meses de nacer, y Elba, de 1926. Se lee en Después de vivir un siglo: “Elba sobrellevó toda su vida cierto retraso cognitivo, originado al parecer en un accidente hogareño: siendo bebé se cayó al brasero en medio de un forcejeo ente Clarisa y Nicanor (los padres de Violeta). La niña se golpeó la cabeza y se quemó el rostro”.

    La hermana menor de Violeta sería conocida como “la Tía Yuca”, una presencia constante en la familia y, a la vez, una suerte de espectro que pocos reconocían como miembro pleno del clan o cuyo parentesco nunca se transparentaba completamente. “Creo que ella era epiléptica y pasaba en la casa, pero no era una empleada, no hacía labores domésticas”, afirmó Ángel Parra, el hijo de Violeta, en una conversación con el autor del libro. “Para nosotros, siendo niños, era un personaje que podía ser aterrador, porque se había caído al brasero y se había quemado la cara, pero también era un personaje muy tierno”.

    Después de vivir un siglo recorre, incluso, detalles más íntimos, como que en los últimos años de su vida Violeta Parra tomaba remedios para trastornos del ánimo que le recetaban psiquiatras amigos. O cuales son las únicas palabras que se conocen de la carta que le escribió a su hermano Nicanor antes de quitarse la vida, y que nunca se ha revelado en su totalidad.

    ¿Pero desmitifica?

    La investigación recorre la historia pública de Violeta, por supuesto. Sus grandes canciones, sus viajes, su obra plástica, sus encuentros con otros artistas, sus viajes de recopilación. Aborda su complejo carácter –rasgo ya contado en todos los libros que se han hecho sobre ella– y sus grandes amores, que también se dejan ver en sus canciones y escritos.

    Se ha dicho que el libro “desmitifica”, pero se trata de una exageración periodística o publicitaria. Efectivamente, hay precisiones ante extendidas creencias erróneas. Con documentos del Conservador de Bienes Raíces en la mano, Después de vivir un siglo demuestra que la familia Parra no provenía de la extrema pobreza y que Violeta conoció las carencias económicas más cerca de su adolescencia.

    Después de vivir un siglo es, ante todo, un libro periodístico, cargado de hechos e historia pura. Para los que la conocen, es una invaluable oportunidad de revivirla, en orden y con detalles deliciosos. Y para el resto, para los que solamente les gusta Violeta Parra, que se saben sus canciones, que les impresiona el personaje, es un regalo.

    Con cartas y publicaciones periodísticas, demuestra que Violeta no era un personaje completamente outsider, incomprendido, con una labor no reconocida en Chile. Y con hechos y testimonios confirma que el amor era esencial en su vida, pero que no fue la principal razón por la que se suicidó el 5 de febrero de 1967. El libro incluso postula, a partir de muchos testimonios,  que la importancia de su relación con Gilbert Favre ha sido “exagerada por los biógrafos”.

    Ese tipo de hechos, al final, hacen que Después de vivir un siglo confirme que Violeta Parra era un personaje complejo y profundo. Y eso es algo que ya sabíamos todos los chilenos.

    Violeta expuso en un ala del Museo Louvre de París. Tiene canciones que se cantan hasta en Japón. Todos los músicos chilenos –casi por obligación– se inclinan ante su música. Grabó cinco discos con EMI Odeón –entonces el principal sello en Chile– con sus recopilaciones.

    Con esos antecedentes, de dominio público, ¿aún existe alguien que crea que Violeta era una silveste campesina con trenzas que cantaba tonadas, de carácter complicado y con mala suerte en el amor?

    O, por el otro lado, ¿existe alguien que crea que ella era una artista perfecta, inmaculada y que todo lo que tocaba lo convertía en arte?

    Por supuesto que no. Todos los que alguna vez se han conmovido con alguna de sus canciones, entienden enseguida que Violeta Parra era una artista profunda, compleja y enorme. Las caricaturas sobre ella no tienen nada que ver con Después de vivir un siglo. Al contrario, el libro se sustenta en el respeto, y por eso se delata su cariño: no hay opiniones del autor, no hay desmentidos y solo a veces se dejan ver impresiones de los entrevistados.

    Después de vivir un siglo es, ante todo, un libro periodístico, cargado de hechos e historia pura. Para los que la conocen, es una invaluable oportunidad de revivirla, en orden y con detalles deliciosos. Y para el resto, para los que solamente les gusta Violeta Parra, que se saben sus canciones, que les impresiona el personaje, es un regalo. Una forma confiable de conocerla. La estructura dramática la pone la vida misma de Violeta, y eso lo convierte en una crónica impresionante. Porque es, con justicia, la vida de la más impresionante figura de la música popular chilena.

     

    Después de vivir un siglo, Víctor Herrero, Lumen, 2017, 450 páginas, $18.000.

  215. La noche del marxismo

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    Las lecciones intelectuales y éticas del filósofo polaco Leszek Kołakowski resultaron vitales para la formación de un movimiento que luchó por los valores democráticos en su país, como fue Solidaridad. Reproducimos una versión abreviada de la entrevista que sostuvo con el historiador Enrique Krauze, incluida en el libro Personas e ideas, a propósito de los 100 años de la Revolución Rusa que se conmemoran el próximo 25 de octubre, en la que Kołakowski se explaya sobre el carácter secular y al mismo tiempo espiritual del comunismo, y sobre la necesidad humana de tener, siempre, una utopía.

    por enrique krauze

    A finales de 1983, días después de entrevistar a Leszek Kołakowski en su pequeño despacho de All Souls College, en Oxford, escuché a Isaiah Berlin referir sobre él esta anécdota significativa. Berlin le había preguntado recientemente sobre su situación personal, a lo que Kołakowski le había contestado: “Mire usted: Inglaterra es una isla en Europa, Oxford es una isla en Inglaterra, All Souls es una isla en Oxford y yo soy una isla en All Souls”.

    Aquel invierno de 1983 debía de sentirse aún más aislado. Apenas hacía un año, el gobierno polaco había decidido reprimir al sindicato Solidaridad. Lech Wałesa estaba confinado y la mayoría de los intelectuales amigos suyos (Michnik, Kuron) vivían ocultos o permanecían presos. Aunque él mismo había sufrido persecución y exilio, lo que entonces parecía el fin de la primavera polaca debió ser para él particularmente doloroso: ninguno de los levantamientos libertarios en Polonia después de la guerra había despertado una esperanza similar.

    “Mire usted: Inglaterra es una isla en Europa, Oxford es una isla en Inglaterra, All Souls es una isla en Oxford y yo soy una isla en All Souls”.

    Kołakowski era ya entonces uno de los grandes pensadores de Occidente. Y tal vez uno de los últimos. Filósofo e historiador de la filosofía, autor de cuentos (algunos incluso para niños), pensador político y teórico de la religión, Kołakowski se había formado en un marxismo heterodoxo, pero se sentía igualmente a sus anchas con el empirismo lógico y la filosofía analítica. En su juventud, tras una visita a la URSS, el célebre discurso autocrítico de Kruschev y la rebelión de 1956 en Budapest, le decepcionó el sistema comunista y llegó a convertirse en un enemigo público del gobierno polaco. “Invitado a salir” a finales de los 60, vivió errante en las universidades de McGill, Yale, Berkeley, hasta establecerse en la Universidad de Chicago y la de Oxford. Para entonces contaba ya con una bibliografía impresionante: un libro sobre Spinoza, otro sobre Husserl, uno más sobre Hume y el Círculo de Viena, el muy influyente La responsabilidad de la inteligencia, Cristianos sin Iglesia y una obra monumental en tres tomos: Las principales corrientes del marxismo.

    El tema del que me interesaba debatir con él era el mismo que desvelaba sus noches y (un poco también) las nuestras: el pasado, presente y futuro de la ideología marxista. Ninguna voz más legítima que la de Kołakowski para tratar el asunto, por conocerlo en todos sus niveles (como teoría de la historia y como historia vivida); sabía que la perpetuación de los regímenes comunistas era imposible y aportaba datos y conjeturas impecables para sustentar su argumento. Pero no se atrevía a profetizar el momento exacto ni la forma del derrumbe, en particular el del eje del Imperio: la URSS. El tiempo, en breve, le daría la razón, pero la certeza de ese desenlace no lo consolaba. Aunque Kołakowski no era un filósofo analítico, con la exigencia de precisión en las palabras y de consistencia lógica en los argumentos mostraba su familiaridad con esa corriente, que tenía a Oxford como una de sus capitales. Su diagnóstico histórico era a fin de cuentas optimista, pero su ánimo permanecía sombrío. Tenía 56 años y caminaba con acusada dificultad, visiblemente encorvado, usaba bastón y aparentaba más años de los que tenía. No reía, sonreía de lado, como con pena, como a pesar de sí mismo, con una mueca que resaltaba aún más la oscura concavidad que enmarcaba sus ojos fijos, azorados, reconcentrados.

    Se ha dicho que el marxismo guarda paralelismos inquietantes con el cristianismo medieval. Es una fe celosa e intolerante, que impera sobre una constelación de Estados: una nueva Iglesia. ¿Hasta qué punto cree usted en esta similitud?

    Creo que el paralelismo es válido solo hasta cierto punto. Las diferencias son quizá más importantes que las semejanzas. En primer lugar, pienso que al marxismo, en su vertiente leninista, lo ha movido siempre una ambición mayor que la de la Iglesia. Por más intolerante que haya sido, la Iglesia admitió siempre el principio de deslinde entre los ámbitos seculares y los eclesiásticos. Aunque la línea de demarcación entre ellos fuese materia de disputa, el principio en sí (fundado, claro está, en las palabras de Cristo: “Dad al César…”) fue reconocido invariablemente. El poder comunista, en cambio, busca monopolizar todas las facetas de la vida humana. Es una concentración de poder secular y espiritual sin precedente histórico, que abarca todas las áreas vitales: economía, medios de comunicación, relaciones políticas, ideología. En este sentido, la analogía no funciona bien.

    “Muy poco se habría progresado si el hombre no hubiese concebido cosas mejores, cosas literalmente impensables que guiaran, por decirlo así, su esfuerzo”.

    Por lo demás, a pesar de la intolerancia que desplegó en diversos períodos históricos, la Iglesia fundaba su existencia en una verdadera fe en la doctrina. También la fe en el comunismo se mantuvo viva alguna vez. Pero ahora puede afirmarse, con seguridad, que, como tal, se ha evaporado en los países comunistas. Lo que subsiste en ellos es un sistema de poder sin el sustento de una fe viva. Esta ideología es necesaria porque confiere legitimidad al sistema político, pero hoy ya nadie en los países comunistas la toma en serio. Nadie: ni dominados ni dominadores. Este es un segundo punto en el que falla la analogía.

    El tercero puede formularse así: a pesar de que el comunismo, en los momentos en que encarnó una fe viva y real, semejaba un credo religioso y su partido una Iglesia, fue más la caricatura de una religión que una religión propiamente dicha. Con todo, en algunas mentes funcionaba de un modo similar a la fe religiosa: proveía un sistema mental invulnerable. Era completamente inmune a la refutación de los hechos, de la historia, de la realidad, pero al mismo tiempo reclamaba para sí el título de “conocimiento científico”. Solo en este sentido funcional se sostiene la analogía entre marxismo y religión.

    Usted ha sostenido concepciones distintas del lugar que ocupa la utopía en la sociedad. ¿Qué piensa ahora? ¿La fe en la utopía es necesaria? ¿Es sana? ¿Cuál sería su propio balance histórico de esta antigua propensión humana?

    Mientras la utopía sea tan solo la visión de un mundo sin sufrimiento, sin tensión y sin conflictos, la utopía es un ejercicio literario e inofensivo. La utopía se vuelve siniestra cuando creemos poseer una especie de técnica del Apocalipsis, un instrumento para dotar de vida real a nuestras fantasías. Entonces, con tal de alcanzar aquel noble fin, ningún sacrificio nos parecerá pequeño. La utopía implica un fin último (por más vagamente que se le defina) y todos los medios que conducen a él pueden parecer válidos. A los jerarcas de los países comunistas, por ejemplo, la fantasía utópica les da un marco conceptual muy conveniente: sobrevendrá un mundo perfecto de unidad y felicidad; podrá suceder en 100 años o quizá en mil años, pero su certeza justifica el sacrificio de las generaciones actuales. Solo en este sentido, creo, el pensamiento utópico se vuelve realmente maligno: la utopía como instrumento al servicio de la tiranía.

    En otro sentido, sin embargo, nadie puede prohibirnos (ni sería deseable) pensar en términos de valores difíciles de realizarse. Hay algo natural en nuestra búsqueda de un mundo mejor, algo natural e indispensable. Después de todo, muy poco se habría progresado si el hombre no hubiese concebido cosas mejores, cosas literalmente impensables que guiaran, por decirlo así, su esfuerzo. En este sentido, la utopía es quizá una constante de la vida humana. Se vuelve muy peligrosa cuando empezamos a querer institucionalizar la fraternidad humana o cuando (como les ocurre a todos los marxistas) confiamos en arribar a la unidad perfecta y la felicidad a través de la violencia y los decretos burocráticos. Dicho todo esto, es importante recordar y mantener la idea de fraternidad humana, por impracticable que parezca.

    “Después de todo, fue Marx y no Stalin quien dijo en cierta ocasión que toda la idea comunista cabía en una fórmula: abolición de la propiedad privada. Así, no hay razones para creer que el comunismo despótico y totalitario del tipo soviético no es el comunismo en el que pensaba Marx”.

    En otras palabras, mantener la utopía de la utopía. Por cierto, ¿el elemento utópico en el pensamiento marxista a su juicio es esencial?

    Absolutamente esencial.

    ¿En qué consistió esa tensión utópica? ¿Hubo alguna raíz mesiánica, la huella, quizá, de Moses Hess, de quien Marx se burló tan cruelmente en La ideología alemana?

    Se ha especulado mucho sobre el elemento judío en la utopía de Marx. En lo personal, como usted sabe, Marx careció de una educación judía: desdeñaba su origen judío y reaccionaba duramente contra quienes solían recordárselo. Había en él incluso cierta vena antisemita. Pero más allá de estos hechos, el vínculo entre mesianismo judío y utopía marxista habría que buscarlo no en el origen judío de Marx, sino en la inspiración de Hess, en quien la tradición de mesianismo judaico se entreveraba con ciertas fantasías rousseaunianas.

    En su ensayo titulado “Tomando a las ideas en serio”, sostiene la futilidad de buscar culpables en la historia del marxismo y propone, en cambio, averiguar los elementos internos del marxismo (sus conflictos, las ambigüedades) que pudiesen haber condicionado su desarrollo histórico tal como se dio. Entiendo que la pregunta es oceánica: ¿cuál es el vínculo de fondo entre marxismo, leninismo y estalinismo?

    Marx nunca imaginó el socialismo o el comunismo como una especie de campo de concentración. Eso es completamente cierto. De hecho, imaginó lo contrario. Sin embargo, hay una especie de lógica independiente de las intenciones conscientes del escritor, filósofo o profeta que propone una ideología. Podemos rastrear su desarrollo histórico. Y, en efecto, yo creo que la versión leninista del socialismo (despótica y totalitaria) no implicó esencialmente una distorsión del marxismo. Pienso que fue una variante fundada sustancialmente en el marxismo, aunque reconozco que hubo también otras variantes. La continuidad es visible si se recuerda que Marx creía en una comunidad perfecta del futuro, cuando el reino de la producción y de la distribución fuera manejado por el Estado. Se trata, en otras palabras, de un socialismo de Estado. Después de todo, fue Marx y no Stalin quien dijo en cierta ocasión que toda la idea comunista cabía en una fórmula: abolición de la propiedad privada. Así, no hay razones para creer que el comunismo despótico y totalitario del tipo soviético no es el comunismo en el que pensaba Marx. Marx tomó de los sansimonianos el lema de la futura desaparición del gobierno sobre las personas a cambio de la administración de las cosas. Pero, en cierta manera, falló al no preguntarse cómo era posible evitar el uso de las personas en la administración de las cosas. A la postre, todo su proyecto de una sociedad perfecta apuntaba a la centralización de todos los medios productivos y distributivos en manos del Estado: la nacionalización universal. Nacionalizarlo todo implica nacionalizar a las personas. Y nacionalizar a las personas puede conducir a la esclavitud.

    “Fue Bakunin quien predijo que el socialismo a la Marx conduciría al reino despótico de los falsos representantes de la clase obrera, quienes solo reemplazarían a la anterior clase dominante para imponer una tiranía nueva y más rígida”.

    No tuvimos que esperar la revolución bolchevique para descubrir esta lógica: en tiempos de Marx, muchos (en especial los anarquistas) señalaron que el socialismo marxista, el socialismo de Estado, presagiaba una tiranía mayor que las existentes hasta entonces. En su crítica a Marx, Proudhon apuntó que el comunismo significaba, de hecho, el Estado propietario de las vidas humanas. Fue Bakunin quien predijo que el socialismo a la Marx conduciría al reino despótico de los falsos representantes de la clase obrera, quienes solo reemplazarían a la anterior clase dominante para imponer una tiranía nueva y más rígida. Fue el anarquista estadounidense Benjamin Tucker quien dijo que el marxismo recomienda una sola medicina contra todos los monopolios: un monopolio único. Y fue Edward Abramowski, un anarquista polaco, quien predijo la sociedad que resultaría del triunfo comunista por la vía revolucionaria, una sociedad profundamente dividida entre clases hostiles: opresores privilegiados y masas explotadas.

    Todo eso se dijo en el siglo XIX, lo cual desmiente la posible desconexión entre sovietismo y marxismo. Pero conexión no es causa. Como es obvio, la Revolución Rusa resultó de una impredecible coincidencia de accidentes históricos. El punto clave es otro: no se necesitó distorsionar fundamentalmente el marxismo para que sirviese a las clases privilegiadas, en las sociedades del tipo soviético, como instrumento de autoglorificación.

    Sin embargo, sorprende leer en El 18 Brumario de Luis Bonaparte aquellos famosos párrafos de Marx contra el Estado, al que llama “espantoso organismo parásito”. Es natural que Marx se contradijera alguna vez, pero la intensidad de su vena libertaria en ciertos escritos conmueve y desconcierta.

    Claro. Después de todo, Marx no fundó el marxismo-leninismo. Fue un escritor que escribió a lo largo de varias décadas. Obviamente en sus escritos hay dudas, ambigüedades, cabos sueltos y contradicciones. Y, después de todo, el marxismo-leninismo no es más que la doctrina de Stalin. Con todo, hay en Marx una idea utópica fundamental, una idea que permea toda su trayectoria y que (sin distorsión fundamental) admitía su utilización para los propósitos a los que ahora sirve. Si reparamos en cualquiera de los problemas que le preocuparon (el problema nacional, el papel del Estado, el concepto de revolución) encontraremos dudas y contradicciones. No obstante, la idea utópica fundamental, que culminaría en el concepto del comunismo como una economía organizada desde el Estado, siempre estuvo presente. Por supuesto, no olvido que Engels y Marx “predijeron” la desaparición del Estado (la futura inutilidad del Estado es un lugar común del marxismo oficial). Sin embargo, hemos sido testigos de lo contrario: nunca antes en la historia el Estado adquirió un poder similar al de las sociedades de corte soviético. De modo que la promesa de un paulatino desvanecimiento del Estado en cien, mil o 10 mil años no nos consuela demasiado.

    “Jean-Paul Sartre afirmó alguna vez que los marxistas eran perezosos; es cierto, no quieren que se les moleste con problemas de historia, demografía o biología. Prefieren tener una solución única para todo y la satisfacción de sentirse poseedores de una verdad última”.

    Si, como usted explica, el marxismo en el Este no es más que el vestigio de una ideología, en algunas partes de Occidente conserva un fuerte atractivo. ¿Cuáles son, a su juicio, las razones psicológicas de esta permanencia?

    En la forma simple en que se utiliza para fines ideológicos, el marxismo es extremadamente fácil. Se puede aprender en un instante y ofrece todas las respuestas a todas las preguntas. Usted puede saberlo todo sobre historia sin molestarse en estudiar historia. Tiene una llave maestra que abre todas las puertas y un método sencillo con el cual enfrentarse y solucionar todos los problemas del mundo. Jean-Paul Sartre afirmó alguna vez que los marxistas eran perezosos; es cierto, no quieren que se les moleste con problemas de historia, demografía o biología. Prefieren tener una solución única para todo y la satisfacción de sentirse poseedores de una verdad última. No hay que sorprenderse de que tanta gente opte por esa solución.

    Pero si uno contrasta estos fervores con todos los crímenes perpetrados en el siglo XX en nombre del socialismo…

    En el pensamiento ideológico no hay hechos que vulneren la fe. Es como los movimientos milenaristas. Ciertas sectas, que aún subsisten, se empeñan en pronosticar el día exacto en que tendrá lugar el Juicio Final o el Segundo Advenimiento. Si el día llega y la profecía no se materializa, admiten con amargura haber incurrido en algún error de cálculo, pero su fe no se fractura. Pronto hacen una nueva predicción a prueba de errores. Lo mismo ocurre con el marxismo. Una vez que se adopta la certidumbre ideológica, nada la afecta: sí, claro, todo mundo reconoce haber cometido algunos errores (la matanza de 50 millones de personas, por ejemplo), pero el principio queda intacto. Nada conmueve al verdadero creyente.

    Hablemos un poco de países y política. Por una parte, sostiene usted la novedad histórica del régimen soviético: un sistema todopoderoso que anula a la sociedad civil y lo encarna todo: legisla, juzga, ejecuta, informa. Por otra parte, ha dicho que se trata de un sistema en desintegración por la falta de mecanismos de autocorrección. ¿Cómo concilia estas ideas?

    No veo la contradicción. Si dije que el sistema es nuevo desde el punto de vista histórico (y creo que lo es), eso no implica que lo sea en todos sus aspectos. Mucha gente ha señalado algunos antecedentes del régimen soviético en la historia rusa. No insistiré en esto. Ciertamente, el sistema tiene raíces históricas; ciertamente, el sistema implica una vuelta a la barbarie, una reversión de los procesos de occidentalización que Rusia vivió entre la década de 1860 y la Primera Guerra Mundial. Después de todo, ya en el siglo XVIII Rusia había abolido la esclavitud y en 1861 la servidumbre. El bolchevismo reinstauró ambas con nombres distintos. La victoria del bolchevismo puede considerarse como una reacción antioccidental. Dije también que en la sociedad soviética alternan tendencias de unidad y desintegración. En efecto, la sociedad se unifica porque existe un solo centro de poder en todas las áreas de la vida, un centro que se arroga el derecho de monopolio sobre todos los juicios y todas las decisiones; pero, al mismo tiempo, la soviética es una sociedad en estado de desintegración porque la sociedad civil ha sido destruida casi por completo. A menos que el Estado lo ordene, en la URSS no prospera ninguna forma de organización social, ninguna cristalización de la sociedad. Cada individuo enfrenta, desde su soledad e impotencia, al omnipotente Estado que prohíja esa desintegración. Las personas deben vivir, supuestamente, en el vínculo de una unidad perfecta tal como lo expresan los líderes, pero al mismo tiempo, en la vida real, deben odiarse: se promueve el espionaje y la denuncia. Esa clase de unidad puede alcanzarse solo en las formas impuestas por el aparato del Estado. Toda otra forma está condenada a la destrucción. Es cierto que, en la práctica, esta destrucción no ha sido absoluta. Quizá la China maoísta avanzó más que la URSS en este aspecto: se esforzó por destruir a la familia, célula resistente a la apropiación estatal. Aunque también se intentó acabar con la familia, pero con menor firmeza, diría yo. El soviético es un sistema menos seguro de sí mismo. Su principio totalitario no funciona ya con la eficiencia de los tiempos de Stalin. Pero la tendencia es la misma: destruir todas las formas de vida social independientes del Estado.

    “La civilización occidental ha demostrado su capacidad de recuperación en muchas ocasiones, cuando su fin parecía cercano. Si hubiéramos vivido en el siglo XVI, habríamos creído en la inminente y fatal dominación otomana sobre toda Europa”.

    Sin embargo, han existido formas de resistencia: samizdat, religión, familia, identidades nacionales o locales, cultura… el humor.

    Es verdad. Estas formas de resistencia varían de un país a otro. En Polonia, la identidad religiosa y nacional trabaja tenazmente contra el poder totalitario. En la URSS hay varios factores que contribuyen a la descomposición del poder totalitario, un poder intacto solo en apariencia. Varios conflictos y contradicciones erosionan el sistema: conflictos económicos, culturales, sociales. El Estado no puede controlarlos. Puede evitar su expresión abierta, pero es incapaz de eliminar las causas profundas que muy probablemente se abordarán en el futuro. Por razones que conocemos, el sistema es extremadamente ineficaz en lo económico, vive una situación de crisis permanente y carece de mecanismos de autocorrección. Mejora solo con el impacto de catástrofes. Las tensiones de carácter nacional aumentarán también, al grado de convertirse en el principal factor de desintegración. No me alegro de ello ni creo que un estallido semejante sea bueno; al contrario. Pero el hecho es que las tensiones, los odios y sentimientos de índole nacionalista son los elementos más corrosivos en la URSS. De modo que estoy lejos de creer en la invulnerabilidad o perennidad del sistema. Pienso que su descomposición se ha iniciado y proseguirá.

    Ha vivido usted en Gran Bretaña durante 13 años. Ha visitado Estados Unidos en varias ocasiones. ¿Cree usted todavía, como creía en 1968, que Occidente padece una recesión espiritual, una especie de parálisis?

    No. No lo creo. Si nos atenemos a la historia de las últimas dos décadas, hay altibajos, momentos de desorden espiritual y momentos de conciencia y sobriedad; quizá esto sea inevitable. Sin embargo, creo que la civilización occidental posee un elemento esencial que le da fuerza: su capacidad de autocrítica. Sin este rasgo no podría mantenerse viva. Es inevitable que la autocrítica cobre a veces visos masoquistas o suicidas. Pero estoy lejos de creer que Occidente esté condenado, o que haya llegado el fin de la civilización occidental. En mi opinión, las reservas morales, económicas y espirituales de Occidente son lo suficientemente vigorosas como para resistir el acoso de la barbarie.

    A diferencia de Solzhenitsyn…

    Admiro a Solzhenitsyn como escritor y testigo de nuestro siglo, pero no parece entender que la libertad conlleva siempre un costo social. La libertad acarrea un costo en términos sociales y morales. No existe una tercera opción entre la sociedad occidental, tal como la conocemos hoy, y una sociedad libre pero sin pornografía o sin la posibilidad de que en ella se difundan ideas absurdas, dañinas, peligrosas. Es el precio necesario que se paga por la libertad. Por otra parte, Solzhenitsyn acierta al señalar la falta de preparación moral de Occidente. Pero, como dije, no creo que haya que desesperar: la civilización occidental ha demostrado su capacidad de recuperación en muchas ocasiones, cuando su fin parecía cercano. Si hubiéramos vivido en el siglo XVI, habríamos creído en la inminente y fatal dominación otomana sobre toda Europa. No ocurrió así.

     

    Personas e ideas, Enrique Krauze, Debate, 2015, 368 páginas, $16.000.

  216. Kazuo Ishiguro: “El impulso fundacional de mi escritura es la creación de un mundo de ficción que preserve la memoria”

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    Kazuo Ishiguro recibió ayer el Premio Nobel de Literatura. La Academia Sueca destacó al autor de Lo que queda del día por su notable exploración de la memoria y el tiempo. “Es alguien que está muy interesado en comprender el pasado, pero no es un escritor proustiano. No está dispuesto a redimir el pasado. Él escribe sobre lo que has tenido que olvidar para sobrevivir en primer lugar, como individuo y como sociedad”, dijo Sara Danius, al anunciar el reconocimiento.

    A propósito de la publicación en 2015 de El gigante enterrado, novela que le tomó 10 años escribir, Ishiguro fue invitado al programa del entrevistador Charlie Rose. Aquí se refiere a las motivaciones e inquietudes que han articulado su obra. “Pienso que el impulso fundacional de mi escritura es la creación de un mundo de ficción que preserve la memoria”, dice en esta conversación.

     

  217. Retrato del artista suicida

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    Los detalles, la mirada fragmentaria, clasificatoria y comparativa, la frase aparentemente insignificante, constituyen la materia de Autorretrato y Suicidio, libros escritos por Édouard Levé desde una conciencia oscurecida y a la vez iluminada por la certidumbre de la muerte.

    por lorena amaro

    La lectura de Édouard Levé (1965 – 2007), pintor, fotógrafo y escritor francés, sugiere de inmediato dos referentes importantes de la cultura francesa: Georges Perec y Roland Barthes.

    Es tangible la incidencia de Perec, con sus catálogos, enumeraciones, recorridos y observaciones sobre el espacio y la memoria, al modo de Lo infraordinario, Especies de espacios y Pensar/Clasificar. Pero si Perec y otro precursor, Joe Brainard, construían sus “relatos” autobiográficos a partir de listas de recuerdos (Perec en Je me souviens, Brainard en I remember, ambos traducidos como Me acuerdo), en Autorretrato, libro publicado en francés en 2005, Levé se dibuja a sí mismo a partir de breves enunciados que dan cuenta de sus placeres, rechazos, ideas sobre los demás, pertenencias, pensamientos súbitos, sin que haya una cronología o una dirección establecida. Y sin que haya, tampoco, párrafos y puntos aparte que definan una jerarquía en esta dilatada enumeración de hechos, sentimientos, comparaciones: “De adolescente, creía que La vida, instrucciones de uso me ayudaría a vivir, y Suicidio, instrucciones de uso, a morir. He pasado tres años y tres meses en el extranjero. Prefiero mirar hacia la izquierda. Uno de mis amigos se deleita en la traición. Terminar un viaje me provoca el mismo dejo de tristeza que terminar una novela”, se lee al inicio de Autorretrato.

    Ya aquí Levé explicita la genealogía perequiana, además de insinuar la cuestión del suicidio, idea que retornará una y otra vez a lo largo del libro y que será decisiva en Suicidio, publicado en 2008, poco después de que el autor se ahorcara en su departamento. Así, a lo largo de todo el “autorretrato” de Levé, hallamos pistas, frases, afirmaciones y dudas que dan cuenta de la personalidad suicida de su autor: “Si me asomo por encima del balcón con ganas de suicidarme, el vértigo me salva”; “Le dije a mi padre que lo quería cuando atravesé una depresión a los treinta y cinco años, pensé en suicidarme, me pareció una lástima morirme sin habérselo dicho”; “Solo podré decir una vez sin mentir: ‘Muero’”.

    Levé se dibuja a sí mismo a partir de breves enunciados que dan cuenta de sus placeres, rechazos, ideas sobre los demás, pertenencias, pensamientos súbitos, sin que haya una cronología o una dirección establecida. Y sin que haya, tampoco, párrafos y puntos aparte que definan una jerarquía en esta dilatada enumeración de hechos, sentimientos, comparaciones.

    Esta recurrencia se consolida en Suicidio, donde Levé narra en segunda persona, dirigiéndose a un “tú”, que es un amigo de juventud, el suicidio de este último. Ya en las últimas páginas de Autorretrato menciona esta historia del amigo, que parece marcar tanto la suya propia: “Este amigo le dijo a su mujer que se había olvidado algo en la casa cuando estaban saliendo para jugar al tenis, bajó al sótano y se pegó un tiro en la cabeza con la escopeta que había preparado cuidadosamente”. La escena, con la que prácticamente cierra Autorretrato, abre Suicidio: “Un sábado del mes de agosto, sales de tu casa vestido para jugar al tenis, con tu mujer. A medio cruzar el jardín, le dices que te olvidaste la raqueta adentro…”.

    El modo en que Levé construye sus frases y va dando forma a su propio y sofisticado retrato no solo en el primero de estos libros, sino también en Suicidio, en que las figuras de él y su amigo llegan a traslaparse, dialoga con los interesantes planteamientos teórico-críticos de Roland Barthes, quien escribía en Sade, Fourier, Loyola: “Si yo fuera escritor, y estuviera muerto, cómo me gustaría que mi vida se redujera, por los cuidados de un biógrafo amistoso y desenvuelto, a ciertos detalles, ciertos gustos, ciertas inflexiones, digamos ‘biografemas’, cuya distinción y movilidad pudieran viajar fuera de cualquier destino”. Estos biografemas constituyen verdaderas huellas, materiales corporales del autor, que los lectores sienten y perciben leyendo en ellas trazos de sus propias vidas:  “Prefiero estar acostado a estar de pie y estar de pie a estar sentado”; “Preferiría pintar un chicle de cerca que Versalles de lejos” (Autorretrato); “Mi cerebro te resucita a través de detalles aleatorios, como uno va sacando canicas de una bolsa” (Suicidio).

    Mención aparte merecen las rápidas frases en que plantea su relación con el arte y la escritura: “Puedo prescindir de la música, del arte, de la arquitectura, de la danza, del teatro, del cine, me cuesta prescindir de la fotografía, no puedo prescindir de la literatura”; “Nunca dejaré la literatura”; “Aprendí por mi cuenta lo más importante para mí: escribir y fotografiar”. Para Levé, las palabras son “como herramientas” y son los detalles, la mirada irónica, fragmentaria, clasificatoria y comparativa, la frase aparentemente insignificante, los que constituyen la materia de estos textos, escritos desde una conciencia oscurecida y a la vez iluminada por la certidumbre de la muerte.

    En ambos libros Levé detalla un proyecto: mandar a hacer su propia tumba, con la fecha de su muerte, a los 85 años. Especula sobre esta “obra”, que tantos sentidos tendrá, dependiendo de que se realice o no el destino así señalado. Como esta, Levé dejó otras tantas por hacer, detalladas en Obras (Oeuvres, 2002). La producción literaria de Levé se completa con Diario (Journal), título engañoso porque no se trata de un diario íntimo, sino que aborda, al modo de un periódico, noticias de todo tipo, pero sin emplear nombres propios: nuevamente la influencia no solo de Perec, sino también de otros escritores del OuLiPo, como Jacques Roubaud o Raymond Queneau.

    Es de esperar que Obras y Diario sean traducidos también, por Matías Battistón, en la editorial argentina Eterna Cadencia. Suicidio y Autorretrato habían sido traducidos antes por Julia Osuna para la española 451 Editores, pero hay que decir que las versiones argentinas (a excepción del uso de la palabra “linyera”) son menos localistas y parecen más precisas en el empleo del lenguaje, un factor fundamental en el abordaje de una obra como la de Levé, exenta de lirismos, precisa, minimalista y cotidiana.

     

    Suicidio, Édouard Levé, Eterna Cadencia, 2017, 96 páginas, $22.000.

     

    Autorretrato, Édouard Levé, Eterna Cadencia, 2016, 96 páginas, $16.300.

  218. Liudmila Ulítskaya: “El régimen ruso de hoy está genéticamente vinculado al anterior”

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    Es la novelista rusa contemporánea más leída en el mundo y en su país, donde es considerada una especie de conciencia moral. Disidente en la época de la Unión Soviética y crítica del gobierno de Putin, Ulítskaya habla aquí sobre las transformaciones que ha vivido en este último siglo una sociedad que nació con el mito de una revolución comunista de la cual se conmemoran 100 años este 25 de octubre— y terminó entregada al capitalismo de oligarcas multimillonarios.

    por evelyn erlij (traducción del ruso de yulia dobrovolskaya)

    Por más de un siglo, Rusia fue una nación de mujeres. No en la esfera pública, pero sí en el espacio privado. Las guerras, declaradas y no declaradas, se han sucedido desde 1904 (año de la contienda contra Japón), y como resultado de ese impulso bélico los hogares se fueron vaciando de hombres. Solo en la Segunda Guerra Mundial, casi nueve millones murieron. Crecer sin padre o criar hijos sin una figura paterna se convirtió en una experiencia normal, y la literatura postsoviética es un buen testimonio. La Premio Nobel bielorrusa, Svetlana Alexiévich, escribió que no recuerda voces masculinas en su infancia. La autora Liudmila Ulítskaya (1943), en tanto, ha poblado sus libros de mujeres solas, de madres solteras, de esposas abandonadas que siguen adelante con una fuerza que cualquier hombre envidiaría.

    La guerra no siempre fue el motivo de esa ausencia. En su cuento “La hija de Bujara”, compilado en Bednye rodstvenniki (Parientes pobres, 1992, sin traducción al español), Ulítskaya narra la historia de un doctor que se va de su casa cuando su pareja da a luz a una niña con síndrome de Down. En “Bronka”, incluido en ese mismo libro, una joven tiene un hijo cada año sin que nadie sepa quién es el padre. Simka, su mamá, tampoco hace preguntas. Quizá porque de eso se trataba vivir en la Unión Soviética: de aceptar la realidad sin hacer demasiadas preguntas. Así, a través de relatos cotidianos, la escritora reconstruye una memoria que desarma las narraciones gloriosas del pasado soviético oficial. Por ello, sus palabras son escuchadas como una suerte de voz de la conciencia del pueblo ruso.

    “Si me consideran una autoridad moral es solo porque tuve la suerte de conocer a personas ejemplares. La vida ha sido generosa conmigo –explica Ulítskaya desde Moscú, Rusia, país en el que hoy es una de las autoras más leídas–. Desde joven he estado cerca de gente increíble, de un nivel moral e intelectual altísimo, y de distintos estratos sociales, desde científicos célebres hasta personas sencillas de gran calidad humana; desde disidentes, hasta mujeres sumisas entregadas a labores domésticas y al cuidado de sus hijos. Todos ellos están detrás mío. Yo, en realidad, no soy importante. No me atrevo a ofrecer una respuesta sobre por qué la gente lee mis libros en Rusia. Solo puedo decir que es algo que me alegra”.

    Aunque en español hay solo cinco títulos traducidos, ha publicado una veintena de novelas y libros de relatos breves, por los que ha recibido importantes distinciones. En 1996 ganó el Premio Médicis de Francia; en 2001 obtuvo el Premio Booker ruso, y en 2009, el Premio Booker internacional. Sus trabajos han sido traducidos a 25 idiomas, pero su fama no ha evitado que las voces oficialistas de su país la tilden de “traidora”. Ulítskaya ha declarado de manera pública su descontento con el régimen de Vladimir Putin (“una sociedad que elige a un miembro de la KGB como presidente no es una sociedad consciente”, ha dicho), ha participado en protestas contra él y ha criticado la guerra que lanzó contra Ucrania en 2014.

    “No me gusta el régimen actual por muchos motivos, pero he de mencionar estos dos detalles: la ausencia de represiones graves y las puertas abiertas”.

    Ese mismo año, el Estado ruso inició una investigación en su contra por supuesta “propaganda homosexual”, tras ser editora de una serie de libros infantiles sobre cómo viven las familias en otras partes del mundo. “¿Por qué en vez de escribir sobre lo importante, usted ahoga la Gran Historia en lo individual y lo cotidiano? (…) ¿No se trata de un nuevo tipo de falsificación de la Historia, sobre todo considerando su estatus de gurú?”, la interrogó el crítico literario Lev Danilkin, de la revista rusa Afisha, en una de las varias entrevistas hostiles que le han hecho en su país.

    Ser parte de la disidencia y vivir al margen de la oficialidad ha sido la historia de su vida. Nació en Baskortostán y se educó en Moscú, donde siguió una carrera como bióloga y genetista. Cuando trabajaba en un laboratorio, un empleado la denunció a ella y a cuatro científicos por leer y distribuir literatura prohibida. Terminó en prisión, y aunque fue liberada al día siguiente, perdió su trabajo, lo que a la larga la llevó a dedicarse a la dramaturgia y, luego, a la narrativa. El samizdat (la copia y divulgación de libros censurados) es el tema que aborda en su última novela, Zeliony chatior (La carpa verde, sin traducción al español), en la que narra los destinos de tres amigos que, en la era post-Stalin, se convierten en disidentes por amor a los libros.

    “Pertenecí a esa juventud cuyas vidas cambiaban bajo la influencia de los libros –cuenta–. Nunca en la historia de nuestro país y, creo, del mundo en general, hubo otra época de ‘gran lectura’ equiparable a la de mi juventud. El libro era un verdadero tesoro y no solo me refiero a los libros de contenido político. Hasta los viejos manuales de genética en su momento fueron retirados de las bibliotecas, en los tiempos en que esta era perseguida. Por muy ridículo que parezca, ¡la genética fue tildada de ‘pseudo ciencia de la burguesía’! Sería erróneo pensar que solo Orwell o Solzhenitsyn fueron prohibidos. Qué feliz me sentí cuando a mediados de los 60 me pasaron el primer libro de un autor desconocido llamado Vladimir Nabokov. ¡Descubrí un mundo nuevo! Eso es lo que para nosotros significaba samizdat y tamizdat (la publicación en el extranjero de autores soviéticos prohibidos).

    ¿Por qué se le temía tanto a la palabra escrita en la Unión Soviética?

    Nunca he visto listas de los libros prohibidos y no estoy segura de que en la KGB hubiera tales listas: cualquier libro que no había pasado el control de la censura estaba bajo sospecha. En aquella época, incluso los Evangelios estaban prohibidos. Las autoridades odiaban toda palabra libre, independientemente del ámbito del conocimiento humano: ciencia, arte, historia, filosofía. “En el principio era el verbo”: nuestros caudillos incultos difícilmente reconocerían la cita, pero instintivamente temían la palabra libre.

    “La supervivencia de la humanidad está ligada a la comprensión de que somos parte de la misma especie, y que el objetivo principal consiste en comprender a las civilizaciones distintas y encontrar el consenso en vez de buscar el enfrentamiento. La Rusia actual todavía no ha madurado para asimilar esta idea bastante sencilla”.

    ¿Qué pasó con la disidencia que describe en La carpa verde? ¿Cuán viva está en la Rusia de Putin?

    Algunos emigraron a Occidente, algunos se quedaron y encontraron un idioma común con la autoridad. Ha crecido una nueva generación de disidentes, pero es muy distinta a la de los idealistas de antes. ¿Cómo son sus vidas? Nada fácil. Pero la resistencia moderna no está sometida a las represiones tan fuertes de los años soviéticos. Según los datos de Memorial (asociación por los derechos civiles), actualmente en Rusia hay 120 presos políticos. No son los miles ni millones que había en los tiempos de Stalin. El poder actual no es tan sanguinario como lo era entonces. No obstante, la situación es tal, que un gran número de personas cultas, capaces de formar criterios independientes, elige abandonar el país. Es malo para Rusia, pero para los que se van, esperemos, es bueno. Las autoridades no ponen obstáculos a los que deciden marcharse. Y esto también habla a su favor, si lo comparamos con el estalinismo. No me gusta el régimen actual por muchos motivos, pero he de mencionar estos dos detalles: la ausencia de represiones graves y las puertas abiertas.

    Muchos de sus relatos transcurren en los días duros de la URSS. ¿Cree que ese pasado también está hablando del presente de Rusia?

    No soy una gran conocedora de la historia, hice carrera en biología, lo cual determina mi modo de ver. Incluso la historia la estudio desde el punto de vista de la evolución: a partir de esa mirada, el presente siempre es una continuación del pasado. La historia del siglo XX e incluso del XXI demuestra que a la larga los vencedores resultan perdedores, y que los vencidos, aprendiendo de su derrota, son capaces de desarrollarse. Hace 70 años, el mundo era bipolar y nadie dudaba que estos polos opuestos eran Estados Unidos y la URSS (también se podría decir el capitalismo y el socialismo), pero hoy la bipolaridad ya no existe, lo cual no me entristece. Creo que la supervivencia de la humanidad está ligada a la comprensión de que somos parte de la misma especie, y que el objetivo principal consiste en la máxima colaboración, en el esfuerzo para comprender a las civilizaciones distintas y en encontrar el consenso en vez de buscar el enfrentamiento. La Rusia actual todavía no ha madurado para asimilar esta idea bastante sencilla. Estamos a la espera. Tal vez viviremos para verlo. Lo mismo es cierto para cualquier potencia mundial.

    El derrumbe del socialismo y la conversión de Rusia en una economía de mercado fue un giro violento. ¿Cómo cree que afectó la mentalidad de su país?

    Creo que los 70 años del régimen soviético dejaron en ella una cicatriz profunda. El miedo frente al poder que vivieron varias generaciones fomentó mucha cautela. Para sobrevivir hacía falta “mezclarse con el paisaje”, camuflarse, pero incluso así uno corría riesgos. En los años en que los organismos de seguridad estatal recibían desde arriba una orden expresada en números sobre cuántas personas había que arrestar ese mes o ese año, nada salvaba, ni la cercanía con personas clave ni la participación activa en las represalias en el bando de cazadores. El régimen de hoy está genéticamente vinculado al anterior. El jefe del Estado dijo públicamente que la caída de la URSS fue una catástrofe geopolítica. Es así como la mayoría percibe la actualidad. La retórica soviética es sustituida por otra idea utopista: la misión especial de Rusia en el proceso histórico. Es la idea euroasiática, es decir, cuando Rusia no se presenta como la frontera del mundo occidental, sino como la vanguardia de Asia fusionada con Europa, que sigue su propio camino y posee un carisma especial. Incluso existe un término especial: Eurasia. Entre estos dos pilares, Oriente–Occidente, oscila el columpio ruso, alejándose y acercándose a la democracia occidental. Y este mismo proceso se reproduce en la conciencia popular.

    La Rusia del último siglo comienza con el mito de la revolución comunista y termina con un capitalismo de oligarcas ultramillonarios. ¿Cómo se enseña esta historia hoy? ¿Cómo se da coherencia en el discurso a ese relato tan contradictorio?

    Es un gran problema. Sobre todo para los historiadores profesionales. Fue el tema de grandes discusiones hoy prácticamente extintas. Dado que tanto la política como los funcionarios que están a su servicio siguen muy atentos a lo que dicen y opinan en las cimas del poder, hasta ahora no se ha logrado escribir un nuevo manual de Historia. Las imágenes de los caudillos (Lenin, Stalin) tienen dos caras. La desestalinización que había comenzado, hoy se ha reducido a nada. A pesar de estar tan lejos, usted ha percibido un rasgo muy preocupante de nuestro país y de nuestra sociedad: el intento de combinar lo incombinable. Esto ocurre en la esfera mental y en el ámbito económico. De hecho, su pregunta contiene la respuesta: no se pueden unir los ideales comunistas con el capitalismo de oligarcas, pero es justo lo que se intenta.

    “El jefe del Estado dijo públicamente que la caída de la URSS fue una catástrofe geopolítica. Es así como la mayoría percibe la actualidad. La retórica soviética es sustituida por otra idea utopista: la misión especial de Rusia en el proceso histórico”.

    No se han anunciado conmemoraciones oficiales por el centenario de la Revolución de octubre. ¿Qué le parece el supuesto miedo que tendría Putin frente a lo que simboliza Lenin, es decir, una revolución popular?

    Soy incapaz de reconstruir las supuestas dolencias de alma de Vladimir Putin. No excluyo que a último momento encontrarán una solución teatralizada y veremos, por ejemplo, un gran show en la Plaza Roja o en los Campos de Marte de San Petersburgo. De verdad es un rompecabezas ideológico difícil: ¿celebrar el centenario de la Revolución como una gran victoria o reconocerlo como un grandísimo error?

    ¿Qué piensa del uso que Putin ha hecho de la figura de Stalin como símbolo de la fortaleza rusa, al mostrarlo como el hombre que expandió el imperio y venció al nazismo?

    Kruschev abrió ese grifo, me refiero a la desestalinización, y el agua comenzó a fluir. El país dijo en voz alta lo que había sufrido. De todos los Evangelios, en Rusia, al parecer, solo han sabido oír las palabras de Pablo que aparecen en su Epístola a los romanos: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas”. Es una frase muy cómoda para cualquier poder. Hoy no solo presenciamos la restauración del estalinismo, sino que vemos que Iván el Terrible, tirano y delincuente, se convierte en una gran personalidad histórica. Todas estas tendencias están vinculadas al embate de los ánimos imperialistas, al nacionalismo y patriotismo que el poder, en su búsqueda de un pilar firme, quiere usar de punto de apoyo. Es una piedra insegura, pero más aún: es peligrosa. Las autoridades actuales son precavidas: por un lado, sienten el deseo de dar marcha atrás y volver a meter a Stalin en su pedestal. Por otro, no tienen ganas de perder las últimas esperanzas de que el mundo vea en Rusia no un país asiático subdesarrollado, con un líder inamovible, sino un Estado civilizado. Eso lleva a que la política interior y la exterior no coincidan.

    ¿Qué le parecen esos jóvenes que hoy usan la sigla “URSS” en sus ropas?

    Veo más a menudo a jóvenes con las siglas soviéticas fuera de Rusia, en el extranjero. No estoy segura de que esto refleja sus simpatías hacia el Estado desaparecido. Durante mucho tiempo, la más popular imagen en las camisetas era la del Che Guevara, pero cuando pregunté a un par de chicos quién era, no supieron responder. La mezcla de McDonald’s, Che Guevara, marcas populares de zapatillas, Beatles, Madonna y tatuajes son signos de la globalización, sea cual sea nuestra postura frente a esto. Es un fenómeno complejo, pero para mí es un presagio de la formación de una humanidad nueva, planetaria, con una conciencia nueva, con posibilidades nuevas y, espero, más ética que nosotros.

    ¿Es optimista respecto del futuro de Rusia?

    En 1991 hubo una oportunidad de librarnos del poder soviético y de comenzar el camino democrático. Pero la perdimos. Confiemos en que no era la última oportunidad. El “tercer camino” que proponen los nuevos ideólogos, a nivel de definiciones, es flojo. No he encontrado en él nada, aparte de la retórica nacionalista sazonada con algo de mística. Tal vez no he sido capaz de comprender. Por varias razones no puedo hacer predicciones sobre el futuro de Rusia. La más importante es que hoy la situación es tan complicada, que no se puede esperar nada bueno. No obstante, vivir es increíblemente interesante. Al menos, mientras no corra la sangre.

     

    Daniel Stein, intérprete, Liudmila Ulítskaya, Alba Editorial, 2013, 512 páginas, $20.100.

     

    Mentiras de mujeres, Liudmila Ulítskaya, Anagrama, 2009, 176 páginas, $13.800.

     

    Sóniechka, Liudmila Ulítskaya, Anagrama, 2007, 128 páginas, $11.100.

     

    Sinceramente suyo, Shúrik, Liudmila Ulítskaya, Anagrama, 2006, 480 páginas, $19.000.

  219. Parra versus Francia

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    Con el lanzamiento oficial de la antología en francés de Poèmes et antipoèmes. Anthologie 1937-2014, este mes en la Casa de América Latina de París, termina una proeza literaria: la del traductor Bernard Pautrat, que por décadas luchó con los juegos lingüísticos, la ironía y los trasfondos de la poesía parriana, y la de Felipe Tupper, quien logró publicar a un autor fundamental del que ningún editor en Francia, hasta ahora, había querido saber.

    por evelyn erlij

    A Nicanor Parra y Raúl Ruiz los une el humor negro, la ironía y la obsesión por nuestras formas de retorcer el español. Ambos son, además, dos de los mejores pensadores de la identidad chilena. Pero no hay tantas citas mutuas que reafirmen sus lazos: en 1968, el cineasta le rindió homenaje al poeta en Tres tristes tigres (1968) —”esta modesta película está dedicada con todo respeto a don Joaquín Edwards Bello, a don Nicanor Parra y al glorioso club deportivo Colo-Colo”, se lee en los créditos del inicio—, y en una entrevista de 1980, dada a la revista Araucaria, donde dijo: “Parra me interesa por su capacidad para captar, inmovilizar, digamos, ciertos tics lingüísticos y de comportamiento, el ‘grado cero’ de la chilenidad”.

    Traducir al francés (o a cualquier idioma) ese “grado cero de la chilenidad” obliga a conocer y entender de una forma u otra el país, y en ese sentido Bernard Pautrat, filósofo y traductor de Nietzsche, Spinoza, Kafka y Wilde, fue un privilegiado: Raúl Ruiz fue su primer guía hacia “lo chileno”. Se conocieron a mediados de la década de 1970, cuando el primero adaptaba piezas de teatro y el segundo buscaba trabajos para sobrevivir como exiliado en París. “En esa época había un entorno chileno y latinoamericano muy importante, que giraba en torno a un restaurante de la zona de Les Halles. Raúl iba mucho”, recuerda Pautrat, el traductor de Poèmes et antipoèmes. Anthologie 1937-2014 (Éditions du Seuil), la primera edición de Parra al francés.

    “En Francia no se quiere editar más poesía porque nadie la lee. Fue un género popular, pero terminó muy dañado por poetas como André Du Bouchet o René Char, que escribían poemas pomposos que nadie entendía”, dice Pautrat.

    Se hicieron amigos, y como solía pasar con Ruiz, eso significaba también entablar amistad con su círculo social. Así conoció al poeta Waldo Rojas, quien a su vez lo introdujo en la poesía chilena. “En Francia solo se conoce a Neruda. Incluso Huidobro es muy poco conocido. Algunos de sus libros están publicados, pero nada que llegue al gran público o al público medio”, cuenta el filósofo, que un par de años más tarde, en 1984, conoció a una chilena con la que se casó. Así, nuestro país entró en su mapa mental y emocional, comenzó a venir y terminó convertido, según Ruiz, en el “más chileno de los franceses”.

    Pautrat conoció la poesía de Nicanor Parra en Valparaíso, en 1989, cuando en una librería de libros usados encontró Versos de salón en su edición de 1970, publicada por la editorial Nascimento. “Entendí de inmediato que era un poeta gracioso, simple y a la vez muy difícil. Era tan poco grandilocuente. Empecé a comprar todos los libros que encontré, en una época en que no era fácil encontrar su obra. Pero llegó la antología Poemas para combatir la calvicie (1993) y empecé a traducir todo lo que encontré. Lo hice porque me gustaba. No había nada en francés, solo un fascículo publicado en Suiza en 1960 o 61, que contenía tres poemas. La guinda de la torta fue que el fascículo que encontré venía con una dedicatoria: ‘para el poeta, Violeta Parra’. Es de la época en que Violeta vino a Europa”.

    El paso siguiente fue preguntarle quién era Nicanor Parra al periodista y escritor chileno Jorge Palacios, un viejo amigo y, por coincidencia, también cercano al poeta. La respuesta fue una invitación y Pautrat terminó comiendo en la casa de Parra en La Reina. “Llegué como un protegido”, cuenta, “porque creo que apreciaba a Palacios. Le llamó la atención que viniera de Francia, más allá de sus relaciones o no relaciones con el país, ya que tenía muchas ganas de estar presente en la escena poética francesa. Sabía lo que significaba en el universo cultural europeo y le interesaba más que ser traducido al alemán. También se sintió halagado por mi perfil: era filósofo de la École Normale Supérieure, que él consideraba lo máximo. Debe haber pensado ‘tiene aptitudes, que se las arregle para traducir'”.

    Parra le regaló dos artefactos, uno dedicado a su “traductor oficial al francés” y otro en el que decía “hay que ser absolutamente posmoderno”, una cita travestida de Rimbaud.

    “Aparte de Rimbaud, al que conoce y cita claramente, hay poetas franceses del siglo XIX que pudieron influenciarlo, como Tristan Corbière o Jules Laforgue, gente que manejaba muy bien la prosódica clásica y que la desarticulaba con un humor muy cruel. Pero no son muy conocidos a nivel masivo”, señala el traductor.

    Pautrat se lanzó al combate: pasó años luchando contra los dobles sentidos, la ironía y las referencias culturales de la obra parriana (“Terminé por entender que no había entendido nada”, escribe en la antología), y a esa dificultad se sumaron las exigencias del poeta. “Por mucho tiempo, para Parra era la editorial Gallimard o nada. Eso hizo todo mucho más difícil. Traté de interesar a editores, pero no hubo caso. En Francia no se quiere editar más poesía porque nadie la lee. Fue un género popular, pero terminó muy dañado por poetas como André Du Bouchet o René Char, que escribían poemas pomposos que nadie entendía”.

    Durante los años que demoró en traducir a Parra, la noticia empezó a divulgarse en el ambiente cultural chileno en París: “Me acuerdo de una conversación en la casa de Waldo Rojas donde estaba Jorge Edwards, que me dijo: ‘pfff, no vale la pena traducir a Parra al francés porque no será más que una especie de Jacques Prévert’. Hay algo de cierto: ambos juegan muy bien con la banalidad y la lengua popular. Pero Prévert es muy francés y Parra es muy chileno. Esa es la gran diferencia”, aclara Pautrat, quien supuso que sería difícil introducir al antipoeta en la cartografía literaria local: “Aparte de Rimbaud, al que conoce y cita claramente, hay poetas franceses del siglo XIX que pudieron influenciarlo, como Tristan Corbière o Jules Laforgue, gente que manejaba muy bien la prosódica clásica y que la desarticulaba con un humor muy cruel. Pero no son muy conocidos a nivel masivo”.

    Difícil promover a Parra en Francia: ni Gallimard ni Christian Bourgois —la editorial de Roberto Bolaño y Alejandro Zambra en francés— se interesaron en él, aun sabiendo que el autor de 2666, venerado en Francia, idolatraba al autor. “La verdad es que no tiene que ver con que Parra no tenga mucha afinidad literaria con Francia ni con otros motivos literarios”, explica el traductor. “Nadie lo quiso leer y fue por razones económicas: todos pensaban que les iba a costar plata y que no se iba a vender”. Ahí entra en la historia Felipe Tupper, agregado cultural en Francia de Sebastián Piñera, poeta y gestor cultural que hacía tiempo estaba obsesionado con hacer aparecer a Parra en el universo literario francés.

    Contra un Parra literario

    Traducir la obra parriana es de cierta forma intentar traducir Chile: su humor, mentalidad, cultura y lengua bastarda. De ahí que sea imposible hacer el ejercicio sin que haya un chileno vigilando la operación. “Demoró tres años sacar adelante el proyecto, a pesar de que el trabajo de Bernard Pautrat ya abarcaba casi toda la obra”, cuenta Tupper, quien además de trabajar y corregir el material traducido gestó la publicación de la antología. La selección de textos y poesía visual es mía: logré tener plena libertad para ello, sin limitantes de ningún tipo ni de nadie, y para asegurarme de que no estaba mal encaminado consulté de forma regular a Ignacio Echevarría en Barcelona. Mi cometido era lograr una selección esencial de todos los registros de la poesía de Parra, desde Poemas y antipoemas hasta Temporal, sin olvidar la poesía visual, fundamental para representar la amplia diversidad de dinámicas de la antipoesía de Parra y anzuelo para el lector francés”.

    Convencer a Parra, que solo quería aparecer en Gallimard, no fue tan difícil, a fin de cuentas: su libro sería parte de la misma familia que las antologías de Paul Celan, César Vallejo y Jorge Luis Borges, tres nombres que lo halagaron. “Vio que tenía buena compañía y eso jugó muy a favor”, cuenta Pautrat.

    No traicionar los juegos lingüísticos y los trasfondos implicó un examen minucioso de la traducción, explica el gestor chileno: “A pesar de la excelencia de la traducción de Bernard, había que examinar frase por frase, asegurarse de que no hubiera confusiones creadas por los dobles y triples sentidos del registro coloquial de Parra. El trabajo de revisión implicaba una vigilancia extrema, más ardua que una relectura: salvaguardar la fuerza de lo coloquial, la ambigüedad y la libertad del sujeto era un desafío. El francés escrito está marcado por la diferencia abismal que hay entre el pasado simple, utilizado como registro extremadamente literario, y el pasado compuesto, que es el registro del lenguaje cotidiano y, por ende, el registro de la poesía parriana. Un Parra ‘literario’ era un peligro: mi labor era estar alerta, junto a Bernard, ante cualquier trampa idiomática que traicionara su poesía terrenal'”.

    Pautrat sabía que se metía en las patas de los caballos: estaba lidiando con los textos del poeta que además de escribir en un artefacto “Judas Iscariote, el traductor más grande de todos los tiempos”, también ejerció el oficio. Ahí están su antología de poesía rusa y su celebrada versión libre de El Rey Lear. “No la he leído y como colega me interesaría conocerla”, dice Pautrat. “Sí leí las primeras traducciones al inglés de Parra, las de (Lawrence) Ferlinghetti, y encontré que no eran buenas. Se ahogan en el español de Parra y les falta el grado cero de la chilenidad. Eso me alertó, porque es tan fácil equivocarse. Ahí el control que ejerció Felipe fue muy importante, porque a veces rectificó verdaderos errores. Pasa también que Parra es enigmático: a veces hay cosas en las que no se sabe qué quiso decir”.

    Lo siguiente fue montar la operación para publicar la traducción: Tupper se alió con Francois Vitrani, director de la Casa de América Latina, y con Maurice Olender, bautizado por el diario francés Libération como el “antieditor” de Francia y director de la colección La Librairie du XXIe siècle de la editorial Seuil. Convencer a Parra, que solo quería aparecer en Gallimard, no fue tan difícil, a fin de cuentas: su libro sería parte de la misma familia que las antologías de Paul Celan, César Vallejo y Jorge Luis Borges, tres nombres que lo halagaron. “Vio que tenía buena compañía y eso jugó muy a favor”, cuenta Pautrat.

    Ahora que el libro está publicado (ha tenido reseñas elogiosas en Le Monde, Médiapart, Diacritik y Art Press) y que Parra, según se sabe, tiene una copia en sus manos y está contento con el resultado, el traductor puede descansar: “Abro lo menos posible el libro, pero cuando lo miro me siento satisfecho porque se lee muy fluido en francés. La traducción de poesía suele ser hecha por gente que los conoce mucho, que traducen bien el sentido, pero que no logran calibrar los versos, no les importa que sobren sílabas ni encuentran las formas correctas. Todo se resume así: si tuviera que leer hoy el poema Mil novecientos treinta, no sufriría”.

     

    Poèmes et Antipoèmes. Anthologie. 1937-2014, Nicanor Parra, Éditions du Seuil, 2017, 684 páginas, 34€.

  220. Mr. Robot o cómo poner en duda que lo que vemos es real

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    Una organización que busca desbaratar el orden del mundo (borrando, de paso, las deudas de todos los habitantes del planeta) y reconocer el carácter informático de la realidad actual es el núcleo de una de las series de TV más revolucionarias e incomprendidas, cuya tercera temporada arranca el próximo 11 de octubre. La calidad de su guión, en gran medida, está dada por sus vínculos literarios que van desde Cicerón a Philip K. Dick: aquí vemos conspiraciones, paranoia, hackers, disociaciones y, cómo no, una interpretación del sentido que posee la muerte del padre.

    por juan manuel silva barandica

    “A veces la locura es una respuesta acorde a la realidad”.

    Philip K. Dick, Sivainvi

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    Todo comienza con una voz en off que dice: “Esto es estúpido. Quizás debería nombrarte, pero eso es peligroso. Solo existes en mi cabeza. Debemos recordarlo”. En pocos segundos, la historia se despliega. Es el setup perfecto: el narrador instala el modo en el que representará la acción, el conflicto y una pregunta. Un hombre que habla consigo mismo, escindido, que plantea como destino la posibilidad de nombrar a ese otro (esa sombra con la que dialoga) y resolver el enigma, suspendiendo el peligro. Dos temporadas después sabemos algunas cosas, como que la realidad no es la misma y un grupo de hackers llamado #fsociety atentó contra el conglomerado más grande del mundo, Evil Corp, borrando los datos comerciales y financieros de todos sus usuarios, junto con la deuda de la gran mayoría de la Tierra.

    El hombre que habla consigo mismo es Elliot Alderson, vive en Chinatown, Nueva York, trabaja como técnico de informática en AllSafe (una empresa que asesora a Evil Corp y desde donde se iniciará esta extraña revolución) y es el protagonista de Mr. Robot, una serie sobre hackers transmitida por USA Network, que parecía redundar en la conspiranoia y la pobre capacidad de anticipación que exhibieran películas como Hackers, The Net y Wargames, pero que se alzó con un guión sorprendente, haciéndose de un Globo de Oro para mejor serie dramática y actor secundario (2015, Christian Slater) y un Emmy para mejor actor (2016, Rami Malek). No obstante estos éxitos, esta serie (que partiera con audiencias de casi dos millones de espectadores en sus primeros capítulos) bajó su audiencia a menos de un millón al finalizar su segunda temporada, lo que hizo que los críticos la compararan con True Detective, más por la incapacidad para seguir produciendo audiencias y demanda, que por su calidad.

    Como en el despertar de un sueño, los primeros capítulos muestran a nuestro protagonista (Elliot) sin saber qué es lo que hace ni quiénes lo rodean. Trabaja en una empresa de seguridad informática junto a una amiga de infancia (Angela), con quien comparte la muerte de uno de sus padres por una negligencia de la empresa que lo subcontrata (el padre de Elliot y la madre de Angela padecieron cáncer por una mala decisión de ejecutivos de Evil Corp). Completamente paranoico por la falta de sueño y el exceso de morfina que le vende su vecina Sheyla, Elliot es llevado por Mr Robot (el fantasma de su padre) a trabajar en el grupo cyberterrorista #fsociety, que funciona en un local de flippers de Coney Island. Ahí conoce a Darlene (aún no sabe que es su hermana), Trenton, Mobley y Romero, con quienes emprenderá la tarea de destruir a Evil Corp.

    Por otra parte, vemos cómo Tyrell Wellick y su esposa Joanna representan una parodia de lo que Macbeth y Lady Macbeth situaron en el imaginario shakespeariano: un talentoso y joven ejecutivo informático nórdico, que gracias a la incesante mediación de su esposa busca ascender de la manera más rápida al puesto de CEO de Evil Corp.

    Al mismo tiempo, vemos cómo se comienza a perfilar la relación entre los mandamases de Evil Corp y el Ministerio de Seguridad chino, así como la subrepticia relación con un grupo de hackers chinos llamado Dark Army. Mientras todo esto ocurre, Elliot le habla a una voz que no se define y que se confunde con él mismo y las sesiones que tiene con su terapeuta (Krista), a quien ha comenzado a visitar por un arrebato de ira que lo llevó a destruir una sala de computadores en un trabajo desconocido y anterior al de AllSafe.

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    El detonante es la voz, y la acción que quiebra el orden inicial es la aparición de Christian Slater, quien, vestido de chaqueta militar y jockey, comienza a acosar a Elliot. En él se conjuga la droga, la soledad, un pasado desconocido y la paranoia, cuyo origen encontramos luego de la primera reflexión: el mundo está controlado por un grupo pequeño de personas y por un sistema de poder que nos supera en entendimiento y en vastedad. En ese contexto, Elliot recibe el llamado de Slater, quien será llamado de aquí en adelante “Mr. Robot”, por un parche que lleva cosido en su chaqueta.

    La serie trabaja en dos frentes: la relación de Elliot con el mundo (y de los personajes que articulan ese mundo: empresarios, hackers, compañeros de Elliot, familia y conocidos) y con la realidad. En el segundo de los términos, creo, está anclado el poder que exhibe esta representación, principalmente porque se pliega a la máxima de Philip K. Dick: “La realidad es lo que, cuando dejas de creer en ello, no desaparece”, siendo esta misma realidad (ese constructo) el que es puesto en duda por Mr. Robot, en una cierta equivalencia a la primera novela de la última tetralogía de Dick: Sivainvi (La invasión divina, La transmigración de Timothy Archer y Radio Free Albemuth).

    El mismo Dick plantea: “Vivimos en una sociedad en la que las espurias realidades están construidas por los medios, el gobierno, las grandes corporaciones, los grupos religiosos y los políticos. Me pregunto en mi escritura: ¿qué es lo real? Porque incesantemente estamos bombardeados por seudorrealidades creadas por personas muy sofisticadas a través de mecanismos electrónicos muy sofisticados”.

    Así, aunque la serie trate del colapso del sistema capitalista a través del modelo de control que lleva perfeccionando hace décadas (el mundo de la informática), el punto de inflexión del relato es el modo en que cuestiona la realidad y nuestra experiencia de la misma en relación a la droga, los recuerdos, los sentimientos y la locura. Esto, pues como el mismo Dick plantea: “Vivimos en una sociedad en la que las espurias realidades están construidas por los medios, el gobierno, las grandes corporaciones, los grupos religiosos y los políticos. Me pregunto en mi escritura: ¿qué es lo real? Porque incesantemente estamos bombardeados por seudorrealidades creadas por personas muy sofisticadas a través de mecanismos electrónicos muy sofisticados”.

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    Hay un destacado político romano de la era tardorrepublicana llamado Lucio Sergio Catilina, a quien se lo recuerda (entre la nubosa imaginación de cronistas e historiadores) por la primera “Catilinaria” que declama Cicerón a raíz de un fallido golpe de Estado que intenta dar el año 63 a. C., en la que se pregunta: “¿Hasta cuándo Catilina abusarás de nuestra paciencia?”. El político, luego de haber perdido las elecciones, busca enrielar su carrera mediante la violencia, urdiendo un plan para revolucionar el Imperio, quemar Roma y matar la mayor cantidad de miembros del senado posibles. Y aunque a primera vista parezca otra de las curiosas historias con las que comercian trujamanes, esta ha sido origen de una multiplicidad de literaturas futuras, creo, por la razón con la que diseña su famosa insurrección: la eliminación de la deuda. Lo que hace particular a Catilina es este argumento el de las tabulae novae, es decir, la vuelta a cero con respecto a la dependencia de los ciudadanos atrapados por el consumo.

    Dos mil años después, el guionista Sam Esmail toma este motivo y lo instala en una sociedad que está construida sobre la especulación, el dinero electrónico y la creación desmesurada de deudas como condiciones de vida para un ciudadano. Esto, sumado al control que la tecnología presupone, hace que toda la inteligencia del mundo esté cifrada en la coerción de los sujetos, cuestión que busca subvertirse desde el mismo soporte que permite la inmaterial esclavitud de cada persona por su consumo. Mr. Robot reactiva el motivo de las tabulae novae con una superficie de bienestar social y mesianismo (“Solo quería salvar el mundo”, dice Elliot Alderson durante el capítulo nueve de la primera temporada, mientras suena una versión en piano de “Where is My Mind” de los Pixies), aunque con una veta profunda de cyberanarquismo individualista que conecta ese carácter mesiánico patente con una voluntad de aniquilación igualmente divina, una que deje en cero la realidad, que borre la ilusión (Walter Benjamin en “Para una crítica a la violencia” habla de “violencia divina” en estos términos) capitalista, pero también esa nube de divinidad que envuelve a lo real, y que, en el fondo, hace que Alderson se cuestione desde el primer momento si lo que narra y la experiencia es verdad.

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    En Mr. Robot, al igual que en Sivainvi, el conflicto por lo real está trazado por binomios o doblajes. En la novela de Philip K. Dick se da, principalmente, entre el narrador llamado Philip K. Dick y Amacaballo Fat, un personaje que se confunde con Dick y que acaba por fundirse ante la caída del velo en que la novela se sitúa, dejando en claro que Philip viene de philis, que etimológicamente es el “amigo de los caballos” en griego y que Dick significa “gordo” en alemán. Por lo mismo, que el personaje sea una traducción del narrador provoca que el doblaje opere como una disociación especular, en la que cada uno se refleja en el otro. Mientras el narrador da curiosas explicaciones síquicas al proceso de disociación (a través del abuso de sustancias y la insania) que existe entre el narrador y el personaje, la novela se despliega como el mensaje de una revelación: que detrás del orden oscuro se asoma la iluminación divina, aunque tal experiencia (en el caso de Dick) sea el de una inteligencia artificial, es decir, información pura que pone de manifiesto el carácter informático, matemático y numérico de lo real. Así, creo que tanto la conspiranoia (de la que hablan muchos críticos), el doblaje y la puesta en duda del estatuto de lo real en Mr. Robot, están directamente relacionados con el universo de Philip Dick.

    Si bien en Mr. Robot no se deja ver ese mesianismo que es central en la obra de Dick, hay una sensación de inminencia o advenimiento que tensa la trama. Por lo mismo, no parece azaroso que en algún momento de la primera temporada, Mr. Robot (el padre de Elliot) le diga: “Se suponía que solo sería tu profeta, tú debías ser mi Dios”, mientras que Tyrell Wellick (un alto ejecutivo tecnológico de Evil Corp) lo llama por teléfono durante la segunda temporada para recordarle que fueron dioses esa noche cuando hackearon a Evil Corp. Esto, porque hay una suerte de pacto fáustico, que compromete a los participantes de #fsociety en la tarea de cambiar el mundo. Podría decirse, entonces, que la presencia de Mr. Robot en la serie es el catalizador de los cambios que acciona Elliot, pues sin ese fantasma de su padre no habría encontrado el enemigo a derrotar.

    Quizás de ese atavismo familiar al que se ven arrojados Hamlet y Elliot es de lo que nos habla Mr. Robot: contar historias para no morir, para recordar al que ya se fue, pero también historias que siembren vientos, que urdan el caos en un teatro pobre y podrido, para que reine la confusión y la muerte.

    Entre los muchos espejeos y doblajes de la serie, está el que se da entre Elliot y Mr. Robot, el que se presenta entre Tyrell Wellick y Elliot, el que existe entre Darlene y Angela, y la relación entre Whiterose (la jefa del grupo de hackers chinos Dark Army) y Zheng (el ministro de Seguridad chino). De estas identificaciones tácitas, quizás las más interesantes sean las que se dan entre Elliot y la voz, y entre Mr. Robot y Elliot. Y si la primera temporada busca solucionar la segunda relación, exponiéndola, la segunda temporada (bastante más oscura) indaga en la relación que establece Elliot consigo mismo. Esto, pues pareciera que, al igual que en la novela de Dick, Elliot se desdobla en una voz para ganar cierta objetividad: “Yo soy Amacaballo Fat y estoy escribiendo esto en tercera persona con el fin de ganar la tan necesitada objetividad”.

    Junto a esto, Amacaballo y Elliot coinciden en el delirio, la conspiranoia, la muerte de una mujer (como motor de cambio) y el falso doblaje, cuestión que en Mr. Robot se quiebra al comprender que el personaje que activó su cambio no es más que la imagen y voz de su padre muerto (condición que hizo que conociera a su mejor amiga, Angela, y compartiera con ella el odio a Evil Corp). Su padre, el döppelganger que lo asalta y provoca que se una a #fsociety (y que, eventualmente, descubra que él pensó y desarrolló el plan de revolución a través del grupo), patentiza la disociación de Elliot con respecto al mundo (ya sea por la droga, la locura, la depresión o un colapso nervioso); lo interesante es que lo hace como en otras obras literarias. Pienso en Los siete locos, de Roberto Arlt o El club de la pelea de Chuck Palahniuk, novelas en las que la incapacidad del personaje se ve suplementada por un colectivo, por una organización secreta que busca desbaratar la gran organización del mundo. La diferencia específica con estos textos, fundamentalmente, está en la consideración de la materia. Y en esto Philip K. Dick es implacable en su juicio, uno que deriva de una experiencia mística (muy comentada y citada) el año 1974, a través de la cual se dio cuenta de la vieja lucha gnóstica entre la luz y la oscuridad, y el carácter informático de la realidad. En este sentido, si el objetivo es hackear al enemigo sin rostro que representa Evil Corp, el mismo ejercicio del hackeo pondría en escena el carácter informático del mundo. Philip K. Dick, en su última entrevista, define su relación con una realidad desbordante, codificada y en una tensión potente, como: “Nuestro trabajo es cambiar el presente y por eso cambiar el futuro. Por eso no podemos juzgar. No estamos para juzgar a la gente. Estamos aquí para cambiar el mundo”.

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    Elliot Alderson urde un laberinto de acciones para poder enfrentar un hecho traumático, que pareciese ser el que configuró y sigue rigiendo su mundo. La muerte del padre (representada por el fantasma de Mr. Robot) es tanto la manifestación de lo que debe hacer y ser Elliot como el recuerdo de la vida trunca de su padre: si sus palabras pareciesen tener un tono de autoridad, su mensaje indica el arrojo, el caos y la destrucción.

    En esta triada de vectores que sugiere el fantasma/döppelganger de Elliot, desde luego, advierto otra presencia, una cenital, que ilumina lo que puede terminar ocurriendo con el relato mismo. Aunque obvia, la referencia es a Hamlet, quien se representa a sí mismo para descubrir la trama oculta de un asesinato. Y aunque en Mr. Robot esto se explicita durante la primera temporada, el por qué a la revolución que emprende Elliot, pienso, puede estar en la imaginación de Shakespeare. Aunque la muerte del padre sea uno de los traumas centrales en la tradición occidental, también su muerte es lo que permite que el hijo ejercite su libertad. Quizás de ese atavismo familiar al que se ven arrojados Hamlet y Elliot es de lo que nos habla Mr. Robot: contar historias para no morir, para recordar al que ya se fue, pero también historias que siembren vientos, que urdan el caos en un teatro pobre y podrido, para que reine la confusión y la muerte.

     

  221. Mircea Cărtărescu: “Mi literatura en el fondo es una especie de diario”

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    La infancia, el sueño, la fantasía, las pulsiones del inconsciente: estos son los territorios por los que circula la obra del poeta, novelista y diarista rumano, una de las últimas revelaciones de la literatura proveniente del este de Europa. Aquí habla de su oficio, sus modelos literarios y la estrecha relación que siente con la literatura latinoamericana. “Las similitudes son asombrosas”, asegura Cărtărescu. “La misma sangre y lenguaje latinos, la misma diferencia entre ricos y pobres, la misma corrupción, los mismos delincuentes en el poder”.

    por rodrigo hasbún

    A sus 60 años, Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) conserva un aire juvenil intrigante. No se debe únicamente a su aspecto físico, en el que confluyen la mirada afilada y la sonrisa irónica, el cabello largo y una delgadez casi adolescente, sino también a su asombro constante ante eso que llama “el inmenso poema en el que vivimos”, y sobre todo a una pasión sin límites por la literatura. La suya –inclasificable, visionaria, contundente– ha sido reconocida con algunos de los premios más prestigiosos de Europa, y en nuestro idioma puede leerse gracias al esfuerzo sostenido de Impedimenta, que en la última década ha publicado Las bellas extranjeras, El ojo castaño de nuestro amor, El ruletista, El Levante, Nostalgia y Lulu.

    Podría decirse de su obra que es una extraña carta de amor a Bucarest, a sus mitologías y leyendas, a las historias de la gente y la ciudad. Cărtărescu las reinventa de manera incesante mientras se reinventa a sí mismo, en libros que a menudo apuntan a desentrañar las innumerables capas de eso que llamamos lo real. Siguiendo la lógica del Aleph, todo puede estar en todas partes (en el lápiz labial del amigo travesti, en un viejo amor de adolescencia, en ese artefacto de barrio llamado REM), y dentro de cada momento siempre hay la posibilidad de mil otros. En esa amalgama terminan fusionándose lo visible y lo invisible, lo autobiográfico y lo fantástico, el sueño y la pesadilla.

    Tuve la fortuna de conocerlo en el festival Winternachten de La Haya, donde mantuvimos largas conversaciones durante tres días. Entre otras cosas, hablamos de los delirios de grandeza arquitectónica de Ceaușescu y de la paulatina transformación de Bucarest, de la casa en el bosque en la que vive con su familia hace nueve años, de sus lecturas y su peculiar método de escritura, y de Leonard Cohen y Bob Dylan, a quienes tradujo. Poco después, amablemente, aceptó contestar por correo electrónico este cuestionario.

    Me contaste que solo escribes una o dos páginas al día, siempre a mano, y que nunca corriges, lo que significa que las primeras versiones son también las finales. ¿Qué te ofrece esta forma de escritura? ¿Siempre trabajaste así, o es un método que fuiste desarrollando?

    Cuando tuvimos esas conversaciones tan gratas en La Haya, te dije que me avergüenza hablar de mi método de escritura, porque sé que nadie podría creerme. Yo mismo encuentro difícil de creer que a lo largo de 14 años pudiera escribir a mano una novela de 1.500 páginas, y que el manuscrito, reunido en cuatro grandes cuadernos, sea tan impecable como si me hubiera limitado a copiarlo. O, para decirlo mejor, como si el texto siempre hubiera estado ahí, pero cubierto por una capa de pintura blanca que yo borré para evidenciar lo que había debajo. Felizmente tengo los cuadernos como prueba. Sí, solo escribo una o dos páginas al día, siempre por la mañana, y no añado ni quito nada después. Pero lo verdaderamente importante es que nunca trabajo con un plan previo o una historia: las páginas me son reveladas cuando empiezo a escribirlas, y cada una de ellas puede transformarlo todo en mis libros. Es la única manera que tengo de escribir, dado que la escritura no es para mí un trabajo ni un arte, sino un acto de fe, una suerte de religión personal. Para seguir escribiendo no necesito saber a dónde me dirijo, pero sí que puedo llegar, que soy el único que puede. Así es como escribí mis libros más importantes, Orbitor, El Levante, Nostalgia y Solenoid. Así es como escribí durante 45 años mi diario.

    Borges es fundamental, más allá de que lo ames o lo odies. Cortázar es el vínculo entre la tradición europea de lo fantástico (el romanticismo alemán, el surrealismo) y el realismo mágico sudamericano. Carlos Fuentes me dejó sin aliento con su obra maestra absoluta Terra Nostra. Y Sabato… bueno, es mi héroe. Quizás sea una afirmación demasiado contundente, pero pienso que Sabato fue el Dante Alighieri de nuestra época, un hombre de un pensamiento y una imaginación insondables.

    Aunque en un sentido estricto ya no escribas poesía, mencionaste en más de un momento que sobre todo te piensas como poeta. ¿A qué te refieres? ¿Y qué es para ti la poesía?

    Para mí la poesía no está ligada a las palabras, sino a un modo especial de pensar y ver las cosas, a una mirada oblicua y casi infantil, al mismo tiempo inesperada y natural. Una mariquita, un puente o una ecuación a veces nos sorprenden con su gracia: eso es poesía. Una frase de Platón o un principio de biología (“la ontogenia recapitula la filogenia”), una sonrisa o un koan zen, son poesía. La poesía hecha de palabras no es diferente: es también parte del inmenso poema en el que vivimos. Yo empecé escribiendo poesía y escribí muchísimos poemas en mi juventud. Incluso hoy en día soy considerado sobre todo poeta en mi país. Pero hubo un momento, cuando tenía más o menos 30, en el que decidí que no escribiría un solo verso más en mi vida. Han pasado otros 30 años y he mantenido mi palabra. Desde entonces he escrito cuentos que en realidad son poemas, novelas que son poemas, ensayos que son poemas. Incluso mis artículos tienen algo inasible que llamo poesía. Para mí no hay diferencia. Escriba prosa o poesía, o no escriba nada, soy un poeta. Siempre lo he sido.

    Un fuerte impulso autobiográfico parece motivar tu escritura. Por supuesto, los materiales originales son transmutados en literatura, y el presente y el pasado, los sueños y la realidad, los mundos interiores y el mundo en sí mismo, terminan confluyendo en una fusión poderosa. Sin embargo, debajo de esa conversión, el impulso autobiográfico inicial permanece firme. ¿Piensas a la literatura como un camino de autoexploración? ¿Cómo una vía proustiana de recuperar el tiempo perdido y mantener vivos a los muertos?

    Siempre he escrito sobre mí mismo, “para entender mi situación”, como decía Kafka, o “para aliviar mi condición”, como decía Salinger. A los 14 años se me cruzó por la mente por primera vez la noción del solipsismo: no tenía pruebas (y no las hay) de que nadie más existiera excepto yo. Todos los demás podían ser personajes en un sueño. No soy egoísta en lo absoluto, pero sí soy egocéntrico, incluso ególatra como John Lennon decía de sí mismo. Solo dispongo de una mina de la que extraer diamantes y barro: yo mismo. A veces paso días enteros cartografiando mis paisajes interiores cársticos, haciendo inventarios detallados de viejos recuerdos, sensaciones, alucinaciones, sueños, complejos, traumas. Siempre he querido hacerlo, para incluso recuperar mi memoria de cuando tenía uno o dos años, de cuando estaba en el vientre de mi madre, quizá de vidas pasadas. Es autobiografía, pero una autobiografía de ficción, dado que no siento realmente que haya vivido mi vida, sino que la he construido, la he transformado en toda clase de anamorfosis, la he inventado y reinventado. La he vuelto una vida impersonal capaz de contenerlo todo.

    Lo que mencionaba en la pregunta anterior me hace pensar en Bolaño, con el que compartes cierto romanticismo y una pasión contagiosa por la literatura. Tu forma de trabajo me recuerda a su vez a César Aira, cuyo método de escritura es similar al tuyo. ¿Son escritores que te llaman la atención? Y, en términos más generales, ¿sigues sintiéndote tan cerca de la literatura latinoamericana como en el pasado?

    Para mi vergüenza, no he leído a César Aira, y de Bolaño solo he leído Los detectives salvajes, que me dejó sentimientos encontrados. Pero Borges es fundamental, más allá de que lo ames o lo odies. Cortázar es el vínculo entre la tradición europea de lo fantástico (el romanticismo alemán, el surrealismo) y el realismo mágico sudamericano. Carlos Fuentes me dejó sin aliento con su obra maestra absoluta Terra Nostra. Y Sabato… bueno, es mi héroe. Quizás sea una afirmación demasiado contundente, pero pienso que Sabato fue el Dante Alighieri de nuestra época, un hombre de un pensamiento y una imaginación insondables. Además, realmente amo a García Márquez, por supuesto, a Bioy Casares, a Silvina Ocampo, a Manuel Scorza… ¿Sabes? A Rumania a veces lo llaman “un país latinoamericano perdido en Europa”. Las similitudes son asombrosas: la misma sangre y lenguaje latinos, la misma diferencia entre ricos y pobres, la misma corrupción, los mismos delincuentes en el poder. No es de extrañar que nuestra literatura también esté atravesada por una línea fantástica, exuberante y profunda.

    Mi mayor problema cuando publico en el extranjero es sencillamente lograr que la gente lea mis libros. ¿Por qué tendrían que hacerlo? ¿Quién compra libros de un escritor de un país del que apenas han oído y del que no saben nada? ¿Quién puede interesarse en una cultura si no conocen a un solo escritor que provenga de ella? Mi país no solo es poco visible, sino que además a menudo es menospreciado por su pobreza y sus bajos índices educativos.

    A pesar de tu amor por la literatura latinoamericana, nunca has visitado Latinoamérica. ¿Hay algún motivo por el que esto no haya sucedido, o simplemente es una cuestión de azar?

    En los últimos años me han invitado a Argentina, Venezuela, Colombia y México, pero nunca me he animado a emprender un viaje tan largo. Es un asunto psicológico, en una forma arcaica, medieval: para nosotros, los europeos, el otro hemisferio es una suerte de tabú. En La divina comedia, Ulises confiesa que en su último viaje ha ido al sur, ha visto otras constelaciones y se ha acercado a la montaña del Purgatorio, pero murió ahí cuando Dios creó una tormenta que se tragó a su barco. Era un castigo por su audacia. También tengo problemas viajando por avión. La última vez que volé a Estados Unidos, uno de mis tímpanos se perforó cuando el avión descendía en el aeropuerto de Minneapolis. Pero sé que venceré mis inhibiciones y visitaré los maravillosos países de tu continente, quizá el próximo año cuando mi novela Solenoide se publique en español.

    Desafortunadamente, tu diario no se ha traducido todavía al español, aunque es un género que ha cobrado mayor visibilidad en los países hispanohablantes. Por ejemplo en Chile, donde se publica esta revista, en los últimos años recibieron gran atención crítica los diarios de Gonzalo Millán y José Donoso. ¿Qué representa para ti este tipo de escritura?

    Mi diario está hecho de los mismos materiales que mi literatura. Mi literatura en el fondo es una especie de diario. Kafka solía escribir ambos en los mismos cuadernos, haciendo poca o ninguna distinción entre ellos. A mí me sucede casi lo mismo. No puedo decirte cuán importante es para mí escribir esas notas día a día, dibujar en mis cuadernos los tropismos de mi mente y mi cuerpo, cada pensamiento, cada sensación, cada síntoma, cada visión, cada uno de mis sueños. Es la piel de mi escritura, que recubre de manera topológica todas las protuberancias e intrusiones de mi cuerpo/mente/alma. Si en tres o cuatro días no escribo nada en mi diario, sufro ataques de pánico muy reales y dolorosos. En rumano he publicado tres grandes volúmenes de mi diario. Cada uno de ellos cubre un período de siete años, así que 21 años de mi vida han sido debidamente cartografiados. El próximo año publicaré otros dos volúmenes de siete años cada uno. Por ahora, solo un volumen ha sido traducido al sueco. En Rumania mi diario siempre ha sido controversial, y ha creado algún escándalo, debido a mi manera no conformista de lidiar con la vida y con la literatura. Sin embargo, creo en él y voy a seguir publicándolo. Muestra mi verdadero rostro, así como lo hacen mis poemas y novelas, a diferencia de la máscara de pétalos que suelo usar.

    Me contaste que el diario de Kafka es tu favorito. ¿Qué es lo que más te interesa de él? ¿Hay algunos otros diarios que admires especialmente?

    Para mí, como dicen los chicos en Facebook, Kafka es lo más. Fue el escritor más grande justamente porque no era un escritor en absoluto. Era más un sacerdote que le rendía culto a los demonios de la literatura, así como también lo era Sabato y la mayoría de la gente a la que admiro. Su diario, quizás más que sus cuentos y novelas, evidencian una mente especulativa formidable, y una firmeza para explorar los mismísimos límites del lenguaje, que son también, como decía Wittgenstein, su homólogo en el ámbito de la filosofía, los límites del mundo. Insisto que no era un escritor, sino más bien un oráculo. Borges lo intuyó cuando, en uno de sus cuentos, le puso Qaphqa a un oráculo.

    En “… escu”, uno de los ensayos incluido en El ojo castaño de nuestro amor (en el que se oyen algunas resonancias de “El escritor argentino y la tradición”, el extraordinario texto en el que Borges cuestiona un acercamiento nacionalista a la literatura), señalas que “no es fácil ser un escritor rumano”. Han pasado 20 años desde que lo escribiste. ¿La situación ha cambiado desde entonces con relación a lo que se espera de la literatura rumana y de tu propia literatura, y de cómo son leídas tanto en tu país como fuera de él?

    Rodrigo, eres un escritor afortunado, escribes en un idioma importante internacionalmente. Eres heredero de una cultura enorme que tiene a Cervantes como emblema. Por mi parte, vengo del medio de la nada. Mi mayor problema cuando publico en el extranjero es sencillamente lograr que la gente lea mis libros. ¿Por qué tendrían que hacerlo? ¿Quién compra libros de un escritor de un país del que apenas han oído y del que no saben nada? ¿Quién puede interesarse en una cultura si no conocen a un solo escritor que provenga de ella? Mi país no solo es poco visible, sino que además a menudo es menospreciado por su pobreza y sus bajos índices educativos. ¿Cómo se ve un escritor rumano? Nadie lo sabe y a nadie le importa. Mi situación ha cambiado muy poco en estos últimos 20 años. Todavía me considero un escritor desconocido y escasamente publicado en el extranjero. Pero por supuesto convivo muy bien con ese hecho. Mi único anhelo es ser capaz de volver a escribir una página que me guste. Nada más, nada menos.

     

    El ojo castaño de nuestro amor, Mircea Cărtărescu, Impedimenta, 2016, 208 páginas, $28.200.

     

    El levante, Mircea Cărtărescu, Impedimenta, 2015, 240 páginas, $29.200.

     

    Las bellas extranjeras, Mircea Cărtărescu, Impedimenta, 2013, 256 páginas, $28.200.

     

    Nostalgia, Mircea Cărtărescu, Impedimenta, 2012, 384 páginas, $23.200.

     

    Lulu, Mircea Cărtărescu, Impedimenta, 2011, 160 páginas, $25.600.

     

    El ruletista, Mircea Cărtărescu, Impedimenta, 2010, 64 páginas, $17.700.

  222. Desnudez esencial

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    Jeidi, de Isabel M. Bustos, transmite una visión irónica de la decadencia y el escaso futuro de la vida sencilla de un pueblo, de su abandono por parte del Estado, de la precariedad con que estas colectividades prácticamente premodernas enfrentan el mundo del dinero, el espectáculo y el prestigio social. Y lo hace con suspenso, sentido del relato y, lo más importante, un personaje entrañable, una niña abandonada cuyo prematuro embarazo es visto como un espectáculo.

    por lorena amaro

    ¿En qué reside el encanto y la buena fortuna de un libro como Jeidi, de Isabel M. Bustos? Como muchos otros textos publicados en los últimos años, se focaliza en la historia de una niña durante la dictadura pinochetista, situación que se aborda indirectamente, como en sordina. La historia transcurre en 1986, año en que las violaciones a los derechos humanos y la movilización política generaban una gran tensión social. Nada de esto es explícito en el pequeño universo de Jeidi, pero sí se recuerda, por ejemplo, que por esos años se producían las famosas apariciones de la Virgen de Villa Alemana. Como Miguel Ángel Poblete, el niño cuya vida se vio devastada por aquella oscura experiencia, Ángela Muñoz (Ángel/Ángela) es una niña “milagrosa” que vive en un pueblito de provincia; sus vecinos la llaman “Jeidi” porque vive con su abuelo en la punta de un cerro. Huérfana de madre desde su nacimiento, abandonada por su padre, la niña manifiesta un embarazo virginal y el lector puede asistir a sus aparentes diálogos con el Espíritu Santo: ¿milagro, locura, efecto de una infancia traumática?

    Esta es una niña sola, cuyos títeres son los trapos sucios que hay en la casa (uno de ellos es su madre muerta). No cabe duda de la comicidad de muchos de esos diálogos, pero quedarse solo con eso sería un error. En estas interacciones hay dureza y sarcasmo: una melancolía que supura la posibilidad, cierta, del fracaso.

    La respuesta queda hasta cierto punto abierta y es más fructífero analizar los efectos de esta situación maravillosa en la cotidianidad y las ambiciones de los habitantes de Villa Prat, localidad que como hoy sabemos, quedó devastada por el gran terremoto de 2010. En el texto de Bustos aparece como un lugar adánico, un enclave propio del campo chileno. Su actual destrucción, no mencionada en el libro, debiera ser tenida en cuenta para leer lo que la novela sugiere: una historia de inocencia y ruina, de esperanza y derrota. Una visión irónica de la decadencia y el escaso futuro de la vida sencilla de un pueblo, de su abandono por parte del Estado, de la precariedad con que estas colectividades prácticamente premodernas enfrentan el mundo del dinero, el espectáculo y el prestigio social, perdiendo, casi siempre, su dignidad.

    ¿Cómo enfrentar, sino desde el asombro y la indefensión, la insistente irrupción en este mundo arcádico (aunque pobre), de formas residuales, a veces incluso grotescas, estéticamente espurias, del llamado progreso? Las menciones a programas como el Jappening con Ja, Sábados Gigantes, y los primeros VHS piratas o una polera de la ropa americana, son elocuentes: “La teleserie es nacional, pero parece que fuera en otro mundo, con mansiones, discotecas y pura gente muy linda. (…) La música es en un castellano que parece inglés”. Santiago crece y el pueblo se va despoblando, al tiempo que esta modernidad sustituta, parchada, lo devora, nada hace por él.

    Es de este modo que la mirada ingenua, focalizada en la niña y los singulares habitantes del pueblo, no es ofrendada en pos de un naturalismo inocentón, sino que insidiosamente se detiene en la cotidianidad de estos personajes para mostrar, a partir de sus conversaciones aparentemente triviales y de su relación con los objetos más toscos, una condición económica y política, en una tradición que indaga en las imposibilidades de nuestra modernidad periférica: José Santos González Vera en Alhué, Marta Brunet en Humo hacia el sur,  José Donoso en El lugar sin límites, Álvaro Bisama en el más cercano y sintomático Ruido. En estas narraciones el pueblo de provincia aparece como un temblor, una imagen mal enfocada, a punto de desaparecer. Sus habitantes conectan equívocamente la escasa información que manejan a través de la tele o la radio, con formas imposibles para ellos, de bienestar y glamour.

    La fragilidad de la situación de Jeidi es, por cierto, otro abono para la lectura de esta novela con sentido del relato y el suspenso narrativo, sabia en la mixtura de voces “ahuasadas”, que para nada molestan, gracias a la economía del lenguaje de Bustos, una nueva autora que sabe describir sin aspavientos, sin caricatura, una especie de desnudez esencial.

    Esta incipiente cultura “pop”, compartida por una generación de persistente melancolía, proporciona la imagen de una sonrosada Heidi corriendo por los pastos alpinos de la mano de su fiel amigo Pedro, la que contrasta cruelmente con la situación de abandono y precariedad de la pequeña protagonista de este libro, cuyo hijo bien podría ser producto de la violación de su abuelo, del “tonto” del pueblo o de quienes la “educan” en la precaria escuelita de Villa Prat. Nada hay aquí de esa Heidi que le pregunta a su abuelo por qué ella es tan feliz. Por el contrario: esta es una niña sola, cuyos títeres son los trapos sucios que hay en la casa (uno de ellos es su madre muerta). No cabe duda de la comicidad de muchos de esos diálogos, pero quedarse solo con eso sería un error. En estas interacciones hay dureza y sarcasmo: una melancolía que supura la posibilidad, cierta, del fracaso.

    Con toda su abnegación y beatería, y aunque sujeta al amor de sus amigos incondicionales –Ariel y la Vicki, tan distintos de los europeos Pedro y Clarita- esta Jeidi, con una “J” bien audible y vibrante, está atrapada en su condición de niña medio abandonada. Incluso su extraordinaria voz, admirada por todos los feligreses que acuden cada domingo a misa y tienen la suerte de escucharla, jamás aparece como un trampolín para una vida mejor, sino que se transforma en un rasgo más de su milagrosa monstruosidad. Su cuerpo de apenas once años es un laboratorio místico al tiempo que un objeto disponible. Prueba de ello es que sus vecinos se beneficien económicamente del espectáculo de su embarazo: de la venta de estampitas, de la aparición de insólitos turistas, de la presencia de las cámaras en los primeros años de un circo que hoy campea en las pantallas matinales.

    La fragilidad de la situación de Jeidi es, por cierto, otro abono para la lectura de esta novela con sentido del relato y el suspenso narrativo, sabia en la mixtura de voces “ahuasadas”, que para nada molestan, gracias a la economía del lenguaje de Bustos, una nueva autora que sabe describir sin aspavientos, sin caricatura, una especie de desnudez esencial.

     

    Jeidi, Isabel M. Bustos, Libros del Laurel, 2017, 159 páginas, $10.000.

  223. ¿Jane Jacobs o Robert Moses?

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    Una parte del urbanismo “progresista” defiende más el statu quo que las transformaciones y promueve pequeños cambios cosméticos, antes que grandes obras. El problema, dice el autor de esta crítica, es que estos planteamientos sirven de poco si el objetivo es más complejo y verdaderamente progresista.

    por iván poduje

    Se supone que las políticas progresistas buscan proteger a los desposeídos y propender a una sociedad más justa, con un rol activo del Estado, para lo cual se deben impulsar cambios importantes o reformas “estructurales”, como se las llama en el último tiempo.

    Curiosamente, en la ciudad no ocurre lo mismo. Una parte del urbanismo “progresista” defiende más el statu quo que las transformaciones y promueve pequeños cambios cosméticos, antes que grandes obras. Además desconfía del Estado y suele ver oscuros intereses en sus planes urbanos.

    En esta visión ha tenido mucha influencia el pensamiento de la escritora estadounidense Jane Jacobs, quien en 1961 publicó Muerte y vida de las grandes ciudades. En este espléndido libro, Jacobs hace una crítica demoledora a la planificación gubernamental impuesta “desde arriba” y promueve un rol activo de la ciudadanía, bien resumido en un artículo escrito por Saskia Sassen publicado en esta misma revista.

    La motivación inicial de Jacobs fue oponerse a una autopista que el gobierno pretendía construir cerca de su casa, en el legendario barrio de Greenwich Village de Nueva York. En esta cruzada su enemigo fue el encargado del proyecto, Robert Moses, quien dirigió por años el departamento de planificación de la ciudad y es considerado el “gran constructor” de esa metrópoli cosmopolita que asociamos a la Gran Manzana.

    Jacobs logró imponer una nueva corriente de pensamiento muy conservadora ante los cambios, pero sumamente liberal para reducir la injerencia del Estado. De ahí viene el rechazo a los grandes proyectos públicos y la fascinación por el emprendimiento individual.

    La guerra entre Jacobs y Moses fue retratada en documentales, libros e incluso cómics, y Jane logró imponer una nueva corriente de pensamiento muy conservadora ante los cambios, pero sumamente liberal para reducir la injerencia del Estado. De ahí viene el rechazo a los grandes proyectos públicos y la fascinación por el emprendimiento individual: moverse en bicicleta, tener almacenes propios, hacer malones en las plazas o acciones colectivas para pintar un paradero o reponer una banca.

    Nadie podría discutir la pertinencia de algunos de estos postulados. Funcionan muy bien en zonas con atributos, como el Village de Jacobs o el Barrio Italia de Providencia. El problema es que sirven de poco si el objetivo es más complejo y verdaderamente progresista, como recuperar guetos de viviendas sociales en Puente Alto, conectar periferias de clase media de Quilicura o revitalizar áreas patrimoniales deterioradas como el barrio de La Vega.

    ¿Por qué entonces la lógica minimalista de Jacobs influye tanto en la agenda de centroizquierda?

    Una primera razón es que calza con la nueva corriente de “empoderamiento” ciudadano que suele endiosar la acción individual y denostar cualquier cosa que provenga del aparato público. Otra explicación es la caricaturización del urbanismo que representa Robert Moses, visto como “destructor de la ciudad”. Es cierto que pasar una autopista por el Greenwich Village era un descriterio, pero el legado de Moses fue mucho más que eso y, si lo medimos por el número de beneficiados, bastante más progresista que el aporte de Jacobs. Sus puentes, túneles y avenidas permitieron conectar Manhattan con una periferia donde vivían millones de trabajadores de bajos ingresos, lo que redujo sus tiempos y costos de traslado. Sus proyectos de vivienda social sirvieron para localizar a 150 mil familias vulnerables en áreas centrales, y sus parques y piscinas públicas les permitieron disfrutar de pasatiempos antes reservados para las clases más acomodadas.

    Algo similar ocurrió en Santiago con Juan Parrochia y su plan de transporte, aborrecido por los seguidores criollos de Jacobs, por el alto costo del Metro o el impacto urbano de las autopistas, pese a que ambos sistemas resuelven la conectividad de decenas de comunas alejadas. ¿Significa esto que debemos inclinarnos por Moses? Según Scott Larson, el ex alcalde Bloomberg entendió que ambas miradas eran necesarias para implementar su ambicioso plan NYC 2030, y se propuso “construir como Moses”, pero considerando “el pensamiento de Jacobs”.

    En Chile podríamos hacer lo mismo. Abandonar el enfoque conservador de cierta élite progresista que piensa que Santiago es como una Providencia grande, e impulsar transformaciones que resuelvan los problemas de equidad y calidad de vida que afectan a millones de habitantes. Para ello no sirven los cambios cosméticos. Se necesitan grandes proyectos, pero con participación ciudadana, cuidado de los barrios y un diseño que ponga en valor la escala humana. En resumen, construir como Moses con Jacobs en la mente.

  224. La rabia se hizo Violeta

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    En diversas notas de prensa se habla de En fuga no hay despedida como de un homenaje a Violeta Parra. Sin embargo, la propuesta logra mucho más que eso. El montaje, dirigido por Trinidad González y escrito por Luis Barrales, tiene una duración de poco más de dos horas, aunque ese tiempo es preciso para la diversidad de enfoques que el elenco ofrece para merodear la figura de la cantautora, poeta y arpillerista. En esta obra, la semblanza biográfica tradicional o la recreación de los momentos cruciales en su vida quedan proscritos en favor de una estética teatral acorde con la obra de la homenajeada, donde se hace evidente un profundo trabajo de investigación que da como resultado un espectáculo musical y escénico donde la naturalidad de sus personajes es una de sus características más plausibles.

    Las luces se encienden y asoman sobre el escenario una serie de instrumentos musicales que parecen parte del decorado, pero pronto empiezan a cobrar vida en voz y manos del elenco. Actores y actrices resucitan a diferentes cantores y estilos, donde más de un intérprete tiene la oportunidad de ser la protagonista. No hay una sola Violeta, sino muchas, o todas, quizás como manera de representar la idea de lo colectivo, de la creación grupal, siguiendo los preceptos de Violeta quien, recreada en una entrevista, señala: “Todo el pueblo de Chile es artista”. Eso es también algo que quisiera señalar el elenco, cuando canta y toca instrumentos con un virtuosismo notable.

    En cartelera hasta el 23 de septiembre

    Funciones de miércoles a sábado, a las 20.30 hrs, en el GAM. $8.000 Gral. $3.000 Est. y 3ed. Para mayores de 14 años.

    Como en otras obras escritas por Barrales, hay momentos en que los actores discuten sobre la puesta en escena y su personaje central, de ese modo se hace claro cómo la obra mezcla ficción y realidad en todo su texto. Por momentos sabemos que es Violeta Parra hablando, a través de sus décimas, de sus frases célebres acuñadas en entrevistas en castellano o francés, pero en otros momentos se perfila con claridad el estilo tan propio de Barrales, en su versión más poética. “La rabia se hizo yo”, por ejemplo, es una frase –un verso, mejor dicho– que podría remitir a otras obras del dramaturgo, pero se hace perfecta en boca de Violeta, donde se suma y mezcla con payas que también suenan a rap, sorprendiéndonos con la posibilidad del encuentro entre modos de expresión popular tan lejanos en época y distancia.

    El encuentro es un concepto clave en la concreción de este montaje, no solo por las mezclas que presenta entre biografía y ficción, épocas y personajes –elementos que podrían hablar de un típico rasgo posdramatúrgico–, sino porque en este caso avanza un paso más hacia lo vivencial, hacia la historia oral/cantada, convirtiendo ese ánimo de collage en un mestizaje, semejante al sincretismo que ha sido fundante de nuestra cultura.

    El homenaje, entonces, va de la representación a la mímesis, convirtiéndose en un saludo entre la época de la desaparecida Violeta y la época de este grupo de artistas, quienes logran alcanzar, desde el teatro, su dimensión estética; un encuentro entre los fantasmas y los que se han hecho carne otra vez, marcando el inicio de una época promisoria. Sin ir más lejos, hay una escena, un encuentro de Violeta con una de sus hijas, en que la madre pregunta desde el más allá qué ha sido de su país: todos conocemos la respuesta y es aterradora. Sin embargo, da la sensación de que un montaje como este fuese otro síntoma de la lenta recuperación del batatazo que aturdió la escena cultural de Chile poco después de la desaparición de Violeta; da la sensación de que han regresado los cantores, de que uno podría recorrer el campo y encontrar a viejos guitarristas conflictuados entre la guitarra y el arado.

    Hay vida en este montaje, hay honestidad. Sabemos que Violeta ha aceptado volver a conversar, sentarse frente a nosotros y tocar su guitarra, aunque quizás no lo merezcamos.

  225. La desgracia que no habla

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    Thomas de Quincey dedica un ensayo a Macbeth en torno a un episodio: los golpes a la puerta que siguen al asesinato de Duncan y el efecto inexplicable que desde muy joven aquellos golpes le produjeron emocionalmente. Cuenta que fue en 1812 cuando por fin pudo ver la obra representada en el teatro de Ratcliffe Highway y recién entonces, al verla en vivo, comprendió el real efecto de ese llamado y su naturaleza: “Cuando el hecho se ha consumado, cuando el trabajo de lo oscuro es perfecto, entonces el mundo de lo oscuro se desvanece como una pompa en las nubes: se escuchan los golpes a la puerta y se hace evidentemente audible que la reacción ha comenzado”. El restablecimiento de las andanzas del mundo, dice De Quincey, nos hace sensibles del poderoso paréntesis que las ha suspendido.

    Dentro de ese paréntesis, situada en un viejo hotel abandonado en el distrito artístico de Chelsea, en Manhattan, una compañía inglesa ha montado una intensa experiencia teatral inspirada en Macbeth, que es un hito desde hace años en la cartelera de Nueva York: Sleep No More hace del sueño su impronta, aunque requiere una presencia activa del espectador (o sea, de un espectador despierto). Por cerca de dos horas, debe transitar un laberinto de escenografías, espejos y escaleras en el que de pronto se encuentra inmerso. Con la estética del cine negro, ambientada en los años 30 en Green Galloway, una ficticia ciudad escocesa de pasado medieval, la acción transcurre en los seis pisos del edificio del Hotel McKittrick, una sucesión de espacios continuos, unos dentro de otros, en donde se asiste a una coreografía de cuadros y escenas que en su mayoría refieren a la obra de Shakespeare.

    Un trabajo sin palabras, literalmente: son la música y los efectos, la luz, el movimiento y la acción (es la danza) el modo de participar del diálogo.

    Por cierto, es inútil intentar entender algo o buscar un argumento. Sleep No More es un espectáculo de imágenes que decantan con el tiempo. Recién ahora, al repasar la obra, me doy cuenta de que tal vez llegué casi siempre tarde, o antes, si es que acaso hubo más de un momento cúlmine.

    Cuando leemos o presenciamos Macbeth, observa Harold Bloom, la obra depende del horror de sus imaginaciones. Más allá de los artificios, Punchdrunk, la compañía que ha montado el espectáculo, cifra la experiencia en los hilos invisibles que mueven en las sombras a la perfección. La posibilidad de discurrir con autonomía por los diversos escenarios hace del montaje una realidad sensorial en donde cada espectador habita espacialmente el argumento. Cada piso encaja las piezas de un pequeño universo que se expande; en cada piso, las habitaciones y corredores, las calles de Green Galloway que conducen a los bosques, al sanatorio, al cementerio, donde a veces los actores aparecen.

    En la espectral coreografía de Lady Macbeth, rescatada de la descripción de la Dama al Doctor al inicio del V acto (“La he visto levantarse de su lecho, echar sobre sí su vestido de noche, abrir su pupitre, sacar papel, plegarlo, escribir en él, leerlo y en seguida volver al lecho; todo esto, sin embargo, completamente dormida”), se logra un momento de intimidad profunda, aun cuando los asistentes pueden rodear su cuerpo lánguido, como si se tratara de una antigua lección de anatomía.

    No recuerdo si fue en el sanatorio o en la residencia de la familia en el Hotel McKittrick. Pero mientras duerme, en su lecho, es posible leer qué escribe. No son pocas las referencias en Macbeth a la apariencia engañosa e inescrutable de un rostro. Los asistentes, que cada tanto se encuentran, pasean con sus máscaras como espectros desorientados. Velados, revisan cajones, se encierran en una pieza, se esconden junto a la cama, mientras lo afeitan, o en las tiendas de la calle principal de Green Galloway. Los únicos con el rostro descubierto son los actores.

    La producción advierte “intensas situaciones sicológicas”. Los episodios y personajes que completan la atmósfera son tomados de los juicios a las brujas de Paisley, en Escocia, donde cinco personas fueron colgadas y quemadas en la calle Green Galloway en 1697. Considerando la trascendencia de las brujas en Macbeth, es destino inevitable, en este laberinto, encontrárselas en alguna encrucijada.

    Por cierto, es inútil intentar entender algo o buscar un argumento. Sleep No More es un espectáculo de imágenes que decantan con el tiempo. Recién ahora, al repasar la obra, me doy cuenta de que tal vez llegué casi siempre tarde, o antes, si es que acaso hubo más de un momento cúlmine. Durante muchos pasajes deambulé solo por Green Galloway, perdido en un hotel vacío, escuchando de lejos las campanas que en otros pisos repicaban fuerte, escapando de los pasos y las máscaras (del ruido de las escaleras), en una extraña noche americana en donde todo parecía suspendido.

  226. Borradores

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    Caja de resonancia, de Constanza Anabalón, es un ejemplo de cierta narrativa reciente, una escritura fácil, light, anémica, más bien hecha de borradores, que deberían madurar antes de tener su tiempo de exposición pública.

    por lorena amaro

    Una cuestión preocupante en la narrativa chilena de los últimos años es su renuncia al lenguaje. Aparentemente, escribir una novela es cosa de hurgar en recuerdos familiares, escribir episódicamente algunas experiencias que parezcan relevantes y luego ordenar estos materiales en un montaje fragmentario, en que el silencio diga todo lo que no dicen las palabras, porque el mundo de las palabras y sus resonancias es dejado a un lado. Una escritura fácil, light, anémica, más bien hecha de borradores, que deberían madurar antes de tener su tiempo de exposición pública.

    Caja de resonancia, de Constanza Anabalón, es un ejemplo de esta literatura, que para validarse se envuelve en temas prestigiosos. Cuatro son las principales líneas narrativas del libro: la narradora, Alejandra, rememora, a partir del hallazgo de unos manuscritos de una tía muy querida, la historia de ella, torturada y exiliada durante la dictadura. A esta trama la acompañan la de la enfermedad y muerte de la madre de la protagonista, la relación de presencia/ausencia con el padre y, casi en escorzo, los ires y venires sentimentales, entre fiestas lésbicas, de Alejandra con la Dani.

    Anabalón emplea un lenguaje coloquial y eso estaría bien, si tuviera oído. No sabe reproducir una jerga, jugar literariamente con las palabras para darles una nueva sonoridad. Es por eso que cuando trata de fijar un texto “poético”, hallamos apenas balbuceos sin sentido.

    Estas líneas narrativas se van entrecruzando. Entre capítulos se introducen textos provenientes del computador de la tía de Alejandra, textos que buscan tener cierto aliento poético y que giran en torno a la cuestión del dolor, la muerte y la herencia. La ambición del libro es constituirse como narrativa de la memoria; la inclusión de críticas políticas explícitas buscan perfilar, asimismo, un imaginario de la derrota: la de la transición chilena.

    Se podría decir que esta novela aborda, pues, temas de alta catadura existencial y política, pero la escritura de Anabalón no está a la altura, por dos razones. La primera tiene que ver con una clásica distinción que hacen la literatura y el periodismo, entre el decir y el mostrar, distinción fácil de comprender pero no tan simple de llevar al papel. Anabalón dice, pero no muestra. Su escritura está plagada de comentarios en primera persona, en que le indica a los lectores quiénes son los buenos y quiénes los malos: “Las cosas empezaron a complicarse cuando la mala mujer —la abuela paterna—, con su rebaño de hienas, se hicieron presentes nuevamente en la vida de mi papá”, escribe, cuando podría destinar un poco más de narración a la historia de la abuela y el padre. No conforme con la broma que hace de la abuela la mala de teleserie, llama insistentemente a sus tíos paternos los “hiermanos”, como si eso, por sí solo, fuera cómico o nos permitiera entender la maldad familiar. Otro tanto ocurre con la historia del académico universitario que exoneró a su tía en los tiempos de dictadura: “En una banca cercana visualicé al académico disfrazado de cucaracha”. Es difícil ver el rostro siniestro del académico, porque todo está contado desde esta perspectiva ingenua y sin matices, un cierto tono de stand-up comedy, que subraya y achata la escritura.

    Anabalón emplea un lenguaje coloquial y eso estaría bien, si tuviera oído. No sabe reproducir una jerga, jugar literariamente con las palabras para darles una nueva sonoridad. Es por eso que cuando trata de fijar un texto “poético”, hallamos apenas balbuceos sin sentido, como estos dos versos que aparecen colgados de una página: “La madrugada poética de trapos sucios / ha devenido en tímido delirio helicoidal”. De estos textos, supuestamente los que constituyen el hallazgo que da origen al libro, la escritura de su tía, dice: “Sigo encerrada, leyendo y anotando. Siento que los textos me vuelan la cabeza”. La relación con la lectura y la escritura es volátil, adolescente. La escritura se convierte más en un gesto o en una forma de impostarse, de crearse una identidad. Sintomático es este párrafo: “… comencé a crear planes de ‘supervivencia amorística’. Uno fue escribirle cuentos a la lola. Traté de hacerlo a mano, pero lápiz y papel no me acompañaron. Cuando lo hice, en cambio, a computador, me imaginé frente a una máquina de escribir, con el pucho colgando y me sentí una cruza de la Beauvoir con la Marguerite Duras y una pizca de Cortázar”.

    Construir una novela es mucho más que tener dos o tres historias que contar. Es, entre otras cosas, jugársela por el lenguaje y evitar la ramplonería, el lugar común y la fomedad.

     

    Caja de resonancia, Constanza Anabalón, La Calabaza del Diablo, 2016, 215 páginas.

  227. Pierre Lemaitre y la función trágica de la novela negra

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    El novelista francés ha revolucionado el policial por medio de homenajes a los grandes exponentes del género, considerando que ahí está la forma en que literariamente se pueden asumir los grandes dolores de la humanidad: rencor, envidia, celos, venganza.

    por juan andrés piña

    Aunque el francés Pierre Lemaitre (París, 1951) se hizo popular en 2013 al ganar el Premio Goncourt con su novela Nos vemos allá arriba, en realidad ya era conocido por sus incursiones en el género policial, al cual le había dado una novedosa dimensión. Su saga de cuatro libros protagonizados por el comandante Camille Verhoeben —todos publicados en Alfaguara en castellano— había comenzado en 2006, con Irène, a la que siguieron Alex (2011), Rosy & John y Camille, ambos de 2012. Posteriormente, en 2014, Lemaitre publicó Vestido de novia, también perteneciente al género policial, aun cuando aquí el comandante Verhoeben no tiene participación.

    Primer caso: Irène

    En los últimos 15 o 20 años, la novela policial nórdica ha impuesto una masiva presencia entre los lectores de todo el mundo, una especie de dictadura a la que pertenecen Mankell, Indridason, Larsson, Nesbo, Fossum, Marklund y Ola Dahl, entre otros. Su sello de identidad está marcado por ir más allá de los umbrales del crimen, del asesinato en serie y de las investigaciones asociadas a su resolución. Estos autores reformularon el género y, a partir de estas instancias estrictamente policiales, han proyectado cierto diagnóstico de la sociedad contemporánea y de sus miserias, así como de las profundas transformaciones culturales operadas en sus respectivos países desde hace varias décadas: tráfico de drogas, mafias de emigración, complots políticos, desquiciamiento de una juventud desengañada, arrasamiento que conllevan las modificaciones climáticas y hasta batallas religiosas entre Europa y el Islam.

    A diferencia de todo ese universo narrativo, amplio y ambicioso, la propuesta de Lemaitre ocurre puertas adentro, en la intimidad de las vidas de sus protagonistas, en el imaginario de unos individuos atormentados, desequilibrados y hasta sicópatas, aunque siempre brillantes en su razonamiento y perfectamente nítidos en sus propósitos. Las voces de los personajes que refieren estas historias se van alternando, sobreponiéndose unas a otras, aportando así una mirada múltiple de la realidad, y donde las perspectivas de víctimas y victimarios convierten al argumento en una carrera vertiginosa que el lector sigue a veces conteniendo la respiración.

    La propuesta de Lemaitre ocurre puertas adentro, en la intimidad de las vidas de sus protagonistas, en el imaginario de unos individuos atormentados, desequilibrados y hasta sicópatas, aunque siempre brillantes en su razonamiento y perfectamente nítidos en sus propósitos.

    No es fácil olvidar a este nuevo investigador creado por Lemaitre, el comandante Camille Verhoeben, que mide apenas 1,45. Según reveló el autor, “este personaje es una mezcla entre mi padre y yo. Mi padre era una persona muy pequeña. Cuando creé mi primer protagonista de novela negra pensé en mi padre, que por aquel entonces ya había muerto. Y luego está mi parte, y es que tengo una visión muy dolorosa de la existencia”.

    A pesar de su pequeñez física, Verhoeben es un profesional enérgico, intimidante, eficaz, a ratos colérico, algo martirizado, siempre en pugna con la autoridad, de una inteligencia superior y pintor aficionado, talento que heredó de su madre. En la primera entrega del comisario, él está felizmente casado con Irène e investiga una serie de crímenes —verdaderas puestas en escena de horror— que son puntillosas reconstrucciones de asesinatos que aparecen en las novelas clásicas de la literatura policial: aquello que era solo fantasía literaria, su ejecutor la materializa en la vida real. Teniendo esta pista esencial, Verhoeben comenzará frenéticamente a indagar cuáles son los relatos del género que eventualmente se puedan replicar. Entran a participar, entonces, especialistas de la llamada novela negra, libreros y profesores de literatura, los que en esta espiral demencial de crímenes en serie tampoco son descartables como sospechosos.

    La trama se lanza entonces sin freno, las complicaciones en la vida personal y laboral de Verhoeben se multiplican, su obsesión por dar caza al asesino se convierte en una carrera intelectual y su relación con la prensa y con otros compañeros progresivamente se deteriora.

    Es un libro de referencias literarias —aunque no pedantes ni intelectualmente refinadas— que intenta reivindicar al género como uno de los más vigorosos de la escritura del siglo XX, cumpliendo en estas páginas con aquella sentencia de Roland Barthes que Lemaitre inserta en el inicio de esta historia: “El escritor es una persona que encadena citas quitando las comillas”.

    La barbarie femenina

    Una característica que define la peculiaridad de las novelas de Lemaitre es la extrema violencia de sus escenas, la brutalidad que pueden alcanzar las acciones de sus protagonistas, hasta niveles inimaginables. Ya las páginas iniciales de Irène se abren con la escena del asesinato de dos prostitutas. Esto es parte de lo que la policía encuentra en el lugar del crimen: “En el suelo, a la derecha, yacían los restos de un cuerpo destripado y decapitado, cuyas costillas rotas atravesaban una bolsa roja y blanca, sin duda un estómago y un seno, el que no había sido arrancado, aunque era bastante difícil distinguirlo, ya que ese cuerpo de mujer estaba cubierto de excrementos que ocultaban, en parte, innumerables marcas de mordeduras. Justo enfrente, sobre la cómoda, se encontraba una cabeza con los ojos quemados y el cuello extrañamente corto, como si la cabeza se hubiese incrustado en los hombros. La boca abierta desbordaba de tubos blancos y rosas de la tráquea y venas que una mano tenía que haber ido a buscar al fondo de la garganta para extirpar”.

    Hay una intención deliberada de Lemaitre, una posición personal respecto de la violencia ejercida en contra de las mujeres, aunque sus páginas carecen de un mensaje ideológico explícito o de discursos reivindicativos del llamado asunto “de género”.

    Y así es un fragmento del secuestro de Alex, en la primera parte de la novela homónima: “La despierta el frío. Y las contusiones, porque el trayecto ha sido largo. Atada, no ha podido hacer nada para evitar que su cuerpo rodara y golpeara contra las paredes del vehículo. Posteriormente, cuando la furgoneta por fin se ha detenido, el hombre ha abierto la puerta y la ha metido en lo que parecía un saco de plástico, lo ha atado y luego se lo ha cargado al hombro”.

    La ferocidad desplegada aquí es siempre contra las mujeres: son ellas prácticamente las únicas víctimas de estos asesinos en serie, los objetos de su crueldad, y por esto no es casual que casi todos los títulos de estas novelas tengan nombres femeninos. Aquí hay una intención deliberada de Lemaitre, una posición personal respecto de la violencia ejercida en contra de ellas, aunque sus páginas carecen de un mensaje ideológico explícito o de discursos reivindicativos del llamado asunto “de género”. En sus novelas es suficiente la descripción de estos horrores para hacerse una idea de lo que el autor quiso revelar.

    “A mí me gustan las mujeres resilientes”, declaró en una entrevista Lemaitre, “y pienso que todos mis personajes femeninos lo son. Todas las mujeres son víctimas: del mundo social, de la familia, de la empresa; todas nacieron bajo la dominación masculina. Y yo soy muy sensible ante esas dificultades de la mujer. Creo que superan cosas que harían morir a cualquier hombre. El modelo principal son mujeres que caen y están al borde del abismo o de la muerte y que, sin embargo, encuentran la energía de salir a la superficie y sobrevivir a la muerte que se le había prometido y que además era una muerte que venía precisamente de los hombres. Me fascina su capacidad de sobrevivir al infierno que los hombres les imponen”.

    La función trágica de la literatura

    Desde el punto de vista de la estructura narrativa, otra característica sobresaliente de esta narrativa es plantear desde el origen un problema aparentemente insoluble, una extravagancia de hechos que no tienen ni pies ni cabeza, un enigma que no ofrece solución. Es el caso de la citada Irène, donde no es fácil imaginar quién podría escenificar tan complejos asesinatos ni a qué lógica obedecen. Igual cosa ocurre con Rosy & John, donde un hijo maduro y deprimido amenaza con dinamitar con obuses vastas zonas escolares de París, si su madre no es liberada de la pena carcelaria que le ha sido impuesta.

    Verhoeben y su equipo desdeñan un ataque de esta naturaleza, ya que es difícil tener el poder de fuego para llevarlo adelante, y la mujer sigue, lógicamente encerrada. Pero la amenaza se cumple y las muertes de estos estudiantes ocurren. Después de esto, las indagaciones conducen a establecer que la madre y el hijo tenían una muy mala relación. Entonces, ¿por qué John realiza un esfuerzo sobrehumano y criminal para liberarla?

    Sobre la base de ese misterio —una incógnita esencial desde el punto de vista de la construcción narrativa— se organiza una historia que conducirá a un final sorprendente, al igual como ocurre con Camille —se refiere al comandante, no es un nombre femenino—, donde la pregunta clave de este inspector es por qué una mujer con la cual se ha relacionado sentimentalmente se ve involucrada en una violenta acción delictual que su unidad policial debe resolver. No es muy distinto el caso de Vestido de novia —no de la serie de Verhoeben—, la historia de una joven a cargo de un niño de seis años que una mañana desgraciada lo encuentra estrangulado, sin que nadie haya entrado a la casa. A pesar de que Sophie no recuerda responsabilidad en este hecho criminal, huye, y a partir de ahí se inicia una odisea de muertes y venganzas, una espiral que ella no alcanza a comprender.

    Las novelas de Lemaitre —no solo aquellas dedicadas al género policial, basta leer la recién editada Tres días y una vida y, antes, la conmovedora Nos vemos allá arriba— asumen de manera consciente la literatura como una expresión del dolor y de responsabilidad frente al drama humano. “La novela negra”, dijo el autor en una entrevista, “es una forma literaria que trabaja con las grandes pasiones y las grandes tragedias humanas. En la novela las grandes pasiones están en carne viva: los celos, la envidia, el rencor, el deseo de tener influjo sobre el otro, la venganza; todo eso son cosas que se encuentran en la tragedia clásica. La novela negra cumple una función trágica. Mi trabajo es un ejercicio permanente de admiración hacia esa literatura”.

     

    Rosy & John, Pierre Lemaitre, Alfaguara, 2016, 160 páginas, $12.000.

     

    Alex, Pierre Lemaitre, Alfaguara, 2016, 392 páginas, $14.000.

     

    Camille, Pierre Lemaitre, Alfaguara, 2016, 315 páginas, $13.500.

     

    Irène, Pierre Lemaitre, Alfaguara, 2015, 400 páginas, $16.000.

     

    Vestido de novia, Pierre Lemaitre, Alfaguara, 2014, 296 páginas, $15.000.

     

     

  228. Rostros sobre rostros

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    Habría que pensar en esto: hay una o dos generaciones de chilenos que vieron en El Topo (1970), el western místico de Alejandro Jodorowsky (1929), en una versión en VHS pirateada que él mismo trajo a Chile, en una de sus primeras visitas, a comienzos de la década del 90. El Jodorowsky que vino en ese momento no es el mismo de ahora, pues antes que una superestrella de la autoayuda, su historia podía ser contada desde la picaresca de un judío ruso de Tocopilla que fue miembro de la generación del 50 (donde se hizo hermano de sangre de Enrique Lihn y amigo de Nicanor Parra) y que luego huyó a Francia y a México (y luego a Francia, de nuevo) para volverse mimo, tarotista, guionista de cómics y cineasta. O sea, una leyenda chilena al fin y al cabo.

    En 1990 aún no existía la psicomagia y los locales donde se presentaba no estaban llenos de acólitos esperando respuestas demoledoras o ingeniosas. Jodorowsky era alguien que había hecho películas de culto, había fracasado en la adaptación del Dune de Frank Herbert, pero luego se había convertido en un guionista central para Humanoïdes Associés, gracias a sus trabajos con Moebius (los primeros seis volúmenes de El Incal, La loca del sagrado corazón) Arno (Alef-Thau) y Cadelo (El dios celoso).

    Esos trabajos no solo supusieron la confirmación del lugar del autor en el imaginario de la sci / fi y el fantastique mundial sino también la comprobación de que el talento de Jodorowsky era algo concreto, no era una promesa susurrada a la distancia en el Chile de los 50 o el México de fines de los 60.

    De este modo, cuando volvió a Chile en 1991, el Jodorowsky de los cómics parecía haber sepultado al cineasta. El Topo era apenas una referencia lejana, una cinta de medianoche que el chileno dirigía, escribía y protagonizaba, y cuyos derechos habían sido secuestrados por Allen Klein, el viejo mánager mafioso de los Rolling Stones. Por eso el maletín con los VHS que traía era una samizdat de sí mismo. Por eso, antes que los mensajes iniciáticos, es mejor pensar en El Topo como una historia de precariedades y malentendidos, una anotación sobre la violencia latinoamericana envuelta en el papel de regalo de una fábula hippie.

    Remix de horror en medio de las promesas de un futuro esplendoroso, ahora funciona como un artefacto de época que nos permite calibrar el modo en que circulaban ciertos saberes esotéricos en la década del 60 y cómo estos se sumergían en un mismo paisaje mexicano que había devorado a otros extranjeros, como Burroughs, Breton y Buñuel. La precariedad del filme, sin ir más lejos, hacía más patente lo anterior, pues proponía una fábula que no escondía su condición de parodia. En el momento en que el western norteamericano clásico vivía su ocaso de la mano de Sam Peckinpah y Arthur Penn, y el spaghetti western surgía como una lectura sentimental de los mismos temas de la mano de Sergio Leone, Jodorowsky trabajaba con los despojos, con los escombros invisibles que brillaban al otro lado de la frontera, llevando hasta el límite la premisa de que Juan Rulfo y Carlos Castaneda podían ser leídos como un mismo autor.

    Los hijos del Topo sigue estas ideas al pie de la letra, al tomar el guión para una presunta secuela de la cinta y convertirlo en cómic. De nuevo, como en La casta de los Metabarones, se trata de una historia familiar, la de Caín, el hijo del Topo, el protagonista de la película, un villano solitario que es repudiado por su padre y jura venganza. Estamos ante una ordalía de los temas más caros al mundo jodorowskiano, una clase de western que no aparecía en sus trabajos desde los cuatro volúmenes del narcothriller Juan Solo, que dibujó Georges Bess entre 1995 y 1999.

    Es interesante cómo Jodorowsky logra que ciertos artistas den lo mejor de sí. Lo mismo que pasó con Moebius, Francois Boucq o Juan Giménez, sucede ahora con Ladrönn. Es posible percibir que hay acá una búsqueda de sus propios límites como artista, el abandono de una zona de confort.

    Aquí conviven la destrucción masiva, cultos religiosos apocalípticos, superpoderes, violaciones, suicidios, tumbas al sol, asesinatos colectivos, resurrecciones; todo ambientado en un desierto lleno de casas miserables, pueblos en ruinas y páramos desolados. Esa mezcla permitirá que las peripecias tomen un tono oscuro y a la vez carnavalesco, donde hay ideas interesantes, como por ejemplo que el Topo maldiga a Caín, marcándolo en la frente, y que todos se nieguen a mirarlo o hablarle. “Tengo una cara”, dirá el protagonista, pero antes de eso el relato habrá dado mil vueltas presentando un rito de paso tras otro mientras acumula tanta cháchara como sangre.

    Pero acá viene la habilidad del mexicano José Ladrönn (1967), formado en la industria norteamericana, quien logra abrirse paso para ordenar la narración y darle un sentido coherente. De nuevo, es interesante cómo Jodorowsky logra que ciertos artistas den lo mejor de sí. Lo mismo que pasó con Moebius, Francois Boucq o Juan Giménez, sucede ahora con Ladrönn. Es posible percibir que hay acá una búsqueda de sus propios límites como artista, el abandono de una zona de confort. En Los hijos del Topo, Ladrönn evita cierta espectacularidad ciñéndose a las coordenadas de la cinta original y haciendo que su paleta de colores (otrora deslumbrante en sus portadas para Planet Hulk en Marvel o algunas secuelas menores de El Incal, con el mismo Jodorowsky) opte acá por tonos ocres y opacos, capaces de captar el aire polvoriento del desierto, pero también los modos en que la cara del guionista se multiplica hasta el infinito. Lo mismo corre con el cuadriculado de las viñetas: seis o siete viñetas por página, a lo más nueve, como si justamente eso le permitiese proponer cierto orden dentro del delirio narrativo, volviendo todo más legible y, dado lo explícito o violento de algunas imágenes (Caín viola a una mujer en una horca), permitiendo que esa misma claridad haga todo más atroz.

    Porque Ladrönn tiene el rostro de Jodorowsky como centro: el Topo, Caín y su hermano tienen la cara del chileno. Acá quizás yace el sentido del arte del dibujante, pues nos obliga a pensar que el álbum puede ser leído como una revisión incesante de esos rasgos, que aparecen descritos desde esa dualidad que define algunos aspectos de su obra. Ahí, el monje bonzo y el pistolero son lo mismo, son solo avatares del autor, destellos de una estética y de una sabiduría donde conviven el exceso y la sanación, la violencia y la iluminación. Nada nuevo ahí, aquello está en los filmes del autor, pero también en el modo en que ha convertido a la psicomagia en una suerte de autobiografía y al tarot, en una forma de autoficción.

    Lo interesante acá es cómo Ladrönn cierra el círculo. Un Jodorowsky anciano escribe una obra donde su rostro es el protagonista. En los VHS que vimos hace tantas décadas, ese rostro era el de un hombre de 40 años, listo para devorar el mundo. Casi medio siglo después, el mexicano vuelve sobre él y lo dibuja al modo de un fotograma imposible, el apunte de una pesadilla retrospectiva que funciona como un relato sagrado y también apócrifo; un ejercicio de retcon que trata de abrirse camino en el laberinto hipertrofiado del culto a la personalidad y los mitos pop que el chileno ha contado sobre sí mismo. Eso permite disfrutar el cómic en múltiples niveles, porque estamos a la vez ante un western alucinado en tanto secuela del filme original, pero también un violento juego de espejos donde Jodorowsky explota su propia leyenda, para preguntarse si esta aún puede dar algo más de sí, si aún tiene sentido.

     

    Los hijos del Topo, Alejandro Jodorowsky, Reservoir Books, 2016, 64 páginas, $14.000.

  229. Bares chinos

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    El autor de la celebrada novela Charapo escribe una crónica sobre tres rincones de Santiago distantes entre sí y que hablan de inmigrantes, adaptación y juventud: son restaurantes chinos que, pasado el flujo del almuerzo, se convierten en bares en los que se puede tomar cerveza barata y comer chorrillanas con carne mongoliana. En ellos se puede ver un partido de la Champions, escuchar un recital de poesía o simplemente observar el pulso de la ciudad.

    por pablo d. sheng

    Leo en la pared de un baño estrecho: “La luna se refleja en mi plato de wantán”. Una imagen que logro ver y me dispara adonde estoy metido. Creo que moviéndome por Santiago me muevo por Taipéi o Hong-Kong, sin conocer esas ciudades del otro lado del Pacífico. Estoy pasado a arrollado primavera, a fritura. Salgo del baño de Bella China, un bar y restorán chino. Llegamos acá con unos amigos, más bien por el precio de la cerveza que por otra cosa. Encontrar, sobre todo en Providencia, un litro a dos mil pesos, está bien, pagable. Nos sentamos en la terraza, quedamos alucinados con las mongopapas, una chorrillana que, en vez de cebolla y huevo frito, lleva carne mongoliana. Adentro hay gente que acaba de terminar la jornada laboral y ven un partido de fútbol. Algunas imitaciones de paisajes clásicos chinos adornan las paredes, junto a un espejo rectangular que refleja la televisión, las mesas, los frigoríficos y la barra. Una escalera conecta esta planta con el segundo piso, donde hay más mesas, otra tele y la panorámica del atardecer, el cielo de Santiago y la cúpula de una iglesia.

    Más entrado el invierno, el Colectivo Neotaku organizó unas lecturas de poesía en el segundo piso de Bella China. Los textos que leían planteaban algo interesante, algo inverosímil por supuesto. De partida, hablaban de la relación que ellos tienen con el animé. Montón de citas a Dragon Ball, One piece, Evangelion, a un apocalipsis ciberpunk, a películas orientales, y planteando además una renovación de lo otaku. Tiempo después publicaron una antología que reunía textos que fueron leídos en sus lecturas. En la contraportada hablaban de “Chipón”, la intersección imaginaria entre Chile y Japón.

    Chile es Japón y viceversa. Chile también es China. Carahue, como dice el poeta Ricardo Herrera Alarcón, es China, o París o Barcelona o Namur.

    Los bares chinos me hacen pensar eso. Que estamos en Rebeldes del dios neón, de Tsai Ming Liang. Que Bella China nos conecta con Shanghái, que la intersección de la que nos hablan los Neotakus es más cercana de lo que creemos.

    Ante la aparición de centros comerciales y supermercados chinos, tampoco es de extrañar que un restorán se transforme en bar, que hasta las cuatro de la tarde ofrezca colaciones a oficinistas y después cervezas baratas. No solo en Providencia, sino también en el centro, en San Pablo con Teatinos o en Irarrázaval con Vicuña Mackenna. Pareciera que esas intersecciones santiaguinas, de pronto, tensionaran la idea del damero, se escaparan flotando hacia un callejón de Taipéi.

    ***

    Tal vez Raúl Ruiz tenga razón. Comentaba, en una conferencia, que su manera de narrar a Chile es exagerada. Por ejemplo, decía, en China él tuvo éxito como humorista. Las cosas que contaba allá, a los chinos, les daba mucha risa. En esa conferencia tiró un chiste de Chiloé: un chilote ve a otro y le dice yo creí que te moriste hace 10 años y el otro le responde pa qué lo negaré. Lo extraño es que causó gracia, tanto que uno de los chinos le comentó que existía otro chiste igual en China. Lo que concluyó Ruiz fue que, a pesar de que el chiste chino tuviera variaciones, incluso aparecieran fantasmas en posadas de viajeros, constituían ambos un equivalente conciso.

    O el equivalente que transmite Aira en Una novela china. La trama: es la época de la Revolución Cultural, estamos en una provincia y Lu Hsin, un campesino metódico y reflexivo, aspirante a pintor, geógrafo, tipógrafo, cartógrafo, paseante, adicto al té, decide enamorarse de una montañesa. Pienso que Aira, acá, invita a que se lea esa novela a contrapelo, de modo intemporal y anacrónico, a intentar comprarse la idea de por qué él es capaz de hacer una novela china, de incluso pensar el género, escrita desde Latinoamérica.

     

     

    De lo anterior, más o menos, creo que surge un bar chino. De hecho, los que conozco con esta característica son tres. El primero por el que anduve, Bella China en Providencia. El otro, en Vicuña Mackenna a la altura del inicio de Irarrázaval. El tercero, en San Pablo con Teatinos. Imagino, si es que no lo he visto a la pasada, que es posible encontrar un cuarto en Estación Central, ahí en Meiggs, el barrio chino por excelencia de Santiago. A los tres los une la cerveza a no más de dos mil pesos, y algunas promociones que acompañan al bebestible con wantanes o arrollados primavera. También uno puede llegar a comer colaciones, aprovechar la cerveza y hacer de esto una fuente de soda descontextualizada, colgante como las bisuterías chinas que tras las vitrinas hablan y nos detienen para pegarnos al modelo manekineko de una alcancía.

    ***

    En la tele proyectan a Tito Nieves, un cantante puertorriqueño de salsa. Es entrevistado por HTV, “Se pone bueno”, un canal de música latinoamericana que ofrece reggaetón, salsa, bachata, merengue, baladas. Llega la señal a este bar chino gracias al cable, supongo. Estoy en San Pablo con Teatinos. No alcanzo a escuchar lo que dice el cantante, porque pasa un niño corriendo tirando agua con su pistola plástica. Acabo de pedir una cerveza de litro, la colación y unos wantanes. Las paredes son verdes. Entra y sale la garzona tirando los pedidos, abriendo y cerrando la puerta de la cocina. Hay unas pocas mesas ocupadas, gente que ha salido del trabajo. De Tito Nieves pasan a mostrar un video de Ricardo Arjona, su último hit. Está delgado, canoso, lleva el pelo corto. Lo noto tranquilo, acústico. En el video canta en un teatro casi vacío, donde solo lo ven un par de mujeres que lo miran deseándolo. La canción se termina y vuelve el niño chino corriendo y tirando agua que ahora me cae a mí, en uno de mis lentes. Supongo que es el hijo de la dueña, quien ocupa su lugar en la caja. La garzona trae ají oro, después la cerveza. Miro las jabas de bebida arrumbadas al final del pasillo. Quienes están al lado mío conversan y son interrumpidos por una llamada. Es un amigo y le indican cómo llegar al bar. Sus indicaciones, pienso, son malas. El que tiene la polera morada habla por teléfono y le dice a su amigo, por celular, que se meta por Bandera y llegue a Morandé, de ahí que suba, pero en verdad tiene que bajar, llegar a Teatinos, o sea, solo una cuadra hacia el poniente. Cortan. Después vuelve a llamar al de polera morada y le dice otras cosas que no entiendo, como que se meta por Moneda o algo así. En eso me llega el chapsui de carne con arroz, la porción de wantanes pálidos. Derramo salsa de soya en los platos. Esparzo ají oro en la carne. Suena J. Balvin. Mancho un poco la mesa floreada. La luz, me he fijado, hace que las cosas sean tenues y deje una leve sombra. Recuerdo una noticia que alguna vez leí. La clausura de un restorán chino en Recoleta por condiciones poco salubres. Cuando era niño comíamos ahí con mi papá. En el cuarto piso alojaban inmigrantes no documentados que trabajaban en la ampliación. La Seremi de Salud encontró barriles de dientes de dragón podridos en el baño y decían incluso que faenaban pollos allí mismo. Ese año, el 2012, cursaron 500 clausuras por problemas de salubridad en restoranes. Solo recuerdo y me queda en la cabeza los dientes de dragón germinados en agua sucia, las pantallas de papel que colgaban del salón, los chinos que atendían y, aunque apenas entendieran español, no fallaban en los pedidos.

    Sigo comiendo mientras miro la tele. Un video que emula una fiesta, reggaetón puro y duro, mescolanzas con el trap, el género que se ha hecho popular el último tiempo gracias a Maluma, Arcángel, Anuel AA. Cada vez la comida me da más sed y bebo más cerveza. Debe ser el ají oro. Aún no anochece, aún falta. Otras veces que he venido no está la garzona que ahora atiende. En otras ocasiones he venido más temprano y está una peruana. La dueña que es de origen chino siempre es cajera. A veces entra gente, caminan por el pasillo, a lo largo de las mesas, y solo vienen al baño. El de polera morada mira hacia la entrada. Toma el celular y llama a su amigo. Dice que se quede ahí, quieto, que lo vio. Se para. Vuelve con el amigo y se sientan los tres; aún hay espacio para ellos. Cada vez que pasa el rato llega más gente. Termino de comer. Unto mi índice en los restos de wantán, en lo que queda de soya. Me tomo lo último de cerveza. Llamo a la garzona.

     

    Fotografías: Víctor Ruiz

  230. Jaar, Matta y Rodin: documentales sobre artes visuales en Sanfic

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    Tres películas chilenas, que se exhiben durante la semana en el marco de este festival, reflexionan desde distintas perspectivas acerca del estado del arte. Mientras Robar a Rodin lo hace a través de una intriga policial, Jaar, el lamento de las imágenes muestra los planteamientos que han articulado la obra de uno de los artistas más importantes de nuestro país. En tanto, Cheques Matta despliega una discusión sobre el vínculo del arte con la sociedad a partir de una obra de Roberto Matta.

    por matías hinojosa

    El 16 de junio de 2005 será recordado como un día negro para el Museo Nacional de Bellas Artes: cuando la exposición de Auguste Rodin cumplía un mes en nuestro país, una de las 62 esculturas que componían la muestra desapareció desde una de sus salas. Se trataba de El dorso de Adele, una obra avaluada entonces en 250 mil dólares y cuya desaparición puso en aprietos no solo a la dirección del Museo de Bellas Artes sino también al gobierno de Chile frente a la mirada internacional. La noticia fue ampliamente difundida y despertó todo tipo de especulaciones: que se trataba de una banda internacional; que el ladrón era un experto en arte, que el robo había sido por encargo… La historia, sin embargo, tuvo un desenlace menos espectacular de lo que se esperaba: el culpable había sido un estudiante de arte, quien, ante la presión ocasionada por el caso, terminó entregando él mismo la pieza a carabineros. Luis Onfray Fabres tenía 20 años y, para justificarse, argumentó que se trataba de una acción de arte.

    En Robar a Rodin, el director Cristóbal Valenzuela retoma la discusión que, a propósito del hurto, tuvo lugar en aquella ocasión: ¿Cuándo una obra de arte se convierte en una obra de arte? ¿Quién lo dictamina? “Toda la trama policial no es más que una excusa para hablar de la creación artística. En ella se desarrollan los viejos cuestionamientos sobre qué es el arte y su rol en la sociedad. O qué es lo que define a un artista”, dice el realizador.

     

     

    La película es uno de los tres documentales chilenos sobre artes visuales que se estarán mostrando esta semana en Sanfic. Otro de los títulos es Jaar, el lamento de las imágenes, de la directora Paula Rodríguez. A través de material de archivo y la voz del propio artista, se recorren algunos hitos de su carrera, como también su trabajo más actual: se ve a Jaar en su taller, montando exposiciones, inaugurando muestras, ofreciendo conferencias. Aquí reflexiona sobre las inquietudes personales que han articulado su obra, refiriéndose al proceso que envolvió trabajos como This Is Not America, Estudios sobre la felicidad y Los ojos de Gutete Emérita.

    “Me interesa que la película acerque a Alfredo Jaar a las nuevas generaciones, porque su discurso y actitud no han perdido vigencia”, dice la realizadora. “Vale la pena volver a repasar todo este cuerpo de trabajo, porque, en el contexto de una sociedad de consumo, sumamente egoísta, él llama la atención sobre ciertos problemas cruciales. E invita a sensibilizarnos con ellos”.

     

     

    Tanto Robar a Rodin como Jaar, el lamento de las imágenes son parte de los ocho títulos que componen la competencia de cine chileno del festival. En una sección paralela, en tanto, se mostrará Cheques Matta, del realizador Leo Contreras, donde una serie de entrevistados reflexionan sobre el estado del arte (la reproducción, su estructura comercial y su vínculo con la sociedad), a propósito de los “cheques” realizados por Roberto Matta. Estas obras, consistentes en acuarelas de pequeño formato, y sobre las cuales no se conocen demasiados detalles, fueron enviadas a Chile por el artista con el objeto de ayudar económicamente a la escena artística local durante la dictadura. En las voces de quienes recibieron estos “cheques” se discute sobre un aspecto que cruzó buena parte de su trabajo: el compromiso con los problemas de la sociedad y el devenir político de Chile.

     

    Robar a Rodin

    Viernes 25, 22 hrs (Cine Hoyts Parque Arauco)

    Jaar, el lamento de las imágenes

    Miércoles 23, 20.30 hrs (Cine Hoyts La Reina)
    Viernes 25, 20.15 hrs (Cine Hoyts Parque Arauco)

    Cheques Matta

    Viernes 25, 20.30 hrs (Cine Hoyts La Reina)

  231. Silbando bajito

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    Las crónicas y los cuentos de Hebe Uhart, reciente ganadora del Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, manifiestan preguntas sobre lo cotidiano en contextos en que resultan inesperadas, incómodas e incluso extravagantes. En su literatura todo es posibilidad, apertura hacia lo otro, lo desconocido.

    por lorena amaro

    En su último libro de crónicas, De aquí para allá, Hebe Uhart vuelve sobre varias de las preocupaciones que ha manifestado desde sus primeras publicaciones, en los años 60. Las crónicas y los cuentos de Uhart manifiestan preguntas sobre lo cotidiano en contextos en que resultan inesperadas, incómodas e incluso extravagantes. En sus últimas crónicas, estas preguntas giran en torno a las tradiciones, espacios y maneras de vivir de las comunidades indígenas. En este libro se refiere a colectividades de Ecuador, Argentina, Perú, Colombia y Venezuela; con oído y mirada atenta –otro de sus libros de crónicas se titula, significativamente, Visto y oído– descubre sus modos de habla, sin ocultar su extrañeza por una alteridad que se empeña en rozar.

    “Todo arte es el arte de escuchar. Cuanto más miro, más salgo de mi prejuicio. Es difícil mirar lo real sin postergar el juicio, pero para escribir es necesario hacerlo”, explica Uhart en sus enseñanzas de taller, recogidas por Liliana Villanueva en Las clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos, 2015). Un arte que se transforma en goce, cada vez que en sus crónicas narra el significado de una palabra, sea quechua o quom, sea que se trate de una expresión guajira o propia de los otavalos: “Ya sentada y con mi material pedido me pongo a leer palabras derivadas del quechua. Aca, excremento; cumpa, compañero; poncho, de punchu, perezoso, porque no hay más que pasarlo por la cabeza; sur, avestruz, y zupay, demonio”. Estas pequeñas epifanías no tienen sistematicidad alguna. No buscan construir una verdad científica. El lector va descubriéndolas al ritmo de la narradora, cuyo movimiento incesante –De aquí para allá, título que recuerda otras de sus crónicas, De la Patagonia a México (Adriana Hidalgo, 2015)– es guiado por lecturas aparentemente minoritarias (muchas publicaciones históricas regionales, libros de niños, autoediciones), por recomendaciones de la gente que va hallando en el camino o, claro, por impulsos y corazonadas: “Y hace poco yo tenía muchas ganas de volver a La Paz, para ver cómo les iba yendo con Evo Morales, pero tuve miedo de los cuatro mil metros de altura. Entonces pensé: ‘Hay tantas colectividades en Argentina, están en La Plata, en Escobar, Liniers, en Morón. Voy a visitar alguna de aquicito nomás’.  Y así hice. Un domingo, tomé un micro hasta Once, el tren hasta Morón, otro colectivo hacia la base aérea de Morón y caminé tres cuadras”.

    Uno de los rasgos distintivos de estas crónicas de Uhart es su transparencia, la forma en que se articulan las distintas formas del habla con la experiencia abierta de quien las narra, una cronista que no oculta nada y decide mostrar no solo hallazgos, sino también pequeñas frustraciones.

    Uno de los rasgos distintivos de estas crónicas de Uhart es su transparencia, la forma en que se articulan las distintas formas del habla con la experiencia abierta de quien las narra, una cronista que no oculta nada y decide mostrar no solo hallazgos, sino también pequeñas frustraciones: “Cuando terminé la clase estaba descontenta. Hacían un silencio tan elocuente como el de la asamblea espartana que ponderaba las hazañas de los héroes de guerra: cuando llegaba a un cobarde, lo cubría un silencio oprobioso”. Una experiencia transparente, en que los pensamientos se dejan caer para luego recuperar el traqueteo del viaje: a los rincones íntimos de las casas, también a los museos, las ferias, los hoteles de provincia, los cafés donde no hay café. En todos estos lugares Uhart conversa; lo hace con naturalidad, sin mayores preámbulos, en plazas, cocinas y tiendas. También se aleja, se borra, se va de pronto, como dice en una de sus crónicas, “silbando bajito”.

    “Todo lo que se exhibe o se expone en la escritura –o en el pensamiento que se le da al narrador– debe estar hecho desde la observación y la especificidad de los hechos”, enseña en sus talleres. Y así lo hace ella, de manera directa, desprejuiciada. La observación aquí tiene sobre todo como objetivo fundamental las cosmovisiones expresadas en la materialidad del lenguaje. La suya es una escritura que desarticula las formas y los significantes, lo preconcebido, lo normalizado, en una interrogación persistente, incluso obsesiva, sobre el habla y la presencia o ausencia del otro en el habla: este último giro lo vemos en grandes cuentos suyos como “Querida mamá”, en que la narradora destina una carta henchida de dolor, experiencia y significación, a su madre ya muerta.

    La mirada de Uhart es antigua, sabia, pero sabe presentarse como hallazgo de algo nuevo, como contacto infantil con el mundo. Escribe la crítica argentina Nora Avaro sobre Uhart: “La viajera anda y observa sin postulados, sin sospechas, sin supuestos porque entiende (…) que hay mucho que aprender de aquello que se ignora: de una ciudad completa y de una habitación, de una mesa de luz y de un monseñor, de un mercado, un remisero, un cartel que publicita mortadela, una pérgola, un busto de plaza y hasta de unos alemanes”. La trayectoria de Uhart es un festín de hallazgos de este tipo. En su literatura todo es posibilidad, apertura hacia lo otro, lo desconocido. Y es así como cierra la crónica “La selva de Lima”, en De aquí para allá: “Hay un cuento del escritor peruano Daniel Alarcón en el que plantea que la mayor dificultad de los guerrilleros en la selva no fue la lucha, que era escasa, los enemigos eran el calor, los bichos, la larga espera cuando estaban incomunicados, que era casi siempre, escuchando ruidos desconocidos. Yo para eso iría a la selva, para escuchar ruidos nuevos y desconocidos”.

     

    De aquí para allá, Hebe Uhart, Adriana Hidalgo Editora, 2016, 183 páginas, $27.900.

  232. Botticelli, Van Eyck, Velázquez: las influencias de los primeros artistas modernos

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    A contrapelo de las convenciones historiográficas, que sitúan al impresionismo como la primera manifestación de arte moderno, la investigadora Elizabeth Prettejohn incluye dentro de esta denominación a los pintores prerrafaelistas, quienes a su vez se inspiraron en la pintura flamenca y en la obra de los primitivos italianos. Para ella, el arte moderno es un continuo diálogo con el pasado.

    por matías hinojosa

    Para Harold Bloom la historia de la poesía es una disputa permanente, donde cada poeta busca franquearse su lugar. “Los poetas fuertes luchan con sus precursores, incluso hasta la muerte”, escribe el crítico en La ansiedad de la influencia, texto que desarrolla la teoría de la misprision, término con el que designa al poeta que, conscientemente o no, interpreta de manera equivocada el trabajo de su predecesor para despejarse así un espacio propio. También establece una relación entre la forma que puede adquirir la influencia y el temple del poeta: “Cuando la generosidad está involucrada, los poetas influenciados son menores o más débiles; cuanta más generosidad y reciprocidad haya, más pobres son los poetas implicados”.

    Echando mano a estos planteamientos, pero cambiando de signo la idea de la “imitación generosa”, la historiadora del arte Elizabeth Prettejohn repasa en Modern Painters, Old Masters: The Art of Imitation from the Pre-Raphaelites to the First World War, la obra de los pintores ingleses del siglo XIX y sus influencias.

     

    Retrato Arnolfini (1434)

     

    A diferencia de lo que observaba Bloom en el campo de la poesía, para los artistas victorianos hubiera sido muy difícil enfrentarse a muerte con sus antecesores, puesto que había un desconocimiento casi total de aquellas obras. El advenimiento de los museos fue lo que marcó el inicio de esta relación entre los pintores y la tradición. Es decir, en ese momento comienzan a descubrir sus influencias. Fue en 1824, con la apertura de la National Gallery de Londres, que una parte más amplia de los artistas ingleses pudo adquirir una perspectiva histórica sobre su trabajo. “Botticelli, Giorgione, Leonardo, Piero della Francesca, Van Eyck, Velázquez, Vermeer: estos son algunos de los artistas que se convirtieron en maestros cuando fueron adoptados por los aprendices del siglo XIX”, escribe Prettejohn en torno a este primer intento por fijar un canon.

    A contrapelo de las convenciones historiográficas, que sitúan al impresionismo como la primera manifestación de arte moderno propiamente tal, la autora despliega una compresión más amplia de este concepto, incluyendo dentro de esta denominación a los pintores prerrafaelistas, quienes se inspiraron en la pintura flamenca y en la obra de los primitivos italianos. Para ella, el arte moderno es un continuo diálogo con el pasado.

     

    El espejo (1900), de William Orpen

     

    El libro se detiene especialmente en el alto grado de influencia que alcanzaron entre los ingleses las obras de Botticelli y Van Eyck. De este último, su Retrato Arnolfini (1434) -adquirido por la National Gallery en 1842-, se convirtió en una verdadera revelación de la técnica pictórica, manifestada principalmente en la precisión de los detalles, como también en el uso del pincel. Dante Gabriel Rossetti se enseñó a pintar, dice Prettejohn, “no siguiendo los preceptos de sus maestros en la Real Academia, sino tratando de imitar, lo más cerca posible, el método de trabajo de Van Eyck”. El elemento que más los inquietaba era el espejo convexo ubicado atrás de la pareja retratada. Y durante más de medio siglo, una serie de pintores profundizaron en este elemento, como si en esta superficie reflectante se escondiera el mayor secreto de su arte.

    Como opina la comentarista Ruth Bernard Yeazell del The New York Review of Books: “Si Manet, Cézanne y el resto enseñaban a sus contemporáneos a mirar de nuevo al mundo que los rodeaba, los prerrafaelistas hicieron algo análogo para el pasado, enseñando a la gente a ver la belleza en obras que hasta entonces parecían simplemente viejas y extrañas”.

     

    Imagen de portada: La testa funesta (1886-87), de Edward Burne-Jones.

  233. ¿Quién mató a Roland Barthes?

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    En La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet, seguimos la intriga en torno al atropello del filósofo francés. Lleno de referencias, citas, intertextos y guiños a los círculos intelectuales de la época, el libro captura a sus lectores por esa vía. Sin embargo, la lectura se vuelve menos entusiasta con el transcurrir de las páginas: cansa la demostración de erudición, agota la risa forzada de la caricatura y la ridiculización.

    por andrea kottow

    El detective Bayard debe investigar el atropello de una de las grandes figuras de la intelectualidad francesa a comienzos de la década del 80. Roland Barthes venía distraídamente caminando, tras haber participado en un almuerzo con el futuro Presidente François Mitterrand, lo que abre sospechas sobre el supuesto accidente. Para poder comprender quién era Roland Barthes y a qué se dedicaba, el detective (un hombre más bien sencillo, de orientación práctica) debe asociarse con un profesor de semiología (Simon Herzog), cuya tarea, además de explicarle los fundamentos del pensamiento estructuralista a Bayard, consiste en ubicarlo en la fauna de los pensadores franceses de la época: desde un encantador, pero narciso y hedonista Foucault, que se pasea del brazo de algún gigoló árabe por saunas gays y fiestas colmadas de cocaína y LSD; pasando por una fina y elegante Julia Kristeva, presa de sus propios fantasmas que, además de la nata de una leche caliente que flote encima de la superficie de su café, incluye a su marido, un frustrado y ególatra Philippe Sollers, que intenta a toda costa reclamar su lugar entre las filas de la intelligentsia de la época; a Louis Althusser, quien en un exabrupto de ira, pero consciente de sus actos, estrangula a su impertinente y mundana mujer.

    La novela de Binet en tanto novela policial se enreda y confunde al lector. Entre los celos intelectuales que enfrentan a Sollers con Eco, y las luchas por el poder político, donde están involucrados los búlgaros y los socialistas franceses, se pierde el interés por saber quién mató a Barthes. Y eso es imperdonable en un policial.

    La séptima función del lenguaje de Laurent Binet puede ser leída en clave policial. Bayard y Herzog, desconfiados en un principio frente a los talentos del otro, van acercándose en la medida en que la novela avanza y, como en cualquier historia donde el protagonismo es compartido por dos socios (desde El Quijote hasta las series policiales actuales, como The Killing, True Detective o The Fall), estos dos, que aparentan ser opuestos, se irán asemejando. Así pasan de la antipatía, el menosprecio, la rivalidad o el franco odio, a la simpatía, al reconocimiento, a la colaboración y, ¿por qué no?, a una forma de amor. Tanto el detective como el semiólogo son, finalmente, lectores de huellas.

    Ahora bien, la novela de Binet en tanto novela policial se enreda y confunde al lector. Entre los celos intelectuales que enfrentan a Sollers con Eco, y las luchas por el poder político, donde están involucrados los búlgaros y los socialistas franceses, se pierde el interés por saber quién mató a Barthes. Y eso es imperdonable en un policial.

    También podemos leer La séptima función del lenguaje como una gran humorada: una comedia que mezcla a destajo hechos históricos, figuras reales con fantasía e imaginación. Destrona a quienes para muchos de nosotros han sido nuestro objeto del deseo: los estructuralistas y posestructuralistas franceses. En este sentido, algo de novela de iniciados tiene: el texto está lleno de referencias, citas, intertextos y guiños. En un principio, el libro captura a sus lectores por esa vía. Todos queremos formar parte de ese club que sabe y reconoce, que ríe cuando debe. Pero también vista desde esta perspectiva, la lectura se vuelve menos entusiasta con el transcurrir de las páginas. Resulta excesivo y agobiante ese intento por incluirlos a todos y todas, desde Lacan a Butler, desde Jakobson a Paul de Man. Cansa la demostración de erudición. Agota la risa forzada de la caricatura y la ridiculización.

    Esta séptima función del lenguaje, plasmada en un documento perdido que se convierte en la “carta robada” de esta novela, y que deposita en el lenguaje el poder performativo de hacer cosas con las palabras, habría sido más con menos.

     

    La séptima función del lenguaje, Laurent Binet, Seix Barral, 2016, 448 páginas, $15.900.

     

  234. David Rieff y sus críticas a la memoria colectiva

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    Como en la escena de Annie Hall en la que Woody Allen se escapa a ver un partido de béisbol mientras la intelectualidad neoyorquina se pasea por los pasillos de un departamento, uno puede imaginar al pequeño David Rieff comiendo un plato de comida preparada mientras su madre, Susan Sontag, escribe sus primeros ensayos o recibe a sus amigos en el piso que había arrendado en Nueva York, luego de dejar la vida académica de Chicago.

    Para David Rieff, quien había nacido del matrimonio de Sontag con el académico de la Universidad de Chicago Philip Rieff cuando ella tenía 19 años, la intelectualidad fue una cuestión natural. Estudió en el Liceo Francés de Nueva York, pasó al prestigioso Amherst College y luego se licenció en Artes e Historia en la Universidad de Princeton. El mismo año de su graduación, y a sus 26 años, comenzó a trabajar como editor en Farrar Straus & Giroux, la misma que publicaba los libros de su madre.

    Allí, y hasta el año 1987, Rieff estuvo a cargo de la edición de las obras de autores como Joseph Brodsky, Elias Canetti, Philip Roth y Mario Vargas Llosa. Pero se cansó de ello y decidió trabajar en su propia obra. “Creo que siempre quise ser escritor –comentó en una entrevista reciente– pero por años pensé que todas las reseñas de mis libros empezarían con el hijo de Susan Sontag y asumir eso era demasiado para mí. Con el tiempo me cansé tanto de ser editor que me atreví a dejarlo, sobre todo porque no creía que existiera otro trabajo de oficina para mí”. Es probable que para alguien tan acostumbrado al mundo editorial, un trabajo distinto fuera imposible.

    Resulta extraño, a primera vista, que un cientista político justifique sus ideas sobre política internacional con poemas de Yeats o Kipling, y lo es más cuando utiliza el Eclesiastés, pero es probable que esa extrañeza provenga del mismo prejuicio que ha subordinado al arte frente a la ciencia.

    Luego de dejar la editorial, y tras tres libros publicados, escribió The Exile: Cuban in the Heart of Miami. En ella, Rieff desarrollaba los conflictos recientes entre Cuba y Estados Unidos a través de dos ópticas: la ciudad y la migración anticastrista. Desde esas perspectivas, Rieff observó los procesos de asimilación de los primeros exiliados y la primera generación de cubanos nacidos en suelo americano. La oportunidad para publicarlo no podía ser mejor: habían pasado tres años desde la caída del muro de Berlín y comenzaba en Cuba el “período especial”, que implicó el desapego de la extinta Unión Soviética y la radicalización del embargo norteamericano. Todo parecía vaticinar un cambio fundamental en la relación entre la isla y el resto del mundo. De hecho, el mismo Rieff había firmado años antes una carta abierta –junto a Saul Bellow, Czeslaw Milosz, Octavio Paz y la misma Sontag–, que exigía un referéndum libre en Cuba “siguiendo el ejemplo de Chile”.

    Pero no era una cuestión de mera contingencia. En The Exile, Rieff comenzaba a indagar en un tema que cruza toda su obra: la memoria. Ese libro, de hecho, comenzaba con un epígrafe de Czeslaw Milosz: “Es posible que no exista otra memoria que la memoria de las heridas”.

    El camino de la memoria, y sobre todo, de la memoria histórica, lo hizo conocer el conflicto de los Balcanes, que cubrió como corresponsal de guerra para el New York Times entre 1992 y 1994. Fruto de ese trabajo publicó Matadero: Bosnia, el fracaso de Occidente, donde analizaba los conflictos que permitieron la mayor masacre étnica luego de la Segunda Guerra Mundial. En esa época escribía: “Aún no llevaba mucho tiempo en Bosnia cuando ya me había convencido de algo que sigo creyendo ahora: los que vivimos en la zona rica del mundo no solo tenemos la obligación moral de defender la independencia bosnia, sino que también nos beneficiaremos haciéndolo. Aquella campaña no se ha perdido. Lo que queda es la obligación de dar testimonio, por los muertos y por los vivos”.

    Hay, en la mayoría de los textos que Rieff escribió sobre Bosnia, una tensión entre el horror que presenciaba y la responsabilidad que sobrevenía. Por un lado, el dar testimonio. Por otro, que ese testimonio era irremediablemente fútil, y que las acciones desplegadas por el humanitarismo de Occidente eran, cuando menos, un adorno del horror. Cuando se cumplieron 25 años de la Guerra de los Balcanes, escribió: “En uno de los momentos más amargos durante los años que pasé como corresponsal en Bosnia durante la guerra, escribí que el eslogan Nunca más –que fue la primera expresión de lo que se convertiría en el tema principal de una revolución de los derechos humanos según la cual jamás se permitiría que el genocidio de los judíos europeos se repitiese– era un lema que, en realidad, significaba que los alemanes nunca más matarían a los judíos europeos durante la década de 1940. Sin duda, había perdido la esperanza. Pero lo que ocurría en los Balcanes a principios de la década de 1990 se ha expandido como una metástasis por gran parte del planeta. En ocasiones me pregunto si la ferocidad y crueldad de las guerras de Croacia y Bosnia no eran una especie de infernal terreno de pruebas para las guerras mucho mayores a las que nos enfrentamos ahora, 25 años después”.

    Su labor como corresponsal de guerra se amplió al conflicto en Ruanda y otras zonas de guerra en Oriente Próximo. Fue en esa época que escribió sus dos libros posteriores: Crimes of War: What the Public Should Know y A Bed for the Night: Humanitarianism in Crisis. Fue en uno de sus viajes de regreso –como corresponsal de guerra– que supo que su madre iba a morir. Susan Sontag ya había superado tres veces el cáncer, pero esta última vez, en diciembre de 2004, no pudo hacerlo de nuevo. Rieff escribió en Un mar de muerte las memorias de esa etapa de su vida.

    La obra de Rieff es un intento de quebrar los paradigmas de la ciencia política echando mano a la religión y la narrativa. Esto lo emparenta con la misma tradición a la que pertenecía su madre, la tradición de ensayistas como Cioran, Canetti y Walter Benjamin.

    Rieff, como heredero del legado de Sontag, se encargó los años siguientes de recopilar y editar sus ensayos póstumos, así como sus diarios, de los cuales han aparecido dos tomos: Renacida y La conciencia uncida a la carne. En ambos, Rieff ha explorado, en conjunto con las disquisiciones propias del diario, la forma que tiene de observar el pasado, incluso el pasado de su propia madre. En un prólogo escribió: “Estos diarios son, asimismo, reales. Y al leerlos sufro una reacción de ansiedad (…) Quiero gritar: «No lo hagas» o «No seas tan severa contigo misma» o «No te vanaglories tanto» o «Ten cuidado con ella, no te quiere». Pero, por supuesto, llego demasiado tarde: la obra ya fue interpretada y su protagonista ha salido de escena, al igual que la mayoría, aunque no todos, de los otros personajes”.

    En esos años, Rieff fue invitado a escribir en Australia un libro sobre la memoria. Luego de haber pasado varios años narrando crímenes de guerra, conflictos políticos internacionales y luego editando los diarios de su madre, parecía un corolario natural. De esa petición nació Contra la memoria y últimamente Elogio del olvido, una versión extendida de la primera. Ambos son textos completamente radicales para el lector común de política internacional. Contra la idea comúnmente afianzada, Rieff afirma que la memoria histórica ha sido utilizada más como arma de guerra que como instrumento de reconciliación. La idea es reafirmada por un profundo examen, pero no solo de los ejemplos internacionales, como el de Bosnia, sino de la propia experiencia norteamericana: narra que luego de la Guerra de Secesión, los Confederados habían creado deliberadamente una memoria que modificaba su pasado esclavista y lo recreaba como el de una venerable “Causa Perdida”. Era esa memoria la que aún les permitía utilizar las banderas confederadas y que amparaba las diferencias raciales extendidas en el sur de Estados Unidos.

    No debiese ser curioso, pero el análisis político de Rieff en ambos libros destaca porque posee una doble particularidad. En primer lugar, se atreve a ser escéptico frente al lugar común más asentado de la interpretación histórica actual –la idea de que, a fin de no cometer los errores del pasado, la memoria debe ser preservada–, y en segundo lugar, porque se logra nutrir tanto de la poesía y la religión, como de la ciencia política, para justificar su teoría. Resulta extraño, a primera vista, que un cientista político justifique sus ideas sobre política internacional con poemas de Yeats o Kipling, y lo es más cuando utiliza el Eclesiastés, pero es probable que esa extrañeza provenga del mismo prejuicio que ha subordinado al arte frente a la ciencia.

    Lanzamiento en el ex Congreso Nacional

    El jueves 17 de agosto, a las 12 hrs, Patricio Fernández y Carlos Peña, en una actividad abierta para todo el público, presentarán Elogio del olvido.

    Invitado a la Cátedra Abierta Roberto Bolaño

    El viernes 18, a las 11:30 hrs, el autor conversará con Carolina Tohá y Rodrigo Rojas en el Estudio de TV de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales (Vergara 240).

    La cuestión es que, en definitiva, eventos como la guerra, la migración o el exilio, son procesos que obligan a moverse entre distintas disciplinas y formas de conocimiento. Es la misma materia prima de la que está hecha la filosofía, la literatura o la religión. Por eso, justamente, se vuelve tan importante utilizar el Antiguo Testamento. Como explica Élisabeth Roudinesco en A vueltas con la cuestión judía, el pueblo judío, “desde sus orígenes míticos, se caracteriza por el culto que rinde a su propia memoria. No deja de recordar las catástrofes (Shoá) que desde siempre le ha enviado Dios y que continuamente lo condenan al exilio, a la dispersión (diáspora o galut) y en consecuencia a la pérdida del territorio y de sus lugares sagrados: destrucción por Nabucodonosor del primer templo, construido por Salomón, cautividad de Babilonia, regreso del cautiverio, construcción del segundo templo, destruido luego por Tito –y del que no quedará más que un muro de lágrimas y sollozos (el muro de las lamentaciones)–, persecución por los romanos, que llamarán Palestina a Judea, y luego por los cristianos”.

    Así, los usos que Rieff da al Antiguo Testamento –y sobre todo a los libros como el Eclesiastés– remiten a esa antigua sabiduría judaica, que está muy lejos de la divinidad del Nuevo Testamento y la misma escatología del Antiguo. Por el contrario, todos remiten a una antigua interpretación judía sobre la memoria. Es esa sabiduría de la que es deudor Rieff en la interpretación que ofrece en Elogio del olvido, que no es más que una aceptación de la contingencia y finitud de la vida.

    Son esas interpretaciones las que permiten entender la obra de Rieff como un intento de quebrar los paradigmas de la ciencia política a través de la observación de otros paradigmas, como la religión o la narrativa. Aquello –contra los propios deseos de Rieff– lo emparenta con la misma tradición a la que pertenecía su madre, la tradición de ensayistas que podían observar dentro de sus ámbitos de interés las grietas que faltaban por descubrir, los lados oscuros de una teoría: Cioran, Canetti, Walter Benjamin y, repito, la misma Susan Sontag. Probablemente Rieff está cansado de ser presentado como “el hijo de…”, pero debería enorgullecerse de pertenecer a la tradición de escritores de la que ella formaba parte.

     

    Elogio del olvido, David Rieff, Debate, 2017, 176 páginas, $12.000.

  235. Un mundo ocupado

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    Desde distintos ángulos, tres libros invitan a disminuir las revoluciones y comprender el significado profundo del ocio. Mientras el neurocientífico Lamberto Maffei advierte que el verdadero aprendizaje jamás se ha producido a la velocidad con que se manejan las computadoras, Andrew Smart analiza los problemas del ajetreo actual y Byung-Chul Han ya diagnostica las enfermedades producto de vivir en la “sociedad del rendimiento”.

    por cristóbal carrasco

    El año 1965, IBM publicó un artículo sobre su nuevo aparato, la computadora System / 360. Allí explicaba una nueva funcionalidad: el multitasking. Esa computadora no podía hacer dos cosas simultáneamente, pero cada vez que requería que otra cosa sucediera para ejecutar por completo la tarea, entraba en un “modo de espera”, que permitía a la computadora pasar a la tarea siguiente de la lista. Así, la computadora estaba siempre ocupada.

    El multitasking progresó rápidamente en la informática. La tecnología actual no solo permite a las computadoras ejecutar varias acciones a la vez, sino hacerlo en un mismo dispositivo. Suena trivial decirlo, pero hace 10 años no podíamos tomar una foto, hacer una llamada, escuchar una canción, hacer una transferencia bancaria y leer un libro en un mismo aparato.

    El avance de esa tecnología ha supuesto que el multitasking se convierta en una condición habitual de nuestra vida. Así como pueden hacerlo los celulares, nos hemos acostumbrado a vivir de esa manera, y sobre todo, a trabajar bajo esa condición, a estar siempre ocupados. Buena parte de la literatura de autoayuda, de hecho, se aboca a la administración eficiente del tiempo, a ser exitosos en la vorágine del ajetreo. La autoayuda se ofrece también como una herramienta de mejoramiento de la productividad, y de la misma manera se fueron expandiendo los seminarios sobre gestión y management. Allá donde fracasamos por no rendir lo suficiente, los libros de autoayuda (como el clásico Los siete hábitos de la gente altamente efectiva, de Stephen Covey) resuelven el problema ofreciendo la esperanza de que es posible lograr cualquier meta con rutinas o disciplina que hagan eficiente nuestro tiempo. El mensaje motivacional conllevaba, por supuesto, la idea de que el esfuerzo y la ocupación no solo nos harán más eficientes, sino también personas más plenas.

    Aquella visión proviene en gran medida de la tradición calvinista, que contribuyó a la creencia de que el trabajo era una forma de servir a Dios y que el ocio es el padre de todos los vicios. En el siglo XX, los rasgos calvinistas se desarrollaron sin teología. Como explica Barbara Ehrenreich en Sonríe o muere: la trampa del pensamiento positivo, un libro que revela las mentiras de la autoayuda, “en las décadas de 1980 y 1990 las clases medias y altas llegaron a considerar que el estar muy ocupado, fuera en lo que fuera, constituía un signo de estatus, que además les venía muy bien a los empresarios, porque era lo que se esperaba cada vez más del trabajador, sobre todo con la llegada de las nuevas tecnologías, cuando desapareció la frontera entre trabajo y vida privada: el teléfono móvil se lleva siempre encima, y el ordenador portátil va y viene con su dueño de casa al trabajo (…) las élites de antes presumían de su vida ociosa, mientras que las de ahora se jactan de estar ‘agotados’, siempre ‘metidos en mil líos’”.

    Fruto de esa situación, el filósofo Byung-Chul Han escribió el año 2010 La sociedad del cansancio. Byung-Chul Han tomó la idea de Foucault sobre la sociedad disciplinaria para afirmar que esta había desaparecido en el siglo XXI, dando paso a una “sociedad de rendimiento”, caracterizada por los proyectos, las iniciativas y la motivación.

    Tanto Maffei como Smart sostienen que el cerebro humano no está diseñado para responder con eficiencia al ajetreo ni al multitasking. De hecho, Smart señala que hay suficiente evidencia científica para afirmar que al desarrollar varias tareas en simultáneo nuestro rendimiento es peor en todas ellas.

    A su juicio, el cambio de paradigma se produjo por una modificación del inconsciente social: “Con el fin de aumentar la productividad se sustituye el paradigma disciplinario por el de rendimiento, por el esquema positivo del poder hacer, pues a partir de un nivel determinado de producción, la negatividad de la prohibición tiene un efecto bloqueante e impide un crecimiento ulterior”.

    Lo curioso, explica el pensador coreano alemán, es que la sociedad del rendimiento hace que sean las mismas personas quienes se exploten a sí mismas, con el fin de lograr sus objetivos. El rendimiento no es una tarea que imponga un empleador o la autoridad. Tiene, en cambio, la apariencia de ser una elección libre. Sigue siendo una imposición, incluso en aquellas áreas que antes eran consideradas puramente recreativas, como el deporte. Aquello ha producido que las personas vivan en una constante “violencia neuronal”, que produce enfermedades como la depresión, el síndrome de déficit atencional o de desgaste ocupacional (según Byung-Chul Han, las enfermedades emblemáticas de nuestra época).

    El multitasking aplicado a los humanos es el punto máximo de esa sociedad del rendimiento. Escribe Han que “el exceso de positividad se manifiesta, asimismo, como un exceso de estímulos, informaciones e impulsos. Modifica radicalmente la estructura y economía de la atención. Debido a esto, la percepción queda fragmentada y dispersa”.

    La incomodidad de Han con el rendimiento tiene, por cierto, sus precursores. Simon Leys rememora en un pequeño ensayo de La felicidad de los pececillos una frase atribuida a Leonardo da Vinci, pronunciada luego de que le exigieran trabajar más: “A menudo los hombres de genio hacen mucho más cuanto menos actúan, pues tienen que meditar acerca de sus invenciones y madurar en su espíritu las ideas perfectas que expresarán posteriormente reproduciéndolas con sus manos”.

    No resulta común afirmar ahora que existe un correlato entre el genio y el no hacer nada. La tradición filosófica de la inacción, sin embargo, es antigua. Tiene ramificaciones en el wu-wei taoísta, y en occidente, tanto Rilke como Bertrand Russell o Samuel Johnson la han honrado. Lo mismo puede aplicarse a la tradición judía del Sabbath. El séptimo día es el día del descanso, pero también es un día que Dios ha declarado como sagrado. Byung-Chul Han escribe en su libro que el Sabbath es el día del “no”, un día libre “de todo para-qué”.

    Por otra parte, han existido esfuerzos desde la ciencia para favorecer la inacción. Andrew Smart es un investigador científico de la Universidad de Nueva York, quien comenzó a analizar los problemas del ajetreo en la sociedad moderna. En el inicio de su libro El arte y la ciencia de no hacer nada, cuenta que en el año 2001 un neurocientífico notó que cuando las personas estaban dentro de una máquina de resonancia electromagnética, su actividad cerebral cambiaba por completo: “Lo que halló fue una red específica que incrementaba la actividad cuando los sujetos parecían desentenderse del mundo exterior. Cuando se debe desempeñar una tarea tediosa en un experimento realizado en un resonador magnético, por ejemplo memorizar una lista de palabras, ciertas zonas del cerebro aumentan la actividad y otras las disminuyen. Sin embargo, si todo lo que el sujeto hace es permanecer con los ojos cerrados o mirar fijamente la pantalla, la actividad cerebral no disminuye, sino que simplemente cambia de lugar. La zona que se desactiva durante la ejecución de tareas aumenta su actividad durante el reposo: se trata de la red de estado de reposo”.

    Desde ese descubrimiento, la neurociencia abrió un campo completo de investigación. Smart explica que el estado de reposo del cerebro (también llamado “red neural por defecto”) se encuentra en correlación inversa con la red que entra en actividad durante la ejecución de tareas que requieren atención (llamada “red orientada a tareas”), y así, “cuando corremos a tontas y a locas en nuestra vida cotidiana tratando de cumplir nuestro horario, tratando de responder a todos los dispositivos móviles que tenemos, publicando mensajes en Twitter y Facebook, recibiendo mensajes de texto, escribiendo mensajes de correo electrónico y revisando listas de cosas pendientes, suprimimos la actividad de la que tal vez sea la red más importante del cerebro”.

    Smart apunta que la economía debe encogerse a fin de prevenir una crisis ambiental y reducir la pobreza. Asume que el esfuerzo del trabajo solo genera verdaderas utilidades para el pequeño grupo de personas que se aprovechan de él, pero no para los trabajadores, que deben trabajar –e incluso someterse a la presión del trabajo después de la jornada laboral– porque tienen cuentas por vencer que a veces solo existen por el trabajo mismo.

    Resulta contraintuitivo pensar que la red no orientada a tareas sea el área más importante del cerebro, pero Smart afirma que las estructuras cerebrales que pertenecen a esa área son las que “dan sustento al autoconocimiento, los recuerdos autobiográficos, procesos emocionales y sociales y también a la creatividad. Persisten en tanto se mantenga el estado de relajación”. Todos esos procesos, en conjunto, son aquellos que nos permiten “percibirnos como un ‘yo’ coherente y continuo” y en consecuencia, a medida que las personas se enfocan en resolver las tareas urgentes, dejan de lado las actividades que se desarrollan en la red neuronal por defecto y que son beneficiadas por el ocio.

    Lamberto Maffei es un neurocientífico italiano que ha llegado al mismo diagnóstico que Smart. En su libro Alabanza de la lentitud, explica que el desarrollo cerebral de los seres humanos se debe, en esencia, a la lentitud: “El gran truco de la prolongada infancia del hombre hizo posible su gran cerebro”. La lentitud acompaña a los humanos toda su vida, pues también el cerebro se va deteriorando lentamente, hasta llegar a la demencia senil. Esa forma de desarrollo posee varios efectos. Algunos ventajosos, según Maffei, como “brindar tiempo para que todos podamos imprimir una impronta personal al desarrollo de nuestro cerebro, ajustando progresivamente las conexiones de las fibras nerviosas conforme a los estímulos seleccionados por nosotros”. Sin embargo, nuestro pensamiento rápido no está tan desarrollado. De hecho, responde a la clase de pensamiento que poseían nuestros antepasados y que se vinculaban con la supervivencia.

    Tanto Maffei como Smart sostienen que el cerebro humano no está diseñado para responder con eficiencia al ajetreo ni al multitasking. De hecho, Smart señala que hay suficiente evidencia científica para afirmar que al desarrollar varias tareas en simultáneo nuestro rendimiento es peor en todas ellas.

    ¿Cuál es la solución, entonces? Smart, Maffei y Byung-Chul Han coinciden en la importancia del ocio como un mecanismo esencial para lidiar con los males de la hiperconectividad. Byung-Chul Han, citando a Walter Benjamin, afirma que se requiere de una relajación producida por el aburrimiento: “Sin relajación se pierde el ‘don de la escucha’ y la ‘comunidad que escucha’ desaparece (…). El don de la escucha se basa justo en la capacidad de una profunda y contemplativa atención, a la cual el ego hiperactivo ya no tiene acceso”.

    Por otro lado, Smart detalla investigaciones sobre los efectos que produce el ruido en el cerebro. Explica que a diferencia de los sistemas predecibles, el ruido en el cerebro agudiza la percepción de lo sensible. El ingreso de un distractor, como el ruido, permite que el cerebro focalice su atención en un estímulo sobre los demás. Aunque parezca extraño, las investigaciones sobre personas con déficit atencional demostraron que ellas pueden ejecutar mejor algunas tareas cuando las hacen bajo niveles moderados de ruido.

    Todas son tareas desagradables. A nadie le interesa ya aburrirse o escuchar ruido. Y en nuestra época –a diferencia de décadas anteriores– podemos esquivar el aburrimiento con facilidad. Lo mismo sucede con los límites. Hacia el final de su libro, Smart apunta que la economía debe encogerse a fin de prevenir una crisis ambiental y reducir la pobreza. Asume que el esfuerzo del trabajo solo genera verdaderas utilidades para el pequeño grupo de personas que se aprovechan de él, pero no para los trabajadores, que deben trabajar –e incluso someterse a la presión del trabajo después de la jornada laboral– porque tienen cuentas por vencer que a veces solo existen por el trabajo mismo.

    Ese estado de cosas no tiene por qué mantenerse. Smart imagina un mundo donde cada vez se trabaje menos, donde no se considere el ocio como un mal. Aquella convicción ahora suena quimérica o hippie, pero es antigua: es la misma que se lee en el Antiguo Testamento o se practica en algunas tradiciones orientales. Es bastante obvio que la hiperconectividad no nos dejará jamás, pero sucumbir a ella no es adecuarse al progreso, sino desconocer nuestros límites.

     

    El arte y la ciencia de no hacer nada, Andrew J. Smart, Tajamar Editores, 2016, 196 páginas, $13.090.

     

    Alabanza de la lentitud, Lamberto Maffei, Alianza Editorial, 2016, 128 páginas, $13.200.

     

    La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han, Herder, 2012, 80 páginas, $16.990.

     

  236. Amores siniestros

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    Los amores que describe Giaconi en los cuentos de Seres queridos, no logran trascender la soledad. A veces se encuentran en el límite de lo humano, ya sea por la proximidad de la muerte o porque han atravesado alguna barrera moral o social.

    por lorena amaro

    Suyos son dos libros de cuentos: el primero, Carne viva (Eterna Cadencia, 2011) y; Seres queridos, publicado recientemente por Anagrama y felizmente en Chile. Su nombre es Vera Giaconi y nació en Montevideo en 1974, pero se ha radicado en Buenos Aires toda su vida. Con gran suspenso narrativo, sabe dotar sus historias de varios sentidos posibles, desde la observación más concreta y cotidiana sobre la realidad global, hasta cuestiones que rozan lo metafísico y existencial.

    Los mundos narrados por Giaconi en este libro, cuyo título no alude a ninguno de los cuentos contenidos en él, sino que parece una sintética lectura de todos ellos, están marcados por los afectos familiares y cercanos. La tensión entre el cariño y la envidia es uno de los dilemas frecuentes en sus personajes, los cuales son descritos en su mayoría desde una tercera persona que hace foco en ellos, dotándolos de fuertes subjetividades. Los menos son narrados directamente, en primera persona: es el caso de los cuentos de apertura y cierre, que coinciden en mostrarnos a narradoras construidas a partir de la incertidumbre, generada por vivir relaciones a distancia con sus seres queridos (y también odiados). En el primero de ellos, “Survivor”, una mujer relata el romance de su hermana, radicada en Estados Unidos, con un famoso protagonista del reality homónimo; en “Reunión”, uno de los mejores relatos del conjunto, es la amiga entrañable de un excéntrico matrimonio la que trata de escudriñar lo que ocurre con ellos después de un año de no tener noticias de su vida en Bangkok.

    En ambos relatos, el amor no es garantía de bondad ni generosidad. Ciertas formas de poseer o extrañar al otro pueden ser devastadoras, y esta es la tónica de estos relatos, que lejos de reivindicar la familia o la amistad, miran las relaciones humanas con cierto sarcasmo. Como dice el epígrafe elegido por Giaconi, de Clarice Lispector: “Y consideró la crueldad de la necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser feliz. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces en que mataremos por amor”. Sin embargo, los amores descritos por Giaconi en realidad no matan: hieren, perturban, atan lazos siniestros. Se quedan un poco más acá de la muerte, pero pueden llegar a ser peores que ella. Así ocurre con el amenazante cuento “Reunión”, ya mencionado, en que la presencia de la pequeña Mali parece sacada de una película japonesa de horror.

    Con gran suspenso narrativo, sabe dotar sus historias de varios sentidos posibles, desde la observación más concreta y cotidiana sobre la realidad global, hasta cuestiones que rozan lo metafísico y existencial.

    Los amores que describe Giaconi se encuentran en el límite de lo humano, ya sea por la proximidad de la muerte o porque han atravesado alguna barrera moral o social. Su abandono es el de quienes se comunican por Skype, temiendo, como niños, la desaparición radical del ser amado: “Cortar la comunicación y quedarme frente a la pantalla en negro me parecía terrorífico. En mi cabeza me había fabricado la idea de que hacer eso era como darle al mundo la oportunidad de tragársela; que, del otro lado, el monitor oscuro se volvía una gran boca que se abría para tragarse a mi hermana…” (“Survivor”); o el de los viejos que duermen sin postura, reducidos por los años o la enfermedad, o que caminan arrastrando los pies antes de tomar el teléfono que les anunciará un fallecimiento con un escueto “Se terminó” (“Los restos”).

    Tales son los fantasmas que cruzan este libro impecable, en que la clase social es también un cerco para el solitario y el desesperado. En el mismo cuento “Los restos”, dos hermanas solitarias rapiñan lo que quedó de una hermana menor, aparentemente más afortunada que ellas, mostrando hasta dónde puede llegar la codicia y el desprecio entre personas de una misma familia. O en “Bienaventurados”: una señora con dinero intenta suicidarse ante la mirada atónita y compasiva de su empleada, trama en que la posición social articula en gran medida la construcción narrativa, la cual dará un vuelco inesperado hacia el final.

    Si bien Giaconi maneja la frase corta y el realismo descriptivo del cuento norteamericano, no lo hace mal con los desbordes imaginativos y oníricos que permiten dar una atmósfera adecuada a sus personajes, protagonistas de verdaderas pesadillas: “Soñé que menstruaba papelitos con los nombres de ciudades que no conozco. Soñé que cosía lentejuelas al traje de un gigante y que tenía que hacerlo mientras él dormía, sin despertarlo. Soñé que estaba en el zoológico y se me caía un ojo en el estanque de los patos. Soñé que inventaban una cura”, dice la mujer enferma que protagoniza “Limbo”, un efectivo cuento sobre una paciente crónica.

    Las ficciones de Giaconi abren el apetito novelesco. Terminar de leer “Survivor”, un cuento de apenas 15 páginas, es algo triste, porque se trunca una historia que podría continuar por muchas, muchas páginas. Esta autora, sin embargo, opta por la síntesis, como si estos 10 cuentos fueran breves rasgaduras de lo real, de las que brotan con naturalidad muy bien administrada las figuras incoagulables de lo unheimliche, lo uncanny, lo siniestro. En dos de ellos la fisura dice relación con el período de la dictadura argentina, en que la penumbra amenaza particularmente a los niños (“Dumas”, “A oscuras”). Narraciones que dejan deliberadamente muchos cabos sueltos, que no explican nada a nadie, robustas y amenazantes. También tristes.

     

    Seres queridos, Vera Giaconi, Anagrama, 2017, 152 páginas, $21.500.

  237. Los nuevos intelectuales estadounidenses

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    El movimiento Ocupa Wall Street en 2011 trajo algo más que un renovado interés por la economía política. Surgieron medios y escritores que están refrescando el debate público en EE.UU. Tienen menos de 40 años, al igual que sus predecesores de principios del siglo XX son de izquierda, saben que la carrera académica los relegará a la intrascendencia y escriben en revistas como Jacobin, n + 1 y The Point. Su principal motor es la crítica al neoliberalismo.

    por evan r. goldstein

    Una noche de esta primavera, el Instituto de Humanidades de Nueva York organizó una reunión para discutir acerca de los “nuevos intelectuales públicos”. Frente a una sala repleta, sentados en una mesa rectangular, había tres ejemplares de esta raza ascendente: Nikil Saval, coeditor de n + 1; Sarah Leonard, editora senior de The Nation; y Jon Baskin, coeditor de The Point. Todos tienen menos de 40 años, no siguen carreras académicas y forman parte integral de lo que los organizadores del evento calificaron de “renacimiento en el periodismo cultural”.

    Es una afirmación notablemente optimista, especialmente cuando se compara con el retorcerse de manos que típicamente acompaña al hablar de los intelectuales públicos en Estados Unidos, quienes parecen estar siempre en acto de desaparecer. Los pocos que quedan palidecen en comparación con las mentes casi míticas que recorrían las calles de Nueva York en las décadas de 1930 y 1940, cuando los alquileres eran baratos, las polémicas eran duras y la política era radical. O así dice la sabiduría convencional. ¿Qué pasó? Los intelectuales que no podían sobrevivir como escritores independientes se hicieron profesores. En la década de 1960, quedaban pocos intelectuales que no fueran académicos. El carrerismo y la especialización abrieron gradualmente un abismo entre los intelectuales y el público. La enérgica prosa de Edmund Wilson e Irving Howe cedió, a mediados de los 90, a la complicada teoría de género de Judith Butler y las reflexiones de estudios culturales de Andrew Ross.

    Si un renacimiento intelectual está en marcha, el catalizador ha sido la avalancha de pequeñas revistas que han aparecido en la última década más o menos: Jacobin, Los Angeles Review of Books, The New Inquiry, n + 1, The Point, Public Books. Al mismo tiempo, las publicaciones más antiguas, como Dissent, han sido rejuvenecidas; revistas inactivas, como The Baffler, han sido resucitadas. James Livingston compara el momento actual con las primeras décadas del siglo pasado, cuando revistas como The Dial, The New Republic y Modern Quarterly, reorientaron la vida intelectual en EE.UU. “Entre 1900 y 1930, esas pequeñas revistas definieron el canon literario y elaboraron todas estas ideas sobre cómo reformar el mercado”, dice Livingston, profesor de historia en la Universidad de Rutgers en New Brunswick. “Fue un tiempo increíble de fermento intelectual. Nuestra época es similar en que todos saben que tenemos que hacer algo radical”.

    En su libro de 1987, The Last Intellectuals, Russell Jacoby sostuvo que la generación de escritores y críticos que llegaron a la conciencia política en los años 60 fue absorbida por la universidad y desapareció de la vida pública, precipitando “una retirada de la energía intelectual del dominio más amplio a una disciplina más estrecha”.

    Como sus predecesores de principios del siglo XX, los nuevos intelectuales públicos de hoy están, de manera casi uniforme, en la izquierda. Gran parte de ellos alcanzó la mayoría de edad en los años 80 y 90, un período marcado por el triunfo del capitalismo pos Guerra Fría y la sensación de que las grandes preguntas habían sido resueltas. En la medida en que comparten una agenda política, ella es desafiar el neoliberalismo. Cuando la economía casi colapsó en 2008, abrazaron las críticas marxistas y estructuralistas. En 2011 se precipitaron a la bandera de Ocupa Wall Street. Los dos meses que duró el campamento de Ocupa en el distrito financiero de Nueva York representaron una de las experiencias más esperanzadoras y significativas de sus vidas (la primera vez que las cosas parecieron estar en juego política e intelectualmente).

    Muchos de los nuevos intelectuales son, o fueron hasta hace poco, estudiantes de posgrado. Llegaron al campus mucho después de que sus profesores y los profesores de sus profesores se hubieran retirado de la esfera pública, alejando a la izquierda académica de la izquierda política. La política del campus había suplantado la política más grande. Bruce Robbins, profesor de literatura en la Universidad de Columbia y un destacado combatiente en las escaramuzas del PC de los años 80 y 90, mira hacia atrás esa época con pesar. “A veces siento como si hubiera tirado 10 años de mi vida luchando las guerras culturales”, dice. Los nuevos intelectuales, añade, han iniciado una conversación más sustantiva. Samuel Moyn, que era un estudiante de posgrado en los años 90 y ahora es profesor de derecho e historia en la Universidad de Harvard, describe a su generación como pasiva: “Nunca estuvo la idea de que pudiéramos o debiéramos llegar a un público más amplio”, dice, señalando que los estudiantes de posgrado hoy no asumen tal postura. “Esta es una generación que rechaza la vocación de mero erudito”.

    En su libro de 1987, The Last Intellectuals, Russell Jacoby sostuvo que la generación de escritores y críticos que llegaron a la conciencia política en los años 60 fue absorbida por la universidad y desapareció de la vida pública, precipitando “una retirada de la energía intelectual del dominio más amplio a una disciplina más estrecha”. Para Jacoby, las implicaciones eran terribles. “La correa de transmisión de la cultura (la manera inefable por la cual una generación mayor pasa no solo su conocimiento, sino sus sueños y esperanzas) está amenazada”, escribió. “Los intelectuales más jóvenes están ocupados y preocupados por las exigencias de las carreras universitarias. A medida que la vida profesional crece, la cultura pública se hace cada vez más pobre y más vieja”.

    Treinta años después, ese proceso muestra signos de estar revirtiéndose. Los intelectuales más jóvenes no ven la academia como un refugio. La ven como una institución en crisis. Nunca han conocido un mercado de trabajo académico saludable o una época en la que las humanidades no estuvieran en una actitud defensiva.

    Pero a medida que la vida académica se deteriora, la cultura pública se hace más rica y más joven. Evan Kindley, editor sénior de Los Angeles Review of Books y profesor visitante del Claremont McKenna College, argumentó el año pasado en PMLA, la revista de la Modern Language Association, que la crisis de contratación ha debilitado los incentivos para producir estudios revisados por pares. La energía intelectual que en una época anterior iba a llenar un currículum y tratar de conseguir un trabajo con nombramiento y trayectoria está ahora, para una pequeña pero influyente camarilla, siendo canalizada hacia el debate público. “La estructura de recompensa de la vida académica se ha desmoronado”, dijo a la multitud en el Instituto de Humanidades de Nueva York, el coeditor de n + 1, Nikil Saval, quien tiene 33 años y un doctorado en literatura de la Universidad de Stanford. “Muchos de los estudiantes de posgrado son como… ¿por qué debo participar en esto? Y escriben para los lugares que quieren”.

     

     

    Y están encontrando una audiencia, ayudados por las redes sociales y las bajas barreras de acceso que ofrece internet. Jacobin, por ejemplo, una revista anticapitalista radical que comenzó en un dormitorio de la Universidad George Washington en 2010, tiene ahora 20.000 suscriptores de la versión impresa, casi un millón de visitantes mensuales a su sitio web y más de 80 grupos de lectura, desde Chicago a Calgary o Copenhague. Eso es un gran número de seguidores para una pequeña revista socialista.

    Los nuevos intelectuales son “la refutación más grande al argumento de Jacoby”, dice Corey Robin, un teórico político en el Brooklyn College, quien fue profundamente influenciado por la lectura de The Last Intellectuals cuando era estudiante de posgrado en los años 90. “Toda la premisa de la narrativa de Jacoby es una historia de corrupción: los intelectuales son absorbidos por el mundo académico, son corrompidos y pierden su filo”, dice Robin. “Ahora estamos en el otro extremo de ese túnel”.

    Hasta hace poco, David Marcus pasó la mayor parte de sus días escondido en un pequeño cubículo sobre la Biblioteca Butler en la Universidad de Columbia, como estudiante de posgrado en historia estadounidense. Su tesis es sobre la teoría política estadounidense en los 50. Enseñó un seminario de “Civilización contemporánea”, un curso de Columbia sobre grandes libros esenciales. Una nubosa tarde de marzo, su escritorio está lleno de una pila de trabajos de estudiantes que necesitan calificaciones. Pero su mañana fue dedicada a trabajar en el ensayo editorial para el próximo número de Dissent, que edita con Michael Kazin, profesor de historia en la Universidad de Georgetown.

    Marcus, que tiene 32 años, se unió a Dissent en 2006, un tiempo “sombrío e insano” en la revista. Por un lado, se estaba haciendo vieja. Fundada en 1954 por Irving Howe y un círculo de escritores que incluían a Norman Mailer, Meyer Schapiro y Lewis Coser (“Cuando los intelectuales no pueden hacer nada más, empiezan una revista”, escribió Howe en ese entonces), el promedio de edad en las reuniones editoriales estaba desde hace tiempo bien al norte de los 50. “No creo que la gente en la órbita de Dissent anticipara que hubiera otra generación”, dice Marcus.

    Los intelectuales más jóvenes no ven la academia como un refugio. La ven como una institución en crisis. Nunca han conocido un mercado de trabajo académico saludable o una época en la que las humanidades no estuvieran en una actitud defensiva.

    Durante la última década, sin embargo, la revista demócrata-socialista ha experimentado una suerte de reajuste generacional. El pie de imprenta ahora integra a varios escritores y estudiosos más jóvenes, incluyendo a Tim Barker, Tressie McMillan Cottom, Sarah Leonard, Jedediah Purdy y Nick Serpe. Cuando Dissent celebró su aniversario número 60 en una cena de gala en Manhattan, The New York Times se maravilló ante el “notorio contingente de personas veinteañeras” que asistió.

    La circulación de Dissent nunca superó los 10.000 ejemplares (hoy se sitúa en aproximadamente 5.000). Sin embargo, siempre ha sido una respetada incubadora de talento, un lugar donde jóvenes intelectuales de izquierda podrían comenzar a hacerse un nombre por sí mismos. Entre esos escritores estaban Keith Gessen, Mark Greif y Benjamin Kunkel; en 2004, junto con Marco Roth, Chad Harbach y Allison Lorentzen, fundaron n + 1, posiblemente la más celebrada de la nueva cosecha de pequeñas revistas. Apareciendo el año después de que Partisan Review, la revista insignia de los intelectuales de posguerra, cesara sus 69 años de existencia, n + 1 ofrecía una mezcla de tanta seriedad literaria y aspiración política que fue saludada como un cambio de guardia, una “lucha generacional contra la pereza y el cinismo”, como A.O. Scott escribió en The New York Times Magazine. Bruce Robbins, “instantáneamente golpeado” por n + 1, organizó un evento para sus editores en Columbia. Para su sorpresa, cientos de personas se presentaron. “Los jóvenes sabían enseguida que algo importante estaba sucediendo”, dice. En seis meses, el primer número de n + 1 se había agotado.

    La influencia de n + 1 se extiende a la manera en que se comercializó y se financió, en parte, haciendo fiestas. La primera tuvo lugar en un gimnasio de una escuela en el Lower East Side. “Entré y había 800 personas emocionadas por esta pequeña revista que era seria y directa, y no se avergonzaba de su elitismo”, recuerda Jon Baskin. El modelo de negocio básico –unas pocas personas comprometidas y una inversión de unos 8.000 dólares por los editores fundadores– parecía replicable. En 2009, Baskin junto con Jonny Thakkar y Etay Zwick, dos compañeros estudiantes de posgrado en el Comité de Pensamiento Social de la Universidad de Chicago, fundaron The Point, una revista de filosofía, cultura y política (fiel a sus raíces de la Universidad de Chicago, The Point es la menos izquierdista de las nuevas revistas pequeñas).

    John Palattella, editor general de The Nation y uno de los organizadores del evento en el instituto de Nueva York, ve la fusión del compromiso intelectual y el espíritu empresarial como un rasgo único de esta nueva cosecha de intelectuales. Empiezan revistas pero también imprimen libros; organizan paneles y son expertos vendedores, promotores y usuarios de las redes sociales. Nadie personifica más este fenómeno que Bhaskar Sunkara, el fundador de Jacobin, 26 años, a quien Vox recientemente ungió “el mejor capitalista socialista que se haya visto”.

    Jacobin se ha convertido en el más querido del profesorado”, dice James Livingston. “Bhaskar ha reclutado esta generación más joven de pensadores y escritores brillantes que no transigirán en su política, lo que es tan atractivo en un mundo que escinde la diferencia”. La revista también destaca por su colorido y elegante diseño. Un vistazo a la portada y está claro que esta no es la revista trimestral intelectual de tu padre.

    “La mirada atrevida evidencia la distinta sensibilidad generacional de los intelectuales más jóvenes”, dice Corey Robin. Su sello es la falta de miramientos ante los expertos profesionales, académicos e intelectuales. “Son confrontacionales, argumentativos y no les importan los modales”, dice Robin, editor colaborador de Jacobin.

     

     

    Él contrasta este estilo con el tenor educado y profesional de su propia generación. “Cuando fui a la universidad, me dijeron que lo más importante es conseguir un protector; es un sistema feudal, necesitas un patrocinador, pero nadie cree que su mentor pueda ya protegerlo, ni siquiera en los programas superiores. Si en una relación feudal el protector no puede protegerte, toda la relación de obligación y deferencia empieza realmente a cambiar”.

    Peter Frase se inscribió en el Graduate Center de la City University of New York con el objetivo de convertirse en un teórico marxista. Pero llegó a considerar la cultura del marxismo académico como arcana e insular. “Cuando comencé a redactar artículos para revistas y proyectar mi tesis, me sentí frustrado por tener que escribir artículos que nadie más leería, para satisfacer a los árbitros del sistema de revisión por pares y participar en un proceso que parecía internamente justificado para llenar currículums y tener una carrera académica, pero sin tener mucho efecto”. Él encontró más satisfacción escribiendo su blog, que llegó a los lectores de todo el mundo.

    Un día recibió un correo electrónico de Sunkara. “No pensé que Jacobin fuera a llegar a ninguna parte”, dice Frase, de 36 años, “pero Bhaskar parecía un buen tipo”. Frase contribuyó con un ensayo sobre la ética del trabajo en el primer número. “El amor al trabajo no llega fácilmente al proletariado”, escribió, “y su construcción durante siglos fue un logro monumental para la clase capitalista”. En el ensayo más conocido de Frase, publicado en 2011, anticipó el fin del capitalismo y el surgimiento de nuevos acuerdos sociales más equitativos. Ese artículo es la base del primer libro de Frase, Four Futures: Life After Capitalism, recién aparecido por el sello de Jacobin en la editorial Verso. Tras siete años en su doctorado en sociología, Frase se alejó.

    En 2004, Marco Roth, Chad Harbach y Allison Lorentzen, fundaron n + 1, posiblemente la más celebrada de la nueva cosecha de pequeñas revistas. Apareciendo el año después de que Partisan Review, la revista insignia de los intelectuales de posguerra, cesara sus 69 años de existencia, n + 1 ofrecía una mezcla de tanta seriedad literaria y aspiración política que fue saludada como un cambio de guardia.

    “Hay mucho miedo entre los jóvenes académicos, porque están tratando de comenzar una carrera y conseguir trabajo y, por lo tanto, puede haber una efectiva reticencia de hacer afirmaciones audaces o de herir susceptibilidades, lo que es comprensible”, dice. “Tener una plataforma para hacer argumentos fuera de ese contexto nos ha liberado de tener que ocuparnos de nuestros modales”.

    Si bien la decepción ha sido durante mucho tiempo la disposición tradicional de los pensadores de izquierda en EE.UU., los nuevos intelectuales muestran un grado de esperanza. “Como el primer período sostenido durante generaciones”, comienza la nota del editor en un número reciente de n + 1, “es un momento emocionante para la izquierda estadounidense”. Este optimismo se remonta al menos al 17 de septiembre de 2011, cuando un grupo de activistas estableció un campamento en el parque Zuccotti de Nueva York. Protestas similares pronto se extendieron por todo el país. Las pequeñas revistas se agruparon alrededor de Ocupa Wall Street, formando lo que ellos llamaron un “grupo de afinidad de escritores y artistas”, organizando conferencias y paneles de discusión y analizando los objetivos del floreciente movimiento. “Intelectualmente esos pocos meses fueron el mejor momento de mi vida”, dice Nikil Saval, el coeditor de n + 1.

    “Durante mucho tiempo, parecía que no había alternativa a la política tal como existía”, dice Sarah Leonard, 28 años, profesora de tiempo parcial en la Gallatin School de la Universidad de Nueva York. “Y así seguimos escribiendo sobre el socialismo y la desigualdad, porque eso era lo correcto, no porque pensáramos que nuestros argumentos iban a triunfar. El optimismo que surgió de Ocupa quiso decir que mucha gente tenía los mismos sentimientos que nosotros. Ciertamente, estos temas eran preguntas vivas e ideas vivas. Fue un gran cambio emocional”.

    Leonard y Saval ayudaron a iniciar una publicación emergente, Occupy!, un intento temprano para pensar lo que estaba sucediendo en terreno. El primer número incluyó un mensaje de la mayor figura política de la Nueva Izquierda, Mark Rudd; una carta abierta a la policía; relatos de primera mano de las protestas en Atlanta, Oakland y Filadelfia; y un cancionero Ocupa (Woody Guthrie, naturalmente, estuvo a la altura). Saval y sus colaboradores transportarían pilas de Occupy! al campamento.

    Cualquiera fuese el optimismo nacido con Ocupa ha sido reafirmado por el auge de Black Lives Matter y el sorprendente éxito de la campaña presidencial de Bernie Sanders. “Tal vez por primera vez en el trayecto de 60 años de Dissent”, dice David Marcus, “estamos bien posicionados en la política del momento”. A raíz de la elección de Donald J. Trump, eso significa una política de fiera oposición. “Hemos aprendido que los límites de la política estadounidense son más amplios que lo que cualquiera de nosotros imaginó. El peligro es mayor, pero también lo es la promesa”, escribe Timothy Shenk, estudiante de doctorado en historia en la Universidad de Columbia, en el sitio web de Dissent. “Nuestra tarea no es aferrarse a fragmentos de un orden liberal destrozado, recolectando pedazos antes de que lleguen los bárbaros”.

    Seth Ackerman, 38 años, miembro del consejo editorial de Jacobin y candidato a doctor en historia en la Universidad de Cornell, señala otro efecto persistente de Ocupa: una oleada de interés por la economía política. “Los jóvenes académicos cuyo trabajo anterior se centró en Foucault o Barthes, de repente quieren escribir sobre productos derivados o paraísos fiscales”. Cita un precedente histórico: “Cuando hay una generación de intelectuales cuya posición de clase está en peligro, es probable que haya algún tipo de radicalización intelectual entre los jóvenes”.

    Esa radicalización se extiende más allá del relativamente remoto archipiélago de las pequeñas revistas. La actitud es capturada en la introducción a The Future We Want: Radical Ideas for the New Century (Metropolitan Books, 2016), una colección de ensayos y llamada generacional a las armas, editada por Leonard y Sunkara. “Se nos dijo que en la economía del conocimiento los buenos trabajos seguirían a la educación superior; hay pocos trabajos y nos encerramos en unos miserables tan pronto como sea posible para alimentar a los usureros”, escribe Leonard. “No necesitas un curso universitario para saber cuándo te están estafando”.

     

     

    Al menos una vez al mes, durante los últimos 30 años, un desconocido le pide consejo a Russell Jacoby. El buscador de consejo típicamente es un estudiante de posgrado desesperado por convertirse en un intelectual público, para continuar la tradición de críticos-ensayistas de antaño: Edmund Wilson, Dwight Macdonald, C. Wright Mills. El buscador quiere una ratificación por parte del autor de The Last Intellectuals.

    “Nunca sé qué decir”, relata Jacoby con un suspiro. “Odio alentarlos, porque la economía es tan intimidante”. Señala que incluso un escritor exitoso como Christopher Hitchens tuvo que enseñar a tiempo parcial en la New School. “A menos que tengan un socio rico o una familia rica, va a ser muy difícil sobrevivir”. Él lo sabe por experiencia. Jacoby intentó varios períodos como escritor independiente; ninguno resultó ser sostenible. Cuando The Last Intellectuals se publicó, él era un trabajador académico desempleado de 42 años y padre de dos hijos, que había enseñado en siete universidades en 12 años. Durante los últimos 20 años, ha tenido un puesto en el departamento de historia de la Universidad de California en Los Angeles con un contrato renovado anualmente. “Yo soy lo que se llama un profesor en residencia”, dice Jacoby. “Sea lo que sea que eso signifique”.

    Consultado sobre la nueva cosecha de pequeñas revistas y los escritores congregados alrededor de ellas, responde: “¿Cómo se las arreglan?”.

    La respuesta: precariamente. Los empleados de Jacobin (hay 10) ganan salarios de un rango que va de la sección media de los 40.000 a la sección baja de los 30.000 dólares. Saval no cobra salario como coeditor de n + 1. Él es autor de Cubed: The Secret History of the Workplace (Doubleday, 2014) y escribe sobre arquitectura y diseño para T: The New York Times Style Magazine, entre otros lugares. Frase se gana la mayor parte de su sustento como analista estadístico. Ackerman, que está en el décimo año de su doctorado, recientemente tropezó con una carrera lateral como traductor al inglés del economista francés Thomas Piketty. Espera que la faena le permita flotar el tiempo suficiente para terminar su tesis. David Marcus no ganó dinero como coeditor de Dissent y sobrevivió con su beca de posgrado en Columbia y escritos ocasionales. “Tengo 32 años y gano 30.000 dólares al año”, dijo en marzo. “En algún momento necesitaré encontrar otra forma de remuneración para mi trabajo”. En septiembre fue nombrado editor literario de The Nation.

    John Palattella, editor general de The Nation, ve la fusión del compromiso intelectual y el espíritu empresarial como un rasgo único de esta nueva cosecha de intelectuales. Empiezan revistas pero también imprimen libros; organizan paneles y son expertos vendedores, promotores y usuarios de las redes sociales.

    La relación entre dificultades financieras y resonancia intelectual es difícil de desenredar. Sin embargo, la mayoría de la gente ve una. “La desaparición de los trabajos académicos en las humanidades indudablemente ha acelerado el resurgimiento de las pequeñas revistas, al negarles a tantos jóvenes intelectuales de talento un nicho profesional seguro y obligándolos a improvisar alternativas”, dice Jackson Lears, historiador cultural de Rutgers y editor de la revista trimestral Raritan. ¿Cuán sustentables son esas alternativas? No mucho, dice Thomas Frank, editor fundador de The Baffler. Los trabajadores de la cultura están atrapados en una paradoja: nunca ha sido más fácil ser publicado y nunca ha sido más difícil ganarse la vida. “Este es el final del camino para la crítica cultural no académica”.

    Mientras tanto, las pequeñas revistas siguen haciendo correrías. Alyssa Battistoni, estudiante de 30 años de ciencia política en Yale y miembro del consejo editorial de Jacobin, se preocupa de que el nuevo intelectualismo público esté creando expectativas onerosas para los jóvenes estudiosos: “Debes hacer cultura pública y escribir, como si esto fuera poco, sobre todo lo demás, a pesar de que eso probablemente no contará para tu solicitud de empleo o el archivo de nombramiento, y que podría generarte problemas en alguna parte en el intertanto”. Incluso si se cumple con esas exigencias y se evita la reputación de ser difícil, los honorarios, los trabajos de profesor asistente y las becas, eventualmente se agotarán (y, las probabilidades indican, también las perspectivas de empleo). Y como generaciones de intelectuales han descubierto, lo romántico de la lucha tiende a disminuir a medida que uno se acerca a los 40 años. ¿Entonces qué?

    Aaron Bady ha pensado mucho esa pregunta. Es un especialista de 37 años en literatura africana contemporánea, con un doctorado de la Universidad de California en Berkeley, que pasó cinco años en el mercado del trabajo, incluyendo dos años como posdoctorando en la Universidad de Texas en Austin. Fue finalista en tres concursos de un nombramiento, pero nunca recibió una oferta. “Mi generación no corre el riesgo de confundir la universidad con un refugio”, escribió este año en Boston Review. Bady dice que nunca tomó la decisión de abandonar la academia; un día los cheques simplemente dejaron de llegar. De repente, él no tenía ninguna afiliación institucional ni iniciativas prometedoras. Se había convertido en un ex académico.

    En 2012, Bady cayó en la órbita anárquica de los editores en The New Inquiry, que había comenzado unos años antes como una especie de salón para los habitantes de Brooklyn empapados de teoría crítica. Es la creación de Mary Borkowski, Jennifer Bernstein y Rachel Rosenfelt, amigas del Barnard College que se graduaron a pesar de la recesión en 2009. “No teníamos dónde ir para hacer trabajo intelectual”, dice Rosenfelt, ahora directora asociada del programa de maestría en edición creativa y periodismo crítico de la New School. “La escuela de posgrado era un callejón sin salida. La edición y el periodismo eran un barco que se hunde”. El resultado fue una “población excedente de jóvenes inteligentes, interesantes e interesados”, muchos de ellos mujeres, muchos de ellos cada vez más radicalizados por la deuda estudiantil.

    El trabajo de Bady para la revista es ecléctico, cubriendo cultura popular, educación superior, política keniana, el pene de Donald Trump, la legalidad de los registros exhaustivos, incluyendo el desnudo –hay un ensayo titulado memorablemente “No podemos permitirnos proteger los anos de los condenados”– y mucho más . “La vacuidad del nombre The New Inquiry significa que potencialmente puede abarcar casi cualquier cosa”, agrega.

    Bady ahora vive en Oakland, tratando de ganarse la vida como escritor. Él y su pareja, también un antiguo estudiante de posgrado, quieren comenzar una familia y les preocupa si son capaces de costearla. Piensa mucho acerca de si la escuela de posgrado valió la pena y sobre el significado del trabajo intelectual. “Si hace ocho años le hubiera dicho a mi madre que voy a dejar la escuela de posgrado y convertirme en independiente, su respuesta habría sido: no puedes permitirte el lujo de tomar un riesgo así, si hay una opción más segura. Pero cuanto más parece que no hay opción segura, menos atractivo se hace cualquier tipo de compromiso”.

    Bady se queda en silencio. “Si voy a luchar, necesito que valga la pena”, concluye. “Necesito continuar el trabajo que encuentro más satisfactorio”.

     

    Artículo aparecido en The Chronicle of Higher Education. Traducción: Patricio Tapia.

  238. Lumpen: elección de materiales y perspectivas

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    Desde su primer libro, Las edades del laberinto, pasando por Industrias Chile S.A. y País nocturno y enemigo, César Cabello ha construido un proyecto poético que problematiza los símbolos de la transnacionalidad a partir de lo mapuche y lo fronterizo-periférico. Junto a Jaime Pinos y Juan Carreño configuran una estética de “bajo fondo” que para el poeta Germán Carrasco “trasciende el mero documento testimonial del paria y que se instala, sin complejos, ante la representación social disminuida que proponen los discursos de un Estado subsidiario”.

    por germán carrasco

    César Cabello y otros poetas han tomado como material el lumpen, y han investigado y conocen el tema con bastante maestría. El peligro es que cierta academia los diseccione y encasille como poetas-lumpen, y que hagan de eso pasto de papers y de aprovechamientos varios.

    Desde que Marx acuñara el concepto de lumpen-proletario, a mediados del siglo XIX, para referirse al grupo humano que quedaba fuera de los procesos de producción del capital, este ha ido evolucionando hasta adquirir características propias que lo distancian de su primera representación. Es así como, producto de la nueva estratificación social provocada por la recesión económica y el quiebre del discurso conservador que fomentara el auge de la clase media durante el siglo XX, el lumpen actual se articula bajo un sentido de pertenencia que no es reivindicativo en cuanto a su conciencia de clase u organización política, pero que incorpora como propias las ideas de progreso económico y social.

    Es esta dualidad, propia del lumpen, la que le permite a la voz de los poemas travestirse en buenos prospectos de “delincuentes”, que asumen como suya la gratificación individual, la consecución de bienes materiales y la preeminencia de la propiedad privada por sobre el patrimonio moral del pobre y la comunidad.

    Este fenómeno, no privativo de la literatura de interés sociológico, ha encontrado en la poesía chilena actual una textualidad que trasciende el mero documento testimonial del paria y que se instala, sin complejos, ante la representación social disminuida que proponen los discursos de un Estado subsidiario y de los medios de comunicación masivos.

    Autores como Jaime Pinos en Criminal, Juan Carreño en Compro fierro y Oxicorte, y César Cabello en El país nocturno y enemigo y Lumpen, se apropian de este espacio culturalmente diferenciado para resignificar el conflicto “centro-periferia / local-universal” desde una perspectiva que subvierte el canon de la literatura chilena, tanto desde el punto de vista temático como desde la propia difusión precaria de sus obras en editoriales autogestionadas o independientes.

    La transgresión cuidadosa de los discursos jurídicos y mediáticos en torno a la figura del Tila, en el caso de Pinos; la documentación de la experiencia poblacional traducida en el uso de registros de habla naturales del coa o de la jerga callejera, en la poesía de Carreño; y la deconstrucción consciente que permea a partir de sus propios recursos formales e ideológicos la literatura universal, en el caso de Cabello, configuran una “Estética de bajo fondo” que bien vale la pena analizar.

    Hay una aclaración importante que hacer, y es la empatía solapada y condescendencia con que se suele hablar de marginalidad, encasillando a los autores. El título de esta columna es la elección de una perspectiva y los materiales precisamente porque se opta por esta persona como una estrategia y un dispositivo literario. La biografía de los autores nada tiene que ver con la situación de marginalidad. Así como escriben desde esta perspectiva, bien podrían hablar desde otro dispositivo: el helenismo, el rigor formal, lo libresco. Es una aclaración fundamental y hay que tener cuidado extremo con confundir los planos.

    Me referiré ahora a la obra de Cabello; Pinos y Carreño merecen más de un estudio o columna completa cada uno.

    Desde su primer libro, Las edades del laberinto, pasando por Industrias Chile S.A. y el citado País nocturno y enemigo, César Cabello ha construido un proyecto poético que problematiza los símbolos de la transnacionalidad a partir de lo mapuche y lo fronterizo-periférico. En su cuarto libro, Lumpen, el poeta retoma los tópicos trabajados, pero incorpora elementos autobiográficos que lo distancian de la imaginación alegórica de sus textos anteriores y que marcan un itinerario en donde la evocación de su lugar de origen, la toponimia de la población Santa Olga, en Lo Espejo, se ficcionaliza y opera como un espacio de enunciación más situado, para él o los hablantes del libro, según sea el caso.

    En el poema que abre el texto, “50 Aniversario de la población Sta. Olga”, leemos:

     

    Celebro la sombra de mi infancia en una toma de terrenos,

    al grupo de niños con el que jugábamos a explorar

    la fábrica abandonada, el hospital inconcluso,

    las fronteras de los aeropuertos.

     

    Celebro las horas desérticas,

    las hechizas lámparas: velas al interior de tarros de pintura

    con las que alumbrábamos la marcha nocturna

    de los nuevos pobladores que llegaban por Panamericana

    hasta el baldío, todavía sin nombre.

     

    Celebro al homo faber,

    a las dirigentas del comité Sta. Olga de Kiev

    y al político desconocido que –sin pedir nada a cambio–

    convenció al propietario de esos manzanares

    para que firmara la expropiación…

     

    …Y aunque a veces me descubro envuelto en el ropaje de tus calles

    –veo como extiendes tus manos por encima de mi propia vida–,

    celebro el día en que me alejé de ti

    y solo regresé para cargar el ataúd

    en el funeral de un amigo

    o consolarme con las mismas verdades

    de “El dios abandona a Antonio”.

     

    Celebro que me dieras un lugar,

    una colmada tumba para arrastrar hasta allí mis huesos,

    aún fuertes, aún no heridos por el horror

    de tener que recobrarte.

     

    Esta referencia a un espacio marginal que se intenta prestigiar con la cita a la Alejandría de Kavafis, en “El dios abandona a Antonio”, es retomada en el último poema del libro, “Población y límite”, a partir de las “señales de ruta” que refuerzan la historicidad del relato inmanente en el texto y que, a pesar de la precariedad de los sujetos que configuran la experiencia fundacional de la población, es la única pertenencia a la que la voz de los poemas puede filiarse:

     

    Dobla hacia el poniente en Cardenal Caro.

    Sigue cinco calles hacia abajo.

    Habrá hombres esperándote en los callejones…

    … mujeres que transportan ollas con comida

    de una vivienda a otra.

     

    Es sábado y el cura de la población vecina

    visita nuestras casas.

    Propone la construcción de una iglesia

    y de una sala de reunión…

     

    Somos treintaicinco familias

    venidas de Ninguna Parte.

     

    Cada una tomó sus cosas

    y las instaló en tierra.

    Abrió puertas ajustando los marcos

    a una estatura mediana.

     

    Cavó un pozo para defecar.

     

    Compartió su sangre

    y viajó en grupos de doce jornaleros

    hasta las primeras obras de carretera.

     

    Cada una entró a la fuerza

    y rechazó carpetas con títulos de dominio.

    Casó a sus hijas con los muchachos buenos

    y escogió un nombre: Pueblo Hundido, Sta. Olga,

    Las Ánimas, Villa Tempestad.

     

    Esta filiación, que no tiene nada de utópica y que se presenta como una constante en el libro, se resuelve mediante la imposibilidad del hablante por establecer una experiencia trascendente, ya sea desde la familia, la condición de clase, el trabajo o la misma poesía. Como se lee en “Mano de obra”:

     

    Esta casa tiene la forma de la noche.

    La construyó mi padre sin ser arquitecto.

    En ella puso en juego sus horas robadas al trabajo

    y la liquidez de un auto que por necesidad

    tuvo que venderse.

     

    Esta casa tiene la forma de sus manos,

    la estatura media del hombre derrotado bajo la puerta,

    por donde solo pasa él y su voz sombría: albañil-cadáver

    despedido por una familia numerosa…

     

    O en el poema “Wéstern o la división del trabajo”:

     

    No recuerdo haber jugado más que con trenes en la infancia.

    Mis sueños y el peso del hierro me devolvían a una edad remota,

    donde la combustión de la sangre y del alma

    convergían en el camino interminable

    de los rieles.

     

    Iba a ser maquinista (o mecánico de aviación),

    pero el trabajo y mis anhelos fueron separados por el tiempo,

    como en esa lucha de indios contra vaqueros.

     

    Pienso en esto, sentado frente al polígono fabril

    donde se construían las locomotoras

    y que hoy albergan las bodegas

    de un supermercado.

     

    Solitario, como un vagón fantasma

    que retorna –sin fuerzas– por la vía.

    Furioso, contra ese tren negro –sin luces–

    en el que se ha convertido mi existencia.

     

    Y en “Mi padre, de pie, sobre un motor Volkswagen de 2 cilindros”:

     

    Me despido de las carrocerías de autos

    abandonadas en los patios de las casas

    y talleres mecánicos. Del overol azul

    que me dio mi padre junto con un salario

    que no alcanzaba a fin de mes.

     

    Y me despido de estos poemas,

    a los que nunca le llegaron las refacciones

    y debieron ser terminados con repuestos hechizos

    o partes viejas de otras escrituras.

     

    Me despido de este país y de sus capataces,

    de sus ríos de aceite en los que flotan pertrechos

    y carburadores quemados.

     

    Me despido de las baterías de autos que se acumulan

    unas sobre otras como reliquias de un tiempo detenido,

    incapaces de avanzar por su cuenta

    hasta el cementerio de chatarra.

     

    Y me despido de mis objetos, de su muerte limpia

    en manos de quien no les ha encontrado un uso mejor,

    para que vuelvan a ser saldos o materia de la poesía.

     

    Me despido de lo inservible y de mis recuerdos

    al enterrar este motor Volkswagen, modelo 68.

     

    Y me despido de lo que fui, el hijo de un mecánico

    que heredó su oficio a un grupo de iletrados,

    a los que nunca pudo contratar

    definitivamente.

     

    La pérdida del sentido de comunidad, del orgullo proletario y, probablemente, de la utopía socialista heredada de la ex Unión Soviética, que podría emparentarse con la derrota ideológica de José Ángel Cuevas o con la merma en la batalla cotidiana de Hernán Miranda, toma en Cabello otros derroteros que lo sitúan más en una “poética de los materiales”, a la manera del coreano, padre de la poesía obrera, Mu-San Baek, que en una cuestión meramente reivindicativa. Sin embargo, a pesar de la distancia con sus predecesores chilenos, el hablante de Lumpen no desconoce del todo la pertenencia a un lugar y a una tradición, a esta altura nostálgica, como bien muestra la paráfrasis al poema “Despedida”, de Teillier, en “Mi padre, de pie,  sobre un motor Volkswagen de 2 cilindros”.

    Es esta dualidad, propia del lumpen, la que le permite a la voz de los poemas travestirse en buenos prospectos de “delincuentes”, que asumen como suya la gratificación individual, la consecución de bienes materiales y la preeminencia de la propiedad privada por sobre el patrimonio moral del pobre y la comunidad.

    Asistimos al comienzo de este cambio, en el siguiente texto:

     

    Primer acto

    Carlos Manuel Vergara Santelices, de ocupación camionero, es propietario de una llave inglesa, marca Bahco, heredada de su abuelo, que presta a sus vecinos de la población Sta. Olga para que estos realicen trabajos simples de gasfitería en sus casas.

    Segundo acto

    Carlos Manuel Vergara Santelices, ahora desempleado, sigue siendo propietario de una llave inglesa, marca Bahco, heredada de su abuelo, pero esta ya no la presta a sus vecinos de la población Sta. Olga para que realicen trabajos simples de gasfitería en sus casas.

    Tercer acto

    Carlos Manuel Vergara Santelices, propietario de una llave inglesa, marca Bahco, heredada de su abuelo, ofrece servicios simples de gasfitería o arrienda la herramienta a sus vecinos de la población Sta. Olga para que estos realicen reparaciones por su cuenta en sus casas.

    ¿Cómo se llama la obra?

     

    Y continuamos con la gesta que desplaza la historia y territorialidad poblacional hacia el cuerpo malformado del delincuente, para fijarse en un intento de poética lumpen, en “Lumpen”, el poema que da título al libro:

     

    Este es el linaje de Juan “el asesino”,

    que engendró a Sombra, a Víctima, a Desencanto.

    Repartió semilla y bala en Las Ánimas,

    Pueblo Hundido y la Sta. Olga.

     

    Aquella es la zona muerta

    que no está en los expedientes.

     

    A este lote pertenezco.

    Trabajo “al portazo” cuando veo un auto

    sin ocupantes. No soy “perkin”, en cana cocino,

    no hago aseo. Me enfrento a puñaladas,

    en el óvalo, con un sable y una “sacadora”.

     

    Fui parido en medio

    de un ajuste de cuentas.

     

    El control de la natalidad

    estuvo a cargo de los militares y de sus señoras,

    quienes nos obligaron a quedarnos detrás

    de la nube del progreso.

     

    Hasta nuestras escuelas

    llegaban las ancianas de CEMA Chile,

    para con nuestros propios lápices de colores

    registrarnos la cabeza, en busca de liendres y piojos

    que serían exterminados con un enjuague

    de champú Lindano,

    regalado por la dictadura de Augusto.

     

    Tendrían que habernos hecho desaparecer a todos

    si no querían parásitos merodeando por su país.

     

    No sé en qué momento la población fue intervenida.

    Se llenó de “pacos”, cuarteles y “viejas sapas”.

    La tierra se subdividió en poblaciones y comunas.

     

    Yo quedé muy lejos aspirando “ñoco” en un eriazo,

    entrando a la ciudad por las noches a robar

    la exigua recompensa de los seres invisibles

    y sin patria.

     

    La naturalización del delito y de una moral retorcida, a la manera de Panero, así como de la corrupción del lenguaje producto de la codicia y de la ambición personal que encuentra su referente más clásico en los detalles narrados por Tucídides en “Historia de la Guerra del Peloponeso”, sirven a Cabello para acreditar una ideología delictiva que encuentra en el “soliloquio carcelario” su mejor expresión.

    Estas voces que asumen su degradada humanidad, desde un calabozo, son también el reflejo de la acumulación de miseria y tormentos que deja la experiencia del mundo moderno, arraigado en el capital. Basta pensar en la cita de Defoe sobre Crusoe, del poema “Reclusión”, para concluir que mientras más acompañado esté el hombre, más solo se sentirá y le será todavía más difícil encontrar una salida a su condición. Así lo dice Cabello en el poema “Canero viejo”:

     

    No puedo más que contenerme,

    pagar con años mis delitos, hasta salir de aquí

    y culearme a la misma negra barriobajera

    que conocí en la población.

     

    Hacer amigos, pavonearme con ellos

    de una hija bien casada y tres nietos

    que vendrán a visitarme.

     

    Mentir, agruparme en una “carreta”

    y echar a andar las naves de la conversación.

    A veces entrecortada por el grito de los carceleros

    que piden silencio al interior de las jaulas.

     

    Naufragar, todos los días, contra el mismo cuerpo

    que duerme a tu lado y que, al igual que tú,

    apoya su cabeza en el mástil de los soñadores

    sin rumbo.

     

    Una gran luna como un remache de acero

    oculta los rostros de nosotros, los delincuentes,

    en la cárcel de San Miguel.

     

    En una esquina de la celda alguien llora.

    Fue violado. No tiene a nadie que lo consuele.

    Hasta salir de aquí y ajustar cuentas con el amor

    y con sus abusadores.

  239. La balada de Rocky Rontal

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    1.

    Digamos que te llamas Adrano Rontal, pero te dicen Rocky. Digamos que eres un chico pobre creciendo en una ciudad pobre en la región pobre de un país muy rico. El más rico del mundo, o eso te han contado. Digamos que no hay evidencia de eso, ninguna, al menos que tú hayas visto.

    Tienes cinco hermanos y una hermana pequeña. No eres el mayor pero sí el más valiente. Valiente, aunque seas pequeño. Valiente, hasta cuando no deberías serlo.

    Digamos que el cheque de asistencia social llega el primero y el quince de cada mes. Tu padre se lleva la primera tajada. Para el whisky. Nadie lo ve hasta el anochecer… Y entonces, no son tus hermanos mayores quienes protegen a tu mamá.

    No son ellos, eres tú.

    Digamos que te visten con capas y capas de ropa, suéteres extra, camisas de manga larga, chaquetas: una armadura ad hoc, tan rígida que a duras penas puedes mover los brazos. Y tu padre te golpea con una macana, como las que usan los policías. Y aun así no te acobardas.

    La vida tiene una manera de castigar a los chicos valientes como tú. La vida suele hacer que los chicos valientes como tú se castiguen a sí mismos. Particularmente aquí. Donde vives. Eso ya lo sabes.

    Una noche tu padre se deja llevar. Te encierra en el clóset, y tu madre pasa la noche durmiendo de espaldas a la puerta, para protegerte.

    En la mañana, hurta las llaves del bolsillo de tu padre. Digamos que abre el clóset. Y estás bañado en sangre.

    Y entonces lo echa. Un acto de valentía no menor para una mujer con poca educación y expectativas, que de pronto se ve sola, con seis hijos que alimentar.

    No lo sabes todavía, pero estás lleno de culpa. Lleno de odio.

    En cosa de un año, tus hermanos mayores están en la prisión de menores, California Youth Authority. Ahora tienes diez años. Ahora eres el hombre de la casa.

    Digamos que un día una trabajadora social va a verificar cómo están tú y tus hermanos. No hay comida en la despensa. Te sientes humillado. Te mandan a ti y a tu hermana menor y también a tus hermanos más chicos al refugio para niños. Te escapas esa misma noche, te vas a casa, pero es tu madre la que te convence, con lágrimas en los ojos, de que regreses al refugio. ¿No quieres estar con tus hermanos y hermanas? Sí, jefita. Así que pasas ahí tres meses, en un hogar de menores, frente a una clínica de metadona. Reconoces a los yonquis cuando aparecen, los conociste en el barrio. Oye, Rocky, dicen, ¿cuándo te van a soltar?

    Te prometes a ti mismo que nunca volverás a pasar hambre.

    Así que cuando regresas a casa, comienzas a robar. La primera vez te atrapan en un puesto de fruta. Pero pronto pasas a asuntos más grandes. Digamos que entras a casas, te llevas todo lo que se pueda vender, pero le prestas especial atención a la comida. Llenas el viejo bolso de lona de tu padre con cereal, con pan. Estás obsesionado con la despensa. Obsesionado con mantenerla llena. Una semana antes de que se termine la comida, ya estás en acción.

    Y entonces: a los trece consigues tu primera pistola. Es el año en que te gradúas en robar autos. Digamos que tienes una lista, tres o cuatro a la semana. Marca, modelo, año, color. Vas de vez en cuando a la escuela, pero es como si no estuvieras ahí. Tienes otros negocios.

    A los quince te agarran y te mandan a la Youth Authority, siguiendo los pasos de tus hermanos mayores. Ves a tus amigos del barrio, chicos duros que no sonríen, chicos como tú. Conoces a otros, de todas partes de California. Y aquí es donde te das cuenta de lo que eres. O más bien, aquí es donde te das cuenta de lo que el mundo cree que eres.

    Digamos que estás en una terapia de grupo cuando el consejero dice que eres un pandillero.

    Te ofendes. Te juntas con gente que está hecha de la misma madera que tú, que ha tenido las mismas experiencias, los mismos sufrimientos. Estos son tus amigos, son como tu familia. No se consideran miembros de una pandilla, pero claro, técnicamente lo son.

    Y digamos que te apropias de la etiqueta.

    Cuando sales, comienzas a asaltar. Atracas licorerías, tiendas de abarrotes. Digamos que llevas un arma, y cada noche la agitas en los rostros de los cajeros aterrados. No solo te llevas los billetes; también te llevas el cambio. Y al final de la noche, digamos que vacías tus bolsillos y deslizas esas monedas bajo las almohadas de tus hermanos pequeños y tu hermana. Los hará sonreír cuando despierten. Sabrán que fuiste tú quien las dejó, aunque no sepan de dónde las sacaste.

    2.

    Esta es la historia de tres crímenes terribles. El primero es tu infancia.

    Este es el segundo. Digamos que tienes diecisiete cuando una banda de Sureños llega de Los Ángeles. Se llaman Vicky’s Town, o VST, y dentro de poco están grafiteando en el barrio.

    Lárguense, vuélvanse a sus casas, les dices. Así comienzan las guerras.

    Balean tu casa una noche cuando no estás. Tu madre te cuenta, pero de inmediato se arrepiente. Sabes qué hacer. Ella te ruega que no lo hagas. Digamos que lo haces de todas formas.

    Y así es la cosa. Son las dos de la mañana cuando manejas hasta la casa de tu víctima. Digamos que le disparas de cerca con una escopeta recortada. Digamos que su madre y su hermana pequeña están en la casa.

    No dejas que tu madre vaya al juicio. Digamos que le dices a tus hermanos que no la dejen acercarse a la corte, bajo ninguna circunstancia. Pero es tu madre, y va. Años más tarde, te dirá: Siempre fuiste un buen muchacho, mijo… Y te parecerá sorprendente que te diga eso y mucho más que lo crea.

    Pero lo hace.

    Digamos que el día que va a la corte es el día en que el médico forense testifica acerca de las heridas de tu víctima. Te acordarás de esto durante mucho tiempo. Él está en el estrado, dando una descripción médica detallada de lo que pasó, y tu madre está sentada detrás de ti, tapándose la cara con ambas manos. Y al otro lado de la corte, la madre de la víctima hace exactamente lo mismo.

    Es la primera vez que sientes vergüenza de lo que hiciste.

    Te condenan a un mínimo de veintisiete años de cárcel.

    Llevas un año y medio adentro cuando tu hermana pequeña y una amiga desaparecen. Es 1982. Este es el tercer crimen que marcará tu vida. El nombre de tu hermana es Renee, su amiga se llama Nancy y las dos tienen trece años. Digamos que la última vez que las vieron estaban en la avenida, subiéndose a un auto con dos hombres. Las encuentran una semana después, boca abajo en una zanja a las afueras de la ciudad.

    Digamos que te preguntas si tu hermana está pagando por lo que hiciste. Ahora envías mensajes, listas de personas que quieres muertas. No sabes quién lo hizo, así que quieres que los maten a todos. Quieres ver una montaña de cuerpos apilados, un monumento a tu dolor.

    Digamos que quieres asesinar al mundo.

    Y entonces uno de los hombres es atrapado y juzgado y sentenciado a muerte. Y un día lo ves, del otro lado del patio, separado por dos cercas, y le das un mensaje. Un día, le dices, después de que el sistema judicial te mate, yo voy a salir. Y voy a matar a tu familia. Lo dices en serio. Él sabe que lo dices en serio, y esa es la única satisfacción que te queda.

    Digamos que cada vez que te encuentras en la cárcel con alguien que lastimó a un niño, piensas en él. Y lo haces pagar.

    Pero el otro hombre que mató a Renee y a Nancy se escapa. Digamos que su apellido es Reyes. Se escapa y desaparece. Digamos que se pierde en algún lugar de México.

    Una década, dos décadas, tres. Reyes tiene una vida. Se casa. Tiene hijos. Se divorcia. Se vuelve a casar.

    Y todo ese tiempo, mientras el hombre que violó y asesinó a tu hermana anda suelto por las calles, tú estás en la cárcel y sientes el odio como una puñalada en el pecho. Algo oscuro, más tóxico que la ira. No dejas que tu familia te llame. No dejas que se te acerquen. Esto es algo que debes hacer solo.

    3.

    Digamos que en algún momento de tu segunda década en prisión comienzas a pensar en el verdadero sentido de las palabras más simples. Palabras como compasión. Comprensión. Consideración. Perdón. Palabras simples.

    Ninguna de las personas con las que creciste podría haberlas definido.

    Digamos que una noche, en la cuadra, despiertas preguntándote quién eres. Qué derecho tienes de lastimar a alguien. ¿Esto es ojo por ojo? ¿Acaso tú no mataste a nadie?

    Te preguntas cómo te convertiste en esto, pero sabes que nunca llegarás a una respuesta satisfactoria. Pero digamos que decides seguir a trompicones.

    Digamos que te liberan en 2012. En total, has pasado treinta y dos años dentro.

    Digamos que emerges a un mundo que es decepcionantemente familiar. Tu ciudad es la misma, pero aumentada. La violencia que desataste se ha vuelto rutinaria, y los muchachos aprendieron de ti. Perfeccionaron lo que les enseñaste. Tu madre está muerta. Tus compañeros están muertos. Algunos de tus hermanos murieron también.

    Vas por la ciudad y le dices a todos los que lastimaste que ya no necesitan tenerte miedo. Es una lista larga. Visitas a la madre del chico al que mataste.

    La última vez que la viste fue en la corte. Ahora tiene el pelo cano, y pasa el día sentada, con ambas manos en un bastón y la cabeza gacha. Todavía te tiene miedo.

    Te arrodillas, y aunque esto requiere de todo tu esfuerzo, le explicas por qué hiciste lo que hiciste.

    No le pides perdón. Aceptas tu responsabilidad. Cuando terminas, se aclara la garganta, y dice que nadie en su familia tuvo nada que ver con la muerte de Renee.

    Dice que te ha visto en el barrio hablando con los jóvenes. Sabe que estás tratando de reparar el daño. Entonces dice que te perdona. Te quedas sin aliento.

    Luego cambia de tema: qué más has estado haciendo, pregunta.

    Construcción, le dices.

    ¿Sabes cómo arreglar armarios?

    Sí, señora.

    Eso está bien, mijo. ¿Sabes cómo arreglar cercas?

    Sí, señora.

    Eso está bien, mijo, dice. Así que ahora vas a arreglar mi armario y mi cerca.

    4.

    Y entonces recibes una llamada. Atraparon a Alfredo Reyes. Antes de que te des cuenta, lo traen de vuelta de México y el juicio comienza.

    Digamos que no estabas preparado para ver a ese hombre barrigón de mediana edad frente a ti, su indolencia, el poco pelo que le queda. Le dice a la corte que no, que nunca pasó mucho tiempo pensando en Renee o en Nancy. Casi nunca se acordaba de lo que hizo.

    Tú pasaste décadas adentro, recordando lo que hizo.

    Fue consentido, en cualquier caso, Reyes le dice a la corte, y tu corazón se acelera.

    Fue el otro tipo el que mató a esas muchachas, dice, y tú aprietas los puños.

    Pero no eres la persona que fuiste. Y aun así. Digamos que pasas años soñando con matar a este tipo. Y ahora llevas semanas sentado, viéndolo durante el juicio. Pensando, repitiéndote a ti mismo. Compasión. Comprensión. Consideración. Perdón.

    Estas palabras te las enseñaste a ti mismo. Esas palabras que de pronto parecen perder de nuevo su sentido.

    Y entonces te ves a ti mismo en la tumba de tu hermana, lleno de ira. Y entonces te ves a ti mismo escalando un muro frente a la calle de la corte, y por una escalera, hasta el techo de un teatro viejo. Digamos que desde aquí puedes ver el garaje donde el autobús se detiene frente a la prisión del condado. Desde aquí podrías disparar un tiro limpio.

    Y digamos que te ves a ti mismo en el techo sosteniendo un rifle, que se siente como un viejo amigo. Digamos que te imaginas la bala alcanzando a Reyes, y la imagen de él cayendo es tan clara en tu mente, es como una película que has visto mil veces.

    Observas, esperas que llegue el autobús.

    ¿Qué pasó en el techo del teatro?

    Digamos que viste al hombre que solías ser.

     

    Nueva York, 2016

     

    La balada de Rocky Rontal, Daniel Alarcón, Estruendomudo, 2017, 168 páginas.

  240. Diez años sin Bergman

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    Este 30 de julio se cumple una década de la partida del director sueco Ingmar Bergman, cuya muerte, a los 89 años, puso fin a una de las carreras más deslumbrantes de la historia del cine: sus atmósferas inquietantes, la intensidad emocional de sus personajes y los temas que lo obsesionaron –la fe, la muerte, la pasión amorosa-, lo convirtieron en uno de los nombres fundamentales del séptimo arte. Para recordarlo, compartimos esta entrevista de la periodista Malou von Sivers, realizada en 1999 por la televisión sueca, donde repasa, junto al actor Erland Josephson, distintos aspectos de su vida. Se refiere a su reputación de hombre difícil y mal humorado, a la relación distante con sus nueve hijos y al dolor que significó la muerte de Ingrid von Rosen, su quinta y última esposa, con quien estuvo 24 años casado. “No volver a ver a Ingrid nunca más es profundamente doloroso para mí. (…) En realidad no tengo miedo a morir. Al contrario, creo que será interesante”.

     

  241. Una selfie con Churchill

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    Hay muchísimos libros sobre el célebre político británico y a cada rato aparece uno nuevo sobre algún aspecto de su extensa vida pública o privada. Se han detallado sus hábitos de comida y bebida, incluyendo los famosos puros, sus dificultades financieras, su impresionante oratoria y su extraordinario sentido de la oportunidad. Ahora además se incluye la serie The Crown y un libro –El factor Churchill de Boris Johnson– que parece llegar más lejos que ninguno, al señalar que Churchill fue capaz por sí solo de cambiar el rumbo de Inglaterra y que su legado ha inspirado, ni más ni menos, que al Brexit.

    por marcelo somarriva

    Al comienzo de El factor Churchill, Boris Johnson se lamenta de que el nombre y la obra de Winston Churchill estén en peligro de ser olvidados o imperfectamente recordados, aunque la verdad es que se trata de dos asuntos bien distintos: no es lo mismo olvidar algo que recordarlo de manera equivocada. Es difícil comprobar si Churchill ha sido olvidado, pero es todavía mucho más complejo lograr que la gente lo recuerde de la manera como uno quiere. Hay algunas encuestas extrañas. En Inglaterra, el año 2002, la mayoría de los consultados sostuvo que Churchill era el británico más grande de todos los tiempos, y según Johnson una encuesta más reciente sugirió que para la mayoría de los jóvenes británicos Churchill era el nombre del bulldog que aparecía en una propaganda de seguros. Hoy la popularidad de Churchill parece haber vuelto a subir; por lo menos podemos verlo en la televisión, especialmente en la serie The Crown (Netflix), representado por el actor norteamericano John Lithgow, que a pesar de ser demasiado alto para encarnar a este gigante que no pasaba del metro 70, ha logrado revivir para una nueva audiencia los rasgos característicos de Churchill al final de su vida, convertido ya en una especie de monstruo sagrado. Ahí están su humor característico, el eterno puro en la boca, el vaso de whisky al alcance de la mano y toda la grandeza y pequeñez de este estadista. Considerando que la primera temporada de esta serie gira en torno a la relación de discípula y mentor que sostuvieron la veinteañera reina Isabel II y este experimentado político septuagenario, el éxito podría atribuirse al carisma del entonces primer ministro.

    Como sea, Churchill es una figura histórica muy controvertida, que dividió la opinión de sus contemporáneos de una manera que hoy tal vez parezca inaudita, considerando su extraordinario papel en la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando Churchill volvió al poder en 1940, tenía ya 65 años y una carrera con puntos altos y otros muy bajos. Hoy existe un consenso casi unánime en reconocer que Churchill fue visionario al comprender de manera cabal la naturaleza del peligro que significaba la Alemania nazi. El mejor Churchill, parafraseando lo que dijo en uno de sus discursos, afloró en la peor hora de Gran Bretaña, cuando supo aprovechar sus extraordinarias habilidades políticas y comunicacionales para liderar a su nación en un momento desesperado.

    El mito de Churchill y todo lo que este supone (pugnacidad, oratoria inflamable y el símbolo de la “v” de victoria con dos dedos) se formó después de esta guerra y proyecta una densa sombra sobre su turbulento pasado. Este mito es tan fuerte que incluso los estudiosos más acuciosos de su vida, como Roy Jenkins, sucumbieron a él. Es descorazonador terminar las mil páginas de su notable biografía, con tendinitis en la mano luego de sostenerlas por una semana entera y encontrarse en la última página con que el autor ha dejado de ser un biógrafo para adoptar una pose de Dios que dictamina que entre todos los primeros ministros de la historia británica, Churchill ha sido el mejor especimen. Algo similar pasa con Andrew Roberts, para quien el político es el hombre más grande de la historia. Lo más desconcertante es que son estos mismos libros los que demuestran el grado de controversia que Churchill despertó en su tiempo.

    Boris Johnson sostiene que Churchill hizo la historia torciendo el curso de los acontecimientos históricos con su voluntad. El “factor Churchill” según él, desmentiría a los historiadores marxistas que sostienen que la historia sería el resultado de fuerzas sociales o económicas anónimas, y no de la influencia de los grandes hombres.

    Boris Johnson no necesita de muchas presentaciones: periodista y político, fue ex alcalde mayor de Londres por dos períodos y hace poco lideró la campaña de la opción por el Brexit, que triunfó el año pasado, acontecimiento que según él será recordado como el día de la independencia para los británicos. Histriónico, ingenioso y colorido, Johnson incluso les cae bien a algunos de sus rivales políticos, aunque son ahora sus antiguos compañeros los que le tienen más bronca. Es probablemente el político británico más famoso del momento y en ambas orillas del Atlántico ha sido ungido como una versión británica de Donald Trump, lo que no es un elogio. Johnson y Trump comparten el estatus de celebridades políticas, lo que equivale a decir que son famosos porque son famosos y no por alguna obra o gestión pública en particular. No obstante Johnson, a diferencia de Trump, además de ostentar un pelo rubio auténtico, tiene una carrera política concreta (no exenta de polémicas) que lo ha llevado a ser mencionado como candidato a primer ministro por el partido tory. Churchill es su héroe y no le interesa indagar en su mito ni en la forma como este opera, lo suyo es hagiografía con mayúsculas.

    Hay muchísimos libros sobre Churchill y a cada rato aparece uno nuevo sobre algún aspecto de su extensa vida pública o privada. Entre los últimos, se han escrito estudios sobre sus hábitos de comida y bebida, incluyendo los famosos puros, y sobre sus finanzas personales, siempre apuradas para costear esos y otros hábitos opulentos. Desde muy joven, Churchill escribió para costear sus gastos y lo que pudo parecer una opción poco prudente funcionó bien. Sus primeros escritos, antes de iniciar su carrera política, fueron como corresponsal de guerra en diferentes frentes a fines del siglo XIX, donde mezcló labores militares y periodísticas, y exhibió un inquietante entusiasmo por exponer su vida en la línea de fuego.

    Con los años, sus gastos se multiplicaron y su escritura se volvió una verdadera industria editorial en la que trabajaba, junto a él, un equipo de secretarios y asesores o investigadores. Churchill siempre andaba con un séquito detrás, que incluía uno o más taquígrafos o taquígrafas que tomaban notas de sus palabras. La mayor parte de sus libros, excepto una novela y un par de biografías de sus ancestros, se refieren a su propia vida y al papel que ocupó en los asuntos públicos, especialmente en la guerra, algo que lo obsesionó la vida entera. Con su humor (o cinismo) característico, una vez dijo que el pasado era mejor dejárselo a la historia, sobre todo si esta iba a escribirla él mismo.

    Boris Johnson sostiene que Churchill hizo la historia torciendo el curso de los acontecimientos históricos con su voluntad. El “factor Churchill” según él, desmentiría a los historiadores marxistas que sostienen que la historia sería el resultado de fuerzas sociales o económicas anónimas, y no de la influencia de los grandes hombres. Pero no hay que ser necesariamente marxista para considerar que la historia es una sutil y compleja interacción entre estas fuerzas y la actividad de hombres y mujeres individuales; y que Churchill, por grande que fuera, no era una excepción.

    Con los años, los estudiosos han establecido una especie de lista oficial de los reproches que perjudicaron severamente su reputación. Son varios, todos graves, terribles incluso. Entre ellos se mencionan sus instrucciones de reprimir manifestaciones populares de mineros, obreros y mujeres sufragistas mediante la fuerza pública; la decisión de restablecer el patrón oro a partir de 1925 y sus diversos errores de juicio en las dos guerras mundiales, especialmente la célebre catástrofe de Gallipoli en 1915. A esto se añaden su virulenta oposición a las demandas de la India por su independencia y el bochornoso papel que tuvo en la polémica por la abdicación de Eduardo VIII. Estos últimos incidentes provocaron su caída del poder en 1936, iniciando una de sus épocas más sombrías, donde como él mismo dijo, estuvo “a la intemperie”.

     

     

    Johnson revisa sumariamente cada uno de estos casos, actuando como defensor y juez, y midiendo la incidencia que en cada uno de ellos tuvo su famoso “factor Churchill”. Los resultados son variables y no siempre satisfactorios para su héroe, pero aquí claramente la visión histórica del gran hombre hace agua y prueba que es mucho más razonable admitir que la responsabilidad de Churchill, tanto en sus éxitos como en sus caídas, pudo haber sido compartida con otros, y que su mente y voluntad no eran inmunes a motivos o circunstancias que no pudo manejar.

    Para destacar este factor Churchill, Johnson simplifica acontecimientos complejos, donde los historiadores han tenido mayor cuidado de entregar visiones más balanceadas. La visión que entrega de las negociaciones del Gabinete de Guerra en mayo de 1940, cuando el gobierno tomó la decisión de seguir la guerra solos, es muy simplificada. Su representación de un Churchill que con valentía se enfrenta a la pusilanimidad y cobardía de Neville Chamberlain y Lord Halifax es una caricatura, que no refleja la complejidad de la situación y los estudios históricos recientes han atenuado los juicios rotundos que hace Johnson.

    La reputación de Churchill sufrió por su oportunismo político y los políticos de su tiempo le objetaron su falta de lealtad a consecuencia del espectacular zigzagueo que hizo en los inicios de su carrera, cuando se pasó del partido conservador al liberal, manifestando su total repudio por su antiguo partido, al que luego volvió algunos años más tarde.

    Jenkins sugiere que él no era hombre de partidos, sino que más bien de clubes o coaliciones. Johnson, sin embargo, lo reclama como patrimonio exclusivo de los tories, quienes según él lo consideran tan propio como los ciudadanos de Parma sienten suyo el queso parmesano. Esta afirmación es llamativa, no solo porque compara a Churchill con un queso, sino también porque pasa por alto que la relación de los tories con él no fue siempre tan afectuosa. Un detalle curioso de la reputación póstuma de este parmesano es que algunos de los primeros en rayarla fueron políticos de su propio bando, como Robert Rhodes James y Alan Clark. Johnson parece tener algo con el queso o con la leche: al describir la situación de Churchill en 1940, descalifica a los tories más rancios como monos comedores de Stilton, un famoso queso azul inglés, que era por lo demás, según dicen, el queso favorito de Churchill. Más adelante sugiere que los principales detractores de su héroe siempre han sido los laboristas y los pusilánimes liberales de izquierda, cuyo paladar es demasiado sensible para tragar al despasteurizado Churchill.

    Fue un verdadero maestro con el idioma inglés y manejó la oratoria como una eficaz arma política, pero las ideas no parecían importarle demasiado; alguna vez dijo que no se preocupaba tanto de los principios que defendía en sus discursos como de la impresión que sus palabras producían en el público.

    Hay algo cansador en la forma como Johnson celebra la incorrección política de su homenajeado, como un supuesto antídoto contra la blandura de la política actual. Su insistencia en esto resulta candorosa después de que Trump pateara con tanta fuerza el tablero donde se establecían los límites de lo que un político podía hacer o decir. Leyendo a Boris Johnson, da la impresión de estar recibiendo una larga perorata por una de esas personas que al hablar te toman del antebrazo y te disparan un poco de saliva.

    Si Churchill no fue un hombre de partido, tampoco podría decirse que fue un hombre de ideas políticas. Fue un verdadero maestro con el idioma inglés y manejó la oratoria como una eficaz arma política, pero las ideas no parecían importarle demasiado; alguna vez dijo que no se preocupaba tanto de los principios que defendía en sus discursos como de la impresión que sus palabras producían en el público. Johnson hace un encomiable intento por definir ideológicamente a su héroe, a quien su individualidad y patriotismo mantenían a salvo de las divisiones entre izquierda y derecha. Churchill, dice, “tenía una especie de semi-ideología” que luego define como “un conservadurismo de izquierdas, imperialista, romántico, pero situado al lado del trabajador”. Todo un ornitorrinco ideológico, y es fácil entender por qué exasperó a sus correligionarios y detractores.

    Johnson se topa de frente con esta ambigüedad ideológica cuando trata de usar a Churchill para avalar su posición respecto de la relación de Gran Bretaña con la Unión Europea. El lector, en tanto, se topará de frente con las mañas de Johnson. Churchill está en el corazón mismo del debate sobre la actitud de Gran Bretaña frente a la Europa unida, porque fue uno de los primeros promotores de lo que hoy se conoce como Unión Europea en sus intervenciones políticas para garantizar la paz y la estabilidad del continente después de la guerra. El problema es que su posición respecto de la situación de Gran Bretaña ante el escenario continental fue extremadamente ambigua y osciló entre definiciones ideológicas y soluciones pragmáticas. Johnson escoge las palabras de Churchill que justifican su propia postura, pero el problema es que entre las numerosas intervenciones públicas suyas sobre este asunto, hay material suficiente para justificar a eurófilos y euroescépticos por igual. El punto es precisar debidamente los contextos de estas expresiones y ser medianamente honestos. Al exponer las opiniones de Churchill, Johnson no mencionó al Consejo de Europa que él contribuyó a formar en 1949, seguramente porque no le convenía. Es claro entonces que Johnson usó este libro como parte de su campaña del Brexit, ya que los argumentos que expuso aquí son los mismos que usó más tarde en un manifiesto publicado en la prensa, donde la figura del ex primer ministro aparecía como el principal argumento. Lo curioso es que los partidarios de la opción contraria hicieron lo mismo, y la figura de Churchill fue rostro de ambas campañas.

    Para Johnson, Churchill no solo encarnó el “espíritu de Gran Bretaña” durante la guerra donde según él se volvió la imagen viva de John Bull, ese personaje de caricatura creado a principios del siglo XVIII para personificar la posición británica frente a la Europa católica, sino que fue el emblema del carácter británico. Según Johnson, los atributos clave de este carácter serían el gran sentido del humor, la propensión a los excesos en la comida y la bebida, la excentricidad, una belicosidad ocasional, la irreverencia dentro de un respeto por la tradición y cierta propensión a los juegos de palabras. Las mitologías del carácter nacional nunca tienen mucho sentido más allá de las campañas políticas y en el contexto multicultural británico actual, esto parece totalmente absurdo. La imagen aristocrática y carnavalesca del carácter británico que propone Johnson parece venir directamente de alguna de esas fabulosas caricaturas de Gillray, Rowlandson o Cruikshank de finales del siglo XVIII y del período de la regencia. Es muy distinta de la definición del carácter inglés que propuso el novelista E.M. Forster en un famoso ensayo de los años 20, donde observó que este era un asunto de clase media, de hombres grisáceos y taciturnos, “que actúan rápido pero sienten despacio”.

    Esta personificación del carácter británico se parece sospechosamente a un político rubio, robusto, de aspecto desgarbado, de lenguaje florido, divertido a ratos y proclive a la autoparodia. ¿Adivina quién?

    Cuando Johnson nos dice que Churchill “fue toda su vida un showman, extravertido, teatrero, cómico”, queda perfectamente claro que el retrato que está haciendo de Churchill es una manera de contemplarse a sí mismo y proyectarse ante el público de manera indulgente, y convencerlo de que su personalidad y lo que muchos consideran sus defectos, son los rasgos esenciales del carácter británico. Al elogiar la excentricidad de Churchill, su humor, su individualismo desenfrenado y todos sus excesos oblicuamente, se exalta a sí mismo como el líder natural de una nación. Nos queda claro cuál es para Boris Johnson la manera correcta de recordar al héroe: sacarse una selfie.

     

    El factor Churchill, Boris Johnson, Alianza, 2015, 496 páginas, $31.500.

     

    Churchill, Roy Jenkins, Península, 2002, 1.136 páginas, $38.000.

     

  242. Dos novelas en una

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    Con soltura técnica y solidez narrativa, en Pequeños cementerios bajo la luna Mauricio Electorat concreta una vez más el contrapunto entre aquí y allá, entre ahora y entonces, entre el desarraigo y el retorno. Con tintes policiales y mucho del Cortázar de Rayuela, esta historia muestra a un hijo que huye del país hastiado por la dictadura pinochetista y de un padre, un civil, que colaboró con los militares.

    por lorena amaro

    Los conserjes de hotel gozan de una inesperada popularidad literaria en el último tiempo en Chile y no es difícil explicar por qué. Tanto Germán Marín en Adiciones palermitanas, como Carlos Cardani en Du Maurier —ambas novelas comentadas anteriormente en esta revista—, emplazan a sus protagonistas en una recepción céntrica, desde donde pueden observar el ir y venir de un sinfín de personajes sin necesidad de dar mayores explicaciones sobre su irrupción o sus rápidas desapariciones. El hotel ofrece ciertas comodidades narrativas: un punto de vista parcial, el confluir de las más impensadas diferencias, la fugacidad y peso de los encuentros y desencuentros.

    En su nueva novela, Pequeños cementerios bajo la luna, Mauricio Electorat echa mano también de ese mundo de posibilidades, pero ubica a su protagonista, Emilio Ortiz, en un hotel parisino, el Istria, escenario de la segunda de las cinco partes de esta novela, que en realidad contiene más de una novela: se podría decir que son dos. Una de ellas va in crescendo, mientras la otra desciende hasta desaparecer. Una, la que desaparece, nos cuenta la historia de Emilio Ortiz, chileno que se va a París supuestamente a estudiar un doctorado en lingüística, pero que en realidad solo quiere huir del pinochetismo a ultranza de su entorno. En su deambular parisino se encuentra con una misteriosa mujer, llamada, aparentemente, Chloé. Esta primera novela es abiertamente cortazariana y el propio narrador nos hace notar esta marca de parentesco: “Rayuela. Me limpio las pelotas con Rayuela. ¿La leíste? La leo todo el tiempo, es como una especie de lectura obligada, si uno vive en París, llevando la vida que lleva, ¿no? Sí, claro, concuerda Alfredo, esos personajes son como nuestros hermanos mayores. Nuestros primos lejanos”. Y tiene razón, Alfredo (¿especie de Gregorovius?): Chloé tiene mucho de la Maga y Ortiz, de Oliveira.

    La “otra” novela va creciendo dentro de esta. De hecho, es la definitiva, la que se queda, la que ofrece un marco a este relato. La que constituye el presente aunque viene del pasado. Es la novela de la relación de Emilio con su padre, dueño de una casa automotriz, cuyo vínculo con la represión pinochetista se va revelando a lo largo del texto. Es la novela de posdictadura con tintes policiales, la novela del hijo que descubre las oscuridades del padre y que busca resolver, de algún modo, las preguntas que dejó abiertas la violencia y la represión.

    Hay algo atractivo en la estructura: la incorporación progresiva de las líneas narrativas, la elaboración dispersa de un discurso sobre el colaboracionismo de los civiles chilenos con los militares, las sutilezas de los pequeños cementerios de la memoria, sus duelos y sus traiciones.

    Mauricio Electorat es un narrador de larga y premiada trayectoria, autor de una novela, La burla del tiempo (2004), cuyo protagonista regresaba del exilio en Francia tras enterarse de la muerte de su madre. En Pequeños cementerios bajo la luna son reconocibles los diversos elementos que ya estaban planteados allí y en otras de sus novelas protagonizadas por chilenos extraviados en Europa. Con soltura técnica y solidez narrativa, Electorat concreta una vez más el contrapunto entre aquí y allá, entre ahora y entonces, entre el desarraigo y el retorno. En su escritura confluyen también la tradición narrativa francesa (el título parafrasea y vincula el relato con una novela de Georges Bernanos) y la literatura chilena (encarnada en figuras como Teillier). Uno y otro mundo se fusionan en distintas imágenes: “… yo casi únicamente leía a Balzac y estaba especialmente fascinado por la trilogía que conforman Papá Goriot, Ilusiones perdidas y Esplendor y miseria de las cortesanas. El asunto es que vi al dueño del hotel y me dije: Vautrin. Un tipo bajo, moreno y fornido, con unas manazas y unos antebrazos de presidiario (…) y unas patillas a lo Bernardo O’Higgins”.

    Pero lo más significativo es que en esta apuesta, Electorat decida empujar a su protagonista a la acción. Emilio toma cartas sobre las deudas pendientes de su padre. Aquí la memoria no es pasiva: el autor ocupa tanto la primera como la tercera persona, así como también los saltos temporales entre presente y pasado, para lograr una densidad innegable en su construcción novelesca. La estructura de este relato, ambientada en Santiago y Aculeo, se vuelve rápida, fragmentaria, a diferencia de la morosidad por momentos poéticos de la novela parisina.

    Menos interesante resulta –ojalá los narradores chilenos comiencen a tomar nota de esto—, la representación manida de las Nadjas idas y por venir, que aparecen bajo los signos inequívocos de la revelación o la misoginia. Los diálogos intelectuales suelen ser entre hombres; las mujeres, cual musas kafkianas, aparecen erotizadas, disponibles, pero también amenazantes. Lo de siempre: la virgen y la puta. “Y Emilio ve de pronto a la Virgen María, envuelta en una maravillosa capa celeste (…) ¿La Virgen María? No me vas a decir que te provoca impulsos eróticos. No, dice Emilio, pero en ese momento es lo que veo, es como una visión mística”, leemos, en alusión a Chloé. “Si no muerdo, dice ella, a no ser que me lo pidan”, explica la casi siempre desnuda Paula, personaje secundario emplazado en Chile. O peor, este diálogo de Emilio consigo mismo, medio dormido: “Pero, de pronto, en medio del sueño, como otra voz: ¿una chica excepcional?, pelotudo: una mina rica; no, no, la contradigo, es una mujer maravillosa. La voz (o mi otro yo, alguno que andaba por ahí, dentro de mi cabeza): ¿cómo estás tan seguro? Yo: seguro, es bella y maravillosa. Y el otro: es bella y maravillosa, a ti no te da miedo ser cursi como cualquier empleadita de tienda, ¿verdad? Es bella y es una mujer maravillosa, punto. Y me dormí”.

    Electorat construye una –o dos– novelas: la segunda más efectiva que la primera. Una no necesita de la otra, pero, ciertamente, juntas se potencian. Hay algo atractivo en la estructura: la incorporación progresiva de las líneas narrativas, la elaboración dispersa de un discurso sobre el colaboracionismo de los civiles chilenos con los militares, las sutilezas de los pequeños cementerios de la memoria, sus duelos y sus traiciones. No hay grandes novedades, pero sí una escritura desenvuelta, con oficio.

     

    Pequeños cementerios bajo la luna, Mauricio Electorat, Alfaguara, 2017, 294 páginas, $14.000.

  243. Andrés Di Tella: “Me resulta más estimulante robarle el fuego a un escritor que a otro cineasta”

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    El director de 327 cuadernos, el documental que recoge los últimos días del escritor Ricardo Piglia y la elaboración de sus elogiados Diarios de Emilio Renzi, dice que los documentales de escritores son una extensión de géneros literarios fundamentales del siglo XIX, como los epistolarios y los diarios.

    por matías hinojosa

    El documentalista Andrés Di Tella estuvo en Chile para celebrar los 10 años de la Cátedra Abierta Roberto Bolaño. Durante la ocasión, en la que conversó con el escritor Diego Zúñiga, se refirió a su relación de amistad y trabajo con Ricardo Piglia, quien fue, por lo demás, el primer invitado a este ciclo de charlas en 2007.

    La presencia de Di Tella en el marco de una actividad cuyos invitados suelen ser escritores, no resulta para nada extraña, pues la literatura ha sido su modelo y un tema que ha cruzado buena parte de su filmografía. Esta tensión entre cine y literatura está muy presente en 327 cuadernos, su película de 2015, donde Di Tella siguió a Ricardo Piglia durante la revisión de sus diarios de vida. Sin ser un documental biográfico, la cinta es una reflexión sobre la imposibilidad de dar cuenta de una vida completa. Una reflexión sobre el género mismo del diario.

    Ahora, gracias a YouTube y otros soportes visuales podemos ver y escuchar a nuestros escritores favoritos. ¿Cómo ve esta relación entre literatura y video?

    La verdad es que nunca llegamos a conocer a nadie: Ricardo Piglia me decía que leyendo sus propios diarios se encontraba con un desconocido, que sentía como si fueran de otro. Y ahí está un poco la explicación de por qué termina entregándole su vida a un personaje de ficción como Emilio Renzi. A mí me parece que ese gesto encierra la idea de que ni siquiera uno mismo sabe quién es. Cuando hice 327 cuadernos quise mostrar a un Ricardo Piglia distinto del que se ve en los programas de televisión o en otros registros en video, el Ricardo que aparece en los silencios, en ciertas pausas, en la duda. El lenguaje del cine permite, y esto va más allá del documental, la expresión de la personalidad, es decir, que Ricardo Piglia no está moldeado solamente a partir de ese silencio en que lo vemos hojear sus cuadernos, sino también se expresa en el viento que mueve los árboles o en una tormenta. Esas imágenes también expresan parte de su personalidad. Yo digo que la película es un documento, pero a la vez es una fábula, porque construye al personaje a través del lenguaje cinematográfico y te permite a vos, como espectador, llenar los vacíos. A mi me interesa el misterio de las personas y creo que los registros en video que hay sobre escritores solo nos permiten conocerlos hasta cierto punto.

    En 327 cuadernos muestra, durante varios minutos, archivos en video de Pablo Neruda, García Lorca y Borges.

    Sí, es muy interesante ese material, porque Borges aparece haciendo bromas, fumando, no sé, no se parece al Borges de las entrevistas, porque yo creo que hay una falsificación esencial en eso. Un escritor cuando es entrevistado asume una pose.

    Esas imágenes de Borges lo muestran en una faceta que parece no estar relacionada con el Borges que uno imagina a partir de sus libros. Pienso que, por esa razón, su película tiene mucho valor como documento. Antes del siglo XX no existían estos materiales.

    No sé, me parece que los documentales sobre escritores forman parte de todo el aparato que ya existía antes del siglo xx, por ejemplo, en el género de la biografía o de las cartas, que a mí, personalmente, me interesa muchísimo. Siempre me ha gustado, puede ser por mi espíritu de documentalista, encontrar qué hay de verdadero en lo que están contando en una novela, cuál es la relación entre esa persona y el narrador.

    “Una cosa que me gusta mucho de él es la representación del destino individual, la vida privada, cruzada por la política, la historia, como algo más grande que uno”.

    La figura del escritor se repite en su filmografía.

    Creo que en algún punto la literatura me ha influenciado más que el cine. Eso se debe, también, a que me gusta buscar inspiración fuera del medio en el que trabajo. En vez de buscar referencias dentro del propio cine, me resulta más productivo buscar en el arte contemporáneo, por ejemplo, o en la literatura. Digamos que, en mi caso, me resulta más estimulante robarle el fuego a un escritor que a otro cineasta.

    Ricardo Piglia aparece en varios de sus trabajos, ¿qué le atrajo de él?

    En realidad, es una casualidad. Pero bueno, todo es así. En estricto rigor, 327 cuadernos surgió de que yo quería hacer un diario, como el diario de Piglia pero cinematográfico; entonces me compré una cámara y, sin saber usarla del todo, empecé a filmar cosas, y una de las cosas que grabé fue a Ricardo cuando se estaba yendo de Princeton, el momento en que levanta su oficina y saca sus libros. Ricardo en ese momento me dice que quiere volver a Buenos Aires para leer sus diarios y ver qué hace con ellos; yo también le cuento mi idea y llegamos al acuerdo de hacerlo juntos: “Tú haces tu diario y yo hago el mío”. Él me decía que eso le servía para generar una demanda, para establecer un plazo, porque era algo que le costaba mucho hacer y que venía postergando hace tiempo.

    ¿Y qué elementos de su obra influyeron en usted?

    Una cosa que me gusta mucho de él es la representación del destino individual, la vida privada, cruzada por la política, la historia, como algo más grande que uno. También busco provocar en el espectador, como él, la pregunta sobre “¿qué es lo que estoy viendo?”, “¿qué es lo que está pasado acá?”, pero sin quedarse solo en lo teórico o ensayístico, sino que al mismo tiempo que den ganas de seguir viendo. Creo que en mis películas aparece eso, no solo estoy contando una historia, sino que la narración se vuelve sobre sí misma. Me parece que la clave es cuando lo ensayístico está mezclado con la emoción. En el caso de 327 cuadernos, intenté dar la sensación de que la película se armaba en el momento, como si fuera un trabajo en proceso, que no estuviera terminada. Y también expresar la idea de que, pese a filmar el diario de un escritor, que es toda una vida, te pierdes un montón de otras cosas.

    Le inquieta el tema de lo que se pierde, lo que queda fuera.

    Sí, me inquieta personalmente, pero me interesa la idea de que se puede dejar mucho espacio al espectador, me parece que hay que generarlo para que él se meta con sus propias asociaciones, con sus propias emociones, en definitiva, con su propia vida.

  244. Myanmar, 90 años después de Neruda

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    Invitado a un festival literario en la que antes fue Birmania, el autor de esta crónica reconstruye las huellas de Neruda por la ciudad donde amó a Josie Bliss, pesquisando dictaduras que duraron medio siglo y que hoy, a través de una solapada censura, siguen delineando lo que se dice y se hace.

    por enrique winter

    A Pablo Neruda le costó encontrar Rangún en el globo terráqueo de la Cancillería. La zona estaba abollada. La eligió entre las ciudades que le ofrecieron porque no la había oído jamás, pero lo cierto es que la capital de la colonia británica de Birmania era por entonces el principal puerto del sudeste asiático y el más moderno fuera de Europa. De ahí salía la mitad del arroz del mundo.

    “Mi vida oficial funcionaba una sola vez cada tres meses, cuando arribaba un barco de Calcuta que transportaba parafina sólida y grandes cajas de té para Chile. Afiebradamente debía timbrar y firmar documentos. Luego vendrían otros tres meses de inacción, de contemplación ermitaña de mercados y templos. Esta es la época más dolorosa de mi poesía”, escribió Neruda. Y también puede que sea la más relevante, porque en ella trató las densidades humanas con un lenguaje enroscado sobre sí mismo como no había otro en castellano. En Rangún escribió parte de Residencia en la Tierra, un libro que comienza comparando cenizas, mares y campanadas con algo que no termina de decirse, “incierto, tan mudo, / como las lilas alrededor del convento”.

    Un amor violento

    Tenía 23 años, había abandonado el segundo piso de Dalhousie 295 esquina de Bogalay Bazaar, en pleno centro, por los cuidados de Josie Bliss, la “Pantera Birmana” y celópata. A ella dedicó el último poema de la segunda Residencia en la Tierra años después de que se separaran en Colombo. Lo había seguido hasta ahí con el cuchillo con el que pudo matarlo en Birmania y se despidió de él, estoica, con la cara tiznada por los zapatos que le besó en el puerto. Neruda ya había huido de ella y de la “tierra sola” de Rangún en noviembre de 1928, apenas un año después de su arribo. Le escribió “Tango del viudo” en el mismo barco en el que partió: “Daría este viento del mar gigante […] por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, / como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada”. Volvió por Josie 30 años después, quizás dándose cuenta de que no la había entendido a ella ni a Rangún desde sus prejuicios y pobreza juveniles, pero no la encontró y le siguió dedicando poemas.

    Esquina donde vivió Neruda.

    La democracia protegida

    Mientras Neruda vagaba por las calles de Rangún hubo huelgas portuarias y estudiantiles contra la opresión británica. “Los espantosos ingleses que odio todavía”, escribió el poeta, llevaban un siglo gobernando Birmania como anexo de la India, luego de las guerras que sucedieron a cada alzamiento.

    Tras cinco años como policía imperial, George Orwell dejó Rangún solo unos meses antes que Neruda. En su novela Los días de Birmania muestra desde adentro la corrupción y el maltrato coloniales. Para la Segunda Guerra Mundial, el líder independentista y fundador del partido comunista birmano, Aung San, pidió el apoyo de Japón para derrotar a los invasores, pero los japoneses fueron aún más opresivos y de ellos los liberarían los mismos británicos en 1945, obligados a concederles la independencia recién en 1948.

    Aung San, considerado el padre de la patria, es también el padre de Aung San Suu Kyi, la Premio Nobel de la Paz y actual consejera de Estado, que pese a arrasar en las elecciones posteriores a la revuelta de 1988 y de nuevo en 2015 tras 15 años de prisión política, no pudo asumir como presidenta porque se lo prohíbe la Constitución de la última dictadura. Hace un año que ella y el presidente Htin Kyaw gobiernan en una democracia “protegida” por la cuarta parte del Congreso y los principales ministros designados por los militares.

    Myanmar

    La dictadura cambió la capital de Rangún a Naipyidó y el nombre del país a Myanmar, porque los birmanos son solo la mayoría de entre las siete etnias que determinan las provincias. Hay cientos más. Los independentistas de 1948 prometían un gobierno que respetara las autonomías de cada etnia y a esos colores apelan los militares con la nueva bandera.

    Myanmar siempre ha sido el frágil terreno que separa los imperios de Oriente. Limita a un lado con los 1.400 millones de indios y al otro con los 1.400 millones de chinos.

    Uno de los poetas que organizó el festival al que me invitó la Sylt Foundation es de la etnia shan y los padres de su novia shan lo rechazan porque no habla la lengua de sus ancestros. La pareja de poetas tatuados que nos acompañó a Pathein, por su parte, es de la etnia mon. Los mon son un millón; los shan son seis millones. En ambas provincias hay conflictos armados. En Myanmar viven unos 50 millones y las diferencias fisionómicas se van evidenciando con los días. El rango va de la imagen que tenemos de un hindú a la que tenemos de un japonés. Una ojeada al globo terráqueo de Neruda refuerza la intuición: Myanmar siempre ha sido el frágil terreno que separa los imperios de Oriente. Limita a un lado con los 1.400 millones de indios y al otro con los 1.400 millones de chinos.

    El poeta shan me invitó a la marcha del Año Nuevo birmano, que coincide con la resurrección cristiana. Bajo la tormenta del domingo 16 de abril, a un año del supuesto fin de la dictadura, tres poetas de la revista Be Untexted me entregaron una pistola de agua cargada. Caminamos horas por el centro junto a miles de jóvenes que recibían baldazos desde los balcones de departamentos como el de Neruda. Los marchantes también se apuntaban entre sí. Era casi el único extranjero en una masa particularmente dada a dispararme. Último día nadie se enoja, decían también los birmanos. Y se reían.

    La nueva era

    Alojaba en uno de los pasajes laterales a la pagoda Shwedagon, la principal de la ciudad, que Neruda describe desde el barco en el que arribó. Casi el 90 por ciento de la población profesa el budismo Theravada, el más antiguo, basado en la transcripción en pali de los discursos de Buda. La líder Aung San Suu Kyi sabe pali. En el primer día del año acostumbran agradecer a Buda. El barrio estaba atiborrado de mujeres con vestidos de colores brillantes –verdes, rojos, amarillos–, ajustados en su mayoría, en cuerpos acinturados hasta entrada la vejez. Me di cuenta de que era el único volteándome a mirar los culos y desde entonces, fuera de días de recogimiento religioso, noté que los birmanos respetan a las mujeres por omisión, según me comentaron mis colegas occidentales. Esto las hacía sentirse seguras como en ningún otro país. Los hombres usan camisas igualmente ajustadas, acompañadas del longui, una falda tradicional que amarran a la cintura. Les cubre las rodillas para entrar a la pagoda. Días después, en Bagán, la capital histórica del primer imperio birmano, con sus templos que recorría en bicimoto, una tormenta me tomó por sorpresa y quedaron estilando mis únicos pantalones, pegados a mis apuntes de meses. Como no tenía con qué cubrir mis rodillas, al otro día me puse la bata del hotel sobre los pantalones cortos y ya de lejos me ofrecieron longuis y pantalones estampados que compré por 1.500 pesos chilenos.

    Únicamente en Bagán, por ser un destino turístico, fui acosado por los vendedores a las salidas de los templos. El comercio callejero de mi barrio ofrece en silencio noodles por 200 pesos, el agua de coco o la caña de azúcar por 300. Impresiona el parecido de los negocios birmanos con los chilenos en días de fiesta. Las mismas frituras, poleras y bagatelas luminosas. Pasaba alguien voceando las tres sílabas de nuestro vendedor de escobas. Dentro de los templos, iguales postraciones, las manos juntas, las rodillas en el suelo, los agradecimientos por los favores concedidos. Había viajado en busca de lo otro y me encontraba con lo nuestro. Aunque Buda predicó que no lo adoraran, ahí estaba, dorado, en cada pagoda como doradas son las iglesias. Conmueve el fervor popular ante el brillo, más cercano entre culturas en las antípodas del mundo de lo que están de los preceptos locales.

     

     

    Los budas sosegados y sonrientes que Neruda contrastó con el dolor de los cristos también se olvidan en las pagodas pequeñas de los pueblos construidos a su alrededor. Llegamos a uno en balsa por el río Irawadi. Habían terminado la cosecha, los niños corrían o pedaleaban, jugaban a la escondida y a la pinta. Como los templos de Bagán han sido construidos a lo largo de un milenio, pueden encontrarse en ellos desde frescos a esculturas bizantinas y unas que, sin contexto, pasarían por mayas o aztecas.

    Los artistas invitados al festival se definieron, sin excepción, como admiradores de Buda, todos lejanos a los monjes por considerarlos conservadores y abusivos. No muy distinto a lo que podrían decir los chilenos respecto de los curas. Porque lugares como Myanmar evidencian la manera en que vivimos a lo menos dos tiempos: uno respecto de la democracia capitalista de Occidente, que iguala a Myanmar con el Chile de los 90, en la emergencia de los derechos civiles y la apertura económica, por ejemplo; y otro tiempo, compartido, el de la inmediatez. El de la mujer shan que no puede casarse con su novio, pero que canta de memoria las canciones de Taylor Swift que debutaron esta semana en Estados Unidos. El karaoke era de lujo y aun así, barato. Salas acolchadas, pantalla plana, micrófonos de pedestal y de mano, escenarios y canciones en todos los idiomas para que yo pudiera festejar, “Bailando”, a Enrique Iglesias.

    A pie

    No se huelen las cremaciones nocturnas que inquietaban a Neruda. Los hindúes de entonces, traídos por los ingleses para su administración, ahora son una minoría, circunscritos a ciertas calles del centro. Allí pueden encontrarse barberías con los asientos originales de hace un siglo. Las calles fueron diseñadas para aprovechar el viento del río y son, así, menos calurosas que el resto de la ciudad. Los autos y las personas avanzan cuando quieren y en Rangún solo se respeta el semáforo de la pagoda Sule, en la rotonda frente al palacio de gobierno.

    El artículo 66 a) de la Constitución de Myanmar permite decir lo que se quiera, pero con riesgo de ser demandado si alguien se ofende, herramienta que usa el gobierno.

    Como un signo de los tiempos, los trabajadores ya no fuman opio para olvidar la pesada carga, ahora mascan nuez de Betel para soportarla. La venden en cualquier calle y le esparcen cal sobre una hoja; junto con destruirles los dientes y dejarles la boca roja, los despierta. Las marcas en las veredas y calles son los escupos de nuez de Betel. Está prohibido mascarla en la plaza central y en las pagodas. También se escupe en los restoranes callejeros con sus pequeños taburetes plásticos. La basura se acumula en las esquinas y en las playas, como en la bella Ngwesaung, donde pude constatar que los birmanos capean las olas enteramente vestidos.

    En cuanto a los ingleses que hace 90 años se encerraban en sus barrios y clubes, también lo hacen hoy quienes no son “inmigrantes” sino “expatriados”. El barrio en el que viven es más caro que su equivalente en Chile y cada sitio está protegido íntegramente por alambres de púas y alarmas, pese a que es tal la seguridad en las calles, que luego del taller que di, cuando terminé en la única discoteca abierta, le dejé el computador al barman. Conocí el barrio por un par de galerías de arte y porque cenamos con los demás invitados en la mansión vidriada del director del Goethe-Institut con vista a la pagoda Shwedagon. La diferencia estriba en que ahora los dos mundos de la colonia se mezclan y a la lectura organizada por el mismo instituto llegaron cientos de birmanos. Como en el resto del mundo, el proceso no es gratuito y la gentrificación del centro paulatinamente expulsa a sus habitantes hacia la periferia.

    Los adultos apoyan una mano en el hombro de sus padres cuando caminan por la calle. Las parejas de jóvenes se abrazan ante el lago real de Pathein, si han de besarse llevan una sombrilla. En la más moderna Rangún también se toman de la mano en los parques. Los mercados ocupan manzanas enteras y sus vendedores conversan de vuelta en un inglés chapurreado. Saben de Alexis Sánchez, han escuchado a Shakira; agradecieron las fotos que un escritor luxemburgués les llevó impresas. Contrasta el trato fácil con lo difícil que era abrir cualquier paquete birmano, aunque fuera de dulces. Parecen sellados para siempre.

     

     

    A nado

    Los moken o gitanos del mar viven en balsas a las afueras del país. Se adaptaron a respirar y ver bajo el agua. Pueden bucear cinco minutos sin asistencia y navegar por meses. No les gusta volver a tierra firme, porque consideran que allí están todos los problemas.

    Callado

    Los budistas solo comen la carne de animales que ellos no mataron. Dicen que los monjes les dejan veneno a los perros callejeros, que no ladran sino que aúllan cada noche, para que elijan suicidarse.

    La censura terminó oficialmente en julio de 2012; antes no se podía escribir padre ni madre, porque se entendían referidos a Aung San y Aung San Suu Kyi. Tampoco se podía pintar gallos, por ser el símbolo del partido, y ahora, en democracia, encarcelaron seis meses a un poeta por publicar en Facebook que se había tatuado al presidente en el pene. El artículo 66 a) de la Constitución de Myanmar permite decir lo que se quiera, pero con riesgo de ser demandado si alguien se ofende, herramienta que usa el gobierno. También hablamos de la censura de los colegas y de la discriminación de género, evidente en cómo se desarrolló el diálogo. La censura configura la escritura que quiere burlarla, dijo otro poeta.

    El artista explicó que jamás se había imaginado que el pez moriría, que los adornos detrás representaban a India y China, y la pastilla a la energía del capitalismo que parece hacerle bien inicialmente al pobre pez birmano en su vaso de agua.

    En la terraza del director del Goethe-Institut la mitad discutía por qué nos habían echado de la galería donde tuvimos el taller. Habíamos hablado demasiado, había espías, opinaba otro. Los militares no podían sostener al país con las sanciones internacionales, así que hicieron una elección de mentira para aumentar las inversiones. Todo sigue igual, insistía el dramaturgo alemán que sufre discriminaciones similares en Varsovia, donde reside. Existía un miedo auténtico de represalias según me enteré en el taxi.

    Un artista nos había mostrado su video de un pez rojo nadando en un vaso con agua. Le echaba una pastilla efervescente y el pez se alejaba, empezaba a desesperarse, luego nadaba a toda velocidad tratando de escapar a la superficie, a las esquinas del vaso hasta que dio bocanadas más intensas y murió. El artista explicó que jamás se había imaginado que el pez moriría, que los adornos detrás representaban a India y China, y la pastilla a la energía del capitalismo que parece hacerle bien inicialmente al pobre pez birmano en su vaso de agua.

    Los rohniyá, una minoría musulmana buscando asilo en Bangladesh, han sido torturados y matados por el ejército. Coexisten con el retorno de los refugiados políticos, opositores a ese mismo ejército cuando era totalitario. Y, sin embargo, no se ve un solo policía en las calles, tampoco a nadie con ganas de delinquir. Sería fácil leerlo como miedo, pero ahí van todos a toda hora, sonriendo, del hombro de sus familiares y amigos. Un grafitero alemán trajo obras para ser expuestas en la galería. Llegó al karaoke con los ojos desorbitados, no podía creer lo que hacían los grafiteros del festival a cara descubierta. Rayaron un furgón de policía delante de dos uniformados que los vieron y siguieron su camino. El alemán me dijo al día siguiente, frente al furgón, que en su país ni se le habría ocurrido, lo encarcelarían enseguida. Los birmanos se rieron, no tienen miedo. Yo levanté la vista, estábamos en la misma esquina donde había sufrido Neruda.

     

    (Fotografías del propio autor)

  245. El MIR: una historia pendiente

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    De armas tomar. Vidas cruzadas por el MIR reúne el testimonio de seis personas de diverso origen y función dentro de este grupo, cuyas vidas fueron atravesadas por el torbellino de su acción política. Pese a los puntos bajos del libro, todo este trabajo de búsqueda resulta de gran utilidad para historiadores y analistas, porque contribuye al acopio de elementos que entregarán en algún momento los distintos relatos que el tema merece.

    por ana pizarro

    El interés por el MIR en perspectiva histórica es relativamente reciente y en general, se ha manifestado en publicaciones, cuando no pequeñas, bastante marginales. En su momento de formación y mayor actividad, desde 1969 y luego en parte importante del período de la dictadura, estuvo bastante presente en los periódicos desde la mirada de sus detractores. En los últimos años, publicaciones sobre sus líderes o innumerables artículos de prensa relativos a situaciones puntuales en el país renuevan su interés con una mirada histórica que lleva a tesis académicas y publicaciones mayores. Está también la presencia pública de muchos de sus participantes. Pero el del MIR es un relato que aún no se escribe sino parcialmente y desde una perspectiva a veces de poco valor investigativo. No es el caso de este libro de Soledad Pino, que es un escrito a partir de entrevistas hecho con seriedad profesional.

    En los últimos años, publicaciones sobre sus líderes o innumerables artículos de prensa relativos a situaciones puntuales en el país renuevan su interés con una mirada histórica que lleva a tesis académicas y publicaciones mayores. Está también la presencia pública de muchos de sus participantes. Pero el del MIR es un relato que aún no se escribe sino parcialmente y desde una perspectiva a veces de poco valor investigativo.

    Aquí se trata de una perspectiva que enfoca seis caras de un caleidoscopio, cuya multiplicidad y movimiento están por armarse. Cada uno de estos es la faceta que entrega una entrevista. Se trata, pues, de personas de diverso origen, con diversa función dentro de la perspectiva del Movimiento, en general de relatos disímiles, cuyas vidas fueron atravesadas por el torbellino de la acción política de este grupo político, situada, a su vez, en años álgidos de la vida del país y el continente. Lo que aúna a los personajes es la relación con la historia del MIR, menor o mayormente cercana. Así, la primera es el relato de un militante de base, de extracción popular: “Tenía dudas severas de que pudiéramos hacer la revolución con gente que nunca había pasado hambre, y en el MIR había mucha burguesía”. La segunda, sorprendente, es la de un torturador confeso: “En el mundo militar todos nos declarábamos antimarxistas sin tener ni la más pálida idea de lo que eso significaba”. La tercera, de un empresario ligado a personas del MIR: “Estando en prisión tuve un cambio sustancial: me volví bastante insensible”. La cuarta es la de la pareja de Alfonso Chanfreau y uno de los casos emblemáticos de la tortura: “Yo iba sentada en una micro y de repente vi colgada en un kiosco la portada con la cara de ese sujeto; me dio una especie de fatiga, creo que mi cuerpo resintió el miedo que yo no reconocía conscientemente que tenía”. La entrevista siguiente es la de un ex miembro de la dirección del MIR que alude a su historia, sus aciertos, sus fuertes críticas a la organización: “Se me aclaró la película, vi que el MIR estaba básicamente destruido y nosotros seguíamos hablando de derrocar la dictadura y constituir un gobierno popular”. Este testimonio deja ver, entre líneas, algo que me parece importante: el humor negro que permite el distanciamiento necesario para la reflexión.

    La entrevista final es el relato de vida de dos hermanos (quien habla es Alexandra) que viven la infancia y parte de la adolescencia a cargo de su abuela en distintos países, porque sus padres han vuelto clandestinos al país a formar parte de la resistencia armada. A diferencia de las demás, y por su propia naturaleza, esta entrevista toca más hondo en lo emocional. No hay aquí victimización, a pesar de que se trata de vidas trastrocadas por las circunstancias, porque la experiencia de crecimiento con la abuela es altamente positiva. Sabemos que no fue así en otros casos.

    Como vemos, esta es la muestra de un universo polifacético cuyas piezas están lejos de constituir hoy un relato histórico coherente. Entiendo que hay historiadores que están trabajando en esto. Hay en estas entrevistas distintas perspectivas etarias, ideológicas, acontecimientos que pertenecen a diversos tiempos, personajes que actúan en diferentes lugares del Movimiento. No es posible evaluar los relatos de la misma manera. Hay momentos en la evolución del MIR que lo caracterizan (y responsabilizan) de manera diferente: el primero parece ir hasta la muerte de Miguel Enríquez; las conducciones siguientes le imprimieron otro perfil al Movimiento.

    Por todas estas razones, también me parece que la periodista nos debe un análisis que vaya más allá de lo metodológico. También hubiéramos querido que la agudeza de Ascanio Cavallo (autor del prólogo) nos entregase elementos mayores en respaldo de su tesis, pues en esta épica pienso que hubo muchos héroes: todos esos jóvenes y menos jóvenes generosos que fueron hombres y mujeres de su tiempo, torturados y muertos por pensar (equivocadamente o no) que podía haber un mundo de mayor equidad.

    Todo este trabajo de búsqueda, sin embargo, es de gran utilidad para historiadores y analistas, porque contribuye al acopio de elementos que entregarán en algún momento los distintos relatos que el tema merece.

     

    De armas tomar. Vidas cruzadas por el MIR, Soledad Pino, Catalonia-Periodismo UDP, 2016, 188 páginas, $12.100.

  246. Ese extraño sentido del humor

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    Los trabajos y los días, la necesaria antología de la poesía de Elvira Hernández, da cuenta de una obra única en nuestro país, una obra que no se inscribió en ninguna moda ni tendencia ni patota, pero que se fue abriendo camino en las generaciones más jóvenes que deseaban conocer una manera distinta de enfrentar el poema, mezclando humor, elementos mediáticos, violencia e imágenes de cómic. Y todo esto con una sensibilidad exquisita.

    por germán carrasco

    La recopilación de la colección Lumen de Elvira Hernández presenta por primera vez una muestra completa de su obra, a la que no se podía tener acceso por diferentes motivos: no existían reediciones, los libros habían sido publicados fuera del país, el carácter de la poeta no es voluntarista (la poesía no es una cuestión de programa ni de insistencia) y ella, además, publicaba lo exacto cuando correspondía (sospecho que lo que conocemos es apenas la punta del iceberg, que hay una cantidad importante de material inédito).

    Bueno, afortunadamente ahora tenemos la oportunidad de dar un recorrido amplio y cuidadoso de su obra en esta antología titulada Los trabajos y los días. Por otra parte, Alquimia Ediciones presentó el año 2013 el libro Actas Urbe, que comienza con una poética que se resume en tres ítems: cautiverio, soledad, cuerpo. El cautiverio y la soledad son generosos con el poema; el cuerpo, su médium y su envase. Ahora, entonces, con una vista panorámica de su obra, me concentraré en ciertos ejes o aspectos que llaman particularmente la atención en la poética de Elvira Hernández.

    Lo imprevisto como puntuación del poema

    El poema que se atasca es un asunto ético y relacionado con la culpa. Mistral culpa al poema de no tener estatus de plegaria ante Dios; Lihn traduce esa operación inculpando al poema de su impotencia frente a la realidad o la belleza (metaliteratura, reflexividad, auto-boicot, boicot al poema propio). En ambos casos hay un rechazo a la fluidez lírica y la tercera en hacer la fila de esa tradición es Elvira Hernández.

    Hablemos de lo imprevisto, es decir, de aquello que desacelera el poema, lo atasca y obliga a la risa inteligente. Es como cuando alguien está a punto de quedarse dormido y el otro le mueve el cuerpo, lo zamarrea, o cuando alguien está roncando y el otro lo mueve hasta que el ronquido se transforma en una respiración normal que no va a volver a desconcentrarse y roncar, porque al primer atisbo el otro moverá el cuerpo durmiente. Será su entretención durante la noche: al menor atisbo de ronquido, te voy a mover el cuerpo.

    Las imágenes imprevistas no permiten que haya desconcentración, no dejan que fluya el poema en esos torbellinos alienados y embelesados con el lenguaje: no hay esa cantabile prosodia, esa cosa lírica de cascada en nuestra poeta, sino una guardia y cacería permanente de imágenes que dan cuenta del espíritu de una época sin intención de trascenderla.

    Esa pedregosidad, ese estilo del poema a trompicones, esa anulación del bel canto, es muy mistraliano. Mistral quería que Tala sonara a piedra que rueda por el Elqui, a laberinto de cerros desérticos, pero en Elvira Hernández también se suman la toma de distancia y un diálogo con la herencia de Enrique Lihn por el lado de su declaratividad discursiva, su charlatanería de púlpito que es payaseo y desengrupimiento escritural.

    Esa pedregosidad, ese estilo del poema a trompicones, esa anulación del bel canto, es muy mistraliano. Mistral quería que Tala sonara a piedra que rueda por el Elqui, a laberinto de cerros desérticos, pero en Elvira Hernández también se suman la toma de distancia y un diálogo con la herencia de Enrique Lihn por el lado de su declaratividad discursiva, su charlatanería de púlpito que es payaseo y desengrupimiento escritural.

    Con respecto a la imagen del velar o dormir con la que empecé, es más que obvio que era mejor estar despierto, dada la situación policíaca de entonces.

    El simulacro versus la caricatura

    El montaje de la aparición de la Virgen por parte de la dictadura, para encubrir hechos y distraer a la población de las atrocidades y corruptelas de la soldadesca, hecho poema por Lihn, es análogo al paso del cometa Halley que registra Elvira Hernández. Señala Gonzalo Maier: “A partir de la manipulación mediática propiciada por la dictadura chilena durante los meses previos al avistamiento del cometa Halley en 1986, este artículo lee la ironía presente en el poemario ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986), de Elvira Hernández, como una estrategia que, por un lado, pretende confirmar a una comunidad fracturada y que, por otro, critica la pretensión dictatorial de asimilar mesiánicamente el éxito de las incipientes políticas neoliberales con avistamientos astronómicos que se anunciaban como ‘únicos e irrepetibles’”.

    Pienso eso mientras recuerdo la Biblioteca Bellarmino, a la que asistía la poeta y que era un genuino aguantadero desde el cual se salía con las mochilas pasadas a bencina y llenas de panfletos, porque allí se preparaba a veces el cierre de la Alameda (“cortar la calle para abrir el camino”, ese cliché era el que repetíamos como loros los ingenuos de siempre, la carne de cañón). Y recuerdo nítidamente las puertas de la Vicaría de la Solidaridad, donde todo el mundo se escondía de la represión policial de entonces. Porque esta es una poesía situada, tiene el aroma de entonces, del momento, no hay otro locus que el presente que se retrata delatando sus tics, sus muletillas, su absurdo civil.

    El simulacro de la dictadura tiene su reflejo y su respuesta con humor negro: la caricatura. Tenemos entonces un subrayado constante e intermitente en donde la caricatura (en el mejor sentido de la palabra), los elementos mediáticos, la palabra divertida-dolorosa y todos los ítems del persa epocal, funcionan a modo de tirón de orejas constante, de guapeada permanente, de no-te-duer-mas-en-el-ci-ne-en-la-mejor-par-te, ya que la escurrida, como la poesía, es gratis.

    Esa aparición de versos imprevistos, como si fueran la puntuación del poema, es algo constante, excepto quizás en algunos poemas distintos como “Meditaciones físicas por un hombre que se fue”, en donde sí hay flujo y el poema no se interrumpe y es un continuum por una cuestión muy fácil de explicar: es un poema dedicado a un hombre, y la ansiedad por decirlo todo y porque sean largos e interminables los instantes estira el verso y hace de cada poema casi un solo verso, un solo envión respiratorio mántrico, rokhiano o repetitivo: la tartamudez o el envión de la ansiedad. Ese poema deja en su final una incógnita, o una desaparición.

    La estrategia de lo mínimo

    Libros muy breves e intensos, todos. Elvira Hernández no se planteó una épica ni una ópera magna, no se inscribió en una patota de género ni de avanzada ni de cosa que se parezca. La estrategia, si la hubo, fue publicar un libro muy breve e intenso cada tanto en ediciones no alharacas y en cualquier lugar: Argentina, Colombia, Chile, editoriales pequeñas, sin aparecer programática, y lo no programático causa empatía inmediata: el poema no resiste el programa. La disciplina es estricta, pero en otro sentido: de espera y cacería, no de sentarse y escribir con las manos frías.

    “Carta de viaje”, por ejemplo, da un tono imprevisto a lo que era la poesía de exilio y las nomadías que en ese momento estaban en su apogeo, alimentadas por supuesto por la academia. A contracorriente, este poema posee un tono estratégicamente menor.

    Es la visita, no el exilio.

    Es la visita breve y exploratoria, no la residencia en el primer mundo con el goce de sus beneficios y el posterior regreso con el capital simbólico y los puestos asegurados.

    Al comienzo hablé de lo caricaturesco y de la sonrisa que provoca lo imprevisto. Aparece en varios poemas montada sobre el Halley, sobre una nave, sobre un escualo; “el lugar montado en la espalda desnuda de su poeta corcel” esa figura extraña como de cómic, con un dejo infantil y de ciencia ficción infiltrado en esta poesía difícil de clasificar: esa imagen se repite, como es una jinete o bruja sobre el Challenger o el tiburón Contreras o todos los que nadan, vuelan y se desplazan. “Vean el escualo que monto”, comienza “Carta de viaje”. Es una joda: ella es una especie de jinete que recorre y mira desde arriba, una épica consciente de su ridículo.

    Hacerle frente al día a pesar de ese tremendo dolor y sensibilidad tiene un nombre, se llama carácter, y consiste en no abandonar por ningún motivo la inteligencia ni la sonrisa aunque estemos muy débiles, zozobrando, apenas. Si se logra circular y producir algo en ese estrecho margen y cuerda floja, hemos sido heroicos, resistentes. El trabajo de enfrentar el día.

    Quizás Elvira Hernández busca los materiales donde uno no pensó que se iba a meter: el lenguaje mediático, del espectáculo, el lenguaje publicitario -esa punta de lanza del neoliberalismo más brígido-, pero esto intercalado de pronto con arcaísmos, lirismo profundo, mistralemas y, especialmente, con un dolor enorme -una sensibilidad, un padecer- que no deviene queja sino descripción medio objetiva, medio tamizada, por la ironía muy dosificada con que la autora describe la dificultad física de moverse para ponerle el hombro al día que se nos destripa encima. Hacerle frente al día a pesar de ese tremendo dolor y sensibilidad tiene un nombre, se llama carácter, y consiste en no abandonar por ningún motivo la inteligencia ni la sonrisa aunque estemos muy débiles, zozobrando, apenas. Si se logra circular y producir algo en ese estrecho margen y cuerda floja, hemos sido heroicos, resistentes. El trabajo de enfrentar el día.

    Poesía situada

    Y como Hernández trabaja con esos elementos mediático-espectaculares, el lector se sitúa perfectamente en los años en que fueron escritos los libros y recuerda cosas como el botón de pánico de cierto alcalde o cuando ese mismo personaje lanzó unos litros de agua desde avionetas para aplacar el smog santiaguino. Es todo bastante absurdo. Luego de recuperada la democracia, se perdió la cordura y por eso quizás uno de sus primos políticos en la escritura y uno de sus declarados lectores serios, Bruno Vidal, adopta todo el personaje predictadura y no posdictadura. En el fondo, todos sabían lo que iba a pasar. El país no se tenía confianza, ni en su capacidad de escuchar ni en la de recibir. Todos sospechaban que este es un país de domésticos, de arreglos con alambritos, de pequeños dictadorzuelos y dictadorzuelas. Los que hicieron el trabajo lo hicieron de tal manera que la ambición y la máscara se instalaron hasta en la literatura y en las formas de relacionarnos. Por eso el cinismo de la poeta. Por eso su palabra cruzada de los ítems absurdos del persa del neoliberalismo, que muchas veces nominaliza, pone como personajes al bestiario insano de la época (el Mirón del Cerro) y al otro bestiario que aparece con la democracia en la medida de lo posible: El Hombre de las Licitaciones.

    Nomadismo, Santiago Waria

    La alusión a la ciudad como personaje principal en Santiago Waria (Santiago fue waria para los mapuches / como cualquier otro poblado) nos da una pista sobre los principales ejes que sostienen este libro en particular, que podrían extrapolarse al resto de su obra: el nomadismo, el desarraigo, el vagabundeo en un paraje sobrecargado de referencias eclécticas y universales, un delirio como de profeta con la autoestima quebrada en el desierto (un paisaje desértico y mudo como los cuadros de De Chirico, donde se proyectan las imágenes del delirio con largas sombras y la nula presencia humana), y que abandona el discurso redentor por un doble sentido o un bombardeo de imágenes.

    El desarraigo en el escenario de la ciudad aparece como un hastío que reproduce imágenes misteriosas de origen desconocido. Podríamos remitirnos a esa película de Sanjinés, La nación clandestina, versión latinoamericana y contemporánea de la historia bíblica del hijo pródigo, un indio que abandona su comunidad para probar suerte en la gran proveedora de oportunidades: la urbe. Desencantado y alcoholizado, regresa a su comunidad para acabar con su vida empleando un ritual ancestral y ya en desuso de su pueblo: bailar hasta caer muerto.

    Sin embargo, en Santiago Waria la resistencia es distinta. Para desmitificar “las falsas seguridades de la tierra firme” (como dijera Marcelo Novoa), estas son llevadas hasta el paroxismo. Alusiones a una patria que te regurgita, no necesariamente el exilio, más bien un sentido de no pertenencia al territorio que otorga licencia para la comedia y la ironía que los productores y consumidores de grandes discursos no pueden entender de una forma que no sea literal.

    “La democracia la lanzó con ventilador, sin proponérselo por cierto, y está en el aire…”.

    La violencia que marca el período de la dictadura y la posdictadura es caricaturesca; el gore esencial de la nación nos recuerda a ciertos dibujos animados cayendo ilesos por el precipicio, recibiendo yunques que se dejan caer a gran altura sobre la cabeza, un sadismo naturalizado en función de obtener los aplausos del público del coliseo.

    Quizá por eso las abundantes referencias a los huesos, la sangre, las vivisecciones y la imagen del cuerpo como un despojo, porque ha sido desprovisto de un glamour y una sacralidad que quizá era ancestral. Pero el cuerpo aunque sea aun despojo raído, gastado por el uso, no llega a romperse del todo, sino que resiste en la enunciación cosquillosa de la náusea, la ironía, la imagen algo críptica de una peregrinación alegre y sin esperanza de milagro.

    Podríamos decir varias cosas más. De esa espectacular foto con Lihn en el Paseo Ahumada en donde aparece radiante con otros intelectuales de centinelas, por si llegaba la policía; de cuando Rodrigo Landaeta me comentaba lo hermoso que era caminar con ella en silencio por Oaxaca, de que hay unanimidad en que es la más querida por los lectores de poesía, que un gobierno sin brújula se perdió la oportunidad de premiar a una grande de verdad. Pero lo mejor es leerla, tratar de descifrarla, pensarla en este país en donde todo se sacraliza y se homenajea para, precisamente, inmovilizarlo.

     

    Los trabajos y los días, Elvira Hernández, Lumen, 2016, 300 páginas, $16.000.

  247. Principito posmoderno

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    En uno de sus importantes ensayos críticos, W. H. Auden explicaba por qué no podemos leer por primera vez a un escritor novel, de la misma manera en que leemos el último libro de un autor consagrado: “Nuestra valoración de un autor consagrado no es nunca simplemente estética: sumado a cualquier mérito estético, el nuevo libro viene revestido para nosotros con un interés histórico similar al que se dispensa a un viejo conocido”. Escribir sobre un autor ya instalado en el campo literario —como es el caso de J.M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura en 2003— tiene, pues, algo de arqueología, en que es preciso fijar puntos de comparación. Es por esto que un buen libro de un autor desconocido, aun sin el brillo de las obras maestras de los autores en la cima del oficio, puede llegar a recibir mejores comentarios que una entrega regular de un escritor brillante. Es función de la crítica señalar estos traspiés y poner en perspectiva el trabajo literario, sin dejarse cegar por la fama y prestigio de un gran escritor.

    En el caso de Coetzee, muchos críticos han indicado que su última novela, Los días de Jesús en la escuela, continuación de La infancia de Jesús (publicada en 2013), debiera ser recibida como una obra de arte y una sesuda alegoría existencial y metafísica, cuyos puntos de referencia literarios y filosóficos van desde los diálogos socráticos a El Quijote de la Mancha y Dostoievski, lo cual no es poco. Aunque se alude a Jesús en el título, en la novela no hallamos este nombre, pero sí el de David, un niño desconcertante para su entorno. Tanto la supuesta genialidad del niño como la onomástica son elocuentes, y es evidente el aliento bíblico de la novela, en que otros nombres, como los de Ana Magdalena o Simón, remiten al Antiguo y Nuevo Testamento. El nombre de otro de los protagonistas, Dmitri, nos lleva al atormentado mundo de Los hermanos Karamazov, más otros guiños que contribuyen a darle un aura prestigiosa a esta última entrega del sudafricano, quien se distancia del realismo de novelas desgarradoras como Desgracia, para avanzar un poco más allá en la línea de sus textos más metafísicos y abstractos. Lo que cabe preguntarse, a la luz de las ideas de Auden, es qué tan efectivo o profundo es el impacto de una novela como esta, con tantos subrayados esotéricos, en el seguimiento de este autor.

    Aunque se alude a Jesús en el título, en la novela no hallamos este nombre, pero sí el de David, un niño desconcertante para su entorno. Tanto la supuesta genialidad del niño como la onomástica son elocuentes, y es evidente el aliento bíblico de la novela, en que otros nombres, como los de Ana Magdalena o Simón, remiten al Antiguo y Nuevo Testamento.

    El argumento de La infancia de Jesús se puede narrar en pocas líneas: David es adoptado por Simón e Inés, una pareja que se une solo para dar una familia al niño. Ellos llegan, junto a muchos otros desplazados, a la ciudad de Novilla. Se trata de un mundo de temporalidad y espacio inciertos, en que todos han olvidado quiénes eran, como se cuenta también en esta nueva novela: “David, tú llegaste en barco, igual que yo, igual que la gente que nos rodea (…) Cuando cruzas el océano en barco, todos los recuerdos se te borran y empiezas una vida completamente nueva. Así es la cosa, no hay nada antes”. Este inusual trío debe huir de Novilla por causa del niño (las alusiones a la Sagrada Familia son más que evidentes). Llegan a Estrella, una ciudad tan anacrónica, inubicable y abstracta como la anterior, en donde procuran empezar una nueva vida, buscando para el niño una educación que no sea la de carácter público, donde ya antes han hallado dificultades, por la resistencia de David a cualquier normalización. Finalmente lo ubican en una peculiar academia de danza, en la que enseñan Juan Sebastián Arroyo (en alemán, se llamaría “Bach”) y la bella e inalcanzable Ana Magdalena. Ronda esta academia Dmitri, guardia del museo contiguo, quien está obsesionado con esta mujer. Es en este entorno, que hacen pensar en las danzas derviches, también en las famosas enseñanzas de Gurdjeff (quien era, también, músico y compositor, como Juan Sebastián Arroyo), que se desata un drama, un asesinato, que es el principal acontecimiento de la novela.

    Coetzee emplea sobre todo los diálogos, los cuales versan sobre la educación, la relación de los seres humanos con el orden del universo, cierta teoría de carácter platónico sobre los números y la danza, y la culpa y la pasión. Es indudable la técnica y desenvoltura del autor, quien construye una atmósfera enrarecida, encerrada, en que grandes cosas se juegan en un escenario inusualmente pequeño e incierto. Sin embargo, las conversaciones de David con los adultos que lo rodean y las cavilaciones del verdadero protagonista, el razonable y aparentemente desapasionado Simón, son en exceso didácticas y tediosas. Su sencillez no desarma ni afecta: irrita. El niño no deja de hacer preguntas aparentemente incómodas y de mostrarle su superioridad a los adultos.

    Si bien se advierte algo de humor, la mayoría de los diálogos son severos y, en su sencillez, algo solemnes. Particularmente molestos son aquellos en que los varones discuten sobre un femicidio, discutiendo si hubo allí una demostración del amor. O cómo se relacionan íntimamente el amor, la pasión y el odio. “Fue el amor lo que (lo) volvió loco”, le explica el sobrepasado padre a su inquisitivo vástago de siete años, dejando a un lado la material violencia de un crimen, para llevarlo a un terreno discursivo metafísico.

    Me pregunto si una novela filosófica, por sugerir los más prestigiosos misterios occidentales, puede abandonar las necesarias preguntas y reflexiones sobre las que urge el presente. Si es posible hoy escribir una novela “alegórica” sobre la existencia, que tan pronto te puede sugerir el drama de los refugiados como el origen de la vida (el arribo en barco a la existencia y la memoria), y al mismo tiempo ponga a dialogar a un elocuente grupo de varones en torno al cadáver de una mujer estrangulada, como si estuviéramos en el siglo XIX. Por otra parte, el niño de Coetzee, más que un Jesús ante los sabios, se parece a otro pesado de la literatura universal, El Principito, y su reprimido padre se parece al aviador, aunque aquí estén en un mundo menos cándido, más desesperanzador y posmoderno. Es indudable que Coetzee es un enorme escritor, pero eso no quita que esta novela, al lado de otros de sus grandes libros (Esperando a los bárbaros, Desgracia, Juventud), no sea más que una obra menor, pese a su aparente ambición filosófica y literaria.

     

    Los días de Jesús en la escuela, J.M. Coetzee, Literatura Random House, 2017, 255 páginas, $12.000.

  248. La sopa derramada de Luis Poirot

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    En 1973, tras el Golpe Militar, Luis Poirot recibió el consejo de destruir todo su archivo fotográfico. El consejo, en estricto rigor, era una orden: se lo dio un vecino, coronel de la Fach, pero él no hizo caso. Ahora, bajo el sello LOM, aparece La sopa derramada, una selección de estas imágenes, en su mayoría inéditas.

    La conservación de ellas fue toda una proeza: Poirot, antes de partir a Francia, repartió entre sus amigos y familiares pequeños paquetes con los negativos, para que los enterraran. Aquí vemos sus viajes a Nueva York, Ecuador y Bolivia, así como su amplio registro del gobierno de Salvador Allende, a quien acompañó, como voluntario, desde su campaña presidencial de 1970. La sopa derramada, publicado cuando el fotógrafo cumple 50 años de trayectoria, da cuenta del trabajo temprano de un observador que supo tomarle el pulso a su tiempo. “Tenía el convencimiento de que vivíamos un período histórico”, escribe en el prólogo de la obra, recordando su labor durante la UP, “y que era un privilegio verlo y fotografiarlo”.

     

    Salvador Allende durante la campaña presidencial, enero de 1970. Visitando la maestranza de lo que era la Empresa de Transportes Colectivos del Estado.*

     

    Población, 1969.

     

    Enero, 1970. Campaña presidencial Salvador Allende.

     

    Manifestaciones de apoyo a Salvador Allende en la Plaza de la Constitución, 1973.

     

    La Remolienda, Teatro de la Universidad de Chile. Víctor Jara director, Sergio Zapata escenografía, Bruna Contreras vestuario y Alejandro Sieveking autor.

     

    Fidel Castro (en su visita a Chile) y Salvador Allende en el hoy desaparecido Salón de Honor del Palacio de La Moneda, 1971. Hoy en día La Moneda no respira la tradición republicana, sino más bien una atmósfera cuartelaría rígida y fría al gusto de quien la habitó después de 1973.

     

     

     

     

    Camino al lago Titicaca.

     

    Bolivia, 1971. Una viuda debía (¿debe todavía?) vestir de negro en forma permanente.

     

    La mortalidad infantil en Latinoamérica. Ataúdes de plumavit.

     

    *  Todos los pie de foto fueron recogidos del libro.

  249. Los simios tocan el cielo

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    Homo Deus: breve historia del mañana empalma con el punto en que termina Homo sapiens, libro anterior de Yuval Noah Harari, y, de hecho, se pueden leer como una sola obra. Ambas presentan una marca que tiene mucho que ver con el enorme éxito que han cosechado: la notable habilidad para explicar procesos complejos de manera didáctica, precisa y muy irónica. Todo parece sencillo y obvio cuando lo cuenta este autor.

    por gabriel vergara

    Tras escribir un par de obras sobre estrategia militar en la Edad Media y el Renacimiento, el historiador israelí Yuval Noah Harari dio un giro temático para ocuparse, en un análisis de muy largo plazo, de la historia de un simio muy especial, uno que pasó de ser un simple cazador recolector a dominar el planeta. El libro resultante (Homo sapiens: de animales a dioses) era un vertiginoso repaso del devenir de la humanidad que mezclaba historia, teoría de la evolución y ciencia de punta.

    Según Harari, hoy los humanos han derrotado el hambre, la guerra y la enfermedad, lo cual los deja listos para un nuevo reto: vencer a la propia muerte. Homo Deus: breve historia del mañana apunta en esa dirección. El texto empalma con el punto en que termina Homo sapiens y, de hecho, se pueden leer como una sola obra. Ambas presentan una marca que tiene mucho que ver con el enorme éxito que han cosechado: la notable habilidad para explicar procesos complejos de manera didáctica, precisa y muy irónica. Todo parece sencillo y obvio cuando lo cuenta Harari.

    La tesis de Homo Deus: la conjunción de las ciencias biológicas y la informática se aprestan a redefinir lo que pensamos es nuestra esencia inmutable. Y de ese cambio podría surgir una nueva especie.

    A lo largo de las últimas décadas, la biología ha llegado a la conclusión de que todo lo que hacemos, pensamos y sentimos está determinado por algoritmos biológicos generados a lo largo de la evolución. En este aspecto, no nos diferenciamos mayormente de ratas, cucarachas o delfines. Manipular esos algoritmos es cuestión de tiempo… y de química. En resumen, un asunto meramente “técnico”.

    Varias de sus ideas son estimulantes, pero es difícil no ponerlas en duda cuando hablamos de vencer a la muerte y de un mundo en donde los algoritmos matemáticos pueden llegar a predecir nuestro comportamiento en todos los ámbitos posibles.

    En paralelo, los algoritmos informáticos han ido generando programas cada vez más complejos, cuyo funcionamiento puede replicar (y superar) el de la mente humana. Por si fuera poco, la ingeniería puede ayudar, mediante implantes y piezas biónicas, a aumentar las capacidades que la evolución ha creado para nosotros a lo largo de millones de años. “El ascenso de humanos a dioses puede seguir cualquiera de estos tres caminos: ingeniería biológica, ingeniería cíborg e ingeniería de seres no orgánicos”, resume el autor.

    Son anticipos arriesgados. Tal vez por eso Harari, reconociendo tácitamente la sospecha que genera el hecho de que un historiador haga profecías, agrega que el futuro no se puede adivinar y que “mi predicción se centra en lo que la humanidad intentará lograr en el siglo XXI, no en lo que conseguirá lograr”.

    Varias de sus ideas son estimulantes, pero es difícil no ponerlas en duda cuando hablamos de vencer a la muerte y de un mundo en donde los algoritmos matemáticos pueden llegar a predecir nuestro comportamiento en todos los ámbitos posibles.

    La fuerza del libro, sin embargo, es precisamente esa: obliga al lector a pensar en un futuro que parece sacado de un libro de Huxley (más que de Orwell) y tomarse en serio la posibilidad de que las cosas avancen en dicha dirección.

    En el corazón de esa ruta está la que sin duda es la parte más fascinante del libro, que surge cuando el autor se pregunta qué es, finalmente, lo que le dio ventaja a la especie humana. Su respuesta no está en la inteligencia o en la capacidad de trabajar de manera colectiva (hay animales que lo hacen muy bien en cada uno de esos aspectos), sino en una derivada especial: los humanos somos capaces de crear realidades intersubjetivas, relatos que solo existen en la medida en que creemos en ellos y que les dan sentido a nuestras vidas: una categoría en la que ubica a todas las religiones, incluso las laicas, como el humanismo.

    Aunque hay preguntas insoslayables, como qué será de la conciencia, las emociones y la individualidad, Homo Deus resulta un libro atractivo para empezar a entender la dirección (y la fuerza) que pueden tomar las principales tendencias que definirán un futuro no tan lejano.

     

    Homo Deus: breve historia del mañana, Yuval Noah Harari, Debate, 2016, 492 páginas, $15.000.

  250. La quebrada historia editorial de la poesía chilena

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    Después de varios años escribiendo los poemas, Yanko González se ensució las manos para publicarlos en su primer libro, Metales pesados. Con ayuda de expertos y el editor Ricardo Mendoza, trabajó en cada una de las 555 copias que salieron de imprenta. Fueron tres meses de labores. Decir que fue un trabajo artesanal sería exagerar, pero el poeta estuvo implicado en cada proceso del volumen: optar por un formato apaisado de amplias dimensiones para el libro, definir espacios inusuales para la puesta en página de los poemas y jugar con letras con relieve para las que tuvieron que usar cuños secos. El libro apareció en 1998 al alero de la editorial Kultrun, en Valdivia, y lo que siguió fue un destino paradójico: mientras se agotaban los ejemplares hasta desaparecer, Metales pesados se convertía en un mito de la poesía de los 90. Un estallido lingüístico que alguna vez había estado y ya no estaba.

    Pero estaba. La poesía nunca se va del todo y en el caso chileno sigue una ruta ya naturalizada: la fotocopia. El mismo González recuerda que él también debió echar mano de unas fotocopias de su libro en un par de ocasiones para leer sus poemas en algún recital. “Era un poco triste”, recuerda el poeta, aludiendo a todo el esfuerzo que había hecho para que el libro existiera. Quizás era solo lo de siempre. Acaso lo esperable para un título de poesía en el borde de lo experimental, publicado en provincia y distribuido de mano en mano, lejos de los circuitos literarios centrales. Y, sin embargo, su ruta es lo opuesto a lo triste: rompiéndole la mano a su destino fantasmagórico, Metales pesados se volvió una referencia para los lectores de poesía que, enterados de su existencia, lo buscaron por todas partes hasta llegar a unas páginas que eran fotocopias de otras fotocopias y entraron en ellas para salir sorprendidos.

    Exploración etnográfica por las jergas de las tribus urbanas noventeras, Metales pesados tuvo a su favor que cuando en 2003 el poeta Sergio Parra decidió abrir una librería en Santiago, acudió al nombre del libro para bautizarla. Por años, ir a la tienda era saber de donde venía su nombre y, en ese mismo momento, saber que el poemario de González no estaba por ninguna parte. O estaba donde ahora está todo, en internet. A pedido del poeta argentino Martín Gambarotta, el libro fue colgado en su sitio web y, ya sabemos, seguía fotocopiándose de vez en cuando. Hace algunos años, González rechazó un par de propuestas para reeditar el libro, hasta que hace poco dijo sí: fue necesario que se unieran dos editoriales, Alquimia y Montacerdos, para que Metales Pesados existiera de nuevo. A fines de abril, de hecho, tuvo un lanzamiento y el autor divisó entre los asistentes algo que no esperaba: jóvenes que quizás no habían nacido cuando se publicó el libro por primera vez.

    Como el mercado del libro soporta un número reducido de libros de poesía –de Nicanor Parra, de Bertoni, seguramente aún de Neruda–, las editoriales de poesía son generalmente aventuras perpetradas por poetas y escritores, nunca con fines comerciales. Siempre con tiradas restringidas, que no superan las 500 copias.

    “Cada generación que llega, me redescubre”, decía Fogwill. Sucede un poco lo mismo con la tradición de la poesía chilena. Esos jóvenes de 18 o 19 años que se asomaron en el lanzamiento de Metales pesados, seguro, hoy también se están enterando de que la escritura de González está en tensión con una época literaria en que se encadenan Bruno Vidal, Rodrigo Lira, Juan Luis Martínez, Gonzalo Muñoz, Paulo de Jolly, Gonzalo Millán y Diego Maquieira, entre otros, y que a veces llegar a cualquiera de ellos puede volverse inexplicablemente complejo. La mejor opción es internet y es la que ya todos usamos, pero ahí está todo fragmentado y disperso, están todos los poemas sueltos, casi siempre lejos de la unidad que se propuso originalmente en el libro. Ese es el asunto: los libros de poesía nunca están. Aparecen para desaparecer. Operan como ecos, escuchamos de ellos a lo lejos y cuesta tanto atraparlos. O los buscamos en las librerías de usados, arriesgándonos a precios imposibles, o esperamos a editores de ambiciones patrimoniales.

    No: olviden la palabra patrimonial. No solo porque tiene un costado profundamente soporífero, sino porque pocas veces se trata de ir a desenterrar libros. El tiempo no ha pasado por ellos. No por todos. “Hay que reconstruir el catálogo”, dice Matías Rivas, el director de Ediciones Universidad Diego Portales, y eso es exactamente lo que él ha estado haciendo: desde 2003 su colección de poesía ha significado, fundamentalmente, la restitución de títulos ausentes de Enrique Lihn –¡tantos de Lihn!–, Bertoni, Millán, Nicanor Parra, Cecilia Vicuña, Gonzalo Muñoz, Ronald Kay, Roberto Merino, incluso de Vicente Huidobro o Pablo de Rokha. Salvo de estos últimos, se trata de libros publicados básicamente durante los 70 y los 80 que –repitamos– aparecieron para desaparecer. Es lo de siempre, es una tradición: es la quebrada historia editorial de la poesía chilena.

    Es así: en 2013, la UDP publicó Proyecto de obras completas, de Rodrigo Lira, estableciendo un record particular: era la tercera edición del libro en 30 años. Publicado originalmente en 1984, por los sellos Minga y Camaleón, en 1998 tuvo una segunda versión al alero de Ediciones Universitaria (aplaudámoslos a ellos también por cuidar la tradición poética), no especialmente restringida pero que también se agotó lentamente, en 15 años, hasta salir de circulación. A veces el tiempo pasa muchísimo más rápido: en 2003 Quid Ediciones publicó Mudanza, el segundo volumen de poemas de Alejandro Zambra, y apenas cinco años después tuvo que ser reeditado por Tácitas. Y ya que estamos en los poetas de los 90: ¿alguien sabe dónde encontrar La insidia del sol sobre las cosas (1998) o Calas (2001), de Germán Carrasco? Ambas fueron publicadas por JC Sáez. Desde el año pasado, al menos, tenemos la antología Imagen y semejanza (Lumen), para leer bien y en papel a Carrasco.

    Pero se trata del estado de las cosas nomás. Como el mercado del libro soporta un número reducido de libros de poesía –de Nicanor Parra, de Bertoni, seguramente aún de Neruda–, las editoriales de poesía son generalmente aventuras perpetradas por poetas y escritores, nunca con fines comerciales. Siempre con tiradas restringidas, que no superan las 500 copias; a veces solo llegan a 200. A inicios de los 90, Roberto Merino y Carlos Altamirano echaron a andar el sello Carlos Porter, a través del cual publicaron títulos como Sentado en la cuneta de Bertoni y Arte marcial de Bruno Vidal. La historia editorial de Bertoni ha tenido sus bemoles, pero con Vidal bordeamos el secreto pese a su lugar central en la poesía actual: después de Arte marcial, un paseo salvaje por los paisajes oscuros del Chile dictatorial de los 80 en clave de vanguardia, en 2004 Vidal se puso en la piel del torturador y lanzó Libro de guardia, un título que publicó en una edición privada, que no se vendía. La única forma de llegar a él era recibirlo de sus manos. Él escogía a sus lectores.

    La edición de Rompan filas de Vidal por la UDP, el año pasado, ha sacado al poeta del ámbito de lo oculto, pero no del todo. O, mejor, ha catapultado su leyenda: antes que ese volumen, existen otros dos desconcertantes y salvajes, pero inaccesibles.

    No es un caso único: antes que Vidal decidiera digitar su leyenda, estuvo Juan Luis Martínez. Los dos libros que publicó, La nueva novela y La poesía chilena, eran excesivamente caros y solo se le podían comprar a él. El primero es el más clásico libro fotocopiado de los estudiantes de literatura o aspirantes a poetas de las últimas décadas, como lo documentó Zambra en su artículo “Elogio de la fotocopia”. Hasta hace poco, aquellos libros objetos aún eran vendidos por la viuda de Martínez, pero desde el 2016 La nueva novela ingresó al círculo de las reediciones: la Galería D21 hizo una reimpresión del volumen en una versión facsimilar y la puso a la venta a 70 mil pesos. Es muchísimo, pero la original hoy puede llegar a costar cinco o seis veces esa cifra.

    ¿Qué es realmente Las ferreterías del cielo (1964) de Arturo Alcayaga Vicuña? ¿Un libro de poesía o una pieza de arte, hecha artesanalmente en la cárcel de Valparaíso? Está en la Biblioteca Nacional, vayan a mirarlo: es una sorpresa.

    La Galería D21 no es una advenediza en el tema. Su dueño, el coleccionista de arte Pedro Montes, es uno de los creadores de la editorial Pequeño Dios. Tienen un lema directo: “Rescatar a nuestros héroes olvidados”. Su catálogo incluye una serie de autores no del todo obvios en el panteón: José Santos Chocano, Claudio Giaconi, Antonio Avaria, Francisco Casas, Juan Cameron y Sergio Parra, entre otros. De este último, por ejemplo, rescataron su poemario de culto, La manoseada, publicado en 1987 por la desaparecida editorial Génesis. Reapareció en la colección Serie Popular, un formato sencillo, pequeño, de páginas de roneo (que, tema aparte, es un papel que se está dejando de producir), que en librerías se vende a $1.000. En esa colección, el sello ha publicado a dos surrealistas clásicos del universo de los descatalogados: Braulio Arenas (Luz adjunta) y Jorge Cáceres (René o la mecánica celeste).

    Cada uno a su modo, Cáceres y Arenas fueron unos malditos: el primero vivió poquísimo (se suicidó a los 26) y el otro tanto, que terminó pinochetista. En el mejor momento de sus vidas se encontraron en el grupo La Mandrágora y usaron el surrealismo como una plataforma para acechar la oficialidad literaria. Junto a Enrique Gómez Correa y Teófilo Cid tuvieron una revista, hoy obsesión de coleccionistas, y cada uno publicó varios títulos hoy totalmente desaparecidos: ¿dónde encontrar Nostálgicas mansiones, de Cid, publicada por esa hermosa colección Viento en la Llama? O al menos una antología: ¿dónde está El a, g, c de la Mandrágora, la recopilación del grupo que publicó Arenas en 1957? Y ya que estamos en esos años y en esos círculos subterráneos: ¿ya nunca veremos por ahí Sonatas del gallo negro o Las leyendas del Cristo negro de Mafhúd Massís, quien alguna vez se describió como “el heresiarca de piel negra, / el loco, el desertor, el papanatas helado bajo la nieve”?

    Al menos desde hace unos años, el periodista Marcelo Mendoza empezó a reeditar títulos de Gómez Correa en Mandrágora Ediciones. De eso se trata: el tejido de la poesía chilena debe ser enmendado una y otra vez. Antes de que nos demos cuenta, se abren los agujeros: desaparecen de las estanterías títulos que alguna vez dejaron entrar una luz desconocida. Quizás haya que conformarse (¿en serio?) con que de los 50 o más libros que lanzó enfervorizado Pablo de Rokha –en su propio sello, Multitud– hoy día apenas contemos con unos 10. Pero no deberían perderse tan pronto poemarios que salieron hace apenas una década: si lo pilla por ahí, no duden en comprar una copia de El baile de los niños (2005) de Diego Ramírez, acaso el mejor título de ese grupo tan ruidoso que fueron los Novísimos.

    Es verdad que el tiempo termina siendo el mejor juez, pero aquí pasa algo distinto: son las condiciones estructuralmente precarias de la poesía chilena y de la industria editorial la que condiciona a grandes libros a una vida breve. Su hábitat es la intemperie.

    El libro de Ramírez fue publicado por El Temple Ediciones, sello hoy ya fuera de funciones, que también editó Exquisite de Gustavo Barrera Calderón o An Old Blues Songbook de Carlos Henrickson o Vírgenes del Sol Inn Cabaret de Alexis Figueroa. Libros excelentes, hoy en peligro de extinción.

    Podría existir una lista de las especies amenazadas. O recomendaciones: compren cualquier libro de Andrés Anwandter, también los de Kurt Folch y de Javier Bello; si se encuentran con Aniversario de Matías Rivas tómenlo y, por supuesto, no duden ni un segundo ante la edición de Universitaria de Los Sea Harrier, de Diego Maquieira, o cualquiera de los originales de José Ángel Cuevas, que ya ni sabemos exactamente cuáles son. Eso pasa, ¿no?: hay cosas que ni sabemos que existieron. ¿Qué es realmente Las ferreterías del cielo (1964) de Arturo Alcayaga Vicuña? ¿Un libro de poesía o una pieza de arte, hecha artesanalmente en la cárcel de Valparaíso? Está en la Biblioteca Nacional, vayan a mirarlo: es una sorpresa.

    Es verdad que el tiempo termina siendo el mejor juez, pero aquí pasa algo distinto: son las condiciones estructuralmente precarias de la poesía chilena y de la industria editorial la que condiciona a grandes libros a una vida breve. Su hábitat es la intemperie. Y el papel en los descampados vuela a merced del viento hasta que ya no está en ninguna parte. No hay drama en eso. No hay tragedia en que un poema que una vez iluminó un territorio se vuelva apenas el reflejo de otro tiempo. Un eco que, a veces, puede tomar la forma de una nota como esta, que exagera la desventura de las extinciones en el borde del fetichismo. Otras veces, toma la forma de un impulso vivo y lleva a algunos editores a traer de vuelta esos textos antes del olvido: si recién fue Metales de pesados, de Yanko González, durante julio vienen al menos dos reediciones a las que estar atentos: Lecturas Ediciones publicará Transmigración, que Roberto Merino lanzó en 1987, mientras que La Calabaza del Diablo en alianza con Cuneta pondrá nuevamente en la calle Criminal (2003), de Jaime Pinos. A veces no es fácil desaparecer.

  251. El manifiesto de Scorsese

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    Molesto por la crítica que le hicieron a su película Silencio en el Times Literary Supplement, el director Martin Scorsese envió un ensayo a ese mismo medio en el que rebate los prejuicios en torno al cine: que no deja nada a la imaginación; que no es arte porque participan demasiadas personas; que está mezclado siempre con intereses comerciales. Pero sobre todo, reflexiona acerca del rol del espectador en el cine. Para él no es un sujeto pasivo. Es más, habla de un “evento fantasma”: cuando el cineasta y el espectador se comunican “en esos intervalos de tiempo entre las imágenes que duran una fracción de fracción de segundo, pero que pueden ser vastos e interminables”.

    por matías hinojosa

    “Standing up for cinema” es el título del ensayo donde Martin Scorsese realiza una defensa del arte cinematográfico, reivindicándolo como una experiencia colaborativa, en la que participa tanto el realizador como el espectador. Estas ideas fueron apuntadas a propósito de Silencio, su última película, la cual motivó una crítica publicada en el Times Literary Supplement en la que el comentarista Adam Mars-Jones afirmó que “incluso el libro más implacable se filtra en la vida del lector, mientras que una película suspende la vida del espectador por la fracción de tiempo que dura” y que “en un libro el lector y el escritor colaboran para producir imágenes, mientras que el director de cine solo las entrega”.

    Scorsese, cuya película está basada en la novela homónima de Shūsaku Endō, escribió una carta a TLS, que se publicó el 17 de marzo, en la que rectificó un error cometido por el crítico en su reseña, en relación a uno de los personajes de la película, aprovechando también de dar su opinión respecto a esta perspectiva. “Esto me parece”, escribió, “una visión extremadamente limitada y limitante del cine como una forma de arte”. Stig Abell, editor de la revista, invitó al director a escribir un texto más largo, como una manera de profundizar en este planteamiento y abrir el debate.

    “No soy escritor ni teórico. Soy cineasta. Vi algo extraordinario e inspirador en el cine cuando era muy joven. Vi imágenes que me emocionaron, pero que también iluminaron algo dentro de mí”, comienza diciendo en su ensayo.

    Y sigue: “A menudo, cuando las personas hablan de cine, se refieren a imágenes individuales. El coche rodando por la escalera de Odessa en El acorazado Potemkin, por ejemplo. Peter O’Toole soplando el fósforo en Lawrence de Arabia. John Wayne levantando a Natalie Wood en sus brazos cerca del final de Más corazón que odio. La sangre saliendo del ascensor en El resplandor. La explosión de combustible en Petróleo sangriento. Estos son momentos absolutamente extraordinarios en la historia del cine. Pero, ¿qué ocurre cuando separas estas imágenes de las que vienen antes y después? ¿Qué sucede cuando las sacas de los mundos a las que pertenecen? Queda registro de su cuidada realización, pero algo esencial se pierde: la fuerza que las precede y lo que viene después de ellas (…) Es importante recordar que la mayoría de estas imágenes son en realidad secuencias de imágenes: Peter O’Toole soplando el fósforo es seguido por la salida del sol sobre el desierto, el coche cayendo por las escaleras es solo una parte del caos y de la brutalidad del ataque acometido por los cosacos. Y más allá de eso, cada imagen cinematográfica separada está compuesta por una sucesión de fotogramas que crea la impresión de movimiento. Son la fijación de instantes en el tiempo. Pero en el momento en que los juntas, sucede algo más. Cada vez que vuelvo a la sala de montaje, siento la maravilla de esto. Una imagen se une con otra imagen, y un tercer evento fantasma sucede en la mente (tal vez una imagen, tal vez un pensamiento, tal vez una sensación). Algo ocurre, algo absolutamente único a esta combinación particular o encuentro de imágenes en movimiento”.

     

    Silencio (2016)

     

    Para Scorsese, este “tercer evento fantasma” se presenta en el espectador, en su apreciación individual de la película, de manera que su rol no se limitaría simplemente, como plantea Mars-Jones, a la de un receptor pasivo de las imágenes. “Aquí es donde el acto de creación se encuentra con el acto de ver y maravillar, donde se comunican el cineasta y el espectador, en esos intervalos de tiempo entre las imágenes filmadas que duran una fracción de fracción de segundo pero que pueden ser vastos e interminables. Aquí es donde una buena película cobra vida como algo más que una sucesión de representaciones bellamente compuestas de un guión. Esto es cine. ¿Existe esta imagen fantasma para los espectadores que no son conscientes de este procedimiento? Yo creo que sí”.

    Luego de establecer este papel activo del espectador, Scorsese se refiere a la poca estima que suele recibir el cine cuando se le compara con otras expresiones artísticas: “Con los años, me he acostumbrado a observar cómo el cine es desestimado por toda una serie de razones: por estar contaminado por consideraciones comerciales; no puede ser un arte porque hay demasiadas personas involucradas en su creación; es inferior a otras formas de arte porque ‘no deja nada a la imaginación’ y simplemente lanza un hechizo temporal sobre el espectador (lo mismo nunca se dice del teatro, la danza o la ópera, cada una de las cuales requiere que el espectador la experimente dentro de un determinado lapso de tiempo). Curiosamente, me he encontrado en muchas situaciones en las que estas creencias se dan por sentado”.

    El cineasta además matiza la idea, planteada por Mars-Jones, de que toda adaptación cinematográfica implicaría una “distorsión” del original. Dice Scorsese: “A veces, la idea es tomar elementos de una novela y elaborar una obra independiente de ella (como hizo Hitchcock con Extraños en un tren de Patricia Highsmith). O tomar los elementos cinematográficos de una novela y crear una película de ellos (supongo que esto fue el caso de ciertas adaptaciones de las novelas de Raymond Chandler). Y algunos cineastas intentan traducir una novela a sonidos e imágenes, para crear una experiencia artística equivalente. En general, yo diría que la mayoría de nosotros responde a lo que hemos leído y en el proceso se trata de crear algo que tenga vida propia independiente de la novela de origen”.

  252. ¿Dónde está el enemigo?

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    Bagdad, 2011. La agente de la CIA Carrie Mathison recibe el siguiente chivatazo de un contacto local que minutos después será ejecutado por el gobierno iraquí: un soldado estadounidense –dice– cambió de bando en la guerra contra el terrorismo, fue reclutado por Al Qaeda y atentará en suelo estadounidense.

    Meses después, una operación en las montañas de Afganistán de un equipo de marines encuentra al sargento Nicholas Brody, dado por muerto en 2003 durante la guerra contra los talibanes. Según él, ha pasado ocho años en cautiverio. Todos los estadounidenses aplauden la vuelta a casa del héroe, incluidos el Presidente y los jefes de Carrie en la CIA. Ella es la única que sospecha: cree que Brody es aquel soldado que cambió de bando y que es una amenaza para la seguridad nacional.

    La tensión entre este Odiseo retornado de la Troya yihadista y esta Antígona disidente del monstruoso aparato de vigilancia de Estados Unidos sustenta el comienzo de Homeland, un melodrama de intrigas internacionales (basado en la serie israelí Prisioneros de guerra) que examina, como ningún otro show actual, el choque de la maquinaria militar estadounidense con los grupos radicalizados de bandera islámica ocurrido tras los atentados de 2001 y las invasiones de Irak y Afganistán.

    El teatro de operaciones de Carrie y Saul Berenson (su mentor en la CIA y el personaje que se roba la historia) es tan cosmopolita que, tras la quinta temporada, la guerra contra el terrorismo termina siendo para el espectador lo mismo que fue para Eric Hobsbawm la Segunda Guerra Mundial: una lección de geografía.

    Las dos primeras temporadas diseccionan el legado de Bush: un país que, después de 10 años de guerra, está exhausto y moralmente descalibrado (las heridas en el cuerpo de Brody y la bipolaridad galopante de Carrie personifican esos desajustes), y con un aparato estatal (encarnado por la CIA) que despoja a sus ciudadanos de libertades constitucionales, como la privacidad, con el objeto de brindarles seguridad.

    A partir de la tercera temporada, Homeland sale de Washington para retratar la guerra sucia global ejecutada por Obama: asesinatos selectivos, drones que matan civiles y cacerías humanas fuera de la legalidad internacional contra una Al Qaeda diezmada sin Bin Laden y su sucesor, el Estado Islámico. El teatro de operaciones de Carrie y Saul Berenson (su mentor en la CIA y el personaje que se roba la historia) es tan cosmopolita que, tras la quinta temporada, la guerra contra el terrorismo termina siendo para el espectador lo mismo que fue para Eric Hobsbawm la Segunda Guerra Mundial: una lección de geografía.

    Un aspecto interesante de Homeland es su ambigüedad. A pesar de ser una serie cínica y manipuladora a la hora de caracterizar al mundo islámico, no es menos despiadada cuando explica las motivaciones estadounidenses para defender su patria. La serie da vuelta la retórica maniquea de Bush (“Quien no está con nosotros, está contra nosotros”) y deja que el espectador decida de qué lado está: ¿con los terroristas islámicos o con la potencia imperial que mata niños inocentes? Homeland no ofrece buenos y malos, sino el principio ciceroniano de que entre dos males, se ha de elegir el menor.

    En este sentido, la serie sugiere que, cuando quieran buscar enemigos, los estadounidenses no necesitan mirar hacia Medio Oriente, sino hacia los cuarteles de la CIA en Langley. Considerando que Homeland tiene un olfato geopolítico indiscutible (anticipó en un año el intervencionismo ruso en las elecciones estadounidenses y también el atentado en Berlín), la sexta temporada, que transcurre en Nueva York, en la zona cero de la guerra, augura algo inquietante: la CIA y el FBI están en pugna con la Presidenta electa, y no están dispuestos a perder poder ni aflojar el cinturón de la seguridad nacional. Incluso si eso implica que ellos mismos comiencen a poner las bombas.

     

  253. Por qué Dylan llega muy, muy lejos

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    El autor de “Like a Rolling Stone” posee un don único para la narración comprimida y fue el primero en combinar las viñetas estilo blues con las tradiciones narrativas más complejas del folk, plantea el autor de este ensayo que pone el foco en sus cualidades como letrista. Es más: hay un amplio acuerdo de que lo que Bob Dylan logró a partir de 1965 hasta 1967 nunca será superado. Los discos Bringing It All Home, Highway 61 Revisited, Blonde on Blonde y The Basement Tapes tienen un estatuto para los admiradores de Dylan similar a las cuatro grandes tragedias de Shakespeare para los shakespearianos.

    por mark ford

    En su entrevista para No Direction Home (2005), el brillante documental de Martin Scorsese de tres horas y media acerca de Bob Dylan, Joan Baez sugirió que hay algo en la música de Dylan que va “al corazón de la gente”; reconoce que hay personas a quienes simplemente “no les interesa, pero si les interesa, se llega muy, muy lejos”.

    Los libros sobre Dylan han estado manando desde editoriales populares y académicas durante décadas, por no mencionar las numerosas fanzines de largo aliento que combinan recónditas píldoras de información sobre las actuaciones de Dylan o sus sesiones de grabación (quién estaba en el bajo en cuál toma, qué tipo de sombrero llevaba él en el escenario) con eruditos recuentos de fuentes para determinadas imágenes o apreciaciones generales de sus influencias musicales y literarias. De vez en cuando uno se entera de la más egregia de sus muchas excentricidades. Tan solo el volumen y la variedad de esta literatura secundaria sobre Dylan son por sí mismos una prueba importante del impacto de su música en quienes gustan de ella: se llega muy, muy lejos, y provoca esta necesidad de explorar los efectos de Dylan, de analizar sus hábitos de composición, de interpretar el carnaval de personajes que él crea —incluyendo, por supuesto, la creación primordial del oriundo de Minnesota Robert Zimmerman, la de Bob Dylan.

    Pero explicar la magia de una canción o interpretación es mucho más difícil que explicar la excelencia de un poema o una novela. Hay una escena incómoda para los fans de Dylan en Annie Hall, de Woody Allen, en la que el personaje de Allen hace una mueca casi de dolor cuando una periodista de rock (interpretada por Shelley Duvall) recuerda un concierto de Dylan en que ella acaba de estar y luego cita admirativamente el coro de “Just Like a Woman”. El desprecio de Allen, al principio, hace que te preguntes cómo te pondrías a defender esas líneas, pero rápidamente llega a sentirse inútil. El lenguaje de la cultura alternativa de la década de los 60 nos lleva mucho más cerca de la que quizá es la única pregunta que realmente vale la pena hacer respecto de Dylan: Oye, ¿captas lo que este “gato” (uno de los nuestros) está haciendo o eres un tipo cuadrado?

    Fue agradable escuchar en octubre pasado que el Comité del Premio Nobel de Literatura había captado a Dylan, aunque pronto resultó que esto no significaba que Dylan hubiera captado al Comité del Premio Nobel de Literatura. Como señalaron varios admiradores de Dylan después del anuncio del Nobel, la cuestión de si lo que él hace es o no “literatura” es absolutamente tedioso. Lo que el premio probó, por supuesto, es hasta qué punto los tipos literarios captan su música y querían, como todos quienes han escrito sobre él, dejar registro de esto.

    Aunque los seguidores de Dylan hacen afirmaciones que rivalizan acerca de las diferentes fases de su extraordinariamente diversa carrera, hay un amplio acuerdo de que lo que él logró a partir de 1965 hasta 1967 nunca será superado; en realidad, nunca podría ser superado —sea por Dylan o por cualquier otro músico de rock. Las sesiones de grabación que resultaron en el cuarteto de Bringing It All Home, Highway 61 Revisited, Blonde on Blonde y The Basement Tapes tienen un estatuto para los admiradores de Dylan similar a las cuatro grandes tragedias de Shakespeare para los shakespearianos. En un breve momento de emoción al evaluar las tomas recientemente lanzadas como The Cutting Edge para uno de los fanzines de Dylan, torpemente sugerí que escuchar el CD reuniendo todas las tomas de “Like a Rolling Stone” era un poco como ver a Shakespeare escribir Hamlet (lo que realmente era solo una manera hiperbólica de decir que la música de Dylan de 1965-1966 en particular llega muy, muy lejos). Pero en las filmaciones de D.A. Pennebaker de las autorrepresentaciones de Dylan en y fuera del escenario durante su gira por Australia y Europa en 1966 con The Band, del que toma ampliamente muestras Scorsese en No Direction Home, hay sin duda un elemento semejante a Hamlet en las travesuras y la elocuencia del sujeto principal, en su ingenio, su carisma, su desafío, su habilidad para entregar grandes torrentes de imágenes y, sin embargo, transmitir una sensación de ser inalcanzable y enigmático.

    El Dylan de esta gira era un dandy nervioso y sofisticado en un lujoso traje con patrones, un iconoclasta nutrido en Rimbaud que creía en su música pero posiblemente en no mucho más. No era fácil para los ardorosos amantes del folk dar la bienvenida a esta metamorfosis; fueron las canciones de Dylan de protesta política explícita, de señalar con el dedo, las que primero lo catapultaron a la fama poco después de su llegada a Greenwich Village en enero de 1961. Las primeras canciones, como “Ballad of Hollis Brown” o “The Lonesome Death of Hattie Carroll”, tienen la franqueza y fuerza infalibles de una balada de Bertolt Brecht (Brecht, como Rimbaud, es una de las influencias literarias reconocidas abiertamente por Dylan). Su asombrosamente rápido desarrollo en sus primeros meses en Nueva York fue tan desconcertante para aquellos que lo habían rubricado como un típico cantante folk (un ejemplar maravillosamente capturado en la película de los hermanos Coen, Inside Llewyn Davis) que se esparció un rumor: Dylan, como su gran héroe Robert Johnson, seguramente había vendido su alma al diablo en la encrucijada por el don del genio musical.

    Tal es la naturaleza de nuestro hombre que incluso en la más tambaleante y poco inspirada noche del Never Ending Tour, que comenzó en 1988, es capaz de subir a las alturas y recrear su “sonido de mercurio salvaje” en el curso de una interpretación de, digamos, “Buffalo Skinners” o “Pretty Peggy-O”.

    Otros puntos altos para la mayor parte de los aficionados de Dylan incluyen Blood on the Tracks (1975) y la subsiguiente gira Rolling Thunder Revue, aunque personalmente creo que sus mejores conciertos posteriores a 1966 fueron los de su periodo evangélico, entre 1979 y 1981. Y aunque descartado por la prensa musical como habiendo perdido definitivamente el argumento innumerables veces, Dylan ha confundido de manera repetida los intentos de sus críticos por aniquilarlo. Tal es la naturaleza de nuestro hombre que incluso en la más tambaleante y poco inspirada noche del Never Ending Tour, que comenzó en 1988, es capaz de subir a las alturas y recrear su “sonido de mercurio salvaje” en el curso de una interpretación de, digamos, “Buffalo Skinners” o “Pretty Peggy-O”. Las sesiones para Infidels (1984) y Oh Mercy! (1989) resultaron en muchas canciones extraordinariamente potentes, aunque no todas terminaron en los álbumes en cuestión. Incluso el más bien con algo de pastiche Love and Theft (2001) tiene una canción, “Mississippi”, que casi califica con las más grandes composiciones tempranas de Dylan.

    En mi propia búsqueda para explicar por qué Dylan llega muy, muy lejos, escribí un ensayo algunos años atrás explorando las superposiciones en su obra y personalidad con aquellos desarrollados en los escritos de Ralph Waldo Emerson. Me atrajo esta descripción hecha por Emerson en su ensayo “El poeta”, de 1844, del bardo estadounidense:

    Permanece aquí, frustrado y torpe, tartamudeando y balbuciendo, silbado y abucheado; aguanta y lucha hasta que, al fin, la rabia haga salir de ti ese poder de sueño que cada noche se revela como tuyo; un poder que trasciende todo límite y privacidad y en virtud del cual un hombre se convierte en el conductor de todo un río de electricidad.

    Este pasaje podría ser leído como un recuento rapsódico, visionario y proletípico de las experiencias de Dylan en 1965 y 1966 cuando subió al escenario en la segunda mitad de cada espectáculo (después de una primera mitad acústica) con The Band y una guitarra eléctrica, y alquímicamente (y es posible que también químicamente) se transformó en “el conductor de todo un río de electricidad”, en gran parte para burlona consternación de sus seguidores folk, que silbaban y abucheaban; fue un contrariado seguidor de la música folk quien gritó “Judas” la noche del 17 de mayo en Manchester. Y me sorprende que alguien que se desconcierte con la negativa de Dylan a responder inmediatamente a las comunicaciones del comité del Nobel pudiera hacer algo mejor que leer la “Confianza en uno mismo” de Emerson:

    Quien aspire a ser un hombre debe ser un inconformista… Lo que debo hacer, es todo lo que me concierne, no lo que la gente crea… El gran hombre es aquel que, en medio de la multitud, mantiene con perfecta dulzura la independencia de la soledad… Haz lo tuyo, y te conoceré… Un hombre debe considerar que la gallinita ciega es el juego de la conformidad.

    Casi cada aforismo en este ensayo puede ser leído como concordante con la visión de Dylan del héroe fuera de la ley; o como lo señaló él mismo en uno de sus momentos más emersonianos: “Para vivir fuera de la ley hay que ser honesto”.

    Si se presiona para defender el mérito “literario” de las canciones de Dylan, o al menos para indicar algunos de los elementos que lo hacen un gran escritor de letras de canciones, probablemente empezaría con su don para la narración comprimida, su habilidad para atrapar una escena o un carácter con rapidez eléctrica. Esto está presente incluso en sus primeras canciones: “Eh, señor camarero / Le juro que no soy un niño” (“Poor Boy Blues”).  ¿Consigue el menor de edad que el camarero le sirva y por qué necesita el trago? “Algo le sucedió aquel día / Me pareció oírle decir a un forastero / Agaché la cabeza y me escabullí” (“Ballad for a Friend”). ¿Qué oye por casualidad el hablante sobre su amigo y por qué le hace agachar la cabeza y escabullirse?

    Si se presiona para defender el mérito “literario” de las canciones de Dylan, o al menos para indicar algunos de los elementos que lo hacen un gran escritor de letras de canciones, probablemente empezaría con su don para la narración comprimida, su habilidad para atrapar una escena o un carácter con rapidez eléctrica.

    Una de las primeras innovaciones de Dylan fue combinar las viñetas estilo blues con las tradiciones narrativas más complejas del folk. “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, por ejemplo, aunque no cuenta exactamente una historia, amalgama una serie de mini-anécdotas en un catálogo caleidoscópico que logra responder tanto a su momento de composición (finales del verano de 1962, es decir, las tensiones de la Guerra Fría que conducirían a la Crisis de los Misiles de Cuba, las marchas de derechos civiles violentamente reprimidas, etc.) y a sus orígenes en las tradiciones centenarias de la balada de transmisión oral —la canción deriva su estribillo y estructura de la balada infantil anglo-escocesa “Lord Randall”:

    Oí el fragor de una ola capaz de anegar el mundo… Hallé a una joven con el cuerpo encendido… Donde negro es el color y ninguno es el número.

    No todas las viñetas de la canción, sin embargo, tienen un claro valor moral: “Vi una escalera blanca cubierta de agua”; “Oí a cien tamborileros con las manos en llamas”. Algunas bordean lo sentimental (“Hallé a una niña que me dio un arco iris”). Si bien el rumbo general de la canción es claro, y Dylan figura desvergonzadamente en los versos finales como un trovador errante listo para defender a los desvalidos y entregar la verdad como él la ve, no todas sus mini narraciones repican con esta perspectiva. Algunas se impulsan en direcciones muy distintas, como si Dylan ya estuviera reaccionando contra la inminente reclamación de que él subyuga su imaginación para adoptar el papel de portavoz político de sus seguidores. En su autobiografía Chronicles (2004), Dylan regresa una y otra vez sobre su miedo de ser atrapado y encasillado como “la voz de su generación”.

    La técnica de collage desplegada en “Hard Rain” pronto se convirtió en una de las formas de Dylan más eficaces de armar una canción. No solo le permitió proporcionar una serie de instantáneas ambulantes de un ambiente, sino explorarlo tanto desde fuera como desde dentro. Considérense los versos iniciales de “Subterranean Homesick Blues” (1965):

    Johnny está en el sótano

    Cortando la medicina

    Yo estoy en el suelo

    Pensando en el gobierno

    El hombre de la gabardina

    La insignia fuera y cesante

    Dice que tiene mucha tos

    Quiere que lo indemnicen…

    Maggie viene en dos patadas

    La cara llena de hollín

    Dice que la pasma ha plantado

    Pruebas en la cama, pero

    Da igual, el teléfono está pinchado

    Según Maggie muchos dicen

    Que habrá redadas en mayo

    Órdenes del fiscal…

    Esto actualiza “Too Much Monkey Business”, de Chuck Berry, fusionándolo con la visión de Allen Ginsberg en “Aullido”, de una selecta banda de transgresores contraculturales. Somos instalados de manera vívida en el mundo de la bohemia del Lower East Side a mediados de los años 60: su paranoia, su sentido de la elección, su humor sarcástico, su argot (“medicina” por drogas), su sorprendente elenco de personajes vinculados, aunque solo transitoriamente, por su decisión de vivir fuera de la ley. Pero mientras que Ginsberg celebra, a la manera de Whitman, las travesuras de su banda heroica de Beats, Dylan es más equilibrado y neutral y ciertamente demasiado enterado para creer en la política utópica que subyace en la excitadas estrofas de Ginsberg. El glamour y el entusiasmo de la canción no derivan del modus vivendi de los que abandonan todo y se unen al underground, sino del ingenio y la compresión con los que el cronista de la escena describe el ambiente, incluso parodiando su mantra: “No sigas a cabecillas, vigila los parquímetros”. Mientras que el surrealismo estilo Beat fue sin duda un fermento liberador para la imaginación de Dylan, también se convirtió en uno de sus medios más letales de menospreciar a los otros “gatos” en la escena:

    Montabas el caballo cromado con ese diplomático

    Que llevaba un gato siamés al hombro

    Debió de ser muy duro descubrir

    Que no era tan estupendo

    Cuando te sopló todo lo que tenías

    Desde hace mucho tiempo se ha dicho que esto lo tomó Dylan de la relación entre Edie Sedgwick y Andy Warhol. Cualquiera sea la fuente de estas líneas, su efecto es establecer que Dylan mismo sí es estupendo; que él, para tomar prestada una frase de W.B. Yeats, es “el rey de los gatos”.

    Si es el carácter literario de las letras de Dylan lo que en parte ha llevado a que ellas sean más discutidas que las de cualquier otro compositor comparable, no es su carácter literario lo que las hace buenas. Su canción más literaria, “Desolation Row” (1965), con sus referencias a Ezra Pound y T.S. Eliot disputando el puente de mando del capitán, es eminentemente discutible, pero no se siente mucho como escucharla. Creo que el Comité del Premio Nobel tenía razón al vincular el logro de Dylan con “el gran cancionero estadounidense”; pues su absorción de esponja y la adaptación de tantos elementos diferentes de la canción estadounidense es un factor clave en la duración y la excelencia de su carrera de letrista (su deuda, por cierto, tanto con famosos como con secretos fue ampliamente retribuida en su serie Theme Time Radio, que también arrojó una luz fascinante sobre sus gustos musicales tempranos y el asombroso rango de sus conocimientos).

    Fue la gran tradición de la canción estadounidense la que permitió a Dylan tanto descubrirse como escapar de sí mismo; y sus propias canciones, a su vez, han permitido a los que las captan descubrirse y escapar de sí mismos.

     

    Artículo aparecido en The New York Review of Books. © 2016 Mark Ford. Traducción: Patricio Tapia.

     

    Letras completas, Bob Dylan, Malpaso Ediciones, 2016, 1.297 páginas, $31.450.

  254. La propiedad del lenguaje

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    Rodrigo Miranda ofrece en La expropiación la imagen de un espacio —el GAM— que en sus múltiples metamorfosis constituye un emblema de la historia; en ella despuntan, como en muy pocas otras narraciones de posdictadura, nuestro presente en el pasado, y una oscura semblanza del futuro.

    por lorena amaro

    En su debut en la narrativa, Rodrigo Miranda relata la épica construcción del edificio de la Tercera Conferencia de la UNCTAD, en Alameda 227, edificio que luego se transformaría, al alero del Ministerio de Educación, en el Edificio Gabriela Mistral, para luego, tras el Golpe, convertirse en el oscuro Diego Portales. Después de un incendio en 2006, se llevó a cabo una remodelación, con el fin de devolver el edificio a su destino original como punto de encuentro para todos los chilenos, recuperando parcialmente el nombre de Gabriela Mistral bajo la sigla GAM.

    Sin embargo, la novela La expropiación no indaga tanto en esta historia como en la memoria simbólica de esos 275 días que duró la construcción de este monumento cargado de sentido para quienes vivieron la revolución socialista chilena. Una serie de detalles iluminaron el trabajo de obreros, arquitectos, diseñadores. Miranda narra el mito de una construcción monumental, en que todos trabajaron, cuenta, por un mismo jornal, en turnos de ocho horas, las 24 horas del día. La imagen tiene mucho de verdad, también mucho de idealización, como todo gran mito. También ofrece a los lectores la imagen dialéctica de un espacio que en sus múltiples metamorfosis constituye un emblema de la historia: en ella despuntan, como en muy pocas otras narraciones de posdictadura (El palacio de la risa de Germán Marín es una de las excepciones), nuestro presente en el pasado, y una oscura semblanza del futuro.

    La primera parte, “Materiales de construcción”, narra la poderosa fuerza que impulsó la obra sin tregua de los trabajadores, en tanto la segunda parte, “Teatro de la ruina”, se encarga de un futuro apocalíptico. En ese futuro, el arqueólogo de apellido Niemeyer descubrirá los secretos de la mole, entre sus escombros y los que cubren lo que se llama “Desierto del Maipo”.

    La primera parte, “Materiales de construcción”, narra la poderosa fuerza que impulsó la obra sin tregua de los trabajadores, en tanto la segunda parte, “Teatro de la ruina”, se encarga de un futuro apocalíptico. En ese futuro, el arqueólogo de apellido Niemeyer descubrirá los secretos de la mole, entre sus escombros y los que cubren lo que se llama “Desierto del Maipo”. La tortura, el encierro, la destrucción de la dictadura, son evocados aquí sin afán realista: el edificio mismo constituye un cuerpo rasgado, que contiene como una madre muerta al niño que habría de ser el famoso “hombre nuevo” de los discursos de la Unidad Popular. Dentro del niño, una película de nitrato cuenta una historia que Niemeyer oye en “una lengua muerta”: allí están las palabras de Allende, aquellas que hablaban del futuro, ahora interferidas, extrañas.

    Estas palabras son las que dan forma a la tercera parte del libro, todo un logro de lenguaje, “El discurso del futuro”, en que se combinan las directrices de la Unidad Popular —“el niño será el ciudadano del mañana”— con una reflexión sobre el habla y un listado de nombres de obreros. Miranda logra hacer de la palabra política una palabra poética; corta las frases, rompe la prosa para crear una suerte de poema en que los lugares comunes dialogan con una suerte de poética: “fascinada / el habla / dislocada / enumera / acumula / categorías (…) el habla / necrotizada / lesionada / se combina / vemos la lengua sitiada / hecha pedazos / exterminada / infectada (…) / la materna incorpora relatos ajenos fragmentos (…) / la relación porosa entre realidad y ficción / ciudad e intimidad / como si nos metiéramos en un febril discurso enterrado / y sus miedos frente a lo que acontece / pero me pregunto qué es la ficción sino / meternos en el discurso de alguien / ese es el misterio / la belleza / del Chile de los trabajadores en movimiento”.

    La cuarta y última parte de La expropiación revela, bajo el título “El hombre nuevo”, en qué fue a parar el ideal de la nueva subjetividad revolucionaria, bastión de la discursividad de entonces, y de los sueños de muchos: el habla empobrecida de un “flaite” chateando o whatsappeando… la ira contra los pacos infiltrados en las marchas, un erotismo duro y una palabra sincopada que habla de la memoria perdida: “Trabajo de reponedor de super me explotan me umillan en oficios inestables o en un kol senter esta mañana estube en un zantuario la animita que le hicieron dejo como ofrenda un trompe un embase de klenzo un auto yagan el perro tevito la tele antu unos pajaritos de mimbre unos minilibros kimantu una radiografia de mi femur roto eskoria entre rrabia euforia histeria kapital salvaje a la mierda kon lo que zale en los diarios notizieros la tv” (sic).

    Esta lengua empobrecida contrasta con el cuadro magnificente de las primeras páginas de la novela, en que se describe al sujeto colectivo de la revolución: “Laboraban tan rápido que si pestañeaban se les quedaba olvidado un puño entre el hierro fundido, una mano entre los ladrillos, un codo o una rodilla en un tabique. Las sacaban rasmilladas, con llagas y ampollas, un amasijo de cicatrices achicharradas (…) Estaban construyendo su propia casa. Eran un solo cuerpo con miles de cabezas, pellejos y extremidades vibrantes”. Es esa la lengua y el sueño común, que nos fueron expropiados. Esa es la expropiación, una que continúa en el presente y que sigue destruyendo el edificio creado por los obreros de Chile, desde dentro. La expropiación consigue dejar en carne viva la memoria, con toda la propiedad de un lenguaje que habla de los cuerpos, sus pulsiones y deseos, sus acoplamientos y sus luchas.

     

    La expropiación, Rodrigo Miranda, Sangría, 2016, 152 páginas, $12.000.

  255. En busca del pueblo perdido

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    Las aproximaciones críticas a la obra de la Concertación han estado dominadas por argumentos abstractos y construcciones teóricas de dudosa viabilidad práctica (el caso más patente, aunque no el único, es el de Fernando Atria). Varios artículos de La gran ruptura ponen la mirada en un lugar distinto: antes de pensar en la marcha de la historia y en el reino terrenal de la fraternidad, invita a preguntarse con qué fuerzas efectivas cuenta la izquierda para dar las batallas que vienen.

    por daniel mansuy

    El libro colectivo La gran ruptura. Institucionalidad política y actores sociales en el Chile del siglo XXI constituye un genuino esfuerzo por pensar la crisis que afecta a nuestro país desde hace algunos años. Como todo libro colectivo, es irregular, pero arranca de un diagnóstico compartido por los autores: los consensos de los 90 produjeron una creciente distancia entre las aspiraciones sociales y los partidos políticos llamados a canalizarlas. En esta observación hay una nostalgia algo paradójica: el regreso a la democracia indujo una desmovilización de la vitalidad social construida en dictadura. En ese sentido, la transición conllevó una sensible baja en el activismo político, y esa baja estaría en el origen del desacople actual.

    Pero hay más. La vuelta a la democracia habría acentuado el proceso iniciado con las políticas económicas de los militares y, sobre todo, sus consecuencias sociales. Las antiguas clases se desagregaron y se dispersaron, volviendo muy difícil la reconstitución de sujetos sociales activos, capaces de encarnar resistencia efectiva frente a la amplia dominación de los mecanismos de mercado. La modernización capitalista habría operado un cambio brutal en la configuración general de la sociedad, atomizando hasta el extremo el tejido social. Allí residiría la causa de nuestra perplejidad: somos cada vez más conscientes de la gran ruptura entre política y sociedad, pero carecemos de los instrumentos necesarios para reducir esa brecha, pues no hay sujetos sociales constituidos como tales, con la fuerza necesaria para forzar un cambio de rumbo.

    La izquierda chilena suele adherir alegremente el liberalismo cultural sin percibir que se trata de una pieza fundamental del mismo sistema que critican (buena parte de la derecha comete, por cierto, el error simétrico). Por lo mismo, su ímpetu movilizador termina esterilizado y fragmentado por demandas particulares relativas a derechos individuales que, al final, radicalizan el movimiento del mercado.

    El argumento es interesante por varios motivos. El primero es que aporta una comprensión novedosa a nuestra situación, que está más bien ausente del debate público. En efecto, las aproximaciones críticas a la obra de la Concertación han estado más bien dominadas por argumentos abstractos y construcciones teóricas de dudosa viabilidad práctica (el caso más patente, aunque no el único, es el de Fernando Atria). Varios artículos de La gran ruptura ponen la mirada en un lugar distinto: antes de pensar en la marcha de la historia y en el reino terrenal de la fraternidad humana, quizás cabe preguntarse con qué fuerzas efectivas cuenta la izquierda para dar las batallas que vienen. Hay un intento por recuperar las viejas categorías marxistas, que no por olvidadas han perdido toda su pertinencia: mientras no haya reconstitución de sujetos sociales activos, no habrá resistencia posible al capitalismo. Dicho de otro modo: no hay revolución sin pueblo. El libro, desde luego, no llama a la revolución ni nada semejante, pero sí se pregunta por las condiciones de posibilidad de una izquierda digna de ese nombre. Y aquí no valen tanto los razonamientos solipsistas como una aproximación sociológica honesta respecto de lo que ocurre en Chile.

    El segundo mérito del libro es saber poner el acento en los efectos sociales del imaginario capitalista (los artículos de Emmanuelle Barozet y de Carlos Ruiz Encina son particularmente lúcidos al respecto). El tipo de capitalismo impuesto en Chile no es solo, ni principalmente, un sistema económico de asignación de recursos, sino que constituye, sobre todo, un sistema de referencias culturales muy profundas, que modelan el conjunto de la vida social. Naturalmente, como los defensores del sistema suelen padecer la ilusión de que es un régimen axiológicamente neutro, tienen dificultades para percibir este aspecto. Si se quiere emprender una crítica radical al capitalismo, es indispensable fijarse en este aspecto antes que en las cuestiones meramente económicas: no hay nada más revolucionario que el mercado, y quien crea que se trata de un modelo conservador y patriarcal, cae en una ilusión tan tierna como descaminada. Para lo que interesa acá, el mercado como agente cultural puede individualizar hasta el punto que hace desaparecer la categoría misma de clase social. Esto se ve muy claramente en la extrema diversidad de los movimientos sociales, que presentan una colección variadísima de reivindicaciones, que no solo muchas veces son incompatibles entre sí, sino que además remiten a adscripciones individuales más que a una consideración global de nuestros problemas. ¿Cómo lograr, en esas condiciones, la emergencia de algo así como un pueblo con conciencia de ser tal? ¿No es este desafío aún más difícil que aquel formulado por Lenin en su célebre escrito Qué hacer?

    Aunque algunos artículos del volumen diagnostican bien esta situación, me temo que no son capaces de llevar su crítica hasta el final. Aunque vislumbran la naturaleza del problema, no dan el paso decisivo, porque su crítica a ciertas manifestaciones capitalistas no es todo lo radical que exige la naturaleza del fenómeno. Como lo ha explicado una y otra vez Jean-Claude Michéa, el liberalismo cultural encarna una dimensión esencial del capitalismo contemporáneo, pues comparte el mismo supuesto antropológico que provocaba los conocidos sarcasmos de Marx (¡robinsonadas!). Esa es, me temo, la piedra de tope de buena parte de la izquierda chilena, que suele adherir alegremente el liberalismo cultural sin percibir que se trata de una pieza fundamental del mismo sistema que critican (buena parte de la derecha comete, por cierto, el error simétrico). Por lo mismo, su ímpetu movilizador termina esterilizado y fragmentado por demandas particulares relativas a derechos individuales que, al final, radicalizan el movimiento del mercado. El (re)encuentro del pueblo con la izquierda –como tan dolorosamente lo muestran Trump y el éxito de los populismos europeos- pasa por comprender cuán alejadas están las categorías liberales (y cosmopolitas) de representar a ese pueblo. Dicho de otro modo, no hay resistencia posible sin un reconocimiento previo de las comunidades y de ciertas tradiciones. Fuera de ese cuadro, la búsqueda (y la lucha) seguirá siendo vana.

     

    La gran ruptura. Institucionalidad política y actores sociales en el Chile del siglo XXI, Manuel Antonio Garretón (coordinador), LOM, 2016, 184 páginas, $8.000.

  256. James Miller, la filosofía como un desafío existencial

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    En su minuciosa biografía La pasión de Michel Foucault, Miller señala que no es tanto una biografía como un relato de la lucha de Foucault por cumplir el requerimiento de Nietzsche: “llegar a ser lo que uno es”. Y es con Nietzsche con quien culmina el conjunto de breves biografías de 12 filósofos reunidas en Vidas sujetas a escrutinio: Sócrates, Platón, Diógenes el cínico, Aristóteles, Séneca, san Agustín, Montaigne, Descartes, Rousseau, Kant, Emerson y Nietzsche.

    por patricio tapia

    Nadie, o casi nadie conocía a Friedrich Nietzsche cuando, en 1889, su “trayectoria” filosófica llegó a su fin (sumido en la locura, moriría una década después, en 1900). En cambio, todo el mundo o casi todo el mundo sabía de Michel Foucault cuando su muerte (que coincidió en este caso con el fin de su “carrera” filosófica) tuvo lugar, por complicaciones vinculadas al sida, en 1984.

    Tanto la vida (y la muerte) como el pensamiento de estos dos filósofos han sido objeto de la atención de James Miller (1947), entre los variados intereses de este profesor en la New School for Social Research de Nueva York: teoría política y cultura popular, ex activista en la década de los 60 y observador de los actuales activistas, importante estudioso del análisis literario del rock.

    En su minuciosa biografía La pasión de Michel Foucault, Miller abordaba desde los libros y estudios del filósofo francés hasta su condición de símbolo de la resistencia política a las instituciones e incluso sus incursiones en las guaridas de la cultura homosexual sadomasoquista en Estados Unidos (donde, es lo más seguro, contrajo el sida). La razón es que todo esto habría tenido importancia en su pensamiento. En el libro señala Miller que no era tanto una biografía como un relato de la lucha de Foucault por cumplir el requerimiento de Nietzsche: “llegar a ser lo que uno es”. Y es con Nietzsche con quien culmina el conjunto de breves biografías de 12 filósofos reunidas en Vidas sujetas a escrutinio: Sócrates, Platón, Diógenes el cínico, Aristóteles, Séneca, san Agustín, Montaigne, Descartes, Rousseau, Kant, Emerson y Nietzsche.

    ¿Son los “amantes de la sabiduría” necesariamente sabios?

    Amar la sabiduría no quiere decir que se haya alcanzado la sabiduría; por el contrario, en la representación de Platón del filósofo, el amante de la sabiduría anhela, más que posee, el objeto de su deseo (esto es, el conocimiento).

    Sócrates es la fuente de la afirmación “la vida no sujeta a escrutinio no vale la pena vivirla”. Él está hablando de su propia vida, pero usted ha escrutado la vida de otros.

    Sí, escrutar la vida de otros no es en absoluto parecido al escrutinio de la propia vida, ya que esto último es mucho más difícil de hacer de manera honesta, dada la tendencia humana al autoengaño

    ¿Por qué optó por una aproximación biográfica?

    Para muchos filósofos inspirados por Sócrates, la integridad de palabra y de los hechos era el objetivo de vivir una vida sujeta a escrutinio (una meta elusiva, y para la mayoría de los mortales tal vez incluso inalcanzable). Pero el interés en el proyecto de vivir una vida íntegra, y su éxito o fracaso en la práctica, es lo que alimentó el interés clásico en las vidas filosóficas (y aún lo hace hasta nuestros días).

    ¿Cuándo piensa que se produjo la división de la filosofía entre la búsqueda analítica por la precisión y la experiencia personal intensa?

    Creo que la tradición filosófica occidental comienza a dividirse en dos tradiciones diferentes en el siglo XVI. Para mí, la figura clave es Descartes. Él todavía busca vivir una vida ejemplar de integridad filosófica; pero también está preocupado por las matemáticas y la física, y busca separar drásticamente el campo de la física, que es susceptible de análisis precisos, del campo de la metafísica, que para él permanece envuelta en misterios.

    Dice que Séneca estaba “en conflicto” consigo mismo. Todos los demás filósofos que aborda también parecen estarlo.

    La mayoría de las personas, si son honestas, están en conflicto con ellas mismas. Contenemos multitudes, como dijo Walt Whitman, y nuestros proteicos “yoes” son más a menudo disonantes que armoniosos.

    “La reputación de Foucault como un severo ultraizquierdista realmente proviene de un período relativamente circunscrito de su vida, la década que se inicia en 1967. Al final de su vida, él había retornado hacia formas más convencionales de protesta política, en alianza con activistas de los derechos humanos en lugar de la extrema izquierda”.

    Kant parece el símbolo de la razón casi descorporalizada, pero era bastante hipocondríaco…

    La hipocondría de Kant es irónica, sin duda. Pero hay una tristeza aún mayor, para mí, al ver cómo este gran filósofo pierde su cordura lentamente al final de su vida. Él es el primer filósofo moderno sobre quien se dispone de información fiable de que vivió el tiempo suficiente para haber sufrido de demencia (Emerson sufrió la misma enfermedad de la vejez).

    ¿Cómo ve el compromiso de Nietzsche con la vida filosófica?

    Nietzsche es poco usual, porque de manera muy consciente abjura de la erudición y de la búsqueda de un conocimiento riguroso (en su caso, sobre las fuentes de los antiguos textos filosóficos griegos reproducidos en Diógenes Laercio), y se vuelca en cambio, en parte bajo la influencia de Wagner, hacia un esfuerzo por reimaginar la filosofía moderna como un desafío existencial, y al filósofo moderno como una figura que debe luchar por vivir una vida filosófica ejemplar, sin la autosuficiencia moral de Sócrates o Jesús.

    ¿Cuál es el lugar de Foucault en la historia intelectual moderna?

    Foucault, yo creo, es uno de los grandes filósofos del siglo XX, junto con figuras como Heidegger, Wittgenstein, John Dewey, Bertrand Russell, Bergson, Sartre, Merleau-Ponty, Quine, Davidson, Alasdair MacIntyre. No es una lista infinita.

    Nietzsche y Foucault querían “llegar a ser lo que uno es”. Pero ¿si se es un canalla?

    Emerson enunció el problema ético que refiere en esta forma en La confianza en sí mismo: “Si soy hijo del diablo, viviré para el diablo”.

    ¿En qué forma los lazos con el poder de los filósofos afecta su pensamiento? Pensemos en Aristóteles vinculado a Alejandro Magno o Séneca a Nerón.

    En la Antigüedad, los filósofos que fueron tutores de tiranos a menudo cantaron sus alabanzas. En nuestros días, los efectos del poder sobre el conocimiento son generalmente más sutiles.

    El poder es uno de los grandes asuntos para Foucault. ¿Cómo lo veía?

    El enfoque de Foucault sobre el poder en la década del 70 me recuerda en general al enfoque de Nietzsche sobre la misma categoría. En ambos, se trata de un concepto metafísico que es difícil de aplicar en un contexto sociológico o político. Para ambos, el poder es positivo, una fuente de energía vital.

    Pero en un debate con Chomsky en la televisión holandesa (a principios de los 70), Foucault apoya la idea de luchar por un poder nada metafísico…

    Foucault podía ser bastante malicioso en su período maoísta. En su conversación televisada con Noam Chomsky formula una serie de sentencias escandalosas, incluso encuentra una palabra amable que decir acerca de las famosas Masacres de Septiembre en el apogeo de la Revolución Francesa, cuando militantes armados irrumpieron en las prisiones en busca de traidores y terminaron con una matanza indiscriminada de muchos delincuentes comunes. No es de extrañar que Chomsky se quedara con la boca abierta: cuando lo entrevisté, todavía estaba sorprendido por el despreocupado nihilismo de la actitud de Foucault en esa ocasión.

     

     

    ¿Cuán adecuada es la imagen de Foucault como emblema de la resistencia política?

    La reputación de Foucault como un severo ultraizquierdista realmente proviene de un período relativamente circunscrito de su vida, la década que se inicia en 1967. Al final de su vida, él había retornado hacia formas más convencionales de protesta política, en alianza con activistas de los derechos humanos en lugar de la extrema izquierda; esa es una de las cosas que condujeron a su ruptura con Deleuze.

    En su activismo político Foucault fue capaz de respaldar causas tan diferentes como el movimiento Solidaridad en Polonia y el régimen del ayatolá en Irán…

    Foucault heredó la imagen del filósofo francés que Jean-Paul Sartre había creado una generación antes, la del intelectual comprometido, sin miedo a enfrentarse a la clase dominante. Desempeñar ese papel, sin embargo, conlleva ciertos riesgos: se es invitado a firmar peticiones y hacer pronunciamientos sobre asuntos de relaciones exteriores acerca de los cuales se puede saber poco (la ignorancia es un riesgo laboral para el intelectual afanosamente engagé, me temo). Obviamente, los acontecimientos en Irán tocaron un punto sensible de Foucault: él estaba conmovido por el tono apocalíptico de la revolución y el martirologio a que condujo el levantamiento popular. Pero, en general, en momentos posteriores de su vida, fue más cauteloso.

    ¿Es casi tan importante como la vida, la muerte del filósofo?

    En la Antigüedad, la filosofía a menudo fue entendida como una preparación para morir. Solo en la muerte una vida está completa. Y solo entonces se puede evaluar la integridad de un filósofo, al poder inspeccionar la totalidad de su vida.

     

    Vidas sujetas a escrutinio, James Miller, Editorial Tajamar, 2015, 510 páginas, $24.900.

     

    La pasión de Michel Foucault, James Miller, Editorial Tajamar, 2011, 646 páginas, $23.890.

     

  257. Los niños y el problema de la ética en el documental

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    La película de Maite Alberdi, que muestra los afanes de un grupo de adultos con síndrome de Down por llevar una vida normal, fue criticada por Ascanio Cavallo por caminar al borde “de la sociedad, de la ética, del cine”. A partir de este punto de vista, que suele surgir con cierta frecuencia cuando se analizan documentales, entrevistamos a la directora y a dos críticos.

    por matías hinojosa

    El sábado 10 de junio, en su crítica semanal de la revista Sábado, Ascanio Cavallo apuntó, a propósito del estreno de Los niños de Maite Alberdi, algunas ideas sobre el problema de la ética en la realización documental. Según el crítico, toda la filmografía de la realizadora “camina por el borde; de la sociedad, de la ética, del cine” y su última película “puede resultar más estridente” en este punto, puesto que, bajo su perspectiva, entró en “un territorio especialmente espinoso”.

    La cinta tiene como protagonistas a un grupo de adultos con síndrome de Down, a quienes se sigue en sus actividades diarias como alumnos de un colegio especial. El grueso de las acciones acontecen durante el taller de gastronomía al que todos asisten. En ese escenario se van desplegando sus personalidades y relaciones; también sus anhelos de llevar una vida normal: mientras uno de ellos intenta conseguir un sueldo que le permita vivir solo, una pareja persigue con obstinación la idea de casarse. Para el crítico, “los 82 minutos (que dura la película) son una demostración de que nada de eso es posible”. Y también se pregunta si el mostrar la vida de estos sujetos es acaso un acto de simpatía o de crueldad.

    “Mi problema cuando se habla de ética en el documental, es que siempre gira en torno a lo que se puede o no se puede representar, lo que se puede o no se puede ver”, opina la directora, consultada por este comentario. “Y yo creo que la ética se mueve en otro terreno, que ningún teórico o crítico de cine se pregunta, y que tiene que ver con la relación que se establece con los personajes. Nadie sabe lo que pasa detrás de cámara y los problemas éticos surgen ahí. Yo tengo un compromiso con ellos, referente a los límites que uno se pone para que esas personas sean bien representadas. El director de documentales está enfrentado todo el tiempo a este dilema y es irresponsable pensar que no lo hace, porque mi trabajo es exponer un punto de vista sobre lo que filmo, pero sin tergiversar la realidad”.

    Christian Ramírez, crítico del suplemento “Artes y Letras” de El Mercurio, defiende el modo en que la directora trató el asunto. “Por cierto que no estoy de acuerdo con ese argumento, sobre todo atendiendo a la creciente plasticidad que el documental ha ido adquiriendo en el último par de décadas, en las que la variedad de temas e intensidad con que el género los trata ha aumentado de forma exponencial”.

    Cavallo cuestiona las motivaciones que hay detrás del filme, ya que la película plantearía la dificultad de las personas con síndrome de Down para integrarse normalmente en la sociedad, pero sin dar soluciones al respecto, cuestión que para él induciría a pensar que “no hay nada que hacer” en relación a este problema.

    Maite Alberdi

    “Me hace ruido cómo la película abraza las expectativas y esperanzas que tienen estos chicos, porque, ¿de verdad Maite piensa que a estas personas deberíamos darle autonomía? Yo creo que el ideal sería que tuvieran un mayor grado de independencia, pero me da la impresión que por su nivel de vulnerabilidad y por sus deficiencias cognitivas, aquellas expectativas son irrealizables. No sé si lo puedan conseguir, en esta o en cualquier otra sociedad”, opina Héctor Soto, crítico de La Tercera. “Ella suscribe a estas expectativas e indica lo injusto que es, pero cuestiono que sean realmente posible sus planteamientos”, agrega.

    Para Soto, el cine de Maite Alberdi siempre ha sido problemático bajo una perspectiva ética: “La verdad es que ese lado más perverso ha acompañado desde siempre a su cine. Estableciendo una línea fronteriza muy tenue entre lo que es una mirada ingenua al documental y lo que es una cosa más perversilla, creo yo. Eso, de alguna u otra manera, ya estaba en La once. Esas señoras cuando fueron filmadas, en verdad no sabían el público que iba a ver esa película. De hecho, cuando la vi, me acompañó algún sentimiento de incomodidad, respecto a conductas, frases, observaciones que hacían estas señoras, que, si tú quieres, eran muy políticamente incorrectas, pero que a lo mejor las señoras no las hubieran dicho si sabían que eso se iba a utilizar o iba a ser visto en contextos donde sus puntos de vistas no iban a ser muy bien entendidos. Ahora con Los niños me ocurre algo parecido, porque muestra una cosa bastante cruel: que a estos sujetos los están preparando para adquirir en su vida una autonomía y para desarrollar unas competencias de las cuales nunca van a ser seres muy plenos. Ahí hay una cosa complicada”.

    Esta misma línea de pensamiento lleva a Cavallo a preguntarse “¿Cuán lícito es mostrar a personas que no saben ni entienden lo que verán los demás?”.

    Ramírez advierte una paradoja en esta interrogante: “Creo que al hacer ese juicio, el crítico no solo está adoptando una suerte de superioridad moral respecto del documental, sino también respecto de los sujetos que este muestra. De modo que quien aparece patronizante con estas personas finalmente no sería el realizador sino el comentarista. La ironía es que al hacerlo, él mismo se vuelve vulnerable a un posible cuestionamiento ético”.

    Para la directora, esta reflexión encierra una subestimación sobre los personajes, asumiendo un prejuicio respecto del cual ellos no serían capaces de comprender a lo que se están exponiendo. “Esa crítica me parece un poco ofensiva, porque no es un comentario hacia la película sino que hacia los personajes. Creo que se habla de falta de ética solo para justificar la sensación de incomodidad que una persona determinada tiene viendo la película. Por lo tanto, esas opiniones hablan mucho más de la persona que está viendo, y sus aprensiones sobre ese mundo, que del propio documental”.

     

  258. Berger y Piglia: oficios de la escritura y la vida

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    El mismo año en que Piglia comenzó a escribir sus Diarios (fue una tarde sombría de otoño, tenía 16 años, estaba a punto de mudarse para siempre de su Adrogué natal), se retiraban de todas las librerías de Inglaterra los ejemplares de una novela notable y primeriza. Se titulaba A Painter of Our Time y en su trama había también un Diario: un pintor húngaro exiliado en Londres, defensor de la causa comunista, lo había abandonado en su apartamento tras desaparecer y alguien reconstruía ahora sus días a partir de esas anotaciones sueltas sobre la responsabilidad del artista en los tiempos de la revolución y la Guerra Fría.

    El “alguien” era John Berger, quien por algún motivo había tomado el riesgo de debutar como escritor narrando la historia en primera persona, desdibujando desde el arranque el reparto convencional entre lo que es ficción y lo que no lo es. El puñadito de lectores que alcanzó a tener el libro en sus manos pensó que en realidad se trataba del “diario íntimo” del escritor, y la poderosa asociación de abogados anticomunistas de Londres se apuró a cursar las presiones necesarias para que el material saliera de circulación.

    Berger aclaró a medias el malentendido, derivado en parte del hecho de que al igual que Piglia, a quien le llevaba exactamente 16 años, no distinguía con precisión las razones que convierten a una persona que escribe en un “escritor”. Escribir no era para un marxista como él, dotado con antelación de una mirada integral sobre las prácticas heterogéneas del hombre, una profesión; era “una actividad independiente, solitaria, en la que nunca se gana un grado de veteranía”.

    En una época en la que no pocos se definían (se definen) a sí mismos como escritores, el mesurado John Berger le restaba a ese oficio cualquier territorio propio. También se lo restaba Ricardo Piglia Renzi, otro marxista de cepa, quien ya en los primeros cuadernos de los Años de formación, volumen inicial de los tres que componen sus Diarios, aseguraba que escribir era para él menos una profesión o una vocación, que un acto apenas ridículo, “una manía, un hábito o una adicción que al final se convierte en un modo de vivir, en un modo como cualquier otro”.

    El mismo año en que Piglia comenzó a escribir sus Diarios, se retiraban de todas las librerías de Inglaterra los ejemplares de una novela notable y primeriza, A Painter of Our Time, de John Berger.

    Con ese mismo modo empezó a familiarizarse John Berger el año que Piglia nació: tenía también 16 y corría una helada mañana del mes de noviembre cuando decidió dejar atrás el colegio de infancia (un cruel internado en Oxford) para entregarse de lleno a los oficios del arte y de la vida. A partir de entonces se enroló en el ejército, fue soldado, enseñó dibujo, escribió poemas, atendió un restaurante, trabajó como periodista para subsistir y se marchó una tarde, sumido en la discreción más absoluta, al pueblecito de Quincy, en los Alpes franceses, donde devoró uno tras otro los libros de Walter Benjamin.

    A Benjamin por esa época Piglia no lo leía, pero sí leía a Bertolt Brecht, con quien Benjamin jugaba Metrópoli en Dinamarca y de quien Renzi asimilaría más tarde no solo la afición por el mundo de los maleantes (Brecht era su Arlt europeo, su gran ticket procedimental), sino también el cariño por el oficio autónomo. “Yo hice todas las cosas que hace un escritor para sobrevivir: trabajé en periodismo, fui editor, escribí guiones, di clases, todo para mantener cierto tipo de autonomía”. Fue la condición con la que se encontró Piglia a la hora de construir su voz propia.

    Esa voz propia no se la debía, sin embargo, solo a los granujas desamparados que deambularon por las páginas de la serie policial que partió dirigiendo para la editorial Tiempo Contemporáneo, indiscutido abono de su posterior Plata quemada; se la debía también a un tono en el que se entreveraban el bar, la intriga académica, la tradición literaria argentina y las inflexiones del pueblo, elementos de los que su obra no logró jamás prescindir. Tampoco lo logró la de Berger, inclinado como estuvo desde un principio a conjugar al lumpen retratado por Caravaggio (su pintor predilecto) con la vida extenuada del campesino, el obrero o el inmigrante pobre, a quienes dedicó una célebre trilogía y con quienes entretejió uno de los trabajos más consistentes sobre el pesar humano.

    Precisamente por esto Berger solía reprocharle a la literatura, incluida la que él mismo hacía, una incapacidad para captar la vida real, lo que explica que en novelas como G. se viera obligado a intercalar cada dos o tres párrafos algún correctivo sobre el artificio incómodo de su prosa. Era su manera sutil de confirmar que la ficción no era para él una categoría, que “si uno quiere contar una historia –como lo señaló en la última entrevista que dio-, entonces simplemente lo que hace es escuchar a los demás”.

    Escuchar a los demás (cualquiera que lo conociera lo sabe) es lo que jamás dejó de hacer Piglia, quien justamente por ver en la “realidad contada” una ficción previamente constituida, mantuvo sus oídos intactos hasta el último minuto de vida, incluso cuando ya no podía moverse y se despedía en silencio, como John Berger, un día de enero, después de haber coincidido con él viniendo al mundo un mes de noviembre.

  259. Vida pasión y muerte de Violeta Parra

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    Nota a la edición

    Roberto Parra Sandoval (Santiago, 1921-1995) dejó escritos alrededor de 60 cuadernos con cuecas, décimas, cuartetas y prosas.

    En esos cuadernos a veces una misma obra tiene distintas versiones, pues al parecer su autor no corregía demasiado sino que volvía a escribir sus textos en busca de una versión definitiva.

    Así ocurre, por ejemplo, con esta obra inconclusa suya, Vida pasión y muerte de Violeta Parra, la que aparece entre sus cuadernos con alrededor de una docena de versiones con variantes y repeticiones significativas. Es probable que el autor haya ensayado más versiones; no obstante, estas son las que conservó la Corporación Cultural que lleva su nombre.[1] Incluso hubo una versión teatral más acabada, que entregó el propio autor al director Andrés Pérez, cuyo cuaderno la Corporación no ha podido recuperar.

    Las diversas versiones del texto son intercaladas por el autor con disquisiciones en prosa donde reflexiona acerca de la escritura de esta obra que nunca puede concluir. En este libro se ha procurado reproducir algunas versiones, tal cual fueron escritas en esos cuadernos, con la endemoniada ortografía del autor. Sin embargo, para facilitar su lectura, se agregaron notas y paréntesis con algunas indicaciones, y se suprimieron las letras mayúsculas.[2]

    Se presentan estas versiones separadas en capítulos según el cuaderno en que aparecen, cuyas fechas exactas de escritura no se pudo datar, pero corresponden a principios de los 90. Tampoco se logró establecer el orden cronológico en que se escribieron estos cuadernos.

    En la primera parte se incluye una décima dedicada a sus hermanos Nicanor y Violeta, y en el apéndice se agrupan las versiones más breves de la obra.

    ____________________

    [1] Actualmente muchos de esos cuadernos se encuentran en la Biblioteca Nacional.

    [2] En las fotografías de los cuadernos incluidas en el libro, se puede apreciar el peculiar uso de mayúsculas y minúsculas que hace el autor.

     

    cuaderno 1

     

    [en san carlo tu nasiste]

     

    en san carlo tu nasiste                      [1]

    una florida mañana

    en la calle la montaña[1]

    aeste mundo biniste

    con un quejido muy triste

    te resivio la matrona

    ala violeta cantora

    la cuidare con anelo

    que bajo del alto sielo

    ajugar con las totoras

     

    ni ñita intelijente                               [2]

    comentava la matrona

    flor silvestre de las loma

    la niña trae un diente

    con una fresiosa frente

    al mundo badar que ablar

    sillora como un sorzal

    asi llegastes violeta

    no eres deste planeta

    como agua de manatia[l]

    asi fue la llega de violeta parra a este mundo presioso. ella nasio con un diente que lo conservo asta el ultimo dia de su vida sedisenque las persona que nasen con diente no son de este planeta. asi comentan parteras y matrona sureña. se comentava en toda la poblasion. la niña que nacio con diente. mucha mujeres supertisiosa se persignaban desia dios me libre y mefaboresca. la mama clara decia tiene rason la matrona. por que niña mas intelijente no seavisto nunca en ninguna parte cuando tenia cuatro años improbisava cansiones asus muñeca niña muy nor mal. jugueto con todos los niño del barrio noera peleadora con sus conpañera nunca tuve un reclamo de esta niñita juguetona con las niña. pero sus amistades eran todos mayores de edad. matrimonio senora solterona viuda aguelitas

    sienpre llegaba ala casa aconvidarla. por fabor señora clarita dele permiso ala violetita para que baya al bautiso de mi guagua bamos aestar solitos con los padrino. y nosotro. mi conpadre. nola conocen ala niña. nosotros le emos contado la maravilla de niña que es. como canta y como resita. que memoria. nosotro desimo la pasien de los padre para en señarle tanta cosas tanlinda. que mesta disiendo señora pascualita[2] que la niña resita. que resita señora clara como esta si usted es la mama noba saver la joya de niña que tiene en su casa. es algo increible. por aqui bala cosa. mire señora pascualita. es por eso que no para en la casa. todo los dias llegan matrimonio como ustedes ainvitarla. yo me preguntaba que pasa con la niña,[3] tantas invitasione yo ten ijas mayore que nadie viene aconvidarla ni ala plaza. y ella acasamiento y bautiso.

    señora clarita ayque ver para creer. yo tengo como ochos mamarracho atodo los quero mucho pero miguen dios noledio la inteligencia dela violetita ni anosotros tanpoco. yo digo la pura y santa berdad. leda permiso. señora clarita. voy allamarla. violeta. que quere mamita aqui ay un matrimonio te vienen aconvida au bautiso si mama. esla señora pascualita y don alfonso. quien te canvio ropa violeta, yo misma mama. si los vivi cuando llegaron y para no perder tienpo jui acanviarme ropa. para no perder tiepo. la llevamos señora clarita. bueno mela traen ten pranito. noledije conpadre como canta y como resita. es una marabilla. bamos adejar ala niña. bamo mijita. señora pascualita. yo tengo mucho hermanito. y esta sobrando mucho pastele agame un paquetito. y yo me llevo los pastele en ese. canastito de minbre. muy vien violetita. lleve una dosena de pastele. arregle unte misma el canasto con el cocabi. estamo lista señora pascualita. por aqui le traigo su reina. por que llora señora pascualita. se porto mal la niñita lloro de alegria señora clarita depues quetomamos onse ella canto y resito otra poesias tan distinta. yo ledije la voy air adejar para que despues leden permiso. gueno señora pascualita. presteme ese canastito de minbre parra llevarles pasteles amis hemanitos. medio tanta pana ala edad acordarse de sus hermanito. señora pasculita y que trae en el canasto. golosina y pastele señora clarita yo le eche un queso muy rico. que metrajeron de temuco nolebaya achar la culpa ala niña. un dia señora clarara un dia aus uste la bamos ainvitar y uste seba aesconder. y baver loque es su marabilla de niña que tiene

    palabra tectuale de la mama clara por eso tantas invitasiones y siem pre llega con regalos.

    desde chica prodijiosa                                                  [3]

    esta nina maravilla

    como violeta sensilla

    umilde como la rosa

    el viento nola desoja

    en el jardin sobre sale

    seapaganlos cardenale

    clavele y pensamiento

    se marchita por lo sierto

    jasmine y tulipanes

     

    cuaderno 2

     

    [en barias ocasiones. etratado de – escribir]

    en barias ocasiones. etratado de – escribir algo sobre violeta parra. mejor que nunca me uviera – metido en este manso tete

    vueno. el que nosabe es lo mismo que el que nobe. pero este carril que me quiria tirar no tiene color anada. es como la na y la cosa ninguna. ustede sabran aque me refiero. tengo la – cabeza echo la guila.[4] como si uviera tomado cotuncio[5]

    tengo todo los cable pelao.

    parese que voy arreventar como guatapique por meterme en camisa de onse bara. como si esto juera poco mesalio al jente camino el mas discretito nicanor parra.

    cuando el honbre esta fatal asta los perro lo mean [el paco lo lleba preso yla mujer guena noche los pastore.][6]

     

    cuaderno 3

     

    [violeta parra nacio]

    violeta parra nacio unsinco de febrero[7] en san carlo probincia de nuble. en la calle la montaña[8] camino asan fabian de alico de paso donde nacio nicanor casi en plena cordillera a los dose año violeta escribio sus – primera conposicione. infantiles. despues con una prima cantaban en malloa en trilla besinale serca de porte suelo. violeta cantora y bestidora de anjeleto cantora alo divino alo umano ytodos los estilo dela epoca. violeta parra. crese en santiago con un resital en casa de pablo neruda. un resital en la casa america en la bivloteca nacional ya avia recorride desenterrando cantaro de greda como dice nicanor parra, descubriendo cofre de casione enterrade en las entraña dela tierra

    ibestigadora conpositora mucico poeta pintora arpillista y todos los ofisos sus jiras por todo chile norte y su de su pais atormentado. en mil 1955 patisipo en el festbal de polonia llega aparis y grava su primer disco en el estranjero. de guelta espone en gueno ayres arjentina viaja a urss como todo los sabemo paso afilandia alemania españa dos años gueno en paris francia con sus yjos ysabel y anjel parra.

    espone en jinebra en 1964

    espene en el loubre de paris ese mismo año regresa achile. abre una pena en el parque la quintrala

    fallese trajica mente un 5 de febrero 1967.

    ____________________

    [1] En otra versión de esta décima, el autor agrega al margen de la hoja: “en san carlo nuble calle la montana 745”.

    [2] Violeta Parra en sus Décimas dedica cariñosos versos a “Pascualita, noble y sincera”.

    [3] He aquí una de las pocas comas que utiliza el autor.

    [4] las huilas

    [5] En otro de sus cuadernos, anota: “que es cotunsio chiquillo por dios / agua de yerva que leda las mujere para que unos las queras”.

    [6] Lo que está entre paréntesis, está tachado en el original.

    [7] Confusión del autor; nació el 4 de octubre de 1917.

    [8] En otra versión de esta décima, el autor agrega al margen de la hoja: “en san carlo nuble calle la montana 745”.

     

    robertoparra_ex copia

    Vida pasión y muerte de Violeta Parra, Roberto Parra, Ediciones Tácitas, 2017, $8.000.

  260. Excesos discursivos

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    En El galán imperfecto, la última novela de Rafael Gumucio, los personajes parecen dialogar, pero en verdad emiten reiterativos monólogos. Cuesta entender por qué un autor siempre atento a las fisuras del discurso social chileno y a la posibilidad de la polémica, desperdicia palabras ingeniosas en personajes poco delineados y situaciones tan nimias como el propio acto de circuncidarse.

    por lorena amaro

    Algunos de los pasajes más siniestros de El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, son protagonizados por el monstruoso Doctor Azula, dueño de un ojo único y de unas garras escamosas que operan insólitas transformaciones en los cuerpos e identidades de los personajes de esa historia impresionante. En El galán imperfecto, la última novela de Rafael Gumucio, hallamos a su perfecto epígono, paródico o farsesco, en el jovial y canchero doctor Wagner, quien amenaza con sus tijeras el prepucio del protagonista, Antonio. Una operación que parece urgente porque, como dice el médico, el cuerpo del protagonista “rechaza a su pene”. La circuncisión, sumada al viaje iniciático de su novia por el Sudeste Asiático, son las anécdotas que dan sustento a la trama y el discurso de esta novela, que busca, a través del humor, criticar las disyuntivas, culpabilidades y dilemas en torno a la sexualidad y, sobre todo, a cómo se configuran las masculinidades en la clase media alta —progresista— chilena.

    Hasta aquí todo estaría bien. Pero el problema es que los protagonistas parecen dialogar, pero en verdad emiten reiterativos monólogos, que quizás pudieran dar más de sí puestos en escena por una buena compañía de comedia, porque la sola palabra no alcanza para delinearlos como personajes. En el texto, las distintas voces —la de la madre en exceso amorosa, la de una novia infantilizada e indecisa, el vozarrón autosatisfecho del doctor Wagner— son apenas distinguibles por algunos tics, como si fueran todos apenas facetas de un mismo yo: el de Rafael Gumucio y sus obsesiones. Las diversas experiencias narradas resultan ser pretextos para hablar de un único gran tema: la aparentemente complicada experiencia de ser varón en una familia en que no prima el matriarcado, pero sí una madre hostigosamente rendida a los encantos de su único hijo varón.

    El galán imperfecto es una novela cuyo tema pudiera tener interés, pero que avanza a través de situaciones muy episódicas o “gags” (el bullying escolar, la caída del protagonista sobre una tumba abierta, mientras va como un loco pidiéndole matrimonio a alguien con quien no quiere casarse; la noche de sexo con una paraguayo-italiana, “linda pero vieja”, que con Antonio se siente “como yegua en celo”), salpicados de frases repetidas hasta el hartazgo (“Pobre Antonio, te quiero, te entiendo tanto, mi niño precioso”, “solo me importa que seas feliz, mi amor”, líneas habituales de la madre).

    Si bien se percibe una creciente madurez en la construcción de imágenes que iluminan el humor y la furia de sus personajes, en esta oportunidad Gumucio no alcanza la lucidez ni el desparpajo de otras obras, como Memorias prematuras o la imperdible Mi abuela, Marta Rivas González, ambas de carácter autobiográfico.

    Si bien se percibe una creciente madurez en la construcción de imágenes que iluminan el humor y la furia de sus personajes, en esta oportunidad Gumucio no alcanza la lucidez ni el desparpajo de otras obras, como Memorias prematuras o la imperdible Mi abuela, Marta Rivas González, ambas de carácter autobiográfico. La apertura da cuenta de este problema, de una trama que apenas avanza debido a sus excesos discursivos y al abuso de frases paradojales o aparentemente contradictorias: “Hay algo que no quiero decir pero se dice solo”; “Acabo de llegar a Roma (…) Maravilloso todo, aunque la verdad, me carga”; “Estoy enamorado de la idea de no estar enamorado de nadie”; “No es verdad y no es mentira”; “Trato de ensuciar lo más posible y lo menos posible”; “Soy un viejo de mierda. O peor aún, soy un joven envejecido”.

    Ya se podía advertir algo de esto en Milagro en Haití, sobre todo en la última parte. Gumucio tiende a engolosinarse con sus propias imágenes, y esto ocurre también hacia las últimas páginas de El galán imperfecto, cuando abandona la fisiología del pene y su relación con el judaísmo, el cristianismo, la arquitectura cultural de Occidente y la algo más modesta construcción masculina de un chileno con algo de plata, para llevar la perorata por las veredas del amor, del ser pareja, de la significación del otro en la vida cotidiana.

    Ninguno de estos temas es condenable en sí mismo, pero extrañamente Gumucio, un autor siempre atento a las fisuras del discurso social chileno y a la posibilidad de la polémica, desperdicia palabras ingeniosas en la nimiedad de estos personajes y situaciones. No se le puede exigir a la circuncisión que simbólicamente rinda tanto, al menos no en el mundo actual, y ni siquiera en broma: “El prepucio como un signo de que algo lo unió alguna vez a otra piel, algo que quedó desgarrado, dando vueltas en espiral de un lado a otro del universo y tratando de reconstruir el lazo, Brasil cuando encajaba con África o Groenlandia cuando cabía perfectamente entre Europa y América. La teoría de Platón, la media naranja, la desgarradura, lo que quedó pendiente, abierto, flotando como una bandera del séptimo de línea al viento después de la batalla”.

    No es mala la idea de que un narrador contemporáneo haga una lectura hilarante de un mundo tan solemne y aterrador como el que construyó, por ejemplo, Donoso, en torno a la masculinidad y las dificultades que plantean las identidades de clase y género en Chile, intervenidas por una razón patriarcal clasista que humilla y empobrece cualquier diálogo. E insisto en Donoso, porque es uno de los grandes antecedentes de Gumucio —¿o tal vez habría que decir que Gumucio es el único gran continuador de Donoso?—. Sin embargo, aquí no hay situaciones desternillantes: solo una culpa inverosímil y persistente, con sabor a caricatura añeja. Y es que poco tiene de gracioso observarse, a lo largo de 200 páginas, el ombligo… o el prepucio.

     

    el galán imperfecto

    El galán imperfecto, Rafael Gumucio, Literatura Random House, 2017, 209 páginas, $13.000.

  261. Libro critica la moral de la Escuela de Negocios de Harvard

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    El periodista financiero Duff McDonald ha arremetido en su libro The Golden Passport contra el MBA más apetecido de todo el mundo. Muchos de los problemas asociados al sistema de capital, plantea este autor, estarían asociados al enfoque con el cual la escuela de Harvard está preparando a sus estudiantes.

    por matías hinojosa

    La Escuela de Negocios de Harvard ha estado en los últimos meses en el centro del debate. Su curso de maestría es uno de los más prestigiosos y apetecidos por los ejecutivos de todo el mundo (en 1978, The New York Times se refería a su diploma como “un pasaporte de oro” a una “vida de clase alta”, debido a las perspectivas laborales y a los millonarios sueldos a los que podían aspirar sus egresados). Sin embargo, en su libro The Golden Passport el periodista financiero Duff McDonald critica el enfoque del programa, que a su juicio está inspirado en un modelo que tiene como único horizonte la obtención de beneficios. Los graduados del MBA de Harvard serían los responsables de los problemas asociados al sistema de capital, como la desigualdad económica y el cambio climático, entre otros asuntos.

    Las deficiencias de la escuela habrían quedado al desnudo durante la crisis económica de 2008, la cual se debió, entre otros factores, a la mirada de corto plazo compartida por buena parte de los directorios de Wall Street, quienes, por otra parte, una vez desatada la catástrofe financiera tampoco habrían estado a la altura de las circunstancias.

    “Cuando los estudiantes entran a la escuela de negocios, creen que el propósito de una corporación es producir bienes y servicios para beneficio de la sociedad”, escribe McDonald, pero cuando se gradúan “creen que (el propósito) es maximizar el valor para los accionistas”. La razón sería muy simple: “El dinero se volvió demasiado bueno”.

    McDonald centra sus ataques en el MBA de Harvard, pero lo cierto es que sus opiniones competen a todas las escuelas de negocios del mundo, cuyos programas de especialización están fuertemente influenciados por la visión que propone esta casa de estudios.

    “Cuando los estudiantes entran a la escuela de negocios, creen que el propósito de una corporación es producir bienes y servicios para beneficio de la sociedad”, escribe McDonald, pero cuando se gradúan “creen que (el propósito) es maximizar el valor para los accionistas”. La razón sería muy simple: “El dinero se volvió demasiado bueno”.

    El perfil de los profesores –muchos de ellos provenientes de la empresa privada–, sumado a la creciente demanda por los graduados del MBA por parte de las grandes firmas de Wall Street y los millonarios sueldos que ofrecen estas empresas, serían los motivos que han terminado por torcer la perspectiva educativa adoptada por la escuela, consiguiendo satisfacer las necesidades de estas corporaciones pero desestimando los intereses de la sociedad en su conjunto.

    El profesor Michael J. Jensen es, según McDonald, el responsable de este fracaso moral por el que atraviesa actualmente la maestría. Jensen, que fue contratado por la universidad en 1985, es conocido por defender la “teoría del agente principal”: la idea de que los directorios de las empresas deben trabajar en pos de la obtención del máximo beneficio de los accionistas, sin considerar las consecuencias, o externalidades, que aquellas decisiones puedan traer para la sociedad. O lo que él llama “estrategias de beneficios inmorales”. Para el autor, el que Jensen “secuestrara por ideología el estudio de las finanzas sirvió como un repudio cínico de todo lo que había llegado antes de él a la escuela”.

    Las opiniones planteadas por el analista han conseguido gran repercusión en medios como The Economist y Financial Times. Por otro lado, se cuestiona la poca ponderación en sus planteamientos, depositando una responsabilidad desmedida en una sola escuela de negocios.

  262. Para darle sentido a la vida

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    Ya se naturalizó el sentimiento de resignación ante la certeza de vivir en medio de una realidad lineal, fundada en la riqueza concentrada, que genera una desigualdad explosiva, una desigualdad que se hace visible en la construcción cada vez más intensa y desbocada de una biopolítica social que va dejando su estela ineludible. Solo por citar un hecho ya muy censado: la riqueza otorga más vida porque la vida, en parte, se “compra” en el interior de la escala de recursos a los que accede cada sujeto. No es solo que los ciudadanos vivan más –lo que, de hecho, ocurre–, sino hay que considerar en ese “más” los índices de riqueza, los capitales invertidos en mantenerse vivos, el costo de vivir. Y, desde luego, existe una desigualdad en la extensión de la vida de acuerdo a los ingresos. Así se genera una inequidad orgánica, una injusticia. Vidas de primera necesidad y de segunda. Pero esto es apenas un signo, una huella.

    Lo que intento señalar en este texto es que este capitalismo salvaje tiene a los ciudadanos chilenos al borde del colapso. Nada ni nadie parece capaz de detener el frenesí del abismo que separa a unos pocos (el 1%) de la totalidad.

    Si en los 90 se desató la farra consumista: la apariencia de la democratización a través del consumo, la última moda como fetiche de pertenencia, ahora, casi 20 años después, se ha levantado un mural de opacidad, una forma extendida de apatía, una aguda crisis silenciosa, la marca ineludible de una abstención multitudinaria.

    Quizás lo más insensato de esta situación es que las élites siguen su trama imperturbable, profundizando la desigualdad, pues la verdad es que pueden prescindir del 64% de la ciudadanía que prefirió marginarse de un proyecto que no los contenía. Porque el mapa de la desigualdad también operó en la práctica más importante de la democracia: la reciente elección de representantes municipales. Más allá de los resultados, en realidad la gran triunfadora fue la abstención. Esta disidencia demuestra una grieta de tal magnitud que desestabiliza (de manera pacífica) la legitimidad de una democracia que se cursa frívolamente en las cúpulas, sin considerar que ya perdió su carácter de representación popular.

    El mapa de la desigualdad también operó en la práctica más importante de la democracia: la reciente elección de representantes municipales. Más allá de los resultados, en realidad la gran triunfadora fue la abstención. Esta disidencia demuestra una grieta de tal magnitud que desestabiliza (de manera pacífica) la legitimidad de una democracia que se cursa frívolamente en las cúpulas, sin considerar que ya perdió su carácter de representación popular.

    Pero las élites “despolitizadas” no necesitan de ese 64% de la población que se resta: solo precisan obviarlos, expulsarlos de su mapa y borrar la ausencia como un dato inoficioso o evocarla con un superficial lamento retórico. No precisan más que los votantes que tienen –un 36%– para así mantener sus pugnas, su adhesión a los empresarios, la convivencia tóxica en la que están sumergidos, una racionalidad primaria condicionada al punto de vista del gran capital. En suma, esta resta ciudadana permite pensar que existen mundos diferentes, aislados, no convergentes.

    La reciente elección de Trump alerta, por parte de los comentaristas políticos, sobre los riesgos de un populismo que “levante a las masas” (y ponga fin a la abstención). Habrá que ver.

    Parece necesario recordar que en Chile ya contamos con nuestro propio multi-multimillonario, el ex presidente Sebastián Piñera, atravesado por conflictos de intereses, por escándalos financieros de su bloque, por las coimas ya muy comprobadas de las autoridades que formaron su gobierno y, sin embargo, su presencia en las encuestas que miden su futuro todavía lo sostienen. Esas encuestas (más allá de la manipulación) indican que en un universo de aproximadamente 30% de votantes se podría asumir gobierno y negocios, vacíos políticos, zonas de elitismo.

    En esta trama depresiva se van cursando las vidas multitudinarias de gran parte de la población chilena, sin una narrativa propia que las sustente, solo la invisible lucha individual, verdaderamente épica, por un futuro que está confiscado debido a una pésima estructura social ya muy legitimada.

    Hay que considerar también los efectos de las migraciones, que desde el complejo acontecer europeo y la campaña alevosa de Trump, rebotan miméticamente y con suma ferocidad en la derecha chilena, que inoculan y usan las fobias con fines electorales y, a la vez, generan una creciente alarma frente a los migrantes que escogen este país como sede. De esa manera se presagia la construcción y reconstrucción incesante del migrante como enemigo, como portador de un virus social, como excedente, como paria.

    En este sentido se puede presagiar un complejo, extenso doble racismo: el racismo que rodea a los pueblos originarios, a los pobres hasta tocar a un sector de las clases medias, y a eso hay que agregar el nuevo y particular racismo contra los migrantes (configurados a lo Trump como delincuentes) obviando, desde luego, sus aportes culturales y su (barata) fuerza de trabajo.

    Sin duda el campo de los especialistas disidentes al modelo puede dar cuenta, con sólidos argumentos, acerca de los mecanismos que motivan y sostienen la crisis política que experimentamos.

    Sin embargo, desde mi percepción, y de acuerdo a las estéticas y políticas que me movilizan, lo más importante me parece que radica en escuchar el silencio electoral, pensar ese silencio, analizarlo hasta encontrarse en su interior con la diversidad de voces que este silencio porta. Leer el relato múltiple que está contenido en una ausencia, pensar vidas que no tienen acceso a otra biografía como no sea la ilegibilidad del trabajoso esfuerzo de los cuerpos.

    Sería acaso necesario examinar la delincuencia y el terror ante la delincuencia –particularmente al robo– en un contexto más amplio. Pensar cómo “la tolerancia cero” no es suficiente freno. Habría que entender el delito contra la propiedad privada como un doblez o un pliegue frente el delito a la propiedad pública (“de cuello y corbata”) que día a día crece bajo distintas formas. Resulta imperativo igualar ambos delitos. Solo así es posible formular la dimensión de la actualidad que se estructura, en parte, con las dos caras de una misma idéntica moneda. Y es notoria la ausencia de una analítica social que ponga en correlación el recurrente y explosivo tema delictual desde “arriba” con el que se produce desde “abajo” para entender que existe un conjunto de irregularidades que provienen de distintos mapas sociales y culturales.

    Parece necesario recordar que en Chile ya contamos con nuestro propio multi-multimillonario, el ex presidente Sebastián Piñera, atravesado por conflictos de intereses, por escándalos financieros de su bloque, por las coimas ya muy comprobadas de las autoridades que formaron su gobierno y, sin embargo, su presencia en las encuestas que miden su futuro todavía lo sostienen.

    Nada parece quedar fuera de una idéntica atmósfera. Más aún, las fuerzas armadas están atravesadas por saqueos radicados en coimas por compras de equipamiento y armas. Y lo más insólito, hasta ahora, es cómo el ejército hizo y deshizo con las platas provenientes del cobre. Solo conocemos confusos episodios que parecen actos centrales de una pieza teatral fundada en el absurdo y que permanecen hasta hoy en la más interesada penumbra y que, no obstante, presagian un terrible despojo en la literalidad de la ley “reservada” del cobre. Una “reserva” que atañe a las fuerzas armadas, que están para defender los límites y, en cambio, los derriban hasta producir un ataque fiscal interno de proporciones.

    Así, una forma de rapiña multifocal se apodera, de manera sincrónica, de este presente, poniendo a prueba el mundo jurídico que está allí para demostrar –una y otra vez– que los chilenos no somos iguales ante la ley, pues hay delitos que gozan de impunidad o de penalidades ultraleves que afectan, en general, a las fuerzas armadas, a pactos parlamentarios con las empresas desde el interior de las cámaras de representantes, a zonas de privilegios que tocan impuestos y dineros estatales que deberían estar disponibles para cubrir necesidades sociales.

    Pero no se trata de negar que la abierta corrupción y los delitos tributarios atraviesan y corroen diversos escenarios internacionales. La corrupción se extiende porque es un lastre que porta el intensificado modelo neoliberal. Un modelo que libera a sus sujetos poderosos de la angustia y de la melancolía mediante la inoculación de un híper activismo voraz por acumular riqueza para ejercer dominaciones, pero también como una forma de juego adictivo.

    En este contexto, lo que entendíamos por izquierda institucional ya demostró sus debilidades, su deficiente capacidad de énfasis en sus negociaciones para frenar la expansión de la desigualdad, un pragmatismo sin rumbo y, desde el punto de vista simbólico, la falta de comprensión de lo que significa un sujeto público y cómo se destruye la credibilidad política por las irregularidades en que se ven envueltos sus próximos. El “caso Dávalos”, la insólita jubilación de la ex esposa de Osvaldo Andrade, Soquimich y su estela perturbadora de relaciones con familiares de víctimas de derechos humanos, entre otras sensibles irregularidades, han sido claves para detonar una estruendosa caída en la confianza de líderes y representantes que son percibidos como receptores o como posibilitadores de zonas de privilegios.

    La suma de distintos elementos negativos produjo el derrumbe de “esa” izquierda difusa que no pudo o no supo cómo modificar el campo político, qué frenar, qué impulsar o cómo separarse de su gemelar derecha, ni menos se abocó a entender la dificultad de las vidas y de las aspiraciones de sus representados, porque se limitaron al ejercicio cupular de la política, desconociendo el relato vital y el legítimo resentimiento de la población.

    Entonces hay un espacio vacío, el necesario espacio para generar una emancipación que transcurra en esas zonas opacas en las que se cursa el sistema social, una emancipación que siguiendo el pensamiento de Jacques Rancière mueva los límites de lo posible y de lo pensable. Ese espacio vacío, por ahora, se resuelve en un conjunto multifocal de demandas y de protestas.

    El “No + AFP” es central como síntoma, porque es un nudo (ciego) donde convergen capital, vida y ciudadanía. Precisamente en el “ahorro” obligatorio de la población trabajadora chilena se puede ver hasta qué punto se produce un constante y abierto desfalco de los fondos que capturan las empresas. Su cara más visible son las jubilaciones irrisorias que marcan el presente y lo que será todo el frágil futuro de los ahorrantes. Pero esa es apenas una parte, porque los fondos a los que acceden estas empresas se mueven cada día generando ganancias inconmensurables para sus dueños y directivos.

    Cómo se sustenta este acuerdo devastador, quiénes lo sostienen, por qué lo sostienen, para quiénes lo sostienen. Por supuesto ya se saben todas y cada una de las respuestas; sin embargo es un territorio que permanece intocado y, aun más, parece inamovible y es inamovible porque la cúpula política lo mantiene.

    Daniel Jadue “hizo política”, pues produjo una modificación que trajo un doble alivio para atender solidariamente malestares simbólicos y físicos.

    Y dentro de “esa” izquierda hay que considerar al Partido Comunista, que hasta el año 2014 permaneció (obligatoriamente) afuera, y desde ese afuera sostuvo, en parte, las legítimas resistencias al modelo. Su ingreso al gobierno ha sido más bien mediocre o, por qué no decirlo, directamente mediocre, pues, en rigor, no consiguió ser un aporte para la opresión que experimentan mucho más de la mitad de los ciudadanos, sino más bien opera como una pieza que, bajo la premisa de apoyar a los débiles, termina inevitablemente sosteniendo a los fuertes, y a la vez le otorga al gobierno la necesaria máscara de “esa” izquierda (por cierto satanizada) que necesita como contrapeso de sí misma.

    Pero en el interior de este escenario, habría que destacar al alcalde de Recoleta, Daniel Jadue, militante comunista, como una “excepción” en la medida que con la creación de la farmacia popular en su municipio produjo un hecho ejemplar, al poner a disposición de los habitantes de su comuna un precio justo o más justo para los medicamentos que consumen. Esta farmacia popular se transformó en el gran signo que rompió supuestos y alteró de manera positiva el mapa social por su proliferación a nivel nacional. Daniel Jadue “hizo política”, pues produjo una modificación que trajo un doble alivio para atender solidariamente malestares simbólicos y físicos.

    Pero, junto con el reconocimiento a los méritos del alcalde de Recoleta, que pertenece al conglomerado, hay que enfrentar el ocaso del que parecía ser el último o, quizás, el único proyecto político transformador de sí mismo: “la Nueva Mayoría”, encabezado por Michelle Bachelet. Esta estructura se hundió porque puso en evidencia, de manera demasiado violenta, los nudos que atan lo público y lo privado. Mostró cómo y hasta dónde lo privado se nutre de lo público. En definitiva, habría que entender que “ese” centro y “esa” izquierda han estado capturadas en el cepo de la derecha política, cultural y empresarial porque en parte ya le pertenecen, son lo mismo por la fusión y confusión que experimentan. Michelle Bachelet, como líder de “ese” cambio, con una propuesta, a mi juicio, importante, fue arrollada por su familia, específicamente, su hijo. Su propia coalición le pasó la “retroexcavadora”. Guardó un silencio fatal ante irregularidades que la debilitaban, como la intempestiva visita del ex presidente Lagos a La Moneda, invitado por el ineficaz y ambiguo Jorge Burgos, ex ministro del Interior (que debería haber sido despedido en ese mismo instante). La inclusión de “lobbystas” en altos cargos públicos y en su gabinete. La presencia preferencial en educación de un frente político que estaba fuera, como es Revolución Democrática, que después se iba a “lavar las manos” como Poncio Pilatos. La dilación excesiva e incomprensible del proyecto de aborto bajo tres causales y para qué seguir.

    Por otra parte, fuera de zona de silencio y, más bien, en una modulación continua, está el pueblo mapuche y sus demandas; la militarización de la zona, el incumplimiento de los acuerdos, la pobreza que los rodea. Pero también hay que leer allí prácticas focales de insurrección que provienen de resistencias ancestrales que resultan imposibles de controlar, y que si bien auguran la intensificación de medidas represivas, esas mismas medidas van a resultar insuficientes, porque ya son siglos de resistencia, y allí hay un saber político y poético que resulta ininteligible para las autoridades de todos los tiempos.

    Y desde otro lugar, la situación de la mujer continúa rodeada por un cúmulo de discriminaciones en todos los órdenes de su vida. En ese sentido resulta inaceptable que la presidenta de la República, Michelle Bachelet, que encabezó ONU mujeres, no haya formado un gabinete paritario. Más allá del machismo de los partidos políticos chilenos y sus exigencias ministeriales, ella pudo, como un gesto simbólico y emancipador, trazar un mapa público otro, más liberador y propositivo y, a la vez, inscribir su impronta en la historia. Cuando quiso “invertir” los lugares y poner a su hijo como “primer damo” (algo parecido a una caricatura o un chiste) se precipitó la catástrofe. Se trataba, en realidad, de combatir esos lugares subsidiarios asociados al matrimonio y no de confirmarlos en el interior de la familia.

    Preguntarse también, con otra tonalidad y con una ética real, hasta qué punto el Estado chileno colabora activamente en el fomento de la delincuencia infantil y juvenil en la medida que no protege a los niños que debería cautelar.

    Ya lo he dicho antes, que no me interesa un “mujerismo” de tipo esencialista. Me parece indispensable visibilizar y democratizar en todas las esferas, incluida la pública, a las mujeres para, desde ese lugar paritario, observar, combatir, tomar decisiones y optar. Nada garantiza a una mujer, eso lo sabemos, pero tampoco a un hombre. Porque esa invisibilidad, esa falta de democracia en los cuerpos ciudadanos, permite, por una parte, la idealización acrítica de la mujer por parte de las mismas mujeres, la irregularidad mayúscula en los salarios, en las jubilaciones, en el maltrato y los crímenes.

    El Sename desde siempre ha sido una zona de expiación, sufrimiento, abusos físicos, abusos sexuales y hasta muerte de niños y adolescentes; una microzona de horror para parte de la infancia, mientras en las operaciones financieras privadas que sostienen a esta institución circulan lobbystas y altos ex funcionarios que después actúan como proveedores de servicios, inmersos en notables conflictos de intereses que ameritan toda clase de investigaciones. Hoy habría que destacar de manera especial al diputado Saffirio que se atrevió a denunciar la actualidad de esta institución y abrió un debate, por decir lo menos, tétrico. Por otra parte, la pregunta más crítica, mucho más oscura, es por qué hay tantos niños en esa institución, una pregunta que permite imaginar la complejidad y la gravedad de los desastres e irregularidades indescriptibles que asolan las subjetividades de las familias pobres, hasta el punto en que son declaradas incompetentes para mantener en su interior a sus hijos y parientes. Preguntarse también, con otra tonalidad y con una ética real, hasta qué punto el Estado chileno colabora activamente en el fomento de la delincuencia infantil y juvenil en la medida que no protege a los niños que debería cautelar. Y no cautela por su insensibilidad ante la vida concreta de las personas y por las deliberadas redes de oportunismo económico en que se tejen sus instituciones.

    Cómo enfrentar estos dilemas desde una izquierda parece ser una de las preguntas más candentes. Desde luego habría una serie no menor de respuestas. En mi caso, pienso que hay que moverse y desmarcarse de la institucionalidad actual para mirar desde fuera con una posición móvil, ligarse a las iniciativas que realmente apunten a emancipar el campo político y deconstruir la “seudo” izquierda, que, en realidad, está allí solo para la construcción de cúpulas y conseguir la mera acumulación de poder.

    De acuerdo: es necesario el poder, de hecho el poder está en todas partes y circula por todo el ámbito social. Sin embargo, cuando los movimientos y los incipientes partidos lo reclaman es necesario examinar sus resultados. Durante la última elección municipal, el slogan del PRO fue: “Yo Marco por el cambio”, un lema de terror que recuerda las peores prácticas del culto a la personalidad, pero que, en este caso, más allá de su anacronismo, condujo a un descalabro. Sí, el poder es indispensable, pero para detener el desenfreno, para mirar a las otras y a los otros, para permitir que sus voces lleguen al espacio público y hablen sus historias, sus deseos, sus luchas y sus sufrimientos. Apostar a otra narrativa social, una poética comunitaria que le dé sentido a la vida, al acto de vivir. Esa narrativa que todavía no se consolida, pero que sin duda está allí, agazapada, en movimiento, esperando su momento y su tiempo más justo.

     

    chile actual

    Chile actual: crisis y debate desde las izquierdas, Faride Zerán (editora), Ernesto Águila, Constanza Alvarado, Persida Roca, Carla Amtmann, Jorge Arrate, Gabriel Boric, Mario Sillard, Cristian Cuevas, Diamela Eltit, Daniel Jadue, Felipe Ramírez, Nelly Richard, Camila Rojas y Carlos Ruiz, LOM, 2017, 161 páginas, $8.300.

  263. El diario de Malaspina (o el temor a la cultura)

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    Cádiz, 30 de julio de 1789. Las fragatas La Descubierta y La Atrevida zarpan rumbo al Río de La Plata. Su comandante, el marino italiano Alejandro Malaspina, redacta las primeras líneas de su Diario de viaje. Maniobras marineras, estado del clima, cálculos astronómicos y otras informaciones relativas a la navegación se complementan con el registro de la travesía y sus impresiones personales. El texto será una obra en construcción, variable en sus temas y materiales, siempre atento al compás del viaje y sus descubrimientos. El objetivo de la expedición es múltiple y muy ambicioso: recorrer las posesiones imperiales españolas para trazar su posición geográfica, calibrar sus recursos naturales y dar cuenta de su situación militar, política, económica y social.

    Cada fragata ha sido especialmente construida para el viaje y cuenta con una tripulación de 102 hombres. Los acompaña una comisión de astrónomos, geólogos, botánicos, ingenieros hidrográficos, naturalistas, taxidermistas, cartógrafos y dibujantes. Es un viaje científico, ilustrado y reformista auspiciado por el Rey Carlos IV. Hay que modernizar el imperio y Malaspina será el responsable de efectuar el diagnóstico. Dos semanas antes del zarpe ocurre un hecho que sus contemporáneos apenas pueden ponderar. El 14 de julio de 1789 el pueblo de París ha tomado por asalto la prisión de La Bastilla.

    El 20 de septiembre de 1789 los expedicionarios llegan a Montevideo. Durante dos meses reconocen el territorio y levantan cartas geográficas e hidrográficas del Río de La Plata. El 19 de enero de 1790 penetran en el Océano Pacífico y el 1 de febrero arrojan el ancla en la bahía de Ancud. Malaspina registra su encuentro con el piloto José de Moraleda, experto navegante y cartógrafo que ha recorrido los vericuetos de Chiloé trazando mapas y cartas de navegación a bordo de una canoa. Esta labor casi anónima ahorra a los expedicionarios un enorme trabajo cartográfico. Durante su estadía, las fragatas y sus tripulaciones son objeto de una curiosidad insaciable. Los expedicionarios reciben las visitas de autoridades locales, vecinos notables y de 44 huilliches encabezados por su cacique y una machi. Malaspina critica en su Diario de viaje el trato dado a los lugareños por los españoles: “Los habitantes de esta isla, tanto criollos como indios, son humildes, pacíficos y obsequiosos, obedientísimos a los que mandan, cuya disposición no pocas veces se abusa”.

    Habiendo efectuado mediciones astronómicas, levantado mapas y cartas, y recogido muestras vegetales, animales y minerales, Malaspina se ve enfrentado a un desafío imprevisto. Desde su arribo a Chiloé suceden numerosas deserciones. Una explosiva combinación de aislamiento, embriaguez y voluptuosidad chilota desangra a las tripulaciones. Malaspina anota en su Diario: “El vecindario de Chiloé carecía casi de un todo de españoles nativos; lo que daba mucho realce al que lo fuese, particularmente para los matrimonios y reunidos por otra parte en las mujeres una suma mezquindad y un apego a la lujuria y el libertinaje en los hombres una ociosidad perenne, afianzada, como era natural, con el uso continuo de las bebidas fuertes”.

    Para evitar las deserciones redobla la vigilancia, restringe las bajadas a tierra, ofrece recompensas por los desertores, persigue a los fugados y los castiga a baquetazos. El 23 de febrero la expedición arriba a Talcahuano. Allí efectúan las tareas ya habituales de medición y registro cartográfico y naturalista. El examen de la frontera mapuche le hace juzgar la defensa militar de Chile como inútil y extremadamente costosa. Malaspina anota lapidario: “El Chile es sin duda el país entre todos los que ha conquistado la España en América que más sangre y caudales le ha costado y menos ventajas le ha producido”. Como remedio al estado de postración y bancarrota del territorio, propone otorgar autonomía política y mantener relaciones exclusivamente económicas y comerciales, al estilo de las colonias inglesas.

    No es aventurado afirmar que la expedición Malaspina influyó en el sentimiento nacional y en el ideal del progreso que sostendría el espíritu autonomista de 1810.

    El 10 de marzo zarpa hacia Juan Fernández, mientras La Atrevida, la otra fragata de la expedición, al mando de José Bustamante, se dirige a Valparaíso. Siete días más tarde Malaspina llega al puerto y, junto al otro capitán, se traslada a Santiago con una desconcertante y muy delicada parafernalia de instrumentos científicos, que incluye la primera cámara oscura y madre tutelar de la fotografía en Chile. Sobre el trayecto, anota: “Es un país de una fertilidad extrema, de un suelo casi inagotable, de un clima verdaderamente análogo al europeo”.

    La sociedad capitalina se conmueve con la llegada de los expedicionarios. Arrecian las invitaciones y los ofrecimientos de hospedaje. Temiendo que la abrumadora hospitalidad chilena los distraiga de sus labores, se acomodan en una vivienda del centro y ahí instalan, en medio del patio, un observatorio astronómico portátil. Esa rutina de observar el curso de las estrellas en vez de asistir a tertulias y saraos provoca en nuestros abuelos una curiosidad casi insoportable. Los viajeros escalan cerros, remueven los papeles de los jesuitas, dibujan a las damas locales, deducen la longitud de Santiago y trazan un mapa del valle del Mapocho. La repercusión de esta visita rebasa la mera anécdota social. La presencia de sujetos ilustrados, científicos y aventureros a la vez, pero sobre todo políticos reformistas, pone en contacto a la élite criolla con el pensamiento crítico moderno sustentado en la racionalidad científica. No es aventurado afirmar que la expedición Malaspina influyó en el sentimiento nacional y en el ideal del progreso que sostendría el espíritu autonomista de 1810.

    Los expedicionarios abandonan Santiago el 7 de abril y embarcan en Valparaíso rumbo a Coquimbo, donde visitan los minerales de Andacollo y Punitaqui. Al regresar de su gira al interior de la provincia, la mitad de la tripulación se había fugado. Malaspina decide cortar toda comunicación con tierra y ordena disparar al que intente huir.

    En esas condiciones navegan hacia el Perú. De ahí continúan por la costa americana al Ecuador, Colombia, Centroamérica, México y Alaska, exploran la existencia de un pasadizo en el Polo Norte, cruzan el Océano Pacífico hasta las Marianas, recorren las Filipinas, Macao, China, Indonesia, Nueva Guinea, Australia, Nueva Zelandia, la Polinesia y vuelven al Callao en julio de 1793, cuatro años después de su partida de Cádiz. Hacia octubre, aún estando en Perú, reciben la noticia de la declaración de guerra entre España y la Francia revolucionaria. El 8 de noviembre fondean en Talcahuano. Será la última parada de la expedición antes de abandonar el Océano Pacífico.

    Malaspina y sus oficiales están preocupados. No hay noticias de la guerra y se teme un encuentro armado con naves francesas. Ni siquiera han recibido respuesta a la correspondencia enviada al rey en los últimos tres años e ignoran si el soberano está al tanto de sus esfuerzos, si los aprueba o no. Las tripulaciones, disminuidas y enfermas, no están en condiciones de enfrentar un combate. Malaspina los mantiene ocupados con ejercicios militares e intenta animarlos para enfrentar este último y peligroso tramo, recordándoles los premios que les esperan al final del viaje. Así navegan al Cabo de Hornos, reconocen Tierra del Fuego, las Malvinas, la costa oriental de la Patagonia y el Río de La Plata. Finalmente, tras cinco años y dos meses de viaje, la expedición Malaspina llega a Cádiz el día 21 de septiembre de 1794.

    La recepción parece disipar todos los temores. Los exploradores son presentados al rey Carlos IV, quien dispone que los trabajos sean publicados a la brevedad. Malaspina es ascendido a brigadier de la Armada y se rumorea que pueda ser elevado a un ministerio, incluso al gobierno del Estado. Bajo tan buenos auspicios, se lanza en la tarea de ordenar y publicar el enorme caudal de información que ha recopilado en esos cinco años. Son 70 cajas de documentos y objetos depositados en el Real Gabinete de Historia Natural.

    En plena guerra, el Diario de viaje de Malaspina se transforma en objeto peligroso. Un decreto restringe la documentación política y económica al uso de los ministerios, porque existe temor a que naciones enemigas de España accedan a información detallada sobre las colonias.

    El explorador ve con alarma que España y la corona se encuentran sumidas en una profunda crisis y está convencido de que posee el conocimiento y las herramientas para sacarla de ese estado. De ahí la necesidad por publicar sus experiencias y su diagnóstico del imperio.

    En esas circunstancias, en plena guerra y bajo una política a la defensiva y reaccionaria, el Diario de viaje de Malaspina se transforma en un objeto altamente peligroso. Entonces, comienzan las dificultades. Un sorpresivo decreto del 28 de septiembre de 1795 restringe la parte política y económica a una memoria separada y secreta para el uso de los ministerios. El argumento para aplicar esta mutilación es el supuesto temor a que naciones enemigas de España accedan a información demasiado detallada sobre las colonias.

    Malaspina trata de llegar hasta el rey, pero es bloqueado por el ministro del Interior, Manuel Godoy. Este personaje se ha ganado el favoritismo del monarca y ha acumulado un poder casi omnímodo. Son muchos quienes lo consideran un peligro para el país y le reprochan su tormentosa vida privada. Incluso corren rumores de una relación íntima entre él y la reina María Luisa. Malaspina se vincula con este grupo disidente, discute y publica sus ideas con el propósito de llegar a oídos de Carlos IV. El 22 de noviembre de 1795, Alejandro Malaspina es apresado bajo los cargos de enemigo del rey y del bien común, de traición al intentar dar a los enemigos de España importantes informaciones sobre las posesiones coloniales españolas y por pretender derribar el gobierno de Godoy. De todas las acusaciones, la última es la única verdadera.

    Tras un juicio sumarísimo, Malaspina es condenado a 10 años de prisión. La publicación de su Diario de viaje es suspendida, ordenándose que la historia de la expedición y el nombre de Malaspina sean sepultados en el silencio y el olvido. Se llega al extremo de decretar que los mapas hidrográficos de las costas americanas sean publicados solo con el nombre de la corbeta en que fueron hechos los estudios.

    Tras ocho años de presidio se le permite trasladarse a Italia bajo amenaza de pena de muerte si regresa a España. Esto quiere decir que jamás podrá acceder a la obra de su vida. En marzo de 1808, el estallido del motín de Aranjuez precipita la caída del favorito Godoy y la abdicación de Carlos IV. Solo entonces será posible hablar de la expedición y recordar a Malaspina. Un año más tarde fallece en las cercanías de Milán.

    A principios de 1884, casi 100 años después de haberse realizado la expedición Malaspina, un oficial de la Armada de Chile, el capitán Francisco Vidal Gormaz, recibe la orden para rastrear y reproducir los archivos que contengan información sobre las costas chilenas. Esta comisión pretende acumular datos geográficos y científicos para sostener los intereses chilenos ante sus vecinos argentinos y peruanos. En aquel entonces, acaba de finalizar la Guerra del Pacífico y aún no se ha fijado el límite con el Perú. Argentina, por su parte, reclama soberanía en la Patagonia, demanda que tiene a Chile al borde de la guerra.

    Vidal Gormaz se traslada a España y solicita autorización para revisar los registros navales españoles. La petición es aceptada gracias a los buenos oficios del embajador en Francia, Alberto Blest Gana, quien obtiene un “Besamanos” que le permite ingresar libremente a todos los archivos y una Real Orden que le otorga permiso para sacar las copias que desee. El marino chileno se sumerge en los archivos. Para realizar esta tarea contará con el auxilio de ese monstruo de la archivística que es José Toribio Medina, entonces secretario en la embajada de Chile. Vidal Gormaz examina los papeles del Ministerio de Marina, la Biblioteca Central de Marina y el Depósito Hidrográfico. Ahí encuentra un tesoro invaluable: el Diario de viaje de Alejandro Malaspina. Desde ese momento concentra el trabajo en esa institución. El presupuesto de 500 pesos entregado por el gobierno chileno se gasta rápidamente. Vidal copia por su cuenta y contrata de su bolsillo a cinco expertos copiadores que trabajan diariamente bajo su vigilancia. En eso ocupa todo febrero y principios de marzo. El día 11 recibe orden de regresar a Chile. Esta decisión trastroca sus planes. Había utilizado largo tiempo en la pesquisa y clasificación de los documentos, y recién comenzaba a sacar los primeros frutos de ese programa.

    El 1 de abril Vidal Gormaz zarpa hacia Chile llevando 900 páginas copiadas del Diario de Malaspina. Antes de partir ha dejado encargo a los embajadores y cónsules en Europa para que continúen con las tareas de búsqueda y copiado. Desembarca en Valparaíso el 5 de mayo y se lanza inmediatamente a la tarea de organizar y publicar sus hallazgos. Como la copia del Diario está inconclusa, debe esperar a que le envíen el material de España. Durante este lapso da a conocer por la prensa extractos del material encontrado. Ahí los españoles reaccionan.

    Los mapas levantados por Malaspina eran los más precisos confeccionados hasta entonces de las costas chilenas. Este hallazgo dotó al país de un valioso conocimiento de los territorios, auxilió a su defensa militar y facilitó las futuras exploraciones.

    El teniente de navío español Pedro de Novo y Colson advierte que “un hombre de ciencia y alto funcionario de Chile ha sacado copia, por orden de su gobierno y con autorización del nuestro, de todos los manuscritos, cartas y hasta dibujos pertenecientes al viaje de las corbetas. Trabajo ímprobo y costoso que honra a aquella república modelo y que una vez más confirma su cultura y amor al estudio”. Los españoles desempolvan a toda velocidad los archivos del desventurado Malaspina, para “evitar que España reciba una lección que le avergüence, pues vergonzoso sería que otro país, anticipándose, diera a la luz esta misma obra”.

    Se produce entonces una carrera entre Novo y Vidal Gormaz por quién publica primero el Diario de viaje. La ventaja de los archivos españoles se impone. En 1885 es publicado en Madrid un volumen de 680 páginas en cuarto mayor con el dilatado título de Viaje político científico alrededor del mundo por las corbetas Descubiertas y Atrevida al mando de los capitanes de navío don Alejandro Malaspina y don José de Bustamante y Guerra, desde 1789 hasta 1794. Contiene íntegro el diario del comandante de la expedición, basado en el texto que había sido preparado, corregido y anotado por Malaspina para su publicación.

    A pesar de que los españoles se adelantan en la publicación del Diario, la labor de Vidal Gormaz y José Toribio Medina permitió que esta valiosa obra fuera rescatada del olvido y que su autor fuera rehabilitado públicamente. Por otro lado, nuestros compatriotas descubrieron que los mapas levantados por Malaspina eran los más precisos confeccionados hasta entonces de las costas australes chilenas y este hallazgo dotó al país de un valiosísimo conocimiento de los territorios en disputa, auxilió a su defensa militar y diplomática, y facilitó la organización de futuras exploraciones.

    Actualmente estos papeles y la copia del Diario de viaje de Alejandro Malaspina se encuentran depositados en el Fondo Hidrográfico Vidal Gormaz del Archivo Nacional de Chile.

  264. La autoridad en tiempos virtuales (o la utopía como un infierno)

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    Las nuevas tecnologías han logrado conjurar el fantasma de una masa ciega y vengadora, esa masa a la que tanto temía Elias Canetti. Lo ha reemplazado por una serie infinita de hombres y mujeres solos, perfectamente convencidos de la originalidad absoluta de sus ideas. Son vengadores que trabajan en manadas sin saberlo, sin poder entonces ser dirigidos por el jefe de esta manada, sin poder evaluar si hay que seguir mordiendo a la víctima.

    por rafael gumucio

    El escritor chileno Francisco Ortega decidió preguntarles a sus alumnos cuál era su crítico de cine preferido. No les gustaba ninguno. No les gustaban los críticos en general, porque son “gente que habla de todo y no hace nada”. Seguían los consejos de otros directores o actores o productores de cine o el de los likes o estrellas puestos por el público, pero les resultaba incomprensible y hasta cierto punto ofensivo hacerle caso a un señor que tiene como profesión u oficio decir qué está bien y qué está mal (y dar sus razones, obvio).

    La rebelión es entonces contra la especialización del crítico. Si permanentemente somos todos críticos, si nuestros likes determinan lo que se verá o no en Facebook, ¿por qué un señor tendría que recibir dinero por hacer lo que nosotros podemos hacer gratis? Más aún, si este no hace más que repetir lo que ya hemos dicho en los comentarios al post. O peor, si este no hace más que contradecir, por puro molestar, lo que dijimos en los comentarios del like. Ese like es un acto completamente individual y completamente colectivo. Es un apoyo o una reprobación que ejerzo desde mi casa, pero que va a parar a un lugar inexistente y omnipresente, a una utopía en que todos los likes se convierten en una cifra consolidada, que aprueba o desaprueba la película por mí.

    A Ortega la respuesta de sus alumnos de alguna forma lo horrorizó. Hay en ese horror quizás un síntoma más visible de lo que separa a los que crecimos en el siglo XX de los que nacieron en el siglo XXI. Nadie podría decir que el propio Ortega le debe algo a la crítica literaria chilena. Esta suele condenar sus libros por su tendencia a ver la historia como una conspiración secreta de fuerzas ocultas. Ortega pertenece a una generación que es de alguna forma la mía, que con distintos niveles de éxitos y de variadas formas ha vivido de subvertir el orden de los críticos. Una generación que ha discutido con el crítico, ha odiado al crítico, que ha reemplazado a uno por otro, pero que ha contado siempre con su presencia, su existencia, su prestigio y su poder. Somos parte de la primera generación que se inscribió en los registros electorales de la dictadura. La primera que militó en la política de la transición, la que asumió sus lugares en los primeros talleres literarios, la que esperó su llegada al estrellato del que el crítico constituía una coordenada básica. La idea de una crítica como un lugar entre el productor y el consumidor corresponde con la idea de la política como un lugar entre el capital y el trabajo, entre la masa y la élite.

    La rebelión es entonces contra el crítico. Si nuestros likes determinan lo que se verá o no en Facebook, ¿por qué un señor tendría que recibir dinero por hacer lo que nosotros podemos hacer gratis?

    El político hoy, al igual que el crítico, es tratado por los más jóvenes como “un señor que no hace nada y habla de todo”. Una reliquia inútil, porque su trabajo, representar las aspiraciones de sus electores, hablar por los que no pueden hablar, lo puede cumplir un logaritmo que transmite en vivo y en directo la opinión del representado. Y lo hace sin la traducción o “traición” del representante.

    El profesor Adrien Treuille cuenta en el documental Lo and Behold, de Werner Herzog, cómo el hecho de convertir el diseño de algunas proteínas en un videojuego en línea, permitió comprender mejor el diseño de estas proteínas que décadas de investigación científica. Wikipedia, que se alimenta de la contribución gratuita de sus propios usuarios, se equivoca tanto como la Enciclopedia Británica (o quizás menos). Ese acierto colectivo es, sin embargo, sentido por el individuo que contribuye a él como un atributo individual. El wiki-sabio no reconoce que su pedazo de información ha sido disuelto por algo más que un logaritmo en otro texto, que su pedazo de error ha sido corregido y desechado según un orden preestablecido, que era lo que ayer se llamaba autor y ahora se llama programador.

    De alguna forma, las nuevas tecnologías han logrado conjurar el fantasma de una masa ciega y vengadora, esa masa a la que tanto temía Elias Canetti. Lo ha reemplazado por una serie infinita de hombres y mujeres solos, perfectamente convencidos de la originalidad absoluta de sus ideas. Son masas de un solo hombre. Vengadores que trabajan en manadas sin saberlo, sin poder entonces ser dirigidos por el jefe de esta manada, sin poder evaluar si hay que seguir mordiendo a la víctima.

    En el cine estábamos solos entre una multitud de gente también sola. Invisibles siluetas que cuando ríen o lloran, se dan cuenta que son una masa sin cara. En la televisión esa masa se divide en familias que llevan a su living la pantalla que le pertenecía a la ciudad. La pantalla se fue a la pieza, y luego al teléfono: en mi bolsillo la verdad iluminada para mí y solo para mí. Miro, pero sobre todo escucho, series, lecciones y polémicas en el lapso de un viaje en metro o en bus. Es lo contrario de la moral del flâneur de Baudelaire, ese transeúnte que recorre la ciudad sin objeto, convirtiendo su vagancia en una forma de comprender el mundo. Conectado a mi iPhone, solo me aventuro en un recorrido previamente diseñado. Voy donde tengo que ir, de la oficina a la casa. Los fines de semana corro 10 kilómetros, o cinco, en un trayecto también diseñado en que aprovecho para saber más. La calle no es el lugar del encuentro o desencuentro posible, sino solo la promesa de un tiempo para conectarme con gente también sola pero también conectada.

    Se culpa a la nueva tecnología por acelerar el tiempo, pero lo que ha hecho de manera más evidente, más visible, es acabar con el lugar, con el espacio de la biblioteca, con la sala de clases, con la plaza pública.

    Se culpa a la nueva tecnología por acelerar el tiempo, pero lo que ha hecho de manera más evidente, más visible, es acabar con el lugar, con el espacio de la biblioteca, con la sala de clases, con la plaza pública.

    La política presupone la polis, la ciudad con su foro, sus calles concurridas, sus academias donde Sócrates podía ejercer la filosofía peripatética, o sea, la educación a partir de caminatas acompañadas de conversación. La política presupone otro lugar que no es la casa y que tampoco es el trabajo, porque se supone que el ciudadano no trabaja, o trabaja lo menos posible (en Grecia y Roma los esclavos lo hacían por él). La política, entonces, se posiciona en ese lugar entre la intimidad y la productividad. Un teatro –no en vano, la democracia ateniense se desarrolló junto a la tragedia y la comedia griega– en que cada uno enarbola una máscara para ser y no ser el mismo, para ser al mismo tiempo Edipo, Orestes, Electra: metáforas de los papeles que en la vida civil desarrollaban.

    La wiki-democracia no necesita de ese teatro, porque todo es escenario, porque todos somos actores y todos somos público, porque el drama se desarrolla en directo perpetuamente. Abunda entre los jóvenes la idea de que la democracia representativa es una contradicción en sí misma, porque es la representación o el teatro de una democracia que solo se cumple de vez en cuando. Por lo mismo, la democracia no sería como la luz eléctrica que posibilita las redes sociales. Esto también es una ilusión, porque no todos tienen el mismo acceso a la luz eléctrica. Ni siquiera al agua potable. Algunos, muchos, cada vez más, no pueden pagar las cuentas a fin de mes.

    Quizás en este tanteo avanzo o me acerco a lo que es imposible de explicar: que la autoridad del crítico o del político, del representante profesional, del hombre elegido para decidir lo que está bien y lo que está mal, es un modelo imperfecto de corregir la lógica del más fuerte o del más popular. Es imposible explicarles a mis alumnos que la democracia, para que sea realmente democrática, necesita de una élite. Y necesita también que esa élite sea escasa y exclusiva, separada por paredes –porosas, pero paredes al fin y al cabo– de los que “hacen cosas” y de los que “compran” esas cosas. Que esa élite no puede ser ni “productora” ni “consumidora”, que debe estar en esa ficción equidistante entre esas dos entidades en que el capitalismo divide al mundo: consumidores y productores, emprendedores y trabajadores.

    El crítico y el político están allí para que la rueda de la producción y el consumo no gire en banda. Son los que convierten al consumidor en ciudadano.

    Nunca nuestra identidad ha sido más individual y más colectiva de lo que vivimos hoy, gracias a las nuevas tecnologías. Nunca nos hemos sentido más dueños de nuestros destinos pero, a la vez, nunca la tribu se redujo tanto a la voluntad –explícita o no– de muy pocos, de cada vez menos. Nada de eso es nuevo, es cierto, pero quizás la novedad es que nunca hayamos tenido más información de cómo esto se está produciendo, y que nunca hayamos tenido más miedo de vivir como si fuéramos libres.

    ¿Lo somos? El crítico y el político están allí para que la rueda de la producción y el consumo no gire en banda. Son los que convierten al consumidor en ciudadano. Los que convierten a ese ciudadano en el público, es decir, en un rey secreto: alguien que siempre tiene la razón. El capitalismo, al atomizar el poder de ese ciudadano aislado, ha destruido la ficción de ese mundo en que la verdad empieza a ser discutible, razonable, justamente cuando deja de ser medible en forma empírica. Así pasamos de una discusión entre subjetividades posibles, a estar en manos de una única subjetividad permitida, la del dueño. El lema de Pathé y Marconi, los primeros fabricantes de discos de vinilo, era la voz del amo. El disco de vinilo reprodujo como ninguna otra tecnología la voz del esclavo. Quizás la nueva red social ha emprendido el camino contrario, al entregar la voz a la multitud ha logrado convertirse en ese fiel perro de la Pathé y Marconi, ladrando feliz delante del fonógrafo a través del cual su amo le transmite las órdenes.

  265. Crueldad exquisita

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    Los narradores de Drouilly son, esencialmente, estetas obsesionados por la información enciclopédica, las recetas, las fórmulas, las descripciones de procesos aparentemente triviales y un mundo objetual que parece dominar la construcción afectiva de los personajes.

    por lorena amaro

    Retrovisor es el primer libro de Mónica Drouilly, ganadora del Concurso de Cuentos Paula 2013 con “Cosmogonía invernal aún en tránsito”, uno de los siete relatos que integran este libro breve y extravagante, que revela a una escritora original en el panorama chileno de hoy, no solo por el particular montaje de sus relatos —la palabra “cuentos” es algo anticuada para describir lo que hay aquí—, sino también por los sujetos que circulan en ellos: inteligencias incómodas, obsesivo-compulsivas, embarcadas por lo general en proyectos privados e inútiles, cuyas miradas y voces se encuentran en un lugar distante. Es desde esa lejanía o desapego que discurren sobre la intimidad del dolor o el amor, con crueldad o ironía, a veces incluso bajo una atildada apariencia de ternura o ingenuidad.

    Es la narradora de “Dolor exquisito” quien, en su cuasi monólogo, plantea con más exactitud (al describir una puesta en escena teatral) la que parece ser la poética de la propia Drouilly: “Linda, elegante, repetitiva, japonesa y francesita y un poco cruel”. ¿Por qué? Primero: la preocupación por el lenguaje. Pocos escritores jóvenes tienen tal conciencia de las frases y sus dilemas semánticos como ella, lo cual se hace evidente en muchas de las reflexiones precisas que hacen sus narradores, sobre el sentido de las palabras y los conceptos, y sus alcances y limitaciones no solo en español: “En lengua inglesa no comprenden el dolor exquisito. Su definición de diccionario es the heart-wrenching pain of wanting someone you can’t have o el dolor desgarrador de querer a alguien que no puedes tener. (…) Lo incorporan en listas de palabras intraducibles y dedican páginas completas de internet a explicar lo que suponen que es. Ahí, el dolor exquisito reposa junto a saudade, koi no yokan y retrouvailles”.

    Retrovisor es un debut que quiebra las expectativas de lectura que se han instalado en el medio local: aborda mundos infantiles y juveniles con nada de nostalgia o condescendencia, y son la crueldad y la distancia, las relaciones de poder entre las personas y los abismos familiares, los que desentraña con una voz excéntrica, erudita y ominosa.

    En lo que respecta a la repetición, los narradores de Drouilly son, esencialmente, estetas obsesionados por la información enciclopédica, las recetas, las fórmulas, las descripciones de procesos aparentemente triviales y un mundo objetual que parece dominar la construcción afectiva de los personajes. Casi compulsivamente, nos informan sobre cómo se puede pelar con facilidad un tomate, qué es una animita, cuáles son los ingredientes de una torta de mil hojas, cómo se cosen los “Nuigurumis” o peluches japoneses o incluso qué características debe tener un buen anuncio de búsqueda de un animal perdido. Hay en esto algo de los catálogos de Georges Perec, de juego que no trepida en hacer de estas trivialidades material literario. Una mirada “francesita”, desde luego, pero también japonesa en el cúmulo de referencias que aluden al animé, los haikus, la cultura visual de ese país, presentes en prácticamente todos los cuentos.

    Otro comentario merece la crueldad. “Antónimos” es el relato donde más se evidencia. Con un comienzo atractivo y engañoso (“Miguel llegó a mi casa de la misma manera que llegó a mi vida: por error. Mi error, por cierto”) revela el curso de una amistad entre dos universitarios con aspiraciones intelectuales e impulsos abyectos, una de las mejores y más violentas historias del volumen. Hay crueldad también en el giro ominoso de “Retrovisor”, en que la primera imagen es la de un gato de peluche entre otras muchas figuritas de animales, que para nada anuncian lo que vendrá después. O en “Cosmogonía invernal aún en tránsito”, cuento brillante en que una distancia cruel se interpone entre una madre que viaja a Rusia y sus hijas, una distancia que la narradora parece haber aprendido y asimilado con ironía.

    Es innegable la originalidad de estos relatos, la mayor parte de ellos quebrados, deliberadamente erráticos, como por ejemplo “Croquis estival con brisa leve”, una historia sobre la realización de un trabajo universitario, que acaba con una escena que para muchos sería apenas el principio. Esta estética disruptiva parece obedecer al epígrafe tomado de Autorretrato, de Édouard Levé: “No cuento historias porque / olvido los nombres de las personas, /digo los eventos en desorden / y no sé preparar el remate”. De hecho, Drouilly da pocos nombres y deja un amplio espacio a la digresión, que ocupa con inteligencia: “De este modo imagino el instante en que sobreviene el dolor exquisito: una epifanía corporal, una nueva creación del mundo, expansiva. La manifestación definitiva de una verdad que antes no existía. Ese momento en que sé para siempre quién soy. Puedo decir: soy esa mujer que ha vivido este dolor exquisito. Me lo puedo decir a mí misma. No necesito decírselo a nadie. Pero puedo decirlo. La potencialidad ya es suficiente” (“Dolor exquisito”).

    Retrovisor es un debut que quiebra las expectativas de lectura que se han instalado en el medio local: aborda mundos infantiles y juveniles con nada de nostalgia o condescendencia, y son la crueldad y la distancia, las relaciones de poder entre las personas y los abismos familiares, los que desentraña con una voz excéntrica, erudita y ominosa, que promete ofrecer mucho más de sí y de los laberintos del lenguaje y del dolor humano, con la lógica fría de un cirujano… o la locura de un payaso asesino. Un gran comienzo.

     

    retrovisor

    Retrovisor, Mónica Drouilly, Libros de Mentira, 2017, 111 páginas, $7.000.

  266. Turismo accidental

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    Tesoros arqueológicos de los kawéskar

    La isla Madre de Dios se ha convertido, desde hace algunos años, en punto de peregrinación para espeleólogos y geólogos franceses. Su formación a partir de piedra caliza, un sedimento de conchas y arrecifes que se da en mares cálidos y poco profundos, la convierten en toda una rareza geológica. Ubicada en los mares del Pacífico sur, a 30 horas de navegación desde Puerto Natales, la caliza de Madre de Dios es la más austral del planeta. Y todos sus misterios apenas han comenzado a ser explorados.

    por matías celedón

    Desde 1997, un grupo de espeleólogos franceses visita periódicamente un extraño archipiélago situado a 30 horas de navegación al noroeste de Puerto Natales. En busca de lo desconocido y lo profundo (“La naturaleza ama esconderse”, dice Heráclito), los científicos del Centre Terre se han dedicado a explorar las simas y cavernas de un laboratorio natural, que derivó a lo largo de miles de años desde los trópicos al Pacífico sur. Llaman a estas islas “glaciares de mármol”.

    La espeleología, como disciplina, combina de forma audaz el quehacer científico con el pasatiempo. Con sogas y arneses, geólogos, biólogos, botánicos, arqueólogos y antropólogos descienden por la gruta inexplorada en busca de algo. La cueva comunica lo hondo. En la caverna se proyectan sombras.

    Estas islas no siempre han estado allí. Mientras el paisaje pertenece a la cadena de fiordos y picos que emergen de la cordillera hundida, la roca blanca y pulida de una de ellas, llamada Madre de Dios, es de piedra caliza. La caliza se forma por sedimentos de conchas y arrecifes, en mares cálidos y poco profundos. Hacia los 40° de latitud sur, la caliza de Madre de Dios es la más austral del planeta.

    En la isla, los bosques crecen horizontales y resulta impresionante ver cómo la vegetación logra asirse al filo cortante de la caliza. Hay lugares donde, al no haber vegetación, el agua que la erosiona no tiene acidez y la caverna que se forma está en su estado puro.

    “La gran sorpresa fue darse cuenta de que estas islas son extremadamente vulnerables a las condiciones climáticas del Pacífico, provocando la disolución de la piedra caliza en el orden de 5 mm cada 50 años, ¡lo que es enorme! Hay formas fabulosas, como las setas de piedra caliza. Este es el único lugar del mundo donde se encuentran”, dijo Bernard Tourte, presidente de la Asociación Centre Terre, al anunciar la expedición del próximo año.

    Hacia las “40 rugientes”, las masas de aire subtropical se encuentran con las masas de aire polar, creando un cinturón de bajas presiones que instala un sistema frontal permanente. Sometida a un promedio de 10 metros de agua caída al año y vientos de hasta 200 kilómetros por hora, los mil kilómetros cuadrados de la isla se han moldeado como arcilla.

    Conocí a Richard Maire en 2010, navegando desde Puerto Natales hacia isla Guarello. Maire es un viejo espeleólogo y el responsable científico de las cinco expediciones realizadas hasta ahora. Conversamos cuando el motor del lanchón se detuvo y ambos salimos a cubierta a mirar la noche. Estaba tranquilo. La primera vez que fue a la isla fue prácticamente en un bote a remo, por lo que la avería no le preocupaba. Me contó que llegó a Madre de Dios cuando unos amigos le mostraron una publicación donde se hablaba de la isla Diego de Almagro. Como geólogo, sabía que la presencia de caliza en estas latitudes era una rareza; como espeleólogo, que habría cavernas.

    En ese momento habían explorado más de 30 kilómetros de galerías subterráneas con salidas a cerca de 20 cavernas, algunas con un desarrollo de 500 metros. Hoy se han encontrado las mayores cavidades de Sudamérica, glaciares de mármol, nuevas especies de animales, pinturas rupestres desconocidas y vestigios arqueológicos de los kawéskar. Los hallazgos han extendido el territorio que se pensaba habitado por estos nómades del mar hasta las islas junto al margen del océano Pacífico. Los dibujos en la piedra datan de hace 4.500 años.

    En la isla, los bosques crecen horizontales y resulta impresionante ver cómo la vegetación logra asirse al filo cortante de la caliza. Hay lugares donde, al no haber vegetación, el agua que la erosiona no tiene acidez y la caverna que se forma está en su estado puro. Sin embargo, una meseta de 150 km² sigue virgen, sin ser explorada. El potencial por descubrir es enorme. El esfuerzo logístico también. En enero de este año una expedición estableció un campamento base en el Seno Barros Luco. Apenas una “unidad de vida”, sobre la isla deshabitada hace miles de años. Precaria, inevitablemente, dada la naturaleza del paisaje.

  267. Notas sobre la escuela fantasma

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    Si bien la dictadura de Pinochet agudizó la crisis de la educación pública al implementar la municipalización, el copago y al alejar por completo a la clase media de las escuelas y liceos, los sucesivos gobiernos democráticos fortalecieron esa visión al incentivar un sistema que prometía un acceso a colegios con “gente como uno”. Pero como lo revela este ensayo, las huellas de la desigualdad y la discriminación vienen de mucho antes: ascender socialmente siempre ha estado ligado al acceso de un espacio minoritario y excluyente, como los liceos emblemáticos o los diversos experimentos educativos asociados a la caridad.

    por óscar contardo

    Hace un par de años la Biblioteca Nacional lanzó el primer libro de una nueva colección de su editorial. Era una antología que reunía la obra de más de 80 poetas chilenos vivos. En el programa figuraba como encargado de presentar el libro el ministro de Educación, que en ese momento era Nicolás Eyzaguirre. Sin embargo, él no llegó y en su reemplazo habló la subsecretaria. La sala estaba repleta. Había público de pie por los pasillos. La subsecretaria habló, pero en lugar de aludir a la obra que se presentaba o a la tradición poética chilena, leyó un discurso sobre la manera en que el gobierno buscaba reformar el sistema educacional. Estaba perfectamente articulado para una campaña de difusión, pero escucharlo en esas circunstancias resultaba incómodo: habló de políticas públicas, de proyectos de gobierno, pero no dijo ni una palabra sobre la obra que los convocaba. Era una autoridad explicándole a un grupo de escritores (la mayoría de ellos educados en liceos) lo que significaba avanzar en la gratuidad universitaria. Pensé que solo a mí me estaba molestando lo que escuchaba, hasta que en mi teléfono apareció el mensaje de un amigo que estaba en la misma sala.

    “¿Por qué habla de eso?”, leí en la pantalla.

    Ese amigo era escritor, profesor, hijo de profesores y ex alumno de la educación pública. Mi respuesta fue algo así como “esto es absurdo”. Supuse que se trataba de un discurso tipo, una especie de resumen de uso recurrente que, sin importar la audiencia, se repite una y otra vez en diferentes ceremonias, pero que dicho en esas circunstancias revelaba un síntoma de la fractura sobre la que se estaba construyendo la idea de una nueva reforma a la educación: extirpada de toda tradición cultural, rendida a los expertos económicos y carente de todo sentido de la historia.

    El discurso de la subsecretaria revelaba un síntoma de la fractura sobre la que se estaba construyendo la nueva reforma a la educación: extirpada de toda tradición cultural, rendida a los expertos económicos y carente de todo sentido histórico.

    La subsecretaria parecía hablar sobre el podio de la economía. Desde allí era imposible zurcir el ámbito de los números, las cifras y las declaraciones políticas con el significado de que la Biblioteca Nacional editara un libro como ese.

    Parecía como si las autoridades no pudieran dar cuenta de un paisaje cultural que, por lo demás, estaba fuertemente vinculado a la escuela pública como una institución forjada durante el siglo XX, que había sido fundamental en la construcción de un horizonte común a la cultura chilena. El discurso que escuché esa tarde parecía estar hecho para un grupo de apoderados de algún colegio privado, el mundo al que pertenecía gran parte de los expertos a cargo de la reforma y también el de los líderes universitarios de las movilizaciones de 2011.

    ***

    Desde que comenzó la llamada revolución de los pingüinos en 2006, los periodistas escuchamos una y otra vez el relato de una crisis que era descrita como si se tratara de la agonía de un animal que se desangraba, producto de las palizas que fue recibiendo durante décadas. Un recuento de azotes y llagas que arrancaban en dictadura con la reforma a las universidades de 1981, continuaba con la municipalización en 1986 y la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza de 1990, y remataban en democracia con la sostenida disminución de alumnos matriculados en las escuelas públicas, gracias a las políticas de los gobiernos de la Concertación. Sobre lo que había ocurrido antes de la dictadura, poco y nada. Aquel era un tiempo sin testigos, una nebulosa que nadie quería explorar.

    Liceo y escuela eran palabras que debían evitarse, que podían manchar un currículum y tensar una conversación. “Liceo con número”, se transformó en una frase hecha para señalar aquello que marcaba de manera definitiva la calidad de una persona.

    Durante las largas jornadas de tomas de 2006, la televisión mostraba imágenes de las escuelas de comunas lejanas al centro de Santiago; salas de clases derruidas, baños en estado miserable y grupos de escolares (niños y niñas) organizándose para enfrentar algo que los sobrepasaba. Era el rastro más material de la crisis. Pero había otro que no se podía grabar con una cámara. Una herida invisible que atravesaba la manera en que la población percibía la educación pública en su vida cotidiana, más allá de los grandes discursos políticos.

    ¿Y cómo era percibida?

    Del mismo modo en que se juzga lo indeseable: liceo y escuela eran palabras que debían evitarse, que podían manchar un currículum y tensar una conversación. “Liceo con número” se transformó en una frase hecha para señalar aquello que marcaba de manera definitiva la calidad de una persona. Surgieron bromas sobre la manera en que ese pasado (haber estudiado en esa dimensión oscura) podía definir a alguien, la manera en que sería tratado y las posibilidades que tendría. Egresar de un liceo y lograr una carrera profesional era una rareza que incluso merecía una nota en alguna sección del diario, como algo insólito que merecía ser registrado. Lo habitual era que quienes lograban cierta notoriedad pública, hablaran de su colegio de origen con orgullo. Así lo hizo un empresario en una revista cuando fue elegido Sebastián Piñera: nos recordó que era un ex alumno del Verbo Divino quien entraba a La Moneda, había que enorgullecerse. En otra columna, la escritora Diamela Eltit mostraba la otra cara, cuando describía un incidente callejero sin mayor importancia de no ser por el insulto que recibió: un hombre joven la llamó “rota de escuela municipal”.

     

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    La educación pública había alcanzado el rango de grosería, algo que se usa para ofender. Nadie parecía querer hacerse cargo de este hecho. La única manera de relacionarse con el desastre parecía mostrar que había dinero disponible para lograr que la educación fuera gratis.

    El lema con el que arrancó la reforma educacional propuesta por el segundo gobierno de Michelle Bachelet fue económico (fin al lucro, gratuidad universitaria), y así se sostuvo hasta decaer en energías; en gran medida ese lema no se profundizó ni amplió, porque quienes tenían el poder de hacer los cambios no contaban con las herramientas para elaborar una propuesta más densa que una glosa presupuestaria: la educación pública no era parte de su historia. Pudo haberlo sido para algunos (como en el caso de la Presidenta Bachelet o Ricardo Lagos), quienes solían recordar su paso por el Liceo 1 o el Instituto Nacional. Sin embargo, a la hora de educar a sus hijos, eligieron colegios privados. La escuela pública quedaba circunscrita en su biografía a un pasado nostálgico que se invocaba cada tanto, como quien muestra credenciales de calle que servían para contentar al electorado.

    Solo algunos (los privilegiados) estarán en la tranquilidad de la cumbre o sus alrededores; a la gran mayoría lo que le corresponderá hacer será imitar los modos de quienes tienen el poder y evitar ser confundido con quienes vienen más abajo.

    Recuerdo haber entrevistado en La Moneda a Rodrigo Peñailillo mientras fue ministro, antes de caer en desgracia. Él se había convertido en una especie de símbolo del político que había escalado desde un liceo en Coronel hasta lograr un lugar en el corazón del poder político nacional. Cuando le pregunté si su hija estudiaría en una escuela pública, no titubeó: “Ella no… tal vez mis nietos”, respondió.

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    En 2014, durante el lanzamiento de un libro sobre enseñanza escolar escrito por un grupo de expertos, Nicolás Eyzaguirre, el ministro de Educación encargado de poner en marcha la reforma, hizo algunas declaraciones que provocaron asombro. Aseguró que más allá de la preocupación por la educación demostrada a través de las marchas, él no “sentía” que el país tuviera plena conciencia del tema. Para ilustrar su punto dijo lo siguiente: “Las familias son seducidas por ofertas de colegios ingleses que solo tienen el nombre en inglés y que por 17 mil pesos le ofrecen al niño que posiblemente el color promedio del pelo va a ser un poquito más claro (…). Una cantidad enorme de supercherías que nada tienen que ver con la calidad de la educación”.

    Aunque luego se disculpó, la frase era desconcertante. El ministro hacía referencia en su discurso a un sistema (el del copago) instalado y defendido por los gobiernos en los que él había participado en altos cargos. No se trataba de un capricho de las familias llevar a sus hijos a esos colegios; era lo que las políticas públicas estaban impulsando. La broma de Eyzaguirre, además, estaba cargada de un profundo desprecio de clase que aludía a elementos raciales (el color del pelo), instalando el tema en una zona peligrosa y ofensiva. Era el ministro de Educación quien aparecía ejerciendo un tipo de crueldad muy propia del privilegiado que, frente a su incapacidad de entender un mundo que le resulta ajeno, traduce los datos de la realidad a su propio alfabeto: esta gente elige colegio como quien elige un champú que le promete ser rubio, esta gente no solo es ignorante, también es arribista.

    La municipalización y el copago no crearon la segregación, solo la agudizaron al provocar un colapso de la educación pública que, conforme avanzaba el siglo XX, había contribuido a crear esa estrecha franja demográfica llamada clase media.

    Cuando las familias matriculaban a sus hijos en colegios de nombres estrambóticos, lo que hacían era huir del despeñadero y el descrédito que prometía el mero hecho de estudiar en una escuela con número. Las familias atendían a las políticas gubernamentales que desde la dictadura apuntaban a un solo mensaje: la educación pública (como la salud pública, como el transporte público) es el foso en el que caen los pobres, aquellos que no son dignos de respeto, los destinados al fracaso.

    Era un mensaje que se fundió rápidamente con la tradición de jerarquías sociales heredadas de la Colonia (las mismas que el ministro usó para burlarse), en donde la cuna y el origen (racial y de clase) marcan el lugar que mantendrán las personas durante toda su vida. Solo algunos (los privilegiados) estarán en la tranquilidad de la cumbre o sus alrededores; a la gran mayoría lo que le corresponderá hacer será imitar los modos de quienes tienen el poder y evitar ser confundido con quienes vienen más abajo. Ese terreno escarpado, como la pendiente de un farellón, existía antes de la dictadura y de las políticas neoliberales. El Instituto Nacional tenía durante las primeras décadas del siglo XX jornadas diferenciadas para niños de familias de clase alta y el resto. No se topaban. Tal como en el apartheid sudafricano, el mensaje era: un mismo país, varios destinos según la clase de pertenencia. Algunos colegios religiosos mantienen ese espíritu hasta hoy, con colegios diferenciados según el barrio.

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    La brillante generación del Internado Barros Arana: Jorge Millas, Hermann Niemeyer, Luis Oyarzún y Nicanor Parra.

    En ese sentido, la municipalización y el copago no crearon la segregación, solo la agudizaron provocando un colapso de la educación pública que, conforme avanzaba el siglo XX, había contribuido a crear esa estrecha franja demográfica llamada clase media. La escuela y el liceo les abrieron camino a muchos, pero había diferencias siderales que la escuela no podía suplir cuando la desnutrición infantil superaba el 30% y los niños se morían de tifus.

    La mitificación del experimento de integración llevado a cabo en el colegio Saint George de Santiago durante la Unidad Popular no solo es un síntoma de lo extraordinario que resultaba el hecho de que estudiantes pobres y estudiantes de clase alta compartieran una misma sala, sino también una manera de rendirse frente a los límites de la educación pública para lograr acortar la brecha entre los más privilegiados y los más pobres. Lo que quedaba era la beneficencia, la buena voluntad.

    Aquel episodio, recreado en la película Machuca, subrayaba la relevancia de las redes familiares y de clase para acceder a una enseñanza considerada de calidad. En la película, la salvación no está en el liceo de origen de los muchachos pobres (el que nunca vemos), sino en su incorporación al espacio de los privilegiados. Por defecto, la película Machuca recuerda que la historia de la escuela pública en Chile es un relato fantasmal. Una historia que se nos escabulle y fragmenta en tesis de historia y pedagogía sobre períodos específicos o instituciones puntuales. Lo que tenemos, en general, son retazos que conocemos por recuerdos familiares o por la biografía de personajes extraordinarios que alcanzaron notoriedad: Gabriela Mistral, Amanda Labarca, Pablo Neruda y esa brillante generación del Internado Barros Arana encabezada por Luis Oyarzún. Más que un mero escalón para subir una pendiente rumbo a la cima, la educación pública había logrado instalarse como un espacio de convivencia, un salón no tan amplio como para acoger a la muchedumbre, pero sí lo suficientemente espacioso como para cultivar los talentos de quienes venían de sitios ajenos a los privilegios habituales. La prosperidad no era solo un asunto de ingreso monetario, sino algo más complejo y espeso de sentido. Significaba una propuesta de futuro y también un lugar de convivencia, debate y creación. Eso le dio prestigio a la escuela pública y al conjunto de instituciones que la sostenían: el Pedagógico, la Escuela Normal, la Universidad de Chile.

    En el concepto de “liceo emblemático” se concentra un entramado de ideas sobre la educación pública que es utilizado como un talismán de poderes sobrenaturales que impide pensar más allá de las cifras y montos de dinero. La principal virtud que se ostenta es la capacidad de seleccionar, de separar a los alumnos con los atributos requeridos de aquellos destinados al fracaso.

    Luego del golpe de Estado, la escuela pública fue transformándose en una expresión en desuso, algo que la dictadura vertiginosamente se encargó de desmontar del paisaje. Acabó con las escuelas normales, transformó el Pedagógico de la Universidad de Chile en una institución menor bajo control policial y traspasó a los municipios (la mayoría pobres) la responsabilidad de las escuelas de su área. El gran logro del proyecto educacional de la dictadura fue alejar a la clase media de las escuelas y liceos, fundir el pavor por el desprecio social (ser considerados parte del pueblo llano) que caracteriza a esos sectores, con la oferta de un nuevo sistema que los alejaría de los pobres y les prometía un acceso mayor a la universidad. Ese proyecto fue alegremente fortalecido por la democracia.

    ***

    Durante los últimos años las autoridades políticas han ensayado metáforas sobre la educación. Imágenes que remiten a las reformas que han intentado llevar a cabo. Esas imágenes evocan una y otra vez la idea de una competencia deportiva. Hablan de “emparejar la cancha” y de ponerles o sacarles los patines a los estudiantes, en una retórica deportiva que pone el acento en individuos aislados que deben ver a los otros como rivales frente a los que hay que sacar ventaja. Todo el sistema parece volcado a esa idea. Matricular a un niño en un colegio se ha transformado en una carrera de obstáculos feroz, en donde los padres y los hijos son puestos a prueba en su forma de vida, ingresos y creencias. El ideal de educación pública, en tanto, lo encarna un puñado de instituciones de Santiago que tienen como principal sello la selección de los mejores, un certificado de distinción al que puede acceder un porcentaje minúsculo del total de los estudiantes chilenos, pero que aun así acapara mayor preocupación de los medios y los políticos que todo el conjunto de las escuelas y liceos del país.

    En el concepto de “liceo emblemático” se concentra un entramado de ideas sobre la educación pública que es utilizado como un talismán de poderes sobrenaturales que impide pensar más allá de las cifras y montos de dinero. La principal virtud que se ostenta es la capacidad de seleccionar, de separar a los alumnos con los atributos requeridos de aquellos destinados al fracaso. La meta es figurar en una lista de honor que los certifique como formadores de puntajes nacionales. ¿Qué se hace con el resto? No importa. El mensaje oficial nos indica que la única manera de lograr respeto es mantener asociado el prestigio al ámbito de lo exclusivo y excluyente. La escuela pública ya no más como un lugar de encuentro, debate y convivencia, sino como un estado de alerta individual, que obliga a reconcentrarse en la necesidad de escalar en dirección a una cima estrecha, poblada por el éxito de unos pocos. Un triunfo que descansa en el fracaso de la mayoría.

  268. Entrevista a Virginie Despentes: “¿Qué quieren, hombres, ser violadores para siempre?”

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    Fóllame, su novela debut, fue un terremoto para la literatura francesa de los años 90: ¿una mujer escribiendo sobre sexo, violencia, punk y violaciones? Veintidós años más tarde, Virginie Despentes no transa su estilo trash, su escritura punzante ni su lucha feminista. En Vernon Subutex, su último trabajo, se pone en los zapatos de un hombre para pintar el paisaje del capitalismo hardcore de hoy y trazar un retrato generacional de los que vivieron por el rock y cayeron con su derrumbe.

    por evelyn erlij

    Para ser una escritora novata en la Francia de 1994 y bautizar la primera novela con el título Fóllame, se necesitaba coraje. La historia que sigue –y que para Chile suena cercana– sirve de contexto: en 1988, cuando se estrenó en París La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, el público destruyó butacas, un cine fue incendiado, hubo una decena de heridos y 15 de los 17 cines que mostraron la película la sacaron de cartelera. El país de Sade también puede ser el país de la censura, y Virginie Despentes (47), la autora de ese libro con título triple X, lo supo un poco más tarde, en 2000, cuando quiso adaptar su novela al cine. La cinta, algo así como una Naranja mecánica hardcore protagonizada por una prostituta y una actriz porno, fue sacada de los cines por la presión de una asociación católica, que apelaba a argumentos como este: “El hombre es humillado bajo condiciones inadmisibles”.

    “El sexo hecho por una mujer está bien en Cincuenta sombras de Grey, pero no si vas un poco más allá”, advierte hoy Despentes, 16 años después de esa polémica y a poco de haber publicado en Francia Vernon Subutex 2, su novela número nueve y segunda parte de un volumen que este año llegó a Chile. En Sudamérica, su nombre comenzó a sonar cuando llegó a librerías Teoría King Kong (2006), un ensayo anarco-feminista y autobiográfico escrito sin eufemismos ni sutilezas. “Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica”, apunta en el texto, en el que se declara “más King Kong que Kate Moss”.

    El bombazo de la película Fóllame la hizo despertar, porque hasta ese momento nunca había pensado en temas de género. Ser mujer no le había impedido gran cosa: deambuló en las noches por el underground punk rock francés, durmió en estaciones de tren, se reventó el estómago con cerveza y viajó a dedo por el país para ver a sus bandas predilectas. Se prostituyó cuando quiso y escribió sobre porno y rock para un par de revistas. Ni siquiera cuando la violaron, a los 17 años, dejó de vivir así. Calló el asunto. Y continuó. Hasta que filmó una escena de violación grupal en su película y se armó el escándalo. ¿Por qué impera una cultura del silencio en torno a la violación? ¿Por qué una mujer no puede filmar una agresión sexual sin ser censurada?

    “Somos el sexo del miedo, de la humillación, el sexo extranjero”, escribe en Teoría King Kong, un libro que la instaló entre las voceras del neofeminismo. En sus novelas, como Perras sabias (1998) o Bye Bye Blondie (2013), usa como arma el lenguaje de la calle para atacar el universo literario femenino habitual, ese poblado por mujeres deseables, atractivas y delicadas; y las reemplaza por protagonistas violentas, sexuales y excesivas que abortan, se drogan o matan. Son el equivalente del héroe de un filme o novela de crimen o acción, porque el feminismo de Despentes no tiene que ver con “odiar a los hombres”, como algunos creen, sino con tratar a las mujeres igual que a los hombres. Por eso no le fue difícil ponerse en la piel de uno en la trilogía Vernon Subutex, cuya primera parte vendió 80 mil ejemplares en Francia.

    “Ese sentimiento de mi generación, que creía que la música era la cosa más importante del mundo, se acabó. Era una manera de vivir, una actitud, una forma de hacer política. No imagino un niño hoy hablando por horas sobre lo que puede o no entrar en el rock”.

    “No creo en diferencias tan fundamentales entre chicos y chicas. Creo en una diferencia importante de recepción, en la forma en que los lectores entienden a los personajes dependiendo de su género”, dice Despentes en castellano de España, en un café del barrio XIX de París, a días de haber sido jurado del Premio Goncourt. Vernon, su protagonista, es un cincuentón que fue dueño de una disquería mítica, un “bala perdida”, sin esposa ni hijos, que con el derrumbe de la industria discográfica termina sin dinero y sin hogar, paseándose como vagabundo por las casas de los amigos que el rock le dejó. La mayoría se ha aburguesado, está casado, divorciado o tiene hijos, y lo último que les importa es la música que alguna vez los unió. De fondo, una sociedad capitalista en la que la juventud, el estatus, el éxito y Facebook lo son todo.

    “Vernon es símbolo de una clase media francesa que conoció un sistema de repartición de la riqueza que funcionaba más o menos, pero que funcionaba, y que ahora se ha caído totalmente –explica la escritora, que pondría como banda sonora para esta época catastrófica a Slayer, Motörhead, Nirvana y Trent Reznor–. Fue una arrogancia de tontos pensar que esto duraría mucho tiempo. Pero no veo que la gente que está en el poder esté pagando por esa arrogancia. Nos veo a nosotros, el pueblo sin patrimonio y sin riqueza, que estamos pagando muy caro. Lo de la industria musical fue diferente: tenían un montón de arrogancia y ha sido una derrota total. Y los que han pagado realmente son los artistas, no los empresarios de las disqueras, que ahora están donde hay dinero y están vendiendo teléfonos”.

    ¿Crees, como algunos dicen, que el rock está muerto?

    Por lo que yo veo, me parece muerto. Sigue ahí y nos toca, como la poseía del siglo XIX o el jazz de los años 50, cuando escuchar esa música que unía a blancos y negros era una aventura. Con el rock es igual. Ese sentimiento de mi generación, que creía que la música era la cosa más importante del mundo, se acabó. Era una manera de vivir, una actitud, una forma de hacer política. No imagino un niño hoy hablando por horas sobre lo que puede o no entrar en el rock. Ya no apasiona a nadie así. No sé si es posible sentir entusiasmo por una música que escuchan tus padres. Si tienes 20 años, te puede interesar de manera formal, pero que sea tuya, que sea importante y que sea una aventura, no. Ha perdido algo de su carga emocional, subversiva y política. No significa que no se vayan a hacer nuevos discos de rock buenos, pero algo murió.

    Hay personajes en el libro que dicen que madurar es olvidarse de la música. ¿Cuál es la diferencia entre crecer y envejecer?

    Cuando el rock fue creado, en los 70 y 80, nadie pensó en envejecer. Era una música de jóvenes, y los de Slayer no pensaron que a los 60 todavía estarían con sus guitarras. Esta música ha envejecido con nosotros, y cuando veo a gente de mi edad o más vieja tocando, hay algo extraño, porque es tan “música de juventud”. Sobre crecer y envejecer, creo que es algo común a todas las sociedades reguladas por el consumo: hemos olvidado que envejecer es también aprender cosas. La edad es vista como algo siniestro y negativo, cuando tiene muchas cosas positivas, como conocer más y haber visto un montón de cosas. En Europa no hay lugar para los viejos. De salud, los cuidamos bien, pero nadie sabe qué hacer con ellos. No son útiles para el trabajo, la producción o para vender productos. Es algo muy particular de esta sociedad: hay muchos viejos que nadie quiere ver. Es una contradicción nueva e interesante.

     

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    Fóllame (2000)

     

    Las redes sociales están muy presentes en el libro y son fuentes de celos, de violencia, de narcicismo. ¿Facebook está desatando lo peor de nosotros?

    No solamente, pero sí mucho. Estoy en Facebook y encuentro que es una herramienta genial, pero nunca he leído tanta imbecilidad en mi vida. Hay un aspecto negativo que me parece cada vez más importante. No es la impresión que teníamos en el año 2000, cuando internet se expandió, aparecieron los blogs y todo era más interesante. Para una joven de 15 años, Facebook hoy es el infierno. Es un medio de opresión y de vigilancia cada vez más fuerte. En términos de feminismo, el lado positivo es que nunca había tenido tanto acceso a textos feministas. Hace 20 años, en Francia, los textos de las feministas pro-sexo estadounidenses los teníamos cada tres años. Hoy, gracias a las redes sociales, todo el material está disponible. Para una niña violada y obligada a callarlo, en internet hay una cultura feminista a disposición.

    “Estoy en Facebook y encuentro que es una herramienta genial, pero nunca he leído tanta imbecilidad en mi vida”.

    ¿Crees que el libro habría tenido una recepción diferente si Vernon hubiera sido una mujer?

    Estoy segura. Los lectores imaginan un personaje femenino con mucho menos cariño, con más severidad y mucho menos empatía. Una mujer se juzga un montón, mientras que un hombre se entiende, se oye. No hablo de todos, hablo en general. Hay una ternura hacia lo masculino que no existe hacia lo femenino. Quizás me equivoco, pero por el hecho de no tener hijos hubieran pensado “será por su culpa”; por acostarse con mucha gente, hubieran dicho “qué zorra” y por terminar en la calle, “algo habrá hecho para quedarse en esa situación económica desastrosa”.

    ¿De qué sirve que las mujeres marchen por sus derechos cuando el discurso de la masculinidad sigue sin cambios profundos?

    Las cosas cambian, lentamente, pero cambian. No hay que olvidar que las mujeres que ahora tienen 60 años estaban convencidas hasta los huesos de su inferioridad. Hoy hay una población de mujeres que tienen todo claro y que no cambiarán de ideas tan fácilmente. Ha habido cambios profundos importantísimos en nuestros cerebros. Pero para cambiar más se necesita que las chicas que se acuestan con chicos sean un poco más exigentes, tengan un poco menos de ternura y más educación. Tengo 47 años y estoy harta de hablar con chicas de agresión sexual. Si queremos vivir juntos hombres y mujeres, ellos tienen que empezar a pensar en un posmasculinismo, deben hablar sobre qué están haciendo: ¿qué quieren? ¿ser violadores para siempre? ¿ser violentos para siempre? Nosotras no buscamos problemas. Son ellos los que tienen que entrar en una búsqueda de una masculinidad que les convenga y que nos convenga a todos. Creo que están más preparados de lo que pensamos para eso.

    En las discusiones sobre el aborto en Chile hubo diputados que dijeron “hay violaciones que no son violentas” y “no sé de dónde salió la idea de que la mujer tiene derechos sobre su cuerpo”. ¿Crees que con el auge de la extrema derecha y del conservadurismo en el mundo hay peligro de involución moral?

    En Francia también vuelven luchas súper duras contra el aborto, que es un derecho muy importante. Fue un error pensar que se obtuvo para siempre. Dicen que no es una contracepción, que no debes hacerlo demasiadas veces, pero creo que hay que entender que sí es una contracepción; si quieres hacerte 15 en tu vida, adelante. En Francia se despenalizó hace 30 años y cuando escuchas las discusiones de la época, Simone Veil, la ministra de derecha que impulsó la ley, una mujer muy respetada, fue atacada como la última de las zorras. Y sí, el control de las mujeres sobre nuestro cuerpo es algo que empezamos a pensar por primera vez después de dos mil años. Hay una involución con el regreso de la religión, pero tengo la sensación de que esta reacción de la extrema derecha y de la religión no durará tanto. Algo ha pasado en los cerebros que va a ser difícil de cambiar. Suelo ser pesimista, pero en esto tengo fe.

    “Los lectores imaginan un personaje femenino con mucho menos cariño, con más severidad y mucho menos empatía. Una mujer se juzga un montón, mientras que un hombre se entiende, se oye. No hablo de todos, hablo en general. Hay una ternura hacia lo masculino que no existe hacia lo femenino”.

    Cuesta pensar en autoras francesas feministas, aparte de Marie Darrieussecq, Catherine Breillat y tú. ¿Cómo se explica esto en el país de Simone de Beauvoir?

    En Francia somos especialmente sexistas y misóginos. Simone de Beauvoir fue un escándalo fuerte. Fue un accidente. Lo hemos olvidado porque pasó hace 60 años, pero cuando lees la prensa de la época, fue un accidente que una mujer de aquí escribiera El segundo sexo. Judith Butler estaba traducida en toda Europa y aquí esperamos más de 10 años para leerla. Cuando miras nuestro cine, las mujeres que hay son jóvenes que nunca van a hacer películas con dinero. No somos el país del libertinaje, somos el país de una sexualidad un poco libre, pero de hombres y para hombres heterosexuales. Y ahora tocamos el tema del feminismo por racismo, para denunciar el machismo del hombre musulmán. Es la primera vez que hablamos un poco de feminismo y es únicamente para denunciar al hombre musulmán. Estamos más torcidos de lo que se cree, jajaja.

    Michel Houellebecq, que se asume machista, dijo que “el hombre aprendió a callarse para que la mujer crea que cambió” y que las feministas deberían leerlo “para conocer el punto de vista de los hombres”. ¿Qué opinión tienes de él?

    Creo que Houellebecq es dueño de una masculinidad totalmente inadecuada y que de niño sufrió la brutalidad de sus “colegas” machos por eso. Por esa razón lo vuelve un poco loco pensar que otros hombres lo tomen como un símbolo de masculinidad. Se nota, es obvio: es un poeta, no es Messi. Creo que ni siquiera habla en serio cuando dice esas cosas; el asunto es que cuando las dice, son recibidas como algo importante. Por eso lo veo como “el escritor de las pequeñas pollas blancas” del mundo entero que se reconocen en él. Es una masculinidad que sufre, que cree que sufre por culpa de las feministas, pero que en verdad sufre por culpa del sistema neoliberal. Houellebecq sabe que si ataca a mujeres tiene su público, no así si ataca al mercado laboral, lo que lo haría perder apoyo. Sus primeros libros me gustaban un montón. Pero creo que quería atraer la fama, y lo que la atrae es el machismo y el racismo, así que da al público lo que este quiere. Eso me parece mucho más idiota que el escritor en sí mismo. Ha entendido lo que esperamos de él y el resultado son esas mierdas de libros. Y me da pena, porque hubiera podido desarrollar una obra muy distinta a esa mierda.

     

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    Vernon Subutex 1, Virginie Despentes, Literatura Random House, 2016, 340 páginas, $15.000.

  269. Talk poems: de qué hablamos cuando hablamos de oralidad

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    A partir del recuerdo de David Antin, poeta estadounidense fallecido el año pasado, el autor de este ensayo dictamina que la poesía coloquial en Chile la inaugura De Rokha y no Nicanor Parra, y establece coincidencias formales entre la obra de Escritura de Raimundo Contreras y John Cage. En los poemas de Antin también hay un sabor al lenguaje que utiliza Raúl Ruiz en su cine.

    por germán carrasco

    Demasiado se ha escrito de oralidad, coloquialismo y hablas del día a día por estos lados. Se ha hablado de oralidad en poetas que escriben en métrica, cuando en rigor nadie habla en métrica y nuestra habla es más bien un fraseo interrumpido, con frases a medio terminar, a veces sin sujeto. Así hablamos los chilenos, como dice Ruiz en uno de sus espectaculares blufeos. Así habla, por lo demás, todo el mundo. Pero cuando Ruiz dice eso  no lo dice despectivamente, lo está haciendo rimar con las ideas de ciertos filósofos  franceses (a cuyas teorías echaron mano las poesías del lenguaje y metaliteraturas, a las que les toma de paso el pelo).

    Ahora quisiera entrar en David Antin, donde lo autobiográfico se construye a partir de fragmentos: recuerdos de infancia, recuerdos del sexo (un apagón mientras hacía el amor con alguien), imágenes aisladas que pareciera recordar de forma insistente. Personajes anónimos, confluencia de anécdotas, situaciones o instantes, donde algunos se construyen así: “Junto al puente del ferrocarril las gaviotas describían círculos en sentido contrario a las manillas del reloj a medida que se elevaban por los aires. Bajo ellas, el agua giraba lentamente hacia abajo en el sentido de las manillas del reloj. Ella dijo que era como un remolino”, se lee en Autobiography.

    Cada vez que había temblores o terremotos en Chile, el viejo Antin me enviaba un mail preguntándome cómo estábamos. Comenzó con sus talk poems a mediados de los 70, que fueron considerados como una confrontación a la poesía “vanguardista” de la Costa Oeste. Se opone a la noción de la poesía como un objeto íntimamente relacionado al mito y a la canción: se siente cercano a una poética ligada al proceso de pensar (“hablar –o el proceso de la conversación– es lo que me parece más afín al proceso de pensar”; “el lenguaje es una reserva de las formas del pensamiento”; “not thought, but thinking. And the closest i can get to thinking is talking”). Un arte estrictamente lingüístico, por lo que se la ha criticado por su supuesta falta de preocupación por la “forma” (Levertov en una ocasión le dijo que lo que él hacía no era poesía en absoluto; Bloom se retiró indignado de un conversatorio diciendo que los presentes no podían ser considerados poetas).

    En los 70, al comenzar con sus talk poems, Antin se refirió a lo “recreacional” que suele apoderarse de las lecturas poéticas y que es algo a lo que se opone; el solo acto de leer un poema es como “volver a la escena del crimen / tratar de reconstruirla y mientras más se trata de revivirla, más muerta parece volverse”. Lo conversacional devuelve a la poesía a su dimensión oral perdida, la oportunidad de disminuir el abismo entre el proceso creativo y el producto y la oportunidad de crear en un foro público. La improvisación. Pero no sobre un espacio en blanco, puesto que el lenguaje en sí mismo ya ofrece una gramática estrictamente formada a partir de la cual se improvisa: Antin considera que el verdadero rango del lenguaje coloquial es en realidad desconocido, de ahí la oposición a la poesía vanguardista, aunque claramente en sus poemas exista una conjugación entre lo anecdótico y la metáfora poética. Y por supuesto, lo experiencial y lo biográfico. En Autobiografía, Antin explica que escribir una autobiografía es una tradición en su familia, porque cada vez que su madre abandonaba a su esposo, ella escribía una autobiografía y se la enseñaba al tío de David.

    Volviendo a Ruiz, quien dice que los chilenos hablamos sin sujeto y nunca se sabe exactamente cuál es el objeto de la conversación, conviene reparar en su reverso: no siempre se habla de esa manera, inconclusa, llena de puntos suspensivos. El otro extremo es la herencia patronal y militar. La gente de derecha siempre valora el “hablar de corrido” (hay que analizar esa frase). No, se habla escuchando, con puntos suspensivos, anacolutos.

    Personalmente, no puedo hablar con esas certezas tan valoradas por la prensa de papel. No sé de dónde se podría obtener una certeza, avísenme para ir a buscar algunas. Estoy seguro de muy poco y no sé si pueda definir poesía o comprender cómo una mujer que te acaba de romper el corazón luego te envía las calas de su jardín.  Pero en la prensa se valoran esas frases autoritarias y bajadas de línea, por los mismos de siempre que escriben, contradicen clichés en la ilusión de estar rompiendo un lugar común  generalmente con visos de incorrección política o de joder por joder, para hacerse los audaces y provocar, ignoro a quién.

    Hay algunas cosas que aclarar: el primero que inaugura la poesía coloquial en Chile es De Rokha: el habla repetida del feriante o de La Vega, con sus repeticiones eternas, así habla la gente en la feria: la palta está cara porque la palta es rica y las mejores paltas las exportan, la palta tiene vitaminas y es difícil encontrar paltas de primera por los millones y millones y millones de pesos que los futres se meten al bolsillo, y los sistemas de regadío de las paltas son con bombas de los futres que son dueños de las paltas, lleve paltas que están en su punto, etc.

    Esos excesos de oralidad aparecen en De Rokha y aparecen curiosamente con el mismo uso de espacio que usa John Cage en Lecture of nothingness y los que usa en varios poemas David Antin. De Rokha usó esos espacios en 1929, en el que a mí me parece su libro más importante: Escritura de Raimundo Contreras. Allí se lee:

    poema de rokha

    Cage los utiliza en el año 1959. Y agrega que el poema “Conferencia sobre nada” no debe leerse artificialmente, haciendo las pausas de la página, sino que “debe leerse con el Rubato que uno utiliza en el habla cotidiana”.

    poema cage

    Antin también usa esos espacios.  Quizás alguien los había utilizado antes que estos tres poetas, y pienso ahora estrictamente en el sentido del verso, del corte de verso actual puesto en cuestionamiento por los poetas del lenguaje gringos, algunos neobarrocos latinoamericanos: el Perlongher del “Ayahuasquero” o el que yo creo que es su mejor poema: “Chorreo de las iluminaciones”; el Wilson bueno de “Mar paraguayo”, el Zurita de “Canto a su amor desaparecido” o “Inri”; y poetas contemporáneos como Alan Mills o Héctor Hernández. Este último reacciona a una especie de enfermedad métrica ridículamente conservadora que tuvo sus minutos de pataleo en los años 90, avalada por inquisidores de El Mercurio que avivaron la cueca (otra boludez con métrica que les dio por esos tiempos).

    Estos amantes de la métrica  fueron utilizados de lo lindo por  la reacción y el mundo conservador sin que se dieran cuenta. Después de todo, se trataba de  inocentes jóvenes más perdidos que el Teniente Bello, que hablaban del Siglo de Oro sin ningún análisis histórico, sin ninguna lectura y en plena posdictadura.

    Estos espacios entre un mismo verso son los espacios del flujo, de la oralidad y del habla entrecortada (“que mi voz se entrecorte / y tus ojos se iluminen”). En Chile hay oralidad, inaugurada por De Rokha y no por quien hablara de oralidad, coloquialismo escribiendo con métrica. De manera que hay un elemento que escapa a las oralidades como las conocemos en Chile, y es el elemento de improvisación a partir de dudas básicas sin dar nada por hecho.

    Hay otra cosa, que es la cuestión disertativa, desde la duda más simple hasta hacerse las preguntas fundamentales sobre el arte y la poesía moderna. Por eso la elección del poema “En lugar de una lectura de poesía”, o “En reemplazo de un recital de poesía” o “A cambio de una lectura de poesía”, de David Antin, ofrece una improvisación, muy parecida en donde la imaginación infantil incorpora lo que ve al recoger fruta por el camino. Ese es un tipo de  escritura infantil (alucinada, imaginativa, improvisatoria) y no hablar en diminutivos desde el ternurismo adoptando la persona del niño o el campesino.

    De hecho, es un campesino el protagonista de la improvisación del poema “En lugar de una lectura de poesía”, en donde hay que leer hasta la última línea exasperante para ver de qué va la cosa. Entonces descubriremos que es un constructo, que la oralidad, estos  paréntesis, disgresiones y subordinadas, estas divagaciones de un hecho, no son otra cosa que pura forma, de manera que nada tendrían que reprocharles trabajadores de la eufonía y el fácil conteo de sílabas a poemas como estos.

    El poema “En lugar de una lectura de poesía” es la transcripción de una improvisación, al igual que “John Cage Uncaged is Still Cagey”:

    poema cage 2

    ——–

    Dos poemas

    (versión de Germán Carrasco)

    David Antin nació en Nueva York en 1932 y falleció el 16 de octubre del año pasado. Fue profesor de arte en la Universidad de California en San Diego. También fue un crítico distinguido de artes visuales, posmodernismo, audiovisual y el rol del arte en la tecnología.

    poema buena suerte

    poema meditación en un jardín

  270. El tempo lento de Piglia

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    Antes de morir, Ricardo Piglia ordenó los materiales contenidos en los 327 cuadernos donde registró diariamente y por casi 50 años su cotidianidad. El resultado de este proceso, Los diarios de Emilio Renzi, no son, sin embargo, realmente diarios. Se parecen, porque como define el propio Piglia (y críticos como Maurice Blanchot), se ajustan al calendario: “No hay otra cosa que pueda definir un diario, no es el material autobiográfico, no es la confesión íntima, ni siquiera es el registro de la vida de una persona; lo define, sencillamente, dijo Renzi, que lo escrito se ordene por los días de la semana y los meses del año”.

    No obstante, esa fijación del calendario no lo es realmente todo. El mismo Piglia la burla, seleccionando, creando series narrativas, intercalando entre los días y los meses varios relatos sin fecha, en que Emilio Renzi, su ubicuo alter ego (al que se refiere en tercera persona), se instala por horas en los bares para oír o contar historias. Historias que dan sentido a los supuestos fragmentos del diario y que de hecho aparecen en otros libros suyos (como la del escritor norteamericano Steve M., Steve Ratliff en Prisión perpetua), fragmentos que casi no son fragmentos sino relatos bien hilvanados, trozos de una posible autobiografía o una novela.

    Entre estos verdaderos cuentos se pueden encontrar relatos bellísimos, como es el caso de “Primer amor”: “Nos escribíamos cartas, pero apenas sabíamos escribir”, cuenta sobre la relación con una niña que, como la mayoría de las mujeres descritas en el primer volumen de sus diarios, tan repentinamente aparece como se marcha, reclamada por una ajenidad incomprensible. “Fue tan grande el dolor que logré recordar que mi madre decía que si uno quería a una persona tenía que poner un espejo en la almohada, porque si la veía reflejada en el sueño se casaba con ella”; el niño hace lo propio, esperando un milagro. “Muchos años después, una noche, soñé que soñaba con ella en el espejo. La veía tal cual era de chica, con el pelo colorado y los ojos serios. Yo era otro, pero ella era la misma y venía hacia mí, como si fuera mi hija”, escribe con la inesperada y tensa ternura de muchas otras de estas narraciones, sobre su abuelo, sobre el encuentro y desencuentro con la misteriosa y quebrada Lucía, sobre las “vistas” (visiones) que lo inquietan en su madurez.

    A contrapelo de su propia definición, basada en el calendario, Piglia nos hace ver que las vidas se cuentan a partir de un tiempo distinto, no el cronológico. “Una vida no se divide en capítulos”, es la frase con que abre sus Años felices, el segundo volumen de los diarios; ya en el primero, Piglia relata cómo Renzi debe abandonar Adrogué, a causa de la riesgosa actividad política de su padre, para mudarse a Mar del Plata. Un corte, entre otros muchos, que perfilan la vida del escritor, como ese día en que leyó su primer libro importante, La peste, en una noche, con el fin de impresionar a una muchacha; o abandonó el departamento donde vivían él y su pareja rumbo a un hotel en 1972, en medio de una operación rastrillo del ejército, hecho que tendría consecuencias impensadas.

    Lo político, lo literario y lo amoroso son líneas que atraviesan los diarios, cada una con su propio programa y destino, al servicio de la narración, de contar historias. En esto Piglia le hace caso, como en muchas otras cosas, a Borges, el maestro. De hecho, lo reescribe cuando dice: “Así que para escapar de la trampa cronológica del tiempo astronómico y mantenerme en mi tiempo personal, analizo mis diarios siguiendo series discontinuas y sobre esa base organizo, por decirlo así, los capítulos de mi vida”. La idea de las series la enunció Borges: “No es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos en que se imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las auroras”. En el caso de Piglia, una primera serie podría ser, como él mismo dice, la de los acontecimientos políticos, aparentemente externos, que tuercen la vida. Lo que él mismo llama “contratiempos”, esto es, todo lo contrario de un flujo constante, homogéneo, de los hechos.

    Lo político, lo literario y lo amoroso son líneas que atraviesan los diarios, cada una con su propio programa y destino, al servicio de la narración, de contar historias.

    Estas reflexiones no son nada nuevas en Piglia, quien destinó buena parte de sus páginas de crítica y de ficción a pensar cómo se vinculan la vida y la narración, cómo se reordena o reajusta el tiempo, qué es narrar y qué significa leer. Las anotaciones diarias se convierten, por lo general, en tesoros aforísticos: “El valor de la lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al acto de leer”; “Siempre habrá un hito insalvable entre el ver y el decir, entre la vida y la literatura”; “Se puede ver cómo es uno con solo hacer un recorrido por los muros de la biblioteca”; “Lo maravilloso de la infancia es que todo es real. El hombre mayor (!) es el que vive una vida de ficción, atrapado por las ilusiones y los sueños que lo ayudan a subsistir”; “El cine es más rápido que la vida, la literatura es más lenta”.

    También suma reflexiones que definen su propia y desapacible relación con la escritura: “La lección de siempre, si me encierro y me aíslo, la novela camina; si me disperso, se atranca”; “Me cuesta cada vez más trabajo narrar hechos y situaciones en estos cuadernos, hay una tendencia a pensar antes de actuar, olvidar el cuerpo y su desplazamiento. Así, lo que quiero aquí es describir el estado mental y la historia de un alma cautiva (en las redes del lenguaje)”.

    Es atrapado en esas redes que Piglia pone sus diarios bajo la firma de “Emilio Renzi” (su segundo nombre y segundo apellido): sabe que con eso perturba desde el comienzo la relación supuestamente transparente de la literatura autobiográfica con la realidad. Los verdaderos diarios de Ricardo Piglia, sus cuadernos, los leerán unos pocos afortunados, aquellos que accedan a sus manuscritos. Los demás debemos contentarnos con esta finta textual por la que la identidad se vuelve ambigua y acuosa, impregnada de ficción. El propio Piglia explica que el concepto “Escrituras del yo” es “una ingenuidad”, porque dónde hay un Yo, qué es un Yo sino “una figura hueca”, como él dice.

    Por eso estos “diarios” no tienen nada que ver con los de otros grandes diaristas, como Julio Ramón Ribeyro o Cesare Pavese. En las páginas de Piglia no se encuentran las anotaciones telegráficas e incomprensibles; los predicados no verbales de los que habla otro argentino proclive al diario, Alberto Giordano, al referirse a otros cultores del género. No parece que lo más importante sea el examen de conciencia, el fetichismo coleccionista, el secreto, la página en blanco del escritor o lo que Elias Canetti llamaba “el interlocutor cruel”: el yo que se lee a sí mismo pasados los años. Ninguna de estas ideas sobre el diario basta para referirse a la experiencia de leer a Piglia transfigurando cada observación, idea o gesto en una breve narración o en una teoría sobre el acto de narrar. Desde una clase sobre Platón en la universidad, hasta la historia de su abuelo italiano, que como Bartleby debió trabajar en una oficina de cartas halladas entre las pertenencias de los muertos durante la Primera Guerra Mundial.

    Mientras que para Roland Barthes el diario era una posibilidad de expresar lo inesencial del mundo, su mutabilidad, en la escritura de Piglia se enquista la trascendencia de lo literario, el enorme compromiso que él mantuvo con la literatura. Varias son las escenas fundacionales que relata sobre esta relación. Quizás, la más entrañable, la primera: la de un niño de tres años que observa a su abuelo leer y decide sentarse él mismo a la puerta de su casa con un libro en las rodillas. Pronto se le acerca un transeúnte para decirle que ha puesto el libro al revés. ¿Pudo ser Borges? Piglia lo deja abierto, más como un deseo que como una pregunta. Por otra parte, el equívoco no hace más que recordar lo que Sylvia Molloy llama “los desvíos de la letra”, las distorsiones creativas que desde la cita con que comienza el Facundo (el famoso y errado “On ne tue point les idées” de Sarmiento) caracterizan la literatura escrita en nuestro continente: la idea de que al “leer mal” se puede estar leyendo creativamente; la idea de que un niño sentado a la puerta de su casa con un libro puesto al revés en sus rodillas puede dialogar, desde ahí, con la tradición. Con el más grande de los escritores de su país y ciertamente, uno de los más influyentes en su obra.

    Estos últimos textos legados por Piglia son, pues, algo más que una “máquina de dejar huellas”, como él mismo escribió alguna vez sobre los diarios. En ellos Piglia imagina, crea imágenes de sí como escritor, lector, amante, amigo, hijo, nieto, espectador y sujeto político. Si bien serán reconocidos como “diarios”, quienes lo leen y lo seguirán leyendo saben que en ellos está activa la máquina de contar historias y que muchas de sus ficciones se encuentran allí, en ciernes. En medio de su complicada enfermedad, Piglia al menos pudo seleccionar, editar y dar él mismo un sello a sus cuadernos.

    En el primer volumen de sus diarios, Renzi cuenta que al salir con 16 años de Adrogué, no se despidió de nadie: “Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver”. Estos diarios son, sin embargo, una despedida brillante, la última finta de un escritor e intelectual enorme, un pensador y comunicador del tempo literario.

     

    los diarios de emilio renzi, años de formación

    Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Ricardo Piglia, Anagrama, 2015, 358 páginas, $22.100.

     

    los diarios de emilio renzi, los años felices

    Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, Ricardo Piglia, Anagrama, 2016, 419 páginas, $22.800.

  271. Brasil: varios países en un país

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    Con humildad y sentido del humor, la antropóloga Lilia M. Schwarcz y la historiadora de las ideas Heloisa M. Starling entregan una imagen vigorosa y no exenta de complejidad acerca del gigante del cono sur. Brasil. Una biografía prescinde de la pesadez del dato histórico y, con exquisita ligereza, entrega valiosa información a un público amplio, universitario, pero gran público. Una excelente entrada en la historia y el carácter de Brasil.

    por ana pizarro

    De Brasil, hasta hace pocos años, no había sino estereotipos: imágenes del carnaval con mulatas de poca ropa y mucha pluma con follaje plateado o dorado, playas blancas y palmeras. Turistas tostándose al sol. Era el equivalente del mexicano sentado bajo su sombrero. En las últimas décadas la internacionalización mediática proyectó una nueva imagen, también estereotipada desde luego, pero mucho más compleja a través de la salida y venta al exterior de sus telenovelas. Con una factura muy cuidada y mostrando ahora más que el interior de una vivienda estremecida por los dramones de sus protagonistas, al modo de las producciones mexicanas o argentinas anteriores, se veía ahora un espectro fascinante. Eran exteriores de paisajes rurales y urbanos, un vestuario muy trabajado, narraciones muchas veces históricas bastante más complejas. El público comenzó, a través de ellas, a sospechar que Brasil era mucho más que las figuras carnavalescas; que había allí la cabeza de un imperio (que por lo demás se extendía hasta el Asia), y que la sociedad brasileña estaba compuesta por mucho más que el rico universo afroamericano.

    Conocíamos apenas ese país. Salvo la difusión en español hecha por Espasa-Calpe en los años 50 de una obra de Monteiro Lobato para niños en varios volúmenes, prácticamente no había acceso a traducciones de la literatura o el universo de Brasil. La representación de este como un país de los trópicos había sido promovida por una de las grandes divas latinoamericanas en los años 40: Carmen Miranda. El gobierno de Vargas quiso mostrar una fuerte imagen de Brasil luego de su alianza con Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Parte de su estrategia fue el envío de esta cantante, de origen portugués en realidad, que con un atuendo regional inventado al estilo bahiana, lucía con un sombrero enorme lleno de frutas tropicales en la cabeza. Sus canciones y movimientos sugerían una forma del erotismo de los trópicos. En el naciente Hollywood, ella entregaba lo que el imaginario norteamericano pedía que fuera Brasil.

    Así, con “Chica chica boom” y “Mamá yo quiero”, la música y la representación de este país circuló por este continente y por el mundo. Significó un sello y toda una época. Hoy, sin embargo, la imagen del país es bastante más compleja en el exterior y ha pasado por etapas sucesivas: desde país “subimperialista”, gigante sudamericano, hasta país emergente entre otros. Un amigo intelectual argentino que trabaja hace muchos años en São Paulo me confiaba con humor: “La Argentina es un país en broma que se toma en serio, el Brasil, un país en serio que se toma en broma”.

    Finalmente, como la producción que primero se expropió era la de un árbol llamado Brasil que produce un tinte rojo, se lo llamó Brasil simplemente. Pero esto fue muy mal visto por la Iglesia Católica, que consideraba que haber implantado sobre la Santa Cruz el nombre de una resina de color rojo que recordaba las llamas del infierno solo podía ser obra del demonio.

    En realidad estamos frente a un país enorme (200 millones de personas), lleno de contrastes de todo tipo: económicos, sociales, culturales, geográficos y religiosos. Tiene un rostro contrastado. Por una parte el del hiperdesarrollo tecnológico, con científicos e intelectuales de primer nivel internacional y por otra, de grupos humanos sumidos en la miseria y el analfabetismo. Así es, allí conviven todos los tiempos del tiempo latinoamericano. Es la diferencia entre el norte y el sur que tan bien ha narrado el escritor Milton Hatoum en la novela Dos hermanos (1989). Es un país que posee una enorme historia intelectual, de la vanguardia del Modernismo en el año 1922 o antes, en el siglo XIX, con un Machado de Assis que planteó lo que Foucault haría en el siglo XX: ¿qué es la normalidad?

    Brasil en realidad es varios países (de ahí los intentos independentistas regionales a lo largo de su historia) y que resultó ser uno por la fuerza de la monarquía. La familia de Braganza recién salió del poder en 1889. Las oligarquías le cobraron al emperador la abolición de la esclavitud. Fue uno de los últimos países junto con Cuba en abolirla: la tardanza fue un efecto de la rebelión de esclavos que dio la independencia a Haití.

    El último tiempo ha dejado ver un país de corrupción, de desencanto político, de violencia soterrada y expresa. De golpes de Estado abiertos y también encubiertos. De gobiernos que sacan de la miseria a 30 millones de personas y sectores ligados a los abusos de poder y a la corrupción estatal. Su situación actual es crítica por la acción de la justicia sobre el gobierno. Lo cierto es que por niveles de influencia política en el continente, lo que suceda en Brasil siempre tendrá un eco importante en América Latina.

    Como pocos lugares en el continente, al modo del Caribe o el mundo andino, Brasil tiene un importante desarrollo del pensamiento sobre sí mismo. En la línea histórico-social hay muchos pensadores, en general poco conocidos en el exterior. Me voy a referir a los más notables. Desde luego Euclides da Cunha, que en 1903 publicó Los Sertones, una crónica de las campañas militares en contra de Canudos. Allí un grupo rebelde a las imposiciones de la República se refugió bajo la dirección de un personaje un poco líder social, una especie de santón, y así hombres y mujeres, familias enteras de los más bajos estratos sociales, resistieron en medio del sertón (que equivale al desierto) con trucos artesanales cuatro campañas del ejército del gobierno central. Una épica de los desamparados, una historia que constituye uno de los hitos de la memoria popular en el país y lo recorre bajo la forma de “literatura de cordel”, en folletos en las ferias y mercados. Otros artículos de Da Cunha tienen como preocupación zonas desconocidas. En ese comienzo de siglo y por encomienda del gobierno al alto Purus para delimitar fronteras, escribe una serie magnífica de ensayos sobre la Amazonía.

    Otro pensador es Sergio Buarque de Holanda (padre de Chico Buarque, el músico fundamental del siglo XX), quien marca con su investigación y publicaciones sobre el período colonial el qué somos de Brasil. En dos publicaciones sobre todo: Raíces del Brasil y Visión del paraíso, de 1936 y 1959, se refiere con una información enorme a los imaginarios de la Conquista y la Colonia, entregándole a la cultura brasileña la solidez y belleza que le es propia. En una línea paralela de intento de explicar la formación de la sociedad brasileña se desarrolla el pensamiento de Gilberto Freyre. Casa Grande y Senzala (1936) es un texto mayor, entre otros, de propuestas muy discutidas posteriormente sobre la esclavitud y el período colonial como ejes de la construcción social del país. Por su parte, Caio Prado Júnior escribe una historia económica del país, que es también un texto fundamental de explicación histórica de la sociedad brasileña.

    Diapositiva1

    De esta generación de pensadores se suma hoy la figura emblemática de Antonio Cândido, pensador de la cultura brasileña, historiador de su literatura, maestro de generaciones. Su palabra y su figura tienen un peso mayor por su trayectoria, en la que ha construido un discurso sobre el país y su cultura, y apoyado en algún momento en colaboración con el uruguayo Ángel Rama, la relación cultural de su país con América Latina.

    Podemos ver entonces que existe una preocupación mayor, un sentido de nación y de sociedad a ser explicada en su complejidad de un país que llegó relativamente tarde, por la existencia del imperio, por la tardía abolición de la esclavitud, a la constitución democrática. Sergio Buarque es justamente uno de los primeros en el continente en plantear el peso de la estructura colonial, en este caso portuguesa, en las dificultades actuales de la democracia.

    Un texto actual, Brasil. Una biografía, de Lilia M. Schwarcz y Heloisa M. Starling, obedece a un intento de establecer una narrativa histórica actual sobre el país. Es un libro que no quiere tener pretensiones y por eso cita de partida en la dedicatoria a Guimarães Rosa: “El libro puede valer por lo mucho que en él debió caber”. Sin embargo, es una publicación de 900 páginas. Es que la historia de un país como este es una empresa mayor: es la historia de varios países en un país. Las autoras, Lilia, antropóloga, y Heloisa, historiadora de las ideas, han emprendido esta tarea con humildad, un cierto sentido del humor que refresca mucho la perspectiva, con una enorme información histórica, organizando el texto en pequeños capítulos relativos a temas como, por ejemplo, “El que se fue a Portugal perdió su lugar: se va el padre, queda el hijo”, al referirse a la vuelta a Portugal del rey, don João VI y la resistencia del hijo Pedro I frente a las cortes para volver. Quiere permanecer en la colonia. De allí es que surge un primer grito de independencia “Eu fico” (Yo me quedo) con que el monarca se separa del destino portugués. Luego, otro capítulo: “Yes, tenemos democracia”, sobre el fin del gobierno de Getulio Vargas. La organización historiográfica es perfecta y atractiva. Un modo especial de evocar los paralelos, las secuencias, la diversidad. Parafraseando a Cortázar: todas las historias, la historia.

    La verdad es que ha habido poca apertura al exterior y que los grandes embajadores de la cultura son los ritmos, la música: el chorinho, el bossanova, el forró, la canción. Es también su modo de reflexión. Escuchar a Chico Buarque, Maria Bethânia o Gilberto Gil es percibir no solo el pensamiento sobre el país, es experimentar desde su interior el espíritu mismo de su formación cultural.

    Refiriéndose al primer encuentro de los europeos con la tierra de la Vera Cruz, o Provincia de Santa Cruz, como se llamó originalmente a Brasil, las autoras anotan: “Lo que se ‘encontró’ fue una supuesta ‘nueva’ humanidad. Y poco después los portugueses comenzaron a divulgar varias teorías curiosas sobre el origen de los indios. Paracelso en 1520, creía que no descendían de Adán y que eran como los gigantes, las ninfas, los gnomos y los pigmeos. Cardano, en 1547, apostaba que los indígenas surgían por generación espontánea a partir de la descomposición de materia muerta, como los gusanos y los hongos”.

    Finalmente, como la producción que primero se expropió era la de un árbol llamado Brasil que produce un tinte rojo, se lo llamó Brasil simplemente. Pero esto fue muy mal visto por la Iglesia Católica, que consideraba que haber implantado sobre la Santa Cruz el nombre de una resina de color rojo que recordaba las llamas del infierno solo podía ser obra del demonio. Pero el sentido mercantil, como en toda historia, triunfó y Brasil se llamó Brasil. Las narrativas de viaje inundaron el proceso de Conquista en los siglos XVI y XVII, y la naturaleza imponente encendió los imaginarios de los cronistas. Así fue como hubo también la creencia, desde Colón, de que lo que los recién llegados veían era en realidad el tan buscado Paraíso terrenal. De allí la dualidad infierno y paraíso con que se caracteriza el mundo que está en los trópicos. “Debajo de la línea ecuatorial, todo es posible”, decía un adagio portugués. Son los temas que toca con maestría Sergio Buarque de Holanda y que trabaja actualmente en sus estudios sobre el demonismo Laura de Mello e Souza en la Universidad de São Paulo.

    Existe en la sociedad brasileña una mirada crítica sobre sí misma que se expresa en el humor. En ese país que es al mismo tiempo liberal y esclavista, como lo ha visto certeramente Roberto Schwarz, que desarrolla ideas erróneas respecto de las certezas canónicas, de “ideas fuera de lugar”, el humor es permanente. No es que no haya solemnidad en ciertos círculos, pero el humor arrasa y transforma la tragedia en comedia, o por lo menos la hace más vivible. En Brasil. Una biografía, la pesadez del dato histórico preciso se aligera en una escritura agradable de leer. Aun cuando, a veces, hay un cierto matiz “pasteurizado” en la escritura, explicable siempre por la cantidad y complejidad del material que se debe entregar a un lector no especializado. Porque no se trata de un texto para especialistas. Se trata de una interpretación de la historia orientada a un público mayor, universitario, pero gran público. Para el público extranjero es una excelente entrada en la historia y el carácter de Brasil.

    Hace unos años, frente a la pregunta de por qué Brasil no mira más a los países de América Latina, un ministro de Cultura, que por lo demás vivió su exilio en Chile, decía: “Es que somos tan grandes y de realidades tan complejas, que no hemos podido sino mirarnos a nosotros mismos”.

    La verdad es que ha habido poca apertura al exterior y que los grandes embajadores de la cultura son los ritmos, la música: el chorinho, el bossanova, el forró, la canción. Es también su modo de reflexión. Escuchar a Chico Buarque, Maria Bethânia o Gilberto Gil es percibir no solo el pensamiento sobre el país, es experimentar desde su interior el espíritu mismo de su formación cultural, un espíritu de modernidad consolidado entre la potencia de la percusión de África y la nostalgia del fado portugués. Más allá de los ritmos más contemporáneos en donde se mezclan los avances de la comunicación y los grupos inmigrantes.

    Vale la pena entrar al Brasil aventurándose paso a paso en las 900 páginas de esta publicación. Es, en cada instancia, una experiencia grata.

    [Imagen de portada: Morro da Favela (1924)]

     

    brasil. una biografía

    Brasil. Una biografía, Lilia M. Schwarcz y Heloisa M. Starling, Debate, 2016, 896 páginas, $19.000.

  272. La envidia de las frases que una debió escribir primero

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    El martes se presentó en el Museo de Artes Visuales un nuevo libro de cuentos de Luis López-Aliaga, Mundo salvaje, donde el realismo se ve atravesado por situaciones que están en el límite de lo fantástico y el lenguaje alcanza el máximo de filo, de precisión y belleza. A continuación reproducimos la presentación de Arelis Uribe, autora de Quiltras.

    por arelis uribe

    Cuando comenté que iba a presentar Mundo salvaje, a mi alrededor mucha gente se emocionó. Un amigo que tomó talleres en Balmaceda 1215 me habló de Luis López-Aliaga como un profesor generoso, que tenía gestos desde decirles “tú vas a seguir escribiendo, tú tienes pasta de escritor”, hasta invitarlos a chelas después de clases. Es bonito presentar un libro de alguien que es querido por tanta gente.

    A medida que leía Mundo salvaje, hubo tres ideas que fueron tomando forma y que quiero compartir ahora.

    1. Lo conocido

    En Mundo salvaje hay una dimensión conocida. “La literatura es siempre autobiográfica porque relata la vida de quien lee”, dijo Zurita en el lanzamiento de Black Out, de María Moreno. Sentí que Mundo salvaje me hablaba, como si estuviese escrito para mí.

    Mientras leía escenas de olores masculinos o de erecciones, pensaba, ¿Luis López-Aliaga querrá que haga un análisis de género de esto? Sentí que el libro me hablaba, y no cualquier libro logra eso.

    También encontré cosas que asimilo con Quiltras y en mi vida. Y pensaba, ¿son mensajes encriptados para mí? Lo sentía cuando leía frases como: “No conozco bien el nombre de los pájaros” o “nunca he sido bueno para identificar árboles” o al leer las historias de los perritos que aparecen en el libro. Yo pensaba, qué conectados que estamos o es que la literatura nos conecta o es que al final toda historia siempre es el mismo relato universal.

    2. Lo desconocido

    También hay una dimensión desconocida al leer Mundo salvaje. Hay escenas y mundos que sorprenden, como la relación entre dos tortugas en una situación de aprietos, la matanza descarnada de un chancho, hijos que golpean a sus padres, hombres con el corazón roto que son acompañados por monstruos nocturnos o por monitos del monte.

    Esa relación, del mundo salvaje de los humanos y del mundo salvaje de los animales, me hizo pensar en una reflexión bellísima de Fernando Vallejo: “No me cabe en la cabeza que se mueran los animales. La gente no me importa, así se trate de un ser querido: está dentro del orden de las cosas. ¿Pero un perro? ¿Un caballo? ¿Un cerdo? ¿Una vaca? Tan humildes, tan desventurados… Se me hace una injusticia macabra del Monstruo de arriba que se mueran los que no conocieron la felicidad ni un instante”.

    Creo que esa misma sensibilidad y dignidad respecto de los animales está aquí, en Mundo salvaje.

    3. La técnica

    No sé si podemos definir la literatura. No es una receta o un cuestionario de revista adolescente. No sé qué es la literatura, pero sé que es una mezcla de elementos que reconocemos cuando están juntos. La literatura es narrativa, es la filosofía en movimiento, es verbo no sustantivo, es la acción limpia, sin opiniones ni juicios. También es una buena frase que una subraya para que quede cristalizada y la acompañe para siempre. La literatura es una voz, una apuesta estética, una propuesta y una búsqueda de belleza. Todo eso está aquí, en este libro. Está la propuesta, con esos diálogos integrados, sin guiones, que me encantan. Está en cada chilenismo, en cada pichula, pichí o pico que escribe López-Aliaga. Está en los pequeños detalles vivos. No sé quién dijo “hay frases que uno debió haber escrito, pero alguien lo hizo primero”. Eso siento, la admiración y la envidia de esas frases que no escribí primero.

    Se siente en la página 44, cuando López-Aliaga dice: “Su padre odiaba a los milicos, pero con él y con sus otros dos hermanos se portaba como un milico”. Y en la 63, cuando escribe: “Hoy es fácil seguirle la pista a alguien. Lo difícil es esconderse, no dejar huellas. O borrarlas”. Y en la 78: “Recuerdo que pensé que iba a tener que escribir un diccionario. Un diccionario para entender a Isidora”. Y en la 103: “Entonces José Miguel Ortiz le dijo que no, que no podía ser, que estaba tomando la decisión equivocada. A lo mejor, le dijo ella, pero es lo que quiero en este momento”. Y en la 125: “Ya encaminado, piensa también en eso de lanzarse a la vida, una incongruencia, la vida no es una piscina, lanzado está ya uno en la vida, desde siempre, chapoteando”.

    Y no quiero agotar, pero también en la 149: “Me había peleado con mi familia, no comulgaba con ese orgullo de origen que, en la práctica, se volvía endogamia y parapeto ideológico, la argumentación de los privilegios que se saben inmerecidos”. Y en la 154: “En actitud marcial, con las manos tomadas tras la espalda, mi abuela Elena cantaba a toda voz el himno nacional de Chile. Pero le cambiaba la letra, por bromear o porque simplemente no se lo sabía, e intercalaba palabras en italiano, obscenidades casi siempre, pero que calzaban perfecto con la melodía. Por alguna razón esta ceremonia provocaba un especial disgusto entre los mayores, aunque ella terminaba siempre riéndose y a nosotros, los niños, nos contagiaba con su risa”. Y en la 170, en la página final: “Pienso que mi abuela Elena está enterrada en Temuco y que nunca he ido a visitar su tumba. Pero eso no importa, porque ella no está allí realmente, ella no está en ninguna parte, y si algo queda de ella no hay manera de tocarlo”. Y repito esa maravilla de frase: “si algo queda de ella no hay manera de tocarlo”.

    Luis López-Aliaga no solo es un profesor generoso, es un cuentista impecable. No hay duda de que escribe bien, de que sabe contar historias, de que logra generar emociones antípodas, como la dulzura y la crueldad. Y sobre todo, lo que dije al comienzo: leer Mundo salvaje es como irse de vacaciones a un país nuevo y pasársela encontrando en lo desconocido cosas familiares. Que es, creo, una forma de compañía y también de belleza.

     

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    Mundo salvaje, Luis López-Aliaga, Emecé Cruz del Sur (Planeta), 2017, 172 páginas, $11.900.

  273. Izquierdas, capitalismo, confusión

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    La incomprensión para entender las “variedades de capitalismo” que coexisten en todo el mundo, sería una de las principales causas que explican la desorientación de los movimientos de izquierda, incluidos los chilenos. Se confunde capitalismo con neoliberalismo, individuación con individualismo posesivo y esfera pública con Estado, reclama el autor de este ensayo, quien también critica que “las izquierdas condenan a los mercados sin entender su rol en la coordinación de las sociedades capitalistas, igual como exaltan el rol del Estado sin percatarse de sus fallas y de los riesgos del panoptismo”.

    por josé joaquín brunner

    “Las crisis son esenciales para el desarrollo del capitalismo. Es en el curso de las crisis del capitalismo donde las inestabilidades se confrontan, se reestructuran y se reorganizan para crear una nueva versión del propio capitalismo”.

    David Harvey, Seventeen Contradictions and the End of Capitalism (2014)

     

    En todas partes, las izquierdas parecen estar confundidas. Sucede en España y Turquía, en los países de América Latina y de la Unión Europea, en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y en los emergentes regímenes surgidos de la primavera árabe.

    Lo mismo ocurre en casa, dentro y entre las diversas corrientes de izquierda: liberal-socialismo, socialdemocracia en sus vertientes ortodoxa y de tercera vía, socialismos tradicionales, de cátedra, comunismo, izquierdas alternativas o antisistémicas, anarquistas de variada índole. Su mera fragmentación muestra, desde ya, el desorden ideológico que se ha instalado.

    Para entrar en materia, conviene preguntarse en qué ha consistido el espacio de izquierdas durante el corto siglo XX.

    Se han ensayado diversas explicaciones para la contraposición de izquierdas y derechas en el espacio simbólico de la política. Así, por ejemplo: cambio versus conservación, innovación frente a tradición, igualdad y jerarquías, emancipación y estatus, y así por delante. En su clásico estudio sobre la estructuración de este espacio, Bobbio divide las aguas en torno a la línea que separa el valor de la igualdad frente al de la diferencia. Sostiene que “el criterio más frecuentemente adoptado para distinguir la derecha de la izquierda es el de la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad”. De modo que, “por una parte están los que consideran que los hombres son más iguales que desiguales, por otra los que consideran que son más desiguales que iguales”. Dos autores le sirven para representar el ideal igualitario y el no igualitario; Rousseau y Nietzsche, respectivamente. En términos histórico-sociales concretos, las izquierdas lucharían por remover las condiciones que generan desigualdad y los obstáculos que impiden a la igualdad avanzar.

    Pero, claro, Bobbio no era un utópico ni un igualitarista; más bien, un realista moderado de izquierda democrática. Por eso, concluye, “la primera vez que una utopía igualitaria entró en la historia, pasando del reino de los ‘discursos’ al de las cosas, dio un vuelco para convertirse en su contrario”. Tempranamente reconoció el fracaso del comunismo. Y su pensamiento permite poner en cuestión que la izquierda sea siempre igualitaria y, menos aún, libertaria, emancipatoria, innovadora o progresista. Por el contrario, puede ser perfectamente de derechas: autoritaria, jerárquica y conservadora de sus propios privilegios estamentales.

    Hasta hoy, sin embargo, la izquierda comunista latinoamericana (la chilena incluida) elude reconocer el fracaso histórico de la URSS y el bloque soviético. No analiza cómo la utopía desembocó en el Gulag, los revolucionarios se convirtieron en nomenclatura ni cuál es el significado de estas mutaciones para el pensamiento de izquierda. Tampoco ha podido explicar cómo en vez del anunciado desplome del capitalismo, el que desapareció fue el socialismo real, científico o comunismo. Ni por qué este se fue not with a bang, but with a whimper. O sea, consumido por sus propias contradicciones, aplastado bajo el peso de su propia burocracia, asfixiado por la falta de libertades elementales y de un bienestar social y democrático.

    Presente contradictorio

    Efectivamente, ni la intelectualidad seguidora de Marx desde la cátedra universitaria ni los partidos inspirados por él lograron captar en profundidad el carácter revolucionario, dinámico, expansivo y radicalmente innovador (destructivo-creador) del capitalismo. Marx mismo, en tanto, lo retrató con mayor lucidez y fuerza literaria que ningún otro pensador de su época, quizá con excepción de Max Weber. ¿Quién no recuerda aquellas frases que exaltan el poder transformador del capitalismo?

    Transformación material primero que todo: “La burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas. La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social”.

    El pensamiento de Bobbio permite poner en cuestión que la izquierda sea siempre igualitaria y, menos aún, libertaria, emancipatoria, innovadora o progresista. Por el contrario, puede ser perfectamente de derechas: autoritaria, jerárquica y conservadora de sus propios privilegios estamentales.

    Transformación de las instituciones y la cultura, en seguida: “La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario. Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. (…) Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás”.

    En realidad, es una astucia más de la historia que mientras en nuestras latitudes se esperaba el estruendo del colapso final del capitalismo, y nadie siquiera avizoraba la consunción del socialismo real (comunismo) y la caída del muro de Berlín, lo que de verdad estaba ocurriendo era la globalización de los mercados y, a la sombra de ellos, la universalización del capitalismo. Hoy se halla sólidamente asentado en el continente de la revolución cultural de Mao bajo la dirección del Partido Comunista (¡qué paradoja!) y en el heroico Vietnam (de mi generación).

    Con todo, hasta ahora les resulta difícil a nuestras izquierdas –tradicionales y nuevas– entender el dinamismo del capitalismo y su diversidad de modelos; lo que se conoce como “variedades del capitalismo”. La razón es conocida: flojera intelectual, por un lado; por el otro, una tendencia a sustituir el análisis por la censura o repulsa moral. Así, el malestar ideológico frente al capitalismo se traslada al juicio político. Este a su vez reemplaza a la teoría; mas no por una praxis transformadora de la realidad sino por la declamación retórica.

     

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    Futuro sin fin

    En América Latina, los últimos años han sido particularmente ricos en ese tipo de confusiones.

    El análisis del capitalismo y sus contradicciones es superficial, incluso dentro de la izquierda de cátedra. Se confunde capitalismo con neoliberalismo, individuación con individualismo posesivo y esfera pública con Estado. El mayor desbarajuste sobreviene cuando las izquierdas necesitan ajustar cuentas con la tesis decimonónica del desplome del capitalismo y se ven obligadas a aclarar su perspectiva intelectual sobre la sociedad después de ese supuesto Big Bang socioeconómico y cultural.

    Ni siquiera se interesan nuestras izquierdas –incluso su estamento académico– por el debate sobre las contradicciones del capitalismo (a la Daniel Bell y P. Anderson) o sobre el fin del capitalismo como proceso de larga duración, según sugiere Wolfgang Streeck, por ejemplo. En efecto, su hipótesis es que el capitalismo terminará por autodestruirse en razón de los excesos del mercado, con la mercantilización del trabajo, la naturaleza y el dinero.

    De hecho, hay una interesante literatura que gira en torno al fin del capitalismo. Por ejemplo, G. Roth, en la huella de Weber, se pregunta si acaso en el largo plazo la democracia es compatible con el capitalismo avanzado, perspectiva que podría fácilmente integrarse con el actual debate sobre la emergencia de nuevas formas de capitalismo autoritario en países tan diversos como China, Ecuador o Hungría. Se plantea entonces la pregunta: ¿fin del capitalismo o de la democracia?

    Es una astucia más de la historia que mientras en nuestras latitudes se esperaba el estruendo del colapso final del capitalismo, y nadie siquiera avizoraba la consunción del socialismo real (comunismo) y la caída del muro de Berlín, lo que de verdad estaba ocurriendo era la globalización de los mercados y, a la sombra de ellos, la universalización del capitalismo.

    Por su parte, Craig Calhoun, intelectual habermasiano de Estados Unidos, actual director del London School of Economics (LSE), especula que el fin del capitalismo no ocurrirá como una catástrofe nuclear, un fin del mundo. Más bien, resultaría de una crisis de las estructuras que soportan al capitalismo global y hasta debería anticiparse por la posibilidad de que traiga consigo una sociedad más humana, integrada e igualitaria. Sin embargo, dice Calhoun, este proceso envuelve riesgos también. Y recuerda a sus lectores cómo los intentos de comienzos del siglo pasado por crear alternativas anticapitalistas –fascismo y comunismo– terminaron sepultados en los campos de exterminio.

    Revolución que no fue

    También la revolución de 1968, que tantas esperanzas levantó entre los jóvenes de entonces y nos hizo imaginar que estábamos a las puertas de un cambio de época y de una nueva cultura (sous les pavés, la plage), terminó en su contrario. En vez de poner en jaque al productivismo, al complejo militar-industrial, al hombre unidimensional de Marcuse, a la burocracia, a las macro organizaciones, al imperialismo y al colonialismo, dio un inesperado y decidido impulso a la racionalización de la producción capitalista. Es decir, abrió las puertas hacia una nueva fase de innovaciones, productivismo, despliegue de mercados y hacia la cultura posmoderna.

    Como señala Immanuel Wallerstein, uno de los más influyentes representantes de la neoizquierda académica, no llevó a la transformación política del sistema-mundo sino a reponer la vieja encrucijada política frente al capitalismo: o seguir al espíritu de Davos o invocar al espíritu de Porto Alegre (aquel del Foro Social Mundial que en 2001 reunió en esa ciudad los movimientos antiglobalización). El propio Wallerstein reconoce que también el alma de Porto Alegre se halla dividida.

    Por un lado, afirma, están los que desean transitar hacia la nueva sociedad construyéndola desde abajo, horizontalmente, maximizando los debates y la búsqueda de consensos entre personas y grupos con orígenes e intereses diversos. Intentan superar el colapso del capitalismo, al que identifican como una crisis de civilización. Y rechazan por lo mismo el objetivo del crecimiento económico continuo, sustituyéndolo por unos balances racionales que conduzcan a más democracia e igualitarismo. Algo parecido piensa nuestra neoizquierda autónoma en sus vertientes movimientista, de cátedra y de frente amplio.

    Por otro lado, indica Wallerstein, están quienes insisten en una política de cambio mediante el empleo vertical del poder, con predilección a través de la organización de un partido y con énfasis en el crecimiento económico para poder distribuir beneficios. Esto es, algo más parecido –en cierto sentido– a nuestro PC y al modelo de desarrollo (socialismo del Buen Vivir) del Presidente ecuatoriano, Rafael Correa.

    En suma, si la primera versión de este espíritu revolucionario resuena más con la izquierda antisistema, la segunda en cambio resulta compatible con una variedad de capitalismos de izquierdas, presididos por un fuerte Estado que buscaría sustituir la anarquía del mercado por un plan racional.

    Lógica de mercado

    Un motivo adicional de la relativa impotencia del pensamiento de izquierda radica en su rudimentaria comprensión de los mercados. Esta resulta a ratos ahistórica, como si no hubiese existido Braudel; a veces trivialmente economicista, dejando de lado la literatura desde Adam Smith hasta D.C. North, Pierre Bourdieu y Neil Fligstein; por momentos carece de cualquier tensión moral, olvidando a Max Weber y sus múltiples referencias políticas, religiosas y éticas de los mercados; o bien le falta penetración cultural, desconociendo que ya los primeros críticos conservadores del mercado, como Justus Möser (1720–1794), conocían su poder transformador y destructor de la cultura establecida.

    Marx previó de inmediato dicho poder, al constatar que la competencia había hecho brotar “como por encanto tan fabulosos medios de producción y de transporte [que] recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró”. De allí precisamente arranca aquella metáfora del capitalismo de mercado que lo representa como el producto de un pacto entre el hombre moderno por excelencia, el empresario de Marshall Berman, con aquellos espíritus de abajo –fuerzas diabólicas– que prometen la transformación continua del mundo en una carrera schumpeteriana cada vez más acelerada. Es la escena que el Fausto de Goethe imagina en lo alto de un acantilado al observar, embriagado, la infinita potencia productiva del trabajo humano que su contrato con Mefistófeles inaugura.

    Sería sorprendente, sin embargo, que el siglo XXI pudiera salvarse del capitalismo recurriendo a una receta del siglo XX que ya probamos y de cuyo naufragio aún no nos reponemos.

  274. Pierre Lemaitre: “La literatura es la síntesis del conjunto de las ciencias humanas”

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    El autor de Alex y Nos vemos allá arriba se presentó ayer en el auditorio de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales, como parte de la Cátedra Bolaño, donde abordó, entre otros asuntos, sus impresiones sobre la novela popular y la situación política de Francia. A continuación compartimos algunos de sus dichos más destacados.

     

    La máquina de descifrar el mundo

    “Tengo la impresión de que la literatura es un lugar central dentro de una mezcla de disciplinas: es un pasaje entre las ciencias humanas y los lectores. Como la definición que daba Aragon: la literatura es una máquina para descifrar el mundo. En el fondo, esa máquina de descifrar el mundo se nutre de las ciencias humanas, como nosotros mismos estamos alimentados por la historia, la sociología, la antropología, etc. Si no tuviera miedo de afirmarlo, diría que la literatura es la síntesis del conjunto de estas ciencias”.

    La novela negra posmoderna

    “Me temo que está anticuada esa definición de la novela negra como la última expresión de la novela política. Esa perspectiva corresponde a un momento, lo que se llama el momento Manchette de nuestra literatura, que fue considerable e importante. Es una definición que se remonta a los años 60, donde la novela negra se apoderó del mundo político y social. Hoy día aún tenemos escritores que son fieles a esa tradición; yo mismo tengo una novela que se llama Recursos inhumanos que se sitúa precisamente en ella. Pero esa tradición no es tan mayoritaria como lo fue. La posmodernidad y el fin de los grandes relatos llevaron a la literatura a abandonar el mainstream de la novela política. Pese a seguir siendo eso, ya no pesan en ella las ideologías”.

    Por una nueva literatura popular

    “En la novela popular el autor se dirige a un lector unívoco, a un estereotipo y se hace una literatura en función de la representación que se tiene de él. Por lo tanto, se le presuponen gustos y hábitos. Yo abogo por otra literatura popular, donde la concepción que se tiene del lector no es unívoca. Es decir, que el público no está reducido a un simple eslogan. Mi apuesta es que el relato esté abierto a todo el público, pero que permita distintos niveles de penetración, donde un lector, por ejemplo, pueda hacer una lectura de primer grado, cuyo fin únicamente sea saber cómo va a terminar la historia, mientras que otro, más sensible a esa perspectiva, pueda enfocarse en el trasfondo social”.

    Elecciones presidenciales

    “El terreno de la cultura fue desertado, porque el ascenso de la extrema derecha en Francia, antes que político, es un drama cultural. Que el 40% de mis compatriotas puedan ser convencidos por razones primarias, por argumentos extremadamente rudimentarios, muestra que hay una incapacidad de espíritu crítico. Nos encontramos en una situación en el límite de lo trágico: el país de la revolución y los derechos humanos está amenazado por el fascismo. Después de haber tenido durante cinco años un presidente inculto y mediocre, tendremos que votar por un producto numérico, una suerte de tele evangélico exaltado, que es un diccionario de los lugares comunes del liberalismo. Es decir, que tenemos que elegir entre dos opciones extremadamente rechazables, pero donde indudablemente una es mucho más peligrosa que la otra”.

  275. Entrevista a Jordi Gracia: “Ortega y Gasset concebía la renovación intelectual de España desde la renovación de sus élites sociales”

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    Lejos de la hagiografía, el biógrafo del gran filósofo español entrega un retrato lleno de matices: aparecen la soberbia intelectual, la ocasional sobrecarga al escribir, el elitismo anti-masas, su cuestionada relación con el franquismo y el rol invaluable como civilizador de las élites intelectuales gracias a su trabajo en la Revista de Occidente.

    por patricio tapia

    En enero de 1936, poco antes de que se desencadenara la Guerra Civil Española, el joven filósofo catalán José Ferrater Mora, quien trabajaba en la traducción y adaptación del Diccionario de filosofía de Heinrich Schmidt (ignoraba Ferrater que después su nombre se vincularía, de manera ineludible, a su propio diccionario), le envía al ultraconsagrado filósofo José Ortega y Gasset el borrador de la entrada que ha escrito sobre él, para ese libro, a efectos de que señalara su conformidad o sus indicaciones.

    Una década más tarde, acabada la Guerra Civil y también la Segunda Guerra Mundial, Ortega pronuncia en 1946 una conferencia en el Ateneo de Madrid, la que causó consternación en la intelectualidad española en el exilio. Era, para algunos, la prueba, junto a su silencio durante el conflicto, de su legitimación del régimen de Franco. Ferrater Mora, en tanto, ese mismo 1946, era uno de esos intelectuales exiliados. Estaba refugiado en Chile, junto a un grupo de otros escritores catalanes: Francesc Trabal, Cèsar August Jordana (quien marchó a Buenos Aires en 1945), Domènec Guansé, Xavier Benguerel, Joan Oliver (el gran poeta que firmaba como Pere Quart). Es muy probable que algunos de ellos recelaran de Ortega.

    Es curioso: Ortega se ve desprestigiado porque “vuelve” a medias en 1946. Pero Oliver regresa en 1948 y Benguerel en 1954 (Ferrater deja Chile en 1949 y marcha a Estados Unidos, y más tarde hará visitas temporales a España). Es porque el ambiente está tenso. También la cultura y la intelectualidad se vieron golpeadas por la Guerra Civil y el triunfo de Franco, como se vieron afectadas todas las otras dimensiones de la vida española, alcanzando tanto a los vencedores como a los vencidos. Quedarse en España o verse obligado a salir. De mantenerse dentro del país: ser obsecuente o crítico (hasta dónde se podía), o ser obsecuente y después crítico; seguir escribiendo o entrar en el mutismo. De ir al exilio: volver a España o permanecer fuera. Por último, entre unos y otros, interior y exilio, qué tipo de relaciones intelectuales mantener.

    Es en este ámbito, el de la vida cultural española bajo el franquismo, que Jordi Gracia (1964), catedrático de la Universidad de Barcelona, se ha convertido en uno de sus más destacados estudiosos (sin dejar de incursionar en otras épocas, como el Siglo de Oro, mediante su biografía Miguel de Cervantes), con libros como La resistencia silenciosa, Estado y cultura, y sus trabajos dedicados a Ridruejo, en particular su biografía La vida rescatada de Dionisio Ridruejo.

    Sus obras más recientes han profundizado o ampliado esta indagación. En A la intemperie aborda las relaciones intelectuales del interior con el exilio español, que fueron más fluidas de lo que suele suponerse, a través de un intercambio constante, ya sea de correspondencia como de publicaciones, tanto de dentro hacia fuera como al revés. Es un asunto central también en Burgueses imperfectos, su aproximación a las formas de disidencia en las letras catalanas del siglo XX. En ambos libros figura de manera destacada Ferrater Mora (junto a Josep Pla, Joan Ferraté, Josep Maria Castellet o Pere Gimferrer, más los exiliados en Chile mencionados antes), quien tuvo del exilio una perspectiva sin dramatismo ni tragedia.

    Un libro mayor es su biografía Ortega y Gasset, donde trata al filósofo como uno de los grandes escritores del siglo XX, civilizador de las élites intelectuales de su país, factor clave en su modernización intelectual, así como en la creación de redes culturales europeas y americanas con España. Ha tenido acceso, por ejemplo, a todo el epistolario de Ortega (la correspondencia hacia y desde él).

    Lejos de la presentación hagiográfica, el libro va desde los logros de Ortega a sus debilidades (la soberbia intelectual, la ocasional sobrecarga al escribir que Gracia llama “cirrosis del estilo”), desde sus enfermedades a sus amores. Están presentes su vitalismo (a veces tocado por el desánimo) y sus contradicciones: tratando de conciliar el elitismo anti-masas y el liberalismo conservador. Fue tan capaz de compromiso político (primero contra los Partidos Conservador y Liberal, luego por la necesidad de ir a una II República y de luchar contra la dictadura de Primo de Rivera y la monarquía) como de tomar la decisión de mantener silencio en otros momentos. Si para algunos aparece como alguien ambiguo y reticente, que mantuvo durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra un silencio cobarde, Gracia aclara que nunca fue propiamente franquista, siendo a la vez repudiado, temido y admirado por los jerarcas del régimen.

    ¿Hay alguna explicación al renacimiento del interés por el período de la Guerra Civil y la posguerra españolas?

    La renovación biológica de la sociedad española es la más honda causa, porque no estuvo nunca olvidado este período, pero ahora se enfoca de otro modo: las preguntas y la misma realidad contemporánea es otra.

    En sus libros se parece percibir una continuidad de cierta tradición liberal, crítica, no siempre evidente ni homogénea, de resistencia al franquismo.

    El fundamento ético e intelectual del presente no está en la monolítica, premoderna, rancia y dogmática cultura franquista, sino en las continuidades fecundas, soterradas y difíciles que bajo ella y contra ella lograron encauzar de nuevo las letras y la mentalidad media hacia horizontes europeos y europeístas. Lo mejor del presente no nació del franquismo sino contra el franquismo.

    De hecho, entre los “burgueses imperfectos” de su libro, Ortega, de haber sido catalán, cuadraría bien.

    Lo haría porque su capacidad subversiva no fue nunca orientada a reventar a la propia clase sino a mejorarla, a activarla y a convertirla en el fermento corrosivo de las peores costumbres de un país con poca y a menudo mala educación. De ahí que encaje en el perfil de un heterodoxo intraburgués, contra lo peor de su propia clase (aunque no siempre cumpliese con ello).

    “La incontinencia intelectual, por un lado, y la adicción a los plazos periodísticos por otro, pueden estar detrás de esa evidente alergia al libro planificado y minuciosamente escrito”.

    ¿Habrá sido solo azar que llegaran a Chile, entre los catalanes, una mayor proporción de intelectuales que en el resto del exilio español al país?

    Creo que sí fue un azar, o mejor, la necesidad de decisiones improvisadas, de emergencia y salvación urgente, que fue la pauta de todos, catalanes o no catalanes. De hecho, yo creo que no sabían demasiado bien ni siquiera a qué aguas miraba Chile, pero había que salir como fuera.

    Las posiciones de los exiliados sobre volver a España fueron variadas, entre los que nunca regresaron y los que lo hicieron pronto: Ortega fue, tal vez, el retorno más simbólico…

    Fue desolador entre otras cosas porque la información era mala y muchos creyeron que Ortega volvía para instalarse en la España de Franco y eso no fue nunca verdad, aunque habitase largas temporadas. Pero no perdió la residencia portuguesa, en Lisboa, ni se integró de modo alguno en las redes culturales franquistas, cuando obviamente hubiese podido hacerlo. Cuando habló críticamente sobre el franquismo, nadie pudo saberlo porque la censura hizo su trabajo.

    La situación de Ortega al nacer es privilegiada. ¿Por qué fue un inconformista?

    Porque su formación intelectual y su natural capacidad de análisis le ofrecieron los recursos para buscar otro modo de vivir en sociedad, con otros valores y otras aspiraciones, y eso pudo saberlo de primera mano y desde el núcleo del poder político y mediático. Su formación filosófica alemana y la potencia de su propia inteligencia favorecieron una actitud analítica que denostó a rajatabla a la España de la Restauración, y soñó y peleó por otra: ganó él.

    Señala a su esposa, Rosa, como el personaje más enigmático del libro. ¿Influyó su matrimonio en morigerar su enemistad inicial contra la Iglesia?

    No perdió nunca esa enemistad, pero muy pocas veces la exhibió en público: procuró difundir un pensamiento vigilante con los juicios y los prejuicios, donde Dios no formaba parte de plan alguno, y esa misma ausencia era una rareza total. Dios no existe para Ortega ni en Ortega, pero pactó con su mujer un espacio de privacidad confesional que afectó, sobre todo, a la socialización y escolarización de sus hijos. Alguno de ellos se lo reprochó años más tarde.

     

    Ortega y Heidegger en su encuentro de agosto de 1951, en Darmstadt. Imagen: Peter Ludwig.

    Ortega y Heidegger en su encuentro de agosto de 1951, en Darmstadt. Imagen: Peter Ludwig.

     

    Una de las “leyendas” que niega es la de su marginalidad política. ¿Fue muy importante su vocación política?

    Fueron dos los impulsos aliados del joven Ortega: el del capitán y el del pensador, y el uno tenía que ir con el otro. Un nuevo pensamiento pedía una nueva acción, y por eso lideró revistas y grupos de presión política que fuesen capaces de implantar y difundir entre las élites burguesas y liberales un impulso de reforma radical que necesitaba, a la fuerza, del poder político (aunque después, con la Segunda República, el desengaño cundiese amargamente en el ánimo de Ortega, pero esta vez se equivocaba él, inmerso en una especie de anacrónico despotismo ilustrado).

    Otra leyenda que hizo fortuna fue la de su franquismo. Usted la niega de raíz…

    Franquista no lo fue nunca, pero sí socializó privadamente con políticos, escritores y empresarios franquistas en las temporadas en que vivió en España desde 1945. Sus dos hijos, además, eran falangistas de carnet y convicciones.

    Se dijo que recibía un salario; usted señala que hubo una irregularidad en la universidad que lo dejó en un “limbo”.

    No hay documento alguno que pruebe que recibiese ese salario y lo que sí tenemos son los rastros del régimen para que se incorporase a la universidad sin lograrlo, y creo yo que sin remunerarlo.

    “Ortega compartió un cierto polen de ideas, pero careció de la voluntad y la sistematicidad de los profesionales del saber universitario. Por eso fue antes que nada un espléndido ensayista”.

    Su labor en Revista de Occidente (revista y editorial), ¿cuán importante fue para él y para la cultura de su tiempo?

    Fue la llave de acceso y a menudo de paso hacia la alta cultura occidental desde que se funda, en 1923: no hubo especialidad académica moderna que no tuviese una cobertura significativa desde la revista o desde el plan de ediciones, en la medida que Ortega concebía la renovación intelectual de España desde la renovación de sus élites sociales.

    Llama la atención la dificultad o incapacidad de Ortega de planear y terminar un libro, intuyendo muchos; casi todos son recopilaciones de artículos o inconclusos…

    La incontinencia intelectual, por un lado, y la adicción a los plazos periodísticos por otro, pueden estar detrás de esa evidente alergia al libro planificado y minuciosamente escrito: en el fondo, ni siquiera lo es Meditaciones del Quijote. Cuando creyó que lo haría, a partir de sus 50 años, los dos “mamotretos” (uno más filosófico, otro más sociológico) crecieron y avanzaron, pero no se remataron hasta su muerte en 1955. Ahí pudo actuar alguna forma de cautela preventiva porque el libro filosófico contenía una impugnación radical de la tradición idealista, además de alguna áspera virulencia con el pensamiento de Heidegger.

    Chile tuvo su contribución, al parecer, pues un par de libros los armó Ortega para combatir la piratería chilena…

    Eso sucedió en la guerra, cuando Ortega se quedó sin sueldo universitario y sin otra fuente de ingresos que la venta de sus libros y apenas unos pocos artículos: no me extraña que persiguiera la piratería. También tuvo que hacerlo Cervantes con los piratas que en Portugal imprimieron sin autorización su Galatea.

    Lo que llama “neurosis de anticipación” parece haber sido una dolencia recurrente en él: cree haber visto antes el arte gótico que Worringer, la decadencia de Occidente que Spengler, la teoría de la relatividad que Einstein, las ideas de Heidegger…

    A Ortega le fue creciendo dentro el rencor de ser invisible para la comunidad filosófica internacional, porque sentía que algunas de las nuevas ideas las había adelantado él… en sus artículos de prensa. Pero no lo hizo nunca en el formato del pensamiento filosófico. Dejó de ser consecuente consigo mismo y empezó a evocar con insistencia enfermiza la ignorada precocidad de ideas que más tarde habían expuesto otros. Ni lo uno ni lo otro: Ortega compartió un cierto polen de ideas, pero careció de la voluntad y la sistematicidad de los profesionales del saber universitario. Por eso fue antes que nada un espléndido ensayista.

    Alguna vez Manuel Sacristán comparó a Ortega con la labor de Sócrates entre los griegos. ¿Es una exageración?

    No lo es en absoluto: Ortega sigue siendo el principal escritor de ideas de la España del siglo XX, no porque no haya otros sino porque él enderezó muchas más de las rutas centrales del futuro y algunas de sus exigencias éticas, intelectuales y culturales. Su mundo le habla al nuestro, aunque no tenga nada de infalible, pero es un moderno real. Y en su estilo mejor, no el cursi y relamido, es entonces imbatible en jugosidad, en rapidez, en imaginación y en acierto expresivo.

    (Imagen de portada: Isabel Soler)

     

    Gracia- Ortega

    José Ortega y Gasset, Jordi Gracia, Taurus, 2014, 688 páginas, $16.000.

     

    jordi gracia

    A la intemperie, Jordi Gracia, Anagrama, 2010, 248 páginas, $28.660.

     

    jordi gracia 2

    Burgueses imperfectos, Jordi Gracia, Fórcola, 2015, 238 páginas, €22,50.

     

  276. Otro punto de vista

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    En Matar al Mandinga, Galo Ghigliotto hace volar por los aires la historia política chilena. Esto no significa abandonar del todo la dimensión documental: el caso degollados, el atentado a Pinochet o la muerte en 2006 del dictador son acontecimientos que aparecen referidos, pero desde una perspectiva inaudita.

    por lorena amaro

    Una de las primeras “novelas de dictador” en nuestro continente es El señor Presidente, publicada por Miguel Ángel Asturias en 1946, donde ya se instala en el imaginario latinoamericano la relación entre la figura dictatorial y el mal absoluto. Uno de los personajes más relevantes de la novela, Miguel Cara de Ángel, vacila entre su espacio como “favorito” del sátrapa y su amor por Camila: su única posibilidad de redención. Después de Asturias han sido muchos los que han explorado esta veta, desde Roa Bastos en Yo el Supremo (1974) hasta Junot Díaz con La maravillosa vida breve de Oscar Wao (2007).

    En su novela Matar al Mandinga, Galo Ghigliotto apuesta por este subgénero con una dislocada historia sobre un joven karateca (nunca se pronuncia su nombre; parte de su trabajo de entrenamiento radica en olvidarlo) que desea vengar la muerte de su sensei a manos de los agentes de Pinochet. El dictador, a su vez, es ni más ni menos que una de las últimas encarnaciones del inveterado “Mandinga”, descrito en la novela como “una alimaña de rasgo simiesco, rojos los ojos, la barba unta y negra (…), una bestia gigante, orejas redondas, boca sanguinolenta de colmillos filosos y amarillos”. Si a esto le sumamos numerosas visiones místicas, luchas contra el lado oscuro de la fuerza, explosivos encuentros y desencuentros con los militares a lo largo de todo Chile (desde San Pedro de Atacama hasta Neltume) y las presencias de dos espíritus, el de un fraile, Casaus, que habla castellano antiguo (se irá revelando como el fantasma de Bartolomé de las Casas), y el del sensei asesinado, profesor de castellano y mirista, tendremos como resultado un libro que, además de abordar la violenta era de Pinochet, traza también una paródica novela formativa: sus capítulos aluden a las “cicatrices” que va dejando la historia política y social en el protagonista, y culmina en una suerte de apocalipsis en que hasta Bruce Lee tiene un papel de reparto.

    El relato en su conjunto se sostiene en el humor negro y el disparate, dos recursos que solventan su mixtura de pop, violencia y política. Poco hay de esto entre nuestros narradores: la solemnidad abunda no solo en los relatos sobre la dictadura.

    La novela de Ghigliotto, editor de Cuneta, poeta y autor del libro de relatos A cada rato el fin del mundo, es rápido y entretenido sobre todo en sus primeros capítulos, en que logra administrar, con mirada irónica y un lenguaje que integra cuidadosamente el léxico de las artes marciales, efectivas microhistorias. Y el relato en su conjunto se sostiene en el humor negro y el disparate, dos recursos que solventan su mixtura de pop, violencia y política. Poco hay de esto entre nuestros narradores: la solemnidad abunda no solo en los relatos sobre la dictadura. En Ghigliotto el gesto (muy habitual entre los escritores argentinos, por ejemplo) es el de hacer volar por los aires la Historia. Esto no significa abandonar del todo la dimensión documental: el caso degollados, el atentado a Pinochet o la muerte en 2006 del dictador, son acontecimientos que aparecen referidos, pero desde una perspectiva inaudita.

    El último segmento del libro, titulado “Z”, transcurre en el ultramundo, específicamente en “El Espero”, como lo llama Casaus. Un lugar hecho de tiempo, un espacio por el que el karateca vaga de su mano, como lo hiciera Dante con Virgilio, para constatar de qué están hechas las almas y el olvido. Esta escatología es por momentos algo farragosa, pero posee la virtud de resignificar el mal y señala su ubicuidad en la historia latinoamericana, donde los ejecutados, asesinados y torturados, se cuentan por millones: “Reconocí en esas almas a las víctimas de Uncía y Catavi, de Navidad, Potosí y Siglo XX, las de Santa María y La Coruña, los de la Semana Trágica, los bombardeados en la Plaza de Mayo, los acribillados en Marusia y Ranquil…”.

    El autor representa la Historia como un campo de lucha y, sobre todo, de abuso incesante. A su actor principal lo delinea como un personaje a medias entre la iluminación y la locura, cuyos fanatismos por el cristianismo y el karate no parecen ser contradictorios, quizás porque nos lleva a pensar qué otra cosa ha propulsado la historia de la crueldad, la de los victimarios y las víctimas, sino enormes contradicciones y radicalismos, quimeras y el peor non-sense.

    Bolaño jugó sus cartas a la sublimidad: en sus textos, el mal anida como una inquietud, un juego de espejos siniestro que nos deja en un páramo deshabitado y con luz de luna. La obra bolañeana pareciera dejar una marca demasiado difícil de superar en la generación posterior, por lo menos a la hora de abordar el mal absoluto. La fórmula de Ghigliotto no busca la sublimidad y resulta efectiva. Aunque por momentos parece que el bien va a triunfar, queda la nota triste de la derrota, los destinos quebrados de sus protagonistas, que nos hacen dudar de cualquier discurso totalizador. Esto es mérito de los personajes intencionadamente estereotipados de la novela (a lo Aira, a lo Laiseca, a lo Gombrowicz), actores absurdos pero luchadores, a los que no se puede sino tener cariño.

     

    matar al mandinga

    Matar al Mandinga, Galo Ghigliotto, LOM, 2016, 144 páginas, $8.000.

  277. Vidas paralelas

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    Lemebel y Perlongher los escritores crisálida

    Una noche de 1991: a Perlongher el sida se lo comía y Pedro Lemebel le dio un abrazo y le regaló un guante de encaje blanco. Era un guante sin par, como ellos, que no volvieron a verse porque Néstor murió al año siguiente.

    por federico galende

    Llega carta de Brasil. Ella la lee. En la carta él le cuenta que la noche anterior asistió a un psicodrama que terminó convertido en una psicomedia de gritillos con deseos de jubilación. Así que ha tenido que mandarse un speech: que en todo esto hay mucha muerte y poco deseo, y que el deseo de muerte solo sirve para pringar los yiros furiosos de la lumpenería patrullada, el desafío a la ley, los revientes del cuerpo.

    Del día que partió a São Paulo su amiga conserva una foto en la que su rostro se ve difuso, un poco borroneado por la luz que rebota sobre la ventanilla del bus al que acaba de subirse, en un contraplano que deja al otro lado la plataforma de la terminal desde la que ella se despide fuera de cuadro, abanicando levemente las manos: “¡Adiós mariquita linda!”. Los Pedros son tantos que la frase la exclama pensando en la voz de Pedrito Vargas, no en la de Lemebel, quien por entonces está muy lejos de poner ese título a uno de sus libros de crónicas.

    Está muy lejos porque todavía no escribe: corre recién el otoño de 1981 y Néstor Perlongher, no más harto del culatazo milico que del viril desaire izquierdoso, se marcha al exilio en el mismo momento en el que a Lemebel, escogido ese año por un puñadito de alumnos pobres como el mejor profesor del liceo, lo despiden sin darle mayores explicaciones. Demasiado amanerado para el gusto de las autoridades, demasiado zurdo además, tanto así, que ni siquiera se acercó a recibir el premio de los alumnos de manos del alcalde pinochetista.

    Muy loca será, muy mariposa será, pero sus alitas sucias de seda no las tocan esos asquerosos garfios ensangrentados, motivo por el que se vuelve a la población de los molineros en la que creció junto a sus padres, se sienta a mirar caer la tarde en la plaza, se enciende uno de esos pitos que la izquierda militante del barrio desaconseja y se pone a pensar. ¿En qué piensa? No piensa en el futuro, no piensa en a qué se va a dedicar, piensa en la miseria de un país repleto, cada vez más, de cadáveres.

    Ambos coincidieron en hacerle el consabido plano detalle a la entrepierna masculina en algún suburbio, en alguna esquina, en el pobrerío rosado que no frecuenta los restaurantes gays ni los anglicismos de moda de la marica californiana.

    Tiene 25, 26 años, y vaga en esas calles alicaídas mientras el bus en el que viaja Perlongher, a la larga uno de sus escritores más queridos, empieza a dejar atrás el cemento de Buenos Aires para internarse por un paisaje barroso en el que asoman los ríos, las matas, los pantanos, los pajonales. Entonces Perlongher se distrae del trayecto, toma un cuaderno y un lápiz y empieza: “En la trilla del tren que nunca se detiene/ en la estela de un barco que naufraga/ en una olilla, que se desvanece/ en los muelles los apeaderos los trampolines los malecones…”.

    Lo que sigue se sabe: hay cadáveres. El poema es un rezo profano del que esos dos vocablitos son el estribillo, uno que le dicta al oído el traqueteo uniforme de los neumáticos sobre el pavimento y en torno al cual las palabras comienzan a caer en cascada, a merodear como si fuesen avispas. El bus que avanza, los vocablos que se aportuñolan, el portugués que se agaucha: cuando apoye el primer pie en la estación el poema estará listo, se llamará “Cadáveres”, y será el más famoso de todos sus textos.

    Lo publicará el Diario de Poesía primero y después aparecerá en Alambres, en 1987, un año antes de que Lemebel funde con Pancho Casas el colectivo Las Yeguas del Apocalipsis y uno después de que irrumpa en un solemne acto de la izquierda leyendo su “Manifiesto”. Allí los recuerda a todos: las manos tajeadas de su madre, los niños que nacerán con su “alita rota”, los corazones amariposados de un pueblo herido para el que reclama un pedazo de cielo.

    De Perlongher, Lemebel no había leído todavía “Cadáveres”, pero sí el legendario Austria-Hungría, editado por Fogwill en 1980 y cuyas páginas escandalizaban al lector señorito, llamando a pasar de los desgastados compadritos de Borges a los yiros del trolo que atraviesa los márgenes sin más equipaje que su polla y una navaja. A pesar de que aún no se conocían, ambos coincidieron en hacerle el consabido plano detalle a la entrepierna masculina en algún suburbio, en alguna esquina, en el pobrerío rosado que no frecuenta los restaurantes gays ni los anglicismos de moda de la marica californiana.

    Después el tiempo pasó y una noche la poeta Carmen Berenguer los presentó a los dos en el Cinzano: fue una noche de 1991, a Perlongher el sida se lo comía y Pedro le dio un abrazo y le regaló un guante de encaje blanco. Era un guante sin par, como ellos, que no volvieron a verse, porque Néstor murió al año siguiente en la cama de un hospital (“hace SHHH la enfermera con una aguja en los ovarios”) y Lemebel siguió a solas escribiendo libros cada vez más notables. Hasta que un día se fue también él, novia de los mendigos, delicada princesa de los más nimios detalles: con esa garganta que le falló no se cansó de gritar todos los crímenes, y de saborear el bourbon áspero y el terciopelo del semen.

  278. Juan Emar en Estados Unidos y Europa

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    Este viaje a Estados Unidos y Europa constituye sin duda uno de los más importantes en la vida de Álvaro Yáñez Bianchi, quien luego utilizaría el seudónimo de Juan Emar. Casado hace casi un año con su prima, Herminia Yáñez –conocida como «Mina»–, viaja con ella como parte de la misión diplomática que preside su padre, Eliodoro Yáñez, cuyo fin es participar en las negociaciones entre Chile y Perú sobre el tratado de Ancón y el caso de Tacna y Arica, del que, a partir de 1919, Estados Unidos era árbitro. El 12 de marzo de 1919, se embarcan en el Huasco, barco de la Compañía Sudamericana de Vapores, rumbo al canal de Panamá, inaugurado pocos años antes. Tras paradas en los puertos de Antofagasta, Iquique y Arica (con viaje a Tacna de por medio), Callao y Chimbote, el vapor se adentra guiado por faroles flotantes en el complejo sistema de esclusas.

    Su estadía en Nueva York es de un mes y medio, y es en esos días donde probablemente se desarrolla gran parte de las labores de la misión diplomática. El registro del diario se pierde en Nueva York, a finales de abril, y recién a comienzos de junio Pilo retoma su escritura.

    El 12 de junio de 1919, la misión se embarca nuevamente, esta vez rumbo a Europa. Viajan durante ocho días para llegar al puerto inglés de Falmouth, desde donde zarpan el 21 de junio para descender al día siguiente en Boulogne y tomar un tren rumbo a París. Tras un par de semanas de paseos, encuentros con amigos y conocidos, un grupo parte a Le Havre y Rouen y, días más tarde, a poco menos de un año de terminada la Primera Guerra Mundial, al «frente de batalla», donde visitan Nancy, Estrasburgo, Sarreguemines, Verdún y Reims, entre otras ciudades y pueblos franceses cercanos a la frontera con Alemania.

    A su regreso a París, Yáñez Bianchi escribe el 22 de julio: «Concluyó la Misión». Si bien en diversas fuentes se ha comentado que Pilo y Mina habrían abandonado la misión diplomática para lanzarse a la vida parisina, este diario sugeriría una nueva posibilidad, pues además de consignar que la misión había terminado, al día siguiente Álvaro Yáñez escribe: «Paso el día en cama, mal de ánimo. Nervioso, llantos. Algo tengo sin duda». Pilo se interna en la clínica de Neuilly-sur-Seine y se interrumpe la escritura, que retoma un mes y medio después para dar cuenta de los pormenores de su estadía en la clínica y su tratamiento a base de duchas, inyecciones y choques eléctricos. Este evento es probablemente uno de los más significativos indicios de la neurastenia, que años más tarde Emar comenta en sus cartas a Guni.

    En este cuaderno («Cuaderno I. Diario 1919») destaca el uso de un complejo sistema de símbolos que si bien ha aparecido parcialmente en otros diarios, evidencia su consolidación como estructura conceptual. Solo algunos de ellos han sido decodificados. Para ello han resultados fundamentales algunos diarios, como «Ideas», y la simbología incluida en Umbral, incluida en esta edición. Esta última es bastante completa, aunque su momento de elaboración no es claro (podría ser décadas después) y no parece aportar del todo a la simbología utilizada en 1919.

     

    * Nota de la redacción: para efectos de esta publicación en la web, y ante la imposibilidad de replicar los símbolos y dibujos de Emar, hemos optado por colocar (*).

     

    Viaje a Estados Unidos, 1919

    Nueva York:

    Mi. Marzo 12.-

    Salimos de la Estación Mapocho a las 7.45 am. Algunos amigos (Alejandro, Hernán, Mujica, etc.) nos van a despedir. Sus llegadas, adioses y partidas rápidas. En Quillota sube Valdés con un ramo de flores. En Viña, Violeta y Pancho Guerrero. Llegamos a Vlpo. a medio día. Los Polhammer. Sus apariciones. Como embajadores de Vlpo. Algo obligada su compañía y conversaciones en esos momentos. Almuerzo en El Club de la Unión. Obligado. Después conversaciones con Valdés y Alegría. Datos para París. Nos embarcamos a las 2½ Pm. Despedidas en el muelle, gente, saludos, muchedumbre, etc. En el Huasco de la C° S.A. de V. A bordo confusión y griterío de gentes que suben y bajan. Calor insoportable. Alrededor del buque el mismo movimiento que en todos los puertos. Despedida con llantos de Flora y Pepe. Tristeza. Vago sentimiento de injusticia. Compasión y arrepentimiento. Zarpamos más o menos a las 5. Mar movido. Instalándonos. Mamá, Luisa y Garro se marean.

    Junio, 12.

    Nueva York, la ciudad misma, buena impresión, magnífica, grande, imponente. Costeada por 2 ríos que se unen en la bahía, el Hudson y el East River. El 1° separa a N.Y. de New Jersey y el 2° de Brooklyn. A N. Jersey se une N.Y. por los ferry boats y líneas subterráneas de subway, y a Brooklyn por grandes puentes, los 2 principales de los cuales son el del mismo nombre y el de Manhattan. El extremo de la ciudad es llamado Down Town. Allí están los edificios altos, que es a mi manera de ver lo mejor de N.Y. Broadway es allí la arteria principal. Gran movimiento y bulla. En el extremo mismo de la ciudad Battery Park, (acuario). Bonita vista sobre el puerto siempre con una gran neblina. Down Town, sombrío, enorme, de calles que se cruzan y caracolean. Una montaña de edificios, con laberinto abajo. Luego barrios pobres, feos, inmundos. Barrio judío, chino (China Town), italiano, etc. Cada gran edificio es una ciudad en miniatura. Después de D.T. hacia el norte las calles se hacen regulares, llamándose las longitudinales avenidas y calles las transversales. Son numeradas todas y solo algunas tienen nombres. Llegan sus números a más de 200. Calles amplias, anchas, en general edificadas irregularmente con casitas malas al lado de enormes y sólidos edificios. La 5ª Av. es la principal. Desde Washington St. oscura, triste y vieja. Desde allí hasta el Central Park, nueva, hermosísima, de inmenso movimiento, con grandes tiendas y regias construcciones. Las principales calles que la cruzan son la 34, esquina ésta con la Biblioteca. Empieza el Central Park, largo y angosto. Bonito parque, pero inferior al de las otras ciudades americanas. En la 5ª Av., aquí, palacios y bonitas construcciones particulares. Frente a la 82 el Metropolitan. Siguen rectas las Av. hasta el Harlem, río que une los 2 principales. Más allá es el Bronx con grandes parques (zoológico) edificación algo diseminada. Broadway, larga calle que nace de D.T. y va en ángulo cortando las demás av. Entre las calles 30 y 50 gran comercio, teatros y de noche grandes luminarias. Riverside, paseo costeando el Hudson. Magníficas residencias, tumba de Grant, hermosa vista. Ferrocarriles elevados, subways, sobre todo en la 5ª Av. Gran movimiento y luces en el cruce de Broadway con 6ª. St. Y con 7ª (Times Square).

    Museos: Metropolitan: Magnífico. Colecciones egipcias de 1er orden, gran colección de Armas, esculturas de todas las épocas, un enorme patio con trozos arquitectónicos y miniaturas de Notre Dame, Partenón, Panteón Romano, etc. Colección Rodin (Adán o El hombre primitivo y Eva) Cariátide. Salas de Miguel Ángel y renacimiento italiano. Colecciones medievales de Pierpont Morgant) En los altos: salas de pintura: Lindos Rembrant, primitivos, Puvis de Chavannes, Monet, Whistler, etc., etc. De 1er orden y variadísima no habiendo escuela que no se halle seriamente representada. Luego, salas orientales: amplias, serenas, de luz tibia y azulada, silenciosas, y cuajadas de estupendos objetos y obras de artes. Por fin tapicerías, encajes, alfombras, etc.

    Desfiles… A todo momento, por cualquier motivo y en proporciones gigantescas y en los que rivaliza lo colosal con lo excéntrico. Por la 5ª Av. grandes desfiles de tropas (lugar de la Div. de N.Y. 30.000h) de pacos, de fantasía, de mujeres militarizadas y el [más] grande de todos los adminículos de guerra habidos y por haber y con escenas guerreras en carros alegóricos.

    Escenas en las calles: en todas partes prédicas religiosas sobre todo sobre la Biblia. Siempre con gran público y siempre respetados por todo el mundo. Conferencia sobre mil puntos.

    Amistades: Acario Cotapos que aquí vive solo entregado de lleno a su arte, la música. Con él pasamos y vimos lo más interesante de N.Y. Buen amigo que contribuyó enormemente al recuerdo agradable que nos deja nuestra estadía aquí.

    Samuel Mandiola y Georgina, casados desde hace más de un año, viven siempre entregados al mentalismo pero más de capa caída. Con ellos fuimos el 4 de junio a East Orange (N.J) en busca del Dr. Bablit. También donde Mr. Goodyear, librero de ocultismo en 1400 Broadway.

    Viaje a Europa

    Francia

    j- julio 17

    STRASBOURG: Salimos temprano a Gérardmer, pueblito pintoresco al borde 157 del lago de su nombre y sitio de veraneo. Grandes selvas. Cascadas. Hermosísimo. (*) Cerca de la frontera con Alsacia un lindo punto de vista sobre una altura sobre (*) un valle con dos laguitos y una que otra casita. Al frente montañas y bosques.

    En la cumbre de les Vosges, estaba la frontera. A unos cuantos metros del lado de Alsacia un gran hotel en ruinas donde venía el Kaiser. Almorzamos al aire libre, entre los árboles, y luego bajamos hacia las llanuras de Alsacia. Trincheras, abrigos, etc. Nos detuvimos en Colmar. Hermosísimo. Carácter. Pintoresco. Linda catedral; un museo más o menos; establecimiento de baños (nos acompaña un milico que nos invita a tomar té en su casa.– cigüeñas); casitas de color local; visita al caricaturista… Comemos en el hotel de la Gare y al oscurecerse salimos hacia Strasbourgo. Lindo crepúsculo con les Vosges al fondo sobre los cuales una silueta de castillos. Salida de luna. Llegamos tarde. Buscamos hotel. Al n todos repartidos en hoteluchos.

    Clínica de Neuilly-sur-Seine

    v. sept. 5

    Mañana saldremos de la clínica después de mes y medio de permanencia aquí. En total, días agradables, con buen resultado, días tranquilos. El primer tiempo pasé mal, abatido y con el ánimo pésimo. Poco a poco fui mejorando. Me vio el Dr. Castaigne. Ni él ni los otros me encontraron nada. Nada en esta primera época. Leyendo cosas sobre la guerra. Levantándome poco. Empiezo el régimen.

    El 2° período es de (*) sobre todo por parte de . Empieza en día que (*) va a París y llega tarde por lo que (*) se enoja. Ruchilde. Empieza este el 8 de agosto, que va (*) a dejar a Pepe Y y Raquel que parten a E. U., el 7 se vienen a despedir. El 10 sigue [Mina] por la (*) francamente. Dura hasta el 13 de agosto en la noche en que sucede el accidente (*). El 14 partimos los de casa a Compiègne. En la noche (*) bien y definitivamente. Le sigo escribiendo a Valdés. El 9 recibí carta de Ismael.– El 3er período es: buen ánimo, bastantes, algunos del todo nuevos como Viajes morrocotudos y Los dibujos del infierno. Días por la mayoría en el Parque, leyendo Rosacruces, que lo concluyo. Viaje por España de Gautier, etc. Jugamos. Vienen a menudo a verme Fabres, Thomson, Alberto y los de casa y una vez el Dr. Salas.– Duchas suaves por semanas; electricidad todas las tardes lo mismo que inyecciones. Al principio está además el Dr. que parte luego y es reemplazado por el Dr. Tardieu.– (*) seguido a París. El 31 de agosto se enferma la [Peta] por lo tanto muere (*).– Mismo día recibo carta de Cuto. De Valdés ni una palabra. Tarjetas de Acario.

     

    Emar-tapa-frontal

    Diarios de viaje, Paulo González (edición, transcripción, notas y prólogo), Editorial Alquimia, 2017, 192 páginas.

  279. Contra los embrujos del lenguaje

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    Wittgenstein hizo notar que la ciencia no sirve en lo absoluto para las grandes preguntas de la vida, que quizá nos da respuestas sobre cómo es el mundo, pero no nos puede decir qué es. En el Tractatus Logico-Philosophicus afirma: “Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado”.

    No es un discurso anticiencia, pero sí busca poner la ciencia en su lugar y desnudar nuestra presunción de que todo es cognoscible. Pensamos que si no hemos podido responder a las preguntas de la vida es porque nuestras ciencias aún no han alcanzado las respuestas. Ese es el error. La experiencia en sí es el sentido manifiesto en ser y no en saber, y esto elimina la posibilidad de que la ciencia pueda aproximarse a lo aludido. Si la ciencia lo intentara, pasaría a ser religión o filosofía, y caería en otro error.

    Wittgenstein arremete contra los engaños del lenguaje y los espejismos que la filosofía es capaz de generar. Esta idea es en esencia lo que distingue a Wittgenstein y lo convierte en uno de los filósofos más relevantes del siglo XX. Es por esto que se valora la aparición de nuevas traducciones de dos textos magistrales: Conferencia sobre la ética y Observaciones sobre La rama dorada de Frazer, prologadas con lucidez por Carla Cordua. Ella le da contexto a ambos libros, los sitúa en su momento histórico y hace ver la vigencia de estas preocupaciones en la actualidad.

    Frazer pretende subordinar la magia, la religión y los ritos de lo que él llama “culturas primitivas”, y arrastrar identidades enteras a su esfera de (in)comprensión, para, así, clasificar lo que no corresponde. Impone ciencia donde no la hay.

    Para Wittgenstein, la función más virtuosa de la filosofía sería liberarnos de los embrujos del lenguaje. Los grandes misterios de la vida no se preguntan, y no por un afán de eludir dichas preguntas sino porque no pertenecen al lenguaje. En su texto Sobre la certeza, por ejemplo, recalca que las respuestas al problema de la vida no son epistémicas, o sea, se hacen presentes en el no-pensamiento, en la disposición prerreflexiva: la verdad es el lecho sobre el cual fluye el río del pensamiento.

    En Conferencia sobre la ética replantea lo que se entiende por ética. Se aleja de la definición de G.E. Moore y da una visión más amplia de la ética. Hace la equivalencia entre ética y estética, y nos tienta a pensar este asunto desde la perspectiva del Wittgenstein tractariano, pero es importante notar que escribe esta conferencia más de una década después del Tractatus.

    A esta altura su pensamiento filosófico está en vías de transformarse en el segundo Wittgenstein, el de Investigaciones filosóficas. En Conferenciaorienta la ética hacia lo absoluto, hacia aquellas cosas que trascienden un mundo limitado, a las grandes interrogantes de la vida, a su propósito, a la eternidad y la muerte. Son los “qué es” del mundo, las cosas místicas que no se saben, cosas que en el lenguaje producen cortocircuitos cuando hechos se confunden con creencias, cuando “formas de vida” no logran diferenciarse y contrabandean lenguaje y sentidos que no corresponden. El resultado es producto de nuestra adicción a las ecuaciones epistemológicas.

    Un año después de Conferencia… comienza a escribir lo que sería Observaciones sobre La rama dorada de Frazer, donde critica la mirada reduccionista de Frazer. Resumiendo, a Wittgenstein le parece que La rama dorada es una estupidez, un ejercicio dogmático incapaz de entender las diferentes formas de vida y que no hace más que arrojar una luz anómala sobre algo que no le pertenece a la ciencia antropológica. Frazer pretende subordinar la magia, la religión y los ritos de lo que él llama “culturas primitivas”, y arrastrar identidades enteras a su esfera de (in)comprensión, para, así, clasificar lo que no corresponde. Impone ciencia donde no la hay. Es como querer hablar del sonido del color rojo, insistir en su cualidad auditiva y presumir dominio sobre la experiencia de ver el rojizo del color, porque uno ha escrito 12 volúmenes sobre el sonido de dicho color.

    Según Wittgenstein, Frazer es culpable de provocar cortocircuitos en el pensamiento y ser un reduccionista por excelencia. Simplemente no comprende y disfraza su incomprensión con el lenguaje de su disciplina, un lenguaje sin sentido cuando se impone a formas de vida y gramáticas incompatibles. Es aquí donde se prefigura el concepto de que situaciones como esta hacen que el lenguaje se vaya de vacaciones.

     

    wittgenstein_ex

    Conferencia sobre ética, Ludwig Wittgenstein, Ediciones Tácitas, 2016, 63 páginas, $5.000.

     

    observaciones

    Observaciones sobre La rama dorada de Frazer, Ludwig Wittgenstein, Ediciones Tácitas, 2016, $5.000.

  280. Cineastas escribiendo de cine

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    La lectura de dos libros de cine, uno escrito por Wim Wenders y otro de conversaciones en torno a la obra de Godard, son el punto de partida de este ensayo que valora el amor a la disciplina misma antes que el despliegue teórico. En ambos volúmenes afloran las amistades, las convicciones políticas, el placer de enfrentarse ante imágenes bellas, vivas, desnudas o incómodas, y la ausencia de imposturas.

    por germán carrasco

    La única manera de ingresar al cine es una especie de virginidad, falta total de expectativas, una neutralidad casi espiritual que las imágenes deben llenar lentamente. Lo mismo con una lectura, no se puede leer desde la insatisfacción, o esperando aventuras reales o formales. Lo mismo con la gente. Desde esta honestidad total, Wim Wenders escribe un libro ¡en verso! sobre su método, sus maestros. Puede ser tomado como un pequeño mapa y guía para entender el cine.

    Los libros que me resultan más útiles a la hora de hacer taller o clases y que pueden funcionar a manera de manuales son los testimonios y poéticas de los propios creadores. La lista puede ser enorme: el Wen Fu de Lu Chi, manual de escritura china; las Notas sobre el cinematógrafo de Bresson; la Poética musical de Stravinsky, las entrevistas sobre el oficio periodístico a Norman Mailer; las entrevistas del Paris Review, entre otros documentos, testimonios y entrevistas de los que se puede extraer el manual o la manera de trabajar de un autor.

    Los creadores son mucho más sencillos para explicar sus métodos de composición, como lo refleja Wenders en Los píxels de Cézanne. En su caso, al igual que en el Godard de Historias de cine I y II, la forma escogida para explicarse es el verso libre. Esto les da libertad y pausas que permiten respirar. Y en este sentido me interesan los poemas de los narradores, artistas visuales, ciudadanos de a pie, filósofos, etc. Porque no están tan conscientes del medio por el cual se expresan, solo se expresan. Y sus pausas y prosodia suelen ser, en cuanto a forma se refiere, poco premeditadas. Comienza el libro de Wenders:

    Hay personas que piensan con una enorme claridad

    Otras pensando no llegan muy lejos

    Pierden el hilo a la vuelta de la esquina

    Y tienen que estar buscando todo el tiempo

    el punto de partida

    Para saber qué era lo que querían decir

    Yo soy una de esas personas

    Solo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final

    Las ideas van cobrando claridad

    A medida que veo las palabras delante de mí.

    Empieza a hablar de cómo comenzó transcribiendo sus sueños de noche, medio dormido, y luego al revisar la libreta con suerte se entiende la letra, lo que lo hace volcarse a la máquina de escribir: una Olivetti roja. Luego, por fin llegaron las computadoras, señala. Su relación con los computadores, video, el HD y la tecnología es abierta y receptiva. El libro es un listado de sus simpatías, maestros y experiencias, una guía de cine. Esta relación amigable con la tecnología aparece luego en Antonioni –homenajeado en el libro–, quien señala que el cine debería adaptarse, que los hábitos visuales cambian. Ambos no demuestran ningún pesimismo por el futuro del cine y sus cambios. Eso es lo que explica Antonioni filmado por Wenders en la habitación 666 de un hotel, junto a Herzog, Fassbinder, Spielberg y Godard. Una pregunta por el futuro del cine, una cámara de 16 mm y 10 minutos de cinta. A Antonioni le da una afasia y debe codirigir con Wenders sin hablar, y Wenders piensa que eso no es una limitación: con dibujos, y 12 vocablos en italiano, dirigen.

    Los libros que me resultan más útiles a la hora de hacer taller o clases, y que pueden funcionar a manera de manuales, son los testimonios y poéticas de los propios creadores.

    Así, el libro sigue revisando influencias y amigos, y continúa con la pintura de Edward Hopper, que surge a la par con el cine narrativo estadounidense. En los cuadros siempre pareciera que va a ocurrir algo, la inminencia de algo (según otros autores, en los cuadros de Hopper todos procrastinan gravemente esperando el juicio final). Después Wenders pasa al fotógrafo de modas, Peter Lindbergh en un poema llamado “¿Cómo lo logra este hombre?”. Cómo lo hace Lindbergh para fotografiar las modelos de esa forma, sin agredirlas con la cámara, sacando lo mejor de ellas.

    Algo parecido me preguntaba yo cuando vi las películas de Isaki Lacuesta: ¿Cómo lo hace este hombre para hacer actuar así a sus actrices? En ese tiempo estaba enamorado de una cineasta chilena que acudía a cuanto festival se realizaba, y aunque no soy un tipo celoso sino que me siento muy seguro cuando detecto amor genuino, le decía en broma: “No vaya a estar ese Isaki Lacuesta”, porque por el solo hecho de ver sus películas sé cómo él, su cámara y las mujeres se enamoran en una santísima trinidad, y eso es hermoso y uno lo siente como espectador. Aunque me daba celos, porque estaba con la pura cabeza afuera en la arena movediza del amor, no paraba de darle vueltas a las dudas: ¿por qué una imagen está viva, por qué unas nacen vivas y a veces muertas? ¿Por qué una película funciona?

    Pero volvamos a Wenders, que en el libro va visitando y explicando a sus amigos: Douglas Sirk, Samuel Fuller. Todo parece ser no-premeditación ni ideas preconcebidas, y corazón.

    Pina Bausch es para Wenders la honestidad del movimiento, lejana a toda impostura y gesto estudiado y operático. La convierte en su musa y sus movimientos riman con la lista de maestros que enumera en su historia del cine y la imagen: los silencios de Hopper, Ozu y Cézanne. Todos, como el mismo Wenders, desconfiados de las palabras. Le he mostrado esto a algunos amigos boxeadores de Colo-Colo y actualmente trabajo en un registro sobre eso, de cómo la visión de una obra de Bausch condiciona la corporalidad no solo de ellos, que son atletas, sino de todo el que las presencia: el peso, la gravedad, la levedad, el moverse por la vida.

     

    Week-end (1967)

    Week-end (1967)

     

    Algo más que mercancías

    El libro A propósito de Godard. Conversaciones entre Harun Farocki y Kaja Silverman es un diálogo vívido y muy necesario respecto a un cine, el de Godard, que suele boicotearse a sí mismo. Hay, sobre todo en las películas de los 70 en adelante, un claro intento de hacer que sean “indigeribles” para el espectador –como señala Silverman–, en un intento quizá de resistir o más bien parodiar el acto del consumo y la mercantilización. Incluso después de leer las conversaciones entre Farocki y Silverman, da la sensación de haber entendido menos del 10% de la película. El nivel de intencionalidad en cada construcción de escena demanda otro tipo de complicidad al que se acostumbra con una película.

    Week-end, por el contrario, busca ser consumida rápidamente; es, como señala el segundo intertítulo, “una película hallada en un basural” (un travelling apocalíptico en el mundo de la decadencia y la perversidad burguesa). Los autores coinciden en que Week-end es, sin duda, más amable que otras realizaciones de Godard. Se deja “consumir” por el espectador. Pretende pasar por una mercancía cuyo valor de uso se deteriora rápidamente, y paradójicamente termina convirtiéndose en un clásico. Roland y Corinne, los protagonistas, son el arquetipo de la perversidad burguesa, del filisteísmo, el individualismo, etc. Son actores del “desencantamiento del mundo” del que hablaba Max Weber: todo puede ser comprado y vendido, puesto que hay una supremacía absoluta del poder económico sobre otras formas de valor. Esta actitud de pequeño burgués, que es capaz de pelear a muerte por un accidente de auto o que roba prendas de marca a los cadáveres en la carretera ha sido incluso desdeñada por la oligarquía tradicional, que constantemente trata de desmarcarse del resto de la gente. Sin ir más lejos, la aristocracia tradicional chilena opera con una serie de códigos que se oponen a la ostentación económica.

    Pina Bausch es para Wenders la honestidad del movimiento, lejana a toda impostura y gesto estudiado y operático. La convierte en su musa y sus movimientos riman con los maestros que enumera: Hopper, Ozu y Cézanne.

    Quizá lo más interesante en el análisis de Farocki y Silverman es el contraste que observan entre la imagen del burgués que sale por el fin de semana y el paisaje: esas campiñas amarillas que todavía no han sido totalmente mercantilizadas, donde subsisten otras formas de valor aparte del económico. Es clave la escena en la cual unos chicos en un auto lujoso se estrellan contra un tractor. Entonces se produce un diálogo que evidentemente escenifica la lucha de clases:

    –Te molesta que tengamos dinero y tú no.

    –Si no fuera por mí y mi tractor los franceses no tendrían nada para comer.

    Sin embargo, estos personajes de todas formas son parte de “una comunidad involuntaria”, y esto lo retrata Godard en esos cuadros en que aparecen los personajes en pugna, de pie y juntos, observando hacia la cámara en silencio, y frente a una pared tapizada de carteles políticos.

    El paisaje juega un rol fundamental en la película. Constantemente aparece en segundo plano de la acción que se nos ofrece en primer plano: el embotellamiento, las consecuencias de la mercantilización, la discordia y perversidad burguesa, el individualismo, en resumen, un capitalismo apocalíptico. Entonces el paisaje aparece como un espacio de resistencia al proceso de racionalización que hace que todo “signifique” dinero (Godard juega constantemente con la idea del tiempo como ganancia a lo largo de la película: el tiempo es oro).

    Esto podría darnos una idea de la importancia que tienen las poéticas del paisaje (Zurita: los ríos, playas y desiertos; la metáfora que yo intento hacer del terremoto como un quiebre amoroso, un luto o un golpe de Estado). En un rapto de lucidez, Corinne pregunta en voz alta mientras contempla el paisaje: “¿Cuándo empezó la civilización?”. A lo que Roland, en su máximo filisteísmo y desencanto burgués, responde: “¿Por qué a alguien le interesaría preguntar algo así?”. Corinne contesta simplemente: “Está en el paisaje”.

    También recordemos que en ciertas escenas la cámara se queda atrás de los protagonistas, como si quisiera detenerse a contemplar aquello para lo que Roland no tiene ojos: el verdor de los árboles, el césped, etc.

    Asimismo, aparece St. Just –el primero de una serie de figuras alegóricas– caminando por una pradera, leyendo un libro en voz alta: “¿Se puede creer que el hombre haya creado la sociedad para ser feliz y razonable dentro de ella? ¡No! Uno debe asumir que, cansado del reposo y la sabiduría de la naturaleza, ¡él desea ser infeliz y loco!”.

    En las películas de Godard, sobre todo de los 70 en adelante, hay un claro intento de hacer que sean “indigeribles”, en un gesto de resistencia o más bien de parodia del acto del consumo.

    En la película Numéro Deux hay una breve mención a Chile. Una mujer invita a la protagonista a una reunión de vecinos “sobre Chile” y le alcanza el folleto que ella lee en voz alta, a pesar de que insiste en que no le interesan esas cosas. En el folleto hay una descripción de cómo se está torturando a las mujeres aquí (la película fue estrenada el 24 de septiembre de 1973). Chile queda en el mismo lugar que las demás naciones tercermundistas que aparecen mencionadas en la película: Argelia, ex colonia francesa, o la mención a Saigón (Godard, en un interludio, dice: “Y a más o menos 300 mil kilómetros de acá, ¿qué estoy diciendo?, a 20 mil kilómetros de acá el Vietcong ya pensó en Saigón”).

    Chile durante el régimen militar aparece formando parte de esa otredad noticiosa que llega a los medios europeos. En cierto momento de la película se yuxtaponen dos imágenes de video en dos televisores distintos: el de arriba es ficción (pornografía, Bruce Lee, etc.); el de abajo, documental (manifestaciones). Los estudiantes, dice una voz, parecieran no protestar por una contingencia social específica, sino más bien a favor de la victoria de “las luchas que estallarán en el mundo”. La metrópolis –Europa, Francia, a través de la experiencia doméstica y a simple vista irrelevante de una familia de clase trabajadora– es el eje de esta afluencia de contenido que viene de lugares lejanos del planeta, la “acción” que está ocurriendo en el mundo se contrapone a la cotidianidad de la familia francesa proletaria que protagoniza la película.

    La mayor parte de Numéro Deux se compone de videos domésticos: la vida de una familia proletaria en el hacinamiento de una vivienda social.

     

    Numéro Deux (1975)

    Numéro Deux (1975)

     

    Farocki hace hincapié en que el registro de estas actividades cotidianas genera una explosión de sentido –por lo general la gente trabajadora que aparece en el cine debe tener algo excepcional: ganan la lotería, pelean en una revolución, son parte del crimen organizado, etc. Aquí es la desnudez, el ocio y el hastío cotidiano de una familia trabajadora. Y esto se conjuga con un plano político, como si Godard pretendiese integrar esta cotidianidad aparentemente tan poco trascendental a las imágenes de manifestaciones que aparecen a lo largo de la cinta. Esto dice Godard en el primer interludio de la película: “El gobierno enseña a la gente un programa con métodos poco elaborados. Luego poco a poco los obreros, los hijos de los obreros, van a la escuela y después de la escuela van a la fábrica. Al final es lo mismo. Así son los métodos poco elaborados. Dirás que es un juego de palabras, pero las democracias tienen algo que, bueno, ahora ya no me sorprende. Los juegos de palabras, en cierto modo, están prohibidos. Se aceptan pero en temas mundanos, así se dice que no es serio. Sin embargo los juegos de palabras son palabras que inciden sobre algo, que es el lenguaje. Y es el amor, al fin y al cabo, el que nos ha enseñado el lenguaje (“el amor nos enseña a hablar”, dice después la protagonista mientras diserta a sus hijos sobre la experiencia del sexo y el amor). Incide e indica cortocircuitos, interferencias, cosas. Se usan a veces para curar enfermedades. Así que es serio. No, se dice que es complicado, y que se habla y se habla. Pero son las cosas las que son complicadas. Mientras que la angustia es simple. ¿Ves? Una máquina. Va rápido, va lento”.

    Más adelante, en el segundo interludio, una voz femenina repite: “El deseo no es sencillo, la angustia es sencilla, no el placer. Creo que el paro (la suspensión de las actividades productivas) es sencillo, no el placer”.

    Las imágenes cotidianas de desnudez de una pareja y la subjetividad confesada entre dos amantes (los padres de la familia que protagonizan la película) resultan claves para abordar esta complejidad del placer, de lo rápido que gana terreno el hastío en este asunto y, sobre todo, de la impaciencia. La mención a la sencillez del paro quizá nos remita al filisteísmo intrínseco en la política, a lo infinitamente más complejo que resulta mantener una relación entre dos personas que ejercen un dominio sobre las masas. Recordemos a Francisco Vidal desacreditando en cierto programa de televisión los argumentos de un comediante de apellido Ruminot: “Lo que tú me estás hablando es poesía”.

    (Imagen de portada: Room 666, de Wim Wenders. De izquierda a derecha: Fassbinder, Herzog y el director)

     

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    Los píxels de Cézanne, Wim Wenders, Caja Negra, 2016, 204 páginas, $16.900.

     

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    A propósito de Godard. Conversaciones entre Harun Farocki y Kaja Silverman, Caja Negra, 2016, 320 páginas, $18.000.

  281. El dilema de la herencia

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    En El monarca de las sombras, su última novela, Cercas dista mucho de convencer. La apertura del texto, briosa como siempre, cede lugar a una serie de pasajes que parecen bastante básicos. Porque esta novela que habla sobre la imprecisión del recuerdo y las dificultades de hurgar en el pasado –grandes temas, por cierto– está poblada de frases clichés o ramplonas, como: “La verdad es que uno era de donde había dado su primer beso”.

    por lorena amaro

    Sería estúpido no reconocer en un autor como Javier Cercas, con varios ensayos y novelas publicados (como la aplaudida Soldados de Salamina), no uno sino muchos talentos: es raro que un relato suyo no atrape en las primeras páginas, o que no se sienta lo que podríamos llamar el espesor de sus tramas, en que es evidente su trabajo como observador del mundo, siempre atento a historias y voces, también siempre fino en la construcción de universos en que ficción y realidad suelen traslaparse. Es así: lees las primeras páginas de una novela de Cercas y te preguntas quién puede en Chile hacer algo similar a lo que él hace en España. Quizás Edwards lo intentó. ¿Alguien más? ¿Quién investiga, quién logra entremezclar de ese modo ficción histórica y reflexión vital?

    Sin embargo, en El monarca de las sombras, su última novela, Cercas dista mucho de convencer. La apertura del texto, briosa como siempre, cede lugar a una serie de pasajes que parecen, más allá del deliberado uso que el novelista suele hacer de la metaliteratura, impostados, casi declamativos.

    La trama gira en torno a Manuel Mena, tío abuelo del escritor, muerto durante la peor de las batallas de la Guerra Civil, la del Ebro, cuando era oficial de las fuerzas franquistas y contaba con tan solo 19 años. Una figura que en la imaginación de la madre de Cercas, una niña cuando él murió, ha crecido con los años de manera trágica y romántica. Un fantasma familiar, un héroe sombrío, de bando equivocado, que lleva al narrador a oscilar entre la vergüenza y el deseo de comprensión.

    El dilema, como lo plantea una y otra vez el narrador, es la herencia: “…sentí que estaba en la cima del tiempo, en la cumbre infinitesimal y fugacísima y portentosa y cotidiana de la historia, en el presente eterno, con la legión incalculable de mis antepasados debajo de mí, integrados en mí, con toda su carne y su sangre y sus huesos convertidos en mis huesos y mi sangre y mi carne, con toda su vida pasada convertida en mi vida presente, haciéndome cargo de todos, convertido en todos o más bien siendo todos, comprendí que escribir sobre Manuel Mera era escribir sobre mí, que su biografía era mi biografía, que sus errores y sus responsabilidades y su culpa y su vergüenza y su miseria y su muerte y sus derrotas y su espanto (…) eran los míos”.

    La trama gira en torno a Manuel Mena, tío abuelo del escritor, muerto durante la peor de las batallas de la Guerra Civil, la del Ebro, cuando era oficial de las fuerzas franquistas y contaba con tan solo 19 años. Un fantasma familiar, un héroe sombrío, de bando equivocado, que lleva al narrador a oscilar entre la vergüenza y el deseo de comprensión.

    ¿Cómo asumir la herencia franquista de ese tío que tal vez ni siquiera llegó a ser franquista, sino que fue, como insinúa Cercas, una víctima, un joven idealista que adhirió no al franquismo, ni siquiera a la Falange, sino específicamente a las ideas de José Primo de Rivera?

    El juego de Cercas es involucrar al lector en la búsqueda biográfica del escritor. En el mundo anglosajón este tipo de texto recibe un nombre: “quest”. Famosos son libros como En busca del barón Corvo: un narrador obsesionado por el personaje va en busca de correspondencia, testimonios, documentos, los que sean, que vayan permitiéndole configurar una imagen. En el caso de Cercas, esta búsqueda de su tío abuelo lo lleva a él mismo a su pueblo natal, Ibahernando, en una interrogación del pasado que configura hasta cierto punto lo que él es en el presente. La narración, que alterna los episodios de la vida del tío abuelo y el relato sobre la búsqueda de “Javier Cercas”, transfigurado por el uso de la tercera persona en personaje, abunda en imágenes sobre la imprecisión del recuerdo y las dificultades de hurgar en el pasado. Una voz impostada repiquetea a lo largo de varias páginas: “…yo no soy un literato y no puedo fantasear, solo puedo atenerme a los hechos, y el hecho es que no sabemos si así fue, y que es casi seguro que nunca lo sabremos. Porque el pasado es un pozo insondable en cuya negrura apenas alcanzamos a percibir destellos de verdad, y de Manuel Mena y su historia es infinitamente menos lo que conocemos que lo que ignoramos”.

    Desde luego, Cercas no se atiene a los hechos, pero no porque imagine libremente los últimos días de Manuel Mena, sino porque más que biografiar le interesa lo que ese pasado de su pariente puede decir sobre la Guerra Civil, sobre la convivencia en España, sobre las herencias familiares, sobre las taras políticas que aquel país no ha logrado superar. Es el personaje “Javier Cercas”, “él”, quien es descendiente de una familia “facha”, de la cual en realidad no puede saberse a ciencia cierta si envió a alguien a la muerte, injustamente. El desdoblamiento operado por Cercas lo distancia de la inminencia de la culpa, que en sus diálogos con el personaje “David Trueba” (el reflejo novelesco del director que llevó al cine una adaptación de Soldados de Salamina) se debate precisamente entre la culpa y la “responsabilidad” de su herencia.

    Tan importante como la historia del tío del autor, es la de su madre, nacida en Extremadura y arrastrada por las penurias de la posguerra a Cataluña. De este modo, la novela presenta otro subtexto: el drama de muchas familias españolas que debieron desplazarse tras la guerra en busca de trabajo y comida, especie de exilio que en el caso de su madre impactó en su identidad de patricia de provincias para llevarla al solitario anonimato y el destierro de la lengua en Girona. Tocar estos temas no es nada fácil en España. Es por esto que un relato así no puede pecar de ingenuo y eso es lo que sorprende del libro de Cercas. Sorprende que, por ejemplo, tras dar muchas vueltas al destierro materno y a la relación avergonzada de él mismo con su pueblo, el narrador remate sus reflexiones con esta cursilería: “La verdad es que uno era de donde había dado su primer beso y de donde había visto su primer western, y que yo no me sentía ni catalán ni extremeño: me sentía de Ibahernando”. Con esto el libro no parece ir mucho más allá de una ramplona defensa de la patria como pueblo chico. Esto despolitiza la narración, en un país donde hoy existen urgentes reclamos independentistas y autonomistas.

    El monarca de las sombras es una novela metaliteraria en que las alusiones a Homero, Dino Buzzati, Antonioni, Danilo Kis, Hannah Arendt, parecen fortalecer sus reflexiones, por momentos seductoras y estéticas, pero donde se cuelan otras reflexiones bastante básicas, que no profundizan lo que de verdad está en juego: el sufrimiento como país y la conciencia que se tiene acerca de la propia familia. La conversación de “Javier Cercas” con su primo Alejandro, político de trayectoria, es, en este sentido, insufrible: “La frase de Alejandro sonó con el timbre inconfundible de la verdad”, dice. ¿Qué frase? “Yo me hice político para que no volviera a pasar”: su primo, miembro socialista del Parlamento Europeo, alude, claro, a la guerra. A la confrontación de las famosas dos Españas, que en realidad no son dos: son múltiples y escarpadas. La narrativa de Cercas, lejos de acercarnos a ellas, nos entrega un relato estereotipado de sus herencias.

     

    el monarca de las sombras

    El monarca de las sombras, Javier Cercas, Literatura Random House, 2017, 281 páginas, $12.000.

  282. Nanni Moretti: “Miro mi mundo con afecto, pero también con ironía y maldad”

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    Reírse de uno mismo

    “Mis películas son pedazos de vida. Siempre reflejan mis sentimientos sobre un momento. Yo hablo de mí mismo, de mi mundo, de lo que conozco. Y era natural que me tomara el pelo, que me riera de la izquierda y de la burguesía, que son los lugares a los que pertenezco. Cuando hice una película sobre un papa deprimido (Habemus Papam), lo que estaba haciendo realmente era hablar de mí, porque cada una de mis películas representa un capítulo de una única historia”.

    “Mi generación era muy dogmática, incapaz de reírse de sí misma. Mi primera película fue un intento por hablar de mi generación, pero más allá de los estereotipos. Miro mi mundo con afecto, pero también con ironía y maldad”.

    Primero espectador

    “El ser espectador fue muy importante para mi formación como director. Mis referencias están en el cine de autor de los 60 y no solo italiano, sino que también de la Nouvelle vague, del Free Cinema de Inglaterra o el trabajo de Glauber Rocha en Brasil. Esas películas fueron muy importantes para mí porque buscaban un modo diferente de hacer cine y, por otra parte, se atrevían a imaginar una sociedad distinta. Es decir, rechazaban todo lo que habían recibido como herencia. Hasta 1981 era un espectador de tipo brechtiano. Mi relación con las películas era analítico e intelectual. Sin embargo, ese año cambió mi manera de ver cine. La mujer de al lado, de Truffaut, fue la que me hizo poner en valor el componente emotivo. Recuerdo que cuando la vi me quedé pegado a la butaca. En ese momento no me pareció de mal gusto emocionarme, ni dejarme sensibilizar por la película. Esa experiencia me hizo cambiar como espectador, pero también como director”.

    Todo sigue igual

    “Relatar las neurosis no tiene nada de terapéutico. Al final todo sigue igual que antes. Por ejemplo, en Mia Madre hablé de la muerte de mi propia madre y eso no me sirvió para nada”.

    Malas películas

    “Para un aspirante a director es fundamental ver malas películas. Eso le ayudará a descubrir lo que no le gusta. Cuando se está creando no es tan importante saber lo que se quiere, sino que tener claridad sobre lo que no queremos hacer. No hay temas serios ni importantes, con cualquier argumento se puede hacer una buena película”.

  283. Nanni Moretti, mesías lunático

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    El próximo lunes el director italiano estará en una nueva versión del ciclo “La ciudad y las palabras”, organizado por la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica. Allí será entrevistado por el novelista y crítico de cine Alan Pauls, de quien publicamos un ensayo que escribió sobre Moretti, incluido en su libro Temas lentos.

    por alan pauls

    A mediados de 1976, los hermanos Taviani discutían en su pequeña oficina romana los detalles de la película que tenían entre manos –Padre padrone– cuando el ronquido de un motor que se acercaba, ligeramente desafinado, los obligó a callarse. Vieron por la ventana una vieja Vespa blanca estacionada frente a la oficina y a un hombre alto, extraordinariamente flaco, vestido con unos raídos pantalones de pana, que caminaba hacia ellos con el casco todavía puesto y los trancos largos y ciegos de un sonámbulo. Por un momento, un poco inquietos, los Taviani alentaron la esperanza de que la visita no fuera para ellos. Pero el timbre sonó, sonó una, dos, tres veces, y Paolo –el más aplomado de los dos: casi veinticinco años después, Vittorio confiesa que él había propuesto que se quedaran en silencio, fingiendo que no había nadie en la oficina– abrió la puerta, y el hombre entró y les estrechó la mano durante un largo rato, con una gravedad un poco pasada de moda, quizá burlándose, y sin decir una palabra se sentó ante el escritorio, en la silla de Paolo, de modo que Paolo, después de cerrar la puerta, fue hasta el escritorio y se quedó de pie junto a Vittorio –solo había dos sillas en la oficina–, posición en la que debió permanecer los quince minutos que duró la visita del desconocido.

    –Soy Nanni Moretti –dijo.

    Y ya abría la boca para seguir hablando cuando Vittorio, tartamudeando, con una trémula cortesía, le preguntó si no creía que sin el casco, dado que estaban en pleno verano, estaría mucho más… Moretti no lo dejó terminar y se quitó el casco con un solo gesto, como quien se arranca una máscara en la última escena de una película de terror. Entonces los Taviani comprendieron dos cosas: que a Nanni Moretti no le gustaba ser interrumpido, y que la cara que asomaba detrás de las cortinas de pelo y de barba era la cara de alguien joven, muy joven: una especie de estudiante crónico, pálido y desaliñado, propenso a la cólera y al rubor, un espectro de entusiasmo irascible que mayo del ’68 había enviado –según el caprichoso régimen de intercambios que a menudo suscriben las décadas– a la Roma de mediados de los años ’70.

    Los Taviani no recuerdan muy bien de qué hablaron. Recuerdan que Moretti habló, habló y habló y que ellos escucharon. Quería trabajar con ellos en su próxima película. De meritorio, de eléctrico, de cualquier cosa. Había hecho un par de cortos en Super-8 que podía mostrarles, si querían. Nada demasiado importante: ejercicios. Ahora empezaba a preparar su primer largometraje, también en Super-8.

    –Ah, qué bien –suspiró Paolo–. ¿Y de qué va a tratar su película?

    –Todavía no lo sé –dijo Moretti–. Solo tengo el título. Se va a llamar Yo soy un autárquico.

    Los Taviani no recuerdan muy bien cómo consiguieron que se fuera. Recuerdan, sí, qué fue lo que pensaron mientras lo despedían, mientras con alivio, casi encariñados, lo veían ponerse el casco y subirse a la Vespa con la parsimonia de un cowboy de western marciano. Pensaron que lunáticos así eran los que hacían estallar el frágil equilibrio de los rodajes… y también los que hacían posible que el cine volviera a respirar.

    La intempestividad, la desubicación, esa determinación radical, a mitad de camino entre el estupor autista y el fanatismo: las mismas fuerzas que inquietaron esa tarde de verano a los Taviani son las que recorren la obra y la actitud del más original –y el más incómodo– de los cineastas italianos contemporáneos.

    –No lo contratemos –dijo Paolo–; va a ser mejor para todos: para nosotros, porque vamos a filmar en paz; y para él, porque va a poder hacer su película.

    Pero a Moretti nadie le dice que no. Ni los hermanos más famosos del cine italiano. A los 23 años, esta ex estrella del waterpolo, que había renunciado por el cine a una carrera más que promisoria –titular de la primera del Lazio, miembro del equipo nacional juvenil–, no trabajaría en el equipo técnico de los Taviani pero sí como actor: Moretti es el campesino que lleva el nombre de Cesare en Padre padrone, el film que al año siguiente consagrará en Cannes a los Taviani. Y algunos meses más tarde, tan sucio, ensimismado e irritable como había irrumpido en la oficina de los Taviani, Moretti filma las primeras tomas de Io sono un autarchico. El debut es múltiple. Con la cámara de Super-8 que compró vendiendo su colección de estampillas, Moretti inaugura al mismo tiempo tres cosas: una carrera en el largometraje, un alter ego de ficción llamado Michelle y una manera de hablar y mirar en primera persona a la que el cine nunca se había asomado.

    Todo Moretti está de algún modo en ese paso de comedia con los Taviani. La intempestividad, la desubicación, esa determinación radical, a mitad de camino entre el estupor autista y el fanatismo: las mismas fuerzas que inquietaron esa tarde de verano a los Taviani son las que recorren la obra y la actitud del más original –y el más incómodo– de los cineastas italianos contemporáneos. Ya el título del primer largometraje anuncia la premisa básica del programa Moretti: autosuficiencia, autogestión, autonomía. Y habría que agregar: autobiografía. Porque Moretti no solo protagoniza como actor todas sus películas, sino que el personaje que interpreta, de Io sono un autarchico (1976) hasta Aprile (1998), es, con algunos matices, una versión más o menos exasperada de sí mismo, y gran parte de los personajes que lo escoltan en la ficción son parte de su familia, de su equipo de trabajo o de su círculo de amistades en la vida real. Caro diario (1994) y Aprile son sin duda las apoteosis de esa práctica exhibicionista: films híbridos, formalmente inestables, jugados en la tensión entre una puesta en escena rigurosa, incluso obsesiva, y un material excavado de la cotidianidad más banal y verdadera. Pero el Moretti caprichoso y monotemático de Aprile, que se queja de la liviandad de los teléfonos modernos o deserta de una filmación para tomarse un capuccino, no es muy distinto, por ejemplo, al Michele Apicella de Sogni d’oro (1981), un cineasta de vanguardia que prepara un film llamado La mamá de Freud, mantiene una pésima relación con su madre (interpretada por la madre real de Moretti) y compite con un cineasta rival en un programa de TV que los obliga a disfrazarse de pingüinos, o al sacerdote intolerante de Basta de sermones (1985), que se rebela y maltrata a todos los que acuden a él en busca de consuelo, o al Michele de Io sono un autarchico, que, mantenido por el padre y abandonado por la novia, mata las horas recitando en un espectáculo de teatro experimental y se entrena haciendo trekking en la montaña.

    Se llame Michele Apicella (como en sus cuatro primeras películas y en Palombella rossa, de 1989), don Giulio (como en Basta de sermones) o directamente Nanni (como en Caro diario, de 1994, y Aprile), si Moretti aparece una y otra vez en pantalla es para encarnar siempre el mismo personaje: un sujeto impaciente, en carne viva, incapaz de encontrar su lugar en el mundo, incómodo en todos los contextos, todas las relaciones y todos los discursos, eternamente insatisfecho, que camina de un lado al otro como una fiera enjaulada y solo encuentra consuelo en la más psicótica (y la más anticinematográfica) de las compulsiones: el soliloquio. Moretti filma y se filma haciendo lo que más sabe: pensar en voz alta. Importa poco, pues, si el Moretti que camina por las paredes de las películas de Moretti es el mismo Moretti que las filma; lo que importa es que todos los Moretti confluyen y se funden en una misma y única figura conceptual, motor, materia y forma del cine morettiano: la figura del pensador que ya no puede pensar.

     

    Aprile (1998)

    Aprile (1998)

     

    Porque Moretti, como se dice, es alguien que no tiene paz. A diferencia de sus mayores sesentayochistas (Bernardo Bertolucci, Marco Ferreri, su adorado Pasolini, a quien homenajea en la segunda “entrada” de Caro diario, cuando peregrina a bordo de su Vespa hasta el descampado donde Giuseppe Pelosi lo mató en 1975), que inventaron y protagonizaron el último gran éxtasis artístico-político del siglo XX, Moretti, nacido en 1953, llegó demasiado tarde, cuando la fiesta había terminado o se degradaba en la insensatez y el espanto. De joven, mientras entrenaba en las piletas del Lazio, militó en la izquierda extraparlamentaria, una de las alternativas que los radicales italianos improvisaron para evitar ser arrastrados por el naufragio de Enrico Berlinger y el eurocomunismo, para oponerse a la hegemonía de la democracia cristiana y para imaginar algún destino que no fuera el que proponían la pólvora y la sangre del terrorismo. Io sono un autarchico es de 1976, un año después del asesinato de Pasolini, y una de las pocas cosas que los Taviani recuerdan con claridad de aquella conversación con Moretti es la pasión, la tristeza sin consuelo y la ira con que ese joven energúmeno de 23 años se puso a hablar del autor de Teorema, negando la versión oficial de su muerte y asegurando que los autores del crimen “habían firmado la sentencia de muerte del cine italiano”. (“Bueno: tampoco hay que exagerar”, creyó necesario decir Vittorio, quizás un poco lastimado). Huérfano del padre Pasolini, Moretti solo tiene una manera de hacer el duelo: convertirse en cineasta y filmar.

    Si Moretti aparece una y otra vez en pantalla es para encarnar siempre el mismo personaje: un sujeto impaciente, en carne viva, incapaz de encontrar su lugar en el mundo, incómodo en todos los contextos, todas las relaciones y todos los discursos, eternamente insatisfecho, que camina de un lado al otro como una fiera enjaulada y solo encuentra consuelo en la más psicótica (y la más anticinematográfica) de las compulsiones: el soliloquio.

    El signo fúnebre de esa iniciación tenía todo para condenarlo a la amnesia o a la nostalgia, dos destinos que supo esquivar como nadie, con la cintura, la agilidad y la falta de misericordia que solo tienen los grandes artistas de la risa. (Vittorio Taviani, recordando aquel primer encuentro en la oficina, dijo que nunca había visto a un chico tan desprovisto de gracia extraer de esa indigencia un encanto tan grande. Paolo asintió y dijo: “¡Como todos los cómicos!”) Frágil y saludable a la vez, precario y extrañamente entusiasta, el cine de Moretti tiene la curiosidad y la obcecación de una fuga hacia adelante; trabaja con formas y tonos menores, flirtea con el documental, funde el registro de la intimidad cotidiana con el de la intervención política, alterna films de ficción con cortometrajes de urgencia, y lo que sostiene el movimiento singular de su obra es un puñado de preguntas que vuelven una y otra vez, espasmódicas, como tics nerviosos de una suerte de tourettismo filosófico-político-existencial: ¿cómo pensar a Italia? ¿Qué hacer con las imágenes y las palabras? ¿Qué quiere decir “izquierda”? Son las mismas preguntas que acosaban a Lenin (¿Qué hacer?) y a Kant (¿Qué se puede esperar?), solo que formuladas por un cineasta que filma desde la complejidad de la posthistoria: alguien para quien la Revolución o la Razón no son premisas sino problemas, y alguien que no puede vivir sin dar rienda suelta al puñado de deseos anacrónicos que le mordisquean los talones: problematizarlo todo, nadar contra la corriente, refutar el sentido común, empezar de nuevo otra vez, todos los días, en todas partes. Así, el personaje Moretti –con sus berrinches, su intemperancia, su incorrección política, su estrepitosa falta de modales, su vocación por el fastidio– es a la vez extremadamente actual y flagrantemente arcaico; es leve, fluido y mínimo, tres cualidades esenciales para infiltrarse en las delgadas mallas de la sociedad contemporánea; y también es radical, de una intransigencia quijotesca, inflexible hasta la demencia, como si las causas perdidas fueran las únicas dignas de ser defendidas. Inventando esa gran figura conceptual que preside su cine –El Asocial, El Que Dice No, El Que No Soporta–, Moretti, fiel al axioma de Hegel, reescribe al trágico Pasolini en clave de farsa.

    El gran tema del cine de Nanni Moretti es la Crisis: la confusión, la dificultad de definir y juzgar, la imposibilidad de nombrar, la mutación, lo informe, lo que se mueve pero todavía no tiene rostro. Sus detractores le reprochan su compulsión a personalizarlo todo, a traducir y reducir los problemas que aborda, originalmente sociales o comunes, al idioma privado de la neurosis, del “caso” o, como mucho, de la novela familiar. (Silvia Nono, su mujer –hija de Luigi Nono y nieta de Schoenberg–, y su hijo Pietro son los coprotagonistas de Aprile). Es probable que el reproche esté también arraigado en el efecto abrumador que provoca la avidez autárquica del cineasta: además de actuar y dirigir sus películas, Moretti las escribe, las produce con su productora, la Sacher Film (bautizada en honor a la torta vienesa por la que suspira), las distribuye con su compañía Tandem y las exhibe en su cine, el Nuovo Sacher, que programa también películas ajenas (las de Abbas Kiarostami, entre otros) y los títulos ganadores del Premio Sacher, cuyo jurado forman Moretti y su socio, Angelo Barbagallo. (El artículo 1 del reglamento dice: “Jamás serán premiados los directores imbéciles que no le gusten a Moretti”).

    Nanni Moretti en “La ciudad y las palabras”

    Lunes 17 de abril, a las 18:30 hrs, en el auditorio del Campus Lo Contador de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entrada liberada. Inscripciones con Loreto Villarroel (lvillarr@uc.cl).

    Pero la autarquía –gran estrategia paranoica para tiempos de crisis– es justamente lo contrario del narcisismo: es la operación que desprivatiza lo personal y lo politiza, del mismo modo que en los films de Moretti las crisis nunca son exclusivas del yo, sino que son al mismo tiempo orgánicas y sociales, afectivas y políticas, familiares y nacionales. En los primeros minutos de Palombella rossa, Michele, waterpolista, choca en camino al club donde debe competir y pierde la memoria. Todo empieza a mezclarse: las vicisitudes del juego, los jirones de recuerdos familiares del héroe, la crisis del Partido Comunista, la religión, el despotismo mediático, el cine, la intolerable espectacularización de la sociedad… El que sufrió el golpe fue Michele, pero el accidente no es individual sino colectivo, y su efecto de cortocircuito arrastra la agenda entera de toda la sociedad. Moretti filma la perturbación de su personaje, pero la filma con la mirada de una especie de socio-neurólogo, alguien capaz de ver el funcionamiento mental de la sociedad, o de pensar la sociedad como un cerebro que hace falsos contactos, que patina y delira. Y en Aprile, el film narcisista por excelencia, ¿qué hace Moretti a los cinco minutos de ser padre por primera vez? Corre como un poseso por el hospital, todavía con el guardapolvo puesto, aullando y tratando de empapelar las paredes con la consigna de lucha que acaba de acuñar en la sala de partos: ¡Peridural Libre! O sale con su Vespa a la calle a festejar y descubre que toda Roma celebra el triunfo electoral del Ulivo –la coalición de centroizquierda que desaloja del poder a Berlusconi–, y a los autos que hacen sonar sus bocinas, él, padre flamante, levantando los brazos, contesta a los gritos: “¡Cuatro quilos doscientos!”.

    ¿Moretti personalista? Sin duda. Pero a condición de comprender hasta qué punto ese personalismo, que es básicamente una construcción artística, es también una de las poquísimas maneras felices en que el cine puede hoy tener alguna relación productiva con lo político. Moretti se lo toma todo de un modo personal. Quiere ser testigo de las cosas, quiere ver, quiere estar ahí. Stare lí, stare lí: es el lema que lo lleva a filmar el debate histórico sobre el cambio de nombre del PC italiano (La Cosa, 1990), o la llegada de los barcos cargados de refugiados albaneses y la declaración de independencia de Padania (Aprile), o los doce espectadores que asisten a la première de Primer plano, el film de Kiarostami, en el Nuovo Sacher (Il giorno della prima di Close-up, 1996). Estar ahí y sufrir, estar ahí y querer irse, estar ahí y delirar –pero no delegar nunca, no tener emisarios, no dejarse representar. En una de las escenas más regocijantes de Aprile, Moretti, acuciado por otra indignación, se va al Hyde Park de Londres a leer en voz alta todas las cartas de reclamo que escribió (y nunca envió) a las organizaciones de la izquierda italiana. Las lee, las recita a voz en cuello para la media docena de homeless que lo contemplan, y a medida que va dejando caer las hojas escritas –a medida que la carcajada nos asalta–, lo que se dibuja en la pantalla es la extraña, la intensa dimensión moral de Moretti, esa especie de irreductibilidad que lo convierte en un mesías contemporáneo, a la Buster Keaton: alguien que sabe que no hay salvación, pero aun así no piensa dejar de gritar.

    Publicado en Animus nº 7, diciembre de 2000/enero de 2001.

     

    temas lentos

    Temas lentos, Alan Pauls, Ediciones UDP, 2012, 352 páginas, $14.000.

  284. Florencia: entre la sangre, el poder y la performance

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    Maquiavelo, Miguel Ángel, Savonarola, Leonardo… La confluencia de estas figuras en la Florencia de los Médicis permiten esclarecer la estrecha relación que existe entre arte y política. Mal que mal, la modelación del bronce o la piedra es un sucedáneo de la modelación que el arte de gobernar es capaz de imprimirle al espíritu de las masas. Que en política se mintiera, como se lo sigue denunciando en vano hasta el día de hoy, era algo que a Maquiavelo solo podía causarle gracia, puesto que si hay algo que jamás existió para él fue algún tipo de verdad que precediera al arte de crearla o de inventarla.

    por federico galende

    La mañana del 3 de marzo de 1498, un monje dominico se presentó en el monasterio de San Marco, situado al sur de la Porta San Gallo, en los suburbios de Florencia, para dar una de sus prédicas habituales. Que para hacerlo hubiese tenido que retirarse esta vez hasta ese extremo de la ciudad, alejado completamente de las arterias centrales por las que deambulaban bohemios como Leonardo o Miguel Ángel, lo explica el hecho de que por decreto tenía prohibido hablar en público. El motivo eran las diatribas que ante una multitud cada vez más numerosa, formada por fanáticos que procedían del pueblo y buscaban la verdad eterna en esas revelaciones mesiánicas o divinas, el monje destinaba a las bacanales y las orgías de las que participaba Alejandro VI, el Papa. Por esos mismos años, Jheronimus Bosch (El Bosco) lo retrató en la tabla central de El carro de heno, montado a lomo de un caballo y movido visiblemente por el acaparamiento, la opulencia y la ambición.

    El monje en cuestión era Savonarola, Girolamo Savonarola, uno de los oradores más fabulosos y cautivantes de todos los tiempos. Y entre quienes bajo el alero humilde de la capilla no dejaban de conmoverse, había un joven que se mantenía impávido, concentrado en analizar detenidamente la escena con el propósito de desmontar uno tras uno los trucos retóricos que el fraile hacía confluir en esa pieza oral tan poderosa. El joven se llamaba Nicolás Maquiavelo, a quien una notable biografía que en Chile pasó sin pena ni gloria, escrita por Miles Unger y traducida al castellano hace dos o tres años, lo muestra esa misma mañana de marzo saliendo de su casa, cercana al Ponte Vecchio, para cruzar la ciudad a pie y cumplir con el encargo que acababa de hacerle el embajador florentino ante la Santa Sede: investigar al peligroso y carismático fraile.

    El interés de la escena, tocada lateralmente por Thomas Mann en Fiorenza y por el historiador Lauro Martines en la intrigante Sangre de abril, proviene menos de ese encuentro particular, que del choque frontal entre dos grandes cosmovisiones de mundo: Maquiavelo era un ateo refinado, que leía a Dante, a Petrarca o, según propia confesión, a poetas menores como Tibulo u Ovidio. También se revolcaba con las prostitutas de la ciudad a orillas del Arno, se embriagaba con sus amigos en las tabernas y no adhería, por naturaleza, como le gustaba decir, a ningún principio moral. Savonarola, en cambio, era un fraile megalómano, de espíritu fundamentalista, que veía en los poderes terrenos una encarnación de leyes divinas.

    En ese reparto de carácter eminentemente performático, fundado en alternar promesas con amenazas, con el fin de hacer pasar un valor particular como si fuese universal, descubrió Maquiavelo la esencia de la política moderna.

    La instantánea abrevia con evidencia, como por lo demás nos lo da a entender Unger, un giro decisivo en los modos de comprender el arte y la política. Es probable incluso que para el propio Maquiavelo, quien anticipándose en más de 400 años a las comentadas sospechas de Brecht sobre la catarsis, analiza el discurso de Savonarola en clave performática. En el informe que envía al embajador ante la Santa Sede, y a partir del cual trazará para sí un futuro promisorio como Segundo Canciller de Florencia, despieza las invocaciones espirituales del monje en términos de “efectos” retóricos destinados a sugestionar a las masas y advierte, en sus nada casuales proclamas apocalípticas, una amenaza latente y solapada.

    En ese reparto de carácter eminentemente performático, fundado en alternar promesas con amenazas, con el fin de hacer pasar un valor particular como si fuese universal, descubrió Maquiavelo la esencia de la política moderna. No superaba aún la treintena y ya sabía, como lo dejará en claro 15 años más tarde en El Príncipe, que no existe una realidad que sea independiente de los propósitos de algo o alguien, de un poder, una fuerza, una estrategia. Si la política es un arte, si todo arte es política, es porque lo que allí se juega en común no es la aceptación de una realidad implantada por los poderes celestes, sino la creación misma de la realidad como tal.

    Y lo que Maquiavelo percibió aquella mañana en el discurso del predicador fueron sus dotes para tejer la realidad (incluida aquella en la que se presentaba a sí mismo como enviado de algún demiurgo) a punta de figuras retóricas perfectamente ensambladas. ¿Quién dijo que hacer cosas con palabras fue una ocurrencia de John Austin en un aulario de Harvard? Savonarola declaraba ahora ante las multitudes que lo escuchaban, distraído de la presencia furtiva de su detractor, que su misión como líder y gobernante se le había revelado en un sueño: sentía caer sobre su cuerpo desnudo baldazos de agua que iban enfriando el calor de su carne hasta extinguir, de modo definitivo, el más mínimo apetito mundano.

    Maquiavelo soltó una risita mordaz, chasqueó los dedos y salió de la iglesia. El resto de los devotos, entre los que figuraba también Botticelli, cuya obra más marginal y olvidada fue realizada bajo el hechizo del cura, pasó la noche arrojando sus joyas, sus libros lascivos y sus pinturas concupiscentes a una pequeña hoguera improvisada en la Piazza della Signoria. El segundo canciller se dedicó, en cambio, a escribir el informe adeudado y a tramar con Da Vinci, cuyos primeros frescos lo impresionaron bastante menos que sus planes de ingeniero disparatado, una fórmula para desviar el curso del Arno.

    Si la política es un arte, si todo arte es política, es porque lo que allí se juega en común no es la aceptación de una realidad implantada por los poderes celestes, sino la creación misma de la realidad como tal.

    El arte se probaba como política también en estas hibridaciones: el objetivo era hambrear a los pisanos, enemigos históricos de los florentinos, un método que otro miembro ilustre de la ciudad, Brunelleschi, había aplicado cinco décadas atrás con el río Serchio.

    El desvío que en esta ocasión proponía Leonardo, a quien la documentadísima investigación de Miles Unger exhibe conversando o jugando naipes con otros hombres de letras en el Salón de los Médicis, se realizaría en Stagno, próximo al Puerto de Livorno, donde se requirió de un ejército de más de dos mil trabajadores, que pasó varias semanas, de sol a sombra, moviendo toneladas de rocas, piedras y lodo. Pero la versión tridimensional, como sucedía con todo lo que hacía Da Vinci, resultó bastante más ardua que la que estaba garabateada sobre el papel: se extenuaron los hombres, hubo una tormenta, el agua inundó las primeras excavaciones y los pisanos aprovecharon el desconcierto para agujerear las represas.

    Era propio de artistas flemáticos como Da Vinci, desentenderse de los proyectos que él mismo iniciaba: había recibido apenas un año atrás el encargo de hacer un fresco en el Salón del Gran Consejo del Palazzo della Signoria, el más alto honor que podía la república conferir a un artista, y desapareció tras cobrar el primer adelanto. Y Miguel Ángel, su eterno rival, era parecido: se marchó a Roma antes de concluir La batalla de Cancina.

    Maquiavelo, quien adoraba esta obra, conoció a Miguel Ángel la mañana en que Buonarroti lo contactó para entregarle personalmente un sobre con dinero diplomático que le enviaban desde Florencia: había trazado planes para residir ahí cuando recibió del gobierno, que al parecer no había aprendido la lección, la oferta para que modelara un legendario bloque de mármol que estaba abandonado en un patio próximo al Duomo. El bloque tenía casi 10 metros de altura y, como detalló Vasari, presentaba un irremediable orificio que le había hecho meses atrás un principiante mediocre. Miguel Ángel se tomó esta vez la tarea en serio para evitar, sobre todo, que se la traspasaran a Leonardo: Unger recuerda que cada mañana, a la misma hora, entraba en el patio, se montaba sobre una escalera y se ponía manos a la obra. Los florentinos que paseaban por allí, eventualmente se detenían para hacer algún comentario o incluso alguna “objeción”, hasta que un día se encontraron con el David.

    Era propio de artistas flemáticos como Da Vinci, desentenderse de los proyectos que él mismo iniciaba: había recibido apenas un año atrás el encargo de hacer un fresco en el Salón del Gran Consejo del Palazzo della Signoria, el más alto honor que podía la república conferir a un artista, y desapareció tras cobrar el primer adelanto.

    Al joven Maquiavelo, sin embargo, este tipo de prácticas tan específicas lo tenían sin cuidado; cuando hablaba de arte, no era al prodigio de escultores como Miguel Ángel a lo que se refería: en las reverencias de la aristocracia por la modelación del bronce o la piedra atisbaba apenas un sucedáneo de la modelación que el arte de gobernar era capaz de imprimirle al espíritu de las masas. Que en política se mintiera, como se lo sigue denunciando en vano hasta el día de hoy, era algo que a Maquiavelo solo podía causarle gracia, puesto que si hay algo que jamás existió para él fue algún tipo de verdad que precediera al arte de crearla o de inventarla. Hacerse amar y hacerse temer eran los materiales básicos de esa componenda; el arte estaba en combinarlos sin que la fórmula exacta pudiese conocerse con antelación.

    El método quedó abierto para la eternidad: el arte del que se vale un gobierno determinado para legitimarse en el poder no se distingue, desvestida la realidad como construcción humana, del que ejercen los pueblos a la hora de serenarse o levantarse violentamente en armas. Gramsci dedicó no por nada sus imprescindibles Notas sobre Maquiavelo a poner en evidencia el problema: el florentino había escrito El Príncipe por derecha dejándole, a la izquierda, un mensaje en la solapa. No hay nada por lo que llorar: el mundo tiene el tamaño de nuestras luchas y detrás de este no hay dioses sino autores, cuerpos que se congregan y presupuestos creativos que se corroboran a sí mismos en la eficacia de la realidad sensible que transforman o configuran.

    Con afirmaciones de este calibre, despojadas de pelos en la lengua, había irritado a conservadores y desacreditado los privilegios del visionario de izquierda. En esto residía su vago y premonitorio jacobinismo, y por esto pasó más de dos siglos sepultado en una capilla, tan desamparada como aquella otra en la que había ido a escuchar a Savonarola, que ningún viajero visitaba. No creo que le hubiese importado; poco antes de morir, escribió: “Entro en la venerable corte de los muertos y me nutro de ese alimento que es solo mío y para el que nací. No me avergüenza conversar con ellos, no experimento aburrimiento alguno, me olvido de todos mis problemas y no temo ya a la pobreza. Estoy completamente absorto en ellos”.

     

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    Maquiavelo. Una biografía, Miles J. Unger, Edhasa, 2013, 408 páginas, $25.000.

  285. El urinario que cambió la historia del arte cumple 100 años

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    En abril de 1917 Marcel Duchamp compró en una ferretería el urinario que luego envió, con seudónimo, a la exposición que organizaba en Nueva York la Sociedad de Artistas Independientes. El shock fue inmediato –la pieza fue rechazada–, pero su influencia dura hasta nuestros días: además de resultar desconcertante que un objeto de uso cotidiano y realizado en serie entrara en el museo, el urinario cambió la noción de gusto y los valores que nos permiten distinguir qué es arte y qué no.

    por matías hinojosa

    En 1913, ensamblando la rueda de una bicicleta sobre la superficie de un taburete, Marcel Duchamp dio forma a su primer ready-made. Este término, que fue acuñado por el artista recién en 1915, designa una forma de arte que vino a cambiar para siempre las reglas del juego, planteando que cualquier objeto podía convertirse en arte. El gesto de Duchamp, que hasta 1912 se había dedicado a la pintura de caballete, marca su renuncia a la creación plástica dirigida exclusivamente a la vista (arte retiniano), articulando desde entonces una obra cuya ambición es el intelecto. Tras la aparición de Rueda de bicicleta, su búsqueda prosiguió con los ready-made Portabotellas, Peine, Un ruido secreto y Trampa. Pero fue en abril de 1917, con su famoso urinario titulado La fuente, cuando sus artefactos lograron el remezón definitivo, al intentar exponer este objeto en una muestra de arte moderno.

    “El hecho de que el señor Mutt realizara o no La fuente con sus propias manos carece de importancia. La eligió. Cogió un artículo de la vida cotidiana y lo presentó de tal modo que su significado utilitario desapareció bajo un título y un punto de vista nuevo. Creó un pensamiento nuevo para ese objeto”, se leía en la editorial del segundo número de la revista The Blind Man, publicada un mes después de la exhibición.

    “No me comportaba en absoluto como un pintor que presenta un cuadro, que quiere que lo acepten y que, a continuación, quiere que lo alaben los críticos”, señaló Duchamp a Pierre Cabanne en 1966, consultado por el alboroto ocasionado por su urinario dentro de la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York, quienes rechazaron exhibir su obra en la primera exposición anual organizada por el grupo.

    El artista, que había ayudado a fundar aquella organización y que además fue jurado de la muestra, envió el urinario de cerámica de manera secreta, firmándolo con el seudónimo de R. Mutt. “Las autoridades oficiales no sabían que lo había mandado yo; firmé con el nombre de Mutt precisamente para evitar que intervinieran los aspectos personales. Pusieron La fuente sencillamente detrás de un panel y no supe dónde estaba mientras duró la exposición. No podía decir que era yo quien había presentado ese objeto, pero creo que los organizadores lo sabían por rumores. Nadie se atrevía a mencionarlo. Reñí con ellos y luego me retiré de la organización”, contó Duchamp a Cabanne en sus conversaciones.

    El impacto de La fuente, como suele ocurrir con los actos de esta naturaleza, no fue comprendido inmediatamente. Hubo que salir a explicar el chiste. “El hecho de que el señor Mutt realizara o no La fuente con sus propias manos carece de importancia. La eligió. Cogió un artículo de la vida cotidiana y lo presentó de tal modo que su significado utilitario desapareció bajo un título y un punto de vista nuevo. Creó un pensamiento nuevo para ese objeto”, se leía en la editorial del segundo número de la revista The Blind Man, publicada un mes después de la exhibición, donde Duchamp y un grupo de dadaístas emprendieron una acalorada defensa de la obra, dejando así constancia del hecho y del concepto que la motivaba.

    El urinario constituye un punto de inflexión en el camino hacia la desmaterialización del arte. Pese a tratarse todavía de objetos, la estimación de los ready-mades pasa fundamentalmente por una anulación de los criterios estéticos. No es posible observar su envergadura desde una perspectiva plástica, pues su valor se revela en un plano superior al artefacto. Como escribe Octavio Paz en Apariencia desnuda: “Sería estúpido discutir acerca de su belleza o su fealdad, tanto porque están más allá de belleza y fealdad como porque no son obras sino signos de interrogación o de negación frente a las obras. El ready-made no postula un valor nuevo: es un dardo contra lo que llamamos valioso. Es crítica activa: un puntapié contra la obra de arte sentada en su pedestal de adjetivos”.

     

    duchamp

     

    Esta subversión también fue una arremetida contra la vieja idea del creador y la necesidad de una obra de arte manufacturada. Formas, colores y texturas no eran importantes para Duchamp, ya que el valor de una obra se juega en el significado que encierra el acto del artista. Con este predominio de lo intelectual por sobre lo plástico, el francés pretendía revitalizar los valores que se habían perdido durante el período romántico, cuando el arte deviene en una expresión del espíritu individual en desmedro de una manifestación que históricamente había sido simbólica. “Hay una gran diferencia entre una pintura que solo se dirige a la retina y una pintura que va más allá de la impresión retiniana (una pintura que se sirve del tubo de colores como de un trampolín para saltar más lejos). Esto es lo que ocurre con los religiosos del Renacimiento. El tubo de colores no les interesaba. Lo que les interesaba era expresar su idea de la divinidad, en esta o aquella forma. Sin intentar lo mismo y con otros fines, yo tuve la misma concepción: la pintura pura no me interesa en sí ni como finalidad. Para mí la finalidad es otra, es una combinación o, al menos, una expresión que solo la materia gris puede producir”, afirmó Duchamp en una entrevista.

    “En el comienzo estuvo Duchamp; casi podría decirse que fue el mito de origen, y como todos los mitos, no se limitó a dar el movimiento inicial sino que realizó todo el camino que no queda más que seguir recorriendo de ida y vuelta”, señala César Aira en su ensayo “Sobre el arte contemporáneo”.

    Esta toma de posta con la tradición encarnaba indudablemente una paradoja: el artista que más lejos había llevado los contornos del arte moderno, punta de lanza de las llamadas vanguardias de principios del siglo XX, era quien reivindicaba al mismo tiempo un rescate de esa perspectiva clásica del arte. Este juego de contrarios (afirmar a través de la negación) es una actitud típicamente duchampiana. Como Cervantes desarticulando la novela de caballería por medio de la adquisición de sus códigos al escribir el Quijote, Duchamp hace lo propio insertándose en el arte de vanguardia, llevándolo hasta un extremo, para así poder negarlo.

    Como puede desprenderse de sus afirmaciones, el rechazo al arte retiniano no era absoluto. Por el contrario, defendía a los artistas, como lo demuestra su opinión sobre los pintores del Renacimiento y su filiación con el movimiento surrealista, que eran capaces de trascender la expresión puramente visual. Se oponía, antes que a la obra retiniana, a la obra vacía de concepto. Como le dijo a Cabanne: “Para que algo me guste, no es que tenga que ser muy conceptual. Lo que no me gusta es lo no-conceptual por completo, que es lo puramente retiniano; eso es algo que me irrita”.

    Los ready-mades incluso debían cumplir con cierta condición retiniana. Con el propósito de echar por tierra las categorías dominantes del gusto (que para Duchamp implicaba siempre un aspecto negativo, porque constituía la repetición de modelos previamente aceptados), estos objetos tenían que rehuir la contemplación del espectador. En otras palabras: pasar desapercibidos a la vista. Otra cita del libro de Cabanne: “Es muy difícil escoger un objeto, porque al cabo de 15 días o te gusta mucho o lo aborreces, hay que llegar a algo de tal indiferencia que no sientas ninguna emoción estética. La elección de los ready-made se basa siempre en la indiferencia visual y, al tiempo, en la ausencia total de buen gusto o de mal gusto”.

    Por otra parte, además de esta pretendida neutralidad estética, otra condición regía en su selección: pese a su insignificancia cotidiana o quizás justamente por ello, era preciso que estos artefactos ocasionaran un shock. El arte que no cumplía con esto no valía la pena. Para Duchamp, las obras fundamentales de los grandes pintores de la historia tenían como punto común esta característica. Aquellas que no eran chocantes conformaban el “relleno” dentro de la producción de un artista.

    Este último elemento, al cual se podría adjudicar buena parte del reconocimiento que tiene su obra fuera del circuito del arte, fue la lección que mejor atendieron los artistas que siguieron su estela a partir de la segunda mitad del siglo pasado, cuando sus planteamientos comenzaron a irradiar. El llamado arte contemporáneo vive en esta permanente carrera por afectar las sensibilidades, cada vez menos vulnerables, de los espectadores. A veces, hasta deviniendo en su peor expresión: el shock por el shock.

    Pero a un siglo de la aparición de La fuente, el acto de Duchamp sigue allí, incombustible. Así lo expresa al menos César Aira en su notable ensayo “Sobre el arte contemporáneo”: “En el comienzo estuvo Duchamp; casi podría decirse que fue el mito de origen, y como todos los mitos, no se limitó a dar el movimiento inicial sino que realizó todo el camino que no queda más que seguir recorriendo de ida y vuelta”.

  286. Fractales

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    Ártico, el nuevo libro de Mike Wilson, es un relato breve, que pudo ser un cuento o una secuencia de una película mística, pero que tomó la forma de muchas frases cortas, de pequeños universos contenidos y listados una noche de invierno, por un caballero extinto.

    por lorena amaro

    En apenas 15 años, Mike Wilson ha tanteado la literatura desde estéticas muy diversas: desde el relato posapocalíptico y el subgénero de la ciencia ficción, a la reflexión contenida y a la vez enciclopédica de un libro como Leñador, en que daba forma y lenguaje a la vida de un ex boxeador y combatiente de las Malvinas en las lejanas tierras del Yukón. Si ese libro se extendía por 500 páginas, su última entrega, Ártico: una lista, encierra en muy pocas un mundo incluso más frío y desolado que aquel. Wilson ahora abandona las entradas de diccionario para experimentar con otra forma: la de las frases cortas de un listado extenso, una historia que no me atrevería a llamar “en verso”, sino más bien entrecortada, acuchillada. Una historia en que la sangre sobre la nieve es objeto de contemplación, como lo fuera en la historia del caballero Percival. Solo que aquí el caballero va en busca de su dama (o del Graal) bajo el traje raído del “viejo Santa”, un Santa Claus trágico y casi mendicante bajo la tormenta; y su meditación metafísica la efectúa a lomos de una noria que se mueve por inercia, al vaivén del viento.

    Con esta breve pero intensa historia, su autor despeja las dudas que podía haber tras la publicación de su monumental Leñador. Después de pasar por el pop y sus arrebatos, para luego sorprender a todos con la construcción de un personaje que huye para vivir una experiencia radical de sanación en la naturaleza, ¿qué más podía escribir Wilson? Hermanados por el frío y por el despojamiento, los sujetos de ambos relatos han atravesado un límite del que es difícil volver.

    Los epígrafes de este relato hablan, sugerentemente, de listas. El primero, del compositor Haven Gillespie, “he’s making a list / and checking twice / gonna find out who’s naugthy and nice”, de la famosa canción “Santa Claus is Coming To Town”, es la apertura irónica, demasiado dulce, de lo que hallaremos en el mundo frío de este ártico de mentira: en vez de rostros alegres y regalos navideños, un sujeto solo en una ciudad anónima, que a despecho del invierno se interna en un zoológico abandonado. Este resulta ser el reino del simulacro, en que lo único que queda en pie son los jirones de un decorado absurdo, uno que juntaba el ártico de los osos polares con la Antártica de los pingüinos: “Es un hábitat / Enjaulado / Glaciares de utilería”; “Pingüinos de yeso / Flamencos de plástico / Como flores sintéticas / En un invernadero”. Y sigue: “En la jaula de los cóndores / Hay cóndores / De poliestireno”. El segundo epígrafe, tomado del novelista Cormac McCarthy, sirve de marco a la lectura de este listado de frases lacónicas: “Haz una lista. / Recita una letanía. / Recuerda”.

    ¿Qué recuerda el narrador de Ártico? El propio escenario por el que se desplaza, un zoológico deshabitado, una sala de videojuegos desierta, son figuras del abandono. Él mismo se descubre como un ser abandonado por la persona querida a la que destina su relato, un “tú”, que aparece avanzado el relato: “Pero ahí / Ante las focas ausentes / Me acuerdo de ti / Por primera vez en años / Regresas a mí / En ese reflejo verde / En un zoo desolado / Y vuelvo a sentirme abatido / Fracturado”.

    Desde el zoológico, el protagonista intenta cruzar la ciudad hasta el suburbio donde quizá lo espera su pasado. Un pasado que nunca tuvo futuro, un amor que él imaginó en las soledades del extremo sur, en Ushuaia. En el camino sortea obstáculos y es ayudado por una mujer que limpia sus heridas. El final, trágico, pone de relieve el paisaje, un paisaje fractal como la nieve, un universo que parece tejido de norias y listas blancas de la infancia, como si fueran copos, rasgando el aire. “Te desplazo / de mis pensamientos” –se lamenta- , “Aunque sé / Que sigues cortando / El interior de mis venas / Con los filos / De la nieve fractal”.

    Con esta breve pero intensa historia, su autor despeja las dudas que podía haber tras la publicación de su monumental Leñador. Después de pasar por el pop y sus arrebatos, para luego sorprender a todos con la construcción de un personaje que huye para vivir una experiencia radical de sanación en la naturaleza, ¿qué más podía escribir Wilson? Hermanados por el frío y por el despojamiento, los sujetos de ambos relatos han atravesado un límite del que es difícil volver. Pero mientras uno de ellos aparece envuelto en una densa relación con el lenguaje, el otro se presenta en su esquina más frágil, al filo de unas frases breves. La suya es una subjetividad fugaz, hambrienta; recubierta de un traje rojo, lugar común de la abundancia y el mercado, no parece desear rendirse en el pequeño universo helado de Ártico. Ambos protagonistas hacen un contrapunto inteligente: Ártico continúa el ciclo helado –de un frío emocional sin concesiones– inaugurado por Leñador y, al mismo tiempo, deja la puerta abierta a nuevos y versátiles textos de Wilson, tan astutos como este: un relato breve, que pudo ser un cuento o una secuencia de una película mística, pero que tomó la forma de muchas frases cortas, de pequeños universos contenidos y listados una noche de invierno, por un caballero extinto.

     

    ártico

    Ártico, Fiordo, 2017, 85 páginas, $12.000.

  287. Murió Joao Gilberto Noll

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    A manera de homenaje del gran escritor brasileño fallecido el 29 de marzo, publicamos el prólogo de Bandoleros, que fue su segundo libro traducido al español, el año 2007. Desde la aparición de Lord, la editorial Adriana Hidalgo ha sacado cinco novelas de quien supo sumergirse en los abismos de la experiencia humana para crear una de las obras más inquietantes, perturbadoras y radicales de las últimas décadas.

    por álvaro matus

    Cada cierto tiempo nos sorprendemos con un escritor brasileño. Machado de Assis, Rubem Braga, Clarice Lispector, Dalton Trevisan y Rubem Fonseca son nombres que permiten vislumbrar la riqueza y excentricidad de una literatura todavía desconocida para la mayor parte de los lectores hispanoamericanos. Ahora llega el turno de Joao Gilberto Noll, un autor que ha sabido sumergirse en los abismos de la experiencia humana para crear una de las obras más inquietantes, perturbadoras y radicales de las últimas décadas. Sus textos, 13 hasta la fecha, borran las fronteras entre prosa y poesía, entre ficción y autobiografía, entre alta cultura y géneros populares. Esta resistencia a dejarse catalogar por esquemas tradicionales es en sí una afirmación de su individualidad.

    Dos temas, o mejor dicho dos obsesiones, atraviesan la narrativa de Noll: el viaje y la disolución de la identidad. Sus personajes, a menudo sujetos desorientados, parecen huir de la familia, de la pareja y del trabajo, como si en ese movimiento fuera posible encontrar algún resto de silencio, de equilibrio, quizá un encuentro verdadero.

    A la literatura llegó en la adolescencia, después de abandonar la educación musical. Quizá por ello, uno de los aspectos que primero llama la atención al leer una página suya es la elasticidad de su prosa. Las frases bien podrían ser tomadas por serpientes que se estiran o contraen de acuerdo a un ritmo secreto: la lógica interna del relato.

    Noll también ha sido periodista, profesor y en su país goza de un inmenso prestigio. Pasó muchos años en Río de Janeiro, pero hoy vive en Porto Alegre, la ciudad donde nació. Los numerosos reconocimientos que ha obtenido, así como el creciente interés por traducir su obra, dan cuenta de la proyección internacional de un narrador que, hasta hace unos años, era considerado un autor de culto.

    Dos temas, o mejor dicho dos obsesiones, atraviesan la narrativa de Noll: el viaje y la disolución de la identidad. Sus personajes, a menudo sujetos desorientados, parecen huir de la familia, de la pareja y del trabajo, como si en ese movimiento fuera posible encontrar algún resto de silencio, de equilibrio, quizá un encuentro verdadero. Sin embargo, lejos de convertirse en una experiencia enriquecedora, el vagabundeo adquiere un carácter absurdo, como esos sueños espesos y pegajosos que resultan intolerables. La vida de los protagonistas se va deshilachando como una alfombra vieja, sin posibilidad de agarrar ni siquiera una hebra. Y la memoria, más que un baúl, es una naranja seca. El protagonista de Lord, un escritor que nada más llegar a Londres se ve tentado ante la posibilidad de ser otro, confirma ante el espejo que su rostro ya le parece extraño: “No había apego especial por esa figura, tal vez alguna lejana simpatía como por un pariente al que no se ve hace mucho, pero con quien hubo alguna intimidad en la infancia. Alguien con quien podemos convivir por algunos minutos sin pesar o infortunio, pero que luego podemos dejar de lado en procura de otra identidad que insiste en escapársenos”. En Rastros do Verao, el deterioro interno del narrador es igual de evidente: “Yo me acercaba a él sintiendo que me faltaban los recuerdos. Mi pasado en Porto Alegre era una abstracción más”.

    En la mejor tradición de la literatura contemporánea, Bandoleros acentúa la incertidumbre existencial: vemos lo que ocurre, pero jamás sabemos por qué ocurre.

    Bandoleros, publicada originalmente en 1985 y rescatada ahora por Adriana Hidalgo, sitúa nuevamente a los personajes en un espacio indefinido, fuera del ámbito de la razón y la locura, como ocurre en las películas de Godard o en las novelas de Beckett. La voz narrativa es la de un escritor de escaso éxito que, un domingo cualquiera, siente “una necesidad loca de salir”. El viaje físico se transforma en un recorrido mental donde no estará ausente la violencia, el erotismo y la muerte. Entre los personajes que se cruzan con el protagonista, destacan el saxofonista ciego que vive en una pensión abandonada, el poeta adolescente que postula que el suicidio es el gesto literario por excelencia, y Steve, un norteamericano delirante, hijo de cónsul, que a medida que bebe cachaza recuerda que todo se vino abajo después de que lo encerraran en el psiquiátrico. También recuerda el disparatado viaje a Estados Unidos, cuando su matrimonio daba los últimos estertores, y guarda como reliquias unas pocas imágenes de las que se puede extraer algo de calor: el beso de Jill mientras la nieve caía sobre Boston, su amigo Joao esperándolo en el aeropuerto, una luminosa mañana en el Parque de la Redención.

    En la mejor tradición de la literatura contemporánea, Bandoleros acentúa la incertidumbre existencial: vemos lo que ocurre, pero jamás sabemos por qué ocurre. ¿Cuál es la enfermedad de Joao? ¿Qué motiva al protagonista, realmente, a viajar a Boston? ¿Qué busca Steve en Brasil? El ritmo fragmentado y las alteraciones temporales potencian la sensación de simultaneidad, de urgencia, como si todo ocurriera al mismo tiempo, con una intensidad arrebatadora que deja, que nos deja, sin aliento.

    Otros títulos destacados del autor

    Harmada

    Un ex actor escondido en un asilo se consuela con el proyecto de una obra de teatro. Quiere volver a Harmada, su ciudad de origen, pero se ve retenido en una parálisis de la cual solo el arte lo ampara. Al narrador de esta novela los pensamientos lo asfixian. Harmada, su ciudad, viene a resguardarlo de esta vaguedad, porque allí está la posibilidad de una esperanza.

    Lord

    Un viaje a Londres comienza a operar en el protagonista de esta novela una extraña mutación, al punto que empieza a vivir como si fuese otro. El relato inquietante de esta metamorfosis tiene como marco los contrastes de la ciudad inglesa, que van de la exquisitez a la abyección y el crimen.

    A cielo abierto

    Para ayudar a su hermano enfermo, el protagonista de esta novela emprende un viaje en busca de su padre militar. La soledad, los romances frustrados y el tedio de la ciudades vacías en verano dan el marco a esta historia.

  288. Javier Barriga, artista: “Mis modelos son rubias, y eso despierta un extraño sentimiento de discriminación en algunas personas”

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    Mujeres cuyo rostro y piernas no vemos, pintadas a la manera clásica, empezaron a aparecer por las calles de Santiago. El gesto resulta atípico, al ver que el graffiti y el muralismo siempre ha tenido un carácter más social. Sin embargo, su autor lo ve distinto: “El principal objetivo de pintar en las calles es democratizar el arte. Quise sacar mi trabajo del taller y depositarlo en las calles, porque siento que los espacios dedicados a la difusión artística (galerías y museos) tienen un espectro de visitantes muy restringido”.

    por constanza gutiérrez

    Apareció un día de 2014 en la esquina de Santo Domingo con Miraflores y su foto empezó a correr por Internet: de espaldas, contra un fondo negro, tres cuartos de una mujer rubia con trenzas se alzaban desde el pavimento. Destacaba entre otros murales pintados en la calle porque no correspondía con la usual definición de graffiti, aun cuando está en un lugar público y fue pintado con spray: no hay palabras, por ejemplo. Es solo una imagen, una imagen realista, muy parecida a una foto. Un cuadro manierista en medio de la calle.

    La obra se llama Ganza y la pintó Javier Barriga (1987), que desde hace tiempo quería pintar murales, pero nunca había tenido un espacio a su disposición. Un día se juntó con dos amigas a almorzar en un restorán que está precisamente en la esquina donde ahora está Ganza y, en medio de la conversación, les dijo que necesitaba solo una oportunidad para demostrar que se la podía con un mural. Pero a casi nadie le regalan las oportunidades, y las dos amigas lo ayudaron a crearla: con su ayuda envió una carta a la municipalidad de Santiago, quienes lo citaron a una reunión y aprobaron su proyecto. Luego buscó auspicio, hasta que dio con la empresa Watts, quienes corrieron con los gastos para pintar su primer mural y, además, hicieron un video donde se muestra el proceso de la obra, en el que la marca tiene presencia mediante placement o posicionamiento, es decir, insertando el producto en el video sin interferir en su narrativa.

    ¿Siempre quisiste diferenciarte del graffiti o del mural con motivo social?

    Mis murales (y ese en especial) están cargados de un propósito social, que es, de hecho, el principal objetivo de pintar en las calles, además de entretenerme: democratizar el arte. Quise sacar mi trabajo del taller y depositarlo en las calles, porque siento que los espacios dedicados a la difusión artística (galerías y museos) tienen un espectro de visitantes muy restringido. No es muy difícil que la experiencia de visitar una exposición resulte frustrante y que la persona concluya que no entiende el arte. Los textos de las exposiciones a veces resultan indescifrables, pretenciosos y desconectados de la vida cotidiana. Por eso quise pintar en las calles.

    El mundo del grafitti es increíble, he sentido el apoyo desde siempre, comparten mi trabajo, lo comentan, como si todos fuésemos parte de un mismo proyecto. Además han sido muy respetuosos, ya que de ellos depende la permanencia de mi trabajo en la calle.

    ¿Por qué elegir el realismo en un mundo en el que existe la fotografía?

    Desde sus inicios la pintura ha estado vinculada a la óptica. Siempre ha existido la fotografía, lo nuevo son las cámaras. Utilizo la fotografía como herramienta al servicio de la pintura, sobretodo para instalar el dibujo, pero me resulta imposible serle fiel hasta el final: siempre hay que inventar, solucionar creativamente. En la fotografía la luz entra por un lente y es captada por un medio fotosensible, mientras que en la pintura entra por el ojo y es procesada en el interior, mediada por tus recuerdos, emociones y sensibilidades. Los procesos son completamente distintos. Hay pinturas que tratan de asemejarse a una fotografía, pero no es mi caso. Trato de representar lo que veo, y la fotografía me ayuda a recordarlo con más exactitud, pero la traducción que hago es pictórica, y dialoga con las soluciones que he visto en otras pinturas, asumiendo también que soy hijo o víctima de la cultura de la imagen digital, y que mi ojo fue educado bajo esta mirada.

    Javier empezó a pintar con su abuela cuando todavía estaba en el colegio. Después de clases, iba a su casa a pintar naturalezas muertas y, más tarde, niñas que le gustaban. Al salir del colegio estudió diseño en la Universidad Católica, pero lo que continuó haciendo fue pintar mujeres: “La mujer es un universo que nunca conoceré por dentro, jamás sabré realmente cómo se sienten, y eso despierta mi intriga, me permite fantasear”. Las mujeres de sus pinturas no tienen cara, ni piernas. Tampoco sabemos dónde están: se perfilan delante de un fondo negro. Dice que no es muy fan del color, su trabajo es gris con colores tierra. La ropa que visten ellas suele ser blanca o beige, elegida por Barriga de entre la ropa de su abuela, las abuelas de sus amigas, vestuario teatral y ropa usada, donde busca transparencias, vuelos y encajes, “porque funcionan bien con la luz con la que trabajo”.

    ¿Por qué evitas pintar la cara de tus retratadas?

    Cuando no se muestra el rostro no hay identidad. De espalda la gente se parece, de frente somos todos diferentes. Busco que mi modelo se parezca a alguien, que despierte algún recuerdo, confunda y siembre la duda. Además, al darle la espalda al espectador, este se sitúa en un espacio de protección para la contemplación, similar a cuando uno mira a alguien a través de un reflejo.

     

    JavierBarrigaobras

    China, Museo a cielo abierto de San Miguel.

     

    ¿Por qué estas mujeres no tienen cuerpo de la mitad para abajo?

    Esto tiene su raíz en uno de mis más grandes maestros, Caravaggio. Admiro mucho sus escenas de cuerpos de tres cuartos, una característica que también toma Georges de La Tour, otro pintor que ha influenciado mi obra. Por ahora prefiero que no exista un suelo, no hay nada que de cuenta de un espacio físico, lo que genera una atmósfera más psicológica, enfocando la atención en el gesto, que sucede generalmente en la interacción entre las manos y el pelo.

    Quiero llevar el desnudo al espacio público en gran formato, rescatando las técnicas de los antiguos para representar la naturaleza humana en su magnificencia, y hacer frente a la publicidad y su oscura estrategia de apropiación de nuestras calles para vendernos un producto a través de la utilización del cuerpo humano.

    Para él, dice, todo se remonta a la cultura clásica. Ha pasado toda su vida estudiando a los pintores antiguos y al decidir pintar en la calle supo que ese sería su aporte a la escena: el rescate. “No hay una tradición importante de pintura precolombina, salvo la pintura rupestre supongo, pero yo soy más academicista que arqueólogo. Esto explica mi técnica, fruto del estudio de las metodologías empleadas en la época del Renacimiento”.

    Ante la pregunta por la decisión de pintar mujeres rubias, responde: “Es cierto que mis modelos no tienen rasgos que correspondan con los de la mujer chilena, son rubias, y eso despierta un extraño sentimiento de discriminación en algunas personas. Hay una razón formal de por qué pinto rubias, y es porque la luz rebota mejor en su cabello y se generan más matices, ayudando a separar al sujeto del fondo negro. Por otro lado, todas mis modelos son chilenas, yo soy chileno, pero no tengo ninguna intención de formar parte de la gráfica localista que retrata los pueblos originarios solo para ser condescendiente”.

    ¿Cómo ha sido la recepción de tu obra —cuyo referente está en el pasado— entre otros pintores y graffiteros?

    El mundo del grafitti es increíble, he sentido el apoyo desde siempre, comparten mi trabajo, lo comentan, como si todos fuésemos parte de un mismo proyecto. Además han sido muy respetuosos, ya que de ellos depende la permanencia de mi trabajo en la calle. ¿Pintores? Conozco muy pocos. Solo podría mencionar a Sebastián Salvo, Boris Correa y Salvador Amenábar, de quienes he aprendido mucho, y sé que respetan lo que hago. No tengo mucho diálogo con otros pintores, y no creo que se interesen mucho por mi trabajo; la figuración es muy poco común hoy en día, por lo que a un pintor que hace monitos con acrílico seguro le va a parecer aburrido lo que hago.

    Como pintor, ¿cuál es tu proyecto a largo plazo?

    Quiero llevar el desnudo al espacio público en gran formato, rescatando las técnicas de los antiguos para representar la naturaleza humana en su magnificencia, y hacer frente a la publicidad y su oscura estrategia de apropiación de nuestras calles para vendernos un producto a través de la utilización del cuerpo humano.

     

    (Imagen de portada: Ganza, ubicado en Santo Domingo con Miraflores)

  289. Una defensa del concepto de nación

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    ¿Qué pueden hacer países occidentales cuando se instala en ellos una población que no comparte sus costumbres ni parece dispuesta a integrarse? Esta pregunta atraviesa el último libro de Pierre Manent, quien plantea que la solución no radica en una cuestión de derechos individuales. El camino estaría en reconocer el carácter colectivo de los musulmanes y, en oposición a una Unión Europea carente de cualquier identidad, recuperar la vieja idea de nación: “No hay acogida desde el vacío, sino mera superposición”.

    por daniel mansuy

    Europa debe tener pocas tareas más urgentes que la de explicitar en qué consiste el problema musulmán. Naturalmente, después de la seguidilla de atentados es difícil negar que hay algo así como un problema, aunque no hay ningún acuerdo sobre cuáles son sus contornos, entre otras razones, porque no cabe reducir ni identificar la realidad musulmana con el terrorismo. En rigor, Europa está paralizada frente a un fenómeno que no sabe cómo comprender ni cómo tratar. ¿Qué pueden hacer países occidentales y democráticos cuando se instala en ellos una población que no comparte sus costumbres ni parece dispuesta a integrarse? La pregunta es crucial, porque aquí Europa se juega nada menos que su futuro.

    Quizás el principal mérito del último libro de Pierre Manent, Situation de la France (traducido al inglés bajo el título Beyond Radical Secularism), sea formular con la mayor claridad posible estas interrogantes (y sin eludir ninguna de sus dificultades). Manent se resiste a conformarse con el lenguaje políticamente correcto, que tiende a volver estéril tantas discusiones contemporáneas (de hecho, en Francia es muy difícil siquiera abordar estas cuestiones sin ser tildado de islamofóbico: a falta de argumentos, siempre es posible atribuir algún tipo de fobia).

    El texto fue publicado en septiembre de 2015, tras el ataque a Charlie Hebdo, pero antes de los atentados del Bataclan y Niza. Por lo mismo, el libro no ha perdido nada de su actualidad y ha dado lugar a una discusión muy intensa.

    Para Manent, elaborar un diagnóstico acertado es la condición indispensable antes de proponer cualquier solución práctica. Y su diagnóstico parte de un hecho macizo y observable: en Francia hay una población importante de confesión musulmana cuya integración no ha resultado fácil. Muchos sostienen que la salida pasa por aplicar la misma receta que la Tercera República francesa aplicó al catolicismo a fines del siglo XIX. Así, bastaría reforzar el concepto de laicidad, esto es, la separación entre las esferas política y religiosa. La pregunta implícita aquí es la siguiente: ¿por qué habríamos de tratar de modo distinto a los musulmanes que a los cristianos?

    La tesis implícita es que las sociedades occidentales tienen un solo camino para aproximarse a los problemas religiosos, que consiste en afirmar la igualdad de derechos y la neutralidad del Estado. Dado que el Estado no reconoce comunidades sino individuos, entonces una aplicación rigurosa de los principios democráticos sería suficiente para resolver la dificultad. En el fondo, se espera que los musulmanes se decidan a entrar en la historia y vivan su propio proceso de secularización.

    La comunidad musulmana debe comprometer su respeto absoluto a algunos principios republicanos: ni la poligamia ni el velo que cubre totalmente el rostro son prácticas tolerables. Otro principio intransable para Manent es el respeto a la libertad de expresión, y el islam debe estar expuesto al mismo tipo de crítica que las otras religiones.

    De más está decir que a Manent esta posición le parece muy estrecha. De hecho, es una buena muestra de las dificultades para percibir fenómenos que no encajan en las categorías occidentales. Aunque el problema tiene múltiples dimensiones, cabe advertir que la laicidad fue un modo francés de zanjar la tensión entre la Iglesia y el Estado. La historia de esa relación es larga y compleja, pero no puede obviarse que ese dispositivo estaba encarnado, y buscaba establecer reglas de convivencia al interior de una misma comunidad histórica. Dicho de otro modo, el mundo católico no necesitaba ser integrado a Francia, pues formó siempre parte constitutiva de la nación. Desde luego, esta salida no estuvo exenta de dificultades, pero no fue una respuesta abstracta a un problema teórico. Por lo demás, el Estado de la Tercera República tenía una fuerza y un prestigio que ya no existen. Pensar que la respuesta actual debe ser la misma es caer en un anacronismo fuera de lugar: los términos del problema son demasiado distintos como para aplicar la misma receta.

    Ahora bien, esta ceguera es síntoma de una profunda dificultad que enfrenta Europa (y Francia en particular) y que está en el origen de la perplejidad. La primacía otorgada a los derechos individuales como instrumento de comprensión implica una severa amputación del horizonte: desde ese prisma, solo vemos a sujetos titulares de derechos, pero no comunidades. Estamos convencidos de que la extensión ilimitada de derechos es la respuesta adecuada a todos nuestros problemas, y creemos que solo falta que el mundo musulmán se integre a ese proceso en marcha. En la lógica de este relato progresista, toda comunidad cuya autocomprensión no se defina por la categoría de los derechos está destinada a desaparecer en virtud de una modernización irresistible. Sin embargo, la dificultad estriba precisamente en que nos enfrentamos a un grupo que se niega, de modo sistemático, a abandonar sus referencias tradicionales y su carácter efectivamente comunitario. Los musulmanes no se comprenden a sí mismos como átomos aislados, sino más bien como miembros de una comunidad. Además, su regla de obediencia está fundada en la ley divina, y tampoco concebimos con facilidad que la religión pueda seguir siendo, en pleno siglo XXI, algo capaz de motivar la acción humana. Para Manent, tenemos que romper con nuestros moldes si acaso queremos comprender lo que ocurre, pues no todos los hombres aspiran a vivir bajo las coordenadas occidentales.

    Como puede verse, el filósofo francés busca rehabilitar una comprensión propiamente política del dilema. No habrá salida, afirma, mientras no se reconozca la insuficiencia de las categorías individualistas. Se hace necesario entonces partir reconociendo el carácter colectivo de los musulmanes. Nos cuesta ver al islam como fenómeno político porque nuestras categorías son demasiado abstractas para tomar en serio su realidad. Para peor, el proyecto europeo ha acentuado este hiato. Dado que Europa solo quiere ser forma sin contenido, o estructura jurídica sin pueblo ni identidad, queda abierta a una alteridad que no comprende. Los europeos quieren acogerlo todo, pero la acogida solo cobra sentido cuando se posee una identidad definida. No hay acogida desde el vacío, sino mera superposición.

    El desafío propuesto por Manent es colosal: llama a los europeos (y particularmente a los franceses) a rehabilitar la idea misma de nación, último recurso disponible para detener la creciente expansión de las costumbres musulmanas en el espacio europeo. Y aquí nos encontramos con el fondo de su diagnóstico: la verdad latente de la situación actual, dice, es que si nadie hace nada, Europa sufrirá (y está sufriendo) una islamización por defecto.

    La consideración de estos hechos lleva a admitir que el islam ejerce cierta presión sobre Europa, presión que obliga a adoptar una actitud más bien defensiva. Para Manent, y esta afirmación no está exenta de polémica, se debe partir aceptando que los musulmanes tienen costumbres distintas. Cuando se inició la inmigración musulmana en Francia, nunca se les exigió abandonar sus prácticas ni su religión. Sería por tanto injusto (además de suicida) pedirles renunciar a ellas. Si en esa decisión hubo un error, fue cometido por gobiernos de todos los colores, y no hay espacio para echar pie atrás. Por lo mismo, sus costumbres deben ser respetadas; y a Manent le parecen francamente absurdas las discusiones que sobre esta materia suelen encender los ánimos en Francia (como las relativas a los horarios diferenciados para hombres y mujeres en las piscinas públicas, o los menús especiales en los colegios, reivindicaciones tradicionales de la comunidad musulmana que a los franceses les cuesta mucho aceptar).

    Naturalmente, es innegable que la aceptación de estos hábitos puede modificar la fisonomía del país, pero en verdad eso ya está ocurriendo. Si se quiere contener ese movimiento dentro de límites razonables, lo mejor es explicitarlo. Sin perjuicio de lo anterior, la comunidad musulmana también debe comprometer su respeto absoluto a algunos principios republicanos: ni la poligamia ni el velo que cubre totalmente el rostro son prácticas tolerables. Otro principio intransable para Manent es el respeto a la libertad de expresión, y el islam debe estar expuesto al mismo tipo de crítica que las otras religiones.

    Ahora bien, subsiste una interrogante fundamental: ¿a qué agrupación humana los musulmanes deberían integrarse? Sabemos que la Unión Europea es demasiado abstracta como para constituir una alternativa seria. En efecto, ninguna comunidad auténtica va a integrarse a una estructura procedimental que solo busca proteger derechos individuales, porque eso implica la disolución de su propia colectividad. Para Manent, esa vía está condenada al fracaso. El único camino que queda entonces disponible es la vieja idea de nación, pues, aunque debilitada, solo la forma nacional constituye una realidad efectiva capaz de acoger en su seno. Esta incorporación supone, entre otras cosas, que se detenga el generoso financiamiento proveniente de los países del Medio Oriente a las actividades religiosas y proselitistas de los musulmanes franceses. La integración a la nación implica renunciar a ello, porque el objetivo es precisamente que se vinculen a Francia y renuncien a una relación demasiado estrecha con los países árabes. Desde luego, el desafío propuesto por Manent es colosal: llama a los europeos (y particularmente a los franceses) a rehabilitar la idea misma de nación, último recurso disponible para detener la creciente expansión de las costumbres musulmanas en el espacio europeo. Y aquí nos encontramos con el fondo de su diagnóstico: la verdad latente de la situación actual, dice, es que si nadie hace nada, Europa sufrirá (y está sufriendo) una islamización por defecto.

    Uno puede compartir en mayor o menor medida las propuestas de Manent, pero es menester reconocer que hay pocos intelectuales dispuestos a tratar esta cuestión sin rodeos ni ambages de ninguna especie. Con todo, su propuesta –un llamado desesperado a sus compatriotas, una invocación quijotesca a recuperar el apego por la nación para evitar la islamización de su propio país– tiene dificultades serias, y el mismo Manent es consciente de ellas. Tal vez la principal es que el hombre europeo no parece dispuesto a renunciar al etnocentrismo implícito en su visión del mundo. El progresismo imperante, en virtud del cual el hombre occidental cree encarnar el fin de la historia (y el último hombre), le impide siquiera suponer que hay otras agrupaciones humanas que se mueven con otras lógicas. En otros términos, el europeo parece dispuesto a morir esperando que se consume su relato histórico de disolución de la política antes que enfrentar los desafíos que le impone esa misma historia. Triste destino para una cultura fundada por los griegos, acaso el pueblo más consciente del carácter político del hombre.

     

    situation de la france

    Situation de la France, Desclée de Brouwer, 2015, 173 páginas, €15,90.

  290. Muere Robert B. Silvers, histórico editor de The New York Review of Books

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    La revista estadounidense pierde a quien fuera su editor durante 53 años. Fundada a principios de los 60, en plena crisis de la crítica literaria y en medio de las demandas por los derechos civiles, la publicación buscó bajo su dirección influir en el debate público desde la crítica de libros.

    por matías hinojosa

    El lunes 20 de marzo falleció a los 87 años Robert B. Silvers, fundador y editor de The New York Review of Books durante 53 años. Conocida por sus ensayos político-culturales y su larga lista de colaboradores notables, la emblemática revista fue modelada por Silvers como un espacio abierto al debate y la confrontación de ideas. Aquella libertad editorial, así como su olfato para solicitar encargos, advirtiendo la atingencia de un tema y al escritor apropiado para tratarlo, fueron sus improntas más destacadas.

    “Hubo muchas cosas que hicieron a Bob un editor brillante”, escribió el periodista Rea Hederman al confirmarse su muerte. “Pero admiré particularmente su capacidad para saber qué tema podría interesar en concreto a determinado colaborador. Por ejemplo, él sabía que Stephen Jay Gould, el difunto paleontólogo e historiador de la ciencia, amaba el béisbol y encargó a Gould que escribiera media docena de artículos sobre ese tema, además de sus textos sobre evolución y otros asuntos científicos”.

    Nacido en Nueva York el 31 de diciembre de 1929, Silvers mostró desde temprano su capacidad intelectual, terminando el colegio con apenas 15 años y obteniendo a los 17 su primera licenciatura en la Universidad de Chicago. Estudió leyes en Yale, pero abandonó la carrera al tercer semestre. En 1950, luego de alistarse en el ejército, fue asignado a la biblioteca de inteligencia de la OTAN en París y estudió en La Sorbona y en el Instituto de Estudios Políticos.

    Durante su estadía en la capital francesa fue presentado a George Plimpton, quien le ofreció un puesto como redactor jefe en la recién creada Paris Review. “Era bastante tímido, pero formidable, una voz fuerte entre toda esa tormenta. Él hizo a Paris Review lo que era”, afirmó Plimpton en una entrevista concedida al periodista Philip Nobile.

    Robert Silvers también pasó por la redacción de la revista Harper’s, trayendo consigo el talento de nuevos escritores, como Elizabeth Hardwick, Mary McCarthy, Kingsley Amis y Alfred Kazin. Allí, de hecho, nace el germen de The New York Review of Books, cuando en 1959 se publica un número sobre el estado de la escritura en Estados Unidos, donde Elizabeth Hardwick colabora con un extenso ensayo titulado “La decadencia de las reseñas literarias”, en el que aborda la superficialidad de la crítica norteamericana de ese momento y apunta sus dardos especialmente al suplemento literario del New York Times.

    El editor de Random House de entonces, Jason Epstein, y su esposa Barbara, le propusieron a Elizabeth Hardwick y a su esposo, el poeta Robert Lowell, comenzar una nueva revista que viniera a suplir ese vacío que había en el periodismo cultural. Aprovechando una huelga de vendedores de periódicos que duró más de un mes, y que ocasionó un evidente descalabro en la prensa escrita, Jason Epstein llamó a Silvers para que editara el primer número de The New York Review of Books en febrero de 1963, donde colaboran Norman Mailer, Gore Vidal, Susan Sontag y William Styron.

    Bajo su dirección y la de Barbara Epstein, la revista se convirtió en el centro del debate político durante los 60, incluyendo en sus páginas reflexiones incisivas sobre la lucha por los derechos civiles, el feminismo y la guerra de Vietnam. “La crítica de libros puede ser una manera de traer perspectivas críticas sobre las cuestiones políticas más importantes”, dijo Silvers a los graduados de periodismo de la Universidad de California en 1999.

    Pese a que con las décadas esta perspectiva fue entibiándose para adquirir un tono más moderado, The New York Review of Books retomó el vuelo crítico bajo el gobierno de George W. Bush y desde entonces ha continuado involucrándose en la discusión de los asuntos públicos. El documental 50 años de rebeldía, dirigido por Martin Scorsese, da buena cuenta de la confluencia de ideas y poder que distinguió a la revista, al detenerse en el trabajo de Timothy Garton Ash sobre Vaclav Havel, el de Sontag sobre la visita de Leni Riefenstahl a Estados Unidos o el de la egipcia Yasmine El Rashidi, quien vivió desde dentro el ascenso de los Hermanos Musulmanes y la posterior toma del poder por parte de los militares en Egipto.

    Silvers, quien en el último tiempo sumó a escritores como J.M. Coetzee, Vivian Gornick y Zadie Smith a la plantilla de colaboradores, podía dormir en la revista y no reparaba en horarios, feriados o vacaciones a la hora de llamar al autor de un texto para resolver una duda. De manera inevitable, la gran pregunta hoy es quién podrá suceder a un editor de su envergadura.

     

  291. Ficción y política: Rodolfo Walsh a 40 años de su muerte

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    El 24 de marzo de 1977 se cumple el primer aniversario de la dictadura militar en la Argentina. Rodolfo Walsh firma ese mismo día su famosa “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”. Y no solo pone su nombre. Pone, además, en riesgo su cuerpo. Es decir, en tiempos de clandestinidad y voces amordazadas, Walsh denuncia los abusos políticos, económicos y, también, las atrocidades en el plano de los derechos humanos. Al día siguiente, el 25 de marzo de 1977, “un grupo de tareas” de la dictadura embosca a Walsh en la esquina de Entre Ríos y San Juan. Y a partir de entonces su cuerpo se encuentra desaparecido.

    David Viñas dice que la muerte de Walsh se transforma en un hito: es la desaparición del intelectual heterodoxo en esos tiempos de censura en Argentina. Porque uno de los objetivos de la dictadura es desactivar cualquier capacidad de resistencia popular, de posición crítica. Walsh, así, se vuelve un símbolo de lo que se pierde. Y se transforma, en algún punto, en la contracara de Lugones. Si Lugones fue el intelectual de la oligarquía, el que estimuló con sus escritos de la década del 20 los golpes militares, Walsh es el intelectual revolucionario que denunciará y enfrentará, con la palabra o las armas, las arbitrariedades del poder.

    Walsh nació en Choele- Choel, un pueblo del norte de la Patagonia, en 1927. Desde muy joven recorrió colegios de origen irlandés, como interno. La experiencia lo marcará profundamente y será procesada en su escritura, en sus cuentos, en la serie de los irlandeses. Los cuentos de Walsh han quedado encapsulados, como si fueran el revés de la trama más conocida, es decir, de su obra periodística: Operación masacre, Quién mató a Rosendo o Caso Satanowsky. Pero Walsh entra a la literatura escribiendo cuentos. Cuentos policiales clásicos, al estilo inglés, y con Daniel Hernández como esa figura de investigador (en este caso es corrector de pruebas en una editorial) que resuelve los crímenes. Esa diferencia entre el policial inglés y lo que se conoce como policial negro, norteamericano, según plantea Osvaldo Bayer, puede ser clave para entender parte de la vida de Walsh: él pasó del policial clásico a involucrarse, poco a poco, en la trama compleja de la realidad argentina, a comprometerse críticamente como intelectual con esa trama, hasta transformarse en víctima de ese poder oscuro, perverso. Dice Bayer: “Rodolfo Walsh pasará de testigo a protagonista. (…) Walsh es el detective de una novela policial para pobres”.

    Si la literatura nació con la burguesía y está modelada por ese espíritu, hay que pensar entonces en una nueva forma de hacer literatura que refleje las urgencias y las transformaciones de la época. Hacer una literatura nueva. La ficción, así, se desacopla de la escritura de Walsh que se transformará en la escritura de un militante. La carta será el género que mejor represente esa palabra comprometida.

    La escritura de la carta y su desaparición al día siguiente transformaron a Walsh en un ícono de esa figura de escritor-militante que retratan Viñas y Bayer. Sin embargo, como dice Martín Kohan,“se pensó por algún tiempo que la emboscada donde cayó Rodolfo Walsh, el 25 de marzo de 1977, respondía a una represalia que se tomaba contra la divulgación clandestina de su ‘Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar’”.

    Pero Walsh no muere como consecuencia de la escritura de la carta. La carta prácticamente no la había leído nadie. Lilia Ferreira, la compañera de Walsh, cuenta que el 24 de marzo apenas tenía cinco copias de la carta en su casita del Tigre, junto al río Carapachay. Walsh estaba enviándola a distintos compañeros el día de su muerte. No es la carta lo que desata su desaparición. Es la militancia de Walsh: muere porque era un militante revolucionario. Estaba armado al momento de la emboscada. Y resistió, como pudo, el ataque del “grupo de tareas”.

    Recién en el juicio de 2011, fueron condenados a prisión perpetua los responsables de la muerte de Walsh: entre ellos, el Tigre Acosta y Alfredo Astiz, dos de los personajes centrales del principal centro de exterminio en Argentina, la ESMA. Si bien la carta no tuvo mucho impacto social en ese momento, en cuanto a revelar lo que estaba ocurriendo, sí funciona, más adelante, como una especie de retrovisor que viene a develar lo que no se quería ver. En ese sentido, la contemporaneidad de la carta, la denuncia y los datos puntuales alumbran los años más oscuros desde otro contexto y ubican a Walsh como un lúcido lector de la realidad.

    La gran tensión en Walsh, como dice Piglia, es entre la ficción y la política. Y el tránsito que recorre es ir, casi de un modo irremediable, hacia la política desprendiéndose de todo lo que tenga que ver con la ficción. Incluso Walsh deja en claro, en los años 70, que busca una nueva forma de hacer literatura. Si la literatura nació con la burguesía y está modelada por ese espíritu, hay que pensar entonces en una nueva forma de hacer literatura que refleje las urgencias y las transformaciones de la época. Hacer una literatura nueva. La ficción, así, se desacopla de la escritura de Walsh que se transformará en la escritura de un militante. La carta será el género que mejor represente esa palabra comprometida. La carta dando, así, testimonio. La gran enseñanza de Walsh, según Piglia, será que “el uso político de la literatura debe prescindir de la ficción”.

    La carta es la cumbre de una obra. Walsh la escribe sobre una obra consolidada que ha buscado, por fuera de la ficción, a través del periodismo, otras formas de narrar. Y en la carta Walsh extrema la apuesta. La estructura de la carta está dividida en seis puntos. Habla de lo que, por esos años, nadie podía hablar: los secuestros, las torturas, las diversas formas de hacer desaparecer cuerpos. El abuso del Estado sobre las garantías de los ciudadanos. La ley, en definitiva, se había convertido en el asesino. Se había llevado, en ese año, a su hija Vicky, que muere acribillada. Todo lo demás es el análisis y el detalle crítico del modelo político y económico que la dictadura despliega. Un modelo, según plantea Walsh, que está estrechamente ligado con el genocidio. Son las dos caras de una moneda: la implantación del modelo neoliberal necesita del genocidio para silenciar al movimiento obrero, para disciplinar a las voces más críticas. Sin esa mordaza no hay modelo neoliberal. Se necesitan. Todo genocidio moderno es un genocidio con un fin, dice Bauman. Walsh detalla en la carta, con lucidez, ese objetivo.

    La implantación del modelo neoliberal necesita del genocidio para silenciar al movimiento obrero, para disciplinar a las voces más críticas. Sin esa mordaza no hay modelo neoliberal. Se necesitan. Todo genocidio moderno es un genocidio con un fin, dice Bauman. Walsh detalla en la carta, con lucidez, ese objetivo.

    En 1970 Walsh escribe un cuento conmovedor. Se llama “Un oscuro día de justicia” y pertenece, como se conoce, a la serie de los irlandeses. En el cuento se recupera esa experiencia como pupilo en los colegios que Walsh recorrió en su infancia. El cuento sucede en uno de esos colegios. El celador Gielty organiza entre los alumnos peleas nocturnas y clandestinas, las llama el Ejercicio. Y, generalmente, las peleas las define entre rivales desiguales, siguiendo, además, sus propias lecturas: Gielty es un entusiasta lector de Darwin. El más fuerte enfrenta al más débil. Es decir, el Gato y Collins pelean todas las noches teniendo siempre el mismo resultado. Un resultado que excita al celador. Disfruta de ver cómo el Gato deja en el suelo, herido, a Collins. Es allí donde aparece la figura de la carta como un antecedente, en la ficción, de lo que luego hará, con sus variantes, el propio Walsh en su vida. Cansado de tantos golpes, Collins apela al único gesto que le queda frente a semejante opresión. Escribe una carta para pedir ayuda. Le escribe una carta a su tío Malcolm (un ex-boxeador) para que le salve la vida. La carta de Collins dice así:

    Mi querido tío Malcolm, dondequiera que estés, te mando esta carta a mi casa en tu nombre, y espero que al recibirla estés bien, como yo no estoy, y sinceramente espero, mi querido tío Malcolm, que vengas a salvarme del celador Gielty, que está loco y quiere que me muera, aunque yo no le hice nada, te lo juro mi querido tío Malcolm. Así que si vas a venir, por favor decile que yo no quiero pelear más en el dormitorio con el Gato, como él quiere que pelee, y que yo no quiero que el Gato vuelva a pegarme, y si el Gato vuelve a pegarme creo que me voy a morir, mi querido tío Malcolm, así que por favor y por favor no dejes de venir, te lo pide tu sobrino que te quiere y que te admira atentamente.

    No se trata, dice el cuento, de una carta típica contando la vida del colegio a los padres. Es, más bien, una carta “anómala y subversiva”. Y el tío Malcolm, después de una espera narrada de un modo notable, llega al colegio para enfrentar al celador Gielty. Esta vez la pelea es entre dos adultos. Y el resultado es incierto. Pero el celador termina imponiéndose sobre el tío Malcolm, sacándolo del colegio. Y allí Walsh lanza una consigna política, un mensaje político para esa década del 70 que estaba comenzando, seguramente influenciado por la muerte del Che Guevara o por el inminente retorno de Perón. Walsh termina el cuento diciendo que, después de la derrota de Malcolm, “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza”.

    Walsh termina el cuento diciendo que, después de la derrota de Malcolm, “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza”.

    Si bien la carta de Collins y la Carta a la Junta Militar se encuentran en el punto de ser “anómalas y subversivas” para el poder, mantienen una diferencia profunda. Collins está sometido a un orden en donde su cuerpo, el cuerpo del más débil, sufre, sistemáticamente, por ser el más débil. Collins pone el cuerpo para reproducir un orden desigual e injusto. La carta funciona como un grito desesperado de ayuda. La transformación de ese orden desigual e injusto no nace, como plantea Walsh, del pueblo sino que se deposita en un salvador externo, mítico, carismático: Malcolm. Walsh hace una crítica a la dependencia del pueblo de esas figuras heroicas. Y, de algún modo, lo que pone en práctica en su carta a la Junta, pero también en su vida como militante, es lo opuesto a lo que hace Collins o a lo que hace el pueblo entero dentro del colegio. Walsh escribe la carta a la Junta como intelectual y miembro de Montoneros, una organización revolucionaria. Es decir, Walsh está dispuesto a pelear como parte de un movimiento colectivo (más allá de que cuando escribe la carta ya mantenía ciertas críticas con la cúpula de Montoneros). Walsh, entonces, pone el cuerpo para transformar la realidad. Y la carta no está dirigida a un salvador sino al propio poder, a la propia Junta. Es, en ese sentido, un testimonio, claro y contundente, de resistencia. El final de la carta, lo último que escribe Walsh en su vida, se refiere, justamente, a su irrenunciable compromiso:

    Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.

    Rodolfo Walsh. – C.I. 2845022

    Buenos Aires, 24 de marzo de 1977”.

  292. Epifanías

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    El lenguaje de Kramp no difiere sustancialmente del que Ferrada emplea en sus textos para niños: apuesta por la claridad, al mismo tiempo que busca en todo momento proyectar imágenes con la suficiente plasticidad y belleza para transmitirnos la nostalgia por un mundo que no fue perfecto, pero que fue feliz a su manera.

    por lorena amaro

    En su trayectoria como autora de libros infantiles, María José Ferrada ha recibido el aplauso unánime de críticos y lectores; particularmente importante fue, en el año en que se cumplían cuatro décadas del golpe militar, la aparición de un breve e impresionante poemario, Niños, en que con un lenguaje plástico y sencillo, la escritora hacía un homenaje a 33 niños desaparecidos o ejecutados bajo dictadura y uno, solo uno, reaparecido el 7 de agosto de 2013, Pablo Athanasiu. El libro recibió los premios Academia y Municipal de Literatura por un delicadísimo trabajo: poner en imágenes la inminencia de la vida en un contexto de muerte; descubrir detalles cotidianos tan tenues como fantásticos, que hablaban de la alegría, inocencia y belleza de esas vidas destruidas.

    Ahora, Ferrada publica su primera novela, Kramp, en que una mujer, “M”, recuerda sus años de infancia junto a su padre, “D”, un vendedor viajero de productos de ferretería, y su madre, una mujer afectada por la situación política, muy ajena a la vida de su hija y su pareja. La historia, contada en primera persona y con algunos matices autobiográficos (como el uso de la inicial “M”, de María o la aparición sesgada del nombre del padre de la autora en la portada), se articula en torno al mundo de la venta, que para la niña constituye prácticamente una religión: por ese mundo deja de asistir al colegio para salir con su padre en una Citroneta, a vender en pequeños pueblos del sur chileno. M se convierte, a los ocho años, en una socia imprescindible del negocio, que ablanda a los clientes con su mirada inocente. Con un pequeño bolso de enfermera y la licencia precoz de un cigarrillo cada tanto, emprende un viaje en que conocerá no solo los gajes del oficio, sino también a todo un universo de vendedores-cuentistas, cuyas historias aparentemente extraordinarias solo encubren la soledad y la precariedad en que viven.

    Después de la publicación de Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, una novela con una serie de reflexiones metaliterarias que inauguraban y a la vez, de algún modo, clausuraban esta especie de subgénero en que se ha convertido la narrativa de los hijos, es difícil proponer una narrativa que plantee alguna novedad, ya sea en su perspectiva como en su lenguaje. No es un problema del libro de Ferrada, sino más bien del contexto en que aparece.

    El lenguaje de Kramp no difiere sustancialmente del que Ferrada emplea en sus textos para niños: apuesta por la claridad, al mismo tiempo que busca en todo momento proyectar imágenes con la suficiente plasticidad y belleza para transmitirnos la nostalgia por un mundo que no fue perfecto, pero que fue feliz a su manera. El suyo es un lenguaje epifánico, que viene del trato de Ferrada con el lenguaje poético y que es el sostén de libros como Niños. En Kramp estas epifanías acontecen ante la mirada inteligente e intuitiva de M: “Mirando el plato de sopa de espárragos, tuve una epifanía, la primera de mi vida”, narra la niña en un contexto que es el de la dictadura militar. “Del plato salía un hilo de vapor y se transformaba en un fantasma del tamaño de mi pulgar. A ese primer fantasma lo seguía un segundo, un tercer, un cuarto fantasma. / La caravana brotaba de la sopa y se movía por encima de la mesa, intentando comunicarse con el más acá. Pero no lo lograban. Pobres”.

    Los fantasmas colman la escena, ya que se trata de un relato en que se narra principalmente la desaparición de un mundo afectivo. La propia M y su padre se afantasman: “D y yo (…) nos quedábamos quietos y comenzábamos a perder, primero los colores, luego los contornos. Nos habíamos vuelto argollas de humo. Y nos desintegrábamos al cruzar el cielo de la ciudad”.

    Pero hay un subtexto para toda esta fantasmagoría, que va más allá de la reflexión sobre el transcurso del tiempo y la pérdida de la inocencia. Ese subtexto es el de la dictadura. Como en muchas novelas publicadas en los últimos seis o siete años, una dictadura vista y narrada con ojos infantiles: parciales, subjetivos, inocentes. Esa subtrama es convocada particularmente por el personaje de “E”, fotógrafo amigo del padre, quien viaja frecuentemente a uno de esos pueblitos sureños a retratar “fantasmas”: en verdad, a buscar huellas y restos de desaparecidos. Es la intervención de la historia, de esta historia, la que gatilla un desenlace inesperado y arrasa en gran medida con el mundo construido por la niña.

    Hay que decir que después de la publicación de Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, una novela con una serie de reflexiones metaliterarias que inauguraban y a la vez, de algún modo, clausuraban esta especie de subgénero en que se ha convertido la narrativa de los hijos, es difícil proponer una narrativa que plantee alguna novedad, ya sea en su perspectiva como en su lenguaje. No es un problema del libro de Ferrada, sino más bien del contexto en que aparece, el que ya resulte difícil poder decir algo nuevo, ya que la perspectiva infantil comienza a parecer agotada. Es indudable que se trata de un libro escrito con sensibilidad, humor y una melancolía fina y estética: el libro dice mucho sobre la pérdida, la camaradería con un personaje destinado al fracaso, el movimiento incesante y diabólico del mundo. Sobre la imposibilidad de mantener al dios de la infancia, llámese este “el gran Carpintero”, como dice M, u otro nombre creado para pronunciar la felicidad. Pero esta historia podría haber sido contada aludiendo a cualquier otro contexto histórico y no habría perdido nada.

    Kramp tiene sus mejores momentos en la didáctica poco convencional del padre y la hija, una pedagogía existencial basada en el mundo de la ferretería y la venta, según la cual “un solo tornillo puede precipitar el fin del mundo”, incluso de un mundo que se cree sólido, construido, como dice la melancólica M, en un “95% con productos Kramp”. Una bella novela sobre el amor, la pérdida y la destrucción.

     

    kramp

    Kramp, Emecé Cruz del Sur (Planeta), 2017, 127 páginas, $9.900.

  293. Infractores buena onda

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    En los últimos 10 años el uso de la bicicleta se ha duplicado en nuestra ciudad, trayendo consigo evidentes efectos positivos. Sin embargo, es común ver a cientos de ciclistas infringiendo la ley todos los días. Mientras la ley de tránsito y las agrupaciones de ciclistas sancionan estas prácticas, las disputas por las veredas se han convertido, aunque a pequeña escala, en un innegable problema urbano.

    por iván poduje

    La aglomeración define muy bien la esencia de una ciudad: se trata de un espacio reducido donde se concentran muchas actividades, personas o flujos de información. En Chile esto es aún más fuerte, ya que casi el 90% de la población vive en menos del 2% del territorio nacional. Pese al romanticismo que despierta la bucólica vida en el campo, las ciudades ofrecen más opciones de desarrollo y bienestar, menos pobreza, mejores salarios. Esta es la razón que explica su crecimiento y por qué incluso sus férreos detractores no se mueven de ella.

    La aglomeración urbana también explica muchos problemas que nos aquejan. La presión por ocupar los lugares eleva su demanda y el precio de los terrenos, haciendo que los grupos de menos recursos deban vivir en los lugares con menos atributos. Asimismo, la aglomeración se aprecia en la concentración de gigantescos edificios en unas pocas manzanas, en las multitudes que se agolpan en estaciones de metro o paraderos de buses, o las filas de autos detenidos en las calles más concurridas. Desde luego, también se expresa en las batallas que se producen por localizar usos o actividades, entre grupos de vecinos que buscan impedir que sus barrios reciban nuevos vecinos, colegios o centros comerciales que traigan más ruido y flujo, o antenas de celulares que afecten el paisaje.

    Los ciclistas de vereda se mueven casi con orgullo por la ciudad. Lo hacen en flamantes bicicletas vintage, con cascos y equipos reflectantes y unas campanitas que alertan de su paso a los peatones de forma sutil si no quieren sufrir un accidente. Somos ecológicos, somos sustentables, somos hiperconscientes, parecen decirnos.

    En las veredas se libra una batalla similar entre ciclistas y peatones. De acuerdo con estudios del Ministerio de Transportes, el uso de la bicicleta se duplicó en los últimos 10 años hasta llegar a 700 mil viajes diarios. Si bien su participación sobre el total de viajes sigue siendo muy baja (no supera el 4%), el efecto se nota (y mucho) en algunos barrios de Las Condes, Providencia o Santiago.

    Ahí los ciclistas ya son parte del paisaje urbano, lo que tiene aspectos positivos: reducen la congestión vehicular, ocupan poco espacio de calles y no contaminan como los autos o buses. El problema se produce cuando la bicicleta entra en la disputa del espacio urbano de forma irregular, ocupando las veredas que no están diseñadas para su uso. Una bicicleta circulando a 10 kilómetros por hora es un peligro público para cualquier peatón y por ello esa conducta está prohibida por la ley de tránsito.

    Sin embargo, es común ver a cientos de ciclistas infringiendo la ley todos los días, como esos automovilistas que andan a exceso de velocidad o pasándose luces rojas. Su actitud es distinta, claro. Los ciclistas de vereda se mueven casi con orgullo por la ciudad. Lo hacen en flamantes bicicletas vintage, con cascos y equipos reflectantes y unas campanitas que alertan de su paso a los peatones de forma sutil si no quieren sufrir un accidente. Somos ecológicos, somos sustentables, somos hiperconscientes, parecen decirnos.

    Esta actitud es rechazada por las propias agrupaciones de ciclistas, que hacen campañas para bajar a estos infractores de las veredas. Lamentablemente, sus llamados no tienen efecto, en parte porque es difícil fiscalizar su uso y también porque existen personas, e incluso autoridades, que minimizan el riesgo que ello implica, o lo ven como un costo menor en relación a las virtudes que tiene la bicicleta.

    Si ponemos el asunto en perspectiva, debemos reconocer que no estamos hablando de un gran problema urbano. Los infractores buena onda se concentran en unas pocas comunas del barrio alto o del centro metropolitano, si bien su atropellado paso por las veredas se produce en las horas punta. Pero si esta actitud individualista se extiende hacia otros ámbitos del uso del espacio público, la convivencia urbana se tornará cada vez más difícil, lo que podría ser crítico en un escenario donde la aglomeración seguirá siendo un aspecto central de las ciudades.

    Urge regular este problema y fiscalizar con decisión, como se hace en otros países donde los conflictos entre peatones y ciclistas han generado airadas polémicas. La bicicleta seguirá aumentando su importancia y puede ser un eslabón eficiente en la cadena de transporte, en la medida en que no sea percibida como una amenaza para las personas que caminan, que siguen siendo, por lejos, las más relevantes en términos del número de viajes.

  294. Juan Cárdenas: “Leer a Felisberto Hernández es mirar la realidad por el rabillo del ojo”

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    Ayer se abrió la temporada 2017 de la Cátedra Abierta Roberto Bolaño con la charla “Leer a oscuras. Notas sonámbulas en torno a Felisberto Hernández”, dictada por el escritor y traductor colombiano Juan Cárdenas. “Empecé a leer a Felisberto a los 15 años y desde entonces se convirtió para mí en uno de esos lugares a los que uno acude cada vez que pierde la fe en los poderes de la literatura”, contó el autor de Zumbido y Los estratos, quien comenzó analizando el estilo digresivo del escritor y su tendencia a la constatación de hechos periféricos. Ilustró este punto con el cuento “Nadie encendía las lámparas”.

    “El efecto es comparable al de un estanque en el que alguien, desde un lugar invisible, arrojara piedritas y nosotros solo pudiéramos detectar la sucesión de ondas que se forman en la superficie. Felisberto cuenta todo de tal modo que uno pierde el interés por averiguar quién arroja las piedras y nos invita a disfrutar del movimiento del agua”, indicó. “En más de una ocasión se ha señalado que los cuentos de Felisberto tienen una actitud de franca oposición a la explicación. Como llevándoles la contraria a los defensores del close reading, para Felisberto leer no consiste en sumergirse en las profundidades del texto, ni hacer foco en un contenido sustancial que uno debería extraer como quien perfora un pozo, sino en captar la realidad por el rabillo del ojo. La retina solo desea lo que no se le ofrece directamente. Por eso no hay instante de revelación, ni ningún contenido positivo que consumir, solo un despliegue de cosas que de no haber aparecido así, de reojo, habrían sido obviadas”.

    Observó también la obra de Hernández desde una óptica benjaminiana, haciendo un paralelo entre las descripciones precisas de “El acomodador” (relato donde un empleado de teatro comienza a proyectar una luz por los ojos que le permite ver en detalle los objetos) con las ideas de Benjamin sobre el primer plano y la cámara lenta, recursos cinematográficos que permiten, según el filósofo alemán, un encuentro con lo “visual inconsciente”.

    Gran parte de la conferencia se centró en este aspecto visual y material de su narrativa. “Procura mostrar las acciones como el devenir de unas sustancias y unas energías, no como una mecánica de las intenciones”, apuntó Cárdenas. “Erradicar la psicología como motor de la narración parece ser uno de sus principales propósitos”. Y cerró diciendo: “Sus cuentos siguen siendo para mí un inagotable pozo de imágenes e ideas, de recuerdos propios y ajenos, porque a fin de cuentas, leyendo a Felisberto, todos seguimos siendo esos niños insomnes, medios sonámbulos, que van recorriendo la casa familiar a tientas, tropezando con los muebles, palpando sombras con los ojos abiertos a punto de emitir una lucecita”.

  295. Las huellas de Ángel Parra

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    Ser “el hijo de…” nunca es fácil, pero Ángel Parra logró forjar una historia propia y poderosa, llena de canciones, discos, libros e historias con otros músicos. Sus huellas están desperdigadas en la cultura latinoamericana. Estas son algunas.

    por jorge leiva

    “La voz de Ángel es sagrada. Aquí escuché su disco con atención y cariño. Es muy lindo, pero hay fallas que corregir y superar”. Es el año 1965 y en una carta desde París, Violeta Parra le comenta a su hija Isabel sobre el disco de Ángel, su otro hijo. Él tiene 22 años, acaba de editar su LP debut, Ángel Parra y su guitarra. Vol. 1, y su madre lo celebra: “Es el mejor cantor chileno del momento”. Aunque enseguida le advierte una cosa: “Pero que no se tuerza”.

    La carta, que aparece en Libro mayor de Violeta, publicado por Isabel Parra en 1985, dibuja lo que puede significar ser hijo de Violeta Parra. Ella no exige rigor y dedicación como cualquier mamá. Ella exige como Violeta Parra.

    Ángel y su hermana Isabel crecieron con esta madre enorme, que de repente partía por meses a otras partes de Chile y que desde pequeños les enseñó que debían tomarse en serio su oficio musical. Ángel lo dice en su libro Violeta se fue a los cielos: “Mi madre no nos daba consejos, nos daba ejemplos. Sin un peso, pero con su ejemplo salimos adelante, rompiendo ese círculo infernal que es nacer pobre y sin educación. Puedo decir que fuimos hechos a mano”.

    Hace pocos días, el camino de Ángel llegó a su final: el sábado 11 de marzo falleció en París, aquejado por un cáncer contra el que luchó largo tiempo. Tenía 73 años y estaba plenamente activo. Había presentado un disco y un libro el año pasado, y se aprontaba a encabezar las celebraciones del centenario de Violeta este 2017.

    Grandes de la cultura y de la música salieron a recordarlo. Ángel Parra grabó más de 70 discos, escribió una decena de libros, cantó con músicos de todas las generaciones y su actividad artística comenzó cuando era un niño y duró hasta pocos días antes de su muerte. A continuación, reseño unas cuantas puertas de entrada a su obra abundante. Las más vistosas, que quedaron en todos los chilenos y en otros músicos que alguna vez lo guiaron, lo siguieron o lo acompañaron.

     

    Cinco canciones

    «Canción de amor» (1969)

    Tal vez es el tema de amor más cándido de la Nueva Canción Chilena: “Quítame la cordillera / Quítame también el mar / Pero no podrás quitarme que te quiera siempre más”. En 1972, el realizador Hugo Arévalo hizo con ella lo que llamaba una “canción filmada”. Por eso hay un videoclip con Ángel, la “musa” inspiradora de la canción, Marta Orrego, y sus dos hijos pequeños, Ángel y Javiera.

    «Me gustan los estudiantes» (1970)

    Ángel Parra grabó muchas canciones de Violeta Parra, antes y después de su muerte, pero esta tiene un valor especial: nunca la grabó Violeta, y por eso su versión de 1970 (en su disco De Violeta Parra) es en rigor la versión original. La canción, con ritmo de parabién, fue uno de los emblemas del movimiento estudiantil del 2011 en Chile y tiene decenas de versiones.

    «Cuando amanece el día» (1971)

    Esta canción apareció por primera vez cuando se cumplía un año del gobierno de Salvador Allende y uno de los partidos de la Unidad Popular, el MAPU, editó el disco Se cumple un año ¡¡¡Y se cumple!!! Allí venían discursos de Allende y varias canciones, entre ellas la de Ángel. El testimonio de un trabajador que, optimista y esperanzado, saluda los tiempos que se viven. “Como se acaba la noche oscura”, dice. En 1972 da nombre a un disco LP. Aún es la canción más representativa de Ángel Parra, y es también un certero retrato de su tiempo.

     

    Disco -Se-cumple-un-año-Y-se-cumple-1971-500

     

    «Caballo tordillo mío» (1963 – 2016)

    Esta canción es un tema del folklore que Ángel aprendió de niño y que recopiló Violeta Parra. La entrañable historia de un campesino que quiere deshacerse de un caballo al que quiere, pero que tiene una evidente ineptitud para todos los oficios. La canción la grabó por primera vez en agosto de 1963, en París, cuando ella y sus hermanas viajaron a la capital francesa y grabaron el disco Au Chili avec los Parra de Chillán. En el 2016 la incluyó en el que es el último disco de su vida: Al mundo niño le canto, una reedición de un disco de canciones infantiles que grabó en 1968.

     

    Caratula disco Au-Chili-avec-los-Parra-de-Chillán-1963

     

    «Del volar de las palomas» (1971)

    Esta es una canción de Juan Pablo Orrego, músico de Los Blops, y sobrino político de Ángel… Los Blops era una banda de rock nacida en la mitad de los 60, que habían grabado un primer disco con Dicap, la etiqueta discográfica del Partido Comunista, pero que por su actitud hippie fueron descartados del sello para una segunda grabación. Entonces Ángel produjo y financió el nuevo disco, en 1971. Y cantó una canción que es un poderoso retrato de su tiempo: “Ven que te quiero decir, dar compartir, tanto querer / Ven que tenemos los dos mirar, callar, tanto que hacer”. El disco se llamó simplemente Blops, pero ha pasado a la historia justamente como Del volar de las palomas.

     

    Tres discos

    Canciones funcionales (1969)

    Este es un disco doble, que fusiona dos de sus facetas y que se plasman en dos discos distintos, uno por lado. Por la cara A, seis canciones que Parra llamó “funcionales”. Sus clásicos “La democracia” y “La televisión”, y otros varios sarcasmos sobre personajes urbanos. La guitarra es del Blop Julio Villalobos. Por el Lado B, otro disco: Ángel Parra interpreta a Atahualpa Yupanqui, que tiene cinco canciones del cantautor argentino. “No es la bulla la que hace rockero a este LP: es la actitud”, lo describe David Ponce en el libro Prueba de sonido, en una afirmación que se confirma en la inmortal carátula.

     

    canciones funcionales

     

    Chacabuco (1974)

    Ángel Parra fue uno de los miles de chilenos encarcelados por los militares tras el Golpe. Estuvo en el Estadio Nacional y luego fue trasladado al campo de concentración en el campamento salitrero abandonado de Chacabuco, donde permaneció hasta enero de 1974. En su despedida, se le permitió hacer un pequeño recital para los militares y algunos internos autorizados. Junto a él tocaron un grupo de presos, que se llamaron para la singular ocasión como Grupo Chacabuco. Uno de ellos (que moriría después en ese mismo lugar a causa de las torturas) lo grabó en un cassette, que logró salir del lugar y ser editado en 1975 como disco en Europa. A pesar de sus deficiencias técnicas, el disco Chacabuco es un poderoso documento histórico, cuyo sonido triste revela lo que estaban sintiendo en esos días buena parte de los chilenos.

    Ángel Parra en Chile (1989)

    En 1988 se acabó el exilio, y miles de chilenos pudieron volver a Chile. Y cuando aún estaba Pinochet en el poder, Ángel Parra dio el primer recital en su país tras 16 años. El concierto abre con una canción que compuso para ese momento: “Volver a caminar”, que dice: “Se ven las cicatrices / De lo que nos pasó / Creo haciendo justicia / Terminará el dolor”. El 6 de mayo dio ese concierto en el Teatro Teletón, que luego se editó como disco por el sello Alerce. Es un recorrido por su historia, alegre y esperanzado. Y el testimonio de una decisión: Ángel no volverá a vivir en Chile a pesar del término del exilio político.

     

    Tres libros

    Mi Nueva canción Chilena (2016)

    Una mirada al trascendente movimiento musical al que él, junto a muchos otros, dio forma: la Nueva Canción Chilena. Pero el suyo no es un estudio solemne ni un recorrido exhaustivo. Es un recorrido personal, con historias, con testimonios, y con su punto de vista. Él lo dice: “Al hacer un balance pienso que no hay Nueva Canción. Solo existe para mí un canto popular que viene de siglos atrás, contando las batallas, los amores, fracasos y alegrías de los pueblos”.

    Violeta se fue a los cielos (2006)

    “Simplemente vivencias y recuerdos”. Así definió Ángel Parra este libro que recorre la historia de su madre en primera persona, con toda la intensidad que eso significó. El libro fue llevado al cine por Andrés Wood en 2011, en una película que fue premiada dentro y fuera de Chile.

     

    Tapa Violeta se fue a los cielos2

     

    Manos en la nuca (2005)

    Esta es una novela que articula su propia vivencia como detenido con la dictadura, con la de Rafael. “Un jardinero poeta”, lo describe, “un poco indolente; él dice que es ‘evolucionario’ y no revolucionario”. Ángel toma distancia de su historia y los horrores, y con humor construye un relato de ese tiempo: “Yo he tratado de limpiarme y purificarme en ese tema para no vivir obsesionado, o con la lanza clavada. Yo me saqué la lanza”.

     

    Tres diálogos con otros músicos

    Con Atahualpa Yupanqui: El último recital. En vivo con Atahualpa Yupanqui (1992)

    Lo dijo Ángel muchas veces: junto con su madre, su gran maestro fue Atahualpa Yupanqui. Folklorista argentino y un modelo para toda una generación, fue amigo de Ángel y en los años 60 le regaló un poema (“En el Tolima”) para que lo musicalizara. En 1969 Ángel grabó esa y otras cuatro canciones del folklorista en el lado B de su disco Canciones funcionales. Y en 1992 compartieron un concierto en Zürich, cuando Atahualpa tenía 84 años, meses antes de morir. El registro se llama El último recital, valioso testimonio de dos cumbres de la música latinoamericana y el genuino retrato de una amistad.

    Con Roberto Parra: Cuecas del tío Roberto (1972)

    Si Chile conoce a Roberto Parra como el Tío Roberto es porque su sobrino fue quien se encargó de darlo a conocer al mundo. Roberto era un personaje bohemio y escurridizo, que a veces se perdía en lo que Ángel llamaba “borrascosas borracheras”. Él, con su hermana y su madre, grabaron algunas de su canciones en 1963 en París, y luego Roberto grabó un disco en 1965 con el sello EMI, pero no tuvo la disciplina de seguir como artista. Ante eso, el propio Ángel lo llevó al estudio para hacer el disco Cuecas del tío Roberto, doce canciones que son una joya del género. Álvaro Henríquez alguna vez lo sintetizó: “El mejor disco del mundo. Don Robert y Paparra cantan como nadie. Leche al pie de la vaca. Estas sí que son cuecas, no como las del frente”.

     

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    Con Manuel García: Retrato iluminado (2014)

    El año 2012, Manuel García fue invitado por Javiera a cantar en su disco tributo a su abuela, El árbol de la vida. La relación le permitió a Manuel (probablemente la principal figura de su generación de cantautores) acercarse a Ángel Parra. Establecieron un intercambio de cartas, que fue decantando en una colaboración para el disco Retrato iluminado, el quinto de Manuel García. Es un disco doble. Uno rockero, producido por Ángel Parra hijo; y otro folklórico, con canciones de Manuel y otras propuestas concebidas en conjunto con Ángel Parra, que puso la primera voz en varias canciones. Un “mano a mano”, como lo definió Manuel.

     

    Un lugar

    La Peña de los Parra

    En la calle Carmen 340, en el centro de Santiago, estaba la Peña de Los Parra. La casona era del pintor Juan Capra, y Ángel se hizo cargo de su administración para instalar, con su hermana Isabel, una peña. El formato no existía en Chile; hasta entonces solo se tocaba música de raíz folklórica en unos pocos restaurantes orientados al turismo.

    Los Parra habían vivido en París, entre 1962 y 1964, con Violeta, y allá habían conocido las peñas. En junio de 1965, de vuelta en Santiago, abrieron la suya. La gente tomaba vino, comía empanadas y veía un recital, en silencio.

    Cinco cantautores formaban el elenco estable: los hermanos Ángel e Isabel, Rolando Alarcón, Patricio Manns y Víctor Jara. Un núcleo creativo que a veces tenía invitados: Quilapayún, Inti Illimani, Los Curacas, Payo Grondona, Osvaldo Gitano Rodríguez y muchos otros. Hasta 1967, una invitada frecuente era la propia Violeta Parra.

    Tuvieron un sello discográfico para editar algunos de sus discos, pero también a otros músicos, como Tito Fernández y Charo Cofré. En su escenario y por sus mesas pasaron músicos latinoamericanos, como Daniel Viglietti, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa y Silvio Rodríguez. Tenía espectáculos varios días de la semana, e incluso a veces había varias funciones en una misma noche.

    El formato de la peña se multiplicó por Chile, hasta que la historia se detuvo en septiembre de 1973. Para todos.

    La peña nunca reabrió sus puertas. Fue allanada, y aunque hubo intentos por recuperarla tras la llegada de la democracia, hace poco tiempo la vieja casona fue derribada.

  296. Doble ocho

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    El freno más firme utilizado en equitación irrumpe en este ensayo como imagen (y metáfora) de la manera en que habría que tratar a los empresarios. “No dejé que la yegua hiciera lo que quería”, relata Ernesto Rodríguez respecto de su experiencia con Candelaria, “pero tampoco le destruí su impulso poderoso; establecí un trato amistoso con ella, muy amistoso. Ella empujaba y yo la complacía, pero no le dejaba hacer todo lo que quería”. Y agrega: “Solo los desmesuradamente creyentes en que el mercado abandonado a sí mismo se está siempre regulando, ciegos a la erosión de la naturaleza y corrupción de lo bueno, persisten en que, a la corta o a la larga, si soltamos las amarras, todo terminará mejor”.

    por ernesto rodríguez serra

    A Candelaria

    Hace ya un tiempo recibí un inesperado regalo: dos yeguas finas poleras. Desde ese día salir a caballo fue un placer que me acompañó por años. Una de ellas fue al poco tiempo mi preferida. Era el producto del cruce de dos razas: una pura sangre y una Hackney, de tiro ligero. Esta última prevaleció porque era enérgica, de paso fuerte, color chocolate, inteligente y voluntariosa, y propensa a pararse en sus patas traseras cuando no quería seguir las instrucciones de su jinete. “Si se pone muy dura –me dijo el petisero que la trajo– póngale un doble ocho”.

    El doble ocho es, claro, un freno doble y amedrentador; pero no tuve necesidad de usarlo.

    Otro amigo me regaló un libro de equitación de la muy noble escuela francesa: no tire las riendas de un caballo fuerte porque es más fuerte que usted; se apoyará en su freno y redoblará su fuerza; tenga, en cambio, manos de hierro: lleve firmemente las riendas y cuando el caballo quiera imponer su voluntad, no tire, pero no afloje: el caballo sentirá el freno y terminará obedeciendo.

    Establecí con ese noble animal una amistad fuerte y decidida. Salir con ella era un encuentro de voluntades, un desafío gozoso. Por lo menos dos veces me salvó la vida reaccionando con una fuerza admirable a la voz y los talones que la animaban. Fue, en verdad, una compañera de mi vida que me acompañó hasta que era muy vieja, y su vigor y estructura se fueron debilitando con los años. Una mañana amaneció muerta. ¿Presentirán esos animales la cercanía de su muerte? Es cierto que solo el animal humano tiene la capacidad de vivir su propia vida y morir su propia muerte; pero no todos lo logran, y parece que el tiempo disgregado y la ansiedad de consumir en que vivimos lo hace cada día más difícil. Pero esa es otra historia.

    “Los hombres de negocios tenemos la capacidad de descubrir nuevas riquezas, pero somos insaciables (greedy) y necesitamos que el gobierno tenga un ojo alerta sobre nosotros”. No creo haber oído una opinión tan precisa.

    Ahora los hombres de negocios me hacen recordar la decisión de contener a la brava Candela con un freno doble ocho. Recuerdo que tuve la ocasión de asistir a una reunión de altos banqueros que conversaban con un director del banco más prestigioso del Reino Unido. En un momento, uno de los participantes le pregunta por qué el Banco de Inglaterra intervino a un banco particular. Con una imagen sacada de elegantes muebles de arrimo, le contesta: “Era un small boy preetending to be a tall one”. Y agrega, “si en Chile hubieran intervenido a los dos bancos más grandes en los años 80, no habrían tenido una desocupación del 20%”. Y sigue: “Los hombres de negocios tenemos la capacidad de descubrir nuevas riquezas, pero somos insaciables (greedy) y necesitamos que el gobierno tenga un ojo alerta sobre nosotros”.

    En los últimos 40 años el crecimiento de la riqueza o la disminución de la pobreza se debe a políticas públicas que han favorecido la acción de las empresas y capitales privados. Eso es evidente. Otra cosa es que haya aumentado la brecha entre ricos y pobres. Hay dos opiniones, que son las que más circulan: una dice que el Estado debe dejar que las empresas hagan lo que quieran; la otra, que son tan malignas, tan abominables, que habría que eliminarlas o ponerles una rígida represión: un freno doble ocho.

    Vuelvo a la Candelaria: no dejé que la yegua hiciera lo que quería, pero tampoco le destruí su impulso poderoso; establecí un trato amistoso con ella, muy amistoso. Ella empujaba y yo la complacía, pero no le dejaba hacer todo lo que quería. No estoy tan seguro de llegar a ser tan amigo de los hombres de negocios en general, como lo fui de mi inolvidable Candelaria, pero no creo que los hombres seamos tan buenos o tan malos. Nuestros deseos son a veces nobles y otras malvados, y eso desde siempre: hemos perdido la inocencia de los animales porque en nuestros deseos, mucho más complejos, se ha introducido la seductora imaginación.

    El nuevo rico descarado, la clase media también insaciable, el proletariado eliminado por la eficiencia de los mercados o expulsado a la periferia, el campesinado eliminado por la tierra, ahora usada como fábrica de alimentos exportables, hacen difícil la revolución, pero tampoco nos conforma la alienación, el consumismo y la vulgaridad que se expande por toda la Tierra.

    En otros tiempos la gente encontraba su lugar, lo transmitía por generaciones. Hasta los demasiado pobres parecían conformarse con su sufrido destino, imaginándose que en otra vida conocerían el bienestar y la gloria. Pero desde que la Tierra dejó de mirarse contra el Cielo (eso sería la llamada muerte de Dios) no nos conformamos: queremos cambiar el mundo, no nos basta con conocerlo. La decisión que reconoce inapelablemente Marx, se extiende por todas partes. Todo lo sagrado es profanado, todos los viejos valores abandonados. Estos hombres “modernos” que somos, ¿somos mejores o peores? Ni mejores ni peores, somos menos hombres, menos humanos. El nuevo rico descarado, la clase media también insaciable, el proletariado eliminado por la eficiencia de los mercados o expulsado a la periferia, el campesinado eliminado por la tierra, ahora usada como fábrica de alimentos exportables, hacen difícil la revolución, pero tampoco nos conforma la alienación, el consumismo y la vulgaridad que se expande por toda la Tierra.

    Ahí están los hombres de negocios. Ni tan buenos ni tan malos. Pero, reconozcámoslo, poco queribles. Es el precio que pagan por su éxito. Cioran dice que nuestra época refleja su miseria por el nuevo hombre que ha producido: el hombre de negocios. Pero no seamos hipócritas. Queremos casas más lujosas, autos para todos, sexo también ahora al alcance de todos. Por lo menos tratemos de resistir el llamado a la fiesta y gritería general.

    Y no son tan malos los muy ricos: favorecen las iniciativas, tienden una mano amiga a los pobres, ayudan a mejorar la educación y, a veces, favorecen el cultivo de las artes. Y uno puede conocer a uno muy rico que no se cree el cuento de su papel providencial y tener con él una comprendida amistad.

    Intelectuales de derecha e izquierda, creyentes y agnósticos, están de acuerdo en que debemos cuidar la vida y la Tierra; solo los desmesuradamente creyentes en que el mercado abandonado a sí mismo se está siempre regulando, ciegos a la erosión de la naturaleza y corrupción de lo bueno, persisten en que, a la corta o a la larga, si soltamos las amarras, todo terminará mejor.

    Ningún problema humano tiene solución (y eso irrita a los optimistas y los interventores morales, pues desde que perdimos el paraíso tenemos que hacernos cargo de nosotros mismos). La vida, la de cada uno y la de la sociedad en general, es el intento esperanzador y esperanzado de ir día a día atravesando el mar poblado de sirenas y arrecifes. En eso consiste el gozo de la incertidumbre.

    En medio de nuestras diferencias, saludémonos y alegrémonos también. Hombres de negocios exitosos o a punto de quebrar o ser absorbidos, hombres de todas partes, perros de la calle, reformistas sociales o convencidos de la felicidad de los mercados libres, resignados o combatientes, enamorados náufragos o recogidos, nosotros, los que navegamos por la fuerza de nuestras voluntades y esperanzas: que el ejemplo de la poderosa Candelaria, su firme paso, sus estremecedores relinchos, nos acompañe siempre.

  297. Las raíces de Zygmunt Bauman

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    (ZB: Zygmunt Bauman, HW: Harald Welzer, PB: Peter Beilharz)

     

    HW: Comencemos con una pregunta sobre su biografía profesional, su carrera como sociólogo.

    ZB: No sabía que había hecho carrera como sociólogo. Siendo así, ¿qué quiere saber?

    HW: Muy simple, las etapas: sus estudios, su educación, sus puestos académicos, etc.

    ZB: Bueno, los hechos. Como sabe, yo fui un soldado en la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra, dos años después, empecé a estudiar en la Academia de Ciencias Sociales de Varsovia. Estudié sociología y psicología e hice mi doctorado en sociología, en 1956, en la Universidad de Varsovia. Más tarde estudié economía en la London School of Economics. En Varsovia llegué a ser profesor y más tarde catedrático de sociología. Me echaron en 1968 y me impidieron cualquier posibilidad de conseguir otro trabajo, así que tomé a mis tres hijas y a mi esposa, y salí del país. Primero fuimos a Israel, después me ofrecieron una cátedra en Canberra, Australia, pero no acepté, porque mi esposa no quería vivir allí. Entonces me ofrecieron el puesto en Leeds, Inglaterra. Eso es todo. Hice el trabajo durante 20 años y fui 14 años jefe del Instituto. Entonces me retiré y comencé a trabajar. Eso es.

    El verdadero problema no es por qué la gente malvada hace cosas malas, porque ese es un problema tautológico. Pero ¿por qué las personas que no son malvadas, que son buenos padres y buenos vecinos y buenos trabajadores, que van a la iglesia, que se consideran personas morales, por qué lo hacen? Debe haber algo en nuestra civilización que les permita hacerlo.

    HW: Mi siguiente pregunta se relaciona con el llamativo hecho de que usted comenzó a tratar el asunto del Holocausto relativamente tarde, en los años 80. Es llamativo en cuanto su esposa y otros miembros de su familia y de alguna manera usted mismo se vieron involucrados en esta parte específica de la historia como víctimas de la persecución. ¿Por qué no empezó antes a tratar este tema?

    ZB: No puedo explicarlo mejor que en la introducción a Modernidad y Holocausto. La historia con el cuadro colgado en la pared y la ventana. Mucha gente sabe sobre el Holocausto, pero hay muy pocos que lo consideran más que un episodio en la historia. Me ocupé del Holocausto como cualquier otra persona. Aparecía ocasionalmente en mi trabajo, sin significación sistemática. Era un asunto para los historiadores. Ellos son educados para ocuparse de estos temas, pueden reconstruir cómo sucedió todo. Simplemente, no tenía ningún interés específico para mí. Y estaba lejos de mi interés en las organizaciones, la cultura y así sucesivamente. Al menos me parecía que estaba lejos. Aparentaba ser una cuestión completamente diferente.

    HW: Pero, pensando en el libro que escribió su esposa, Invierno en la mañana, ella estaba involucrada en esta parte de la historia muy directa y dolorosamente. Me sorprende un poco que haya percibido el Holocausto de un modo tan lejano.

    ZB: Sí, el libro de Janina. Yo sabía que ella estuvo en el gueto. Pero no hablamos mucho de eso. Debería preguntarle a ella por qué había sido así. Pero los acontecimientos han sido de cierta forma encapsulados de alguna manera durante más de 20 años. No era fácil hablar de eso hasta que ella decidió escribirlo, escribir su historia. No hay nada extraordinario al respecto. Usted sabe que muchas víctimas, víctimas sobrevivientes, guardaron silencio sobre todo el asunto por muchos años. Y si la vida continúa después de todo eso y se hace una carrera y se vive la vida, es que simplemente se deja atrás. Es totalmente normal vivir la propia vida sin contemplar el pasado todo el tiempo. Janina era una muchacha fuerte. Ella no perdió la energía y quería vivir. No oí mucho acerca de eso. Incluso cuando hablaba sobre el tema era bastante fragmentario. Era como un cuadro, un cuadro muy distante, era como hablar de la vida de otra persona. Y la primera vez que leí la historia de una sobreviviente era la de Janina, el libro de mi esposa. No presté atención a estas cosas antes.

    HW: Entonces intentaré otra pregunta: usted no solo está haciendo trabajo científico sobre el Holocausto y el nacionalsocialismo, sino que ha sido parte de su propia biografía. Quisiera saber algo sobre sus experiencias de infancia en este ámbito.

    ZB: Bueno, es una pregunta difícil. Probablemente ha oído hablar de que Franz Kafka le pidió a Max Brod que destruyera sus manuscritos después de su muerte. No creía que lo haría, por supuesto. Henri Bergson estaba mucho más decidido, tanto que en realidad quemó no solo sus manuscritos inéditos, sino todo documento personal, con el propósito de que sus ideas no se interpretaran a la luz de su biografía, porque no le gustaba este enfoque. Las ideas tienen su propia lógica y la vida avanza de todos modos en su desarrollo natural. Ese era su punto de vista. Creo que comparto sus sentimientos. Me resulta muy difícil conectar eventos de la vida con eventos cualquiera que sucedan cuando estoy sentado frente a mi procesador de palabras, para pensar y escribir. Esta es una observación general, ahora dos observaciones más específicas. En primer lugar, no soy un estudioso del Holocausto, profesionalmente. No pretendo ser un experto en el campo. Estoy lleno de admiración y respeto por historiadores como Mommsen o Hilberg, que en verdad exploraron cada documento y dijeron todo lo que es necesario decir sobre cómo sucedió realmente y cuál fue la lógica interna del proceso del Holocausto y así sucesivamente. Tengo una deuda muy grande con los historiadores. Simplemente robo su labor; toda la información al respecto. De manera que en mi libro Modernidad y Holocausto no intenté explicar el Holocausto. Traté de explicar la modernidad del Holocausto. Mi principal interés es qué se puede aprender del episodio del Holocausto, sobre la naturaleza de la sociedad en la que vivimos, de nuestra sociedad. Si insiste en la causalidad biográfica, podría decir que empecé a pensar en el Holocausto justo después del libro Legisladores e intérpretes. Fue mi primer intento de enfrentar a esta civilización única y tan moderna. Y llegué a la conclusión de que el principal rasgo determinante que distingue esta clase de civilización de las demás es que ella trata al universo con una cierta profusión de ideas y voluntad. El proyecto que termina con la idea nazi de Übersiedlung, donde se puede realmente trasplantar a personas que por accidente están en un lugar equivocado a otro lugar donde encajan mejor. Ahora esa es la característica mayor de la civilización moderna. Así que, intelectualmente, yo estaba en cierto modo preparado para dominar el Holocausto, que fue uno de los proyectos más grandiosos junto con la idea de Stalin de la sociedad sin clases. Y avanzar en la crítica de esas ideas grandiosas que buscan rehacer el mundo según algún tipo de principio mejor (racional, irracional) eso no importa, es secundario. Lo que sí importa es que la voluntad humana pueda realmente rehacer el mundo para que encaje mejor en alguna imagen de felicidad, buena vida, lo que sea. Estaba preparado para eso. Pero para conducir un automóvil se necesita un estanque lleno de gasolina, se necesita un volante, dos cosas que no están conectadas, cosas de tipo completamente diferente. Pero sin ninguna de ellas no se puede conducir. Se puede decir que Legisladores e intérpretes me dio gasolina. Pero el volante que determinó la dirección fue mi esposa, porque ella publicó su libro y aprendí de este libro sobre el Holocausto. Ese es, en verdad, el punto, porque nunca estuve directamente involucrado en él. Mi contacto directo con los nazis y con la Wehrmacht fue muy breve (dos o tres semanas) y me encontré en otro totalitarismo, el de Rusia, y luego volví a encontrarme con la Wehrmacht.

    No hay una elección simple entre el bien y el mal. Casi nunca tenemos el lujo de enfrentarnos a situaciones claras: ahora eso es bueno y eso es malo. Sartre dijo alguna vez que los franceses eran más libres bajo la ocupación alemana. Lo que quiso decir es que tenían opciones relativamente sencillas: resistir, una elección muy clara. Si resistes, estás bien, si no resistes, no estás bien. Pero en la vida cotidiana normal, muy rara vez tienen lugar tales elecciones. No puedes tener una fiesta sin molestar a alguien.

    HW: ¿Podría explicar esto un poco más?

    ZB: No, es así de simple. No hay nada particular en ello. Comparto este tipo de biografía con tantas otras personas. Es bastante humilde, no estoy particularmente emocionado por ello. Yo era un niño pequeño cuando la Guerra Mundial se marchó hacia el este, a la Rusia soviética. Y como extranjeros veníamos de territorios que no formaban parte de Rusia ni antes ni después, fuimos transportados a las partes más extremas de Rusia, donde estudié hasta que se formó el ejército polaco en territorio ruso. Me uní al ejército. Aprendí sobre el Holocausto como la mayoría de la gente. Y ese fue un acontecimiento muy horrible, sucedió. Como dije en Modernidad y Holocausto, para mí fue solo un cuadro en la pared, al igual que otros cuadros, muchos cuadros diferentes. Como un cuadro más. Pero leí este libro, fue el primer libro de experiencia directa del Holocausto que leí. De pronto comprendí que era más que un cuadro en la pared, era una ventana en la pared, a través de la cual se pueden ver otros temas. En primer lugar, contra Goldhagen, la cuestión intrigante es: ¿por qué tantas personas que no son monstruos, que ni siquiera son antisemitas, que son completamente neutrales e indiferentes, participan en este asesinato en masa? Tanta gente estuvo involucrada. Algunos de ellos estaban realmente disfrutando de la empresa de matar. Pero solo algunos de ellos, no todos. Si tomara solo a aquellas personas que realmente estaban disfrutándolo, entonces no sería capaz de lograr el Holocausto, podría hacer un pogrom. Pero en la Kristallnacht solo 100 personas fueron asesinadas, en el Holocausto fueron asesinados cinco o seis millones de personas. No se puede hacer esto mediante pogroms. Incluso si se tienen miles de Kristallnachte, no se lograría eso. En otras palabras, el verdadero problema no es por qué la gente malvada hace cosas malas, porque ese es un problema tautológico. Pero ¿por qué las personas que no son malvadas, que son buenos padres y buenos vecinos y buenos trabajadores, que van a la iglesia, que se consideran personas morales, por qué lo hacen? Debe haber algo en nuestra civilización que les permita hacerlo. Eso puede suceder en otra parte. Esta es una pregunta que me intrigó después de leer el libro de Janina. La otra era una pregunta de por qué ciertas personas encontraban en sí mismas un impulso moral para resistirse a esta maquinaria de asesinato y arriesgaron sus vidas para salvar a personas que no eran sus hijos, ni siquiera sus conocidos, solo eran los otros: personas que estaban sufriendo. Eso no fue trivial. Entonces comencé a estudiar las obras de los historiadores, porque los sociólogos se mantuvieron completamente aparte del Holocausto. Luego hubo otro descubrimiento. De repente me di cuenta de que todos los sociólogos, incluido yo mismo, contaron esta hermosa historia sobre la civilización moderna, el progreso, la lucha contra los prejuicios, la superstición, la ignorancia, etc. Y eso es lo que me llevó al tema. Trato el episodio del Holocausto como un auténtico laboratorio en el que se puede encontrar ciertos aspectos de la modernidad en forma cristalina. En circunstancias normales ellos se disuelven, se dispersan, por lo que no se los ve tan claramente, no se ve su poder explosivo. Bajo condiciones de laboratorio de repente muestran su potencial verdadero. Ese era el laboratorio de la modernidad desenfrenada, desaforada, en su forma pura. Esa es mi respuesta, en realidad. No puedo darle otra. Y había dos caminos para mí, uno hacia el estudio de un fenómeno burocrático, este fenómeno de adiaforización, que en mi lenguaje significa hacer ciertas acciones moralmente indiferentes, exentas de evaluación moral. Eso era uno. Y el otro tema era la posibilidad de ser moral y ser ético en estas condiciones. De qué manera uno puede hablar seriamente sobre moralidad en el complejo de la civilización moderna. Le dije que se decepcionaría.

    HW: No, no lo estoy. Intentemos llevar mi pregunta un poco más allá. Tal vez por el camino de decir que el Holocausto no es un tema científico como cualquier otro.

    ZB: Sí, eso es lo que creo. Pienso que él desempeña un papel muy crucial y muy central en la comprensión de la lógica de la civilización moderna. Pero hay mucha gente después del Holocausto que produjo libros muy gruesos sobre modernidad y civilización sin siquiera mencionar el Holocausto. Hace 10 años, cuando me dediqué a estudiar el Holocausto, se enseñaba como un tema especial, un curso opcional para algunos estudiantes, estudiantes locos, que querían interesarse por esas cosas únicas, inusuales, irracionales e idiosincrásicas. Pero nunca fue parte de la enseñanza general. Incluso en los departamentos de Historia era un tema marginal. Estoy de acuerdo con usted. Para entender lo ordinario se debe estudiar en los momentos en que realmente se vuelve extraordinario y salta a tus ojos, revela su naturaleza interior. Creo que el Holocausto debe convertirse en un capítulo importante en todo curso sobre la modernidad y el proceso civilizador. Norbert Elías podía escribir sobre la civilización sin mencionar la posibilidad del Holocausto, pero la civilización contiene esta posibilidad. Es la otra fase del mismo proceso. La cuestión crucial que todavía está en discusión es si el Holocausto era una desviación o un producto lógico de la modernidad. Creo que para entender esa importante cuestión ella debería ser discutida una y otra vez y, por supuesto, creo que sería impensable sin la modernidad. La lección más aterradora del Holocausto no es que pudiera hacerse contra nosotros, sino que pudiéramos hacerlo nosotros, cada uno de nosotros, en las condiciones adecuadas, sería capaz de realizarlo, de participar en él. Creo que eso indica que el Holocausto no es como los otros temas. Es un tema muy importante para la supervivencia de la humanidad.

    HW: Estoy de acuerdo. Cuando leí Modernidad y Holocausto me impresionó su cambio de perspectiva y el devolver el análisis de este fenómeno a la sociología como ciencia. Pero si se hace este giro, el Holocausto también se acerca al científico. Cada miembro de una sociedad moderna, una sociedad funcionalmente diferenciada, atribuye su parte a todo el proceso. Al analizar este proceso y al escribir libros sobre él, al mismo tiempo perpetuamos este enorme programa de organización y clasificación. Si decimos que el Holocausto fue algo así como una interrupción arcaica del progreso o algo parecido, una Zivilisationsbruch, como Dan Diner lo acuñó, todo esto se pone a mucha distancia de nuestro trabajo. Y si seguimos su vuelta reflexiva del problema nos convertimos en parte del problema que analizamos. De modo que el trabajo de un científico en esta forma lo involucra en todo el problema.

    ZB: Sí, lo hace, debería hacerlo de todos modos, teóricamente hablando. Su teoría es absolutamente correcta. En la praxis me temo que no funciona, la praxis no se puso al nivel de la teoría, porque nada sucedió en sociología en esos años. Y hay intereses occidentales muy poderosos para conservar este hermoso cuento de hadas que seguimos repitiendo a todas las generaciones siguientes acerca de la constante y bella, estéticamente agradable y moralmente perfecta modernidad moderna que ennoblece al mundo. Es la verdad la que es muy difícil de aceptar.

    En todos mis libros entro constantemente en la misma habitación, solo que entro a la habitación a través de diferentes puertas. Así que veo las mismas cosas, los mismos muebles, pero desde una perspectiva distinta. Es la única manera en que puedo hacerlo, no conozco otra manera.

    HW: El Holocausto se ha convertido en la metáfora universal del mal absoluto. ¿Podemos hablar del mal?

    ZB: Muy a menudo la gente dice que repito la tesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, lo que no hago. Porque mi fórmula es la racionalidad del mal, no la banalidad del mal. Sigo a Hans Jonas, quien dijo que desde el punto de vista de la ciencia el problema de salvar a la humanidad es igualmente importante que el problema de destruir a la humanidad. La ciencia no distingue entre las dos cuestiones. Ambas son temas de investigación. Él escribió sobre esta separación de la cognición, la moralidad y la estética. Tres universos diferentes, tres criterios diferentes, tres diferentes conjuntos de reglas. Todavía consideramos la separación de este trío como la base fundamental de todo este éxito espectacular de la tecnología y la ciencia. Pero al mismo tiempo existe el peligro mortal de separar la ciencia de la ética. Hay quizá una buena base epistemológica, pero no hay una base humana para separarlos. Así, la ciencia que se libera de las consideraciones estéticas y éticas que le son indiferentes, que las adiaforiza, es una doble exhortación. Puede crear guerra y muerte y también puede destruir a la humanidad. Ese es el problema, la racionalidad del mal. Si se tiene un objetivo racional, como por ejemplo hacer que Europa se adapte mejor al pueblo alemán. Usted solo quiere asegurar condiciones superiores para personas superiores. Todos los racistas son perfectamente racionales. Desde el punto de vista puramente científico no se puede disputar eso. Algunas personas piensan que el Holocausto es un buen ejemplo de gestión científica, de buen funcionamiento. Hay personas que lo estudiaron como un ejemplo de racionalidad. ¿Qué más se necesita decir sobre el Holocausto? Que la causa del éxito de la ciencia es al mismo tiempo la causa de su peligro mortal. De manera que no se puede tener uno sin el otro. Esa es la ambivalencia de la modernidad. No se tiene ninguna cura radical, porque lo que es bueno se funda en las mismas raíces de lo que es malo. Sea cual sea la decisión que se tome, hay riesgos involucrados. Se puede calcular el nivel de riesgo, pero no se puede evitar. La idea de Ulrich Beck es que la gente debe reconciliarse con la naturaleza riesgosa de los esfuerzos modernos. Entonces serán menos seguros de sí mismos, serán más cuidadosos, más cautelosos sobre lo que están haciendo y más abiertos a la discusión. El mayor peligro es que la gente esté haciendo acciones riesgosas pretendiendo que no hay riesgos involucrados. La visión de la corriente dominante en la sociología es maniquea: el bien y el mal son elementos separados: aquí está el bien y aquí está el mal. Ahora el único problema es que el bien debería matar al mal, destruir el mal y todo estará bien. En Ética posmoderna promuevo la idea de que incluso las situaciones sociales muy básicas ya son ambivalentes. No hay una elección simple entre el bien y el mal. Casi nunca tenemos el lujo de enfrentarnos a situaciones claras: ahora eso es bueno y eso es malo. Sartre dijo alguna vez que los franceses eran más libres bajo la ocupación alemana. Lo que quiso decir es que tenían opciones relativamente sencillas: resistir, una elección muy clara. Si resistes, estás bien, si no resistes, no estás bien. Pero en la vida cotidiana normal, muy rara vez tienen lugar tales elecciones. No puedes tener una fiesta sin molestar a alguien. Siempre hay alguien que es dañado. Y es muy difícil: no vivir en condiciones ambivalentes, sino vivir en condiciones ambivalentes y ser conscientes de que son ambivalentes. Eso es tremendamente difícil. Pero me temo que es la única respuesta que puedo dar. Esa es la estrategia que intento seguir.

    PB: También tiene usted una especie de estrategia personal para alejarse de las ciencias sociales y girar a la filosofía. Así es como Legisladores e intérpretes abre el problema del ámbito de la modernidad; Modernidad y Holocausto se centra en la dialéctica de la modernidad.

    ZB: No, está Modernidad y ambivalencia primero. Y esa es la conclusión de Modernidad y Holocausto.

    PB: Una respuesta filosófica.

    ZB: Sí. La naturaleza incurable, endémica y perpetua de la ambivalencia en el predicamento humano moderno. Al mismo tiempo, toda la modernidad se relacionaba con abolir la ambivalencia. De forma que ella está luchando todo el tiempo contra su condición inevitable; la guerra está condenada a perderse, pero antes de que se pierda podría hacer mucho daño.

    La única manera de tener impacto en la realidad es conversando con la gente. La sociología tiene que ser legible. A menos que la sociología se dirija a la experiencia de la gente común, es inútil. No veo para qué hacerla así. Por supuesto, se puede obtener un doctorado sin esto, se puede conseguir una cátedra sin esto, pero eso es todo. Seguiría siendo una actividad completamente esotérica.

    HW: ¿Podemos pasar a una pregunta referente a los aspectos formales y estéticos del trabajo científico? Por ejemplo, si se toma Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno, creo que el mayor impacto de este libro fue que no era un libro, sino fragmentos. Lo que se podría aprender de él era menos dependiente del contenido (hay muchos aspectos muy problemáticos en él de todos modos). Pero la inspiración y la radicalidad se encuentra entre los capítulos, entre los fragmentos.

    ZB: Minima moralia es incluso un mejor ejemplo. El problema con escribir es la naturaleza lineal de la escritura, que tienes que expresar tus ideas en forma lineal. La forma ideal de expresión sería un círculo. Pero debido a la naturaleza de la escritura es, desafortunadamente, imposible. Estoy totalmente de acuerdo con usted. En todos mis libros entro constantemente en la misma habitación, solo que entro a la habitación a través de diferentes puertas. Así que veo las mismas cosas, los mismos muebles, pero desde una perspectiva distinta. Es la única manera en que puedo hacerlo, no conozco otra manera. También detesto la condición lineal de la escritura, creo que debería ir, más bien, en círculos. Si tiene más impacto en los lectores, no lo sé, pero lo que siento es que refleja mejor la experiencia natural. Es la idea del círculo hermenéutico, vas dando vueltas y vueltas, vuelves al mismo tema con un conocimiento diferente, lo ves a una luz diferente. Y así es como funciona la experiencia humana. La experiencia personal, a diferencia de la experiencia científica. Los psicólogos a veces presentan erróneamente el desarrollo del proceso de madurez como un proceso lineal, que es incorrecto. Va en círculos. Porque puedes volver a lo que has hecho antes, pero de una manera diferente. No estoy realmente seguro acerca de esta especie de escritura, que se hace menos completa para el lector. Pero creo que te permite comprender mejor la naturaleza de la realidad que quieres comprender. Hay una adecuación entre la forma de la escritura y la forma de la realidad.

    HW: El libro del Holocausto está muy claramente estructurado. ¿No piensa en esto como una estrategia porque estaba tratando de convencer a los sociólogos?

    ZB: ¿Cree que está bien estructurado?

    PB: Claro, sí lo está.

    HW: Es muy diferente de Modernidad y ambivalencia, muy diferente, en el estilo, incluso en la estructura de las oraciones.

    PB: Una buena parte de su estilo por otra parte es lo digresivo, ¿no? Es conversacional. Mi recuerdo del libro del Holocausto es que es mucho más sistemático.

    ZB: Bueno, el libro del Holocausto era un libro de un tema, ¿verdad? Modernidad y ambivalencia es un libro de múltiples temas. Esa es la única diferencia. Pero también hay otro aspecto más general. La física o la química, que son influyentes, tienen impacto en la realidad por sus resultados más que por su conversación. Nuestro campo es más conversacional. La única manera de tener impacto en la realidad es conversando con la gente. La sociología tiene que ser legible. A menos que la sociología se dirija a la experiencia de la gente común, es inútil. No veo para qué hacerla así. Por supuesto, se puede obtener un doctorado sin esto, se puede conseguir una cátedra sin esto, pero eso es todo. Seguiría siendo una actividad completamente esotérica. Si se hace física de tal manera, está bien, porque se tienen estos resultados, se hace la maquinaria. Mire este hermoso televisor. No tengo ni idea de lo que hay dentro, nunca he echado un vistazo detrás de la pantalla. Acabo de presionar los botones, y está bien. Pero no hay un equivalente sociológico de esto. No se puede proveer a la gente con equivalentes sociológicos de esta maravillosa maquinaria, para presionar los botones. Son botones ellos mismos. Tienen que presionarse ellos mismos. La única manera es entablar una conversación, discutir cosas, interpretar. No legislar, sino interpretar.

    Me pregunto si quienes no son filósofos, no son sociólogos, podrían tomar un libro de Habermas. Creo que sería una pérdida de tiempo. El mundo de Habermas es muy complejo, muy completo, un mundo de ideas. Es un mundo poblado por conceptos, no por personas. No por personas vivas actuando. Es una especie de fetichismo teórico, parafraseando a Karl Marx.

    PB: He enseñado un seminario sobre el trabajo de Zygmunt con mis estudiantes en Australia. Probablemente la mayoría de ellos han llegado a la obra de Zygmunt después del libro del Holocausto, por tanto con curiosidad en lo posmoderno. Creo que estaban perplejos, fueron estimulados. Era otro tipo de provocación. En parte, porque el estilo del libro del Holocausto probablemente no es provocativo o menos provocativo que su tema.

    ZB: Pero estaba pensado para ser provocativo. Yo quería provocar, fundamentalmente, a mis colegas sociólogos.

    PB: Considerando que la naturaleza de los escritos sobre lo posmoderno es continuamente provocativa. Y aún así, el estilo es menos predecible. Pero creo que algunos de mis estudiantes estaban desconcertados, lo que tomaron como una especie de enfoque decisivo en su trabajo fue lo posmoderno y, sin embargo, este libro del Holocausto es en realidad moderno. Tal vez hay más simpatía por el estilo para abordar este tema.

    ZB: Soy la última persona en poder responder preguntas como esta. Usted conoce a Marcel Reich-Ranicki, de este Literarische Quartet en Alemania. Había un programa similar igualmente influyente en Francia, hecho por Bernard Pivot. Tienen estilos absolutamente distintos. Hacen lo mismo, hablando y reseñando libros, pero con un estilo diferente. Pivot invita a todo tipo de gente, los sienta alrededor del autor del libro, quienes presionan al autor, tratando de extraerle el misterio del sentido. Hasta donde yo sé, Reich-Ranicki nunca invitó a ningún autor al Literarische Quartet. Siempre había gente de fuera que lo discutía. La diferencia es tan sorprendente, que Le Monde le hizo una entrevista a Reich-Ranicki y le preguntó por qué nunca invitó al autor. La respuesta dada por Reich-Ranicki fue que el autor es la última persona a la que le preguntaría sobre el sentido de su libro. Y estoy de acuerdo con él. Tal vez mi distancia de un tema es más grande que la de otro. El Holocausto es un evento cerrado. Puedo, de hecho, acercarme a él desde fuera y tratarlo como un objeto. La posmodernidad es otra cosa, vivimos dentro de ella. Es la experiencia en curso, la experiencia en desarrollo, un proceso inacabado. De manera que, necesariamente, es más parcial, fragmentaria, episódica, impresionista si quiere. No es un período cerrado ni un capítulo cerrado. Uno tiene la sensación de que está participando en la cosa misma, mi trabajo es parte de ella en cierto sentido. No diría que mi libro sobre el Holocausto fue parte del Holocausto. Pero puedo decir que mis libros sobre la posmodernidad son parte de la posmodernidad. Pero no estoy seguro si estoy en lo correcto o equivocado. Reich-Ranicki estaba en lo correcto.

    HW: Volviendo en este punto a la sociología que no está produciendo máquinas y botones sino que se está incorporando a las conversaciones. ¿La obra de quién le gusta en este aspecto?, ¿qué sociólogo como autor?

    ZB: Bueno, en Alemania tengo dos favoritos. Uno es Ulrich Beck y el otro es Claus Offe. Escriben para las otras personas. Y creo que las otras personas pueden de hecho estar en desacuerdo, de acuerdo, furiosas, encantadas, no importa, pero piensan. Me pregunto si quienes no son filósofos, no son sociólogos, podrían tomar un libro de Habermas. Creo que sería una pérdida de tiempo. El mundo de Habermas es muy complejo, muy completo, un mundo de ideas. Es un mundo poblado por conceptos, no por personas. No por personas vivas actuando. Es una especie de fetichismo teórico, parafraseando a Karl Marx, que habla del fetichismo de las mercancías. De manera que es un mundo distinto, un mundo muy interesante, pero separado del mundo real. En Inglaterra creo que Anthony Giddens es un escritor para personas comunes inteligentes, no para todo el mundo, sino para una amplia gama de personas interesadas, personas con los ojos abiertos. En Francia hay bastantes, está Pierre Bourdieu y hay mucha gente que escribe así. En Estados Unidos se tiene a Richard Sennett, muy inspirador. Pero es una minoría. Los sociólogos académicos comunes escriben de forma muy hermética, muy a menudo son simplemente ilegibles.

    Lo que es sorprendente es que los sociólogos más legibles y profundos pasan la mayor parte de su vida fuera de la academia. Karl Marx nunca fue profesor. Georg Simmel se convirtió en profesor un año antes de su muerte. Norbert Elias nunca tuvo una cátedra en su vida.

    HW: ¿Qué pasa con Norbert Elias?

    ZB: Bueno, Norbert Elias. Cuando se celebró su 70 aniversario, le preguntaron, cómo fue que hizo ese maravilloso libro sobre el proceso civilizador. Él dio una respuesta muy simple: “No leí ni un solo libro sociológico”. Yo estaba destrozado, cuando todavía actuaba como un supervisor de estudiantes de doctorado, porque yo quería hacer que mis estudiantes fueran tan valientes y creativos como fuera posible. Por otra parte, sabía muy bien, que si así lo hacía, las tesis de doctorado no serían aceptadas por ningún comité. Así que tuve que obligarlos a acatar las reglas. ¿Cómo esperar que personas formadas de esa manera se convertirán eventualmente en estudiosos creativos? Si lo hacen, lo hacen a pesar de la formación, no gracias a ella. Es otra ambivalencia. Lo que es sorprendente es que los sociólogos más legibles y profundos pasan la mayor parte de su vida fuera de la academia. Karl Marx nunca fue profesor. Georg Simmel se convirtió en profesor un año antes de su muerte. Norbert Elias nunca tuvo una cátedra en su vida. Debe haber alguna conexión entre estas cosas. No estaban obligados por esas reglas tontas, que pretenden que la sociología o la psicología son como la física o la química o la biología. No lo son. O se es capaz de comunicarse con la gente común o no. Los físicos hacen lo que hacen, describen las manchas de la pantalla del gigantesco ciclotrón en California, que cuesta 200 millones de dólares construir. Tú no tienes un ciclotrón en casa, él no tiene un ciclotrón en casa, yo no tengo uno en mi cocina. No hay problema como el del sentido común en el caso de la física, porque no hay sentido común sobre el ciclotrón, sobre los neutrones o sobre los protones. Ellos son libres de interpretar como quieran y de decirnos los resultados y eso es todo. Pero en sociología estamos hablando de experiencias que son asequibles a todos, no de ciclotrones. Sino sobre casarse y divorciarse, sobre nacer y trabajar en una fábrica o en una oficina, el uso del tiempo libre. Reprocesar lo que ya está procesado por todos es lo que hacemos. Es algo, en cierto sentido, secundario. Estamos interpretando lo que ya se ha interpretado. A menos que tengamos un lenguaje común respecto de estas cosas, verdaderamente, podríamos también guardar silencio. Y ahora deberíamos tomar un whisky.

     

    *** Esta es una versión abreviada de la entrevista aparecida en Thesis Eleven. Traducción de Patricio Tapia.

  298. Oscuras vidas radiantes

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    Cristóbal Gaete es un buen conocedor de la atomizada poesía porteña; también de una tradición alterna y desconocida que se erige desde el extrarradio de nuestra literatura y en que nombres aparentemente oficiales, como el de Carlos Pezoa Véliz, desfilan en abismos de pobreza y locura.

    por lorena amaro

    Basta revisar los títulos que conforman el libro Crítico, de Cristóbal Gaete, para hacerse una idea de los mundos que aborda: “Jagger delira”, “El mito poético de una ciudad sobre un cuerpo”, “Maldito”, “Poética marginal”, “Días y noches por las calles del Almendral”, “La posibilidad de una poesía punk en Valparaíso”, “Caracol” y “Fragmentos críticos”. Como en sus libros anteriores, Gaete esboza una poética del margen desde el puerto, locación histórica de la poesía y de la novela social chilena. La diferencia es que aquí, lejos del desenfreno sicodélico de la novela Valpore (2015), la que por cierto tuvo buena acogida crítica, Gaete se contiene más y logra dar forma a una serie de ensayos-cuento con momentos de gran lucidez. Menos “friquismo” y mayor madurez narrativa, que se traduce en el delicado hilván con que cose estas reflexiones sobre el sentido de la poesía y el cuerpo oscuro y radiante del poeta maldito. No es otro el protagonista de “Jagger delira”, relato en que Mick Jagger se transforma, en sueños, en Rodrigo Lira: “Lleva en sus manos un libro, pero no sabe para qué. Las palabras son peces muertos en el océano. Mamá, los electrochoques no dejan pasar la poesía es su frase. Quiere espantarla”. Así expone las venas abiertas de Lira, para quien imagina otra vida, una en que acaba siendo la figura erotizada de Jagger.

    Gaete es un buen conocedor de la atomizada poesía porteña; también de la tradición alterna y desconocida que se erige desde el extrarradio de nuestra literatura y en que nombres aparentemente oficiales, como el de Pezoa Véliz (del que releva su capacidad poco conocida como prosista), desfilan en abismos de pobreza y locura. La figura de Pezoa es abordada paralelamente con la de Arturo Rojas, poeta vinculado a la Universidad de Playa Ancha y al Partido Comunista, quien intentó poner en marcha, según narra Gaete, nuestra propia movida beat. Los subtítulos que utiliza Gaete en este relato tienen algo de La historia universal de la infamia de Borges, y la manera libre, fluida, asociativa de relatar una historia generacional recuerdan los ensayos de Fabián Casas.

    El tema de Gaete es casi siempre la literatura y en este sentido es imposible no hallar fragmentos, pedazos, de autores como el Bolaño más rabioso, o de Álvaro Bisama y Manuel Rojas.

    El tema de Gaete es casi siempre la literatura y en este sentido es imposible no hallar fragmentos, pedazos, de autores como el Bolaño más rabioso, o de Álvaro Bisama y Manuel Rojas. Sus textos aparecen provistos de un humor negro feroz: por ejemplo el monólogo de “Maldito”, en que un escritor reproduce en su relato una serie de lugares comunes del literato, al tiempo que se revela el subtexto de su miseria y mediocridad. En esta voz antipática aparecen sobre todo el desparpajo y el vértigo de Bolaño: “Soy el producto de una historia de violencia: de Vicente Huidobro, en un avión en alguna Guerra Mundial; de Joaquín Edwards Bello volándose los sesos; de Pablo de Rokha retando adversarios; de Barreto acribillado por los nazis; de Arturo Rojas amenazando con un cuchillo a Álvaro Bisama (…) Mi literatura es compleja, por eso no la entienden”.

    Se trata de una voz patética: el escritor maldito no hace otra cosa que buscarse en los diarios, que le hagan una crítica que lo catapulte a otros mundos. Una voz empobrecida que habla de un mundo en que la poesía se escribe en páginas de fugaces antologías, “casi papel de diario a la velocidad del olvido”, y se divulga en confusos recitales poéticos. Humor triste que está hecho principalmente para iniciados.

    Una niña del Sename que llega a la poesía con ayuda de un mediocre profesor de taller literario (“Poética marginal”) o el poeta indigente Óscar Farías Assen (“Días y noches por las calles del Almendral”) son otras de las figuras que completan la corte de los milagros de nuestra literatura, integrada por muchos otros, tan talentosos como olvidados.

    “Crítico. Critico todo. El poco dinero que recibo por escribir un texto maravilloso y lo que me demoro en escribir un par de minutos de video y ganar el doble”, anota el mismo narrador que confronta a Farías Assen y ha decidido hacer con él un video, evadir la escritura “para hallarla de otro modo”, con el mismo desencanto que el narrador de “Fragmentos críticos” plantea su propia escena: “No, me pasé, me creí crítico. No todos los libros eran malos, pero tampoco tan buenos. Quizá es culpa de los escritores; yo trabajaba al borde de la calle vendiendo frutas, no es juego. Cada tanto aparecían allí, me dejaban libros y hablaban de la dificultad de obtener reseñas”. Él acaba por vender sus libros, en otra figura de la precariedad, que en este libro es santo y seña.

    Quizás ese sea el gran riesgo que corre la por momentos lúcida escritura de Gaete: que haga de ella un recitativo de la miseria, sin agregar suficientes matices a su escritura comprensiblemente obsesiva, porque está comprometida con un ideario vital de la literatura.

    CRiTICO

    Crítico, Garceta Ediciones, 2016, 85 páginas, $9.800.

  299. Ricardo House, director de La batalla futura III: “Conociendo la cultura chilena, Bolaño se blindó cuando comenzó a ser reconocido”

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    El próximo 23 de marzo se estrena en Chile la tercera parte de La batalla futura, un ambicioso proyecto biográfico que busca reconstruir la vida de Roberto Bolaño siguiendo la ruta de los lugares donde residió. Poniendo el foco en su relación con Chile, esta nueva entrega aborda su infancia y las polémicas que protagonizó durante sus últimas visitas al país a fines de los 90.

    por matías hinojosa

    Como “un juego de sombras” describe Ricardo House su relación con Roberto Bolaño. Pese a que nunca se conocieron personalmente, sus biografías se cruzan en más de un punto. Ambos llegaron a México siendo jóvenes y pulularon por los mismos ambientes. Actualmente el documentalista vive en Barcelona y hasta hoy sigue encontrando sincronías entre su itinerancia y los pasos del escritor. Fueron incluso estas pistas las que lo aproximaron por primera vez a Bolaño. “Él salía a cada rato en las conversaciones de los chilenos exiliados en México. Eso despertó mi interés y lo comencé a investigar. El primero de sus libros que cayó en mis manos fue Estrella distante y desde ahí ya no me detuve más”, cuenta el realizador al teléfono desde Barcelona.

    La fascinación que ejerció la obra de Bolaño lo ha mantenido tras su estela los últimos 10 años. Ha viajado por España, México y Chile, conversado con familiares, amigos y seguidores. Todo el material acumulado constituye uno de los esfuerzos biográficos más ambiciosos realizados hasta la fecha en torno al autor. El resultado de su investigación es la trilogía documental La batalla futura, cuya tercera parte llega a salas comerciales el próximo 23 de marzo.

    Mientras que las dos primeras entregas de la serie abordaban los años de Bolaño en México y en Cataluña respectivamente, esta nueva película pone el foco en su relación con Chile. Sin embargo, House ha tomado distancia de la idea de trilogía y ve su trabajo ahora como un largo proceso de decantación. “No diría que esta es una tercera parte, sino una síntesis. Las dos primeras fueron ensayos, como para sacarle punta al lápiz. Se trató más bien de bosquejos para este documental”. Por esta razón, pese a las diferencias formales entre las tres películas, se repiten entrevistados y testimonios.

    Jorge Herralde, Ignacio Echevarría, Rodrigo Fresán y Álvaro Bisama, además de familiares y amigos de infancia, conforman en esta tercera parte el entramado de voces que intentan perfilar al autor de 2666. A lo largo de la película vemos fotografías familiares inéditas y conocemos su fascinación infantil por coleccionar láminas de futbolistas y juegos de guerra, entusiasmo que luego usaría como material en algunas de sus obras; además de su particular sentido del humor.

    En este momento Ricardo House prepara Roberto Bolaño: el espejo negro, documental que tratará la figura del autor desde la óptica de sus traductores, abordando también su intensa relación epistolar con Waldo Rojas, a quien nunca conoció personalmente sino que solo a través de cartas. “Estaremos mostrando La batalla futura III en el próximo Festival de Guadalajara y aprovecharemos la ocasión para presentar este nuevo proyecto con la intención de recaudar fondos”, cuenta House.

    Llevas una década trabajando en torno a la figura de Roberto Bolaño, ¿qué aspectos de su vida hicieron que te volcaras con tanta intensidad a este proyecto?

    Evidentemente hay una admiración de mi parte. Lo veo como a un miembro de mi generación. Bolaño nació el 53 y yo el 52; él se fue a México y yo también pasé por ahí. Bolaño visitaba las tertulias a las que iba mi padre, que era poeta, en los edificios Condesa, donde se juntaban algunos escritores que habían llegado exiliados y que ya habían escrito sus primeros libros. Allá iba Bolaño con Bruno Montané y algún otro miembro de los infrarrealistas. Investigando su biografía me encontré con un mundo que era coincidente con mi propia vida: la gente, los lugares, los barrios. Eso me fascinó, me sentí muy tocado y, por qué no decirlo, emocionado.

    ¿Cómo impacta Chile en su literatura?

    Toda la literatura de Bolaño está atravesada por Chile, pese a que él vive allá solo hasta los 15 años. Estuvo 10 años en México y 25 en Cataluña, pero muchos de los personajes de sus libros son chilenos y siempre el país está presente de muchas maneras, incluso en su vida. Por ejemplo, estaba muy al tanto de lo qué pasaba allá en el ámbito literario. Leía todo lo que se publicaba en Chile. Incluso durante sus últimos años, estuvo pensando en irse a vivir para allá. El país siempre estuvo ahí, como una sombra, como un referente muy importante.

    El documental trata en profundidad sus dos últimos viajes a Chile, en 1998 y 1999. ¿Cómo describirías la imagen pública de Bolaño?

    Conociendo la cultura chilena, Bolaño se blindó cuando comenzó a ser reconocido. Siempre fue muy contestatario, muy provocador, y dio muestras de eso con el movimiento infrarrealista, que eran el terror de la cultura oficial en México. Esta fue la actitud que tuvo durante su vida y que luego volcó a la literatura. Como dice Ignacio Echevarría en el documental, Bolaño se siente fuerte en la defensa o en el ataque. Él era un gran polemista y era terrible, podía hacer pedazos a su adversario con toda tranquilidad. Manejaba muy bien la ironía, pero sobre todo era poseedor de un gran conocimiento. Como había leído tanto, era bien difícil que lo pudieran pillar.

     

  300. 50 años de The Velvet Underground & Nico: una revuelta musical en envase pop

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    Uno de los discos más influyente de la historia del rock fue, en su momento, un fracaso comercial. Su sonido estridente y las letras sobre drogas y sadomasoquismo sedujeron solo a un pequeño grupo de fanáticos. Lanzado el mismo año que Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, la banda de Lou Reed sintetizaba ideas provenientes de la música contemporánea, la poesía beat y el arte pop.

    por matías hinojosa

    El 12 de marzo se cumplen 50 años del lanzamiento de The Velvet Underground & Nico. Considerado actualmente un disco canónico y de una influencia capital en la historia del rock, pasó bastante desapercibido para la crítica y el público masivo. Se trataba, por supuesto, de la respuesta lógica hacia un trabajo que corría el cerco más allá de los límites explorados hasta entonces por la música pop. La sombra de Andy Warhol, que manejó la carrera del grupo durante esa época, hizo que el disco fuera considerado en un principio como otro capricho más del artista; una música que se ajustaba mejor al contexto del arte y las galerías que al estándar de la industria discográfica.

    Encontrarse hoy con esas canciones sigue resultando una experiencia inquietante. Quizás pocos álbumes han asumido tantos riesgos. En tiempos donde la música pop ha optado por la retromanía, una obra como The Velvet Underground & Nico mantiene aún su filo intacto. Incluso es posible que canciones como “I’m Waiting for the Man”, “Heroin” y “All Tomorrow’s Parties” corrieran hoy la misma suerte que entonces: no entrarían en la programación de ninguna radio ni figurarían en los rankings de las más escuchadas.

    Moviéndose como un péndulo entre el pop tarareable de “Sunday Morning” y el ruido blanco de “The Black Angel’s Death Song”, este debut discográfico supuso la aparición en el mapa de una banda que arremetió contra los dictámenes de la moda. Publicado unos pocos años después del desembarco beat en Estados Unidos y en el momento de mayor apogeo de la escena musical de la costa oeste, sus canciones fueron el reverso de aquella fantasía pastoral pregonada por el movimiento hippie. Estaban a contrapelo de las consignas ampulosas que llamaban al amor y la paz universal. El negro riguroso de sus atuendos, la expresión imperturbable de sus rostros en el escenario y sus letras sobre drogas, sadomasoquismo y violencia no dejaban lugar para el ensueño de un mundo mejor. Con la entrada de la Velvet en el panorama musical, el rock & roll no solo pierde lo que le quedaba de inocencia, sino también cruza hacia el lado salvaje, a los caminos más borrascosos de la existencia humana.

     

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    Historia de un fracaso

    Son varias las razones que explican el revés comercial de The Velvet Underground & Nico. Más allá de la dificultad y el desconcierto que debió suponer para los oyentes una obra de estas características, el disco atravesó por una serie de infortunios que obstaculizaron su circulación. Al deliberado desinterés por parte del sello Verve de distribuirlo y promocionarlo bajo los estándares que exigía la industria, se sumó también una dura prohibición de las radios y revistas neoyorkinas que condenaron la obra a una invisibilidad difícil de contrarrestar. Pese a que los Rolling Stones y los Beatles (que en junio de ese año lanzaron Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band) habían demostrado que la calidad artística y la experimentación musical no estaban reñidas con los buenos resultados económicos, las bajas ventas obtenidas por el álbum eran más o menos esperables. Esperables, por supuesto, para cualquiera ajeno a la banda o al círculo de Andy Warhol, quienes se atrevían a vaticinar las más auspiciosas ganancias una vez que fuera lanzado al mercado.

    La publicación del single “Sunday Morning” en noviembre de 1966 les dio sin embargo una idea de lo que se avecinaba. El productor Tom Wilson, que había trabajado con Bob Dylan y en el debut discográfico de Frank Zappa, creyó ver en esta canción un éxito radial seguro, pero se equivocaba: pese a ser una de las composiciones más delicadas y accesibles de la banda, el single sonó poco en las radios y desapareció del radar apenas una semana después de su lanzamiento, sin siquiera asomarse en los rankings.

    La respuesta más adversa hacia The Velvet Underground & Nico vino del lugar menos esperado: Nueva York. Las radios de la ciudad decidieron no programar ninguna canción del LP, prohibiendo además la emisión de su anuncio publicitario. También algunas revistas se abstuvieron de publicar cualquier reseña sobre el nuevo lanzamiento y se negaron, al igual que las radios, a llevar el aviso promocional dentro de sus páginas.

    Pero este fracaso no bajó los ánimos al interior del grupo. Moe Tucker, la insigne baterista de la Velvet, le confesó a Victor Bockris, autor de Up-tight, la historia de la Velvet Underground, que la publicación del álbum fue tan emocionante para ella que apenas apareció el disco fue a una tienda y se compró una copia, pese a que ya le habían regalado una. “Siempre tuve una actitud muy positiva hacia el grupo”, cuenta en el libro. “Creía de verdad que teníamos algo especial, no como los Beatles, sino en un sentido más importante. De verdad que pensaba que éramos buenísimos”. La reacción del guitarrista Sterling Morrison fue similar: “Nunca había estado tan emocionado por algo, me dedicaba a llamar a la revista Cashbox para enterarme de nuestra posición en las listas antes de que la revista llegara a los quioscos. Estaba impaciente por saberlo”. Aunque Reed y Cale se caracterizaban por sus personalidades menos efusivas, Tucker asegura haberlos visto “muy emocionados”.

    La respuesta más adversa hacia The Velvet Underground & Nico vino del lugar menos esperado: Nueva York. Las radios de la ciudad decidieron no programar ninguna canción del LP, prohibiendo además la emisión de su anuncio publicitario. También algunas revistas se abstuvieron de publicar cualquier reseña sobre el nuevo lanzamiento y se negaron, al igual que las radios, a llevar el aviso promocional dentro de sus páginas.

    “Con canciones como ‘Heroin’ no había manera de que te sacaran por la radio en 1967”, opina el artista Ronnie Cutrone en Up-tight. “Los Beatles cantaban sobre amores que se acaban y ‘lo que necesitas es amor’. Lo más fuerte que llegaron a cantar los Rolling Stones fue ‘Sympathy for the Devil’. Y de repente sale un grupo que va y canta cosas como ‘Cuando estoy hasta los ojos / siento que soy el hijo de Jesucristo’, y claro, no lo van a poner por la radio”.

    La decisión pasaba en parte por este motivo, pero sobre todo se debía a la imagen poco feliz que daban de la ciudad, retratando sus calles y personajes menos complacientes. Nueva York por entonces no era la metrópolis que es hoy. Otros músicos, como Patti Smith y Kim Gordon, han dado testimonio en sus libros de memorias de cómo era el Lower East Side en los años del surgimiento punk: un barrio sucio y peligroso, colmado de cafiches, dealers y adictos a la heroína. Como respuesta a esta medida, la Velvet no volvió a tocar en Nueva York hasta el verano de 1970, cuando se presentaron en el Max’s Kansas City durante los últimos días de Reed como miembro del grupo.

    Como si todo este alboroto fuera poco, un error en la impresión de la contraportada terminó por sepultar las pocas esperanzas de la banda. Eric Emerson, un bailarín de la Factory que había formado parte del espectáculo multimedial Exploding Plastic Inevitable, aparecía en la fotografía posterior del álbum, donde se ve al grupo durante un concierto con la cabeza de Emerson proyectada sobre ellos. Con un gran sentido de la oportunidad, el bailarín exigió al sello un pago por el derecho a usar su imagen. Sin llegar a ningún acuerdo, se retiraron todas las copias del LP disponibles de las disquerías y no volvió a reponerse hasta después de dos meses, desvaneciéndose cualquier posibilidad de escalar en los rankings. Esa primera tirada de discos, con la cabeza de Eric Emerson en la contraportada, son actualmente un tesoro para coleccionistas. En 2009 una copia en buen estado podía encontrarse por unos mil dólares.

    Los primitivos

    Al revés de muchas bandas que también forjaron su identidad a partir del sonido crudo, repetitivo y desprolijo, Lou Reed, John Cale y Sterling Morrison habían tenido una preparación musical temprana e intensa, siendo cada uno de ellos un experto en su respectivo instrumento. Lou Reed recibió lecciones de piano clásico cuando niño y de guitarra durante su adolescencia. Cale, el más experimentado de los tres, tocaba la viola en una orquesta juvenil de Gales a los ocho años y Morrison comenzó a los siete a estudiar trompeta para dejarla por la guitarra durante su adolescencia, influido por la música de Bo Diddley y Chuck Berry.

    “Lo bueno del rock, aparte de que yo estaba enamorado de él, es que cualquiera puede tocarlo, y hasta el día de hoy cualquiera puede tocar una canción de Lou Reed. Cualquiera. Básicamente son siempre los mismos acordes, tan solo que vistos de distintas formas”, le dijo Lou Reed al periodista Ian Fortnam en una entrevista de 2003. John Cale, quien había seguido estudios formales de música en el London University Goldsmiths College y luego en el Conservatorio Eastman, probó suerte en la música contemporánea. Llegó a Nueva York en 1963 para trabajar con John Cage en una obra de Erik Satie compuesta por 866 repeticiones de una pieza para piano. También, por esa época, entró a The Dream Syndicate, el grupo del compositor de vanguardia La Monte Young.

    Al revés de muchas bandas que también forjaron su identidad a partir del sonido crudo, repetitivo y desprolijo, Lou Reed, John Cale y Sterling Morrison habían tenido una preparación musical temprana e intensa, siendo cada uno de ellos un experto en su respectivo instrumento.

    Lou Reed en ese momento trabajaba como compositor a sueldo para Pickwick Records, una compañía que publicaba covers y discos de surf rock. Con la intención de mostrar el material que componía Reed, el sello formó la banda The Primitives, para la cual fue reclutado John Cale, quien buscaba una oportunidad de trabajo más o menos estable. Pese a las ambiciones comerciales del proyecto, Lou Reed había compuesto para el grupo “The Ostrich”, una canción que portaba el germen de lo que sería el sonido de la Velvet. Tras componer una serie de melodías desechables para el sello y cuando ya empezaba a aburrirse de ese trabajo, el músico tuvo la idea de afinar todas las cuerdas de su guitarra en la misma nota para hacer una canción insulsa y bailable para adolescentes. Lejos de convertirse en el éxito esperado por él, la manera de tocar “The Ostrich”, rasgando la guitarra sin parar y en una sola nota, se convertiría en la base sobre la cual se crearía, por ejemplo, “I’m Waiting for the Man”.

    Pese a conocerse en esas circunstancias, ni Lou reed ni John Cale tardaron en reconocer el talento del otro y su afinidad por la subversión musical. Para Reed, John Cale traía consigo una vasta tradición europea que él conocía tangencialmente. Asimismo, el músico galés quedó impresionado con su compañero cuando tuvo ocasión de escuchar versiones tempranas de “Heroin” y “I’ Waiting for the Man”, canciones que Reed acababa de componer al margen de los encargos para Pickwick Records, cuyas letras le parecieron sumamente originales.

    Con la disolución de The Primitives y el alejamiento de los dos músicos del sello, ambos decidieron continuar trabajando juntos. Primero se llamaron The Warlock y luego The Falling Spikes. Fue Sterling Morrison, a quien Lou Reed había conocido mientras estudiaba literatura inglesa en la Universidad de Syracuse, el que sugiere el nombre definitivo de The Velvet Underground. Moe Tucker entraría poco después, luego de que se fuera el baterista Angus MacLise. Era noviembre de 1965. Su primera actuación en público con la formación histórica de la banda sería en un colegio de Nueva Jersey como teloneros de The Myddle Glass. En el show tocarían solo tres canciones: “There She Goes Again”, “Venus in Furs” y “Heroin”. Al mes siguiente, el Café Bizarre los contrataría para presentarse durante las noches: comenzaban a las 10, tocaban 30 minutos y, tras descansar un cuarto de hora, salían otra vez al escenario. Terminaban a las dos de la madrugada.

     

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    Un año en la Factory

    La aparición de Andy Warhol fue uno de los encuentros más afortunados que tuvo la Velvet. Quizás su desempeño como mánager y productor haya sido deficiente o nulo, pero lo cierto es que sus aportes para el primer álbum fueron inigualables. Comenzando por la sugerente y sofisticada portada que diseñó para el disco, también fue el que convenció a la banda de fichar a Nico como cantante y financió buena parte de las sesiones de grabación. Por otra parte, su posición dentro de los ambientes artísticos le permitió a la Velvet cierta notoriedad que de otra manera hubiese sido imposible.

    El grupo llegó a engrosar la colección de artistas y modelos de la Factory a comienzos de 1966, después de que Warhol viera una de sus actuaciones en el Café Bizarre. Todo ese año se centró en una actividad incesante en torno a ellos. Cada miembro de la Factory estuvo celoso a su manera del nuevo juguete favorito de Warhol y el show Exploding Plastic Inevitable, que tenía como protagonistas a la Velvet y que mezclaba video, luces estroboscópicas y danza, despertó más de una opinión encontrada al interior del plateado estudio del artista. Gracias a este espectáculo multimedia, el grupo pudo salir de gira por Estados Unidos sin siquiera haber publicado una canción. En ese momento los shows en vivo carecían de una elaborada puesta en escena, de modo que Exploding Plastic Inevitable se convirtió en un pequeño fenómeno underground, donde lo normal era que el público fumara marihuana o tomara LSD. Los medios locales de cada ciudad a la que llegó Warhol y compañía, atraídos por la singularidad de ese carnaval de sujetos extraños, hicieron eco de la experiencia. Incluso Marshall McLuhan describió el espectáculo en su libro El medio es el mensaje.

    Sobre el escenario los integrantes de la Velvet tocaban a todo volumen, alargando sus canciones cuatro o cinco veces su duración original, mientras las películas de Warhol se sucedían a sus espaldas en un montaje hipnótico. En tanto, los demás miembros de la Factory intentaban seguir la música sumergidos en una danza grotesca en la que representaban crucifixiones e inyecciones de heroína, usando látigos y flashes, mientras el juego de luces estroboscópicas cubrían todo el escenario.

    La influencia de The Velvet Underground & Nico

    David Bowie acusó recibo en el acto, incluyendo canciones de la Velvet como parte de su repertorio en vivo, e Iggy Pop tomó la hebra más desenfadada del grupo para desarrollar el sonido catártico y salvaje de los Stooges.

    El impacto del disco fue decisivo en el movimiento punk de la segunda mitad de los 70 y en la new wave, en bandas como Television, The Modern Lovers, Talking Heads y The Feelies. Quien lo dijo mejor fue Brian Eno: “El primer álbum de Velvet Underground vendió sólo 10.000 copias, pero todos los que lo compraron formaron una banda”.

    “Yo me mostré muy crítico acerca de la poca exposición que recibían en el show”, le dijo el periodista Danny Fields a Victor Bockris. “Siempre pensé que les estaban retrasando su llegada a la fama. ¡Para escucharles, tenías que tragarte esa mierda de espectáculo psicodélico de luces! Para mí la Velvet tenía un estilo fabuloso, y allí estaban, escondidos debajo de toda aquella mediocridad psicodélica. Yo siempre me estaba quejando de esto. Yo decía qué bueno que quizás aquello fuera arte o un happening, pero a mí lo que me gustaba era el grupo. Pensaba que si no hubieran llevado todo aquel montaje de luces y películas, habría ido más gente a verles, habría habido más curiosidad por ellos”.

    Más allá de los problemas del show y del insoportable ambiente de la Factory, la Velvet había comenzado la producción de su disco debut en abril de 1966, entrando a grabar en un destartalado estudio de Broadway “All Tomorrow’s Parties”, “There She Goes Again”, “I’ll Be Your Mirror” y “I’m Waiting for the Man”. Esas primeras tomas, sin embargo, serían descartadas posteriormente y volverían a grabarse todas las canciones en un estudio de Los Ángeles, durante el tiempo disponible que dejó la cancelación de varias fechas de Exploding Plastic Inevitable. Todos los temas interpretados por Nico fueron escritos especialmente para ella, con excepción de “All Tommorrow’s Parties”, que Reed había compuesto antes de conocerla. Aunque Reed cedió a los requerimientos de Warhol de escribir para ella, nunca aceptó de buena gana que Nico participara en el estudio. Para él, la cantante alemana formaba parte de Exploding Plastic Inevitable, como los demás miembros de la Factory, pero no del disco. Sin embargo, esta colaboración fue un importante matiz en el resultado final, que consiguió enriquecer el registro de la banda, moviéndose entre las canciones más dulces interpretadas por Nico, como “Femme Fatale” y “I’ll Be Your Mirror”, a las más descarnadas e instrumentales como “The Black Angel’s Death Song” y “European Son”. “Los Velvet no querían limitarse a ser los meros acompañantes de una cantante, y, sin embargo, las mejores canciones que escribió Lou fueron las que compuso para ella”, opinaba Warhol. “Su voz, las letras y el sonido de la Velvet formaban un todo mágico”.

    Warhol supervisó en el estudio el resultado de las grabaciones. Incluso aparece en los créditos del disco como productor, aunque en estricto rigor nunca realizó esta tarea. Como lo describe el periodista Danny Fields: “Lo que hizo Andy fue hacer que se reprodujera generosamente el sonido de la Velvet, cerciorándose de que lo registraran tal y como le sonó a él cuando quedó prendado de ellos”. Para Lou Reed, que siempre defendió la posición de Warhol en este asunto, aquello era más que suficiente para considerarlo con pleno derecho el productor del LP.

    Tras el lanzamiento de The Velvet Underground & Nico, la banda finalizó su trato con el artista pop. Nico también dejó la banda y comenzó una carrera solista. Al año siguiente, tomando la senda trazada por “I’ Waiting for the Man”, lanzan su obra cumbre White Light / White Heat con resultados aún menos auspiciosos que su antecesor. Ese será el último disco de John Cale en el grupo. Luego de su partida, sacarán dos álbumes destacables, pero convencionales en relación con sus dos primeros trabajos.

     

  301. Jared Diamond, el hombre de las grandes preguntas

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    ¿Cómo explicar la evolución de los seres humanos desde sus orígenes a su estado actual? ¿Por qué algunas sociedades y culturas simplemente colapsan y desaparecen? ¿Por qué gente de distinto origen étnico es afectada de manera diferente por ciertas enfermedades? Estas son las interrogantes que plantea el biólogo, fisiólogo y geógrafo, autor del premiado Armas, gérmenes y acero. En esta conversación con el economista chileno, Diamond vaticina: “Hay un 49% de probabilidad de que en 30 años ya no exista el primer mundo; todos seremos como África”.

    por sebastián Edwards

    Jared Diamond vive en Los Ángeles hace 50 años. Su casa queda en uno de los tantos cañones en el oeste de la ciudad. Es una estructura amplia y luminosa, con un jardín repleto de árboles. La casa es silenciosa y se nota el orden que uno asocia con los científicos: tipos pulcros y un tanto obsesionados. Desde hacía tiempo que queríamos juntarnos a conversar sobre su vida, sus libros y un nuevo proyecto que involucra a Chile. Lo hicimos poco antes de un viaje que lo llevaría a África del este, donde trabajó analizando la evolución de orangutanes y chimpancés, tema de una de sus investigaciones actuales.

    Nos sentamos en la mesa de la cocina y me ofrece un sándwich de pavo, frambuesas e higos recién sacados del árbol. Me pregunta qué quiero tomar. Cuando le digo que agua de la llave me mira sorprendido. Él toma agua fresca de coco.

    Jared Diamond llegó a UCLA en 1966 a hacerse cargo de una cátedra de fisiología en la Escuela de Medicina, una de las más prestigiosas del mundo. Eran tiempos muy diferentes a los actuales: “En el primer curso que enseñé había 62 estudiantes. 58 eran varones de raza blanca, dos eran mujeres también blancas, y había un hombre y una mujer asiáticos. Ni un solo afroamericano o latino. La escuela había aceptado a su primer estudiante de color cuatro años antes, pero el cuerpo de profesores concluyó que sus calificaciones no eran lo suficientemente buenas, por lo que durante los próximos siete años no admitió a ningún estudiante de minorías”.

    Le pido que me hable de su carrera académica. Sonríe y se limpia la garganta. Me dice que lleva 50 años en UCLA. Me explica que en su caso no se puede hablar de una sola carrera. Ha tenido la fortuna de cambiar de énfasis y al final ha tenido tres carreras. Empezó, durante su doctorado en la Universidad de Cambridge, estudiando la fisiología de la vesícula. Un tema complejo y muy específico, que lo obligaba a pasar horas en el laboratorio. Sin embargo, muy pronto le empezó a interesar la ornitología, el estudio evolutivo de las aves de Nueva Guinea.

    Lo interrumpo para inquirir si su interés era la vesícula de los pájaros. Suelta una carcajada y me dice que no, que eran dos temas diferentes. En las aves, lo que le interesa es el tema evolutivo, y no el aspecto fisiológico. Me sorprendo y le pregunto si en ese campo tomaba a los pájaros en sus manos, si los examinaba.

    “Nada de eso”, responde. “Mi trabajo con las aves involucraba binoculares y grabadoras para capturar el trinar y el canto de distintas especies”.

    Me aclara que esa fue su segunda carrera académica, la de un “biólogo evolucionista”.

    Quiero saber cómo reaccionaron sus colegas fisiólogos ante su interés por las aves de Oceanía. Me estoy metiendo en el espinudo y pequeño mundo de los celos y las envidias entre académicos. Me explica que las autoridades –decanos y directores de departamento– siempre lo apoyaron. De hecho, me dice, cuando en 1966 negoció su cátedra con UCLA, el decano de ese momento se comprometió a darle cinco mil dólares por año para sus investigaciones de pájaros. “En esa época eso era mucho dinero, financiaba toda una expedición a Nueva Guinea”.

    Lo interrumpo para preguntarle si vio el documental sobre la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. Me dice que no. Le explico que hay un largo segmento sobre el trabajo de Salgado en Nueva Guinea, y que mientras él me hablaba de sus expediciones a la isla, en mi cabeza lo veía subiendo escarpados cerros como lo hace Salgado en ese filme. “Qué interesante”, dice, mientras anota el nombre de Salgado en un pedazo de papel.

    “¿Dónde estábamos?”, pregunta luego de tomar un largo trago de su bebida. Le recuerdo que me interesa saber cómo reaccionaron sus colegas fisiólogos ante su interés por las aves.

    “Bueno”, dice, “durante años ellos no sabían que yo tenía intereses más allá de las vesículas. Se enteraron de golpe, en 1998, cuando mi libro Armas, gérmenes y acero ganó el Premio Pulitzer”.

    “Se deben haber alegrado mucho. Tienen que haberse sentido muy orgullosos”, apunto.

    “Oh, no. Al contrario. Lo tomaron muy mal, les pareció una pérdida de tiempo. Tanto es así que en la próxima evaluación de mi trabajo, el comité del departamento de fisiología votó en forma unánime para que no me dieran una promoción; tampoco un aumento de sueldo”.

    Se queda en silencio durante algunos segundos. Luego me explica que al poco tiempo decidió dejar la Escuela de Medicina y aceptar que ya estaba lanzado en su tercera carrera académica, la de un geógrafo. Ahora su hogar universitario es el prestigioso Departamento de Geografía de UCLA. Dicta dos seminarios para alumnos de pregrado. Son cursos muy populares, y se ve obligado a limitar las vacantes. En un curso acepta 100 alumnos; el otro está restringido a tan solo 50.

    Pensar, pensar y pensar

    Tener tres carreras académicas exitosas es, de por sí, inusual. Pero más inusual aún es que sean tan diferentes entre sí. Sus estudios sobre la vesícula –y especialmente aquellos sobre la capacidad del órgano para absorber y transportar líquidos– son importantes y han sido reconocidos como un aporte a la ciencia. Pero tratan sobre una cuestión muy específica, un tema que, sin intención de menospreciarlo, podría definirse como “pequeño”.

    De otro lado, en libros como El tercer chimpancé, Armas, gérmenes y acero y Colapso aborda “grandes temas”. Son preguntas enormes que nos atañen a todos. ¿Cómo explicar la evolución de los seres humanos desde sus orígenes a su estado actual? ¿Por qué el mundo Occidental es el más avanzado, si el hombre se originó en África? ¿Por qué algunas sociedades y culturas simplemente colapsan y desaparecen?

    Le pregunto cómo fue ese paso, qué lo decidió a transitar de esas investigaciones tan específicas a abordar las “grandes preguntas”.

    “Ah”, me responde con una sonrisa, “todo comenzó con una llamada telefónica”.

    Efectivamente, en 1985 recibió una llamada de la Fundación MacArthur. La persona al otro lado de la línea se identificó como el presidente de la institución y le informó que había sido galardonado con uno de los prestigiosos premios. Jared tenía una noción vaga de ese galardón, pero no estaba seguro de qué se trataba exactamente. La fundación entrega una abultada suma de dinero para que el galardonado pueda pensar con calma y tranquilidad durante cinco años (hoy en día el monto es de $625 mil dólares). No hay ninguna obligación: no hay que escribir un informe ni publicar artículos ni escribir un libro. Nada. Tan solo recibir el dinero y pensar.

    “Curiosamente, al recibir la noticia me deprimí profundamente”, cuenta. “Me pregunté por qué habían elegido a alguien que estudiaba las minucias de las vesículas. Pensé que esa distinción debía ser para gente que hiciera investigaciones relevantes para la humanidad, que abordara preguntas importantes que explicaran (o cambiaran) el mundo. Yo no hacía nada de eso”.

    A los pocos días, Jared tomó una decisión. Usaría el galardón para empezar a analizar temas importantes, para tratar de contestar preguntas que fueran relevantes para el futuro de las nuevas generaciones, para el futuro de sus hijos. Fue así como escribió su primer libro, El tercer chimpancé. Fue también en esa época cuando empezó a pensar en los temas que lo harían famoso, los que publicaría en el libro que ganó el Pulitzer, Armas, gérmenes y acero.

    —¿Podrías darme una lista de tres “grandes preguntas” que hoy día te preocupan?

    La pregunta más grande es si las sociedades occidentales se van a autodestruir en los próximos 30 años. Y yo digo, que hay una probabilidad del 49% de que lo hagan. Una segunda pregunta es por qué la historia se desarrolló de maneras tan diferentes en distintos continentes. ¿Por qué tú y yo estamos aquí, sentados alrededor de esta mesa, en la tierra de los aborígenes de Norte América, a pesar de nuestros ancestros europeos? ¿Y por qué el Trinity College, en Cambridge, no está lleno de aborígenes americanos, y los últimos europeos están apiñados en reservaciones en Escocia? Este era el tema de Armas, gérmenes y acero, pero ahora lo estoy ampliando para entender el rol que tuvo la producción de alimentos en esos resultados; por qué algunas sociedades pudieron producir y almacenar grandes cantidades de alimentos y otras no lo hicieron; por qué algunas sociedades pasaron a crear estructuras políticas con jerarquías, las que luego derivaron en el Estado moderno, y otras se quedaron al nivel de tribus.

    —¿Cuál sería la tercera gran interrogante?

    Una tercera pregunta grande está en la intersección entre la medicina y la geografía. ¿Por qué gente de distinto origen étnico es afectada de manera diferente por ciertas enfermedades? En Estados Unidos los indios nativos y los hispanos son más susceptibles a sufrir de diabetes que quienes tienen origen europeo. Los afroamericanos sufren de mayor presión arterial alta, asociada con el consumo de la sal. ¿Por qué?

    —¿Qué quieres decir, exactamente, al mencionar que las sociedades occidentales pueden autodestruirse?

    No significa que la población desaparecerá y que solo habrá terrenos baldíos. Hay una probabilidad del 49% de que en Europa en el año 2050, la mayoría de la población esté viviendo como la gente en Papúa Nueva Guinea vive hoy en día; tendrán el nivel de vida de las actuales masas africanas, o el de las comunidades pobres de América Latina. Es probable que en ese entonces no exista el llamado primer mundo. Mi peor escenario es que todos estén muertos debido a una guerra nuclear; mi segundo peor escenario es que en 30 años ya no existan lo que hoy conocemos como los países avanzados.

    Le pregunto cómo se va a producir ese cuadro. Si fuera una película, cuál sería la trama, cómo se iría desarrollando la historia. Cómo sería el proceso exacto a través del cual los holandeses llegarían a tener un nivel de vida como Nueva Guinea. Y todo eso en apenas tres décadas.

    Me habla de una calamidad en el medio ambiente. Si las tendencias actuales siguen, se agotarán las fuentes de energía fósiles, y más grave aún, los recursos marinos, que son la fuente de proteína para la mayor parte de la población mundial. Además, es posible que se produzcan guerras entre países ricos y pobres. Agrega que la migración ya es imparable. Hace 40 años se podía contener a las masas pobres que luchaban por llegar a los países de la abundancia. Pero ya no es posible hacerlo.

    Sus palabras me recuerdan los pronósticos negros del Club de Roma en los años 60, las proyecciones mecánicas que hablaban de hambrunas y del fin de la civilización como la conocíamos. Nada de eso sucedió. De hecho, con los avances en China y la India, y con el reciente renacer de África, hemos reducido los problemas de hambre y desnutrición en forma importante. Claro, falta mucho y hemos seguido dañando el planeta, pero ha habido mucho progreso en muchas áreas. Agrego que él es un experto en biología evolutiva, y eso, me parece, debiera darle un cierto optimismo. Las sociedades tienen capacidad de reacción, se ajustan y corrigen su camino, lo hacen siguiendo el instinto de sobrevivencia. Le digo que en 1977, cuando yo llegué a la Universidad de Chicago, había colas para gasolina porque los autos estadounidenses eran unas máquinas de tragar bencina. Después de 40 años tenemos automóviles eléctricos, sumamente económicos, con cero emisiones, y el precio del petróleo se ha desplomado. Lo que ha sucedido es muy diferente a lo que predijo El Club de Roma.

    Me mira y esboza una sonrisa. Luego comenta: “Claro, ese cuadro que tú pintas tiene una probabilidad del 51%”.

    Chile: jibias, dictadura y su próximo libro

    Jared Diamond ha visitado nuestro país en muchas oportunidades. La primera vez fue en los 60, en su calidad de fisiólogo. Trabajó durante varios meses en el centro de estudios de Montemar, en Reñaca, estudiando el sistema nervioso de las jibias, un crustáceo fascinante para todos los biólogos. Viajó y recuerda con especial cariño su visita a la zona del río Biobío.

    Yo me rasco la cabeza y asiento. No quiero decirle que no sé cómo son las jibias, que siempre las he confundido con los picorocos.

    A continuación me cuenta que cuando preparaba su libro Colapso visitó la Isla de Pascua en el 2003. Fue un viaje maravilloso, lleno de sorpresas. Le gustaría regresar, me asegura.

    Le pregunto si la Isla de Pascua debiera ser independiente y él responde a toda carrera: “Pero no sería un país viable; ningún país con menos de 100 mil habitantes es verdaderamente viable”.

    En su próximo libro hay un capítulo sobre Chile. Es un trabajo sobre situaciones traumáticas y las maneras como las distintas naciones las enfrentan. Considera varios casos, la gran mayoría en países en los que ha vivido por un tiempo, incluyendo Alemania, Finlandia, Indonesia y Chile. Intenta determinar por qué algunos de ellos han sido capaces de enfrentar sus crisis en forma exitosa, mientras que otros no. En Chile, según él, el trauma del golpe de Estado y de la larga dictadura fue enfrentado con bastante éxito.

    El nuevo libro termina con un examen de algunos países que están empezando a enfrentar crisis muy duras. Quiere saber qué les depara el futuro. Le pregunto por las naciones que está estudiando. Me explica que el caso más importante es el de Estados Unidos. Y cuál es su conclusión, inquiero. ¿Qué probabilidad hay de que las cosas terminen mal?

    Sonríe y dice: “49%”.

     

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    Sociedades comparadas, Debate, 2016, 192 páginas, $14.000.

     

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    El mundo hasta ayer. ¿Qué podemos aprender de las sociedades tradicionales?, Debate, 2013, 592 páginas, $22.000.

     

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    Armas, gérmenes y acero, Debate, 2006, 588 páginas, $24.830.

  302. El alma rusa

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    El “alma rusa” no es solo un concepto surgido en la literatura rusa en el siglo XIX; es algo extendido en la cultura popular rusa y del cual los rusos hablan con naturalidad. A través de esa alma particular explican a menudo sus conductas, sus excesos, sus rudezas, sus emociones, sus afectos, sus lágrimas, sus silencios, sus servilismos, sus enojos fulgurantes. También su heroísmo y su resiliencia.

    Esta alma rusa que reivindican a veces con orgullo y otras como una suerte de maldición de la cual parecieran no poder sacudirse, no aparece entonces como una virtud, poco tiene que ver con una superioridad racial, con un pueblo elegido o poseedor de un destino manifiesto. Es más bien un sello ambivalente, una marca cultural que produce más fatiga que alivio, más pesares que alegrías en su recorrido histórico y en su geografía desmesurada, inabordable y majestuosa, difícil de recorrer y aún más de conquistar, en la cual están presentes meses y meses de nieve monótona y muchos días de luz mortecina.

    No conozco otro país donde el alma sea un concepto que aparezca con tanta fuerza en su literatura y en la vida cotidiana. Nadie le da tanta centralidad a algo tan inasible. No es recurrente en la literatura francesa, tampoco en la italiana. En la alemana resultaría peligrosa y en los escritores ingleses, fuera de lugar. Virginia Woolf se encarga de decirnos que para los escritores ingleses “el alma les es ajena, incluso antipática”.

    En la vida cotidiana de los ingleses, si tal cosa asomara en las conductas debería contenerse como algo de pésimo gusto. Quizás esa distancia es la que hace decir a Winston Churchill que la conducta de la diplomacia soviética en la Segunda Guerra Mundial le resulta incomprensible, como “una adivinanza envuelta en un misterio, dentro de un enigma”.

    Siendo probablemente demasiado niño, tuve la suerte, gracias a uno de esos profesores de antaño, de conocer muy tempranamente la literatura rusa del siglo XIX, aquella que comenzó a describir el alma rusa. Dostoievski en Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo, El Idiota, El jugador y Pobre gente recorre todos sus aspectos, profundidades y oscuridades, a través de múltiples exploraciones nos muestra la exasperación de los sentimientos, la búsqueda de redención, la violencia y la culpa, la humillación y la desmesura en un entorno social jerarquizado y tiránico.

    No conozco otro país donde el alma sea un concepto que aparezca con tanta fuerza en su literatura y en la vida cotidiana. Nadie le da tanta centralidad a algo tan inasible.

    Tolstói nos lo muestra de otra manera, a través de un gran fresco histórico en Guerra y paz, donde solo en apariencia prima el relato, pero los rasgos psicológicos de sus personajes en los cuales retrata la melancolía y el ahogo moral tienen una importancia decisiva. Tales rasgos se reflejarán con más fuerza aún en Anna Karenina y La muerte de Iván Illich.

    Con genio, talento y estilos diversos, esa alma rusa estará presente en Pushkin, Turguénev y Chéjov, quien nos dice: “Es difícil expulsar al esclavo que llevamos dentro”. Y también está Gógol, quien señala: “Ah, los rusos no aman morir de una muerte serena”.

    El mismo Gógol en El diario de un loco examina el alma rusa ya no en la aristocracia ni en las “larvas humanas” sino en el funcionario medio, inserto en una rutina asfixiante y sin horizontes, donde sus sueños se estrellan contra la humillación de los de arriba y el desprecio hacia los de abajo. La frustración constante concluye en la locura, en el manicomio, donde nuestro burócrata termina creyéndose el rey de España.

    Las luces, la Revolución Francesa y las modernizaciones iluminarán a los intelectuales rusos del siglo XIX, pero a través de un resplandor equívoco que exacerbará sus contradicciones, pues termina encarnándose en la invasión napoleónica que los coloca entre la modernidad y el territorio patrio pisoteado, entre la atracción hacia Occidente y el misticismo.

    La guerra como forma de identidad reforzará el maximalismo moral y la tendencia al todo o nada, algo que deja gran espacio a la visión del poder como factor salvador y omnímodo cuya tiranía es lo natural.

    El tirano los aplasta y los salva, llámese Iván el Terrible, Pedro el Grande o Catalina, distintos entre ellos, pero también similares.

    La transición al siglo XX no podía ser el fruto de un capitalismo avanzado, del despertar del “mongol inerte”, como decía Marx con la ironía feroz que usaba como periodista, ni tener un horizonte democrático. Esta transición se produjo a través de una revolución realizada con astucia y violencia –en nombre de un proletariado muy poco numeroso– por férreas personalidades como Lenin, Trotsky y Stalin, quien se quedaría al final con el poder, a través de una dictadura sin contemplaciones, en un océano de campesinos pobres a quienes el partido “debía dirigir con mano de hierro hacia la felicidad” (aunque dicho camino debiera pavimentarse con el terror aplicado a millones de vidas asesinadas por sospecha).

    El alma rusa comenzó entonces a vivir dentro del alma soviética, llevando todo su bagaje a la nueva realidad.

    Amando y temiendo a Stalin, adorándolo y muriendo por orden de él con un ¡viva Stalin! como postrera exclamación, acostumbrándose al miedo, soportando las hambrunas, pero no escatimando esfuerzo y también genio en quemar etapas del desarrollo, convirtiendo el atraso de siglos en un país moderno, tosco y poderoso.

    Hitler pensó que ese despreciado pueblo eslavo, raza inferior, por supuesto, sometido a la tiranía bolchevique, caería como un castillo de naipes frente a su invencible ejército. Sin embargo, no contaban con la capacidad de sacrificio sin límites, hasta “romperse la aorta”, hasta consumirse por el colectivo del alma rusa sovietizada, y del apego de los rusos a la Madrecita Rusia.

    Un país alfabetizado –lector de lo permitido–, loco por el arte, la música y la danza. El único país del mundo donde la poesía es algo popular, donde los poetas que sobrevivían eran venerados y escuchados por muchedumbres.

    Stalin llamaba a los escritores “ingenieros del alma humana”, pero los ingenieros debían ser cuidadosos: no podían salirse de los planos trazados por el partido, de los particulares gustos del dictador y de la idea que él tenía acerca del rol de los artistas e intelectuales.

    Esto generó muchas vidas quebradas en todos los terrenos: la música, el teatro, la pintura. En la literatura muchos se fueron a poco andar y otros se suicidaron, como Maiakovski; algunos supieron convivir con habilidad, como Máximo Gorki; no pocos hicieron disciplinadamente las tareas, como Shólojov en su Don apacible, que sin embargo no carece de grandeza. Ilya Ehrenburg, también poseedor de talento, fue un maestro de navegación segura en las aguas procelosas del estalinismo. Su gusto por Occidente no le impidió estar en todas: Unión de Escritores, Congreso Mundial de la Paz y medalla Stalin.

    Del resto no vale la pena hablar; fueron funcionarios de las letras. Los espíritus autónomos lo pasaron muy mal. Poco dispuestos a enaltecer el régimen, se exponían a calificaciones terribles: “intimistas, formalistas, cosmopolitas, pequeños burgueses”. La peor de todas, a la que era muy difícil sobrevivir: “enemigos del pueblo”.

    Boris Pasternak (El doctor Zhivago) y Solzhenitsyn lo pasaron muy mal. Pasternak evitó a duras penas el gulag y vivió en una suerte de exilio interno hasta su muerte. Solzhenitsyn convirtió su pesadilla en una de las denuncias literarias más fuertes del siglo con Un día en la vida de Iván Ivanovich y Archipiélago Gulag. Muchos otros, menos conocidos, conocieron peor suerte que ellos.

    escritores rusos

    Hasta romperse la aorta

    La Segunda Guerra Mundial mostraría la otra cara del alma rusa. Hitler pensó que ese despreciado pueblo eslavo, raza inferior, por supuesto, sometido a la tiranía bolchevique, caería como un castillo de naipes frente a su invencible ejército. Así pareció en un primer momento, pues la capacidad defensiva de la Unión Soviética estaba debilitada por las purgas del alto mando de 1936. Sin embargo, no contaban con la capacidad de sacrificio sin límites, hasta “romperse la aorta”, hasta consumirse por el colectivo del alma rusa sovietizada, y del apego de los rusos a la Madrecita Rusia.

    Hasta los popes ortodoxos casi extintos en aquellos tiempos salieron a bendecir al Ejército Rojo y se escribieron las increíbles páginas de arrojo que narra Vasili Grossman en la defensa de Leningrado (hoy San Petersburgo) y Stalingrado (hoy Volgogrado).

    Poco a poco, el Ejército Rojo daría rienda suelta a su furor, sería una victoria sublime acompañada de un comportamiento muchas veces bárbaro.

    Sándor Márai, en ¡Tierra, Tierra!, nos relata su incapacidad de comprender a los liberadores rusos cuando llegan a Hungría, su extraño comportamiento indescifrable, generoso y abusivo a la vez. Relata el monólogo de un soldado ruso a quien él no entendía el idioma. “Ese ruso bajito que hablaba sin parar me recordó asimismo a otro personaje literario: el zapatero ruso que en Guerra y paz, explica a Pierre Bezujov el gran y poderoso señor que cae preso, que dar sentido a la vida humana es una empresa sencilla y quizá no del todo exenta de esperanza”. Y agrega: “Aquel ruso también me estaba explicando algo a mí, se golpeaba el pecho, miraba hacia arriba, meneaba la cabeza, lloraba a lágrima viva y se secaba el llanto con el puño sin dejar de hablar (…) Yo lo escuchaba sin decir palabras. Solo entendí que se sentía muy desgraciado. Así que en un momento determinado le puse una mano en el hombro, y entonces me miró con los ojos llenos de lágrimas. Sonrió con tristeza, como excusándose, y a continuación hizo un gesto, indicando así que se avergonzaba de su propia debilidad”.

    La guerra y su espíritu solo terminó con la muerte de Stalin en 1953 y el XX Congreso del Partido Comunista en 1956, donde Kruschev denunció parcialmente y sin autoinculparse los crímenes de Stalin. La dictadura entonces dejó el terror y estableció el poder férreo pero más previsible de la nomenclatura, la rutina y la mediocridad que se arrastraría hasta la perestroika de Gorbachov y el fin de la Unión Soviética.

    Todo cambiaría después… pero bien poco cambiaría.

    ¿Algún día convivirá esa alma rusa con la libertad y la democracia? Difícil decirlo. No se desprende eso ni de la lectura de la Alexiévich ni del magnífico Limónov, de Emmanuel Carrère. Más bien aparece como un encuentro difícil y algo lejano.

    En Rusia nunca pudo anidarse verdaderamente la democracia. Lo que sí se anidó fue un capitalismo de casino, al que Putin ha terminado dándole la dosis de autoritarismo y nacionalismo que el alma rusa requiere para sentir que las dificultades del diario vivir cobran sentido en algo más grande: gran país, gran potencia, algo que atemorice y sea fuente de orgullo.

    El alma rusa perdura en las cocinas de los hogares rusos, en las noches de vodka y salchichón, donde las conversaciones mezclan pesares, sueños, desilusiones e incluso nostalgias de los viejos tiempos, les aseguro que con mayores referencias literarias que una conversación en un hogar del medio oeste norteamericano.

    De esas conversaciones, Svetlana Alexiévich en su libro El fin del hombre soviético reporta una voz que dice: “Somos unos soñadores, por supuesto. Nuestra alma pena y sufre, pero nuestros asuntos no avanzan mucho, porque no nos queda fuerza para eso. Nada se mueve. La misteriosa alma rusa… Pero ¿Qué es esa famosa alma?, y bien, es solamente un alma.

    Nos gusta parlotear en nuestras cocinas, leer libros. Nuestro principal oficio es ser lectores. Espectadores. Con ello tenemos el sentimiento de ser gente particular, excepcional, incluso si ello no se sostiene en nada, aparte del petróleo y del gas.

    De una parte es lo que nos impide cambiar nuestras vidas, de otra parte ello nos da la impresión que nuestras vidas tienen un sentido”.

    ¿Algún día convivirá esa alma rusa con la libertad y la democracia?

    Difícil decirlo. No se desprende eso ni de la lectura de la Alexiévich ni del magnífico Limónov, de Emmanuel Carrère, más bien aparece como un encuentro difícil y algo lejano. Mientras tanto quedémonos con el proverbio ruso que antepone como epígrafe Julian Barnes a su estupenda biografía novelada de Shostakovich, El ruido del tiempo. Ese proverbio dice que es necesario brindar tres veces: “Una para escuchar, otra para recordarse y otra para beber”. Más alma rusa, imposible.

  303. Infierno grande

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    Los relatos de El desapego es una manera de querernos, de Selva Almada, mantienen una atmósfera provinciana, agobiante, marcada por el excesivo calor y soledad. Los que más destacan son de factura reciente, como “El incendio”, donde se abandona el enfoque predominantemente autobiográfico de los primeros relatos, para proponer estructuras más complejas y una narración sobria y madura.

    por lorena amaro

    Selva Almada es una de las narradoras argentinas más sólidas y de mayor renombre en este momento, dentro y fuera de su país. Desde la publicación de El viento que arrasa (2012) bajo el sello Mardulce y con la bendición ni más ni menos que de Beatriz Sarlo, solo se han sumado publicaciones de gran impacto, como Ladrilleros (2013) o Chicas muertas (2014). En El desapego es una manera de querernos, reúne una gran cantidad de relatos publicados a partir de 2005, difíciles de conseguir y de calidad muy disímil. Mientras los primeros, más deshilvanados, recogen anécdotas de la provincia con una acentuada mímica de la infancia y algunos detalles que permiten una lectura autobiográfica, abusando de cierto lirismo asociado a la naturaleza y la inocencia de los niños, en los cuentos de factura más reciente es posible hallar mayor concisión en el lenguaje, pero sobre todo una construcción de atmósferas y mundos más impactantes.

    El libro abre con “Niños”, una nouvelle algo lenta y tediosa, en la que una mujer recuerda los años de crecimiento, cuando junto a su primo asistían asombrados al develamiento de pequeñas tramas familiares y sociales. Desde el comienzo asoma el mundo ominoso de Almada, con la historia de un velorio al que asisten los niños con curiosidad: “Para poder mirarlo de cerca, Niño Valor y yo nos pusimos en puntas de pie y nos agarramos del borde del féretro con sumo cuidado, temerosos de que el menor movimiento fuese a derramar la muerte y nos salpicase los zapatos nuevos, los zoquetes blancos, las ropas de cumpleaños”. A imágenes acertadas, como esta, se suman otras menos afortunadas, que llevan la poesía casi a la caricatura: “Acostados en las ramas más gruesas mirábamos las hojas, casi blancas del revés; los higos maduros bamboleándose como jóvenes escrotos sobre nuestras cabezas, chorreando almíbar por los reventones de su finísima piel morada; el vuelo incesante de las avispas negras y las moscas azules girando a su alrededor (…) Parecíamos cachorros de algún extraño animal dorado cruzado con hombre en una cópula mágica”.

    El libro abre con “Niños”, una nouvelle algo lenta y tediosa, en la que una mujer recuerda los años de crecimiento, cuando junto a su primo asistían asombrados al develamiento de pequeñas tramas familiares y sociales.

    Un mismo tono se deja oír en el bloque de relatos “En familia”, en que Almada vuelve a las rememoraciones familiares a través de un puñado de anécdotas asociadas a un personaje, Denis. Se trata del hermano menor de una familia de campo, que abandona la casa paterna para irse a Paraguay. Cada cierto tiempo, él envía mensajes y regalos a los padres a través de su patrón; finalmente retorna, pero huye con la mujer de un amigo. Esta historia es repasada por distintos personajes. La disposición de los relatos es singular: van repitiendo algunos hechos con algunas variaciones, como si fueran reescrituras de una novela en proceso, o una novela conformada por cuentos, que podría seguir creciendo. Con esta interesante estructura, Almada recala, sin embargo, en un tema algo manido, el del núcleo familiar como espacio del desencanto, el silencio y la incomprensión. Ya se sabe: los afectos interrumpidos, los gestos que nunca se concretaron, la soledad en compañía, las cosas que nunca pudieron ni podrán decirse.

    El resto de los textos que integran el libro (“Intemec” y aquellos que aparecen como “Relatos dispersos”) mantienen la misma atmósfera provinciana, agobiante, marcada por el excesivo calor y soledad: camiones que atraviesan raudos la carretera por las noches; el campo primitivamente industrializado, el sometimiento a los pequeños feudos pueblerinos, como el que impone la fábrica de pollos “Cresta Dorada”; mujeres que son criticadas por su incapacidad como madres; hombres solos, abandonados por esas mujeres; chicas lindas que habrán de vivir experiencias duras; padres enfermos y viejos bajo el cuidado de hijos solos y tullidos emocionales. Las verdades de la enfermedad y la muerte compiten con la inocencia y desparpajo de la niñez y la juventud, en un escenario oscuro, cargado de atmósferas turbulentas, el infierno grande de la provincia, que Almada capta de lleno en los bien armados diálogos.

    Los cuentos que más destacan son de factura reciente, como “El incendio”, publicado en 2014, donde se abandona el enfoque predominantemente autobiográfico de los primeros relatos, para proponer una narración más sobria y madura, sobre la vida rota de una pareja de estancieros después de la muerte de su único hijo. Es un cuento extraordinario, en que las relaciones entre ellos, el capataz y su familia bullen, sin aspavientos verbales, como el agua en una tetera a punto de reventar.

    el desapego

    El desapego es una manera de querernos, Literatura Random House, 2015, 294 páginas, $14.000.

  304. El legado moral de Adam Smith

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    Aunque reconocemos en Adam Smith al padre de la economía, su prestigio intelectual nace con La teoría de los sentimientos morales (TSM). Su gran proyecto intelectual era escribir un texto de ética, uno de economía política y otro de jurisprudencia. Esta trilogía resumía su sueño de una ilustrada “ciencia social”. En 1759 publica TSM y en 1776, el año en que Estados Unidos logra su Independencia y Thomas Paine publica Common sense, aparece Una investigación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (RN). Pero Smith no alcanzó o no pudo cumplir con su promesa de un tratado de jurisprudencia. Eso sí, sabemos que pocos días antes de morir exigió que se quemaran todos sus apuntes sobre la justicia. Solo permitió que se rescataran algunos ensayos que fueron posteriormente publicados como Ensayos filosóficos (1795).

    En sus últimos años, Smith continuó trabajando y mejorando su TSM. La sexta edición fue publicada en 1790, días antes de su muerte. Casi un tercio de esta edición final y definitiva son adiciones que pensó y agregó al final de su vida. Si bien TSM fue el libro que cimentó el éxito intelectual de Adam Smith y concentró sus últimos esfuerzos intelectuales, la historia puso su mirada en la RN. En otras palabras, el éxito y la influencia de RN en los albores de la revolución industrial, opacaron el legado moral de TSM durante todo el siglo XIX y gran parte del siglo XX.

    La apabullante influencia del utilitarismo de Bentham por un lado, y la deontología kantiana por el otro, eclipsaron el pensamiento moral del padre de la economía.

    Hay razones que explican este fenómeno. La apabullante influencia del utilitarismo de Bentham por un lado, y la deontología kantiana por el otro, eclipsaron el pensamiento moral del padre de la economía. Ambas corrientes filosóficas, una enfocada en la utilidad, las consecuencias y la mayor felicidad del mayor número de personas, y la otra en el imperativo categórico, las intenciones y la ley moral universal, convirtieron a TSM en una obra que pasó al olvido o fue simplemente ignorada. A ratos también fue erróneamente interpretada. Por ejemplo, John Rawls la califica al pasar, en un pie de página, como una simple obra preutilitarista.

    Solo a partir de la publicación de las obras completas de Smith, en 1976, renace el interés por TSM. Recientemente, filósofos como Ernst Tugendhat y Martha Nussbaum, y economistas como Amartya Sen y Vernon Smith, han volcado su atención a la riqueza de TSM.

    El principio que guía a TSM es el concepto de simpatía. Smith aclara que esta facultad no es solo un sentir “con” el otro, sino que correspondería, en un estricto sentido etimológico, a la empatía, esto es, a sentir “en” el otro. Distanciándose de Hume, también aclara que simpatizamos con cualquier pasión, ya sea triste o alegre. Como el hombre es un animal social, la simpatía se da en la interacción cotidiana de cualquier comunidad. Pero este fenómeno moral y social de la simpatía no es solo acerca de un contagio de sentimientos. Es cierto que un llanto nos conmueve o el gozo de otro nos alegra. Pero esto no es suficiente para simpatizar. Ponernos en los zapatos del otro nos exige conocer las causas de los sentimientos que gatillan una conducta. Esta es la clave de la simpatía mutua smithiana. Simpatizo primero sintiendo y luego, usando la imaginación, me pongo en los zapatos y en la situación del otro. El proceso simpatético parte de los sentimientos, pero también exige deliberar acerca de las circunstancias. Esto es lo que finalmente permite la aprobación moral. Para Smith la moral es, por así decirlo, una combinación entre sentimientos y razón, entre corazón y cabeza.

    En TSM el padre de la economía también nos habla del espectador imparcial, de la realidad de la naturaleza humana y su psicología. Destaca la importancia del interés propio bien entendido. Y con cierto escepticismo humeano, desconfía del abuso de la razón, del riesgo del “hombre de sistema”, o de aquellos que creen sabérselas todas. Todo esto y mucho más explican la relevancia y actualidad de este libro que se ha convertido en un clásico moderno.

     

    la teoría de los sentimientos morales

    La teoría de los sentimientos morales, Alianza Editorial, 2013, 600 páginas, $17.700.

  305. José Joaquín Brunner: lecciones de realismo

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    A propósito de Nueva Mayoría: fin de una ilusión, el último libro de J.J. Brunner, el sociólogo Carlos Ruiz Encina abrió en el primer número de esta revista un debate sobre la socialdemocracia chilena, a su juicio entregada al mercado e incapaz de hacerse cargo del malestar de la sociedad chilena. Ahora, Hugo Herrera lee el libro desde otra óptica: valora la idea de los “giros parciales a la realidad” y cuestiona la noción de que el neoliberalismo sea el destructor de las viejas redes sociales y el supresor de los derechos. Es posible que estos, en verdad, nunca hayan existido.

    por hugo herrera

    El ímpetu de la coalición gobernante y las organizaciones y académicos que la rondan, hace que los ex concertacionistas queden puestos, a veces, en una posición parecida a la de los nobles franceses en el exilio tras la revolución. Es un exilio figurado, menos brutal que el extrañamiento físico, aunque también inquietante. Algunos de entre aquellos franceses –Joseph de Maistre y Louis de Bonald– descollaron como intelectuales y se los considera precursores de la sociología. No sería mera casualidad, entonces, que en las páginas de Nueva Mayoría: fin de una ilusión asome un aire común. Hay, allá y acá, frente a procesos políticos inusuales, una observación rigurosa antes que especulación y filosofía. También un pathos semejante, de sobrio anhelo y pulcra resignación visionaria, mucho más cercano al conservadurismo social que al utopismo.

    En este tenor realista, José Joaquín Brunner se acerca también, por momentos, a otro sociólogo: el Max Weber que en 1919, en plena época de ebullición revolucionaria, advirtiera en Múnich contra los “profetas” y “demagogos”, en su célebre conferencia “De la vocación por la ciencia”. Refiriéndose a los reformistas moderados, con los cuales se identifica, Brunner señala: “Estos pagan” –con su crítica de los infantilistas (del placer o la imaginación)– “el precio kantiano y freudiano de la adultez: salida de su minoría de edad y uso del propio entendimiento para vivir con autonomía y elegir dentro de las opciones civilizadas. El reformismo elige cambiar el mundo en la medida de lo posible. O, si se quiere, a la luz de una ética de la responsabilidad. Y acepta el riesgo de caer bajo el argumento de los soñadores contra los realistas”.

    El sociólogo Brunner nos advierte, con sello realista, y frente al diagnóstico del malestar, de la banda más radical de la izquierda, que, pese a sus problemas, el sistema político y económico ha generado paz y prosperidad, adhesión en grandes capas de la población y no enfrentamos nada así como una revolución en ciernes o una inminente huelga general indefinida.

    El sociólogo Brunner nos advierte, con sello realista, y frente al diagnóstico del malestar, de la banda más radical de la izquierda, que, pese a sus problemas, el sistema político y económico ha generado paz y prosperidad, adhesión en grandes capas de la población y no enfrentamos nada así como una revolución en ciernes o una inminente huelga general indefinida. Nos hallaríamos, antes que eso, frente a un fenómeno más pedestre de “crisis de conducción”, acompañada de diversos niveles de malestar. A partir de estudios de opinión y de autores, discierne Brunner un nivel más superficial, vinculado a problemas de carácter sectorial, que van emergiendo en la medida en que mejora el bienestar de la población; otro, atado a las relaciones del ciudadano con la democracia de masas y los modos de representación, y un tercer nivel, más hondo, esta vez vinculado a un desasosiego vinculado a las condiciones de existencia de la modernidad.

    Brunner hace un estudio de la disputa ideológica entre los concertacionistas y los intelectuales y políticos que asumieron el diagnóstico del “otro modelo”. Nuevamente, opera con un acento cargado de realismo: deja a un lado aquí las formulaciones más teóricas de los nuevos intelectuales de izquierda, para hacer foco en la recepción que se hace de ellas en la Nueva Mayoría.

    ¿Qué cabe esperar de la actual situación? Da la impresión que no mucho. Brunner plantea que los procesos sociales están anclados en “condiciones de fondo” y una “trayectoria” subterránea que opera de manera “relativamente conservadora o inercial”. Los actores políticos, sus ímpetus y efluvios ideológicos, “se hallan atrapados en esta lógica dependiente de la trayectoria”, la cual es determinada por las “posiciones ganadas”, los “cargos distribuidos”, las “redes creadas”, los “flujos de recursos de poder ya direccionados y unas maneras de hacer y de operar cristalizadas en una estructura de gobernabilidad que tiende a reproducirse”.

    En su comentario al libro (“Brunner y la ilusión socialdemócrata”), publicado en el primer número de esta revista, Carlos Ruiz Encina le reconoce agudeza, pero sobre todo cuestiona cierta superficialidad en el diagnóstico del malestar y la ausencia de una propuesta que permita revertir la crisis.

    No habría solo un malestar con la modernidad y con la falta de conducción, sino también un “desajuste” fundamental entre el pueblo y la manera peculiar que adquiere esa modernidad en nuestro país. Para Ruiz, entre las características que definen nuestro modelo se halla el “rentismo empresarial” y el “cierre social de las prácticas estamentales de nuestras élites” (así lo expresa en sus dos últimos libros). Estos se sustentan en la “aguda privatización de las condiciones de vida” y “una política que ha preferido conservar las restricciones democráticas heredadas del autoritarismo”. El neoliberalismo habría destruido las viejas redes asociativas y suprimido derechos sociales. Eso en lo que toca al diagnóstico. Pero, además, Brunner solo denuncia. No hay allí, y esta es la segunda parte de la crítica de Ruiz, una auténtica “estrategia ante los problemas del presente”.

    Dudosa es la invocación de Ruiz a lo que parece, a veces, un pasado encumbrado al nivel de origen mítico: la época nacional-popular. El Chile previo a la dictadura nunca tuvo un sistema de derechos sociales parecido al de repúblicas avanzadas.

    La primera parte de la crítica es parcialmente pertinente. El análisis del malestar exige considerar las peculiaridades del modelo chileno y las maneras en que la modernidad convive con los modos específicos que asumen, en él, la vida social, económica y política. Pero el análisis de Brunner es más matizado que como lo presenta Ruiz. Distingue tres niveles de malestar. Dudosa es, pienso, la invocación de Ruiz a lo que parece, a veces, un pasado encumbrado al nivel de origen mítico: la época nacional-popular. El Chile previo a la dictadura nunca tuvo un sistema de derechos sociales parecido al de repúblicas avanzadas y la asociatividad, o bien era el asunto de grupos más bien reducidos o simplemente la expresión de la precariedad de la economía.

    Ni qué decir de la desnutrición o la situación de la educación, especialmente la superior. Si bien los chilenos viven en lazos de mayor incertidumbre y el “miedo inconcebible a la pobreza” de las clases medias emergentes es real, todo eso se produce dentro de un contexto de avance económico, social y cultural, el cual –aún sustentado en la renta y la extracción– es real e inusitado: grupos masivos han abandonado efectivamente la pobreza, la desnutrición prácticamente se ha acabado, la educación superior se volvió masiva, la más alta investigación ya no es asunto de cabezas aisladas. Y, aunque es cierto que las élites son cerradas, el mismo problema es propio también de la etapa nacional-popular. Si se atiende a los niveles de movilidad social en el país, resulta, en todo caso, exagerado entender las élites al modo de conjuntos dotados de visos estamentales.

    Respecto de la falta de propuesta de salida a la crisis, me parece que el realismo del sociólogo Brunner confía antes en la consideración de las circunstancias y en ciertas capacidades prudenciales de ir dándole giros parciales a la realidad, más cercanas a la corrección de errores de un Popper que a algo así como una “estrategia” omniabarcante.

    No hay que olvidar, por lo demás, que se trata de un libro de “crónicas sociológicas”. Dentro de su género, el libro resulta elogiable por su apego a las circunstancias, los matices que introduce, el recuerdo que nos hace de que las transformaciones de sistemas complejos requieren grupos capacitados, gradualidad y evaluación estricta de resultados. La fortaleza de la perspectiva realista y del enfoque sociológico-cronístico del libro, tiene como correlato, sin embargo, el que sea menester dejar de lado perspectivas de análisis que podrían haber enriquecido el texto. Las indicaciones que siguen, más que a formular críticas netas, apuntan a mostrar cuáles son el foco y los alcances de la obra.

    Dentro de su género, el libro resulta elogiable por su apego a las circunstancias, los matices que introduce, el recuerdo que nos hace de que las transformaciones de sistemas complejos requieren grupos capacitados, gradualidad y evaluación estricta de resultados.

    El énfasis en la trayectoria del proceso político y social del país lleva a Brunner, me parece, a soslayar la relevancia de lo excepcional. Hay menciones a la “fortuna”, las que no alcanzan para dar cuenta suficientemente del hecho de que, en la historia, ha ocurrido que sucesiones peculiares de acontecimientos terminan sorprendentemente desatando fuerzas imprevisibles, creadoras y destructoras: liderazgos visionarios que encuadran de pronto lo desvencijado o ebulliciones repentinas que arrancan de cuajo instituciones del viejo orden. ¿Es completamente descabellado pensar que algo así –en uno u otro sentido– va a producirse o se está produciendo?

    Una mirada cronística, acotada a dos años, tiene que poner en el trasfondo la historia larga del país y sus trastornos y movimientos tectónicos. Hay quienes hemos reparado en que el actual proceso de ebullición tiene similitudes con la llamada Crisis del Centenario de la República. Entonces y ahora hay una clase social que irrumpe en la escena pública; un sistema político y económico que no logra articular efectivamente las nuevas demandas, las crecientes pulsiones por participar del progreso social, especialmente de la educación; grupos de intelectuales que atizan las masas; élites que acusan visos oligárquicos. Pasa que si se colocan las cosas en perspectiva histórica, crece la plausibilidad del diagnóstico que habla de una crisis de mayor hondura, derivada –podríamos decir con Encina– de un desajuste entre el pueblo y su institucionalidad. No quiero aquí zanjar esta compleja discusión. Mas, huelga considerar que si la crisis del ciclo que cambiaba con el Centenario decantó en un período de inestabilidad que recién se cierra a finales de los años 30, las semejanzas con la situación actual proveen a esta de un dramatismo que excede al texto de Brunner.

    Entiendo también que por la naturaleza propia del libro –una crónica– se hayan omitido los nombres y textos de los intelectuales tras el movimiento (y en este sentido, el debate abierto en esta revista permite paliar la falencia). Creo que hubiera valido la pena que Brunner abordara directamente, por ejemplo, a Atria o a Ruiz, antes que solo la recepción que se hace de ellos en la Nueva Mayoría. Ocurre que el proceso de cambio de paradigma que se ejecuta desde el gobierno (con torpeza en lo particular, pero no sin visión en lo general) no se logra explicar suficientemente sin los ideólogos. Tematizarlos le habría facilitado a Brunner determinar más precisamente a su adversario y mejorar la disputa entre las “ideologías del progresismo”.

    En realidad, hay algo que no cierra en la izquierda. Una parte de ella es revolucionaria. No son, por tanto, solo “ideas socialdemócratas más ortodoxas”, como indica Brunner, aquellas a las que un socialdemócrata moderado debe hoy enfrentar. La de Fernando Atria, por ejemplo, es una doctrina que se postula como camino emancipatorio hacia la superación del mercado y del Estado, por la vía del desplazamiento total de aquel –y la alienación que produce–, gracias a una operación normativa del Estado dirigida a establecer un régimen de derechos sociales en el cual impere el “paradigma de lo público”: un modo de acción deliberativa y colaborativa que se expande en la medida en que aquel desplazamiento del mercado va siendo realizado. Vale decir, más que socialdemócrata, su vía es revolucionaria. Ella es criticable, por cierto, pero ha alcanzado niveles de eficacia a tal punto sorprendentes, que su consideración atenta resulta exigible.

     

    nueva mayoría

    Nueva Mayoría: fin de una ilusión, Ediciones B, 2016, 474 páginas, $16.900.

  306. Un narrador promisorio

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    A favor de La extinción de los coleópteros, de Diego Vargas Gaete, están su fluidez, sus sólidos diálogos, su desparpajo, sus diversos registros formales y libertad creativa. En contra: cierto regodeo, cierto placer de entomólogo pinchando los bichos más raros en las páginas de una novela que se desboca por momentos.

    por lorena amaro

    Escenas extravagantes, anécdotas desopilantes, despuntares de lo macabro. Un batido literario a punto de desbordarse. La extinción de los coleópteros, segunda novela de Diego Vargas y subsidiaria inevitable de la estética bolañeana (también, probablemente, de propuestas como las de Aira y sus adláteres porteños), constituye un extraño y a ratos bien logrado ejercicio narrativo, cuyo foco es el subterráneo de un colegio alemán de Temuco (el “Colegio Germano”); una cámara de horrores donde los directivos de la institución torturan, matan y practican la zoofilia, bajo la vigilancia a medias ignorante de un conserje del colegio, de origen mapuche.

    La novela consta de dos partes: “Princesa”, donde se cuenta la historia de Silvana Kunz, hija adorada de uno de los criminales del colegio y su relación con las semillas transgénicas empleadas por su padre en sus cultivos, y “Warg”, parte que se focaliza en las vidas de Joselito y Julio Mellado, el conserje y su hijo.

    El accidente que Silvana sufre en la lavandería de su edificio da inicio a un viaje psicodélico por el pasado y el futuro, narrado con continuos saltos temporales, lagunas y elipsis en que ella aparece viajando al espacio, bailando con un amaestrador de gatos en un programa televisivo o casándose con un príncipe etíope.

    El libro, ambientado en la zona actualmente en conflicto de Temuco, ofrece una lectura que trasciende el problema de la violencia dictatorial para indagar en raíces más antiguas y profundas de la desigualdad en nuestro país.

    La historia de los Mellado, a su vez, aparece fragmentada en diversos relatos. A través de textos de muy distinta naturaleza, se va configurando una genealogía de la humillación de esa familia por parte de los patrones alemanes. Aquí encontramos, por ejemplo, la desatinada correspondencia que Julio le dirige a una escort norteamericana de origen mexicano. Vargas apuesta aquí a una historia esperpéntica, en que Julio, convertido en un idiotizado profesor de Derecho, anhela viajar a Los Ángeles para conocer a la prostituta; el viaje se dificulta por otros personajes absurdos que transitan por una innecesaria facultad, ubicada en Valparaíso. Esta historia, de humor torpe, contrasta con el argumento principal de la novela, cifrado en un drama histórico de sometimiento y conflictos raciales y sociales.

    Si bien el humor ayuda a acercarse a esta trama de horrores con cierta distancia y sin caer en tremendismos, en esta parte del relato distrae y molesta. Otros textos de esta segunda parte de la novela son los fragmentos de Diario de un viaje: historia secreta de la familia Kunz, libro mencionado también en la primera parte; el relato en tercera persona sobre cómo Joselito llegó a convertirse en el mandado monstruoso de los aparentemente honrados y serios directivos del colegio, y por último una serie de fragmentos que hacen honor al título de esta segunda parte, “Warg”, especie de lobo legendario. En ellos se plantean diversas maneras de provocar a un lobo, en una reflexión continuada sobre cómo operan el poder, el miedo y la violencia, consentidos en Chile hasta el día de hoy. El libro, ambientado en la zona actualmente en conflicto de Temuco, ofrece, de hecho, una lectura que trasciende el problema de la violencia dictatorial para indagar en raíces más antiguas y profundas de la desigualdad en nuestro país. Silvana y Julio son los hijos de una disputa ancestral y a menudo aparecen ambas familias confrontadas por la expoliación y humillación.

    A favor de este libro se pueden anotar su fluidez, sus sólidos diálogos, su desparpajo, sus diversos registros formales y libertad creativa. En contra: cierto regodeo, cierto placer de entomólogo pinchando los bichos más raros en las páginas de una novela que se desboca por momentos. El exceso como una herramienta a ratos torpe, que todavía puede ser mejor calibrada por un narrador que indudablemente promete y puede dar mucho más de sí.

     

    la extinción

    La extinción de los coleópteros, Emecé Cruz del Sur (Planeta), 2016, 199 páginas, $12.900.

  307. El lugar del horror

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    La edición española del primer tomo de Providence, de Alan Moore y Jacen Burrows, puede resultar una buena excusa para preguntarse en qué está el escritor de Northampton ahora mismo. Moore, como la prensa profusamente difundió, sostuvo hace unos meses que solo le quedaban 250 páginas de historietas por escribir. La declaración olía a truco publicitario (la hacía en el momento en que Jerusalem, su novela de más de mil páginas, se lanzaba al mercado), pero también había que conceder que posiblemente fuese verdad. No en vano, lleva casi 30 años sin romper su promesa de no trabajar para las mayors de la industria, donde produjo para DC Comics obras como Watchmen o Batman: The Killing Joke.

    Providence es un ejemplo perfecto de la complejidad de las ideas de Moore y su habilidad para acercarse a una tradición y reescribirla de modo neurótico, para diseccionar su funcionamiento y sus fisuras. En su caso, las referencias culturales son mucho más que una lista de guiños de complicidad. Se trata, al modo de Brecht, de una lectura radical de los géneros populares. Así, un relato de aventuras como “La liga de los caballeros extraordinarios” transforma a Harry Potter en un cuento de horror donde habitan Virginia Woolf, Jonathan Swift y H.G. Wells, pero también la literatura de Ian Sinclair y el cine del olvidado Nicolas Roeg. Y Nemo: River of Ghosts, la última de las aventuras de Jenny Nemo, puede leerse casi como una confesión personal: acechada por los fantasmas del siglo XX, la hija del viejo capitán avanzaba río arriba por el Amazonas mientras trataba de comprender cuál era su lugar en un tiempo que la estaba dejando fuera. Kevin O’Neil, como es habitual, dibujaba con una mezcla despiadada de comedia y violencia, haciendo convivir lo satírico y lo monstruoso.

    En ese sentido, Providence es más frustrante quizá porque es más seria. Mal que mal, Burrows no es un dibujante virtuoso como O’Neil, y eso hace a ratos árida su lectura. Pero en su detallismo exasperante podemos reconocer la primera de las interpretaciones del asunto del que se ocupa el relato: el sentido de la obra completa de Lovecraft (1890-1937). La serie lleva publicados 10 de 12 números, y continúa el relato comenzado en The Courtyard (historia punk sobre los mitos de Cthulhu, guionizada por Antony Johnston basado en un relato del mismo Moore) y Neonomicon (secuela ahora sí escrita por Moore, puro porno lovecraftiano).

    Por supuesto, ninguno de estos dos cómics da cuenta de la complejidad de Providence. Estamos ante una obra mayor que si bien es una reescritura de personajes y temas de Lovecraft, también es una lectura a los problemas culturales del EE.UU. de comienzos del siglo XX, asuntos que tienen que ver con la formulación del campo intelectual, la tensiones políticas producto de la inmigración, las identidades sexuales y el lugar de la literatura masiva en aquel período. Protagonizada por un escritor de segunda que busca un libro prohibido, cada uno de los números reescribe una obra específica de Lovecraft. Si el Nº1 se ocupa de “Aire frío”, los números 2, 3 y 4 tienen como referencias “El horror de Red Hook”, “La sombra sobre Insmouth” y “El horror de Dunwich”. Entre todos ellos se construye una historia episódica donde el protagonista huye de sí mismo (del suicidio de su amante, de su condición de judío y homosexual, de su mediocridad como artista), mientras el lector ve cómo se esboza una lista de los miedos americanos profundos: al cuerpo, a la autodeterminación, al deseo.

    Acá, la aspereza visual y narrativa del relato adquiere importancia. Moore sexualiza el mundo de Lovecraft, un misántropo racista que le temía al contacto carnal por más que en I am Providence, la monumental biografía que le dedicó S.T. Joshi, aquel mito se relativice. De este modo, el trazo de Burrows, estático y funcional, hace una interpretación literal; el feísmo va de la mano con la ausencia de sombras, con el esquematismo de los rostros, con la ambientación hipertrofiada de los detalles. Moore, a su vez, reinterpreta el género del horror para volverlo intolerable y triste, como si lo monstruoso dependiese de una deformidad basada en la exactitud y la precisión antes que en lo indecible y lo abstracto.

    Estamos ante una obra mayor que si bien es una reescritura de personajes y temas de Lovecraft, también es una lectura a los problemas culturales del EE.UU. de comienzos del siglo XX, asuntos que tienen que ver con la formulación del campo intelectual, la tensiones políticas producto de la inmigración, las identidades sexuales y el lugar de la literatura masiva en aquel período.

    Este el sentido fundamental del trabajo de Moore-Burrows. En la obra de Lovecraft hay un punto donde los narradores renuncian a la palabra: la experiencia del terror los sobrecoge a tal nivel que provoca en ellos el colapso del lenguaje. Ahí, la prosa llena de adjetivos del autor de En las montañas de la locura, colapsa y cede, se vuelve impronunciable, como si repitiese la máxima de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar es mejor callarse”. Aquello, que bien puede ser leído como el colapso de las poéticas literarias del siglo XIX al modo de un choque frontal entre realismo y modernismo (otro caso podría ser la lectura de Pound de Henry James), en el cómic siempre supuso un paso a la abstracción, a lo indecible. En sus adaptaciones de Lovecraft, el maestro argentino Alberto Breccia lo resolvía por medio de manchas y de texturas que hacían imposible cualquier referencialidad que no fuese el colapso de la representación, sugiriendo que la única manera de narrar lo indecible era sumergirse en lo abstracto.

    Moore y Burrows, en cambio, eligen el camino contrario: detallar hasta el límite, volver neurótico el uso de las referencias, como si el movimiento que detona el horror fuese justamente el verlo todo, no dejar nada en la sombra, convirtiendo en hiperreal cualquier representación hasta volverla intolerable. Ya no queda nada oculto; el gesto pornográfico subvierte hasta la misma idea del horror, que se detonaría desde lo visible, lo que está a plena vista, sobre lo que “debe” hablarse.

    En un universo de referencias culturales en que la obra de Lovecraft ha sido emasculada hasta quitarle toda provocación, el trabajo de Moore y Burrows apuesta por refrescar su originalidad subversiva. Acá no hay peluches de Cthulhu sino sexo, sangre y fluidos. El hiperrealismo de Providence funciona justamente en el reverso de una tradición que debe reinventarse. Lovecraft, para construir el imaginario del siglo XX bebió de las peores fuentes del XIX y logró equilibrar el camp con el terror puro. De este modo (y como Kafka), le abre la puerta a los fantasmas de la modernidad, que en su caso terminaron habitando en revistas de ciencia ficción barata como Astounding Stories y en la añoranza de un mundo perdido que solo existía en su cabeza.

    Moore, casi un siglo después, lo reinterpreta para darle nuevas lecturas. Moore es también un bicho raro: un mago, un artista de clase obrera, un escritor de historietas que impugna el presente porque no puede dejar de pensar en su lugar dentro de él. Providence subraya ahí la complejidad excéntrica de su mirada, pues se pregunta cuáles podrían ser las coordenadas que determinan el horror como género, aspirando a poner en evidencia su capacidad corrosiva respecto de los lugares comunes de la cultura, la tradición literaria y las buenas conciencias.

     


    Providence, el miedo que acecha, Panini Comics, 2016, 176 páginas, $22.800.

  308. Mario Góngora y la revolución antiliberal

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    La aparición de su diario y la tesis para optar a profesor de Historia permite vislumbrar a un joven que veía con desconfianza el espíritu ilustrado y la sociedad comercial, dos fuerzas que permitieron avanzar hacia una sociedad menos jerárquica y estamental. Con diferentes matices, esta visión estaría presente en el Góngora de la madurez, para quien el lucro y el arbitrio individual amenazaban con romper la articulación de la comunidad.

    por marcelo somarriva

    Mario Góngora es probablemente el principal historiador chileno de la segunda mitad del siglo XX y, por absurdo que parezca, los únicos libros suyos disponibles hoy en librerías son dos obras que él no quiso –o no habría querido– publicar: el diario que llevó entre los 19 y 21 años y su tesis para optar al grado de profesor de historia. Estos son los primeros títulos publicados de una colección de sus obras selectas, que con los años llenará este vacío y corregirá esta paradoja, dándoles a los lectores la posibilidad de acercarse al trabajo de este intelectual chileno.

    Entre 1934 y 1937, Mario Góngora mantuvo un diario mientras estudiaba a tirones la carrera de Derecho en la Universidad Católica. Como consta de la lectura de este libro, publicado el 2013 en una edición al cuidado de Leonidas Morales, el desdichado estudiante tenía además la misión secreta de absorber la cultura europea completa, leyendo, en poco más de dos años, la impactante suma de 621 obras sobre toda clase de materias. Su diario de vida es casi una bitácora de las impresiones provocadas por estos textos, interrumpida ocasionalmente por el registro de sus tribulaciones espirituales y carnales. Góngora apenas menciona a su familia y el entorno de su vida universitaria, y sus páginas muchas veces tienen un tono claustrofóbico que recuerda a los protagonistas de las novelas de Mauriac o Bernanos (autores, por cierto, que leía con entusiasmo).

    Góngora tampoco da pistas sobre los orígenes de sus inquietudes intelectuales, presentándose a sí mismo con su “armadura completa”: listo para dar su batalla espiritual y política de juventud, y dispuesto a leerse todo lo que encontrara en su camino.

    La proeza de Góngora no era en realidad tan extraña en el Chile de entonces, cuando muchos hombres con ambiciones intelectuales padecían algo que a falta de un título más adecuado llamaré “síndrome de Edmund Wilson”, en recuerdo del famoso escritor y crítico estadounidense, arquetipo del joven del “nuevo mundo”, dispuesto a echarse al hombro la cultura europea, casi como tratando de demostrarles a sus pares del otro lado del Atlántico que era perfectamente capaz de saberlo todo. Wilson escribió con maestría sobre asuntos tan diversos como la historia del pensamiento socialista y los rollos del mar muerto.

    En Hispanoamérica hubo figuras similares, como Octavio Paz o Alfonso Reyes. En Chile, guardando las distancias, tenemos a Luis Oyarzún, Hernán del Solar, Alone, Clarence Finlayson y al mismo Góngora. Todos ellos mostraron síntomas de este cuadro que llevaba a realizar unos esfuerzos cuya magnitud solo pueden entenderse si se toma en cuenta lo difícil que era entonces salir de Chile, aprender idiomas y conseguir libros extranjeros.

    Es cierto que hay delirio de grandeza en este empeño y una buena cuota de arribismo, pero las recompensas materiales y sociales que reportaba este ejercicio enciclopédico eran casi nulas.

    Vistos en su contexto, el diario y la tesis son dos documentos extraordinarios y, al contrario de lo que alguna vez dijo Sergio Villalobos, demuestran que Góngora sí sabía escribir y lo hacía muy bien, con una prosa seca y precisa, sin muecas ni gesticulaciones.

    Luego de terminar con éxito pero con escasas satisfacciones su carrera de Derecho, Góngora estudió Historia en la Universidad de Chile. El tema y las ambiciones de la tesis de grado con que concluyó estos estudios, Conflictos religiosos y sociales del Estado y la burguesía en Inglaterra siglos XVII y XVIII, pueden tomarse como manifestaciones del síndrome descrito más arriba. Góngora explica que este tema se lo propuso Juan Gómez Millas, su profesor guía, pero esta afirmación habría que tomarla con algo de cuidado, porque el proyecto está demasiado cerca de sus propias preocupaciones como para que le haya sido impuesto.

    Vistos en su contexto, el diario y la tesis son dos documentos extraordinarios y, al contrario de lo que alguna vez dijo Sergio Villalobos, demuestran que Góngora sí sabía escribir y lo hacía muy bien, con una prosa seca y precisa, sin muecas ni gesticulaciones. Frente a un diario de vida como este y a una tesis que su autor no pensó en publicar, no corresponde hacer críticas. Solo pueden hacerse preguntas y algunas especulaciones.

    A simple vista, estos trabajos parecen estar totalmente desconectados de su obra posterior como historiador profesional, en la que modificó o contuvo sus ambiciones universalistas, para enfocarse en temas muy específicos de la historia colonial chilena y americana, estudios en los que, no obstante, nunca descuidó los contextos culturales e ideológicos globales. Pero si estos dos trabajos se leen juntos y se miran con detalle, puede observarse que Góngora plantea algunas definiciones políticas y posturas doctrinarias que son importantes para comprender preocupaciones e ideas que trascendieron sus años de formación.

    En su diario, Góngora anotó que la participación política equivalía a una inmersión en los asuntos del mundo que tenía la forma de una lucha heroica en la que se entremezclaban sus inquietudes espirituales. “Sé que el fin de la vida es el heroísmo”, señaló en una oportunidad y proclamó que este implicaba sacrificarse para transformarse en un ser nuevo, que sería galvanizado por las llamas que habían consumido su existencia anterior.

    Esta lucha, según anotó en noviembre de 1935, consistía en imponer “en Chile, como por todas partes, el triunfo de la verdadera contra-revolución conservadora, antiliberal en su espíritu y en sus formas”. Un año más tarde, esta lucha se hizo más urgente, porque la situación política le parecía insoportable: “La crítica del régimen liberal debe ya pasar a un terreno activo y revolucionario”.

    Góngora vivía entonces a la sombra de la idea del “hombre fuerte”, fantasma político característico de su época. Asimismo, el proceso de imponer a este sujeto en el poder no era demasiado democrático (incluso habla de “necedades democratistas”). No es raro, entonces, que haya sentido, como dice de pasada el 30 de mayo de 1934, una “inclinación por el fascismo”.

    La lectura de Pintores modernos, de John Ruskin, lo llevó a manifestar en su diario el entusiasmo por la Edad Media inglesa como época luminosa. Algo de esta idea asoma también en su tesis. El núcleo de esta investigación, según él mismo señaló, era extender y aplicar a otros problemas la idea de Max Weber sobre la relación entre el puritanismo y el surgimiento del espíritu del capitalismo, o dicho en otras palabras, la “transformación” económica o el “tránsito” de un Estado y sociedad de tipo medieval y renacentista a una sociedad dominada por el capitalismo.

    Para abordar este asunto, Góngora puso a prueba las ideas de Max Weber y Werner Sombart sobre la presencia de elementos espirituales en las transformaciones económicas en los orígenes del capitalismo, inclinándose más bien por la famosa tesis del primero, para quien el comportamiento capitalista y sus actividades habrían sido el resultado indirecto y no previsto de la búsqueda religiosa de la salvación individual después de la vida terrenal.

    En su diario, Góngora anotó que la participación política equivalía a una inmersión en los asuntos del mundo que tenía la forma de una lucha heroica en la que se entremezclaban sus inquietudes espirituales. “Sé que el fin de la vida es el heroísmo”, señaló en una oportunidad.

    Góngora luego aplicó las ideas de Weber y Sombart a la situación agrícola e industrial inglesa de fines del siglo XVII, siguiendo a Heschsher, Cunningham y especialmente a Richard Tawney, autor de un libro clásico sobre la religión en los orígenes del capitalismo, cuyo título entonces se tradujo de manera no muy feliz como La religión en el orto del capitalismo.

    A través de su análisis, Góngora contrapone dos tipos de sociedades a las que define en una serie de características antinómicas. Un orden monárquico tradicional, donde la corona tenía un papel preponderante en la orientación de la vida económica conforme a una visión tradicional del bien común, y una sociedad donde el Estado fue reemplazado por una burguesía que solo actuaba guiada por la búsqueda del lucro. Góngora caracterizó al primero como un orden social jerarquizado, rigurosamente dividido en estamentos de origen inmemorial y cuya validez se encontraba ratificada por la costumbre. La existencia de estas divisiones era conservada por un sistema de corporaciones, basadas en privilegios reales conferidos a determinados grupos en los cuales descansaba el funcionamiento de una vida económica orientada a la subsistencia, según las necesidades de cada rango. Estas corporaciones dirigían el aprendizaje de los artesanos y regulaban el ejercicio de su oficio, previniendo el lucro y el arbitrio individual que amenazaban con romper la articulación general de esta comunidad.

    Góngora sostuvo que la cultura medieval tradicional habría subsistido durante el Renacimiento, un período en el que el Estado dirigió la economía y la expansión imperial inglesa hasta que comenzó a perder su predominio en 1660. Con una capacidad de síntesis que luego lo distinguió, el historiador formuló un argumento a partir de las ideas de Weber y Sombart: mientras la actividad económica estuvo amparada y conducida por el Estado, la sociedad no necesitó de un soporte ético propio que la legitimara, porque estaban inmersos en la cultura tradicional. Sin embargo, cuando este orden comenzó a retroceder, el nuevo espíritu del capitalismo propuso la actividad económica como algo moral, la búsqueda de un medio de salvación en la vida sobrenatural.

    Esta situación perduró hasta que el capitalismo triunfó frente al antiguo Estado y la cultura eclesiástica y, como quien dice, pudo deshacerse de la escalera por la que había subido y desechó este argumento ético. Góngora observa que el espíritu del capitalismo y la moral calvinista se insertaron en una estructura económica preparada por la corona, que no despreciaba el comercio ni los intereses mercantiles, pero que los había encauzado en un sentido conveniente al Estado y a su idea del bien común. A partir de 1660, a la corona la reemplazó una burguesía, que en su ascenso se alió con una aristocracia “particularmente flexible para mezclarse con los hombres de dinero o los que surgen del servicio del Estado”, y que se entregó alegremente al capital conformando una clase rentista y ausente.

    Góngora analiza con detalle esta transición, usando los casos del mundo agrícola e industrial. En ambos casos su conclusión fue que el antiguo orden tradicional habría preservado la libertad del campesino y del artesano, quienes luego se encontraron a merced de la explotación de empresarios terratenientes e industriales capitalistas.

    ¿Por qué Góngora dedicó aquí tan poca atención a asuntos importantes de este período, como el comercio, el surgimiento del crédito público y el naciente discurso de la economía política, que se dedicaba, entre otras cosas, a analizar estas situaciones? Puede ser que la historiografía del período tampoco lo hiciera, pero también es probable que esta omisión se haya debido a otras razones que apuntan a algo más relevante. Me pregunto si Góngora mantuvo su interés por estos asuntos a través de los años y si conoció los clásicos trabajos de J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico y Las pasiones y los intereses de Albert Hirschman, publicados en la segunda mitad de la década del 70 y que abordan el tema de su estudio ofreciendo visiones distintas a la suya. Estas visiones contribuyeron en gran medida a dar una interpretación del discurso económico del período cuya validez ha persistido. En su análisis, Pocock y Hirschman proponen que esta respuesta al surgimiento del capitalismo y sus prácticas no implicó necesariamente una ruptura frente a los sistemas de ideas y relaciones socioeconómicas preexistentes, sino que en muchos casos fue una reformulación de estas la que se utilizó para comentar un escenario nuevo.

    El comercio y el crédito público son los pilares de dos importantes momentos de la historia británica que surgieron en el marco cronológico del estudio de Góngora: la revolución financiera y la sociedad comercial. Ambos fenómenos contribuyeron a disolver las señales tradicionales de la riqueza –vinculadas a la propiedad de la tierra– e introdujeron otras de carácter móvil, acentuando así los cambios y el flujo de la actividad económica y la vida social. Pocock sostiene que la sociedad comercial surgió en buena parte gracias a la introducción del crédito público, con el que la corona pudo financiar un ejército permanente, garantizando así la estabilidad, previniendo guerras externas y conflictos civiles. El desarrollo del comercio y de nuevas formas de intercambio y circulación permitieron, a su vez, el surgimiento de una nueva forma de sociedad “civil”, donde imperaban la urbanidad y las buenas maneras, que sustituyeron a las antiguas formas de reconocimiento social estamental. Estos modales se asumieron también como formas capaces de contener las pasiones destructoras del fanatismo y la superstición.

    En una línea igualmente contrailustrada, puede situarse su familiaridad con el pensamiento tradicionalista de Edmund Burke, Joseph de Maistre y los románticos alemanes, quienes sostuvieron una visión idealizada de la Edad Media.

    En su clásico libro, Albert Hirschman sugiere que la expansión del comercio y la industria durante los siglos XVII y XVIII no fue impulsada por sectas marginales, como el calvinismo, sino que por una corriente de opinión situada en el corazón de la estructura del poder, que propuso la búsqueda de una forma de comportamiento capaz de imponer el orden necesario y contrarrestar las pasiones destructivas de gobernantes y gobernados, especialmente ante la evidencia de la carnicería provocada por las guerras de religión (conflictos que Góngora apenas menciona). Estos argumentos planteados en favor del naciente capitalismo habrían surgido tras el intento de evitar el aniquilamiento de la sociedad por las pasiones humanas violentas de la guerra, el heroísmo, la conquista y el fanatismo. Ante ello, pareció más razonable privilegiar los intereses aparentemente inocuos del comercio. Fue una visión bienintencionada, que lamentablemente no duró mucho.

    Todo esto es importante porque este fue el escenario cultural y social que preparó el terreno para el surgimiento de la Ilustración y lo que mucho más tarde se llamaría el liberalismo, tal como lo conocemos hoy. Góngora considera en su tesis que estos movimientos intelectuales no solo significaron el fin del orden tradicional y del predominio de la doctrina religiosa, sino que tuvieron consecuencias nefastas. Si complementamos esta visión con el ideal heroico de la vida política y su plan de lucha contra-revolucionaria anti-liberal, expuesto en su diario, parecen evidentes sus simpatías por un Estado medieval, estamental, jerárquico y estático y su repugnancia por el clima cultural y social que introducía la sociedad comercial y el naciente espíritu ilustrado. Por curioso que parezca, Góngora señala que en el orden tradicional habrían existido mayores garantías para preservar las libertades individuales, que en el período siguiente. Hay algo deliberadamente contraintuitivo en este argumento y una inclinación por la paradoja que recuerda al mañoso Rousseau contrailustrado. No parece muy atrevido, entonces, sostener que en esta tesis hay una versión apenas disfrazada de las ideas políticas del joven historiador.

    Góngora mantuvo a lo largo de su vida su recelo o desprecio por la Ilustración, en sus variantes radical y moderada. Son justamente célebres sus aportes historiográficos a la caracterización de la llamada “ilustración católica”, concepto que ayudó a insertar en la historiografía intelectual del mundo colonial hispanoamericano, así como sus estudios sobre el impacto del pensamiento utópico y milenarista en este mismo ámbito. En una línea igualmente contrailustrada, puede situarse su familiaridad con el pensamiento tradicionalista de Edmund Burke, Joseph de Maistre y los románticos alemanes, como Herder y Fichte, quienes sostuvieron una visión idealizada de la Edad Media.

    Más complicado parece cotejar estas ideas políticas juveniles a la luz de su famoso Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, publicado en 1982, donde expuso de manera bastante oblicua sus visiones políticas en plena dictadura. Este libro provocó un debate que hoy, cuando los historiadores chilenos se han visto enredados en lo que alguno con peculiar elegancia llamó el “affaire Baradit”, parece casi un combate homérico. Aun cuando durante los 40 años que separan estos trabajos juveniles y su Ensayo histórico ha corrido mucha agua mugrienta por el río Mapocho, y las ideas de Góngora hayan experimentado varios cambios, el sesgo contrailustrado y antiliberal de su juventud siguió inspirando muchas de las reflexiones de su madurez: Góngora miró siempre con sospecha al legado liberal y prefería buscar una respuesta para nuestra historia en la tradición y el “alma” nacional.

     

    tesis

    Tesis. Conflictos religiosos y sociales del Estado y la burguesía en Inglaterra siglos XVII y XVIII, Editorial Universitaria, 2016, 560 páginas, $16.000.

     

    diario

    Diario. Obras selectas de Mario Góngora, Editorial Universitaria, 2013, 560 páginas, $16.000.

     

    Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX

    Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, Editorial Universitaria, 2006, 398 páginas, $14.500.

  309. Cuento largo

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    La novela Canciones espectrales, de Christopher Rosales, se articula en torno a la formación de una banda metalera y la posterior maldición de la que sus miembros parecen ser víctimas. Sus frases cortas y vehementes, como también varios fragmentos con algo de iluminación entre sagrada y pop, recuerdan el estilo inconfundible de Álvaro Bisama.

    por lorena amaro

    El guatón Emanuel protagoniza de manera por momentos equívoca la historia del grupo Monroy’s Destruction, que el escritor Christopher Rosales (1989) narra en Canciones espectrales, una novela corta, bien escrita, que se articula en torno a dos anécdotas: la historia de la banda propiamente tal y el suicidio de uno de sus integrantes.

    El grupo toma su nombre del difunto Monroy, cuyo “legado” es haber burlado al demonio, al no cumplir su pacto con él. Sus restos yacen en un mausoleo de considerable altura, donde el diablo ya no podrá cobrar su alma porque el cuerpo se ha puesto fuera del alcance de la Tierra. Este hecho, que aglutina a los integrantes del grupo, adoradores del metal (lo único verdadero en sus vidas, como recalca el narrador una y otra vez), explica también su destrucción. El cantante de la banda se suicida en un acto de devoción a Monroy y con ello el conjunto comienza a ser devorado, a juicio del narrador, por una especie de maldición: “Me negué a creerlo entonces, sin embargo las evidencias del inminente quiebre nos perseguían por todas partes, hiciéramos lo que hiciéramos, como cuando un serial killer mata uno a uno a tus amigos y tienes la certeza de que el próximo en su lista eres tú. Y fue así: la respiración de Monroy nos perseguía…”.

    Aunque bien escrita, la novela Canciones espectrales podría haber sido desarrollada en un cuento, pues tiene apenas una línea narrativa, en la que incidentalmente aparecen algunos puntos de fuga interesantes, como la historia de los abuelos de Samuel y Emanuel en el sur de Chile.

    No hay mucha más historia. Uno de los integrantes del grupo narra las vidas de los cinco metaleros, entre ellos los hermanos Samuel y Emanuel, provenientes de una familia evangélica en que la religión alguna vez se confunde con la devoción satánica, como cuando el abuelo de ellos sacrifica a un perro. Si bien al principio se nos cuenta que Emanuel “de vez en cuando cantaba en la banda” y carecía de talento alguno para el metal, conforme avanza la narración parece que Rosales cambia de idea sobre su protagonista: lo convierte en el héroe en más de una escena: “El Guatón vomitó bilis y Báltica sobre el escenario y todo el mundo enloqueció. Esa tocata fue la zorra, estuvo mandinga la hueá”. Es su desaparición, de hecho, la que dinamita la banda.

    Las frases cortas y vehementes, como también varios fragmentos casi declamativos, con algo de iluminación entre sagrada y pop, recuerdan el estilo inconfundible de Álvaro Bisama: “Emanuel: la historia se escribe con sangre. / Esta historia está escrita con sangre. / Hemoglobina, culiao, puro chocolate derramado en tu honor”. Sin embargo, Rosales maneja con menos destreza la narración, dejando que el grito de los Monroy quede encapsulado entre cuatro paredes muy estrechas, las de una ficción que no se abre a otras historias y se queda en lugares comunes: cementerios, ritos satánicos, sacrificios de animales, trifulcas y mucha droga, mucha sangre y mucho alcohol (sí, los protagonistas son satánicos).

    Aunque bien escrita, la novela Canciones espectrales podría haber sido desarrollada en un cuento, pues tiene apenas una línea narrativa, en la que incidentalmente aparecen algunos puntos de fuga interesantes, como la historia de los abuelos de Samuel y Emanuel en el sur de Chile. Como otros narradores chilenos (pienso principalmente en Daniel Hidalgo, Patricio Jara o el mismo Bisama), Rosales indaga con una prosa eficiente en un espacio contracultural interesante, que ofrece grandes posibilidades para una crítica política, particularmente a la falta de estímulos e incentivos para una juventud empobrecida y derrotada de antemano, en su choque con una sociedad implacablemente normativa y exitista. No obstante, en su caso se observa el riesgo de asfixiarse en una ficción demasiado estrecha, que podría abrirse en más direcciones novelescas.

     

    canciones

    Canciones espectrales. La muerte de los Monroy’s Destruction, Abducción Editorial, 2015, 82 páginas, $8.000.

  310. Lazos de sangre

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    La mafia y las grandes corporaciones son hermanas siamesas. Los escritores y lectores más finos de novelas policiales lo descubrieron hace rato. Los cónclaves de las grandes familias remedan las reuniones de directorio. El crimen organizado y el capitalismo en estado salvaje comparten la voracidad, el celo territorial y la afición por el soborno. Todo comenzó, en caso de que busquemos un comienzo, con la ley seca en Estados Unidos, en los años 20.

    Supongo que el puritanismo de los legisladores los cegó, al grado de ignorar que el mercado negro para un bien indispensable como el alcohol abriría una mina de oro con sinuosas galerías subterráneas. El negocio resultó rentable para los gánsteres, los granjeros que improvisaron destilerías en la profundidad de los bosques y los policías untados en dólares. Las planillas de pago de la mafia también incluyeron a jueces, líderes sindicales y autoridades municipales. Una máquina bien aceitada. Pocas veces ha hecho más sentido la afirmación de Bernard de Mandeville: las sociedades prosperan por sus vicios.

    Martin Scorsese grabó una serie de televisión, Boardwalk Empire, que arranca con la noche en que entra en vigencia la prohibición, mientras los avispados de Atlantic City descorchan champaña en una fiesta a todo trapo, anticipando los dinerales que apilarán en pocos años. El tiempo les dio la razón sin necesidad de impacientarse. Esa riqueza irrigó hasta Canadá: parte de sus fortunas se amasó produciendo whisky para el contrabando. Una escena típica de las películas sobre el período: un convoy de camiones escoltados por hombres armados atraviesa la noche por caminos secundarios. Al principio las ametralladoras eran para espantar a las bandas rivales más que a los federales.

    No sé si alguien ha explicado por qué las películas de mafiosos resultan adictivas. Sobre todo las de mafiosos como Al Capone: trajes rayados, gatillo fácil, autos blindados, jazz y una precariedad de la ley que evoca la violencia de los forajidos del lejano oeste. En invierno, cuando la escarcha cubre y endurece la tierra hasta sellarla, las tumbas se cavan con dinamita. Los matones hacen papilla a sus rivales, los cuerpos cocidos a balazos se desangran en las calles, las astillas de vidrio saltan por los aires. En la historia del cine, el western y las películas de gánsteres mantienen una relación íntima: en ambos casos, el crimen aporta ímpetu a la narración.

    Nunca he logrado sostener una relación de pareja con una mujer adherida a sus parientes. La moral de rebaño me produce asfixia, o algo todavía peor: una furia soterrada que estalla en abscesos de misantropía. Cualquier mortal sabe que abundan las familias que te pudren la vida.

    Quizá la dualidad de traición y lealtad sea lo más atractivo de las películas de mafiosos. Cuando el crimen parece endémico a la ciudad, cuando se vive al margen de la ley y en estado de alerta, la lealtad es el valor supremo porque los costos de la traición son de vida o muerte. En el prólogo a Santuario, Malraux escribió: “Faulkner sabía muy bien que no hay detectives, que la policía no procede de la psicología ni de la perspicacia sino de la delación”. Los soplones le facilitan el trabajo a los policías y a los mafiosos cada vez que avisan del arribo de nuevos pistoleros, del escondite de un fugitivo o del secreto que facilita el asesinato de un enemigo. El clásico destino del hocicón: el tiro en la nuca después de un paseo en el maletero de un auto.

    En este ámbito, la lealtad se funda en los lazos de sangre. Esa incondicionalidad responde a una cultura tribal que potencia el talento para evadirse por los boquetes del ordenamiento jurídico. Existe, en esas familias, un resabio de la solidaridad de los inmigrantes que huyen de la miseria preservando la fidelidad a los paisanos. Por eso las mafias que pesan en Estados Unidos siempre remiten a una nación de origen: italianos, polacos, rusos, irlandeses y judíos.

    Es curioso, pero tal vez sea esto lo que más me atrae de las historias de gánsteres. Curioso porque soy reacio al culto a la familia. Nunca he logrado sostener una relación de pareja con una mujer adherida a sus parientes. La moral de rebaño me produce asfixia, o algo todavía peor: una furia soterrada que estalla en abscesos de misantropía. Cualquier mortal sabe que abundan las familias que te pudren la vida. No hace falta leer la Carta al padre de Kafka para enterarse del guiso de sentimiento de culpa y desprecio por sí mismos que deben tragarse los hijos vulnerables de padres tóxicos.

    A veces la única salida es la fuga, el corte o el exilio interior. Algunos arrancan de la familia que les tocó. Otros, de la familia que formaron. Siempre me han intrigado las personas que desaparecen de la noche a la mañana, cambian de identidad e incluso de nombre, y viven como prófugos de su pasado. Yo no tengo motivos para hacer nada de eso. Y, aun así, la reproducción del orden de las familias me resulta una forma de atavismo cada vez más sospechosa. Pero no hay vuelta. Siendo niños, mis hijos ya empezaron a hablar de cuando sean padres. Para mí, la pregunta del millón es cómo transmitirles el valor de renunciar a la paternidad y al matrimonio, sin hacerles sentir indeseados.

    Habría que consagrar constitucionalmente el derecho a contradecirse. Me gusta la ética mafiosa de la familia, sobre todo cuando es puesta a prueba y revela, por contraste, cuán fofos son los vínculos del hombre común, cuyo respeto a la ley y a la autoridad suele responder más al miedo que a la convicción.

  311. Entrevista a Marc Ferro: “El populismo es el triunfo de la identidad sobre la libertad”

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    En los años 70, cuando hablar de cine en las facultades de historia era tan poco serio como hablar de best sellers en una clase de literatura, Marc Ferro (París, 1924) escribió un ensayo sobre la película de 1949 El tercer hombre, escrita por Graham Greene y protagonizada por Orson Welles. Más que una crítica, se trataba de un análisis histórico: ahí donde todos veían una intriga de amor y misterio, él vio una tragedia anticomunista en los albores de la Guerra Fría. Usar la imagen fílmica como documento histórico era un método demasiado experimental y subjetivo para la época, pero unos años más tarde, cuando Greene en persona lo trató de “bastardo” por descubrir el mensaje oculto en su guión, el historiador supo que iba por buen camino: el cine era una puerta secreta para entrar en el presente –y en el pasado– de una sociedad.

    Hacía ya unos años, Ferro se había convertido en uno de los grandes expertos en la Unión Soviética y la Primera Guerra Mundial gracias a dos libros monumentales, La Revolución de 1917 (1967) y La Gran Guerra (1968), con los que reconstruyó, desde perspectivas plurales, los dos hechos que inauguraron el siglo XX.

    Es el islam humillado por la civilización occidental, es todo un mundo que dominaba el planeta, el que ahora quiere vengarse.

    En paralelo a sus estudios sobre temas tradicionales, como la colonización o el islam, comenzó a escribir desde las filas de la Escuela de los Anales —la corriente historiográfica que desarticuló la idea de una historia monolítica y explicativa–, lo que llamó una “contra-historia”: examinó la realidad política y social que develaba el cine, recopiló textos educativos de distintos países y publicó Cómo se cuenta la historia a los niños en el mundo entero (1981); analizó las crisis del siglo XX a través de testimonios de gente común y estudió el resentimiento, los tabúes y los vuelcos de la historia.

    “El resentimiento es una fuerza más poderosa que la lucha de clases, porque esta existió solo cuando hubo clases. En cambio, en todas las sociedades ha habido gente humillada que se ha querido vengar. Es lo que vivimos hoy con el islamismo radical. No es la historia de la guerra del 14, pero es historia, sin duda”, explica Ferro, sentado entre pilas de libros en su casa, en la ciudad de Saint-Germain-en-Laye. Tiene 91 años, acaba de publicar dos libros y está escribiendo dos más, uno sobre la sociedad rusa a partir de relatos cotidianos, y otro titulado Le sens de l’histoire, sobre cómo la pasión, y no la razón, ha hecho avanzar a la historia. Es director honorario de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París (EHESS) y codirigió la influyente revista Annales, publicación fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre, que renovó la historiografía del siglo XX.

    En estos meses, Ferro ha hecho noticia por su libro L’aveuglement. Une autre histoire de notre monde (La ceguera. Otra historia de nuestro mundo), un volumen en el que analiza la forma en que las sociedades, ya sea por negación, orgullo, credulidad militante, ignorancia o por el peso de una ideología se han negado a ver la realidad y han fallado en prever, según él, hechos predecibles, como el atentado a las Torres Gemelas, la caída del Muro de Berlín o la crisis financiera de 2008. La gran ceguera de hoy, escribe, estaría en la forma en que Occidente subestima al Estado Islámico, al que se niega a ver como un “Estado” real, dueño de un ejército y una organización política. Su última publicación, La colonisation expliquée à tous (La colonización explicada a todos), es su nuevo intento por esclarecer parte de los problemas que vive hoy Europa a través de su pasado colonial.

    “No nos equivoquemos, el enemigo está en el sur y no en el este”, advirtió en el diario Le Monde poco antes de los atentados de Charlie Hebdo, tras años de estudio del mundo musulmán a través de libros como El conflicto del islam (2002) y El libro negro del colonialismo (2003). “Todos los jóvenes que hacen atentados en Francia y otros países son del Magreb, pero nadie se atreve a decirlo. Son tunecinos, marroquíes, argelinos; todos de tercera o segunda generación”, explica. “Dicho de otra forma, es el resentimiento de lo que vivieron sus padres como víctimas de la ocupación o como inmigrantes maltratados. Es la gran vergüenza de las metrópolis. Y Francia está a la cabeza porque tuvo colonias en países donde el islam fue una gran potencia. No es el caso de Inglaterra, Alemania o España”.

    —Günter Grass escribió que la historia es como un baño atascado: tiramos y tiramos la cadena, pero la mierda no deja de subir. ¿Cree que los males que se viven hoy en Europa son una acumulación de cegueras y resentimientos del pasado?

    Exactamente, es acumulación. Pero ese es solo un foco. El otro es que la revuelta del mundo musulmán, sobre todo de los árabes, viene de la pregunta ¿cómo nos pudimos convertir en los esclavos de los que fueron nuestros esclavos? Eso es insoportable. Es un giro de la historia que remite a un conflicto más antiguo: el islam contra la cristiandad. Cuando Bin Laden cometió el atentado en Nueva York dijo que era tiempo de vengarse de la expulsión de los árabes en 1492. No es solo Francia. Es el islam humillado por la civilización occidental, es todo un mundo que dominaba el planeta, que fue dominado y que ahora quiere vengarse.

    —¿Occidente no ha querido mirar el peligro del islam radical?

    En 50 años de colonización, los franceses no entendieron que la religión en el mundo islámico no es lo mismo que en Occidente, porque el sentido del islam está en las prácticas y las costumbres. Lo comprendí en Marruecos, cuando fui a hacer una conferencia en Uchda, en 1997. Los profesores me invitaron a cenar y hablamos de manera muy libre de la mujer, de la democracia y la libertad. En un momento, dije: “Hablan de mujeres, pero sus mujeres no están acá, ¿dónde están?”. ¡Uf! Un tabú. Hubo un silencio y el que me invitó me dio un libro, Islamizar la modernidad, del teórico Abdessalam Yassine. Y nosotros, occidentales, pensábamos que era el islam el que se iba a modernizar. La portada mostraba un rascacielos con una bandera musulmana en la cima, como si el islam dominara el mundo. Es una idea que se perpetúa, la idea de dominación del mundo, que Rusia y Occidente también tuvieron a su manera.

    Cuando empecé a hacer críticas de filmes de ficción, de Renoir, de Carné, era algo que nadie había hecho jamás: encontrar la naturaleza histórica del cine y lo que aporta como contrahistoria.

    —¿Qué lo impulsó a tomar el camino de la “contra-historia”?

    Fueron razones minúsculas. No fue el razonamiento. Al comienzo de mi carrera yo no era un teórico, para nada. El primer incidente me ocurrió en Argelia, donde enseñé historia entre 1948 y 1956 a niños de 13 y 14 años. Explicaba que en ese país, desde las montañas del sur, subían nómades que impedían a los agricultores del norte trabajar la tierra. Es lo que en Francia se llamaba la “pacificación”. Un día, cuando hablaba sobre eso, un niñito árabe levanta el dedo y me dice “no”. Me sorprendí. Al final de la clase le pregunté por qué me dijo “no”. Y él respondió: “Porque en el sur somos más astutos”. ¿Qué significaba eso? Que mientras los otros trabajaban la tierra, ellos, sobre sus camellos, se salvaban de que los atrapen. Me explicó las cosas de una forma que no estaba en los libros: para los occidentales, ser sedentario es bueno y ser nómade es malo; mientras que para los árabes o los turcos es al revés, ser sedentario es ser esclavo. Fue la primera vez que tuve la idea de que la historia es plural. No llamé a eso contra-historia, pero me hizo pensar. Tomé conciencia de que yo enseñaba cosas que no cuestionaba, me di cuenta de que era un poco tonto, porque hacía cursos interesantes pero sin reflexión crítica. Fui sintiendo que la historia que enseñaba, lo que se podría llamar “la novela de la historia”, era algo que había que controlar. Luego, la otra revelación para mí fue la imagen.

    —¿Cómo se da cuenta de que la imagen podía revelar otra visión de la historia?

    Ocurrió cuando hice mi primera película. No me interesaba para nada el cine. Iba al cine para entretenerme, veía muchos filmes, pero no reflexionaba sobre ellos ni era cinéfilo. Un día, mi director de doctorado, el historiador Pierre Renouvin, recibió el encargo de hacer una película sobre la Gran Guerra. Yo hacía mi tesis sobre la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial, así que Renouvin me dijo: “No me interesa hacer una película con documentos, no sé nada, tome mi lugar”. Participé en la creación de este filme documental como asesor histórico, pero Frédéric Rossif, el director, abandonó el proyecto y quedé yo como autor. Durante dos años busqué el material. Fui a Alemania y encontré un documento audiovisual que mostraba a la muchedumbre alemana el 11 de noviembre de 1918 celebrando porque creían haber ganado la guerra. Eso nadie lo había visto. Sabíamos que los alemanes se enfurecieron con las cláusulas del tratado de Versalles, pero no sabíamos que se habían equivocado al punto de creer haber ganado la guerra. Eso fue un shock: la imagen enseñaba cosas que nadie sabía ni había imaginado. Ahí me vino la idea de la contra-historia, la idea de que la imagen puede enseñar cosas que no dicen los textos escritos.

    Desde que existe la televisión y el cine, los pueblos de África, de diferentes lugares de Asia o América ven la opulencia, la riqueza, mientras ellos sufren. Los asesinos van a salir de todas partes. Ese es el gran drama del futuro.

    —¿Entonces el cine le dio la idea de una contra-historia?

    Sí, pero lo que viví en Argelia me volvió a la mente: ambos eran casos distintos de lo que se llama la “vulgata”: casos que indicaban que no se puede hacer una historia única, porque hay diferentes miradas o historias paralelas.

    —¿Qué visión nueva de la Revolución Rusa obtuvo de la imagen audiovisual?

    El material que encontré iba contra la vulgata: según Trotsky, Lenin, según todos, fue la clase obrera la que hizo la revolución. Es cierto que hubo huelgas obreras en febrero de 1917, pero después, de febrero a octubre, en todas las manifestaciones que hubo en las calles de Petrogrado no había obreros, sino soldados, campesinos que habían sido movilizados, mujeres, personas de diferentes nacionalidades. Por lo tanto, toda la visión marxista según la cual la clase obrera fue la que hizo la revolución, se caía. En Rusia, cuando leyeron eso, me trataron de “basura”, dijeron que quise destruir el mito del marxismo. Pero después, la misma persona que escribió eso me condecoró porque mis trabajos le habían abierto los ojos respecto de la manera de hacer historia, en el sentido de que esta puede ser aprehendida de maneras múltiples. Así nació mi artículo pionero, “Le film, une contre-analyse de la société?” (1973), que después incluí en el libro Historia contemporánea y cine (1977).

    —Un libro que fue un shock en la época.

    Sí. Fue un shock porque los académicos no iban al cine. Yo iba al cine el domingo con mis amigos o mi mujer, pero no por trabajo. Y nunca pensé en usar el cine como fuente. Comencé con los documentos, no comencé con los filmes de ficción. Hablar de cine en la universidad era muerte asegurada. Cuando Renouvin me propuso trabajar en la película, me dijo: “Si hace este filme, no hable del tema”.

    —Su mentor, el historiador Fernand Braudel, le dijo lo mismo cuando empezó a usar el cine como documento.

    Exacto. “Haz tu tesis y no hables de cine”, fueron sus palabras. Para cambiar esto se necesitó una función de una película mía, L’année 17, sobre la Revolución Rusa, organizada en 1968 en los estudios Pathé por la historiadora Madeleine Rebérioux, quien invitó a profesores y colegas. ¡Nunca habían visto a Lenin y a todos esos personajes moviéndose! Los reconocían en la pantalla emocionados como niños. Al final se pararon a aplaudir. Fue mi primera bendición en público. Después de eso la corriente cine-historia comenzó. Pero me quedó la marca de que no había que hablar demasiado del tema. En mis cursos nunca mostré mis filmes y durante mucho tiempo en mis libros no cité mis películas. Y no solo eso: ni siquiera tengo mis películas, tengo dos o tres de 25 o 30 que hice. Porque durante mucho tiempo era un tabú. Cuando empecé a hacer críticas de filmes de ficción, de Renoir, de Carné, era algo que nadie había hecho jamás: encontrar la naturaleza histórica del cine y lo que aporta como contra-historia.

    En español se encuentran varios títulos esenciales de Marc Ferro, entre los que se cuentan El cine. Una visión de la historia (Akal), La Gran Guerra: 1914- 1918 (Alianza), Cómo se cuenta la historia a los niños del mundo entero (FCE), El conflicto del Islam (Cátedra), El resentimiento en la historia: comprender nuestra época (Cátedra), El libro negro del colonialismo (La Esfera de los Libros) y La colonización: una historia global (Siglo XXI).

    —“Si en el siglo XX el rojo fue símbolo de una bandera, esperemos que en el siglo XXI el rojo no sea el de nuestra sangre”, escribe en L’aveuglement. ¿Cómo ve el futuro?

    Tengo una visión muy negativa, muy sórdida, porque el caldo de cultivo de gente dispuesta a todo por desesperación es más grande de lo que creemos. Desde que existe la televisión y el cine, los pueblos de África, de diferentes lugares de Asia o América ven la opulencia, la riqueza, mientras ellos sufren. Los asesinos van a salir de todas partes. Ese es el gran drama del futuro. Hoy se vive una desigualdad absoluta que existió más o menos siempre, pero que hoy es visible para todos. Eso crea rabia y habrá siempre furiosos que cometerán crímenes o revueltas. Hoy tomó la forma del extremismo islamista, pero en el África negra también ocurre. Podría ocurrir lo mismo en Birmania. Mire India: ya no son los herederos de Gandhi y Nehru los que gobiernan, sino hinduistas fanáticos.

    —¿Cómo se explica el auge del populismo de derecha en Europa y EE.UU.?

    Václav Havel, expresidente de Checoslovaquia, y Adam Michnik, uno de los dirigentes de Solidaridad en Polonia, observaron que después de la caída del Muro de Berlín y el fin del comunismo todos los antiguos miembros de la resistencia, liberales, demócratas, desaparecieron de escena. No son ellos los que gobernaron Rusia ni Polonia ni Hungría. Se esfumaron. Si uno es curioso, se da cuenta de que este fenómeno lo habíamos visto ya en Irán, donde la revolución fue hecha al mismo tiempo por los ayatolas y los comunistas, llamados tudé. Pero estos desaparecieron y solo quedaron los ayatolas. Ambos grupos, que representaban la modernidad –los disidentes del comunismo en Europa del Este y los tudé en Irán–, desaparecieron luego de una revolución antimonárquica o antitotalitaria. En Argelia, los nacionalistas demócratas que utilizaban a Montesquieu y a Voltaire para rebelarse contra los franceses también desaparecieron. Fueron perseguidos por gente que quería una república islámica. En India y en Israel ocurrió lo mismo: eran movimientos nacionalistas normales que se convirtieron en movimientos religiosos. Es decir, este movimiento actual del populismo no es solo occidental, es mundial. Y es la herencia del éxito de la civilización occidental. Es el precio a pagar. Es duro decirlo: es el triunfo de la identidad sobre la libertad.

     

    L’aveuglement. Une autre histoire de notre monde, Éditions Tallandier, 2015, 432 páginas, €21,90.

     

    La Colonisation expliquée à tous, Seuil, 2016, 208 páginas, €9,00.

  312. Mujeres en la niebla

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    Los relatos que componen Tres desconocidas fluyen sin quiebres, herederos de la gran tradición realista francesa. Modiano apuesta a crear voces femeninas desorientadas, inquietas, rebeldes y, sobre todo, sólidas en su impostación. Como otros libros suyos, este se puede leer como una lucha contra el olvido, un intento por  fijar canciones, nombres de calles, huellas fugitivas e historias de amor y dolor en una Francia fracturada por la guerra.

    por lorena amaro

    Los cuentos que integran Des inconnues, publicado en 1999 en Francia y traducido en España como Tres desconocidas, abordan temas habituales en la narrativa de Patrick Modiano, ganador del Premio Nobel de Literatura 2014. Hay que leerlos teniendo en consideración que, desde que recibió este galardón, son numerosas las traducciones aparecidas en español que dan cuenta, con cierto encorsetamiento del lenguaje, de una vasta y diversa producción: desde obras esenciales, como La trilogía de la ocupación o Dora Bruder, a textos más laterales. Es el caso de este libro, en que tres relatos apenas señalados como “I”, “II” y “III”, muestran el vagabundeo hipnótico de mujeres aún adolescentes, enfrascadas en sus propias subjetividades anómalas, dispersas, poco funcionales.

    Como telón de fondo aparece un decorado conocido para quienes sigan a Modiano: la generación de los hijos de la Segunda Guerra Mundial, a la que pertenece el propio autor, nacido en 1945; las calles de París; los años 60; el conflicto argelino como en sordina. Los relatos fluyen sin quiebres, herederos de la gran tradición realista francesa. Modiano apuesta a crear voces en primera persona desorientadas, inquietas, rebeldes y sobre todo sólidas en su impostación.

    En la primera historia, una joven huye de Lyon a París tras haber sido rechazada para un trabajo como modelo en su ciudad. En ese periplo conoce a Guy Vincent/Alberto Zymbalist, misterioso amante del que se ve apartada bruscamente y sin explicaciones. La narradora recuerda el incidente años después, lejos ya de París y de sus impulsos de juventud, interrogándose por ese hombre al que apenas conoció.

    Todas las protagonistas parecen atravesar la neblina de sus propias existencias grises y desconocidas, como impulsadas por el tiempo, la fatalidad, la memoria o la huella de un hombre que las dejó o al que dejaron atrás.

    El segundo relato presenta la historia de una muchacha nacida en Annecy, huérfana de padre y rechazada por su madre y su tía, que crece en un internado de provincia. La suya es la más dura de las narraciones de este libro: su protagonista parece estar siempre al borde de una caída, y esa amenaza la enfrenta con desapego a la vida y, también, con una pistola, escasa herencia que le ha dejado su padre, “un cabeza loca”, como ella. De interna a chica del aseo y canguro de niños, su historia de desarrollo tiene un desenlace violento. Su voz y subjetividad críticas, desapegadas y como distanciadas de un mundo normativo y vulgar, constituyen verdaderas anomalías en el mundo machista y patronal de esos años, la provincia y la clase alta francesa.

    La imagen de unos caballos desfilando al matadero por las calles de un barrio parisino es, quizás, la más poderosa y sugerente estampa no solo del tercer relato, sino de todo el libro de cuentos. Una mujer se hospeda en el departamento parisino de un extranjero casi desconocido, para cuidarlo mientras él viaja. Viene de Inglaterra, donde ha sufrido una ruptura amorosa, con la “impresión de que me iba a suceder algo nuevo”. Despojada de la única foto con René, ese antiguo amor, piensa que ya no va a poder “volver a vivir nada en presente”. La presencia de los caballos en el barrio del matadero, sin embargo, la enfrenta a la intensidad de la muerte y constituye una amenaza enloquecedora, de la que se protegerá al alero de un grupo entre metafísico y religioso, liderado por un tal doctor Bode.

    Sin duda, este es el más enigmático de los tres cuentos del libro, en que todas las protagonistas parecen atravesar la neblina de sus propias existencias grises y desconocidas, como impulsadas por el tiempo, la fatalidad, la memoria o la huella de un hombre que las dejó o al que dejaron atrás (Guy, un padre, René).

    Al leer estos textos no se puede sino pensar en Dora Bruder, libro en que Modiano recupera la historia de una muchacha cuya desaparición fuera denunciada por sus padres en 1941, después de que ella huyera de un internado religioso. Le han preguntado a Modiano por qué su obsesión por seguir huellas como ésta, por escribir sobre vidas desconocidas para él, hasta llegar a impostar tres voces femeninas como las de este libro. El escritor, quien ha escrito sobre la figura ausente y enigmática de su propio padre en sus textos autobiográficos, da una explicación simple: en las últimas décadas las grandes ciudades facilitan el anonimato, dificultan la permanencia y el recuerdo. “El rastro de las personas se pierde”, ha dicho. Sin embargo, como bien apunta Piglia, “nadie muere tan pobre como para no dejar por lo menos un legado de recuerdos”. Modiano se aboca a recuperarlos, a guardar memoria, a fijar canciones, nombres de calles, huellas fugitivas e historias de amor y dolor en la Francia de la Ocupación y el conflicto argelino, escenarios políticos vergonzosos que no descuida, como tampoco las configuraciones de clase social y la crítica generacional a la política y los valores convencionales.

     

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    Tres desconocidas, Anagrama, 2016, 153 páginas, $18.120.

  313. Hollywood y el sexo: entre la represión y la libertad

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    Cuando en 2015 se estrenó Cincuenta sombras de Grey, sobre un affaire de dominación y sumisión entre un empresario y una estudiante, el crítico Nicholas Barber, de la BBC, escribió: “¿Es un melodrama psicosexual o una comedia romántica cursi? ¿Es Atracción fatal o Pretty Woman?”. A una semana del estreno mundial de Cincuenta sombras más oscuras, segunda parte de la saga, vale la pena recordar los permanentes forcejeos de Hollywood con la moral y ver por qué la industria se ha vuelto más conservadora que en los años 80 y 90.

    por evelyn erlij

    La primera secuencia de Cincuenta sombras de Grey funciona como trailer para el resto de la película: vemos rascacielos corporativos, un cuerpo atlético mojándose bajo la lluvia, corbatas de seda y un millonario subiéndose a un auto con chofer. El hombre en cuestión es el creador de un imperio económico cuyo rubro no sabremos nunca, pero… a quién le importa: tiene un helicóptero, secretarias con minifalda y un departamento apoteósico en algún rincón de Seattle. Su nombre es Christian Grey y, como buen hombre de negocios, pasará el resto del filme regateando con una estudiante (la joven y virgen Anastasia Steele) para que firme un contrato y se someta a sus juegos sexuales. Vaya uno a saber desde cuándo sexo y papeleo se convirtieron en una fórmula afrodisíaca.

    Suponiendo que el treintañero Christian Grey se crió en los 80, es probable que haya visto Atracción fatal (1987), el thriller erótico con Michael Douglas y Glenn Close que enseñaba lo peligroso que podía ser el sexo impulsivo, esa tentación que terminaba en la película con chantaje, violencia y un embarazo no deseado. Grey, en cambio, lleva siempre un condón en su bolsillo (como se ve en dos escenas) y un acuerdo de confidencialidad para ser firmado por sus amantes. Excitante o no, los 650 millones de dólares que recaudó la adaptación cinematográfica de la saga de E.L. James recuerdan cuánto aman, Hollywood y su público, los amoríos de cuello y corbata, y cuánto funciona el sexo como una lucha de clases y poder.

    Pero los trajes de profesional exitoso que Mickey Rourke o Michael Douglas se desabrocharon en clásicos del erotismo mainstream como Orquídea salvaje (1989) o Acoso sexual (1994) parecen aquí andrajos: Christian Grey es un “carnívoro del Uno Por Ciento” (en palabras del crítico John Patterson, de The Guardian); un magnate del sadomasoquismo que pasa la mitad de la película seduciendo con vuelos en helicóptero, un Audi de regalo y copas de champaña. El filme, en ese sentido, es fiel al libro, y si solo 20 de sus 125 minutos están dedicados al sexo, es porque para James el deseo no tiene tanto que ver con el cuerpo como con la “erótica del capitalismo”, citando a Hadley Freeman, columnista de ese mismo diario británico.

    Si en los 80 el mercado internacional del cine comercial suponía un 20% de los beneficios de una película, hoy es el 80%. Eso implica que la moral se estandariza para que el negocio funcione en todo el mundo: la fórmula es no transgredir los límites de ningún país.

    Puede ser reflejo de estos tiempos en que el atractivo de una persona está, en parte, en lo que tiene y ostenta (pensemos en Kim Kardashian), pero eso no explica del todo por qué la versión de Sam Taylor-Johnson, la directora de la película, es bastante más soft que el libro. Freeman, autora del ensayo The Time of My Life, sobre cómo el cine de los 80 se arriesgó más que el cine de hoy, explica que una de las razones del pudor del Hollywood actual está en la globalización: si en los 80 el mercado internacional del cine comercial suponía un 20% de los beneficios de una película, hoy es el 80%. Eso implica que la moral se estandariza para que el negocio funcione en todo el mundo: la fórmula es no transgredir los límites de ningún país.

    Pero la industria también se adapta a los vaivenes que ha tenido la sociedad estadounidense respecto del sexo: si en los 80 un filme para adolescentes como Dirty Dancing (1987) mostraba a jóvenes desatando sus impulsos sexuales y abortando, hoy en sagas como Crepúsculo o Los juegos del hambre Hollywood prefiere que los protagonistas maten antes de que tengan sexo, como lo constata Freeman en su libro. No hay nada en Cincuenta sombras de Grey que el cine comercial no haya mostrado ya. Incluso hay menos: si en Bajos instintos (1992) la imagen de Sharon Stone cruzando las piernas tuvo a quién sabe cuántos hombres retrocediendo el VHS para apreciar el “detalle” de la escena, en la película de Taylor-Johnson no hay ningún momento erótico que pasará a la historia.

    Por eso hay que ir con calma al hacer comparaciones. Antes de ligar la saga de Cincuenta sombras de Grey con el erotismo soft que la industria explotó en los 80 y 90, vale la pena leer la advertencia que hizo sobre el filme el crítico Anthony Lane, del New Yorker: si busca sexo, dice, “verá más lenguaje sucio en la mayoría de las películas de acción, y más genitales en una conferencia sobre escultura renacentista”. Para escenas picantes, mejor ver series como Game of Thrones, True Blood, Masters of Sex, Transparent o Girls. Hollywood ya no ofende la moral de nadie, y por eso a ningún crítico le extrañó que en la película se hayan omitido algunos de los pasajes más sucios del libro, como la famosa escena que involucraba un tampón.

    Será también que nada sorprende en la era del porno gratis en Internet, pero Hollywood, alega Patterson, ni siquiera da la pelea. En cambio (escribe en el artículo ¿Se volvió aburrido el sexo en el cine?), ofrece porno de estatus: limusinas, un montón de sábanas finas; pero “nunca la mancha en la cama o el condón roto”. El anuncio de que Kim Basinger, sex-symbol de Nueve semanas y media (1986) —la referencia en temas de cine comercial y juegos sexuales— interpretará en Cincuenta sombras más oscuras a Mrs. Robinson, la mujer que inicia a Grey en el arte del cuero y el látigo —guiño a El graduado (1967), una película que sí fue transgresora en sus días— recuerda con más fuerza aún lo inofensiva que es la saga de E.L. James.

     

    Nueve semanas y media (1986)

    Nueve semanas y media (1986)

     

    La guerra de los sexos

    Hace 30 años, ver a Mickey Rourke, Michael Douglas, Sharon Stone, Demi Moore o Madonna en un afiche de película era garantía de desnudos y sexo, y para expandir la lista de filmes ya mencionados habría que sumar Una propuesta indecente (1993), Sliver: acosada (1993) y El cuerpo del delito (1993). El sexo en Hollywood era un juego de poder, y si Michael Douglas se convirtió en la víctima por excelencia en esa “guerra de los sexos” (Glenn Close lo acosó, Sharon Stone lo manipuló y Demi Moore lo sedujo para vengarse), Mickey Rourke fue el victimario ideal. Nueve semanas y media, sobre dos extraños entregados al placer desenfrenado, no era una obra maestra, pero al menos lograba una tensión sexual pocas veces vista en el cine comercial.

    Tampoco se trata de glorificar la “osadía” de los grandes estudios en los años 80 y 90. En esa época, al otro lado del Atlántico, el cine europeo estaba, como siempre, a la vanguardia en temas de moral.

    Esa explosión de dramas y thrillers eróticos protagonizados por yuppies, abogados y “gente bien”, tuvo de fondo al Estados Unidos de los años 80, una década marcada por los excesos de Wall Street, por el conservadurismo de Ronald Reagan (el presidente que persiguió la pornografía) y por el sida, la epidemia que le puso un freno a la revolución sexual iniciada en los 60. Por eso el sexo aparece en pantalla mostrando su lado más oscuro: Vestida para matar (1980), de Brian de Palma, comienza con una dueña de casa infiel que contrae una enfermedad venérea, y termina con un transgénero asesino que lucha por definir su identidad sexual.

    Los críticos alabaron estos thrillers subidos de tono, pero algunos vieron en la fórmula sexo y sangre —explotada en Doble cuerpo (1984), Atracción fatal y Cacería (1980), en la que Al Pacino persigue a un asesino gay— un reflejo del retroceso moral. El sexo vendía e incitaba a mostrar más piel, pero las tramas solían cerrarse con lecciones de moral. Una excepción fue Bajos instintos, de Paul Verhoeven, una película que abre y cierra con escenas de desnudos y sexo explícito. De ahí que Cincuenta sombras de Grey parezca una versión aséptica del viejo sexo de Hollywood: “¿Es un melodrama psicosexual o una comedia romántica cursi? ¿Es Atracción fatal o Pretty Woman?”, se pregunta el crítico Nicholas Barber, de la BBC.

    Tampoco se trata de glorificar la “osadía” de los grandes estudios en los años 80 y 90. En esa época, al otro lado del Atlántico, el cine europeo estaba, como siempre, a la vanguardia en temas de moral. Si de sadomasoquismo se trata, hasta las estrellas habían actuado en filmes sobre el tema: Catherine Deneuve en Bella de día (1967), Gerard Depardieu en Maîtresse (1975), sobre el affaire entre una dominatrix y un joven de pueblo; o Charlotte Rampling en El portero de noche (1974), sobre la relación entre un prisionero y su torturadora en un campo de concentración. Décadas antes, en 1933, Europa había producido Éxtasis, un filme checo con Hedy Lamarr que fue el primero en mostrar en pantalla una escena de sexo y un orgasmo.

     

    Afiche de No soy ningún ángel (1933), protagonizada por la bomba sexual de la época Mae West.

    Afiche de No soy ningún ángel (1933), protagonizada por la bomba sexual de la época Mae West.

     

    Jugar con fuego

    La historia entre Hollywood y el erotismo ha sido un juego de tira y afloja, una pelea entre represión y libertad que no se aleja tanto de la lógica sadomasoquista. La industria ha sabido desde sus orígenes que los líos de falda atraen al público, y eso explica que, tras la crisis del 29, el sexo haya aparecido en todas partes, desde los musicales hasta los dramas históricos. “Entre 1929 y 1934, las mujeres en el cine tenían amantes, parían hijos fuera del matrimonio, se deshacían de esposos infieles, disfrutaban de su sexualidad y actuaban como se cree que actuaron solo después de 1968”, escribe el crítico Mick LaSalle en Complicated Women: Sex and Power in Pre-Code Hollywood (2000). Fue la época en que los filmes se llenaron de fallen women, mujeres “caídas de la gracia de Dios”, para las que el sexo fue un arma de liberación.

    Hollywood aprovechó la revuelta moral de los locos años 20 y produjo una serie de películas que hasta hoy podrían escandalizar. Carita de ángel (1933), sobre una joven que es explotada por su padre proxeneta y que escapa a Nueva York para prostituirse y enriquecerse, fue una de las más famosas. A diferencia de hoy, el sexo podía tener un trasfondo proletario y marginal. La bomba sexual de la época fue Mae West, quien protagonizó cintas como No soy ningún ángel (1933), sobre una mujer que explota sus atributos físicos para seducir hombres y estrujar sus billeteras. Christian Grey no tiene la culpa: el sexo en Hollywood es indisociable del dinero, y la escena de Nueve semanas y media, en la que Kim Basinger gatea ante los billetes que le lanza Mickey Rourke, es un ejemplo gráfico.

    Christian Grey no tiene la culpa: el sexo en Hollywood es indisociable del dinero, y la escena de Nueve semanas y media, en la que Kim Basinger gatea ante los billetes que le lanza Mickey Rourke, es un ejemplo gráfico.

    Algunos culpan al erotismo excesivo de Mae West por la creación del Código Hays, una serie de normas que reinaron entre 1934 y 1968, y con las que se buscó “resguardar” la moral y restringir lo que se podía mostrar en pantalla. Besos apasionados, adulterio, blasfemias, sexo antes del matrimonio y una lista larga de prohibiciones obligaron a John Ford, Orson Welles, Billy Wilder, Frank Capra y al resto de cineastas de la era dorada de Hollywood a ingeniárselas para traspasar los límites. En Atrapar al ladrón (1955), por ejemplo, Hitchcock encadena una escena de amor con una imagen de fuegos artificiales; en Esplendor en la hierba (1961), Elia Kazan muestra el primer beso con lengua de Hollywood y aborda el tema de la represión y el sexo en la juventud.

    La industria jugó con fuego en Ángeles del infierno (1966), un filme con Peter Fonda y Nancy Sinatra que se promocionó con frases como “sus relaciones íntimas son un atentado contra la decencia”; y frente a la potencia de la revolución sexual, Hollywood cedió y abandonó el Código Hays. El cine europeo (con Buñuel, Fellini, la nouvelle vague, Antonioni, Vadim y todo lo que tuviera a Brigitte Bardot en pantalla) abrió las mentes de Scorsese, Coppola y los demás cineastas que fundaron el Nuevo Hollywood: Blow-Up (1969) incluía el primer desnudo frontal y vello púbico del cine, y en Barbarella (1968) un villano intentaba “matar de placer” a Jane Fonda dentro de una “máquina del exceso”, artefacto que Woody Allen reinventó en Dormilón (1973).

    Su filme anterior, Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (1972), demostró que aunque este último no fuera explícito, sí era un tema a explotar en Hollywood, como lo probaron luego los thrillers y dramas eróticos. El cine indie y los outsiders de la industria siempre arriesgaron más, y cineastas como David Cronenberg (Crash, 1996), David Lynch (Mulholland Drive, 2001) y Stanley Kubrick (Ojos bien cerrados, 1999) exploraron el deseo con libertad moral y creativa. Pero para el Hollywood duro, el que busca llenar salas, el sexo sigue siendo un impulso a frenar o, como dice Grey al hablar de la virginidad de Anastasia, “una situación a rectificar”. Por qué no usar ese lenguaje empresarial para hablar de la película: el sexo en Cincuenta sombras también es “una situación a rectificar”.

  314. Antes de envejecer

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    Muchas de las páginas de Las vocales del verano, primera novela de Antonia Torres, podrían formar parte de un diario íntimo y poético, que da cuenta de una vida solitaria en que todo se reduce a observar en un tiempo que parece transcurrir más lento. La breve anécdota del libro (el reencuentro de la protagonista con un amigo de la infancia) no resulta tan lograda como las irrupciones, fantasmagóricas, tenues y sugerentes, del padre de la protagonista y de su primer amor de juventud.

    por lorena amaro

    “Era joven. Fue joven”. La frase se reitera y se estira, se inflinge y se aprende como si al repetirla se pudiera abrir un nuevo umbral, ese que busca atravesar una mujer adulta y anónima, la protagonista de Las vocales del verano, primera novela de la poeta Antonia Torres.

    “Aún era joven. Comenzaba a envejecer”, dice el relato sobre la protagonista, quien se encuentra en un tránsito extático entre la juventud y la declinación hacia la muerte. Ella ha decidido vivir esta metamorfosis en un pueblo costero del sur, encerrada como una crisálida, con la excusa de terminar un proyecto de investigación. Su estadía allí se torna una especie de viaje en el tiempo. La protagonista sabe que su educación progresista y sus años formativos en un doctorado alemán la separan necesariamente de las ajenas vidas de los pueblerinos; en soledad, confronta los libros subrayados por su padre ya muerto en esa casa de vacaciones, donde ella vivió sus primeras experiencias lectoras y el despuntar del erotismo.

    La inclusión de un cadáver en la orilla de la playa y otros temas, como el incesto, desbordan el espacio de las primeras páginas, leves y muy finas, en que el talento poético de Torres apuntala una historia casi sin hechos. La historia con Rubén se finiquita de manera inesperada, demasiado expedita para la enormidad de los hechos narrados.

    El viaje en el tiempo va incluso más lejos; es la naturaleza misma de este paisaje costero la que aparece inmemorial, toda hecha de pasado: “El lugar era húmedo y verde. En su interior las palabras se adelgazaban. Olor a cera y madreselvas. Subió los escalones de piedra laja uno a uno y sintió que entraba al cuarto de alojados vacío de una antigua casa. Un abandono relativo. Una soledad llena de espera”. Se trata de un entorno neblinoso, espectral y abandonado, que muere y renace legendariamente: “Hace mil años, un día de primavera igual al de hoy según un impreciso calendario regido por mareas y cosechas, florecía allí con mayor intensidad que la habitual un porfiado canelo […] Hace mil años la primavera llegaba sin tanto aspaviento como ahora pero con igual tibieza, como presagio de un tiempo distinto”.

    Muchas de estas páginas podrían formar parte de un diario íntimo y poético, sin más propósito que dar cuenta de una vida solitaria en que todo se reduce a observar, en un tiempo que parece transcurrir más lento: “Supuso que esos niños que excepcionalmente jugaban a orillas del mar con botas e impermeables de colores serían los hijos de aquellos otros niños con los que ella misma había jugado más de algún verano décadas atrás. Se quedó mirándolos. Iban de aquí para allá con sus manitos heladas acarreando arena y agua en pequeños baldes. El mar, visto así, tan oscuro, parecía de utilería”.

    Sin embargo, en un momento irrumpe la novela. Alguien la observa mientras viene y va por la arena recogiendo piedras y conchitas. Se da forma a la breve anécdota narrada en este libro: el reencuentro de la protagonista con Rubén, poblador que fuera su amigo en la infancia. Una trama que tomará otros derroteros al contacto con las personas del pueblo, algunos impensados, otros más o menos previsibles. La inclusión de un cadáver en la orilla de la playa y otros temas, como el incesto, desbordan el espacio de las primeras páginas, leves y muy finas, en que el talento poético de Torres apuntala una historia casi sin hechos. La historia con Rubén se finiquita de manera inesperada, demasiado expedita para la enormidad de los hechos narrados.

    En este sentido, son mejores los fantasmas del libro, cuyas irrupciones son más tenues y sugerentes. Entre ellos se encuentran no solo el padre de la protagonista, víctima de la violencia política cuyas anotaciones y poemas están conservados en los libros de la casa, sino también su primer amor de juventud, un suicida trágico. Los paralelismos entre esas historias fantasmagóricas, sutilmente eróticas, y el presente de la protagonista, hilvanan una historia compleja en que el recuerdo resulta ser primordial, tanto como la porfía por vivir la materialidad del cuerpo y el deseo, cuanto todavía se puede ser joven.

    Las vocales del verano es una recapitulación literaria y erótica de una subjetividad en suspenso, cuya relación con la temporalidad aparece con visos dolorosos. En este sentido, el epígrafe que elige Torres para abrir el libro, los bellos versos de José Watanabe, dicen mucho sobre lo que significa encontrarse de este modo tan material y súbito con la vida transcurrida: “Hace días que estoy hipnótico en el centro / del Atlántico. La única referencia / para saber que avanzo / es mi propio pasado: está ahora delante / como un tigre que me dio una tregua”.

     

    9789569766312

    Las vocales del verano, Literatura Random House, 2017, 112 páginas, $10.000.

  315. Roger Federer: el milagro más resplandeciente del tenis

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    Para David Foster Wallace, los héroes desprenden una luminosidad misteriosa que va más allá de la costumbre de ganarlo todo. Es lo que proyecta el jugador suizo que, a los 35 años, obtuvo este domingo en Australia su Grand Slam número 18, en una final memorable en la que derrotó a su archirrival, Rafael Nadal. No sabemos qué diría Foster Wallace sobre este partido, pero sus magníficas reflexiones sobre tenis –y sobre Federer en particular– están recogidas en su libro El tenis como experiencia religiosa. Se trata de un regalo, de una fiesta, del escritor que mejor ha tratado este deporte. Y publicamos este artículo, por cierto, cuando los admiradores de la velocidad y la elegancia y la belleza siguen celebrando el triunfo del mayor tenista de todos los tiempos.

    por daniel campusano

    1- El Maestro de Go puede considerarse uno de los enigmas más atractivos en la obra de Yasunari Kawabata. En 1938, un diario local contrató al futuro Nobel para cubrir el último torneo de Shusai Honnimbo, el maestro de un juego que puede entenderse como el ajedrez del Oriente, promovido en Japón por las dinastías samuráis y originado tres mil años antes en China. Si bien Kawabata podía haberse limitado a informar las peripecias del encuentro, rápidamente intuye que en el último desafío del maestro late algo más trascendente que un resultado. Tal vez una nueva era. Después de siete meses de una lucha física y analítica (en un juego donde el movimiento de una pieza puede durar un día entero), Honnimbo es vencido por el joven Otake.

    Ante la inminencia de fatales decisiones imperiales, y siete años antes del infierno de Hiroshima y Nagasaki, Kawabata advierte en 64 entregas que la derrota del maestro esconde un empuje doloroso e incontrarrestable. Los valores tradicionales se hacen inestables y una nueva generación (abierta a la occidentalización y la modernización) cambia las prioridades estéticas y pacientes por un ímpetu más competitivo, más decidido, menos dudoso. El viejo maestro es un anciano abstraído, “etéreo y frágil”; su adversario, en tanto, un joven “robusto y lleno de virilidad”.

    Décadas más tarde, David Foster Wallace escarba en la sutileza de Pete Sampras y Roger Federer para describir su encandilamiento por la misma esencia que conmueve a Kawabata: lo etéreo, lo frágil, lo bello, lo misterioso. El primer ensayo de El tenis como experiencia religiosa reflexiona sobre el dominio de Sampras ante un incipiente jugador australiano; el segundo, en tanto, exalta la elegancia y naturalidad de Federer ante ese huracán endemoniado que es Rafael Nadal. En ambos casos, DFW contrasta los temples de Federer y Sampras con la energía desmedida de sus oponentes: jóvenes, vigorosos, excesivos y sin la pertinencia de la dosificación.

    El momento Federer sería un pensamiento y a la vez una sensación. Un silencio desconcertante. Y en su afán de traducirlo, DFW se atreve a ir más allá y darle a estas jugadas una connotación espiritual de equilibrio y justicia. O en otras palabras, si algún tipo de deidad mueve la humanidad y, en su acción moralizante, envía enfermedades y sufrimientos, esta misma deidad tiene la pertinencia de producir a Roger Federer como compensación.

    Aunque de Sampras le emociona su “despreocupación serena”, su capacidad de “desmaterializarse” en la pista y su “flexibilidad emocional”, el autor inclina su balanza por Federer, a quien considera el milagro más resplandeciente de este deporte y, entre otras divagaciones, no duda en sospechar que su existencia “encierra una verdad metafísica”. Es aquí donde se reconoce una similitud mística entre Kawabata y DFW. Para ambos autores, tan disímiles y fundamentales, los héroes desprenden una luminosidad misteriosa mucho más allá de la costumbre de ganarlo todo.

    2- Los dos ensayos de El tenis como experiencia religiosa, concebidos como artículos periodísticos y escritos con una década de diferencia, despejan las fibras de este deporte que electrizan al narrador y, sin exagerar, lo dejan estupefacto. Porque sí, el mismo hombre atormentado por los vaivenes psiquiátricos (y que en el 2008 terminó ahorcándose en su patio), desentraña y comparte su paraíso personal. ¿Un oasis de belleza en medio de su angustia irremediable? No lo sabemos. Pero al leer estos textos proyectamos más al adolescente analítico que al novelista superdotado. El artista canonizado antes de los 40 años, parece ventilar ahora una mezcla de frescura y entusiasmo: un cariz coloquial que nos aleja de la imagen del autor luchando por erigir novelas monumentales.

    En el segundo ensayo del libro, titulado “Federer, en cuerpo y en lo otro” (2006), DFW comparte la experiencia de ser dominado por un momento Federer o, como le describe el chófer de un autobús, una “experiencia casi religiosa”: un concepto que el autor entiende desde una dimensión vívida y filosófica.

    Estos destellos sensoriales consistirían en asimilar los segundos posteriores a las genialidades del tenista suizo. Un punto extremadamente improbable. Una pelota dirigida por “un túnel de cinco centímetros”. Una marcha atrás abrupta e incomprensible antes de golpear un drive a contramano.

    A partir de estos milagros biomecánicos, el autor desarrolla el término de “belleza cinética”, un tipo de manifestación estética que “no tiene nada que ver con el sexo o normas culturales” y, tal vez por esto mismo, permite una “reconciliación del ser humano con el hecho de tener un cuerpo”.

    El momento Federer sería un pensamiento y a la vez una sensación. Un silencio desconcertante. Y en su afán de traducirlo, DFW se atreve a ir más allá y darle a estas jugadas una connotación espiritual de equilibrio y justicia. O en otras palabras, si algún tipo de deidad mueve la humanidad y, en su acción moralizante, envía enfermedades y sufrimientos, esta misma deidad tiene la pertinencia de producir a Roger Federer como compensación.

    El ensayo parte con una descripción homérica de un punto del suizo frente a Andre Agassi. Cuando la jugada culmina, el comentarista John McEnroe se pregunta cómo diablos Roger hizo lo que hizo. DFW, a su vez, lanza un alarido desde el sofá y, sin entender cómo, termina arrodillado frente al televisor pisando sus palomitas ya esparcidas en la alfombra.

     

    federer 2

     

    3- De la cercanía de DFW con el tenis ya existían antecedentes, partiendo, desde luego, por La broma infinita: su obra magna publicada en 1996, el mismo año que el primer ensayo de este libro. Es en esta obra inabarcable donde uno de los escenarios medulares es la Academia de Tenis Enfield y uno de los protagonistas es Hal Incandenza, hijo menor de la familia y una trastornada promesa del tenis. En una escena Hal reflexiona sobre la influencia del viento en la pista y en su propia existencia: “El mundo es frío y ventoso. ¿No es así? En la pista de tenis no hay viento frío. Adentro es un mundo diferente. Un mundo construido en el interior donde el viento frío exterior es eclipsado por el propio viento que protege al jugador”. Esta cita puede alinearse perfectamente a los atributos de DFW como tenista juvenil retratados en String Theory (2014), un compilado de sus artículos de tenis aún no traducido al español. Aquí cuenta cómo crecer en Illinois le permitió controlar la pelota en medio del viento. Consciente de que la mayoría de los jugadores suele detestarlo, DFW explica su adecuación casi robótica al soplido gracias a vivir y entrenar en una zona de tornados.

    Asimismo, en la biografía del autor titulada Todas las historias de amor son historias de fantasmas (2013), el periodista T.D Max asegura que DFW fumaba marihuana en el bus que lo trasladaba a los torneos universitarios. Y si bien este tipo de pesquisas podrían tomarse como chismes o rellenos, cobran relevancia cuando apreciamos la intimidad con que el autor habla de este mundo. Las precisiones del juego no parecen aprendidas en un manual, sino en la experiencia directa. Y así no escatima en disparar su bagaje y aventurar tesis sobre la evolución táctica del deporte, el papel de la tecnología y sus exponentes más revolucionarios.

    Considerando la potencia indomable del mallorquín, el espectáculo con Federer parece enunciar un brillante contraste táctico y visual: “Apolo y Dionisio”, “el bisturí y el cuchillo carnicero”, “el machismo del sur europeo contra el intrincado arte clínico del norte”.

    En una de sus digresiones, por ejemplo, DFW identifica dos aspectos que distinguen el juego moderno: la nueva materialidad de las raquetas y el desarrollo del top spin o efecto liftado, en palabras simples, tiros curvados que pasan muy encima de la red y aterrizan de prisa sin desviar su trayectoria. Para el autor, la masificación de este golpe fue facilitado por la ligereza de las nuevas raquetas y la anchura de sus cabezas. El jugador, de este modo, comenzó a tener una “área  más óptima de disparo” y, por ende, un impacto más controlado. El golpe liftado despedía un tiro más seguro que uno clásico y plano: la pelota ya no planeaba gradualmente sino que podía bajar pesada y repentina.

    Para DFW, el epítome de esta característica evolutiva la encarna Iván Lendl, el checo que a mediados de los 80 destronó el dominio de John McEnroe. La “velocidad abrumadora” de Lendl sintetizaría, precisamente, las nuevas direcciones permitidas por la tecnología de las raquetas y una nueva lectura estratégica del juego. El autor es enfático en señalar que el checo cambió para siempre “las leyes físicas del tenis”. El tiro liftado, a diferencia del estilo saque y volea, permitió intensificar el juego de fondo y abrir el campo del oponente mediante ángulos efectivos y agresivos. Para cerrar esta idea, DFW divaga en el tratamiento ofensivo de las pelotas cortas del checo y no duda en establecer un vínculo táctico (y de algún modo sentimental): aunque el juego de Lendl fuera “temible pero no bello”, es, sin duda, un precedente gráfico de la finura implacable de Roger Federer.

    4- En el primer ensayo del libro, “Democracia y comercio en el Open de Estados Unidos” (1996), se aventura la imposición definitiva del marketing en el espectáculo deportivo. El triunfo del neoliberalismo sobre el arte y, también, el asomo de un nacionalismo americano inextinguible. Como en su obra narrativa, DFW se apoya en numerosos pies de páginas para apuntar detalles hasta el paroxismo. Una enciclopedia de todo lo ocurrido en el complejo Flushing Meadows: una lista interminable y fosterwallaciana sobre la burda omnipresencia de los auspiciadores, el furtivo mercado de alimentos, las triquiñuelas de los diversos comerciantes, el precio de reventa de entradas y, acaso lo más interesante, un perfil sociológico del neoyorquino mientras contempla su paciencia para las colas y esperas, o su “combinación única de meditación y depresión clínica”. En todas estas descripciones, el autor se atreve a configurar un documento que solo podría atribuírsele a él mismo (y quizás, a Thomas Pynchon).

    En estos ensayos de Foster Wallace apreciamos un lenguaje especializado pero, a su vez, un tono didáctico. Su claridad se convierte en una clase de tenis y, en la misma medida, una exhibición de escritura. Y no es algo que debe extrañar: nadie ha tenido tanto tenis en el cuerpo y, al mismo tiempo, tanta destreza operando el lenguaje.

    En sus observaciones, desde luego, siempre reserva un lugar para el juego mismo. DFW se divierte tanteando huellas sociopolíticas e históricas para reproducir el aura del enfrentamiento. En esta línea, aprovecha la ascendencia griega de Pete Sampras y Mark Philippoussis para imaginar una “Guerra del Peloponeso moderna”. El norteamericano representa el poderío naval frente al despliegue terrestre del australiano. Sampras ataca con sigilo, prepara su artillería y flota seguro, mientras Philippoussis muestra una prepotencia oligárquica sin mesuras. Para Foster Wallace, Philippoussis representaría la dictadura espartana mientras que Sampras abanderizaría la democracia ateniense: un maestro “más caótico” y, por ende, más “humano”.

    El mismo ejercicio se aprecia en el segundo ensayo, al relatar uno de los encuentros más mitificados del último tiempo. Es la final de Wimbledon del 2006 y Roger se enfrenta al español Rafael Nadal: un casi adolescente “mesomórfico”, “marcial”, y la amenaza más punzante del genio helvético.

    Considerando la potencia indomable del mallorquín, el espectáculo con Federer parece enunciar un brillante contraste táctico y visual: “Apolo y Dionisio”, “el bisturí y el cuchillo carnicero”, “el machismo del sur europeo contra el intrincado arte clínico del norte”. Finalmente, en esta batalla se impone el suizo por su refinamiento, pero también, por su cautelosa bestialidad: esa capacidad de ser “Mozart y Metallica al mismo tiempo”. Esa “armonía exquisita” e insuperable.

    5- En estos ensayos de Foster Wallace apreciamos un lenguaje especializado pero, a su vez, un tono didáctico. Su claridad se convierte en una clase de tenis y, en la misma medida, una exhibición de escritura. Y no es algo que debe extrañar: nadie ha tenido tanto tenis en el cuerpo y, al mismo tiempo, tanta destreza operando el lenguaje. A veces corre el riesgo de extenderse en la preparación de los golpes, el arco formado por el brazo, los grados de flexión de rodilla, tipos de efectos, la inclinación de los botes, las variaciones de  empuñaduras y los nuevos encordados. Una vez más, presenciamos a un narrador que no teme alargarse, ramificarse, insistir y, como es habitual en él, salir ileso en su grandilocuencia.

    No adorna la realidad, sino que la fotografía de manera cuidadosa, hilvanada: la exposición de variables técnicas se convierten en el testimonio de que la refulgencia del tenis es, ante sus ojos, un fenómeno brutalmente real, nítido. Y por esto mismo, inabordable para las cámaras televisivas que no alcanzan a transmitir las dimensiones y el “susurro líquido” de los tiros. Y es que la pantalla es virtualmente incapaz de reproducir la ferocidad de los golpes y la agilidad de los jugadores: cómo frenan sus carreras, vuelven al centro y se acomodan para dirigir el blanco de sus ángulos. Para DFW, ver tenis por televisión y después presenciarlo en vivo es como probar el sexo real después de consumir pornografía durante muchas noches de verano.

     

    el tenis

    El tenis como experiencia religiosa, Literatura Random House, 2016, 112 páginas, $7.000.

  316. Vestigios de la lucha armada en el Cono Sur

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    A partir de la publicación de Born, el libro que narra el secuestro de un millonario argentino a manos de los montoneros en la década del 70, el autor de Los fusileros hace un recorrido por los libros que reconstruyen el combate entre los movimientos subversivos y los organismos represores que surgieron al alero de diferentes dictaduras. Este es un viaje al interior de esos grupos que operaban en la clandestinidad, debatiéndose entre la vida y la muerte, donde las cosas nunca eran lo que parecía. En los mejores casos, estos libros con carácter de thriller político adquieren la estatura de documento histórico.

    por cristóbal peña

    Los movimientos revolucionarios y subversivos latinoamericanos surgidos en el contexto de la Guerra Fría parecen cada vez más un producto de la ficción. No solo los movimientos insurgentes; también las organizaciones armadas que se les oponían, la mayoría de las veces desde el poder del Estado.

    En retrospectiva, la Guerra Fría es el capítulo de una infancia cada vez más desdibujada de la realidad actual. Por lo mismo, a medida que esos hechos van quedando atrás, sus relatos se tornan más sorprendentes y a la vez más fieles a cómo sucedieron. Los protagonistas y testigos que en el pasado guardaron silencio o contaron una versión parcial o torcida, con el paso del tiempo comienzan a hablar con menos compromisos y mitificaciones.

    Septiembre de 1974, Buenos Aires: una cuadrilla de falsos obreros desvía de la ruta al Ford Falcon en el que van dos multimillonarios. Luego, una camioneta aparece de súbito por un costado e impacta el Ford, simulando un accidente. Jorge Born y su hermano ya están en manos de los montoneros.

    Es lo que ocurre con Born, el libro de la periodista argentina María O’Donnell, que narra en clave de thriller político el secuestro de dos de los herederos de Bunge & Born, uno de los mayores imperios económicos de Latinoamérica. En palabras de sus captores, “dos exponentes del imperialismo y la oligarquía argentina”.

    El comienzo es de manual, de manual y de película. No hay que inventar ni alterar alguna cosa: la historia se encarga de armar una trama perfecta.

    Septiembre de 1974 en Buenos Aires, en días en que el país cuelga de una cornisa, una cuadrilla de falsos obreros desvía de la ruta al Ford Falcon en el que van dos multimillonarios. Al desvío por un camino interior le sigue una camioneta que aparece de súbito por un costado e impacta el Ford, simulando un accidente. Gritos, balazos para neutralizar a unos guardias y ya: en cosa de minutos, Jorge Born y su hermano Juan, de 40 y 39 años, se encuentran en manos de los montoneros.

    Piden 100 millones de dólares, 260 millones al día de hoy. Después de nueve meses consiguen 60 millones de la época, lo que no es poca cosa: ni antes ni después un secuestro habrá recaudado tanto dinero.

    No es ni por lejos una historia inédita. Libros sobre la guerrilla argentina hay por montones. Pero en el caso de O’Donnell, uno de los últimos sucesos editoriales trasandinos, el relato de la intimidad del encierro está confiado en buena parte al testimonio de Jorge Born, Born III, quien por primera vez cuenta cómo vivió el día a día bajo custodia de muchachos voluntariosos, que en promedio tenían 20 años y escasa preparación militar.

    A diferencia de su hermano Juan, Jorge Born era y es un tipo duro, que ha sabido navegar por las aguas turbias del poder hasta el día de hoy. Bajo custodia de los montoneros fue sometido a un juicio político por su responsabilidad en la “explotación de nuestro pueblo” y ser parte “de maniobras monopólicas, de un poder económico al servicio de la dependencia, del desabastecimiento y el acaparamiento”. Por cierto, el veredicto de culpabilidad estaba dictado de antemano, y en esas circunstancias Born III consiguió primero que liberaran a su hermano Juan y luego hizo gestiones para que su padre se allanara a pagar el rescate y otras exigencias que se cumplieron al pie de la letra.

    Además de mejorar las condiciones laborales de los empleados de Bunge & Born, cada fábrica del holding debió instalar un busto de Perón y otro de Evita.

    rescate

    El coronel Carlos Carreño, secuestrado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez en 1987. Una de las exigencias de la agrupación fue entregar alimentos en las poblaciones de Santiago.

    El coronel Carlos Carreño, secuestrado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez en 1987.

    La perspectiva que da el tiempo

    Es difícil malograr una historia así. Pero ocurre. Ya sea porque el autor se prueba el traje de militante a la hora de escribir o bien, por el contrario, porque imprime un tinte de moralina al relato. Ya sea también porque se exige un tono narrativo que abusa de los adjetivos y lugares comunes del tipo nunca imaginó que o nada hacía suponer. En buena hora, el libro de O’Donnell se inscribe en esos relatos que se sumergen en la profundidad de la historia para luego, al momento de contarla, tomar distancia de ella, aunque asumiendo un punto de vista. En este caso, el de Jorge Born, que según su testimonio desafía de manera permanente a sus captores y los pone a prueba frente al absurdo de los ideales revolucionarios.

    Los libros de investigación periodística sobre movimientos subversivos y organismos de inteligencia tienen una dificultad adicional. Por definición, son temas que trabajan bajo una lógica de secretismo y espejos falsos. Como se trata de grupos que operan en la clandestinidad, debatiéndose entre la vida y la muerte, hay un empeño permanente por ocultar sus actividades. Las cosas nunca son lo que parecen. Trabajan con nombres falsos, dobles fondos y maniobras que en conjunto otorgan un material literario valiosísimo.

    Pero antes que nada, esto es periodismo: lo que más vale y permanece, más que la pretendida objetividad, más que la narrativa, es la revelación de hechos y el modo en que estos se sitúan en el contexto de época. Para ello siempre es ventajoso contar con la perspectiva del tiempo.

    Es muchísimo más difícil conseguir el testimonio de un torturador que el de un guerrillero que instaló bombas o secuestró en nombre de la revolución. Por cómo resultaron las cosas, los que vencieron en la guerra fueron derrotados en el campo de la moral.

    Los periodistas Roberto Bardini, Miguel Bonasso y Laura Restrepo no contaron con ese privilegio. Un año después del secuestro del coronel Carlos Carreño por parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), publicaron Operación Príncipe (Planeta, 1988), que detalla uno de los golpes propagandísticos más espectaculares en dictadura.

    Hay 13 años de diferencia entre el secuestro de Born y el de Carreño. Los contextos y personajes son diferentes, pero así y todo los hechos son asombrosamente similares. Si para secuestrar a Born un grupo de militantes simuló ser operarios de la empresa de gas del Estado, a Carreño lo engañaron falsos empleados de la Empresa Metropolitana de Obras Sanitarias. Tanto montoneros como frentistas exigieron y lograron que se repartieran mercaderías en poblaciones. Ambos se empeñaron en concientizar a sus captores, con charlas, películas y literatura revolucionaria. Y los dos, por último, tenían una agenda propagandística. Los montoneros, eso sí, tenían más urgencia que los frentistas por “hacer caja”.

    Guardando las distancias y particularidades de cada acción y de cada grupo, Born y Operación Príncipe perfilan el patrón del revolucionario latinoamericano de influencia castrista. De paso, también, dan cuenta de un manual con que los grupos insurgentes realizaron secuestros en nombre de la revolución.

    Pero Born tiene el tiempo a su favor. Además, la evidencia histórica de la derrota y los desastres de los grupos insurgentes. De ahí que mire los hechos con distancia y sentido crítico. En cambio Operación Príncipe tiene el afán de la inmediatez y viste las acciones de una épica justiciera, lo que es natural para el contexto en que fue publicado. Como los hechos están demasiado cercanos, y aún hay una dictadura en curso a la que combatir desde la lógica del periodismo de denuncia, el libro pasa por alto los errores y chascarros que pueblan estas historias. No puede ser de otro modo. Sus fuentes principales son los propios celadores.

    Algo similar ocurre con Operación siglo XX (Ediciones del Ornitorrinco, 1990), sobre el atentado al general Pinochet. Publicado el mismo año en que Patricio Aylwin asumió la presidencia y cuatro después de lo que el FPMR definió como “una emboscada de aniquilamiento”, el libro de Patricia Verdugo y Carmen Hertz se basa en entrevistas a frentistas y, fundamentalmente, en el expediente judicial del caso, cerca de 40 mil fojas que fueron liberadas por la justicia militar unos pocos meses antes.

    Otra vez hay que atender al contexto. Pinochet había entregado la banda presidencial, pero seguía manejando los hilos del poder desde la Comandancia en Jefe del Ejército. Los autores del atentado estaban presos, en la clandestinidad o muertos. No había otra forma de hacer un libro así, sobre la marcha, que presentando los hechos con un sabor a triunfo moral. “Tras las manos que dispararon –todas las manos, las de unos y las de otros– estaban los brazos de todos nosotros”, escriben Verdugo y Carmen Hertz, en una frase que cristaliza la sed de justicia y el ánimo de denuncia que las inspiraba.

    La batalla moral

    Si investigar sobre movimientos subversivos latinoamericanos entraña dificultades, el asunto se torna espinoso cuando se trata del bando opuesto, el de los organismos de inteligencia militar que combatieron al margen de la ley pero con el poder del Estado a su favor. La lógica es similar en ambos bandos, una lógica dominada por pactos de silencio y clandestinidad. Pero en este último caso, por tratarse de agrupaciones que actuaron en un marco de impunidad, sin medir sus métodos, solo sus objetivos, la valoración y el juicio resultan muy distintos.

    En ese entendido, es muchísimo más difícil conseguir el testimonio de un torturador que el de un guerrillero que instaló bombas o secuestró en nombre de la revolución. Por cómo resultaron las cosas, los que vencieron en la guerra fueron derrotados en el campo de la moral.

    Al respecto hay libros ejemplares. Uno de ellos es Los secretos del Comando Conjunto (Ediciones del Ornitorrinco, 1989), de Mónica González, que trata de la guerra sucia librada por una agrupación secreta de la Fuerza Aérea de Chile que actuó en paralelo a la DINA. Otro texto de urgencia, publicado a las puertas de la democracia, que tiene el plus de contar con el testimonio de un agente arrepentido, quien no se guarda nada a la hora de relatar el horror.

    Muerte en el Pentagonito da cuenta de los cementerios clandestinos que sembró el ejército peruano en su lucha antisubversiva.

    Muerte en el Pentagonito da cuenta de los cementerios clandestinos que sembró el ejército peruano en su lucha antisubversiva.

    Los secretos del Comando Conjunto logra quizá lo más difícil en este género: conjugar la denuncia –y su carácter inevitablemente urgente– con la altura de miras, y con ello sumarle un pulso narrativo vertiginoso.

    A la vez que destrabar secretos, el paso del tiempo también abre perspectivas más íntimas y complejas. Es lo que pasa en La danza de los cuervos (Ceibo, 2012; Planeta, 2016), de Javier Rebolledo, donde un ex agente de la DINA ya no solo narra con lujo de detalles las brutalidades al interior de un cuartel secreto, sino también la intimidad familiar de Manuel Contreras. Vemos la parrilla, pero vemos también la receta del ponche preferido del Mamo: champaña con piña en conserva.

    Quizás ningún libro se adentra tan a fondo en la represión –y con tanta destreza narrativa– como lo hace el peruano Ricardo Uceda con Muerte en el Pentagonito (Planeta, 2004). Uceda se sumerge en las entrañas de la guerra sucia que el ejército peruano libró contra Sendero Luminoso, a partir del relato de los primeros agentes que, en una búsqueda ciega de senderistas, son lanzados a las calles de Ayacucho simulando ser vendedores ambulantes de ropa interior.

    De ahí a la bestialidad hay unos pocos pasos. Esos falsos vendedores ganarán experiencia y recursos hasta convertirse en exterminadores profesionales. Cazan y matan y hacen desaparecer senderistas a destajo, o a quienes lo parezcan. En esa lógica, es mejor equivocarse que quedarse con la duda.

    Muerte en el Pentagonito va al fondo de la historia. Da cuenta de los cementerios clandestinos que sembró el ejército peruano en su lucha antisubversiva, como también del modo en que un ciudadano común, por cosas del destino, en vez de militar en Sendero Luminoso entra al ejército y se convierte en un asesino en serie que mata en defensa de la democracia.

    Como relata Uceda, la valía de los agentes se mide por el número de orejas de senderistas que clavan de un palo, como si fuese un medallero. Matar es un deporte de escalafones.

    Volviendo a Born, quisiera subrayar que además de distancia posee profundidad. Acá la autora narra los pormenores del secuestro y, asimismo, sigue la ruta de los 60 millones de dólares, que pasan por un banquero de simpatías montoneras y se dispersan entre Estados Unidos, Cuba y Europa, hasta terminar financiando la primera campaña presidencial de Carlos Menem a fines de los 80.

    Para entonces, Jorge Born, el heredero del imperio, habrá vuelto a su país y junto con instalar a uno de sus gerentes al frente del Ministerio de Economía del gobierno de Menem, habrá hecho negocios y amistad con Rodolfo Galimberti, uno de sus captores, que tras la caída del Muro de Berlín descubrió su afición por autos de lujo y trajes italianos.

    Más que un thriller guerrillero, entonces, Born es un libro de historia contemporánea que representa la perversión de los ideales surgidos en el contexto de la Guerra Fría. Como en las mejores crónicas, en Born los buenos no están de un lado y los malos de otro. Los primeros, si es que existieron, murieron en el camino.

     

    born

    El secuestro de los Born, María O’Donnell, Debate, 2016, 340 páginas, $16.000.

     

    la danza de los cuervos

    La danza de los cuervos, Javier Rebolledo, Planeta, 2016, 264 páginas, $12.900.

     

    muerte en el pentagonito

    Muerte en el Pentagonito. Los cementerios secretos del ejército peruano, Ricardo Uceda, Planeta, 2004, 478 páginas, (fuera de circulación).

     

  317. Juan Luis Martínez después del silencio

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    La reciente edición de La nueva novela pone nuevamente en circulación al poeta que aspiraba a “irradiar una identidad velada”. Este artículo da cuenta de aspectos inéditos de la vida de Juan Luis Martínez, muestra sus rechazos y filiaciones con la poesía chilena, y revela la obsesiva metodología de trabajo con que dio cuerpo a una obra que es poética y filosófica al mismo tiempo, y que con su humor y sentido del absurdo únicos, continúa desconcertando a los lectores del siglo XXI.

    por roberto careaga

    Puede haber sido en 1975. Junto a su esposa, Eliana Rodríguez, el poeta Juan Luis Martínez recorrió Santiago buscando una bandera chilena. No podía ser cualquiera. No podía ser una de plástico, el material que pronto se convertiría en el estándar para fabricar las banderitas que adornan septiembre. Buscaba una clásica de papel volantín. Pequeña. Tipo guirnalda. No fue fácil. Después de caminar en vano, preguntar aquí y allá, le dieron un dato: cerca de la población Eduardo Frei, en la comuna de El Bosque, alguien las confeccionaba a la usanza tradicional. Fue como encontrar un tesoro: Martínez se fue cargado de cajas y cajas con las banderas. Había encontrado la última pieza para La nueva novela.

    En realidad, Martínez ya había terminado ese libro unos años antes. O eso creyó. En 1971 llegó hasta la oficina de Pedro Lastra, que por entonces dirigía la colección Letras de América de editorial Universitaria. Quería publicar un libro en el cual venía trabajando por lo menos desde 1968. Heredero de las vanguardias francesas, el volumen que vio Lastra llevaba el título de “Pequeña cosmogonía práctica” y era, a grandes rasgos, una mezcla de collages, juegos lingüísticos y poesía tradicional. Algo prácticamente inexistente en la literatura chilena. Extraño, pero que sin embargo Lastra aprobaría. Poco después, el plan se derrumbó. Exactamente el 11 de septiembre de 1973, con el golpe de Estado.

    Luego Martínez siguió trabajando en el libro en su casa de Villa Alemana, en la calle Fresia. Hizo pocos cambios, aparentemente solo cuatro: la tituló La nueva novela, se decidió por una portada, incluyó dos anzuelos en la página 75 y, dadas las circunstancias políticas, optó porque el último apartado del libro tuviera una señal: Epígrafe para un Libro Condenado (La Política) se abre con una bandera chilena de papel volantín.

    El nuevo ruido

    A inicios de los 60, habría sido extraño ver al veinteañero de Martínez armado de tanta paciencia. Iba apurado. Acelerado. Montaba una motocicleta y atravesaba Viña del Mar dejando una estela de carabineros enfurecidos. El “Loco Martínez”, que se elevaba por encima del metro 80 y tenía una larga cabellera rubia, había dejado el colegio a muy temprana edad y era aficionado a las peleas callejeras. La billetera de su padre le financiaba un estilo de vida arriesgado. Alguna noche robó una camioneta policial para apretar el acelerador hasta chocar. Su padre costeó un nuevo vehículo y el accidente se perdió en los archivos.

    Caso raro Martínez. Caso raro en la literatura chilena. Escribió poco, lo suficiente para convertirse en leyenda. Llevó su vida a los “márgenes sociales” en la juventud, para luego, de adulto, transformarse en un escritor fascinado con “irradiar una identidad velada”. Lector inquieto, a ratos tartamudo, de trato amable, diabético, ladrón de libros, fumador, buen conversador, ajeno al trabajo remunerado, de labor artística lenta, reacio a las entrevistas, finalmente retraído y aspirante a “disolver totalmente la autoría”, falleció a los 50 años en 1993. Entre 1977 y 1978 publicó dos libros, La nueva novela y La poesía chilena, dos objetos de aspiración rupturista que distribuyó con tanto control (los vendía él y carísimos), que lo convirtieron la mayor parte de su vida en un escritor secreto.

    El “Loco Martínez”, que se elevaba por encima del metro 80 y tenía una larga cabellera rubia, había dejado el colegio a muy temprana edad y era aficionado a las peleas callejeras. La billetera de su padre le financiaba un estilo de vida arriesgado. Alguna noche robó una camioneta policial para apretar el acelerador hasta chocar. Su padre costeó un nuevo vehículo y el accidente se perdió en los archivos.

    El tiempo, sin embargo, lo ha llevado a un espacio ligeramente más público: es un autor de culto. Lo inesperado ha sido que en los últimos años su obra se ha duplicado. Y, de alguna manera, también se ha complejizado. En 2003 Ediciones UDP inauguró su catálogo de poesía publicando Poemas del otro, un libro curado por Cristóbal Joannon que recoge textos sueltos, entrevistas y también un poemario supuestamente inédito de Martínez, “El silencio y su trizadura”. Pero que eso era “supuesto” solo lo supimos 11 años después, cuando el académico estadounidense Scott Weintraub descubrió lo inevitable: Martínez nos había hecho trampa. Ese supuesto inédito en realidad era un libro publicado en 1976 por un poeta suizo-catalán llamado también Juan Luis Martinez.

    La última broma de Juan Luis Martínez (Cuarto Propio, 2014) se llama el libro de Weintraub que expone la tomadura de pelo póstuma del poeta. Ahí relata que empezó a darse cuenta que algo andaba mal con el libro de Joannon al toparse con dos fotocopias guardadas por Martínez: una reproducía una reseña de Le Silence et sa brisure, del Martinez suizo-catalán, y la otra, la ficha del ejemplar perteneciente a la biblioteca del Instituto Chileno-Francés de Valparaíso. Weintraub después solo tuvo que atar los cabos precisos. ¿Pero dónde vio Weintraub aquellas pistas? Nada menos que en El poeta anónimo (o el eterno presente de Juan Luis Martínez), ese libro secreto en que Martínez trabajó por años de espaldas al mundo y que, tras años de espera, en 2013 fue publicado por la editorial brasileña Cosac Naify. Nada menos que en ese libro fue donde lo vio.

    Tras la publicación de El poeta anónimo está Pedro Montes, director de la galería D21. En 2010 no solo montó una exposición con los collages del poeta, también se ganó la confianza de su viuda, Eliana Rodríguez, y consiguió un inédito de Martínez que, tras pasar por la mirada atenta de Ronald Kay (hombre clave del arte conceptual de los 70), fue publicado en una edición restringida: Aproximación del principio de incertidumbre a un proyecto poético. “La copia es el original”, se lee entre las poquísimas frases de ese libro. No hay ahí poemas. Está formado por 57 imágenes/collages. Aparece un astronauta, una araña, una viola, el Rimbaud dibujado por Verlaine, tramas de ecuaciones físicas, algo parecido a un mandala indio y ocho conceptos que se repiten: La muerte de los poetas, El libro en el libro, Anominia, Idea del doble, La copia es el original, Pluralidad, Filosofía del libro y Ausencia del autor. Son las únicas palabras del libro y parece evidente que funcionan como una síntesis de la poética de Martínez.

    Luego, Montes operó como agente para que Cosac Naify lanzara El poeta anónimo mientras la Bienal de Sao Paulo exhibía la obra visual del poeta. Lo conseguido por Montes parecía imposible por una razón clara: antes de morir, Martínez le pidió a su mujer que quemara todos sus inéditos. Esa versión fue la que ella confirmó en 2013, pero añadió una nota al pie: del fuego se salvarían los trabajos gráficos, que podrían difundirse 20 años después de su muerte.

    El otro logro de Montes está sucediendo ahora: con la galería D21 lanzó en noviembre pasado una reedición de La nueva novela. Es una tirada de 700 ejemplares que sigue al pie de la letra las indicaciones que el poeta hizo para la segunda versión del libro, publicada en 1985. Específicamente toma como modelo las 100 copias de lujo de esa edición, con hojas de papel couché e impresa en la misma imprenta, Ograma. El tiempo, sin embargo, ha impuesto algunas limitaciones: las banderas chilenas no son las que Martínez encontró en Santiago en 1975. Otra más: el Martínez modelo 2016 ya no es meramente una leyenda moldeada por sus silencios, pues los nuevos libros han echado a su legado un ruido que él ya no puede controlar. Un ruido tan lejano a su silencio.

    Puesta en escena

    Rodeado de mitos, Martínez se ocupó de difuminar las señas de su biografía, llegando incluso a tachar su nombre en las portadas de sus libros. Un gesto inusual, a contrapelo de la tradición de los egos gigantes de la poesía local. Evitó el texto poético tradicional y arriesgó un camino experimental que bordeó la plástica. Quizás fue un caso único por estos barrios: un descolgado de las vanguardias que trabajó obsesivamente su obra, transformándola en una puesta en escena del vaciamiento del lenguaje. Quizás era un bromista y jugaba a esto que en 1991 le dijo en Chile al filósofo francés Felix Guattari: “Mientras menos comprendo un libro, para mí es más interesante”.

    Acaso La nueva novela sea ese libro incomprensible. O la manifestación de lo incomprensible. O de lo incomunicable. El libro, en el cual trabajó oficialmente siete años, es una compleja estructura en la que el escritor instala una serie de artilugios que, bajo un aura poética, cuestionan la lógica tradicional: desde poemas como el ya clásico “La desaparición de una familia”, hasta ejercicios aritmético/lingüísticos tipo “Las pirámides de Egipto multiplicadas por Las ruinas del Partenón, igual Un cementerio de elefantes”. Además, pide un lector activo, inserta páginas en blanco, fotografías, papiros chinos y collages; está plagado de citas prácticamente imposibles de rastrear y notas al pie de tanto en tanto y a veces más peso que lo referido.

    Funciona como la cosmogonía de un mundo paralelo, donde se pierden animales (el perro Sogol, página 81), el poeta francés Jean Tardieu es sometido a pruebas de lógica y Rimbaud y Marx son prófugos de la justicia. Las pistas del universo están ya en el índice: de las nueve partes en que está dividido el libro, las primeras dos desafían a Tardieu (el héroe), mientras las siguientes cinco parecen parte de la descripción de un mundo: “Tareas de aritmética”, sobre la ciencia; “La zoología”, sobre el reino animal; “La literatura”, sobre el arte, y “El desorden de los sentidos”, sobre la mente humana. Para el final, lo evidente: “Epígrafe para un libro condenado (la política)”. Y justo antes, una sección de “Notas y referencias” en que se habla (y se dicen nuevas cosas) sobre cada capítulo, como si se tratara de un libro borgiano perfecto, un libro capaz de leerse a sí mismo. Todo firmado doblemente por Juan Luis Martínez y Juan de Dios Martínez. Ambas firmas están tachadas.

    Obviamente en La nueva novela hay poesía y filosofía, pero también hay un humor absurdo y una deliberada intención de desorientar. En los 90, poco antes de morir, Martínez pudo haber dado una pista: “Soy un poeta apocalíptico. Creo en el fin de una época. Se perdió la imagen sólida del mundo. Los conocimientos acumulados solo han servido para la confusión. Nuestra confianza en el lenguaje también se ha perdido”.

    Lo obvio: lo marcó el dadaísmo, los surrealistas, Alicia en el país de las maravillas,  Duchamp, ese desconocido de Jean Tardieu, Impresiones de África de Roussel, Mallarmé, Rimbaud. ¿Y leyó a los chilenos? A todos. Pero hay quienes dicen que de la bibliografía local no hay rastros en su obra.

    Pero algo hay. Una lista tentativa: Vicente Huidobro, los collages del mandragórico Jorge Cáceres, Las ferreterías del cielo de Arturo Alcayaga (que Martínez escondía para que nadie lo viera), los Quebrantahuesos de Nicanor Parra y las exploraciones sobre el lenguaje de Eduardo Anguita. ¿Y Manuscritos, la revista dirigida por Ronald Kay que apareció en 1975? Lastra da fe de que Martínez ya había sacado del horno La nueva novela, pese a que la publicó dos años después. Pero Kay sostiene que Martínez sí le pidió ayuda para terminar de organizar su libro.

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    Noqueando a De Rokha

    Nació el 7 de julio de 1942 en Valparaíso. Juan Luis Martínez Holger era hijo de un farmacéutico de cierto dinero, que pronto se arruinaría. Junto a Eduardo Parra, futuro integrante de Los Jaivas, montaba su vespa BMW por Viña del Mar. Otras noches, jugaban a robar autos y echar carreras hasta Santiago. Juntos pasaron a integrar la bohemia porteña y, aparentemente, su interés no estaba en la literatura. Raúl Zurita cuenta que para los “choros del puerto”, pelearse con Martínez pasó a ser parte de su formación. Con los años, enfermo, el poeta dejaría los puños. Pero a mediados de los 60, ya adentro de la escena literaria porteña, no pudo contenerse ante Pablo de Rokha.

    El clan De Rokha celebra una comilona en Valparaíso. En algún momento, el pantagruélico Pablo pone en la mesa una vieja rencilla: “El que no está conmigo, está con el poeta de las conchitas”. Martínez se opone, está con Neruda. El tono de los insultos se eleva, Martínez bota la mesa con la comida y se arma una pelea de proporciones. Una micro de carabineros terminó la disputa. Juan Luis se tomaba en serio su papel: alguna vez llegó armado con una cadena hasta el set de la radio Valparaíso a enfrentarse con un locutor que insistía en hablar mal del “Loco Martínez”. Estaba al aire.

    Diez años menor que Martínez, Zurita fue quizá la persona que estuvo más cerca durante la construcción de La nueva novela. Se casó con la hermana de Martínez (Myriam), y junto a la esposa de este vivieron los cuatro en una casa de Concón durante dos años, a inicios de los 70. En una casa que ya no existe. Fueron amigos, familiares, compartían escritos y experimentaban.

    “En mi primera juventud fui un sujeto bastante rebelde, y llevé mi vida hasta los márgenes sociales. Buscaba algo que ni siquiera sabía bien qué era y la poesía me mostró otra vida que me permite la aventura en el plano verbal, y la trasgresión de los códigos en ese plano”, le diría a María Ester Roblero en una de sus más elocuentes entrevistas, publicada en El Mercurio en 1993. En esa oportunidad añadió: “La gente a veces pregunta: ‘¿Qué te pasó, hombre, qué te cambió la vida? ¿Qué te quebró, y qué te hizo variar de rumbo?’. Yo creo que sí, que hechos determinantes existen en mi vida, pero no los quiero contar”.

    Supuestamente, uno de esos hechos fue un accidente en motocicleta, tras el cual se le descubrió la durísima insuficiencia renal que lo llevaría a la muerte. Eduardo Parra dijo en una entrevista haberlo visitado durante su recuperación y que lo sorprendió leyendo a Huidobro y Carroll. Hasta ese momento, no sabía de su afición por la literatura.

    Hay, sin embargo, antecedentes de que Martínez siempre estuvo interesado en la plástica. Y también por los libros. “Juan Luis estaba rayado por la poesía”, dice Zurita. El autor de Purgatorio sabe de lo que habla. Diez años menor que Martínez, Zurita fue quizá la persona que estuvo más cerca durante la construcción de La nueva novela. Se casó con la hermana de Martínez (Myriam), y junto a la esposa de este vivieron los cuatro en una casa de Concón durante dos años, a inicios de los 70. En una casa que ya no existe. Fueron amigos, familiares, compartían escritos y experimentaban.

    La escena porteña estaba en movimiento. Ambos se movían por el Café Cinema, el Samoiedo y el Cyrano, entre otros bares. Los rondaba Juan Cameron y otros poetas. También Eduardo Parra, que sería absorbido por Los Jaivas. Zurita y Martínez vivían casi en la pobreza, pero tenían un objeto de lujo: una de las poquísimas máquinas de escribir eléctricas que existían en Chile. Por supuesto, no pagaron por ella. Fue un trueque. Y antes un robo.

    “Nos metimos a lo delincuente en la noche”, recuerda Zurita. Cerca de las once de la noche, entraron a la casa que tenía en Reñaca el director del Instituto Chileno Francés de Valparaíso. Como si fuera una película, al acercarse se encendieron luces de alarma. Pero siguieron adelante, estaban dateados: sabían que ahí había una cámara fotográfica. Pocos días después, cambiaron su botín por la preciada máquina de escribir eléctrica. “Había ene sospechas. Se especulaba que podíamos haber sido nosotros”, agrega el autor de Anteparaíso. Jamás los descubrieron.

    Contactos, relaciones, amistades

    En 1972, Martínez y Zurita entraron al taller literario que Enrique Lihn dictaba en la Universidad Católica en Santiago. Pasaron también por ahí Antonio Gil y Sonia Montecino. Martínez estaba ya cerca de culminar su trabajo en La nueva novela. Lihn vio una versión preliminar del libro e hizo su mueca clásica de hastío: demasiado dadaísta, dijo. Con los años, cambiaría de opinión. El antipoeta Parra, uno de los héroes de Martínez, puede que nunca cambiara de opinión. Vio el libro cuando se publicó y luego de que Martínez le pidiera una opinión, se limitó a decir: “Un taoísta no da opiniones”. Puede haber sido duro. Sobre la lejanía (alguna vez hubo cercanía) Parra cuenta otra versión: Martínez le robó una primera edición de la Antología de la poesía chilena nueva, de Volodia Teitelboim y Anguita, y aunque finalmente pudo recuperarla, las cosas ya no fueron las mismas.

    ¿Por qué Martínez se puso en el bando de Neruda y saltó contra De Rokha? Nunca se conocieron, apenas dos anécdotas los reúnen en el mismo lugar: Iván Quezada contó en 2001 en un artículo de El Mercurio de Valparaíso que Martínez vio a Neruda frente a una zapatería de Valparaíso, encantado con unos zapatos pero sin ganas de entrar a probárselos. Martínez lo ayudó, ofreciéndole llevar dibujada en un papel la horma de su pie para ver si había disponibles zapatos para él. “Neruda finalmente le dedicó aquel dibujo con una firma en tinta verde”, concluye Quezada. Roberto Merino recuerda otra: alguna vez el autor de Canto general estuvo a punto de comprarle una antigüedad a Martínez en su casa en Concón, pero la encontró muy cara. Merino no recuerda qué era esa antigüedad. Además, en su escritorio tenía una fotografía de Neruda. Y le dedica un poema, el negativo de “La Geografía” (pag. 21, La nueva novela).

    Hay antecedentes de que entre los chilenos también le gustaba Jorge Teillier, Miguel Serrano, Armando Uribe, Anguita, Diego Maquieira, Gonzalo Muñoz, Erick Pohlhammer, José Ángel Cuevas. Las pocas veces que se vio con Rodrigo Lira (acaso solo una) se llevó bien, pero no entendía su poesía, y la de Claudio Bertoni no le gustaba.

    Para 1975, cuando el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile publicó el primer número de la revista Manuscritos, Martínez y Zurita estaban distanciados. Zurita aparece ahí con un texto visual titulado “Un matrimonio en el campo”, que parece deudor de la estética de Martínez. El segundo número de Manuscritos contemplaba poemas de Martínez, pero nunca llegó a publicarse. Pasó otra cosa además: Zurita se levantó como la irrefrenable promesa de la poesía, tras ser aplaudido por el crítico Ignacio Valente dos domingos seguidos en Artes y Letras de El Mercurio, mientras que Martínez siguió en el anonimato.

    ¿Ese fue el problema? ¿Pura y simple envidia? Esa versión existe y, por lo demás, la envidia existe: varios amigos aseguran que, por esos mismos días, Lihn, un poeta de peso irrefutable, estaba furioso con el ascenso del joven Zurita. ¿Pero Martínez también quería reconocimiento? Algunos dicen que la distancia entre los poetas es más pedestre: Raúl se había separado de la hermana de Juan Luis.

    A Martínez no le molestaba ser un secreto. Durante los 80 rechazó entrevistas sistemáticamente y se mantuvo lejos de las cámaras fotográficas. Una tarde, Gonzalo Contreras y Paz Errázuriz llegaron a su casa a hacerle una entrevista para una revista literaria, pero el poeta se negó tajantemente. A Roberto Brodsky le concedió una entrevista en la que habló únicamente sobre el silencio.

    A Martínez, por lo demás, no le molestaba ser un secreto. Durante los 80 rechazó entrevistas sistemáticamente y se mantuvo lejos de las cámaras fotográficas. Una tarde, Gonzalo Contreras y Paz Errázuriz llegaron a su casa a hacerle una entrevista para una revista literaria, pero el poeta se negó tajantemente. A Roberto Brodsky le concedió una entrevista en la que habló únicamente sobre el silencio. Sobre su vida y su obra, ninguna pista.

    Una tarde de 1978, Lastra esperaba micro en la esquina de Merced con Miraflores cuando de pronto vio aparecer a Martínez con su esposa Eliana. No se habían visto desde que Universitaria planificó la publicación de “Pequeña cosmogonía práctica”. En ese momento, Juan Luis abrió su maletín y le entregó a Lastra una copia de la hace muy pocos meses impresa primera edición de La nueva novela. Iniciaron una relación de amistad que en 1985 Lastra la transformaría en algo más junto a Lihn, que ya se había vuelto un admirador del poeta.

    En invierno de 1985 Lastra y Lihn escribieron ensayos sobre poemas chilenos que consideraban importantes, pero estaban relegados a un espacio de lectura marginal. Escribieron sobre textos de Alberto Rubio, Enrique Silva Acevedo, Eduardo Anguita, Óscar Hahn, Diego Maquieira y Martínez. Este último fue publicado por el propio Martínez en su nominal editorial Ediciones Archivo y se titula Señales de ruta. Es un pequeño manual de instrucciones para pasearse por la obra del poeta viñamarino, al que califican como “el decano de los poetas jóvenes y no reconocido mentor y orientador de la Neovanguardia” y, por sobre todo, constatan que la leyenda ya estaba desatada.

    Por esos años, Martínez tenía una pequeña corte de amigos que lo visitaban en su casa de Villa Alemana y esparcían el rumor de su velada existencia. El profesor Luis Vargas Saavedra había aportado un grano de arena al mito, preguntando en la prensa si acaso Martínez no era un invento de Lihn. En tanto, al alero de Ediciones Archivo, Gonzalo Muñoz había publicado Exit. Luego, bajo el mismo sello aparecería Transmigración (1988), de Roberto Merino, y El primer libro (1988), de Soledad Fariña.

    Había pasado algo más. Martínez había sumado otro título a su bibliografía: La poesía chilena (1978). Más que un libro, es un objeto. Se trata de una caja negra de 20 por 30 centímetros que en su interior tiene, siguiendo una vieja idea de Gabriela Mistral, una bolsa rellena de tierra del valle central (que sacó de su propio patio) y un libro con páginas que llevan la frase “Ficha de lectura”, y cada una tiene una bandera chilena (de aquellas compradas en la población Eduardo Frei). En las primeras cuatro se encuentran los certificados de defunción de los próceres de la poesía local del siglo XX: Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Pablo de Rokha y Vicente Huidobro. A cada una, la acompaña una indicación sobre un poema referido a la muerte de aquel poeta. Después de decenas de páginas en blanco (como si pidieran ser rellenadas), la última tiene el certificado de muerte del padre del poeta, Luis Guillermo Martínez Villablanca. Lo escrito por Martínez es poquísimo: “Existe la prohibición de cruzar una línea que solo es imaginaria. / (La última posibilidad de franquear ese límite se concretaría mediante la violencia): / Ya en ese límite, mi padre muerto me entrega estos papeles:”. El texto introductorio lleva el título en latín de Ab Imo Pectore, que, como lo traduce, significa “Desde el fondo del pecho”.

    ¿Qué es La poesía chilena? En su época, Jaime Quezada fue uno de los pocos que registró la existencia de la cajita. Fernando Emmerich la descartó en Qué Pasa. Según Roberto Merino, la mayoría de la gente que veía el libro no emitía juicio. Más aún, el propio Martínez se anduvo arrepintiendo un poco. Así como estaba seguro de que La nueva novela representaba un punto de inflexión de la lírica chilena, sobre La poesía chilena tuvo tantas dudas que por años la guardó. La gente se la pedía y él argumentaba que aún no llenaba las bolsitas de tierra. La lectura más obvia es que se trata de un gesto en el que Martínez da por enterrada una tradición literaria. Los próceres muertos. “Nosotros (hablando de él y Zurita) considerábamos que nuestra poesía marcaba un quiebre con las antiguas generaciones de poetas”, le dijo a María Ester Roblero. Por supuesto, se trata de un ataúd. La lectura política es inevitable: en 1978 la dictadura reprimía con fiereza. La muerte reinaba en Chile. Así, como los poetas estaban oficialmente muertos (“Chile, país de poetas”) había espacio en el libro de La poesía chilena para incluir a varias decenas de otros. Poetas o no. Todos acompañados con su banderita chilena.

    Zurita, al que inicialmente no le gustó ese libro, tiene otra tesis algo más radical. “Su obra creo que es La nueva novela. La poesía chilena ya es un acto máximo de imposibilidad de escritura. Mi teoría es que Juan Luis dejó de escribir ferozmente. Eso le debe haber pasado en 1973″, dice.

    Libro intolerable

    Hoy sabemos que Martínez trabajó en esa “gran obra”. Sabemos que llegó a terminarla. Merino cuenta que en una de sus muchas visitas a la casa del poeta en Villa Alemana, este una vez lo hizo pasar a una pieza tipo estudio en donde trabajaba en ese libro. Alcanzó a ver unos planos de una casa y pocas cosas más, para luego ser sacado casi a la fuerza por el mismo Martínez, arrepentido de mostrar su obra en construcción. Más aún, el mismo poeta le dijo a Guattari en 1991 que llevaba 15 años trabajando en lo que “he pretendido que sea un libro intolerable. Así es que, si no me encierran, es casualidad”. Y añadió: “Mi mayor interés es la disolución absoluta de la autoría, la anonimia, y el ideal, si puede usarse esa palabra, es hacer un trabajo, una obra, en la que no me pertenezca casi ninguna sola línea, articulando en un trabajo largo que se conectan”.

    Lo que sabemos hoy es que en 1993, poco antes de morir, Martínez dejó listo El poeta anónimo. Que su subtítulo sea (O el eterno presente de Juan Luis Martínez) no deja tantas dudas sobre el destino que le había asignado: el póstumo. El volumen estaba en un archivador y son puras imágenes. Puras fotocopias. Un gran collage. Está organizado en torno a los trigramas del I-Ching y las múltiples referencias literarias (Rimbaud, Shakespeare, Baudelaire, etc.) dialogan con las alusiones a los detenidos desaparecidos de la dictadura. Pasar sus hojas permite avizorar un abismo de citas y recortes, acaso estar ante los restos de una vida de lecturas. Por supuesto, no tiene poemas. Martínez había abandonado esa forma. Su voz ya no está. No hay una sola línea que se le pueda atribuir.

    Lo que sabemos hoy es que en 1993, poco antes de morir, Martínez dejó listo El poeta anónimo. Que su subtítulo sea (O el eterno presente de Juan Luis Martínez) no deja tantas dudas sobre el destino que le había asignado: el póstumo. El volumen estaba en un archivador y son puras imágenes. Puras fotocopias. Un gran collage.

    Aunque se trata de un libro mucho más desconcertante que La nueva novela, a veces puede ser mucho más evidente: el capítulo “Los textos de la noche chilena” traza una ruta desde el presidente José Manuel Balmaceda (que se pegó un tiro en los descuentos de la guerra civil de 1891) hasta los hallazgos de osamentas de detenidos desparecidos durante la dictadura de Pinochet. Martínez anuda los hechos (¿de verdad los anuda?) mezclando piezas de diferentes especies: citas literarias, textos periodísticos, cartas anónimas, folletos comerciales, publicidad, fotos. Menos que la ficción (que nunca le interesó), Martínez trabaja con documentos reales, como si esa fuera la única materia posible para dar forma a un discurso poético. Que todo pase a través de la técnica tan espuria de la fotocopiadora no solo es una marca de época, también es una declaración, especialmente en el caso de este libro: en la copia algo se pierde y, también, se gana la textura del paso del tiempo.

    Y el tiempo trae imperfecciones, sombras, contornos borrosos. En el desgaste aparece la posibilidad de una dignidad, pero también la posibilidad de que esté Martínez trabajando con desechos. Restos. Despojos reformulados. Y en esa dualidad avanza en los otros temas de El poeta anónimo: documento tras documento, los rostros velados (fotocopiados) de tantos escritores trazan una línea de desacato estético que en forma oblicua conduce hasta las circunstancias políticas del propio Martínez, que convenientemente está presente en un acto de desaparición. Sin embargo, no hay forma de simplificar. No hay forma de abarcar la multiplicidad de matices de este libro. Como decía Felipe Cussen en unos “primeros apuntes” al libro en 2013: “Resulta impreciso hablar de ‘lectura’, porque se trata de un libro ilegible en muchos planos: cuesta comprender su estructura global, la atención se dispersa entre tantas imágenes de diversa procedencia y textura, hay algunos textos tachados, cortados o demasiado pequeños, y es imposible manejarse en latín, italiano, alemán, francés y castellano, a menos que uno sea el Papa, por supuesto”.

    Como añade Cussen, habría que leer El poeta anónimo a la luz del I Ching, pues es su modelo estructural. Y añade que la extrema desnudez de este libro, al contrario de la radical contención de La nueva novela, lo hacen “derechamente efusivo” y “conmovedor”. Es probable. También es posible que el archivador original que dejó Juan Luis Martínez fuese eso: un archivador de trabajo, sobre el cual vendrían otros trabajos, años acaso de trabajo. ¿Cómo imaginar que alguien que controló con tal obsesión los detalles de los dos libros que publicó hubiese estado conforme con un libro que él no hubiese controlado? La leyenda nubla una respuesta, pero también modula la pregunta. O lo que es lo mismo: creer que antes de morir Martínez dejó totalmente finalizado este proyecto, planificando incluso su aparición post mortem, es tan inocente como creer que su viuda publicó lo primero que vio entre sus papeles que parecía terminado.

    En los 90, Martínez lentamente dejó de ser un poeta secreto. Armando Uribe lo visitaba continuamente, ganó la beca de la Fundación Los Andes y en abril de 1992 viajó junto a otros 10 escritores chilenos (entre ellos José Donoso, de quien se hizo muy cercano) a Francia. Fue un gran viaje que partió con una inseguridad: el tartamudo de Martínez temió que cuando tuviera que leer en La Sorbonne, como estaba programado, le ganarían los nervios y su lectura sería un desastre. Entonces grabó varios poemas y llevó una cinta. Por si acaso. No fue necesario. Leyó en calma. Su tratamiento de diálisis, al que por esos años debía someterse varias veces por semana, fue gestionado por Roberto Matta. Y además logró conocer al protagonista de La nueva novela: Jean Tardieu lo recibió en un encuentro privado.

    Casi un año después, el 29 de marzo de 1993, Juan Luis Martínez murió de un infarto. Fue enterrado en el Cementerio 1 de Valparaíso, a la altura del Cerro Cárcel. Sin improvisaciones, estiró las reglas del lenguaje, lo puso en tensión con la plástica y lo condujo por una enrevesada ruta hasta arrinconar a la lógica en un callejón sin salida. En el camino, se ocupó de que supiéramos que había eliminado sus huellas.

     

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    La nueva novela, Publicaciones D21, 2016, 152 páginas, $70.000 (disponible solo en galería D21).

  318. Un paso atrás

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    Adiciones palermitanas no aporta mucho a la obra de Germán Marín, un escritor fundamental de las últimas décadas en nuestro país. Temas como el dolor, la ancianidad y la soledad se diluyen entre consabidas fantasías y apetitos eróticos de su protagonista, que hacen de su breve y limitado periplo por la ciudad, algo trivial e insulso.

    por lorena amaro

    Es indudable que Germán Marín, junto con Roberto Bolaño, Diamela Eltit y Pedro Lemebel, forma parte de un cuarteto tremendamente significativo en la narrativa chilena de las últimas tres décadas. Su obra, que incluye novelas breves y desgarradoras como El palacio de la risa, o proyectos ambiciosos y perdurables, como la trilogía Historia de una absolución familiar, ya forma parte de un canon de la memoria del país. Sin embargo, como bien observa la crítica argentina Nora Catelli, muchas veces “las cumbres literarias no van por autores sino por fragmentos de diversas dimensiones”. En otras palabras, un autor no siempre es bueno por ser tal autor. Todo esto para decir que Adiciones palermitanas, la última novela de Marín, es una obra menor, que no agrega mucho a la lectura de un novelista consagrado como él.

    Marín presenta dos niveles de relato que se van alternando, diferenciados por el uso de cursivas en uno de ellos: por una parte, un escritor anciano y achacoso relata sus lentos y solitarios días entre la ventana de su casa y algunos cafés de Providencia, entre los que deambula procurando apaciguar un fuerte dolor físico que lo obliga a sentarse a cada momento. Este escritor trabaja en un relato sobre el Hotel Palermo del barrio Brasil, segundo nivel narrativo. Allí el administrador del lugar narra en primera persona la vida de sus habitantes. Hay pasajeros furtivos que utilizan el tercer piso del edificio como un motel y otros fijos, que en el segundo piso han hecho del lugar prácticamente una pensión familiar. Muchos de estos personajes recuerdan a otros creados por Marín, quien posee un consistente imaginario personal.

    Más compleja (y negativa) es la comparación inevitable entre un libro como este, en que se narra sobre todo la historia de un espacio, de un lugar de tránsito convertido extrañamente en hogar permanente de sus personajes, con El palacio de la risa, una de las narraciones más potentes de la posdictadura, en que el autor explora diversas maneras de acercarse a un lugar que es una metáfora de la historia del poder en Chile.

    Tres son los principales problemas de esta nueva entrega. Primero, no hay absolutamente ninguna variación entre las dos voces que emanan de este libro; las cuales, a su vez,  son iguales a las de otras novelas del autor (es evidente, a estas alturas, que Marín no es un impostador de voces y, por lo mismo, su valor está siempre en las novelas en que “Marín hace de Marín”).

    Segundo, el uso particular de la sintaxis y las frases subordinadas suministradas a discreción, las notas voyeristas y el canto de macho anciano, son recursos que a ningún lector podrían sorprenderle, pero que en esta novela, reiterativa y sin asunto, agotan. Se podría decir que temas como el dolor, la ancianidad y la soledad (las reflexiones del escritor que sufre por sus piernas y su obligada renuncia a los placeres carnales) se diluyen entre consabidas fantasías y apetitos eróticos que hacen de su breve y limitado periplo por la ciudad algo trivial e insulso.

    Y el tercer problema, la escasa prolijidad con que el libro fue editado. Por poner solo un ejemplo, lo que ocurre en el capítulo 9: hasta ese momento, el relato sobre la vida del escritor estaba en cursivas, pero aquí son abandonadas y pasan a distinguir el relato sobre el hotel. Da la sensación de que hubo un capítulo sobre el hotel que fue eliminado y se produjo este cruce extraño. Lo peor es que el libro plantea una puesta en abismo: el escritor, un poco más adelante, ingresa personalmente al hotel de su fantasía (o sea que este se vuelve real). Si tal vez el uso de las itálicas se hubiese reservado para ese juego, algo de sentido tendría, pero así como está solo produce una ligera confusión, un desajuste en la lectura. Al igual que este, hay varios otros detalles, como cuando escribe: “Ella ha sido la única persona tratada este último tiempo”, por Mónica, la amante ocasional del escritor, lo que indica que habría que olvidarse de que al principio de la narración se menciona la existencia de una esposa (tal vez, en este horizonte decadente y machista, las esposas no fungen como personas ni como personajes).

    Más compleja (y negativa) es la comparación inevitable entre un libro como este, en que se narra sobre todo la historia de un espacio, de un lugar de tránsito convertido extrañamente en hogar permanente de sus personajes, con El palacio de la risa, una de las narraciones más potentes de la posdictadura, en que el autor explora diversas maneras de acercarse a un lugar que es una metáfora de la historia del poder en Chile. A su lado, Adiciones palermitanas no añade absolutamente nada. Como El Guarén, Dejar hacer o Notas de un ventrílocuo, no es más que una adición intrascendente.

     

    adiciones

    Adiciones palermitanas, Alfaguara, 2016, 201 páginas, $14.000.

  319. La segunda sepultura

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    Por la tarde el guía me lleva a una oficina cerca del centro de Santa María, la base de operaciones del Movimiento de Desarraigados, que está a punto de cumplir los 18 años, donde nos espera su fundador. Acompañado de su esposa, don José Ceto nos recibe en un pequeño despacho donde hay cajones de archivos y mapas municipales (los sitios de las exhumaciones aparecen marcados con tinta roja) y, en un pequeño escritorio, una computadora PC.

    Aunque mi guía había descrito a don José como el más desinteresado de los líderes que propugnaban las exhumaciones en el territorio ixil, la maledicencia típica de la vida política en provincias lo alcanzaba también a él; sus ambiciones son más personales de lo que él puede confesar, objetan. Parecía serio y amable y al mismo tiempo distante. Su mujer, que no era mucho más joven que él (y quien había perdido a su primer esposo durante la guerra), estaba sentada en un banco de madera junto al escritorio, y le dirigía de vez en cuando una mirada que yo interpreté como de orgullo o admiración.

    –Yo en ese tiempo, finales de los setenta, principios de los ochenta, trabajaba como contratista para el Ingenio Pantaleón, y mandaba cuadrillas de peones a trabajar a la costa sur en las fincas de caña de azúcar. Era como parte del sistema, pues. Pero un día mi familia entera fue secuestrada. Yo no estaba aquí cuando eso pasó, y al volver me dijeron unos vecinos que para el destacamento se los habían llevado a mis familiares. No fui a reclamarlos con los soldados porque yo ya desconfiaba. Ya me habían interrogado antes, por transportar gente. Mejor me tiré al monte –dijo.

    Así, a sus treinta y dos años, se convirtió en uno de los primeros líderes de lo que más tarde se conoció como las Comunidades de Población en Resistencia (CPR). A la cabeza de unas cien familias ixiles, sobrevivió durante meses en la selva nubosa y fría al norte de Nebaj. Al principio, sin apoyo de nadie, la subsistencia fue en extremo difícil, y, expuestos a la intemperie, varios niños y ancianos murieron. Más adelante la guerrilla les dio apoyo y les ayudó a trasladarse a tierra caliente, a la montaña Chel, donde se establecieron en un lugar llamado Amajchel. Allí comenzaron a sembrar malanga, guineo, un poco de milpa y caña en pequeños claros en la selva. En el 83 el ejército los localizó y se vieron obligados, de nuevo, a desplazarse. En esas condiciones, en una fuga más o menos constante, resistieron hasta 1994, cuando hubo un alto al fuego entre la guerrilla y el ejército. En 1996, poco antes de la firma de la paz, don José fundó en Santa María de Nebaj el Movimiento de Desarraigados, que sigue liderando en la actualidad.

    La gente dice todavía: “Cuando la guerra se dejó venir”, como si hubiera sido un terremoto o algo así. Yo vi que había leyes que decían que nadie podía matarnos así nomás.

    En 1999, cuando comenzaron las exhumaciones, muchos se negaban a colaborar –explica– por el miedo. Pero más tarde, con el ejemplo de los vecinos más valientes, “los otros agarraron ánimo”. Asesorados por la Fundación de Antropólogos Forenses de Guatemala y otras organizaciones elaboraron un primer listado de ciento cincuenta personas desaparecidas, hicieron una denuncia ante el Ministerio Público, y comenzaron una investigación en San Juan Acul, donde pronto desenterraron veintinueve osamentas. Con la satisfacción de haber logrado esto pese a la oposición de los comandantes de turno, y con el apoyo de la Misión de las Naciones Unidas para Guatemala (Minugua), reforzaron su programa. Más adelante, en un cantón de Nebaj, por ejemplo –sigue contándome–, hallaron setenta y ocho esqueletos enterrados en un antiguo destacamento militar. Han seguido otras exhumaciones, como la de Santa Avelina, una de las más recientes, que comenzó en agosto de este año y donde hasta la fecha han hallado más de ciento setenta esqueletos. Luego de las exhumaciones y la identificación de los restos mortales –para cerrar el círculo– en coordinación con el Programa Nacional de Resarcimiento (PNR) organizan velatorios para los deudos de los desenterrados y, dependiendo de la fe de cada grupo, celebran inhumaciones colectivas de acuerdo con los ritos católico, evangélico o “costumbrista” –es decir, según la costumbre maya, que casi siempre implica algún grado de sincretismo.

    –Para los familiares de los desenterrados el PNR destina un fondo de veinticuatro mil quetzales “de compensación” por cada difunto. Cuando en una familia hay dos muertos, como ocurre en la mayoría de los casos, la suma sube a cuarenta y cuatro mil. Si hay tres muertos o más en una sola familia, cosa nada rara, los cuarenta y cuatro se mantienen, lo sentimos mucho –bromea don José, imitando a cierto funcionario público.

    Las cosas no siempre salen tan bien como uno quiere, me dice. Hace poco ocurrió que, después de más de dos años de trabajos y trámites, en Nebaj estaban celebrando una inhumación colectiva (en esta ocasión el PNR había asignado diecisiete mil quetzales para cubrir los gastos de un almuerzo para los familiares del difunto, las cajas fúnebres y los nichos en el cementerio municipal). Consumados los ritos, antes del almuerzo, cuando los deudos se dispusieron a poner los féretros en sus nichos, fueron sorprendidos ante la evidencia de que las cajas no cabían en los huecos hechos para ellas. Fue necesario suspender la actividad. Había que mandar a hacer cajas nuevas.

    –Es triste, es duro, pero ni la segunda sepultura funcionó para esos pobres.

    En la calle, bajo la ventana del despacho de don José, estalla una bomba celebratoria (es 15 de septiembre, no hay que olvidarlo).

    –El Día de la Independencia –dice–. ¿Cuál Independencia? El gobierno actual quiere perdernos en la pobreza. El comandante Tito (como llamaban al actual presidente de la República de Guatemala, Otto Pérez Molina, cuando era jefe de la base militar de Nebaj) preferiría olvidarnos, si él estuvo aquí en los peores años de la guerra, haciendo su trabajo, claro. Antes querían acabarnos con las armas, ahora quieren acabarnos con pura política. La llamada ley Monsanto, por ejemplo. Pero ya vio, no la aprobaron.

    Le pregunto qué le condujo a fundar el Movimiento.

    –A mí nunca me había interesado la política. Además de contratista, yo era deportista. Hacía atletismo y jugaba fútbol. Al salir de la montaña leí un par de cosas, y, entre ellas, partes de nuestra Constitución, la Constitución de Guatemala. Y allí decía que nadie tenía derecho de hacer lo que nos habían hecho a nosotros. Entonces vi que eso no había sido algo comparable a un accidente, como yo pensaba antes. La gente dice todavía: “Cuando la guerra se dejó venir”, como si hubiera sido un terremoto o algo así. Yo vi que había leyes que decían que nadie podía matarnos así nomás. Comprendí que fue un gran crimen. Ahí es donde decidí que teníamos que buscar justicia.

    –¿Qué piensa sobre la anulación de la condena a Ríos Montt?

    –No es tan grave. Ahora todo el mundo sabe que esas cosas, esas matanzas pasaron de verdad, y eso importa.

  320. Las grandes virtudes de Natalia Ginzburg

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    A 100 años de su nacimiento, la obra de la narradora italiana sigue siendo bastante desconocida: autora de 31 libros, menos de la mitad está traducida a nuestro idioma. Algo difícil de aceptar, si se piensa que transformó la autobiografía, liberándola de cualquier indulgencia o egoísmo, y que leyendo sus novelas y ensayos da la impresión de estar ante una inteligencia pura que se deshace de lo superfluo para discutir los temas más delicados: el aborto, la adopción, la existencia de Dios y, por sobre todo, los afectos al interior de la familia.

    por rodrigo hasbún

    1. Cuando en septiembre de 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, Natalia Ginzburg tenía 23 años, dos hijos pequeños y un matrimonio feliz con Leone Ginzburg, un todavía joven pero ya reconocido intelectual de origen judío. Meses más tarde debieron irse juntos a Pizzoli, un pueblo remoto en la región de los Abruzos al que él había sido desterrado por su activismo antifascista, que también lo había hecho perder el puesto como profesor. “Lo nuestro era un exilio”, escribiría ella años después en un bello texto dedicado a esa época, “nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros, los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia”. Eran tiempos difíciles pero, a pesar del silenciamiento intransigente y del invierno interminable y de Mussolini y los suyos, también eran tiempos solidarios y gratos (“fue la mejor época de mi vida, y solo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé”), bastante más que aquellos que estaban por venir.

    En Pizzoli nacería el tercer hijo de la pareja y a los 26 ella publicaría desde ahí su primera novela, la prematuramente magistral El camino que va a la ciudad, ambientada en una región similar a esa en la que ahora vivían y en la que una muchacha joven queda embarazada de un hombre adinerado al que no ama pero del que se sirve para intentar que su existencia se sienta menos falsa. El libro aparecería bajo el seudónimo de Alessandra Tornimparte, puesto que no mucho antes se habían promulgado las leyes raciales que prohibían a los judíos publicar (más allá del apellido que había tomado de Leone, Natalia Ginzburg lo era por parte de padre).

    Viuda joven con tres hijos, después de la guerra consiguió trabajo en la editorial Einaudi, que su marido había ayudado a fundar años antes. En la oficina de al lado tenía a Cesare Pavese y unos pasos más allá estaban Italo Calvino y Giulio Einaudi.

    Como cabía esperar de un libro que usaba palabras nuevas para referirse a cosas viejas, provocó críticas entusiastas y despiadadas por igual. Leída a la distancia, la ligereza y la humanidad de esa primera novela, que anticipa la ligereza y la humanidad de toda su obra, son en verdad ejemplares. Lo que más impresiona, quizá, es la aceptación de la vida en todas sus formas. No se la juzga ni cuestiona, no se moraliza a partir de ella: se la acepta nada más, con alegría y tristeza y resignación, en un ejercicio de sabiduría constante que recuerda la de su tan admirado Antón Chéjov, del que mucho después, hacia el final de su vida, escribiría una iluminadora biografía breve.

    Tras la llegada de las tropas aliadas y la caída de Mussolini en 1943, Leone decidió volver a Roma. Ella y los niños lo siguieron meses más tarde, huyendo de la llegada al pueblo de los alemanes. El final, ese final, no es feliz: a él poco después la Gestapo lo encarceló, lo torturó y lo hizo morir.

    Con la dignidad y el estoicismo de sus personajes, Natalia Ginzburg volvió a atestiguar el desorden del mundo sin pestañar ni una sola vez.

    2. Viuda joven con tres hijos, después de la guerra consiguió trabajo en la editorial Einaudi, que su marido había ayudado a fundar años antes. Aunque creyera que no servía para nada y que solo le hacían un favor, sus méritos eran incuestionables y se volvería pronto uno de los pilares de la mítica casa editorial. Natalia Ginzburg no estaba sola ahí. En la oficina de al lado tenía a Cesare Pavese (al que dedicaría uno de los perfiles más hermosos que se hayan escrito jamás, no mucho después de que él decidiera pegarse un tiro en un viejo hotel), y unos pasos más allá estaban también Italo Calvino y Giulio Einaudi. Habían sobrevivido y ya nada podría detenerlos en eso que hacían con tanta convicción: remover las aguas estancadas editando libros importantes.

    Lo primero que le encomendaron fue traducir del francés una novela de ficción especulativa, a la que siguió un par más. Luego le tocó Proust, del que reescribiría en italiano los primeros dos tomos de En busca del tiempo perdido (más adelante haría también una versión de Madame Bovary). Por sobre todo, mientras traducía o editaba libros ajenos, Natalia Ginzburg se aferraría a la escritura, en la que todavía resonaban las bombas y las rabias anteriores, pero donde le interesaban más los gestos mínimos, las historias minúsculas, el caos familiar. Felizmente, como cuenta ella misma, en la oficina podía dedicarle tiempo a su literatura: “Entre aquellas paredes se trabajaba mucho, con intensidad y fiebre; pero quien trabajaba allí sentía reinar a su alrededor una inmensa libertad. Los que escribían novelas (…) sentían que allí no les estaba en absoluto prohibido escribir para sí mismos, estudiar o reflexionar, y que el trabajo para la editorial podían administrárselo como querían (…). No se percibía en absoluto, al menos en lo que yo recuerdo, la servidumbre del trabajo. Einaudi era un jefe caprichoso, voluble e imposible de contentar, pero tenía el don de tolerar que cada uno trabajara a su manera”.

    Así, paralelamente a sus labores editoriales, tomándose tres o cuatro o cinco años entre una y otra, fue publicando varias novelas, todas ellas atravesadas por expectativas fallidas y relaciones inciertas y embarazos inoportunos: la rabiosa Y eso fue lo que pasó (en la que la protagonista, cansada de los desaires y abandonos, asesina a su marido), la nostálgica y generosa Todos nuestros ayeres (en la que por primera vez intenta reconstruir, en clave íntima, el pasado reciente), las breves y contundentes Valentino y Sagitario (en las que dos narradoras jóvenes atestiguan, con desapego y lucidez, el sigiloso resquebrajamiento de sus familias) y la extraordinaria Las palabras de la noche (en la que una relación imposible perturba la vida de un pueblo).

    Para cuando salió esta última en 1961, habían pasado casi 20 años desde la aparición de su primer libro. Es fácil pensar que culmina entonces una primera etapa, signada por ese estilo diáfano y sereno con el que disecciona como nadie las emociones de sus personajes. Natalia Ginzburg sabía hacerse a un lado, desaparecía en sus propios libros, para que ellos se mostraran como eran: impredecibles y vulnerables y misteriosos.

     

    En 1938 se casó con Leone Ginzburg, de quien enviudó en 1944.

    En 1938 se casó con Leone Ginzburg, de quien enviudó en 1944.

     

    3. Desde niña entendió que la literatura era lo suyo, y que pasara lo que pasara dedicaría su vida a ese oficio. Como en su familia le resultaba difícil hacerse oír, porque era la más pequeña de cinco hermanos y porque era mujer, aprendió pronto a elegir bien las palabras, a ser contundente en lo que decía y lo que guardaba para sí. “Comenzamos a callar de niños, en la mesa, ante nuestros padres que seguían hablándonos con aquellas palabras viejas, sangrantes y pesadas”, cuenta en un ensayo sobre su aprendizaje del silencio, que puede leerse también como una declaración de principios formidable. “Nosotros no abríamos la boca. No abríamos la boca como protesta y como muestra de desdén. No abríamos la boca para hacer entender a nuestros padres que aquellas grandes palabras suyas no nos servían de nada”.

    Natalia Ginzburg, cuando todavía se llamaba Natalia Levi, callaba como un acto de resistencia y para resguardar las palabras propias, que más tarde servirán de algo a quienes supieran oírlas. Son rasgos que invitan a pensarla junto a otros escritores que crecieron en los años del fascismo y que vivieron de cerca la experiencia de esa guerra que había corroído y silenciado a Europa, una generación potente de la que en mayor o menor medida formaban parte sus compañeros de oficina Cesare Pavese e Italo Calvino, y también Elsa Morante, Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia, Giorgio Bassani y Primo Levi, todos austeros y desencantados, todos amigos queridos.

    Como en las antiguas cenas familiares, sobre todo había hombres alrededor. Era, todavía, un mundo en el que se imponían. En sus libros Natalia Ginzburg lo cuestiona desde la perspectiva de sus narradoras. Son ellas las que ahora tienen la palabra y las que se enfrentan, a menudo cándidamente, en serio y en broma, a la indiferencia y brutalidad de ellos, y a su enorme confusión.

    4. Se volvió a casar, esta vez con un especialista en literatura inglesa llamado Gabriele Baldini, y a fines de los 50 se mudaron juntos a Londres. Los años acumulados y la distancia propiciarían el ruido intolerable y necesario de la memoria, el viaje hacia adentro y hacia atrás.

    Tenía el aire de conservar y custodiar dentro de sí un profundo silencio, podría decirse de ella, y también que no había perdido nunca el bien supremo de la incertidumbre.

    Se sucedieron entonces dos libros fundamentales, la novela Léxico familiar y la recopilación de ensayos personales Las pequeñas virtudes. El pasado resuena de fondo más que nunca y se evidencia en las historias de quienes pueblan esas páginas: la familia de la escritora, los amigos, ella misma. No es excesivo decir que el lenguaje de la autobiografía se transformó para siempre con esos libros. Natalia Ginzburg despoja el impulso autobiográfico de cualquier indulgencia o egoísmo y lo abre hacia los otros, grandes personajes de la historia reciente de su país que entran y salen de esos libros como antes entraron y salieron de la casa de los Levi y de la casa de los Ginzburg. Ahí se los ve y se los oye sin disfraces, llenos de contradicciones y miserias y entusiasmos, mientras las cosas que decían iban formulando un léxico del afecto al que ella, como buena narradora de su tribu, prestó toda la atención.

    En un lindísimo perfil dedicado a la escritora, concluye Juan Forn sobre ese par de libros: “Toda la Italia de preguerra y de posguerra está ahí, en pequeñas viñetas de vida fulgurante, contadas por la inútil de la casa, la menor de cinco hermanos, que no mandaron al colegio para que no se contagiara enfermedades, que se convierte en la recién casada que se electrifica sin entender del todo cuando oye a su marido y a Pavese inventar el futuro al lado de una estufa, la madre torpe devenida viuda de guerra que quiere hacerse invisible en las oficinas de Einaudi, la mujer de mediana edad que contempla todo eso desde una anónima ventana nocturna londinense, lapicera en mano”.

    5. En 1963 le otorgaron el prestigioso premio Strega por Léxico familiar. Era el primer libro de Natalia Ginzburg en tener éxito comercial y su respuesta fue contundente: siguieron 10 años en los que no volvió a publicar una nueva novela. Dijo que ya no quería seguir usando el mismo “yo”, pero que por lo pronto no sabía cuál otro usar, y para exorcizarse se dedicó a escribir obras de teatro (entre las que destacan la tragicómica La entrevista, en su momento puesta en escena por Luchino Visconti y Laurence Olivier, y el salingeriano y desopilante monólogo La peluca), además de decenas de artículos y ensayos.

    Deslumbra en ellos la inmediatez y la claridad de su pensamiento, la capacidad para desarmarlo todo sin depender de un gran aparato conceptual. La suya es una voz desprejuiciada, que entiende las cosas desde más de un lugar a la vez y que argumenta minuciosamente a partir de esa confluencia. Leyéndola da la impresión de que nos enfrentamos al despliegue de una inteligencia pura, de una mirada que se deshace de lo superfluo para hurgar únicamente en lo esencial. Dimensionando lo anterior, emerge además una conciencia moral que no teme ponerse a prueba discutiendo los temas más delicados o polémicos: el aborto y la adopción, la existencia de Dios.

    Acompañando esas disquisiciones hay muchas otras más incrustadas en el reino de lo cotidiano. Con delicadeza y humor, en ellas Natalia Ginzburg indaga en temas tan variados como su propia pereza o la búsqueda de una nueva casa, su ambigua relación con la ópera, su frustrada experiencia psicoanalítica o una visita al pueblo de su tan admirada Emily Dickinson.

    6. Tenía el aire de conservar y custodiar dentro de sí un profundo silencio, podría decirse de ella, robándole una frase que destinó a otro, y también que no había perdido nunca el bien supremo de la incertidumbre. Esa combinación inusual, que vuelve tan entrañable su escritura, es visible en sus fotos. En pocas aparece sonriendo. Casi siempre tiene el ceño fruncido y la mirada distante de quien ha visto el lado menos luminoso de lo humano. Se advierte en ella una fuerza férrea pero también, agazapada, sobre todo en las que sí sonríe (o en su intrigante cameo en El evangelio según San Mateo de Pasolini), una ternura y una alegría que explican de inmediato el cariño desmedido que tantos le tenían.

    “Los libros auténticos operan el prodigio de devolvernos el amor por la vida”, dijo ella con su justeza habitual.

    Además de los artículos y ensayos, y de algunos experimentos valiosos en los confines de la no ficción, dos novelas epistolares definen sus últimas décadas de escritura: la fulminante y conmovedora Querido Miguel, publicada en 1973, y la ambiciosa La ciudad y la casa, 11 años posterior. Poco antes de que apareciera esta última, tras ser nominada por el Partido Comunista como candidata independiente, aceptaría el cargo de diputada en el parlamento italiano.

    “Me han preguntado varias veces si creo que los intelectuales, o los escritores, tienen el deber de implicarse en la vida política”, diría al respecto. “Yo no pienso que tengan ese deber. Pienso que, como cualquier otra persona, tienen el deber de rechazar la mentira de su propio pensamiento y, cuando hablan o escriben, de sus propias palabras”. Para entonces, claro, a sus sesenta y tantos, ella llevaba toda una vida practicando.

    7. En un panorama literario como el nuestro, acostumbrado a celebrar los gestos ampulosos, quienes dedican su vida a construir miniaturas corren el riesgo de no ser tomados demasiado en serio. Natalia Ginzburg aborda temas graves y temas urgentes y temas descomunales con una sencillez engañosa. Resulta difícil aceptar que no se la lea más.

    Escribió 11 novelas y 11 obras de teatro, cuatro colecciones de artículos y ensayos, un libro de cuentos, dos crónicas largas y dos biografías. De esos 31 libros, poco menos de la mitad se publicaron en nuestro idioma, en buena medida gracias al esfuerzo de las editoriales españolas Acantilado y Lumen. A 100 años exactos de su nacimiento, y a 25 de su muerte, a nadie debería quedarle duda: más allá de su maravillosa discreción, es una de las obras más singulares y relevantes del siglo XX.

    “Los libros auténticos operan el prodigio de devolvernos el amor por la vida”, dijo ella con su justeza habitual.

    Los suyos hacen eso mismo. Una y otra vez.

     

    léxico familiar

    Léxico familiar, Lumen, 2016, 272 páginas, $14.000.

     

    todos nuestros ayeres

    Todos nuestros ayeres, Lumen, 2016, 360 páginas, $14.000.

     

    y eso fue lo que pasó

    Y eso fue lo que pasó, Acantilado, 2016, 112 páginas, $17.250.

     

    las pequeñas virtudes

    Las pequeñas virtudes, Acantilado, 2002, 168 páginas, $16.960.

  321. Incendio, el último largometraje rescatado del cine chileno

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    Encontrada en 2015 en una feria de antigüedades de Valparaíso, la película de Carlos del Mudo estuvo durante 90 años perdida. Hoy se exhibe en la Cineteca Nacional, como título inaugural de la séptima versión de su festival, luego de un año de trabajos de restauración.

    por matías hinojosa

    El cine mudo chileno no corrió una buena fortuna; de los 82 títulos que se estrenaron en ese período, menos de un diez por ciento se conserva hoy en día. Incendio, del director Carlos del Mudo, es el cuarto largometraje silente en ser rescatado, sumándose así a los clásicos El húsar de la muerte (1925), de Pedro Sienna; Canta y no llores, corazón, o el precio de una honra (1925), de Juan Pérez Berrocal y El leopardo (1926), de Alfredo Llorente.

    Esta película de 1926, filmada en Valparaíso y Viña del Mar, pone en escena una clásica historia de amor narrada bajo los códigos del melodrama, cuyo argumento fue concebido también como un homenaje a los bomberos.

    Los rollos de la cinta fueron encontrados en pésimo estado por el coleccionista y restaurador Jaime Córdova en una feria de antigüedades de Valparaíso en 2015. Durante un año se trabajó en ella cuadro a cuadro en los laboratorios de la Cineteca Nacional de Chile, bajo la supervisión del realizador y director de fotografía Pablo Insunza. “La importancia de rescatar cine antiguo, sobre todo del período silente, es que enfrentas a una nueva generación de espectadores con mundos desconocidos y formas de filmar desaparecidas”, opina Insunza.

    Pese a que esta nueva copia de la película incluye el grueso del film original, hubo partes que no fueron encontradas y otras que por su nivel de deterioro no pudieron ser usadas. Para resolver el problema de las secuencias faltantes, se incluyeron intertítulos que narran estas acciones y le dan continuidad al relato. Aunque no hay un registro de cuál era la duración original del film, esta versión quedó en 24 minutos.

    En noviembre del año pasado Incendio fue proyectada en Valparaíso por primera vez después de 90 años, en el marco del Festival de Cine Recobrado, y hoy día, a las 21 horas, se exhibirá en Santiago como título inaugural del 7° Festival de la Cineteca Nacional.

    ¿Cómo fue el trabajo de restauración del film?

    Es un proceso que se puede resumir en cuatro fases. En una primera etapa la película fue escaneada a un formato digital. Luego, como segundo paso, se trabajó con un software que permite limpiar, reencuadrar, corregir problemas de estabilidad y borrar las rayas que pueden borrarse. Por ejemplo, en esta etapa reemplazamos los fondos de las escenas dañadas ocupando los fondos de las que estaban en buen estado. Eso es un trabajo súper minucioso, que se hace cuadro a cuadro. Después se realizó una corrección de color, tratando de empatar la película lo más posible a lo que fue la original. Y como ultima cosa, se colocaron los intertítulos en las partes que faltaban.

    ¿Por qué se conservan tan pocas películas del período silente en Chile?

    A esas obras no se les dio el valor que tenían. En ese entonces no había una cineteca, ni un consejo de la cultura. No existía el ente, ni tampoco la preocupación por preservar esas películas. Si en la actualidad no tuviéramos una cineteca nacional, con una bóveda aclimatada que permite conservar estos trabajos, tampoco tendríamos donde guardar esos materiales. Una película son varios rollos, que pesan mucho y ocupan un espacio importante, entonces por esta razón fueron desechándose, tal como se haría hoy día si no hubiera nadie que se preocupara por su conservación.

     

  322. Un torrente verbal: las dramaturgias de Benjamín Galemiri

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    Las nueve piezas contenidas en el segundo volumen de las Obras completas del dramaturgo nacional, recién aparecido, confirman su maciza y vasta presencia en el teatro chileno de las dos últimas décadas.

    por juan andrés piña

    El estreno de El coordinador de Benjamín Galemiri (Traiguén, 1956) en 1993 marcó el comienzo de la reintegración de una dramaturgia de autor a los escenarios nacionales, la recuperación de una voz autónoma y dueña de una mirada estética diversa respecto del oficio, y el rescate de la palabra como elemento estructurador del espectáculo. Hasta ese momento, y por largos años, había sido mayoritaria la presencia de un teatro donde se imponía la visualidad y los caprichos más o menos erráticos del director.

    Obras de Galemiri como Un dulce aire canalla (1995), El seductor (1996), El cielo falso (1997), Jethro o la guía de los perplejos (1998), Edipo asesor (2001) y Los principios de la fe (2002) sirvieron para legitimar nuevamente al autor como protagonista del montaje, aunque en este caso alejado del formato realista más convencional.

    La reciente aparición de sus Obras completas, Volumen II confirman este aserto a través de los nueve títulos publicados aquí, algunos de ellos inéditos, como Karl Marx, año zero, Otro maldito amor underground, Comedia trotskista y Corazón cascado. De pasada, el libro viene a mostrar la abrumadora producción dramatúrgica del autor durante más de dos décadas.

    El subsuelo de la sociedad

    La desbordada, cómica y a ratos impenetrable concepción que subyace a las obras de Galemiri tenía pocos antecedentes en la dramaturgia chilena. Ellas están construidas sobre la base de textos y subtextos, de referencias múltiples a la cultura, la sicología y las razas, donde se imponen discursos de apariencia inconexa que el espectador debería reestructurar en su cabeza, una vorágine de juegos intertextuales. Se acoplan así discursos de diversas procedencias: jerga del marketing, tics de los medios de comunicación, citas en otros idiomas, referencias bíblicas, planteamientos sicoanalíticos e imágenes cinematográficas, entre otros.

    Aquí las historias no se narran, sino que más bien se organizan a través de la acumulación de fragmentos que alguna vez formaron parte de algo coherente. Su torrente verbal actúa a la manera de un camuflaje, una especie de vendaval lingüístico (barroco, exuberante, profuso, autorreferente), cuya disolución formal apunta a mostrar, precisamente, la desintegración de las identidades de sus protagonistas.

    El coordinador, montaje dirigido en 1993 por Alejandro Goic

    El coordinador, montaje dirigido por Alejandro Goic en 1993.

    Esta es una especie de visión de patio trasero o subsuelo de la sociedad (convenientemente oculto) que rige la conducta de los personajes. Estas obras, entonces, son un mecanismo para mostrar aquel universo privado que lo público desea esconder, las batallas por el poder que ocurren no solo en las altas esferas, sino también en las relaciones de pareja o entre padres e hijos. En el caso de El coordinador, el desquiciamiento del discurso sirve para imponerse sobre los demás y conlleva implícita una oscura carga de sexualidad, abriendo las compuertas a las auténticas razones que los personajes esconden en sus afanes de gloria, reconocimiento y dominación.

    Para referirse a estos temas se recurre a ciertas técnicas que escapan del teatro más convencional: huida de la lógica cotidiana, invención de situaciones fantásticas en lugares prodigiosos, no concebir a los personajes en términos de sicología tradicional y apartarse del modo más evidente de “contar una historia”. Lo que se retrata aquí son más bien las compulsiones, visiones y pesadillas de sus confusos y complejos personajes.

    La acción habitualmente se desenvuelve en espacios insólitos: barcos que se hunden, riscos de la cordillera o naves espaciales. Múltiples máscaras esconden a los personajes, y cuando el espectador creía descubrir la verdadera identidad de ellos, una nueva capa oscurece la percepción anterior. Todas estas obras parecen plantearnos la imposibilidad del conocimiento de los otros y sus múltiples facetas, las innumerables personalidades cobijadas bajo el mismo ser.

    Esas escurridizas identidades

    A partir de El cielo falso, el autor desplegó una dramaturgia cada vez más alejada de ciertos patrones dramatúrgicos clásicos y se deslizó por una pendiente cercana al delirio, a la desintegración y al desmoronamiento. Ahí se relata la vida de Salomón, un judío que cometió un fraude y ahora habita una isla desierta. Al lugar llegan su hijo, su amante, su madre y un náufrago, aunque estas identidades se enmascaran unas con otras, y las personalidades que creíamos reconocibles van fundiéndose. El pasado del protagonista que aparecía delineado pierde progresivamente su perfil. Igualmente ocurre en Jethro o la guía de los perplejos con otro judío, ya anciano, que quiere dejar la administración de la tienda a sus descendientes. Aquí los diálogos de los personajes y los súbitos cambios de espacio apelan más a la multiplicidad de rostros que a la certeza de una única fisonomía.

    Se puede decir que a medida que Galemiri ha avanzado en la escritura de sus obras, el tema de la posibilidad de reconocer nuestra identidad es cada vez más lejana: una multitud de máscaras caen y debajo de ellas hay otras.

    La inseguridad relativa a la existencia de los demás no está solamente planteada en la mirada total e incluso ideológica a la obra, sino que también en sus pistas. Hay preguntas permanentes e inquietantes en Jethro…, por ejemplo: ¿somos gemelos?, ¿es mi hijo?, ¿es mi padre?, ¿es mi hermano?, ¿quién soy?, ¿cuál es la relación que tú tienes conmigo? En el caso de El cielo falso, dice Salomón: “Qué me pasa, delante de vos me muestro entero, como si fuerais mi padre; ¿sois mi padre?, ¿sois mi hermano?, decidme ahora, no me lo digáis al final de esta historia que me dará asco; estoy desorientado, ¿te dais cuenta quién sois?; yo sé quién eres, el Inspector de la Tesorería General de la República, eso sois, nunca vais a confiar en mí…”. Aarón, en Jethro…, se pregunta: “¿Quién es Jethro?, ¿un bueno de tiempo completo, un malo full time, un hippie full time? Ya nadie es full time hoy día; en esta asquerosa cultura híbrida todos son un poco todos. ¿Quién es Jethro?, al propio hijo de las entrañas no lo conozco yo”.

    Se puede decir que a medida que Galemiri ha avanzado en la escritura de sus obras, el tema de la posibilidad de reconocer nuestra identidad es cada vez más lejana: una multitud de máscaras caen y debajo de ellas hay otras. Las diversas caretas y voces de los personajes parecen apuntar a esta idea central de la dificultad de conocer al otro, y por tanto, de los escollos para cristalizar los sentimientos.

    Ya en El seductor había quedado lo suficientemente explícito: un hombre gris y aburrido, mediocre e incapaz, se inventa un alter ego fantasioso y donjuanesco, alguien superdotado que consigue colarse por pasillos y ventanas y seducir a las mujeres en sus propios aposentos. Ambos personajes son solo uno y seguramente las muchachas conquistadas también obedecen a un singular rostro femenino.

    El cielo falso, protagonizada por la actriz Patricia Rivadeneira.

    El cielo falso, protagonizada por la actriz Patricia Rivadeneira.

    Este cruce de mentiras y verdades, de engaños e imposibilidad de saber quiénes somos lo resume Susana, personaje de Jethro…, en uno de sus parlamentos: “¿Qué me costaba exponer mis puntos con simpleza? Ya lo dije en alguna ocasión, siempre lo complico todo, me meto por senderos que se bifurcan… y nunca llegan a destino. ¡Quiéranme, por favor! ¡No soy una mentirosa! Está bien, ustedes ganan. Soy una mentirosa. Soy una cleptómana. Soy una alcohólica. Qué obra, ¿ah?”.

    Otra diferenciación que progresivamente se ha acrecentado en las propuestas de Galemiri es la presencia de las extensas didascalias, es decir, las antiguas acotaciones que al autor (o narrador) le servían para describir el espacio escénico, las características de sus personajes y hasta sus estados de ánimo. Aquí, en cambio, ya forman parte del texto mismo y más bien entregan información al lector antes que al director. Por ejemplo, en uno de los pasajes de Karl Marx, año zero, se indica lo siguiente:

    “Como la obra es poscoral, entra a escena vertiginosamente, y sin orden definido, Proudhon, el ingenuo y fatuo anarquista francés/chileno a un salón imperial, donde el humo repleta la escena como una advertencia de la consumación mundial a la revuelta chilena que está por venir.

    Ajadas banderas chilenas quemándose recorren el escenario, en una proyección de video alta definición que continúa desencadenadamente con una nueva proyección escalofriante, aunque hipotética. ¿Y si las banderas chilenas quemándose estuvieran en escena? Dejamos al Metteur en Scene que resuelva este inmoral enigma.

    Indecorosos tanques de militares disparan a estudiantes escolares y universitarios, hasta que el ambiente se llena de un color púrpura rojizo siniestro y banalmente estético. Marx bebiendo una copa de champagne extra fino, alardea con el acomplejado Proudhon, todo esto en video HD para no asustar a nadie”.

    Es probable que todo este abigarrado mundo lingüístico, escénico e ideológico de las obras de Galemiri haya ahuyentado en la última década a los directores chilenos, porque hace ocho años que no se presenta aquí una obra suya, a pesar de su vasta producción. Esta sequía se ha roto en noviembre pasado con el estreno de El lobby del odio (en Matucana 100).

    galemiri vol 2

    Obras completas II, Uqbar Editores, 2017, 556 páginas, $23.900.

  323. Un viaje interminable

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    Las tierras arrasadas es una novela que no se puede pensar sin entender lo que está ocurriendo en las fronteras mexicana y sobre todo, la disputa que por la palabra se libra hoy en la literatura y los medios de comunicación de ese país. Si algo sobresale en el planteamiento de Emiliano Monge (1978) es el trabajo estético que desrealiza la historia de un grupo de migrantes centroamericanos atrapados en las redes de tráfico humano, para provocar un colapso crítico intenso, una reflexión más honda en sus lectores. Monge ficciona una historia sustentada en el testimonio; para ello descontextualiza y recontextualiza un amplio coro de voces, friccionando así, y por ello complejizando, lo que fácilmente podría haberse resuelto en una narrativa testimonial naturalista.

    Monge ha publicado anteriormente los cuentos Arrastrar esa sombra y las novelas Morirse de memoria y El cielo árido. Ninguno de estos textos es sencillo. La búsqueda del escritor radica en trastornar la lengua para ofrecer allí, en esa desarticulación que por momentos evoca la oralidad, pero la excede por su tejido culto, una lengua inexistente, propicia para la crítica de lo intolerable. Así permite realmente pensar la violencia mexicana sin reducirla a una lucha entre buenos y malos, entre policías y narcos. En su tramado involucra a distintos agentes del mal: desde el cura Nicho, quien regenta un hospicio para menores que en realidad es una fábrica de esclavos sicarios, hasta dos muchachos criados en la selva que fungen como pasadores de la mercancía humana, los migrantes centroamericanos que son entregados para el tráfico en la frontera sur de México.

    En la contratapa de Las tierras arrasadas leemos que se trata de una road novel; sin embargo, el movimiento parece congelado en el difícil y lento avance de las camionetas cargadas de seres humanos. Es posible imaginar este viaje a ninguna parte desde la perspectiva de los caídos, como una tortura lenta y salvaje. Estos dos tiempos se combinan con maestría, como ocurre con los distintos cambios de foco y escenario, fluidos, rápidos, bien asestados, de montaje cinematográfico.

    Yuri Herrera, otro autor de la generación de Monge, se ha referido explícitamente en sus ensayos a la disputa por el lenguaje en México: ¿deben los medios de comunicación reproducir miméticamente el habla de la violencia? ¿Se pueden buscar otras formas expresivas que no sean las mismas ocupadas por los propios agentes de la crueldad? Herrera ha respondido a estas preguntas con un lenguaje barroco y la incorporación de un sustrato mítico, que evita la mímesis burda y busca dar sentido o significado al holocausto contemporáneo desde otras matrices. Algo similar ocurre con la narrativa de Monge. La crueldad no aparece como algo atemporal, pero sí como una experiencia que se anuda a la vida con hilos de infinitos colores. A la monstruosidad real de la masacre se superponen teratologías legendarias y universales y diversos intertextos literarios. Monge decide dar a sus personajes nombres que parecieran conmemorar la ya conocida cultura de la muerte en México: Epitafio, Estela, Sepelio, Nicho, Mausoleo. Ellos se mueven en sus camiones y camionetas entre “El Paraíso”, como se llama al hospicio del padre Nicho, y “El Infierno”, donde unos hermanos ancianos prenden fuego a los cadáveres. Como plantea el propio autor en una nota, el intertexto de La divina comedia está siempre presente, no solo porque intercala en cursivas textos del Dante, alusivos a los condenados a los círculos infernales, sino también por la trágica historia de amor de Estela y Epitafio, asesinos despiadados que son, a su vez, sobrevivientes de la violencia. Monge logra hacer de ellos monstruos y amantes, sin por ello permitirse toda la compasión que Dante sintiera por Paolo y Francesca, pero sí revelando las muchas facetas de una humanidad empobrecida.

    Al intertexto culto de la Comedia dantesca se suman los testimonios, también en cursivas, de migrantes sobrevivientes de este holocausto de la frontera, quienes fueran despojados, como remarca el libro de Monge, de su nombre, su alma y su sombra. Un último recurso textual y lingüístico es la utilización de un habla distorsionada, no solo en los diálogos de los personajes sino en el propio relato de un narrador omnisciente. Son muchas las frases alteradas por el hipérbaton, que si bien siempre está presente en el habla cotidiana, aquí se exacerba y combina con expresiones cultas, poéticas y literarias: “¿Por qué nunca logro yo decirte lo que antes de llamarte siempre pienso que ahora sí voy a contarte?, implora Laqueadora a Epitafio, cambiando un par de marchas y acelerando, sin saberlo, la velocidad de su cabeza y del instante en que se encuentran ella, sus muchachos y los hombres y mujeres que llegaron de otras patrias”.

    La aceleración de Estela, provocada por la cocaína, contrasta con la lentitud de los acontecimientos. En la contratapa de Las tierras arrasadas leemos que se trata de una road novel; sin embargo, el movimiento parece congelado en el difícil y lento avance de las camionetas cargadas de seres humanos. Es posible imaginar este viaje a ninguna parte desde la perspectiva de los caídos, como una tortura lenta y salvaje. Estos dos tiempos se combinan con maestría, como ocurre con los distintos cambios de foco y escenario, fluidos, rápidos, bien asestados, de montaje cinematográfico.

    Las tierras arrasadas fue reconocida con el Premio Elena Poniatowska de la Ciudad de México. No es de extrañar que aún reciba otros, porque se trata de una novela ambiciosa como ya difícilmente las hay, escrita con coraje y sensibilidad, para que podamos observar con nueva inteligencia la hecatombe de las fronteras globales.

    las tierras arrasadas

    Las tierras arrasadas, Literatura Random House, 2016, 342 páginas, $15.000.

  324. Lola Arias sobre Malvinas: “Fue una guerra que a Thatcher le sirvió para ser reelecta”

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    Estrenada el año pasado en el Royal Court Theatre de Londres, la obra Campo minado es una de las más esperadas del Festival Stgo a Mil (las cuatro funciones que se darán en el GAM ya están agotadas). En esta entrevista Lola Arias cuenta cómo fue trabajar con veteranos de guerra argentinos e ingleses, antiguos enemigos que hoy parecen tener más en común entre ellos que con el resto de sus compatriotas que no vivió la experiencia de la guerra.

    por matías hinojosa

    Seis ex soldados (tres argentinos y tres ingleses) se encuentran en el escenario para reconstruir sus vivencias durante la Guerra de las Malvinas. No son actores, sino veteranos reales, que sufrieron en carne propia el infierno de esos 73 días en el frente de batalla. A 34 años del conflicto que tuvo enfrentados a ambos países, Campo minado, el nuevo trabajo de la dramaturga Lola Arias, enseña a través de estas historias el rostro humano de la guerra.

    Este es el tercer montaje de la autora argentina que se presenta en nuestro país, luego de Mi vida después y El año en que nací. En ellos abordó los días de la dictadura militar, argentina en el primero y chilena en el segundo, a través del testimonio de un grupo de jóvenes que relataban la historia de sus padres utilizando fotografías, archivos y videos. En Campo minado vuelve a este registro documental, pero consiguiendo algo que en principio parecía imposible. “Lo especial de la obra es ver qué pasa cuando reúnes a viejos enemigos y les haces reconstruir juntos una misma historia”, dice la escritora, quien ya está en Chile para presentar este montaje y su libro Mi vida después y otros textos.

    ¿Cómo se te ocurrió enfrentar sobre el escenario a ex combatientes de las Malvinas?

    El proyecto comenzó hace muchos años. El 2013 me llamaron para ser parte de una muestra que se llamó Después de la guerra, en Londres, donde artistas de todo el mundo trabajamos en torno al tema. Ahí reuní a veteranos argentinos para hacer una video instalación, en la que reconstruían su historia de la guerra en los lugares que viven y trabajan hoy. Uno era cantante de ópera, otro psiquiatra, otro un mecánico de autos, o sea, personas muy distintas pero que les tocó ir a la guerra porque a los 18 años estaban haciendo el servicio militar. Cuando mostramos ese trabajo, surgió la pregunta de qué habrá pasado del otro lado, qué efectos habrá tenido para los ingleses. Ahí fue cuando pensé hacer la obra con ingleses y argentinos juntos, y comenzamos un proceso de investigación para dar con los seis protagonistas.

    En esa selección, ¿qué criterio usaste?

    Por el lado argentino, busqué personas que hayan estado en posiciones y lugares distintos. Hay uno que estuvo en el hundimiento del Belgrano, de donde resultaron muertos la mitad de los soldados argentinos de esa guerra; hay otro que se presentó como voluntario, de hecho, toda su vida está muy marcada por eso, desde que volvió tuvo depresiones, tratamientos psiquiátricos, intentos de suicidio. Y el tercero fue un soldado que no sabía disparar y que lo único que quería era salir de ahí, escondiéndose todo lo que pudo, pensando solo en volver a casa. En el caso inglés fue lo mismo: tuve que buscar personas que estuvieran dispuestas a encontrarse con sus antiguos enemigos para construir una historia común. Entre ellos, hay uno que es psiquiatra, otro que es profesor de niños con problemas de aprendizaje y un gurkha que es guardia de seguridad.

    ¿Sus experiencias, independiente de quienes hayan resultado vencedores, tienden a parecerse?

    La experiencia de la guerra es algo muy radical y es lo que los une. De hecho, ellos mismo te dicen que tienen mucho más en común con su enemigo que con otras personas que no pasaron por esto. Matar y ver morir a sus compañeros es algo que los iguala y los hermana de alguna manera, que yo, sabiéndolo de una manera teórica al principio, no tenía idea de lo que significaba en realidad. Realmente están unidos por eso. Y esa experiencia personal, por supuesto, tiene matices en cada uno de ellos. Cada uno tiene su propio relato: la muerte del compañero, tener que llevar los cadáveres, ver morir a alguien. Cada uno fue marcado por distintas situaciones.

    Siendo tú una artista argentina, ¿fue difícil convencer a los ingleses?

    Siempre hubo desconfianza y creo que sigue hasta hoy. Está la sensación de que la obra muestra más el sufrimiento argentino que el inglés. Obviamente que esto no es así, pero es imposible pensar que tengo una posición neutra: soy una persona con una biografía y estoy atravesada por este episodio de la historia. Tampoco es una obra reivindicativa, porque no toma una postura política en relación al conflicto de la soberanía. Ese no es el centro de la obra, sino que trabaja sobre el efecto de la guerra en esas personas. De hecho, en el conflicto de la soberanía es el único tema donde ellos no tienen mucho que decir. De alguna manera, cada uno sigue defendiendo lo que pensó en su momento; de lo contrario, nada de lo que vivieron tendría sentido. La desconfianza pasa por una cierta interpretación de los acentos emocionales por los que transita la obra.

    Campo minado se estrenó en Londres y luego en Buenos Aires. ¿Cómo viste la reacción del público en ambos países?

    Me di cuenta de que en Inglaterra era un tema inexistente, olvidado. Era como si estuviéramos desenterrando una guerra menor, algo sin importancia. Pero a la vez el efecto era muy fuerte, porque tomaban consciencia de las consecuencias que tuvo ese pequeño episodio y que tenía que ver con el gobierno de Thatcher. Esta fue una guerra que a Margaret Thatcher le sirvió para ser reelecta; ocurrió en un momento en que ella estaba perdiendo popularidad. Esa reelección, por lo demás, terminó cambiando el rumbo político y social de Inglaterra, de manera que tuvo consecuencias importantes. Cuando terminaba la función, el público inglés aplaudía de pie y había mucho interés por conversar posteriormente con los veteranos. Y en el lado argentino se preguntaban “por qué tenemos que estar acá escuchando la versión de los ingleses”. De hecho los veteranos argentinos, antes del estreno, recibieron mensajes de otros ex soldados que les decían “yo no iré a ver esa obra, no voy a ir a aplaudir a los ingleses”. En Argentina hay todavía un resentimiento muy presente, pero a la vez un desconocimiento total de lo que fue la guerra al otro lado. Una de las diferencias que vi, es que en Inglaterra se reían mucho, porque la obra tiene humor. En cambio en Argentina no se movía ni una mosca. Al final, sin embargo, se dan cuenta de que no es la historia de la guerra, sino que es la guerra contada por estas personas y que es algo muy emocional, donde no hay bandos.

     

    campo minado

  325. El arrebato de Marguerite Duras

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    Leo y miro todo lo referente a Marguerite Duras desde hace un año. Se ha vuelto una pequeña obsesión la escritura y la presencia de esta mujer, que nunca deja de estar en sus libros y filmes en calidad de protagonista o testigo más o menos cercano. Lo que detonó esta afinidad fue una entrevista que vi en YouTube de ella, en la que destrozaba las preguntas burdas de Bernard Pivot con respuestas cortantes dichas con su voz pastosa. Hay un momento en el que habla de lo que significa escribir: “No me preocupo del estilo. Digo las cosas como me llegan. Como me atacan, como me ciegan. He logrado la escritura fluida que buscaba, una escritura distraída diría yo, que corre, que quiere atrapar las cosas más que decirlas. La escritura progresa sobre la cresta de las palabras, para ir deprisa, para no perder nada, que es el drama cuando se escribe. Todo se olvida enseguida”.

    Antes, la había frecuentado escasamente en mi juventud. No era el momento. La Duras no es una autora para lectores con prisa y sin experiencias. Yo adolecía entonces del reposo para escuchar y sentir el peso de sus palabras, la fuerza de sus puntos y los silencios inherentes a su prosa. Para ver su trabajo con la disposición espacial de las palabras y escuchar el murmullo anhelante con que la Duras cuenta una y otra vez una misma historia, hay que tener al menos el cuerpo curtido por el deseo y la pérdida. La Duras requiere de un lector con una educación sentimental asumida, que se entregue. En caso contrario, sus textos no dan, se resisten. No aceptan lectores egoístas con sus emociones.

    La Duras requiere de un lector con una educación sentimental asumida, que se entregue. En caso contrario, sus textos no dan, se resisten. No aceptan lectores egoístas con sus emociones.

    Entre su obra, quizá su novela menos autobiográfica es El arrebato de L.V. Stein. Para mí fue un descubrimiento, un hallazgo atrasado. La historia de esa mujer desesperada de amor, fuera de sí, me impactó como un piedrazo en la cara. El relato de la locura de Lol V. Stein está escrito desde el lugar de un cómplice ambiguo. Lo menos que uno puede decir de este libro es que interpela al lector con una radiografía de las pulsiones desatadas por la pérdida amorosa y sus eventuales consecuencias en el cuerpo y la mente de una mujer. Lol V. Stein de un momento a otro, luego de ver a su prometido con otra, deja de ser quien es y pasa a otra orilla mental. Destruida por la imagen de la traición, deambula alienada, hasta que logra construir una nueva identidad y borrar parcialmente la locura que la poseía. Sin embargo, vuelve al lugar donde la dejó su amor absoluto y se encuentra con amigas cómplices que la llevan a reconstruir y volver a abrigar la pérdida.

    Marguerite Duras encontró una sintaxis para escribir sobre la pasión. Una sintaxis que sirve para hablar de amor con genuina ternura, dolor. En otros textos referirá el mismo asunto, las consecuencias del rapto amoroso y de su extravío. La memoria de la piel no deja libre a la Duras, la persigue. El amante (la novela que la convirtió en best seller) es un relato de trazos autobiográficos, lo mismo que Un dique contra el Pacífico. Si bien las historias poseen matices diferentes, en ambos el paisaje es el mismo: Indochina, pobreza y locura familiar, una madre destemplada y un hermano violento, y sobre todo, la entrega sexual a un desconocido que la convierte en su devota amante. Se trata de una experiencia de índole traumática, una experiencia que Duras necesita contar de varias formas. Está obsesionada con esa infancia terrible, que la convierte en un personaje con una carga emocional auténtica, una densidad genuina, con fracturas que nutren sus trabajos y que, a la vez, la atormentan. Sumida en el alcohol y la soledad intenta anular sus temores incesantes, aquellos que vienen de la infancia.

    Al igual que Samuel Beckett, la Duras despliega una lengua donde la concisión y los gestos mínimos son esenciales para lograr la expresividad que necesita. Su poética tiene que ver con la reiteración, las pausas y la exactitud. Duras logra la máxima intensidad sin estridencias. Jacques Lacan sintetizó la experiencia como lector devoto de su obra. Observa: “Que la práctica de la letra converja con el uso del inconsciente, es lo único de lo que quiero dar fe al rendirle homenaje”.

     

  326. Voyerista al desnudo

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    La historia del dueño de un motel que por décadas espió las prácticas sexuales de sus huéspedes –y hasta presenció un asesinato– tiene a Gay Talese en el ojo del huracán. El libro The Voyeur´s Motel trae secretos, intimidades y las viejas preguntas acerca de la ética periodística: ¿dónde está el límite entre el compromiso con la fuente y la complicidad? ¿Hay que proteger a un entrevistado cuando este miente? ¿Quién es más voyerista: el hombre que espía por la cerradura o los lectores que devoran lo que dice ese sujeto?

    por paula escobar chavarría

    El rey del nuevo periodismo está en problemas, probablemente en la peor polémica de sus 84 años. Su nuevo libro, The Voyeur´s Motel, publicado hace algunas semanas en Estados Unidos, ha provocado una ola de críticas y cuestionamientos a su ética periodística y a su complicidad con las fuentes. El volumen es un extenso reportaje sobre Gerald Foos, voyerista y dueño de motel que espió a sus huéspedes en Colorado.

    Ex reportero del New York Times, Talese se catapultó a la fama cuando comenzó a escribir piezas periodísticas de largo aliento, utilizando algunas técnicas narrativas propias de la literatura, con brillantez y elegancia. A diferencia de algunos compañeros de ruta, Talese nunca cambió su destino de reportero: pasados los 80 persevera en el oficio de contar historias verdaderas. Sus perfiles son una magnífica muestra de la excelencia que el periodismo del siglo XX pudo dar. Su texto sobre Frank Sinatra, incluido en el libro Retratos y encuentros, es considerado lo mejor que ha publicado la revista Esquire en toda su historia.

    Honrarás a tu padre, La mujer de tu prójimo y Unto the Sons, algunos de los libros que se encaramaron en las listas de best sellers, le dieron también libertad económica: pasó de ser el dueño del pequeño departamento 3F de un edificio cerca de Park Avenue, a comprarse todo el edificio. Allí vive con la destacada editora Nan Talese, su mujer por más de cinco décadas.

    Talese sabe de polémicas. Para Honrarás a tu padre estuvo años ganándose la confianza del capo Bill Bonnano, hasta que logró que este rompiera el código de silencio y contara la vida de los mafiosos por dentro. Lo acusaron de cercanía con su fuente.

    Para La mujer de tu prójimo, su investigación sobre la vida sexual de los estadounidenses, fue regente de una casa de masajes, participó en fiestas swinger y vivió varios meses en Sandstone, un centro nudista en California. “Fue un libro muy radical”, dijo, “que me trajo muchas críticas, particularmente por estar casado con una mujer destacada y tener hijas que estaban entonces en el colegio, adolescentes. Entonces en las clases a las que iban había chismes sobre este padre decadente y todo eso. Pero nunca sentí que había hecho algo malo… Era claramente un libro sobre la infidelidad. Y sobre la prevalencia de ella en la revolución sexual previa al sida. Y si escribes sobre eso, no lo haces desde una sala de prensa, como un periodista deportivo describe un torneo de fútbol… Yo quiero saber. Mi deseo era saber, y me refiero realmente a saber, no de segunda mano, sino de verdad. O eres capaz de hacerlo, o no. Y yo fui capaz y no me avergüenzo”.

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    Conocí a Talese un día caluroso de agosto de 2009. A pesar de la humedad del verano neoyorquino, él estaba vestido con su traje a medida de tres piezas y un sombrero blanco. La tenida se completaba con la corbata y el pañuelo en la solapa. Ofreció gin tonic, pero –quizás considerando que eran las cuatro de la tarde– volvió de la cocina con agua helada en copas de cristal.

    Durante las casi dos horas de conversación habló con detalles y entusiasmo de su carrera, sus entrevistados, su vida, su matrimonio, sus obsesiones. Una de ellas es, sin duda, la intimidad. Me dijo que su siguiente proyecto sería la historia de sus cinco décadas de matrimonio con Nan y hasta había contratado periodistas para que reportearan a Nan y a sus hijas de modo independiente.

    “Desde que era un joven reportero me di cuenta de que además del tema mismo que estaba reporteando, era la intimidad lo que realmente me interesaba. ¿Cuál es la totalidad de la persona?… Hay toda una parte de la vida de una persona, incluyendo a mi esposa, que podría ser sorprendente para mi saber. Todos tenemos grandes partes secretas e inexploradas… La naturaleza humana es interminablemente impactante, si conoces la historia completa”, me dijo ese día.

    Su crianza como hijo de inmigrantes italianos en Ocean City, que tenían una sastrería a la que acudía todo el barrio, y las contradicciones que veía en ellos, le avivaron esta idea de la duplicidad, la escisión: los padres eran de una manera cuando estaban con sus clientes y de otra, en la noche, en casa, con sus hijos.

    Ese día pensé que, tarde o temprano, la transgresión que suponía revelar su propia intimidad conyugal lo haría desistir. Pero en los años posteriores insistía en que terminaría sus memorias.

    Eso hasta que otro proyecto tomó prioridad. Un día de 2013, una antigua fuente, Gerald Foos, volvió a escena, con una historia que prometía aún más transgresión que la suya.

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    Talese supo de Gerald Foos justamente a propósito de La mujer de tu prójimo. El 7 de enero de 1980, Talese recibió una carta anónima escrita a mano. Foos había leído acerca del libro que estaba haciendo y quería ofrecerle “su material” tras 15 años de voyerismo documentado en un diario. Le reveló que era dueño de un motel, donde había construido una “plataforma de observación” desde la que espiaba sistemáticamente a sus huéspedes.

    Tres semanas después, Talese aterrizó en Denver, donde Foos lo estaba esperando y, en el mismo aeropuerto, le exigió que –antes de decirle o mostrarle nada– firmara un contrato de confidencialidad.

    Realizado el trámite, el periodista conoció su sala de “observación”, e incluso miró a una inadvertida pareja. Quedó sorprendido e interesado en el personaje, pero como Foos nunca quiso que Talese lo identificara e insistió en guardar anonimato, el escritor decidió no utilizar su historia.

    Después de tres viajes y la revisión completa de los diarios del voyerista, Talese completó su último libro, que ya despertó enorme interés: Steven Spielberg compró los derechos para el cine y Sam Mendes será el director.

    “Cuando dejé Denver para volver a casa, nunca pensé que lo vería de nuevo, y realmente no tenía esperanza de escribir sobre él. Sabía que lo que estaba haciendo era muy ilegal (también pensé qué tan legal era mi conducta, haciendo lo mismo bajo su techo), e insistí en que no escribiría sobre él sin su nombre. Él sabía que esto era imposible. Los dos coincidimos en que era imposible, así es que volví a Nueva York”, escribe Talese en The Voyeur´s Motel.

    Con los años se mantuvieron en contacto. Foos le fue enviando sus diarios de observación (del año 65 al 80), por partes, cientos de páginas que mezclan ingenuidad con negación. La narrativa que construye en sus diarios, llamados “The Voyeur´s Journal” –a partir de cierto momento comienza a escribir en tercera persona–, intenta asemejarse a la de un científico, investigando y retratando con acuciosidad y celo la verdadera revolución sexual en curso.

    Entre los años 80 y 90 también hubo algunos llamados telefónicos y puestas al día de la situación del voyerista: le comunicó a Talese, por ejemplo, la muerte de su mujer, Donna, en 1984. Pero lo del anonimato seguía siendo una condición con la que no transaba.

    Hasta que llegó 2013. Treinta y tres años después, Foos lo contactó de nuevo porque ahora sí estaba dispuesto a dar la cara y su nombre, y mostrar lo que había visto y oído y pensado. Ya tenía más de 80 años, estaba retirado del negocio de los moteles y sentía que ya no tenía mucho que perder.

    Talese tomó un avión y comenzó lo que probablemente sea el capítulo más complejo de su vida de escritor.

    La historia de su matrimonio quedaba postergada.

    La intimidad del voyerista tomó su lugar.

    **

    Después de tres viajes y la revisión completa de los diarios del voyerista, Talese completó su último libro, que ya despertó enorme interés: Steven Spielberg compró los derechos para el cine y Sam Mendes será el director.

    “Conozco a un hombre casado con dos hijos que compró un motel de 21 habitaciones cerca de Denver muchos años atrás para convertirse en su voyerista residente”, comienza el relato. A lo largo de los capítulos, el periodista entremezcla trozos del diario del voyerista –que anotaba todo con una precisión a ratos fronteriza con el tedio–, con la historia familiar del sujeto y sus propias observaciones durante aquellos días juntos, entre 2013 y 2015.

    Los diarios tienen una estructura de “reporte”: indican la fecha, el sujeto, la descripción de lo sucedido, la actividad realizada y una conclusión. Estas a veces son sobre prácticas sexuales –tratando de imitar a investigadores sexuales como Masters y Johnson o al Instituto Kinsey–, pero en otras ocasiones reflexiona sobre el matrimonio y sus miserias. Un ejemplo:

    “Conclusión: Mis observaciones indican que la mayoría de los vacacionistas pasan su tiempo miserablemente. Pelean por dinero, por dónde ir de visita, dónde comer; dónde quedarse; todas sus agresiones de algún modo son inconmensurablemente aumentadas, y este es el momento en que descubren que no están bien emparejados (…). Las vacaciones producen todas las ansiedades”.

    Cada cierto tiempo, Foos hace una suerte de ranking o catálogo de las prácticas sexuales más recurrentes a las que tiene acceso. Trata de no hacer juicios de valor, de transmitir exactamente lo que ve, incluso con cierto candor narcisista acerca de la importancia de sus hallazgos. Calcula las posiciones más usadas, las prácticas que van surgiendo (como los tríos), describe la prostitución masculina o las discapacidades sexuales de los veteranos. Lleva estadísticas, trata de encontrar “noticias” y extraer conclusiones científicamente válidas.

    **

    Talese se fue, sin denunciarlo. Y también fue cómplice de voyerismo, en su primer encuentro.

    Pero eso no fue lo peor.

    En su diario, el jueves 10 de noviembre de 1977, Foos escribió con detalles cómo fue testigo de un asesinato. Dice que “el voyerista” ese día entró a la habitación de un huésped, pues sabía que vendía droga. Para remediar la situación, las botó por el excusado y se olvidó del asunto, sin notificar a la policía que había un traficante en su motel.

    Más tarde, a través de su “plataforma de avistamiento”, observó cómo el hombre culpó a su pareja –una mujer “atractiva”– por la falta de las drogas. “Esta fue una experiencia horrible, muy ofensiva y alarmante. El hombre blanco le pegó un golpe en su cabeza, lo que aparentemente la aturdió, y ella gritó: me hieres, no lo hagas, y él contestó: ¿dónde están mis drogas, puta? Dime o te mataré. Ella dijo: ¡no sé, no hice nada con ellas!”.

    Cada cierto tiempo, Foos hace una suerte de ranking o catálogo de las prácticas sexuales más recurrentes a las que tiene acceso. Trata de no hacer juicios de valor, de transmitir exactamente lo que ve, incluso con cierto candor narcisista acerca de la importancia de sus hallazgos.

    El hombre le pegó más fuerte, mientras ella trataba de defenderse, hasta que la estranguló. “En pánico, (él) tomó todas sus cosas y huyó del vecindario del hotel”, continúa el relato.

    Foos asegura que vio el pecho de la mujer moverse: pensó que estaba viva. Y abandonó la plataforma por ese día.

    Fue la mucama la que se dio cuenta, al día siguiente, de que estaba muerta. Asegura que llamó a la policía, pero omitiendo que lo había presenciado como testigo. La policía descartó la evidencia por vaga. “El sujeto estaba usando un nombre falso, una dirección falsa, una patente falsa en un auto robado”, explica.

    Talese recuerda que quedó choqueado cuando leyó esto, unos años después del primer encuentro, y que lo llamó inmediatamente. “Quería saber –dice Talese– si se había dado cuenta de que, además de haber sido testigo de un asesinato, él pudo haberlo causado de alguna manera”.

    El voyerista le enrostró el acuerdo de confidencialidad y “pudo haberle” recordado que, en todo caso, él era ahora un co-conspirador en cualquier crimen que Foos se viera implicado. Talese quedó conmocionado: “Estuve varias noches sin dormir, preguntándome a mí mismo si debía entregar a Foos o continuar honrando el acuerdo que él me había pedido firmar en Denver en enero de 1980 (…). No pensé que Gerald Foos era un asesino (…). Archivé sus notas sobre el asesinato junto con todo el material que me había mandado él antes ese año”.

    Tampoco lo denunció.

    Y continuó con su nuevo libro, en el que exploró las raíces de sus ancestros italianos. Unto the Sons lo llevó a vivir en Italia por muchos meses, alejado de Manhattan y de la pesadilla –o el dilema moral- del voyerista.

    manor house

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    En abril del año pasado, el New Yorker publicó un adelanto del libro. Causó bastante revuelo y el Washington Post chequeó algunos de los datos y encontró imprecisiones. El reportaje de Paul Farhi, periodista del Post, revela que Foos vendió el motel The Manor House en 1980 y volvió a comprarlo ocho años más tarde, pero en esos años dijo que seguía “observando”.

    Talese acusó mal el golpe a la falta de rigor, lo que aumentó el tono de las críticas sobre su complicidad, falta de distancia e independencia periodística con la fuente, y los cuestionamientos por transformar casi en un héroe a un voyerista que violó la intimidad de quienes confiaron en él como huéspedes de su motel.

    En un principio, Talese se volvió contra Foos y dijo que no promovería el libro. “Su credibilidad ha quedado en la basura”, dijo. Foos, en cambio, aseguró “no haber dicho nunca una mentira”.

    Luego, tras el apoyo que Talese recibió de personajes influyentes como el editor de New Yorker, David Remnick, dijo que en The Voyeur´s Motel es claro en establecer la poca credibilidad de la fuente. De hecho, en la página 91 dice: “En las décadas que han pasado desde que nos conocimos, en 1980, he encontrado varias inconsistencias en su historia: por ejemplo, las primeras entradas a The Voyeur´s Journal están fechadas en 1966, pero la escritura de la venta de Manor House (…) muestra que compró el lugar en 1969. Y hay otras fechas en sus notas y diarios que no coinciden del todo. No tengo duda de que Foos fue un voyerista épico, pero a veces podía ser un narrador impreciso y no fidedigno. No puedo dar fe de cada detalle que él cuenta en su manuscrito”.

    A esto se sumaba la polémica que Gay Talese había protagonizado a principios del mismo mes, en la Universidad de Boston, donde le preguntaron qué mujeres escritoras lo habían inspirado más en su carrera. “Mary McCarthy fue una”, contestó. Luego dijo que no se le ocurría ninguna otra de su generación.

    Los reclamos de machismo y misoginia no tardaron.

    Gay Talese estaba por los suelos.

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    El problema que plantea The Voyeur´s Motel es tan antiguo como la profesión periodística: ¿cuál es el límite con las fuentes? Por cierto, para lograr que una fuente revele hechos nuevos, de su vida o de alguna historia, es necesario crear una relación de confianza. Pero, ¿cuál es el límite para esa relación? ¿Cuánto hay de cinismo? Ya lo dijo Janet Malcolm en el notable El periodista y el asesino: “Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de estas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”.

    Talese, probablemente, fue un cazador cazado. La excentricidad que vio en Foos lo cautivó al punto de suspender el juicio crítico. Fascinado por su relato –acaso sintiendo que Foos era un doble suyo, un buceador de intimidades y secretos, del lado oculto de las personas– no chequeó los datos que le proporcionó. Ahí radica su error. Su primer error. Es evidente que cuando habla de sus emociones, motivaciones, personalidad, el testimonio de Foos no se puede contrastar. Pero todo aquello que pertenece al mundo de los datos, la información verificable, debe serlo. Talese en esto fue vago: no chequeó lo suficiente, pero dejó un cierto manto de duda sobre la credibilidad de la fuente, guardándose las espaldas.

    Parece que tampoco considera que las invasiones a la privacidad –la suya y las de Foos– hayan sido tan reprobables. No parece empatizar con los “observados”, sino con los voyeristas. Ya lo había escrito, muchos años antes, en The Kingdom and the Power:

    “La mayoría de los periodistas son voyeristas inquietos, que ven las verrugas en el mundo, la imperfección en la gente y los lugares”.

    Pero tal como notó Paul Farhi, el asunto más de fondo que plantea este caso es el de la responsabilidad de un periodista cuando es testigo de una actividad criminal, aunque haya acordado confidencialidad con la fuente. “¿Debiera denunciar a la policía, exponiendo de esa manera a una fuente que ha confiado en él? ¿O debe callar hasta que esté listo para reportar lo que ha conocido?”, escribió Farhi en Washington Post. Y agrega: “¿Tiene el periodista alguna responsabilidad de proteger a una fuente cuando sabe que la fuente no le está diciendo la verdad a la policía de todo lo que sabe sobre un crimen serio? ¿El silencio, como Talese ha reconocido, lo hace cómplice?”.

    La contundencia de las estocadas, pero sobre todo las titubeantes respuestas que Talese ha dado, lo han hecho trastabillar. Porque parece ser que estas preguntas –qué se compromete con una fuente, hasta qué punto, cómo mantener la independencia de la misma– ni siquiera se las hizo con la profundidad requerida.

    Es cierto que gracias a ese “correr la cuerda”, periodistas osados y arriesgados han dado a conocer nuevas realidades y han ampliado el conocimiento del que disponemos. Pero más allá de la calidad de la escritura y de lo enganchadores que puedan ser ciertos temas, el periodismo se juega siempre el todo por el todo –es decir, la credibilidad– en la independencia frente a las fuentes y las presiones, y en la rigurosidad en el reporteo y el chequeo de la información.

    Talese una vez más ha logrado atraer la atención de sus lectores: el rey del Nuevo Periodismo siempre ha sido un provocador. Aunque es probable, quizá, que el costo haya sido demasiado alto.

    The voyeur’s motel

    The Voyeur´s Motel, Grove Atlantic, 2016, 233 páginas, $16.879 en Bookdepository.

  327. Inclasificables

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    La apuesta de editoriales jóvenes por dar nueva vida a libros inclasificables como este, que con su levedad e ironía nos permite acercarnos a la sensibilidad de comienzos del siglo XX, habla de una búsqueda editorial chilena cada vez más diversa y arriesgada.

    por lorena amaro

    Existe un tipo de libros que no se puede agrupar bajo etiqueta alguna; tal vez solo se puedan establecer algunas genealogías, cierta vaga relación que los aglutina, pero siempre con algo de falsedad y humor. Es el caso de Nuevos inventos y últimas novedades, del francés Gastón de Pawlowski, cuyos textos fueron escritos en tiempos de la Primera Guerra Mundial y hoy son reeditados por Editorial Bastante, con la traducción de Vicente Braithwaite. Se trata de breves descripciones humorísticas de inventos singulares, aparecidos por primera vez en un semanario humorístico francés, Le Rire Rouge; luego serían agrupados en un libro, en 1916.

    La apuesta de editoriales jóvenes por dar nueva vida a libros inclasificables como este, que con su levedad e ironía nos permite acercarnos a la sensibilidad de comienzos del siglo XX, habla de una búsqueda editorial chilena cada vez más diversa y arriesgada. ¿Por qué habría de interesar hoy, en nuestro país, un libro así?

    No se puede soslayar la importancia cada día mayor de la imagen y las relaciones entre estética, política y visualidad, como focos teóricos. Libros como este permiten aventurarse en un mundo fracturado, como el nuestro, por la aparición de nuevos medios de comunicación. ¿Cómo se percibía la enorme transformación tecnológica que permitía las fantasmagorías del cine, la luz resplandeciente de los salones, las nuevas percepciones tempoespaciales de los viajeros? ¿Qué imaginaciones despertaba la experiencia de este nuevo mundo?

    Según Pawlowski, él escribía para “divertir” a sus “camaradas en el frente”, y este contraste es notable: escribía sobre artefactos absurdos para animar a los combatientes enfrentados a la poderosa capacidad del nuevo armamento y la guerra de trincheras, atrapados en una de las guerras más crueles del siglo y amenazados por una tecnología que se llevaría miles de vidas.

    Pawlowski crea artefactos, muchos de ellos absurdos, meros chistes, pero que revelan las finas aristas de esa modernidad. Según Pawlowski, él escribía para “divertir” a sus “camaradas en el frente”, y este contraste es notable: escribía sobre artefactos absurdos para animar a los combatientes enfrentados a la poderosa capacidad del nuevo armamento y la guerra de trincheras, atrapados en una de las guerras más crueles del siglo y amenazados por una tecnología que se llevaría miles de vidas. Muchos de los inventos descritos dicen relación con aquella primera virtualidad que fue el cine: se trata de proyectar, sobre la superficie que sea, imágenes: el “foco-cinematógrafo”, dice, “es una idea simple, pero solo faltaba soñarla”; la idea era que proyectara desde un automóvil películas terroríficas que disuadirían a los policías de pasar multas, o alegraría el tedio de los pinchazos en las carreteras.

    Otras invenciones se acercan al mundo del mercado, como la de proyectar sobre la luna un reloj mundial, “mediante un foco de potencia nunca antes conocida”: una obra cumbre de la naciente imaginación publicitaria, que ya se avizoraba omnipresente en la vida moderna. Otros inventos ideados por Pawlowski anticipan objetos que hoy existen, como el revólver con mira luminosa… o bien el “mefistófono susurrante”, versión fantasiosa de nuestros actuales audífonos.

    Varios de los breves apuntes de este libro dejan ver las marcas de género de ese comienzo de siglo en que la mujer era penalizada por adulterio: se sugiere incluso el lamentable invento de un vestido con doble cierre, que los maridos podrían administrar a destajo. Así son las penurias y las risas de un tiempo que llega hasta nosotros enrarecido, curioso, en un libro que combina la invención y el absurdo, potenciándolos. Un libro que hace pensar en la literatura de anticipación, pero también en otras obras raras, inclasificables, como La sinagoga de los iconoclastas, de Juan Rodolfo Wilcock.

    Con toques de humor perceptibles todavía hoy, que llevan a reflexionar sobre lo que es el tiempo y cómo lo percibimos (una de las noticias de Pawlowski expone un sistema de medición temporal basado en el segundo como unidad de conteo), o sobre qué es lo que consideramos confort y bienestar (en su relato, proyectar un juego de ajedrez en el techo de la habitación conyugal y poder dedicar los momentos de ocio a una confortable partida).

    Nuevos inventos y últimas novedades es, en suma, un libro para curiosos y amantes del libro lateral, estrambótico, fuera del canon.

    nuevos inventos

    Nuevos inventos y últimas novedades, Ediciones Bastante, 2016, 69 páginas, $13.000.

  328. Desde las trincheras de la ciencia, la evolución y el ateísmo

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    Richard Dawkins forma parte del selecto círculo de investigadores que, proviniendo del mundo de la ciencia, dan el salto al gran público y se transforman en íconos de la cultura pop. El exponente más emblemático de este pequeño club es sin duda Stephen Hawking y sus incursiones por los agujeros negros. En el campo de la biología y la evolución, Dawkins ha jugado un papel similar, aunque posiblemente algunos peldaños más abajo en cuanto a popularidad, quizás por no contar con algunos de los componentes algo morbosos asociados al cosmólogo británico.

    En la misma introducción de Una luz fugaz en la oscuridad, Richard Dawkins se define como parte de un movimiento cultural al cual han contribuido personalidades como Carl Sagan, el paleontólogo Stephen Jay Gould o el mismo Hawking, en que científicos profesionales escriben obras dirigidas a colegas científicos, pero escritas en un lenguaje accesible al gran público, iluminando así a la sociedad desde las trincheras del método científico.

    Bajo el subtítulo “Recuerdos de una vida dedicada a la ciencia”, este libro corresponde a la continuación de sus memorias, iniciadas en 2013 con Una curiosidad insaciable.

    Son publicadas en español cuando Dawkins cumple 75 años y ya ha realizado importantes contribuciones en el campo de la biología evolutiva. Fue en 1976 cuando publicó El gen egoísta, que planteó una perspectiva de la evolución centrada en los genes como unidad básica que opera detrás de la selección natural. Los individuos seríamos meros vehículos transitorios que transportan los genes que se perpetúan a lo largo de las generaciones. De paso, también introdujo el concepto de meme, que hoy día ha sido secuestrado por internet y las redes sociales, bastante alejado del significado original.

    Esta segunda parte de las memorias no constituyen una biografía en el sentido tradicional de la palabra. Dawkins no sigue un orden estrictamente cronológico, sino que construye un relato sabroso y vívido, en que cada capítulo aborda un episodio particular de su vida, desde sus tiempos de profesor en Oxford y sus experiencias de trabajo de campo en Panamá a anécdotas de la época en que se transforma en famoso divulgador y comienza a presentar documentales sobre teoría de la evolución en la BBC y otras cadenas de televisión.

    Con un millón y medio de seguidores en Twitter y variadas intervenciones en YouTube que cuentan con millones y millones de reproducciones, Dawkins se ha mantenido vigente en el uso de la tecnología para comunicar ciencia. El libro en sí mismo a veces adopta la forma de una obra multimedia, llena de digresiones y anécdotas intercaladas, con referencias continuas a videos disponibles en la web. De hecho, dan ganas de leer esta obra en formato de app interactiva, para saltar del relato escrito al video enlazado en YouTube, especialmente cuando Dawkins repasa sus debates más memorables.

    En una de esas anécdotas, él recuerda un round con Neil deGrasse Tyson, el astrofísico que presentó la nueva versión de Cosmos. Tyson le reclama por su estilo demasiado frontal. “Ser un educador no consiste solo en contar la auténtica verdad: tiene que haber también un acto de persuasión. Y la persuasión no siempre consiste en: Aquí están los hechos, o eres idiota o no lo eres”, le reclama Tyson. Dawkins replica: “Solo una anécdota para mostrar que no soy el peor en esto. A un antiguo y muy exitoso editor de la revista New Scientist le preguntaron: ¿cuál es su filosofía en New Scientist? Su respuesta fue… nuestra filosofía es esta: la ciencia es interesante, y si no estás de acuerdo puedes irte a la mierda”.

    La anécdota refleja muy bien el espíritu beligerante de Dawkins, sobre todo en su faceta de ateo militante, antireligioso. Es una vertiente que a ratos resulta agotadora y monótona, pero que se compensa con creces con su humor británico y agudeza intelectual.

  329. La historia recién comienza

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    El cine chileno ha estado rescatando con éxito algunos rasgos de nuestra identidad como nación. Pero el concepto de densidad histórica todavía le queda grande. Una explicación está en los problemas serios de continuidad que ha tenido la industria. Otra, que los chilenos no nos cuestionamos mucho qué pudimos haber sido o qué deberíamos ser. No necesitamos que nos estén recordando de dónde venimos y adónde vamos: lo primero lo intuimos, lo segundo nos tiene sin cuidado.

    por héctor soto

    Esta es una relación que corre por un camino de doble vía: el cine hace Historia y la Historia hace cine. Probablemente, en ningún otro lugar del mundo se entendió mejor que en Estados Unidos esta correlación. Para el viejo Hollywood fue como salir a recoger frutas frescas del huerto. Una especie de reflejo condicionado. Las historias chicas hijas de la Historia grande estaban ahí, tiradas, y era cuestión de recogerlas, depurarlas y filmarlas. Fue lo que hicieron los cineastas primitivos. Después de todo, ¿qué otra cosa fue el cine del oeste sino una experiencia más o menos compulsiva por contar una y otra vez la forma en que Estados Unidos nació y se fue haciendo grande el país? El western templó su sentido épico en ese frente. Hollywood entendería después que el país fue construido no solo por hombres de a caballo y con revólver al cinto, sino también por soldados que –en el cine bélico– se movilizaron por la bandera cuando la patria estuvo en peligro o por detectives oscuros que –en el cine negro– fueron llamados a reivindicar el sentido de justicia, cuando las ciudades parecieron capturadas por redes de corrupción que estaban defraudando el proyecto norteamericano de decencia y libertad de los padres fundadores. Son solo ejemplos, claro, pero en su conjunto la evidencia es irrebatible: probablemente no hay historiador que haya contado mejor que Hollywood la Historia de los Estados Unidos.

    ¿Ocurre algo parecido a eso en Chile? La evidencia no es tan clara. Y no lo es, de partida, porque la producción local siempre tuvo problemas serios de continuidad. El cine es también una industria y una industria que no es fácil sustentar económicamente. No bastan dos o tres películas de época para configurar la conciencia histórica. Se necesita un caudal más sostenido, caudal que la producción fílmica local no fue capaz de asegurar. Más allá de esta circunstancia, sin embargo, siendo el nuestro un país de eximios historiadores, también es posible que nadie haya sentido gran necesidad de que las películas nacionales estuvieran llamadas a hacer una contribución relevante a nuestra identidad o a nuestra génesis como nación.

    En Raúl Ruiz a lo mejor no había mucho sentido histórico (y tal vez por eso sus obras tienen mucho de antirrelato), pero la Historia es cosa viva en gran parte del cine de Andrés Wood. Wood se propuso capturar las grandes verdades del Chile de las últimas décadas.

    Aunque la película más emblemática de los primeros años del cine chileno –titulada El húsar de la muerte, de 1925– fue un patriótico rescate de la figura de Manuel Rodríguez, tal vez el más legendario, entrañable y popular de nuestros héroes oficiales, el cine chileno no persistió gran cosa en el relato histórico. Incluso más, es posible que a la gran mayoría de nuestros cineastas el concepto de conciencia histórica les quede grande.

    Podrían existir muchas razones para explicar el fenómeno. A pesar de lo extenso y de lo largo, somos un país bastante homogéneo, que hasta ahora sentía tener pocos problemas de identidad y pocas dudas acerca de nuestra procedencia. Siempre fuimos una sociedad bastante segura de nuestro ADN y, por lo mismo, libre de las disociaciones o desencuentros que con frecuencia solo los grandes relatos históricos son capaces de arbitrar y unificar. Los chilenos no nos cuestionamos mucho qué pudimos haber sido o qué deberíamos ser. Simplemente somos y lo aceptamos. No necesitamos que nos estén recordando de dónde venimos y adónde vamos (lo primero lo intuimos, lo segundo nos tiene sin cuidado) y quizás por eso nos parece natural que de la Historia se ocupen los historiadores, mientras que de eso que llamamos cultura, en cambio, se ocupen los medios, los escritores, los artistas o los cineastas.

    Tales deslindes son arbitrarios. La torta no necesariamente se reparte así. La Historia es un asunto demasiado serio para dejárselo solo a los historiadores. Y aunque sea una ciencia sometida a estándares profesionales o gremiales muy rigurosos y objetivos de verificación, la Historia también es un arte portentoso en la medida en que, haciéndose cargo de un caudal más o menos acotado de acontecimientos ocurridos en otra época, intenta desentrañar el sentido, la lógica y el estatuto oculto que tiene ese material, en términos que, por lo general, sus protagonistas o contemporáneos jamás hubieran sospechado. La Historia ordena y jerarquiza lo que parecía caótico. Convierte en relato articulado lo que parecía un flujo indiscriminado y azaroso de hechos dictados por la banalidad, la arbitrariedad, el absurdo o la mala suerte.

    Aunque en el cine chileno de las últimas décadas hay poca elaboración o reflexión acerca de cómo llegamos a ser el país que somos, nuestras películas, quiéranlo o no, sí rescatan rasgos de lo que somos, explicaciones más o menos articuladas de nuestro comportamiento o tiempos emocionales que nos marcaron o nos siguen marcando como sociedad. Es muy difícil que el cine no entregue estas cosas, pero así y todo quizás no sea enteramente descaminado afirmar que tenemos un cine más comprometido con el presente –con la sociología o psicología colectiva– que con la reflexión histórica.

    La frontera, de Ricardo Larraín.

    La frontera, de Ricardo Larraín.

    Al mismo tiempo, es difícil no explicar la obra de algunos de nuestros más señalados realizadores sin apelar a su propósito de componer cuadros más o menos ambiciosos de la trama de la sociedad chilena. En Raúl Ruiz (Tres tristes tigres, Palomita blanca), a lo mejor no había mucho sentido histórico (y tal vez por eso sus obras tienen mucho de antirrelato), pero la Historia es cosa viva en gran parte del cine de Andrés Wood. Wood se propuso capturar las grandes verdades del Chile de las últimas décadas. Machuca fue su mirada al derrumbe de la democracia, La buena vida enfatizó con deliberado pesimismo y genuina tristeza las decepciones asociadas a nuestra transición política y en Violeta se fue a los cielos recuperó la figura rupturista de Violeta Parra. Más tarde, en su serie Ecos del desierto, para la TV, Wood se hizo cargo de las atrocidades de la Caravana de la Muerte. Qué duda cabe que su cine convocó a un encuentro con la Historia.

    Algo parecido, aunque en un plano más metafórico, intentó Pablo Larraín con su trilogía sobre la dictadura. En Tony Manero, la historia de un psicópata obsesionado con la figura de John Travolta, Larraín recupera la sensación de asfixia del Chile del régimen militar. Post mortem rinde tributo al sacrificio de Allende a través de un funcionario medio autista de la morgue y en No le rebajó la épica al plebiscito que derrotó a Pinochet, planteando que al final, entre una y otra opción, no era tanto lo que se jugaba. Su desmitificación claramente estaba dictada por las desilusiones del proceso de transición y puso como protagonista, en el centro de su relato, a un exiliado que planificaba la campaña opositora a la dictadura y que –algo marciano, neutro y muy ajeno a todo– reúne en sí varios de los rasgos de los personajes del mundo de Larraín. Esos rasgos volvieron a hacerse patentes en Neruda, no tanto respecto del poeta –narciso, engreído, intenso, por momentos detestable–, como respecto del policía que lo persigue en momentos en que la Ley de Defensa de la Democracia ha puesto a los comunistas fuera del orden constitucional.

    Si Matar a un hombre fue una denuncia de lo lejos que puede estar la justicia chilena del mundo de los pobres, Aquí no ha pasado nada gira en torno a lo sospechosamente cerca que, llegado el momento, nuestro sistema judicial puede situarse del mundo de los ricos.

    El peso de la historia –y en particular el de la dictadura– está muy presente en el cine del documentalista Patricio Guzmán. En realidad es su gran tema, desde que debutara en el largometraje con El primer año, que dio cuenta de los inicios del gobierno del Presidente Allende. Gran parte de ese material entró con posterioridad a La batalla de Chile, una enorme trilogía que dio cuenta del ascenso y la caída de la UP y de la larga noche de la dictadura. La obra fue parte sustantiva de la poética de la resistencia y el exilio. Con posterioridad, Guzmán trabajaría en títulos como Salvador Allende y Nostalgia de la luz (el más logrado de todos), el tema de la memoria, que envolviendo también la idea de revisar el pasado se queda con una dimensión mucho más subjetiva y herida de lo ocurrido.

    Es revelador que la memoria victimista haya pasado a constituir una suerte de boca de playa, donde terminaron desembarcando muchas películas chilenas. El recuento, que podría ser largo, incluye títulos como Imagen latente de Pedro Perelman, Los náufragos de Miguel Littin y Amnesia de Gonzalo Justiniano, además de dos documentales fuera de serie. El primero se filmó en dictadura, es del año 1984 y se titula No olvidar, de Ignacio Agüero: es un mediometraje que habla de cinco miembros de la familia Maureira masacrados años antes en una mina de cal de Lonquén. El segundo es de 1998, lo dirigió Silvio Caiozzi, se titula Fernando ha vuelto y rescata la memoria de Fernando Olivares Mori, a raíz del que se pensaba era su cuerpo tras sacarlo de una fosa del patio 29 del Cementerio General; con posterioridad el Servicio Médico Legal estableció que esos restos correspondían a otro detenido desaparecido.

    Aquí no ha pasado nada, de Alejandro Fernández Almendras.

    Aquí no ha pasado nada, de Alejandro Fernández Almendras.

    Sin embargo, no es necesariamente la conciencia política o la memoria –y tampoco la Historia con mayúscula– lo que le confiere especial frescura a un pequeño grupo de grandes películas chilenas que dejaron entrar a sus imágenes el aire renovador de climas emocionales o momentos definitivos de la sociedad chilena. La frontera, de Ricardo Larraín, quizás sea el mejor ejemplo. Es de las primeras películas posdictadura y refleja en los inicios de la transición política la compulsión de una sociedad que en esos momentos necesitaba asimilar lo ocurrido, dar vuelta la página y creer en la reconciliación. Puede ser la más importante, pero no es la única, por cierto. Poco antes, el mismo Justiniano había estrenado Caluga o menta, un relato deshilachado aunque profético, ambientado en ese submundo de la marginalidad, la pobreza y la pasta base que daría lugar con el tiempo a la figura de los flaites. Está también Johnny cien pesos –de Gustavo Graef Marino, la historia de un chico que participa en el frustrado asalto a una casa de cambio en el centro de Santiago–, donde se hacen sentir por primera vez en nuestro cine hedores poco gratos de nuestra transición política. Taxi para tres, de Orlando Lübbert, también fue en su momento un hallazgo: era la historia de dos pobres diablos que asaltaban a un taxista y fue una especie de vuelta de tuerca en su cometido de relativizar, al interior de la gran nube de la ambigüedad nacional, los conceptos tanto de víctimas y victimarios como de buenos y malos.

    Es posible que la densidad histórica corresponda a palabras mayores y suponga una cocción más lenta. Necesitamos más masa crítica, más perspectiva en las miradas y, quizás, también cineastas más fogueados.

    A este conjunto de títulos, que fueron parte de la gran promesa del cine chileno de los años 90, habría que sumar, por su pertinencia, por su relevancia, por su densidad dramática, política y moral, otros dos títulos más recientes, ambos de Alejandro Fernández Almendras: Matar a un hombre (2014) y Aquí no ha pasado nada (2016). Si la primera fue una denuncia de lo lejos que puede estar la justicia chilena del mundo de los pobres, la segunda gira en torno a lo sospechosamente cerca que, llegado el momento, nuestro sistema judicial puede situarse del mundo de los ricos. Posiblemente en este manojo de títulos se encuentran algunas de las imágenes más certeras, provocativas y con mayor capacidad de emplazamiento de nuestro cine.

    Revisando el listado de películas nacionales de los últimos años, por momentos pareciera que los chilenos recién nos estamos conociendo y reconociendo. Esta sensación es, probablemente, hija de la mayor accesibilidad y diversidad de la producción cinematográfica. Filmar sigue siendo caro y distribuir las películas no lo es menos, pero –vamos– esta no es la aventura que fue en otra época, cuando con suerte un cineasta lograba filmar dos o tres películas en su vida. Esa malla ya se abrió y, en relación con las generaciones anteriores, los cineastas actuales son más relajados y suelen establecer con el país que filman un nexo más leve o menos condicionado por los grandes temas o las grandes hipótesis. En este plano, Raúl Ruiz, con la fecundidad, consistencia y ligereza que tuvo, tanto en su obra chilena como en sus trabajos europeos, sentó un precedente de libertad que le hizo bien al cine chileno. Es posible que la densidad histórica corresponda a palabras mayores y suponga una cocción más lenta. Necesitamos más masa crítica, más perspectiva en las miradas y, quizás, también cineastas más fogueados.

    Hasta ahora Chile se ha estado mirando con recelo en sus películas, entre otras cosas porque plantean dificultades narrativas, dramáticas y emocionales no menores. Quizás esta historia recién comienza y hay todavía muchos palos de ciego de parte de los realizadores, y a la vez, gran desconfianza en las audiencias. Identificamos en nuestras películas algunos lugares que conocemos, nos resultan familiares algunos rostros, eventualmente nos hacen sentido ciertas maneras de hablar e incluso algunos relatos. No es un mal comienzo. Pero en todo esto hay todavía mucho de proyecto. Nuestro cine sigue en deuda con Chile.

  330. La lengua de lo mínimo

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    En esta desapacible historia de fracaso, neurosis y dolor ambientada en Inglaterra, Paula Porroni se revela como una narradora inaudita. Y es que en un panorama donde la complacencia autoficcional busca sobre todo simpatizantes que se identifiquen con relatos de infancia o revivals generacionales, la antipatía y el dolor que esta voz rezuma es desconcertante.

    por lorena amaro

    Buena alumna es la primera novela de Paula Porroni, escritora argentina que por su edad (nació en el 77) y por la extraordinaria calidad de esta breve y precisa historia, está llamada a formar parte de una original camada de narradores de su país, integrada por Selva Almada, Mariana Enriquez, Federico Falco, Félix Bruzzone y Samanta Schweblin, entre otros. Con esta novela, situada en Inglaterra, Porroni construye un mundo y un lenguaje que valen años de trabajo. Su protagonista es una mujer argentina que regresa a Inglaterra después de varios años para continuar estudios que dejó en su fase inicial: su cometido es conseguir un trabajo o una beca a su altura. Para ello cuenta con el dinero que le manda su madre, viuda, personaje entre ausente y presente por esta conexión material y casi siempre equívoca, molesta, de la manutención económica.

    Con esta novela, situada en Inglaterra, Porroni construye un mundo y un lenguaje que valen años de trabajo. Su protagonista es una mujer argentina que regresa a Inglaterra después de varios años para continuar estudios que dejó en su fase inicial: su cometido es conseguir un trabajo o una beca a su altura.

    Llama la atención que Porroni escriba sobre su país de origen sin arraigarse de modo alguno en él, sino que poniéndolo fuera de campo, como se ponen fuera de campo, también, en su relato sobre Inglaterra, los conflictos sociales y políticos que hoy aquejan a Europa. Aunque la obsesión por el idioma inglés es una constante del libro, su lenguaje es inesperadamente porteño. Mientras de Argentina se adivinan las aspiraciones, las imposibilidades, las imperfecciones sociales, de Inglaterra se alaba la perfección aparente del pueblo universitario tradicional, en que la narradora y protagonista de esta novela ha cursado su Licenciatura en Historia del Arte. Un pueblo inglés que podría ser Oxford. O Cambridge. O como se le ocurrió a Virginia Woolf, el conspicuo Oxbridge.

    “Poco o nada cambió desde que vine a estudiar. Todo es igualmente hermoso, perfecto”, quiere creer la protagonista de Buena alumna, mientras vive la trastienda de esa armonía en pensiones infectas, colchones prestados por sus frías amigas y cuartos subarrendados en monoblocks: el mundo de la inmigración y el racismo que forjan un nuevo escenario europeo.

    Este regreso a Inglaterra en busca de una posición acorde con sus conocimientos y su calidad de “buena alumna” es, sin embargo, una situación desfasada, incómoda, después de vivir “años en la casa de mamá”: “Mamá dijo, Un año. Puedo ayudarte solo un año más. Y si fracaso, me arrastra a Argentina con ella. Por eso es mi deber encontrar un camino. Encontrarme. Voy a progresar. Mi vida no va a atrofiarse, como la de tantas otras. Mamá diría, talento que se malgastó. Potencial lanzado por la borda”.

    La protagonista habita espacios precarios que detesta, se mueve entre personas a las que desprecia y no soporta ver el progreso de sus antiguas amigas. Envidiosa, perfeccionista, implacable: así es la protagonista de esta desapacible historia de fracaso, neurosis y dolor, historia que a su vez revela a Porroni como una narradora inaudita: en un panorama en que la complacencia autoficcional busca sobre todo adeptos o simpatizantes que se identifiquen con relatos de infancia o revivals generacionales, la antipatía y el dolor que esta voz rezuma es desconcertante.

    La narración no es menos perfecta que su enceguecida protagonista y se construye a ritmo de frases cortas: “En Internet, reviso los clasificados de los diarios. Abro las descripciones de puestos en museos, galerías y revistas. Cuando no encuentro nada en el buscador pongo castellano, arte y Sudamérica. Solo hay empleos como profesora de lengua, que inmediatamente descarto. Enseñar idiomas es humillante”.

    No es raro que en este medio en el que todo es instrumentalización y deseo insatisfecho, el tema de la investigación de la protagonista sean las naturalezas muertas.

    Esta prosa quirúrgica habla también de las violencias esenciales  que se ejercen sobre el cuerpo y la escritura. Las frases resuenan como jadeos: “Ahora corrijo. Raspo, raspo. Hasta dejar solo un hueco pulido. Solo lo mínimo, lo indispensable. Busco en mí esa lengua de los muertos. Esa lengua árida. Infértil. Porque así fuimos entrenados. En la mejor universidad del mundo. Para crear un paisaje glacial de palabras”.

    Buena alumna retrata, con estilo perfecto, una perfección imposible, (auto)impuesta, inhumana. La protagonista procura conseguirla: hace running frecuentemente, se depila con pulcritud, ordena asépticamente su cuarto, siempre situado en alguna pocilga, intenta hablar perfecto inglés. Se amolda a un mundo que dista mucho de ser el que llevó al exilio o la diáspora a las generaciones anteriores y observa fríamente cómo el campus universitario se anega de suicidas. Lo que se busca es el éxito: material, profesional, personal. Para esto se puede ser extranjera, pero no inmigrante: las figuras de la inmigración, en esta Inglaterra pre-Brexit, le resultan a la narradora, de una elite latinoamericana que cree en el poder de la educación, un espejo demasiado grotesco. ¿Dónde está el límite entre ella y los otros? ¿Es ella, su cuerpo, su vida, menos desechable que la de otros?

    No es raro que en este medio en el que todo es instrumentalización y deseo insatisfecho, el tema de la investigación de la protagonista sean las naturalezas muertas: “Still life. Una palabra extraña en inglés. Vida detenida, sin movimiento. Tan cerca de stillborn, el niño muerto al nacer”. Así parece estar de congelado su mundo. Hiede a fracaso y a extraña poesía. Y por eso duele leerla.

    paula porroni

  331. El discreto encanto de la burguesía

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    por andrea kottow

    Lo que no quise decir corresponde a la escritura autobiográfica de Sándor Márai comprendida entre los años 1938 y 1948, década crucial no solo en la vida de un Márai en plena edad adulta –tenía 38 años al inicio de este tiempo–, sino también para la historia de Hungría. El escritor por deseo propio había excluido estas páginas de sus contundentes volúmenes autobiográficos, Confesiones de un burgués y ¡Tierra, Tierra!

    Lo que no quise decir: el título nos hace pensar en que decir sin querer decir implica un conflicto entre la voluntad y la necesidad. Y nos pone a nosotros, sus lectores, en la posición de indagar en la naturaleza de este conflicto.

    En este breve texto –mezcla de autobiografía y reflexión histórico-política–, Sándor Márai vuelve su mirada sobre los años que transcurren entre el así llamado Anschluss (la anexión de Austria a la Alemania nazi) en 1938 y el año en que Márai abandona una Hungría ocupada por los rusos. Son 10 años convulsos, en los que su país ve resquebrajarse su posición dentro de Europa: dejaría de ser un espacio multicultural, un espacio en el que convivían en armonía lenguas, religiones y tradiciones de húngaros, suabos y judíos. En un momento parecía que la guerra devastaba a todas las naciones a su alrededor, mientras que Hungría se mantenía en calma, no obstante encontrarse en el ojo del huracán.

    sandor marai

    Márai, en este primer tiempo, sigue sus rutinas sin mayores perturbaciones. Era ya un escritor de prestigio, reconocido más allá de las fronteras de su patria y traducido a varios idiomas. Tras el cambio político que implica el Anschluss, si bien recela del giro germanófilo de su país –el que ve reflejado en una suerte de euforia agresiva en muchos de sus compatriotas– sigue sentándose diariamente a escribir lo que su disciplina había convertido en la justa medida del trabajo: 35 líneas: “Lo cierto es que en esto era muy estricto y siempre cumplía con la tarea diaria; una única página manuscrita. Ni algún que otro exceso, haber bebido vino la noche anterior, u otras tareas pendientes; nada me impedía sentarme al escritorio a las 11 de la mañana y escribir aquellas pocas líneas”.

    Pero en esos 10 años que abarca el período del libro se le hará cada vez más difícil seguir escribiendo y reconocer su lugar dentro de una cultura que entra en un proceso de brutal destrucción. Con mirada severa y opiniones fundadas, Márai pasa revisión de las políticas erráticas de su patria; y con tristeza observa el avance de los totalitarismos tanto alemán como soviético, los que terminan por engullir a toda Europa.

    Esto se convierte, precisamente, en el punto de fuga de su texto: el destino de la burguesía, a la cual Márai vincula con una serie de valores y principios. “Siempre he sido un burgués y lo sigo siendo, así que me he puesto las gafas y he tratado de descifrar el sentido de la pregunta a la luz encarnada del incendio del mundo: ¿aún tengo derecho a vivir, a trabajar? A mí, al burgués, ¿me queda alguna misión en el mundo?”.

    Sándor Márai –como Stefan Zweig, Italo Svevo o Joseph Roth– no quisiera sino responder esta pregunta afirmativamente. Se aferra al humanismo, que sitúa en el seno de la cultura burguesa, con algo de ingenuidad. ¿No son acaso, como lo plantean Horkheimer y Adorno, precisamente los valores ilustrados los que generaron los totalitarismos? O como plantearía incómodamente George Steiner a la luz del refinamiento alcanzado por la cultura centroeuropea, ¿no deshumanizan las humanidades?

    Márai pareciera adherir a una suerte de teoría de la excepción, a partir de la cual el desarrollo feroz de la Europa del siglo XX puede ser visto como un paréntesis, del cual la burguesía puede y debe distanciarse para volver a restaurar su orden y su Weltanschauung. Un burgués en búsqueda de su salvación: quizás sea eso lo que no quiso decir, pero no pudo dejar de hacerlo.

  332. Greil Marcus: “El punk es un espíritu vivo”

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    Una muy discutible lectura histórica ha fijado 2016 como el aniversario de los 40 años del punk. Pero el ensayista que primero se tomó en serio ese movimiento no entiende la necesidad del hito ni que se le mire en retrospectiva. Para el autor del siempre citado Rastros de carmín y de decenas de libros sobre cultura popular, los fenómenos musicales se conectan misteriosamente entre épocas y lugares distantes. “La gente choca una y otra vez con las mismas paradojas modernas, estén en el arte, la economía o la política”.

    por marisol garcía

    Al menos 12 de sus libros están traducidos al castellano, pero Greil Marcus asegura no estar al tanto de cómo esas publicaciones circulan y se comentan (aunque su hija, “de castellano fluido”, de vez en cuando le traduce reseñas de revistas, admite).

    En septiembre, el autor de Mystery train y Rastros de carmín participó en un seminario en Barcelona, y se sorprendió allí del entusiasmo y la precisión en los comentarios de varios lectores suyos con los que se topó. “No me lo esperaba, fue muy gratificante –dice al teléfono desde Minneapolis, en su primera entrevista para un medio chileno–. Les pierdo la pista a los libros luego de que se publican y se largan. Es lindo que en algún lugar lejano te hagan recordarlos”.

    ¿De verdad Greil Marcus ignora que lejos de Estados Unidos su nombre como crítico y comentarista de cultura popular es una referencia? Está aquí y allá en las reediciones incesantes de sus ensayos, en citas suyas en vigente circulación, en ideas robadas; incluso en el ejemplo de rigor y desprejuicio fijado por él para pensar la música popular, distante del periodismo promocional, el sobreanálisis académico y la trivia rockera.

    Marcus no es solo un ensayista influyente: inventó un modo de escribir sobre música popular. Es considerado el más importante analista vivo del género (“un crítico con superpoderes”, según el New Yorker), aunque no parezca interesado en detenerse en tomarle el peso a esa relevancia. Con 71 años continúa publicando libros a un ritmo constante, colabora en medios como Artforum, Village Voice y Rolling Stone, y mantiene una columna regular en la web. En greilmarcus.net vincula, con gracia y total libertad a “Jessie’s girl” de Rick Springfield con la provocación pionera de Chuck Berry; los egos homologables de Donald Trump y Kanye West; o el brillo del comentarista de televisión John Oliver frente a la angustia existencial latente en algunos singles de Rihanna.

    –Partí la columna –asegura– como un desafío: escribir sobre todo tipo de cosas, algunas simples (momentos en los que algo me golpeó), algunas complejas (muy brevemente, pero con una noción de acontecimiento, de novedad, incluso si eso me hacía volver a escuchar algo del pasado de un modo nuevo). Me divertí. Nunca ha dejado de ser un desafío, aunque no puedo otorgarle un valor literario ni aspirar a que zanje un debate. La extensión variable y el uso de links agrega medios de descripción, localización y conectividad que siempre están cambiando.

    –Al leer las columnas, es grato que no parezcan la promoción de nada.

    –Tienes razón. No es publicidad, y hay mucha escritura sobre música que lo es.

    –Usted ha sido particularmente productivo en el último tiempo. Al menos 10 libros desde el año 2000.

    –Sí, a mí mismo me sorprende. A veces me pregunto cómo lo hago. Una respuesta es que escribo con rapidez. La historia del Rock and Roll en 10 canciones lo escribí en tres meses y medio. A propósito, ese libro salió antes en español que en inglés (en 2014, por editorial Contra). Otra respuesta es que ando mucho tiempo con las ideas en la cabeza, las llevo dentro mío y, cuando me siento a escribirlas, corren sin problema.

    Marcus no es el tipo de escritor de música ocupado en tendencias, movimientos ni extensas biografías. Tres de sus libros, por ejemplo, tratan sobre canciones. Tiene incluso un libro completo sobre una sola canción: Like a Rolling Stone. Bob Dylan at the Croassroads (2005). “Se fue convirtiendo –explica– en un modo de trabajo: partir con algo pequeño y aplicarle presión, en un sentido intelectual. Si pones mucha presión ya sea sobre una canción, una película o pocas páginas de un libro verás cómo se agrandan, y se estrujan, y van mostrándote más y más conexiones. Yo solo trato de seguir ese pequeño objeto a donde vaya. Por eso creo que en los últimos años he ido interesándome cada vez más en partir de lo pequeño, y tan solo quedarme ahí. Estoy convencido de que en una canción, en un breve acontecimiento histórico o en una forma artística, puedes encontrar todo un mundo.

    Marcus era el hombre adecuado para hablar al cierre de la gran exposición sobre punk montada entre mayo y septiembre en el Macba de Barcelona. ¿Punk en un museo? ¿En una charla con invitados internacionales? Por supuesto. Hace casi 30 años, con Rastros de carmín, el estadounidense invitaba a tormarse al punk muy en serio, pues eran transformadoras las inquietudes sociales y artísticas que acechaban bajo su breve descarga eléctrica, canto displicente y estética a tijeretazos. Ese ensayo asombroso y provocador se permitió buscar coincidencias entre elementos jamás relacionados: asoció la revuelta de los Sex Pistols y compañía a movimientos previos de vanguardia en Europa, como el situacionismo y el dadaísmo, y a profundas disrupciones juveniles, como Mayo del 68.

    Fue un texto osado sobre música popular, activismo y descontento social que no ha dejado de venderse y citarse desde su publicación, en 1989. Al presentar citas, personajes y performances nunca considerados por los rastreadores de claves históricas, Rastros de carmín ensanchó por sí solo el cauce de lo que hasta entonces había ordenado la escritura sobre música popular. “Es un libro –agrega– sobre el cual aún me piden hablar. Y no me sorprende, porque sobre punk debemos seguir atentos: es un espíritu vivo”.

    –Ese libro muestra que el arte popular del siglo XX está lleno de coincidencias. ¿Considera que eso sigue sucediendo?

    –Depende de la perspectiva de quien mira. Me asombra cómo la gente separa en tiempo y espacio sucesos que perfectamente podrían estar en el mismo tiempo y espacio, incluso entre personas que no pueden hablar el mismo idioma. No me interesa ese tipo de escritura que dice que A influenció a B que a su vez influenció a C, sino contar cómo la gente choca una y otra vez con las mismas paradojas modernas, estén en el arte, la economía, la política… Se nos dice que algo así no tiene sentido, que esas coincidencias son imposibles; y así podemos convencernos de que actuamos libremente. Pero cuando la gente reacciona y grita: “¡No! Esto no anda bien”, podemos captar al menos el eco de otro grito previo similar.

    El llamado “Escándalo de Notre-Dame” es uno de los pasajes inolvidables de ese libro, y es el mejor modo de entender por qué el punk puede ser un espíritu de raíz añosa y futuro aún por trazar. Allí Marcus se detiene unos párrafos en el movimiento letrista, activo en Francia desde los años 40, y que activó la lucha social a través del arte y la cultura según la inspiración teórica del Dadá y el surrealismo. Durante la misa del día de Pascua de 1950 (transmitida en vivo por televisión), uno de los miembros del letrismo, Michel Mourre, entró vestido de monje a la catedral de París para gritar desde un púlpito una proclama antieclesiástica que incluyó la frase “Dios ha muerto”.

    Para Marcus, esa irrupción anticatólica en París fue, esencialmente y sin saberlo, un gesto punk. La lección de Rastros de carmín es que entre diferentes países y décadas hay gestos e ideas que se concatenan.

    –Muchas de las historias que yo cuento en el libro continúan, mucho más allá de su tiempo –destaca Marcus–. Por ejemplo, hace poco hubo una cierta recapitulación del acto de Michel Mourre. No diré remontaje, porque eso sería restringirlo solo a un referente. Hace tres años, en febrero de 2013, un grupo de mujeres del colectivo Femen irrumpió en topless, de nuevo en Notre Dame durante una celebración de Pascua. Dentro de la catedral hubo alaridos, gente que corría y se tiraba el pelo. Se volvió una celebración de verdad increíble. Y, en contexto, fue como tomar la más salvaje fantasía de Michel Mourre y volverla real.

    –Sin exactamente imitarlo.

    –No. A los dos días apareció el más estúpido de los artículos de opinión que hablaba de esta irrupción como si fuese un remedo de la historia de Mourre, y explicaba casi didácticamente lo que había sucedido hacía 60 años, como queriendo develar que esto de Femen se trataba de algo sin ninguna originalidad. Pero yo creo que esas mujeres no sabían nada de Michel Mourre. Tan solo fueron los mismos instintos, el mismo sentido del drama y de la provocación. Es fantástico, porque nadie esperaba algo así. Poco después de esa irrupción, un político de derecha entró a Notre Dame y se disparó en la cabeza frente al altar, supuestamente como protesta contra el matrimonio homosexual. Háblame de violencia: un buen católico. Al día siguiente, entró a la catedral una mujer que se sacó la blusa y se escribió sobre el torso: “Que los fascistas descansen en el infierno”, celebrando el suicidio del tipo. Así, en poco tiempo, Notre Dame se había vuelto el centro más provocador y activista de París, y de alguna forma se cumplía la fantasía de convertir una catedral en un lugar de protesta pública. Estas historias que se repiten no son un tributo: es un espíritu que se mantiene vivo.

    Pussy Riot 1

    El grupo Pussy Riot irrumpiendo encapuchadas en la catedral ortodoxa del Cristo Redentor de Moscú.

    –Para famosas protestas en catedrales también estuvo hace cuatro años lo de Pussy Riot, en Moscú.

    –Por supuesto. Recién estuve en Iowa para dos conversaciones sobre estos asuntos, y en el mismo teatro en el que yo hablaba se presentaban esa noche Pussy Riot. La coincidencia primero me pareció graciosa y más tarde comenzó a inquietarme.

    –¿Qué cree usted que define al punk?

    –Es el espíritu de libertad, de autodescubrimiento, de inmersión en tu propia historia. El punk es un vehículo que empuja a la gente a validarse a sí misma. Lo que hace el punk, según yo lo veo, es exigirte que hables por ti mismo. Y te entrega una forma poética o musical, de arte visual o de escritura, para que lo hagas. Cuando escuchas buenos discos punk, te dicen: ¿te gusta esto? Okey, ¿y ahora qué dices tú? Te exigen una respuesta. Y entonces la gente continúa respondiendo hasta hoy de diferentes maneras. Algunas veces forman bandas, otras veces se vuelven escritores.

    –No puedo dejar de preguntarle sobre el premio Nobel a Bob Dylan, sobre quien usted lleva escribiendo más de 50 años. ¿Le ha parecido un debate justo el que se ha dado en torno a esto?

    –No es una cosa de justicia. Sucede que no me interesan para nada los argumentos de por qué esto haya sido algo fantástico ni de por qué pueda ser un crimen contra la literatura. Nunca le puse atención a las discusiones sobre si lo que hace Dylan es o no poesía. Tampoco me parece que un premio así lo legitime, como si lo necesitara. El mejor argumento contra la entrega del Nobel a Dylan se lo escuché al dueño de una pequeña librería aquí en Minnesota: “La Academia no consideró nuestro negocio. Después de cada Premio Nobel llega mucha gente a comprar los libros de ese autor, lo conozcan o no. Pero Bob Dylan… tiene muy pocos libros”. Entonces, lo que diré es que el comité del Nobel debiese haber pensado en ellos: los pequeños libreros.

    3libroshoriz

  333. Documento de una generación

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    Los bigotes de Mustafá, una novela de juventud con algo de candidez entusiasmada, puede ser leída como el documento sincero y afectivo de una generación, la de aquellos que nacieron en torno a la fecha del Golpe y que llegaron a la adolescencia sin haber conocido más gobierno que una dictadura.

    por lorena amaro

    A Jaime Pinos se lo conoce en el ambiente literario como un poeta de calidad, autor de Criminal y Almanaque, buen conocedor de la poesía de sus contemporáneos y generoso con los más jóvenes, a quienes comenta en el conjunto de textos Visión periférica. Ejercicios críticos (2015). Pero antes de todo eso, antes de ser poeta, antes de ser crítico, Pinos incursionó por una vez en la novela con Los bigotes de Mustafá (1997). Por entonces comenzaba a gestarse La Calabaza del Diablo, proyecto en el que Pinos colaboró activamente, tanto con la publicación de este primer libro bajo ese sello como en la redacción de la revista homónima, que marcó una época para los lectores chilenos.

    A 20 años de la publicación de aquella primera novela y a 10 de que muriera Pinochet (aludido en esta obra como “El Jefe Supremo”), Los bigotes de Mustafá es reeditada por LOM, una editorial comprometida desde hace décadas, como la propia escritura de Pinos, con la crítica política y social. Esta reedición debe ser leída en este contexto. Constituye un gesto de recuperación de la memoria: Los bigotes de Mustafá, una novela de juventud con algo de candidez entusiasmada, puede ser leída como el documento sincero y afectivo de una generación, la de aquellos que nacieron en torno a la fecha del Golpe, y que llegaron a la adolescencia sin haber conocido más gobierno que una dictadura.

    Cuando se publicó el texto, Pinos tenía 26 años y esa juventud se deja sentir en las páginas de la novela: un grupo de amigos opositores a la dictadura, casi recién salidos del colegio, se autodenomina “La Logia” y se reúne a escuchar discos, fumar “hipotálamos” y tramar acciones poético-políticas contra el Jefe Supremo. Quien lleva la cuenta de los días en un “Anecdotario Magistral” es el “Escriba”. Al ritmo de Fito Páez, Silvio Rodríguez, Charlie Parker y Chet Baker, esta libreta revela los deseos de aquellos jóvenes ansiosos por vivir libre y lúdicamente la amistad, los proyectos, las luchas.

    FichaCritica

    La narración se establece a partir del momento en que el Escriba encuentra sin querer el cuaderno (“seguramente buscaba algún libro de Cortázar”, dice literal y simbólicamente) y estructura lo que nunca antes pudo conseguir: una novela. Al material hallado se suman recortes de prensa e imágenes que permitirán completar la historia de un tiempo, el del año del plebiscito, 1988: “Hago esto para ayudar a la memoria a recordar. A recordar ese tiempo que ahora parece tan lejano y está apenas a la vuelta de la esquina. Ese tiempo en que todo era tan distinto”.

    Emplazado ya en la decepcionante década de los 90, cuando la memoria de las luchas está todavía fresca pero parece lejana, el Escriba relee y reescribe porque este ejercicio “puede servir como una pista de quiénes éramos entonces para ayudarnos a saber quiénes cresta somos hoy en día”. Es, entonces, la búsqueda obsesiva de una generación que perdió el sentido histórico que animó a la generación de sus padres, desde el momento en que el cambio de mando del 89 se reveló como una forma de continuidad económica y social, con el poder militar todavía muy presente.

    La novela no está del todo lograda. Además de instalarse ciertos estereotipos de género (las mujeres “brujas”, intuitivas, afectivas; los hombres políticos e intelectuales), el final resulta acelerado e ingenuo. Sin embargo, quien la lea encontrará una serie de aciertos de observación, que exhalan el aire enrarecido y vil de la dictadura: “Encender el televisor y ver desde la pantalla al animador de las tardes sabatinas que sonríe y le pregunta al concursante a quemarropa: ¿dispara usted o disparo yo? Usted. Redoble de tambores. El animador alza el revólver de fogueo. ¿Está seguro? Close up al rostro tenso del concursante. Casado, cinco hijos, cesante hace seis meses. ¿Está seguro? Los millones, el auto cero kilómetro, el viaje al Caribe (…) El animador que empieza a jalar lentamente el gatillo”. Fotos, noticias, anécdotas de un tiempo que revive en la escritura de Pinos con proximidad y que se agitan en el sótano de la memoria: “Descalificada canción peruana. Polémica entre los organizadores del Festival de la Canción desató la canción peruana, que repite 18 veces la palabra NO en el estribillo…”.

    El lenguaje, sencillo y musical, está al servicio de las modestas anécdotas de los personajes. Los encarcelamientos y la represión se viven cotidianamente, como el retorno del exilio o el entrenamiento de guerrilla. La novela de Pinos vive como un documento, que interpela afectivamente a los jóvenes de entonces. Por lo mismo, porque es el canto a una generación y se trata de una especie de edición conmemorativa, LOM pudo cuidar un poco más la revisión de las numerosas erratas (“Billy Halliday”, “Charly Parker”) que burlan la construcción de esa memoria y distraen de las principales preguntas que plantea el libro: cómo se escribe una novela, y sobre todo cómo se puede salir de “la Gran Amnesia”.

  334. Más allá del cuerpo

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    “¿Estás diciendo que vas a empezar a vestirte como una señora?”, pregunta Sarah Pfefferman a su septuagenario padre, Morton, a quien acaba de sorprender vestido de mujer. “No, mi amor –dice él–. ¡Toda la vida… me he disfrazado de hombre! Esta… soy yo”.

    Con este reconocimiento entre padre e hija arranca Transparent, la serie que la guionista Jill Soloway creó para Amazon, basándose en la historia de su padre transexual. La producción –ambientada en Los Ángeles, California, que tiene una de las comunidades LGBT más grandes del mundo– sorprende por su delicadeza para tratar un tema casi invisible en televisión: la experiencia de los individuos cuya identidad de género no coincide con la identidad sexual que se les atribuye al nacer.

    Transparent es la historia de Morton Pfefferman, un profesor universitario divorciado, quien revela a sus tres hijos (Sarah, Josh y Ali) que es transexual. Para Morton, el sinceramiento marca el comienzo de su transición hacia el género femenino: pide que le llamen Maura y que la traten, para todos los efectos formales, como mujer. Para los hijos, el fin del secreto paterno conlleva una relectura de la historia familiar y precipita diversas crisis personales. La transformación del padre transforma a toda la familia.

    El relato se estructura en torno al viaje físico y espiritual que emprende Morton para convertirse en Maura. Mientras la primera temporada deconstruye capa por capa la masculinidad del personaje, la segunda narra cómo Maura construye su feminidad y remodela su cuerpo mediante el consumo de estrógeno. Este proceso se profundiza en la tercera temporada, donde Maura decide embarcarse en una compleja operación física de reasignación de género.

    El nombre de la serie da dos claves para leer esta historia. Por un lado, Transparent alude a la transparencia de Morton, que con su salida del clóset invita a sus hijos –y por extensión a los espectadores– a que miren a través de su cuerpo y vean a la Maura que lleva en su interior. Por otro lado, el juego de palabras de trans y parent –que vendrían a significar “papá trans”– apunta a la experiencia de un padre de familia que desborda por mucho los cánones de la normalidad. En un mundo donde el cuerpo y la identidad sexual se han convertido en el último reducto político de la subjetividad, la serie se la juega por los seres diferentes y raros, y lleva al límite ese verso de Caetano Veloso que dice que de cerca nadie es normal. Transparent intenta mirar más allá del cuerpo y funciona como un espejo donde el espectador podrá medir sus propios niveles de tolerancia respecto de la diversidad sexual.

    Una de las tantas historias que cruzan las tres temporadas de la serie es la de un pariente de Maura, el tío Gittel, que murió en una cámara de gas de Treblinka, en la Polonia ocupada por los nazis, por ser homosexual. La detención del tío Gittel en 1933, de hecho, explica que la abuela y la mamá de Maura emigraran a Estados Unidos. La serie, en este sentido, no puede ser más política. Teniendo en cuenta que uno de los ejes de la campaña presidencial estadounidense de 2016 fue el tema migratorio –con uno de los candidatos prometiendo construir un muro en la frontera con México–, Transparent celebra al Estados Unidos que se hizo grande gracias a los inmigrantes y cuya denominación de origen es la diversidad.

     

  335. Žižek y el terror de los europeos

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    Es posible que Slavoj Žižek sea el pensador más mediático de la actualidad. Su personalidad histriónica, fundada en un tono excesivamente elocuente, se ha transformado en un referente analítico por la singularidad de sus postulados que convocan, de manera transversal, filosofía, crítica cultural y sicoanálisis “lacaniano”. Más allá o más acá de sus numerosas e influyentes publicaciones y de su intensa vida académica, hay que consignar su participación política activa, al punto de que el año 1990 postuló (sin éxito) a la presidencia de Eslovenia.

    Su libro La nueva lucha de clases: los refugiados y el terror realiza un acertado diagnóstico acerca de cuál es la trama en que se cursa la crítica situación ante la masividad de refugiados que atraviesa Europa. Establece como núcleo la relación entre globalización capitalista, terrorismo islámico y migraciones masivas producidas por los conflictos relacionados, precisamente, con los intereses económico-corporativos provenientes de los poderosos países que lideran la globalización. De manera indiscutible, su mirada sobre el conjunto de crisis que atraviesan la realidad actual está radicada con énfasis en el capitalismo global y sus múltiples aristas directas o indirectas en las guerras, ocupaciones, luchas étnicas en las que Europa y Estados Unidos están comprometidos. O, en algunos casos, las crisis responden a intereses económicos de las grandes corporaciones.

    Este es el escenario en el que “navega” el libro. Desde luego, dos aspectos son fundamentales: la religión y el capitalismo global. El islam radical como sede central de los actos terroristas en Europa, preferencialmente los últimos acaecidos en París, como también el 11-S de Estados Unidos, le permiten a Žižek ingresar al siempre intenso territorio de las religiones que son, en su conjunto, cuestionadas por el autor sin excepción alguna. Sus críticas más frecuentes se refieren al universo católico, al judío y, desde luego, al islámico.

    Lo que el texto propone es pensar el caos trágico de los efectos de la migración como una “guerra cultural”. Esta guerra, según Žižek, correspondería a una guerra de clases interpuesta. Básicamente, el autor les adjudica a las clases populares la intolerancia hacia los migrantes. Una intolerancia que resulta antagónica (y paradójica) con sectores de las clases medias altas, que estarían traspasadas por una amplia tolerancia cultural. Sin embargo, este proceso porta un doblez, pues tiene que leerse como una instancia en que los sujetos de ambas clases “al relacionarse con su otredad se relacionan consigo misma”.

    Žižek mantiene de manera recurrente un pensamiento adverso ante las propuestas humanistas. Su énfasis discursivo radica en abandonar la “empatía humanitaria” hacia los refugiados, empatía con la que mantiene fuertes desacuerdos porque esa posición sería una sede hipócrita y, más bien, sostiene la importancia de “dejar de fundamentar nuestra ayuda en la compasión hacia su sufrimiento” y reconocer en cambio una obligación ética. Sería esa obligación ética la que permitiría no considerar al migrante como un “igual a nosotros”, porque esa disposición igualitaria sería nada más ni nada menos que una compuerta hacia el racismo luego de que se hacen visibles las diferencias. Žižek justifica su afirmación (por cierto conflictiva) cuando señala que las diferencias están en el interior de cada una de las localidades, pues “nosotros mismos no somos personas como nosotros”.

    Por otra parte, para este pensador, el llamado fundamentalismo islámico liderado por el ISIS no tiene salida política. Es en ese vacío, en la falta de proyecto, donde el texto de Žižek se abre a un diálogo con Alain Badiou. Este último afirma que la denominación de ISIS como un Estado anticapitalista es falsa, porque porta un derrotero autodestructivo, enclavado en una pulsión de muerte sin ningún horizonte emancipador. Más aún, Badiou advierte al ISIS como parte del sistema capitalista, al ser “su fantasma oculto”.

    Žižek discrepa parcialmente con Badiou, para quien la religión no es excesivamente relevante en las actuaciones de ISIS. En cambio Žižek afirma que más allá de la realidad-real del ingreso de la religión en cada sujeto y aun considerando los credos como “ropajes”, las religiones (todas sin excepción) constituyen un instrumento “para engañarse a sí mismos”. Así, más allá de las diferencias, ambos pensadores coinciden en una situación sin salida, pues su matriz es autodestrucción pura, cuyo centro radica en el deseo por Occidente y en la envidia frente a una no pertenencia.

    A lo largo del texto, Žižek va a plantear una división, a mi juicio un tanto binaria, entre los liberales izquierdistas y los conservadores. Con ambos sectores va a mantener amplias diferencias. Sin embargo, el autor ingresa a un terreno confuso y con ribetes mesiánicos cuando elabora una serie de propuestas (ante la hecatombe que presagia) para enfrentar la actual realidad europea y acaso mundial.

    Son estas propuestas, a mi juicio, los momentos más resbaladizos o discutibles o precipitados de su libro, porque las soluciones planteadas por el autor no contemplan, en absoluto, cuáles serían las nuevas organizaciones económicas-productivas que garantizarían la nueva era que propone y que, en su novedad, debería desplazar la estructura capitalista tal y como la conocemos en la actualidad.

    Como punto de partida para sus propuestas, Žižek subraya la necesidad de un orden para lo que avizora como un desorden fronterizo. Sigue, de manera no lineal, el planteamiento de Fredric Jameson, quien pensó en la militarización global de la sociedad. Žižek acoge esta utopía militar y la repiensa, de un modo tradicional, como una solución al caos que provocan las migraciones multitudinarias. Pretende la existencia de una programada intervención militar como vigilancia y distribución de cuerpos en diversos territorios para, así, darle una estructura al flujo migratorio. Desde luego advierte que esta medida puede ser considerada como estado de emergencia, pero señala que el paso de la frontera de un grupo masivo de personas es en sí un estado de emergencia.

    Lo que Žižek parece olvidar es que ya hay una férrea existencia de fronteras y que ese anarquismo fronterizo que presagia es sencillamente imposible por la vigilancia ultra tecnológica y policíaca de los límites territoriales de los países poderosos.

    A esta intervención militar, Žižek agrega que la cultura de los migrantes es “incompatible” con los valores y los derechos humanos de Europa. Ante este escenario, su propuesta es nuevamente confusa y hasta autoritaria, pues afirma que habría que establecer un mínimo de normas comunes (desde luego, las que promueve Europa) que serían convertidas en ley y devendrían en castigos penales si no se cumplen. Y entre esas normativas establece, de manera primordial, la aceptación de los distintos modos de vida. En este punto radica una de las mayores contradicciones que el texto presenta, pues en la medida en que se establezcan esas normas mínimas comunes es un hecho que se vulnerarían modos de vida. Las normas comunes que propone se articulan, por ejemplo, en torno a las disidencias sexuales y a las mujeres. En ese sentido, Žižek parece olvidar que ese mínimo tampoco se cumple a cabalidad en el espacio europeo que lideraría estos principios.

    Su solución mesiánica, a mi juicio, se funda en construir una “lucha común” frente a “problemas comunes”. Sugiere que en el futuro cada vez las sociedades serán más móviles (como si la historia humana no se haya caracterizado por su extrema movilidad) y eso redobla, desde su perspectiva, la necesidad de aspirar a un “bien común” que él piensa como un neocomunismo. Define como “bien común” al lenguaje, la ecología y la naturaleza interior. En suma, la cultura. O, en sus palabras, una “leikultur emancipadora y positiva”.

    La nueva lucha de clases: los refugiados y el terror construye una voz y una mirada que se desea inteligente, audaz y polémica. Y desde luego lo es. Sin embargo, su singularidad rebota contra sí misma y no consigue establecer una salida con las propuestas que postula. Incluso más: cuando usa en su capítulo final la famosa pregunta de Lenin “¿qué hacer?”, la verdad es que Žižek no sabe. O sabe de una manera que él mismo no acepta, cuando señala: “La postura realmente valiente consiste en admitir que es probable que la luz al final del túnel sea la de un tren que se acerca en dirección contraria”.

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  336. El año del populismo paranoico

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    El 2016 será recordado como un año revolucionario para la derecha radical, que hizo importantes avances en Francia, Holanda, Hungría, Grecia, Polonia, Italia y EE.UU. Y lo ha hecho oponiéndose a la globalización y prometiendo traer de regreso cosas que existían en un pasado imaginario, con mercados protegidos, sin inmigrantes ni minorías. Nick Cohen bautizó el espíritu de esta época como “populismo paranoico”, un tipo de demagogia que promueve la idea de que todos los males son producto de la conspiración de las élites y de que todas las soluciones están en manos de un líder que sí representa genuinamente los intereses del pueblo.

    por marcelo somarriva

    El 2016 ha sido de colección. El triunfo del Brexit (la opción por la salida de la Unión Europea) en el Reino Unido y la elección presidencial de Donald Trump en Estados Unidos son algunos de los cataclismos políticos que trajo este año en el que también la extrema derecha, y una nueva variante conocida ahora como “alt-right”, tuvo un notorio avance en países como Francia, Holanda, Grecia, Polonia, Italia y Estados Unidos. Tal como dijo alguien por ahí, este ha sido un año revolucionario, como 1968, pero al revés.

    Hace casi 200 años, el ensayista británico William Hazlitt escribió una colección de retratos de políticos, críticos y artistas titulado El espíritu de la época, donde propuso que su era se caracterizaba por la hipocresía y la apostasía de quienes habían renunciado al ideal republicano y liberal de las revoluciones de fines del siglo XVIII y abrazaron a las fuerzas reaccionarias y de la monarquía. Hace algunos meses el periodista británico Nick Cohen bautizó al espíritu de nuestra época como el de “populismo paranoico”, un tipo de demagogia con la que los líderes políticos manipulan los temores, ansiedades y frustraciones de los votantes, promoviendo la idea de que existe una conspiración generalizada de las élites para aprovecharse y engañar a la gente común haciéndoles creer que ellos son su única alternativa.

    Nick Cohen lleva años escribiendo una columna dominical en el diario The Observer y es una figura polémica en el periodismo británico. En 2015, desde las páginas de la revista The Spectator, Cohen anunció que renunciaba a las filas de la izquierda tradicional en las que se crió, tras el surgimiento del liderazgo laborista de Jeremy Corbyn, quien a su juicio encarna el regreso del fantasma estalinista y confirma que su sector ha perdido el rumbo. Desde entonces Cohen hostiga regularmente al líder laborista, por lo que considera su homofobia, racismo, machismo y antisemitismo, pero también a figuras de la vereda opuesta, especialmente a los rostros de la campaña del Brexit, Boris Johnson (“el mellizo de Trump”), Daniel Gove y Nigel Farage, por sus mentiras. Cohen dejó la izquierda pero no corrió hacia la derecha, donde por supuesto nadie salió a darle la bienvenida.

    Su desencanto con la izquierda se venía sintiendo al menos desde el 2007, cuando publicó su libro What’s Left?, un juego de palabras cuyo doble sentido se pierde al traducirlo al castellano, porque en inglés ¿Qué queda?, implica también preguntarse ¿Qué es la izquierda? En este libro Cohen denunció la hipocresía de la izquierda liberal y sus líderes, que condenan el racismo y otras violaciones a las libertades fundamentales puertas adentro, al mismo tiempo que toleran que los musulmanes aplasten a las minorías de sus países. Pero sobre todo le saca en cara a la izquierda su repugnancia por la clase popular británica, a la que dicen representar al mismo tiempo que rechaza sus valores y desprecia su forma de vida tan distinta a la suya. Desde entonces, sus críticas solo se han ido agudizando y el año pasado se preguntó hasta cuándo las universidades, la prensa de izquierda y el mundo del arte seguirán considerando a la clase media de su país sexista, racista, homofóbica y miserable lectora del diario sensacionalista Daily Mail, mientras que a los miembros de la clase popular los encuentran grasientos lectores del todavía más sensacionalista The Sun, e igualmente sexistas, racistas y homofóbicos. Gente tan retorcida y poco confiable, que es necesario decirles qué hacer y cómo comportarse.

    Las llamadas “guerras culturales”, donde se debatieron asuntos como la religión, la educación, el aborto, el control de armas o definiciones en torno al género, hicieron que todo se volviera un asunto de clase. Todo, menos la discusión de asuntos como la distribución de la riqueza y la regulación del mercado (donde la clase sí que era crucial).

    La crítica de Cohen a la izquierda británica es muy similar a la que le hizo en 2004 el periodista estadounidense Thomas Frank al partido demócrata de su país en What’s the matter with Kansas? En ese libro Frank explica por qué la izquierda ha perdido una de sus bases de poder más emblemáticas ante los republicanos: durante décadas los conservadores nunca hablaron de clases sociales si se trataba de discutir asuntos económicos donde nada podía entrometerse con el predominio del mercado. Sin embargo, si la política se definía como cultura, para los republicanos la clase se convertía al instante en el corazón mismo del discurso público. Las llamadas “guerras culturales”, donde se debatieron asuntos como la religión, la educación, el aborto, el control de armas o definiciones en torno al género, hicieron que todo se volviera un asunto de clase. Todo, menos la discusión de asuntos como la distribución de la riqueza y la regulación del mercado (donde la clase sí que era crucial). Por una especie de descomunal distorsión óptica, la tradicional guerra entre izquierda y derecha se volvió entonces una especie de lucha de clases al revés y el ciudadano humilde, trabajador y temeroso de Dios se alineó con el partido republicano.

    A comienzos de los 60 los republicanos se presentaron como el partido de la gente común, o lo que Nixon (y más tarde Trump) llamaron la “mayoría silenciosa”, y al mismo tiempo que elogiaban a los trabajadores por su patriotismo y su respeto a los valores, destruyeron los sindicatos y redujeron los impuestos de los más ricos. Los republicanos tenían poco y nada que ofrecer a su base electoral en estas guerras culturales y la élite liberal por su parte ariscaba la nariz, menospreciando estos debates que ofendían su educación y cultura superior. El problema es que mientras los liberales reaccionaban con lo que Frank llama un esnobismo insultante, los republicanos fueron afilando un racismo soterrado y una crítica constante a una élite liberal que parecía estar siempre conspirando contra los valores de la gente común y corriente.

    Este año Frank publicó Listen Liberal, un libro indispensable para entender el fracaso de Hillary Clinton y de un círculo liberal que tomó la decisión de enfrentar los problemas económicos de lo que alguna vez se llamó la clase trabajadora, mediante un discurso que enarbolaba los lemas de la globalización y la “innovación”, y promoviendo el financiamiento de “start ups” y otros  emprendimientos similares a medio camino entre Wall Street y Silicon Valley. Frank habló entonces de la “complacencia meritocrática” de los liberales que según él gobiernan para una clase profesional y educada, ignorando a la mayoría de la población que no tiene título universitario, en un país donde un 70% de las personas en edad de trabajar no tienen título universitario y, por lo mismo, atribuyó la victoria de Trump a una reacción popular en contra de la presumida arrogancia liberal.

    Según Cohen, la resaca tras el fin de la larga era de la globalización y el período neoliberal, vigente desde los 80 con la llegada al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher hasta la crisis del 2008, impidió evaluar correctamente la fuerza del regreso del nacionalismo, demagógico y engañoso que está detrás del Brexit, de la victoria de Trump, y de los movimientos liderados por Marine Le Pen, Vladimir Putin, entre otros.

    Mientras tanto, la mezcla de populismo cultural y ortodoxia libremercadista, que hace favores a los ricos mientras estimula las afrentas a la clase trabajadora, según Frank era sumamente inestable y solo podía mantenerse si la economía andaba razonablemente bien. La crisis de 2008 y la recesión terminaron con eso, y ocho años después los sueldos de los trabajadores siguieron estancados y la inequidad había crecido. En ese contexto apareció en escena Trump, con sus ademanes exagerados y su estrafalario peinado al viento, anunciando que él (que por supuesto no es político) iba por fin a hacer algo por los trabajadores, haciendo promesas a destajo y con el descaro de presentarse como un obrero, millonario.

    Frank ha tenido este año el incómodo privilegio de decirle al público norteamericano un rotundo “se los dije”, y tras las elecciones su argumento se ha repetido continuamente como una de las explicaciones más comunes del éxito de Trump. Incluso Hillary Clinton de alguna manera asumió este diagnóstico, aunque no supiera exactamente cómo solucionarlo: “Los demócratas, somos el partido de la clase trabajadora, pero no hemos hecho un buen trabajo mostrándoles que sabemos lo que les pasa”, dijo en una entrevista a pocas semanas de las elecciones.

    Al otro lado del Atlántico, Nick Cohen ha vivido una situación parecida a la de Frank y sus críticas a la élite liberal de izquierda adquirieron una connotación más urgente con el resurgimiento del nacionalismo como fuerza política dominante tras el triunfo del Brexit. Según Cohen, la resaca tras el fin de la larga era de la globalización y el período neoliberal, vigente desde los 80 con la llegada al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher hasta la crisis del 2008, impidió evaluar correctamente la fuerza del regreso del nacionalismo, demagógico y engañoso que está detrás del Brexit, de la victoria de Trump, y de los movimientos liderados por Marine Le Pen, Vladimir Putin, entre otros. Cohen agrega que hay un relativo consenso respecto de cómo el orden neoliberal dejó atrás a clases completas, promoviendo desigualdades e ignorando las preocupaciones de quienes se sintieron amenazados por la inmigración y que por un momento creyeron más importante privilegiar lo local ante lo global. Pero recalcó que es un error muy grande suponer que cualquier propuesta, por el simple hecho de simpatizar con los abandonados, es mejor que el fallecido orden neoliberal.

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    Paranoia y conspiración

    El diccionario Oxford determinó que la palabra del año en el mundo anglosajón fue el neologismo “post-verdad”, adjetivo que alude a “circunstancias en las cuales los hechos objetivos son menos influyentes para la opinión pública que las emociones o las creencias personales”. No es casualidad que entre las otras palabras que se disputaban este primer lugar estuvieran “Brexit” y “Alt-right”, con las cuales la “post-verdad” estaba muy relacionada. Otra palabra, que también está conectada y que apareció en la lista que hizo el diccionario Merrian-Webster, es “rigged-system”, que describe un sistema arreglado, amañado o manipulado por la clase dirigente para obtener provechos en su beneficio. Trump convirtió a esta fórmula en un estribillo de su campaña, asegurando que haría que Estados Unidos volviera a ser grande otra vez (limpiando, de paso, el pantano de Washington). Como dice Cohen, con esto Trump le dijo al público que algo malo estaba pasando, sembró dudas y avivó sus temores. A pesar de que nunca explicó bien qué era eso tan malo, la culpable de todos los problemas siempre fue identificada como la clase dirigente y sus maquinaciones oscuras para impedir que alguien como él llegara a solucionar los problemas. Con los movimientos de extrema derecha europeos el problema fue la propia Unión Europea, que obliga otra vez a “la gente” a recibir y tolerar “inmigrantes invasores”.

    Según Cohen, el “populismo paranoico” se manifiesta en las acusaciones generalizadas contra políticos y expertos que son descritos como ladrones, sesgados y corruptos, y contra los medios de comunicación tradicionales. Es lo que se destila a diario en las redes sociales, donde estos comentarios se propagan como veneno.

    Una característica común de los movimientos políticos de este año ha sido atribuirle una ilimitada malicia y un poder casi sobrenatural a sus oponentes, acusando en sus campañas la existencia de una gran conspiración para engañar a un público, al que atemorizan y luego prometen proteger. Según Cohen, el “populismo paranoico” se manifiesta en las acusaciones generalizadas contra políticos y expertos que son descritos como ladrones, sesgados y corruptos, y contra los medios de comunicación tradicionales. Es lo que se destila a diario en las redes sociales, donde estos comentarios se propagan como veneno. Internet ha permitido que vivamos en enclaves cerrados, impenetrables a los puntos de vista y las opiniones divergentes. El año pasado el comentarista Tim Burrows habló de unos lugares virtuales a los que llamó Faceburbs (una mezcla de Facebook y suburbios), pequeñas fortalezas donde podemos encerrarnos y cualquier información puede ser cierta.

    En la década del 60, el crítico norteamericano Richard Hofstadter publicó el ensayo Paranoid Style in American Politics, reeditado hace poco, donde señala que la política en Estados Unidos muchas veces ha sido el campo de batalla de mentes enfurecidas, inflamadas por un estilo paranoico, que no era exclusivo de algún partido. Esta paranoia no se entendía en un sentido clínico, sino como una “exageración acalorada”, un exceso de “suspicacia” y la proliferación de “fantasías conspirativas”, lo que no implicaba que las demandas planteadas bajo esa forma no fueran a veces razonables o ligadas a un descontento legítimo. Hofstadter analizó algunos casos de este fenómeno en la historia y observó que en los 60 el estilo paranoico dio un giro y se asoció con la derecha moderna, que desde entonces empezó a sentir que el país y sus virtudes tradicionales les habían sido “arrebatadas” por fuerzas cosmopolitas e intelectuales progresistas.

    Hoy, en los comienzos del siglo XXI, las teorías conspirativas vuelven a dominar la escena política y han sido un ingrediente fundamental en los argumentos expuestos por las campañas políticas que según Nick Cohen nos tienen sumergidos de cabeza en “el pantano de la historia vudú”, como un recurso extremo de candidatos que no tienen dónde recurrir. El problema de estas teorías vudú, observó la periodista Masha Gessen en The New York Review of Books, es que se alojan en la mente, mostrando apenas que algo podría ser cierto, sin nunca probarlo. Y también son imposibles de desacreditar completamente.

    Uno de los pilares de la visión conspirativa del mundo que construyó Trump fue la idea de lo “políticamente correcto”. Moira Weigel, en una revisión de la historia de este concepto, advierte que en manos de este candidato esta idea tomó toda clase de formas, muchas veces contradictorias, que Trump uso siempre a su favor. Los críticos originales de lo políticamente correcto, según Weigel, fueron académicos que reclamaban por el restablecimiento de un canon intelectual e ideológico amenazado por visiones liberales. A Trump, en cambio, importándole un comino la alta cultura y sus supuestos valores inmanentes, habló hasta las náuseas de lo políticamente correcto y estableció el mito de que las fuerzas deshonestas y poderosas de la corrección política le impedían defender a una nación en decadencia. Esto le ayudó a aparecer como un sujeto perseguido y heroico, aumentando su atractivo emocional gracias a una victimización ficticia. En su campaña, Trump hizo toda clase de cosas ultrajantes, y en su afán por destruir el statu quo jugó a su antojo con lo que era o no correcto políticamente, sin tomarse la molestia de definirlo nunca, desacreditando despectivamente cualquier cosa que le parecía de sentido común y que no merecía la pena probarse.

    De acuerdo a este investigador de la Universidad de Princeton, un populista no solo es el que critica a las élites, ya que esas críticas muchas veces son justificadas, ni el que invoca conspiraciones; la señal delatora del populista es su pretensión de ser él y solo él quien representa genuinamente al pueblo, aspiración que siempre tiene una marca moral, y que significa que sus competidores y críticos son parte de una élite amoral y corrupta.

    La periodista Anne Applebaum llamó en el Washington Post al grupo de partidos de extrema derecha formado por el “Freedom Party” de Austria y su homónimo en Holanda, al Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), al Fidersz en Hungría, a Ley y Justicia en Polonia y al propio Trump, como la “Internacional Populista”. Una pandilla que comparte su oposición a la globalización, sus contactos con Putin y tienen poco y nada que ver con la derecha occidental moderna, conservadora pero respetuosa de las instituciones y de los valores democráticos. Esta nueva derecha extrema, según Applebaum, no quiere preservar o conservar el orden existente, sino que derrocar las instituciones del presente para traer de vuelta las cosas que existían en un pasado imaginario, con mercados protegidos y sin inmigrantes ni minorías.

    Este año la palabra populismo ha sonado como nunca. Habitualmente se la usa con bastante ligereza, como un garrote peyorativo para golpear a un rival político y descalificarlo ideológicamente. El mismo Nick Cohen en sus columnas usó el término de manera confusa, llegando incluso a acusar de populista a Corbyn de manera risible, como un caso especial de populista que ignoraba por completo a la gente. Sin embargo, hace poco Cohen apareció una mañana de domingo citando una definición muy precisa propuesta por Jan-Werner Müller en su libro What is populism? De acuerdo a este investigador de la Universidad de Princeton, un populista no solo es el que critica a las élites, ya que esas críticas muchas veces son justificadas, ni el que invoca conspiraciones; la señal delatora del populista es su pretensión de ser él y solo él quien representa genuinamente al pueblo, aspiración que siempre tiene una marca moral, y que significa que sus competidores y críticos son parte de una élite amoral y corrupta. El populista anula a sus competidores porque estos siempre son ilegítimos y no saben lo que es el “verdadero pueblo”, ni pertenecen a él.

    En ese sentido, por ejemplo, cuando Trump dijo en mayo que lo único importante era unir al pueblo o a sus adherentes, ya que el resto de la gente no significaba nada, aparece como el populista perfecto. El pueblo y lo que demanda son algo único, porque provienen de su imaginación. Lo que el populista considera como “la” voluntad popular, es lo que él pone en boca de un pueblo que es su propia creación, la ficción de un pueblo homogéneo y siempre justo, algo que según Müller es una ficción porque en las democracias actuales, modernas, complejas y pluralistas, no hay una voluntad política única. Este es precisamente uno de los principales peligros de este tipo de personajes: negar o hacer desaparecer el pluralismo de las sociedades contemporáneas. Hay algo troglodita en esa pulsión populista por pensar en bloque, en asumir que el pueblo, y también la élite, la cultura, la economía o los medios, son estructuras monolíticas.

    Trump podrá ser un populista perfecto, pero según Müller el populismo no basta para explicar por sí solo su “fenómeno”. La elección de Estados Unidos fue extraordinaria en muchos aspectos, pero en otros fue simplemente otra elección más. Los intentos de la prensa por explicarse el triunfo de este candidato, que se presentan como inmersiones a un abismo del que los cronistas vuelven corriendo a desinfectarse, corroboran la distancia que existe entre una élite liberal y los votantes de este candidato. Como señala Müller, es cierto que en Europa y EE.UU. la base de los movimientos populistas son hombres blancos menos educados, y también es cierto que en las encuestas muchos de ellos expresan su sensación de que el país está en declive. Sin embargo, esta afirmación no depende necesariamente de su propia situación económica y es falso sostener que cada adherente de un partido populista es un “perdedor de la globalización”.  No todo se reduce a la envidia hacia los más ricos. Tampoco significa que los votantes de Trump sean todos unos racistas sin remedio. Es un gesto de condescendencia complaciente reducir todo lo que piensan y dicen estos votantes a su resentimiento, y explicar sus elecciones como una expresión no articulada de un proletariado descontento. Müller advierte que no es necesariamente cierto que la votación de Trump haya revelado la verdad sobre la sociedad estadounidense y haya desenmascarado a un pueblo esencialmente nacionalista y extremo. La representación política, dice, es un proceso dinámico de dos dimensiones y no reproduce de manera exacta la realidad social y cultural. La versión de una clase trabajadora racista norteamericana es algo que debe tomarse con extraordinaria cautela, considerando que los votantes blancos con menos ingresos (menos de 50 mil dólares al año) votaron por Clinton. Peter Hessler analizó en un artículo de la revista New Yorker la votación de Trump y observó que sus electores eligieron a un candidato que supuestamente no le debía nada al establishment político y eligieron propuestas específicas o cualidades suyas que les interesaban, sin necesariamente dar cuenta de la totalidad de su propuesta (esto era imposible por su absoluta falta de disciplina). El punto es que Trump llevó el discurso de la extrema derecha actual o lo que se llama la “alt-right” hacia el corazón de su campaña, logrando que muchos blancos (que todavía son la mayoría en Estados Unidos) se percibieran a sí mismos como una minoría oprimida. Aquí, como dijo Nick Cohen, queda claro como quienes presumen luchar en contra de las élites a nombre de las masas, son los más manipuladores de todos.

  337. Pateando piedras

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    Se reedita Patas de perro, de Carlos Droguett, una novela crítica y rebelde que merece perdurar por mucho tiempo y tener siempre renovados y jóvenes lectores. Porque la dolorosa experiencia de su protagonista, el niño-perro Bobi, sigue viva en la pobreza, el maltrato y la infancia minorizada de hoy.

    por lorena amaro

    La nueva (y bella) edición de Patas de perro, realizada por editorial Malpaso en Barcelona, le hace justicia a la obra del escritor chileno Carlos Droguett, a 20 años de su muerte en Suiza. Allá, lejos de Chile, pidió a su familia que dieran sepultura a sus restos. Cuenta Lina Meruane en su excelente prólogo (uno de los muchos aciertos de esta edición), que Droguett deseaba que lo incineraran y “que sus cenizas fueran lanzadas a un inodoro”. Allí debía leerse un modesto cartel: “Aquí yace Carlos Droguett”. Meruane enlaza inteligente y sensiblemente este destino con el de las incontables víctimas del siglo XX: “A menudo los sobrevivientes del horror han preferido acabar sus vidas, o sus muertes, de manera solidaria y silenciosa con las víctimas de esos holocaustos y los que están en camino: en forma de ceniza”.

    Droguett moría en 1996, a solo cuatro años del cambio de siglo y en la misma fecha en que Bolaño publicaba La literatura nazi en América, obra que Meruane hace de algún modo subsidiaria de la mirada crítica y política del gran narrador de Eloy y Setenta muertos en la escalera, que en 1976 decidió abandonar su país producto de la persecución política.

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    La obra de Droguett se asienta sobre la violencia psicológica y física ejercida desde el poder y sus discursos, que trazan la diferencia tramposa entre la “normalidad” y lo “anormal”, entre el control y la desmesura. Él “no militaba más que en el ejercicio verboso de la denuncia social”, explica Meruane, ofreciendo una lectura que sitúa el alejamiento de Droguett, su “encenizamiento” fuera de la patria, y su consiguiente borradura autorial en el campo literario chileno durante al menos dos décadas. Una tachadura injusta que los nuevos editores han procurado reparar: Tajamar, Lanzallamas, Ediciones UDP y ahora Malpaso en el ámbito internacional han puesto el ojo sobre esta obra que, como la de Manuel Rojas o González Vera, no solo ofrece un discurso social sino que se caracteriza por una estética, por un saber decir particular; en el caso de Droguett, el fraseo insomne, desmedido, de un narrador, “Carlos”, comprometido con el destino de Roberto, Bobi, el niño-perro, un monólogo interior en que casi no hay puntos aparte, porque el punto aparte indica un cambio de idea, y aquí la idea es una, obsesiva, porque aquí cuesta segmentar el relato, porque todo es parte de un mismo dolor en carne viva, el del niño-perro nacido en un hogar proletario, hijo de un alcohólico, entregado por su madre a manos de un extraño, castigado por las distintas instancias normalizadoras, a las que el niño hace frente, con inocencia y libertad, pero también dolorosamente: “Y cuando miraba súbitamente sus piernas el terror me golpeaba el pecho y sentía verdadero pavor cuando lo sentía reír, reírse de mí, olvidado de todo, felizmente olvidado de todo, de su situación, de mi situación, especialmente de su cuerpo, al que no se acostumbraba del todo, al que yo temía comenzara a tomarle horror, verdadero pánico y ese como miedo desprendido, desprendido de las manos y de la boca, ese miedo que se evapora por el pelo y nos deja solos, solos ya con la soledad total, con la muerte trepando fríamente por las piernas…”.

    La indagación del narrador es una pregunta por su propia condición: en el espejo de Bobi, las preguntas por el destino humano se hacen como nunca claras y punzantes; como escritor de difícil trato con otros seres humanos, “Carlos” va develando un discurso complejo sobre los afectos y el rechazo, en el que él se ve tan implicado como su protagonista de 13 años.

    La lengua de Droguett, lejos de haber quedado desfasada, está más viva que nunca. No es de extrañar que desde los estudios biopolíticos, obras como la suya sean analizadas con atención, ya que revelan los límites difusos de la vida y de lo vivo, y su contenciosa relación con la muerte y la destrucción. La vida de Bobi, por su sola existencia, plantea una turbulencia social. Los discursos se enmarañan en torno a un personaje que es la summa de la subalternidad: niño, proletario, hijo de alcohólico, animal. Él mismo enfrenta, sin embargo, su condición estigmatizada, con la libertad de la risa, anómalamente desafiante, la inscripción de una diferencia salvaje, que escabulle el deber ser y esa nube de procedimientos y disciplina que lo envuelve. Su escritura cobra actualidad en el trabajo de otros autores chilenos, como Diamela Eltit y ahora Lina Meruane, quienes no solo han escrito sobre Droguett sino que lo han hecho latente en sus propias escrituras, que interrogan sobre el poder y sus juegos, sobre la violencia y sus normas, sobre la animalidad y sus desafíos.

    El dolor que narra “Carlos” en esta novela sigue vivo en la pobreza, la inmigración, la infancia minorizada de hoy. Son muchos los que, como Bobi, deben seguir corriendo por sus vidas, derrumbando puertas, pateando piedras. Sí, volar con sus patas increíbles, con esas patas desmesuradas que dibujó Mauricio Amster para la primera e inolvidable edición hecha por Zig-Zag, hace ya más de 50 años. Un relato crítico y rebelde que merece perdurar por mucho tiempo y tener siempre renovados y jóvenes lectores.

  338. Acabando el año murieron dos poetas

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    Rodolfo Hinostroza de Perú y Ferreira Gullar de Brasil. Por supuesto murieron muchos más, Leonard Cohen sin ir más lejos, Marcos Ana yéndolo mucho, Oswaldo Reynoso y Eduardo Chirinos volviendo a Perú. Pero las muertes de Hinostroza y de Ferreira Gullar enlutecen, podría decirse, históricamente a la poesía americana.

    por vicente undurraga

    Rodolfo Hinostroza, fallecido el 1 de noviembre a los 75 años, fue el autor de tres libros publicados con mucha distancia entre sí, distancia no solo temporal sino estilística y temática. El segundo, Contra natura, parece escrito por un poeta distinto. Distinto no únicamente de sí mismo, sino de todos. En realidad, Contra natura parecería el libro de un marciano, o al menos un caso extremo del poeta-camaleón del que hablara John Keats, si no fuese por el sustrato personal que, como el hilo rojo de la leyenda oriental, ata secretamente los tres libros de Hinostroza, ese sustrato que, como siempre pasa con la gran poesía, es más fácil reconocer que definir.

    La poesía de Hinostroza en sus tres libros salta a la vista por su alta intensidad y está provista siempre de un acento, una quebradura del idioma, un aire que fue, es y seguirá siendo viento fresco. Su debut, Consejero del lobo (1965) muestra a un asombroso poeta de 23 años que, aunque muy narrativo, es muy singular e inimitable, en parte porque sus poemas, ya traten de Juana de Arco o de una boda, son como pedazos de relatos difusos cuyo complemento solo el poeta conoce. Es como si el lector llegara no al principio del poema sino algo tarde y no le quedara otra que incorporarse y dejarse llevar, asumiendo que “En el alumbramiento del amor/ No estuvimos presentes” y que “Allí/ Se bebió como se bebe/ En los altos funerales de un muchacho”.

    Años después, en 1971, publicó el paradigmático Contra natura, ganador del premio Maldoror de la editorial Seix-Barral, con un jurado integrado, entre otros, por Octavio Paz y Jaime Gil de Biedma. En ese libro capital, el lenguaje de Hinostroza estalla. Ricardo Piglia dijo que César Vallejo escribía en un castellano del futuro que algún día todos quizás hablaremos. Se podría decir que Hinostroza se nos adelanta y se acerca a Vallejo (“Oh César, oh demiurgo…”) y, nutriéndose de la nomenclatura del ajedrez, de las gráficas del horóscopo, del inglés y del misterio, da forma a 15 poemas donde aunque muchas veces “los sentidos se pudren, se pudren”, como dice un verso, siempre queda, como dice otro, “un sonido vocálico, cualquier cosa/ que no calle jamás”.

    A medio siglo de su publicación, Contra natura no calla, sigue transmitiendo desde su frecuencia alucinada. El que sí calló fue el Hinostroza poeta, que seguramente quedó exhausto tras parir esa bestia castellana, por lo que desde entonces solo escribió narrativa, gastronomía, traducciones, teatro, cualquier cosa menos poesía. Hasta que después de 34 años reapareció con Memorial de casa grande para ofrecer, retomando parcialmente la voz de su primer libro, una crónica familiar donde repasa la historia de sus antepasados (aparece un “chileno culeao”) y relata el estremecedor hallazgo de “Los huesos de mi padre”, aunque el final, si cabe decirlo así, es inesperadamente feliz: “Ahora reposan en el Cementerio el Ángel/ en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos/ a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño eterno./ La muerte, piadosamente,/ ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó”.

    Voz propia, vida nueva, viento fresco el de Hinostroza en una tierra, la peruana, donde durante años soplaron, en materia poética, por lo bajo cinco huracanes: Antonio Cisneros, José Watanabe, Blanca Varela, Jorge Eduardo Eielson y él. Murieron los cinco, pero quedan otros.

    ferreira gullar

    Ferreira Gullar

    También fue voz propia, vida nueva y viento fresco, y en momentos un necesario vendaval sucio, Ferreira Gullar en Brasil, que murió el 4 de diciembre, a los 86 años. Al igual que Hinostroza, aunque a través de más libros, describió con el tiempo un arco de escritura muy amplio, partiendo de su participación temprana en el neoconcretismo, al que dejó de lado para volcarse a una poesía encarnada, personal, donde el cuerpo, el sexo y el entorno social pasaron a primer plano, sin dejar nunca por ello de procurar una poesía de fina indagación formal. A partir de En el vértigo del día, de 1980, derivó en la factura de poemas sencillos, cultivando un maravilloso estilo en el que extremó su fuerza expresiva pero no en la línea del alarde, sino al contrario, tendiendo a una simpleza cargada, intensa, como de poeta italiano iluminado: “Cuando ella canta su voz/ me recuerda un pájaro pero/ no un pájaro cantando:/ recuerda un pájaro volando”.

    Ferreira Gullar es principalmente conocido por su Poema sucio. Si Hinostroza hacia el último tramo de su existencia hizo la larga y descarnada memoria de su familia como un modo de autorretratarse, Ferreira Gullar, no al final sino en el centro de su vida, despachó un largo, divertido, estrepitoso y salvaje poema que orbita en torno a su ciudad natal, San Luis de Maranhao, y al sentido del poema mismo. Lo escribió durante su exilio en Buenos Aires, en 1975.

    Lo sucio es el mundo retratado, claro: ya en la tercera página corren las ratas y las cucarachas. De forma especular, el poema tiene su suciedad, que no es otra cosa que la ausencia de lirismo y una variedad desatada de elementos textuales, de rodamientos poéticos: hay varios tonos, hay recuerdos y pensamientos, imágenes de todo tipo, expresión tipográfica, rimas y aliteraciones, obscenidades, malos olores y mucha pudrición: se pudren frutas, ríos, vidas y hasta el sentido, tal como en Hinostroza, pero de lo podrido, de la pudrición bien procesada, ya lo saben los ecologistas, puede surgir la vida, el movimiento, la belleza.

    Poema sucio y Contra natura no se solazan en la inmundicia: la muestran, tal vez la conjuren. Como al ya aludido poeta-camaleón de Keats, “no les molesta deleitarse con el lado oscuro de las cosas más que con el lado luminoso”. Ambos prosistas de gran estilo, ni Ferreira Gullar ni Hinostroza rehúyen contar al cantar. Son narrativos, pero en ellos la narratividad no derriba, como suele ocurrir, ningún vuelo ni sofoca ningún aliento. Son poetas libres, instintivos, impredecibles. Los dos pasaron algún tiempo refugiados en Chile (Ferreira Gullar escribió un poema al otoño chileno meses antes del Golpe y otro a Allende poco después del Golpe). Vale la pena leerlos. Fueron dos poetas, cabe decir en su casi coincidente hora fúnebre, tocados por cierto “encantamento da poesía”. Si se busca esta frase entrecomillada en YouTube, aparecerá un canoso Ferreira Gullar en todo su esplendor, simpatía y sapiencia contando cómo surgió su famoso “Poema de la mandarina”. Toda una lección de poesía.

  339. Dance, Dance, Dance: apuntes sobre la estética disco

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    Lo disco nació gay, latino, negro, femenino, electrónico, anónimo, urbano. De pronto, fue toda esa mezcla la que hizo que muy pocos libros y casi ninguna película dieran cuenta en su momento de su verdadero alcance. Sin embargo, hoy puede apreciarse la magnitud de un fenómeno que aportaba alegría, tensión sexual y liberación. “Quizás el verdadero pecado de lo disco no fue lo kitsch; era lo corporal”, plantea el autor de Sudor.

    por alberto fuguet

    1. Todos los clubes y fiestas itinerantes con DJs vienen de la música disco, definida por el crítico Jon Pareles como root music, es decir, música cuyas raíces permitieron la aparición de otra música: hip-hop, trance, techno, house… capaz que cumbia villera, reggaetón y axé.

    ¿Cuánta banda o artista pop respetado surgió de las cenizas de lo disco? ¿Pet Shop Boys? ¿Madonna? ¿Todo el Brit Pop?

    Pero esto no será acerca de los innumerables hits de lo disco ni de su legado musical. Hay una estética disco que supera los excesos del supuesto vestuario (supuesto, sí) que es lo que, entre otras cosas, le dio a lo disco mala fama. Se habla mucho del punk. Patti Smith ahora escribe libros; se tilda a Bolaño de tener una actitud punk. Hubo un gesto disco.

    Sigo: ¿hay una prosa disco?

    ¿Cuál es la gran novela disco?

    ¿Existió un cine disco?

    No, no es Fiebre de sábado por la noche. Veamos.

    2. Hay algo fascinante en intentar plantar algo en terrenos abonados con escoria. Muchos ecologistas o adeptos al compost o simplemente agricultores sagaces saben que esta práctica da –en efecto– frutos. Pero el mundo cultural es más tímido o reticente a la hora de trabajar con elementos que pueden ser considerados por la mayoría como basura. El pop, por lo general, es basura hasta que sobrevive al paso del tiempo. Impresiona la cantidad de enemigos que posee. Hace poco me preguntaron si no me daba miedo ser demasiado pop.

    Que quizás era demasiado contemporáneo.

    ¿No crees que el presente eventualmente pasará?, me preguntaron.

    Respuesta: “Sí, el presente tiende a hacer eso”.

    Supongo que el aquí y ahora se puede narrar de manera urgente o bien se puede negar, para así esperar a que se convierta en historia y exista la distancia suficiente, además del componente retro y la nostalgia. En el caso de lo disco hay que sumar la irrupción del elemento camp, que salpica de ironía el material que sirve de materia prima.

    ¿Era camp la onda disco?

    ¿Es realmente un momento en que la cultura popular tocó fondo?

    Todo esto lo pienso mientras leo las pocas novelas de esa época que se escribieron acerca de la onda disco. Casi todas son novelas gay o de autores gay, algo que no sorprende y quizá sea una de las razones de que no exista algo así como un gay disco literario: hubo poco, fue marginal y fue escrito por autores políticamente incorrectos, no asimilados, mirados con sospecha. También veo algunas películas malas y no tan malas estrenadas durante esa era.

    Sobre todo he estado escuchando música disco.

    Armé un playlist en Spotify.

    Leo y releo tres libros que intentan diseccionar y analizar y darle perspectiva y hasta repensar lo que algunos llaman la época de las bolas de espejos, los suelos de vidrio con luces debajo y los trajes de polyester.

    Acabo de terminar de leer Hot Stuff: Disco and the Remaking of American Culture de Alice Echols, The Last Party: Studio 54, Disco and the Culture of Night de Anthony Haden-Guest y La historia secreta del disco: sexualidad e integración racial en la pista de baile de Peter Shapiro (traducida y editada por Caja Negra). La conclusión es inapelable: más allá de ciertos excesos, se trató de un terremoto sísmico cultural.

    Lo disco fue más que una moda cutre o un período de exceso. Como sucede casi siempre con ciertos fenómenos artístico-culturales, lo que lo arruinó (por un tiempo) fue cuando los medios masivos lo agarraron con sus dedos pegotes y lo catapultaron hacia la oscuridad de lo kitsch.

    Lo disco nació gay, latino, negro, femenino, electrónico, anónimo, urbano.

    3. Hoy estamos casi atosigados de novelas, series y películas que tratan directamente los años 70 o bien los tienen como telón de fondo. Dicen que dos es casualidad y tres es tendencia, pero ya la cantidad de artefactos (una palabra tan poco disco) anclados en el verano de 1977 en Nueva York se vuelve sospechosa. Ciudad en llamas, la inmensa y dickensiniana novela de Garth Risk Hallberg tiene como epicentro el apagón de ese verano mientras el Bronx ardía, el punk se oponía al disco y la ciudad se caía a pedazos. La nueva novela del veterano Edmund White (uno de los fundadores de una poética gay urbana, in-yourface y fuera del clóset) se llama Our Young Man y recrea la época disco a través de un joven modelo francés que llega a Manhattan como un producto de exportación no tradicional. En televisión dos grandes apuestas tuvieron que ver con la música y la Gran Manzana: The Get Down, de Netflix, con el australiano Baz Luhrmann a la cabeza en una descontrolada serie que desea unir el nacimiento del disco, el rap y el grafiti. Algo parecido hizo la también descontrolada (pero a la Scorsese) serie de HBO llamada Vinyl, sobre el hombre que alteró la industria musical en los 70.

    Lo disco, al parecer, adquirió categoría de histórico. Una manera de entender el pasado e iluminar zonas más oscuras de nuestro presente. Cuarenta años después de los hechos propiamente tales, Scorsese se enfrenta al disco. Pero cuando a él le tocó vivirlo, se lo saltó: Taxi Driver no es un filme disco; el resto de las cintas de Scorsese de ese período son de época; acaso El rey de la comedia, de 1982, y Después de hora, de 1985, tienen un ligero aroma a disco, sobre todo en cómo se hicieron cargo de lo pop, la televisión, la idea de los medios y los centros abandonados como semilleros de tribus urbanas.

    ¿Cuánto se demoró lo disco para ser tema?

    Como casi todo, 20 años. Hacia 1997 empezaron las primeras películas y series y novelas. The Ice Storm, de Rick Moody, regresó a esos años pero desde la mirada infantil y adolescente de un grupo de hijos de dos matrimonios suburbanos que miran con envidia la revolución sexual y cultural que ellos se están perdiendo. La versión cinematográfica de la novela, a cargo de Ang Lee, se estrenó al poco tiempo.

    Cuarenta años
    después de
    los hechos
    propiamente
    tales, Scorsese
    se enfrenta al
    disco en Vinyl.
    Pero cuando a él
    le tocó vivirlo, se
    lo saltó.

    La mediocre cinta 54 quiso ser más fiel –y más gay– de lo que la época y el estudio estaban dispuestos, y la recortaron para que no fuera tan fiel a lo que realmente sucedió en la famosa e infame disco de la calle 54.

    El año 1997 estalló una obra maestra: Boogie Nights demostró que los 70, los suburbios, lo disco y el porno podían ser material de gran cine.

    Al rato apareció S.O.S. verano infernal, una de las primeras cintas “blancas” de Spike Lee, acerca del infame pero ya mitificado verano de 1977 en Manhattan. Al rato se publicó la notable novela Las vírgenes suicidas y apareció la comedia televisiva That´s 70s Show. Hoy una muy nominada cinta como Escándalo americano no nos escandaliza con su banda sonora disco; más bien, nos reconforta.

    ¿Qué fue lo que pasó?

    Transcurrió el tiempo. Los mundos que dieron origen al disco dejaron de ser subterráneos (los gays, los afroamericanos, las feministas, los latinos) y ciertos prejuicios ya no importan tanto (el disco es un arte creado por productores; el disco es una expresión pop; el disco es música bailable; el disco celebra el cuerpo y nada más) o son parte del diario vivir.

    Ah, otra cosa: los artistas y la gente que estaba rescatando el disco se lamentan de no poder haberlo vivido en carne propia.

    4. Una de las razones por las que lo disco ahora cuenta con mejores bonos en la cuenta bancaria es, creo, su asociación con el porno (como idea, como estética, como narrativas al alcance de la mano).

    Buena parte de la legitimidad con que ahora cuenta lo disco, me atrevo a decir, es la película Boogie Nights. Y es que lo disco fue la banda sonora de varios procesos revolucionarios que hoy son parte de nuestra cultura. Lo disco integró razas y minorías en la pista de baile, y jugó un rol enorme en articular el lazo de los gays con el espacio público. Lo disco explotó gracias a la reivindicación de los derechos homosexuales; quizás lo correcto es afirmar que le tocó vivir la liberación y la visibilidad. Lo mismo sucedió con las otras minorías. Y que sus divas fueran mujeres negras que le cantaban a la unidad o el empoderamiento o simplemente al amor y al sexo, no es casualidad. Es cierto: una música que llama a bailar y amar puede ser considerada poco ambiciosa, pero después de una década de canto social la idea de pasarlo bien era casi subversiva.

    Lo disco fue la
    banda sonora de
    varios procesos
    revolucionarios
    que hoy son
    parte de nuestra
    cultura. Lo disco
    integró razas y
    minorías en la
    pista de baile.

    Si la música es una forma de socialización, el disco cumplió su objetivo con creces. Y mientras la élite blanca huía de los centros urbanos, fue lo disco lo que mantuvo a esos centros vivos. ¿El disco fue paralelo a la liberación gay o se cruzaron? Ambas cosas. El cuerpo fue visto como máquina de baile, pero también como máquina de ideas. ¿O la revolución es solo de ideas? Como dice Alice Echols en Hot Stuff: “Todos esos cuerpos que se transformaban en uno”.

    La intimidad física, el sudor, los cuerpos, las pulsaciones, esos orgasmos sónicos… la idea del calor, de bailar sin camisa, hizo que los cuerpos fuertes y duros tipo alfa fueran exhibidos y deseados. “De pronto éramos hermanos; éramos los hombres que buscábamos”, escribió Edmund White.

    5. A pesar de que el imaginario setentero chileno está asociado a Pinochet y a la dictadura y a un apagón cultural en blanco y negro (hubo una estética TVNDINA), lo disco tuvo éxito por estos lados. Hubo una discoteca llamada Hollywood y numerosos shows de divas disco por las pantallas y mucho color y kitsch y Festival de Viña.

    6. Un amigo productor musical me dice: el disco fue el reino de los productores, de los DJs, de los que mezclaban. Lo original era la mezcla o la remezcla. La cultura de lo falso. En vez de instrumentos nobles, sintetizadores. Donna Summer fue una diosa gracias a Giorgio Moroder. Lo auténtico era el sonido, no el artista. Hasta entonces el autor era el artista compositor. Aquel que era intérprete estaba en una escala más abajo. Lo disco llevó todo lo que empezó con Motown al límite. No era falso, como decían los enemigos, pero no era cien por ciento auténtico. Era, como todo, inventado. Había narrativa. No todo era voz o letra; estaba el aura, el look, la persona. Por lo mismo, lo disco no funcionaba en vivo.

    Hoy esto no causa ruido.

    Antes irritaba.

    A nightclub goer wears platform shoes at the 20th anniversary celebration of the film Saturday Night Fever. The disco scenes were filmed in this Brooklyn club, the 2001 Odyssey. (Photo by mark peterson/Corbis via Getty Images)

    7. ¿Novelas de los 70 ambientadas en los 70? Poquísimas. He googleado, investigado, preguntado en librerías americanas. Serían apenas tres: dos novelas y un libro de crónicas. Poco traducidos, relegados a un gueto de libros gays. Dancer from the Dance de Andrew Holleran, Faggots de Larry Kramer (el mismo de la obra acerca de cómo organizarse para combatir el sida: The Normal Heart) y las crónicas de viajes de Edmund White, publicadas en la revista Christopher Street y reunidas en el libro States of Desire.

    La novela de Judith Rossner titulada Buscando a Mr. Goodbar se inserta en el mundo de la noche, la liberación sexual, lo disco. La premiada adaptación cinematográfica de Richard Brooks con Diane Keaton tiene un componente disco (en todos los sentidos del término: noche, baile, gay, minoría, decadencia urbana), aunque a pesar de su valor testimonial el filme posee una mirada moralista (anti disco) que la extirpa de su matriz. Brooks cree que es “la modernidad” la que condena a esta mujer y la adaptación termina siendo la mirada de un hombre mayor blanco que filma el presente como si los animales se hubieran escapado del zoológico.

    Otro libro, que no he leído, que es casi imposible de conseguir, es Cruising, el best seller sensacionalista de Gerald Walker acerca del submundo gay y sadomasoquista del barrio del Meat Packing District (hoy distrito de lujo) y que alcanzó notoriedad por la cinta de William Friedkin con Al Pacino como un policía que debe internarse en el mundillo del cuero. En su momento (1980, cuando lo disco ya iba de salida, expulsada por el americano medio blanco y también por el agote y la saturación), la cinta fue boicoteada por el movimiento gay por “difamación de las costumbres urbanas” y por insinuar que había asesinos y psicópatas entre la comunidad gay. Cruising nació muerta, pero a 36 años de su estreno merece una revisión. No es un filme homofóbico y sus escenas en discos con cuartos oscuros tienen un sentido de libertad y hermandad que sorprende.

    8. A ver… no he escrito de quizás la mejor cinta disco y la más exitosa de todas (no solo eso: una de las cintas más exitosas de todos los tiempos): Fiebre de sábado por la noche. Una cinta muy superior a lo que la gente cree pero, como lo argumenta Peter Shapiro en La historia secreta del Disco, “el artefacto disco más grande de todos los tiempos fue Fiebre de sábado por la noche y era una mentira… la película era una mirada dura e inclemente sobre las limitaciones de la vida de la clase trabajadora… era una película disco hecha para una audiencia decididamente no disco…”.

    Tony Manero
    puede ser una
    cinta eficaz y sin
    duda enferma,
    pero no es una
    cinta disco. No
    hay gozo, no hay
    liberación, no
    hay humor.

    En efecto, Fiebre es disco sin disco. Es una cinta hétero, blanca, de barrio, con una banda sonora donde buena parte de los hits eran de los Bee Gees. No nació desde adentro; la hizo un productor vivo y un director por encargo. Su impresionante éxito global y sus distorsiones (los trajes blancos en vez de bailar semidesnudos con Levi’s 501) ayudó a elevar lo disco, y al mismo tiempo lo hundió todo. La película de Pablo Larraín Tony Manero capta, quizás sin querer, la idea del remedo de un remedo y sitúa la onda disco en medio de la dictadura chilena, donde hay poco baile y sí mucha represión en todos los sentidos. Tony Manero puede ser una cinta eficaz y sin duda enferma, pero no es una cinta disco. No hay gozo, no hay liberación, no hay humor, no hay elemento camp.

    9. ¿Hubo cine disco? Algo, y es pésimo y de explotación. El cine tiende a llegar atrasado debido a su complejidad para filmar, escribir, financiar, etcétera, y las llamadas cintas disco fueron filmes torpes, rápidos, insulsos, económicos y desechables (aunque invaluables a la hora del kitsch y la nostalgia retro). Ahí figuran Roller Boogie (la moda skate); el filme coral con una estructura y una estética a lo Crucero del Amor llamado Gracias a Dios que es viernes (acerca de una disco, con Donna Summer como una aspirante a cantante que desea cantar en vivo); y ese extraño producto kitsch y naif llamado Xanadú, con Olivia Newton John intentando juntar la fantasía, lo disco, los patines y los musicales de la MGM (por algo su co-estrella era Gene Kelly). En 1980 se estrenó una costosa extravagancia llamada You Can´t Stop the Music, una fábula acerca de la creación de los Village People (sanitizada para los suburbios, heteronormativizada), que mezcló la cultura callejera con extravagancias sacadas de los musicales de los 30 y que fue dirigida por la veterana actriz y comediante Nancy Walker en su debut como directora. El filme impacta por lo torpe y tonto, pero también como “mete goles” y por hacer “friendly” la cultura del cruising y decenas tras decenas de referencias gay (como un número musical en los saunas, duchas y piscinas de una YMCA). Los Village People partieron como un grupo fuera del clóset, si bien para masificarse debió ingresar de nuevo. Así, el grupo (creado por un productor) dejó de ser acerca del Greenwich Village de Manhattan y se convirtió en la banda de cualquier pueblo del mundo. You Can´t Stop the Music es una tontera kitsch sin pies ni cabeza, que a veces parece un sketch de Plaza Sésamo. Sin embargo, pueden rescatarse dos elementos: a) ayudó a inaugurar el cine MTV clipero (MTV apareció en 1981) y b) se imaginó un Manhattan como una ciudad parecida a la de Oz, donde el café y el gris reinantes pasaron a tener los colores del arcoíris.

    La estética disco en el cine sería aquello que fusionara varios elementos y no necesariamente gira en torno a una pista de baile. Todo aquello donde tuvo que ver Giorgio Moroder, por ejemplo, de inmediato gatilla y evoca tanto los excesos como los aciertos del disco. Moroder no escribió o dirigió cinta alguna, pero su llegada a Hollywood (en su maleta trajo cocaína, sensibilidad gay, fashion, cosmopolitismo, mirada multicultural, humor, liviandad y sintetizadores, además de a Donna Summer) coincidió con un explicable deseo de dejar filmar los callejones sucios y los personajes atormentados. Es probable que Giorgio Moroder no figure en los libros serios de cine por considerarlo trash o basura, aunque sus sintetizadores captaron una forma de vida, un momento. Moroder tuvo al menos tres colaboraciones clave en el cine: su lazo con el talentoso y bressoniano Paul Schrader (el guionista de cintas muy 70, como Taxi Driver y Toro salvaje) para dos filmes tan curiosos como jugados (y ultra estilizados): Gigoló americano (con su hit Call Me a cargo de Blondie) y el sexualizado remake de La marca de la pantera, con Nastassja Kinski, donde Moroder reclutó a David Bowie. Donna Summer, a su vez, le dio el espesor y el componente sexual a un filme de aventuras acuáticas llamado Abismo, con su tema Down Deep Inside (Allá tan adentro), lo que, unido a las imágenes de Jacqueline Bisset nadando con camiseta en el Caribe ayudó a hacer una de las cintas más disco de los 70 sin tener que mostrar una discoteca.

    Quizás la mejor de las cintas disco es Los ojos de Laura Mars, de Irvin Kershner. Estrenada en 1978, a partir de una idea y un primer esbozo de guión de John Carpenter, esta extraña y fascinante cinta de terror se la juega en distintos frentes. Mientras NY se cae a pedazos, una elegante, fría y solitaria fotógrafa top se dedica a tomar fotos kinky de sus modelos (inspiradas en la obra de Helmut Newton, donde lo ultra estilizado se fusiona con sadomasoquismo y hasta asesinatos y choques a lo Crash de Ballard). No suena Giorgio Moroder, sino KC and The Sunshine Band y el hit Let´s All Chat. La idea de que debajo de tanta lujuria, frivolidad y superficies tipo Studio 54 hay algo oscuro, la vuelve una cinta incluso premonitoria: ¿qué es lo que ven los ojos de Laura que los otros no ven? El filme se estrenó en medio de escándalos y polémicas, y puso en el tapete el valor que tendría la publicidad y la moda en la cultura pop y general.

    10. Peter Shapiro: “El disco ya no es un adjetivo negativo o una mala palabra… la imagen alegre del disco, sin embargo, nos hace recordar que el disco le pertenece a todo el mundo y que todos lo pueden reclamar como suyo… El disco fue y es la música populista por excelencia. Su predisposición a ser todo para todo el mundo –resultado de la alienación que habita en el centro de su alma– la instala como la música americana perfecta”.

    11. En 1979, durante un partido de béisbol en un estadio de Chicago, en algo así como una caza de brujas, miles de vinilos de música disco fueron quebrados. Al menos no fueron quemados. Disco sucks fue la consigna, y no fue raro que el estadio estuviera repleto de hombres blancos incapaces de bailar. El disco estaba atosigando. Las malas películas no ayudaban. Por otro lado, la música de los Village People arrasaba en fiestas de familias homofóbicas. Lo disco había saturado y al mismo tiempo penetrado, como un Caballo de Troya, al enemigo. Pocos movimientos (¿fue uno o fue simplemente música bailable?) fueron tan ridiculizados, pero hoy existe y, más allá del recuerdo, sigue dando frutos y sus raíces son fuertes. Cualquiera que haya ido a bailar a un club o a una fiesta (¿vamos a la Blondie? ¿a la Divino?) sabe que la idea de bailar no ha desaparecido. Y donde hay baile o DJs hay alegría, hay ganas, hay tensión sexual, hay liberación.

    ¿Acaso eso es basura?

    Quizás el verdadero pecado de lo disco no fue lo kitsch; era lo corporal.

    Lo disco fue pop, sí, pero por sobre todo no fue cerebral. Más aún: fue capaz de ser inclusivo y de llegar a todos.

  340. Papas Fritas: “El arte es un martillo para modificar la realidad”

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    El artista, que hoy inaugura una muestra en la galería Metales Pesados, entrega detalles de la obra en que desclasifica el Informe Valech I y, con ello, los nombres de torturadores que se han mantenido en secreto.

    por milagros abalo

    El artista visual Francisco Tapia Salinas (33), o Papas Fritas, vive en San Miguel y era vecino de la cárcel cuando en el año 2010 murieron 81 reos en el incendio. Fue entonces que creó, junto a los familiares de las víctimas, la ONG 81 Razones. Cuatro años después, en el Museo de Arte Contemporáneo de Quinta Normal mostró Ladrillo angular, una obra en la que una escolar mata a Pinochet y, por efecto dominó, caen los cinco presidentes que vinieron después. Ese mismo año 2014, en Ad Augusta Per Angusta, una de sus intervenciones más polémicas, quemó los pagarés de la Universidad del Mar.

    Ahora acaba de crear su sitio web, una bitácora donde se puede encontrar lo que ha hecho en sus 10 años de trabajo. Y hoy, en la Galería Metales Pesados, inaugura uno de sus proyectos más ambiciosos, 2054, donde desclasificará los archivos del Informe Valech I y, con ello, los nombres de los torturadores que se han mantenido en secreto.

    ¿Podrías contar un poco más de qué se trata esta exposición?

    Comenzamos el año pasado, primero con una investigación que le pedí a mi amigo periodista Víctor Herrero, a la que se sumó Javier Rebolledo. En un principio se trataba de robar los archivos si es que estaban digitalizados, pero lamentablemente no lo están. Después se sumó Javiera Campos, cientista política, que encontró una herida en la ley y comenzamos a realizar un sistema de desclasificación basado en un derecho que tienen las personas que dieron su testimonio para el archivo Valech I, que es la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura a la que Ricardo Lagos le diera un pacto de silencio por 50 años.

    ¿Y qué están haciendo?

    Este mecanismo fue lanzado en septiembre del 2015 en Matucana 100, y desde ahí se armó un grupo humano y de profesionales maravilloso, donde hay abogados y abogadas, antropólogas, historiadores, que comenzaron a ir a distintas organizaciones para que las y los ex presos políticos entendieran su derecho y la importancia de la desclasificación. Así fuimos poniendo recursos contra el INDH (Instituto Nacional de Derechos Humanos) y ganamos cerca de 20 casos. Esas fueron las primeras desclasificaciones de archivos con secreto de 50 años; hoy tenemos 60, de un mundo de 28 mil testimonios.

    ¿Puedes citar algún caso ganado?

    Podrán ver dos en la exposición, el resto cuando los subamos al sitio web www.desclasificacionpopular.cl, que es la plataforma que creamos para poder archivar y generar estudios a partir de los archivos que se van sumando.

    ¿A qué te refieres cuando dices que encontraron una “herida” en la ley?

    Es un derecho (por eso use la palabra herida) que está en la ley 19.992, artículo 15, inciso tercero, que dice: “Ninguna persona, grupo de personas, autoridad o magistratura tendrá acceso a lo señalado en el inciso primero de este artículo, sin perjuicio del derecho personal que asiste a los titulares de los documentos, informes, declaraciones y testimonios incluidos en ellos, para darlos a conocer o proporcionarlos a terceros por voluntad propia”. Lo que hacemos, entonces, es hacer valer ese derecho individual para luego colectivizarlo.

    ¿Qué reacción esperas que provoque la muestra?

    La única reacción que espero es generar más confianza en las y los ex presos políticos, para que se sumen a este proceso de desclasificación, y se pueda presionar al Estado para que todos estos archivos del Valech I, Valech II y Rettig sean públicos, y en el caso de que las personas quieran borrar sus datos sean consultadas.

    ¿Concibes el arte como testimonio de uno mismo?

    Como dice Varela, la mente es todo; el problema es creer que uno está fuera de esa mente, por ende no puedo concebir un arte que esté lejos del todo. El arte no es solo que esté al servicio sino que, como he dicho en otras ocasiones, es un martillo para modificar la realidad, una posibilidad para desarrollar puntos de fuga de manera colectiva…

    En tus obras hay una lucha contra muchas cosas, entre ellas el capitalismo. Sin embargo, los medios que utilizas (redes sociales, internet y videos) los da este sistema. ¿Ves ahí una tensión?

    El capitalismo está en todas partes, lo mío no es una lucha contra el capitalismo sino una lucha para descapitalizar. No es estar en contra de las cosas, sino creando otras formas. Así que no veo una tensión o una oposición, sino una entropía de transformaciones en la multiplicidad.

    Has hablado de la empatía en el arte, de la necesidad de ponerse en el lugar del otro, sentir su dolor. ¿Te afecta la creación en términos emocionales? ¿Se enferma el artista haciendo arte?

    No sé si se enferma el artista o el doctor por crear compasión. Básicamente la compasión es acompañar, haciéndose parte del dolor del otro, y al menos en mí falta un largo trecho de ese conocimiento para aplicarlo sin dañarse ni crear rabia. Por ahora aprendo. Me he golpeado fuerte y sobrepasado mi nivel de rabia dañando a cercanos, pero es parte del proceso de conocimiento, de aprendizaje, que es más importante que el mismo ser, hacer o devenir artista.

    Fuiste autodidacta y en este país se le da mucha importancia al paso por la universidad. ¿Qué piensas de la academia?

    El conocimiento lo considero necesario; las academias, como una construcción patriarcal y fáctica, claramente las encuentro no solo innecesarias sino dañinas en el proceso del conocimiento. Creo que el conocimiento debe abrirse a diversas formas y respetar esa multiplicidad, las decisiones del hacer, por ejemplo, como poder optar a un trabajo de recolector de basura y que sea bien remunerado, y que la persona que lo haga tenga acceso al conocimiento. El respeto no debe ser al título ni a los posgrados. Las personas deben ser valoradas por su capacidad y su conocimiento en lo que desempeñan.

    ¿Por qué consideras dañinas a las universidades? ¿A qué te refieres exactamente con que son fácticas?

    La sociedad neoliberal es patriarcal y las universidades no han tomado distancia de ese modelo. Existen académicos y estudiantes con intereses propios, pero son minoría. La estructura sigue generando en su poder fáctico un orden de pensamiento masculino. Es cosa de observar ciertos órdenes curriculares que contienen el patriarcado de manera oculta y a veces de manera explícita. Dentro de lo explícito hay mallas académicas que no cuentan con una perspectiva de género o feminista. Generalmente, el conocimiento o las lecturas teóricas que se dan desde la ciencia, desde la biología por ejemplo, pertenecen a un conocimiento de lo masculino. También vemos carreras que reproducen una definición de trabajo por género: hay carreras masculinizadas como ingeniería y otras feminizadas, como educación de párvulos o enfermería. Las universidades no están generando una descapitalización en la creación de subjetividad del capitalismo, no están creando una apertura a una multiplicidad de la decisión o hacia un feminismo, que justamente es la descapitalización del poder fáctico de lo masculino. La universidad sigue siendo una reproducción del “estado familia”, y eso es dañino, porque en su formación solo está creando y reproduciendo los patrones que contienen estas sociedades machistas sin cuestionarlos. El cambio no pasa por hacer más coloquios sobre la mujer, la inclusión o el feminismo, sino en cambiar las estructuras fálicas, de mallas patriarcales y de conocimiento estructural masculinizante.

    ¿Cuándo trabajas?

    Todos los días, pero he aprendido a tener tiempo para mí. Mi vida es trabajar en lo político, pero ahora lo que trato es ser subversivo contra mi propio fascista, contra mi propio Estado.

    ¿Podrías aclarar esto?

    Uno tiene sus propios Estados, que son cooptados por el sistema en el que se encuentra; la descapitalización es singular y es plural, mi Estado está en constantes capitalizaciones, que hay que observar, contemplar y buscar los puntos de fuga para desterritorializarse de eso, para seguir en un flujo continuo de creación de una subjetividad que sea capaz de descapitalizar.

    A poco más de un año de su muerte, y al hilo de los asuntos que hemos hablado: creación, crítica y poder, ¿cómo ves la figura de Carlos Leppe?

    Seré sincero, conozco dos obras de Leppe, nunca me interesó más que esas dos obras, las encontré más bien graciosas, para muchos claramente fue un aporte, para mí solo fue un artista como muchos otros artistas. Me duele más la muerte de Clotario  Blest o Pedro Lemebel o Matías Catrileo o Juan Pablo Jiménez, o las mujeres que mueren por una sociedad educada de manera machista. Mucho más que una obra, valoro la consecuencia en las personas.

    Una de las piezas de la exposición “Abrir la herida”

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    La muestra 2054 estará abierta entre el 15 de diciembre y el 26 de enero en Metales Pesados Visual, Merced 316, Santiago. Horario de atención: martes a viernes de 11 a 20 horas; sábado de 11 a 14 hrs y de 17 a 20 horas; domingo de 16 a 19 horas.
  341. La consolidación de un proyecto

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    Al leer esta novela se puede sentir el estremecimiento que provoca la apertura de esa dimensión infame, donde la gente se extravía, se pierde, se queda sola, como ocurre con Alonso Gaona Chávez, llamado “el compañero Yuri”. Quizás Nona Fernández es quien ha llegado más lejos en el panorama literario actual en la batalla contra el olvido. Como si cada nueva obra suya fuera una página desplegable, una hoja más de un tablero infinito, con incontables casillas, en que se juegan las historias de los chilenos.

    por lorena amaro

    “El hombre que torturaba” lamentablemente no es una ficción. “El hombre que torturaba”, como lo llama la narradora de La dimensión desconocida, se llama Andrés Valenzuela, alias Papudo, y está vivo. Fue el primero en romper el pacto de silencio de los represores que, bajo la dictadura de Pinochet, secuestraron, torturaron y mataron a miles de chilenos. Nona Fernández lo escoge como protagonista de su última novela. Con un registro íntimo, apoyado en material de archivo, pero librado sobre todo al discurso de la imaginación, la autora va más allá de los hechos documentados, para tantear el mundo afectivo y la cotidianidad de los chilenos que aun hoy, a 43 años del golpe, no logramos remontar los loops de una historia que parece clausurada. O más bien, abierta solo como repetición continua de un presente uniforme: el del mercado.

    El relato registra las principales acciones represivas vinculadas a Papudo. Lentamente, el mundo familiar de la narradora y sus personajes va cambiando. En eso consiste el efecto siniestro de la dimensión desconocida, mundo peligrosamente cercano y paralelo que secuestra cualquier posible cotidianidad. Como en otra serie de entonces, la Galería nocturna, los rostros de los desaparecidos penden extraños y distantes en el Museo de la Memoria, atrapados para siempre en esa dimensión: “Comienzan a enfocarse en esta pantalla que les da un rostro, una expresión, un poco de vida. Aunque sea una vida virtual. Extensión de las fotografías que cuelgan de este muro transparente y celeste que parece un pedazo de cielo. O mejor, un pedazo de espacio exterior en el que naufragan perdidos, como astronautas sin conexión, todos estos rostros que fueron tragados por una dimensión desconocida”.

    Es fundamental la elección del protagonista: un torturador arrepentido. Sobre la complicada figura de los represores se ha escrito poca literatura; Bruno Vidal y Roberto Bolaño lo hicieron, con diversos acentos. Aquí, la narradora conjetura que Valenzuela nunca pudo recuperar una vida como la que tuvo hasta los 19 años, cuando, como conscripto de la FACh, se vio en el trance de colaborar y formar parte de la violencia institucionalizada. Fernández humaniza al personaje, que a los 29 años decidió desertar. Nos permite asomarnos a sus complejidades, dejando regadas en el texto varias preguntas difíciles de zanjar. Valenzuela es comparado con Frankenstein, el monstruo de Mary Shelley: “Imagino el paisaje blanco del Ártico y a esa criatura, mitad bestia y mitad humana, deambulando por el vacío, condenado a la soledad (…) El monstruo se arrepintió, insisto. Por eso termina escondido en el Ártico. ¿Ese gesto no tiene valor?”.

    La narración también ofrece una suerte de línea de tiempo, que comienza con el golpe del 73 y llega hasta nuestros días. Pasan cosas, muchas, de todo orden. En el ámbito cotidiano, en el político, en el de los medios de comunicación. Pero una sola frase retorna como un mantra: “Familiares/ de/ detenidos/ desaparecidos/ encienden/ velas/ en/ la/ Catedral”. Sin afectación, Fernández logra hacernos cercanos los rostros de los ausentes con una voz poética y al mismo tiempo extrañamente espontánea, coloquial, como si se tratara de una voz amiga y familiar que nos habla al oído. Una voz que se ha consolidado en sus últimos cuatro libros, más sencilla y directa que en sus primeras publicaciones.

    dimension

    En los textos de Fernández suele haber dos o tres imágenes que estructuran el relato: en Fuenzalida, la del padre artista marcial luchando contra los esbirros de Pinochet; en Space Invaders, los marcianitos verdes de la dictadura y los sueños de un grupo de escolares que alguna vez representaron el combate naval de Iquique; en Chilean Electric, la imagen incierta de los primeros faroles eléctricos iluminando el centro de la capital y una historia familiar en que la política no puede sino tener un lugar, como lo tiene en toda la producción de esta autora.

    Es admirable el empeño de Fernández por ir agregando estos fragmentos al infinito cuadro de la dictadura, con fluidez, inteligencia e ironía. Su proyecto artístico es el que quizás ha llegado más lejos, el más certero y contundente, de cuantos vemos en el panorama literario actual en la batalla contra el olvido. Como si cada nueva obra fuera una página desplegable, una hoja más de un tablero infinito, con incontables casillas, en que se juegan las historias de los chilenos. La voz íntima y confesional de la narradora podría ser la de la propia Fernández: “He dedicado gran parte de mi vida a escudriñar en esas imágenes. Las he olfateado, cazado y coleccionado. He preguntado por ellas, he pedido explicaciones. (…) Las he transformado en citas, en proverbios, en máximas, en chistes. He escrito libros con ellas, crónicas, obras de teatro, guiones de series, de documentales y hasta de culebrones. (…) He saqueado cada rincón de ese álbum en el que habitan buscando las claves que puedan ayudarme a descifrar su mensaje. Porque estoy segura de que, cual caja negra, contienen un mensaje”. Tal como se plantea en el relato, Nona Fernández efectivamente saquea el archivo de la dictadura, procurando ir más allá de su materialidad: lo interviene, monta y desmonta informaciones, con la conciencia de que la documentación nunca es suficiente para acercarnos afectivamente a la dimensión histórica.

    El paralelo con la serie creada por Rod Serling, cuyas microhistorias ayudan a ilustrar el relato de alguno de los horrores de la represión, es más que acertado. Al leer el libro se puede sentir el estremecimiento que provoca la apertura de esa dimensión infame, donde la gente se extravía, se pierde, se queda sola. Es el caso de Alonso Gaona Chávez, llamado “el compañero Yuri” por la admiración que sentía por el astronauta Yuri Gagarin. Detenido en un centro de tortura minúsculo y hacinado de Gran Avenida, Gaona murió en el baño por una bronconeumonía, después de pasar toda una noche colgado bajo el agua de la ducha: “Imagino al compañero Yuri inmovilizado en ese baño. (…) No hay ventanas, pero si cierra los ojos puede imaginar una redonda en el techo, justo por sobre su cansada cabeza. (…) Lo imagino sumergiéndose en las profundidades de ese mar azul que el mayor Gagarin logró ver desde el espacio tiñendo el planeta completo. La Tierra es azul, dijo por radio mirando a través de su ventana redonda el mar en el que dormiría años después y para siempre el compañero Yuri. La Tierra es azul y hermosa, dijo, y desde aquí, que la Historia lo registre, por favor no lo olviden nunca: no se escucha la voz de ningún dios”.

    Ya antes Fernández había empleado con inusual belleza la imagen de Gagarin en Liceo de niñas, su última obra teatral. Algo similar ocurre con el personaje de Estrella González, hija de Guillermo González Betancourt, culpable del caso Degollados, que aquí aparece vinculada a Valenzuela, pero que también fue central en Space Invaders y en la crónica de Fernández incluida en el libro Volver a los 17. Estas intromisiones o guiños intratextuales entre sus propias obras generan una sensación de vértigo, como si la historia de la dictadura pudiera crecer ad infinitum, hecha un mecano, un collage, un juego de la mente como los que menciona la narradora de La dimensión desconocida, un juego que en cada nueva mirada nos lleva a enfocarnos en algo que no habíamos visto la vez anterior.

    “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió Pavese. “Vendrá el futuro y tendrá los ojos rojos de un demonio que sueña”, le escribe la narradora en una carta a Valenzuela, instalada en ese tiempo de mañana, donde solo se puede soñar, imaginar y suponer, ser uno mismo el fantasma de la historia. Le escribe esa carta desde la playa de Papudo, donde “el hombre que torturaba” fue también, alguna vez y como todos, tan solo un niño.

  342. Llega al cine “Vida de familia” de Alejandro Zambra

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    Llega a la pantalla grande “Vida de familia”, cuento de Alejandro Zambra aparecido en Mis documentos. Con guión a cargo del propio escritor y bajo la dirección de Cristián Jiménez y Alicia Scherson, la película cuenta la historia de Martín, un cuarentón sin demasiadas perspectivas y angustiado por una suma de fracasos, quien es contactado por un primo lejano para encargarle el cuidado de su casa y de su gato mientras él y su familia se van a Francia, por motivos laborales. En ese contexto hogareño, Martín comienza a orquestar en su mente la fantasía de una vida familiar. A los pocos días de instalarse en la casa, pierde al gato y, buscándolo, conoce a Paz y al hijo de ella. Martín, para conquistarla, le dice que la casa es suya y que su mujer acaba de abandonarlo, llevándose a su hija. “Este primo se apropia de la casa y de la identidad de sus habitantes”, cuenta Alicia Scherson. “Se va convirtiendo en un impostor y creando una especie de vida de familia simulada. Esta mentira se le sale de las manos y en ese transcurso se cuestiona también su postura frente a este tema; él comienza siendo muy escéptico sobre la familia y después termina cayendo en la tentación”.

    Filmada durante tres meses en la casa de la propia realizadora, ubicada en el barrio Yungay, Vida de familia cuenta con las actuaciones de Jorge Becker, Gabriela Arancibia, Blanca Lewin y Cristián Carvajal.

    La película ha sido seleccionada para participar en el próximo Festival de Sundance como parte de la competencia World Cinema, y tendrá su estreno en salas nacionales el 26 de enero. Pero hoy se llevará a cabo una función especial de preestreno en Matucana 100, a las 20 horas, cuyo propósito es recaudar fondos para la recuperación del actor Jorge Becker, quien fue afectado por una leucoencefalopatía que lo tiene en rehabilitación con terapias de motricidad y lenguaje.

    ¿Qué elementos tenía el cuento que los impulsó a adaptarlo?

    Queríamos hacer una película doméstica, de pequeña escala. Era un momento donde había ciertas restricciones de presupuesto y buscábamos involucrarnos en una producción liviana, algo con pocos personajes, lo que se llama una película de cámara. Estábamos con esa idea cuando leímos el cuento y nos pareció que era apropiado para esos objetivos. Además, en la historia estaba la figura del mentiroso, que Cristián y yo habíamos trabajado antes, él en Bonsái y yo en Turistas. Todo eso cobró sentido cuando llamamos a Zambra y nos dijo que él mismo tenía ganas de armar un guión a propósito de este cuento. Así que fue una confluencia de casualidades las que empujaron el proyecto hacia adelante.

    ¿Cómo surgió la idea de codirigir y cuál fue el método que utilizaron?

    Partió de este mismo espíritu colaborativo, relajado, doméstico. Veníamos saliendo de películas pesadas en términos de producción, yo había hecho El futuro y Cristián La voz en off, ambas coproducciones internacionales, que son bastante lentas y complicadas de llevar a cabo. Los dos teníamos ganas de volver a hacer algo entre amigos, con un equipo pequeño y colaborando. Mi guagua tenía nueve meses en ese momento (era mi primera guagua); entonces me parecía difícil enfrentar la dirección de un proyecto sola y la propuesta vino así. Y la verdad fue más fácil de lo que imaginamos, desarrollamos un método en el que nos íbamos turnando por día. Esa forma de operar sirvió para resolver los conflictos, que no hubo tantos, pero si los hubo, teníamos este sistema. Pero con Cristián nos conocemos mucho: vivimos juntos dos años, compartimos departamento, compartimos muchos gustos cinematográficos, escribimos juntos Ilusiones ópticas, entonces al final eran muchos más los acuerdos que los desacuerdos.

    Ambos habían adaptado anteriormente obras literarias, tú lo hiciste con Una novelita lumpen de Bolaño, que se convirtió en El futuro, y Cristián con Bonsái, del propio Zambra. ¿De qué manera trabajaron este texto?

    La diferencia fue que aquí la primera adaptación la hizo el mismo escritor. Pero como suele ocurrir con las adaptaciones, la mayor parte del trabajo tuvo que ver con completar aquello que en el cuento está en el terreno de lo abstracto o de lo ambiguo, porque el cine no tiene ese espacio de abstracción. En el cine, cualquier cosa que esté en el guión debe poder ser filmada. En todo caso, no fue tan complicado. Por ejemplo, me parece que Bonsái es una historia mucho más difícil de adaptar que esta. “Vida de familia” es un cuento con mucha trama, pasan bastantes cosas y eso es muy bueno para el cine. Como dato curioso, durante y después de la realización de la película, Zambra recibió tres ofertas de distintos países para hacer una adaptación de este mismo cuento. Eso habla de su potencial cinematográfico.

    ¿De qué manera esta historia conecta con la generación que nació en los 70?

    Sí, con Zambra, Cristián y con la mayoría de los actores compartimos ese rango generacional. Claramente se impuso como un tema, en las reuniones de mesa, el hecho de tener 40 y estas dos posiciones que hay respecto a la familia: los que se lanzan a ella y los que la rechazan. Dos posiciones que nunca dejan conforme o totalmente convencido a quien la toma. A diferencia de la generación de nuestros padres, donde hacer familia era lo natural y quienes no optaban por esto se convertían en excéntricos o en marginados, en nuestra generación ya no es así y siempre está esa interrogante de si hacerlo o no, qué se pierde y qué se gana. La película gira en torno a ese tema, sin dar ninguna respuesta por supuesto.

  343. Cómo Jane Jacobs cambió la forma en que vemos las ciudades

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    A principios del siglo XX, la ciudad era un lente para la comprensión de procesos mayores, pero medio siglo después había perdido ese rol. Pero la urbanista Jane Jacobs nos enseñó de nuevo a ver la ciudad de una manera más profunda. Ella entendió que es el tejido de múltiples filamentos (desde las veredas y los pequeños comercios hasta los parques y barrios como espacios de encuentro) lo que hace que la ciudad sea mucho más que la suma de sus grandes edificios o su economía corporativa.

    por saskia sassen

    Me encontré por primera vez con Jane Jacobs a comienzos de los años 90. Ella estaba sentada en la primera fila de un gran auditorio de Toronto cuando di una conferencia de una hora. Yo no sabía quién era ella.

    Cuando hube terminado, la primera mano que se levantó –bastante bruscamente– pertenecía a esta persona de avanzada edad. Qué maravilloso, pensé, una ciudadana que nunca ha dejado de estar comprometida. Lo que salió de su boca, sin embargo, fue una de las críticas más agudas de mi forma de analizar la ciudad que alguna vez haya oído (y que probablemente alguna vez oiré).

    Ella seguía una línea de cuestionamiento muy diferente de la que normalmente yo recibía. Una y otra vez volvía al tema del “lugar” y su importancia cuando se consideraba la aplicación de las políticas urbanas (en particular, la pérdida de los barrios y la supresión de las experiencias de los residentes locales). Su aportación me hizo dirigir mi pensamiento a niveles más “micro”; aún hoy estoy haciendo alguna labor sobre la necesidad de recolocar las piezas de las economías nacionales y de la ciudad.

    De manera que tal vez ahora, en el aniversario número 100 de su nacimiento, deberíamos todos preguntarnos: ¿qué es lo que Jane Jacobs nos hizo querer ver en la ciudad?

    Pensar en esta pregunta me lleva a centrarme en las condiciones que crean una metrópolis: la enorme diversidad de trabajadores, sus espacios de vida y de trabajo, las múltiples subeconomías involucradas. Muchas de estas cosas ahora son vistas como irrelevantes para la ciudad global, o pertenecientes a otra época. Pero una mirada más atenta, como lo recomendaba Jacobs, demuestra que eso está equivocado.

    Ella nos pediría mirar las consecuencias de estas subeconomías para la ciudad (para su gente, sus vecindarios y las dimensiones visuales implicadas). Ella nos pediría considerar todas las otras economías y espacios afectados por la gentrificación masiva de la ciudad moderna; no menos importante, lo que resultan de los desplazamientos de los hogares modestos y de las empresas de barrio con intención de obtener beneficios.

    ¿Cómo vemos aquellos aspectos que típicamente se vuelven invisibles por causa de las narrativas modernas del desarrollo y la competitividad urbanas? A principios del siglo XX, la ciudad era un lente para la comprensión de procesos mayores, pero medio siglo después había perdido ese rol. Fue Jane Jacobs quien nos enseñó de nuevo a ver la ciudad de una manera más profunda, más compleja.

    Elogio de la calle

    En su libro más célebre, Muerte y vida de las grandes ciudades, Jane Jacobs (1916-2006) demuestra las posibilidades de la inteligencia, la observación y el sentido común. A pesar del tiempo transcurrido desde su publicación (en 1961), el libro es una actualísima cartografía de los peligros que actualmente acechan a las ciudades: la dispersión territorial, la segmentación de usos, la destrucción de los barrios, el automóvil privado como única forma de conexión; de las cicatrices urbanas: vías de tren, autopistas en varios niveles, parques mal diseñados, riberas de ríos descuidadas. Así como también de las soluciones: las calles y veredas como espacios de encuentro, de juego, de intercambio; el fomento de la diversidad de usos: oficinas, vivienda, cultura, ocio, parques, para que los barrios sean activos y no decaigan; pues la abundancia de pequeños comercios y el contacto casual en las calles no solo son las principales garantías de la seguridad, sino de la vida de la ciudad.

    Ella nos ayudó a reenfatizar dimensiones que por lo general eran excluidas –no, expulsadas– de los análisis generales de la economía urbana. De hecho, puedo imaginar que ella habría afirmado sin un parpadeo de duda que, no importa cuán electrónica y global la ciudad pueda llegar a ser algún día, aún tiene que “hacerse”. Y ahí radica la importancia del lugar.

    La ciudad ha sido durante mucho tiempo un sitio estratégico para la exploración de los grandes temas que enfrenta la sociedad. En la primera mitad del siglo XX, el estudio de las ciudades estaba en el corazón de la sociología (lo que es evidente en la obra de Simmel, Weber, Benjamin, Lefebvre y la Escuela de Chicago). Estos sociólogos enfrentaron procesos de gran escala: la industrialización, la urbanización, la alienación y una nueva formación cultural a la que llamaron “urbanidad”. El estudio de la ciudad significó el estudio de los principales procesos sociales de una época.

    Sin embargo, hacia la década de 1950, el estudio de la ciudad había perdido gradualmente este papel privilegiado como productor de las categorías analíticas claves. Las ciencias sociales, podríamos decir, perdieron su capacidad de “ver” la ciudad y todo lo que ella hacía visible. Pero no Jacobs.

    Para ella, las barricadas (tanto las figurativas como las literales) jugaron un papel no solo como parte de la batalla para preservar una de las partes más antiguas de Manhattan, sino en todo su análisis de la economía urbana. La lucha apasionada de Jacobs para proteger el “Village” en el Bajo Manhattan era mucho más que la preservación de un antiguo paisaje urbano (aunque esto en sí mismo era suficiente para justificar una lucha en una ciudad como Nueva York, donde los constructores decidían y básicamente no se preocuparon por el legado o las dimensiones visuales).

    Al hablar con Jacobs, se hizo evidente que las batallas de la comunidad eran, para ella, simplemente una parte de una indagación más amplia, mediante la cual ella procuraba comprender mejor y desarrollar conceptos sobre el rol de las ciudades en la economía. Richard Sennett, quien a menudo estaba en los “piquetes” junto a Jacobs, habla de su calmada ferocidad; ella era implacable y se plantaba ante cualquiera, no importando su figura más bien pequeña ni, con el tiempo, su condición de anciana.

    ¿Por qué es tan importante recuperar el sentido de lugar y de la producción en nuestros análisis de la economía global, particularmente de qué manera estas cuestiones se han constituido en las grandes ciudades? Porque nos permiten ver la multiplicidad de las economías y de las culturas de trabajo en el que están incrustadas las economías regionales, nacionales y globales.

    Pero Jacobs fue mucho más allá que esto. Lo que ella nos mostró, de manera crucial, es que el espacio urbano es el ladrillo fundamental de estas economías. Ella entendió que es el tejido de múltiples filamentos lo que hace la ciudad mucho más que la suma de sus residentes o sus grandes edificios o su economía corporativa.

    (Este texto apareció en The Guardian y se publica con la autorización de la autora. Traducción de Patricio Tapia)

    Muerte

  344. Bitácora del centro

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    En Du Maurier, Carlos Cardani consigue con un lenguaje preciso dar cuenta de esa transitoriedad en que, finalmente, ser migrante o chileno da igual: el origen no importa nada, tampoco el destino de estas vidas, solo su paso, su latencia, su peso momentáneo.

    por lorena amaro

    Con tres libros publicados, Raso (2009), Pasaje Tala (2010) y Caldo de Cardán (2013), Carlos Cardani ha conseguido hacerse un lugar como poeta en los últimos años. Ha sido reconocido por críticos y pares, y ahora presenta su primera narración, la bitácora de un viaje inmóvil en la recepción del hotel Du Maurier, que le da nombre al libro. Quien escribe es “Carlos”, recepcionista novato en este lugar, a tan solo dos cuadras de La Moneda.

    Quien busque aquí la progresión de un conflicto no hallará nada: cada día es contabilizado (a excepción del día 13, al que por cábala se llama “M”) y se registra allí algún pensamiento o suceso mínimo. Los personajes son pocos: el recepcionista del otro turno, el colombiano Camilo; el cuidador, Luis; la mucama peruana, Norma; la dueña del lugar, doña Tina. Y además de los fugaces pasajeros, los numerosos ciegos que todos los días van a trabajar unas puertas más allá, a un lugar que aparentemente es una empresa de cobro; el vecino que pasea a unos perros galgos; el encargado mexicano de un restorán chino cercano y poco más. Du Maurier es una libreta de apuntes minimalista, exacta, despojada, la libreta para un lugar de paso en un trabajo de paso.

    Cardani consigue con un lenguaje preciso, dar cuenta de esa transitoriedad en que, finalmente, ser migrante o chileno da igual: el origen no importa nada, tampoco el destino de estas vidas, solo su paso, su latencia, su peso momentáneo. La cotidianidad anodina y lenta del hotel centrifuga, pulveriza el tiempo rápido del centro, y a solo unas calles del principal foco institucional del país, recibe con particular lentitud la circulación heterogénea, desigual, de provincianos que quieren vacacionar en Santiago, de sindicalistas que necesitan negociar con un ministerio, de familias argentinas de paso rumbo a un balneario.

    duMaurier

    Du Maurier es un texto novedoso en su costura. Los fragmentos, anotados como una suerte de diario de viaje, día a día (desde el 1 al 76), entregan numerosas pistas sobre cómo pueden ser leídos: “Un hotel es una historia fragmentada. Los personajes entran sin previo aviso o se van sin dejar señal de ruta. Entonces no es necesario hacer una trama. Hilvanar cada diálogo o escena con la siguiente es inútil. Apenas podría numerar los que han entrado aquí en el libro de registro de pasajeros. Un reparto donde no se sabe cuál es el personaje principal. Y es que así deben funcionar las cosas (…) al final todos estos trozos de historias se funden bajo la palabra hotel. Este hotel es un crisol”, escribe el narrador en el día 4.

    A esta explicación de lo que en el fondo es el propio libro, se suman diversas citas de textos vinculados con los hoteles. No son muchas: Cardani sabe graduar muy bien estas alusiones, las que solo rozan la escritura, sugestivas y justas. Alude por ejemplo a El paraíso tres veces al día, de Mauricio Electorat: “Puntos en común: somos chilenos, las horas pasan lentas. Ni la tele ni los libros logran matarlas del todo. (…) La diferencia es que en esa historia el protagonista en la página 18 conoce a una chica que hospeda, en la 30 ya están en la cama y en la página 41 él le dice Te amo. Acá llevo casi 40 días y hasta ahora solo caen propinas y conversaciones raras. Quizá en París las cosas pasen más rápido que en Santiago”.

    El lector ya sabe a lo que debe atenerse: no encontrará, en todo el libro, el suspenso o la progresión de algo más que las voces, casi siempre contenidas, de los personajes. Otras alusiones literarias, como una cita de La literatura nazi en América, otra de El portero de Reinaldo Arenas o sobre la escritora Daphne Du Maurier, autora de Los pájaros, le dan a la escritura un carácter singular, como si el texto fuera realmente una investigación donde el narrador tantea diversas entradas a un solo tema: este hotel, pequeño y sin categoría, que muchos confunden con un motel, como lugar de tránsito en que se confunden, chocan y registran las emociones y experiencias de sus fugaces habitantes: “Los hoteles son el lado íntimo de las ‘Cárceles de Cristal’ (No recuerdo dónde leí o escuché ese término)”, escribe Carlos, en un debut narrativo sin pretensiones, sobrio y efectivo, que rasga el telón del traqueteo céntrico, para revelar hasta dónde puede llevarnos la observación, la quietud y la capacidad del lenguaje que remueve, ya sea desde la poesía, ya desde la prosa, lo cotidiano.

  345. Cine Arte Normandie: el regreso de la cinefilia

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    En una época en que las películas se encuentran fácilmente en diversos sitios web, la conocida sala del centro de Santiago empezó a utilizar Facebook para promover la exhibición de clásicos. El resultado ha sido impresionante: la sala se llena de jóvenes que parecieran revalorar el cine como experiencia colectiva.

    por matías hinojosa

    La fila para comprar las entradas avanza varios metros por calle Tarapacá. El hall y el estacionamiento de bicicletas también están colmados de gente. Hay estudiantes, oficinistas, artistas callejeros. No se trata de un concierto ni de un mitin político; tampoco es el estreno de la nueva película de Star Wars. En la estrecha vereda, entre tiendas de armas y fuentes de soda, un centenar de personas se mezcla con los trabajadores que a esa hora esperan micro y los peatones que intentan esquivar la numerosa fila. Algunos prenden pitos de marihuana, otros sacan latas de cerveza. En una pizarra se anuncia la función de esta noche: The Wall.

    Cuando todavía quedan 20 minutos para que comience la película, un cuarto de las butacas ya están ocupadas. El tránsito es permanente en el baño y en los pasillos. El palco también comienza a llenarse poco a poco. La gente se encuentra y se hacen señas a la distancia. La sala es enorme, de otro tiempo: los ingresos cubiertos con cortinas de terciopelo, las butacas de madera con su acolchado forrado en cuero sintético, el diseño escalonado de las paredes. Es martes y el Cine Arte Normandie está en su capacidad máxima.

    De Alameda a Tarapacá

    Los ciclos del Normandie no son cosa de hoy día; de hecho han sido desde su origen una de las marcas registradas de la sala. En los 80, cuando estaban ubicados en la Alameda, ya se pasaban películas de Bergman y Tarkovsky. En tiempos donde el uso doméstico y extendido de internet parecía un sueño futurista y en los que conseguir una película europea era ciertamente difícil, el Normandie se convirtió en un polo cultural. La canción “Por qué no se van” de los Prisioneros quiso acusar el esnobismo de su público, pero lo que pretendía ser un ataque mordaz terminó convirtiéndose en la mejor publicidad imaginada para una sala que exhibía películas de arte y ensayo, logrando introducir su nombre en el inconsciente de los chilenos. “Esa canción nos hizo pasar a la historia. Te puedes encontrar con colegiales que nunca han venido, pero que han escuchado la canción y nos conocen. Eso ayudó mucho a estar siempre presentes”, cuenta Mildred Doll.

    Fue en abril de 1982 cuando ella, su hermano Alex y el crítico Sergio Salinas tomaron la administración de la sala de Alameda, la cual se encontraba por entonces en una precaria situación económica. El primer título que tuvieron en cartelera fue El caballo del orgullo de Claude Chabrol. En los años venideros pasaron por ahí La ley de la calle, Brazil y Haz lo correcto, convirtiéndose cada una de estas cintas en fenómenos de la cinefilia local, permaneciendo durante varios meses en cartelera e incluso, como en el caso de La ley de la calle, con sucesivas reposiciones. Cuando el toque de queda se movió a las dos de la mañana, y les permitió tener una función de trasnoche, a Sergio Salinas se le ocurrió programar cine de terror, proyectando películas de John Carpenter y George Romero. El contexto de la época, convirtió al Normandie de alguna manera en un sitio de resistencia política.

    En agosto de 1991 se llevó a cabo la última función en esa primera sala. Hoy se acercan a cumplir tres décadas en el recinto de calle Tarapacá. Los primeros años fueron especialmente difíciles, el cambio de dirección trajo una merma de público, pero por lejos el golpe más fuerte fue la aparición de las multisalas.

    La situación financiera del cine por mucho tiempo se mantuvo en un equilibrio precario. La crisis más fuerte, cuando estuvieron cerca del cierre, ocurrió entre 1999 y 2002. En aquel período de números rojos, la ayuda de su club de socios fue fundamental. “Es muy triste tener una sala tan grande ocupada por tres o cuatro personas. Se llamó a los amigos, la gente que tiene credencial, para que nos ayudara. Ellos nos apoyaron por unos seis años. Ese público fue maravilloso”.

    A partir de entonces se reestructuró la programación, pasando de tener tres películas por semana a las siete que se ofrecen actualmente.

    Esta es la primera de dos funciones que habrá de The Wall. Al día siguiente la escena se volverá a repetir. En tiempos donde conseguir una película a través de internet es tarea sencilla, impresiona el interés que suscita un filme que a estas alturas se encuentra en cualquier sitio de descargas. Mildred Doll, gerente general y fundadora del Normandie, tiene una respuesta: “Aunque ahora la gente está viendo las películas en las tablets y en los celulares, hay algunas que están pensadas para ser vistas en pantalla grande. Si tú ves The Wall en la tele es una verdadera lata”.

    La sala del Normandie ha experimentado en los últimos meses un aumento importante de público. La razón no fue solo la buena selección de las películas, cuestión que los ha caracterizado desde sus inicios, sino el haber conectado con el segmento joven a través de redes sociales. Entrar en Facebook, sin embargo, no fue sencillo. Había desconfianza y motivó más de una discusión. “Después de muchas vueltas, apostamos por usarlo”, cuenta Doll. “De hecho, uno de los socios siempre decía que por culpa de internet el cine iba mal. Y bueno, se comprobó que había que usar la tecnología. Al final fue bueno”.

    A través de Facebook, el Normandie comenzó a anunciar su programación semanal, destacando principalmente sus funciones a precios rebajados y su ciclo de películas clásicas. Bajo los nombres de Cine a Luka y 2×1!, anuncian semana a semana los títulos que estarán exhibiendo entre lunes y jueves. Un promedio de tres mil personas confirman su asistencia en la red social a cada uno de estos eventos, si bien la sala tiene capacidad para 650 espectadores. El programa es ecléctico, abarcando desde estrenos recientes (El viento se levanta, Neruda y El abrazo de la serpiente) hasta cintas de directores como Kurosawa, Bergman y Fellini, pasando por otras que tuvieron su figuración en el circuito independiente: Videodrome, Jackie Brown, Pi: fe en el caos. La selección está a cargo de Mildred y de su hermano Alex.

    Tras ser un foco cultural en los 80 (cuando la sala quedaba donde hoy se ubica el Centro Cultural Alameda), el Normandie no había vuelto a tener una convocatoria tan joven, fiel y entusiasta como la que ahora asiste cada semana.

    “La oportunidad de ver clásicos en pantalla grande es lo mejor de todo. Me parece mucho más interesante lo que dan aquí que las opciones que ofrecen las otras salas convencionales”, opina Daniel Silva, uno de los asistentes a The Wall, quien desde hace algún tiempo ha comenzado a venir regularmente con su grupo de amigos. “Hay películas que me repito y otras que veo por primera vez. Nunca me voy decepcionado de lo que muestran. Me pueden gustar unas más que otras, pero siempre quedo con la sensación de que aprendí algo, de que vi algo que valía la pena”, agrega.

    Son las 20.30 y The Wall está a punto de empezar. El público que sigue entrando se acomoda rápidamente en los pocos sitios que aún quedan disponibles. Apenas se apagan las luces, la agitación y el barullo se comienzan a calmar. Durante la proyección, algunos cantan en voz baja o mueven el pie al ritmo de la música. Efectivamente, como dice Mildred, hay cintas que se deben ver en pantalla grande. “El Normandie tiene una onda que combina muy bien con el tipo de cine que dan. Me gusta mucho la gente que viene, el lugar donde está ubicado y la sala. Venir para acá, independiente de la película que estén dando, ya es un panorama”, piensa Felipe Moreno, otro espectador.

    El botón de nácar, de Patricio Guzmán, fue la película que le confirmó a Mildred que algo estaba ocurriendo, que la gente estaba respondiendo bien a la invitación. Este documental, continuación de Nostalgia de la luz, se tuvo que reponer en varias oportunidades. La asistencia del público ha sido aún más notable con el ciclo Cine a Luka. En los últimos meses han mostrado, a sala completa, Los 400 golpes, El séptimo sello, 8 ½ y El hombre elefante. Incluso la buena asistencia les ha dado la confianza suficiente para pensar en títulos más arriesgados. “En otro tiempo no me hubiese atrevido a programar Alexander Nevsky y ahora pronto la vamos a dar”, adelanta Mildred.

    Termina la función de The Wall y una ola de gente vuelve a ocupar el hall y la vereda de calle Tarapacá, mientras tanto otros se amontonan en el estacionamiento de bicicletas. Se escuchan aquí y allá comentarios entusiastas. Muchos aprovecharán el camino a casa para intercambiar opiniones o se meterán en un bar a conversar sobre lo que acaban de ver. Hay ocasiones en que el cine sigue siendo una experiencia colectiva, una experiencia que no termina necesariamente al abandonar la sala.

    Próximas funciones

    Persona, de Ingmar Bergman (5 de diciembre)

    Fahrenheit 451, de François Truffaut (6 de diciembre)

    El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra (7 de diciembre)

    El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki (20 de diciembre)

    Carretera perdida, de David Lynch (3 de enero)

     

  346. Banalidad

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    Cuando un libro pretende abordar –con citas de Wittgenstein y otros guiños filosóficos– cuestiones como la memoria y el asombro, es intolerable la frivolidad. Alma, la tercera novela de Matías Correa, está construida con materiales muy precarios: desde su lenguaje, plano y repetitivo, hasta sus personajes, insípidos.

    por lorena amaro

    Ene Lorca está enferma del Mal de Searle, especie de Alzhéimer temprano. Es por esto que le pide a su pareja que narre no la historia de su vida, sino la de su familia. Esta historia debe ser contada a Alma, su pequeña hija, utilizando para ello el método creado por “la Vivi”, madre de Ene, consistente en crear biografías a partir de un algoritmo que recoge toda la información sobre una persona en el mundo virtual. Estas biografías constituyen una suerte de “fantasmas digitales”, que en la empresa de Vivi son editadas y entregadas, postmortem, a los deudos. Tal es la premisa de Alma, la tercera novela de Matías Correa, construida con materiales muy precarios: desde su lenguaje, plano y repetitivo, hasta sus personajes, insípidos.

    La familia de Ene es insistentemente presentada como una clan de personajes geniales, “los milagrosos Lorca”: un pintor, Ignacio (cuyos autorretratos son descritos sin brillo alguno en largas, abusivas páginas), aquejado del mismo mal que Ene; su hijo menor, Martín, filósofo que investiga en el ámbito de la neurociencia y que consagra su enorme inteligencia al hallazgo de una cura; el hijo mayor, Gerardo, verdadero protagonista de la novela, un mago que produce “milagros” con el método creado por su madre y con la ayuda de Ene. Él realiza sesiones en que los asistentes voluntarios pueden ver momentos decisivos de sus vidas reflejados en los ojos del mago, gracias a unas sofisticadas lentillas. Y, por supuesto, “la Vivi”, quien es vista por su hija como una mujer con fama de “genio”, “extravagante” y “bromista”, que no hace ni un chiste pasable en toda la novela y que parece querer para Ene una existencia “promedio”: “Un trabajo estable, de medio tiempo tal vez; un marido sano, fiel si fuera posible; y un par de niños a medias bien portados, que no dieran tanto problema”.

    Por cierto, Alma no desarrolla el abismo entre las expectativas de los personajes y sus realidades: son planos psicológicamente y sus “genialidades” no solo aburren; molestan. Tampoco es alentadora la prosa que sostiene las reflexiones sobre la vida y la memoria: se entrampa en frases relamidas (“la luz de esa mañana prístina”) y en extensas peroratas sobre qué es una biografía: “Da igual qué tan simplona pueda parecer una biografía, siempre puedes encontrar en ella auténticos pedazos de vida…”.

    almaLa narradora es la pareja de Ene, y esta relación lésbica, apenas delineada, es otro de los desaciertos del libro. Se la pone al mismo nivel de curiosidad o rareza que los “milagros” de los Lorca: “Teníamos algo así como un ornitorrinco de vida. Una biografía en común, armada a cuatro manos como si estuviera hecha con cabeza de pato y aletas de dodo (…) cola de castor, lomo de nutria y una cama compartida. Es eso lo que ahora deberías estar contemplando en tu cabeza: una imagen que desconcierta sin amedrentar”. La voz de la narradora, que enfrenta sin duda los estragos de la devastadora enfermedad de su compañera, es banal: “Por eso el encargo de Ene me intrigó tanto. Aunque las dos fuimos, ya sabes, muchas cosas –colegas, amigas, amantes, esposas y madres–, nunca llegué a figurármela como un posible cliente”.

    Supongamos que las cosas suceden así en este mundo de “Identity Editors” y management biográfico. Cuando un libro pretende abordar –con citas de Wittgenstein y otros guiños filosóficos– cuestiones como la memoria, el lenguaje, el asombro, son intolerables su precariedad narrativa y su frivolidad. Hoy circulan bellísimos textos sobre la pérdida de la memoria o el lenguaje y sus consecuencias: ahí están los poemas de Tamara Kamenszain en El eco de mi madre, o la desgarrada y sucinta Desarticulaciones de Sylvia Molloy. Frente a esos libros, el de Correa parece un chiste hueco, un relato incompetente y desencaminado, en que no acompaña ni tan siquiera la redacción, como en este párrafo en que la palabra “cosa” aparece una y otra vez: “Así va a entender que estas cosas raras que le han pasado a su mamá también han pasado antes y que está bien, está bien que pasen cosas malas como esta enfermedad. Porque, además, siempre ocurren cosas peores, como la muerte o que te rompan el corazón o sentir que nadie en todo el mundo te entiende (…) Pero hay cosas lindas entre tantas cosas que dan pena (…) estoy segura de que también va encontrar [sic] pequeñas cositas lindas cuando ella te escuche hablar sobre mí y sobre ti”.

    A la voz de la narradora se suma el relato aparentemente neutro de los “archivos” o “milagros” del mago, los que parecen salidos de un libro de cuentos sin terminar, además de una serie de chistes visuales insulsos, que reafirman la nadería de una historia que requería más reflexión. En suma: una novela esnob, banal… y sin alma.

  347. Los 90 años de Fidel Castro

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    Jon Lee Anderson, quien prepara hace años una biografía del líder de la Revolución cubana, escribió en agosto pasado sobre el cumpleaños de Castro para la revista The New Yorker. A continuación reproducimos el texto, que arroja luces sobre las tempranas ambiciones de Castro y también sobre sus últimos años, cuando el país ya había restablecido relaciones con EE.UU. y personalidades como Kanye West se paseaban por La Habana tomándose selfies y twitteando sobre lo que vieron, comieron y bebieron.

    por jon lee anderson

    Fidel Castro cumplió 90 años. Ha sido una vida larga y llena de acontecimientos. Nació el 13 de agosto de 1926, tres años antes de la Gran Crisis y el comienzo de la depresión mundial. Los largometrajes todavía eran mudos; los viajes aéreos comerciales estaban en su infancia; la mayoría de las personas que se movían alrededor del mundo lo hacían por barco; muchas Armadas aún usaban veleros. El teléfono existía, pero para la comunicación global y las noticias al instante, el telegrama seguía siendo el instrumento adecuado. La mayoría de los autos aún habían de ser encendidos con una manivela.

    Calvin Coolidge era el Presidente de los Estados Unidos, que en ese momento tenía una población de 117 millones de habitantes —un tercio de su tamaño actual— y había 48 estados. Estados Unidos no era una superpotencia. El país tenía pocas carreteras pavimentadas y menos del 10% de la población rural tenía acceso a la electricidad. Un veto estilo Sharia sobre el consumo de alcohol, conocido como la Prohibición, había entrado en vigor desde 1920 (y duraría hasta 1933). Cuba había sido una república independiente por apenas 24 años. Fue la última de las colonias españolas en el Nuevo Mundo en ser abandonada, pero solo después de la intervención de las fuerzas estadounidenses, en 1898, habían acabado décadas de sangrienta guerra con los nacionalistas cubanos. Cuba había caído bajo la administración militar estadounidense; logró su independencia en 1902, pero solo después de haber acordado tener la así llamada Enmienda Platt incorporada en su nueva constitución. Esta disposición otorgaba a los Estados Unidos el control a perpetuidad sobre la Bahía de Guantánamo, así como el derecho a intervenir en Cuba cuando lo considerara adecuado. Por décadas, de ahí en adelante, Cuba siguió siendo una virtual colonia estadounidense, un período al que Fidel siempre se ha referido como la “pseudo-república”. Los infantes de marina estadounidenses intervinieron repetidamente y los presidentes fueron de una dúctil diversidad.

    Fidel y su hermano menor, Raúl, crecieron en Birán, entonces como ahora, un remanso de provincia al este de Cuba, un área dominada en aquellos días por agroindustrias oportunistas estadounidenses como United Fruit, que se habían abalanzado y comprado la mayor parte de la tierra productiva en los días felices que siguieron a la Guerra hispano-estadounidense. El padre de Fidel, Ángel Castro, emigró, como adolescente, desde un rincón olvidado de Dios en Galicia, España, y se quedó, convirtiéndose en una especie de gran señor campesino con una inmensa y próspera finca en la que cosechaba caña de azúcar con obreros haitianos, la que fue vendida a la United Fruit Company.

    Hacia el tiempo en que Fidel fue enviado a La Habana para una educación privada jesuita y de allí a la Universidad de La Habana para estudiar derecho, se había convertido en un ardiente nacionalista, un ferviente admirador del héroe de la independencia nacional en el siglo XIX, José Martí: un poeta y periodista que se unió a la guerra contra los españoles y murió heroicamente cuando se lanzó a caballo a la carga contra el enemigo en su primer día en el campo de batalla. Era, asimismo, un admirador de otros hombres de acción históricos, como Robespierre, Julio César y Napoleón Bonaparte.

    A los 21 años, Fidel comenzó a albergar ambiciones políticas propias y llegó a ser conocido por las autoridades cubanas como un cabeza caliente con aspiraciones políticas y una inclinación por el gesto dramático. En 1947 se unió a una expedición en barco con otros aspirantes a revolucionarios, planeando derrocar violentamente al dictador de la vecina República Dominicana, Rafael Trujillo. La expedición fue interceptada por las tropas cubanas antes de salir de un remoto cayo cubano, pero al año siguiente, mientras Fidel estaba en Bogotá, Colombia, para un congreso juvenil anti-imperialista, el popular político liberal Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado, haciendo estallar disturbios masivos; Fidel participó. De regreso a Cuba, en 1949, Fidel ayudó a organizar una protesta frente a la Embajada de los Estados Unidos después de un incidente en el que marineros estadounidenses treparon a una estatua de José Martí en una importante plaza de La Habana Vieja y orinaron sobre ella; Fidel recibió una paliza de la policía por sus incidentes.

    En 1953, a los 27 años, la ambición de Fidel no era menos que la toma del poder en Cuba, que por entonces estaba en manos de un dictador especialmente corrupto, Fulgencio Batista. En julio dirigió un ataque frontal con varios jóvenes compañeros armados en contra del cuartel del ejército de Moncada, en la segunda ciudad más importante de Cuba, Santiago. Fue un desastre absoluto. Una cantidad de rebeldes murió y decenas más fueron ejecutados, algunos después de ser brutalmente torturados. Fidel sobrevivió, y cuando lo sometieron a juicio se defendió a sí mismo con una apasionada pieza oratoria que le tomó cuatro horas leer, en la que declaró: “La historia me absolverá”. Fue condenado y sentenciado a 15 años de prisión, pero el proceso consolidó su posición como figura nacional.

    Casi dos años después del encarcelamiento de Fidel, en un acto de magnanimidad mal aconsejado, Batista firmó una amnistía que liberó a Fidel de la prisión. Él inmediatamente se exilió en México, donde, con su hermano Raúl, quien había reclutado para su causa a un joven argentino llamado Ernesto (Che) Guevara, comenzó a planear una guerra de guerrillas contra Batista. En el plazo de un año y medio, él y sus seguidores comenzaron esa guerra, y el día de Año Nuevo de 1959, Batista había huido. Fidel y sus rebeldes triunfaban.

    Luego siguieron las grandes cosas de la historia: la invasión apoyada por Estados Unidos de la Bahía de Cochinos; la crisis de los misiles cubanos; la creación de un Estado de partido único presidido por el Partido Comunista de Cuba; la infinidad de intentos de la CIA de matar o derrocar a Fidel, y su notable capacidad de sobrevivir y permanecer en el poder; su apoyo a las luchas guerrilleras en docenas de otros países; el gran éxodo de los cubanos que huyeron de la isla, sobre todo a Florida, algunos por razones económicas y otros en busca de la libertad política. La Unión Soviética colapsó, pero Fidel permaneció en el poder hasta el año 2006, cuando cayó enfermo y entregó el puesto a Raúl.

    Cuando Fidel llegó al poder, era presidente de Estados Unidos Dwight D. Eisenhower. Hoy lo es Barack Obama, un afroamericano, quien visitó la isla en marzo pasado por invitación de Raúl, después de que los dos líderes restablecieran relaciones diplomáticas, en 2014. Fidel no fue parte de la visita oficial, ni apareció en público. Pero se sintió su presencia. Durante la década pasada, a medida que Fidel se ha adaptado a su papel de anciano estadista de Cuba, ha expresado sus opiniones en ocasionales columnas publicadas en el diario oficial comunista, Granma. En el último año y medio, desde la restauración de las relaciones con los estadounidenses, dejó muy claro que permanece profundamente escéptico de las intenciones estadounidenses, al tiempo que enfatiza que apoya las decisiones de su hermano menor. Pero, viniendo como viene, en el crepúsculo de su vida, el hecho de que los estadounidenses estén de regreso (inicialmente en forma de un creciente flujo de turistas entusiastas, pero también como eventuales inversionistas) debe ser profundamente doloroso para Fidel, cuya oposición al imperialismo yanqui fue el pilar de su carrera política. ¿Qué pensó Fidel del hecho de que personalidades estadounidenses del tipo de Kim Kardashian, Kanye West y Jerry Springer estuvieran de gira por La Habana la primavera pasada, tomándose selfies y twitteando sobre lo que hicieron y vieron, comieron y bebieron?

    En su última aparición pública, en el séptimo Congreso del Partido Comunista de Cuba, en abril, un Fidel de aspecto frágil dio un discurso en el que no mencionó ni una sola vez a los estadounidenses. Habló, en cambio, de su preocupación por los desafíos que enfrenta la humanidad, incluidos los riesgos que plantean la proliferación de armas, el calentamiento global y la escasez de alimentos. Y Fidel reafirmó su fe en el comunismo, en el futuro de Cuba y en el legado que creía que los comunistas de Cuba habían forjado. También mencionó su inminente cumpleaños. Era un hito, dijo, que nunca había esperado alcanzar.

    ***

    P.S. Probablemente era de esperar que Fidel Castro no pudiera permanecer en silencio en semejante ocasión. En una carta abierta publicada en la prensa cubana, titulada “El Cumpleaños”, firmada y fechada, con su característica atención al detalle, el 12 de agosto de 2016, a las 10 y 34 p. m., Castro escribió con desacostumbrada nostalgia de sus primeros años de infancia en la Birán rural. Luego, como había hecho en el Congreso del Partido, terminaba con una nota preocupado sobre el futuro del hombre, la carrera armamentista y la superpoblación.

    Fidel finalizaba criticando al presidente Obama por no haberse disculpado explícitamente por los “criminales” ataques nucleares de Estados Unidos contra Hiroshima y Nagasaki durante su visita a Japón hace unos meses y concluía que fue debido a esos ataques que consideró que “hay que martillar sobre la necesidad de preservar la paz, y que ninguna potencia se tome el derecho de matar a millones de seres humanos”.

    Mientras tanto, en honor al cumpleaños de Fidel, un maestro torcedor de cigarros cubano ha completado el cigarro más largo del mundo, midiendo 90 metros de longitud, un metro por cada año de vida de Fidel Castro.

    (Texto publicado con la autorización de Jon Lee Anderson. Traducción de Patricio Tapia)

  348. Lo que tantas personas no entienden de la clase obrera estadounidense

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    A la luz de los resultados en las elecciones estadounidenses, a los demócratas se les escapa que ser trabajador no significa ser pobre, sino de clase media. Y este sector, que es mayoritariamente blanco y que mira con resentimiento a los que están abajo, esperaba que la economía fuera el centro del debate. “Lo que ellos quieren”, escribe la autora, “son trabajos estables y de tiempo completo, que entreguen una sólida vida de clase media al 75% que no tiene un título universitario. Trump promete eso”.

    por joan c. williams

    Mi suegro creció comiendo sopa de sangre. La odiaba; si era por el sabor o la humillación, nunca lo supe. Su padre alcohólico regularmente se bebía el salario familiar y la familia a menudo andaba corta de dinero para comida. Fueron desalojados de un departamento tras otro.

    Él dejó la escuela en octavo grado para ayudar a mantener a la familia. Eventualmente consiguió un trabajo bueno y estable, que en realidad detestaba, como inspector en una fábrica que hacía aquellas máquinas que miden los niveles de humedad en los museos. Trató de abrir varios negocios laterales, pero ninguno funcionó, de manera que mantuvo ese trabajo por 38 años. Se elevó de la pobreza a una vida de clase media: el automóvil, la casa, dos niños en la escuela católica, la esposa que trabajaba solo a tiempo parcial. Trabajó incesantemente. Tenía dos trabajos además de su posición a tiempo completo, uno haciendo las labores de jardín para un magnate local y otro acarreando la basura al vertedero.

    Durante las décadas de los 50 y 60 leía The Wall Street Journal y votaba por los republicanos. Fue un hombre adelantado a su tiempo: un hombre blanco, trabajador de “cuello azul”, que pensaba que el sindicato era una pandilla de bromistas que tomaban su dinero y nunca le dieron nada a cambio. A partir de 1970, muchos blancos siguieron su ejemplo. Recientemente, su candidato ganó la presidencia.

    Por meses, lo único que me sorprendió acerca de Donald Trump es el asombro de mis amigos por su éxito. Lo que lo está impulsando es la brecha en la cultura de clase.

    Un elemento poco conocido de esa brecha es que la clase obrera blanca (COB) resiente de los profesionales, pero admira a los ricos. Los que han logrado ascender de clase (profesionales de “cuello blanco” que nacen de familias de “cuello azul”) informan que “los profesionales eran gente generalmente sospechosa” y que los gerentes eran niños universitarios “que no saben una mierda sobre cómo hacer nada, pero están llenos de ideas sobre cómo yo tengo que hacer mi trabajo”, decía Alfred Lubrano en el libro Limbo. Barbara Ehrenreich recordaba en 1990 que su papá de cuello azul “no podía decir la palabra doctor sin el intrínseco prefijo charlatán. Los abogados eran tinterillos… y los profesores eran sin excepción, farsantes”. Annette Lareau se encontró con un tremendo resentimiento contra los profesores, que eran percibidos como condescendientes e inútiles.

    Michèle Lamont, en The Dignity of Working Men, también se encontró con resentimiento hacia los profesionales –pero no hacia los ricos. “No puedo golpear a nadie para tener éxito”, le dijo un obrero. “Hay mucha gente por ahí que es rica y estoy seguro que trabajaron dura y arduamente por cada centavo que tienen”, intervino un empleado de recepción. ¿Por qué la diferencia?

    En primer lugar, la mayoría de los obreros tienen poco contacto directo con los ricos fuera de “el estilo de vida de los ricos y famosos”. Pero los profesionales los mandan de acá para allá todos los días. El sueño no es convertirse en alguien de clase media alta, con sus distintos modelos de comida, familia y amistad; el sueño es vivir en tu propio ambiente de clase, donde te sientes cómodo –solo que con más dinero. “Lo principal es ser independiente y dar tus propias órdenes y no tener que recibirlas de nadie más”, le dijo a Lamont un operador de maquinaria. Ser dueño de tu propio negocio; esa es la meta. Esa es otra parte del atractivo de Trump.

    Hillary Clinton, en cambio, representa la estúpida arrogancia y presunción de la élite profesional. La estupidez: el traje pantalón. La arrogancia: el servidor de correo electrónico. La presunción: la canasta de los deplorables. Peor, su mera presencia restriega que hasta las mujeres de su clase pueden tratar a los hombres de clase trabajadora con falta de respeto. Hay que ver cómo, condescendientemente, ve a Trump como incapaz de ocupar el cargo de presidente y rechaza a sus seguidores como racistas, sexistas, homofóbicos o xenófobos.

    La conversación llana de Trump se convierte en otro valor para las personas de cuello azul: una conversación franca. “Ser directo es una norma de la clase obrera”, señala Lubrano. Como un sujeto de cuello azul le dijo: “Si tienes un problema conmigo, ven a hablar conmigo. Si tienes una forma en que quieres que algo se haga, ven a hablar conmigo. No me gusta la gente que practica esos juegos de dos caras”. Se considera que para la conversación franca se requiere coraje viril, no ser “un completo gallina y debilucho”, le dijo un técnico de electrónica a Lamont. Por supuesto, Trump apela a esto. ¿El burdo reconocimiento de Clinton de que ella habla de una manera en público y de otra en privado? Una prueba adicional de que tiene dos caras.

    La dignidad masculina es un gran asunto para los hombres de clase trabajadora. Trump promete un mundo libre de corrección política y un regreso a una era anterior, cuando los hombres eran hombres y las mujeres conocían su lugar. Es comida reconfortante para los jóvenes con educación media, quienes podrían haber sido mi suegro si hubieran nacido 30 años antes. Hoy se sienten perdedores (o lo hacían hasta que conocieron a Trump).

    La dignidad masculina es un gran asunto para la mayoría de los hombres. Y se relaciona con el estatuto de sostén de la familia: muchos aún miden la masculinidad por el tamaño de su sueldo. Los salarios de los hombres blancos de clase obrera se vinieron abajo en la década de 1970 y recibieron otro golpe al cuerpo durante la Gran Recesión. Desearía que la masculinidad funcionara de otra manera. Pero la mayoría de los hombres, como la mayoría de las mujeres, buscan alcanzar los ideales con los que han crecido. Para muchos hombres de cuello azul, todo lo que piden es la dignidad humana básica. Trump promete darla.

    ¿La solución de los demócratas? Hace unas semanas el New York Times publicó un artículo en el que se aconsejaba a los hombres que cursaban estudios secundarios que tomaran trabajos de “cuello rosa”. Hablando de insensibilidad. Los hombres de la élite, se podrá notar, no están inundando los trabajos tradicionalmente femeninos. Recomendar eso para los hombres de COB solo aviva la rabia de clase.

    ¿No es esto injusto con Clinton? Por supuesto que lo es. Es injusto que ella no fuera una candidata plausible hasta que estuvo tan sobrecalificada que repentinamente no estuvo calificada debido a errores pasados. Es injusto que Clinton sea llamada una “mujer desagradable”, mientras que Trump es visto como un hombre de verdad. Es injusto que Clinton solo lo hizo bien en el primer debate porque envolvió su candidatura en un baile de femineidad. Cuando volvió al modo ataque, eso era la acción correcta para un candidato presidencial, pero la errada para una mujer. La elección demuestra que el sexismo mantiene un apoyo más profundo de lo que la mayoría imaginaba. Pero las mujeres no se mantienen unidas: las mujeres de COB votaron por Trump sobre Clinton por un abrumador margen de 28 puntos (62% contra 34%). Si se hubieran dividido 50-50, ella habría ganado.

    La clase supera al género, y está conduciendo la política estadounidense. Los encargados de formular las políticas de ambos partidos (pero especialmente los demócratas, si quieren recuperar sus mayorías) necesitan recordar cinco puntos principales.

    Entender que la clase trabajadora significa clase media, no pobre

    La terminología aquí puede ser confusa. Cuando los progresistas hablan acerca de la clase obrera, típicamente se refieren a los pobres. Pero los pobres, en el 30% inferior de las familias estadounidenses, son muy diferentes de los estadounidenses que están literalmente en el medio: la mitad, el 50% de las familias cuyo ingreso promedio fue de 64 mil dólares en 2008. Esa es la verdadera “clase media”, y se llaman a sí mismos “clase media” o “clase trabajadora”.

    “Lo que realmente me llama la atención es que los demócratas tratan de ofrecer políticas (¡licencia por enfermedad pagada!, ¡salario mínimo!) que ayudarían a la clase trabajadora”, me escribió recién un amigo. Unos pocos días de permiso pagado no van a sostener a una familia. Ni tampoco un salario mínimo. Los hombres de COB no están interesados en trabajar en McDonald’s por 15 dólares la hora en lugar de 9.50 dólares. Lo que ellos quieren es lo que mi suegro tenía: trabajos constantes, estables y de tiempo completo que entregan una sólida vida de clase media al 75% de los estadounidenses que no tienen un título universitario. Trump promete eso. Dudo que lo cumpla, pero al menos entiende lo que ellos necesitan.

    Entender el resentimiento de la clase trabajadora hacia los pobres

    ¿Recuerdan cuando el presidente Obama promovió el plan de salud llamado Obamacare, señalando que entregaría atención médica a 20 millones de personas? Solo otro programa que gravaría a la clase media para ayudar a los pobres, dijo la COB, y en algunos casos probó ser cierto: los pobres obtuvieron seguro de salud, mientras que algunos estadounidenses más adinerados vieron subir sus primas.

    Los progresistas han prestado atención a los pobres desde hace más de un siglo. Esto (combinado con otros factores) llevó a programas sociales dirigidos a ellos. Los programas en función de los recursos que ayudan a los pobres, pero excluyen a la clase media pueden mantener los costos y las tasas de impuestos más bajos, pero son una receta para el conflicto de clases. Ejemplo: el 28.3% de las familias pobres recibe subsidios para el cuidado de sus hijos, que son en gran parte inexistentes para la clase media. De esa forma, mi cuñada trabajó a tiempo completo para el programa Head Start, proporcionando cuidado infantil gratuito a las mujeres pobres mientras ella ganaba tan poco que casi no podía pagar por el de sus propios hijos. Ella resentía esto, especialmente el hecho de que algunas de las mamás de los niños no trabajaban. Una llegó tarde un día para recoger a su hijo, llevando bolsas de compras de la tienda Macy’s. Mi cuñada estaba lívida.

    El muy aclamado Hillbilly Elegy, de J.D. Vance, captura este resentimiento. Familias de vida dura, como la de la madre de Vance, viven junto a familias establecidas, como la de su padre biológico. Mientras que los de vida dura sucumben a la desesperación, las drogas o el alcohol, las familias establecidas se mantienen en el buen camino, como mis suegros, que eran dueños de su casa y enviaron a sus dos hijos a la universidad. Para lograrlo, vivieron una vida de rigurosa frugalidad y autodisciplina. El libro de Vance hace ásperos juicios sobre sus parientes de vida dura, lo cual no es infrecuente entre las familias establecidas que mantenían su nariz limpia por medio de pura fuerza de voluntad. Esta es una segunda fuente de resentimiento contra los pobres.

    Otros libros que se ocupan de esto son Hard Living on Clay Street (1972) y Working-Class Heroes (2003).

    votantes trump

    Entender cómo las divisiones de clase se han traducido en la geografía

    El mejor consejo que he visto hasta ahora para los demócratas es la recomendación de que los hipsters se muden a Iowa. El conflicto de clases ahora sigue de cerca la división urbano-rural. En las inmensas llanuras rojas entre las delgadas costas azules, cantidades sorprendentemente altas de hombres de clase trabajadora están desempleados o discapacitados, provocando una ola de muertes por desesperación en la forma de epidemia opiácea.

    Vastas zonas rurales se están marchitando, dejando un rastro de dolor. ¿Cuándo se ha escuchado a un político estadounidense hablar de eso? Nunca. Lo aborda bien Jennifer Sherman en Those Who Work, Those Who Don’t (2009).

    Si desea conectarse con los votantes blancos de clase trabajadora, ponga la economía en el centro

    “Los blancos de clase obrera son tan estúpidos. ¿No se dan cuenta de que los republicanos solo los usan cada cuatro años y luego los joden?”. He escuchado alguna versión de esto una y otra vez, y en realidad es un sentimiento con el que la COB está de acuerdo, por lo que rechazaron el establishment republicano este año. Pero para ellos, los demócratas no son mejores.

    Ambos partidos han apoyado los acuerdos de libre comercio debido a las evidentes ganancias netas del PIB, pasando por alto a los trabajadores de cuello azul que perdieron su trabajo al trasladar las plantas a México o Vietnam. Estos son precisamente los votantes en los estados cruciales de Ohio, Michigan y Pennsylvania que los demócratas han ignorado durante tanto tiempo. Perdón. ¿Quién es el estúpido?

    Un mensaje clave es que los acuerdos comerciales son mucho más caros de lo que los hemos considerado, porque el desarrollo de puestos de trabajo sostenidos y los programas de capacitación deben ser contados como parte de sus costos.

    A un nivel más profundo, ambos partidos necesitan un programa económico que pueda entregar trabajos de clase media. Los republicanos tienen uno: liberar los negocios estadounidenses. ¿Los demócratas? Ellos siguen obsesionados con asuntos culturales. Entiendo perfectamente por qué son importantes los baños transgénero, pero también entiendo por qué la obsesión de los progresistas por priorizar asuntos culturales enfurece a muchos estadounidenses cuyas principales preocupaciones son económicas.

    Cuando los votantes de cuello azul solían ser firmemente demócratas (1930-1970), los buenos empleos estaban en el centro de la agenda progresista. Una política industrial moderna seguiría el camino de Alemania. Se necesita financiamiento a gran escala  para los programas de colegios comunitarios vinculados con empresas locales destinados a capacitar a los trabajadores para empleos bien pagados de la nueva economía. Clinton mencionó este enfoque, junto con otras 600 mil sugerencias de políticas públicas. Ella no lo destacó.

    Evitar la tentación de desestimar el resentimiento de cuello azul como racismo

    El resentimiento económico ha estimulado la ansiedad racial que, en algunos partidarios de Trump (y en Trump mismo) se ha deslizado en abierto racismo. Pero desestimar la rabia de la COB como nada más que racismo es comida reconfortante intelectual, y es peligroso.

    Los debates nacionales sobre la policía están alimentando las tensiones de clase hoy en día, precisamente de la misma manera que lo hicieron en la década de 1970, cuando los jóvenes universitarios ridiculizaban a los policías como “cerdos”. Esta es una receta para el conflicto de clases. Estar en la policía es uno de los pocos buenos trabajos abierto a los estadounidenses sin una educación universitaria. La policía obtiene salarios estables, grandes beneficios y un lugar de respeto en sus comunidades. Para las élites, desestimarlos como racistas es un ejemplo revelador de cómo, aunque los insultos basados en la raza y el sexo ya no son aceptables en una sociedad educada, los insultos basados en la clase lo siguen siendo.

    No defiendo a los policías que matan ciudadanos por vender cigarrillos. Pero la actual demonización de la policía subestima la dificultad de poner fin a la violencia policial contra las comunidades de color. La policía debe tomar decisiones en una fracción de segundo, en situaciones que amenazan la vida. Yo no. Si tuviera que hacerlo, también podría tomar algunas malas decisiones.

    Decir esto es tan impopular que arriesgo convertirme en una paria entre mis amigos en la Costa Izquierda. Pero el mayor riesgo hoy en día, para mí y para otros estadounidenses, es la continua desorientación de clase. Si no tomamos medidas para salvar la brecha cultural de clase, cuando Trump demuestre que no puede traer el acero de regreso a Youngstown, Ohio, las consecuencias podrían resultar peligrosas.

    En 2010, mientras estaba en una gira promocional de mi libro Reshaping the Work-Family Debate, di una charla sobre todo esto en la Harvard Kennedy School. A la mujer que moderaba al conjunto de oradores, una importante operadora demócrata, le gustó mi charla. “Estás diciendo exactamente lo que los demócratas necesitan escuchar”, reflexionó, “y que nunca escucharán”. Espero que ahora lo hagan.

    Traducción: Patricio Tapia

    Joan C. Williams es profesora de derecho y directora del Center of Work Life Law de la Universidad de California. Este texto apareció en el último número de Harvard Business Review.
  349. Al hueso

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    Los mundos de Arelis Uribe son pequeñas miniaturas en que siempre hay una posibilidad de huir. Pero esa posibilidad está en otra parte, como si sus protagonistas, atados de manos, debieran buscarla con un periscopio.

    por lorena amaro

    Quiltras es el primer libro de cuentos de Arelis Uribe, periodista que ha sido finalista de los premios Concurso de Cuentos Paula y Periodismo de Excelencia U. Alberto Hurtado. Y con razón: su narrativa es ágil, precisa e inteligente; se funda en la observación y enunciación descarnada, dolorosa, de un mundo periférico, desventajado: el de los pequeños pueblos de provincia o los barrios de clase media baja, mundos que la nueva generación de escritores (Esteban Catalán, Paulina Flores, Daniel Hidalgo, Constanza Gutiérrez) insisten en examinar, quizás porque se encuentran en una frontera entre el querer y el poder ser, entre la pobreza y la decencia triste de una clase que trabaja y malvive en el borde del abuso y la precariedad. Los mundos de Arelis Uribe son pequeñas miniaturas en que siempre hay una posibilidad de huir. Pero esa posibilidad está en otra parte, como si sus protagonistas, atados de manos, debieran buscarla con un periscopio.

    Los siete cuentos que integran el volumen enuncian el drama chileno de la condición social. Abre con el brillante “Ciudad desconocida”, en que dos primas de una familia grande y dispersa, en que los tíos varones tienen plata y las mujeres, problemas, se reencuentran tras años de distancia y silencio familiar. Con inteligencia bienhumorada y perspicaz, Uribe reflexiona sobre lo privado y lo público, lo familiar y lo nacional: “Concluí que si América del Sur fuera un barrio, Chile sería el vecino arribista que se compra un auto grande y un perro muy chico y usa mucho la chequera y la tarjeta de crédito. Mi prima lo comparaba con El Chavo y decía que Chile era el Quico del cono sur. Yo no lo decía pero pensaba en nuestra familia y sentía que mis tíos eran Chile y su mamá y la mía eran los países perdedores o una mezcla entre Doña Florinda y Don Ramón: dueñas de casa miserables, que nunca podían pagar la renta”.

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    El paisaje de varios de estos relatos es el de la Gran Avenida y comunas como San Bernardo o La Florida, por los que protagonistas, niños aún o adolescentes sin plata, rebotan y aprenden en una novela de formación nada fácil, en que el límite de la amistad y la atracción erótica se torna difuso. Tanto “Ciudad desconocida” como “Italia” y “Quiltras” siguen de cerca la amistad de escolares y jóvenes en un espacio adverso a los afectos. Las diferencias de clase social y un entorno empobrecido son las notas que suenan fuerte en estos intentos de proximidad, en que a veces los personajes funcionan como espejos: “Nuestras casas eran como réplicas”, cuenta la narradora de “Quiltras”, la misma que parafrasea los Me acuerdo primermundistas de Joe Brainard y Georges Perec con esta descripción de su escuela: “Me acuerdo del comedor lleno de caca de paloma. Me acuerdo de las manchas, eran como la mezcla de blanco y gris en la paleta de un pintor, pero secas y poniéndose verde oscuro, fosilizándose en el techo, en el suelo, en las ventanas (…) Me acuerdo del baño, con las tazas vomitan­do litros y litros de agua, regurgitando lo que alguien había depositado hace días, semanas o meses (…) Me acuerdo que había que pedirle confort al inspector en el recreo y todo el co­legio te veía hablar con el viejo de delantal blanco, pasán­dote un pedazo de papel medio café, áspero y enrollado, y lo que originalmente pretendías hacer en privado se hacía público”. El dolor de lo feo contrasta con los destellos de belleza del lenguaje, siempre preciso: “Me recosté a su lado y la besé y su boca sabía a agua limpia, a papel de revista brillante”; “La Italia se distan­ció de mí y yo de ella, de manera lenta pero sostenida, como dos trozos de tierra en la deriva continental” (“Italia”); “Cuando salimos, los estudiantes seguían igual de lánguidos, como si en vez de adolescentes fueran des­ahuciados de un asilo” (“El kiosco”).

    “Bestias” confronta a la protagonista con una perra recién parida, cuya situación de calle es tan desprotegida como la suya propia. En muy pocas páginas, Uribe traza una historia afectiva; el barrio se torna, como escribiera Gladys González en su poemario Gran Avenida, “un territorio del corazón”. El paisaje cerrado, chato y feo de la educación pública chilena aparece nuevamente en “El kiosco”, en que Uribe disecciona con precisión ese cuerpo enfermo. Una asistente social es enviada a examinar diferentes iniciativas escolares. Confiesa, desalentada: “Cada vez tuve que aplicar la misma técnica medicinal: disociar los contextos y los términos teóricos, de los nombres y las personas”. Los relatos “Rockerito83@yahoo.es” y “Bienvenida a San Bernardo” muestra a jóvenes explorándose a la distancia, o en encuentros breves en provincias y barrios en el límite difuso de la pobreza. “Bienvenida…” es el relato más flojo del conjunto, ya que la historia se adelgaza al punto de transformarse en una simple anécdota. Por lo demás, se trata de un debut impecable, al hueso, aunque un poco breve: dan ganas de leer más.

  350. César Aira: “No hago novelas, sino juguetes literarios para adultos”

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    Primer encuentro con la literatura

    Me hice escritor por ser lector. Empecé a leer de muy chico, a leer lo que leían los chicos de antes, que teníamos la suerte de que no existiera la literatura infantil. Leíamos, entonces, a Stevenson, a Mark Twain, a Julio Verne, a Salgari. Y los leía por entretenimiento, por seguir la aventura, quizás por evadirme también, por encontrar ahí las emociones que no encontraba en la vida real. Pero a eso de los 14 años descubrí a Borges y ese fue mi encuentro con la literatura, ya no con los libros como pasatiempo, como entretenimiento, como evasión, sino con ese otro nivel, el nivel del arte de la literatura, el arte de la palabra.

    La influencia de Superman

    Esas aventuras de Superman de los años 50, lo que ahora los historiadores del cómic llaman la edad de plata, en realidad eran muy intelectuales. Tenían que ser intelectuales por las premisas de la historia. Superman, este señor venido de krypton, tenía todos los poderes: podía dar la vuelta al mundo en 0,5 segundos; podía ver a través de las paredes, de las rocas y de las montañas; podía destrozar un meteorito; podía volar a otra galaxia; entonces, si podía hacerlo todo, dónde podían encontrar los creadores un conflicto para que hubiera historia. Eso obligaba a los autores a usar la imaginación. No era cuestión de narrar el robo de un banco porque el robo de un banco era demasiado fácil para Superman, así que tenían que hacerlo más difícil, más complicado y más intelectual. Superman, por ejemplo, tenía debilidades, como la kriptonita. Se acercaba a la kriptonita verde y se debilitaba, pero eso tampoco era suficiente para la emoción que necesitaba la historia, entonces inventaron la kriptonita roja, que le producía efectos diversos, incontrolables. Por ejemplo, si lo afectaba la kriptonita roja, se ponía a hacer chistes incontrolablemente, bueno, le pasaban cosas insólitas. Después estaba la kriptonita dorada, que le quitaba los poderes permanentemente, o sea que nunca podía haber kriptonita dorada porque se terminaba Superman. Estas cosas me prepararon para los juegos temporales y filosóficos de Borges, estaban muy cerca, pero en clave lúdica. Además, el cómic no desarrolla a los personajes en el aspecto psicológico, son estereotipos en función de la acción y así es cómo funciona lo que yo he escrito: el personaje lo más estereotipado posible, de modo de no detenerse en cuestiones psicológicas, sino que avanzar en la acción. Y otra cosa que comparte Superman con otros cómics, es la imagen. La historia con sus imágenes. Creo que todo lo que yo he escrito tiene como una arqueología, un resto oculto de imagen porque mi imaginación es visual. Todo lo que voy inventando lo voy viendo, casi como los cuadritos que se van sucediendo en la historieta.

    Contra la novela

    Me siento más cerca de la poesía, del ensayo y del texto libre. De joven intenté escribir novelas que se parecieran a las novelas de verdad, porque quería ser publicado y hacer algo que los editores entendieran de qué se trataba, pero con el tiempo me fui liberando de eso y hoy día creo que escribo, como yo diría, la sombra de una novela. He ido cambiando mis definiciones, que las hago un poco para divertirme y para burlarme de los periodistas que me preguntan. Hasta hace poco definía mis libros como “cuentos de hadas dadaístas”, pero ahora los defino como “juguetes literarios para adultos”.

    Circulación en editoriales independientes

    No fue para nada algo premeditado, simplemente ocurrió que, en cierto momento, me liberé de la extensión que requieren las editoriales serias, para que los libros tengan un lomo que se pueda ver, y eso me lo permitían las pequeñas editoriales independientes. Después colaboró el hecho de que empecé a tener un agente. Yo nunca había ni soñado con tener un agente, que me parecía la cosa más snob del mundo, pero empezaron a traducirme y los editores franceses y alemanes me mandaban contratos que yo firmaba sin leer y terminó armándose un lío bastante importante por el que temí incluso que me metieran preso. En ese momento apareció providencialmente un agente alemán que se ofreció a poner en orden todo ese asunto. Y ahí hicimos un acuerdo: que él se iba a ocupar del mundo, le di carta blanca para que hiciera lo que quisiera, pero yo me reservaba la Argentina, en la Argentina él no se podía meter. Eso coincidió con la proliferación de las pequeñas editoriales independientes y ahí yo pude darme el lujo de regalarle a estos editores independientes mis pequeños libros. Se los regalo, no les cobro derecho de autor. O sea que tengo lo mejor de dos mundos: por un lado en Argentina soy el escritor gentleman que escribe porque le gusta y no cobra, y la plata viene de afuera.

    Borges

    A los autores argentinos siempre les preguntan si les abruma  o si es demasiado peso tener a uno de los mayores escritores del siglo XX y de la historia de la literatura. Yo siempre digo que no, que no es así. Para nosotros es un orgullo tener un escritor que sea tan grande y a la vez tan profunda y esencialmente argentino. Muchos argentinos, leyendo a Borges, pensamos “esto nadie que no sea argentino puede entenderlo del todo”. Pero justamente esos escritores que son los más locales, son los más universales a la vez. Y el gran mérito de Borges para nosotros fue establecer un estándar, no solo de calidad sino que de honestidad intelectual, que debería hacernos sentir avergonzados de escribir como escribimos teniendo a este maestro tan cerca. Y sigue siendo una bendición haber tenido a Borges, porque ha sido una verdadera luz. El día que murió, en todas las primeras planas de los diarios se decía “qué hacemos ahora, nos quedamos sin Borges”, porque era una presencia tan fuerte, aun fuera del ámbito literario: su mito, su personalidad, su broma, su humor, sus salidas extravagantes, estaban tan presentes, pero siguió presente. Yo noto que hoy no pasa un día sin que entre mis amigos o la gente que conozco no mencionemos a Borges por algo, citando una frase, o una salida o una broma.

  351. Hervé Le Bras: “La capacidad de migrar nos ha salvado”

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    El demógrafo e historiador francés Hervé Le Bras presentó el jueves pasado, en el marco de la cátedra Globalización y Democracia de la Universidad Diego Portales, la conferencia “Inmigración y globalización”, donde expuso un análisis histórico de los movimientos migratorios a nivel mundial. “La migración es algo muy antiguo, el hombre desde siempre se ha estado moviendo y ese comportamiento es propio de nuestra especie; hasta es probable pensar que la capacidad de migrar nos ha salvado”, dijo el pensador, quien ha cumplido un importante papel en Francia como crítico del discurso de la derecha, denunciando los conceptos erróneos y muchas veces infundados que se esgrimen en esta discusión.

    “Las primeras migraciones fueron hacia lugares poco distantes; hoy día los emigrantes provienen de todas partes del mundo. En la Antigüedad, las migraciones de larga distancia solo eran realizadas por los guerreros y el miedo actual que existe hacia los extranjeros proviene de esa vieja idea”, agregó el autor de Los límites del planeta: mitos de la naturaleza y de la población, que ha tenido como foco de estudio la reflexión en torno a los prejuicios y miedos que guarda la sociedad sobre los extranjeros. “Una de las características inquietantes de la globalización es que siempre el emigrante va a tratar de ir a un país que está mejor, de manera que se tiene la impresión de que quien llega viene de una condición inferior”.

    Apoyado por una serie de gráficos y cifras, remarcó las contradicciones que asoman al analizar el presente. “El 18% de los europeos quiere irse de su país; sin embargo, ese mismo porcentaje rechaza la llegada de nuevos inmigrantes. Es algo esquizofrénico. Se quiere abandonar el país pero a la vez se tiene miedo de quien llega. Este es el caso de Europa, pero hay una mala percepción de la migración en casi todos los países. Se podrían exponer las ventajas que trae esto, pero la mayoría de los habitantes suele quedarse con lo negativo. Se piensa que los inmigrantes llegan a ocupar los puestos de trabajo o que tienen una mayor tendencia a la criminalidad. Y a veces solo basta que se sepa por la prensa de uno o dos ejemplos para hacerse una mala imagen. Lo cierto es que en la mayoría de los casos, la inmigración ha sido positiva para los países”.

    Por supuesto, también fue consultado sobre la situación de Francia y la inmigración musulmana. “La migración desde oriente próximo a Europa es muy selectiva, se trata solo de los más pobres, quienes son desplazados internamente, de modo que el número de inmigrantes es bajo. Dos millones de personas tienen el permiso de estadía y ese número, comparado con los 440 millones de habitantes que tiene Europa, es muy poco. Hay una exageración en la opinión pública sobre esta amenaza. Por ejemplo, se dice que hay seis millones de musulmanes en Francia. Sin embargo, solo hay 500 mil que practican la religión. ¿Se debe tener miedo a esas 500 mil personas? No, la mayoría son bastante pacíficos”.

  352. La despedida de Leonard Cohen

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    You Want It Darker, el disco que apareció semanas antes de su muerte, es notoriamente oscuro y ceremonial desde sus primeros segundos, donde el cantante le dice a Dios que está listo para partir. Su famosa voz, más oscura y espesa que nunca, también contribuye a que todo tenga una dimensión muy profunda. Después de todo, el hombre podía leernos en voz alta el catálogo de una ferretería y todos creeríamos estar escuchando el Cantar de los cantares.

    por marcelo somarriva

    Algunas semanas antes de su muerte, Leonard Cohen publicó el disco You Want It Darker. Antes de que saliera a la venta, el artista sugirió que sería el último. Las sesiones de grabación habían sido muy difíciles, por sus dolores de espalda y otros contratiempos que lo llevaron a terminar cantando en una silla médica. Con seguridad, tampoco habrían más giras y conciertos. Cohen le dijo a David Remnick –que hizo un excelente perfil suyo para la revista New Yorker– que si bien sus facultades mentales estaban intactas, su cuerpo ya no lo acompañaba como antes y que esperaba, entonces, cerrar asuntos inconclusos y aguardar el momento de su muerte. Esto produjo alarma entre sus fanáticos, que querían que su héroe viviera para siempre; y Cohen tuvo que salir a calmarlos y decirles exactamente lo que querían escuchar, que viviría para siempre. Algunas semanas después murió y ya sabemos lo que pasó.

    Al momento de su aparición, el nuevo disco de Leonard Cohen abrió perspectivas inciertas en la carrera de Cohen, a pesar de sus 82 años. Su trayectoria había sido tan impredecible, que daba para pensarlo. Hacía poco tiempo, bien entrado ya en los 70, el cantante inició un renacimiento inesperado, dando una extensa gira por el mundo –que lo acercó a nuevas audiencias– y publicando dos discos en estudio con canciones nuevas, Old Ideas y Popular problems, que fueron muy bien recibidos por la crítica y el público.

    En sus canciones Cohen creó una especie de personaje dramático, un Don Juan épico, el comandante Cohen, herido en el frente de batalla erótico, un héroe tan implacable en la seducción como magnífico en la derrota y el fracaso sentimental, lo que alguna vez alguien llamó de manera certera y divertida como una especie de James Bond de la agonía artística. Esta era claramente una máscara, que podía parecérsele a ratos, pero que no era exactamente él (y tampoco alguno de nosotros). Antes de su muerte, este disco podía escucharse como la despedida de este héroe sentimental retirado en su “torre de la canción” que, con sus armas ya sin municiones, hacía ajustes de cuentas con los amores de su pasado o sus fantasmas. La despedida parecía al principio muy amarga, pero luego se asoma la ironía, como en la canción “Treaty” donde pide disculpas a uno de sus amores por “ese fantasma en que te convertí (…) solo uno de nosotros era real, y ese era yo”.

    La muerte de Cohen tiñó al disco entero de luto, resaltando su connotación religiosa o ceremonial, y lo que antes pudo haber parecido como los últimos actos de un galán cansado se convirtieron en los gestos rituales de una despedida de la vida. Esto en realidad no era nada nuevo tratándose de un artista que casi siempre cantó sobre el amor o la muerte. Lo que suena terriblemente dramático, pero en realidad no lo es tanto, ya que entre el amor y la muerte se reparten la vida entera.

    Cohen tiene una inmerecida fama de latero solemne, que solo se detiene a observar la melancolía innegable de sus canciones, e ignora su humor e ironía para observar los detalles ridículos de la vida. You Want It Darker es un disco notoriamente oscuro y ceremonial desde sus primeros segundos, donde el cantante le dice a Dios que está listo para partir. Convengamos, además, que a los 82 años ya nadie pretende ser el alma de la fiesta y que su famosa voz, más oscura y espesa que nunca, también contribuye a que todo tenga una dimensión muy profunda. El hombre podía leernos en voz alta el catálogo de una ferretería y todos creeríamos estar escuchando el Cantar de los cantares.

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    En todo caso, el sentido religioso de Cohen era también algo bastante peculiar. Al igual que otras de las grandes figuras de la canción popular contemporánea, como Joni Mitchell, Van Morrison y Bob Dylan, Cohen transmitió en sus canciones sus inquietudes espirituales con mucha intensidad. Cuentan que probó todas las posibilidades de consolación espiritual que ofrecen las religiones del mundo y también las diversas formas para expandir la conciencia disponibles en el mercado; desde la religión judía de sus ancestros al hinduismo, pasando por la meditación zen y el LSD. La vida en los escenarios y las diversas formas del éxtasis que ofrecen el pop y el rock nunca han estado muy lejos de los que Julio Iglesias llamó una experiencia religiosa, pero esto fue algo más profundo; muchas de las canciones de Cohen pueden servir como perfectas plegarias de un culto ecuménico y titubeante; su sentido de lo religioso siempre atendió a las urgencias del deseo y la carne. Una combinación de misticismo y erotismo atraviesa toda su obra, desde sus inicios.

    Gran parte del encanto de este artista se encuentra en esta y otras paradojas o ambigüedades, particularmente la posición que ocupó en el mundo del espectáculo, del que nunca formó parte por completo, pero al que tampoco renunció. Basta con pasar cinco minutos leyendo sus canciones o declaraciones en entrevistas, para notar que Cohen se encontraba muy por encima del resto de ese ambiente. Pero uno se da cuenta igual de rápido que tampoco era totalmente ajeno a este carnaval. No olvidemos que Cohen hasta hizo un cameo en la serie de televisión Miami Vice y que gran parte de su popularidad actual, especialmente entre las generaciones más jóvenes, se la debe al gigante Shrek. Cohen fue siempre un infiltrado en el mundo de la música popular, que entraba y salía de manera sorpresiva, retirándose en silencio a meditar a la montaña y regresando con pompa. La prensa disfruta explotando su figura de héroe de culto para un público letrado, pero la realidad es mucho más interesante. Cohen se mantuvo prodigiosamente activo como músico popular hasta el final de su vida, probablemente porque sentía que ese mundo podía ofrecerle algo que él quería o necesitaba, y yo no creo que haya sido solo cuestión de plata.

    Tom Waits dijo alguna vez que Cohen era un poeta de primera clase y muchos otros lo homenajearon con cumplidos semejantes. Pero este reconocimiento no implicaba necesariamente aumentar su distancia con el público, al que casi siempre trasmitió sus exploraciones espirituales en un lenguaje sencillo y directo.

    Las impresiones o reflexiones sobre el amor y la muerte que Cohen registró en You Want It Darker podrán quedarnos grandes a muchos, pero una de las cosas sobresalientes que tiene este último disco es que la música contribuye a que el mensaje, por oscuro y remoto que parezca, se transmita de una manera muy fluida.

    Algunos van a querer matarme por decir esto, pero a pesar de la claridad de su lenguaje y del esmero con que Cohen pulía sus palabras y melodías, la música de sus canciones no fue siempre la más adecuada. Hay discos suyos donde la música conspira contra la lírica de sus canciones de manera impresionante. En la década del 80 Cohen, por razones que nunca estarán del todo claras, adoptó un sonido que los expertos llaman Europop, y sumergió a sus canciones en un sonido plastificado de órgano Bontempi, sintetizadores, ritmos programados y coros calentones que produjeron perplejidad y sorpresa. Es probable que Cohen haya querido deliberadamente someter sus canciones al tormento de este sonido truculentamente kitsch, como para eliminar todo vestigio del cantante folk de sus inicios, o realzar sus ambigüedades e incluso para manifestarse en contra de la industria musical que empezaba a darle la espalda. Es probable, también, que este sonido sea la razón misma de la grandeza de discos como Various Positions y I am your man. Puede ser, pero estas composiciones habrían quedado mejor vestidas con un traje a su medida, como los que usaba el cantante.

    Afortunadamente, en You Want It Darker no hay ningún vestigio de esta afectación. Cohen y sus asesores lograron que la letra y la música se fundieran de manera muy sutil. El sonido del disco es en general acústico, lo que no implicó volver al pasado folk ni renegar completamente de sus trabajos más recientes. Los sintetizadores pasaron a segundo plano y sobresalen los arreglos de cuerdas que suenan a klezmer y bluegrass, una mezcla muy curiosa que a Cohen no le resulta nada ajena. Los coros son muy sobrios y la guitarra tiene un aire flamenco.

    You Want It Darker es un testamento adecuado para quien fuera probablemente el más elegante de los cantantes populares de este tiempo: cultivado, amable –según dicen– y siempre impecablemente vestido; tal como aparece en sus últimas imágenes: un monje con traje de mafioso retirado, casi la mitad de su cara cubierta por unos anteojos oscuros, el sombrero bien puesto y el eterno cigarrillo en la mano, esperando muy tranquilo lo que pueda venir.

     

  353. Otro tiempo recobrado

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    Sin dramatismos, Annie Ernaux registra una autobiografía íntima. Su procedimiento es desdoblarse: autora, narradora y protagonista son cartas en una baraja móvil, agitada por dos preguntas primordiales: ¿quién fui? y ¿quién soy ahora?

    por lorena amaro

    Desde los años 70, la escritora francesa Annie Ernaux (1940) viene construyendo una extensa y sólida obra autobiográfica. La editorial española Cabaret Voltaire ha publicado La mujer fría (2015) y Memoria de chica (2016), libros que permitirán a nuevos lectores de habla hispana acercarse a la producción de una narradora imprescindible, que hasta ahora contaba solo con algunas traducciones realizadas por Tusquets.

    En Memoria de chica, la autora registra una autobiografía íntima, aparentemente leve, pero de un rigor y dureza sorprendentes. La necesidad de construir un habla de la mujer –huérfana de toda comprensión solidaria–, las diferencias de clase social y los obstáculos para insertarse en el mundo intelectual son algunos de los temas que aborda. Su procedimiento es desdoblarse: autora, narradora y protagonista son cartas en una baraja móvil, agitada por dos preguntas primordiales: ¿quién fui? y ¿quién soy ahora?

    Aquello que nunca se colma con la narración es el vacío dejado por ese yo que con el paso del tiempo se vuelve otro, ajeno e irreconocible. En el texto de Ernaux, esa otra es “la chica de S”, “la chica del 58”, ella misma instalada en un campamento de verano donde ha ido a trabajar como monitora de niños más pequeños, pero sobre todo, a descubrir su sexualidad, a vivir experiencias que la cotidianidad provinciana y una familia católica de clase trabajadora no posibilitarán jamás. Excelente estudiante, promesa de un clan pueblerino que nunca ha pisado la universidad, la protagonista, Annie Duchesne (su nombre de soltera), busca la vida, otra vida, con voracidad. Pero la escritura que describe ese proceso toma distancia permanentemente, no solo a través del uso de la tercera persona sino de una enunciación fría, quirúrgica, que desnuda a la protagonista: “De todos los que la frecuentaron aquel verano en la colonia de S, en el departamento del Orne, ¿hay alguno que se acuerde de ella, de aquella chica? Sin duda, nadie”.

    Memoria

    La narradora busca los lugares y las imágenes que podrían devolverle, quizás, en parte, el pasado, pero al mismo tiempo critica y deniega esa posibilidad, dejando abiertas muchas preguntas. Y es que ya antes de escribir, de llegar a la escritura, la protagonista ha tratado de apartarse muchas veces de sí misma, especialmente de la que fue en ese verano en que vivió su primera experiencia sexual, núcleo del relato.

    Si bien el lector podría interpretar que aquella vivencia fue la de una violación, no es descrita como violenta o traumática, porque la narradora quiere bucear en esa experiencia, escrutándola hasta agotarla. “La ausencia de sentido de lo que se vive en el momento en el que se vive es lo que multiplica las posibilidades de la escritura”, escribe Ernaux. ¿Cómo vivimos lo que vivimos en el pasado? ¿Podemos siquiera intentar reproducir lo que sentimos, los miedos que debimos enfrentar, las expectativas que se abrieron o el silencio en que nos dejaron otros?

    La primera experiencia sexual es descrita como una suerte de vacío en que sin embargo las sensaciones son nítidas. A la agitación erótica siguen el desconcierto y luego el dolor del abandono y el anhelo de prolongar el deseo. También, la vergüenza. Pero la vergüenza llegará tiempo después, cuando la chica del 58 inicia sus estudios universitarios de literatura y filosofía. En los libros de Simone de Beauvoir y otros filósofos descubrirá que fue una mujer objeto. Y recién entonces adquirirá sentido para ella la palabra varias veces repetidas por sus compañeros del campamento: “putita”.

    Ernaux describe una experiencia histórica: el choque de la chica con una sociedad conservadora, clasista e imperialista. Mayo del 68 estaba mucho más lejos que una década: tan distinta podía ser la Francia provinciana y pequeñoburguesa de entonces.

    Lo desconcertante del libro es que si bien la escritura observa hacia atrás desde un presente anclado ya en el 2000, los hechos que describe, el aislamiento de esa chica, la intensidad con que aprende sobre su cuerpo aún descalabrado y torpe, y sobre todo la respuesta de su entorno, no parecen demasiado lejanos. ¿Cuán diferente es la iniciación sexual de muchas chicas de hoy? ¿Cuánta crueldad deben enfrentar, ya no burladas por la exposición de una carta hallada en su cuarto –como le ocurre a la protagonista de Ernaux–, sino desnudadas en las redes virtuales, maltratadas y tantas veces vejadas, violadas e incluso asesinadas?

    “Yo también he querido olvidar a aquella chica. Olvidarla de verdad, es decir, no querer escribir más sobre ella. No pensar más que debo escribir sobre ella, sobre su deseo, su locura, su estupidez y su orgullo, su hambre y su sangre cortada. Nunca lo he conseguido”. La única posibilidad de olvidar es escribir: recordar. La propuesta de Ernaux constituye una compleja y delicada reflexión sobre el acto de escribir la propia vida, con un tono que recuerda las sutiles evocaciones de Clarice Lispector, pero que obviamente está en la huella de la memoria abierta en Francia ni más ni menos que por Proust, figura central de una tradición literaria que no ha cesado de sumar geniales exponentes.

  354. Entrevista a Javier Cercas: “Toda gran literatura es comprometida”

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    El autor español, que vino al Festival Puerto de Ideas y que publica en nuestro país una recopilación de crónicas y ensayos (Formas de ocultarse), habla de la mezcla de realidad y ficción que caracteriza sus libros y defiende el rol público del novelista: “No es verdad que en su vida social un escritor tenga exactamente la misma responsabilidad que cualquier otro ciudadano; tiene más, porque el escritor trabaja con las palabras y las palabras son dinamita”.

    por patricio tapia

    Como un hecho destilado en verdad definía la ficción el dramaturgo estadounidense Edward Albee. Es probable que coincida con esta afirmación el escritor español Javier Cercas (1962), quien ha hecho algo así como una poética del “relato real” y de la “novela sin ficción”.

    En uno de los artículos periodísticos recopilados en Relatos reales (2000), Cercas vincula dos historias: la muy conocida de la muerte en el exilio del poeta Antonio Machado y la menos conocida, que ocurre casi al mismo tiempo al lado español de la frontera, de cómo el intelectual y político fascista Rafael Sánchez Mazas se salvó de ser fusilado hacia el final de la Guerra Civil. Es esta segunda la que nutre su libro más famoso, Soldados de Salamina (2001), en el cual desarrolla cuidadosamente su utillaje: la amalgama de veracidad y fábula, un narrador indistinguible (o al menos muy parecido) al autor, el libro como registro de su propio proceso de elaboración.

    Más tarde, en Anatomía de un instante (2009), reconstruye y analiza el intento de golpe de Estado en Madrid el 23 de febrero de 1981 y en El impostor (2014) elabora un retrato de un gran falsificador español que se inventó una vida de sobreviviente de los campos de concentración alemanes.

    Hay una pregunta inevitable, que surge tras leer a Cercas: ¿es verdad todo lo que cuenta?

    Y quizá habría otra pregunta u otro enigma, que él mismo plantea en El punto ciego, el libro que tiene su origen en las conferencias Weidenfeld, de la Universidad de Oxford. Allí Cercas recuerda que los ojos humanos tienen un lugar sin detectores de luz, un “punto ciego” en el que no vemos nada, y se vale de ese fenómeno fisiológico como una metáfora para la ficción.

    En El punto ciego destaca aquellas novelas en que hay un espacio indefinido, una omisión o sustracción, una zona de sombra hacia la que avanza el autor –y también el lector. Pero ese “punto ciego” no garantiza la calidad de la novela.

    El punto ciego es un libro descriptivo, no prescriptivo: no digo en él que una novela sin punto ciego sea una mala novela, porque eso equivaldría a despreciar casi toda la novela realista, incluidas Madame Bovary o Guerra y paz, dos de las mejores novelas que he leído en mi vida. Lo que digo es que hay novelas y relatos que tienen en su corazón un punto ciego —una ambigüedad central, una ironía o paradoja constitutiva— y que entre ellas se hallan mis novelas, pero también algunas de las mejores novelas y relatos de la tradición occidental: Moby Dick, El proceso, Don Quijote.

    El último capítulo de El impostor se titula “El punto ciego”.  Marco, el falsificador, se mantiene en sus mentiras. ¿Es un sentido diferente?

    No, es exactamente el mismo sentido. De hecho, cuando escribí El impostor ya había madurado la teoría del punto ciego, y por eso quise remitir a ella en el último capítulo del libro: Enric Marco es el gran punto ciego del libro, mi Moby Dick particular, la oscuridad que ilumina lo que somos los hombres, el silencio que vuelve elocuente nuestra naturaleza, la ceguera que nos permite ver de qué materia estamos hechos. Marco es un punto ciego de manual.

    Explica en el ensayo que buena parte de sus propias novelas tienen un “punto ciego”.

    Quizá todas, hasta donde alcanzo. La idea del punto ciego surge de mi experiencia de lector y de escritor: en un momento determinado me di cuenta de que todas o casi todas mis novelas funcionaban así —con un punto ciego en su centro—-, y que toda una tradición de novelas y relatos fundamentales en la tradición occidental funcionan del mismo modo. El punto ciego, el libro, es en lo esencial un intento de definir ese tipo de novelas y relatos, y de trazar su tradición.

    ¿Hay puntos ciegos en relatos breves? Cita a Borges y quizá no es la mejor expresión en su caso, pero ¿logra él “puntos ciegos” más allá de “El sur”?

    Sí: “Tema del traidor y del héroe”, por ejemplo. Y por cierto: ¿qué es el Aleph —ese punto a través del cual se ve el mundo entero— sino una metáfora perfecta del punto ciego?

    Se detiene en novelistas que se han empeñado en “vaciar” de ficción sus libros. ¿Podría explicarlo?

    En los últimos años he escrito dos novelas que prescinden de la ficción —Anatomía de un instante y El impostor—, un elemento que parecía consustancial al género; pero no soy el único: hay en distintas partes del mundo una serie de novelistas que, de modos distintos y con propósitos distintos, han hecho cosas parecidas. Probablemente es un signo de nuestro tiempo, que por cierto, y al menos en mi caso (no en el de otros, tal vez), tiene muy poco o nada que ver con la non-fiction novel de Capote y Mailer, que fue un fenómeno bastante efímero.

    El Quijote figura destacada, si no primordialmente, en su argumentación. ¿Qué es lo que más le gusta en esa novela y en las novelas de tradición cervantina?

    Del Quijote me gusta absolutamente todo. Cervantes enseña en él infinidad de cosas, pero sobre todo dos: que la novela es el género de la libertad total, que puede devorar todos los demás géneros; y que la novela es el género de la ironía, es decir de las verdades múltiples, equívocas, poliédricas y contradictorias. Todos los novelistas estamos en deuda con Cervantes —incluidos los que no lo han leído—, pero los que más me gustan son los que mejor han asimilado esas dos lecciones.

    La segunda parte del Quijote es una culminación de la novela como forma de ironía y artificio. En los textos complementarios a la edición de Rico del Quijote, usted la comenta y dice que linda con el milagro. ¿Es su punto ciego una cuestión más bien moral que puramente técnica?

    El punto ciego del Quijote recorre el libro, pero en la segunda parte las consecuencias de ese punto ciego estallan en todas direcciones, alcanzan un nivel que —por una vez estoy de acuerdo conmigo mismo— roza el milagro: es que la primera parte de ese libro es extraordinaria, pero la segunda parece que la haya escrito Dios, que no existe. Por lo demás, en literatura no hay cuestiones técnicas que no tengan una dimensión moral, porque en literatura la forma es el fondo; y el punto ciego no es una excepción.

    Filólogo, profesor, escritor, escritor de éxito. En su caso, ¿son etapas que se superan o superponen?

    Nunca fui un profesor que de vez en cuando escribía novelas, sino un novelista que se ganaba la vida como profesor. Son cosas distintas. Lo primero fue la escritura (o mejor: la lectura); y después vino todo lo demás, incluido el éxito comercial, que es una bendición absolutamente azarosa.

    Sus primeras novelas tienen mucho de novela de campus. ¿Es muestra del inexperto que retrata lo que le rodea o fue una decisión más deliberada?

    Todas mis novelas son de algún modo autobiográficas —en realidad, todas las novelas son de algún modo autobiográficas— y, dado que durante bastantes años me gané la vida en la universidad —primero en la norteamericana y luego en la española—, dos de mis novelas están ambientadas allí, como podrían estar ambientadas en cualquier otra parte. Quiero decir: no es que me interesase especialmente el ámbito universitario; es que cualquier ámbito, incluido el universitario, sirve para hablar de lo que habla la literatura, es decir, de las viejas verdades del corazón, por decirlo como Faulkner.

    ¿A qué adjudica el interés por el período de la Guerra Civil en España en el que Soldados de Salamina se inscribe?

    Pero, ¿cómo no va a interesar la Guerra Civil si es un hecho fundamental no solo del siglo XX sino el de toda la España moderna? Lo raro sería que no interesase.

    ¿Se esperaba la notoriedad que tuvo el libro?

    Por supuesto que no: cuando lo escribí yo era un escritor prácticamente desconocido, el libro no estuvo avalado por un premio comercial (lógico: nunca me he presentado a ninguno), se publicó en una editorial más bien pequeña y sin apenas apoyo promocional… En fin: ¿quién podía esperar que tanta gente se lanzara a leerlo? Nadie.

    La fama, ¿se paga de alguna manera? Por su cuento “La verdad de Agamenón” y la historia de La velocidad de la luz pareciera que no la cree impune.

    El éxito literario siempre es modesto, si lo comparamos con los éxitos de verdad (los de los futbolistas, por ejemplo), pero incluso él te puede convertir en un idiota. Yo supongo que escribí en parte esos textos que menciona para no convertirme en un idiota.

    Soldados de Salamina es la primera novela en que incorpora material histórico; por otra parte, en ella y después, el humor es menos marcado que en libros previos. ¿Ambas cuestiones son independientes o están vinculadas?

    No lo sé, pero tiene usted razón: antes de Soldados había más humor en mis libros; en Soldados todavía está bastante presente y lo he recuperado en mi último libro, que en España se publicará en febrero: El monarca de las sombras (un libro que curiosamente aborda también la Guerra Civil, un tema que creía que nunca volvería a abordar). Quizá la aparición de la historia y la política en mis libros ha hecho que el humor esté más controlado, que sea menos protagonista y esté menos visible. Ya veremos qué ocurre en el futuro. Sea como sea, para mí el humor es una cosa muy seria.

    ¿Es impresión o en sus libros ha pasado de un desdén o indiferencia a una revaloración de la literatura comprometida? ¿Cuál es, a su juicio, el compromiso de un escritor?

    De chaval yo despreciaba la llamada literatura comprometida, pero de mayor he comprendido que toda gran literatura es literatura comprometida, no en el viejo sentido de la expresión, sino en el sentido de que debe comprometer por entero, primero al escritor y después al lector; es decir: debe aspirar a cambiar la percepción del mundo del lector, que es la única forma en que la literatura puede cambiar el mundo. Por lo demás, no es verdad que en su vida social un escritor tenga exactamente la misma responsabilidad que cualquier otro ciudadano; tiene más, porque el escritor trabaja con las palabras y las palabras son dinamita.

     

    Cercas

  355. Literatura más allá de la literatura

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    Uno de los mejores textos literarios que he leído en mi vida no es un texto literario. De hecho, ni siquiera fue pensado para publicarse. Lo escribió el escritor israelí David Grossman y lo leyó en el funeral de su hijo Uri, muerto el veintiuno de agosto de 2006, cuando el carro de combate en el que avanzaba por el sur del Líbano fue alcanzado por un misil antitanque de Hezbolá; los periodistas presentes en las exequias reprodujeron con mayor o menor fidelidad pasajes del discurso fúnebre y al final, para evitar confusiones, Grossman lo corrigió y se lo entregó a los periódicos, varios de los cuales lo reprodujeron. Aunque días antes de la muerte de su hijo Grossman había firmado con otros escritores un llamamiento al gobierno israelí para que diera por terminadas sus operaciones militares en el Líbano, a lo largo del texto apenas se dice una sola palabra del conflicto, salvo en el título: “Nuestra familia ha perdido la guerra”. Grossman habla de las cosas que nunca volverá a hacer con su hijo, como ver Los Simpson, y de las cosas que aprendió de él. Describe su carácter, recuerda su sentido del humor, afirma que, contra la opinión de sus superiores, se empeñó en ser jefe de una compañía de carros de combate (y que lo consiguió), dice que era el izquierdista de su batallón, sostiene que era de esas raras personas que se hacen responsables de lo que ocurre a su alrededor, que siempre se podía contar con él, que siempre estaba en primera línea, que nunca se arrugaba. Escribe: “Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado en los últimos años; porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico no es cool tener valores”. Escribe que debemos defender nuestras vidas, pero también “empeñarnos en proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas simplistas, la tentación del cinismo, la contaminación del corazón y el desprecio del individuo”. Concluye: “Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú”.

    Es un texto brutal, de una serenidad y un coraje asombrosos, que resulta imposible leer sin sobrecogerse. Repito que no era, en principio, un texto literario, pero al final resulta un texto infinitamente más literario que infinidad de textos literarios. Esto no es extraño, por supuesto; al fin y al cabo, la gran literatura a menudo ha sido aquella que en principio no parece literatura, o que defrauda las expectativas literarias de su tiempo: para sus contemporáneos cultos, Cervantes nunca pasó de ser el autor de un best seller sin importancia, y lo que Shakespeare escribía no era ni siquiera literatura (de ahí que sus obras no se editaran con seriedad en vida, privilegio reservado a los autores relevantes). Pero, ¿de dónde extrae su fuerza un texto como el de Grossman? ¿Qué lo convierte no ya en literatura sino en gran literatura? La respuesta está en un texto escrito también por un padre a un hijo y publicado en español pocos meses antes de que se publicara el de Grossman. Se trata de una carta que el 22 de octubre de 1950 le escribió su progenitor a V. S. Naipaul, uno de los mayores escritores vivos. Por entonces Naipaul había llegado a Oxford con una beca, dispuesto no sólo a ser escritor sino a ser el mejor escritor posible, y su padre, deseoso de evitarle a su hijo su propio destino de escritor frustrado, le escribe desde su remoto y provinciano hogar en la isla de Trinidad unas palabras que, estoy seguro, Naipaul nunca olvidó: “¿A qué crees que se reduce la literatura? A escribir con las tripas, no con la cabeza. La mayoría escribe con la cabeza. Si el delincuente semianalfabeto escribe normalmente una larga carta a su novia, será como la mayoría de las cartas de semejantes personas. Si el delincuente escribe la carta justo antes de ser ejecutado, será literatura”.

    Esa es la respuesta. La literatura es lo que se escribe como si uno estuviera a punto de ser ejecutado; o, mejor aún, como si ya hubiese sido ejecutado, que es como escribe su texto Grossman. La gran literatura es precisamente eso: lo que está justo en el borde de la literatura. O un poco más allá.

    El País, 21/07/2013

    formas

  356. Facebook se está comiendo el mundo

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    “Las redes sociales no solo se han tragado al periodismo, se han tragado todo: campañas políticas, sistemas bancarios, historias personales y la industria del ocio”, afirma la autora de este ensayo, que este martes 15 dictará una conferencia en la Escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales. Aquí subraya que las nuevas tecnologías vaticinan oportunidades apasionantes para la educación, la información y la conexión, pero que también traen una serie de riesgos para la democracia y la construcción del espacio público.

    por emily bell

    Algo realmente dramático está ocurriendo en el paisaje de nuestros medios, la esfera pública y nuestra industria del periodismo, casi sin darnos cuenta y, por cierto, sin el nivel de examen y debate público que se merece. Nuestro ecosistema de noticias ha cambiado más en los últimos cinco años que en cualquier otro momento de los últimos cinco siglos. Estamos viendo inmensos saltos en la capacidad técnica (realidad virtual, videos en vivo, robots de noticias con inteligencia artificial, mensajería instantánea y aplicaciones de chat). Estamos viendo enormes cambios en el control y las finanzas, poniendo el futuro de nuestro ecosistema editorial en manos de unos pocos, que ahora controlan el destino de muchos.

    Las redes sociales no solo se han tragado al periodismo, se han tragado todo. Se han tragado las campañas políticas, los sistemas bancarios, las historias personales, la industria del ocio, la venta minorista, incluso el gobierno y la seguridad. El teléfono en nuestro bolsillo es nuestro portal al mundo. Creo que esto anuncia oportunidades enormemente apasionantes para la educación, la información y la conexión, pero trae consigo una serie de eventuales riesgos existenciales.

    El periodismo es una pequeña actividad subsidiaria del gran negocio de las plataformas sociales, pero una de interés fundamental para los ciudadanos.

    Internet y las redes sociales permiten a los periodistas hacer un trabajo formidable, mientras que al mismo tiempo transforman el negocio del periodismo impreso en una empresa no rentable.

    Dos cosas significativas ya han sucedido a las que no hemos prestado suficiente atención.

    En primer lugar, la prensa ha perdido el control sobre la distribución de la información.

    Las redes y plataformas sociales se hicieron cargo de lo que los medios no podrían haber construido, incluso si lo hubieran querido. Ahora las noticias se filtran a través de algoritmos y plataformas opacos e impredecibles. El negocio de las noticias está adoptando esta tendencia y los participantes nativos digitales como BuzzFeed, Vox y Fusion han construido su presencia sobre la premisa de que están trabajando dentro de este sistema, no en su contra.

    En segundo lugar, el resultado inevitable es el aumento del poder de las empresas de redes y plataformas sociales.

    Las principales compañías como Google, Apple, Facebook, Amazon e incluso empresas de segundo orden, como Twitter, Snapchat y empresas emergentes de aplicaciones de mensajería, se han hecho extremadamente poderosas en términos de controlar quién publica qué para quién y cómo esa publicación se rentabiliza.

    Hay mucho mayor concentración de poder que en el pasado. Las redes favorecen las economías a escala, de forma que nuestra cuidadosa selección de pluralidad en la industria de medios desaparece de golpe, y las dinámicas del mercado y las leyes antimonopolio en las que los estadounidenses confían para solucionar esas anomalías, están fallando.

    La revolución móvil está detrás de gran parte de esto.

    Porque la revolución móvil, la cantidad de tiempo que pasamos en línea, el número de cosas que hacemos en línea y la atención que dedicamos a las plataformas, ha estallado.

    El diseño y las capacidades de nuestros teléfonos (gracias, Apple) favorece las aplicaciones, las que promueven conductas diferentes. Google hizo una investigación reciente, a través de su plataforma Android, que mostró que mientras podríamos tener un promedio de 25 aplicaciones en nuestros teléfonos, solo usamos cuatro o cinco de ellas todos los días, y de aquellas que usamos todos los días, la parte más significativa de nuestro tiempo se pasa en una aplicación de redes sociales. En este momento el alcance de Facebook es mucho mayor que cualquier otra plataforma social.

    La mayoría de los adultos estadounidenses son usuarios de Facebook, y la mayoría de esos usuarios regularmente obtienen algún tipo de noticias de Facebook, lo que según los datos del Pew Research Center significa que alrededor del 40% de los adultos en EEUU en general consideran a Facebook una fuente de noticias.

    Entonces, recapitulemos:

    1. Las personas están utilizando cada vez más sus smartphones para todo.
    2. Lo hacen principalmente a través de aplicaciones y en particular de redes sociales y de mensajería: Facebook, WhatsApp, Snapchat y Twitter.
    3. La competencia para convertirse en una aplicación de este tipo es intensa. La ventaja competitiva para las plataformas se basa en ser capaces de mantener a sus usuarios dentro de una aplicación. Cuanto más tus usuarios estén dentro de tu aplicación, más sabes sobre ellos. Y cuanto más cosas distintas a la información puedan ser usadas para vender publicidad, mayores son tus ingresos.

    La competencia por la atención es feroz. Los “Cuatro Jinetes del Apocalipsis” —Google, Facebook, Apple y Amazon (cinco, si se agrega Microsoft)—  están comprometidos en una guerra prolongada y encendida sobre cuáles tecnologías, plataformas e incluso ideologías ganarán.

    En el último tiempo, los periodistas y los medios se han encontrado inesperadamente como los beneficiarios de este conflicto.

    En el último año, Snapchat lanzó su Discover App, dando canales a marcas como Vice, BuzzFeed, el Wall Street Journal, Cosmo y el Daily Mail. Facebook lanzó Instant Articles. Apple y Google rápidamente siguieron el ejemplo, lanzando Apple News y Accelerated Mobile Pages, respectivamente. Para no quedarse atrás, Twitter también ha lanzado su propio Moments, una acumulación de material de tendencias para contar historias completas sobre sucesos.

    Es una muy buena noticia que las plataformas virtuales, con buenos recursos, estén diseñando sistemas que distribuyan noticias. Pero cuando se abre una puerta, otra se está cerrando.

    Al mismo tiempo que los medios informativos están siendo tentados para publicar directamente en las aplicaciones y los nuevos sistemas, lo cual aumentará rápidamente sus audiencias en móviles, Apple anunció que permitiría el software de bloqueo de publicidad para ser descargado desde su tienda de aplicaciones.

    En otras palabras, si como medio tu alternativa para ir a una plataforma de distribución es hacer dinero a través de la publicidad móvil, cualquiera con un iPhone ahora puede bloquear todos los anuncios y sus odiosos software de seguimiento. Los artículos que aparecen dentro de las plataformas, tales como Discover en Snapchat o Instant Articles en Facebook, son en gran parte, aunque no totalmente, inmunes a los bloqueadores. Efectivamente, la ya muy pequeña cuota de publicidad digital en móviles que los medios podría estar consiguiendo solos, queda potencialmente reducida. Por supuesto, se podría agregar que los medios venían de sobrecargar sus páginas con publicidad intrusiva que, en primer lugar, nadie quería.

     

    Instant Articles

    Instant Articles

     

    Hay tres alternativas para la industria de los medios.

    Una es empujar aún más al periodismo a una aplicación como Facebook y su Instant Articles, donde el bloqueo de anuncios no es imposible (y sí más difícil que al nivel del navegador). Como un director me dijo: “Miramos el monto que podríamos lograr gracias a la publicidad en móviles y sospechamos que incluso si lo diéramos todo directamente a Facebook, estaríamos mejor”. Sin embargo, los riesgos de depender de los ingresos y el tráfico de un distribuidor son muy altos.

    La segunda opción es construir otros negocios e ingresos fuera de las plataformas de distribución. Aceptar que la búsqueda de una amplia audiencia a través de otras plataformas no solo no ayuda, sino que daña activamente al periodismo. Habría que medir, entonces, el compromiso de la audiencia antes que a su escala.

    En este contexto, la membresía o la suscripción son las formas más utilizadas. De manera irónica, los prerrequisitos para esto son tener una fuerte marca de identidad por la cual los suscriptores sientan afinidad. En un mundo donde el contenido está altamente distribuido, esto es mucho más difícil de lograr que cuando está atado a los productos físicos envasados. E incluso en los pocos casos en los que la suscripción está funcionando, con frecuencia no logra hacer frente al déficit de publicidad.

    La tercera es, por supuesto, hacer publicidad que no luzca en absoluto como publicidad, de manera que los bloqueadores de anuncios no puedan detectarla. Esto solía ser llamado “publirreportaje” o “patrocinio”, pero ahora se conoce como “publicidad nativa”, y ha crecido a casi un cuarto de todo el despliegue de la publicidad digital en EEUU. De hecho, las empresas digitalmente nativas como BuzzFeed, Vox, y las híbridas como Vice, han alterado el fracasado modelo editorial convirtiéndose esencialmente en agencias de publicidad (que están ellas mismas en peligro de fracasar). Lo que quiero decir es que tratan directamente con los anunciantes, hacen el tipo de videos virales y GIFs que vemos esparcidos por todas partes en nuestras páginas de Facebook y luego los reparten a todas aquellas personas que previamente han puesto “me gusta” o compartido otro material de ese editor.

    La respuesta lógica a la que han llegado muchos medios es invertir en sus propias aplicaciones de destino. Pero, como hemos visto, incluso tu propia aplicación tiene que ser compatible con los estándares de distribución de las demás para que funcione. E invertir en mantener tu presencia llega en un momento en el que la publicidad (particularmente, la impresa) está bajo presión y la publicidad en línea tampoco está creciendo. El equilibrio crítico entre destino y distribución es probablemente la más difícil decisión de inversión que los medios tradicionales tienen que hacer en este momento.

    Los editores cuentan que Instant Articles les está dando tal vez tres o cuatro veces el tráfico que ellos esperaban. La tentación para los medios de volcarse por completo a las plataformas de distribución, y solo generar periodismo e historias que funcionen en la red, es cada vez más fuerte. Puedo imaginar que veremos a los diarios y las revistas, los canales de TV y las radios,  abandonando totalmente la capacidad de producción, la capacidad de tecnología e incluso los departamentos de publicidad, y delegándolo todo a las plataformas de terceros en un intento por mantenerse a flote.

    Esta es una estrategia de alto riesgo: se pierde el control sobre tu relación con tus lectores y espectadores, tus ingresos e incluso el camino que tus historias toman para llegar a su destino.

    Con miles de millones de usuarios y cientos de miles de artículos, imágenes y videos llegando en línea todos los días, las plataformas sociales tienen que emplear algoritmos para tratar de ordenar lo importante y lo reciente y lo popular, y decidir quién tiene que ver qué. Y no tenemos otra opción que confiar en ellos al hacer esto.

    En verdad, tenemos poca o ninguna noción de cómo cada empresa está clasificando sus noticias. Si Facebook decide, por ejemplo, que las historias en video lo harán mejor que las historias de texto, no podemos saber eso a menos que nos lo digan o a menos que lo observemos. Se trata de una materia sin regular. No hay transparencia en el funcionamiento interno de estos sistemas.

    Hay enormes beneficios al tener una nueva clase de personas técnicamente capaces, socialmente conscientes, financieramente exitosas y altamente energéticas como Mark Zuckerberg tomando el control de las funciones y del poder económico de algunos de los serenos, políticamente atrincherados y ocasionalmente corruptos controladores que hemos tenido en el pasado. Pero debemos tener en cuenta que este cambio cultural, económico y político es profundo.

    Estamos entregando los controles de partes importantes de nuestras vidas públicas y privadas a un número muy pequeño de personas, quienes no han sido elegidas ni tienen que rendir cuentas.

    Necesitamos una regulación para asegurar que todos los ciudadanos alcancen igual acceso a las redes de oportunidades y servicios. También necesitamos saber que todo discurso y expresión públicos serán tratados de forma transparente, incluso si no pueden ser tratados de forma equitativa. Este es un requisito básico para que una democracia funcione.

    Para que esto pase, tiene que haber al menos algún acuerdo en que las responsabilidades en esta área están cambiando. Las personas que construyeron estas compañías-plataformas no se dispusieron a hacerlo para asumir las responsabilidades de una prensa libre. De hecho, ellas están más bien alarmadas de que esto sea el resultado de su éxito de ingeniería.

    Una de las críticas contra estas empresas es que ellas han seleccionado las partes rentables del proceso de publicación y eludido el asunto más caro: generar buen periodismo. Si los actuales experimentos incipientes como Instant Articles llevan a una relación más integrada con el periodismo, es posible que veamos en el futuro un cambio más significativo del costo de producción, particularmente en torno a la tecnología y las ventas de publicidad.

    La reintermediación de información, que alguna vez pareció que iba a ser totalmente democratizada por el progreso de la web abierta, es probable que haga que los mecanismos para financiar el periodismo empeoren antes de mejorar. Considerando las perspectivas de la publicidad móvil y los agresivos objetivos de crecimiento que Apple, Facebook, Google y el resto tienen que cumplir para satisfacer a Wall Street, es justo pensar que a menos que las plataformas sociales retornen mucho más dinero hacia la fuente, producir noticias probablemente se convierta en una actividad sin fines de lucro en lugar de un motor del capitalismo.

    Para ser sostenibles, las compañías de noticias necesitarían modificar radicalmente sus costos de base. Parece más probable que la próxima ola de medios noticiosos se construya sobre la base de un modelo de gestión de diferentes historias, talentos y productos, a través de una amplia gama de dispositivos y plataformas. A medida que ocurra este cambio, publicar productos periodísticos directamente a Facebook u otras plataformas se convertirá en la regla más que en la excepción. Incluso el mantenimiento de un sitio web podría ser abandonado en favor de la hiperdistribución. La distinción entre plataformas y la prensa se disolverá por completo.

    Incluso si te piensas como una empresa de tecnología, estás tomando decisiones críticas acerca de todo, desde el acceso a las plataformas, el tipo de periodismo o lenguaje, la inclusión o prohibición de determinados contenidos, la aceptación o rechazo de diversos medios.

    Lo que le ocurre a los medios actuales es una cuestión menos relevante que el tipo de sociedad informada que queremos crear y cómo podemos ayudar a darle forma.

    Emily Bell es directora del Tow Center for Digital Journalism de la Universidad de Columbia, Estados Unidos. Dictará la conferencia “Cómo salvar al periodismo (y la democracia) de Facebook” el martes 15 de noviembre, a las 10:30 horas, en el auditorio de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales (Vergara 240). La entrada es liberada.
  357. El peor Bolaño

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    Los colores de la Wehrmacht, los absurdos talleres literarios, el café La Habana, los poetas-detectives (que aquí pesquisan revistas literarias en el DF), el relato formativo de tres jóvenes escritores, las hermanitas poetas que, distintas y complementarias, despiertan el deseo de esos jóvenes escritores, la ¿poeta? desdentada que vende las pinturas de su hijo cuarentón, la noche que se hace día pero por momentos sigue siendo noche, las sugerencias siniestras, los caserones junto al bosque, resúmenes de otras novelas, narraciones de sueños extraños…  Al lector habitual de Bolaño todo esto debe resultarle conocido. El espíritu de la ciencia-ficción, de hecho, cuenta la historia del mexicano José Arco y de los chilenos Remo Morán y Jan Schrella, prefiguraciones de la tríada formada por Juan García Madero, Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes.

    La novela, fechada en Blanes en 1984, ha salido por decisión de los herederos de Bolaño. La edición se encarga de señalar la continuidad entre ella y sus grandes obras posteriores: se agregan imágenes de algunos manuscritos, donde se enfatiza el carácter de work in progress de la escritura de Bolaño, al contrastar algunos borradores con sus redacciones “finales”.  Por otra parte, la edición no es demasiado exhaustiva, y esto se percibe, por ejemplo, en el breve texto que encabeza la sección de manuscritos, donde se dice que la novela corresponde a la etapa en que Bolaño trabajaba en “Monsieur Pain, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, el cuento relato ‘El contorno del ojo’ y La universidad desconocida”. Con el fin de contextualizar, la nota pone en un mismo nivel obras conocidas, con un cuento que ha tenido una circulación casi secreta y que lectores no iniciados podrían confundir con “El ojo Silva”. Esto no pasaría en una edición más meticulosa.

    Acompaña a esta edición un prólogo grandilocuente del crítico Christopher Domínguez Michael: “En pocas ocasiones la literatura de nuestra lengua había mostrado (…) los dolores, las dificultades, las angustias del joven varón ante lo que Henry Miller llamaba con exactitud ‘el mundo del sexo’. Ojalá el arcón de Roberto Bolaño nunca se cierre”.

    Discrepo: la literatura en nuestra lengua muchas veces ha mostrado la lamentable perorata misógina del joven y angustiado varón.  Y también me pregunto: ¿cuál es la “exactitud” de Miller? Porque hay pocas cosas tan vagas como la expresión “mundo del sexo”. Pero sobre todo discrepo (y esto es lo único realmente relevante), en que si es cierto que para el especialista todo texto de la mano de su autor-objeto es de interés, esto no quiere decir que todo deba ser publicado. Muchas veces sería mejor que los investigadores tuviesen acceso libre a los manuscritos, que como en este caso son guardados celosamente por herederos que aspiran a pasar por divulgadores de una gran obra.

    Publicarlo todo comporta un riesgo: que los lectores de las próximas generaciones ingresen por estas ventanitas al universo de un autor mayor. Porque hay que decirlo: por más que destelle en ella episódicamente el mejor Bolaño, la novela no cuaja. De sus tres niveles narrativos, solo hay uno que está más acabado: el que refiere las peripecias de Morán, Schrella y Arco; esto es, el relato formativo que dará origen en muchos sentidos a Los detectives salvajes.

    En los otros dos niveles narrativos, que desbarrancan por todos lados, se desarrolla una insufrible “entrevista”, donde se plantea el tema de La Universidad Desconocida y la Academia de la Papa, con fantasmales asomos de La literatura nazi en América, 2666 y El Tercer Reich. Tampoco funcionan las cartas de Jan Schrella a escritores de ciencia ficción norteamericanos, buscando apoyo para América Latina.

    Si bien se advierte en estos segmentos el potente músculo lector de Bolaño, también es fácil observar la imposibilidad, todavía, de estructurar una novela. La suma de fragmentos no alcanza a dar cuenta de algo que trascienda la historia misma, algo así como la religión de la literatura o el mal absoluto, que son los temas de Los detectives y el 2666. El espíritu de la ciencia-ficción entrega, en cambio, pinceladas o esquirlas de una trama en que poetas, críticos y lectores no son más que títeres. No hay espíritu de novela. Hay un cuento, una narración fallida y equívoca (la entrevista), más un puñado de cartas que debieran estar en otro sitio.

    Y lo que buscaba el joven Bolaño era una novela (algo cortazariana): se percibe ese deseo de organicidad y conjunto en el armado esquemático y tripartito del libro, en sus concatenaciones temáticas y la continuidad de sus protagonistas. Pero no fue suficiente. Solo por momentos aparece el mejor Bolaño, el que crea espacios siniestros, huecos, anómalos, el que provoca angustia y temblor.

  358. Entrevista a Luigi Zoja: “Hoy los jóvenes tienen miedo al mundo y a su creciente competencia”

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    El reconocido psiconalista italiano es uno de los invitados estelares del Festival Puerto de Ideas, que se realizará este fin de semana en Valparaíso. Aquí afirma que uno de los grandes problemas actuales es el “retiro total” de millones de jóvenes que se encierran en sus casas, habla de la violencia masculina contra las mujeres y asegura que, tras la muerte de Dios, nos encaminamos a suprimir al prójimo. Y con ello, a las comunidades y relaciones sociales.

    por patricio tapia

    Siempre hábil con la paradoja, Lacan alguna vez señaló que de seguro había algo irónico en la afirmación de Jesús de amar al prójimo como a sí mismo, porque, en realidad, la gente se odia a sí misma. Cierto o no, según la mayoría de los evangelistas, Jesús defendía la primacía de dos preceptos: ama a Dios y ama a tu prójimo.

    Este doble mandamiento es el punto de partida del ensayo La muerte del prójimo, de Luigi Zoja. Allí sostiene que después del anuncio de la muerte de Dios, la sociedad actual se encamina a suprimir la otra relación esencial del ser humano: la del prójimo. Y con ella, la disolución de las comunidades y las relaciones sociales.

    La fragilidad individual y sus dimensiones colectivas han sido temas recurrentes en las indagaciones del psicoanalista y escritor Luigi Zoja. Nacido en 1943, ha trabajado en Zürich, Nueva York y Milán. Estudió y fue docente en el Jung Institut en Suiza y fue presidente de las asociaciones italiana e internacional de psicología analítica. Ha escrito diversos ensayos que van desde la noción de la psique hasta interpretaciones de comportamientos problemáticos, como la dependencia, la arrogancia, el consumismo, la ausencia de la figura paterna y la proyección política de la paranoia. En su libro Centauros aborda el tema de la violencia y la duplicidad masculinas.

    En su libro sobre la psique señala dimensiones no individuales. ¿Podría explicar por qué?

    Al principio, nos dicen las reconstrucciones de los antropólogos, la psique individual está esencialmente proyectada alrededor del individuo. Él “pertenece”, es parte del medio ambiente. Por esto hoy, frente a las devastaciones ambientales, estudiamos a los pueblos “primitivos”: tienen, en muchos sentidos, raíces en el medio ambiente; el ave o el lobo pueden ser sus primos (totemismo); el sujeto individual no es un “individuo” separado de la naturaleza, es parte de ella (animismo: el alma no es tan individual sino compartida con el ambiente). Como consecuencia, el hombre “primitivo”, tribal, no causa heridas a la naturaleza, de manera bastante instintiva. A lo largo de la historia, se retiran las proyecciones. Las fuerzas sobrenaturales no se proyectan más alrededor, sino más y más lejos. En el monte Olimpo, y después solo en los cielos. Y se va desde muchos dioses hasta un único dios. Hasta el retiro completo en el siglo XX, después de un “demo-teísmo”: divinización ideológica de las masas. Hoy el problema principal de las nuevas generaciones y la nueva “neurosis” del siglo XXI es el “retiro total”. Millones de jóvenes (empezando con Japón y China, pero ahora en Europa también los números se están volviendo millonarios) hay jóvenes (particularmente de sexo masculino) que se encierran en casa. Tienen miedo al mundo, y a su creciente competencia. Son desempleados psíquicos.

    Las pulsiones y pasiones, ¿van más allá de fenómenos químicos o físicos?

    Claro que el fenómeno químico y físico existe, pero no justifica todo. Si tengo sed puedo soñar con beber. Pero uno sueña con beber agua, otro cerveza; uno con beber solo, otro con los amigos. Todos tenemos también una pulsión sexual, que aparece en los sueños y en el día. Pero uno desea hacer el amor con la novia, otro con una persona anónima, otro con su hermana y otro con personas del mismo sexo (o género). La pulsión es física y universal, las circunstancias de vida la hacen algo extremadamente individual. Además: el ser humano es un ser social, tiene pulsiones “colectivas”. Pero uno ayuda a todos los otros de manera instintiva, y otro está convencido que la mejor forma de solidaridad es matar a los que percibe como “enemigos”, como “criminales”, como diferentes.

    Hablando de pasiones, ¿por qué decidió estudiar economía?

    Quizás, por falta de pasiones. Mi familia tenía una empresa: por falta de intereses pensaba que lo lógico –y mi deber– era hacer las mismas cosas que mi padre, como él había hecho con su padre (mi abuelo), como él con su padre (mi bisabuelo), etc. En sí mismo, me parece que el respeto a los ancianos es un valor. Pero una vida en los negocios no era mi vida: tuve la fortuna de verlo bastante temprano, a los 25 años.

    ¿Qué pensaba encontrar y qué encontró en el psicoanálisis?

    Nada perfecto. Pero un poco más de paciencia, de conciencia y, particularmente, de sinceridad conmigo mismo. Si lo lograba conmigo mismo (lo que permanece como el presupuesto esencial) podía intentarlo (siempre en medida imperfecta, solo un poco mejor que el promedio) también con los demás.

    En La muerte del prójimo relaciona el psicoanálisis con el  aislamiento: se reconstruye una relación humana, no con un prójimo, sino con el terapeuta. ¿Es un sucedáneo de la proximidad?

    Es un sucedáneo, y uno incompleto. Pero no es solo esto. Es también un esfuerzo para acercarse, como decía antes, a la verdad. Es una aplicación moderna del octavo mandamiento: no mentir. Y para no mentir a los demás tengo, antes de todo, que aprender a no mentirme a mí mismo.

    La paranoia, ¿es peligrosa?

    Es peligrosa, como Hitler más Stalin, más los tiranos de la Antigüedad, más el racismo y la intolerancia, todos juntos. De verdad es una perspectiva para expresar todas estas realidades juntas. Claro que es “una” perspectiva, no la única: no reemplaza los estudios históricos o éticos: pero puede colaborar con ellos de manera constructiva.

    ¿Cuál es el significado del mito del centauro en la construcción de una identidad masculina? ¿Existen representaciones femeninas de los centauros?

    Es una expresión mítica, entonces arquetípica, del potencial de violencia sexual en los seres masculinos. Significa, como dicen las imágenes míticas, que es casi imposible para el varón suprimir totalmente el animal, separarlo totalmente del macho humano. Una cosa que aprendemos, desafortunadamente, casi cada día también de los mass media. Interesante, ¿no?, las “centauras” femeninas son prácticamente desconocidas. El papel de la parte animal en la naturaleza femenina es, obviamente, diferente. Claro que las mujeres también pueden ser violentas: pero, en sentido psíquico, no en el sentido literal de violadoras. Esto, el mito (es decir: el inconsciente colectivo) “lo sabe”.

    ¿Es algo más que la fuerza animal, entonces?

    El estupro está cometido por la parte animal del macho. Pero el mito centáurico nos dice algo más. Dice que puede nacer una “(sub)cultura” del estupro. Los animales no cometen estupros colectivos. Los seres humanos, sí: pueden incluso crear (particularmente en caso de guerra) situaciones en las cuales los varones se avergüenzan por no cometer el estupro, por no participar en el ritual de la orgía.

    Señala que la violencia sexual de grupo contra la población femenina fue usada como arma de guerra, por ejemplo en las violaciones de soldados soviéticos en Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial…

    La de la Unión Soviética de 1945 fue la mayor violación colectiva de la historia, millones de casos. A partir de aquel año, se juzgaron más regularmente los “crímenes de guerra”: pero no aquel crimen, porque fue cometido por los vencedores. Hoy se habla bastante de la violación colectiva como “arma de guerra” en los conflictos de África. Pero es mucho más fácil: se trata de periodistas y tribunales occidentales que juzgan a militares africanos.

    Los “femicidios” o “feminicidios” parecen presentar datos alarmantes, no solo en América Latina sino también en Europa. ¿La violencia contra la mujer podrá ser más ahora o es que hay una mayor atención?

    Es una pregunta importante, que me preocupa. Para contestarle necesitaríamos más ayuda de los científicos de las estadísticas. ¿El “feminicidio” se volvió peor, o simplemente ahora tenemos estadísticas específicas? ¿Hay más estupros o simplemente más conciencia de los derechos de la mujer, y entonces se denuncia lo que ya pasaba y se “aceptaba”?

    En la paranoia y en el abuso, ¿hay consecuencias colectivas, consecuencias que sobrepasen lo individual?

    Para la paranoia, sí. Para la violación sexual es complejo: requiere tanto una curación individual como social. El hecho implica lo que a veces he llamado la “asimetría” del mal. La destructividad se propaga tanto en sentido horizontal (por “contagio” psíquico en las violaciones colectivas) como en sentido “longitudinal”, en el tiempo. Es suficiente un breve hecho para dejar una herida psíquica que sigue toda la vida. Un instante que deja consecuencias que requiere por lo menos años de terapia. Además, no olvidemos (esto se ve particularmente en los abusos de los pedófilos) que el abusador de hoy muchísimas veces fue abusado en su niñez. Entonces, necesitamos miradas de muy largo plazo.

    Si se aceptaran las muertes de Dios y del prójimo, quedaría un enorme vacío. ¿Se puede llenar?

    Es una pregunta de naturaleza casi moral. Soy simplemente un psicoanalista (y a veces ensayista)… ya hay demasiados colegas que casi se han vuelto gurús. Solo voy a decirle algo en lo que creo personalmente. Para lo creyentes y los ateos, los que tienen ideologías o no, lo que no cambia y permanece necesario, hoy como en la generación de Dante, es la búsqueda de sentido, de cada vida. Persiste como una tarea de cada uno y de cada día. No podemos reemplazarla con ideas ya existentes y más o menos bien confeccionadas.

    ¿A qué se refiere cuando dice que ya no hay vergüenza en el narcisismo?

    Bueno, la igualdad no es solo un principio que concierne a los derechos políticos. Hasta hace pocas generaciones, los adultos “sentían” que el adulto se distinguía del niño por no tratar de exhibirse demasiado. Ahora la publicidad y la moda viven de la exhibición como Narciso. Casi no podemos parar su excesos porque hacerlo causaría una baja en el PIB.

    En varias situaciones pareciera proponer el rescate de la figura paterna, que no es solo el padre; y que en su clave mítica, recuperada por el psicoanálisis, no es solo Edipo…

    Si. Y no es solo mi idea. Decimos que sería importante una recuperación no tanto del patriarcado, que no va a volver, sino de los sentidos de la responsabilidad. Nuestra mirada, como consecuencia también del empleo excesivo de la técnica y de internet, tiene horizontes temporales que se han acortado. Probablemente un día van a publicar mi libro sobre el padre en español y vamos a discutir específicamente de estos temas: el “padre” era tradicionalmente la metáfora principal de los compromisos de largo plazo .

    Zoja copy

     

    Luigi Zoja dictará la conferencia Centauros: mito y violencia masculina el domingo 13 de noviembre, a las 16:30 horas, en el Centro de Extensión Duoc UC de Valparaíso. La entrada cuesta $2.000. Asimismo, será entrevistado por Cristián Warnken, como parte del ciclo de conversaciones Pensamiento propio, el lunes 14 de noviembre, a las 19 horas, en la Aula Magna del Centro de Extensión UC (Alameda 390). La entrada es gratuita, previa inscripción en www.pensamientopropio.cl

     

  359. Los ensayos de Ezra Pound y la venganza del señor Eliot

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    Aunque la crítica literaria de Ezra Pound es siamesa de su crítica política y cultural, en su trabajo como editor de Ensayos literarios, T.S. Eliot se las arregló para extraer de una enorme cantidad de material incendiario un libro fabuloso. Una operación hecha con la misma sangre fría genial con que antes Pound había mutilado La tierra baldía, obteniendo también algo dolorosamente mejor de lo que podía lograr cada uno por separado.

    por adán méndez

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    Fundamental, iniciático, este libro tuvo ya una primera edición en castellano (Laia / Monte Avila, 1989), que en aquel momento gozamos muchos sin saber que se nos birlaba la primera parte del libro, y para peor aquella en que se tratan los primeros principios. En esta nueva edición (Tajamar, 2016) el daño queda reparado. Se conserva todo lo anteriormente traducido por Julia J. de Vatimo y se agrega lo faltante con traducción del crítico chileno Tal Pinto. Otras mejoras sustanciales: el libro tiene mucho más aire, interlineado, márgenes, que la comprimida edición del año 89; y, lo mejor de todo, un índice analítico.

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    Cuando se publicó esta antología en 1954, Ezra Pound llevaba ocho años recluido en un hospital psiquiátrico de Estados Unidos. En lugar de juzgarlo por hacer propaganda fascista durante la Segunda Guerra Mundial, lo habían declarado insano mental. T.S. Eliot, por su parte, estaba en la cumbre de toda buena fortuna, premio Nobel, primerísima figura de las letras inglesas, y puso su influencia y prestigio en apoyo de su amigo, su inteligencia y su astucia. Publicó en Faber los Cantos pisanos, cargó la mano para que el libro obtuviera el Bollingen Prize. Publicó también las traducciones de Pound y, como corona de este mejoramiento de imagen, publicó Ensayos literarios: su propia selección y prólogo de los textos críticos de Pound. En un ambiente verdaderamente hostil, y en uno de sus principales triunfos como crítico, Eliot impuso su consideración de que, “en su género”, la crítica de Pound tenía una importancia superlativa. Impuso la idea de que “no podemos prescindir de ella”.

    Este género, en el que dice Eliot que la crítica de Pound es imprescindible, es el de la crítica dirigida al artista, aquella que se enfoca en la técnica. Aunque aquella fuese apenas una parte de los multitudinarios escritos de Pound, y aunque además estos frontalmente combatieran la distinción entre lo literario, lo político y lo cultural, hasta el día de hoy la imagen pública del crítico Ezra Pound se encuentra contenida por la selección y el prólogo de Eliot. Pocas personas conocían tan bien las ideas y las obras de ese crítico como T.S. Eliot las conocía, así que está muy claro lo que escogió no incluir.

    Se podría publicitar la antología como “la venganza del Señor Eliot”, porque algunos decenios antes Pound había modelado —también con consecuencias permanentes– la imagen de Eliot como poeta. Experto en promover talentos durante sus años londinenses (más menos 1908-1920), Pound hizo de tracción humana para el movimiento moderno. Sus protegidos gozaban no solo de su apoyo en lo artístico, sino también en lo financiero, en asuntos médicos, y hasta les hacía de celestino. Son famosas las palabras de Hemingway: “Dedica la quinta parte de su tiempo a la poesía… el resto a mejorar la suerte, material y artística, de sus amigos… los defiende cuando son atacados, los mete en las revistas y los saca de la cárcel… les vende sus pinturas… les arma conciertos… escribe artículos sobre ellos… les presenta mujeres ricas… les consigue editores para sus libros. Se sienta toda la noche junto a ellos cuando claman estar muriendo y les sirve de testigo en sus testamentos… les paga el hospital y los disuade del suicidio. Y finalmente unos pocos se abstienen de acuchillarlo a la primera oportunidad”.

    Y según Wyndham Lewis: “Él pasa un tiempo cada vez mayor, y eventualmente excesivo, atendiendo a los asuntos de otros”.

    Esa disposición de Pound podía ser invasiva, podía atosigar. Pero también podía ser peor. Algunos de sus beneficiarios la califican de tiránica y de aprovechadora. El mismo Lewis llegó, en 1922, a pedirle que le hiciera el favor de olvidarse de él por un año. Desarrollaba un cierto complejo paterno con sus protegidos, que corrían peligro de quedar en calidad de neófitos perpetuos ante él, a menos que optaran por la liberadora ingratitud.

    Hacia el final de su vida, la calidad de estos protegidos fue cuesta abajo, y en sus últimos tiempos terminó protegiendo a un antisemita militante y a un ku klux klan (para peor, ignorantes y de mala presencia, según la indignada hija de Pound). Pero tuvo, como mentor, una época dorada, y su mayor éxito fue T.S. Eliot. Lo “descubrió”, le consiguió las primeras publicaciones en las mejores revistas del momento, lo incluyó en antologías, determinó el orden de su primer libro, en parte lo financió, lo promocionó con artículos fervorosos (“Casi no soy yo cuando se trata de defender la poesía del Sr. Eliot”, señaló Pound). Le consiguió trabajos e incluso intentó armar un fondo para costearle la vida.

    Pero la más famosa y decisiva intervención de Pound en la obra de Eliot fue su edición y montaje de La tierra baldía. Como dice la leyenda, en 1922 Eliot le entregó un manojo de papeles con versos buenos y malos, y Pound le devolvió un poema. Poema que en esa forma se convirtió en el poema más celebrado de Eliot, y de la lengua inglesa en el siglo XX. Y como tal, marcó decisivamente la imagen de la poesía de Eliot, pasó a ser su medida: el texto con el que compararían cada nuevo poema suyo.

    Cuando en 1971 se publicaron los facsímiles del texto original, con las tachaduras y arreglos de Pound, se pudo confirmar que este lo había convertido en un texto bastante poundiano, incorporando sus propios y repentinos saltos, sus síntesis abruptas, y eliminando en cambio características propias de su amigo, como el desarrollo hilado de los temas y transiciones, los pasajes discursivos y el protagonismo del elemento cristiano. El apoyo a esta edición y montaje no es unánime: ya en el momento de su publicación, en 1923, el editor J. Quin le comentó a Eliot que él no habría eliminado todo lo que eliminó Pound. Algunas voces minoritarias, viendo el facsímil, defendieron el texto original. L. Auchincloss, por ejemplo, opinó que este había sido “arruinado por un metiche”. Pero se baten contra la palabra más autorizada de todas, la del propio Eliot, que siempre y sin matices defendió que el montaje y edición de Pound no solo había mejorado el poema, sino que lo había convertido en tal.

    Ya antes de La tierra baldía el prestigio de Eliot superaba al de Pound. Peor, este fue generando anticuerpos en el medio londinense. Su persona fue generando rechazo, su vocación de líder no encontraba dónde ejercerse. Así que había abandonado Inglaterra, sacudiéndose el polvo de las sandalias. Las ideas políticas, culturales y religiosas se habían hecho explícitamente divergentes: Eliot ya estaba en brazos del crucificado mientras Pound radicalizaba su credo personal, confuciano, pagano, moral, estético, social crediticio, o qué sé yo. Su credo arreligioso. Algunas frases podrían malinterpretarse como señales de ruptura: dijo, por ejemplo, que si él representaba la revolución, entonces Eliot representaba la contrarrevolución; habló de “la edición castrada de mis poemas que hizo Eliot”; cuando se publicó Ensayos literarios llamó al libro “Ezpurgación de Ez”; etc.

    Pero el epistolario atestigua que siempre, con todas las diferencias, hubo un trato sinceramente amistoso, bien humorado, entre ellos. Esa amistad tenía unos pilares muy fuertes, además por supuesto de la química elemental. Uno, Pound siempre tuvo una irrestricta admiración por la primera poesía de Eliot, y sobre todo, claro, por La tierra baldía; dos, el carácter sufrido de Eliot, que a diferencia de otros “protegidos” no se ofendía por el paternalismo de su amigo. Con J. Quin fue tremenda y conmovedoramente claro al respecto, contándole que se vio forzado “a mantener una actitud de discípulo ante Pound, porque Pound era demasiado sensible y orgulloso –como en realidad debiera serlo yo”.

    En fin, como sea, Eliot se las arregló, con la edición de Ensayos literarios, para manejar un material inmanejable, por enorme y por incendiario, y extraer de él un libro fabuloso. Aunque la crítica literaria de Pound es siamesa de su crítica política y cultural, y aunque comparten órganos importantes, Eliot, con aparente facilidad y aparente limpieza, separó un cuerpo completo y, además, apolíneo (a costa naturalmente de la muerte del otro). Una operación espejo de la sangre fría genial con que Pound había mutilado su Tierra baldía, también esta vez obteniendo algo dolorosamente mejor de lo que podía hacer cada uno en solitario.

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    En parte el modernismo anglosajón se conoce como un grupo y como un movimiento tan solo por la actividad comunicante de Pound. Poco más hubiera conectado a esas figuras en alguna otra forma que la simultaneidad. Dice K.K. Ruthven: “Eliot… no se interesa mucho por el trabajo de Ford, ni Yeats por el de Eliot o Lewis, y la única escritura que parece interesarle a Joyce es la suya propia”. Por encima de todo, la crítica de Pound fue una actividad, una práctica social, que entre guerras tuvo una intensidad y una eficiencia humillantes para cualquier otro crítico: “descubrió” a Eliot, a Lawrence, a Frost; influyó en la última poesía de Yeats, en la prosa de Hemingway; promovió a Joyce. Hay harto más, pero basta con eso.

    Están los aspectos infames, aquellos que Eliot expurga de su antología. Me encantaría, por amor, entenderlos y hasta justificarlos, pero desistí hace años, cuando vi que en sus transmisiones radiales culpaba a los judíos del asesinato de Lincoln. Hay otro problema, imposible de purgar, omnipresente: un falocentrismo muy delicado (una obsesión con la firmeza, la precisión, la rectitud, la claridad, la potencia y toda la familia Yang). Y queda creo otro aspecto criticable: mantiene todavía un permanente culto a la belleza. Admite la fealdad, pero solo como sátira, o sea, solo con fines didáctico-morales. Pero así como en la gastronomía lo podrido tiene un lugar nada de menor, y lo tiene en virtud de sí mismo y no en función de lo fresco, así también lo feo tiene un lugar en el arte. No me extrañaría nada que alguien, escarbando en este culto a la belleza en Ezra Pound, encontrara ahí el fascismo, el falocentrismo, el antisemitismo.

    Con todo, la crítica de Pound se alza sobre cualquier otra, al menos desde la perspectiva más importante de todas: la del artista. En la sección II de “Cómo leer” se encuentran las posibles 10 mejores páginas en materia de poética. Mejores que 10 páginas cualesquiera de Aristóteles, del Pseudo Longino o de Heidegger. Con un par de sencillas clasificaciones, que a lo mejor solo sean aclaraciones, Pound ilumina por unos segundos cada rincón de la catacumba.

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    Pound cree de verdad en que la literatura realmente tiene una función, y cree de verdad en que esta función es importantísima. En que esta función es el cuidado del lenguaje, de la claridad y firmeza de las expresiones. Se trata, en sus palabras, de mantener las herramientas limpias, de entender que mantener eficiente al lenguaje es tan importante como mantener limpios los vendajes de un paciente. A la pérdida de la eficiencia, la claridad y la precisión en el lenguaje, le atribuye los efectos más desastrosos (culpa, por ejemplo, a los sofistas de la decadencia de las polis griegas y de la dominación macedónica). Este complejo moral, político y estético, es explícito: el arte malo es el arte inexacto, el arte malo es el que entrega informes falsos, el arte malo es inmoral. La crítica debe señalar quiénes y en qué grado han entregado informes verdaderos, cómo lo hicieron, qué hay que conocer para aprender a hacerlos, quiénes y cómo los están haciendo en la actualidad.

    Es más o menos natural entonces que el arte dependa absolutamente de la colaboración entre los artistas. Por una parte reconoce el hecho de que, como se decía en una película, la inteligencia es un fenómeno colectivo. Hay épocas inteligentes y épocas tontas. Los grandes momentos del arte son siempre constelaciones de personajes, momentos sociales. Y, sobre todo, la técnica nunca es algo individual ni algo que aparezca de repente: se aprende, se cultiva, se desarrolla, se transmite, en colectivos. Su obsesión realmente vital por agrupar creadores tiene esa razón, teórica, de ser. Y por eso su obra se ocupa tanto de tradiciones, de épocas, de lenguas, de civilizaciones.

    Por eso también existen para el artista ciertas exigencias declaradas; y el crítico es una subespecie de artista: Pound avisa que se debe hacer caso omiso de cualquier crítico que no tenga una obra notable. Hay un currículo de lecturas necesarias, del que entregó varias versiones muy semejantes, y que desarrolló con todo detalle en otro libro impostergable: El ABC de la lectura (1934). Este currículo es universal: Pound busca, desarrolla y aplica un “estándar uniforme de apreciación”, válido a través de las naciones, las lenguas y las épocas. Se trata de “pesar a Teócrito y al Sr. Yeats con la misma balanza”. Cultivó la idea de la poesía como poesía mundial, y de una crítica basada en toda la historia y la geografía del hombre. El currículo (Homero, Confucio, Propercio, el Poema del Cid, Chaucer, el teatro No, los trovadores provenzales, Dante, Villon, Henry James, etc.) abarca más o menos el mundo conocido. Insiste en que es tan absurdo hablar de literatura americana como lo sería hablar de química americana.

    El canon propuesto, que afirma que le costó 27 años de trabajo pesado y que “es inútil engullido por completo”, es uno muy, muy particular. El de Harold Bloom no tiene ninguna sorpresa, ni espera nadie sorpresas en un canon. El de Pound tiene sobre todo sorpresas.  Tiene poco interés en los personajes, en las obras completas: no comenta biografías y algunas partes del canon consisten en un solo libro, en un libro y medio, en medio libro o en unas pocas páginas de determinado autor. Tiene una marcada preferencia por el autor oscuro (Arnaut Daniel, por ejemplo) y por el marginal (por ejemplo, Villon), y en su propio derrotero es patente el tránsito hacia la oscuridad y marginalidad: en un momento la discusión en torno suyo trató de si colgarlo o fusilarlo.

    Otra sorpresa grande es todo lo que deja fuera. No le tiembla la mano para excluir, con algunas muecas de desprecio, a Virgilio, a Horacio, a Petrarca, a Milton, a todo el teatro, a todos los rusos, etc. No busca la cultura enciclopédica, recorre la historia de cumbre en cumbre o de abismo en abismo, saltándose todo lo que pueda: “Nada es más fácil que distraerse de la meta que se ha trazado o del impulso principal de la materia propia por un deseo de justicia y omnisciencia perfecto”.

    Para una crítica nueva, inventa una lengua nueva. En parte por urgencia: en su época londinense escribió más o menos un artículo diario. Aunque en su primer libro de crítica, The Spirit of Romance (1910), existe el deseo de dominar el arte de la prosa, después, en el ritmo neurótico de la vanguardia, desarrolló una suerte de prosa siempre provisoria, cuyo tono principal es el del manifiesto: crítica demoledora, síntesis sensacionales y llamados a la acción. Una prosa que tiende hacia la artillería de aforismos, cuando no de titulares. Una que más que avanzar, excava, barre, despeja, sobre la base de una o dos frases tremendas, mordientes, chocantemente ciertas o dudosas, por párrafo. Una prosa que desarrolla las ideas y los argumentos en la medida en que se lo podría hacer por telégrafo.

    La opción preferencial de esta lengua tiene que ser el habla. Escribe con la naturalidad, las interrupciones, las asociaciones, las digresiones, los extravíos y los callejones sin salida del habla mental (no del diálogo). La redacción gramática arrastra un mundo viejo, cargas metafísicas indignas, tendencias a diluir la expresión y a acobardar el pensamiento. En cambio, se fascina en la expresión discontinua, paratáctica, de la lengua científica y del habla corriente. En sus escritos más personales, en su correspondencia, lleva esa lengua propia hasta una especia de escritura fonética, enormemente expresiva (puede que un poco incómoda para el destinatario). Declara en una de esas cartas: “Mi prosa es mala, pero no se puede pontificar y escribir bien al mismo tiempo”.

    ensayos

    (Imágenes: retratos de Wyndham Lewis)

  360. Carrera de obstáculos

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    En pana es una novela, pero también desea ser un ensayo, una escritura que se interroga a sí misma, antes que un fresco generacional. Un relato nómade que, para ser más efectivo, pudiera quitar el freno que ponen tantas palabras de otros, explícita o implícitamente convocadas.

    por lorena amaro

    Hasta ahora, apenas se conocía en Chile el trabajo de Martín Cinzano, seudónimo de Gonzalo Rojas González, escritor nacido en Guayaquil, de familia chilena (vivió en nuestro país gran parte de su juventud) y desde hace varios años residente en México. Allí ha publicado crónica, crítica y poesía. La aparición de su primera ficción narrativa, En pana, resulta un acierto, ya que Cinzano se revela como un narrador rápido, inteligente y muy consciente de su quehacer, aunque tal vez, por lo mismo, sea un autor al que se deba leer con algo de calma y distancia, como si su propia escritura lo exigiera.

    Cinzano, nacido en 1977, debiera ocupar un lugar entre narradores como Alejandro Zambra (quien escribe la contratapa de este libro), Álvaro Bisama o Claudia Apablaza, entre otros. Comparte con algunos de ellos ciertas marcas de época: la huella de Bolaño, cuyo relato “Últimos atardeceres en la Tierra” es el antecedente y el horizonte de los ires y venires del protagonista de En pana junto a su padre; la vocación fragmentaria y metaficcional; la mirada que ausculta detectivescamente a los padres; la dictadura contada en clave cotidiana y la confluencia de distintos registros culturales y hablas, que combina con soltura y mucho oído, sin perder de vista el relato: “Chaquetitas se había ido de mojado al Otro lado; cuando volvió lo hizo en una Cherokee nueva. Chaquetitas estaba orgulloso y decía que lo más difícil de irse al gabacho no era cruzar sino mantenerse vivo entre tanto paisano culero. Anduvo unos meses vagabundeando por Nuevo México hasta marcharse a Minnesota. (…) No decía Minessota sino Minnesora y con el Willie nos reíamos. (…) A ver si es tan chingona la nave, dijo el Willie cuando amanecía. Tú di ranas y yo las aplasto, respondió Chaquetitas”.

    pana

    Desde luego que en un libro con semejante título, lo que aparece, y mucho, son autos, confirmando que los nuevos narradores chilenos fueron o imaginaron ser pacientes copilotos de sus padres: Zambra, Zúñiga, Fernández, Costamagna, Trabucco, todos ellos detallan marcas de autos y viajes inciertos, a veces absurdos, en que las relaciones familiares se tornan tan fluctuantes y difíciles como la carretera (o más). La trama de En pana es simple: el protagonista, quien nunca ha logrado aprender a manejar, narra diversos pasajes de una vida transcurrida entre Chile, Ecuador y México, pasajes que aparecen de manera fragmentada y alterna. Entre las historias más potentes se encuentran la del derrumbe familiar y la relación conflictiva pero cargada de emociones contenidas que tiene con su padre (permanentemente “en pana”) y las que refieren a su vida amorosa. Todas estas historias son convocadas en torno a los automóviles que tuvieron y dejaron de tener sus familiares, amigos y conocidos. La relación entre el vehículo, la carretera, el saber o no saber manejar, son puestos en relación sobre todo con la escritura: “¿Pero entonces un poema en pana, ahí tirado, ya no es propiamente un poema?”.

    La pregunta por la poesía no es secundaria: en sus reflexiones sobre los autos, los desplazamientos urbanos, la cultura de carretera, Cinzano va configurando una suerte de canon poético: Nicanor Parra, Claudio Bertoni, Federico Schopf, José Ángel Cuevas, Carmen Berenguer, Antonio Rioseco.

    Las reflexiones metaficcionales, como en otros libros de sus coetáneos, se vuelcan hacia la cuestión autobiográfica. Como Jorge Baron Biza en El desierto y su semilla o Mario Bellatin en El gran vidrio, cita abiertamente al teórico Paul de Man. Y lanza al mundo este fragmento: “Me dicen que ahora la onda de los críticos literarios es hablar de la ‘autoficción’. En pana, al menos, calza perfecto, ¿no?”.

    La última reflexión es bastante discutible, pero lo es más el gesto de las citas, que desde la mitad del libro invade y pervierte el fluir de las historias, muchas de las cuales pierden la potencia de su arranque. Nada más entre las páginas 60 y 90 hay alrededor de 40 citas de toda especie: cultas, populares, poéticas y cotidianas. Ellas evidencian la indiscutible sensibilidad lectora y crítica de Cinzano, pero obstaculizan la progresión de los relatos que va hilvanando. Y es que En pana es una novela que no desea ser una novela. Es también un ensayo, una escritura que se interroga a sí misma, sobre el fin de las ficciones y las posibilidades de la poesía, antes que ser solo un fresco generacional. Un relato nómade que, para ser más efectivo, pudiera quitar el freno que ponen tantas palabras de otros, explícita o implícitamente convocadas, muchas veces sin hilvanarlas suficientemente.

    El texto es a medias on the road, porque carece de la libertad radical de muchos de sus antecesores. Sin embargo, eso no desmerece del todo la calidad del debut de Cinzano, quien conoce sobradamente los problemas de la escritura, pero corre el riesgo de que se le arranque el auto.

  361. Ignacio Agüero: “Lo cinematográfico está en la pantalla y en la mente del espectador”

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    Poco frecuentes son las secuelas en el cine chileno, todavía menos regulares son las segundas partes en el género documental. Como me da la gana II, de Ignacio Agüero, es sin embargo una continuación para nada convencional. Si en 1985, cuando la producción local de cine era escasa y su circulación prácticamente nula, Agüero interrogó a sus colegas de generación sobre cuál era el sentido que tenía filmar en el contexto de una dictadura, en esta nueva versión, realizada 30 años más tarde, el documentalista se interesa por indagar en lo estrictamente cinematográfico. Es más, ¿qué es lo cinematográfico? es la pregunta que le plantea a Pablo Larraín, José Luis Torres Leiva, Marialy Rivas, Cristián Jiménez y Alicia Scherson.

    Además de visitar rodajes de películas de estos realizadores, el documental incluye videos caseros del propio Agüero, imágenes recientes de los talleres de cine para niños de la profesora Alicia Vega y fragmentos de sus películas anteriores, tejiendo de este modo una diversidad de materiales y formatos. Como me da la gana II retoma algunas inquietudes ya expresadas por el director en El otro día, donde explicitaba ciertos mecanismos cinematográficos, mostrando en pantalla el proceso de construcción de la misma película. Aquí repite el gesto metacinematográfico y lo vemos a él y a su montajista trabajando en el armado del documental. “Buscamos una forma que la hiciera interesante de hacer hoy día”, cuenta. “Es una película que se sale del puro entorno de los rodajes y lo relaciona con otras cosas”.

    Como me da la gana II tuvo su estreno en el Festival de Cine de Marsella, donde fue reconocida como la mejor película de la competencia internacional. En nuestro país se exhibió durante el pasado Festival de Cine de Valdivia y ahora se podrá ver nuevamente en el marco de FIDOCS, que se desarrolla entre el 7 y el 13 de noviembre.

    En la primera parte interrumpió los rodajes de directores contemporáneos a usted, pero acá conversó con realizadores de una generación posterior. ¿Qué diferencia nota entre unos y otros?

    Bueno, las circunstancias históricas y políticas son distintas. A los directores de hoy les toca trabajar en un medio donde es muy fácil hacer cine, donde es muy posible realizarlo: hay fondos del Estado, hay fondos privados, hay muchas posibilidades de mostrar las películas, de circular en festivales. También hay libertad de trabajo y creación. Por lo tanto, esa es una diferencia marcadamente distinta entre las dos generaciones. Mi generación trabajó dentro de Chile con una completa y total restricción y opresión política. Hoy eso no existe. Sin embargo, vivimos en un sistema político que también es motivo de interrogaciones. Pero yo no me meto en ese análisis.

    La interrogante por lo cinematográfico es algo que cruza gran parte de su obra. ¿Ha podido hallar una respuesta a esa pregunta?

    No la he podido responder y es una pregunta que tampoco tiene una respuesta definitiva y clara, porque la respuesta está en las películas. Esa interrogante es muy estimulante para mí, porque lo cinematográfico es una cuestión muy amplia, muy grande, llena de posibilidades: qué es lo que está al interior de ese lenguaje que es el cine. Eso opera en mí como un estímulo para trabajar en las próximas películas, es buscar el cine, ir descubriéndolo permanentemente. No hay un propósito de responder la pregunta, sino de trabajar con ella. Y eso ocurrirá en todas las próximas películas que haga.

    ¿Le parece que la respuesta a esa interrogante es del orden de la imagen y no verbal?

    Lo cinematográfico está en la pantalla, está en la imagen, está en las películas. Ahí es donde está operando lo cinematográfico. Ahora, por supuesto que también opera en el espectador. El espectador también está haciendo operaciones cinematográficas, que son asociaciones de imágenes, cruces de ideas, de sensaciones, de recuerdos, de estímulos cerebrales, todo eso está ocurriendo en él y eso es lo cinematográfico también. Por supuesto que se puede intentar verbalizar una respuesta y hay escritos sobre eso. Pero, indudablemente, que está no solamente en la pantalla, sino que también en la mente del espectador.

  362. El recambio del pop: entrevista a Gonzalo García de Planeta No

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    Planeta No es parte de la nueva camada de bandas del llamado “paraíso del pop”, una tanda conformada por Patio Solar, El Cómodo Silencio de los que Hablan Poco, My Light Shines For You, Niños del Cerro y Paracaidistas, entre otros. Su principal característica es la recuperación de las guitarras como elemento principal y la autogestión. Todos suben sus canciones, ya sea en YouTube, Bandcamp o Soundcloud, y tocan en centros sociales y galpones.

    por constanza gutiérrez

    Hace algunos años, en el 2011, el suplemento Tentaciones del diario El País de España, titulaba: “Chile, el paraíso del pop”, refiriéndose a la camada de músicos que venía sonando desde más o menos el 2005 y cuyas caras más visibles en este momento son Anita Tijoux, Gepe y Javiera Mena. En ese artículo se hablaba de la irrupción de las bandas pop chilenas en el panorama internacional, destacando la figura de Fakuta y el dúo Dënver, además de los ya mencionados, y se intentaba encontrar una explicación a esta aparición repentina. Por ejemplo, la influencia de Los Prisioneros. También el acceso a internet y la descarga gratuita de discos. Pero de esa oleada ya han pasado años y artistas como Gepe y Javiera Mena ya no son un saber exclusivo de adolescentes entusiastas de la música: ambos han tocado en el Festival de Viña, son conocidos por todo Chile.

    Entonces aparece un recambio, una nueva tanda de artistas pop cuya principal característica es la recuperación de las guitarras como elemento principal, dejando de lado los sintetizadores, y la continuación del trabajo autogestionado con el que comenzó la camada anterior. Trabajan en conjunto y buscan un nuevo modo de transacción, intentando generar un modelo de difusión que se oponga al tradicional (algunos no tienen ni disco y solo difunden tocando en vivo o por internet). Todos suben sus canciones, ya sea en YouTube, Bandcamp, Soundcloud o todas las anteriores, y tocan en bares, si bien han agregado centros sociales y culturales, y galpones.

    Entre esas bandas está Planeta No. Formada en el año 2011 por el chillanejo Gonzalo García y los penquistas Camilo Molina y Pablo Garín, quienes también fueron bajo en Dënver y batería en Ases Falsos, respectivamente. Los tres llegaron a Santiago para estudiar música, sin conocer a nadie que trabajara en el medio, y a punta de trabajo han hecho giras por México, Perú y España —donde tocaron en el festival Primavera Sound, uno de los más importantes del mundo— y han publicado un EP, Matucana (2014, Beast Discos), y un disco, Odio (2015, Sello Azul).

    Gonzalo García es el vocalista y la cara visible de Planeta No. Vivió en Chillán hasta los 14 años, cuando se mudó, junto a su familia, a Concepción, donde hizo sus primeros trabajos como roadie. Se acercó a la música lentamente. Primero, en la pubertad, inventando canciones y cambiando la letra de algunas ya existentes para luego hacerles videoclips con su hermano. Al salir del colegio obtuvo 850 puntos en la PSU de Historia y, para no desaprovecharlo, entró a estudiar Ciencias Políticas, carrera que dejó antes de terminar el año. De esa experiencia rescata más a sus compañeros, y las lecturas que estos le recomendaron, que a sus profesores. La sala de clases lo deprimió, comenzó a faltar. Entonces decidió dedicarse a la música, y vino a Santiago para estudiar en el Arcis.

    — ¿Cómo fue el proceso de entrar en la escena musical santiaguina siendo de afuera?

    —Difícil, lento. Sobre todo lento. Trabajé en el bar Loreto como copero y de roadie de bandas, principalmente de los Dënver. A los Dënver, al Milton (Mahan), le escribí directamente algo así como “Oye, quiero ser tu roadie”, y ahí aprendí un montón y conocí más gente. No sé si eso me insertó en una escena, pero sí en una profesión.

    —¿Cómo se edita un primer disco hoy?

    —Depende caleta, sería alumbrado decir un mecanismo… pero hay que encontrar el mecanismo. Todos lo hacen, en todo caso. Depende de cómo funcionas en la sociedad y ahí veís cuánta plata y tiempo inviertes o gastas en ello, y cómo tiene que quedar el disco. Hay un montón de músicos, o aficionados, trabajadores de música que no se cuestionan eso y, además de no cuestionárselo, no le achuntan. Entonces gastan cinco millones en su disco que suena brígidamente técnico, pero no estudiaron bien lo estético de lo que estaban haciendo y, sobre todo, como no tocan, nadie pescó el disco y se botó esa energía. Eso es charcha y pasa caleta.

    —¿Y cuál fue tu camino para grabar uno? ¿Cómo se hace, cuánto cuesta?

    —Yo trabajo en estudios de grabación desde chico y, cuando llegamos a Santiago, busqué la dirección del estudio de los discos que me gustaban a mí, que eran de Teleradio Donoso y de Alex Anwandter, el estudio Triana. Y fui y pregunté cuánto costaba y cómo se hacía, una pregunta similar a la tuya, de hecho. Me recibió Carlos Barros, ingeniero en sonido de ese estudio, y fue entusiasta de que yo quisiera hacer un disco, pero sobre todo no fue un timador ante mi falta de conocimiento sobre el tema. Eso fue bacán porque es muy raro. No quiero decir que esté lleno de estafadores, pero está lleno de ingenieros que dicen: “Yo cobro tanto y si tú querís lo hacís po”, como si fueran un doctor, y resulta que la cosa no es así porque el disco no necesariamente después funciona, como te explicaba. Y él me fue orientando, me presentó a Alex Anwandter, trabajé con él. En paralelo me insertaba de roadie, entonces conocí a otras bandas y vi cómo hacían sus discos. Hay discos que se hacen en la casa, hay discos que para los que se graba una parte en un estudio, porque es lo más difícil, sobre todo la batería, que requiere mucho micrófono; el resto de cosas en general lo hacen en una casa. Se le llama home studio a lo que tienen músicos que juntaron plata o la tenían y montaron un estudio chico para grabar cosas chicas, como guitarras, teclados, voces. La mayoría de los discos se hacen así ahora.

    —¿Por qué o cómo fue que elegiste el pop?

    —No sé qué otra cosa podría haber elegido, en verdad. Quizás folklore, pero no tengo las características de un folklorista. El punto es que no lo elegí.

    —¿El pop te eligió?

    —Sí po. Nací en estos años, pertenezco al tercer mundo, que es súper compenetrado con la volada occidental, la música que conozco es grabada, no tuve la educación para conocer música clásica cuando chico (para conocerla bien, más allá de saber que existe). Y el folklore tampoco. Más encima, no soy muy talentoso musicalmente, así que tampoco me hubiese ido muy bien practicándolo… quizás el rap me hubiese llamado, si me hubiese topado con él más chico.

    —¿Te incomoda ser un referente?

    —Me gustaría cambiar la lógica de eso. Evidentemente, no tengo el poder para hacerlo, pero puedo practicarlo. No cambiar el fenómeno de que yo sea la cara visible, porque si dejo de hacerlo lo cambio para mí, y eso sería escapar, como un hippie. Quisiera que esa lógica cambie y hay que forzarlo y pelear, y eso es hueviado y es de día a día. No podría decir cosas concretas, hay un montón de hueás chicas en torno a la música y al ejercicio profesional de ella que tienen relación con un resabio de pensamiento que indica que conocer al músico es bacán, que el músico ha de tener compensaciones o hueás bacanes, más bacanes que el resto, comida o que se le abran puertas, no sé. A ratos me siento como que me están compensando porque soy menos, como si fuera una especie de mujer, como cuando a las mujeres las tratan bien porque las consideran menos, o que me están dando un trato de estrella, lo que me parece una mierda porque no soy nada. Encima, la mayor parte de las veces vivo peor que la persona que me está entregando ese trato preferencial.

    —¿Cuál crees que es el lugar que ocupa el artista pop en nuestra sociedad?

    —Un loco que trabaja en música no es más que un payaso de entretención de los demás, y eso no me parece grave. Antes su lugar era súper de payaso de la corte, ahora quizás menos, o quisiera creer que menos porque ahora ese soy yo. Depende del artista y para quién juega, pero está entreteniendo a los demás no más, y ahí podrá meter ideas o ayudar a cuestionar ideas, quizás las suyas o quizás solo cuestionar. Ese es su poder, no es mucho, pero sirve algo.

    —¿Y cuáles son las ideas que quieres meter o cuestionar?

    —Yo creo que no me gusta el mundo y no puedo evitar decirlo, pero eso es algo negativo de exponer, es feo. Entonces hago canciones y digo cosas. No me gusta cómo viven los pobres. Y las mujeres. Tenemos en nuestra cabeza un futuro y posibilidades muy grises y sobre todo de reconocernos/negarnos como otredad, comparado a lo que sería si eres hombre, si eres rico, si eres gringo, o ser de la capital. Como si fueras de una comedia romántica. Y me da risa cómo nos tratan a los jóvenes para ordenar cada fruta en su cajón. Los sistemas de normalización están llenos de ridiculeces que me agrada mucho indicar con una sonrisa. Los que salieron suertudos, como yo que salí hombre, no se van a encargar de hacer ver aquello que los pone en ventaja, prefieren vivir su vida y cantarse canciones para no escuchar a nadie más. Además, nos envuelven todo en papelitos de color, cualquier otra mirada frente a eso es darle mucho color a todo. Pasado mañana tú o yo podríamos vomitar o explotar todo lo que estamos consumiendo, la plata que estamos tragando. Pero no sé si yo estoy muy triste o los demás están muy felices.

    El novísimo pop

    —¿Te sientes parte de una escena o un colectivo?

    —De un colectivo no. Sí, supongo, que de una escena… no sé qué es lo que caracteriza una escena, pero hay un grupo de personas que pensamos parecido.  Varias bandas tenemos pensamientos “anti-estrella”; además solemos ser de izquierda no representada por partidos. La generación anterior era de izquierda representada por la Concertación.

    —¿Qué rol están cumpliendo las marcas y la publicidad en la música?

    —Son los mecenas, pero los mecenas anteriores también eran marcas. Solo que eran sellos discográficos. No voy a defender ni cagando a iniciativas como el Sello Ballantine’s, pero es la misma mierda con distintas moscas. Siempre hay mecenas desagradables, torpes, bien intencionados a veces, y que pueden ser utilizados, pero hay que ser cuidadoso porque, cuando un mecenas te utiliza, te utiliza, y tú estás colgado trabajando para el mecenas.

    —¿Aceptarías algún tipo de mecenazgo?

    —He aceptado. Grabamos en Ballantine’s, tocamos ahí. Queríamos tocar en esa casa, por ejemplo, solo eso. No conocíamos la casa y después cachamos que era un lugar súper cuico, no me gustó. Después de eso tuve que hacer un montón de otras cosas y la noche en que tocamos hubo un Meet and Greet [encuentro con los artistas, tras bambalinas, después del concierto] y me quería matar, como que me fui a mi casa después de tocar y estaba llorando, porque eso no era lo que yo quería trabajar y no supe cómo torcer las cosas.

    —¿Era una exigencia?

    —No, nadie nos avisó y había un Meet and Greet. Fue incómodo, no caché mucho, me bloqueé y me senté en el suelo y no hice nada. Saludé a un par de niñas que yo creo que ni siquiera querían conocerme, yo creo que querían copete gratis. Yo no culpo a nadie que participe de eso, pero organizarlo está mal. Ballantine’s no es culpable, no ha inventado nada, es una hueá eterna. También Converse nos financió un video, el de “Ya no veo mis zapatos”.

    —¿Y eso tiene algunos requerimientos o límites? Como que no puedan poner ciertas imágenes.

    —Todo eso es súper difuso. La sonrisa del mecenas es más grande que sus garras. Nadie te manda un papel que te diga: “Mira, compadrito, este es tu terreno”. No, nadie te raya la cancha. Plazos sí. Suelen apurarte, a la marca le interesa “promocionar-se”, no “promocionar-te”, y tiene unos plazos que no se adecuan a tu carrera, entonces de repente te sirven o no, pero es una mierda siempre. En Planeta No solemos decidirlo viendo si la actividad musical que la marca de turno está financiado es más preponderante que la promoción de la marca misma. Si es así, solemos decir que sí. No a todo, hay hueás que me parecerían imposibles. Y buena parte de las veces no es así pos, la banda está tocando para un evento de una marca no más, y la marca es lo importante.

    —¿Cómo se organiza el circuito de bandas en el que tocan ustedes? ¿Cómo se consiguen los lugares? ¿Ganan algo por tocar?

    —¿Generalizando? No se gana mucha plata por tocar, casi nada. En general, los miembros de estas bandas, no sé si no quieren vivir de la música, pero no están viviendo. Creo que no están emancipados, no sé si la banda se sustente sola. Nosotros no somos del riñón del cual son los demás, nosotros estamos como incrustados y me siento muy cómodo con eso. Eso nos diferencia. Pero los demás cabros creo que ganan menos plata. Llevan menos tiempo. Los locales se consiguen hablando. Suele pasar que alguien vió una tocata y le gustó el lugar, cumple características que nos gustan —que no sea caro, porque entonces yo no podría entrar— y que no son un bar de mierda. El punto es que somos todos como una “tribu urbana” reticente al sistema en general, entonces un día u otro entramos a locales o lugares que cumplen con eso. Casas de amigos. Estudios de grabación súper indies de hueones similares a nosotros. Centros culturales. Locales muy piola. Baratos, ojalá.

    —Ahora que has viajado a España, Lima y México con Planeta No y has visto otros circuitos, ¿crees que exista algo así como una “gran escena” Latinoamericana de la que estas bandas chilenas formen parte?

    —No. La única escena que hay es la de los managers o gestores culturales, que de alguna manera son semicuicos y de mucho contacto, y están moviendo las pocas lucas que se mueven entre sellos independientes “grandes”, tipo Quemasucabeza y con suerte Beast, en Chile, o Potoco Discos. Hay otros similares en los otros países y ellos se conocen y pasan de festival en festival saludándose, o de feria profesional en feria profesional, pero las bandas no. Ojalá que más adelante sí se conozcan las bandas latinoamericanas. Gracias a Internet nos hemos empezado a conocer, pero es lento. El gobierno no lo propicia.

    —Hace un tiempo, Andrés Nusser de Astro anunció la disolución de la banda y su partida a México. La impresión que me dio es que en Chile había un techo y que Astro era una banda muy profesional, y la recompensa no estuvo a la altura de sus expectativas. ¿Tú te irías?

    —Sí hiciera una lectura que me lleve a eso, si no tengo otra elección. Pero no es mi lectura. Creo que paseando por España me di cuenta de que vivo en tierras donde no se ha construido nada, entonces podemos surgir mercachifles, o inventores, o creativos de distintas formas para desarrollarlo. Y creo que esas formas no están agotadas, pero hay que ser persistente, aguja. A mí me sería difícil llegar a una conclusión así como “Chile tiene un techo”, y creo que las cosas que tiene distinto de México se van a acabar. El futuro es más parecido a lo que hay en Perú. La gente reclama “Oh, no hay nada”, pero supongo que hay oportunidades, e ideas.

     

  363. Miedos de frontera

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    Mariana Enriquez (1973) publicó su primera novela, Bajar es lo peor, hace más de 20 años, en 1994. La suya es una trayectoria sostenida y a nadie debiera extrañarle que luego de publicar libros extraordinarios, como los cuentos de Los peligros de fumar en la cama, la nouvelle Chicos que vuelven, las crónicas Alguien camina sobre tu tumba o una biografía imprescindible como La hermana menor, un retrato de Silvina Ocampo, se la considere una de las escritoras más importantes de su generación en Latinoamérica. Lo raro es que hasta ahora no se diera a conocer en el mercado español su trabajo (lo que le ha valido ser traducida a cerca de una veintena de lenguas). Un reconocimiento tardío, que viene de la mano de Las cosas que perdimos en el fuego, libro de cuentos publicado este año por Anagrama, una publicación que una editorial como esta podría haber arriesgado mucho antes.

    Si bien entre la docena de relatos que integran el volumen no todos tienen la calidad de textos anteriores suyos, se trata de una buena muestra de la estética de Enriquez, la que como ya muchos han dicho y repetido, tiene claros referentes en la literatura anglosajona de terror, pero con una serie de elementos ideológicos que hacen de su propuesta algo diferente y único. Sus textos enlazan la estética del miedo y el terror con una crítica aguda de las estructuras sociales; no en vano el cuento con que abre el volumen, “El chico sucio”, se emplaza en un barrio venido a menos de la ciudad de Buenos Aires, el barrio de Constitución, en el que lo interesante no es que Enriquez vuelva la mirada hacia los sectores más vulnerables, como algunos han remarcado (niños de la calle, adolescentes en riesgo social, mujeres víctimas de la violencia machista), sino que coloque lo siniestro, lo que produce el miedo, en zonas fronterizas. Tanto la narradora de ese cuento como de otros relatos suyos por lo general se encuentran de este y no del otro lado. En “El chico sucio” se trata de una mujer de clase media que opta por volver al caserón familiar semiabandonado; en el lovecraftiano “Bajo el agua negra”, la protagonista es una fiscal que decide ingresar sola en los peligrosos  territorios de Villa Moreno, sin que nadie la obligue a ello; “La casa de Adela” es una historia narrada por una sobreviviente que rozó el horror, pero que no fue la víctima implacable de una casa misteriosamente viva. En varios de los relatos, el encuentro se produce en la escuela pública, donde confluyen distintas condiciones sociales.

    El terror y el miedo se entremezclan con otros malestares, como la culpa que siente una asistente social, despedida con razón de su último trabajo, en “El patio del vecino”, o la angustia al ver que un amigo se encuentra encerrado al borde de un abismo virtual, sin contacto con la realidad y en las fronteras aparentemente sin retorno de la deep web, en “Verde rojo anaranjado”.

    El miedo emerge, pues, en el espacio de la comodidad. Lo siniestro se activa cuando los y las protagonistas de estos cuentos se dan cuenta de su lugar de frontera, reconociendo al otro, viéndolo y observándose a sí mismos al borde de una racionalidad distinta, de otra dimensión. El miedo radica en el hecho de mirar hacia el jardín vecino y darte cuenta de que un día puedes quedar atrapado allí, en un mundo aparentemente cercano, pero desconocido y aterrador. Lograr este efecto no es fácil: en la literatura de Enriquez las palabras son precisas y abrumadoras, forman progresivamente espacios insondables, turbios, inconcebibles.

    Algunos de los relatos revelan toda la maestría de Enriquez, como “Verde rojo anaranjado” o “El chico sucio”, pero también hay los que parecen obedecer a una fórmula ya conquistada, como “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo” o “Nada de carne sobre nosotras”, los que ofrecen cierres forzados y esperables.

    Comentario aparte merece el cuento “Las cosas que perdimos en el fuego”, soberbio relato sobre el femicidio, que adquiere una nueva y triste actualidad a la luz de los asesinatos de mujeres y niñas que recientemente han remecido a Chile y Argentina. El cuento propone un escenario en que las mujeres deciden quemar sus rostros y cuerpos, subvirtiendo la imagen de la víctima quemada y arruinada por su pareja. Las activistas hablan de una “nueva belleza” de las mujeres, quienes habrán de caminar con sus cuerpos y rostros desfigurados por las calles, enrostrándole a la sociedad esta violencia. Silvina, la protagonista, colabora con la causa, pero no ha tomado la decisión de efectuar un rito que se ha vuelto masivo. El horror, entonces, radica tanto en la inminencia del propio acto sacrificial, como en la locura que ha permitido que las mujeres sean objeto de la violencia, rociadas con alcohol y encendidas por alguien que les ha dicho amarlas. La inversión practicada por Enriquez en esta triste orden del Fénix produce dolor, pero como ocurre en otros de sus relatos protagonizados por mujeres, que son numerosos, abre claros sobre la relación de ellas con su entorno social, las constricciones que moldean sus cuerpos y los desgarros que sufren diariamente.

    Enriquez pareciera apelar asimismo a una genealogía narrativa, cuando llama a su protagonista Silvina, como la Ocampo, a quien se preocupó de biografiar. Con ese nombre e inserta en este cuento fantástico, no parece estar sola en la historia de la literatura argentina, en que las heroínas de Silvina, Beatriz Guido y tantas más se vieron inmersas desde muy temprano en mundos enrarecidos que amordazaban y violaban sus cuerpos. La literatura de Enriquez, como se deja ver, no se nutre, entonces, solo del gótico angloparlante. Muchos de los personajes de la autora son apenas niñas o adolescentes: se hacen cortes, juran pactos de sangre, se buscan a sí mismas a ritmo de drogas y rock, en un espacio que es el de la Argentina del terror dictatorial, las Malvinas, la crisis económica y los sucesivos derrumbes sociales de los últimos 30 años, aunque es también el espacio de una represión y una masacre mucho más vieja.

  364. El resplandor del mundo: notas sobre Abbas Kiarostami

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    A dos meses de su muerte, el novelista Rodrigo Hasbún repasa la obra del cineasta más elogiado de los últimos tiempos. Al igual que Ozu, Bresson y Ray, el iraní fue un artista de la sutileza y la extrañeza, donde menos es más. Nadie filmó a los niños con esa falta de condescendencia ni vio en los autos la frontera donde lo público se vuelve privado. Cineasta de la simpleza y de la hondura, de un humanismo reflexivo y esperanzador, Kiarostami además cuestionó las convenciones de la industria audiovisual, que lleva décadas formateando nuestras expectativas y reacciones, nuestros cada vez más predecibles ritmos interiores.

    por rodrigo hasbún

    1. Entre fines de los 80 y principios de los 90, el hasta entonces desconocido cine iraní se consolidó como un fenómeno celebrado a escala mundial. A muchos les costó entender que un país regido de forma autoritaria por una teocracia musulmana, del que llegaban noticias constantes sobre sus restricciones y su censura y su violencia, ofreciera una filmografía no solo perturbadora y cautivante sino además formalmente atrevida y de una belleza inusual. Pero la evidencia era incontestable y se sucedieron retrospectivas y premios, mientras los cineastas que formaban parte de la movida iban lanzando, una tras otra, películas memorables.

    Entre ellos brillaba bajo luz propia Abbas Kiarostami, que muy pronto trascendió cualquier categorización regional para establecerse como uno de los artistas imprescindibles de nuestro tiempo. A veces parece un contrasentido que su cine más bien discreto provocara reacciones tan ruidosas. “Vivimos en la era de Kiarostami”, dijo Herzog después de ver la intrigante Close-Up. “Las palabras no alcanzan para describir lo que siento por sus películas”, dijo Kurosawa. “El cine comienza con D.W. Griffith y termina con Kiarostami”, dijo Godard. No estaban solos en su entusiasmo: Scorsese y Haneke y Tarantino y Moretti y Jarmusch, más allá de sus diferencias, desperdigaron sentencias igual de contundentes a lo largo de los años. La suma constata lo obvio, eso que felizmente sabíamos desde hacía mucho y que ahora, tras su muerte, se hace aún más evidente: en las últimas décadas ningún otro cineasta fue tan admirado por sus colegas ni tan querido por quienes todavía creen en el cine.

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    2. Él, más que en el cine, creía en la vida, y en la necesidad de prestarle atención. Por eso, quizá (porque le interesaban poco las películas y porque no tenía ningún propósito de hacerlas él mismo), su formación fue atípica, zigzagueante como los caminos que filmaría tan bellamente después.

    Demoró 13 años en graduarse de la escuela de arte, donde estudió pintura. Mientras tanto, para sustentarse, se dedicó al diseño gráfico y a la ilustración de libros infantiles, y más adelante a la publicidad. Tras su creación, lo invitaron a formar parte de Kanun, el Centro para el Desarrollo Intelectual de Niños y Jóvenes en el que trabajaría durante dos décadas. Bajo su auspicio y un poco instigado por las circunstancias laborales, en 1970 hizo su primer corto. Siguieron al menos una decena en los años siguientes, así como algunos mediometrajes y dos largos, todos ellos producidos por Kanun, que lo obligaba a tener a niños o jóvenes como protagonistas de esas historias hechas para ellos. La presencia de los niños (a los que Kiarostami filma, ejemplarmente, sin condescendencias ni sentimentalismo), su supervivencia en un mundo dominado por los adultos, se volvería con los años una marca indeleble de su obra.

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    3. Cuando en 1989 se estrenó en el festival de Locarno ¿Dónde está la casa de mi amigo?, la película que por primera vez le brindaría atención internacional, Kiarostami tenía 49 años y un gran recorrido a cuestas, aunque muchos asumieran que ese debía ser su debut, sobre todo por la austeridad de la producción, reminiscente del neorrealismo italiano, y por la sobrecogedora sencillez argumental. Un niño de ocho años se empeña en devolverle su cuaderno a un compañero de curso que será expulsado si no presenta la tarea al día siguiente. Con valentía y determinación, el niño recorre el pueblo vecino, que no conoce, buscando la casa de su amigo.

    Poco después un terremoto devastó la región donde la película había sido realizada. Kiarostami decidió filmar una segunda entrega de la que pasaría a ser conocida como su trilogía de Koker. En …y la vida continúa, el cineasta que ha filmado la película anterior (un actor que interpreta a Kiarostami), vuelve al pueblo para saber si los niños siguen vivos. Todo lo que se había asumido sobre ¿Dónde está la casa de mi amigo? se resquebraja en esta segunda entrega, mientras se va revelando cuán orquestados estaban el impulso supuestamente documental y esa austeridad neorrealista que tanto había aplaudido la crítica. El gesto por parte de Kiarostami es audaz y decisivo: le da vuelta a cualquier proyección o expectativa que el establishment europeo pudiera tener sobre la voluntad bienintencionada, honesta y digna que le atribuye al cine de las periferias. A él, como solía decir, le hacía falta mentir para llegar con más fuerza a la verdad.

    En A través de los olivos lleva el gesto aún más lejos. Los personajes de esta nueva película aparecen ahora filmando una escena de la película anterior. Esta vez no solo se muestra la orquestación de la realidad que forja el cine sino también, arduamente, su proceso de producción, donde vemos algunas escenas repetidas cinco o seis veces, cuando los actores cometen errores o se rebelan contra los mandatos del director. Mientras tanto, en los tiempos muertos del rodaje, el actor y la actriz de esas escenas repetidas protagonizan una de las historias de amor más hermosas que se hayan filmado jamás.

    La trilogía de Koker es una caja de pandora admirable y una celebración del cine y sus preguntas y sus posibilidades. Es también una de las mejores puertas de entrada a la obra de Kiarostami.

    Dónde está la casa de mi amigo - Ahmad pregunta a un niño

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    4. Mientras sucedía la revolución iraní, que desembocaría en la instauración de la República Islámica y que llevaría a varios de sus colegas al exilio, él experimentaba en casa lo que le gustaba llamar una revolución interna. Acababa de nacer su segundo hijo y su matrimonio sufría un colapso irremediable.

    Fue en esa época cuando se acostumbró a recorrer interminablemente las calles de Teherán y sus alrededores. Es fácil imaginarlo manejando por ahí. Varias de las películas que siguieron a la trilogía están ambientadas en autos de principio a fin. Pocos han filmado con tanta lucidez y gracia lo que sucede en ellos. A Kiarostami le fascinaban como locación, por la intimidad que propician y porque a menudo surge un contraste provechoso entre lo de afuera y lo de adentro. La esfera privada y la esfera pública se disuelven un poco en los autos. Hay algo de consultorio y de confesionario en ese pequeño espacio en movimiento, un aire al mismo tiempo opresivo y liberador. Mientras del otro lado aparece y desaparece un país, los que comparten el viaje hablan y escuchan o callan, conmovedores en sus trayectorias y en su incertidumbre.

    Pienso en el personaje de la imprescindible El sabor de las cerezas, un hombre que ya no quiere vivir y que maneja por los alrededores de la ciudad en busca de alguien que acepte enterrar su cuerpo al amanecer. Es costumbre iraní dar aventones a desconocidos. La conversación sirve para viajar a los otros, para saber qué llevan dentro. El hombre que necesita morir charla en su auto con un seminarista, con un joven soldado y con un viejo taxidermista, mientras se empeña en convencerlos de que cubran su cuerpo muerto con 20 paladas de tierra a cambio de una buena paga.

    Pienso también en la mujer divorciada de la fulminante Diez, que recoge a su hijo y a su hermana y a algunas desconocidas, entre ellas una beata y una prostituta, con las que entabla diálogos intensos. Por medio de ellos emerge una radiografía poderosa de la sociedad iraní y sus dinámicas de género. Como en toda la obra de Kiarostami, emergen además formas curiosas de la solidaridad, y un optimismo que en buena medida se funda en el hecho de que todos quienes comparten esos autos siguen vivos. Lo dice bien alguno de ellos: “Seguir vivo es también un arte. Supongo que el arte más sublime de todos, ¿no cree usted?”.

    ***

    5. Después de que Kiarostami viera proyectada por primera vez Copia certificada, el primero de los dos largos que filmaría fuera de Irán (serían los últimos de su carrera, que se había desplazado desde lo local hasta lo cosmopolita), le confesó a un periodista que se había quedado dormido en la sala. No le molestaba que a otra gente le sucediera lo mismo con sus películas, dijo también, siempre y cuando pensaran luego en lo que habían visto o no visto. La boutade es una declaración de principios que vale la pena atender: para que permanezcan vivas en la memoria, las películas deben ser artefactos incompletos (como los sueños o el amor), y las mejores no terminan cuando terminan, se quedan dando vueltas, acompañan durante días o meses o la vida entera.

    Resulta difícil deshacerse de las historias de Kiarostami, no sentir una inmensa gratitud. Al igual que en las películas de Ozu y Bresson y Ray, a los que los une la sutileza y la extrañeza, menos es más. A esa constelación pertenece el iraní y es justo, ahora más que nunca, pensarlo entre los suyos. Son los cineastas de la simpleza y de la hondura (las dos cosas juntas, aunque parezcan contradictorias), artistas de un humanismo reflexivo y esperanzador que encontraron sus motivos en los enigmas sin resolución de las cosas más pequeñas. Kiarostami las hace visibles mientras cuestiona las convenciones de la industria audiovisual, que a su vez las entierra en su velocidad y que desde Hollywood lleva décadas formateando nuestras expectativas y reacciones, nuestros cada vez más predecibles ritmos interiores, nuestra atrofia sensorial. Su cine se enfrenta a esa maquinaria y ofrece alternativas, atravesadas por la contemplación y la empatía, y por las preguntas importantes. Esas que en lugar de abstraernos del tiempo nos ofrecen una experiencia de él. Esas que en lugar de distraernos nos devuelven a nosotros mismos, sin respuestas pero con la mirada renovada y la certeza de que, a pesar de todo, la vida continúa.

    ***

    6. Siguen ahí las demás películas, los documentales. Siguen los haikus y las fotos y las instalaciones de video y las memorias sobre los talleres que le gustaba impartir (el último, hace meses, fue en La Habana). A todos ellos los atraviesa invariablemente una visión poética sorprendente, singularizada y fortalecida por la dimensión filosófica y la ética profunda que se despliegan en todo lo que hizo. Siguen ahí, sobre todo, algunas imágenes imborrables. Un hombre atraviesa una planicie en su auto. Hay uno o dos árboles a solas en la punta de la montaña. Cien pájaros vuelan en desorden. Un niño busca la casa de su amigo.

    El mundo resplandece a veces. Hacía mucho que nadie había estado tan atento como Kiarostami a ese resplandor.

    Rodrigo Hasbún nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. Ha publicado los libros de cuentos Cinco, Los días más felices y Cuatro, y las novelas El lugar del cuerpo (Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra) y Los afectos. El 2010, la revista Granta lo seleccionó como uno de los 22 mejores escritores jóvenes en español.

  365. Entrevista a Jean-Louis Déotte: “El museo arruina las jerarquías sociales”

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    Discípulo de Lyotard y autor de varios ensayos sobre el pasado y el futuro de los museos, Déotte explica aquí la evolución de una institución que reemplazó las colecciones privadas de la realeza al sumar al público e inventar la publicidad del arte. Afirma que hoy todo objeto puede entrar en un museo, lo que nos lleva inevitablemente a una indiferencia estética.

    por patricio tapia

    En uno de los ensayos recopilados en ¿Qué es un aparato estético?, el filósofo e historiador del arte Jean-Louis Déotte se ocupa de las posibles relaciones entre arte y política, en este caso a partir de las ideas de Walter Benjamin y las semejanzas y diferencias entre Jean-François Lyotard y Jacques Rancière. Apartándose de la discusión puramente teórica, algo que no suele hacer,  Déotte recuerda los inicios del centro experimental de Vincennes, luego Universidad de París VIII Saint-Denis, lugar instituido por De Gaulle en 1968 para crear “un absceso de fijación única de todo lo que la universidad francesa tenía de radical”.  El “reclutamiento” para esos lugares de enseñanza era político-filosófico. Cada corriente marxista no comunista envió sus representantes: althuserianos-maoístas (Badiou, Rancière), trotskistas, libertarios; luego se sumarían Deleuze y Lyotard; este último, que había pertenecido al grupo Socialismo o Barbarie, fue acogido con cierta aprensión. De hecho, se generaron violentos intercambios, sobre todo cuando Lyotard, en los años 70, “traicionando la dictadura del proletariado”, comienza a analizar la “economía libidinal” y su pensamiento se aleja definitivamente del marxismo.

    Lo que Déotte (nacido en 1946, ahora él mismo profesor de la Universidad París VIII Saint-Denis-Vincennes) no cuenta es que él estuvo directamente relacionado con Lyotard, como discípulo. De la “estética” libidinal de Lyotard retomó el planteamiento de la ruptura introducida por el Renacimiento italiano con la representación en perspectiva. La perspectiva sería un “aparato” y con ella, de hecho, nacería la “época de los aparatos”, según Déotte.

    Fue Walter Benjamin quien habló de “aparatos” respecto de algunos medios de reproducción de las obras de arte que implicaban algo así como la sensibilidad de un tiempo. En cada época hay un “aparato dominante” que configura los acontecimientos que esa época puede pensar; y esto, entre otras razones, por cuestiones técnicas: la perspectiva, por ejemplo, tenía limitaciones para registrar el movimiento. En el siglo XX sería el cine el que se convertiría en el aparato dominante, y la imaginación se hizo cinematográfica; ahí podría estar una de las causas de que Benjamin tienda a una devaluación —es “una pelusa en el ojo”— de la perspectiva (otra podrían ser sus malas relaciones con el historiador del arte Erwin Panofsky, como apunta Déotte en uno de los ensayos de La ciudad porosa).

    En La época de los aparatos, el más extenso y comprensivo de sus libros sobre el tema, a través de una serie de ensayos que van desde Schiller o el cine ruso a la fotografía digital del chileno Carlos Altamirano, Déotte aborda la invención y aparición de nuevos aparatos. ¿De cuáles se ocupa? De la perspectiva, la camera obscura, la fotografía, algunos aspectos del psicoanálisis, el cine y las nuevas manifestaciones artísticas digitales; también del museo.

    Pues Déotte reconoce al museo como una de varias instituciones y “aparatos” que han definido la sensibilidad moderna. Sin el museo no sería posible plantear la cuestión del arte: suspende las otras significaciones de la obra para contemplarlas de una manera específica, como indicaba en uno de sus primeros libros,  Le musée, l’origine de l’esthétique (1993). Incluso en un libro como La ciudad porosa, dedicado a otro asunto (las preocupaciones de Benjamin y la arquitectura) y dos décadas más tardío, Déotte señala que ciertas arquitecturas son para Benjamin, como los museos, “casas del sueño colectivo”.

    Al hablar de los orígenes del museo, normalmente se refiere el etimológico (la palabra griega para los lugares de culto de las musas), el Museo de Alejandría o las colecciones de Aristóteles (en ambos casos, hacia el siglo III a. de C.), pero Déotte ha reafirmado su origen más tardío, unido al desarrollo de la noción de Estado-nación, cuando toda estética se hace de museo, bajo la idea de una sensibilidad educada en la exposición a las obras de arte.

    ¿Qué es un museo?

    El museo es una institución europea del siglo XVIII (Oxford, Dresde, París), que se diferencia de las colecciones pontificias, reales y principescas. Lo distingue el hecho de estar abierto a todos: el público. Inventó la publicidad de las obras de arte, según el espíritu de la Ilustración.

    ¿Cómo es que está en el origen de la estética?

    Desde el momento en que una obra deviene un objeto de museo, deja de tener una función de culto, para ser entregada al público. Las comunidades cristianas, por ejemplo, que encontraban su identidad en el culto de sus imágenes y sus pinturas, dejan de dirigirles sus oraciones. A partir de entonces, las obras pueden ser vistas por sí mismas, convirtiéndose en puros objetos estéticos, al no tener sentido sino en el contexto de una teología que exponía el orden del mundo. Este orden es lo que los griegos llamaban kosmos. Las obras pertenecían a una cosmética que abarcaba todos los aspectos de la vida. Antes de la Ilustración europea, todas las sociedades tenían una idea de lo que era bello, pero siempre en función de un cierto  orden socio-político armonioso. Después, será cada vez menos evidente hasta que el orden ya no sea un criterio fundador de la estética. Las artes contemporáneas actuales son perfectamente anárquicas. El museo está así en el origen de una estética que no tiene criterios de evidencia.

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    ¿Todos esos grandes museos tienden a configurar una idea de pueblo o nación?

    Al principio creíamos que los museos darían una identidad a los pueblos soberanos, pero como las colecciones presentadas son solo ruinas de obras de culto, un museo no puede forjar el cuerpo colectivo con tales fragmentos, por más bien conservados que estén. En lugar del cuerpo inmortal del rey en el que se encarnaban las sociedades del Antiguo Régimen europeo, hay colecciones donde los muertos son más hermosos que cuando estaban vivos. Estos rastros están en lugar del rey.

    ¿Comparte con Walter Benjamin la idea de los museos como una “casa de sueño colectivo”?

    Para Benjamin, que es nuestro terreno común, no es tanto un lenguaje, sino un mundo de imágenes compartidas: la fantasmagoría. Es como si la humanidad ya hubiera compartido un sueño colectivo: nuestro cuerpo colectivo es un cuerpo soñante que está configurado por aparatos como el relato (pagano), los testimonios para el cristianismo medieval y, a partir del Renacimiento, la perspectiva, luego la fotografía y el museo, después, al final del siglo XIX, el cine y el psicoanálisis, etc. Para Benjamin, lo que distingue al museo es su aspecto inclusivo, como otro invento de comienzos del siglo XIX: el pasaje urbano parisino que se va a mundializar poco después. El museo, a diferencia del aparato de la perspectiva, no opera en la frontalidad ante la naturaleza, sino en la absorción. El museo es inmediatamente imaginario, como lo entendió bien Malraux. Por lo tanto, es la dimensión del pasado que toma la primera línea. Inevitablemente, los proyectos del futuro, en particular los artefactos técnicos, llevan la huella de lo arcaico. El Nautilus de Julio Verne, milagro técnico, es también un monstruo prehistórico.

    “Pieza de museo”, se dice a veces como elogio y otras como insulto. ¿De qué manera cambia una obra al estar en un museo?

    Todo objeto que entra en un museo pierde su destino cultual o utilitario. Ya no es considerado sino bajo el ángulo estético. El alambre de púas de un campo de concentración podrá servir como material de arte, lo mismo que la grasa de cerdo a Beuys… Puede, por tanto, ser un envilecimiento de lo que hizo la gloria de una nación, pero también una elevación de lo que estaba en lo más bajo de la escala. El museo arruina las jerarquías sociales por una suerte de indiferencia estética.

    ¿Por qué el museo sería un “aparato”?

    El museo es un aparato, ya que cambia el estatuto de las obras tal como el aparato de la perspectiva lo había hecho en el siglo XV al reducir todos los “personajes” de una imagen de culto a la misma dimensión. A aquella de lo que es representable. Es así que poco a poco todo va ser representable, incluso las cosas más utilitarias o los hombres previamente condenados a la invisibilidad social.

    ¿Es un “aparato” de nuestro tiempo?

    El museo es un momento privilegiado de la reproducción de las obras. Su devenir está indisociablemente ligado al de la fotografía, ya que todo lo que puede ser fotografiado puede entrar en el círculo del arte. De esta manera, los álbumes de obras de arte llegan a constituir el buen gusto de las élites de una sociedad. Y así los álbumes diferentes de Malraux se pueden diseñar según los principios del montaje cinematográfico, en particular el soviético (Eisenstein).

    ¿Cómo ve el futuro de los museos?

    Vemos en la actualidad una absorción de todos los aparatos proyectivos en el mundo digital, la fotografía analógica deviene digital. Esto es la necesidad de comunicación que se instaura, las fotos son tomadas para ser comunicadas inmediatamente. Es lo mismo para el museo que se convierte poco a poco en una base de datos digitales. Es evidente entonces que la relación estética descrita por Kant, inseparable del museo tradicional, va a cambiar de naturaleza.

    (Fotografía: Román Domínguez)

  366. El extraño e indefinido mundo de la marginalia

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    “Aún conservo el talento de no meter ruido”, escribe Gonzalo Maier en uno de los breves fragmentos de El libro de los bolsillos, para referir la historia de un niño al que le gusta aparecer sigilosamente y sorprender a sus padres como un ninja, una imagen que de algún modo define la narrativa de este escritor: lateral, silenciosa, lúdica. Ya en su libro Leyendo a Vila-Matas (2011) predominaba la aparición en “puntillas”: los temas e historias que refiere Maier son excéntricos, inesperados y de una intimidad bienhumorada, suavemente irónica. Tanto aquel libro como Material rodante (2015), cifraban la mirada en el viaje, en desplazamientos reiterados y obligadamente rutinarios que sin embargo permitían asomarse, más allá de lo banal, a lo cómico, lo íntimo o lo inquietante.

    En este nuevo libro, que se gesta ya no a partir de la mirada en movimiento, sino desde un registro cercano al del coleccionista, Maier nuevamente invita al lector al juego exquisito, muy inusual en nuestra literatura, de seguir las digresiones y aventurarse un poco más allá, a un lugar donde muy probablemente no encontremos ningún cierre narrativo, ninguna conclusión, ningún remate magistral, sino simplemente el placer de haberse dejado llevar por la ficción. Así ocurre en uno de los relatos más bellos del libro, “Mapa del tesoro”: “Salgari murió en el norte de Italia como si fuera un responsable samurái y vivió como un burgués despreocupado que, en realidad, luchaba por la revolución y la justicia. También estuvieron sus libros, pero sobre todo la certeza de que sin importar el lugar ni el tiempo, la valentía siempre es posible. Que es solo un asunto de voluntad. En eso pienso en noches despejadas y llenas de estrellas, como esta misma, en que recuerdo una mañana de verano, cuando estaba en traje de baño junto a mi padre, los dos con la guata al aire, en medio de una playa llena de quitasoles, extendiendo un mapa muy arrugado que yo llevaba en un bolsillo…”.

    Maier está consciente de que su escritura ocupa un lugar inusual. Un mundo en el que antes habitaron diletantes que transitaron por el ensayo, los aforismos y los catálogos, como Montaigne, Pessoa o Perec, autores situados en la orilla menos aplaudida del ejercicio literario: “Supongo que por eso mismo, por esa renuncia a leer novelas o cuentos que podría escribir cualquiera, terminé viviendo en el extraño e indefinido mundo de la marginalia, las digresiones y las frases sueltas”, escribe.

    Es sobre todo Perec el que parece más presente en este libro, estructurado como una suerte de catálogo de objetos que no solo recuerda las listas perequianas, sino también un libro publicado en Italia por Sandra Petrignani, Catálogo de juguetes. Y las asociaciones, en ambos casos, trascienden al puro acercamiento inventarial: Maier, como Petrignani y Perec, explora en sus textos el mundo de la infancia y la juventud. Si se sumaran los retazos de El libro de los bolsillos, quizás hallaríamos un Amarcord del siglo XXI, pero lo interesante es que estén así, deshilvanados, potentes en sí mismos como si las páginas guardaran una serie de pop-ups del pasado, cada uno con sus notas generacionales y su melancolía propias, un conjunto de relatos en que se puede percibir el gusto por el oficio, el cuidado de la escritura, la prolijidad de la narrativa de Maier, quien, junto con Matías Celedón, probablemente sea uno de los nuevos escritores chilenos más originales (y también sigilosos) de la actualidad.

    Los momentos menos convincentes del libro son aquellos en que la infancia, la juventud o las historias íntimas han sido desplazadas por algún objeto que parece obligado en la lista, quizás para completar una serie más rica o numerosa. En algunas de esas entradas, que podrían ser eliminadas o reformuladas, se prescinde de lo que ha hecho valiosos a estos textos: la capacidad de relatar, de traer al presente algo arcano y perdido. Así ocurre, por ejemplo, en la viñeta “Folleto”. O en “Lista de compras”, en que las digresiones culminan con un cierre en exceso sentencioso y lógico.

    Alguno podrá decir que la narrativa de Maier es la de un flâneur despreocupado (de manos en los bolsillos), aburguesada, sin ambiciones literarias ni políticas. Lo cierto es que muchos autores más comprometidos y ambiciosos no consiguen perfilar una voz como la suya, aguda en sus observaciones cotidianas y estética (y en ese sentido, política) en su formulación. Lo suyo es lo que Benjamin llamó “iluminaciones profanas”: dialécticas de la imagen, del pasado y del presente; reverberaciones de sentido, quiebre de los lugares comunes, que remueven al lector y lo llevan a otra parte, a un lugar más inestable, a veces también más incómodo. Es lo que ocurre en el último relato, en que una pareja deambula por Berlín buscando una dirección, una noche de Año Nuevo, pocas horas antes de tomar un avión que los llevará a Chile: “Tal como sucedía en muchos de los libros raros que leía por esos días, para el final de nuestra expedición ya buscábamos otra cosa”.

    El libro de los bolsillos es uno de los libros más originales que nos haya ofrecido este año la narrativa chilena. Y, sencillamente, se agradece.

  367. Julia Toro: “Me fijo en lo que pronto va a ser demolido”

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    En un contexto saturado de imágenes, ¿qué valor tiene hoy la fotografía artística?

    Me cuesta el término fotografía artística. Por ejemplo, fui a la exposición de Vivian Maier, he visto notables reportajes sobre ella y cuando vi sus fotos me emocionaron mucho, pero no podría decir que su fotografía es artística.

    ¿Qué imagen de Chile (de sus habitantes) le ha interesado mostrar?

    Las que me han asaltado en el camino, el color local y las que se conectan en cierta forma con el tópico literario “menosprecio de corte y alabanza de aldea”. Tengo interés por inventar la vida cotidiana y la proximidad con las cosas. Como dicen los espejos retrovisores: “Los objetos están más cerca de lo que aparentan”.

    Ha fotografiado escenas de la vida cotidiana, a artistas, monjas, estudiantes y paisajes urbanos. ¿Qué imágenes busca hoy?

    Actualmente hago poca fotografía, me interesa más leer sobre esta disciplina. Me fijo en lo que pronto va a ser demolido. Es bueno dejar alguna huella de lo que fue.

    En el MAC se pueden ver sus obras más recientes, realizadas con cámara digital. ¿De qué manera este nuevo formato ha modificado su trabajo?

    El formato digital es muy cómodo, el disparo es gratis una vez que tienes una cámara digital. Sin embargo, vuelvo a mi vieja cámara análoga con toda su incertidumbre y poesía.

    ¿Por qué adoptó el blanco y negro como marca de estilo?

    Porque se aviene conmigo. Su desarrollo emocional, la aventura que conlleva una fotografía análoga, es larga y azarosa. Se empezaba por comprar el rollo, cargar la cámara y esperar tener suerte con un largo proceso. Hay tiempo invertido, la foto sale cargada de tu ser, suspenso, incertidumbre y esperanza. Tiempos fuera del tiempo, estados puros de tu ser fotográfico.

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    (Desde la mirada al encuadre, de Julia Toro. MAC Parque Forestal, hasta el 30 de octubre)

  368. ¿Por qué John le Carré se convirtió en espía?

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    La sombra del padre, un timador insigne –en términos económicos y sentimentales–, se cierne sobre las páginas de Volar en círculos, la colección de encuentros personales que John le Carré acaba de publicar a modo de autobiografía fragmentada. “El espionaje no me introdujo en el secretismo”, afirma el autor de El espía que surgió del frío. “La evasión y el engaño fueron las armas necesarias de mi niñez. En la adolescencia todos somos de algún modo espías, pero yo ya era un experto. Cuando el mundo secreto requirió de mí, fue como regresar a casa”.

    por juan manuel vial

    Los recuerdos más impactantes de John le Carré, nombre de pluma de David Cornwell, no provienen de sus años como espía al servicio de la Corona británica, ni de la reunión clandestina con Yasser Arafat durante los peores momentos de la guerra en el Líbano, ni de los viajes a innumerables infiernos de África y Asia a la siga de imágenes convincentes para sus novelas, ni de las jornadas entregadas al consumo de opio en un antro de Vientián, ni de su abierto desprecio por su colega y compatriota Kim Philby, el famoso doble agente que desertó a los rusos, desprecio que le significó una amarga disputa pública con Graham Greene y Hugh Trevor-Roper. Tampoco provienen de la ocasión en que se negó, claro que con amabilidad, a ser condecorado por Margaret Thatcher, la Dama de Hierro, ni de los angustiosos instantes que pasó hundido en una trinchera a orillas del río Mekong mientras las balas se incrustaban en un montón de barro que tenía al frente.

    Los recuerdos más impactantes de John le Carré, o de David Cornwell, que para el caso da igual, provienen de su padre, un sujeto imposible de describir en pocas palabras, ni siquiera en cientos de palabras, pero que es, con certeza, el personaje más atractivo de Volar en círculos, la colección de encuentros personales que John le Carré acaba de publicar a modo de autobiografía fragmentada. Consciente de ello, el autor optó por relegar a Ronnie, su progenitor, a la última parte del libro. De no haber actuado así, una vez más, incluso desde la ultratumba, Ronnie se habría robado la película. “El espionaje no me introdujo en el secretismo. La evasión y el engaño fueron las armas necesarias de mi niñez. En la adolescencia todos somos de algún modo espías, pero yo ya era un experto. Cuando el mundo secreto requirió de mí, fue como regresar a casa. ¿Por qué fue así? Esto es mejor dejarlo para un capítulo al final, titulado ‘Hijo del padre del autor’”.

    De buenas a primeras, cuesta creer que Ronnie Cornwell no sea un personaje de ficción. Pero cuando uno le da un par de vueltas al asunto, esta vez con mayor detención, se hace evidente que la existencia de Ronnie no podría haber sido inventada, al menos no en su magnífica singularidad, ni por el más febril de los novelistas. Tunante fenomenal, sinvergüenza atildado, pillastre internacional, apostador majestuoso, mujeriego irredento, presidiario ejemplar, emprendedor incansable, matutero hábil, fantaseador dedicado, manirroto glorioso, pedigüeño insigne, chantajista sentimental, víctima inocente, dandy respetable, candidato parlamentario, centro delantero avispado, todo esto llegó a ser, claro que dicho de modo un poco atarantado, el inigualable Ronnie Cornwell. Encanto, apostura y labia le sobraban, virtudes clásicas si de embaucar al prójimo y sin piedad se trata. Según Tony Cornwell, el hermano de Le Carré, Ronnie era capaz de ponerte una mano en el hombro, la otra en el bolsillo, “y ambos gestos eran igualmente sinceros”.

    Mientras recopilaba antecedentes en Hong Kong para El honorable colegial, Le Carré se topó por casualidad con un sujeto que había sido el carcelero de Ronnie durante una de las tantas condenas que cumplió en el extranjero: “‘Míster Cornwell, señor, su padre es uno de los hombres más distinguidos que he conocido. Fue un privilegio vigilarlo. Me voy a retirar muy pronto y cuando regrese a Londres él me va a ayudar con un negocio’. Incluso estando en prisión, Ronnie se encargaba de engordar a su carcelero para después tirarlo a la olla”.

    Le Carré aborda la figura de su padre con cierto humor resignado: “De los tratos de Ronnie con el crimen organizado, si los hubo, lamentablemente sé poco. Sí, se le vio hombro con hombro con los famosos gemelos Kray, pero puede que solo haya andado a la caza de celebridades (…) ¿Pero una asociación criminal permanente? No el Ronnie que yo conocí. Los timadores son estetas. Usan buenos trajes, tienen las uñas limpias y son bien hablados todo el tiempo. Los policías en los libros de Ronnie eran camaradas de primer orden abiertos a la negociación. Lo mismo no podía decirse de ‘los muchachos’, según los llamaba, y si te metías con los muchachos era a tu propio riesgo”.

    Y un poco más adelante: “No creo que Ronnie hubiese podido vivir de algún otro modo. No creo que quisiera. Era adicto a la crisis, adicto a la performance, un desvergonzado orador de púlpito y un acaparador de escenarios. Era un encantador delirante y un seductor que se veía a sí mismo como el niño bonito de Dios, y les arruinó la vida a muchísimas personas. Graham Greene nos dice que la infancia es el saldo a favor del escritor. Bajo ese estándar, yo nací millonario”.

    Pero las pruebas de que Le Carré se pasó la mitad de su vida intentando escapar de esta figura extravagante y dañina se apilan no tanto más allá del humor resignado. Varias de sus novelas abordan el tema, en especial Un espía perfecto. Y el mismo libro del que ahora hablamos, Volar en círculos, da cuenta de la ubicuidad del padre: los 32 capítulos que anteceden al de Ronnie no constituyen competencia alguna para un tipo como él. “Matarlo fue una preocupación temprana en mí, y ha persistido con mayor o menor intensidad incluso después de su muerte”. Ronnie acostumbraba a golpear a sus mujeres. Fue después de una zurra que Olive, la madre del autor, abandonó a sus dos hijos mientras dormían y escapó de una vez por todas de Ronnie. Le Carré tenía cinco años y no volvió a ver a Olive hasta los 21.

    Convencido de que la educación lo era todo en esta vida, Ronnie pagó caro, aunque no siempre a tiempo, por darles lo mejor a sus dos hijos. Él mismo, sin ir más lejos, se pulió cuanto pudo, y a punto estuvo de disolver por completo el basto acento de Dorset. “Los ingleses, nos dicen, son catalogados por su lengua, y en aquellos días ser bien hablado te podía reportar un cargo militar, un crédito bancario, el trato respetuoso de parte de la policía y un trabajo en la City de Londres. Una de las ironías de la vida mercurial de Ronnie es que, al cumplir su ambición de enviarnos a mi hermano y a mí a colegios distinguidos, él quedó ubicado en un estrato social más bajo que el nuestro según los crueles estándares de la época. Tony y yo pasamos soplados a través de la barrera de clase del sonido, mientras que Ronnie quedó atrapado al otro lado”.

    Ronnie Cornwell a mediados de los 50.

    Tras ver un documental en la televisión acerca de la vida de su hijo famoso, Ronnie constató que existía una difamación implícita en el hecho de que Le Carré no hubiese mencionado que se lo debía todo a él. No le quedó otra opción, por lo tanto, que demandar al escritor. “Cada vez que me siento tentado a admirarlo, recuerdo a sus víctimas. Partiendo por su propia madre. (…) ¿Cómo se explicaba a sí mismo todo esto, en caso de que efectivamente intentase hacerlo? ¿Las carreras de caballos, las fiestas, las mujeres, los Bentleys que adornaban su otra vida, al tiempo que les birlaba dinero a personas tan perdidas en su amor hacia él que no podían negarse? ¿Calculó alguna vez Ronnie el costo de haber sido el niño bonito de Dios?”.

    La omnipresencia fue otra de las peculiaridades de Ronnie. En 1963, Le Carré viajó a Nueva York a promocionar esa gran novela que es El espía que surgió del frío. Era la primera vez que visitaba Estados Unidos y su editor lo invitó al 21 Club para agasajarlo con una cena de categoría. “Apenas el anfitrión nos muestra la mesa, veo a Ronnie sentado en una esquina. Por años hemos permanecido alejados. Yo no tenía idea de que estaba en Estados Unidos”. Ronnie había seducido al editor estadounidense para orquestar la sorpresa. Y si bien al principio se muestra reticente, maestro a fin de cuentas del fingimiento, finalmente acepta sentarse a la mesa de su hijo. Al momento de la despedida, ya en la calle, ambos se abrazan y Ronnie irrumpe en sollozos (“algo que hace a menudo”). Le Carré le pregunta si anda bien de dinero, “a lo que sorprendentemente responde que sí”. Y entonces Ronnie lanza su frase: “Puede que seas un escritor exitoso, hijo mío, pero no eres una celebridad”. Dicho eso, desapareció en la noche.

    Al día siguiente Ronnie llamó al departamento de ventas de la editorial, se presentó como el padre de Le Carré, “y por supuesto como íntimo amigo de mi editor”, y solicitó 200 copias de “nuestro libro”, las que debían cargarse a la cuenta del autor. Una vez recibido el paquete, lo abrió y firmó cada uno de los ejemplares para repartirlos en calidad de tarjetas de presentación. “Con el correr del tiempo, muchos de los dueños de aquellos libros me los han enviado pidiéndome que agregue mi firma a la de mi padre. La versión más común dice así: ‘Firmado por el Padre del Autor’, con una P extra grande para Padre. Y la mía, la que va de vuelta, dice así: ‘Firmado por el Hijo del Padre del Autor’, con una H extra grande para Hijo”.

    Otro episodio de la eterna omnipresencia ocurrió en Viena. Hace años que Ronnie ha muerto, pero aun así Le Carré prefiere no alojarse en el lujoso Hotel Sacher, no vaya a ser que los mozos todavía recuerden a Ronnie cayendo estrepitosamente sobre una mesa y a él cargándolo a la rastra como peso muerto. Opta en consecuencia por cualquier hotelito al azar. El anciano portero que esa noche está a cargo observa en silencio mientras Le Carré llena la correspondiente tarjeta de ingreso. “Entonces se dirige a mí en un suave y venerable alemán vienés: ‘Su padre fue un gran hombre’, dice. ‘Usted lo trató de una manera abominable’”.

    El título en inglés de este libro, The Pigeon Tunnel (El túnel del pichón), alude a un pasatiempo grotesco que presenció el autor de adolescente en Monte Carlo, adonde llegó invitado por su padre a una de sus monumentales farras en los salones de juego. Cerca del viejo casino, informa Le Carré, se ubicaba el club deportivo. Allí había una superficie de pasto y un campo de tiro frente al mar. Bajo el prado corrían pequeños túneles paralelos que desembocaban en fila al borde del océano. Un empleado introducía por los túneles pichones vivos que habían sido atrapados en el techo del casino. Y cuando estos salían por el otro extremo, un grupo de “bien almorzados y deportistas gentlemen” les disparaban a placer. Las aves que no resultaban abatidas o que solo sufrían heridas menores, “hacían lo que hacen los pichones: regresaban a su lugar de nacimiento en el techo del casino, donde los aguardaban las mismas trampas”.

    Le Carré intentó con persistencia que alguna de las 23 novelas que escribió se titulara El túnel del pichón, pero siempre hubo un editor cretino o temeroso que se negó. Lo mismo ahora en castellano, razón por la que hemos de contentarnos con algo un poco vago, como Volar en círculos. La imagen, por lo demás, no es tan difícil de dilucidar: Le Carré reúne aquí a decenas de personajes llamativos que conoció de cerca a lo largo de su vida (los hay de las más diversas cataduras). Cada uno ocupa un capítulo, por lo general breve, a excepción de Ronnie. Y eso está muy bien: “Hijo del padre del autor” es una obra maestra. Además, muchos de los convocados figuran ligera o enteramente distorsionados en varios libros del autor. “En 1987, dos años antes de que cayera el Muro de Berlín, yo estaba de visita en Moscú. Durante una recepción dada por el Sindicato de Escritores Soviéticos, un periodista de media jornada con conexiones en la KGB llamado Genrikh Borovik me invitó a su casa para que me reuniese con un viejo amigo y admirador de mi trabajo. Su nombre, cuando pregunté, era Kim Philby. Hoy tengo plena certeza de que Philby sabía que estaba muriendo y confiaba en que yo lo ayudaría con el segundo tomo de sus memorias. (…) Ante esa posibilidad, me negué a verlo”. Y para finalizar, un dato crucial: Le Carré publicó esta autobiografía fragmentada solo meses después de que se publicara su biografía autorizada, escrita por el insigne Adam Sisman. El juego ha quedado en consecuencia espléndidamente dispuesto para el lector. Solo es llegar y dispararles a los sucesivos pichones que irán saliendo por el túnel correspondiente.

    Volar

  369. Las vidas mínimas de Carlos Araya

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    Historial de navegación se pasea por nuestro propio far west, Calama, una ciudad fantasmagórica en la que confluyen nacionalidades, culturas y vidas diversas que van dejando tenues marcas de su paso por el desierto. Aunque en algunos relatos la enumeración de imágenes funciona bien, el abuso de este recurso termina por anular la impresión de que estamos ante experiencias desoladoras.

    por lorena amaro

    Quizás ninguna enumeración pueda parecer más infinita que la que Borges emprendió en “El Aleph”; con ella pretendió vencer las imposibilidades de la escritura, siempre lineal o secuencial, y no simultánea, como es la experiencia del mundo. En Historial de navegación, Carlos Araya parece querer vencer, también, ese límite de la palabra escrita, impregnándola del lenguaje de las imágenes. Un pasaje de “El mapa de mi hijo” da una idea bastante exacta de su forma de narrar/montar: “La luz del atardecer atraviesa los árboles. Las bolsas en el borde del río Loa vienen y van con el movimiento del agua. Los metales de la estructura del puente rechinan. El río aumenta su caudal. Alguien grita mientras la madera cruje. Noche y silencio”. ¿Será que utilizando fragmentos y recogiendo en ellos distintas imágenes –más o menos enfocadas– de la vida atacameña, se puede vencer ese límite y transmitir las atmósferas y sensaciones de la experiencia terrible, pero también desvaída, de la provincia chilena?

    Dos fotografías enmarcan este libro de 13 relatos, como subrayando el propósito de ilustrar, a partir de sugerencias visuales, el mundo del norte minero. En una se puede ver una feria de diversiones vacía, que dialoga, en su desolación, con la otra, más ominosa, de la mina de Chuquicamata: un bloque alto y macizo, antecedido por el humo de las chimeneas. Estas imágenes parecieran fijar un sentido para el recorrido de Araya por Calama, que adquiere la forma de una “colección de planos fijos” (tomo esta frase de Ejercicios de encuadre, su libro anterior), los que funcionan como enunciados de un relato lírico del paisaje y sus habitantes, y se ordenan como enumeraciones.

    Historial

    Estas enumeraciones pueden funcionar de manera sobresaliente, como en “La última película”, texto que abre el volumen y en el que sobresale un diálogo entre dos adolescentes en busca de sexo y una prostituta que desea recuperar a su hija. Es un triángulo utilitario y violento: los reclamos sexuales que expresan, las quejas y amenazas que se hacen, los detalles demasiado concretos de sus vidas estrechas, toman la forma de una enumeración, que en una página sintetiza todas las marejadas de su ruinosa relación.

    Pero también saturan: las enumeraciones pueden volver anodino los relatos en que la acumulación de imágenes fijas y dispersas, de hijos de padres ausentes, padres de hijos irremisiblemente perdidos, ejecuciones acontecidas en el silencio del desierto, inmigración esclavizada y prostituida, no dan abasto para narrar el derrumbe progresivo de una ciudad fantasmagórica, justificada solo por la mina.

    Un límite maldito, el de Calama, nuestro propio far west, donde confluyen nacionalidades, culturas y vidas diversas, que van dejando tenues marcas de su paso por esa geografía. La cartografía es una forma de ordenar las enumeraciones visuales, de establecer recorridos. Los de los personajes de este libro son incesantes, ya que muchos de ellos caminan e incluso corren por “el tatuaje de carreteras en el desierto” (“Fernando Jopia”). A ese movimiento se contrapone el reposo siniestro de sus fantasmas: la imagen insistente de un joven colgado de una viga en un punto preciso del desierto.

    Los títulos de los relatos parecen, también, pedazos de una larga enumeración, esta vez de nombres propios. “Fernando Jopia”, “Matt y Emily Lekker”, “Julia Cardona”, “Guillermina Vega” y “Tai Hiromi”, entre otros, dan cuenta de la diversidad racial y cultural a la que apuntan estas vidas mínimas de Araya. El suyo es sin duda un proyecto meritorio en el panorama literario chileno, coherente además con la línea de Alquimia, editorial que viene publicando propuestas narrativas que dialogan con el ámbito visual (la más significativa de ellas, La filial, de Matías Celedón). Un proyecto, el de Araya, que merece atención, pero que corre el riesgo de perder fuerza y definición por el abuso de la imagen como un recurso para contar historias, las que precisan de mayor versatilidad y desarrollo narrativo. Lamentablemente, muchas de las escenas que busca plasmar alcanzan apenas el estatuto de muecas, sombras, estetizaciones endebles que no terminan de impactar realmente: no siempre una imagen vale más que mil palabras.

  370. Más rápido, más alto, más fuerte

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    El amor, el sexo, el arte, el deporte, las drogas y hasta los perfumes: por más de dos siglos, la gran promesa del mundo moderno ha sido la intensidad. En el ensayo La vie intense (“La vida intensa”), el filósofo francés Tristan Garcia rescata este ideal supremo que reemplazó a la religión, aceleró el ritmo de la existencia y lanzó al ser humano a una búsqueda de emociones fuertes que, no por casualidad, comenzó cuando la ciencia logró domar esa energía todopoderosa llamada electricidad.

    por evelyn erlij

    ¿Qué tienen esas melodías de las salas de espera y los call centers que nos angustian como si estuvieran musicalizando un gran drama existencial? Será, quizás, que son un símbolo de la espera, de la monotonía, del vacío; de esos tiempos muertos en los que no podemos realmente vivir. Porque, en el mundo de hoy, vivir es ir a mil por hora. La ciencia nos promete el progreso; la economía, el crecimiento y la aceleración. La producción: el consumo. Todo se intensifica hasta hacer arder sus propios límites y, de paso, hacernos arder a nosotros. ¿No es eso lo que se llama el síndrome del burnout?

    La intensidad sería el concepto que mejor define al ser humano moderno, el rasgo esencial de Occidente en los últimos siglos, apunta el filósofo y novelista Tristan Garcia (Toulouse, 1981) en el ensayo La vie intense. Une obsesion moderne (“La vida intensa. Una obsesión moderna”), de la editorial Autrement, uno de los libros recientes más aclamados en Francia. A sus 35 años, Garcia ha escrito sobre temas tan distintos como la ontología (Forme et objet. Un traité des choses, 2011), las series de televisión (Six Feet Under. Nos vies sans destin, 2012) y la relación entre el ser humano y los animales (Nous, Animaux et Humains, 2011).

    En La vie intense, el autor aborda desde una perspectiva histórica y filosófica la idea-motor que ha lanzado al sujeto moderno a una carrera desatada que podría resumirse en el famoso lema olímpico Citius, Altius, Fortius: más rápido, más alto, más fuerte. La intensidad, la búsqueda de sensaciones fuertes, dice Garcia, no solo es la promesa que nos ofrece el mundo moderno, también es un valor superior y un ideal moral que se nos impone: “Las novelas, las películas, las canciones, desde hace cerca de dos siglos, no dicen otra cosa: ‘¡Vive! lo que sea que vivas’, ‘¡ama! lo que sea que ames’, pero sobre todo, ‘¡vive y ama lo más que puedas!’, porque al final nada habrá valido más que esa intensidad vital”.

    Un chocolate, un licor, una máscara de pestañas, un perfume, un desodorante: hoy todo lleva de apellido la palabra intense, ya que hasta la experiencia más banal nos tiene que hacer sentir algo. “Los deportes, las drogas, el alcohol, los juegos de azar, la seducción, el amor, el orgasmo, la dicha o el dolor físico, la contemplación o la creación de obras de arte, la investigación científica, la fe exaltada o el compromiso enrabiado; estas excitaciones repentinas nos despiertan de la monotonía, del automatismo y del tartamudeo de lo mismo, de la banalidad existencial”, escribe Garcia, quien sitúa el comienzo de este fenómeno en el siglo XVIII.

    Fruto de la secularización y de la pérdida de la fe en la vida después de la muerte, la intensidad surge en estrecha relación con el aquí y el ahora. Esa conciencia propia de la modernidad, explica el ensayista, tiene su correlato científico en la electricidad, esa corriente que encendió la imaginación de hombres y mujeres, y que dibujó una nueva imagen del deseo humano.

    “(La electricidad) viene a decirle a los europeos del siglo XVIII que la naturaleza no está hecha solo de espacio y de movimiento, como creían Newton o Descartes, sino que también está atravesada por una fuerza, por un relámpago que es como una suerte de delirio natural —explicó Garcia en la revista Télérama—. La intensidad eléctrica es una promesa mágica de la razón, esa Hada Electricidad que tanto fascinó a poetas y artistas”. En paralelo, se descubre que la misma energía que hace estallar a un rayo es también la que corre por nuestros nervios y nos hace sentir: flujo omnipresente en lo vivo y en lo inerte, la electricidad sube el voltaje de la existencia y crea un “mundo de diferencias, variaciones, descargas de energía y juegos de fuerza”.

    Vivir el doble

    “Sabemos bien lo que la civilización material le debe a la electricidad, pero nos preguntamos menos lo que la electricidad le hizo al pensamiento y a la moral del hombre”, afirma el autor de La vie intense, antes de lanzarse a describir la nueva “ética eléctrica” que define al hombre moderno y le da un nuevo sentido a su vida. “Pertenecemos a una humanidad que pasó de la contemplación y de la espera de un absoluto (…) a una especie de civilización en que la ética mayoritaria tiende a la fluctuación incesante del ser como principio de vida”, escribe Garcia, quien le reclama a la tradición filosófica no haber identificado de manera tan clara el concepto de intensidad como sí lo hizo con los de libertad, deseo o conciencia (de todos modos, traza una línea que va de Kant a Deleuze, por la que también caminan Hegel, Nietzsche y Whitehead).

    Es así que esa idea difusa de lo intenso que intrigó al ser humano desde los tiempos de Aristóteles adquiere al fin una imagen concreta: mientras Galvani, Volta, Franklin, Ampère y Ohm intentan racionalizar los flujos de esta energía insumisa, la intensidad —con la electricidad como emblema— se convierte en el ethos de la humanidad, en la idea que “gobierna y orienta nuestra concepción de lo que podemos y lo que debemos ser”. Libertinos como Sade, románticos como Byron e ídolos del rock como Alice Cooper o Mick Jagger son, según el filósofo, grandes encarnaciones del “hombre intenso”, ese ser que quiere vivir “dos veces más que el hombre común”, y que, sin miedo y sin frenos, experimenta sobre los otros y sobre sí mismo “con el fin de intensificar su sentimiento físico de existir”.

    Las vanguardias del siglo XX son un buen reflejo de cómo este ideal radicalizó la experiencia moderna: desde el dadaísmo al expresionismo abstracto, desde el surrealismo hasta Fluxus y la performance, el canon clásico de la belleza fue reemplazado por lo que Garcia llama la “intensidad estética”, un ideal puramente formal en el que no importa lo que la obra sea, siempre y cuando lo sea “con intensidad”. Ahí están las pinturas catárticas de Pollock, las películas interminables de Warhol o las performances brutales de Marina Abramovic: “Ya sea horrible, aterrador, provocador, exigente, excitante, melancólico, deprimente, audaz, impactante, asqueroso, pesadillesco… nada está prohibido a priori”, apunta el filósofo. Lo único que importa, es que la cosa en cuestión sea lo que es de la forma más intensa posible.

    De los tiempos en que las religiones trascendentes dominaban el mundo solo quedó la pasión vacía del creyente, un fanatismo del que se adueñaron las grandes ideologías que, como el marxismo, pidieron al ser humano un compromiso total. Un ejemplo: el fervor de algunos alemanes por el nazismo era tan intenso, que cuando Hitler se disparó en la cabeza y Alemania asumió su derrota, en 1945, una ola de infanticidios y suicidios dejó varios miles de muertos. “Alta tensión, peligro de muerte”: si hay una advertencia que hacerle al “hombre moderno”, es que mientras más alto es el voltaje de su vida, más riesgo tiene de morir quemado en su propio fuego.

    Frente al marasmo de la razón, la electricidad salva al ser humano de la depresión, afirma Garcia, pero también lo condena a una intensidad que puede acabar en cortocircuito. Basta pensar en Rimbaud, Wilde o Hemingway; en Hendrix, Morrison o Sid Vicious: la modernidad está llena de héroes trágicos que adoramos porque entregaron sus vidas al ideal supremo de “intensidad”. De ahí que Garcia dedique un capítulo al rock y a la irrupción de la guitarra eléctrica, ese aparato que conecta “la electricidad de las herramientas técnicas a la electricidad del cuerpo”. Enchufada o no, la música popular siempre ha predicado una “moral eléctrica”: “I’ll sleep when I am dead”, cantaba en 1976 Warren Zevon; “Live fast, love hard, die young”, pregonaba el músico country Faron Young en los años 50.

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    La promesa se agota

    Tristan Garcia describe un mundo atravesado por energías variables en que las modas, los modelos de auto o las actualizaciones de softwares se relevan sin pausa como en una maratón. El capitalismo y la sociedad de consumo, dice, no nos prometen “otra cosa”, sino “más de lo mismo”: películas más violentas, teléfonos más pequeños, deportes más extremos, sexo más hardcore. “La poesía, la canción, las voces de revuelta, los discursos críticos que han buscado promover otras formas de vida siempre han reprochado a la civilización capitalista, esta civilización del cálculo universal, su incapacidad de suscitar una experiencia de sí suficientemente intensa”, escribe en el libro.

    Porque no hay nada más aterrador que el déjà vu, lo habitual, el tedio y lo rutinario: de ahí nace la obsesión actual de los medios por las “tendencias”, pero ahí está el origen, también, de “la aparición de comportamientos violentos y desviados, ya sea el (síndrome) Amok —causa de matanzas como las que se ven a diario en Estados Unidos— o el terrorismo, nacidas de un misterioso defecto del alma de la sociedad consumista, incapaz de procurar a su juventud una intensidad de vida suficientemente estimulante”, explica el filósofo, quien advierte que hasta el deseo por volver a la calma a través del yoga u otras disciplinas se vive de manera intensa y hasta fanática.

    No es extraño, entonces, que la depresión —entendida como una falta de energía vital— sea una enfermedad tan extendida en nuestra época.

    Con todo, de la misma forma en que identifica la intensidad como uno de los signos de la modernidad, también anuncia su declive. “Quizás esta condición que dirige todas nuestras ideas ya está caduca. El simple hecho de que podamos representarla desde el exterior, ¿no es acaso el signo de que estamos mitad afuera?”, se pregunta. Y advierte: “Como todas las promesas, el ideal de intensidad se desgasta. La libertad sexual y el deporte llegan a sus límites. Incluso la transgresión se fatiga”.

    Cuando los libertinos del siglo XVIII creían haberlo experimentado todo, explica Garcia, solían matarse o convertirse a la religión. Hoy, en un mundo en que las cárceles están llenas de victimarios entregados a la palabra de Dios y de yihadistas radicales, no estamos tan lejos de eso: “Ya que resulta imposible sostener de manera perpetua las intensidades sin debilitarlas al mismo tiempo, la promesa de intensidad no basta para satisfacer las necesidades éticas de nuestra humanidad”, escribe. ¿Estamos dando un paso atrás? ¿Están volviendo las religiones y los antiguos valores? Garcia deja esas preguntas abiertas, pero predice una disminución radical de la intensidad: sería el fin de la “vida eléctrica” y el comienzo de una “vida electrónica”.

    “En la era electrónica”, explica el autor, “la información transita por la corriente eléctrica, pero la electricidad no excita más la imaginación, pues solo es una especie de servicio para el transporte de la información”. La electrónica —cuyo emblema es la figura del robot— no solo utiliza flujos cada vez más débiles de electricidad, sino también “desintensifica” la vida. Ahí están las experiencias de realidad virtual, la obsesión por las redes sociales, los juguetes sexuales y el auge de la música electrónica. “La intensidad ya no será el fin, sino solo el medio”, predice Garcia. Pero ese futuro aún está lejos. Atrapado entre la excitante era eléctrica y la opaca era electrónica, el ser humano de hoy podría resumirse en una canción de Daft Punk, ese dúo de voz y aspecto robóticos que, sobre una melodía monótona, suplica una y otra vez: “Harder, Better, Faster, Stronger”.

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  371. Defensa del artesano

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    Antipop es una novela convincente y fina, cuyas reflexiones van más allá de la propia escena musical, para decir algo sobre la naturaleza del arte y de la crítica, de la artesanía y el oficio.

    por lorena amaro

    Sin filtros. Así graba Claudio Eicke, ingeniero en sonido, la voz de Humberto Cifuentes, “El Vecino de Arriba”, músico famosillo que ha hecho sus primeras incursiones como neocantautor para luego derivar en el pop, en un trayecto de artista masivo posero y sin mucho que decir. Para Claudio, este personaje al que acepta grabar a cambio de una buena suma, es lo opuesto a todo lo que defiende en la música.

    Este es el punto de partida de Antipop, la última novela del escritor antofagastino Patricio Jara, novelista y autor de crónicas como la recientemente publicada Read in Blood 1986-2016: 30 años del clásico de Slayer, en que como en otras oportunidades aborda la escena rockera con solvencia. Es también el caso de esta historia convincente y fina, cuyas reflexiones van más allá del campo musical, para decir algo sobre la naturaleza del arte y de la crítica, de la artesanía y del oficio.

    El libro consta de ocho “pistas” o partes, que van combinando diversos momentos y temas del libro. Varias tienen relación con el encuentro entre Claudio y Humberto, y conforman una línea central en el libro. En esos capítulos leemos cómo Claudio dejó la carrera de ingeniería eléctrica y se convirtió, tras la venta de un departamento heredado de su padre, en dueño de un estudio de grabación analógico, que como tal proyecta en sus discos un aura diferente, imperfecta pero única, a la del sonido plano y maquillado del estudio digital. ¿Cuál fue su manera de comenzar y cómo en distintos momentos de esta carrera tuvo necesariamente que pasar hambre de verdad? A este tema se acoplan otros, como el fugaz e intenso compañerismo con una amiga rockera, Kathy Death, o una breve digresión por los tiempos del colegio, cuando un profesor le dice a Eicke que su apellido fue también el del creador de los campos de concentración alemanes. Sin duda, este último episodio parece desengancharse de la novela, sugiriendo un posible sendero narrativo: sin duda hay allí una trama para un posible relato de filiación, por el que Jara no se ha decidido y que se acerca más a los temas abordados en su novela anterior, Geografía de un planeta desierto.

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    Lejos del misterio familiar, la novela cautiva más bien por las reflexiones precisas que emanan de la visión outsider de su protagonista: “El underground no significa donde estás, sino donde quieres estar”, dice el epígrafe tomado de Gylve Nagell, fundador de la banda Darkthrone. Esa mirada, que solo subraya la diferencia encarnada por un rockero chileno rubio y de provincia, dice mucho sobre el propio campo literario en que se inscriben los libros de Jara, un campo en que la crítica deja mucho que desear: “No sé cómo nace un crítico. No sé en qué momento se siente autorizado a opinar por escrito del trabajo de los demás. Puede hacerlo, claro. Es la libertad. La misma que te hace escribir y juzgar permite que alguien se lance de cabeza desde la azotea de un edificio de veinte pisos (…) ¿Cuántas veces debes escuchar un CD para sacar conclusiones más o menos inteligentes y tener algo sensato que decir? ¿Y si después cambias de opinión? ¿Puedes hacerlo? ¿Puedes decirlo? ¿Debes?”.

    Eicke observa con rabia y con pena cómo se construyen las carreras musicales de muchos que no valen nada, y cómo se ven truncadas las de los talentosos, en un mundo de consumo masivo en que productores, representantes y medios pueden erigir y destruir a un artista. Sus preferencias son opciones éticas, existenciales: “Prefiero a los tipos que entienden la música como un medio para decir cosas, como un refugio o más bien una pared donde estrellarse cuando no queda más remedio”.

    La novela no cae, sin embargo, en el didactismo moralizante: Eicke es un personaje de frontera, a quien la fama ha venido a zumbarle en el oído pero que procura mantener sus ideas claras. Respeta sobre todo la voz de la experiencia, aportada por una serie de personajes que trabajan en los márgenes de la industria discográfica, como Don José, dueño de un servicio técnico que lo ayuda a reparar unos micrófonos de otra era. Es a él y otros viejos, artesanos del rock, a quienes acude y escucha Eicke, lejos de las parafernalias y aspavientos juveniles: “Don José me dijo algo similar a lo que le oí decir a Bob Katz sobre su trabajo en la música: que llevaba casi sesenta años de su vida cometiendo y corrigiendo sus errores, y que al final todo se reducía a eso, a tratar de no equivocarse demasiado en lo que uno se propusiera”. No es difícil extrapolar estos consejos al propio quehacer literario de Jara, cuya prosa es precisa y sin adornos, sin estridencias, como lo es su propia figura de escritor que se ha hecho al lado de las dinámicas sociales del campo literario chileno, para concentrarse en su prolífica escritura.

    Las novelas y crónicas que lleva en el cuerpo el propio Patricio Jara se perciben en uno de los pasajes de Antipop. No hace falta que el lector sepa de rock o de sonido, de parlantes o mesas de mezclas, para disfrutar los hallazgos que hace el protagonista en el taller de un jubilado, verdadero gabinete de curiosidades en que cada objeto –unos micrófonos, unas cintas y otros aparatos de grabación– adquiere, por medio del dosificado relato de Jara, la categoría de tesoro. Uno de los pasajes narrativos mejor pensados y más emocionantes que se han publicado este año.

  372. Zambra, Bisama y Delfina Guzmán opinan sobre José Donoso

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    El martes, en el marco de las Jornadas Donosianas, se reunieron los escritores Álvaro Bisama, Alejandro Zambra, María José Viera-Gallo y Simón Soto a compartir sus lecturas sobre José Donoso.

    “Uno lo leía primero en el colegio y se topaba con una colección de monstruos”, afirmó Bisama. “Siempre me pareció interesante esa paradoja, que en el centro del canon escolar, de lo que pensamos que es la tradición y la literatura chilena, estaba un novelista atroz”.

    “A fines de los 80, cuando leías a Donoso, la gente te decía ‘estás leyendo a un autor burgués’”, dijo Viera-Gallo. “Puede ser que haya sido un autor perteneciente a cierta clase social, pero lo que hace es desmantelar a esa clase y no solo muestra a la aristocracia, sino que también a los peones, al proletario. A mí siempre me sorprendió la generosidad y sensibilidad que tiene para describir a las nanas”.

    Sobre su permanente interés por retratar el Chile popular, Bisama acotó: “Hay casi una fantasía fetichista con las clases bajas, una fantasía de pertenecer a algo a lo cual no podía”.

    Alejandro Zambra, por su parte, destacó su destreza para construir personajes convincentes y profundos. “Desde el punto de vista de la escritura, es muy fácil representar a una clase social. Hacer que un personaje sea visto como un aristócrata es muy fácil, digo, es muy fácil hacerlo mal. Y Donoso nunca lo hizo mal, nada de lo que leí me hizo sentir que estaba ante personajes esterotipados. A pesar de que los podemos clasificar socialmente, y a pesar de que está representada la sociedad en todos sus niveles, los personajes son siempre complejos”.

    En el coloquio también se discutió sobre sus diarios, los cuales acaban de ser lanzados por Ediciones UDP, con el título Diarios tempranos. Donoso in Progress: 1950-1965, volumen que reúne sus primeros registros personales. “Siento que los diarios de Donoso están escritos pensando en la posteridad”, opinó Simón Soto. “En cada entrada veo el anhelo de que se lean como se leen ahora, en un libraco gigante y editado como quedó”.

    Asimismo, se comentó la desdichada relación con su hija, Pilar Donoso, quien desclasificó fragmentos de sus diarios en Correr el tupido velo, donde quedaba al descubierto su homosexualidad y su difícil convivencia doméstica. “Donoso decía cosas horrendas sobre su hija, pensaba que le robaba, por ejemplo. Esa libertad, esa honestidad, la permiten los diarios. Es la diferencia que tienen con la autobiografía. Esta es absolutamente intencional y en el diario, en cambio, es imposible teorizar. Allí todo se puede decir, porque todo se puede pensar, porque todo el día pensamos y decimos cosas que no nos representan”, expresó el autor de Formas de volver a casa, quien además se refirió a los dichos de Bolaño sobre Donoso. “Yo nunca le compré mucho a Bolaño la diatriba contra Donoso, que en todo caso era múltiple, porque sí le reconocía cosas y sí lo leía. Criticaba más bien a su descendencia. Pero no le compraba mucho porque lo había leído y es mucho más fácil hablar mal de alguien cuando uno no lo ha hecho”.

    Ayer, en tanto, la actriz Delfina Guzmán conversó con Rafael Gumucio sobre su larga amistad con el autor. Recordó de manera especial sus largas conversaciones: “Hablábamos horas y horas, sin propósito, sin tiempo, divagando juntos. Una conversación podía partir, por ejemplo: ‘Pepe, fíjate que me siento sola’ y él decía ‘no te hagas la guagua, todo el mundo está solo’. Hablábamos temas importantes, pero después, muy rápidamente, podíamos pasar a hablar del color celeste”.

    Ambos se conocieron antes de cumplir los 20 años y trabajaron en el teatro Ictus. “Los escritores, una de las cosas que más les admiro, es que tienen una secuencialidad, una línea, el hecho de relatar da un cierto modo de hablar y de dirigir los pensamientos”, agregó Guzmán. “En cambio, los actores no. Nosotros vivimos de estímulos, de manera que somos muy dispersos. Y mi dispersión la pude concertar muy bien con Pepe. Teníamos la libertad de expresarnos cada uno desde sus propias formas”.

    Relató además el día en que Donoso más se enojó con ella. Ocurrió tras el lanzamiento de Cuatro para Delfina, libro que el escritor dedicó a la actriz y que le hizo llegar apenas recibió las primeras copias que llegaron de España. Ella, sorprendida, no supo cómo responder. “Nadie me había dedicado un libro y menos un gran escritor”. Donoso no soportó el silencio de su amiga y le expresó su molestia en un almuerzo. “Me miraba con una cara de odio que no te la explico y me dijo ‘muy lindo lo que hiciste’. Yo le contesté: ‘es la reacción de una ignorante, eso es todo’. Estuvo callado durante todo el almuerzo. Y cuando salía la Pilar a buscar alguna cosa a la cocina, me decía ‘no te la voy a perdonar en la vida, esto no me lo había hecho nadie’. Tantas cosas que una hace de imbécil. Que te dediquen un libro era algo completamente desconocido para mí”.

  373. Tercera versión de las Jornadas Donosianas

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    Este año se conmemoran dos décadas de la muerte de José Donoso. Desde esa fecha, se han publicado las obras póstumas El Mocho y Lagartija sin cola, la polémica biografía Correr el tupido velo, escrita por su hija Pilar Donoso, y parte de sus diarios personales. Su homosexualidad, su egocentrismo y los problemas de convivencia que mantuvo tanto con su mujer como con su hija, entre otras facetas de su vida, que se revelaron después de su muerte, han aumentado el misterio y curiosidad en torno al autor de El obsceno pájaro de la noche. Independiente de estos aspectos que sin duda aportan al mito del escritor, su nombre sigue siendo uno de los faros de la literatura nacional.

    Desde hoy y hasta mañana se llevarán a cabo en la Facultad de Comunicación y Letras, de la Universidad Diego Portales, la tercera versión de las Jornadas Donosianas, donde distintos expositores se darán cita para discutir ciertos aspectos de su obra, como la identidad latinoamericana y el retrato social contenido en sus relatos, su imaginario homosexual y su poética monstruosa, entre otros temas.

    “No se trata de mantener a Donoso a flote de un modo artificial”, dice Cecilia García Huidobro, editora de Diarios tempranos. Donoso in progress 1950-1965 y decana de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales. “Lo que ha ocurrido es que Donoso no ha descansado en paz, bueno al menos no descansado. Y más que por efecto de las obras inéditas que se publicaron después de su muerte, ha sido por nuevas dimensiones que sus diarios han revelado, desde la publicación del libro de su hija. Han aparecido complejidades de su personalidad y más importante aún, de su proceso creativo, que ameritan una relectura de su obra e incluso que engrandecen su aporte crucial a la genealogía de la literatura chilena”.

    Hoy a las 14 horas se realizará una mesa redonda, donde participarán los escritores Alejandro Zambra, Álvaro Bisama, Simón Soto y María José Viera-Gallo, en la cual se conversará sobre las “nuevas lecturas de José Donoso”. Mañana, a las 16.45, Rafael Gumucio entrevistará a la actriz Delfina Guzmán, quien compartió con el autor en la compañía de teatro Ictus. También se lanzarán los libros José Donoso: Paisaje, rutas y fugas y Diarios tempranos. Donoso in progress 1950-1965.

    “Mi primer contacto con los diarios de José Donoso fue a través de la Pilar Donoso mientras escribió Correr el tupido velo, ese extraordinario libro que tuve la suerte de editar”, cuenta García Huidobro. “Ahí me di cuenta, todos nos dimos cuenta en realidad, que quedaba por publicar una gran obra de Donoso: sus diarios. El desafío era precisamente lograr hacer de esos textos escritos puertas adentro y sin estar concebidos para su publicación, un relato. Yo me propuse que el libro articulara una narración que ojalá fuera de interés para un público general y no solo para especialistas, que se pudiera leer como el fisgoneo por el ojo de la cerradura de un escritor y de su obra también”.

    De manera paralela a las actividades, entre las 12:30 y 15:00 horas, se desarrollará una feria de libros donde participarán las editoriales Alquimia, Los Libros de la Mujer Rota, Libros del Laurel, Aguja Literaria, Orjikh Editores, Alfaguara y Ediciones UDP.

    Revisa en este enlace el programa completo http://comunicacionyletras.udp.cl/literatura/wp-content/uploads/2016/09/Programa.pdf

  374. Entrevista a Deirdre McCloskey: “Ni Friedman ni yo enseñamos a acorralar a izquierdistas en los estadios y a dispararles”

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    La economista e historiadora estadounidense visita Chile invitada por la plataforma La Otra Mirada y la Universidad Adolfo Ibáñez, que la nombrará Miembro Académico Honorario. Profesora de Chicago Boys y ardiente defensora del libre mercado, es autora de diversos libros, varios de ellos con planteamientos heterodoxos y radicales. Hace dos décadas tomó su decisión más radical: dejar de ser hombre.

    por patricio tapia

    Solo uno de cada tres mil hombres “cruza” de género o cambia de sexo. El dato aparece en un libro de Deirdre McCloskey, pero no como una simple estadística, si bien el uso de las estadísticas ha sido una de las áreas debatidas por ella en obras como The Rhetoric of Economics y The Cult of Statistical Significance. Cuando nació, en 1942, Deirdre McCloskey fue llamada Donald y era un saludable varón. Lo siguió siendo hasta pasada la cincuentena. Viril de aspecto y carácter, McCloskey estudió economía en Harvard. Luego fue profesor en distinguidas universidades, entre ellas, la de Chicago, donde conoció y trató a Milton Friedman. McCloskey, de hecho, ayudó a diseminar la doctrina libremercadista de Friedman hasta tierras tan lejanas como Chile, con los Chicago Boys como agentes polinizadores.

    Pero a Donald, desde niño, le había gustado vestirse de mujer, furtivamente. Lo seguirá haciendo incluso después de casado (a lo que su esposa consentirá como una excentricidad privada), ya siendo padre de dos hijos. Hasta que, en 1995, con 53 años, decide que quiere ser una mujer, pasar al otro lado del espejo. Es esa transición y sus detalles y costos de todo tipo (físicos, económicos, profesionales, sociales y familiares) los que relata en sus memorias Crossing (“Cruzar”, 1999). Con episodios a ratos divertidos, a ratos desolados, las heridas familiares son las más serias: su hermana psicóloga intentó más de una vez internarlo en una institución psiquiátrica; su esposa y sus dos hijos adultos no volvieron a hablarle.

    McCloskey pensaba que lo perdería todo, pero su carrera académica sobrevivió. Entonces era profesor en la Universidad de Iowa, luego lo será en la Universidad de Illinois en Chicago (en ámbitos variados: economía, historia, literatura). El más ambicioso de sus proyectos ha sido un estudio sobre los orígenes de las modernas economías en base a la revaloración de la burguesía y las virtudes, es decir, con un fundamento en la vida ética. Su trilogía sobre la era burguesa se inició con Las virtudes burguesas (2006; ahora traducido por FCE), a los que han seguido Bourgeois Dignity (“Dignidad burguesa”, 2010) y Bourgeois Equality (“Igualdad burguesa”, 2016).

    Ha completado recientemente una trilogía sobre la virtud, la dignidad y el valor de la muchas veces vilipendiada burguesía. ¿Cómo la clase media se convirtió no solo en respetable, sino que habría catalizado la riqueza occidental?

    No fue solo la clase media, sino todos los plebeyos, la gente común gobernada por la aristocracia y los sacerdotes. Entre ellos la burguesía iba a la cabeza, por supuesto, como incluso Marx y Engels lo enfatizaron en El manifiesto comunista. Pero después del 1800 aproximadamente, lo que a la masa de la gente común se le permitió por primera vez, en algunos países, fue poner a prueba inventos, ya sea mecánicos (la máquina de vapor) o institucionales (la moderna universidad de investigación). Cuando lo lograron, muchas personas pobres se convirtieron en burgueses. Ese poner a prueba fue permitido por el liberalismo, la nueva doctrina en el siglo XVIII que Adam Smith llamó “el sistema obvio y simple de la libertad natural”. Comenzando en Holanda y luego en Inglaterra y Escocia y las colonias inglesas de América del Norte, una revaloración burguesa dio dignidad a lo que los comerciantes, fabricantes e inventores hacían. Dejar que las masas de gente pusieran a prueba sus ideas para lograr mejoras causó un Gran Enriquecimiento, sin precedentes. El ingreso per cápita real diario en el mundo aumentó de dos dólares en 1800, expresado en valor de 2016, a 33 dólares ahora (el ingreso, por ejemplo, del Brasil actual). En Chile es mayor y en lugares con una historia de liberalismo aún más larga, como Gran Bretaña y Estados Unidos, es de más de 100 dólares.

    Sostiene usted que son los valores burgueses, antes que las circunstancias materiales, las que logran ese “gran enriquecimiento” de la humanidad. ¿Piensa que las ideas son el motor de la historia?

    Sí. En cierto modo, es obvio. Después de todo, no se puede tener minería de cobre o aire acondicionado sin que alguien piense esas posibilidades. Mi punto es que la acumulación del capital, o la existencia de buenas instituciones, o el implantar la explotación, que son las principales circunstancias alternativas a las ideas, son ubicuas (China en el año 1500, por ejemplo, las tenía todas). Y que esas circunstancias fueron y son intermediarias, causadas por buenas ideas de inversión, digamos. A falta de ideas, todos siguen el impulso, por así decirlo. No son transformadoras por sí mismas. Usando la economía, se puede demostrar que su fuerza económica no es suficiente para explicar el aumento de 3.000% en los bienes y servicios disponibles para la persona promedio japonesa o francesa desde 1800 hasta el presente. Lo que es suficientemente importante como para explicar el Gran Enriquecimiento es el nuevo respeto por la superación.

    ¿Por qué varió el número de libros de la serie sobre la era burguesa en su planificación: en el primer tomo habló de cuatro volúmenes; en el segundo, de seis?

    Porque aprendí —y mucho— a lo largo del camino, y tuve que seguir cambiando de opinión. No sabía lo que sé ahora, digamos, en 1994, cuando escribí el primer ensayo sobre el tema. Los 22 años transcurridos desde entonces no fueron solo cuestión de escribir lo que sabía en 1994. Y finalmente decidí que, si bien una trilogía podría considerarse un tanto autocomplaciente, una tetralogía, para no hablar de una hexalogía, era una abominación.

    En Las virtudes burguesas rechaza una especie de obsesión de los economistas con la prudencia. ¿Por qué?

    Los actores económicos reales son personas reales que combinan todas las virtudes principales —y los correspondientes vicios—: prudencia, sí, pero también justicia, templanza, valor, fe, esperanza y amor, y todas las virtudes particulares que pueden construirse a partir de combinaciones de estos elementos en las moléculas de, por ejemplo, la honestidad, la integridad o la diligencia. El modelo del economista desde Paul Samuelson (compañero de dobles mixtos de tenis de mi madre, por cierto) y mucho antes de él, Jeremy Bentham, ha sido que solo se necesita prudencia. ¡Es un error! El emprendimiento, por ejemplo, es una mezcla de valor y esperanza con prudencia.

    Entre los supuestos “vicios” burgueses se cuenta la hipocresía, especialmente sexual. ¿Sintió eso con su cambio de sexo?

    Si se refiere a que como un hombre me sentí fingiendo ante mí mismo, no, eso no es lo que sentía. Cuando yo fui un hombre fui uno y me gustaba mucho. Fui capitán de mi equipo de fútbol americano de secundaria, por ejemplo. Es simplemente que sabía, y llegué a saberlo de manera especialmente aguda a los 11 y luego a los 53 años, que quería lo otro. Es como ser abogado, pero querer, en realidad, ser político. Se puede ser muy feliz en la abogacía, pero aún así saber que lo otro sería mejor para ti si pudieras mágicamente conseguirlo. Por cierto, no lo llame “cambio de sexo”. El cruce de género no tiene nada que ver con a quién amas, ni cómo. Tiene que ver con lo que eres. No se trata de placer sexual.

    Como historiadora y economista, ¿cree que su cruce de género tuvo alguna incidencia en su trabajo?

    Yo sería la última persona en saber si impidió a otros ofrecerme algún insigne trabajo u honor. Pero para mi sorpresa encontré que podía seguir impartiendo clases. Yo esperaba perder mi carrera (aunque no mi familia matrimonial, sin embargo, ellos no han hablado conmigo desde 1995). Sí afectó mi visión del mundo económico. Dejé de pensar que la economía tenía que ser siempre sobre el juego de niños del samuelsonianismo, y que también podría implicar de forma importante la fe (o la identidad), la templanza, el amor, la justicia, y el resto. Bromeo diciendo que no sé si una visión tan madura provenía de haberme hecho más viejo y sabio. . . o de haberme convertido en una mujer.

    En Las virtudes burguesas afirma: “Abogo por el laissez-faire y sueño con que haya, literalmente, un tercio a un quinto del gobierno que tenemos ahora”. Esto es bastante más que una defensa del libre mercado, es reducir al Estado al máximo. ¿Es una muestra de “libertarismo”?

    Gran parte de lo que hacen los gobiernos podría hacerse mejor por empresas privadas (aeropuertos, protección contra incendios, carreteras) o significa la transferencia de dinero desde gente pobre a gente rica (los subsidios y protección agrícolas, educación superior gratuita). Los gobiernos deberían ser fundamentalmente locales, no nacionales, de manera que los votantes entendieran vívidamente que “no hay almuerzo gratis”. Nadie en un pueblo pequeño piensa que todo el mundo puede ser gravado con impuestos para proporcionar subsidios a todo el mundo (la fórmula para el desastre en Argentina desde Perón). Podríamos hacer algo mejor con un gobierno mucho más pequeño, especialmente en países con gobiernos corruptos (lo cual cubre aproximadamente el 90 por ciento de la población del mundo).

    ¿Tuvo Milton Friedman importancia en sus ideas libertarias?

    Sí. Yo enseñé durante 11 años, de 1968 a 1980, en la Universidad de Chicago. Milton pasó una buena cantidad de tiempo en el Instituto Hoover en Stanford, pero cuando regresó él era una presencia importante. Por ejemplo, en 1977 o por ahí, él impidió que el departamento hiciera un acuerdo con el Sha de Irán para educar a estudiantes de doctorado de las universidades iraníes. Él dijo: “No podemos hacer un trato con un dictador empapado de sangre”. Todos nos avergonzamos y abandonamos la idea.

    Pero no tuvo problemas para vincularse con el régimen de Pinochet. Claro que usted señala en una nota de “Dignidad burguesa” que él nunca (después de la guerra) aconsejó a ningún gobierno o aceptó dinero de ellos, incluyendo a Pinochet, negándose a recibir grados honorarios de las universidades estatales chilenas…

    Es que así fue. Nuestro acuerdo en Chicago se hizo con las Universidades Católicas de Brasil y Chile, antes de que los países se convirtieran en dictaduras. Milton habló con Pinochet una vez, durante 45 minutos, aconsejándole frenar la inflación. Pero él le dijo cosas idénticas, en reuniones más largas, al gobierno chino comunista. Nadie en la izquierda lo objetó. Por otra parte, yo misma probablemente le enseñé a tantos Chicago Boys como Milton, en el curso de posgrado de introducción a la microeconomía que impartí durante 10 años. Ni Milton Friedman ni yo ni Albert Harberger enseñamos a nuestros estudiantes a acorralar a izquierdistas en los estadios de fútbol y dispararles.

    A los “libertarios” a menudo se les acusa de dar poca importancia a la igualdad.

    Lo importante es la pobreza, no la igualdad. Si se resuelve la pobreza teniendo un rápido crecimiento económico, el resultado es, de hecho, que la igualdad de consumo básico, como tener un techo sobre la cabeza y lo suficiente para comer, se incrementa. Así ha sido, desde 1800 o 1900 o incluso 1950, hasta ahora. Para más detalles, se puede leer en internet mi larga reseña del libro de Piketty. Podemos garantizar la pobreza. No podemos lograr fácilmente la igualdad, sin arriesgar las posibilidades del pobre para prosperar. Hay que mirar un país como Venezuela y contrastarlo con Chile. ¿Qué es lo que queremos: una tiranía (que es la única manera de lograr la plena igualdad), que termina en pobreza para todos, como en Cuba o Corea del Norte, o una sociedad libre y prospera?

    En otro de los temas que la han ocupado, ¿cuál es el problema con la “significación estadística”?

    La primavera pasada, la Asociación Americana de Estadística publicó un informe diciendo, en esencia, que es tonto pensar que los números contienen ellos mismos un juicio sobre su importancia o significado. He estado diciendo esto durante 30 años. Pero Kenneth Arrow (por citar un Premio Nobel de Economía) lo dijo en 1957, Friedman muchas veces y el inventor de la así llamada prueba-t, William Sealy Gosset, hace 90 años.

    ¿Se puede, con estadísticas, demostrar lo que se quiera?

    No, aunque quienes no son estadísticos lo dicen todo el tiempo. Es pueril pensar que los números o las palabras sean infinitamente flexibles y podamos seguir manteniendo toda opinión que queramos sin tener en cuenta los hechos. Cuando Trump dice que Obama no nació en los Estados Unidos, él no puede desdecirse. Cuando las estadísticas dicen que el ingreso nacional per cápita de Chile ha crecido de forma espectacular desde 1990, así es.

    Argumentar a favor del capitalismo con la multiplicación del ingreso per cápita, ¿no es un mal uso de las estadísticas?

    Por supuesto que no. El ingreso per cápita real es una buena medida de las posibilidades que la persona promedio o mediana o pobre tiene. No mide la felicidad, pero te dice que los chilenos que en 1970 no podían comprar un auto, ahora sí pueden.

    Como consecuencia de la gran crisis financiera en 2008 hay quienes han visto la decadencia de Occidente y el fin del capitalismo. Usted, supongo, no lo ve así.

    Mis buenos amigos de la izquierda han dicho que cada recesión fue la Última Crisis del Capitalismo. . . desde la recesión de 1857. Hemos tenido 40 recesiones desde la década de 1790 y seis o más de ellas han sido tan malas como la de 2008, entre las que la Gran Depresión fue mucho, mucho peor. Sin embargo, en todos los casos los ingresos de la gente pobre han sido mayores después de la recuperación que en el punto más alto anterior. Cada vez. No suena como una decadencia para mí. He estado escribiendo contra la idea de “decadencia” desde que tenía 24 años, es decir, ¡hace 50 años! Si China e India, o Chile y Botswana, lo hacen bien, los países “más viejos”, como Gran Bretaña o Francia, no empeoran. Se hacen mejores, por el comercio, con los países ahora más ricos. El comercio y el crecimiento no es un juego de suma cero mundial.

    Los economistas suelen ser vistos haciendo siempre un análisis costo-beneficio. En Crossing ha detallado el alto costo del cruce de género. ¿Cuáles han sido los beneficios?

    Está en un error. El cruce de género, ya sea de hombre a mujer o de mujer a hombre, no es caro. Cuesta casi lo mismo que un auto nuevo, y no uno caro. Cuando veo los autos nuevos en la calle me lleva a preguntarme: “¿Por qué todas estas personas no cambian de género? Espera, Deirdre. Ellos no quieren cambiar de género”. No hay “beneficios”. Decidir sobre el género no es una cuestión de costo y beneficio. No es, de hecho, como comprar un auto. Es una cuestión de identidad.

    Estaba pensando en los costos y beneficios “emocionales”.

    Es una locura —aunque característica de la economía— pensar en una decisión de este tipo en términos de costo y beneficio. Supongo que si hubiera nacido en Afganistán bajo el régimen talibán no lo hubiera hecho, ya que el “costo” es la ejecución. Pero para una persona nacida en un país libre como Chile o Estados Unidos, es una cuestión de identidad, no de cálculo.

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    Deirdre McCloskey dará una conferencia el jueves 6 de octubre, a las 08:30 horas, en el Hotel W (Isidora Goyenechea 3.000, piso -3, Las Condes). Para más información visita www.laotramirada.com.

  375. Un jardín de senderos

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    En la última década se ha valorizado bastante –y con razón– la obra del escritor Mario Levrero (1940 – 2004). De una generación inmediatamente posterior a la del boom y sin duda uno de los “raros” uruguayos de los que hablara Ángel Rama, Levrero exploró una literatura digresiva, de antihéroes que caen distraídamente en un mundo folletinesco, policíaco, psicoanalítico o parapsicológico, cualquier barrio alternativo de la ficción en que este escritor dispuso todas sus armas de narrador meticuloso, alcanzando una verdadera cima literaria con La novela luminosa, especie de diario publicado póstumamente, en que un escritor encerrado en su casa, fóbico, neurasténico, hace todo menos escribir la obra por la que se le está pagando una beca. Random House ha apostado en los últimos años a la reedición de varias de sus obras. En buena hora.

    Fauna y Desplazamientos fueron publicadas por primera vez en 1987, y escritas en 1979 y 1982-84, respectivamente. Se trata de dos novelas breves que dan cuenta, en gran medida, de los mundos explorados por Levrero. La primera de ellas nos recuerda a Nick Carter, héroe en realidad inventado a fines del siglo XIX por John Coryell, pero a quien Levrero transfiguró con ironía y destreza en un antihéroe contemporáneo. En Fauna nos encontramos también con varios elementos del tradicional guión policíaco: la rubia fatal, el encargo que resulta ser un distractor, el antihéroe deprimido y/o fracasado. La estructura brilla por el humor negro de Levrero, por sus digresiones y capacidad para insinuar ciertas rasgaduras del mundo habitual, rasgaduras fantásticas que sin abandonar el humor cautivan o seducen hasta al más pedante.

    En Fauna, una bella psicóloga aparece de la nada para pedirle al narrador, periodista, escritor a medias y autor de una serie de reportajes sobre parapsicología, que salve a su hermana Flora del influjo de un estafador que se hace llamar Monsieur Victor. La rubia no dice su nombre y el narrador la bautiza Fauna.

    fauna

    Las mujeres de Levrero siempre son estereotipadas; en principio molesta, pero el recurso, repetido mil veces, puede pasar por otra ironía más: con estas protagonistas se podría hacer una historia del machismo literario occidental. Evidentemente la dupla Flora y Fauna pone a las dos mujeres de este relato, por momentos aparentemente una sola (la trama del doppelgänger está muy presente) en un lugar no humano. El narrador las rebaja y, como manda toda misoginia que se precie, al mismo tiempo las convierte en ideales por alcanzar. Se trata de mujeres kafkianas y siniestras de las cuales se desconoce su verdadero propósito. Frente a ellas, el protagonista solo puede anhelar, delirar o dar palos de ciego.

    La triste colección femenina continúa con las dos hermanas de Desplazamientos, historia en la que se puede apreciar realmente la capacidad de Levrero para desarrollar una atmósfera ominosa y onírica. En el centro de esta historia hay un caserón de infancia que con los años se ha ido convirtiendo en pensión barata y disparatada, con añadidos, patios infinitos, cuartitos secretos y sobre todo pisos húmedos, como si todo el mundo contenido en la casa se estuviera hundiendo o se doblara al roce húmedo del inconsciente. El narrador es hijo del antiguo dueño de la casa, un tipo despreciable cuya sombra lo acecha a lo largo del relato. En él brilla la presencia de Nadia, homónima de la protagonista surrealista de Breton, que como ella parece conectar al protagonista con el erotismo, el sueño y quizás algo parecido a la trascendencia. Su hermana, Blanca, es menos agraciada, pero más íntima y alcanzable.

    Lo que atrae en esta historia no es, desde luego, esta dupla que caracteriza una serie de estereotipos femeninos, sino la manera laberíntica que dispone Levrero para andar los caminos de su ficción. La historia no sigue un solo curso. Vuelve sobre sí misma, plantea diferentes posibilidades, está llena de recovecos, como la propia casa en que de noche fermentan las historias de los personajes. En algunas el narrador es un crápula; en otras, un hombre en busca de posible redención. Algunos episodios son violentos; otros se resuelven racionalmente, casi en silencio, con olor a santidad. El protagonista cambia, según sea el curso (o dislate) descrito en cada caso. Un prodigio de escritura, este jardín de senderos que se bifurcan y en que los estereotipos folletinescos son pincelados con maestría. Aun así, la nouvelle no revela más que un breve recorte de la magistral capacidad imaginativa y narrativa de Mario Levrero.

  376. El último tabú: la estupidización de las películas americanas

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    Un día del verano pasado, mi amigo Lorenzo, un viejo guionista profesional, me llamó para pedirme un consejo rápido. Lo habían contratado para hacer unos retoques de último momento a una secuela de Duro de matar que, a punto de filmarse, todavía tenía problemas de guión. Una dificultad: cómo decir en una o dos líneas de diálogo que Max Bomber era brillante. “¿Y si habla cinco lenguas?”, musitó Lorenzo, pensando en voz alta. “Muy antiguo. ¿Y si fue a Oxford? Eso ya no significa nada para nadie. ¡Socorro!”.

    “Siempre tenemos el costado mágico de la química. Como en Lluvia de fuego: «El tipo ése que hace bombas con Bisquick»”.

    “Por favor. Fiasco total, perdió millones. ¿Cuáles son las marcas, los estigmas de la inteligencia? Vamos, se supone que eres un intelectual”.

    “¿Lee a Adorno en el original? No sé qué decirte”.

    Le ofrecí otro par de ideas pobres. Una de las razones por las cuales el pedido de una señal de inteligencia era tan difícil era que, como ambos sabíamos, la verdadera inteligencia es un proceso que se renueva constantemente, no una adquisición. A esa altura, tenía la sensación de que Lorenzo había dejado de contar conmigo, así que nos dedicamos a la parte más agradable de la conversación. Pero más tarde pensé: “¿A esto hemos llegado? ¿A pensar que el último refugio del intelecto en las películas –el único al que se le permite demostrar que tiene un cerebro– es el personaje de Max Bomber?”

    Por supuesto, la inteligencia siempre ha sido asociada con la villanía (Mefistófeles, Yago), y las mentes simples con la virtud. El público de las películas de acción paga por ver cómo su representante, el héroe, con su cociente intelectual promedio, saca lo mejor del genio perverso mediante el esfuerzo físico y la fuerza. Y, como argumentaba Richard Hofstadter en Anti-Intellectualism in American Life (1963), los americanos siempre han sentido una ambivalencia desconfiada hacia los avispados. Pero algo debe de haber cambiado en los últimos tiempos: el polo positivo de la ambivalencia se ha desplomado.

    ¿Por qué la palabra “tonto” es una metáfora tan poderosa del espíritu norteamericano? Dicho al revés, ¿por qué se ha vuelto tan raro hoy día ver en la pantalla una inteligencia vivaz, en funcionamiento, un personaje articulado, cultivado, reflexivo, con vida interior?

    Es cierto: acabamos de pasar por una temporada particularmente estúpida. En 1994-1995 predominaron:

    1. Las versiones recicladas de viejos programas de televisión, como Los Picapiedra, Pequeños traviesos, La tribu de los Brady, Lassie, Maverick…, todos paquetes prevendidos que prueban la asombrosa falta de imaginación y la timidez de los ejecutivos de los estudios, que sólo dan luz verde a proyectos con algún elemento de identificación ya incorporado y sobrevaloran narcisísticamente el valor nostálgico del menú televisivo con el que crecieron.
    2. Películas de acción en las que un dinamitero loco o un terrorista mantiene de rehén a una porción importante de la población civil (Máxima velocidad, Mentiras verdaderas, Lluvia de fuego, Duro de matar). Las mejores, como Máxima velocidad y Mentiras verdaderas, dedican una dosis considerable de inteligencia narrativa y destreza cinematográfica a entretenimientos que básicamente se saltean la corteza cerebral.
    3. Películas sobre el cretinismo, que nos obligan a elegir entre idiotas desafortunados (Cabezas huecas, Una pareja de idiotas, Bromas pesadas, Billy Madison) e idiotas indefensos (Forrest Gump). La película cómica de idiotas apunta claramente a la necesidad de los espectadores de sentirse superiores a otros que parecen más estúpidos que ellos. Su base demográfica está formada por adolescentes, sobre todo varones, que se burlan de todo con superioridad; quizá su magnetismo emocional sea el autodesprecio, tanto como la superioridad. No es un género que yo aborrezca: me parece que continúa una vena legítima de la comedia norteamericana basada en la torpeza, el infantilismo y la irreverencia para con la autoridad. Sus raíces se remontan a Harry Langdon y Los tres chiflados, su maître es Jerry Lewis, sus primos los vecinos de Colegio de animales, Cheech y Chong y Pee-wee Herman. A veces funciona como vehículo para un talento magnífico como el de Jim “Piernas de Goma” Carrey, cuya Una pareja de idiotas es una comedia ligeramente divertida (aunque más débil que la innovadora La máscara); a veces se enreda en fárragos interminables, como en Cabezas huecas. Los personajes de estos films no suelen ser precisamente estúpidos sino gente estancada en un comportamiento infantil.

    El género de idiotas ya ha sido demasiado condenado por críticos y columnistas como un avatar de la decadencia y caída de la civilización norteamericana. En lo que a mí respecta, su importancia me perturba menos que el antiintelectualismo que veo en la zona de lujo de las películas norteamericanas, en películas de festival, independientes y provocativas, como Pulp Fiction, Ed Wood, Asesinos por naturaleza, Disparos sobre Broadway. Forrest Gump, uno de los films más taquilleros de la historia, es un fenómeno clarísimo: una tragedia feliz para la generación Prozac. Bien hecho (para lo que es), es una calcomanía de Smiles estampada sobre una mueca depresiva: veteranos de Vietnam sin piernas, mujeres que mueren de sida, una sociedad entera que se descompone; pero con la actitud correcta uno puede atravesarla con una sonrisa. “Es como silbar estando de luto”, resumió el crítico Carrie Rick.

    En los años 40, Jimmy Stewart representaba la figura del americano típico, estresado, desesperado por actuar con dignidad sin que lo tomen por un tonto. Ahora nuestro americano típico, nuestro neo-Capra, es el Forrest Gump de Tom Hanks, un optimista mentalmente “discapacitado” que aterriza en la cumbre básicamente por accidente. Representa uno de los polos, el del tonto sagrado, mientras el otro lo ocupan largamente los asesinos seriales, los sicarios, los drogadictos y los psicópatas.

    Lo que se ha perdido es lo que estaba en el medio, ese concepto que quizá se descartó con demasiada facilidad por paternalista: el hombre común. En un clásico de 1945, The Clock, dos personas comunes, un soldado (Robert Walker) y una empleada de oficina (Judy Garland), se encuentran en la estación Grand Central y se enamoran, y deben sortear diversos obstáculos para poder casarse antes de que terminen los dos días de franco que le dieron a él. Además de la controlada belleza de las dos actuaciones y la delicada dirección de Vincente Minnelli, lo que queda boyando en la cabeza es la conmovedora creencia implícita en el hecho de ofrecer una historia sin melodrama sobre los problemas de la gente común.

    ***

    En la última de los hermanos Coen, la arrogante Barton Fink, el dramaturgo, su protagonista epónimo, queda como un tonto simplemente porque expresa cierta preocupación por la injusticia social y los apremios del hombre común. La película asume la posición, como observó con astucia el crítico Jonathan Rosenbaum, de que “la noción misma de hombre común es fraudulenta”, primero ofreciendo una encarnación del cliché del hombre común (Charlie, interpretado por John Goodman), luego socavándola con un cliché contemporáneo igualmente trillado. Cuando Charlie resulta ser el asesino serial, se nos ofrece la revelación de que la gente que decapita a otra gente es agradable, gente corriente como usted y como yo: «tipos comunes», en realidad”.

    Buena parte del cine sofisticado de los últimos años, inspirado por el estilo de David Lynch (Terciopelo azul, Corazón salvaje), se ha dedicado a satirizar los fundamentos rancios, decadentes y psicopáticos de la Norteamérica media. Pura expresión de deseos. Ojalá la Norteamérica media fuera tan decadente. El viejo camino, sondear las vidas de los norteamericanos comunes para contar las historias de sus luchas cotidianas, ya no parece ser una alternativa atractiva para los cineastas.

    Me pregunto hasta qué punto se debe a razones demográficas y de racismo. El incremento de nuevos inmigrantes y grupos minoritarios es recibido con un rechazo casi resentido a enfrentarse con la premisa del hombre común. Históricamente, el hombre común en Estados Unidos ha sido blanco; y si el rostro de Estados Unidos parece estar oscureciéndose, una reacción impulsiva es negar la existencia misma de una humanidad compartida eliminando el arquetipo nacional, el norteamericano típico. Parte de ese resentimiento asume la forma de una explosión de vulgaridad (chistes de baño, estupideces infantiles como las de Una pareja de idiotas) y personajes estúpidos, como si, ante la incapacidad de proponer un único modelo adulto de comunidad que refleje la multiculturalidad del público, se intentara localizar la universalidad en la mente de un preadulto, un niño.

    Creo que nunca los intelectuales han sido tan excluidos de las películas americanas como ahora; no ha habido época en que hayan esperado menos ver en el cine un vestigio de su propio compromiso con la vida de la mente.

    A los intelectuales siempre los atrajo el cine. No por narcisismo, hay que decirlo, no para verse reflejados en el espejo de la pantalla, sino por el movimiento y el destello erótico del mundo material (se decía que Wittgenstein corría a ver las películas de Betty Grable cada vez que la presión mental que sufría era demasiado grande). Para aquellos dedicados al refinamiento y el “elitismo” de los problemas esotéricos, las películas ofrecían un modo rápido e indoloro de participar de, o de ponerse al día con, los intereses de sus semejantes.

    Pero en las películas norteamericanas de antes siempre había huellas, contrabandos subversivos de alta cultura y perspectivas intelectuales. A veces tomaban la forma de adaptaciones de clásicos (ahora ridiculizadas como demasiado literarias, advenedizos de la MGM). O se plantaba en la historia un sustituto del intelectual, un modelo de inteligencia madura: un personaje secundario más viejo que parecía cosmopolita, cultivado, sabio, como la tía en Tú y yo o el tío en Las nieves del Kilimanjaro. A menudo las aspiraciones a la alta cultura se expresaban en una secuencia de ballet, o una escena con la familia reunida alrededor de la radio, escuchando un programa de ópera. “Carnegie Hall” era un tropo universalmente reconocido; y cuántas veces una especie de John Garfield de suburbios se ponía un esmoquin para dirigir algún sentimentalismo rachmaninoviano en el foso de la orquesta. Hoy, por cierto, la torpe pretensión cultural de esos interludios nos hace sonreír; pero la propia naïveté de esas secuencias nos acusa. Porque apuntan a una época del cine americano en la que había referencias a la alta cultura y a la cultura popular; mientras que ahora sólo la cultura pop tiene derecho a ser aludida.

    Creo que una de las razones principales por las que tantas referencias (particularmente a la música clásica) se abrían camino en las películas americanas de los años 30 y 40 era el gran enclave de refugiados alemanes que había en la comunidad cinematográfica de Hollywood. Extrañaban Europa; deploraban la vulgaridad de la cultura consumista norteamericana; y aprovechaban cualquier oportunidad para espolvorear sus guiones con referencias al Louvre o a la Filarmónica de Viena. También escribían innumerables papeles secundarios cómicos para actores de carácter europeos: reparadores de violines, conserjes que citaban a Pushkin, etc.

    A estos refugiados nostálgicos se sumó un segundo grupo de “emigrés”, los escritores de la costa Este que habían desertado de Broadway por el oro de Hollywood. Herman Mankiewicz, Ben Hecht, Dorothy Parker, Robert Benchley y toda esa tribu que se veía a sí misma como una pandilla de claudicadores cínicos se las ingeniaban, no obstante, para aludir a la vida cultural que dejaban atrás (a veces de manera bastante florida, como en Tales of Manhattan y El espectro de la rosa, de Hecht). Joseph Mankiewicz, el hermano menor de Herman, nunca dejó pasar la oportunidad de insertar un pequeño discurso sobre ¡la importancia de la lectura y los profesores de inglés!

    Esas comunidades de fértiles emigrés han desaparecido. Lo que tenemos hoy son jóvenes aspirantes a guionistas y directores que brotan de las escuelas de cine, que no tienen memoria cultural o la reprimen, que quieren hacer un pulcro film noir sobre dos motoqueros (él luce una chaqueta Elvis, ella una peluca Marilyn) varados en un pueblo de mala muerte que se conocen, se enamoran y encuentran un arma… El atractivo de Ningunapartelandia es especialmente irónico, dado que muchos de esos jóvenes cineastas viven en el Lower East Side de Nueva York o algún otro reducto urbano similar. Se instalan en un pueblito perdido para cumplir con sus seis semanas de rodaje barato, pensando que están siendo solidarios con el país white-trash, cuando en realidad están abusando de él. Lo que ofrece el decorado del pueblito, en la imaginación de ellos es el aire de Idiotez Rural, de un mundo premental habitado por personajes que no tienen en la cabeza otra cosa que el adoctrinamiento de la cultura de masas (el asesino serial sólo quiere ser una estrella). Créanme, no estoy diciendo que sólo en las grandes ciudades haya vida intelectual; pero sí que el pueblito es apropiado precisamente por su ostensible “vacío”, que pone más severamente de relieve el cuento, interpretado por milésima vez, del sexo, la violencia y la parodia de la celebridad tomada de los íconos de la cultura popular.

    Uno podría preguntarse: ¿por qué esa limitada obsesión con ciertos ídolos de la cultura pop como Elvis, Marilyn, James Dean? ¿Cómo es posible que una cultura nacional compleja se deje reducir a esos pocos arquetipos estériles? Tomemos a Jim Jarmusch. Cineasta talentoso, inteligente, que estudió poesía en Columbia, Jarmusch hace una película tras otra sobre escorias que se hacen reventar a palos todas las noches, van en peregrinación a Memphis, donde reciben la visita del fantasma de Elvis, disparan unas armas de fuego y por lo general se comportan desarticuladamente, sin ninguna conciencia, como sonámbulos. Quentin Tarantino, la gran esperanza del nuevo cine norteamericano, escribe un guión (Amor a quemarropa) cuyo personaje principal también está obsesionado con Elvis, habla con su espectro, se involucra en una vida delictiva, es perseguido por la mafia, etc.

    Su Pulp Fiction –un trabajo en verdad enormemente inventivo, entretenido y refinado– es también una celebración de la estupidez, y afirma que lo único que existe es la cultura pop. Los sicarios reflexionan sobre viejos programas de TV y cheeseburgers entre un asesinato y otro. Los personajes actúan de manera perfectamente reflexiva, pero no piensan jamás: las armas se disparan por error, el boxeador profesional comete la estupidez de volver a su departamento a buscar un reloj familiar, a sabiendas de que lo busca un sicario de la mafia.

    El único caso de “interioridad”, la conversión de último momento de Samuel L. Jackson a la responsabilidad moral, parece demasiado calculado para mostrar que hay alguien que tiene un alma… Con todas sus tramposas sorpresas de construcción, Pulp Fiction está tan plagada de alusiones tranquilizadoras a viejas películas, programas de TV, íconos cinematográficos (como la escena en el restaurante ambientado en los años 50), que el público puede sentirse incluido en el chiste, que está viendo algo que ya conoce (“¡Mira: están citando Fiebre de sábado por la noche!”). La película, en efecto, existe en una suerte de cámara de ecos de cultura pop reciclada.

    Pareciera que estamos estancados en una serie de referencias que no deja de reducirse: un bar con una rocola, un televisor, algunos afiches de películas y unos especímenes viriles de white trash.

    En un artículo de la revista New York sobre la toma del poder por parte de la “cultura white trash”, Tad Friend observaba: “Pero ahora los guionistas están obsesionados con la idea de los pobres espontáneos, a menudo criminales, que salen de viaje por la ruta (siempre es tentador para Hollywood imputar autenticidad a los ignorantes y concederles cuerpos temerarios)… «Es totalmente sobre sexo», dice el director John Waters. «La ‘gente blanca extrema’» –es la expresión que Waters prefiere para designar las clases bajas blancas– «luce increíblemente hermosa hasta que cumplen 20, y luego parecen de 50. Es una fantasía sexual que tiene la gente en las películas, sobre todo la que no tiene mucho contacto con esa clase de personas: la idea del chico malo, el delincuente juvenil». Las películas nos proporcionan una retocada ilusión de white trash, atractiva y mortal”.

    Entiendo que esta clase de material resulte atractivo, aunque con límites, pero lo que no entiendo es por qué no puede haber también películas que expresen algo más de la experiencia de la propia vida del cineasta, incluida su vida intelectual. El joven cineasta francés y su contrapartida norteamericana viven vidas bastante similares: pasan el rato en cafés, leen, van al cine, estudian, hablan sin parar. Sin embargo, una primera película de un director francés que hable de gente joven mostrará sin problemas gente sentada en cafés, citando a Nietzsche y hablando hasta por los codos, mientras que una primera película norteamericana (como The Loveless, de la ex estudiante de New York University Kathryn Bigelow) tenderá a mostrar a una pandilla de motociclistas de mandíbulas tiesas que aterrorizan a un pequeño pueblo.

    Me niego a creer que la respuesta sólo sea económica (“No se pueden mostrar personajes reflexivos en la pantalla porque nadie pagará por verlos”), puesto que la gran mayoría de las óperas primas independientes norteamericanas tienen una distribución muy reducida, cuando la tienen, y aun así pierden dinero. Podrían incluso ampliar sus posibilidades de rentabilidad si reflejaran más de cerca las experiencias de su público con educación universitaria. No, no es sólo un problema económico, es una cuestión de elección y de gusto: la gente sin cerebro es cool.

    ¿Tendrá que ver con la hostilidad posmoderna contra la psicología: su desdén de la motivación y los antecedentes de los personajes, su inclinación por un tipo de acción errática, misteriosa, como una manera de afirmar una mayor cuota de libertad para la especie humana? Cualquiera sea su justificación, la supresión de la comprensión psicológica da como resultado personajes impulsivos, como de cómic, que viven en un Ahora eterno y realizan un acte gratuit tras otro. De ahí la preferencia por los asesinos seriales, los vagos de drugstore, los sicarios y sus novias sin moral, siempre a la pesca de emociones fuertes.

    ***

    Una manera de considerar la estupidización de las películas norteamericanas es examinar algunos retratos que el cine reciente ha dado de intelectuales o pensadores creativos.

    Podemos empezar por una figura popularmente identificada con el intelecto mismo: Albert Einstein. En términos nominales, sería de un elitismo intrépido poner de título I.Q. (Fórmula para amar) a una película comercial y usar al famoso físico (hábilmente imitado por Walter Matthau) como uno de sus personajes principales. Pero la película lo compensa con un Einstein que repite media docena de banalidades para afirmar la supremacía del corazón sobre la cabeza. En otras palabras, el gran pensador debe entregar su cabeza a los prejuicios antiintelectuales del público. Sus colegas científicos aparecen como una pandilla de viejos bobos torpes y asexuados que ni siquiera pueden cambiar una bombilla de luz; el novio de su sobrina es un académico imberbe y gangoso. El único personaje viril, atractivo, capaz, es un mecánico que usa tupé y tiene un gran corazón.

    En la mencionada Barton Fink, un dramaturgo de izquierda viaja a Hollywood para escribir guiones. Algunas sugerencias indican que Barton Fink está basado en Clifford Odets; pero Odets era cualquier cosa menos tonto, mientras que Fink parece incorregiblemente estúpido: un bobo que al final de la película entiende tan poco como al comienzo. Los directores se burlan de sus pretensiones intelectuales (y, por extensión, de los derechos de la mente), mientras ponen lo esencial de sus energías en un exercice de style visual, a la manera surrealista de Twin Peaks.

    En Disparos sobre Broadway, de Woody Allen, el héroe es otra vez un dramaturgo que demuestra ser un impostor inepto, incapaz, además, de aplicar un resto de inteligencia al caos de su vida privada. Como tampoco puede resolver los problemas que le plantea su obra, acude a un matón de bajos fondos que, naturalmente, tiene en sus dedos todas las soluciones narrativas. Disparos sobre Broadway es abiertamente un Woody Allen atípico por su estilo fácil, impersonal, y por su antiintelectualismo. Normalmente, este auteur ha aportado al menos un papel de personaje pensante: el que siempre interpretó él mismo. Es curioso que no pueda escribir un personaje reflexivo, cerebral, para ningún otro actor o actriz. De ahí la falta de núcleo reflexivo, de conciencia crítica, que hay en los films de Woody Allen que no cuentan con Allen en su elenco. Para muchos norteamericanos, el único “intelectual“ reconocible en la pantalla de estos últimos veinte años ha sido el personaje de Woody Allen, que en Disparos sobre Broadway vuelve a mostrar su rechazo a compartir los laureles mentales, al mismo tiempo que consiente el prejuicio del público según el cual los escritores y todos los que trabajan con la cabeza son, en el fondo, idiotas.

    La incapacidad del intelectual creativo para aprender algo que tenga consecuencias sobre su propia experiencia es una constante en las últimas películas biográficas, que a veces la explotan en clave de risa y a veces de trivialidad. Así, La Sra. Parker y el círculo vicioso nos ofrece una Dorothy Parker lo suficientemente inteligente para recitar bon mots de memoria, pero tan patéticamente autodestructiva (bebe, persigue a los hombres equivocados) que todos los cerebros inferiores del público están invitados a sentirse superiores a ella. El pobre T.S. Eliot, en Tom & Viv, parece tan desconcertado por su matrimonio que dan ganas de reírsele en la cara. Y al Ed Wood de la película homónima se lo defiende simplemente porque no aprende, como si la incapacidad de adquirir destreza y sofisticación con el tiempo fueran un talento artístico. Wood, interpretado con un placer infantil (y cero desarrollo del personaje) por Johnny Depp, está tan conforme con sus primeras tomas el primer día de rodaje como lo estará cada día después, pese a que los resultados siguen siendo espantosos. Otro Idiota Sagrado: un Forrest Gump con megáfono, cuya inocencia es su fuerza y su armadura. Como película, Ed Wood es otro exercice de style deslumbrante; pero una vez más nos pide que dejemos el cerebro en la entrada, nos identifiquemos con un personaje estancado en la más tonta autoadmiración y la pasemos bien en el misterioso, inefable, surrealista encanto de lo premental.

    Lo único que parece prohibido mostrar hoy en el cine norteamericano es un intelectual capaz de comprenderse a sí mismo. La lucha por vivir una vida sin ilusiones ya no es visible en nuestras pantallas. Insisto en que la explicación no me parece económica: cuántos perfectos disparates han llegado a producirse –locuras de 30 millones de dólares como Juguetes o The Road to Wellville– que te obligan a restregarte los ojos y a preguntarte en qué diablos estaba pensando el estudio cuando las aprobó. No, la razón es que viola el último tabú: no puede haber gente pensante que no se engañe a sí misma.

    totalmente port

  377. Soy lo que quiero ser: voguing en Chile

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    El estilo de baile que nació en bares homosexuales estadounidenses de los 70 y 80 ya está en nuestro país. En realidad, ya forma parte de las rutinas de Rihanna y Beyoncé, y está en películas y series de TV. ¿Qué motivaciones e ideas hay tras este estilo? Aquí responde Mati Këller, un voguer chileno de 25 años: “Es como pegarle en la cara a toda la discriminación. El voguing es empoderarte de tu ser y pelear todo el tiempo. Pelear por quién erís tú”.

    por constanza gutiérrez

    El voguing nació en la década del 80, en la escena dragqueen de Harlem, Nueva York, como imitación de las poses que podían verse en revistas de moda. La historia cuenta que los homosexuales que solían bailar en clubs underground comenzaron a mirar las revistas y a imitar las poses de las modelos según pasaban la página, soñando con ser como esas mujeres privilegiadas: blancas, heterosexuales, millonarias. El estilo se hizo famoso mundialmente gracias al video de la canción Vogue, de Madonna, en 1990, y el documental Paris is burning, de Jennie Livingstone, pero para entonces el vogue o voguing ya contaba con unos cuantos años y había dejado de ser solo “posing”; se había complejizado hasta convertirse en un baile y una subcultura.

    Por un lado, se trataba de un baile en el que algunos jóvenes pobres podían cumplir su fantasía de ser superestrellas, moviéndose al ritmo de la música en una danza que imitaba una pasarela: caminatas en línea recta, posturas y giros con música house de fondo (por eso su nombre, Vogue, en honor a la Biblia de la moda). Por el otro, una subcultura que daba un hogar y familia a aquellos que no lo tenían: pronto los voguers fueron agrupándose en bandas de bailarines a las que llamaron “houses” (como las casas de moda), que constituían una familia y un apoyo para quienes eran expulsados de sus casas por ser homosexuales.

    Estas casas se configuraban tal como las familias biológicas tradicionales, pero sin lazos sanguíneos, en las que algún miembro cumplía una función maternal o paternal, haciéndose cargo de los jóvenes, que de otra forma serían vagabundos. El padre o la madre ejercía una figura de autoridad, los aconsejaba y guiaba, y se ocupaba de lavar, cocinar y otras labores domésticas. Al mismo tiempo, cada una de estas casas competía en balls, batallas de baile.

    Actualmente existen tres estilos de vogue: old way (el estilo anterior a 1990), new way (posterior a 1990) y vogue fem (aparece a partir de 1995), y en cada una de estas disciplinas hay una infinidad de categorías para batallar: en el old way puede haber batallas solo de manos, o solo de poses, o solo baile. El video de Madonna es solo old way. Si se trata de voguin fem, entonces puede haber desfiles de moda (runway) y estos pueden ser american runway o european runway. Existen batallas llamadas “face”, en las que solo se evalúa la belleza de las caras y hay hasta batallas de reading, en las que los participantes se sientan en una silla a confrontar maliciosamente a su contrincante, y este tiene que responder rápido, agudo, como en una batalla de rap.

    En Santiago

    En Chile existe solo un grupo de voguers, The House of Këller. Su fundador, Mati Këller, tiene 25 años, es uno de los primeros voguer en Chile y, junto a sus compañeros de trabajo de The House of Këller organiza las únicas balls de voguing que se hacen en el país. Hasta ahora han organizado cuatro, de face, runway y también baby vogue, para la gente que recién está aprendiendo y nunca ha batallado. La primera vez estas batallas se realizaron en la Academia Urban Body Work, en Bellavista, donde Mati Këller imparte clases, y ahora se hacen en el Espacio Arte Nimiku, en Irarrázabal, de siete de la tarde a 12 de la noche, sin alcohol. “Así no hay nada que impida que lo pasemos bien e interfiera con el espacio de seguridad que tiene la gente”, dice Këller, quien actualmente imparte clases de twerk tres veces por semana. Comenzó el año pasado, con tres alumnos, y hoy hace clases a 20 personas “de todas las edades, de todos los cuerpos, todos los géneros. Mi clase no es para crear bailarines, es para crear voguers, y los voguers no necesariamente necesitan bailar ni ser flacos”.

    ¿Qué es el girly style?

    A grandes rasgos, para que se entienda: el hip-hop es masculino, es rudo, es fuerte, tiene contraste de movimientos (rápido/fuerte), y había muchas niñas que querían tomar hip-hop, pero era demasiado masculino para ellas. Entonces acá empezaron a impartir estilos más femeninos y comerciales. Tiene muchos cortes con pelo, tirada al suelo, harta cadera, caminata exagerada, algo como Beyoncé. A eso se le llamó girly style. Este estilo existe en muchas partes, pero se le llama de diferentes formas.

    Mati Këller se inició en la danza gracias a sus compañeros del restorán Chancho Seis, donde trabajaba desde antes de salir del colegio. Al ser el más joven en el equipo de trabajo, todos en el local estaban preocupados por el camino que debía tomar al terminar la educación media. Lo aconsejaban. Y fue en el mismo restorán donde, gracias a una amiga y compañera de trabajo, quien había trabajado con la bailarina Vicky Larraín, que logró realizar su primera prueba: “Me hicieron un casting en el restorán, porque la Vicky Larraín es muy crazy. Yo la estaba atendiendo, le fui a dejar su plato y me dice ‘A ver, baila’, ¡Y yo no sabía qué hacer! No recuerdo qué habré hecho, el ridículo habrá sido. Y no me dijo nada, solo ‘Te veo el viernes a tal hora’. Y fui pos. No tenía idea de nada, pero me dieron la oportunidad, así que fui. Me becaron. Así empecé”.

    Pero encontrar la danza es una cosa y el lugar que más te acomoda dentro de ella otra. Después del Diplomado de Danza, Teatro Físico y Performance de Vicky Larraín, juntó algo de plata y entró al Centro de Danza Espiral, donde tomó clases de danza contemporánea, moderna y ballet. La investigación personal, por otro lado, lo llevó al taller del waacker Ángel Ceja, quien vino a Chile como profesor invitado al festival Street Dance Machine. Un paréntesis: el waacker es un estilo de baile que nació en los club LGBT de California en los 70, que se caracteriza por sus movimientos bruscos de hombros y brazos.

    Mati Këller se le acercó después de la clase y, luego de un rato conversando respecto al waackin, este le dijo “¿Conoces el voguing? Investígalo, porque eso es lo que eres: un voguer”.

    -Yo estaba conociendo el voguing, pero lo había visto como si fueran algunos pasos no más, como muchas personas que recién lo están conociendo. Entonces, en ese mismo evento, al finalizar, había unas batallas de baile y yo hice una presentación en la que mezclé los dos estilos, waacking y voguing, lo que sabía hasta ese momento. Y ahí caché que lo mío no era el waacking, era el voguing. Empecé a investigar, a buscar información en internet, a hablar como Tarzán en ruso, en alemán, en inglés… porque es una mafia en verdad. Todos estos estilos que son de los clubs son mafias, no hay una verdad absoluta respecto al lugar que vienen, quién lo inventó.

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    ¿Dirías que el voguing es más una cultura que un baile?

    Sí, es un todo. Es una actitud, una forma de vida, porque viene de poder hacer todo lo que se te ha negado siempre: que no podís ser femenino si erís hombre, que no podís ser femenina si erís mujer… es como pegarle en la cara a toda la discriminación. Y tiene un baile que tiene que ver con eso también: el voguing es empoderarte de tu ser y pelear todo el tiempo. Pelear por quién erís tú. Se creó en bares gays y clubs gays, pero hoy en día hay personas heterosexuales, chicas que se sienten muy cómodas ahí, porque el ambiente es para eso, para mostrarse, para empoderarte de todo lo que erís. Sin vergüenza, sin miedo.

    ¿Y qué significa para ti?

    Aceptar quién soy, no lo que me dijeron que era. El voguing es mi forma de vida, todo. Es interrogarme sobre cómo salgo a la calle, cómo me relaciono con las personas, cómo veo el mundo. Porque el mundo es malo, agresivo, peligroso; entonces trato de agarrar todo esto y ser fuerte. El voguing me da fuerza para seguir, para enseñar, para caminar y para querer seguir viviendo.

    ¿Por qué crees que revivió el voguing?

    El voguing siempre ha estado ahí, solo que ahora se puso más de moda en las academias de danza de Nueva York y Los Ángeles, y los artistas han empezado a incluirlo en todos sus shows. Y todo es comercial, si los artistas comienzan a meter cosas en sus shows, los fans quieren, los bailarines entrenan para poder trabajar con los artistas, entonces… ahora se puso full moda, está en Rusia, en Corea. Rihanna tiene el anti-tour donde está Dashaun Wesley, uno de los voguers más importantes del mundo; Danielle Polanco, la coreógrafa de Beyoncé, sale bailando voguing en sus videos; la película Magic Mike… en esta serie nueva de Netflix, The Get Down, aparecen unos voguers en el penúltimo capítulo.

    ¿Quiénes practican el voguing en Chile? ¿Hay una clase social que esté más presente?

    A pesar de que todos pueden bailar, en el baile se nota tu historia, que es lo más importante. Se nota el sufrimiento, las ganas de querer ser alguien. Tu baile lo dice todo. Hay gente que está acostumbrada a tener un privilegio de poder estar en cualquier lugar sin que lo cuestionen y otra que solo tiene ese espacio para dar la vida, porque afuera no puede hacerlo, y eso se ve cuando estás bailando, cuando alguien está bailando y se ve que está cómodo ahí, cómo se muestra en el escenario, cómo disfruta el bailar. Hay gente que está acostumbrada a ser siempre figura, entonces eso se ve bailando. Siempre, siempre, siempre, la persona que más sufre, la más pobre, es la que baila mejor. Sorry, jaja. Es la que tiene más elementos y fundamentos para poder mostrar. No quiero decir que la gente que tiene otro nivel económico no pueda bailar, pero si sabes mostrar tu historia y sabes comunicarla, aunque no sea algo estudiado, se nota mucho. Eso es lo que se nota en las batallas: tengo que saber lo que te está pasando. No tienes que decírmelo, tienes que sentirlo.

    ¿Tienes alguna motivación extra para dedicarte al voguing, algo así como un ideario?

    Sí. Siento que el voguing te enseña a aceptar quién erís. Quizás yo ya pasé esa barrera del prejuicio conmigo mismo, con mi cuerpo, con cómo me comporto frente a las personas porque me pueden criticar por ser femenino, porque ando masculino, porque tengo un zapato rosado. Y esas cosas que son banales para algunas personas, son súper importantes para otras, y siento que si a mí me sirvió, necesito ayudar a otras personas a que también salgan de ahí. Hay personas que se mueren queriendo hacer algo y no pueden por miedo a que esta sociedad de mierda los tire para abajo, los mate, les pegue. Entonces, siento que esto tengo que mostrarlo y qué mejor que bailando, que es algo súper liberador. Y la deconstrucción por supuesto, mostrar. Enseñarle a la gente que nada es como te dijeron que era sino como tú quieres que sea, porque al final vivimos en muchas estructuras y pensar así también puede ser una. Lo más sano para todos es hacer lo que uno quiere hacer, no lo que te dijeron que tenías que hacer.

    ¿Piensas que el voguing te ha dado un lugar en el mundo?

    Sí. Me enseñó a mostrarme sin vergüenza y, después de eso, todo ha fluido. A pesar de que no he ido a Estados Unidos a batallar, me conocen en Francia, en Berlín. Tengo amigos que han viajado y que allá les dicen que me conocen, que saben que estoy haciendo esto. Me he sacado tanto la cresta trabajando y mostrando esto, que me ha dado una herramienta súper importante para romper esquemas, invadir espacios, para poder trabajar con gente e incluir. Encontré mi lugar y me encanta. Me encanta tener ese poder frente a los espacios. Antes no podía hacerlo. Ocupo todo ese poder que me dio el reconocimiento de mi trabajo para incluir a más gente y para poder mostrar que todos pueden hacerlo. Y me considero un líder positivo, porque no puedo trabajar solo. O sea, podría trabajar solo y sería más fácil no estar preocupado de grupos de personas o enseñarle a gente, pero siento que no gano nada trabajando solo. Entre todos vamos a crear algo mucho más grande.

    ¿A qué te gustaría llegar: autosustento, fama, estar en todas partes?

    Mi objetivo principal es ser feliz. Y luego deconstruir todo el tiempo. Deconstruir, deconstruir, deconstruir. Porque esa es la única manera de que las personas puedan sentirse cómodas, porque están todo el tiempo pensando qué es lo que deberían hacer, cómo deberían comportarse. Eso cansa demasiado. Mientras las personas dejen el prejuicio de lado y dejen el miedo de lado, vamos a poder ser todos más bacanes.

    (Fotografías: Camila Hurtado)

  378. Revolver la tradición

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    El paradero reclama ser leído más que como un objeto arqueológico o museológico –un viejo trasto de la dictadura–, como un imán oscuro, que revuelve la tradición e impacta en nuestra narrativa actual como una bomba casera.

    por lorena amaro

    Mucho se ha escrito sobre la poesía experimental chilena: Vicente Huidobro, Nicanor Parra, Juan Luis Martínez. En la narrativa, sin embargo, ha primado entre nosotros el realismo: desde Blest Gana y el criollismo, a la novela social e incluso las representaciones más recientes de los nuevos novelistas chilenos. A pesar de ello, creo que de todos modos habría material para escribir sobre una tradición narrativa marginal en Chile: Juan Emar, Alfonso Echeverría, Cristián Huneeus, Mauricio Wacquez, Diamela Eltit, José Donoso, Cynthia Rimsky, Sergio Missana, Lina Meruane y, entre los más jóvenes, Matías Celedón, entrarían en ella. Sin duda, todos esos nombres resuenan más en la memoria de los lectores chilenos que el de Juan Balbontín, autor de El paradero. Pero si existe una tradición excéntrica y política de nuestra narrativa, este breve relato debiera ocupar en ella un lugar central.

    Escrito en los años más duros de la dictadura, hacia 1976, y publicado en 1989 con un tiraje de 500 ejemplares, El paradero ha sido prácticamente clandestino. En no más de 40 páginas, su narrador relata la historia de un personaje varado en un paradero de micros, que espera, en un confuso tramado erótico, la aparición de una mujer o de una fantasmagoría de mujer. Las frases que ocupa han sido evidentemente desmanteladas y vueltas a montar, en construcciones sintácticas que frenan la lectura, la detienen, la hacen volver atrás: “Todas las noches y no por complejo de Cenicienta, esperaba media hora la media noche […] Fue olvidándose y poco a poco a una mujer conocida que nunca había visto esperó, y por cada falda verde, desde la esquina a un bus, o al revés, en movimiento o detención aparecía, su cuerpo era menos cuerpo canibalizándose en emociones, que luego, al recoger: piernas, rostros, detalles, sombras, manos, desaparecían”. La alteración de la frase parece hablarnos de la alteración de la espera, de la anomalía de aguardar algo en un paradero, entonces, en los años de la represión, cerca de la medianoche.

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    El libro se acompaña de un importante aparato crítico, en que es posible ver la relación de la escritura de Balbontín con el proyecto artístico del CADA: un brevísimo prólogo de Raúl Zurita; un epílogo de dos páginas, escrito por Diamela Eltit y un ensayo algo más extenso de Eugenia Brito, cuyo texto está fechado, al igual que los otros, en 1989. La edición de Cuarto Propio añade a esta propuesta inicial un cuarto acercamiento al texto, de Walter Hoefler, fechado en 2002. El mismo Hoefler llama la atención sobre los muchos paratextos que acompañan la edición de 1989: “Se trata aquí de una estética de la recepción solidaria, que acompaña y resguarda al texto al legitimarlo”. Prácticamente todos esos acercamientos reviven la amistad y se refieren a la solidaridad de un grupo. Así, Brito dice del texto que se trata de “uno de los momentos más lúcidos de nuestra generación en la tarea de re-crear nuestra historia”. Hay una apropiación generacional del texto de Balbontín, un exceso de discurso que señala a gritos el enorme silencio crítico en torno a este relato, sobre el que no se ha escrito prácticamente nada más que los textos mencionados.

    El protagonista de El paradero preludia la aparición de L. Iluminada, la protagonista de Lumpérica, en las calles de la dictadura. Ambos personajes ponen el cuerpo en la escena pública, una escena demacrada, angustiosa, temible, en que el problema es estar sujeto a la arbitrariedad del poder. En este sentido, Cuarto Propio ha acertado en publicar el libro con la misma imagen de portada que el de 1989, una suerte de negativo de La Moneda. Ese paradero peligroso del protagonista, que se va quedando vacío conforme avanzan las medias horas, es la otra cara del palacio presidencial, de los discursos oficiales, de una forma de opresión omnímoda que nadie que haya vivido en esos años puede o debe olvidar.

    En el ensayo “Literatura argentina reciente: cuanto más marginal, más central”, Damián Tabarovsky plantea la posibilidad de una tradición “loca, rara, inclasificable” en su país, que perturbe el “estado de la frase” aunando excentricidad y dimensión política. Para Tabarovsky, solo eso –la pregunta por la frase– haría realmente política a una literatura. El fraseo de Balbontín responde a esa estética y pertenece, sin duda, a lo que Deleuze y Guattari han explorado con otras palabras: una “literatura menor”. Su texto reclama ser leído, más que como un objeto arqueológico o museológico –un viejo trasto de la dictadura–, como un imán oscuro, que revuelve la tradición o las tradiciones y que impacta en nuestra contemporaneidad narrativa –en que señorean nuevos realismos– como una bomba casera. Desprolijo, enigmático, plural. Virgen aún.

  379. Las grietas del futuro

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    Cynthia Rimsky ha logrado perfilar una mirada propia sobre los objetos y situaciones que observa, incluso a riesgo de construir, en esta novela de la dictadura, un mundo en esencia antipático: la mayoría de los personajes se encuentra de algún modo degradado y la protagonista expresa una abierta superioridad moral.

    por lorena amaro

    Carlota Caldini, protagonista de El futuro es un lugar extraño, tiene un fantasma, una joven de 20 años que bajo la dictadura era una periodista en ciernes y corría por las calles de El Salto entre barricadas y compromisos políticos, para desaparecer de la vida de sus compañeros de lucha una noche de caos e incertidumbre.

    Caldini dirige sus pasos hacia aquella noche; ese fantasma es y no es ella misma, una mujer que acaba de separarse de Rocha –un rencoroso intelectual en declive–, a la que una serie de minúsculos acontecimientos y presagios la hace volverse hacia aquel tiempo marcado por la lucha y la esperanza política.

    En su exploración, la protagonista observa su presente con extrañeza, ironía y desazón. Así describe el barrio El Salto, otrora bastión de lucha contra la dictadura: “Y aunque hubiera un apagón y pusieran velas en las ventanas, como según el buscador se iluminaban en 1986, de la calle no se vería la llama. Tuvo que haber ocurrido una catástrofe para que los pobladores buscaran la seguridad tras esas fortalezas parchadas. Imagina a la joven de 20 caminando por los pasajes de tierra, cada paso la separa de las tentaciones que años más tarde configurarán el Registro Nacional de la Entrega” (esto es, el registro de la vergüenza, de las prebendas y los arreglos políticos).

    El futuro es un lugar extraño es una novela incómoda. Es por eso que, más que destacar su calidad escritural y hablar de la “consolidación” de una obra –lo que sería demasiado fácil en el caso de Rimsky, con ya varias novelas a su haber, muy bien recibidas– interesa apuntar a esa incomodidad, a cómo la autora ha logrado perfilar una mirada propia, excéntrica en el mejor sentido, sobre los objetos y situaciones que observa, incluso a riesgo de construir ahora un mundo en esencia antipático, en que la mayoría de los personajes se encuentra de algún modo degradado.

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    Si bien la narración es en tercera persona (inteligente estrategia en un tiempo de excesivas declaraciones autoficcionales), es intenso el foco en la subjetividad de Caldini, su voz, su forma de mirar hacia la calle desde alguna de las muchas ventanas de su departamento, para explorar la vida material de los vecinos. Ella registra los sonidos, las apariciones entre los escombros, los gestos, las breves renuncias y los inútiles apasionamientos de esos fugaces personajes: los viejos que atienden el desolado café Roma, su vecina la Yugoslava, el vendedor de diarios y el de las verduras, empleados del Parque Municipal… en suma, toda la bullente y por lo general ignorada vida del centro santiaguino. Es por esto que la derrota en la novela tiene algo de coral, como lo tienen también la perplejidad y el deseo de reconstituir el tejido del pasado. Entenderlo y rescatarlo.

    Rimsky no ha cejado en apuntar en este nuevo libro a un universo material en que los objetos hablan y callan de manera significativa, como lo hacían en Ramal y Poste restante. En ese mundo las grietas de una casa, después del terremoto del 2010, deben ser leídas, estudiadas, oídas. Las grietas hablan, como habla el propio presente agrietado y una novela que muestra sus fisuras, que ironiza sobre sí misma, sobre el sentido de escribir el pasado, de volver sobre él.

    ¿Cómo vincularse con la historia? ¿Cómo entender el presente cuando sabemos que es un futuro espurio, el futuro que de jóvenes nunca hubiésemos querido presenciar? Caldini, con su voz espesa, pesada, en cierta forma socrática –es difícil “quererla”, ya que por momentos es demasiada su superioridad moral, su gesto aleccionador, su inteligencia a la que no se le va una– retrocede los pasos necesarios para hacer que el pasado y el futuro se toquen y estallen en un gran e implosivo final.

  380. La experiencia estética

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    En Dadá, el cambio radical del siglo XX, Jed Rasula, emprende un recorrido fascinante por el movimiento vanguardista. Armado a partir de biografías breves de Tristan Tzara, Hans Arp, Hugo Ball y Janco, entre otros, con el correr de las páginas esta investigación acuciosa se convierte en un material literario tan bien preparado como servido, que deja al lector en condiciones de recorrer las calles de Zürich, Berlín, París o Nueva York como si fuese uno más de sus personajes.

    por federico galende

    En la portada aparece en blanco y negro una foto, en la foto dos hombres toman a un tercero que hace equilibrio en el aire. La pirueta no da la impresión de ser muy osada, pero traza en conjunto la imagen de una pirámide enclenque que está a punto de venirse abajo: los rostros de Hans Arp y Hans Richter sonríen mientras sostienen a Tristan Tzara. Y el rostro de este, juvenil y redondo, habla de su precocidad: se había acostumbrado desde que dejó su Rumania natal a ser el benjamín de la tribu. No le importaba que sus compañeros fueran más grandes que él ni haber tenido apenas 15 años la noche en la que llegó a alojarse en la pensión Altinger, la misma que su compatriota Janco, en la Zürich neutral durante la Primera Guerra Mundial.

    La pensión quedaba a cuadras del viejo café que Hugo Ball había arrendado a un marino de Holanda con el fin de levantar allí un cabaret, el delirante Cabaret Voltaire, donde un grupo de amigos reunidos en torno a una dama que tenía dos mariposas tatuadas en sus nalgas improvisaba un espectáculo de variedades y en el que Tzara leía ante un público reducido poemas que iba extrayendo de los bolsillos. El viaje se lo habían pagado sus padres para evitarle el servicio militar (los judíos estaban obligados a realizarlo, pese a que en Rumania no se les reconocía la nacionalidad) y antes de llegar a Suiza, donde todo empezó, ya se había inclinado por esta vida de poeta atípico y payaso algo desventurado. Lo segundo quedaría plasmado en el seudónimo que escogió para sí mismo: Tzara es la traducción fonética de tara, que en Rumania significa “patria”, en circunstancias en las que Tristan, nombre de su poeta preferido Tristan Corbière, alude también a “triste”. Tristan Tzara, triste en su patria.

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    La patria en la que Tzara estaba triste iba quedando por suerte cada vez más atrás, aunque por la mirada que aparece en la foto, había una porción de su tierra que el poeta todavía echaba de menos. La foto ilustra la portada de la edición castellana de Dadá, el cambio radical del siglo XX, escrito por Jed Rasula, quien a lo largo de casi 400 páginas despliega un fascinante ensayo novelado sobre la génesis imprecisa del mítico movimiento. El libro transcurre a través de un puñado de biografías breves bien calibradas, que se van montando unas encima de otras o cruzándose entre sí.

    El autor esboza esas biografías, que a ratos asoman más bien como perfiles, por medio de frases vivaces y desaliñadas, soltadas un poco a la rápida, como si con ese método de desmoldes apresurados estuviera convencido de transferir al lector un conjunto de anécdotas fragmentarias más reales o inmediatas. Y es que la gracia de Rasula consiste precisamente en eso: en convertir una investigación acuciosa en un material literario tan bien rumiado como servido, que deja al lector en condiciones de recorrer las calles de Zürich, de Berlín, de París o de Nueva York como si fuese uno más de sus personajes.

    A pesar de que en lugar de respetar una línea temporal los capítulos estallan o chocan entre sí, como si operaran a combustión o por medio de anécdotas que cesan y continúan, que se deshilachan en una página para volver a aparecer más adelante o para retroceder hacia una escena anterior, el libro tiene un principio y un final: comienza con las giras de los excéntricos Hennings y Ball tratando de atraer con sus números de vaudeville a una Europa concentrada en la crueldad de la guerra y se cierra con la pregunta acerca de si toda esta historia tuvo alguna vez algo de cierto.

    La pregunta no está de más en un contexto en el que todas las vanguardias de principios del siglo pasado, con el dadaísmo a la cabeza, adolecieron de un ahora preciso. Mejor, su historia fue reconstruida de pronto por la imaginación,  una imaginación que terminó inventándolas en retrospectiva, cuando ya ni siquiera existían.

    Contra esas fabulaciones, la fórmula de Rasula no es proponer otra verdad, como si el pasado reconstruido tuviese un reverso o una faz literal que debe ser revelada, sino invitar a una lectura que se funda más en los animados cuadros de vida que el libro va describiendo, que en las teorías que insisten en compartimentar esas prácticas con el fin de devolverlas a una corriente estética en particular. Esto explica su proceso, consistente en que el tema propuesto termina por coincidir con el medio expresivo que el autor emplea para abordarlo. Quizá por esto las frases de Rasula se precipitan sin dar la impresión de responder a un plan previo o un guión premeditado, como si nacieran ya contagiadas por la reunión libre de materiales, cuerpos y prácticas que enumeran.

    La tesis del libro, si hubiese que atribuirle una, es que ese conjunto de cuerpos, prácticas y materiales debe ser comprendido más como piezas de una experiencia estética heterogénea que como elementos de esa corriente prolija y afinada que en los manuales de historia del arte fue calificada con el nombre de dadaísmo. Se supone que lo que había nacido un día de 1916 en Suiza, por entonces inmune a la guerra a la que un Freud preocupado dedicaba ese mismo año sus reflexiones sobre el duelo y la melancolía, y Benjamin un conocido ensayo sobre la aflicción de la lengua humana, era un microbio distraído y vigente que se propagaría primero por la Alemania de Weimar para deambular por el resto de Europa después y por Nueva York al final.

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    El microbio (la palabra la usó Tzara en el Manifiesto de 1918, escrito a dos años de que el Cabaret Voltaire se cerrara) había partido por introducir una típica guerrilla cultural de tocadores y gabinetes en el corazón solemne de la Primera Guerra. Y ahora se ramificaba por el planeta a caballo de contorsionistas, faquires, funámbulos, tragasables, un pianista y una cantante que compartían un solo objetivo: decir que “no” a todo. Ese “no”, por supuesto, podía ser tan enfático como un “sí”. Lo interesante es que “cuando ese sí-no se cargó de electricidad como una corriente alterna –escribe Rasula–, demostró ser ingobernable y desbarató todos los esfuerzos de inventores y patrocinadores por canalizar la contradicción hacia un resultado mínimamente predecible”.

    En realidad, era difícil pensar en un resultado cuando la misma palabra que llegó para designar esa experiencia estética –la palabra dadá– podía aludir tanto al rabo de una vaca sagrada en una tribu remota de África, como a un sí-sí enunciado en rumano o en ruso o a una madre o un cubo en ciertas regiones de Italia. La palabra, dicho en breve, no significaba nada: era una papilla tan etérea como el movimiento al que refería, una suerte de espantapájaros indiferente, sembrado en la encrucijada de una catástrofe, como insinuó Hugnet.

    Los artistas que formaron parte del movimiento desde el primer día (Ball, Hennings y Tzara, entre otros) no tardaron en emigrar a Berlín cuando en Zürich fue clausurado el Voltaire, donde se les sumaron artistas de la talla de Hans Richter, Hans Arp, Heartfield o el mismo George Grosz. La fundación del célebre Club Dadá, tan repentina y fugaz como casi todos los emprendimientos del grupo, no podía no coincidirse con un remolino tan enérgico como creativo, que se abría paso entre los soldados que comían salchichas sentados encima de sus tanquetas, los crímenes seriales que proliferaban en la Alexanderplatz, los emigrados rusos que anhelaban los tiempos del Zar, el cine expresionista de Murnau o Fritz Lang y el trabajo de los constructivistas que comenzaban a llegar desde Moscú.

    Detrás de las performances realizadas en el Club Dadá se ocultaba un hombre discreto al que Rasula destina páginas memorables. El hombre era Rudolf Laban, un coreógrafo austríaco de origen húngaro que, anexando las experiencias de los bailes árabes y negros, de donde provenían muchas de las máscaras que Janco diseñaba para los actores y varios de los objetos orientales que poblaban el imaginario dadá, trabajaba para emancipar la danza de la esclavitud a la que había sido sometida tradicionalmente por los dictados del drama. Las coreografías que ahora preparaba para los dadá liberaban la exigencia expresiva de toda atadura a la música y anudaban los cuerpos a un uso libre del espacio y el movimiento. En 1936 cometería el “pequeño” error de componer la coreografía para la inauguración de los Juegos Olímpicos de Berlín, donde la notación particular de sus danzas (la cinetografía, pariente de la biomecánica que en la URSS había sido desplegada por Meyerhold) no parecía tener mucho que ver con la estetización del cuerpo de las masas de las que ese mismo año hablaba Walter Benjamin y que verían con precisión la luz en el cine de Leni Riefenstahl. Pero en el libro de Jed Rasula esto ya no aparece y las intrigas que siguieron a ese debate entre los modos de juntar los cuerpos fue ya suficientemente merecedora de otros ensayos y otras teorías.

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  381. Diego Portales: un cadáver longevo

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    En febrero de 2005 se iniciaron los trabajos de construcción de una nueva cripta en la catedral de Santiago, adonde se proponía instalar los féretros de sus obispos y deanes. Como se trataba de un edificio patrimonial en un terreno lleno de restos históricos, las excavaciones se realizaron bajo la mirada de un equipo de arqueólogos. Primero aparecieron fragmentos de huesos y otros restos sin interés; el martes 8 de marzo se encontraron dos ataúdes. Nada revelaba la identidad de los cadáveres.

    Pero se sabía que Diego Portales había sido enterrado en la catedral. La prensa y el gobierno se hicieron parte. Durante días se especuló sobre el hallazgo, a la espera de evidencia concluyente. Un documental registró in situ el proceso de investigación forense. Abiertos los ataúdes, los cuerpos, sometidos a técnicas de embalsamiento parecían ruinas apergaminadas. Al rato, la identidad de los cadáveres pareció asible gracias a varios indicios: un orificio de bala, una mandíbula destrozada, una perforación de bayoneta, un manuscrito con tinta desvaída, unos restos de vestimentas. El supuesto ataúd de Portales fue trasladado a un hospital. Ahí se le aplicaron pruebas de escáner que confirmaron la sospecha. Portales nunca se hizo retratar, todas sus imágenes son representaciones hechas de memoria. Ahora esas tentativas se revelaron fieles al original. Después de 168 años de sepultura incógnita, la momia de Portales, el despiadado guardián del orden, irrumpió para recordarnos que siempre ha sido algo más que un personaje confinado a una época remota.

    En varios tramos, la historiografía chilena ha sucumbido a la fascinación por Portales. Fascinación no quiere decir solamente admiración o incondicionalidad. Los detractores del ministro, que abundan, han aportado tanto como sus seguidores a la consagración de Portales como mito de origen de la República. Tras su asesinato en los altos del Barón, en los alrededores de Valparaíso, Portales recibió homenajes que rondaron la idolatría. Santiago se quedó con el cuerpo; Valparaíso, con el corazón. Ese sería el destino de Portales: convertirse en un ídolo que, como todo ídolo digno de ese nombre, además de adoradores tendría profanadores. Durante el gobierno de Montt, los conservadores le erigieron una estatua para consagrarlo como el gran estadista de Hispanoamérica. En respuesta, José Victorino Lastarria lanzó un libro de combate, un “juicio histórico” que inició el esfuerzo de los liberales por tumbar simbólicamente esa estatua y ponerle freno a la “reacción colonial” que habría asfixiado el espíritu democrático de la revolución de Independencia.

    El consenso atrofia, el disenso tonifica. Cuando todo el mundo coincide en la apreciación de un personaje, este declinará en la esfera pública hasta volverse irrelevante. Sin fricción, la sangre deja de circular. Pasa todo lo contrario con las figuras que motivan juicios contrastantes y hacen hervir la polémica. Portales seguía haciéndolo varias décadas después de muerto. Por eso ha tenido una activa vida de ultratumba; por eso ha sido un cadáver longevo. Nunca se ha apagado el debate en torno a la significación de su rol histórico. Porque Portales encarna una tradición política, la del autoritarismo como freno de mano a la profundización democrática, que cada cierto tiempo vuelve a robarse la película.

    En el siglo XIX, cuando la educación retórica derivada de los clásicos aún inculcaba dotes para la diatriba, el ejercicio de esgrima intelectual alrededor de Portales sacaba chispas. Hay que pensar en el barullo en torno a Allende o Pinochet para hacerse una idea del tono crispado que circundaba la memoria del ministro. Como todavía había mucho en juego, varios de los escritores políticos más importantes de la época le destinaron páginas donde el reposado escrutinio histórico se mezcla con la instrumentalización ideológica más descarada, la pasión iconoclasta y los cantos de alabanza.

    Si pensamos en su etapa como artífice del orden conservador, salvo por las cartas rescatadas por Benjamín Vicuña Mackenna, autor de la primera biografía bien documentada de Portales, este no escribió nada que uno pueda leer para captar la faceta íntima del personaje. Portales habla sobre todo por sus hechos. Y también por sus leyendas, a veces más iluminadoras que los primeros. Se supone que decía creer más en los curas que en Dios; también que estaba dispuesto a fusilar a su propio padre, apenas le diera por revolver el gallinero.

    Portales empuñó el poder con mano firme. Su correspondencia guarda pasajes sardónicos de antología. Expatrió, dio de baja y persiguió a los liberales con una pasión que cuesta separar del odio. Tampoco se privó de amedrentar a sus colaboradores cuando les temblaba la mano. La desgracia ajena no le quitaba el sueño; sí la amenaza de las conspiraciones. Inventó el sistema de los “presidios ambulantes”, jaulas montadas sobre carretas donde se encerraba a delincuentes y opositores para emplearlos como mano de obra en la reparación de los caminos cercanos a Santiago y Valparaíso. “Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados”, decía, “son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres”. Repartió palos. El bizcochuelo se lo dejó a las moscas.

  382. Susan Sontag y el entusiasmo europeo

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    por cristóbal carrasco

    En una antigua entrevista, de pie sobre la torre Eiffel, Susan Sontag habla en francés: “Un escritor puede hacer cualquier cosa, puede pensar sobre cualquier cosa, involucrarse en cualquier cosa”. Aunque el lugar de la grabación parezca accidental, su estadía en París no lo era. Según cuenta Daniel Schreiber, autor de Susan Sontag. Intelectualidad y glamour, su interés y compromiso con Europa se inició en la infancia, tras la temprana muerte de su padre, quien falleció en China cuando ella tenía seis años. “Lo que a Susan le quedó de su padre –cuenta Schreiber– es esa nostalgia especialmente marcada por los países lejanos y una marcada inquietud: el deseo de viajar para hallar explicaciones (…) De pronto, para esa niña Europa resultaba tan lejana, fantástica, glamorosa y desconocida como China”, escribe el biógrafo.

    El contacto inmediatamente posterior de Susan Sontag con la cultura europea refiere a la lectura de Kafka y a su encuentro con Thomas Mann en la adolescencia, cuando el escritor alemán vivía en Los Ángeles. Ambos escritores fueron para Sontag, como ella dijo más de una vez, “la base y el fondo”, lo que la ayudó a encontrar su identidad como escritora y la puerta definitiva a la cultura europea, entendida ni más ni menos que como “fuente de toda cultura”.

    Pudo haber sido, también, el inicio de su distanciamiento de la cultura norteamericana. En una entrevista citada en esta biografía, Sontag incluso dice que siempre había juzgado a Norteamérica como una “colonia europea” (dicho lo anterior, la curiosidad de la novelista y ensayista parecía incombustible: al igual que el cine europeo o Freud, la literatura estadounidense o el sonido de Bill Haley y sus cometas le resultaban igualmente inspiradores).

    ***

    Schreiber relata que la primera estancia de Sontag en París en 1958, luego de separarse de su marido, Philip Rieff, produjo tal anhelo y deslumbramiento que dejó de pensar en una carrera académica y comenzó a experimentar, por primera vez libremente, sus deseos sexuales. Empezó una relación amorosa con la escritora Harriet Sohmers, iba a fiestas con Allen Ginsberg y Jean-Paul Sartre, y pudo dedicar mucho tiempo al cine y a intereses vistos con cierto desdén en la universidad. En Estados Unidos era diferente. De hecho, años antes le había resultado imposible a Sontag contarle a su esposo que había disfrutado la película de Bill Haley. Como dice Schreiber: “En París aprendió que la formación de la opinión personal no era menos que un drama existencial, que la adopción de una posición intelectual puede estar influenciada por intuiciones, preferencias e idiosincrasias personales, ante todo cuando no son parte de un discurso académico”.

    Fue en París donde su entusiasmo vital por la cultura (la literatura, el cine, los viajes y la música) se convirtió en una decisión: la de convertirse en escritora. Schreiber dice que “a diferencia de otros escritores que escriben porque tienen algo que decir, Sontag, a la inversa, quiere escribir para tener algo que contar”. Da la sensación de que París (o lo que vio y vivió allí) le otorgó esa libertad.

    Sontag volvió a Nueva York y vivió esa época bajo el frenesí que había conquistado en París. Su pareja, Harriet Sohmers, la acompañó a Estados Unidos y le presentó a María Irene Fornés y Alfred Chester. Entre ellos vivieron un affaire a tres bandas, complicado y violento (cuentan que “eran capaces de lanzarse botellas de cerveza por la cabeza, acusándose de no amarse más”). Alfred Chester se separó de las tres y acusó a Sontag de ser su “odiada rival literaria”, para suicidarse años después. Sin embargo, la relación entre Fornés y Sontag resultó ser duradera: vivieron juntas dos años y, como cuenta Schreiber, fue una de las épocas más felices en su vida.

    En 1963, Sontag irrumpió en la escena literaria norteamericana con la publicación de El benefactor y Contra la interpretación, una novela y un volumen de ensayos en el que ya se vislumbra su calidad como crítica. Sontag seguía viajando regularmente a Europa. “Pasó los veranos en París –leemos en la biografía– y viajó además a Checoslovaquia, Yugoslavia, Alemania, Marruecos, Italia, Cuba, Vietnam, Laos, Suecia e Inglaterra”. Visitó Suecia nuevamente a fines de los 60 para grabar dos películas (Duet for Cannibals y Brother Carl) y se radicó, desde comienzos de los 70, en París. Mucho tiempo después diría que su intención de vivir en París pasaba, en parte, porque “le gustaba estar en un lugar que no fuera Estados Unidos”.

    Schreiber explica que desde mediados de los 60 Sontag atravesó por una crisis personal que afectó su obra de un modo directo. Sufría permanentemente por su temprana exposición pública y no le gustaba estar asociada a la imagen de “radical chic”. Además, estaba ahogada financieramente. Sus dos películas fueron un desastre económico y el dinero que recibía por los derechos de sus libros no era suficiente para pagar sus viajes y los dos departamentos que pagaba, en Nueva York y París. Se alejó de los ensayos (“es una carga ser considerada en primer lugar como ensayista”, dijo en esa época) y se negó a dar conferencias para ganar dinero (“¡Beckett no lo hubiera hecho!”, afirmó).

    Para quien haya leído los diarios de madurez de Sontag, La conciencia uncida a la carne, esa crisis es evidente. Donde antes prevalecía el entusiasmo, ahora había miedo, abatimiento y una constante sensación de inseguridad. Sin embargo, Schreiber agrega que Sontag sentó en esa época “de desorientación e incapacidad” las bases de su nuevo registro: la publicación de relatos (reunidos en la colección Yo, etcétera) y de tres de sus libros más importantes: Sobre la fotografía, La enfermedad y sus metáforas y Bajo el signo de Saturno, publicados a fines de los 70 y comienzos de los 80. París fue, podría decirse, el lugar donde ella nació y renació como escritora.

    Sobre la fotografía y La enfermedad y sus metáforas son obras esenciales en el corpus creativo de Sontag, pero la publicación de Bajo el signo de Saturno dio cuenta de dos cuestiones fundamentales: su vuelta al ensayo literario (Sontag dirá que tras su publicación había llegado al final de lo que el ensayo podía significar para ella) y su interés y admiración casi absoluta por la cultura europea.

    Si su primer libro de ensayos, Contra la interpretación, ponía énfasis en el cine de Godard (a quien conoció en París) y de Bresson, las obras de Ionesco y las novelas de Sarraute, Bajo el signo de Saturno expresa, por sobre todo, una especie de política cultural: aquella que tiene como fin acercar el arte europeo al mundo norteamericano. Quizá por lo mismo, el libro que contenía textos sobre la obra de Artaud, Leni Riefenstahl, Walter Benjamin, Barthes y Elias Canetti fue mucho mejor recibido en Europa que en Estados Unidos.

    Schreiber cuenta que gran parte del tiempo que ocupó Sontag tras la publicación de ese libro fue invertido en su trabajo cultural y político, consistente en la publicación de prólogos para autores “que buscaba apoyar con su propia popularidad”. Así, redactó introducciones para las obras de Marina Tsvetáyeva, Roland Barthes y Robert Walser. Un amigo de Sontag recuerda que “su meta explícita era hacer conocidos en Estados Unidos a autores europeos que ella encontraba interesantes, así como conseguirles editor”. Sobre ese punto, Schreiber tiende a lamentarse, porque en esos años Sontag prefirió dedicarse más a la difusión de escritores extranjeros que a la creación de una obra nueva. Sin embargo, no hay razón –salvo la de aquellos que creen que la ficción puntúa más que el ensayo o la crítica– para pensar que ese trabajo de difusión no pueda ser considerado una obra en sí misma, una pura y genuina intención de tender lazos entre dos culturas que parecían alejarse después de la Segunda Guerra Mundial.

    * * *

    Susan Sontag estaba en Berlín el 11 de septiembre de 2001. Debía dar una lectura de su novela En América, y sin embargo leyó un texto sobre los atentados que, días después, publicaría The New Yorker. Ese artículo fue la última y, quizás, la más importante de las diatribas que emprendió contra el pensamiento norteamericano (o la política o el espíritu). En el artículo, rechaza que los ataques a las Torres Gemelas sean tildados de cobardes y responsabiliza a la política exterior estadounidense de ellos. Cuenta Schreiber que Sontag debió defender su posición frente a quienes la consideraban una “traidora” o una “idiota moral”, frases que venían incluso de la izquierda liberal norteamericana. Criticó también la guerra contra el terrorismo iniciada por Bush (“una guerra fantasma”, la llamaba) y las torturas en Abu Ghraib.

    Sontag pensaba que sus argumentos eran de sentido común. Casi 30 años antes había vivido una polémica similar, en la que también parecía tener especial vocación para adscribirse a posturas antipopulares. Durante una conferencia en apoyo al movimiento sindical polaco Solidaridad, afirmó que los intelectuales de izquierda –incluida ella– no habían criticado con la dureza necesaria a los regímenes comunistas. En esa época, ella también fue acusada de traidora (su discurso terminó entre abucheos, relata Schreiber) y debió explicar sus dichos durante meses.

    Había algo en sus críticas que revelaban una incomodidad, una sensación de que había un lugar mejor donde estar, donde sus opiniones no serían consideradas sacrílegas. Para ella, Europa representaba eso. De hecho, a fines de los años 80 escribió el ensayo “La idea de Europa (otra elegía más)”, que aparece en la recopilación Cuestión de énfasis. Allí intenta esbozar la Europa que vendrá después de la caída del bloque soviético y las implicancias que tendrá para la cultura europea. Sontag dice que Europa libra una lucha por “mantenerse europea”, en circunstancias de que todo ha cambiado y ya se ven “taxistas sijs en Frankfurt y mezquitas en Marsella, médicos italianos en hospitales de Nápoles, Roma y Turín queSusan practican extirpaciones del clítoris a hijas pubescentes de inmigrantes”.

    Sontag comprende su lealtad a Europa “como seguir escribiendo a mano cuando todos están usando una máquina de escribir”. Teme que el viejo continente se “modernice” del mismo modo en que Estados Unidos y Japón lo han hecho; y que en consecuencia se pierda el mundo en el que ella se ha sentido cómoda. La Europa “del arte excelente y la seriedad ética, de los valores de la privacidad y la introspección y del discurso no amplificado y hecho a máquina: la Europa que posibilita las películas de Krzysztof Zanussi y la prosa de Thomas Bernhard y la música de Arvo Pärt”.

    Como en muchas otras ocasiones, la idea de Sontag resulta conmovedoramente anticipatoria. Entiende que ese lugar que admiró estaba destinado a perder protagonismo. Por eso, no parece tan extraño que los últimos sucesos ocurridos en Europa (el Brexit, el auge nacionalista, la consternación por el islamismo radical) sean un reflejo de esa pérdida.

     

  383. Estereotipos

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    La tosquedad del lenguaje, la ausencia de ironía y la falta de una mirada incisiva al entorno social –referido siempre desde la subjetividad de una narradora victimizada y egocéntrica–, hacen de Domingo de Revolución una novela anquilosada, sin nada nuevo que ofrecer.

    por lorena amaro

    La literatura latinoamericana escrita por mujeres pasa por un buen momento. No es demasiado arriesgado hablar de una camada de autoras entre los 35 y los 45 años, cuyas obras, muy distintas a las de las escritoras precedentes en cuanto a temas y lenguajes, se encuentra en cierto modo consolidada. Entre ellas tenemos a Mariana Enriquez, Samanta Schweblin, Selva Almada, Margarita García Robayo, Pilar Quintana, Rita Indiana, Alejandra Costamagna, Lina Meruane, Nona Fernández, Guadalupe Nettel, Verónica Gerber y, aunque un poco más joven, Valeria Luiselli, por nombrar solo a algunas de las autoras que plantean una nueva forma de mirar la literatura, la política, la memoria, las identidades y la violencia social en sus respectivos países.

    No es otro el contexto desde el cual uno puede considerar el trabajo de Wendy Guerra, narradora cubana nacida en 1970, con varias novelas publicadas sobre todo fuera de su país. Lo que salta a la vista es que si bien su trabajo está muy por debajo del de sus contemporáneas, ha sido exageradamente bien recibido en el ámbito hispanoamericano, a lo que quizás haya contribuido su disidencia del régimen castrista. Su literatura, sin lugar a dudas, ha salido ganando en esa controversia.

    Domingo de Revolución narra la historia de Cleopatra, una poeta nacida bajo el castrismo, cuyos padres, médicos de los que la hija ignora muchos secretos, han muerto en un extraño accidente automovilístico. La situación desata la crisis existencial de la narradora, cuyo lenguaje frisa en la cursilería: “¿Qué ha sido este año? Recordar lo sucedido con mis padres y las fuertes presiones que vinieron después de su muerte. Cerrar los ojos para sentir la lluvia de plata y dolor, el estallido dilatado que convirtió en cenizas a las únicas personas que guiaban mi vida. Cerrar los ojos es abrirlos a la muerte”.

    Domingo

    La novela es una larga perorata de Cleo sobre su soledad, los inconvenientes de ser escritora en La Habana, la persecución y aislamiento en que se deja a cualquiera que pueda parecer disidente o sospechoso. Guerra no insinúa nada, todo lo subraya. Así, La Habana se convierte en un espacio fantasmagórico, que casi no se logra advertir más que en el palabreo altisonante de la narradora (“Entre las ruinas y la diáspora la estamos liquidando”). El lenguaje estereotipado, su tosquedad y ausencia de ironía, y la falta de una mirada realmente incisiva al entorno social –referido siempre desde la subjetividad de una narradora victimizada y egocéntrica–, hacen de Domingo de Revolución una novela anquilosada.

    Los episodios novelescos se suceden sin profundidad: la autora viaja a México, donde sufre también el rechazo de los exiliados; Sting hace una sorpresiva y absurda visita a su casa en La Habana; un actor y director famoso se convierte en su amante y le revela que su padre no es quien ella creía, sino un guerrillero legendario. Pero nada de esto realmente importa: si al menos Guerra hubiese abordado estas situaciones con verdadero desparpajo y excentricidad, la narración no tendría el tono plano que exalta a un yo victimizado, cuyo drama es tan particular que difícilmente se pueda hablar de un dilema generacional.

    El texto, al mismo tiempo, exuda un permanente y desafortunado erotismo, que la autora plantea como una “política del cuerpo” que no se acompaña, para nada, de una política de la escritura. Es como si Guerra recién estuviera descubriendo el cuerpo femenino, en una escritura que recuerda los peores relatos pseudofeministas de los 80: “Bajo mis piernas, exactamente entre mi vientre y tus ojos, entre la risa y el deseo, entre el olor y el sabor de ambos convive el espíritu de esta mujer ungida en tus aceites, esa que ahora se te presenta tal cual y te posee desnuda, descarnada y sin más palabras que su sexo”.

    No es raro que leamos en el propio libro esta declaración: “Me estoy volviendo loca, todo me parece que se trata de mí y de mi problema”. Efectivamente, en esta novela todo se trata de Cleo y su drama afectivo, lo cual imposibilita ver los tramados más complejos de una sociedad en que la delación y el acoso político aparecen como pan de cada día. Ideas interesantes, como la de que los hijos de la revolución han sido “rehenes” en su propio país, no son suficientemente desarrolladas por el exagerado circunloquio de Cleo.

  384. El mango de un hacha

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    Acerca de Suárez, segunda novela de Francisco Ovando, se emparenta sobre todo con la poesía, por su lenguaje cuidado, por las imágenes de un paisaje que parece mental antes que histórico, por la búsqueda que se puede intuir de una suerte de revelación. La peste y la muerte adquieren un carácter silencioso, ligero, incluso en sus imágenes más duras y crueles.

    por lorena amaro

    La primera impresión que da Acerca de Suárez, es la de un libro hecho con especial cuidado en los detalles. Un objeto estético: portada y contraportada sedosas y brillantes, letras también doradas en su interior, una portadilla de color bronce, que dice “La electricidad es la revolución”, junto con unos trazos que revelan, en el interior, la figura de unas torres eléctricas. La tapa se ubica en el lugar de la contratapa, con el título en la parte trasera del libro. Un objeto agradable de tocar y de ver, una pequeña artesanía, muy característica ya de la editorial Libros del Pez Espiral. Si me detengo en la descripción es, por supuesto, para cuestionar si el relato, de breves 59 páginas, es, efectivamente, un objeto tan precioso como su soporte.

    La respuesta es difícil. En 2013 Ovando publicó una novela que generó interés en la crítica: Casa volada. Se trataba de un libro cuidadosamente armado, con diversos narradores que reflejaban, ciertamente, conocimiento de la teoría narrativa. La exhibición de músculo literario, sin embargo, terminaba por esquematizar el relato, rigidizándolo en lo que podríamos llamar “metaexhibición”.

    Acerca de Suárez no abandona esas pretensiones. Pero la historia que busca contar, la de Suárez, Jiménez y un tercer y misterioso personaje, Jonás, ejerce una innegable fascinación, y parece mucho más depurada que su novela anterior.

    La trama sucede en un pueblo costero que podríamos identificar con el norte chileno, aunque los habitantes se alimentan de quínoa, hay embalses en la precordillera y los animales son difíciles de identificar. Es extraña esta tierra donde la sequía produce cortes intermitentes de luz, esa luz que eventualmente podría traer la revolución. ¿Luz de la razón, luz del espíritu? Tantas pueden ser las metáforas de la luz, como revela el reciente libro de Nona Fernández, Chilean electric. La incertidumbre y los anacronismos del relato recuerdan, asimismo, otro libro de estética similar: Buscanidos de Matías Celedón.

    acerca

    En este paisaje desolado, Jiménez vigila la carretera en espera de que lleguen noticias del exterior. Su función, vital para el pueblo, encuentra un contrapeso en el liderazgo de Suárez, el encargado de limpiar el consultorio que, a falta de médicos, se transforma en el “doctor” de la pequeña localidad. Ambos deben lidiar con una peste que llega inopinadamente.

    Todo lo que ocurre en Acerca de Suárez adquiere matices bíblicos, posapocalípticos, oníricos. Podría ser el argumento de una nueva serie de Netflix, pero el lenguaje, bien cuidado le da otro carácter. Modela las ondulaciones de un desierto anímico, en que el tercer personaje protagónico, Jonás, proporciona algunas pistas para su lectura.

    El capítulo “Jonás” es el único que viene precedido de un epígrafe: “And my son a handle, soon / To be shaping again, model / And tool, craft of culture, /How we go on”, de Gary Snyder. Se trata de los últimos versos del poema “Axe Handles”, en que el poeta beat tiende un puente entre su poesía, la de Ezra Pound y la poesía china, estableciendo una secuencia: cada poeta ha construido su poesía (su hacha) usando el mango de otra hacha. El poema es explícito: “Pound was an axe, Chen was an axe, I am an axe”. Cada poeta, cada poema, es arte y artesanía de la cultura, en una secuencia que es la de la tradición.

    Ovando inscribe de este modo su propio relato en un diálogo literario. Su personaje, Jonás, guardián de las torres eléctricas, es el sexto Jonás, y debe cuidar de su hijo para que lo releve. De allí que deba enseñarle: “Esta pica que ves aquí es mi pica y esta de acá es mi hacha. No es el hacha ni la pica que usarás cuando me vaya. Cada Jonás antes que yo y cada Jonás que venga ha tenido y tendrá su propia pica, su propia hacha”. Jonás es también un personaje bíblico, que en esta historia se encomienda a una diosa orishá, Oyá, guiño neochamánico que nos remonta también a la espiritualidad beat. La posibilidad de que su hijo muera es, indudablemente, una amenaza a la tradición aquí descrita.

    El pueblo de Ovando se transforma así en algo aun más impreciso: un lugar en donde se espera todavía alguna intervención gubernamental (como ocurre en el Chile de hoy) pero también un espacio anímico, en que la luz faltante podría ser la luz de  la verdad, pero también de la cultura, de la poesía, del lenguaje.

    Este pequeño relato de Ovando se emparenta sobre todo con la poesía, por su lenguaje cuidado, por las imágenes de un paisaje que parece mental antes que histórico, por la búsqueda que se puede intuir de una suerte de revelación. La peste y la muerte adquieren un carácter silencioso, ligero, incluso en sus imágenes más duras y crueles. Una niña es llevada a morir en un tiovivo que ya no funciona; una banda de viejos enfermos persigue la figura evanescente de Suárez; los personajes expían en imágenes de los confines sus culpas. Pero esto no tiene que ver con La peste de Camus, eso sería fácil. Tiene que ver (y es el verdadero tesoro del libro) con una tradición modernista, esteticista, cifrada en el lenguaje y sus posibilidades de trascender la materialidad, que al mismo tiempo logra dialogar con una propuesta crítica, en que se hace reconocible una crisis política y social que podría ser la de Chile… o la del mundo entero.

  385. Entrevista a Sergio Chejfec: “El paisaje de los libros es uno de los más diversos que quedan”

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    Invitado a nuestro país por el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Católica de Valparaíso, el escritor argentino se tomó un tiempo para respondernos algunas preguntas. En esta conversación se refiere a su más reciente libro, Últimas noticias de la escritura, en el cual realiza una reflexión en torno al choque entre materialidad y digitalización.

    por matías hinojosa

    En 2005 Sergio Chejfec se asentó en Nueva York, luego de vivir durante 15 años en Venezuela. Allí dicta clases en la Maestría de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York. Más allá de su labor como académico, la literatura es uno de sus principales materiales a la hora de crear. En las primeras páginas de su libro Últimas noticias de la escritura, narra el hallazgo de una vieja libreta en el escaparate de una tienda, la cual detona en él una reflexión en torno al oficio de escribir. Oscilando entre el ensayo y la narrativa, Chejfec se pregunta por el lugar de la escritura caligráfica en un contexto altamente digital. Con nostalgia pero sin caer en el lamento, expone la relación que han tenido distintos autores con la caligrafía, los subrayados, las transcripciones y los utensilios para escribir. Él mismo cuenta cómo copiaba de forma manuscrita las obras de Kafka en lo que llamaba “sesiones de escritura empática”.

    Tras leer Últimas noticias de la escritura, uno se pregunta si escribir es una actividad manual que con la digitalización ha perdido parte de su naturaleza. 

    No sé. Más bien al contrario. Pienso que, paradójicamente, con la digitalización la escritura manual se ha puesto de manifiesto en su carácter más específico. Ese carácter le es propio y, naturalmente, es previo a la escritura digital; pero solo con esta se ha hecho ostensible. Si uno se pone a ver, la escritura digital es lo más parecido a la escritura manual. La escritura mecánica implica un formato de gran mediación material. Pero la posibilidad de recorrer la escritura manuscrita y digital, y de intervenirla, o sea, la plasticidad, es casi igual.

    En su ensayo se detiene en el descubrimiento de una libreta, la cual termina ayudando al narrador a cuajar sus ideas y a iluminar conexiones inesperadas ¿El azar es un elemento importante a la hora de crear?

    Diría que sí, que es importante sobre todo en esa faceta medio abstracta cuando lo concebimos como organización de lo contingente. Pero no me gusta la palabra azar, me parece un tanto trascendental. Por ejemplo, la idea de azar es adecuada para buena parte de la literatura de Cortázar, porque es en ese tipo de combinatoria donde se cifra la lógica y motivación de los desarrollos y peripecias. En mi caso prefiero la noción de casualidad, que es más leve, menos fatalista o significativa.

    ¿Tiene nostalgia por los manuscritos?

    Más que nostalgia, siento hacia ellos una atracción que me cuesta definir. Por un lado está el hecho de que son artefactos cada vez más inusuales. Esto se entiende y por eso despiertan una curiosidad un poco exótica. Se van convirtiendo, si se trata de escritores venerados, en originales plásticos de valor no solo filológico sino también ambiguamente trascendental. Las muestras de manuscritos atraen a grandes cantidades de personas que observan esas hojas como si fueran cuadros de artistas venerados. Pero a la vez, si uno se fija en los manuscritos, es notorio cómo muestran las marcas de lo eventual, incluso de lo casual y del accidente, de la ocurrencia espontánea. O sea, podrán ser distintos; hubo una secuencia pedestre de circunstancias que influyeron en su materialidad. Esa dimensión un poco doméstica del manuscrito me parece fantástica, porque naturalmente el culto que se hace de ellos tiende a anular esa faceta accidental, sacralizando elementos que en su momento podrían haber sido otros, y que se muestran de esa manera por una combinación doméstica de casualidades.

    En su obra aparecen paseantes solitarios que exploran ciudades desconocidas. ¿Cuáles son sus lugares favoritos para caminar y perderse?

    En realidad no me gusta perderme. Mi preferencia es caminar hacia algún lugar prefijado. Puede quedar lejos, no tengo problemas con eso. Cuando más lejos, mejor. Pero extraviarme nunca me gustó. Prefiero el extravío mental. O sea, caminar hacia algún sitio, pero mientras tanto olvidarme del lugar hacia donde estoy yendo. Ese olvido responde a la particular sintaxis del pensamiento y de la observación que impone la caminata (y las interrupciones relacionadas con la regulación urbana de los flujos).

    Ahora hay una onda con los libros sobre caminar, ¿ha leído alguno que recomiende?

    Mencionaría una novela de Peter Handke, La repetición. Tiene varios años y de alguna manera es previa a la onda que mencionas. Es previa a esa onda y sin embargo la entorpece, la descoloca por anticipado. Allí Handke exalta la caminata por los lugares abiertos, no urbanos; el campo, digamos. Uno podría decir que predica la caminata romántica, si no fuera por el hecho de que la novela también apunta a destituir esa gran creación romántica que es el sentimiento de identidad nacionalista. No sé si por efecto de la onda o si por otro motivo, la verdad es que no me gusta la exaltación acrítica de la caminata urbana. Es una cosa del pasado, de cerca de 100 años atrás. Es verdad que tuvo una vida prolongada; pero por eso mismo aparece hoy como residuo y como cliché.

    ¿Acostumbra comprar libros que le atraen sólo por su materialidad?

    No compro muchos libros. Los que me atraen por su materialidad en algunos casos son muy caros; en otros, me producen desconfianza. El paisaje de los libros es uno de los más diversos que quedan, entre los otros paisajes que poco a poco se han ido uniformando. Aún podemos vivir experiencias relacionadas con la curiosidad y lo desconocido cuando entramos a una librería o visitamos una feria de libros. Ello no ocurre en casi ningún otro comercio.

    ¿Cuál es ahora su libro de velador?

    Mi velador y todo lo que está cerca es un caos.

    ¿Qué impresión se lleva de Chile?

    Me sentí maravillosamente recibido y acompañado. Entonces, por un lado, la hospitalidad. No solamente de la gente cercana, sino la temperatura humana en general. Por otra parte, Chile es el único país de cuyo mapa soy incapaz de abstraerme. La longitud y la delgadez. Pensaba en eso todo el tiempo y trataba de encontrar señales relacionadas con eso. Lo intenté hasta que advertí que estaba actuando como un ser del pasado. Y sin embargo, el mapa y su contracara, la realidad visible, no dejaron de atraerme como claves de un secreto. Una tarde me senté en un café con un amigo. Me dijo que en esa cuadra en la que estábamos y en esa acera de aproximadamente 100 metros, se reunía lo más importante de la literatura chilena. El comentario me impresionó por varios motivos. En parte porque también aludía a un territorio angosto y largo.

  386. Contra la inocencia

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    Pudo ser una simple anécdota, y en cierto sentido lo fue. Mientras Valparaíso se incendiaba el día sábado doce de abril del 2014, decidí tuitear que me provocaba profunda vergüenza ver por televisión a un grupo de hipsters juntando alimentos para animales, antes de cualquier otra consideración o ayuda en torno al desastre que provocó la destrucción de casi tres mil casas y que afectó a más de doce mil personas.

    A los pocos minutos mi cuenta de Twitter se incendiaba tanto o mejor que los cerros del sector La Pólvora. Para comprometer aún más mi posición, me alegré en un programa de radio de que el fuego hubiese acabado también con algunos de esos cientos de perros vagos, abandonados de manera voluntaria por sus antiguos dueños, asilvestrados algunos, que se mueven por todos los cerros del puerto y la ciudad, y es que desde el 2012, una de las instancias gubernamentales de la región, el Consejo Regional de Valparaíso, intenta controlar y buscar soluciones ante el problema de los perros vagos, considerados como una plaga. Estos animales, perfectamente inocentes, al romper las bolsas de basura y repartir su contenido por los cerros, habían sido en gran parte la causa de la velocidad con que el fuego se esparció, destruyendo en pocas horas las miles de casas emplazadas en la zona afectada.

    Admito que me faltó sensibilidad, tacto o simplemente paciencia. Pensé que no era necesaria ninguna de esas cosas en el juego de las redes sociales. Me equivocaba fatalmente. Fue una declaración de guerra. Organizaciones animalistas de todo el continente lanzaron contra mí una fatua sin escapatoria. Mis cuentas virtuales se llenaron de insultos al ritmo de doscientos tuiteos cada cinco minutos. Gente que hubiese dado su vida por su cocker spaniel deseaba verme colgado en la horca a mí y a mis dos hijas –quienes posaban conmigo en mi foto de perfil de Facebook–. Aterrado, viendo por televisión a los propios porteños damnificados compartiendo la poca comida que tenían con sus mascotas, temí durante una semana por mi vida. Nadie me dijo nada a la cara mientras me veía forzado a cerrar mi cuenta en Twitter y disculparme sin resultado por Facebook. Solo un paseante se acercó a contarme, durante esos tormentosos días, que gastaba casi la mitad de su sueldo en dos perros galgos «de raza», que apenas cabían en su departamento del barrio República. Aunque no estaba de acuerdo conmigo y a pesar de que a su juicio le parecía una simple tontera lo que yo decía, él no quería verme en la horca ni tampoco a mis hijas. Sencillamente pensaba que solo estaba provocando por provocar, que a mí, finalmente, me gustaba contradecir por contradecir.

    «Yo sé que en el fondo amas a los animales. ¿No es cierto?». Le dije que sí al paseante, cobardemente. Me quedé, sin embargo, pensando que este asunto era el origen de todos los malentendidos. No amo a los animales. Los caballos me parecen bellos, los gatos también –y me parecen además mucho más tontos de lo que parecen– y admiro a los perros aunque solamente porque me dan miedo. Ese miedo, que era habitual en mi infancia, se ha convertido a lo largo del tiempo en un inconfesable pecado. Veo dientes, escucho ladridos, me imagino las garras de un animal perfectamente preparado para la caza, la triste e indefensa presa que soy, pero que también fueron mis ancestros, y no puedo dejar de tener miedo.

    «No hace nada», dice la dueña del pastor alemán. ¿Para qué lo tiene ladrando en la puerta de su casa si no hace nada, señora? ¿Por qué no se compra, más bien, otro enano de cerámica si no hace nada? Si lo quiere, si lo besa, si duerme con él, señora, es porque puede morderla y no, es porque puede matar y finalmente no. Lo ama como los vaqueros aman sus pistolas Winchester. A su mascota la acaricia como lo que es: la conquista de un posible enemigo. El logro de la domesticación de algunos animales debió ser motivo de celebración en la Edad de Piedra, una fiesta que sigue proyectando sus ecos en la señora que me sonríe asegurando que su perro, el mismo animal que usaban los guardianes de esclavos en Norteamérica y los nazis en los campos de concentración para perseguir a víctimas inocentes, en realidad «no hace nada».

    La domesticación del perro, de los gatos o del caballo debió ser un momento de satisfacción, de demostración de poder y capacidad tanto o más emocionante que el descubrimiento del fuego. El amor por las mascotas es quizás la celebración más visible del poder de la especie humana. Algunos, solo algunos, no podemos olvidar que el perro podía cazarnos, que solía ser nuestro enemigo, que podríamos volver a ser su presa. Un psicólogo canino al que tuve que recurrir cuando el perro de mi hermana se volvió loco me confirmó esa idea. No son mi razón, ni mis lecturas, ni mi desprecio, ni mis traumas –los perros no me han hecho nunca nada– los que me hacen cambiar de vereda cuando veo un perro, es mi instinto animal.

    Si algo he aprendido de mi viaje al mundo de los animalistas, es justamente hasta qué punto no pretenden ser o parecer animales. Mi error en el trato con ellos consistió en querer simplificar sus argumentos, en reducirlos a una adhesión sentimental. En muchos, esa adhesión solo había sido el comienzo de una revolución moral, la más intrigante e inesperada de las revoluciones morales del siglo XXI. La primera, al menos, que desea volver hacia atrás y corregir ese momento en que el hombre de la época lítica conquistó la voluntad del lobo para convertirlo en perro, del caballo salvaje para que acepte cargar su peso sobre él, del gato para que deje de morderlo y convertirlo en un símbolo de los dioses ocultos. Una revolución que quiere transformar ese acto de poder, de omnipresencia, en un pacto social libremente asumido por las dos partes, el animal domesticado y el hombre domesticador.

    Un pacto social entre una conciencia que habla y otra que no puede hablar y por la cual somos nosotros quienes debemos hablar. Porque el centro de la revolución animalista consiste en eso, en prestarle conciencia a ciertos animales más evolucionados. Sabemos que sienten, sabemos que nos reconocen, sabemos que pueden morir de tristeza o de soledad, sin embargo, ¿es esa variedad de sentimientos lo mismo que una conciencia? Esto nos lleva a otra pregunta fundamental, a saber: ¿qué es una conciencia? Responder sí o no resulta contraproducente. Los más lúcidos defensores de los derechos de los animales no apuran la respuesta. Ven en su lucha contra los ensayos de laboratorio en animales o el uso de sus pieles en abrigos no solo una apuesta por la existencia de algo como una «conciencia animal», también un estadio superior de la conciencia humana. Primero fueron los derechos del hombre, luego los de la mujer, de los niños y, finalmente, de los animales.

    El movimiento de liberación animal nació como una extensión de otros movimientos de liberación nacionales y raciales que surgieron en la segunda mitad del siglo xx. Peter Singer, el filósofo australiano que dio nombre al movimiento a partir de una reseña que tituló «Liberación animal» y que fue publicada en The New York Review of Books en 1973, es el perfecto producto de su tiempo. Un pensador que pasó del liberalismo inglés y las protestas contra la guerra de Vietnam a la preocupación por la ética aplicada.

    ¿Cómo se puede luchar por los derechos del hombre si ser hombre ha implicado históricamente atropellar los «derechos» de una serie de seres sobre quienes hemos ejercido poder solo en razón de la fuerza? ¿Pero se puede aplicar a los perros, gatos o lagartijas el lema republicano que pide libertad, igualdad y fraternidad? Los animales se caracterizan, precisamente, por carecer de la posibilidad de ejercer el libre albedrío. No son iguales ni tampoco son capaces de ejercer la fraternidad del modo en que la comprendemos los humanos. Las manadas, los panales de abejas funcionan mejor que nuestras sociedades porque en ellos está delimitado a la perfección quién es el fuerte, quién el débil, quién manda y por qué. La jerarquía es en este tipo de organizaciones algo natural, es decir, fatal.

    Extracto de su último libro, Contra la inocencia, publicado por Alquimia Ediciones, que se presenta el martes 30 de agosto en el Culto Bar, a las 20 horas.

  387. La enfermedad de la luz

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    por lorena amaro

    Han pasado solo diez años desde que Álvaro Bisama publicara su primera novela, Caja negra. Diez años muy prolíficos, en que ha incursionado no solo en ese género, sino también en el ensayo crítico y el cuento. Su voz es muy personal y reconocible, una voz que sabe combinar todo tipo de guiños culturales, desde una lectura aguda de los tics identitarios chilenos hasta imágenes y citas capturadas del cine, el cómic y las literaturas más diversas.

    En El brujo, Bisama ensaya nuevamente esta voz, a través del relato en primera persona de un hijo que cuenta la historia de su padre. Como en otras novelas suyas (Estrellas muertas, Taxidermia, también la voz plural de Ruido), se trata de alguien que ha decidido narrar la historia de otro, un otro alucinado o perdido, que transita entre la maldición y el heroísmo. Esta vez ese otro es un padre.

    La relación entre padre e hijo es también significativa en otros relatos de Bisama, como Caja negra. Los hijos se preguntan asombrados qué hay en sus padres, tras la superficie cotidiana del cariño o la distancia. En este caso, el hijo ha nacido en la década del 80. El padre es un fotógrafo callejero que se dedica a retratar la violencia de la dictadura. La relación familiar es difícil, pero esto, en el marco de la novela, no parece importar demasiado, ya que su sustento es otro y no la más o menos triste historia doméstica, abordada sobre todo en la primera parte, desde la perspectiva del hijo. Lo crucial se encuentra en la lectura de las partes segunda y tercera.

    El hijo narra que su padre, un fotógrafo por casualidad y no por vocación, fue torturado por los agentes de la dictadura. La vida en Santiago se transforma para él en una trampa monstruosa de la que no logra salir: “La ciudad se había doblado sobre él. No había podido atravesar los lugares blandos. El mapa era en realidad un laberinto”. Agobiado y paranoico, decide abandonar su oficio y viajar a Dalcahue para empezar una vida distinta. De pronto se encuentra dando clases en una escuela. Lo suyo es realmente un retiro: “Mi mundo era el paisaje desolado de mi propia casa. Mi mundo era el modo en que me había alejado del ruido”, le cuenta el padre al hijo. En ese retiro se acompaña del trago y la marihuana. El hijo viaja a veces a verlo, la relación se enfría, toman distancia. Chiloé se va tornando progresivamente ominoso. El padre saca fotos con una polaroid y el mundo se va revelando con otras luces: “Me di cuenta de que los objetos perdían los contornos en la foto, deshaciéndose a pesar de la luz dura del flash, como si se estuviesen licuando. Los paisajes (…) parecían irreales, como si los colores estuvieran cambiados al punto de no distinguir el cielo del mar o el día de la noche. Me pregunté si la cámara estaba mala. Supuse que sí. No me dieron ganas de arreglarla. Me gustaban esas fotos, me agradaban esas imágenes sorpresivas y deformes al punto que muchas veces me paseé por Castro y Dalcahue tomando fotos porque pensaba que la cámara había roto un velo y estaba viendo el mundo detrás del mundo, un universo imposible del que solo podía tener esos fragmentos que eran las polaroids”.

    ElBrujoEs en el ambiente misterioso de la casa de Dalcahue, junto a un bosquecito que da al mar, donde sucede inesperadamente algo violento, que transformará el curso del relato. El suspenso y sobre todo las reflexiones en torno al motivo de la luz y la enfermedad tensan las partes que restan, en las cuales, lo que realmente interesa es hasta qué punto la violencia de los oscuros 80 se apoderó del padre del narrador.

    Y es para hacerse esa pregunta que Bisama ha elegido la figura del fotógrafo político, una figura que parece cristalizar toda una época y una épica: las imágenes de la dictadura son imborrables y así parecen demostrarlo tanto los programas televisivos que recurren a “archivos clasificados” para conmemorar el 11 de septiembre, como también la película La ciudad de los fotógrafos y antes de esa película otras que se estrenaron recién salido Pinochet del mando, como Imagen latente. Hay alusiones implícitas a fotógrafos como Rodrigo Rojas o Marcelo Montecino, como también citas más explícitas, por ejemplo, al trabajo de Sergio Larraín: “Pensé que había captado el rostro de Dios, pero el rostro de Dios no era nada, dijo mi padre”. En la narrativa, es imborrable la figura de “El ojo Silva”, de Bolaño, entre otros muchos relatos en que los fotógrafos combaten en la calle a demonios visibles e invisibles. Ellos hacen algo más que testimoniar (o eso es lo que nos invita a reflexionar esta novela): así como la dictadura les apunta a ellos, ellos también apuntan a los rostros anónimos que capturan con sus cámaras. Una foto emblemática del protagonista es el detonante de las dolorosas reflexiones contenidas en la novela.

    Donde hay fotos, hay luz. Y la luz cumple en este relato de Bisama un papel fundamental. Se trata de la luz fotográfica, pero algo más que eso: en la imaginería occidental la luz es mística. Y con eso trabaja Bisama en sus últimos tres relatos. En tanto Ruido es esa rara luz de la provincia ya antes señalada por González Vera en Alhué (“la luz de la provincia chilena se traga el tiempo y deforma el espacio, se come el sonido y lo vomita, destiñe los colores, derrite las formas de todas las cosas”, escribe Bisama), en Taxidermia y El brujo se trata de una enfermedad, pero también de breves e intensas iluminaciones profanas, que hacen ver la realidad de un modo diferente, como si estuviera plegada como un papel. La luz despliega esos dobleces, o sugiere lo que oculta el papel. Y la oscuridad es también una forma de hablar con la luz: “El tiempo devora al tiempo del mismo modo en que la luz se come a la luz, dijo. Fue entonces que pensé que las imágenes enferman, afectan a los cuerpos, los cambian”.

    Los aciertos, en suma, son muchos; pero también hay algunos tics que quizás sería conveniente revisar. Hay en los relatos de Bisama cierta obsesión por un tono de voz, un tono tremendista, que reviste a su trabajo de cierta solemnidad. Las reiteraciones son habituales y muchas de ellas parecen innecesarias, ya que subrayan hasta lo indecible lo que el autor muchas veces logra sugerir con solo unas bien logradas imágenes. Un ejemplo: “Hasta el día de hoy recuerdo sus ojos. Los ojos de un hombre que abandona todo. Los ojos de un hombre que renuncia. Los ojos de un hombre que se está quedando vacío. Los ojos de un hombre quemado por la luz. Los ojos de la nada”. O esto: “Pensé: este es el país del pasado, este es el país sin tiempo, este es el país al que huyó mi papá”.

    Bisama es un crítico irónico; cuando escribe sobre TV, cómics o libros sabe manejar el humor. Sus novelas, por el contrario, a veces muestran una afectación innecesaria. El brujo es una novela ciento por ciento bisamiana. Esto quiere decir que la realidad está en permanente transformación (no en vano el relato alude a la posibilidad de atravesar otras dimensiones de lo real). Esto lo trabaja Bisama hasta en los más ínfimos detalles y de ahí que, por ejemplo, sea tan importante en su narrativa la gestualidad; esto se observa incluso en esta breve y cotidiana descripción que el hijo hace de sus padres: “Como eran los mejores amigos del mundo, él llegaba a la casa cuando quería y se quedaba dos o tres días. Yo sabía que era algo momentáneo, falso. Podía darme cuenta por sus gestos, por sus rostros, por el modo enardecido en que brillaban sus mejillas cuando se prometían una nueva oportunidad, por la línea quebradiza de sus labios cuando la ilusión se desvanecía al cabo de una semana…”.

    Los rostros son realidades permanentes. Los gestos, como lo observara Bacon, son móviles e infinitos, conatos del ser y el dejar de ser. La captura del gesto, del tiempo, de la luz, son, pues, los móviles nada fáciles de una narrativa inteligente, que aún puede dar mucho más de sí.

    (Fotografía: Carla McKay)

  388. Mapa para leer a Emmanuel Carrère

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    Después de emprender un viaje por la infancia del cristianismo en El reino (2015), el escritor francés publica una compilación de artículos, reportajes y ensayos escritos en los últimos 15 años. Desde crónicas policiales y elogios a sus autores favoritos, hasta sus primeros encuentros con Limónov y la peor entrevista que ha hecho en su vida. Il est avantageux d’avoir où aller es, a la vez, una suerte de autobiografía cargada de honestidad e ironía, y un backstage de su prolífica carrera literaria.

    por evelyn erlij

    Casi en la mitad de Limónov (2011), Emmanuel Carrère cuenta una anécdota difícil de olvidar. En 1982, después de pasar un año escribiendo un libro sobre el cineasta Werner Herzog, la revista Télérama lo envió al Festival de Cannes para entrevistar al director alemán tras el estreno de su película Fitzcarraldo. Lo que sigue es un relato de humillación que retuerce el estómago de cualquier fan que se haya enfrentado a un ídolo implacable: cuando Carrère, sonriente, hace una referencia al libro en el que analiza su filmografía, Herzog responde: “Prefiero que no hablemos de eso. Sé que es una mierda. Let’s work“. Como un colegial denigrado en un examen oral, el reportero agacha la cabeza, enciende el magnetófono y hace su primera pregunta.

    El autor rememora esa historia dos décadas más tarde, cuando ya es un narrador consagrado, en Il est avantageux d’avoir où aller (Es una ventaja tener adonde ir), compilación de una treintena de artículos, cartas, reseñas y reportajes publicados en medios europeos entre 1990 y 2015, aún sin traducción al español.

    Entre todos ellos, hay uno particularmente feroz —y cómico— en términos de vergüenza: “Cómo arruiné completamente mi entrevista con Catherine Deneuve”. Allí, en vez de hacer malabarismos narrativos para armar un artículo con las pésimas cuñas que obtuvo de la actriz, Carrère prefiere relatar cómo su ego de escritor famoso —fue Deneuve quien lo eligió para entrevistarla— lo entrampó en un diálogo en el que, para no sonar como “un simple periodista”, no hizo ninguna pregunta y, por lo tanto, no recibió ninguna respuesta. El texto es una muestra del afán de Carrère por asumirse como protagonista de sus relatos y refleja, además, una convicción narrativa: al integrar algo vergonzoso, la credibilidad del narrador crece.

    Es una ventaja tener adonde ir es un compendio de historias personales y de obsesiones que ha desarrollado Carrère como escritor y periodista. Hay artículos sobre la Unión Soviética, la Rusia poscomunista, sobre crímenes truculentos, sobre su admiración por Philip K. Dick, Lovecraft y Truman Capote; sobre su vida sexual y reflexiones acerca de la no ficción. Pero el libro también funciona como una especie de making of de sus trabajos más célebres: están, por ejemplo, los reportajes que luego darían origen a El adversario (2000), Una novela rusa (2007), De vidas ajenas (2009) y Limónov (2011), además de una serie de crónicas policiales en las que emerge la crisis religiosa que más tarde lo impulsó a publicar El reino (2015).

    Olvidar a Capote

    Según cuenta Carrère, el periodismo fue el salvavidas que, a comienzos de los 90, lo mantuvo a flote cuando no lograba escribir novelas. Varios de esos textos (sobre infanticidios, parricidios, sobre Alan Turing o Daniel Defoe) están escritos en una tercera persona extraña para un lector acostumbrado al “yo” de Carrère. Fue al enfrentarse al caso de Jean-Claude Romand, un falso médico que mintió sobre su profesión por 18 años y luego asesinó a toda su familia, que el autor decidió hacer un giro en su escritura. En el artículo Capote, Romand y yo (2006) lo explica: pasó cinco años releyendo A sangre fría y queriendo imitar su estilo impersonal, hasta que un día apuntó lo que serían las primeras líneas de El adversario: “La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión en la escuela de Gabriel, nuestro hijo mayor”.

    “Al aceptar la primera persona, al ocupar mi lugar y ningún otro, es decir, al deshacerme del modelo de Capote, había encontrado la primera frase y el resto vino, no diría fácilmente, pero de un tirón y como si fuera natural”, explica Carrère, y advierte que el trabajo más difícil de la no ficción es establecer una relación honesta no solo con el sujeto/tema del libro, sino también con el lector. “Lo grave es (…) no tener consciencia de que al contar la historia, uno mismo se convierte en un personaje, tan falible como los otros”, escribe en una reseña sobre el libro El periodista y el asesino, de Janet Malcolm. Fue en ese momento que adoptó la primera persona, abandonó la ficción y se convirtió en una suerte de “narrador a lo gonzo”: al leer sus crónicas, parece ser que no hay nada de su vida íntima que no se atreva a contar.

    Queda claro en Nueve crónicas para una revista italiana (2004), relatos íntimos que escribió en calidad de “enviado especial al corazón de los hombres”, y en los que revela, entre otros detalles, los juegos sexuales y las “eyaculaciones femeninas” de su esposa. Cuenta, por ejemplo, que desde una antigua novia adolescente “ninguna mujer inundó su boca como Hélène”, y fueron frases de ese estilo que “repugnaron” a la editora de la revista, quien no lo dejó colaborar más. Lo han dicho varios críticos: la escritura para Carrère es algo así como un striptease, como un acto de liberación que roza el exhibicionismo. “Fui y soy todavía guionista (…) y una de las reglas es que no hay que temerle al exceso y al melodrama”, afirma en la crónica “Habitación 304, Hotel du Midi” (2006), en la que narra la muerte de su cuñada.

    Limónov y la locura del mundo

    Si los libreros no tienen claro cómo clasificar los libros del autor ni los periodistas se atreven a llamarlos “novelas”, es porque Emmanuel Carrère se ha dedicado a desmitificar la idea de que existe una diferencia entre el “periodista (expeditivo, superficial, sin escrúpulos) y el escritor (noble, profundo, torturado por escrúpulos morales)”, apunta en el libro. Realidad y ficción no son para el autor mundos rígidos, y dos historias que lo obsesionan son buenos ejemplos: por un lado, el caso del falso médico, quien vive en “una ficción que todo el mundo toma por realidad y en una realidad que no es real para nadie”; y, por otro, el experimento soviético, que podría resumirse en una frase del revolucionario Gueorgui Piatakov: “Un verdadero bolchevique, si el partido lo exige, está listo a creer que el negro es blanco y el blanco es negro”.

    Para explicar su fascinación por la Unión Soviética, presente en libros como Limónov, Carrère cita al historiador Martin Malia: “El socialismo integral no es un ataque contra abusos específicos del capitalismo, sino contra la realidad. Es un intento por anular el mundo real (…) crear un mundo surrealista definido por esta paradoja: la ineficacia, la penuria y la violencia están presentes en él como el bien soberano”. Esa ambigüedad entre mentira y verdad, entre el bien y el mal, es lo que también lo atrae de Limónov: en el artículo “El último de los poseídos” (2008), Carrère confiesa que el hecho de no saber qué pensar sobre este escritor brillante y, a la vez, hooligan fascista, es uno de los motores que lo llevó a escribir un libro sobre él.

    “Tenía la impresión vaga de que este destino (el del poeta ruso) contaba algo sobre la locura del mundo, pero no sabía exactamente qué”, cuenta en esa crónica, en la que revela cómo la lectura de Un héroe de nuestro tiempo, un libro de investigación que Limónov escribió sobre un oligarca ruso, lo inspiró para hacer una novela de no ficción sobre él. “Era un Capote no esteta, un Mailer no imbécil, y me dije, primero, que si fuera un editor francés soportaría el malestar que inspira el autor y publicaría el libro sin demora. Luego, me gustaría bastante escribir, yo, un libro sobre Limónov del mismo estilo”, agrega. Páginas más tarde, se pregunta: “¿Le gustará a Limónov el libro que escribiré sobre él, si es que lo escribo?”. La repuesta viene en un artículo posterior titulado “Generación Bolotnaia”, sobre la Rusia de Putin: “Fui a visitar a Eduard Limónov. Teníamos que celebrar el éxito del libro que escribí sobre él”.

    La escuela de la sospecha

    En la reseña sobre Los que susurran, de Orlando Figes, cuenta cómo de niño “saltó en las rodillas” de los más prestigiosos historiadores sobre Rusia y la Unión Soviética, ya que su madre, Hélène Carrère d’Encausse, es una de las grandes especialistas francesas del tema. “Me costó tiempo asumir esta herencia, durante un período largo me mantuve prudentemente alejado, pero desde que soy adulto, ningún episodio de la historia universal me apasiona tanto, y con una pasión tan constante, que los 72 años de experiencia soviética”, escribe. Quiso alejarse del peso que acarreaba ser “el hijo de” (por eso eliminó el “d’Encausse” de su apellido), pero fue gracias a su madre, y a la enorme biblioteca familiar, que descubrió algunos de los temas y autores que marcaron su vida, entre ellos, Verne, Dumas y los grandes novelistas rusos.

    En el libro hay reportajes emocionantes hasta las lágrimas, como “El húngaro perdido” (2001), sobre el caso del “último prisionero de la Segunda Guerra Mundial” que lo inspiró para escribir Una novela rusa; como también crónicas que develan su visión más aguda y mordaz de la realidad. En “Cuatro días en Davos” (2012), sobre su paso por el Foro Económico Mundial, Carrère escribe frases de un humor y una causticidad dignas de David Foster Wallace: “Desde el primer día nos impresionó el perfume new age que baña este jamboree de machos dominantes en trajes grises”, señala, poco después de vaticinar una posible revolución en este “Versalles de la aristocracia”. En todos sus reportajes se hace evidente: Carrère se enfrenta a lo real como un narrador —tal como dijo alguna vez Foster Wallace sobre sí mismo— “que piensa en términos de ficción frente a la no ficción”.

    Al igual quEMMfichae el autor de La broma infinita (1996), su “escuela” de escritura es la de “la sospecha, la del backstage y de los making of“, es decir, la de mostrar “todo lo que se supone debe quedar fuera de campo”, apunta en el libro.

    A lo largo de Es una ventaja tener adonde ir, la escritura de Carrère emerge como un viaje exploratorio en el que sus propias preguntas y conjeturas van desviando el rumbo de las narraciones, y de ahí que no se trate de “saber” adonde ir, sino de “tener” adonde ir, frase extraída del I Ching, el compendio de sabiduría china que ha sido algo así como su Biblia. Su último libro es una especie de metarrelato que discurre por una buena parte de su obra publicada, pero también puede leerse como un mapa para recorrer su mente y su vida íntima; para adentrarse en su visión del mundo y en ese territorio vasto de temas y lugares que ha recorrido movido por la curiosidad. Si para Carrère la suerte que tiene como narrador es tener adonde ir sin saber necesariamente hacia dónde va, para el lector es una ventaja tener esta guía para seguirlo.

     

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    Emmanuel Carrère:

    “Estamos en un momento de mutación muy fuerte de la humanidad”

    Hace unos meses, antes de que apareciera Es una ventaja tener adonde ir, tuve la oportunidad de hablar brevemente con Emmanuel Carrère en el lugar donde siempre cita a los periodistas: el living de su casa. Estas fueron sus respuestas a mis preguntas sobre cine y religión, temas sobre los que ha trabajado. Su último libro llegado a Chile, de hecho, es El reino, sobre los orígenes del cristianismo, y antes ha sido guionista y dirigido sus propias películas. También escribió para la serie Les Revenants.

    —Se dice que las series son el futuro del cine. ¿Le parecen más cercanas a la literatura que al cine a nivel narrativo?

    —Las series están más cerca de una forma de la literatura que es la gran novela folletinesca del siglo XIX. Creo que tienen algo de eso a nivel novelesco y de temporalidad: hay una familiaridad respecto de la duración y del tiempo que tenemos para conocer y descubrir a los personajes. Si uno pasa 50 horas de su vida con un personaje, tiene otra relación que si pasa una hora y media con él. No es necesariamente el único futuro del cine, pero, a nivel de la forma del relato, las series tienen una gran vitalidad y requieren un talento enorme. No veo muchas series porque toma mucho tiempo, pero hay algunas que vi enteras y que me marcaron, como Six Feet Under, Breaking Bad y la primera temporada de True Detective.

    —¿Tiene nuevos proyectos de serie?

    —Sí, pero el problema es que una serie es muy pesada, hay una enorme cantidad de gente que interviene y que da su opinión. Se necesita mucha paciencia, y más aún en Francia. En Estados Unidos hay más libertad y margen de maniobra. Es lo que describo un poco en chiste al comienzo de El reino sobre la experiencia de Les Revenants, que fue maravillosa en algunos aspectos, pero el problema es que se tiene demasiada gente encima. Es un poco una cosa de edad, es decir, si tuviese 15 o 20 años menos, quizás: tengo 57 y no voy a pasar tres años de mi vida rindiéndole cuentas a los imbéciles de un canal de televisión. Es así de tonto. Escribo libros, soy totalmente libre. Quizás tengo 20 años más de actividad literaria. ¿Pasar tres de ellos rindiéndole cuentas a tipos que salen de una escuela de cine y que creen que se las saben todas? ¡A la mierda!

    —Cuando se publicó Sumisión, de Michel Houellebecq, sobre una Francia del futuro dominada por el islam, usted fue uno de sus pocos defensores.

    Houellebecq tiene una verdadera visión de este momento de mutación de la humanidad que quizás no sea exacta, pero en todo caso es muy visionaria. Es alguien que verdaderamente desarrolla una reflexión al respecto. Y es, quizás, la reflexión más fuerte que conozco hoy. Yo no me siento capaz de eso. No creo para nada en su extrapolación a corto plazo —y creo que él tampoco—, pero escribí un libro (El reino) que es una historia novelizada sobre los orígenes del cristianismo, que en ese entonces se veía como algo peligroso y que terminó siendo el futuro de una buena parte de la humanidad. En el fondo —y es en esto que Houellebecq es muy radical—, lo que nos da más miedo es, quizás, algo que, con el paso del tiempo, también puede ser una fuerza civilizatoria. Estamos en un momento de mutación muy, muy fuerte, de la humanidad. Siempre ha habido gente que ha dicho eso, podemos siempre citar textos del siglo I, del Imperio Romano o de Cicerón, que dicen que “nunca se ha vivido un período como este”. No es mi tarea analizar eso, pero me da la impresión de que estamos en un momento histórico particularmente convulsivo.

    —Llama la atención que gran parte del poder económico y político, y también del prestigio social,  esté en manos de los católicos. Es como si contradijeran los mandatos de su propia religión: “Los últimos serán los primeros”; “bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos”.

    —Hay una corriente católica en Francia muy abierta y es lo que trato de mostrar al final de El reino, cuando hablo de un grupo de personas que representa el “rostro bello” del cristianismo, que no tienen nada que ver con esa asociación histórica terrible, pero terrible, del cristianismo con el conservadurismo político, que es un vínculo muy fuerte y que es una contradicción. Esa asociación está totalmente enraizada a nivel histórico, pero si uno lee los evangelios se da cuenta de que no hay mucho espacio para la burguesía, la reacción y el conservadurismo. Es, incluso, lo opuesto.

  389. Edmundo Paz Soldán presentó nueva antología de cuentos

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    Ayer se presentó en el Café Literario Parque Balmaceda Trazado, la antología de cuentos de Edmundo Paz Soldán recién editada por Cuneta. El autor boliviano estuvo allí, junto a Simón Soto y Mike Wilson. Reproducimos el texto que leyó este último en el lanzamiento y para la sección de Creación hemos seleccionado “Dochera”, uno de los relatos del volumen.

    ITHACA

    Por Mike Wilson

    Conocí a Edmundo hace muchos años en Ithaca, una aldea universitaria cerca de la frontera noreste de Estados Unidos y Canadá. Es un pueblo chico, lejos de todo, clavado entre unas colinas que no parecieran acabarse nunca, rodeado de comunidades rurales, enclaves amish y lagos que parecen garras. Ithaca es donde los inestables se entregan a la locura: Pynchon, Nabokov, Vonnegut, Wittgenstein, ahí en Cornell, una universidad que se podría describir de la siguiente forma: si el hotel de El resplandor fuese una universidad, esta sería Cornell.

    Ithaca es un lugar sin temperatura, donde el frío trasciende el frío, donde no hay sol y los estudiantes le rinden culto al suicidio lanzándose de puentes. Esto lo digo muy en serio, los chicos no dan más y se lanzan de los puentes. Es raro, el campus está construido sobre suelo herido, sobre una colina partida por quebradas y precipicios profundos, y para llegar a clases a veces uno se ve obligado a cruzar esos puentes. Más de una vez me detuve en la oscuridad para asomarme a la quebrada, casi nunca con la idea de lanzarme, pero simplemente porque el abismo tiene fuerza propia y es fácil inclinarse más de lo que la prudencia aconseja. Y bueno, también está la nieve que cae y se acumula y el aire que se vuelve delgado y oscuro, el sol se extravía, y llegan los cuervos y ennegrecen las ramas de los árboles esqueléticos, y el pavimento se cubre de hielo negro, y los habitantes se ocultan, y si salen lo hacen escondidos bajo capas de abrigo, bufandas y guantes, como si fueran astronautas en un planeta congelado. Afuera todo se moría y nosotros también nos moríamos un poco. Había que buscar refugio en bibliotecas, en cafés o pubs. Se supone que el invierno se acaba, pero ahora, 10 años después de mi huida, me cuesta acordarme de esas semanas sin frío. Sospecho de esas memorias. Durante mis años allá supe lo que significa habitar en un lugar así y escribir desde un lugar así, pero yo me fui, así como tantos otros, que llegan, se congelan, conocen la oscuridad y se van. Pero Edmundo sigue ahí, creo que siempre está en Ithaca, incluso en este momento pienso que está allá.

    Hablo de él y de Ithaca porque no creo que se puedan separar, así como Lovecraft y Providence o Hawthorne y Salem. Y porque creo que este libro –Trazado– es justamente eso, un dibujo, un boceto, una cartografía de la mente de Edmundo. Es un mapa complejo porque Edmundo es zigzagueante, y digo esto porque pienso que es el mejor atributo que puede tener un escritor.

    Nunca he creído en proyectos monolíticos, ni en la idea del escritor que encuentra su voz y se atiene a eso, creo que esas conductas empobrecen el potencial de la literatura. Edmundo para mí representa la libertad, escribe sin camisa de fuerza, sin dogmas, existe en una aldea nevada, donde hay 30 grados bajo cero, y donde el tiempo se detiene. Y desde ese lugar escribe sobre pueblos de mierda en las profundidades norteamericanas, escribe de Río Fugitivo, el doppelgänger de Cochabamba, escribe de hackers, de asesinos y chicos desaparecidos, de amor y de alquitrán político, escribe de criptogramas y de filosofía, de sexo y muerte, de lugares remotos, y tiempos futuros, de dioses paganos, de demonios cósmicos, de Malacosa y Xlött, de drogas, iluminación y divinidades. Y violencia, bella y terrible violencia. Edmundo no se parece a nadie, Edmundo no se parece a Edmundo. Mis años en Ithaca fueron valiosos, pude estudiar en una universidad tremenda y tuve la suerte de aprender mucho en ese entorno, pero lo que más valoro de mi experiencia en ese lugar fue poder encontrar a un amigo como Edmundo, y presenciar en tiempo real como escribía sus cuentos y novelas con esa libertad que tanto admiro. Eso es lo que más valoro.

    Sé que él viaja, que se escapa de Ithaca cuando puede, pero en mi mente él está allá y escribe y escribe y escribe, y no le importa escribir de lo que se debe, solamente escribe lo que él quiere. Y claro, sabe que en Ithaca nadie lo puede tocar, porque hay bestias que rodean ese lugar, centinelas negros que lo protegen. Trazado es un libro que da testimonio de eso. Los cuentos que encierra son un recorrido por esos paisajes impredecibles que brotan en la mente de Edmundo. Entrar ahí es cruzar el puente, asomarse al abismo, sentir las cosas que respiran en los bosques nevados y malvados de Ithaca.

  390. Álvaro Bisama lanzó su novela El brujo

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    El Brujo es una historia sobre la luz. Los fantasmas que la luz engendra. Los fantasmas son siempre los recuerdos. El Brujo es un entramado con dos voces predominantes, la de un hijo y la de un padre, en un vaivén a veces frenético y a veces introspectivo, que nos habla del riesgo de iluminar ciertas zonas de la realidad. La costra espesa que se va formando en la memoria de los que han atestiguado la violencia política sin alejar la vista. Y el recuerdo, esa herida expuesta y también infecciosa que puede moldear el presente a su manera. En estas páginas, la luminosidad no es lo mismo que la claridad, y tanto el pasado como el presente se reflejan en fotografías que denuncian escenas llenas de un horror que es al mismo tiempo ideológico y banal, escenas que son como los gritos inaudibles de un animal mudo. Indagaciones que quizás no explican nada, pero que se hacen necesarias en el intento de un hijo por comprender  los escombros de la historia personal, familiar y de la post dictadura. Porque la función de la luz en este universo boscoso, pareciera ser un doble juego: ofrecerse como revelación, para terminar acrecentando la presencia de un secreto.

    El brujo es una historia sobre el padre. El retiro del mundo ligado a la paternidad. El padre como leyenda de la ausencia que moviliza una investigación errática pero necesaria. Esto es arquetípico, sólo hasta cierto punto. La pregunta por el padre no parece estar buscando reparaciones psicológicas o redención personal. Esta es una investigación movilizada por el sinsentido de la violencia o quizás un policial invertido, con pistas inconclusas, incoherentes, que podrían no existir. Es el informe forense de una historia familiar quebrada y oculta en el territorio del escape. El padre que necesita no ser el padre y el hijo que sabe que es el hijo y en alguna parte del bosque, entre las ramas y el cielo negro, una especie de respuesta, que quizás tampoco exista.

    El brujo es una historia sobre la fotografía de guerra. Donde el heroísmo del registro oportuno y la desgracia del cómplice pasivo se conjugan en una vida arreciada por fantasmas que están hechos de recuerdos y polaroids que son manchas blancas o negras en el vacío. El fotógrafo de guerra es un verdugo involuntario que cambia el destino de los cuerpos, los modifica, altera su historia y dificultan la superación de los traumas, pero que al mismo tiempo posibilita el establecimiento objetivo de una verdad posible. La fotografía es la enfermedad y también la simulación de una terapia. Un pasillo sin puertas ni salidas, donde se congelan los estertores de un pasado inabordable.

    El brujo es una historia sobre el secreto. Puede ser complicado hablar del secreto como el motor de una historia, en una época extraña, en la que hasta los matinales de televisión tienen segmentos de conspiraciones reptilianas (Lo que, por cierto, puede ser leído como un triunfo de la ficción). Pero en El Brujo el secreto no opera como un dispositivo de revelación histórica ni personal. Su camino es lateral. Su vocación, difusa. Detrás de toda revelación, está la bruma espesa de los recuerdos falsos y de las pistas equivocadas y las fotografías borrosas. Con cada respuesta, queda el vacío de una tergiversación. En la isla dentro de la isla, el secreto no es un estado previo, no es un universo precario. Es el estado de las cosas, en un país cimentado sobre mentiras.

    El brujo es una historia sobre el horror. La persistencia de formas o siluetas que se dibujan en las paredes y en los contornos de la noche. Un horror que se aloja en bruma espesa que cubre el paisaje sureño, en el acecho de burócratas del Estado con agendas insospechadas, en la presencia de animales que vuelven sucios y flacos tras haberse perdido en la porosidad del bosque, en la constatación de una oscuridad que precede al mundo y al tiempo y que se condensa en fotografías que son manchas indescifrables y carentes de contexto.

    El brujo es una historia sobre los espacios originarios del miedo, donde se alojan ansiedades inexplicables y recuerdos borrosos y la reverberación de los gritos que quisiéramos olvidar. Un espacio remoto donde la velocidad y la densidad podrían ser lo mismo, en el avance hacia lo desconocido. Iluminando el pasado y el presente como una luz tenue, infiltrada en las grietas del mundo, revelando un algo que está cerca, acechando, respirando en tu cuello, reptando en el piso gelatinoso de la memoria, un algo que no tiene nombre, ni forma, ni sentido de ser, pero que se parece demasiado a ti mismo, y que reconoces como un reflejo de tu propia oscuridad.

  391. Otro Chile

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    por lorena amaro

    Es indudable el acierto principal de una novela como Charapo, de Pablo D. Sheng, en un panorama narrativo como el nuestro. Tres son las obsesiones más fáciles de detectar en los títulos recientes, y de todas se libra Sheng, para su fortuna: la metaliteratura autorreferente y solipsista, cuyo mundo es, siempre, el de artistas, periodistas y escritores; la visible revancha de la provincia, cuyo paisaje se muestra con un insistente “color local” y, por último, el repiqueteante tema de la infancia en dictadura. La de Sheng es una opción más novedosa y arriesgada: decide narrar, en primera persona y muy alejado de esos mundos, el periplo de un trabajador peruano, Camacho, esclavizado en los barrios céntricos de Santiago.

    Charapas llaman a las tortugas de la Amazonía peruana, y así también designan a sus habitantes. En los foros de internet se discute si se trata de un insulto o si se puede usar el sustantivo con cariño (“charapito”, así llama una prostituta al protagonista). Lo que no se puede soslayar es que se trata de una bestialización y que Sheng tal vez pensara en aquellas tortugas al arriesgar la invención de una lengua letárgica, lenta, que registra los detalles más breves, logrando de este modo ralentizar la anécdota de un personaje permanentemente fumado, hasta cierto punto ajeno al dolor por el que atraviesa. La pobreza extrema lo ha llevado a abandonar a su mujer y su hija en Perú. Después de eso, todas las relaciones que establece se quiebran, sin que logre alcanzar una mínima estabilidad laboral o doméstica. La pensión de mala muerte en que habita, donde llega a vivir una frágil cotidianidad, es derrumbada para construir un mall coreano. La degradación se precipita: empleado en la construcción, se transforma en un esclavo. La última secuencia –la mejor del libro– lo lleva hasta Los Vilos, donde se extreman el abandono y la deriva del personaje hacia ninguna parte, siempre en un mismo estado de impavidez, de débil defensa frente a las pérdidas y, también, el abuso de los otros.

    Si bien esta trama reviste interés, muchos de los problemas de la novela se derivan de los riesgos que asume. La denuncia por momentos se confunde con la estereotipación. En este mundo de inmigrantes coreanos, peruanos, turcos y chinos, la mugre y la flatulencia están a la orden del día: menudencias de pollo podridas, cacas de loro y paloma, wáteres tapados con “manzanas mordidas, tallarines, carne, huevos, limones y papeles con moco”, orines y coágulos por doquier. Cuerpos que revelan obscenamente su materialidad: “Tuve que llamar a la ambulancia cuando bajé y la vi babeando flemas con sangre. Su cuerpo estaba pudriéndose, tanto que el olor de la pieza era a peo seco”.

    Este feísmo es amcharapobiguo: tan pronto puede revelar críticamente las prácticas discriminatorias y el arrinconamiento social que sufren los personajes, como afirmar un prejuicio sobre la miseria de la inmigración. A este problema no menor, se suma el abuso de la frase breve, cortante, que desrealiza la narración aparentemente realista y que bien trabajada podría ser producto de una estética de la carencia, de la sequedad y el despojo. Aquí, sin embargo, el oído sufre con más de una frase mal hilvanada: “La tos pretendía hacer vomitar las flemas, pero no resultaba”; “ella misma hizo gesticular sus manos y habló un poco para que yo limpiara la casa”; “… tendríamos que esperar una hora. El horario de visita duraba tres. Ya eran cerca de las una (…) Volvimos cuando ya eran cerca de las dos”.

    “Ahora soy solo un ave/ que triste busca su nido”, dice el epígrafe de la novela, tomado de una cumbia peruana. Este soundtrack habla de un hombre que abandona a su familia, pero inevitablemente recordamos también otro relato, muy anterior, el de la peruana Clorinda Matto de Turner y sus Aves sin nido, cuya perspectiva, si bien paternalista, fue pionera en la reivindicación del indígena a fines del siglo XIX. Charapo incursiona literariamente en un Chile ignorado y en este sentido, corre el riesgo, también, del paternalismo y el exotismo. Puede que Borges no tuviera razón y que efectivamente (como se le ha recusado) en el Corán abunden los camellos; pero por momentos Sheng se excede en darle credenciales de verdad a su relato. Que la mujer de Camacho cocine o no pachamanca parece, al lado de las posibilidades de experimentar con la estética realista, anodino.

    Sheng, nacido en 1995, pertenece a una generación que puede decirnos mucho sobre un nuevo Chile, una generación que creció en colegios a los que hoy asisten inmigrantes de diversos puntos del mundo: haitianos, peruanos, colombianos… En vez de contar nuestro pasado, busca, muy perceptivamente, revelar esta nueva e ignorada nación. Aunque cuestionable en su fraseo y sus excesos, la suya es una primera novela imaginativa, arriesgada y diferente.

  392. El advenimiento del postcapitalismo

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    Si la caída de la Unión Soviética en 1989 convirtió al pensamiento marxista –y a todo crítico del capitalismo en realidad– en una disciplina similar a la filatelia, la crisis económica de 2008 fue la oportunidad para la reaparición en la escena intelectual de voces críticas que imaginan el futuro más próximo.

    por patricio tapia

    Con un termómetro metido en sus fauces, el capitalismo yace tendido en la sala de cuidados intensivos. El grave episodio que padeció en 2008 —la crisis financiera que eliminó un 13% de la producción mundial y un 20% del comercio internacional, forzando una operación de emergencia y grandes recursos para su recuperación— ha llevado a pensar que su enfermedad es más peligrosa de lo previsto. ¿Sobrevivirá o está fatalmente condenado? Y si es lo último, ¿hay que dejarlo expirar de muerte natural o apurar el doloroso trance?

    Los estudiosos tienen opiniones divididas. En Does Capitalism Have a Future? (¿Tiene futuro el capitalismo?), cinco de los mayores especialistas en el campo de la política de los sistemas económicos y la sociología histórica —Immanuel Wallerstein, Randall Collins, Michael Mann, Craig Calhoun y Georgi Derluguian— se congregan en torno al paciente para entregar sus diagnósticos. Todos piensan que a mediados de este siglo vivirá una crisis mucho mayor que la reciente. Wallerstein y Collins prevén un colapso; Mann y Calhoun, en cambio, creen que perdurará, aunque rectificado por transformaciones drásticas; Derluguian, por último, rastrea lecciones del socialismo soviético, durante años su único rival.

    Ya que casi desde sus orígenes el capitalismo enfrentó anuncios catastróficos, el pronóstico no es tan funesto. Incluso David Harvey, su radical detractor marxista, señalaba que el sistema nunca caerá por sí solo y habría que empujarle, según afirma en El enigma del capital y la crisis del capitalismo y en su más reciente Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo.

    Tras dos siglos de dominar el mundo occidental, la crisis de 2008 puso en entredicho el vigor capitalista. Después de la debacle (y sus resabios), otras alarmas empezaron a encenderse, tanto desde fuera del sistema (una proyección demográfica sombría; un acelerado cambio climático) como al interior del mismo: crecen la desigualdad, las deudas y el desempleo; crecen las protestas y los indignados. Las erupciones sociales imprevisibles, a veces violentas, podrían ser indicadores de una crisis más profunda que la económica, y el agotamiento del actual sistema podría plantear un escenario más bien apocalíptico.

    Las dos caras del futuro

    Entre quienes auguran la desaparición más o menos rápida del capitalismo, no solo están los que sospechan un desastre mayor, sino también quienes tienen la esperanza de su reemplazo por algo mejor, algo llamado, no muy creativamente, postcapitalismo. El término lo acuñó Peter Drucker, impulsor de las alquímicas ciencias de la administración, y de él lo toma Paul Mason para su Postcapitalismo. También lo usan Nick Srnicek y Alex Williams en Inventing the Future (Inventar el futuro). Ambos libros son optimistas respecto de lo que viene, ambos se basan en puntos de vista compartidos, el fundamental de los cuales es la confianza en que los avances tecnológicos harían posible una sociedad emancipada.

    Antes de apreciar las buenas caras, hay que observar las más adustas, como las de aquella congregación de sabios descifrando el porvenir capitalista. Allí Immanuel Wallerstein frunce el ceño al examinar los cambios a través de la tesis de los ciclos largos de Nikolai Kondratiev, ciclos de más o menos 50 años que muestran las alzas y crisis recurrentes en la historia del capitalismo; ciclos que también mantienen su equilibrio, roto ahora por el agotamiento de las posibilidades de acumulación del capital. La premisa de Wallerstein es que el capitalismo es un sistema y como tal tiene una vida finita y reglas: cuando alcanza su máxima extensión, inevitablemente entra en una crisis final. Comparte aspectos del análisis de Wallerstein, pero Randall Collins se enfoca en una única gran debilidad: el empobrecimiento de la clase media por las tecnologías de la información. La competencia capitalista crea innovación, la cual reduce la demanda de trabajo y los salarios; el desempleo más la expansión geográfica mercantil (que contribuye a abaratar el empleo) causará una crisis mayor que ahogará los mercados y provocará una gran reacción social, eventualmente violenta.

    “Michael Mann no concede un papel tan importante a la economía: el capitalismo no sufre ninguna contradicción destructiva, puede vivir otro ciclo de crecimiento pagando bajos salarios (en África, por ejemplo). Para él, el mayor peligro está en el cambio climático y la degradación ambiental”.

    Michael Mann no concede un papel tan importante a la economía: el capitalismo no sufre ninguna contradicción destructiva, puede vivir otro ciclo de crecimiento pagando bajos salarios (en África, por ejemplo). Para él, el mayor peligro está en el cambio climático y la degradación ambiental.

    Craig Calhoun se ubica entre Wallerstein-Collins y Mann: concuerda en la importancia de las amenazas “externas” (la crisis climática), pero las contradicciones internas son más importantes de lo que reconoce Mann y la supervivencia del capitalismo radica en la renovación de sus instituciones sociales, pues el neoliberalismo sería insostenible.

    Los rostros de Paul Mason, Nick Srnicek y Alex Williams, sin embargo, lucen menos acongojados. Sus miradas, levemente soñadoras, combinan el pensamiento de izquierda con la esperanza tecnológica. Consideran que las antiguas teorías sobre la lucha de clases y la acción revolucionaria son demasiado toscas para captar las posibilidades del momento actual. El futuro no llegará a través de un movimiento obrero, sino por el avance tecnológico y sus implicancias: reduce la necesidad de trabajar (la automatización); corroe la capacidad del mercado de formar precios (la información circula infinitamente y gratis); genera comportamientos que escapan de los presupuestos económicos (colaboración no egoísta).

    El libro de Srnicek y Williams Inventing the Future plantea al menos tres aspectos principales: a) una crítica sostenida a la política de izquierda reciente, que ha abandonado las estrategias para construir alternativas al capitalismo, b) una exposición de cómo la izquierda debe aprender los procedimientos que ha usado el neoliberalismo para constituirse en una ideología hegemónica y c) un manifiesto fundamentalmente político con una serie de exigencias: la automatización total, la disminución de la semana laboral, la instauración de un ingreso básico universal y una menor valoración de la ética del trabajo. Si cada una de estas propuestas es un objetivo, su poder se expresa cuando se unen en un programa integrado.

    A diferencia de Randall Collins, que señalaba como clave de su visión pesimista la desaparición de la clase media por sus trabajos automatizados (sin una masa de consumidores, el capitalismo no podrá sobrevivir cuando el desempleo empiece a llegar al 50 o 70 % de la población), Srnicek y Williams ven en ello una buena señal. Su mundo postcapitalista es un mundo post-trabajo, la gente ya no está atada a sus empleos “sino que es libre de crear sus propias vidas”. Recuerdan que los trabajadores pre-capitalistas (los campesinos), podían ser pobres, pero autosuficientes, su supervivencia no dependía de trabajar para otro; el capitalismo, dicen, cambió esto: los campesinos se convirtieron en proletariado.

    Basados en el progreso tecnológico, creen posible el fin del trabajo, modificando su noción como parte de la cultura: aquella que lo considera el empleo algo tan necesario como dignificador. “El trabajo, no importa cuán degradante o mal pagado o inconveniente sea, es considerado un bien definitivo”, señalan. Cuando la plena automatización se alcance, entra el ingreso básico universal, que permitirá a las personas trabajar en lo que quieran o dedicarse a otras cosas. Sugieren, para empezar, un fin de semana laboral de tres días, pero (citando al escritor Arthur C. Clarke) “la meta del futuro es el pleno desempleo”. Por último, creen que su plataforma anti-trabajo y pro-automatización permitiría la unión de fuerzas de izquierda, con grupos antiracistas, feministas, anarquistas y medioambientalistas, entre otros, organizándose conjuntamente. Si estas ideas pueden parecer un desvarío utópico (y en algún sentido lo parecen), hay que conceder que son compartidas.

    Como Srnicek y Williams, Paul Mason cree que en la sociedad postcapitalista las empresas deberían automatizar todos los procesos posibles; los gobiernos deberían garantizar un ingreso mínimo universal; y solo una parte de la población debería trabajar por dinero (el resto perseguirá fines no monetarios). Pero su Postcapitalismo es un libro mucho más ambicioso. Con varios hilos, entreteje un tapiz intelectual amplio. Considera que el capitalismo ha mostrado una gran capacidad de adaptación a los cambios, pero ha llegado a su límite y hay razones estructurales para esperar su fin. Su recuento se construye sobre una variante de la teoría de las ondas largas de Kondratiev, según la cual el capitalismo pasa por ciclos de estancamiento e innovación de cerca de 50 años.

    El último ciclo comienza en 1989, pero es uno inusual. La caída del bloque soviético significó una aceleración (nuevos mercados, nueva mano de obra, nuevas empresas), la que unida a otros factores inusitados (la desmoralización del movimiento obrero organizado y el auge de las tecnologías de la información, entre otros), presenta una onda anómala, con la perduración de un descenso por cerca de 20 años, que demostraría que el ciclo se ha roto y que ahora no hay salida.

    La esperanza radica en que vivimos en una sociedad que depende de la información, donde los componentes fundamentales de la economía clásica cambian de sentido o se vuelven inútiles. Así, los precios de los bienes informáticos bajan debido a las ventajas competitivas y a la libre circulación del “conocimiento”. A ello se une el progresivo reemplazo del trabajador por tecnología, que es a su vez crecientemente más barata. Mason agrega un argumento acerca de la imposibilidad de un capitalismo de la información basado en la teoría del labor-trabajo marxista (según la cual, el beneficio capitalista es en realidad la apropiación del valor solo producido por el trabajo remunerado).

    En cierta forma, Mason ve el presente y el pasado como una lucha entre jerarquías y redes. Por supuesto, son mejores las redes. Ellas permiten a las personas participar en una labor constructiva, no importando las distancias, como una labor extra a sus trabajos normales. Mason cita a los editores de las entradas de Wikipedia o a los codificadores que contribuyen a las revisiones del sistema operativo de código abierto, Linux. Vislumbra un nuevo agente del cambio en la historia: el ser humano conectado.

    De hecho, para Mason el gran ejemplo de institución postcapitalista es Wikipedia, la enciclopedia en línea, el mayor producto de información en el mundo y además una empresa sin fines de lucro, exitosa, que se basa en el trabajo voluntario de 27 mil editores. Llega a proponer incluso la actuación de los Estados bajo el modelo de Wikipedia, manteniendo sus funciones de coordinación y resolución de problemas globales. Por ejemplo, la “crisis climática”, punto en el cual Mason propugna un control centralizado, por lo menos en un primer momento: “Las administraciones —tanto nacionales como regionales— deberán asumir el control y, probablemente, la propiedad de todos los grandes productores de carbono”. A más largo plazo, formula, como parte de su “Proyecto Cero”, un programa que se basa en un sistema energético de cero emisiones de carbono, más máquinas, productos y servicios a coste marginal cero y reducción del tiempo de trabajo para acercarlo también a cero, de forma muy similar a lo planteado por Srnicek y Williams.

    El libro de Mason, por otra parte, está jalonado de una suerte de pequeños ensayos sobre temas variados: desde la historia del propio economista Nikolai Kondratiev (quien desde el mayor prestigio cayó en desgracia y fue ejecutado por Stalin en 1938), la historia de la militancia obrera en el siglo XX, los efectos de la financiarización, un más bien oscuro escrito de Marx que lo inspira (el “Fragmento sobre las máquinas” de 1858), el desarrollo del software de código abierto o la política en la Rusia prerrevolucionaria.

    Capitalismo, hegemonía, infocapitalismo y neoliberalismo

    Al comienzo de Postcapitalismo, Mason señala que su intención es “cartografiar” las nuevas contradicciones del capitalismo para poder enfrentarlo. La principal contradicción actual, dice, es la que existe entre la abundancia del conocimiento y la mantención de un sistema basado en la escasez.

    Cuando menos 16 otras discordancias apunta David Harvey en Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, analizando los efectos de la acumulación capitalista en la vida cotidiana de las personas. No es un ejercicio del todo excéntrico, considerando que si la caída de la Unión Soviética en 1989 convirtió al pensamiento marxista en una disciplina similar a la filatelia, la crisis de 2008 fue la oportunidad para su reaparición en la escena intelectual.

    Harvey parte de un modelo sobre cómo funciona el capitalismo y sobre la base de ese modelo explora por qué y cómo se producen las crisis periódicas. Las contradicciones entre capital y trabajo, competencia y monopolio, propiedad privada y Estado, centralización y descentralización, dinamismo e inercia, entre otras, son las que lo ocupan. Se muestra algo más que escéptico sobre las nuevas tecnologías y el capitalismo “basado en el conocimiento”: “Si la actual oleada de innovación apunta en alguna dirección, es hacia la disminución de las posibilidades de empleo para los trabajadores y el aumento de la importancia de las rentas derivadas de los derechos de propiedad intelectual para el capital”. Se podrían obtener enormes ventajas de la automatización, pero paradójicamente, las innovaciones se aplican más fácilmente a aumentar y no a disminuir la actividad especulativa. Tampoco se muestra amigo de los artilugios tecnológicos (a los que llama “armas de distracción masiva”). El infocapitalismo, el capitalismo de la información, del que habla Mason, no lo deslumbra.

    “El principio rector del neoliberalismo no es el libre mercado, ni la disciplina fiscal, ni la firmeza monetaria, ni la privatización y la deslocalización…, ni siquiera la globalización. Todas estas cosas fueron subproductos o armas de su principal empeño: eliminar al obrerismo organizado del panorama socioeconómico”, escribe Paul Mason.

    Y tiene algo de razón: ¿es una economía de la información tan aberrante para una economía neoliberal? El capitalismo se las ha arreglado para convivir con la abundancia y su concentración. Entre los “multimillonarios” (según la revista Forbes) o “el 1 por ciento más rico” de la población (según la expresión que hizo célebre el movimiento Ocupa Wall Street) hay no pocos magnates informáticos.

    Una de las partes más interesantes del libro de Srnicek y Williams está en su crítica de la izquierda actual y sus apreciaciones sobre los límites del localismo y la pequeña escala a la hora de desafiar el dominio ideológico del neoliberalismo. Agrupan una serie de tácticas que llaman “política popular” o “de sentido común”, vinculadas a las acciones locales, no jerárquicas (“horizontales”), formas de acción directa e inmediata, desorganizada, que privilegia los particularismos o manifestaciones afectivas como los “Ocupa Wall Street”.

    Todo ello constituye, según los autores, un retroceso de la tradición de una política militante, una especie de “política transmutada en pasatiempo” o “política como experiencia de drogas” antes que algo que pueda transformar la realidad. El neoliberalismo, en cambio, se ha integrado de tal forma en el modo de comprender el mundo que es difícil concebir alternativas. Su crónica de cómo el neoliberalismo, siendo una teoría seguida por un pequeño grupo, llegó a convertirse en la teoría dominante del capitalismo, es muy convincente. Cómo se ha infiltrado en las sociedades desarrolladas por medio de una amplia publicidad y partidarios con la estrategia explícita de ganarse la mente (y a veces el alma) de economistas, políticos, periodistas y publicistas, desde centros de estudios o think tanks, medios de comunicación o la academia. Esa hegemonía –en términos gramscianos– necesita ser construida, señalan. Para instalar un nuevo orden hegemónico se requiere un movimiento masivo populista (por populismo entienden “un tipo de lógica política por el cual un conjunto de diferentes identidades se entretejen contra un adversario común en la búsqueda de un nuevo mundo”).

    El neoliberalismo, en todo caso, no es sinónimo de capitalismo (sino una variedad de él) ni la malvada ideología de la oligarquía emergente, ese “infame 1 por 100, que en realidad es un 0,1 por 100 aún más infame” (según Harvey). Quienes lo critican sostienen que su preferencia por un Estado mínimo y una mínima regulación favorece a los fuertes sobre los débiles y concluyen que los poderes estatales deben fortalecerse para proteger al vulnerable.

    En The Rise and Fall of Neoliberal Capitalism (“El auge y caída del capitalismo neoliberal”), David Kotz presenta una clara exposición de sus desarrollos más importantes, el giro de la economía en los años 80: décadas de creciente desigualdad económica y reducción de servicios públicos hasta el estallido de la crisis económica en 2008, con su lenta (y algo tambaleante) recuperación. Si Paul Mason señala en su libro lo que el neoliberalismo no era, en realidad sí parece ser todo eso, incluyendo, tal vez, lo que Mason cree que es: “El principio rector del neoliberalismo no es el libre mercado, ni la disciplina fiscal, ni la firmeza monetaria, ni la privatización y la deslocalización…, ni siquiera la globalización. Todas estas cosas fueron subproductos o armas de su principal empeño: eliminar al obrerismo organizado del panorama socioeconómico”.

    “La revolución digital ha puesto grandes poderes en las manos de los trabajadores, pero también en las de los banqueros. Probablemente, no se trata de que el capital no pueda sobrevivir a sus problemas, sino de que el costo de hacerlo resulte inaceptable para la mayoría de la población”.

    El capitalismo neoliberal, dice Kotz, surgió en torno a 1980. Al centrarse en Estados Unidos no menciona a Chile sino en una nota, aunque nuestro país fue pionero en su implementación, años antes, bajo Pinochet, como refiere David Harvey en Breve historia del neoliberalismo. La única otra mención a Chile en los libros comentados está en el de Srnicek y Williams con el proyecto Synco o Cybersyn, el intento de planificación económica que buscaba poner en red a las empresas del Estado durante la Unidad Popular.

    Kotz plantea que en relación con el producto interno bruto el tamaño del gobierno estadounidense no ha disminuido desde el comienzo de la era neoliberal, sino que se ha mantenido más o menos en el mismo nivel con algunas fluctuaciones cíclicas. Es más, en términos de gasto absoluto, el tamaño del Estado ha aumentado bastante en términos reales (la economía es mucho más grande de lo que era en 1980 y el gasto es igualmente mayor, a pesar de que la proporción se ha mantenido estable). Con todo, Kotz sostiene que Estados Unidos se ha vuelto neoliberal. Este punto de vista lo sustenta en que el neoliberalismo se define por el retiro estatal de las áreas clave de intervención económica, por ejemplo, ha renunciado al manejo keynesiano de la demanda y permitió la desregulación del sector financiero. El análisis que ofrece sugiere que el capitalismo no solo está en un período de crisis, sino en una crisis que no tiene una salida fácil.

    “Tenemos que ser utópicos sin complejos”, señala Mason. Y él ciertamente lo es, al igual que Srnicek y Williams. Un capitalismo que va implosionar, millones de personas viviendo prósperamente y sin necesidad de trabajar, unidos en redes, para construir un mundo más justo, parece una versión bastante especulativa de la utopía. Su discusión, por cierto, se mueve en las sociedades desarrolladas. La perspectiva algo provinciana de que la caída de la clase obrera (del Norte global) impPostCapitalismlica el fin de todo desafío al capitalismo, no toma en cuenta al Sur global (Sudamérica, Asia del sudeste y África), con sus poblaciones y pauperización crecientes, ni las relaciones entre los desarrollos tecnológicos y los regímenes de producción extractiva (Srnicek y Williams apenas mencionan el problema climático como uno de los problemas estructurales más importantes que la “política popular” no podrá resolver). En realidad, ellos no describen en detalle cómo las sociedades pueden llegar a este mundo postcapitalista. La revolución digital ha puesto grandes poderes en las manos de los trabajadores, pero también en las de los banqueros. Probablemente, no se trata de que el capital no pueda sobrevivir a sus problemas, sino de que el costo de hacerlo resulte inaceptable para la mayoría de la población.

    No solo quienes consideran al capitalismo como el más capital de los pecados capitales sacarán provecho de estos libros. Todos ellos abordan con claridad asuntos complejos y algunos escriben con brío sobre asuntos que podrían ser adormecedores. Por ejemplo, Paul Mason se pregunta qué pasará con el famoso 1% más rico del planeta de cumplirse su programa. Responde: se harán más pobres y, de paso, más felices. No se consumirán en una oligarquía. “El 99% va a rescatarlos. El postcapitalismo los hará libres”.

     

     

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  393. Dochera

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    a Piero Ghezzi

    Todas las tardes la hija de Inaco se llama Io, Aar es el río de Suiza y Somerset Maugham ha escrito La luna y seis peniques. El símbolo químico del oro es Au, Ravel ha compuesto el Bolero y hay puntos y rayas que indican letras. Insípido es soso, las iniciales del asesino de Lincoln son JWB, las casas de campo de los jerarcas rusos son dachas, Puskas es un gran futbolista húngaro, Veronica Lake es una famosa femme fatale, héroe de Calama es Avaroa y la palabra clave de Ciudadano Kane es Rosebud. Todas las tardes Benjamín Laredo revisa diccionarios, enciclopedias y trabajos pasados para crear el crucigrama que saldrá al día siguiente en El Heraldo de Piedras Blancas. Es una rutina que ya dura veinticuatro años: después del almuerzo, Laredo se pone un apretado terno negro, camisa de seda blanca, corbata de moño rojo y zapatos de charol que brillan como los charcos en las calles después de una noche de lluvia. Se perfuma, afeita y peina con gomina, y luego se encierra en su escritorio con una botella de vino tinto y el concierto de violín de Mendelssohn en el estéreo para, con una caja de lápices Staedtler de punta fina, cruzar palabras en líneas horizontales y verticales, junto a fotos en blanco y negro de políticos, artistas y edificios célebres. Una frase serpentea a lo largo y ancho del cuadrado, la de Oscar Wilde la más usada, Puedo resistir a todo menos a las tentaciones. Una de Borges es la favorita del momento: He cometido el peor de los pecados: no fui feliz. ¡Preclara belleza de lo que se va creando ante nuestros ojos nunca cansados de sorprenderse! ¡Maravilla de la novedad en la repetición! ¡Pasmo ante el acto siempre igual y siempre nuevo!

    Sentado en la silla de nogal que le ha causado un dolor crónico en la espalda, royendo la madera astillada del lápiz, Laredo se enfrenta al rectángulo de papel bond con urgencia, como si en éste se encontrara, oculto en su vasta claridad, el mensaje cifrado de su destino. Hay momentos en que las palabras se resisten a entrelazarse, en que un dato orográfico no quiere combinar con el sinónimo de impertérrito. Laredo apura su vino y mira hacia las paredes. Quienes pueden ayudarlo están ahí, en fotos de papel sepia que parecen gastarse de tanto ser observadas, un marco de plata bruñida al lado de otro atiborrando los cuatro costados y dejando apenas espacio para un marco más: Wilhelm Kundt, el alemán de la nariz quebrada (la gente que hace crucigramas es muy apasionada), el fugitivo nazi que en menos de dos años en Piedras Blancas se inventó un pasado de célebre crucigramista gracias a su exuberante dominio del castellano –decían que era tan esquelético porque sólo devoraba páginas de diccionarios de etimologías en el desayuno, almorzaba sinónimos y antónimos, cenaba galicismos y neologismos–; Federico Carrasco, de asombroso parecido con Fred Astaire, que descendió en la locura al creerse Joyce e intentar hacer de sus crucigramas reducidas versiones de Finnegans Wake; Luisa Laredo, su madre alcohólica, que debió usar el seudónimo de Benjamín Laredo para que sus crucigramas abundantes en despreciada flora y fauna y olvidadas artistas pudieran ganar aceptación y prestigio en Piedras Blancas; su madre, que lo había criado sola (al enterarse del embarazo, el padre de dieciséis años huyó en tren y no se supo más de él), y que, al descubrir que a los cinco años él ya sabía que agarradera era asa y tasca bar, le había prohibido que hiciera sus crucigramas por miedo a que siguiera su camino. Cansa ser pobre. Tú serás ingeniero. Pero ella lo había dejado cuando cumplió diez, al no poder resistir un feroz delirium tremens en el que las palabras cobraban vida y la perseguían como mastines tras la presa.

    Todos los días Laredo mira al crucigrama en estado de crisálida, y luego a las fotos en las paredes. ¿A quién invocaría hoy? ¿Necesitaba la precisión de Kundt? Piedra labrada con que se forman los arcos o bóvedas, seis letras. ¿El dato entre arcano y esotérico de Carrasco? Cinematógrafo de John Ford en El Fugitivo, ocho letras. ¿La diligencia de su madre para dar un lugar a aquello que se dejaba de lado? Preceptora de Isabel la Católica, autora de unos comentarios a la obra de Aristóteles, siete letras. Alguien siempre dirige su mano tiznada de carbón al diccionario y enciclopedia correctos (sus preferidos, el de María Moliner, con sus bordes garabateados, y la Enciclopedia Británica desactualizada pero capaz de informarlo de árboles caducifolios y juegos de cartas en la alta edad media), y luego ocurre la alquimia verbal y esas palabras yaciendo juntas de manera incongruente –dictador cubano de los 50, planta dicotiledónea de Centro América, deidad de los indios Mohauks–, de pronto cobran sentido y parecen nacidas para estar una al lado de la otra.

    Después, Laredo camina las siete cuadras que separan su casa del rústico edificio de El Heraldo, y entrega el crucigrama a la secretaria de redacción, en un sobre lacrado que no puede ser abierto hasta minutos antes de ser colocado en la página A14. La secretaria, una cuarentona de camisas floreadas y lentes de cristales negros e inmensos como tarántulas dormidas, le dice cada vez que puede que sus obras son joyas para guardar en el alhajero de los recuerdos, y que ella hace unos tallarines con pollo para chuparse los dedos, y a él no le vendría mal un paréntesis en su admirable labor. Laredo murmura unas disculpas, y mira al suelo. Desde que su primera y única novia lo dejó a los dieciocho años por un muy premiado poeta maldito –o, como él prefería llamarlo, un maldito poeta–, Laredo se había pasado la vida mirando al suelo cuando tenía alguna mujer cerca suyo. Su natural timidez se hizo más pronunciada, y se recluyó en una vida solitaria, dedicada a sus estudios de arqueología (abandonados al tercer año) y al laberinto intelectual de los crucigramas. La última década pudo haberse aprovechado de su fama en algunas ocasiones, pero no lo hizo porque él, ante todo, era un hombre muy ético.

    Antes de abandonar el periódico, Laredo pasa por la oficina del editor, que le entrega su cheque entre calurosas palmadas en la espalda. Es su única exigencia: cada crucigrama debe pagarse el día de su entrega, excepto los del sábado y el domingo, que se pagan el lunes. Laredo inspecciona el cheque a contraluz, se sorprende con la suma a pesar de conocerla de memoria. Su madre estaría muy orgullosa de él si supiera que podía vivir de su arte. Debiste haber confiado más en mí, mamá. Laredo vuelve al hogar con paso cansino, rumiando posibles definiciones para el siguiente día. Pájaro extinguido, uno de los primeros reyes de Babilonia, país atacado por Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor, isótopo radiactivo de un elemento natural, civilización contemporánea de la nazca en la costa norte del Perú, aria de Verdi, noveno mes del año lunar musulmán, tumor producido por la inflamación de los vasos linfáticos, instrumento romo, rebelde sin causa.

    Ese atardecer, Benjamín Laredo volvía a casa más alegre de lo habitual. Todo le parecía radiante, incluso el mendigo sentado en la acera con la descoyuntada cintura ósea que termina por la parte inferior el cuerpo humano (seis letras), y el adolescente que apareció de improviso en una esquina, lo golpeó al pasar y tenía una grotesca prominencia que forma el cartílago tiroides en la parte anterior del cuello (cuatro letras). Acaso era el vino italiano que había tomado ese día para celebrar el fin de una semana especial por la calidad de sus cuatro últimos crucigramas. El del miércoles, cuyo tema era el film noir –con la foto de Fritz Lang en la esquina superior izquierda y a su lado derecho la del autor de Double Indemnity–, había motivado numerosas cartas de felicitación. Estimado señor Laredo: le escribo estas líneas para decirle que lo admiro mucho, y que estoy pensando en dejar mis estudios de ingeniería industrial para seguir sus pasos. Muy Apreciado: Ojalá que Sigas con los Crucigramas Temáticos. ¿Que Tal Uno que Tenga como Tema las Diversas Formas de Tortura Inventadas por los Militares Sudamericanos el Siglo XX? Laredo palpaba las cartas en su bolsillo derecho y las citaba de corrido como si estuviera leyéndolas en Braille. ¿Estaría ya a la altura de Kundt? ¿Había adquirido la inmortalidad de Carrasco? ¿Lograba superar a su madre para así recuperar su nombre? Casi. Faltaba poco. Muy poco. Debía haber un premio Nobel para artistas como él: hacer crucigramas no era menos complejo y trascendental que escribir un poema. Con la delicadeza y la precisión de un soneto, las palabras se iban entrelazando de arriba a abajo y de izquierda a derecha hasta formar un todo armonioso y elegante. No se podía quejar: su popularidad era tal en Piedras Blancas que el municipio pensaba bautizar una calle con su nombre. Nadie ya leía a los poetas malditos, y menos a los malditos poetas, pero prácticamente todos en la ciudad, desde ancianos beneméritos hasta gráciles Lolitas –obsesión de Humbert Humbert, personaje de Nabokov, Sue Lyon en la pantalla gigante–, dedicaban al menos una hora de sus días a intentar resolver sus crucigramas. Más valía el reconocimiento popular en un arte no valorado que una multitud de premios en un campo tomado en cuenta sólo por unos pretenciosos estetas, incapaces de reconocer el aire de los tiempos.

    En la esquina a una cuadra de su casa una mujer con un abrigo negro esperaba un taxi (piel usada para la confección de abrigos, cinco letras). Las luces del alumbrado público se encendieron, su fulgor anaranjado reemplazando pálidamente la perdida luz del atardecer. Laredo pasó al lado de la mujer; ella volcó la cara y lo miró. Era joven, de edad indefinida: podía tener diecisiete o treinta y cinco años. Tenía un mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente y le cubría el ojo derecho. Laredo continuó la marcha. Se detuvo. Ese rostro…

    Un taxi se acercaba. Giró y le dijo: —Perdón. No es mi intención molestarla, pero… —Pero me va a molestar. 
—Sólo quería saber su nombre. Me recuerda a alguien.

    —Dochera.
—¿Dochera?
—Disculpe. Buenas noches.

    El taxi se había detenido. Ella subió y no le dio tiempo de continuar la charla. Laredo esperó que el destartalado Ford Falcon se perdiera antes de proseguir su camino. Ese rostro… ¿a quién le recordaba ese rostro?

    Se quedó despierto hasta la madrugada, dando vueltas en la cama con la luz de su velador encendida, explorando en su prolija memoria en busca de una imagen que correspondiera de algún modo con la nariz aguileña, la tez morena y la quijada prominente, la expresión entre recelosa y asustada. ¿Un rostro entrevisto en la infancia, en una sala de espera en un hospital, mientras, de la mano de su abuelo, esperaba que le informaran que su madre había vuelto de la inconsciencia alcohólica? ¿En la puerta del cine de barrio, a la hora de la entrada triunfal de las chicas de minifaldas rutilantes, de la mano de sus parejas? Aparecía la imagen de senos inverosímiles de Jayne Mansfield, que había recortado de un periódico y colado en una página de su cuaderno de matemáticas, la primera vez que había intentado hacer un crucigrama, un día después del entierro de su madre. Aparecían rubias y de pelo negro oloroso a manzana, morenas hermosas gracias al desparpajo de la naturaleza o a los malabares del maquillaje, secretarias de rostros vulgares y con el encanto o la insatisfacción de lo ordinario, mujeres de la realeza y desconocidas con las que se había cruzado por la calle, la piel no tocada varios días por el agua.

    La luz se filtraba, tímida, entre las persianas de la habitación cuando apareció la mujer madura con un mechón blanco sobre la cabeza. La dueña de El palacio de las princesas dormidas, la revistería del vecindario donde Laredo, en la adolescencia, compraba los Siete Días y Life de donde recortaba las fotos de celebridades para sus crucigramas. La mujer que se le acercó con una mano llena de anillos de plata al verlo ocultar con torpe disimulo, en una esquina del recinto oloroso a periódicos húmedos, una Life entre los pliegues de la chamarra de cuero marrón.

    —¿Cómo te llamas?

    Lo agarraría y lo denunciaría a la policía. Un escándalo. En su cama, Laredo revivía el vértigo de unos instantes olvidados durante tantos años. Debía huir.

    —Te he visto muchas veces por aquí. ¿Te gusta leer?

    —Me gusta hacer crucigramas.

    Era la primera vez que lo decía con tanta convicción. No había que tenerle miedo a nada. La mujer abrió sus labios en una sonrisa cómplice, sus mejillas se estrujaron como papel.

    —Ya sé quién eres. Benjamín. Como tu madre, Dios la tenga en su gloria. Espero que no te guste hacer otras cosas tontas como ella.

    La mujer le dio un pellizco tierno en la mejilla derecha. Benjamín sintió que el sudor se escurría por sus sienes. Apretó la revista contra su pecho.

    —Ahora lárgate, antes de que venga mi esposo.

    Laredo se marchó corriendo, el corazón apresurado como ahora, repitiéndose que nada le gustaba más que hacer crucigramas. Nada. Desde entonces no había vuelto a El palacio de las princesas dormidas por una mezcla de vergüenza y orgullo. Había incluso dado rodeos para no cruzar por la esquina y toparse con la mujer. ¿Qué sería de ella? Sería una anciana detrás del mostrador de la revistería. O quizás estaría cortejando a los gusanos en el cementerio municipal. Laredo repitió, su cuerpo fragmentado en líneas paralelas por la luz del día: nada me más que. Nada. Debía pasar la página, devolver a la mujer al olvido en que la tenía prisionera. Ella no tenía nada que ver con su presente. El único parecido con Dochera era el mechón blanco. Dochera, susurró, los ojos revoloteando por las paredes desnudas de la habitación. Do-che-ra.

    Era un nombre extraño. ¿Dónde podría volver a encontrarla? Si había tomado el taxi tan cerca de su casa, acaso vivía a la vuelta de la esquina: se estremeció al pensar en esa hipotética cercanía, se mordió las uñas ya más que mordidas. Lo más probable, sin embargo, era que ella hubiera estado regresando a su casa después de visitar a alguna amiga. O a familiares. ¿A un amante?

    Al día siguiente, incluyó en el crucigrama la siguiente definición: Mujer que espera un taxi en la noche, y que vuelve locos a los hombres solitarios y sin consuelo. Siete letras, segunda columna vertical. Había transgredido sus principios de juego limpio y su responsabilidad para con sus seguidores. Si las mentiras que poblaban las páginas de los periódicos, en las declaraciones de los políticos y los funcionarios de gobierno, se extendían al reducto sagrado de las palabras cruzadas, estables en su ofrecimiento de verdades fáciles de comprobar con una buena enciclopedia, ¿qué posibilidades existían para que el ciudadano común se salvara de la generalizada corrupción? Laredo había dejado en suspensión esos dilemas morales. Lo único que le interesaba era enviar un mensaje a la mujer de la noche anterior, hacerle saber que estaba pensando en ella. La ciudad era muy chica, ella debía haberlo reconocido. Imaginó que ella, al día siguiente, haría el crucigrama en la oficina en la que trabajaba, y se encontraría con ese mensaje de amor que la haría sonreír. Dochera, escribiría con lentitud, paladeando el momento, y luego llamaría al periódico para avisar que había recibido el mensaje, podían tomar un café una de esas tardes.

    Esa llamada no llegó. Sí, en cambio, las de muchas personas que habían intentado infructuosamente resolver el crucigrama y pedían ayuda o se quejaban de su dificultad. Cuando, un día después, fue publicada la solución, la gente se miró incrédula. ¿Dochera? ¿Quién había oído hablar de Dochera? Nadie se animó a preguntarle o discutirle a Laredo: si él lo decía, era por algo. No por nada se había ganado el apodo de Hacedor. El Hacedor sabía cosas que la demás gente no conocía.

    Laredo volvió a intentar con: Turbadora y epifánica aparición nocturna, que ha convertido un solitario corazón en una suma salvaje y contradictoria de esperanzas y desasosiegos. Y: De noche, todos los taxis son pardos, y se llevan a la mujer de mechón blanco, y con ella mi órgano principal de circulación de la sangre. Y: A una cuadra de la Soledad, al final de la tarde, hubo el despertar de un mundo. Los crucigrama mantenían la calidad habitual, pero todos, ahora, llevaban inserta, como una cicatriz que no acababa de cerrarse, una definición que remitiera al talismánico nombre de siete letras. Debía parar. No podía. Hubo algunas críticas; no le interesaba (autor de El criticón, siete letras). Sus seguidores se fueron acostumbrando, y comenzaron a ver el lado positivo: al menos podían comenzar a resolver el crucigrama con la seguridad de tener una respuesta correcta. Además, ¿no eran los genios extravagantes? Lo único diferente era que a Laredo le había tomado veinticinco años encontrar su lado excéntrico. Al Beethoven de Piedras Blancas bien podían permitírsele acciones que se salían de lo acostumbrado.

    Hubo cincuenta y siete crucigramas que no encontraron respuesta. ¿Se había esfumado la mujer? ¿O es que Laredo se había equivocado en el método? ¿Debía rondar todos los días la esquina de su casa, hasta volverse a encontrar con ella? Lo había intentado tres noches, la gomina Lord Cheseline refulgiendo en su cabellera como si se tratara de un ángel en una fallida encarnación mortal. Se sintió ridículo y vulgar acosándola como un asaltante. También había visitado, sin suerte, las compañías de taxis en la ciudad, tratando de dar con los taxistas de turno aquella noche (las compañías no guardaban las listas, hablaría con el director del periódico, alguien debía escribir una editorial al respecto). ¿Poner un aviso de una página en El Heraldo, describiendo a Dochera y ofreciendo dinero al que pudiera darle información sobre su paradero? Pocas mujeres debían tener un mechón de pelo blanco, o un nombre tan singular. No lo haría. No había publicidad superior a la de sus crucigramas: ahora toda la ciudad, incluso quienes no hacían crucigramas, sabía que Laredo estaba enamorado de una mujer llamada Dochera. Para ser un tímido enfermizo, Laredo ya había hecho mucho (cuando la gente le preguntaba quién era ella, él bajaba la mirada y murmuraba que en una tienda de libros usados había encontrado una invaluable y ya agotada enciclopedia de los Hititas).

    ¿Y si la mujer le había dado un nombre falso? Esa era la posibilidad más cruel.

    Una mañana, se le ocurrió visitar el vecindario de su adolescencia, en la zona noroeste de la ciudad, profusa en sauces llorones. El entrecruzamiento de estilos creaba una zona de abigarradas temporalidades. Las casonas de patios interiores coexistían con modernas residencias, el kiosko del Coronel, con su vitrina de anticuados frascos de farmacia para los dulces y las gomas de mascar perfumadas (siete letras), estaba al lado de una peluquería en la que se ofrecía manicura para ambos sexos. Laredo llegó a la esquina donde se encontraba la revistería. El letrero de elegantes letras góticas, colgado sobre una corrediza puerta de metal, había sido sustituido por un basto anuncio de cerveza, bajo el cual se leía, en letras pequeñas, Restaurante El palacio de las princesas. Laredo asomó la cabeza por la puerta. Un hombre descalzo y en pijamas azules trapeaba el piso de mosaicos de diseños árabes. El lugar olía a detergente de limón.

    —Buenos días.
 El hombre dejó de trapear.

    —Perdone… Aquí antes había una revistería. —No sé nada. Sólo soy un empleado. 
—La dueña tenía un mechón de pelo blanco. El hombre se rascó la cabeza.

    —Si es en la que estoy pensando, murió hace mucho. Era la dueña original del restaurante. Fue atropellada por un camión distribuidor de cervezas, el día de la inauguración.

    —Lo siento.

    —Yo no tengo nada que ver. Sólo soy un empleado.

    —¿Alguien de la familia quedó a cargo?

    —Su sobrino. Ella era viuda, y no tenía hijos. Pero el sobrino lo vendió al poco tiempo, a unos argentinos.

    —Para no saber nada, usted sabe mucho. —¿Perdón? 
—Nada. Buenos días. 
—Un momento… ¿No es usted…?

    Laredo se marchó con paso apurado.

    Esa tarde, escribía el crucigrama cincuenta y ocho de su nuevo período cuando se le ocurrió una idea. Estaba en su escritorio con un traje negro que parecía haber sido hecho por un sastre ciego (los lados desiguales, un corte diagonal en las mangas), la corbata de moño rojo y una camisa blanca manchada por gotas del vino tinto que tenía en la mano –Merlot, Les Jamelles–. Había treinta y siete libros de referencia apilados en el suelo y en la mesa de trabajo; los violines de Mendelssohn acariciaban sus lomos y sobrecubiertas ajadas. Hacía tanto frío que hasta Kundt, Carrasco y su madre parecían tiritar en las paredes. Con un Staedtler en la boca, Laredo pensó que la demostración de su amor había sido repetitiva e insuficiente. Acaso Dochera quería algo más. Cualquiera podía hacer lo que él había hecho; para distinguirse del resto, debía ir más allá de sí mismo. Utilizando como piedra angular la palabra Dochera, debía crear un mundo. Afluente del Ganges, cuatro letras: Mars. Autor de Todo verdor perecerá, ocho letras: Manterza. Capital de Estados Unidos, cinco letras: Deleu. Romeo y… seis letras: Senera. Dirigirse, tres letras: lei. Colocó las cinco definiciones en el crucigrama que estaba haciendo. Había que hacerlo poco a poco, con tiento.

    Adolescentes en los colegios, empleados en sus oficinas y ancianos en las plazas se miraron con asombro: ¿se trataba de un error tipográfico? Al día siguiente descubrieron que no. Laredo se había pasado de los límites, pensaron algunos, rumiando la rabia de tener entre sus manos un crucigrama de imposible resolución. Otros aplaudieron los cambios: eso hacía más interesantes las cosas. Sólo lo difícil era estimulante (dos palabras, diez letras). Después de tantos años, era hora de que Laredo se renovara: ya todos conocían de memoria su repertorio, sus trucos de viejo malabarista verbal. El Heraldo comenzó a publicar, aparte del crucigrama de Laredo, uno normal para los descontentos. El crucigrama normal fue retirado once días después.

    La furia nominalista del Beethoven de Piedras Blancas se fue acrecentando a medida que pasaban los días y no oía noticias de Dochera. Sentado en su silla de nogal noche tras noche, fue destruyendo su espalda y construyendo un mundo, superponiéndolo al que ya existía y en el que habían colaborado todas las civilizaciones y los siglos que confluían, desde el origen de los tiempos, en un escritorio desordenado en Piedras Blancas. ¡Preclara belleza de lo que se va creando ante nuestros ojos nunca cansados de sorprenderse! ¡Maravilla de la novedad en la novedad! ¡Pasmo ante el acto siempre nuevo y siempre nuevo!

    Se veía bailando los aires de una rondalla en el Cielo de los Hacedores –en el que los Crucigramistas ocupaban el piso más alto, con una vista privilegiada del Jardín del Paraíso, y los Poetas el último piso–, de la mano de su madre y mientras Kundt y Carrasco lo miraban de abajo arriba. Se veía desprendiéndose de la mano de su madre, convirtiéndose en una figura etérea que ascendía hacia una cegadora fuente de luz.

    La labor de Laredo fue ganando en detalle y precisión mientras sus provisiones de papel bond y Staedtlers se acababan más rapido que de costumbre. La capital de Venezuela, por ejemplo, había sido primero bautizada como Senzal. Luego, el país del cual Senzal era capital había sido bautizado como Zardo. La capital de Zardo era ahora Senzal. Los héroes que habían luchado en las batallas de la independencia del siglo pasado fueron rebautizados, así como la orografía y la hidrografía de los cinco continentes, y los nombres de presidentes, ajedrecistas, actores, cantantes, insectos, pinturas, intelectuales, filósofos, mamíferos, planetas y constelaciones. Cima era ruda, sima era redo. Piedras Blancas era Delora. Autor de El mercader de Venecia era Eprinip Eldat. Famoso creador de crucigramas era Bichse. Especie de chaleco ajustado al cuerpo era frantzen. Objeto de paño que se lleva sobre el pecho como signo de piedad era vardelt. Era una labor infinita, y Laredo disfrutaba del desafío. La delicada pluma de un ave sostenía un universo.

    El atardecer doscientos tres, Laredo volvía a casa después de entregar su crucigrama. Silbaba La cavalleria rusticana desafinando. Dio unos pesos al mendigo de la doluth descoyuntada. Sonrió a una anciana que se dejaba llevar por la correa de un pekinés tuerto (¿pekinés? ¡zendala!). Las luces de sodio del alumbrado público parpadeaban como gigantescas luciérnagas (¡erewhons!). Un olor a hierbabuena escapaba de un jardín en el que un hombre calvo y de expresión melancólica regaba las plantas. En algunos años, nadie recordará los verdaderos nombres de esas buganvillas y geranios, pensó Laredo.

    En la esquina a cinco cuadras de su casa una mujer con un abrigo negro esperaba un taxi. Laredo pasó a su lado; ella volcó la cara y lo miró. Era joven, de edad indefinida. Tenía un mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente y le cubría el ojo izquierdo. La nariz aguileña, la tez morena y la quijada prominente, la expresión entre recelosa y asustada.

    Laredo se detuvo. Ese rostro… 
Un taxi se acercaba. Giró y le dijo: —Usted es Dochera. 
—Y usted es Benjamín Laredo.

    El Ford Falcon se detuvo. La mujer abrió la puerta trasera y, con una mano llena de anillos de plata, le hizo un gesto invitándolo a entrar.

    Laredo cerró los ojos. Se vio robando ejemplares de Life en El palacio de las princesas dormidas. Se vio recortando fotos de Jayne Mansfield, y cruzando definiciones horizontales y verticales para escribir en un crucigrama Puedo resistir a todo menos a las tentaciones. Vio a la mujer del abrigo negro esperando un taxi aquel lejano atardecer. Se vio sentado en su silla de nogal decidiendo que el afluente del Ganges era una palabra de cuatro letras. Vio el fantasmagórico curso de su vida: una pura, asombrosa, translúcida línea recta.

    ¿Dochera? Ese nombre también debía ser cambiado. ¡Mukhtir!

    Se dio la vuelta. Prosiguió su camino, primero con paso cansino, luego a saltos, reprimiendo sus deseos de volcar la cabeza, hasta terminar corriendo las dos cuadras que le faltaban para llegar al escritorio en el que, en las paredes atiborradas de fotos, un espacio lo esperaba.

    Este relato forma parte del libro Trazado, publicado por Editorial Cuneta.

  394. Entrevista a Stephen Greenblatt: “Es probable que Shakespeare se acostara con muchos hombres y mujeres”

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    En la elogiada biografía El espejo de un hombre, que aparece en español con motivo de los 400 años de la muerte del dramaturgo inglés, el historiador estadounidense cuenta que el autor de Hamlet también solía tomar material prestado de sus pares y que hacia el final de su vida se convirtió en un rentista de temer. Desde Harvard, habla también de la tensión que existe con Harold Bloom y de El giro, el texto sobre Lucrecio con el que ganó el Pulitzer y el National Book Award.

    por juan manuel vial

    La academia, se sabe, no es mundo ajeno a las emboscadas ni a los cuchillazos. Y con el correr de los años, Stephen Greenblatt se ha ganado enemigos en varios círculos intelectuales, claro que, al ser un tipo comedido, él prefiere tomárselo con humor y llamarlos “críticos severos”. Uno de ellos es Harold Bloom, autoproclamado arbiter elegantiarum no solo de las letras estadounidenses, sino que de todo el orbe y de todos los tiempos. ¿El origen de la furia de Bloom? La manera, sacrílega a sus ojos, con que Greenblatt ha abordado la figura de William Shakespeare. En 1998 Bloom publicó Shakespeare. La invención de lo humano, un libro en el que le otorga poderes casi mágicos al dramaturgo inglés, para así probar que antes de él solo había arquetipos: fue gracias a Shakespeare, sostiene el autor, que nacieron los personajes de carne y hueso. Stephen Greenblatt, por su parte, publicó en 2004 una magnífica biografía de Shakespeare que acaba de ser traducida al castellano: El espejo de un hombre. Vida, obra y época de William Shakespeare. Greenblatt también se revela ahí como un bardólatra de tomo y lomo, pero no omite ciertos hechos cruciales: a Shakespeare le gustaba tomar material prestado de sus pares y rivales; Shakespeare se entregó a uno o a varios amores homosexuales; hacia el final de su vida, Shakespeare se convirtió en un rentista de temer.

    En su momento, décadas atrás, Harold Bloom fue profesor de Stephen Greenblatt, aunque eso ya es parte de un pasado demasiado lejano. “Él está sumamente enojado conmigo. Yo no estoy molesto con él, pero en los últimos años ha sido muy crítico conmigo”, explica Greenblatt. “Concordamos en que Shakespeare fue un genio estupendo, sin duda. Pero Bloom, para bien o para mal, mantiene respecto a él una visión más parecida a la de Borges: Shakespeare es Dios; y en cuanto Dios, no posee rasgos. Dios no tiene identidad. Dios no tiene una dirección. Dios no paga impuestos. Y por la razón que sea, Bloom cree que al otorgarle a Shakespeare atributos humanos, yo expreso mi resentimiento. A mí él me llama ‘el jefe de la escuela del resentimiento’. Me sorprendió el apelativo, pues de ningún modo siento eso hacia Shakespeare. En fin, ambos compartimos una admiración alocada por Shakespeare, pero la mía no es la admiración por un Dios, dado que no soy una persona particularmente religiosa”.

    Se le ve contento a Stephen Greenblatt: acaba de regresar de Noruega, donde el Parlamento le concedió el Premio Holberg. Y en Cambridge, Massachusetts, “el clima no puede ser más agradable”. Además, el año académico está a punto de terminar. Greenblatt es profesor de Humanidades en la Universidad de Harvard, y en su oficina, tapizada de libros como cabía esperar, se respira tranquilidad y sosiego. El despacho se ubica en el Barker Center, un edificio de estilo neogeorgian que, al igual que tantos otros en las inmediaciones, rinde homenaje a un material de construcción distintivo: ese noble y simple ladrillo que desde el siglo XVIII embellece el famoso campus de Harvard.

    —¿Se ha topado últimamente con Harold Bloom?

    Hace tiempo que no lo veo. Pero años atrás, cuando él daba las famosas Tenure Conferences en la Universidad de Princeton, fui invitado a ser uno de los que respondían: te pasaban su charla de antemano y ahí preparabas una respuesta. La conferencia de Bloom era un ataque directo a mi persona, el jefe de la escuela del resentimiento: “Vean cómo el líder de la manada de lemmings se lanza por el acantilado”, blablablá. Yo no soy especialmente combativo, pero en esa ocasión pensé, bueno, si quiere pelea, la tendrá. Y escribí una respuesta que me pareció entre chistosa e ingeniosa, aunque a la vez hostil. Recuerdo que entrando al auditórium, Bloom se acercó y me saludó, y con ese modo extravagante que tiene de hablar, agregó de pasada: “Querido mío, te darás cuenta de que modifiqué mi conferencia”. El lugar era enorme, cientos de personas reunidas para escucharnos. Bloom efectivamente dio una charla que no tenía relación alguna con la que yo había leído. Habló principalmente de cómo él se identificaba con Falstaff. Luego vino mi turno: di curso a mi réplica, ingeniosa pero hostil, y evidentemente sonó como salida de la nada. Bloom, por su parte, se dejaba ver profundamente adolorido y afectado. Y ahí me di cuenta, incluso mientras discurseaba, de que valiéndose de una inteligencia suprema, me había tendido una trampa terrible. Porque yo parecía ser el Príncipe Hal (frío, calculador y cruel) frente a un adorable Falstaff: el propio Bloom. Me encaminé derechito hacia la emboscada y quedé pésimo. Y él lucía abatido, sufriente, consternado. Fue gracioso, sin duda. Todo estuvo tan bien orquestado, tan espléndidamente ejecutado, que aunque fue mi cabeza la que rodó, hoy pienso que fue cercenada de un modo elegantísimo.

    Nuevo historicismo

    Stephen Greenblatt es uno de los precursores de un movimiento que cambió radicalmente el modo de enfrentar la crítica y la enseñanza de la Literatura en Estados Unidos. Según sus palabras, el nuevo historicismo “fue una respuesta a cómo se realizaba la crítica literaria y cultural a mediados del siglo XX. Nosotros, la gente de mi generación, estábamos entrenados para analizar las obras literarias como si fueran independientes, objetos completamente autónomos. Nos enseñaban puras formalidades. Y si preguntábamos qué había más allá de la obra, qué la motivaba, quién la recibía, qué interés tenía para el mundo, cómo llegaba hasta nosotros, por qué podíamos estar interesados en ella, se nos hacía ver que tales inquietudes eran inapropiadas o vulgares o plebeyas. A fines de los años 60 y durante los 70 se dio el momento iniciático, que fue cuando decidimos que debíamos abrir las ventanas y ver qué había afuera, más allá de las estructuras formales e inmediatas de las obras de arte. Una vez hecho eso, intentamos armar un cuadro más grande, con mayor arraigo social y antropológico. Y así fue como comenzó esto”. A principios de los años 80, Greenblatt discurrió el término nuevo historicismo para denominar al movimiento. Y en 2012 obtuvo el Premio Pulitzer por El giro. De cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno, un libro fascinante en el que puso en práctica los postulados más sobresalientes de la corriente que había ayudado a fundar casi 50 años antes.

    —¿Cómo llegó a ese gran personaje histórico llamado Poggio Bracciolini, el protagonista de El giro, quien descubre el manuscrito de Lucrecio perdido por más de mil años?

    Llegué a él mediante una conferencia en Edimburgo, conferencia acerca del libro como objeto material. Yo debía exponer y no tenía idea sobre qué hacerlo. Entonces se me ocurrió que tal vez sería entretenido ver quién había puesto primero las manos en algo que yo amara. Y pensé: ¿qué me gusta? Bueno, me encanta Lucrecio. Entonces veamos quién puso sus manos por primera vez en Lucrecio. Y así fue como comenzó esa historia.

    —Volviendo al nuevo historicismo: me imagino que al principio se ganó enemigos entre los grupos más conservadores de la academia.

    Enemigos es una palabra muy fuerte; prefiero “críticos severos”. Pero es cierto. Me di cuenta por primera vez de que estaba haciendo algo interesante cuando un día abrí el Times Literary Supplement y leí muchas, muchísimas columnas con críticas vehementes dirigidas a mí. Más tarde, George Will, el columnista conservador, escribió en Newsweek que alguien que pensaba que La tempestad, de Shakespeare, era una obra acerca del colonialismo, merecía ser considerado un peor enemigo de nuestro país que el mismísimo Saddam Hussein. No me mencionaba por mi nombre, pero no necesitaba mirarme al espejo para saber que se refería a mí.

    —Uno de los rasgos de sus libros es que no es tímido a la hora de especular. ¿Todavía es severa la academia al juzgar este tipo de acercamientos más imaginativos hacia los diferentes temas?

    De vez en cuando recibo un cachetazo, pero te diría que la academia está más preocupada, y con justa razón, del estatus de las humanidades, del interés de las humanidades, de la confianza pública de las humanidades. Lo importante es que si especulas, debes admitir que estás especulando. Usar la imaginación, pensar en modos alternativos de escribir, vencer el aburrimiento, esas son cosas muy positivas: nuestro campo, como cualquier otro, necesita renovarse.

    —En la biografía de Shakespeare señala que el núcleo de los documentos biográficos corresponden a registros de propiedades. ¿Cree que pueda aparecer nueva documentación que cambie radicalmente nuestra percepción sobre Shakespeare?

    Es muy improbable, aunque hay gente que vive esperando que aparezca una prueba de que Shakespeare no escribió tal o cual obra, sino que lo hizo la reina Isabel o Francis Bacon. ¿Puede realmente surgir algo así? No. Pero eso mantiene a las personas soñando.

    —Tanto en el libro de Shakespeare como en El giro es posible percibir cierta animosidad contra la iglesia católica. ¿Ha tenido que responder alguna vez por esos ataques?

    Es divertido que me lo pregunte. Han existido dos tipos de reacciones. Por un lado, particularmente en relación con El giro, hubo réplicas negativas, ataques de gente como Pat Buchanan, el político de derecha. Pero también ha ocurrido lo contrario y he recibido comentarios cálidos y positivos de parte de los fieles. Yo sostengo que Shakespeare creció en un hogar católico y especulo acerca de que incluso pudo haber conocido a Edmund Campion, mártir y santo. Yo no tengo un pingo en esta carrera. Solo me interesan los aspectos históricos.

    —¿Qué tan relevante fue para Shakespeare esa educación católica?

    No sabemos lo que pasaba en el hogar de Shakespeare. Sí sabemos que vivió en un mundo en que tenías que ser sordo, ciego y mudo para no darte cuenta de que existía un conflicto tremendo, y muchas veces sangriento, entre católicos y anglicanos. Shakespeare estuvo expuesto, y bastante, a una lealtad residual a la iglesia católica. Pero de adulto ya tenemos a un tipo fundamentalmente laico. A diferencia de otros historiadores, no creo que él fuera católico en secreto. Pero sí creo que era extremadamente sensible a estos temas y estaba muy alerta de lo que significaba tener un secreto, algo que no implicara una lealtad ciega hacia las estructuras de poder del régimen imperante.

    —En el libro menciona que Shakespeare tenía una disposición a la doble vida. ¿Pudo ello haber influido en la probable relación homosexual que plantea entre Shakespeare y el conde de Southampton, a quien le dedicó algunos de sus más hermosos sonetos?

    Si así fue, da igual. Yo nunca afirmo que Shakespeare fue un homosexual dentro del clóset. Es probable que Shakespeare se acostara con muchos hombres y con muchas mujeres. No creo que para él la línea entre un género y otro haya estado muy definida. Sus obras están repletas de relaciones ambiguas; llenas de muchachos que parecen muchachas y de muchachas que parecen muchachos.

    —¿Es sensato entonces pensar en Shakespeare como bisexual?

    Posiblemente. Y, a la vez, interesado en lo que hoy llamamos travestismo, en el transgénero. Quién sabe. El error, sin embargo, sería creer que nuestras categorías están mucho más asentadas en el mundo real que las suyas y las de su época.

    —En un momento usted se pregunta dónde están sus cartas personales, por qué los académicos no pudieron dar con los libros que él poseía o, más bien, por qué Shakespeare decidió no inscribir su nombre en aquellos libros, tal como lo hicieron Ben Jonson o John Donne. Y especula que la respuesta podría estar en las cabezas que vio clavadas en picas al momento que llegó a Londres.

    Bueno, hay que imaginar que Shakespeare vivió en un mundo parecido a la antigua Unión Soviética. Hay que tener claro cuán graves eran las consecuencias si traspasabas la línea de lo establecido. Lo que es notable de Shakespeare, habiendo dicho lo anterior y habiendo invocado esta idea de la cautela, es que escribió una obra en la que alguien se para y dice: “Ahí tienes la imagen perfecta de la autoridad: a un perro le obedecen”. O “huichi pirichi, ¿quién es el juez y quién es el ladrón?”. Él creó personajes que afirman cosas que si las hubieras dicho en la taberna te habrían cortado la cabeza, o al menos la lengua. Shakespeare fue increíblemente osado, pero sabía cuando era apropiado serlo y cuando no.

    —Inglaterra fue la primera nación de la cristiandad medieval que se deshizo por ley de la totalidad de su población judía, expulsándola del territorio. Ello sucedió 300 años antes de que Shakespeare inventara a Shylock, que podría haber estado inspirado en el médico personal de la reina Isabel, Rodrigo López, un portugués de ascendencia judía que fue ajusticiado por supuesta traición. Me dio la impresión de que usted libera a Shakespeare de cualquier sentimiento antijudío.

    Tal vez no debí haber implicado eso. Pero antes que nada, Shakespeare estaba interesado en los sentimientos de la masa. Y el caso de López era un material buenísimo para trabajarlo, del mismo modo que la percepción popular acerca de los negros, o sobre las mujeres de lengua afilada, las arpías. No creo que Shakespeare estuviese muy interesado en las implicancias humanitarias del asunto. Lo fascinante es que Shakespeare le da a Shylock más vida, vida pura, que a cualquier otro personaje de El mercader de Venecia. El extraño efecto de la obra, al menos a largo plazo, no es antisemita ni antijudío. Por el contrario: uno se identifica con el villano. Y por supuesto que Shakespeare no logra eso haciendo que el malvado sea una persona agradable. Lo consigue a través de una técnica sofisticadísima. En consecuencia, la revelación no es, ah, caramba, qué agradables son los judíos.

    —¿Le suena el nombre de Nicanor Parra?

    ¿Cómo dice?

    A diferencia de Harold Bloom, Stephen Greenblatt no está familiarizado con la obra de Nicanor Parra, quien, dicho sea de paso, tradujo magistralmente a Shakespeare (Lear. Rey & Mendigo). Cuando le cuento que Parra es casi contemporáneo de Neruda, que está vivo, que inventó un género propio y que fue traducido al inglés por William Carlos Williams, el profesor Greenblatt toma de inmediato una nota mental mientras repite el apellido desconocido con una dicción sorprendente para alguien que no habla castellano (seguro que en ello lo ayudó su manejo del italiano). Antes de despedirme le aseguro que le voy a mandar un email con las señas de Parra, algo que por supuesto olvido nomás abandono su oficina. Días después, cuando me doy cuenta de que también olvidé pedirle una fotografía para este artículo, le escribo y parto mencionando a Parra para hacerme el amable. Greenblatt no ha perdido el tiempo: ya ha leído algo de él y transcribe de vuelta un poema que le gustó. Finalmente me solicita que por favor no olvide enviarle la traducción de King Lear.

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  395. Los hermanos terribles (o los formidables enemigos)

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    En plena campaña presidencial de Estados Unidos, la periodista Jane Mayer publica Dark Money, una historia apasionante –y no por eso menos siniestra– sobre los hermanos Charles y David Koch. Satanizados por la izquierda, maldecidos por los ecologistas, endiosados por gran parte de la derecha y temidos por los poderosos, los Koch llevan décadas trabajando para erosionar el poder del Estado a través de movimientos como el Tea Party. Esta es la historia de quienes, a punta de financiamiento oscuro, lograron formar un partido político privado que extiende sus tentáculos por todo el conservadurismo estadounidense.

    por juan manuel vial

    Hace poco más de 40 años, los multibillonarios Charles y David Koch se propusieron reducir hasta la insignificancia el poder del gobierno de Estados Unidos. La cruzada tenía metas urgentes, definidas y en ningún caso desinteresadas, pues los hermanos Koch argüían que sus empresas pagaban demasiados impuestos y que estaban sometidas a un exceso de regulaciones ridículas, como por ejemplo las de corte ambiental (el imperio que dirigen es en buena medida petrolero). Con el correr del tiempo, los Koch no solo fundaron varias organizaciones tendientes a darle respaldo teórico a su fijación, sino que también, y a través de los cientos de millones de dólares que invirtieron en sucesivas campañas políticas, adquirieron paulatinamente el control del Partido Republicano. Dicho de otro modo: el giro que en los últimos años dio aquel partido hacia la extrema derecha –incluida la reaparición del Tea Party y la consiguiente polarización en el Congreso– no habría ocurrido sin los fondos que Charles y David destinaron para tales efectos.

    En enero de 2015 los Koch, saliendo de las sombras que por lo general los envuelven, se jactaron ante la prensa de que iban a gastar 889 millones de dólares en el ciclo electoral de este año. Pero, claro, en aquel entonces, ellos no contaban con la irrupción de Donald Trump en la arena presidencial del Partido Republicano. El Frankenstein que involuntariamente habían ayudado a crear –las semillas del extremismo que Trump tan bien supo aprovechar las habían sembrado años antes los Koch–, se revelaba contra el orden, la teoría, el patronazgo y los mecanismos establecidos, y echaba por tierra los tremendos esfuerzos que por más de cuatro décadas habían emprendido los hermanos con el fin de comprar para beneficio propio –no hay otra forma de decirlo– el sistema político estadounidense.

    Los dos mandatos de Barack Obama habrían sido muy distintos si él no hubiese tenido en frente a enemigos tan formidables, persistentes y feroces como los herederos más poderosos de Wichita. Fue durante su presidencia que los Koch obtuvieron algunas de las grandes victorias por las que llevaban decenios maquinando. Y ello ocurrió, en buena medida, gracias a un controvertido fallo de la Corte Suprema del 21 de enero de 2010, fallo conocido como Citizens United, que revirtió un siglo de restricciones destinadas a evitar que las corporaciones y los sindicatos gastaran cuanto dinero quisieran en elegir candidatos.

    La consecuencia más visible del dictamen es que les confiere inusitado poder a unos pocos individuos, sumamente acaudalados, que defienden planteamientos extremos tendientes a favorecer sus propios intereses. Según el análisis que tras las elecciones de 2012 hizo la Sunlight Foundation, una organización no partidista, los súper ricos se convirtieron en los cancerberos de la política: “El diez milésimo de la población de Estados Unidos, o el 1% del 1%, es el que ahora pone los límites del discurso aceptable”. En el caso de los Koch, el asunto iba más allá: el banquete que les había dejado servido el fallo de Citizens United les permitió donar millones y millones de dólares a grupos de “asistencia social”, los que a su vez ejercieron su derecho de invertir cuanto desearan en las elecciones. Estos dineros se conocen como “dark money”, o plata oscura, dado que la ley no exige revelar de dónde provienen. Los Koch se aseguraron así de que resultaran electos quienes mejor pudiesen promover el ominoso objetivo que los obsesiona: “Extirpar de raíz al gobierno de Estados Unidos”, por citar esa expresión célebre que utilizan con frecuencia.

    Dark Money se titula el revelador y fascinante libro que publicó en enero Jane Mayer, respetada periodista que ha trabajado en todos los medios importantes del país y que en la actualidad escribe para The New Yorker. La investigación tiene un subtítulo elocuente, “La historia oculta de los billonarios detrás del surgimiento de la derecha radical”, y es una lectura inquietante, puesto que deja claro que Estados Unidos enfrenta hoy, como nunca antes, la grave encrucijada que hace años planteó Louis Brandeis, el brillante abogado liberal y juez de la Corte Suprema (sus palabras sirven de epígrafe al libro): “Debemos elegir. Podemos tener una democracia, o podemos tener la riqueza concentrada en manos de unos pocos, pero no podemos tener las dos al mismo tiempo”. Mayer, hay que agregar, fue intimidada durante años por los Koch para que no publicara el libro.

    Litigio fraternal

    El fundador del imperio, Fred Koch, fue el hijo sobresaliente y ambicioso de un inmigrante holandés que se estableció en la frontera entre Texas y Oklahoma. Fred estudió en el MIT, donde obtuvo el título de ingeniero químico, y luego desarrolló un innovador método para refinar petróleo. Establecida ya en Wichita, Kansas, la empresa de Fred sirvió a dos patrones excepcionales durante los años 30 del siglo pasado, algo que por supuesto contribuyó a darle un aire novelesco a su historial: Josef Stalin y Adolf Hitler. Y desde el principio, a través de sucesivos subsidios  y jugosos contratos, el imperio que heredaron los hermanos Koch se vio favorecido por el mismo gobierno que ellos pretenden eliminar.

    Fred tuvo cuatro hijos: Frederick (1933), Charles (1935) y los gemelos David y Bill (1940). El patriarca creía en una educación a punta de golpes y correazos e intentó inculcar en todos sus retoños sus creencias políticas. En 1958, Fred Koch pasó a ser uno de los 11 miembros fundadores de la John Birch Society, un grupo archiconservador conocido por diseminar teorías conspirativas acerca de cómo el comunismo planeaba doblegar a EEUU.

    A mediados de los años 60, tres de los hermanos Koch intentaron dejar fuera del imperio a Frederick, el primogénito, por medio de una estratagema brutal: si él no renunciaba a la parte que le correspondía, ellos revelarían su supuesta homosexualidad. La historia completa de esta canallada nunca salió a la luz en detalle (Bill relató los hechos en una corte; su declaración permanece sellada). Pero en 1997 la revista Fortune hizo una referencia al vuelo sobre “un intento de chantaje por homosexualidad de parte de Charles a Frederick para conseguir sus acciones a un precio más barato”.

    Al momento de morir en 1967, Fred Koch era el hombre más rico de Kansas. Tras su deceso, Charles tomó el control de la compañía y tres años más tarde se le unieron los gemelos. Pero Bill no estuvo de acuerdo con que Charles reinvirtiera las ganancias en la empresa. “Heme aquí, uno de los hombres más ricos de EEUU, y me veo obligado a pedir un préstamo para comprarme una casa”, consta que declaró en la corte. Bill, que políticamente hablando era independiente, también se quejaba de que Charles le daba demasiado dinero al Partido Libertario.

    Cansados de la tiranía de Charles, Bill y Frederick intentaron quitarle el control de la empresa en 1980, pero él y David se percataron a tiempo, lograron dar vuelta al directorio a su favor y despidieron a Bill. Los dos bandos que se habían enfrentado en la niñez –Bill y Frederick por un lado, Charles y David por el otro– se veían ahora las caras en los tribunales. En 1983, Charles y David les compraron su parte de la compañía a sus hermanos por cerca de 1.100 millones de dólares. “Pero el litigio fraternal continuó por 17 años más. Entre otras acusaciones, Bill y Frederick sostuvieron que Charles y David los habían engañado al subvaluar la compañía”, informa Jane Mayer.

    En un libro publicado en 2007, The Science of Success (“La ciencia del éxito”), Charles Koch habla de las costumbres virtuosas que se requieren para alcanzar el éxito en el mundo de los negocios. Sin embargo, según acota Mayer, “él ha sido bastante menos comunicativo respecto al hecho de ser un heredero”. David Koch, por su parte, se ha tomado el asunto con más humor. Durante un discurso que dio ante los alumnos del colegio al que asistió, expresó: “¿Cómo ocurrió que David Koch llegó a obtener la fortuna para poder ser tan generoso? Bueno, déjenme contarles una historia. Todo comenzó cuando yo era un niño pequeño. Un día mi padre me dio una manzana. Pronto la vendí por cinco dólares y compré dos manzanas y las vendí por 10. Entonces compré cuatro manzanas y las vendí por 20. Claro, todo eso día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, ¡hasta que mi padre murió y me dejó 300 millones de dólares!”.

    El párrafo anterior trasunta otros rasgos distintivos de los Koch: Charles es el hermano huraño, extremadamente celoso de su privacidad, mientras que David es el tipo sociable y mundano. Siguiendo esa lógica, Charles persuadió a David en 1979 para que se presentara como candidato a la vicepresidencia junto a Ed Clark, el candidato a presidente del Partido Libertario (la dupla obtuvo el 1% de los votos). Tras la elección de 1980, Charles y David desaparecieron de la arena pública. Durante las tres décadas que siguieron, los hermanos contribuyeron con más de 100 millones de dólares –monto en su mayoría ocultado– a decenas de organizaciones en apariencia independientes, que se dedicaban a promover sus ideas. “Con el transcurso del tiempo”, continúa Mayer, “la maquinaria ideológica de muchos tentáculos que montaron llegó a conocerse como el Kochtopus” (pulpo en inglés se dice octopus). La idea detrás de todo esto era “conducir la política estadounidense hacia la extrema derecha sin tener que pasar por el voto popular”.

    Prontuario contra el medio ambiente

    Se dice que fue el mismísimo patrono de los libertarios, Friedrich Hayek, quien propagó la idea del think tank como un arma política oculta. En los años 50, un excéntrico libertario inglés llamado Anthony Fisher le preguntó al maestro qué podía hacer para que el socialismo y el comunismo no continuaran expandiéndose en Occidente. ¿Debía presentarse como candidato a algún puesto público? Hayek, que entonces enseñaba en la London School of Economics, respondió que para la gente con sus creencias resultaba inútil involucrarse en política: los políticos eran prisioneros de la sabiduría convencional. La solución, por lo tanto, era fundar “un instituto académico” que lanzara “una guerra de ideas”. En 1977 Charles Koch fundó el Cato Institute, el think tank libertario que llegaría a convertirse en uno de los espacios de discusión pública más llamativos y dinámicos de la capital de Estados Unidos.

    Hoy los Koch cuentan con una asamblea ideológica manejada a través de un poderoso grupo de interés: Americans for Prosperity. La entidad contrata funcionarios de primer nivel, financia su propio banco de datos, encomienda sofisticadas encuestas y levanta fondos entre los cientos de millonarios y billonarios que aglutina. Según Jane Mayer, “los Koch han establecido lo que en efecto es su propio partido político privado”.

    Al mismo tiempo que los hermanos desarrollaban su guerra ideológica en contra del gobierno, las empresas del conglomerado enfrentaban una y otra vez diversas denuncias en los tribunales, principalmente de carácter ambiental (los Koch han gastado fortunas financiando sucesivos estudios tendientes a negar el calentamiento global). Las multas que los hermanos tuvieron que pagar por desastres ecológicos marcaron en varias ocasiones montos récords debido a la gravedad de los hechos.

    Según la fiscal federal Angela O’Connell, las Koch Industries no se asemejan a ninguna otra empresa petrolera con la que ella hubiera lidiado, y eso que en su carrera de 25 años en el Departamento de Justicia le tocó tratar con casi todas: “Siempre operan fuera del sistema”. Los derrames de crudo son normales en el rubro, pero mientras las otras compañías se sentaban a discutir con los reguladores y admitían sus faltas, las Koch Industries “mentían una y otra vez para evitar las multas. (…) Mienten acerca de todo y se salen con la suya porque son una compañía privada”.

    Phil Dubose: el “Hugo Bravo” de los hermanos Koch

    Lo peor, no obstante, estaba por venir: en 1999 Bill Koch, otra vez Bill, denunció a las Koch Industries por “un patrón deliberado de fraude”. Los investigadores de Bill llevaron hasta el estrado  una impresionante cantidad de testigos. El momento decisivo llegó cuando Phil Dubose, un hombre de Luisiana que había trabajado para las Koch Industries por 27 años antes de ser despedido en 1994, se paró frente al tribunal. Dubose testificó sobre aquello que se conocía como “el método Koch”: “Ellos medían fraudulentamente el petróleo crudo de las reservaciones indias, tal como lo hacen en el resto de Estados Unidos. Si comprabas petróleo, achicabas el medidor. Ellos te enseñaban cómo hacerlo. Poseían medidores en terreno. Los recalibraban (…). La trampa la hacías de diferentes maneras. Todo consistía en pesos y medidas, y ellos tenían el pulgar en la balanza. Ese es el método Koch”.

    El jurado determinó que las Koch Industries habían dado 24.587 declaraciones falsas al gobierno. La probable multa a pagar era superior a 200 millones de dólares, con el agregado humillante de que un cuarto de la cifra iría a parar a los bolsillos de Bill, quien, triunfante, se refirió a sus hermanos en los siguientes términos: “Son los más grandes sinvergüenzas de la industria petrolera”. No obstante, al final se llegó a un convenio que cerró la causa previo pago de 25 millones de dólares. La mayor parte del dinero llegó a las arcas fiscales, mientras que Bill recibió US$ 7 millones. La disputa en tribunales también sirvió para firmar lo que se llamó “el entendimiento global”: a mediados de 2001, Charles, David y Bill firmaron un acuerdo que impedía futuros litigios. “El pacto significó una paz tensa entre los hermanos”, acota Mayer. Pero al mismo tiempo puso fin a una guerra sucia que duró décadas.

    De acuerdo a un informe dado a conocer el año 2012 por el Ministerio de Protección Ambiental, entidad que documenta la producción tóxica y cancerígena de ocho mil compañías estadounidenses, las Koch Industries eran las principales productoras de basura tóxica del país: generaron 430 millones de kilos de materiales peligrosos. De ese total, 26 millones de kilos fueron diseminados en el aire, el agua y la tierra, convirtiéndolas en la quinta empresa más contaminante de Estados Unidos. El conglomerado Koch también se cuenta entre los mayores emisores de gases de efecto invernadero: arrojan más de 24 millones de toneladas de dióxido de carbono anualmente a la atmósfera, algo similar a lo que emiten cinco millones de autos en el mismo período de tiempo.

    Los dos mandatos de Barack Obama habrían sido muy distintos, insisto, si él no hubiese tenido en frente a enemigos tan formidables, persistentes y feroces como los herederos más poderosos de Wichita: la formación del Tea Party de Sarah Palin, de Eric Cantor y del resto; la polarización en el Congreso que llevó a clausurar dos veces el funcionamiento del gobierno federal a un costo enorme (Estados Unidos perdió por primera vez en la historia el puesto de excelencia que otorgan las agencias calificadoras de riesgo); la millonaria campaña mediática desatada contra casi todas las medidas que Obama tomó para sacar al país de la peor crisis económica desde la Gran Depresión (la inmensa mayoría de ellas probaron ser acertadas); el financiamiento de la reconfiguración de los distritos electorales que permitió el triunfo republicano en las elecciones de medio término de 2010 (la Casa de Representantes que ganaron los republicanos fue la que dio un giro más pronunciado hacia la extrema derecha, ello desde que comenzó a medirse la posición política de los legisladores); el alineamiento de los congresistas republicanos para negar en bloque el calentamiento global; la imposibilidad de Obama de subvertir, durante su primer gobierno, los recortes de impuestos a los más ricos implementados por George W. Bush; la indisciplina campante al interior del Partido Republicano; el sabotaje descarado al primer programa del gobierno de Estados Unidos que ofrecía salud accesible a millones de ciudadanos sin seguro médico; todo esto, y más, fue posible gracias al dinero con que los Koch infiltraron el sistema político. Al ganar la reelección en 2012, Obama admitió ante un grupo de cercanos: “Soy el presidente en ejercicio, alguien que ya contaba con una enorme red de apoyo a lo largo de todo el país y millones de donantes, lo que me permitió igualar cualquier cheque que extendieran los Koch. Pero no estoy seguro de que el candidato que me siga pueda competir bajo estas mismas condiciones”.

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    Como ya sabemos, surgió aquel monstruoso imprevisto que obligó a reconsiderar la viabilidad de la operación política sin precedentes en la que los Koch planeaban gastar 899 millones de dólares durante el ciclo electoral de este año. Me refiero a ese Frankenstein que paradójicamente ellos mismos ayudaron a crear, Donald Trump. En agosto del año pasado, cuando los demás aspirantes republicanos a la presidencia se apresuraban a reunirse con los donantes manejados por los Koch, Trump tuiteó lo siguiente: “Les deseo suerte a todos los candidatos republicanos que viajaron a California para suplicar por plata, etc., de los Hermanos Koch. ¿Marionetas?”. Hace poco más de un mes, durante una inusual entrevista emitida por televisión, Charles Koch sugirió que perfectamente podría llegar a votar por Hillary Clinton. La candidata demócrata fue rápida en responder: no le interesaba el falso apoyo de alguien que financia una organización dedicada a restringir el voto ciudadano y que se empecina en negar toda evidencia del calentamiento global. Conociéndolos, lo único cierto es que los Koch no se van a quedar de brazos cruzados.   

  396. Brunner y la ilusión socialdemócrata

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    La agudeza con que José Joaquín Brunner critica a la Nueva Mayoría en su último libro no es la misma con la que analiza el pasado concertacionista, del cual formó parte como ministro de Estado, señala el autor de este ensayo. Asimismo, el texto abre el debate en torno a la falta de mirada crítica de una socialdemocracia entregada a las libertades del mercado en grado extremo, a costa de la promoción de integración y asociatividad, a costa del robustecimiento de la sociedad civil.

    por carlos ruiz encina

    En su libro Nueva Mayoría: fin de una ilusión, José Joaquín Brunner ofrece una compilación de columnas y reflexiones, a ratos dispersas, pero guiadas por un hilo común: su aguda crítica a la Nueva Mayoría como intento de superación de la antigua Concertación. Pero no se trata solo de eso. Subyace también una lectura de la sociedad chilena que el autor busca erigir como guía para una articulación política que resuelva la “crisis de conducción” actual. De esta manera, la crítica propone su propia salida, en una línea que apela a una recuperación de la moderación y la responsabilidad (las citas a Weber cruzan todo el libro) contra la falacia de un cambio abrupto y refundacional, motejado de “ilusión”.

    El libro arranca con un examen que acusa de superficial y frívolo el tratamiento que ha recibido el extendido y difuso malestar de la sociedad chilena. Culpar de todo a políticas presentadas como neoliberales –sugiere el autor–, contribuye a confundir malestares que están en distintos niveles: unos anidados en el bajo desempeño del Estado en la provisión de bienes públicos a través de sistemas mixtos; otros, de más largo aliento, ligados a la tensión entre democracia y capitalismo, y hasta con los dolores propios de la modernidad contemporánea.

    Bajo esta confusión de niveles de malestar se ampara una formulación que –de modo altanero– Brunner considera simplista e infantil, y que pretende cambiarlo todo. La idea de “otro modelo” –el horizonte refundacional de la Nueva Mayoría–, que trazaría una polaridad entre un bloque “rupturista” y otro “reformista”; de este último, justo el que ha sido desplazado por el actual gobierno, es del que Brunner se siente parte.

    Desde su experiencia como hombre de gobierno despliega una crítica a la gestión política del bloque rupturista. Una a una repasa sus iniciativas, en cuyo ánimo refundacional descubre el mismo hálito de la vieja Concertación, y hasta las mismas dificultades que los gobiernos previos debieron sortear. La diferencia estribaría en la relación inversa entre maximalismos y discursos “pseudo-revolucionarios” respecto de la abrumadora incapacidad política y técnica para llevarlos a cabo, ni siquiera en un sentido de continuidad con el pasado concertacionista. Lo que sobra en expectativas, falta en capacidad política.

    Tal incapacidad redunda en una crisis de conducción del poder en la sociedad. Pero Brunner es cauto. No se trataría de una crisis sistémica ni social. El autor recuerda que el orden social continúa intacto y que a pesar de su mal momento, la política no ha sido superada ni rebasada. Pone límites a las cosas: la incapacidad del Gobierno amplifica el decaimiento general de la legitimidad de las élites, y en lugar de resolver este asunto –como prometía– lo empeora. Esta crítica llega al grado de que, si es menester encontrar una causa del difuso malestar actual, habría que apuntar al propio Gobierno y a la sensación de ir hacia ninguna parte.

    El absurdo estaría en que la idea de una sociedad sin élites –que atribuye al ideario de la Nueva Mayoría– solo hace que la propia élite que sostiene tales banderas no pueda actuar como tal, y se anule en su capacidad y responsabilidad de conducción de la sociedad.

    Para Brunner, este espíritu refundacional no es más que una ilusión que atribuye a una izquierda anticuada. El autor aboga, en cambio, por una restauración que retome las riendas y prosiga el proyecto socialdemócrata de articulación entre democracia y capitalismo.

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    Sin embargo, la misma agudeza con la que el autor escruta al Gobierno actual no le alcanza para analizar la magnitud de las restricciones que la transición a la democracia ha impuesto, por más de dos décadas y media, sobre el desempeño de la política y la administración estatal. Resulta muy difícil creer que la incapacidad gubernamental actual sea responsable de todo el descrédito de la política y su marcado desajuste con una sociedad transformada. Esta es una desidentificación con la política que ningún demócrata genuino puede intentar simplificar, para sacar ventajas menores. Lo que se echa de menos en los planteamientos de Brunner es la responsabilidad democrática. Su metáfora de la “ilusión” debería alcanzar para explorar el propio carácter socialdemócrata del proceso político previo.

    Para soslayar el problema diagnosticado –la ironía de un modelo neoliberal extremo y su ropaje socialdemócrata–, Brunner recurre, sin novedad, a viejos lugares comunes, intentando equiparar los conflictos de la sociedad chilena (sus déficits de derechos, el sometimiento al mercado en todo orden de la vida, sus déficits de socialización) con los problemas generales de la modernidad. La conocida frase de Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, que alude al constante cambio que acarrea el capitalismo y la modernización, se utiliza para naturalizar conflictos particulares del caso chileno. Sin embargo, lejos de una hipermodernización, nuestros problemas apuntan a modos de acumulación poco asociables a los problemas a los que apuntaban Schumpeter o el propio Weber. Incluso más: el rentismo empresarial y el “cierre social” de las prácticas estamentales de nuestras élites, asentadas en la aguda privatización de las condiciones de vida y su orgánica relación con una política que ha preferido conservar las restricciones democráticas heredadas del autoritarismo, parecen no hablar tanto de un progresismo socialdemócrata, sino de un antitético progresismo neoliberal. La propia educación mercantilizada en grado sumo –un ámbito en el que Brunner ha hecho escuela–, poco se parece a una educación socialdemócrata y, más bien, impulsa una educación neoliberal que lucra hasta el límite del riesgo político democrático, con las aspiraciones de inclusión y ascenso social. Es, más bien, la irresponsabilidad de la ideología.

    De ahí que el libro evite, por ejemplo en el caso educacional, referir la historia del Crédito con Aval del Estado, y cómo tal política estatal abocada a ahorrar recursos públicos termina en una hemorragia fiscal con destino en la banca privada. Aquella situación y sus malestares –y tantos otros–, incluyendo aquellas en las que el mismo autor fue protagonista, no caben como arquetipos de la modernidad. Acaso sea exactamente lo contrario.

    Lo mismo ocurre con su reflexión sobre la política, reducida al control y la “gobernanza”: toda acción política, afirma Brunner, está orientada a reproducir el control y la buena política es la que lo hace más eficaz. Pero esta no es una reflexión sobre un país abstracto, de manera que lo que asoma en estas palabras es una concepción de la política que se limita a la reproducción de los cerrojos de la transición y a esa gobernanza histórica. Quizá es por eso que cuando se habla de élite no se señalan grupos ni sectores sociales a los que tal élite representa, de modo que estas élites naturales y modernas parecen no tener anclaje en tal o cual parte de la sociedad. ¿Son élites de toda la sociedad? ¿O de qué sector o grupo de interés? Preguntas que cruzan la obra de Wright Mills, que acá se cita, obviando su sentido original.

    No se debe olvidar que la lucha política es siempre una lucha por definir la concepción predominante de lo que se entiende por política. Ya lo advertía Lechner en los albores de la transición, anotando unas desoídas preocupaciones por las consecuencias socioculturales de las restricciones de la política democrática. Otras advertencias de esa misma época y de tono socialdemócrata, como las de Enzo Faletto, apuntaban a una “modernización” del Estado, que ya en esos años asomaba como una proyección del ideario neoliberal heredado. Hoy estas cuestiones no son diferentes, sino acaso más agudas. Pero ni Lechner ni Faletto han tenido cabida en este curioso desplante “socialdemócrata” que imperó en la nueva democracia, y al que hoy Brunner nos invita a regresar, retroexcavando a la Nueva Mayoría en nombre de la moderación.

    ¿A qué socialdemocracia se apela aquí? ¿Aquella abocada a la conciliación de capitalismo y democracia, propia de un Bernstein o un Kautsky, hoy indistinguibles en la trayectoria privatizadora y mercantilizante de la Concertación? El vacío de la discusión propuesta es mayor aún. Hace mucho que se advierten ciertas obsolescencias de estos y otros idearios. Camus lo señalaba ya a mediados del siglo pasado, con una singular elocuencia: “Esas ideologías (socialismo y capitalismo), nacidas hace un siglo, en un tiempo de máquinas de vapor y de complaciente optimismo científico, están hoy anticuadas; en su forma presente son incapaces de abordar los problemas de una época de átomos y relatividad”. En mayor medida aún, hoy el capitalismo es otra cosa. ¿Cómo ser “socialdemócrata”, entonces, en tiempos neoliberales extremos? Brunner no se hace cargo de tal dilema. La actual mercantilización extrema de la vida cotidiana socava la soberanía del individuo sobre su propia vida, y lo hace ¡en nombre de la libertad!, de un “régimen de responsabilidad individual” amparado en la supresión de derechos sociales y de la vieja promoción de integración y asociatividad. Es, pues, el ya anotado declive del hombre público, del que Brunner prefiere no hacerse cargo, en aras de una ensimismada política de élites. ¿Qué “socialdemocracia” promueve eso? La idea socialdemócrata a la que apela Brunner espantaría a Judt, como antes espantó a Lechner y Faletto, quienes advirtieron tempranamente estos problemas. Retornar al pasado inmediato sin revisión alguna es el regreso a la tentación –imposible– de una política sin sociedad. Un sueño elitario. Una ilusión. En política, recuerda Aron, “no es algún principio general lo que decide estos asuntos, sino más bien los valores acordados por la comunidad”. Un consenso social a cuya construcción democrática Brunner se resiste, en su evocación a la cerrada política de los tiempos de la transición, aquella herencia autoritaria.

    “Ni Lechner ni Faletto han tenido cabida en este curioso desplante ‘socialdemócrata’ que imperó en la nueva democracia, y al que hoy Brunner nos invita a regresar, retroexcavando a la Nueva Mayoría en nombre de la moderación”.

    Aunque el autor lo intente, aquí no hay estrategia alguna ante los problemas del presente. Tal como ocurre con buena parte de la intelectualidad que el propio Brunner critica duramente en estas páginas, su examen de las cosas no pretende comprenderlas ni cambiarlas, sino meramente denunciarlas, abdicando de la responsabilidad invocada.

    La negación de la política como deliberación ciudadana, su funcionalización como control y gobernanza, la difuminación de los conflictos y malestares actuales en los problemas genéricos de la modernidad, terminan trayendo más opacidad que luz sobre los antecedentes de la “ilusión” de la Nueva Mayoría. La corrosión de la voluntad democrática y de la vocación por la integración social subyacen a un neoliberalismo avanzado que, criticado por voces de disímiles colores y latitudes, porfía hasta lo absurdo en vestirse de socialdemócrata. Hay, entonces, una doble quimera: una ilusión de socialdemocracia que, por su lado, acusa a una ilusión “rupturista”. De esta manera, pareciera que los ropajes de la moderación solo buscan esconder una trayectoria política de extremos, cambiantes por cierto, pero entregada a la libertad… a la libertad del mercado.

    Aquí se podría aventurar que un diálogo más intenso con Weber habría obligado a repensar los efectos que este extremismo ha tenido. Pero el peso de la ilusión es más fuerte.

  397. Lanzados y desnudos

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    Siguiendo la máxima de Bolaño –lanzarse a los caminos–, la generación nacida en los 80 marca territorio. Es una literatura de un realismo despojado, que deja atrás la impostura de la nueva narrativa de los 90. Hay mucha calle y pocos árboles. No temen narrar de manera descarnada la intimidad y la política es un terreno baldío. Sobre todo los más jóvenes, viven con poco y nada, entrando y saliendo del sistema. Aún no han transado.

    por marcelo soto

    Sucedió en 1970 o 1971. Roberto Bolaño tenía 17 años y quería ser director de cine. Era entonces –como reconoció en una carta a Enrique Lihn– “un joven nietzscheano y virgen, que amaba a Jim Morrison”. Viviendo en el DF mexicano, un día tuvo el impulso de tocar la puerta de Alejandro Jodorowsky, a quien no conocía personalmente, pero era ya un cineasta de culto, conocido por su película El topo. Después de los saludos de rigor y del correspondiente intercambio de señas de identidad, entre ambos empezó a forjarse algo parecido a la amistad, siempre desde la óptica del maestro y el discípulo. Bolaño empezó a ir seguido a su casa.

    “A partir de entonces lo acompañé a algunas partes y hablábamos o más bien hablaba él… Fue la primera persona que me dijo que yo era ja, ja, ‘un típico intelectual chileno’, crítica que a mis oídos de 17 años sonó a elogio desmedido”, recordó el futuro novelista en la mencionada carta  a Lihn, fechada el 13 de septiembre de 1983 y que se encuentra en los archivos de este último guardados en el Instituto Paul Getty de Los Ángeles, Estados Unidos.

    Pero una tarde la relación se fracturó, o mejor dicho se rompió para siempre, cuando el cineasta y escritor de la generación del 50 “atacó a Neruda y defendió a Parra, y yo defendí a Neruda y de paso –sin haberlo leído– ataqué a Parra”. Fue una pelea ridícula, como todas las peleas sobre poetas, en la que Bolaño fue vergonzosamente aplastado por Jodorowsky. Sus argumentos eran filosos, grandilocuentes, imbatibles. El joven se fue cada vez sumiendo en el silencio, apabullado por la elocuencia de su contrincante. “El caso es que me puse a llorar y el cabrón de Jodorowsky siguió atacándome. Por supuesto no volví nunca más”.

    Lo que sucedió después de esa pelea no lo sabemos con certeza, pero sí sabemos una cosa: Bolaño leyó a Parra y fue una revelación. Nada sería igual.

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    Todo gran escritor necesita matar al otro que está detrás, salir de su incómoda sombra. A propósito de esto, Beatriz Sarlo dijo en una entrevista a Revista Capital que lo que hizo Juan José Saer fue “instalar una lengua, instalar una región, instalar una representación. Negar al gran escritor anterior es fundamental, así como encontrar a un gran viejo. Borges niega a Lugones y encuentra a un gran viejo, que es Macedonio Fernández. En el caso de Saer es salir del universo Borges y encontrar a otro gran viejo que es Juan L. Ortiz”.

    Bolaño, de alguna manera, tuvo que negar a Donoso y a Neruda, y encontrar a Lihn y a Parra. Esa pelea con Jodorowsky puede leerse entonces como el inicio del movimiento que arrasó con el paisaje de la narrativa chilena de los 90. Un paisaje, en todo caso, árido y gris, marcado por la impostura y la mala conciencia. Para superar esa “tormenta de mierda” de la que habla Bolaño al final de Nocturno de Chile, tuvo que venir otra tormenta.

    Un contracanon, o un golpe en el mentón, encabezado por el autor de 2666, con Parra como figura cenital y con Lihn como el hermano severo y mayor. Este último fue clave: en 1981 el autor de La pieza oscura le dice a un pobre y desconocido Bolaño, quien vivía en Girona, “no te queridizo ni te estimizo”. Bolaño le había enviado un poema y el comentario de vuelta no fue muy auspicioso:  “Me gustó bastante en algunos versos, y en otros lo encontré desmadejado… el surrealismo ortodoxo ya no se soporta. Hay algo que está bien y algo que no anda”. Dos años después, Lihn vuelve a responderle otra carta al joven escritor: “He recibido y leído, otrora, cada uno de tus envíos –fragmentos en prosa, versos y desalentadas menciones de tu vida literaria. Tú ya sabes todo lo que te puedo decir al respecto: eres un poeta y un escritor combinados y no te espera nada que te satisfaga plenamente en materia de respuesta a un trabajo que es la soledad misma, a menos que tengas una buena suerte o un sentido de la oportunidad del carajo”.

    Probablemente hubo algo de suerte y sentido de la oportunidad en la irrupción de Bolaño como el primer gran escritor latinoamericano del siglo XXI o el último del XX, pero sobre todo hubo genialidad, y un movimiento, muy bien articulado, porque Bolaño era cualquier cosa menos ingenuo. Supo desterrar a la escena dominante en ese entonces e instalar su propio mapa de lecturas, referencias y filiaciones.

    …..

    Valga esta larga introducción para subrayar un punto: el escritor de Estrella distante rompió con el pasado para abrir una puerta hacia el futuro, siguiendo una idea planteada por Javier Cercas para referirse a las transiciones. En cierta forma, la mayoría de los autores de los 90, la llamada nueva narrativa chilena, quedó desnuda después de la tormenta. Y golpeada a muerte por una historia que el propio Bolaño y Pedro Lemebel hicieron correr y registraron en sus páginas, expandiendo su significado: la de las fiestas de Mariana Callejas, casada con el agente de la DINA Michael Townley, a las que asistieron varios de los escritores que surgieron en los 90 (y  otros más viejos). En los subterráneos de la casa donde se hacían las fiestas, y donde los entonces jóvenes narradores bebían whisky y comían churrascos, se torturaba o se preparaban bombas o venenos para matar a los opositores de la dictadura. Aunque en su esencia la historia era real, Bolaño y Lemebel la mitificaron.

    Lanzada la bomba sobre la pálida narrativa noventera, vino el desierto. Y luego una transición. Zambra y Bisama se levantaron sobre la tierra quemada y armaron una vigorosa obra que influyó poderosamente en los que vinieron después: los nacidos en los 80, que leyeron Los detectives salvajes en la adolescencia y fueron marcados a fuego por la máxima bolañística: “Déjenlo todo nuevamente”.

    …..

    Si los 90 representan la era de la impostura, hoy vivimos la era de la desconfianza. Por muy odiosas que sean las generalizaciones, los narradores sub 40 dan origen a una literatura menos empaquetada, con ciertas limitaciones, pero al menos con un rasgo de vitalidad y un enfoque literario ajeno a la pretensión. Un realismo despojado, desnudo, por así decirlo, donde la influencia mayor, como ya hemos dicho, es Bolaño.

    Algunos de estos autores son (y sin duda se nos queda alguno fuera): Simón Soto, Pablo Toro, Paulina Flores, Romina Reyes, Matías Celedón, Gonzalo Eltesch, Benjamín Labatut, Daniel Hidalgo, Maori Pérez, Juan Pablo Roncone,  Diego Zúñiga, Ileana Elordi, Juan José Richards, Cristóbal Gaete y Esteban Catalán. Son los que vienen después de Zambra y Bisama, y se desprenden de esa intelectualidad artificiosa, que caracterizó a los autores “exitosos” de los 90. Sus lecturas pasan casi por el lado de la “nueva narrativa chilena” y se conectan a otra corriente, poética y profunda, que viene de Parra, Lira, Martínez, Millán, Maquieira y Bertoni. A Donoso lo miran con distancia, como a un tío viejo y raro que se murió hace tiempo. Sí rescatan a Germán Marín, a Manuel Rojas y a la orilla queer o trans, desde Lemebel al estupendo, pero aún poco conocido, Iván Monalisa.

    Volviendo a la tesis de Sarlo, hay que aclarar lo siguiente: que Bolaño se contraponga a Donoso no quiere decir que no pueda haber apreciado algunas de sus novelas (El lugar sin límites, El jardín de al lado, El obsceno pájaro de la noche). O que coloque a Parra muy sobre Neruda tampoco significa que no admire Residencia en la Tierra. Matar al padre sería una condición sine qua non para, después, leerlo creativamente y admirarlo. Lo mismo de Bolaño puede decirse de los narradores citados en el párrafo anterior: cada autor es una isla y tiene sus propias corrientes, sus propios arrecifes y rocas.

    …..

    El paisaje que dejan ver los libros de estos autores es políticamente baldío.

    Las generaciones anteriores fueron definidas, para bien y para mal, por la política: Bolaño pertenece a la generación fusilada, que tenía poco más de 20 años para el Golpe, tal como Radomiro Spotorno, autor de la magnífica novela La patrulla de Stalingrado. Eran jóvenes, estaban en plena exploración sexual y alucinógena cuando Pinochet apareció en la tele con sus anteojos negros. Se fueron de Chile o no volvieron. Así se sacudieron de la pesada carga de los que se quedaron, que tuvieron que vivir con el horror y taparse los ojos y las narices.

    Los narradores sub 40, que eran niños para el plebiscito del 88, no tienen que dar explicaciones. No necesitan decir si estuvieron en un bando o en el otro, si se rebelaron o se hicieron los locos. Su antipinochetismo es tan natural o mudo como el de los alemanes que nacieron después del nazismo. Son otras las fracturas que llevan a cuestas. La política de la transición les resulta repulsiva, pero tampoco toman banderas. Sobre todo los más jóvenes, viven con poco y nada, entrando y saliendo del sistema. Siguen la poética del free lance. Aún no han transado.

    No obstante lo dicho, en autores un poco más mayores, como Pablo Toro, la política sí tiene una presencia menos vaga. “Pinochet regresó, y los chilenos juraron que lo iban a juzgar en Chile. El barrio se modernizó y se llenó de pequeñas batallas territoriales… El país comenzó a cambiar”, se lee en el cuento “El proceso”.

    O en el caso de Simón Soto, cuyo relato “La pesadilla del mundo” hace una lectura casi lineal de Apocalipsis ahora, la cinta de Francis Ford Coppola basada en la novela de Conrad El corazón de las tinieblas: el militar extraviado que comete atrocidades en una isla perdida del sur, impulsado por superiores que después lo niegan, como una imagen vertical y cruda de las violaciones del pinochetismo.

    Libros recomendados

    Colección particular, de Gonzalo Eltesch. Una novela corta pero poderosa. Un padre pinochetista, un hijo que vive una experiencia sentimental fallida y Valparaíso como escenario del derrumbe.

    Las olas son las mismas
    , de Juan José Richards. Un estudiante en Nueva York encuentra una bitácora de una pareja que se rompe. La imposibilidad del realismo y el azar de la ficción. Bellamente escrita.


    Reinos
    , de Romina Reyes. Una de las escritoras más interesantes y singulares de hoy. Este libro reúne relatos dotados de una crudeza real y de una voz inasible.  Un debut fantástico.


    Oro
    , de Ileana Elordi. Este pequeño libro cuenta la ruptura amorosa a través de correos electrónicos que la narradora se envía a sí misma. Posee una cualidad secreta, cierta tristeza que traspasa las páginas.


    Hombres maravillosos y vulnerables
    , de Pablo Toro. El mundo de la TV, historias retorcidas, la masculinidad ridícula y una ciudad ausente. Estupendos relatos cruzados por el humor, la vulgaridad y la conciencia gris de estos tiempos.


    Manual para robar en el supermercado
    , de Daniel Hidalgo. Chico inexperto en Valparaíso se enamora de chica punk. Música, carretes y pellejerías en una ciudad sostenida en la fragilidad perpetua.


    Cielo negro
    , de Simón Soto. Otro magnífico conjunto de relatos, con cine B, sexo y cocaína, más un vidente en Villa Alemana. La estructura es soberbia y revela a un autor que construye con precisión.


    Trama y urdimbre
    , de Matías Celedón. Experimental y arriesgado, el autor estira la ficción hasta llevarla a contornos desfigurados, ominosos.


    Hermano ciervo
    , de Juan Pablo Roncone. Pocos debuts tienen la belleza y la verdad de estos relatos. Pequeños momentos-tragedias de la vida cotidiana. Brillante.

    …..

    Calles sin árboles. Piezas de departamentos enanos, esos horribles edificios construidos en los últimos años, sin ventilación, con el sol pegando en la cara en verano y dejando los cuerpos calientes. Casas derruidas del barrio Matta, donde la vida se ralentiza, casi se detiene. Las ventanas dan a patios de cemento. Persianas. Cortinas. Hay mucha música en esas habitaciones: todo el punk de los 70, todas esas bandas que nacieron después de escuchar a Velvet Underground. La música como espacio de libertad.

    Y el sexo.

    …..

    De hecho uno de los rasgos que llama la atención de este grupo de narradores es la manera descarnada en que describen la intimidad (en contraste con la narrativa noventera, bastante pacata y almidonada). No hay acrobacias sexuales, pero sí bastante porno, fluidos y orificios para ser devorados. Tener sexo es como tomar desayuno, algo que puedes hacer o no, pero que necesitas cada cierto tiempo. Hay también inexperiencia, relaciones cortadas, orgasmos que no llegan. Descubrimiento e impaciencia. Inmadurez, excitación, aventura. Y violencia.

    “Pablo la lanzó al suelo y la aplastó con su cuerpo. Le encontró el sexo tibio y el cuerpo fácil. Parecía que Inger de pronto se hubiera desmayado, pero sus ojos estaban abiertos y respiraba, podía escucharlo. Pablo entonces la puso de lado y le pegó la erección a los muslos. Le bajó los calzones, le buscó el ano con un dedo y entonces la atravesó. El cuerpo de Inger se conmovió al principio, pero luego volvió a un estado inanimado. Pablo le cubrió la boca sintiendo que sus manos formaban barro con las lágrimas y la saliva. La penetró hasta saber el cuerpo vacío”, escribe Romina Reyes en una de las escenas que marca el desenlace del cuento “Larvas”.

    También desde la mirada femenina, Paulina Flores recorre los caminos del sexo inesperado en “Teresa”, un relato magistral de Qué vergüenza. “Volvió a apretar su garganta con fuerza y luego acarició sus cejas con ternura.  La forma en que la tocaba y la tomaba adquirió cierta violencia, no una violencia recia o dominante, sino, para su sorpresa, torpe, un impulso inexperto. Lo observó. Se relamía los labios y parecía que en su interior algo se contraía”.

    …..

    La educación sentimental de estos autores es precaria, las relaciones son frustradas o fallidas, el amor un invento de telenovela. Tienen cicatrices de amores fugaces o inmaduros. Son hijos, sin duda, de una sociedad que no les permite entregarse, que se cría en la sospecha y la resignación. No hay un horizonte para salvarse, porque todo está podrido. En medio del páramo, una luz parece a punto de extinguirse.

    Daniel Hidalgo, al final de su novela Manual para robar en el supermercado, detalla bien este trance. “Me sentía el sobreviviente de una catástrofe nuclear y podía lidiar perfectamente con eso, porque fue lo que aprendí: que a veces la vida se iba al carajo, que todo parecía venirse abajo, que sentías lo miserable que eras extraviado en medio de un universo infinito y que, en realidad, estaba todo bien con eso, que es parte de lo que somos, que la paciencia te ayudaba a superarlo todo, a volver a estar bien –si eso existe–, que no había dolor que fuera para siempre”.

    …..

    Es probable que algunos de estos autores no sigan escribiendo, que su rastro se pierda en la vida profesional, sumergidos en la marea anónima de las masas que trabajan en oficinas. Pero más de alguno persistirá. Y más allá de sus falencias, representan una corriente fresca, que vale la pena conocer y experimentar.

    Dejemos ahora que resuene otra vez la voz de Bolaño, que en la página 142 de Los sinsabores del verdadero policía resumió de alguna manera las lecciones aprendidas en el camino, una suerte de testamento para la nueva generación: “Que todo sistema de escritura es una traición. Que la poesía verdadera vive entre el abismo y la desdicha… Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía… Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor”.

  398. Derrida en busca de lo inesperado

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    Tan brillante como resistido, Jacques Derrida había sido estudiado por diversos intelectuales, pero hasta ahora no existía una obra que se internara en su infancia, las relaciones con las mujeres, sus angustias y su itinerario político como lo ha hecho Benoît Peeters en Derrida, señala la destacada historiadora y psicoanalista francesa, autora entre otros libros de la más reciente biografía de Freud.

    por élisabeth roudinesco

    Tratándose de un filósofo de la envergadura de Jacques Derrida, cuya obra inmensa –60 volúmenes, sin contar los seminarios todavía inéditos– es traducida y comentada en todo el mundo, Benoît Peeters ha elegido, con razón, tratar no la génesis ni el contenido de esa obra, sino la vida del hombre que es su autor: su infancia, su familia, sus relaciones con las mujeres, sus amistades, su seducción, sus redes, sus angustias, sus gustos literarios, vestimentarios y culinarios, su enseñanza y su itinerario político. En resumen, ha escrito una excelente biografía en el más puro estilo de la tradición anglosajona. Es el primero en haber tenido acceso a los archivos del filósofo, depositados en el Institut Mémoires de l’Édition Contemporaine y en la Langson Library de la Universidad de California en Irvine, y ha entrevistado a un centenar de testigos esenciales.

    También ha reconstruido, con la distancia necesaria, las etapas de una vida que lo llevaron de ser un joven judío laico, nacido en 1930 en El-Biar, en las alturas de Argelia, luego expulsado de su liceo en octubre de 1942 por el régimen de Vichy, hasta su llegada a París en 1949, para continuar sus estudios en el liceo Louis-le-Grand y su ingreso posterior en la École Normale Supérieure.

    En 1966, tras haberse iniciado en la obra de Husserl, Derrida participa en el célebre simposio sobre el estructuralismo, organizado por la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, donde se reencontró con Roland Barthes, Jean Pierre Vernant, Jean Hyppolite, René Girard y Jacques Lacan. Un momento fecundo de la historia cultural francoestadounidense. Un año más tarde conoce a Paul de Man, teórico modernista de la crítica literaria, quien le abre las puertas a algunas universidades estadounidenses. De manera muy rápida, especialmente con la publicación de De la gramatología (Minuit, 1967; en castellano, Siglo XXI, 1978) y de La escritura y la diferencia (Seuil, 1967; en castellano, Anthropos, 1989), logra un éxito considerable, convirtiéndose, 10 años más tarde, en el contemporáneo de dos brillantes generaciones de intelectuales con las que no dejará de dialogar: Emmanuel Lévinas, Maurice Blanchot, Jean Genet, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Louis Althusser, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard, etcétera.

    A lo largo de esos años, Derrida se dedica a una intensa labor de investigación, enseñanza y publicación. En 1983, funda junto con otros el Collège International de Philosophie y luego se integra a la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Pero a medida que su fama crece y se extiende en la opinión pública francesa una crítica virulenta del marxismo, del estructuralismo y de un cierto ideal de subversión del orden establecido –es decir, de aquello que erróneamente es llamado “el pensamiento 68”–, es cada vez más atacado al punto de aparecer en los medios de comunicación como lo contrario de lo que es. Odiado, nunca podrá ser electo para el Collège de France.

    Derrida siempre fue socialdemócrata, anticolonialista, feminista, contrario a la pena de muerte, heredero de la Ilustración, vinculado a la Escuela Republicana, admirador de De Gaulle y de Nelson Mandela. Y, sin embargo, a partir de 1987-88, según destaca Peeters, es tratado de nihilista antidemocrático, adepto a dos teóricos nazis –Carl Schmitt y Martin Heidegger–, de quienes comentó las obras. Después, de ultraizquierdista por haber publicado Espectros de Marx (Galilée, 1993; en castellano, Trotta, 1995), obra mayor consagrada al propio concepto de Revolución. Por último, de nazi, por haber tomado, en 1987, la torpe defensa de su amigo Paul De Man, cuyo pasado de antiguo colaborador de un periódico antisemita belga fue revelado a título póstumo.

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    Todos estos disparates son puestos en evidencia gracias a la investigación de Peeters, que revela las múltiples facetas de este filósofo apasionado, gran viajero pero temeroso de los transportes aéreos, inventor de una escritura de la filosofía cuyas fronteras quería desplazar. De ahí su interés por todas las disciplinas (la literatura, el derecho, el psicoanálisis), por todas las situaciones sociales (los excluidos, los homosexuales, las minorías) y por todos los combates contra los sufrimientos y las discriminaciones: el racismo, el antisemitismo, la crueldad con los animales.

    Derrida causó escándalo no porque fuera un fanático sectario sino porque permanecía, racionalmente, al acecho de “lo que viene”: lo imprevisible, los márgenes, los extremos, la diseminación. Este es el significado de los dos términos que popularizó en su enseñanza. El primero: la deconstrucción, proceso dirigido a deshacer un sistema de pensamiento hegemónico y a resistir la tiranía de lo Uno (o de la Unidad) para avanzar mejor hacia el futuro siendo fiel e infiel a una herencia. El segundo: la “diferancia” (con a), permitiendo pensar un universal de la alteridad sin cultivar el diferencialismo.

    Él se consideraba como un judío árabe, francés y europeo, impregnado de la filosofía griega, tan intransigente con “las políticas de los enemigos de Israel” como “ante una política israelí que pone en peligro la salvación y la imagen de aquellos a quienes se supone que protege”.

    Entre los momentos más vigorosos de esta biografía se encuentran, por una parte, la historia de “la noche de Praga”, episodio inaudito en el que Derrida fue acusado en 1981 por las autoridades checas de ser traficante de drogas. Y, por la otra, el del discurso dado en la Universidad de Jerusalén, el 25 de mayo de 2003. Aunque él sabe que sufre de un tumor maligno de páncreas y que morir le es intolerable, pronuncia una vibrante requisitoria en favor de los palestinos, a la que Dominique de Villepin, ministro de Relaciones Exteriores, responde con estas palabras: “Jacques Derrida, usted vuelve a dar densidad a las palabras más fuertes y más simples de la Humanidad (…) Enfoque eminentemente creador y liberador. Desmontar, sin nunca destruir, para ir más lejos”.

    No sabríamos decirlo mejor.

    A principios de octubre de 2004, pocos días antes de su muerte, se entera de que puede recibir el Premio Nobel de Literatura. Última y terrible crueldad para el filósofo que se puso en las fronteras de las instituciones académicas sin nunca impugnarlas: “Me lo quieren dar porque me voy a morir”.

    Traducción: Patricio Tapia

  399. Eclipse luminoso (una lectura de la poesía chilena actual)

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    Un paneo por la poesía post Lihn, aquella que se viene publicando en los últimos 20 o 25 años en nuestro país, permite identificar a los autores más sobresalientes, desde Alexis Figueroa y Carlos Decap hasta Víctor López y Antonia Torres, pasando por la obra insoslayable de Germán Carrasco y Yanko González. De paso, borra de un plumazo cualquier visión nostálgica que se lamenta por el paraíso perdido.

    por vicente undurraga

    “¿Acaso en Chile se escriben hoy poemas como los que 60 años atrás escribían Neruda, Díaz Casanueva, Anguita, Arenas, Rojas, Parra, o muy pronto escribirían Arteche, Barquero, Lihn, Uribe, Teillier?”. Esta pregunta, lanzada en noviembre de 2012 por el cura y crítico literario José Miguel Ibáñez Langlois, a.k.a. Ignacio Valente, en El Mercurio, en su columna “Eclipse de la poesía”, fue la primera de una serie de arremetidas en que ha perseverado hasta hoy. En 2015, por ejemplo, en un texto titulado “Poesía in-significante”, afirmaba, sin dar ningún nombre: “Tengo en mis manos algunos libros de poesía joven y no tan joven, que verso a verso… no dicen nada, o mejor, casi nada”. Y este año, en “Declinación del gusto poético”, atribuía a la supuesta decadencia de la poesía el restringido número de lectores que posee.

    Atender seriamente estos juicios implica hacer un plano general de la poesía chilena de los últimos 20 o 25 años: la poesía en el Chile post Pinochet o, más bien, la poesía chilena post Lihn.

    Lo de Valente es menos una provocación fallida que el plañir desactualizado de un otrora agudo crítico de poesía que repite, con la producción actual de poesía, el gesto desdeñoso que en su momento tuviera con Lihn o Violeta Parra, en vez de reiterar mejor la agudeza con que supo advertir la aparición de Zurita o Juan Luis Martínez, o subrayar la belleza sublevada d-e poemas como “La cruz” de Nicanor Parra, abocándose a la ardua tarea de separar la paja del trigo en vez de abandonar la siega por un presunto eclipse. Quizás no haya tenido ocasión, o vocación, o vacación, para meterse, sin desdenes previos, a ver lo que se produce últimamente. Valente incluso se ha referido al “primer Zurita”, de lo cual se deduce que no aprecia al último, que publicó las nada menos que 800 páginas de Zurita, libro donde la historia y las visiones, la masa y el hombre, la arquitectura y el delirio, se funden en poemas que no por narrativos pierden su vuelo mayor, su genialidad fuera de serie.

    Como sea, la pregunta de Valente reclama una respuesta fundamentada o, al menos, bien ejemplificada. Podríamos partir con Finis Térrea: apuntes de carretera, de Alexis Figueroa, un libro de imaginación y de tránsitos veloces que proyecta una síntesis poética de la carretera como “escenario clásico de la ficción pos-apocalíptica”, haciendo que en sus páginas se oiga hasta el soplido de los vientos y perfilando dicho espacio como paisaje metafórico clave de estos tiempos en que, pese a la sobrepoblación, se impone “la sensación de ser alguien ausente de personas”. Otro es Actas urbe, de Elvira Hernández, un libro prodigioso en el que las distintas sintaxis, tonos y modos de torcer y enlazar la escritura hacen pensar en conceptos como ronquera, irritación, extrañeza y humor seco. Y otro, para seguir con nacidos en los años 50, es Asunto de ojos, de Carlos Decap, poeta maestro en confundir la ciudad y las páginas, el viaje y la escritura, confusión donde “la nave de la poesía sigue navegando”.

    Si se avanza una generación se llega a aquellos poetas que debutaron en los 90, sin Lihn, sin Pinochet, en el presunto eclipse. Hay en estos años poetas bien distintos entre sí; varios cuentan con un puñado de poemas de gracia o fuerza suficiente para rebatir cualquier pesimismo y para refrendar, incluso, aquella proposición o provocación que Nicanor Parra dejó caer en el prólogo de Lear Rey & Mendigo: “En un mundo desprovisto de racionalidad/ La poesía no puede ser otra cosa/ que la mala conciencia de la época”.

    *

    “Todo es filmable, a veces/ todo pareciera exigir su registro/ como en el metro de Santiago/ lleno de empleados, secretarias, escolares/ con sus bellos rostros abatidos”, escribe Germán Carrasco en un poema que luego dice “aunque hay fotografías que no se toman”. Y es que el poeta debe ganarse el derecho a recrear, “llenar con cuidado el silencio”: en poesía lo que vale no es la consideración por sí misma- de la vida o de lo real sino su percepción y proyección en imágenes, ideas, sonidos y ecos: los versos en que se la expresa: la vida de la obra, no la vida en la obra.

    El trabajo de Carrasco, que “refresca la gramática” combinando con agilidad de ninja pesadez y levedad, soltura y control, ironía y lirismo, es un hito central de la poesía de hoy, un trabajo amplio que ha cuajado y revitalizado lenguajes y realidades y humores (en sentido médico) de maneras sorpresivas, en poemas que no desprecian lo excedente, que resuenan no por su perfección métrica sino por su mezcla de novedad y familiaridad, por su movimiento perpetuo.

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    Hay más, claro. Yanko González, por ejemplo, a la vez que logra extrañar verbalmente con lo ya conocido, torciéndolo en esas voces voladoras (“croan las tribus”) de Metales pesados y Alto Volta, puede también sorprender desatando la emoción al conciliar delicadamente serenidad y horror, como en 1999-2011: “No me atrevo a pulsar tu número/ Y quemar el poco aliento que nos queda./ No seré quien arriba, no seré quien parte/ Para quedar en la mitad y vacía./ No te apresures, no te fíes de mi brevedad/ Porque este día pardo terminará en el mismo día pardo/ Que persistirá inmutable en otro día pardo./ Querido mío, hoy a las cuatro y treinta de la madrugada/ Nuestro hijo nos dejó./ Sus ojos ya no muestran ni/ Sienten dolor./ Perdóname. He perdido un cuerpo para llegar/ Y he perdido un cuerpo para regresar”. O Antonia Torres, que hace algo similar, lo cual puede resultar muy asombroso en pleno siglo XXI: escribe poemas conmovedores sin aspavientos, aceptando la voz baja, algo por lo demás característico de esta época donde hay, más que grandes poetas, muchos grandes poemas, que es justo lo que anhela el cura: ahí está “Der Befund”, donde Torres especula con una ocurrencia hasta abrazar, en un verso epifánico, siglos remotos en un puro momento humano: “Mi hijo pequeño me propone un juego/ en el que él y yo descansamos/ juntos y abrazados en una misma muerte// Me sugiere la representación exacta de la escena/ a lo que accedo dudando de la corrección del gesto…”. En otro dial, Matías Rivas, que sí ostenta poemas que revolean la mirada con despiadados peritajes en lo ominoso y en el desorden de las familias (retomando de paso las resonancias latinas de “La injuria”, de Roque Esteban Scarpa), tiene una muy notable veta cálida: “Es hora de que reconozcamos que fuimos consumidos/ por nuestros temores y tormentos y que lo único que nos queda/ es abrazarnos como si estuviéramos solos en una pieza oscura”, se lee en “Un amor contemporáneo”. O Andrés Anwandter, que en Amarillo crepúsculo ofrece una muy buena muestra de quienes indagan sin ambages en lo nacional e incluso en lo contingente, transitando sin resquemores a la intimidad, pero desviando para ambas faenas el lente, trabajando formas no enfáticas sino sucintas, elusivas, convenientemente leves o distantes, en versos que parecen pensamientos donde el corte, los espacios y la cadencia generan un extrañamiento que permite ver las cosas de otro modo, como que “un cogotero se abre paso/ a navajazos por los ojos”. O Héctor Figueroa, que con su único libro, Intemperancia, es de los que mejor han renovado la capacidad de concernir, divertir y embriagar, ironía mediante, con el yo puro o el puro yo: “… no sé describir otra cosa que no sea mi ombligo;/ como si el centro de la galaxia partiera en mi barriga cervecera/ (…) poco dado a la voluptuosidad/ este hablante no describe sublimaciones interiores;/ falto de trino, cojo de espíritu, sin fantasía/ tampoco mitiga la miseria humana”.

    Para cada uno de estos contenidos –y esto es lo relevante–, han procurado estos cinco autores, entre otros, claro, operar lenguajes apropiados, los que, desde su abierta diferencia, coinciden, en sus mejores momentos, en producir una cierta apertura, la que tiene que ver, básicamente, con arriesgar tanteos verbales en lo incierto, con intentar nuevos tonos y modos y acentos y también nuevos asuntos, pero al mismo tiempo con atreverse a simplemente “reiterar la poesía”, como decía Lihn (influencia versátilmente central en este tiempo).

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    Hace 60 años Neruda, entre las cimas del Canto general y Estravagario, despachaba a menudo odas muy elementales. Y poemas rotundos y preciosos, como tantos de Anguita o Lihn, sí se pueden leer en estos años, también como los de Rojas o Teillier, Díaz Casanueva o Uribe. Y como los de Arenas o Arteche o Barquero: ¡mucho más todavía!

    Hay un inadvertido acontecimiento luminoso que por sí solo bastaría para sosegar tanta alharaca: la publicación en 2015 de Canciones para una banda rock, la “poesía temprana / 1999-2003”, de Piero Montebruno, libro donde fuera del desdichado título no hay desperdicio sino sucesivos momentos deslumbrantes, sobre todo “Partir, partir, ebrios al amanecer”, un largo poema que brilla con su construcción sofisticada, su tono que oscila entre lo narrativo, descriptivo y prescriptivo, sus repeticiones, su ritmo melancólico y sus imágenes precisas, preciosas: “Partir, partir, ebrios al amanecer/ Errando por las calles que prolongan la noche/ Caminar con la prisa de la primera luz/ Y con la conciencia aplastada./ Partir, partir, ebrios al amanecer/ Enfilar hacia el río y sentarse a un paso de sus aguas/ Sintiendo cómo fluyen las imágenes de los hombres/ Y cómo fluye la existencia/ Cerrar los ojos y esperar hasta que el cielo entre en nuestros cuerpos”.

    Hay que decir una perogrullada: la poesía del último tiempo no solo la han hecho los jóvenes (nacidos en los 70 y 80), sino también algunos no exactamente jóvenes que debutaron en este tiempo; un puro ejemplo: la demoledora obra de Bruno Vidal aparece en los 90, arrollando maniqueísmos con la “pura objetividad del arte no comprometido”.

    Valente no extraña proyectos totales ni nuevos esquemas de composición, sino simplemente poemas valiosos. No es difícil sumar ejemplos que lo refuten, como “En el día del yo se anuncia el verano” de Sergio Madrid, “La copa en otoño” o “Eugenio Téllez” de Leonardo Sanhueza o Mudanza de Alejandro Zambra, un poema que luego se ha proyectado, significativamente, en su narrativa y que es síntoma y cima del poema de estos tiempos, de su volcamiento hacia sí mismo sin desatender la realidad sino, más bien, atendiéndola justamente desde ahí, desde el poema aproblemado.

    Si la poesía escrita en los años 70 y 80 se caracterizó por sus afanes amplios, por su ambición exploratoria (Lihn, Hernández, Martínez, Muñoz) o totalizante (Zurita) y por ser discursivamente compleja y oblicua (a la vez que muy alusiva a la realidad) a causa del contexto dictatorial, expandiendo con sus métodos a “el plano regulador del lenguaje” (diría Marcelo Mellado), la publicada en los 90 y 2000 es una poesía que, sin estridencias innecesarias o extemporáneas, indaga y habita en esa expansión heredada, la transita, la bifurca, a veces la reitera y, en cualquier momento, la aumenta. Esa es la gracia viva de la poesía chilena: no pasan tres o cuatro años sin que se publique un libro de poesía que amplía lo habido, renovándole de paso la razón a Rubén Darío, que en el prólogo de su Canto errante de 1907 ya nos prevenía: “No. La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores”.

    En un ensayo sobre la época en que apareció El Cristo de Elqui de Parra (1977, 1979 y 1983), Roberto Merino dice que si algo ha cambiado desde los años dictatoriales es “el lugar social de la palabra”, pues “la palabra operaba en ese momento en un círculo electrificado. No solo por las consabidas coerciones de los aparatos de censura o represión, sino también porque había menos espacio para ella”. Y así es: la poesía ha experimentado una gran explosión demográfica (seguro hay más de 500 poetas sub 50 atendibles) y hoy opera en condiciones definitivamente mejores, amplias (hay muchos fondos y editoriales de poesía, varias dirigidas por poetas), ocupando un lugar social más favorable o incluso cómodo (Mellado ha hecho de la sátira de esto –la fondartización y el patrimonialismo lírico–, parte del núcleo ácido de su escritura sin igual).   

    En una entrevista, el poeta y crítico Jaime Pinos, respecto a la pluralidad de poéticas valiosas del presente, dijo que la atribuye a cierto cambio en los modos de recepción, el que “se ha desarrollado en la misma medida que algunas ideas y prácticas literarias se han ido debilitando. La idea de Poeta Único, por ejemplo. La idea de Crítico Único”. En una línea similar, Beatriz Sarlo escribió a propósito del lugar de César Aira en la literatura argentina algo que, mutatis mutandi, refuerza esta idea: “Aira no ocupa el lugar del Gran Escritor, al que se ha resistido de manera estratégica. Sabe que ese lugar vacío es hoy imposible de ocupar, que no existe y sobre todo, que no se puede escribir con la fantasía de volver a producir ese efecto de unificación del campo literario”.

    Quizá en la poesía chilena lo que antes que nada ha cambiado muy acentuadamente es eso: el lugar de los autores, por el lado de la recepción –que ya no está para Poetas Únicos– y por el de la circulación –que ya no está electrificado. Así, donde hace medio siglo había dos o tres voces insoslayables, excluyentes, y dos o tres líneas replicantes, hoy se ve un ovillo denso y heterogéneo compuesto de cuerdas brutales, tiernas, rabiosas, resentidas, barrocas, grotescas, leves. Todo lo cual se acrecienta con la producción de los últimos años, incluida la irrupción de poetas mapuches irreductibles, como César Cabello. Caos podrá haber, eclipse no.

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    Si vamos a los nacidos en los 80 o bien avanzados los 70, se ve que la mano sigue muy viva: hay poetas escudriñando las geografías sociales, familiares y mentales mediante versos de “filo equilibrado” –como diría Héctor Viel Temperley– en poemas sobresalientes, como los de Víctor López o Milagros Abalo; hay poetas traduciendo apócrifamente o cambiando, en poéticas movedizas, permanentemente de voz como los lanzas de ropa, como Mario Verdugo o Gustavo Barrera; hay otros trabajando inteligentemente la observación y la crítica, como Raúl Hernández o Jorge Polanco. Otros están componiendo con lo descompuesto de la lengua, como Juan Carreño en Compro fierro; hay varios tomando textos de la tradición poética chilena y latinoamericana para darles vueltas (lo que es notorio en los momentos altos del trabajo pantagruélico de Héctor Hernández Montecinos), dando por resultado la panorámica de una poesía en la que la intertextualidad y la híper conciencia sin desmerecimiento de lo lírico –quizá la gran herencia lihneana– ya no son, como en las generaciones anteriores, un arma en debut sino un modo de hacer, un firme punto de partida, aunque no por ello se trate de una producción que renuncie al vuelo, a la posibilidad del poema de internarse, extraviarse o dejarse llevar por derivas de todo tipo, desligándose de la inteligibilidad en pro de otros efectos, sonoros, por ejemplo, o visuales.

    La del último tiempo es una poesía que puede ser apreciada por el mero hecho de que, lejos de aportar elementos para una definición del género poético (o siquiera la tradición chilena), la difumina, la expande, volviéndose un corrosivo impedimento para cualquier seguridad posible acerca de su especificidad. Imposible conocerlo o mencionarlo todo, pero de un paseo por la última poesía chilena un lector curioso no debiera salir con las manos vacías ni la cabeza desolada.

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    Hay dos cometidos claves que la mejor poesía de las últimas décadas logra muy bien:

    1) Proyecta una imagen de época o al menos ofrece cuadros del presente convertidos en trazos imborrables, que revelan cuestiones latentes y qu—e propician la sensación de lectura de que Chile es ante todo un país cambiante: “Nada es/ todo se otrea”, escribió Yanko González. Esa sensación podría ser la del desconcierto ante los derroteros de la historia y de la propia poesía, lo que quizá explique el que estemos ante una literatura obsesivamente abocada a pensarse a sí misma, a mirar y mirarse mirar, y mirar, también, aunque solo en ciertos casos y de modo fractal, a su entorno inmediato, para ver por dónde y cómo seguir a una altura del partido en que se fue la dictadura pero quedó buena parte de lo dictado (si bien ahora haciendo agua) y, de ese tiempo y ya en el ámbito netamente literario, una producción de poesía de primera magnitud de la que tomar posta. Así, vistos en perspectiva, entre todos dibujan una cierta mueca que podría, digamos, coincidir o, mejor dicho, continuar otra mueca que anda buscando cara (tal como ocurre en el poema “Mueca”, de Ted Hughes): la mueca de lata, de mal sabor, de cinismo que puede suponerse habría dejado escapar justamente Lihn (su poesía y su cara) ante la contemplación del espectáculo de la democracia vigilada primero, de la justicia en la medida de lo posible después y, finalmente, de la cultura entretenida.

    2) Hay varios poetas afanados en captar qué hay en el pozo de ambigüedad, indeterminación o vaguedad que hidrata y a la vez ahoga el habla chilena, reelaborando en versos esa curiosa mezcla de euforia y melancolía, de cantinfleo y elipsis que desvela a los mejores lingüistas y sobre la cual Raúl Ruiz –un observador de Chile y sus letras de genio incomparable– dejó dicho: “Todo chileno habla exclusivamente entre comillas. Es alguien que pone la retórica antes que la realidad. No es que los chilenos sean floridos, es todo lo contrario: Chile es un país que relativamente no tiene idioma, no tiene lengua, pero fabrica una forma muy curiosa de lenguajes artificiales en que la forma y la entonación tienen casi tanta importancia como las palabras que se emiten”.

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    Como reparo general puede indicarse que en la poesía actual la narratividad –que rima con la facilidad– crece como maleza (pocas poéticas rompen esa tendencia marcadamente, como no sean las que solo se dedican a romperla, las tendencias sonoras y visuales). Al saturar puede obstruir la aparición de tonos, de modos, de desplazamientos y quiebres, de la extrañeza y la sorpresa, estancando un poco, en fin, la circulación de la gracia y enfomeciendo todo. Asimismo, el humor que se ve es menos del que la época –con sus personajes, hechos, hablas y basuras– podría gatillar (Cristian Geisse y JM Corrales serían notables excepciones).

    Una cuestión final, de pie fúnebre pero de alcance auspicioso: son pocos los muertos del período, como Antonio Silva y Pedro Montealegre (la incomparable y aún no bien ponderada Bárbara Délano, aunque mayor, sería otra). Entonces cabe decir otra perogrullada: los poetas que se estrenaron en los 90 y los 2000 apenas superan los 40 años, que es la edad que tenía Parra cuando debutó con Poemas y antipoemas. Tienen, pues, espacio y tiempo para seguir haciendo brotar poemas como los que se escribieron hace 60 años o quizá 60 segundos en la luminosa selva lírica chilena.      

  400. Temporada de cyberbullying

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    La humillación pública, una de las armas preferidas de los regímenes totalitarios, ha adquirido un rostro menos visible: su forma actual no es el castigo físico en la plaza sino el linchamiento virtual. El viaje que hace el periodista Jon Ronson por el mundo de la ignominia en el siglo XXI en el libro Humillación en las redes, da miedo, y no solo porque expone la violencia online. En tiempos en que la reputación lo es todo, un clic puede dañar seriamente la vida de los demás.

    por evelyn erlij

    Hay algo muy desconcertante en las fotografías que retratan una humillación. La historia del siglo XX dejó muchas postales: están las de los judíos denigrados por los nazis –afeitados a la fuerza u obligados a hacer el saludo hitleriano– en los guetos de Polonia; las de las mujeres colaboracionistas siendo rapadas en medio de muchedumbres dichosas. Están las imágenes de una francesa sostenida por tres hombres que la toman del pelo; están las del comandante de Auschwitz, Rudolf Hoess, sucio y maniatado después de ser descubierto por los aliados. No se trata solo de la violencia latente de las fotos. Hay algo en el lenguaje corporal de las víctimas, en sus gestos, que delata el lado más perverso del escarnio público: sus cuerpos están tullidos por la vergüenza, sus ojos parecen carentes de vida.

    “La ignominia está considerada universalmente un castigo peor que la muerte”, apuntó en 1787 Benjamin Rush, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, y de ahí que sea una de las armas predilectas de totalitarismos y extremismos: una afrenta pública es capaz de “destruir el alma” de un enemigo y de deshumanizarlo por completo. Se vienen a la mente los castigos sociales de varios siglos atrás –el cepo, la picota, el poste de flagelación– o las degradaciones actuales del Estado Islámico, pero no hay que ir lejos, ni en el tiempo ni en el espacio, para comprobar que la humillación está más viva que nunca. En ese rincón oscuro y tenebroso de la naturaleza humana se adentró el periodista galés Jon Ronson (Cardiff, 1967) en su último libro.

    Ronson no es un teórico en busca de fenómenos sociológicos, sino un reportero movido por una curiosidad sin límites. Para la radio y la televisión británicas ha indagado en temas como la industria del turismo en Auschwitz o en la vida del reverendo George Exoo, famoso por asistir suicidios. Sus libros de investigación están llenos de historias insólitas. Para Extremistas: mis aventuras con radicales (2003) se metió en la vida de fanáticos islámicos, neonazis y líderes paranoicos amantes de las teorías de la conspiración; en Los hombres que miraban fijamente a las cabras (2004, adaptada al cine con George Clooney y Kevin Spacey) explora los métodos esotéricos del Ejército de Estados Unidos, y en ¿Es usted un psicópata? (2012) investiga la sórdida industria de la locura.

    La deshonra pública suena a tópico árido para un libro de no ficción, pero Ronson lleva 30 años lidiando con temas inusuales. Humillación en las redes nació de un incidente banal. Ronson tiene más de 150 mil seguidores en Twitter y a diario publica casi una veintena de mensajes. Es el típico personaje consciente del valor de su voz e imagen: lo que diga y haga en la web es un eco de su personalidad en la vida real. Cuando otro usuario “Jon Ronson” apareció en la plataforma, usando su foto y posteando mensajes grotescos, el periodista inició una lucha online contra sus autores para que desactivaran la cuenta. Junto a cientos de sus seguidores ejerció presión y lo logró. La humillación a los ladrones de su identidad fue tal, que tuvieron que ceder.

    Ronson pensó en una decena de casos similares a gran escala, en los que hordas de usuarios de redes sociales habían logrado apocar y vencer a gigantes –empresas, medios de comunicación, políticos– gracias al poder popular de la web. “Estaba sucediendo algo realmente trascendental –escribe Ronson–. Nos hallábamos en los albores de un resurgimiento espectacular de la pena de vergüenza pública. Tras un paréntesis de 180 años (los castigos infamantes se suprimieron en 1837 en el Reino Unido y en 1839 en Estados Unidos), había vuelto con fuerza (…). Las jerarquías empezaban a desmoronarse. Los silenciados por fin tenían voz. Era como la democratización de la justicia”.

    Pero no demoró en notar que se trataba de un arma de doble filo. Ahí comienza su travesía por la humillación en el siglo XXI: hilando historias de un puñado de víctimas de escarnios virtuales, personas que vieron sus vidas destrozadas tras “ciberlinchamientos”, Ronson hace un retrato lúcido de los tiempos crueles que corren. “Hemos creado un escenario en el que vivimos constantemente momentos de un dramatismo intenso y artificial. A diario surge un héroe magnífico o un villano detestable. Es todo muy desmesurado, distinto de nuestro comportamiento en la vida real”, alerta. El lapsus de un político, la respuesta tonta de una modelo en un concurso de belleza: ¿quién no ha participado en una lapidación virtual? Ronson, convertido en un tuitero aterrado, advierte: el poder colectivo puede ser brutal.

    Fervor inquisitorial

    Como en sus libros anteriores, el gran protagonista de Humillación en las redes es el propio Jon Ronson. Su investigación es subjetiva y antojadiza: no es periodismo exhaustivo ni ensayo académico, sino un relato en primera persona guiado por su impulso y curiosidad, un poco al estilo gonzo de Hunter S. Thompson. Eso explica la ruta insólita que va trazando en el texto, que parte con el calvario de un par de humillados virtuales y continúa con un “taller de erradicación de la vergüenza”, una empresa de “gestión de reputación online”, la desvergonzada industria del porno y  las teorías sobre demencia colectiva de Gustave Le Bon y Philip Zimbardo. Entre esos temas, un hilo conductor: ¿por qué ese afán humano de querer humillar?

    El caso de la relacionadora pública Justine Sacco es un buen ejemplo. Antes de subirse a un avión que la llevaba desde Estados Unidos hasta Sudáfrica, tuvo la pésima idea de publicar un chiste en Twitter para sus 170 seguidores: “Voy a viajar a África. Espero no contraer el sida. Es broma: ¡soy blanca!”, escribió. Once horas después, al aterrizar, era trending topic mundial, su nombre apareció en más de 100 mil tuits ofensivos y más de un millón de personas buscó su nombre en Google. Fue catalogada de racista, perdió su trabajo y recibió amenazas de violación y muerte. La gente la atacaba en bloque y la embestía como una manada enloquecida.

    Fue así como Internet destruyó la vida de Justine, tras haber formulado mal un chiste que, en el fondo, criticaba los privilegios de los blancos. En los tiempos de las redes sociales, no hay derecho al error: “Es como la Stasi. Estamos creando un mundo en el que la gente se siente vigilada en todo momento y teme mostrarse tal como es”, observa Ronson, quien asegura que la única forma de sobrevivir en la jungla virtual es “tener una actitud anodina”. La violencia contenida en la web 2.0 es un fenómeno espeluznante, y es cosa de mirar los comentarios desatados de foros o páginas de noticias. De repente, ser políticamente correcto pasó de moda: insultar, ser misógino, antisemita o desatar odios reprimidos parece ser un derecho en las redes sociales.

    “Una humillación se asemeja a un espejo deformante de un parque de atracciones en la manera en que confiere una apariencia monstruosa a la naturaleza humana”, apunta el periodista, y es esa maldad subyacente la que lo obsesiona. ¿Es la locura colectiva –esa idea de que las personas en grupo cometen actos violentos que jamás perpetrarían de forma individual– la causa del “fervor inquisitorial” de las redes?, se pregunta Ronson, antes de adentrarse en la psicología de masas y, de paso, desmitificar el famoso “Experimento de la prisión de Stanford” de la mano de uno de sus participantes. Así descubre que la respuesta a los linchamientos virtuales no es tan sencilla. No hay un “virus de la violencia” que contagia a las masas y desata el caos.

    Falsa democracia virtual

    Jonah Lehrer, autor estadounidense de bestsellers de psicología y neurociencia, es otra de las víctimas que aparece en Humillación en las redes. En su libro Imaginar: cómo funciona la creatividad, había alterado un par de citas del compositor de Like a Rolling Stone: “Cada vez que (Bob) Dylan leía una noticia sobre él en el periódico, hacía el mismo comentario: ‘Madre mía, cuánto me alegro de no ser yo. Me alegro de no ser eso’”. La cuña era real y comprobable, salvo por la parte de “me alegro de no ser eso”. Lehrer la había inventado: un error tonto que, como Justine Sacco, pagaría caro. Cuando la prensa destapó sus citas dudosas, las redes sociales comenzaron el trabajo de vapuleo habitual. El otrora escritor popular quedó sin trabajo y perdió toda credibilidad. Su error quedó grabado en la web para siempre.

    Vivimos en tiempos en que la reputación lo es todo, constata Ronson, y gran parte de esa reputación la administramos por internet. Hurgando en ese mundo, llega a empresas que gestionan la imagen personal en la web, alterando, entre otras cosas, los resultados de búsqueda de Google. La vergüenza es un negocio, pero lo que más  impacta es otra cosa: “Con la justicia ciudadana, hemos reinstaurado las penas infamantes a lo grande”, escribe el autor, algo aterrado. Según descubre a lo largo de su investigación, los castigos públicos no fueron prohibidos por inútiles o ineficaces, sino por ser demasiado crueles. Hoy no hay castigos físicos, pero el afán de destruir la autoestima de los demás devela un rasgo de inhumanidad brutal, advierte.

    Ronson cita dos suicidios de personas mancilladas por el tabloide sensacionalista británico News of The World, y para ahondar en los efectos letales de la degradación humana viaja a Estados Unidos para hablar con el psiquiatra James Gilligan, uno de los grandes especialistas de la violencia y de las consecuencias psicológicas de la humillación. “Jamás me he topado con un caso de violencia que no estuviera provocado por la sensación de haber sido avergonzado, humillado, ridiculizado o víctima de una falta de respeto”, señala el experto. Humillar no solo deshumaniza a la víctima, sino también al victimario, y en la web es aun peor: oculto entre la masa, el usuario no toma conciencia del daño que causa. La lógica que prima, dice el periodista, es “el copo de nieve no tiene por qué sentirse responsable del alud”.

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    Puede que Humillación en las redes suene algo apocalíptico, pero más allá de las quejas –hay quienes le reprochan al autor sus métodos de investigación poco ortodoxos–, lo que prevalece es el retrato sociológico que construye Ronson a partir de casos puntuales, anécdotas e historias que hila en un relato de lectura compulsiva. No hay que engañarse, escribe: en esta era del cyberbullying, del porno por venganza y de los escarnios virtuales, internet se está convirtiendo en lo contrario de la democracia. “En la democracia uno oye los puntos de vista de la gente –afirma en una entrevista dada a la New York Magazine–. Nos podemos gritar los unos a los otros, pero aún así quieres escuchar la postura del otro. (En la red) solo quieres gritarles en voz alta, demonizarlos y reducirlos a una etiqueta”.

    Lo que desconcierta a Jon Ronson no es solo que todos podamos ser víctimas, sino que todos seamos victimarios potenciales. Humillación en las redes no es una crónica sobre troles –como se llama a los usuarios odiosos que buscan alterar la paz en la web– ni sobre el poder del anonimato, ya que en Facebook y Twitter se suelen usar nombres y fotos reales. Tampoco es un libro sobre psicópatas virtuales entregados a la ira. Es un libro sobre “nosotros”, aclara el autor, sobre personas normales que en las redes sociales se convierten en soldados de una guerra contra los defectos y los errores de los otros. Todo se resume en un verso antibélico (bien citado) de Bob Dylan: “¿Alguien puede decirme para qué estamos luchando?”.

  401. Al interior del interior

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    La película australiana inspirada en la novela Pánico al amanecer, de Kenneth Cook, le permite al autor de Sudor reflexionar sobre esas pequeñas obras –de culto, serie B, trash o como se llamen– que alcanzan una segunda vida y muestran, mucho tiempo después de su creación, que siguen palpitando, fascinando y, mejor aún, disparando preguntas que obligan a pensar en las formas de circulación y consumo de la cultura.

    por alberto fuguet

    ¿Por qué nos atrae e intriga tanto el fracaso? ¿Aquello que se perdió, lo que nunca alcanzó la luz? ¿Por qué fascina tanto lo que reaparece entre las bodegas de la muerte y tiene una impensada segunda oportunidad? Hace rato que le damos valor a todo lo que sea B, de culto, lo que se nos escapó (esos artefactos que la maquinaria cultural no pudo ver o cooptar o potenciar). Nos seduce aquello que no fue tomado en serio por aquellos que manejaban el canon en el momento que determinada obra (probablemente de género) debutó por primera vez, entre otras razones porque nos atosiga aquello que hay que ver/leer/asistir, por la horda de cintas nominadas al Oscar, por los premios literarios de los que uno duda, por aquellos que todos los que pertenecen-a-la-élite están leyendo al mismo tiempo que el resto.

    No queremos celebrar el arte que les fascina a aquellos que no desean ser confrontados.

    Yo, como tantos, aprecio a veces la basura o lo que roza la basura o lo pulp o los géneros menores.

    Quizás para eso nació lo B. Lo raro, lo alternativo.

    Para zafar.

    No hay que tenerle tanto miedo a la basura.

    A veces la supuesta basura (lo mirado en menos, lo que no es tan aceptado, lo que provoca sospecha) llega más lejos que cientos de obras que parecen hechas para encarnar el gusto de su época.

    Esto es acerca de Pánico al amanecer o Wake in Fright, una novelita pulp escrita por un reportero sin ínfulas literarias que vuela y se alza y que –seguro– nunca pensó en ser traducida o premiada o incluso leerse fuera de su Australia natal, y cuyo target eran aquellos australianos que vivían en el Outback (el interior del interior, digamos) y, con suerte, algunos curiosos que habitan las ciudades civilizadas que están en la costa.

    Esto también será sobre una cinta de acción masculina, con cerveza y sexo y matanza explícita de animales, que fue parte de la primera ola de cine australiano (1967-1977, el llamado Ozploitation), cuando la incipiente cinematografía de ese país-continente no estaba interesada o no era capaz de conquistar los festivales de cine o las pantallas más sofisticadas del mundo (el cine de Peter Weir, de Bruce Beresford, de Gillian Armstrong) y estaba hecho para el consumo local y popular y casi analfabeto: un cine vulgar, sexual, violento, cómico, básico, comercial. Esta cinta fue la excepción a la regla: era artísticamente superior a sus hermanas, pero no fue capaz de generar aceptación cinéfila.

    Tal como la  novela, se hizo con escombros, aunque trascendió lo bastardo de sus materiales.

    Es probable que ambas, al ser supuestamente populares, les mostraron a los australianos una Australia que no querían ver o reconocer. Por mucho que estuviera en su patio trasero.

    Ninguna de las dos logró, eso sí, ganar.

    Hay algo liberador y probablemente posero y acaso hipster en darle la espalda a lo que está siendo consagrado/consumido, y que es parte del debate cultural o al menos mediático, y apoyar a los que les fue mal la primera vez que salieron al ruedo (¿nunca has leído a Gustavo Escanlar?, ¿no sabías de Lucia Berlin?). El romanticismo del fracaso seduce más que la pornografía del éxito (¿de verdad uno quiere leer un Premio Alfaguara?). Agotar ediciones o quedarse colgado en la lista de los más vendidos o ser el blockbuster del verano ya no despierta el deseo. A lo más, indica las pulsaciones de la masa. Puede haber algo esnob en esto, por cierto, pero también implica un gesto de libertad. Como dice un amigo crítico: liberarse del yugo de la cartelera, huir de las malezas de la contingencia. Cintas de culto, novelas perdidas en librerías de segunda mano, obras ninguneadas que son reeditadas y descubiertas, artistas suicidas o malditos que logran póstumamente lo que no alcanzaron en vida.

    El otro día, ordenando mis repisas, me topé con Pánico al amanecer, la delgada novela que gatilla esta meditación. La compré en una librería de Gijón, durante un festival de cine donde me tocó ser jurado. Se trata de una novelilla australiana (sí, novelilla o thriller trash o novela pulp, como quieran) publicada en 1961 por un autor prácticamente desconocido fuera de su Australia natal: un tal Kenneth Cook, reportero y guionista ocasional. Publicada elegantemente por Seix Barral (con una portada demasiado blanca, que remite al afiche de la cinta homónima que le dio nueva vida), el libro estaba en La Casa del Libro de Gijón gracias a esas “operaciones rescate” que, seguro, se fraguó en una Feria de Frankfurt para aprovechar la reaparición (sin demasiado éxito, finalmente) de la cinta de culto.

    A veces uno tiene tantos objetos de culto que se deja seducir por la novedad y la erótica de lo nuevo.

    El otro día leí la novela.

    Pánico al amanecer me la recomendó, recuerdo, un cinéfilo español con cejas espesas.

    –Tienes que ver la película, tío. La exhibieron el año pasado. ¿La conoces?

    –No.

    Wake in Fright, aunque la estrenaron mundialmente sin éxito y mutilada con el mal título de Outback. Debes ver la cinta: es un western moderno maldito, un descenso al infierno, la mejor y peor cinta australiana de la historia. Mejor que Mad Max.

    –¿Y para qué leer el libro? ¿Quién es Kenneth Cook?

    –Es mejor leerlo después de verla. Pero si no puedes verla, léelo. ¿Acaso no te gusta hacer eso?

    –¿Hacer qué?

    –Leer el libro primero. O leerlo después. Amo leer los libros trash en que se basaron películas geniales. Por eso amo a Stephen King. ¿Has leído De entre los muertos? Tiene y no tiene nada que ver con Vértigo. Perro blanco de Romain Gary es muy inferior a White Dog de Samuel Fuller, y eso que White Dog fue un fracaso, aunque al final es una obra maestra. ¿Qué crees?

    –Me encanta White Dog, pero su principal gracia es que fue un fracaso y que los productores se asustaron por el tema racial y no quisieron estrenarla.

    –Puede ser. Wake in Fright fracasó porque no la dejaron volar. En Cannes fue aplaudida de pie. Yo no podía creerlo. El libro está bien, pero la cinta es una obra maestra de la explotación, una cinta B clase A; joder, es una puta maravilla cutre que exalta los bajos instintos. Vela y lee la novela después: es como acceder al guión. Te va a molar. Cook narraba con imágenes. La adaptación es casi perfecta, pero en la cinta es más audaz y al tipo al final se lo violan; a mí me pareció mucho más gay la película que se hace realmente cargo del homoerotismo y el pánico de una polla al amanecer. ¿De verdad no la has visto? Scorsese casi eyacula cuando la vio en Cannes en 1971. La película fue tan celebrada afuera, que en Australia obviamente la odiaron y fracasó en la taquilla y luego la sabotearon y se perdió y…

    “Si una novela no es su tema ni su trama, sino el mundo que muestra y el lenguaje con que lo logra, entonces Pánico al amanecer es una pequeña gran obra acerca de un profesor idealista y reprimido sexualmente, que se encuentra con todo lo que temía
    y deseaba”.

    “La basura nos ha abierto el apetito por el arte”, escribió alguna vez la crítica de cine Pauline Kael y tiene algo de razón. Decidí comprar el libro (traducido, claro; espero acceder algún día a una edición de bolsillo en inglés para leer frases como esta: “estaba tumbado en una camilla, su ropa empapada en sudor y la sed raspando hasta dejarle surcos en la garganta”), pero antes descargué la adaptación cinematográfica que le dio fama al libro.

    Sí, sucede así. Muchas veces así son las cosas.

    Personalmente no me parece mal.

    A veces leo la novela después que la película.

    Soy un lector de fines del siglo pasado y ahora estoy en el XXI.

    Muchas cintas insulsas se inspiran en novelas cumbres o populares o muy vendidas. Una película, por mala que resulte, de alguna manera es una validación del libro: implica que puede saltar de su gueto intelectual y llegar a más personas. A veces no sucede nada y el libro sobrevive al bochorno o se deshace con el filme, pero la mayor parte de las veces la novela adaptada gana. Sobre todo si la cinta se vuelve clásica o de culto o popular. Todas las novelas adaptadas por Kubrick y Hitchcock terminaron ganando espesor, incluso aquellas de autores de primera, como Patricia Highsmith. Tiburón de Spielberg es lo que permite que Tiburón de Peter Benchley (basura pura, un divertimento literario) se reedite cada tanto; Richard Yates terminó por resucitar con la adaptación de Vía Revolucionaria. Toda la novela negra pasó a ser literatura respetada luego de convertirse en filme noir. Antes de tener prestigio, simplemente vendían.

    Fueron sus inspiradas y semejantes adaptaciones al cine las que le dieron una poética. El cine, directores creativos con bajo presupuesto y el apoyo de Cahiers du Cinema convirtió a muchos escritores de segunda –escribidores– en consagrados. Hammett y Chandler y Thompson, por ejemplo. Tarantino mitificó toda esa literatura de segunda, escandalosa y exagerada, con Pulp Fiction, su homenaje a los libros de bolsillo que se vendían en las fuentes de soda y tiendas de cómics; con Jackie Brown adaptó y legitimó a Elmore Leonard.

    También está, por cierto y para qué negarlo, el factor basura (al parecer el concepto placer culpable, que por años usé de manera majadera, ya no existe: hoy a pocos les da culpa el placer y menos aún el que está ligado al consumo de obras creativas). Una película y un libro no se juzgan por su tema o sus intenciones, sino por su resultado y por su capacidad de producir placer y transportarte.  Pánico al amanecer, de Kenneth Cook, en su traducción al español, intenta blanquear una novela que debería tener una presentación más básica. Aun así funciona. La leí después de ver la versión cinematográfica (restaurada y reestrenada en circuitos festivaleros el 2011) y lo cierto es que es una cinta impactante, insólita, sudada, ardiente, asquerosa, violenta e inolvidable. Dirigida con inspiración por el canadiense Ted Kotcheff (que luego hizo Rambo y se extravió) y con actores ingleses y americanos (Donald Pleasence, de tantas cintas de terror), esta cinta australiana contó con recursos para, básicamente, poner en escena lo peor y lo más oscuro de la identidad australiana: los hombres que viven en el desierto, los pueblos mineros, la adicción a la cerveza, la exaltación de la camaradería. Filmada en un territorio y una ciudad desérticos que deja a Calama como Florencia, tanto la cinta como el libro poco tienen que ver con el romanticismo nostálgico de Hernán Rivera Letelier y su mundo salitrero, y sí con el planeta que habitó Sam Peckinpah. Wake in Fright es cine crudo, polvoroso, casi porno, violento, que no pestañea y no teme asustar y hasta asquear a su público.

    La magra pero tensa novela es inferior a la película, donde todo es una orgía entre hombres sudados apostando al cara-y-sello o degollando canguros o tomando bajo el sol hasta caer. La cinta es basura de primera y te lleva a un viaje que no deseas emprender. La novela hace algo parecido y nunca intenta ser más de lo que es. Si una novela no es su tema ni su trama, sino el mundo que muestra y el lenguaje con que lo logra, entonces Pánico al amanecer es una pequeña gran obra acerca de Grant, un joven profesor idealista y pedante y acaso arribista y reprimido sexualmente, que se encuentra con todo lo que temía y deseaba.

    “Aún desnudo se acercó a la ventana y, sin prestar atención, recorrió con la vista el feo patio trasero del hotel y las vallas de la parte posterior de los comercios vecinos. No hacía mucho que había amanecido y el calor asfixiante de la noche ya había dado paso al resplandor del sol, más severo y abrasador. Grant se dio la vuelta y apoyó la espalda contra la pared de madera empapelada, intentando extraer algún resto de frescor. Cogió el jarro de la mesa, se echó un poco de agua por la cabeza y dejó que chorrease tibia por su cuerpo”.

    “Agotar ediciones o quedarse colgado en la lista de los más vendidos o ser el blockbuster del verano ya no despierta el deseo. A lo más, indica las pulsaciones de la masa. Puede haber algo esnob en esto, pero también implica un gesto de libertad”.

    No es la historia de un tropiezo; es la saga de un débil. La sangre tibia, los fluidos, la cerveza, la sangre pegajosa de los animales… todo es parte de la imaginería líquida en medio de este desierto seco y traidor. La película tiene algo de Cruising y El club de la pelea (ambas muy posteriores), más un poco de Tráiganme la cabeza de Alfredo García (estrenada tres años después), y aprovecha la belleza rubia y civilizada del británico Gary Bond al rodearlo de decenas y decenas de tipos rudos, sucios y sudados bajo un sol implacable.

    “No había iluminación alguna en la callejuela y los edificios a los lados proyectaban toda una zona de sombras que se elevaban un palmo por encima de la cabeza, de modo que todo estaba sumido en la más absoluta oscuridad. Grant notó, sin embargo, la presencia de varias figuras en la penumbra. Una veintena de hombres repartidos a lo largo del callejón hablaban en voz baja. La luz anaranjada de los cigarrillos se encendía y poco después se desvanecía cuando alguien fumaba. Cada cierto rato relampagueaba el resplandor amarillo de una cerilla”, describe Cook el exterior de los bares colmados de mineros dispuestos a cualquier cosa con tal de olvidar que están ahí.

    El libro (¿algo de El extranjero?) enfrenta la civilización con el mundo bestial; lo que parte como un desliz (un profesor que enseña en una escuelita perdida desea volver lo antes posible a Sydney) y un mal cálculo (tomar demasiado, apostar, aceptar la gentileza de los extraños) se torna no tanto un descenso al infierno como un viaje al verdadero interior oscuro del guapo profesor que anda siempre de blanco. ¿Quién humilla a quién? ¿De quién es la culpa cuando alguien cae tan bajo?

    La novela parte como la película:  “Tiboonda posee una estación de tren (una plataforma de madera, en rigor) y estatus de pueblo, pero no es ni eso. Posee dos construcciones escuálidas: un hotel/taberna y una escuela que es solo una aula donde los alumnos van desde los ocho hasta los diecisiete años. La época es fines de los 60, pero esto es el Far West. “En los pueblos del Oeste no abundan las comodidades de la civilización… pero hay un sólido principio del progreso que mantiene a la gente a salvo de la locura y que se encuentra arraigado a miles de kilómetros al Este y al Norte, al Sur y al Oeste del Dead Heart: dondequiera que vayas, la cerveza siempre está fría”, escribe Cook sin buscar metáforas o adornar su prosa. Pánico al amanecer sería entonces una novela del oeste profundo pero no del imaginario americano al que estamos acostumbrados sino al temido oeste de Australia y de una época que hoy parece tan lejana como el siglo XIX: los años 60.

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    El título es pulp y sale de una antigua maldición:  Que sueñes con el diablo y sientas pánico al amanecer y anuncia todo lo que se leerá después. Aunque más que un sueño lo que Cook propone es que bailes con el diablo y hasta ingreses un rato a tu propio infierno. “Por alguna razón la tristeza de la llanura en medio de la noche era mucho más perceptible desde el interior de un tren en movimiento”. Cook mezcla el cine negro con la novela negra y le agrega un ingrediente nuevo que ahora es tildado como rural noir (el campo o el desierto o el pantano como un sitio más peligroso que el barrio malo de una ciudad grande; ver primera temporada de True Detective de HBO). Que afuera haga calor, entonces, no es casualidad; es un anuncio (“en invierno añorabas el verano y en verano añorabas el invierno; aunque en realidad, lo que más añorabas era estar a miles de kilómetros de allí”). La ciudad minera de Yabba es una suerte de Las Vegas sin las coristas ni los neones: “Grant intentó recordar el número de cervezas que acababa de beberse, pero no le quedó claro. Hablar de ‘fresco’ para referirse al aire de la calle era cuando menos una inexactitud, aunque se podía notar cierta diferencia con el aire que había en el bar y Grant acusó recibo”.

    Una manera de leer la dupla novela/película (¿se pueden separar si el libro ahora tiene vida gracias a la película?) es sentenciarla como un filme machista desde su principio hasta su fin. Es, creo, la historia de la búsqueda y control de la masculinidad como forma de identidad. ¿Un hombre que la pierde sigue siendo macho? ¿Hay otra forma de entablar lazos con tipos no educados sino recurriendo a los ritos del macho? Todos los actos que se llevan a cabo parecen regidos por la premisa “¿eres o no eres lo suficientemente hombre como para hacerlo?”. ¿Pero qué sucede si te violan aquellos que te invitan a sus casas y a beber y a cazar canguros por deporte?

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    El fin de semana perdido en Yabba, la única ciudad pequeña del desierto, a donde llega Grant con la idea de tomar un avión al día siguiente y del cual no puede salir sino quizás en un ataúd, ¿fue mala suerte o es el tipo de sitios oscuros a donde acuden aquellos que se jactan de estar iluminados?

    Pánico al amanecer no es alta literatura ni es gran basura; es algo más: es de esas obras menores que provocan lo que pocas obras mayores logran: desgarra, aterra, cautiva, asquea y fascina. Y sigue pareciendo urgente, viril y palpitante, y eso que fue escrita hace un rato y directamente en ese desierto maldito.

  402. Marginalia

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    Estos son apuntes o anotaciones al voleo sobre la visita de Mario Vargas Llosa a Chile, instancia en que recibió el grado de Doctor Honoris Causa de la Universidad Diego Portales y presentó su última novela, Cinco esquinas. Las historias y los dichos expresados funcionan, para el autor de este texto, como destilados de literatura: momentos en que se aplaca el ruido mediático y aparecen los bordes imperfectos, la puntuación fantasma que es la respiración perpetua de un novelista.

    por álvaro bisama

    Aún sigo pensando en varias cosas que Mario Vargas Llosa dijo en abril pasado, cuando visitó la UDP. Me tocó conversar con él en las dos ocasiones en que visitó la Facultad de Comunicación y Letras para dialogar con estudiantes y profesores de la Escuela de Literatura Creativa. No estuve solo en esos encuentros. Arturo Fontaine me acompañó en ambos, y en el segundo participó también Cecilia García Huidobro, decana de la facultad. Anoto esto por el contexto: Vargas Llosa lleva décadas en el ojo público y aunque no hay casi nada nuevo que decir sobre ese hecho (fue miembro del boom, escribió varias obras capitales de la literatura latinoamericana, viró políticamente de la izquierda al liberalismo, fue candidato presidencial y perdió con Fujimori; ganó el Premio Nobel, es un comentarista insomne de los cambios culturales de Occidente), esta vez venía rodeado de un aura mediática inesperada. Este ruido incluía los últimos coletazos de la separación de su esposa peruana (Patricia Llosa), las apariciones con su nueva novia (Isabel Preysler) en las revistas del corazón españolas, los ecos de la celebración de su cumpleaños número 80 y una campaña presidencial peruana donde Keiko Fujimori se alzaba como favorita en las encuestas. Que Cinco esquinas, su última novela, trabajase una ecuación entre la prensa amarilla, las redes de Vladimiro Montesinos y la alegre vida sexual de la clase alta peruana, solo aumentaba el volumen como una caja de resonancias que hacía todo más ensordecedor.

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    Todo lo anterior era demasiado; pero Vargas Llosa habló de literatura, y con eso dejó por un rato afuera el murmullo que lo rodeaba, mientras abordaba los contornos del oficio de escribir novelas pero también el acto de leerlas. Con eso, se ocupó también del sentido de la literatura y cómo esto se cruzó con su propia biografía. Ante las preguntas, Vargas Llosa respondió de modo casi infatigable. Sus respuestas eran largas, al modo de pequeñas miniconferencias que poseían una claridad envidiable. En ellas podría haberse referido a la literatura como una picaresca, pero prefirió abordarla al modo de una novela de aprendizaje definida a salto de mata entre la vida y los libros. Volvió a los temas de La verdad de las mentiras, La orgía perpetua o Cartas a un joven novelista, asuntos como la influencia y el lugar que habían tenido Flaubert y Sartre en su formación (Sartre había sido la matriz de sus lecturas mientras estudiaba en Perú, Flaubert había sido el descubrimiento de Europa), el lugar de la novela en relación a la didáctica política y cómo eran las verdaderas condiciones materiales de un escritor latinoamericano en la década del 50. Era el mapa que lo definía como lector crítico, las claves de la formación del intelectual latinoamericano formado desde la década del 50 en adelante, a partir de urgencias y distancias, de lecturas saltadas, de libros olvidados, de acercamientos y rechazos.

    Pero es ahí donde se coló lo inesperado. O lo que yo creo que era inesperado, algo que excedía la precisión y la profundidad de esas respuestas. Las confesiones escamoteadas de un autor sobre cómo se relacionaba con su oficio, aquella escenificación privada de una literatura que parece atrapada por su misma presencia pública. Se trata de detalles, de fragmentos de ideas, de anécdotas, soluciones parciales y privadas a problemas de su propia escritura. Anoto algunas al azar.

    a) Vargas Llosa escribe a mano. b) Vargas Llosa dice no volver a leer sus novelas ya publicadas. c) Vargas Llosa dice que el proceso de una novela funciona así: lo pasa mal en un primer momento y luego empieza a divertirse. d) Vargas Llosa recuerda un relato de Isak Dinesen llamado “El mono”. El cuento es inquietante, un clásico perdido. Vargas Llosa lo describe en detalle. Su memoria es prodigiosa. Narra lo que sucede hasta que llega el clímax. No espoilea. Deja el final abierto. La audiencia queda en el aire: hay una muchacha, un mono y una monja. e) Vargas Llosa cuenta la trastienda de Conversación en la Catedral. Dice que avanzaba sin destino, que solo escribía escenas sueltas. Entonces recuerda que le pasó lo que le sucede a Zavalita al comienzo de la novela: debe ir a rescatar a su perro de un canil municipal. Recuerda entrar en la perrera y atravesar pasillos compuestos por jaulas. En cada una de esas jaulas, un perro ladraba. El pasillo estaba hecho de esos ladridos. f) Vargas Llosa recuerda que no había rabia ahí sino un deseo desesperado por llamar la atención. Cada uno de los perros ladraba para que lo vieran, para que alguien lo recogiera y lo sacara de ahí. Vargas Llosa dice que su perro se llamaba Batuco. g) Vargas Llosa dice que conoció a Mayta. Que la realidad supera su novela. Mayta había sido un revolucionario y terminó administrando un quiosco en una cárcel. Una noche conoció a Mayta. Hablaron. Luego no se vieron más. Mayta desapareció. h) Vargas Llosa dice haber reído mientras escribía Pantaleón y las visitadoras. i) Vargas Llosa dice que murieron 100 personas que trabajaron en su equipo de campaña. Lo dice ante la pregunta sobre cómo era compatibilizar la vida política con la escritura. Vargas Llosa dice que leía y escribía casi a escondidas. Vargas Llosa dice que cada mañana se levantaba y preguntaba: ¿a cuántos colaboradores mataron hoy?foto_destacada

    Esta lista que acabo de anotar es la marginalia de lo que se dijo. Quizás no tenga importancia en el recuento de su visita. O quizás sí. Son puros detalles que solo pueden tener sentido porque fueron dichos casi al pasar, si bien para mí adquieren valor en la medida en que suponen el oficio de la novela como algo que existe en tensión con su tiempo, pero también con las señales privadas que este decreta. Esas señales apenas son discernibles pero justamente decretan cierta precariedad, cierta sorpresa al modo de consignas secretas o de anécdotas olvidadas. Quizás  esos detalles despejan lo que el ruido mediático entierra, una cocina de la escritura que funciona en la medida en que hace aparecer los bordes imperfectos, la puntuación fantasma que es la respiración perpetua de un novelista.

  403. Mistral y Pessoa: apelar a los sentidos

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    Invitado por el Instituto Cervantes de Lisboa, el novelista chileno escribió este texto que alumbra la manera en que Fernando Pessoa y Gabriela Mistral indagaron en lo material: el fuego, la ceniza, la niebla y la espiral se convierten en una forma de afinar nuestros sentidos, frecuentemente aletargados por el tráfago cotidiano. Hablar de las cosas es, a fin de cuentas, otra forma de hablar de lo humano.

    por arturo fontaine

    Gabriela Mistral llegó a Lisboa, donde vivió dos años, cuando Fernando Pessoa se acercaba a su muerte. No hay vínculo alguno entre ellos, ni en el plano personal ni en sus obras. Sin embargo, quisiera asomarme  a cómo se muestran las cosas en estos dos poetas tan disímiles. Más que escribir sobre Mistral y Pessoa me gustaría, simplemente, copiar algunas líneas de Mistral y de Pessoa. Porque entonces ellos mismos dirían lo que yo ante ellos, no puedo sino mal decir. He preferido, en ambos casos, evitar sus versos y quedarme solo con sus prosas.

    Es común atribuir a Pablo Neruda la vocación por las cosas. Sus cantos  materiales son obras geniales en las que el poeta intenta penetrar en la sustancia material, en su temporalidad, en su confuso abrazo de vida y muerte. Su “Entrada a la madera” es, en ese sentido, un poema paradigmático. Pero a su modo, Mistral comparte con Neruda esa misma preocupación. “Esto que pasa y se queda,/ Esto es el aire, esto es el aire”, anota en el poema “El aire”, publicado en Ternura (1924). Y en Tala (1938) hay una sección llamada “Materias”, con poemas sobre el pan, la sal, el agua, el aire.

    Pero quiero comentar sus prosas. Entre ellas está su “Elogios de las materias”, que publicó de tanto en tanto en El Mercurio entre 1926 y 1941. Los leo en la edición de Jaime Quezada, Gabriela Mistral: poesía y prosa, que editó la Biblioteca Ayacucho en 1993. Surge en ellos la harina, el fuego, el cristal, la ceniza, la arena, el agua, las piedras, la sal… La intención siempre parece ser hacernos experimentar la materialidad de estas materias como si fuera la primera vez. Mistral intuye –como escritora– que el tráfago cotidiano nos distrae y aleja de la presencia real de las cosas. Su escritura quiere destapar nuestros oídos, abrirnos los ojos y afinar la vista, sensibilizar nuestro tacto, nuestro olfato y nuestro gusto, aletargados por la costumbre y la falta de atención.

    Así, por ejemplo, dirá:

    “El agua es ágil y no lleva memoria consigo”.

    “El cristal sin venas para sangre”.

    “El fuego de ajorcas rápidas con que baila el bosque y que le acicatea los talones. Tigre de salto rápido”.

    “La harina suave, que resbala con más silencio que el agua y puede caer sobre un niño desnudo y no lo despierta”.

    “El aceite más pausado que la lágrima y también más que la sangre”.

    Son afirmaciones rotundas y frescas, audaces e inteligentes. Mistral lanza definiciones hechas de imágenes certeras y tajantes, valientes y originales. Cada una forma parte de todo un tejido de imágenes, alusiones y reflexiones que suscitan las diversas cosas mencionadas.

    Veamos, con más detalle, qué dice de la ceniza: “La ceniza es ligera y callada… La gris, ayuna de toda voz en su pequeña derrota; con callada muerte de pobre… La ceniza que cubrió la brasa penúltima un poco como mujer, guardándole el tizón rosado… La ceniza clara, que deja la leña tierna, felpa de cariño… La ceniza… tibia como un pájaro que acaba de morir”.

    Mistral pone en juego una pluralidad de sentidos para darnos la sensación de la ceniza. Está el oído: la ceniza es “callada”, “ayuna de voz”. Está la vista: la ceniza es “gris”, “clara”. Está el tacto: es “ligera”, “felpa” y “tibia”.

    Su existencia humilde es una “pequeña derrota”, como una “callada muerte de pobre”. Y, sin embargo, sabe ser una mujer que guarda en sí el “tizón rosado” y ardiente del hombre. La ceniza, entonces, evoca el origen de la vida. Y, sin embargo, es un “copo liviano” que recubre “la carne tendida” y aleja de ella “el feo moscardón de la muerte”. Entonces, pese a su humildad, la ceniza salva a la carne del gusano.

    Para Mistral la experiencia real de la ceniza es obra, en primer lugar, de los sentidos, pero también de la imaginación, de la memoria, de la inteligencia. La ceniza es una cosa inerte y material, pero al hacerse presente está  en el  interior de la vida. Y lo mismo ocurre con las demás “materias”. Hablar de las cosas será siempre hablar de lo humano.

    Vamos ahora a las “cosas de nada” de que habla Pessoa en el Libro del desasosiego, según la traducción de Ángel Crespo que publicó Seix Barral. Cuando Pessoa construye la presencia de algo nos pone delante primero un personaje que es autor y, luego, este hace aparecer una materialidad exacta que, a la vez, sugiere un misterio. A menudo hace todavía más: crea una atmósfera, un estado de ánimo. Y, agrega algo a veces más de algo de humor.

    Va un ejemplo: “La belleza de un cuerpo desnudo solo la sienten las razas vestidas”.

    Otro: “El calor, como una ropa invisible, dan ganas de quitárselo”.

    Otro: “El silencio que sale del ruido de la lluvia”.

    Otro: “Me gustaría estar en el campo para que me pudiera gustar la ciudad”.

    Otro: “¿Niebla o humo? ¿Subía de la tierra o bajaba del cielo? No se sabía: era más como una enfermedad del aire que una bajada o una emanación. A veces, parecía más una enfermedad de los ojos que una realidad de la naturaleza”. Y más adelante: “Se diría, de verdad, que una niebla fría a los ojos era caliente al tacto”.

    Quisiera detenerme en el parágrafo 472 del Libro del desasosiego, donde se lee: “Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden, con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos”.

    “Para Mistral y Pessoa, las cosas están escondidas,  tapadas bajo un lenguaje gastado que no permite sentirlas. La tarea del escritor será sacudir ese lenguaje muerto y encontrar palabras que despierten nuestra sensibilidad”.

    Esta primera definición no es verbal, renuncia a la palabra, es decir, a la “literatura” en beneficio del gesto. Aunque, claro, el término que usa Bernardo Soares, el personaje de Pessoa que trabaja en una oficina de la Calle de los  Doradores, es “literatura”. El gesto hecho con la mano se hace, dice, “sin literatura”. Soares es un escritor y quiere mostrar de lo que es capaz la literatura. En este parágrafo 472, Pessoa quiere mostrar cómo concibe la literatura, su estética. Antes de proponer su primera definición nos plantea que “decir es renovar”. Soares plantea que escribir es cambiar, que mostrar es dar con una manera nueva de decir y solo gracias a ese decir renovado aparecerá la cosa. El escritor ha de encontrar una manera distinta de decir, y que no resulte afectada. Pues, conviene tomarse en serio el consejo que Don Quijote da al muchacho que relata las aventuras que suceden en el teatro de títeres de Maese Pedro: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”. Es Don Quijote en uno de esos momentos de lucidez que suelen anteceder a sus desvaríos.

    Investigar con la imaginación

    Para Mistral y para Pessoa las cosas están escondidas, están tapadas bajo un lenguaje gastado que no permite sentirlas. La tarea del escritor será sacudir ese lenguaje muerto y encontrar palabras que despierten nuestra sensibilidad y nos pongan delante de las cosas mismas. Por eso, después de proponer su definición, Bernardo Soares dirá: “Toda la literatura consiste en un esfuerzo por tornar real a la vida”. Es decir, pasamos por encima de las cosas y acontecimientos sin vivirlos realmente, vivimos sin vivir. “Son intransmisibles todas las impresiones salvo si las convertimos en literarias”, agrega. La literatura, entonces, nos abre a la experiencia de las personas y las cosas hace real la vida y permite transmitir esa vida y sus impresiones. Esta es la vocación y, quizás, la utopía de todo escritor.

    Soares intentará mostrar esta concepción de la literatura con un ejemplo. No se trata en rigor de una cosa sino de un concepto: la espiral. Es cierto que reconocemos la espiral en ciertas escaleras y muelles o en la forma de la concha de ciertos caracoles. No obstante, siempre estamos, como dice Soares, ante “una figura abstracta”.

    La primera definición que propone de una espiral dice: “Es un círculo que sube sin conseguir cerrarse nunca”.

    A mi juicio, es una definición nueva y perfecta. Pero el escritor cree posible perfeccionarla “lo diré mejor”, dice y propone una segunda: “Una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin conseguir realizarse nunca”.

    En ambas definiciones está el círculo que sube sin conseguir cerrarse. Lo propio del círculo es que se cierra sobre sí mismo. La espiral, en ese sentido, representa el fracaso de la línea que quiere ser círculo, su esfuerzo imposible. Pero, en rigor, una línea que avanza y avanza y jamás se encuentra a sí misma, no llega a ser un círculo. Por eso en la segunda definición se nos dice que estamos ante un “círculo virtual”.  Y este círculo virtual se desdobla y sube y sube sin dejar de ser nunca nada más que una tentativa de círculo, la mera posibilidad de un círculo que nunca llega a ser tal.

    Lo que vemos es una línea que ondula moviéndose en busca de su origen y que al llegar al punto de encuentro descubre que está un poco más allá de él –llamémoslo “punto de desencuentro”– y entonces insiste girando y girando y cuando regresa al punto de origen, de nuevo está un poco más allá no solo del punto de origen sino que incluso del punto de desencuentro anterior, y así sucesivamente. Para nuestra línea, la búsqueda del origen es una empresa inalcanzable y, a la vez, un destino inexorable. La espiral es la huella de ese recorrido incesante, infinito y no obstante presente, de algún modo, en ciertas cosas finitas y concretísimas, como la concha de un caracol.

    Ambas definiciones suponen que la noción de círculo esté clara. Sin embargo, el círculo es también una figura abstracta. Reconocemos la figura de la esfera en una pelota o una naranja. Y la figura del círculo en la cara plana de una naranja perfectamente partida en dos. O en la luna llena. Pero, como sabemos, ni la línea ni el círculo se dan en la naturaleza material, salvo como aproximaciones. En la naturaleza la línea más delgada tiene ancho y, por tanto, superficie y, por tanto, no es una línea. El círculo más plano tiene volumen, con lo que deja de ser un círculo. Estas figuras son abstractas porque son conceptos. Por eso el escritor dice: “Pero no, la definición es todavía abstracta”.

    Se propone, entonces, buscar “lo concreto” en la idea de que así “todo será visto”. Su propósito es hacer visible un concepto. Mostrar la presencia manifiesta de la espiral en una cosa.  No recurre Soares a la concha del caracol ni a escaleras de caracol. Tampoco a ciertos muelles. Su tercera y última definición dice así: “Una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa”.

    Es una descripción fantástica, asombrosa. Es desconcertante y es exacta. Dan ganas de no comentarla en absoluto. Pero aún corriendo el peligro de enturbiarla, conviene analizar su poder como imagen.

    Está construida sobre la base de dos negaciones. Y para entenderlas vemos  algo positivo que será negado. Y eso positivo es una imagen concreta. Pessoa nos la da y nos la quita.

    Hay, como ocurre sobre todo en el Pessoa de Álvaro Caeiro y de Bernardo Soares, cierta ironía. Él mismo corroe con su humor lo que afirma.  Hilvana para luego ir deshilvanando lo hilvanado. Lo concreto que prometió al fin no era tan concreto, lo visible no era tan visible. Pero es que se trata de hacer ver una figura geométrica que no es visible a pesar de que en ciertas cosas “se manifiesta a los ojos”.

    La imagen concreta es la de una serpiente enroscada en un tronco vertical. El cuerpo de esa serpiente encarna la figura de la espiral. Esto lo vemos. Es una imagen nítida. La forma del cuerpo de la serpiente es la línea que no es línea y se enrosca en busca de su punto de origen. Y que no es una línea lo sabemos bien: el cuerpo de la serpiente tiene volumen. Pero entonces la imagen clara y distinta de la serpiente enroscada en un palo requiere enmienda. Tenemos que ver en esa serpiente la espiral y, a la vez, no verla. Porque esa serpiente hecha espiral es y no es una espiral. Y ese tronco en torno al cual se enrosca es y no es un eje, una línea recta y vertical. Por eso Pessoa nos muestra la imagen y luego la esconde. Por eso la serpiente que no es serpiente se enrolla, pero en nada.

    Su imagen final es una imagen no imaginable, una tentativa imposible, como la de la línea que en la espiral sin cesar intenta encontrar su origen sin lograrlo nunca, y sin poder jamás dejar de acercarse a él. Es una tentativa imposible e inevitable como la de la literatura en su “esfuerzo por tornar real a la vida”.

    “Investigo con la imaginación”, dice Soares. ¿No será eso y solo eso lo que hace la literatura? En cualquier caso, lo trató de hacer Pessoa. Porque el tema de Soares mientras escribe en la oficina del cuarto piso de Calle de los Doradores, no es tanto lo que es el escritor para el escritor nada hay del Retrato del artista adolescente sino, más bien, lo que es la literatura para los lectores. “En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi biografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si nada digo en ellas, es que no tengo nada que decir”. Y en otro lugar agrega: “La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e inseguro… Y dejo de escribir porque dejo de escribir”.

    El Libro del desasosiego no se cierra con un mero sosiego, sino con “un sosiego, casi, del cansancio del desasosiego”. Este sosiego inquieto es inseparable de una cierta renuncia. “Ya que no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no poder extraer belleza de la vida”. Quizás la renuncia es lo que tengan en común todos los diversos personajes que escriben los libros de Pessoa (Caeiro, Reis, Campos, Soares). “Vivir es ser otro… Soy yo otra vez, tal cual no soy”, dice Soares.  ¿En qué se diferencia esa renuncia de la rendición?  Se ha intentado decir, por ejemplo, lo que es una espiral. Y se ha escrito lo suficiente –cada intento agregando algo en un in crescendo– como para que se pueda presentir lo mucho que no se pudo decir, como para que se sienta que lo más importante que queríamos decir nunca fuimos capaces de decirlo.

    Leamos de nuevo, entonces, este parágrafo magistral en el que está concentrada, intuyo, toda la estética de Fernando Pessoa: “Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden, con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos. Pero, siempre que nos acordemos de que decir es renovar, definiremos sin dificultad una espiral: es un círculo que sube sin conseguir cerrarse nunca. La mayoría de la gente, lo sé bien, no osaría definir así, porque supone que definir es decir lo que los demás quieren que se diga, que no lo que es preciso decir para definir. Lo diré mejor: una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin realizarse nunca. Pero no, la definición es todavía abstracta. Buscaré lo concreto, y todo será visto: una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa”.

  404. Francisco Rico, dentro y fuera de los libros

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    Famoso mayormente por su edición crítica del Quijote, es también conocido como un personaje novelesco. Aquí habla de su trabajo en torno a Cervantes –que celebra el IV centenario de su muerte este año– y Petrarca, y se refiere a la leyenda que se ha tejido en torno suyo tanto en la ficción como en la realidad.

    por patricio tapia

    Una parte al menos del interés de Todas las almas (1989), la novela oxoniense de Javier Marías, estribó en los ambiguos lazos y posibles reflejos entre la realidad y la ficción. Su protagonista y narrador se parecía al autor, un profesor español en la Universidad de Oxford, como lo fue alguna vez Marías, y no fueron pocos quienes se sintieron retratados, se ofendieron al no reconocerse o incluso se inventaron parecidos con los personajes. De todo esto dio cuenta el propio Marías en Negra espalda del tiempo (1998), una “falsa novela” o una memoria ficticia sobre las consecuencias de esa novela anterior, libros que, unidos, ayudaron a configurar la mitología “mariana”, monarquía del reino de Redonda incluida.

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    En Todas las almas aparecía como personaje incidental otro profesor español, un señor apellidado Del Diestro, “el mayor y más joven experto mundial en Cervantes según él mismo”, hombre tan docto como arrogante y fatuo. Cuenta Marías en Negra espalda del tiempo, que conversando por teléfono con su amigo, el renombrado profesor Francisco Rico, al mencionarle que estaba escribiendo una novela que llegaría a ser Corazón tan blanco, Rico le preguntó: “¿Salgo yo?”. Al parecer él, como otros, pensaba que Del Diestro era un trasunto literario suyo, aunque según Marías era solo una inspiración parcial. El novelista entonces le ofrece al académico inmortalizarlo, con otro nombre, en esa novela en que estaba trabajando. Rico se lo piensa, cuenta que ha aparecido en otras novelas (Marías sabe que es una escrita por una mujer, una de amor y despecho), pero comienza a hacer exigencias, entre otras, la de aparecer con su nombre. Marías no accede; y, efectivamente, en Corazón tan blanco (1992) figura alguien parecido a Del Diestro, pero como “profesor Villalobos”, experto ahora en pintura. De ahí en adelante, sin embargo, el “profesor Rico” –vanidoso, altanero, levemente atrabiliario y no tan levemente coqueto– es una presencia recurrente en las siguientes novelas de Marías: Tu rostro mañana (2002-2007), Los enamoramientos (2011) y Así empieza lo malo (2014).

    A todo esto, hay quienes afirman que en la novela de campus El vientre de la ballena (1997), de Javier Cercas, ciertos profesores que aparecen, si bien no con sus nombres, están basados en algunos maestros del autor: Alberto Blecua, Sergio Beser y, cómo no, Francisco Rico.

    Textos y contextos

    Ser personaje novelesco (o su inspiración) es solo una de las dimensiones de Francisco Rico. Nacido en Barcelona en 1942, Rico es un profesor de trayectoria legendaria y amplio anecdotario: desde su precocidad académica hasta sus rigores y exigencias. Catedrático, ahora emérito, en la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro, entre otras tantas, de la Real Academia Española, es un filólogo e historiador de la literatura de prestigio internacional, entre otras cosas por sus estudios sobre Petrarca, la novela picaresca o el humanismo en España. Libros importantes, en este sentido, son La novela picaresca y el punto de vista (1970) y Vida u obra de Petrarca. I: Lectura del “Secretum” (1974). Es también un pesquisador de géneros mínimos y erudiciones varias, algunas de ellas recopiladas en libros como Primera cuarentena y tratado general de literatura (1982) y Texto y contextos (1990), aunque es posible que algunas no le sean atribuidas porque en ciertas ediciones de textos latinos, como Carmina Burana o prosas de Petrarca, figura con el seudónimo de Carlos Yarza.

    Por otro lado, ha desarrollado una amplia labor en la fijación de textos clásicos españoles. Además de su edición de El Lazarillo de Tormes, suya es la edición considerada de referencia absoluta de Don Quijote de la Mancha, la última y más completa, con una inmensa cantidad de materiales reunidos (notas, bibliografía y ensayos complementarios) está editada en dos volúmenes de la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española (hay una versión de bolsillo, con mínimas notas, en Alfaguara).

    Si no es el mayor y más joven experto mundial en Cervantes, está cerca. Sus aportaciones a la crítica textual considerando la bibliografía material, es decir, teniendo muy en cuenta las diferencias entre las tradiciones manuscrita e impresa de un libro, se han manifestado mayormente en esta edición del Quijote. Algunos aspectos pueden verse en los artículos recogidos en Tiempos del “Quijote”, por ejemplo, sobre los percances en la transmisión del libro en relación al asno de Sancho (que aparece y desaparece, en las primeras ediciones). También, comentando una edición del siglo XIX del libro de Cervantes (la de Hartzenbusch), señalaba los requisitos básicos de un editor: la esmerada crítica de las fuentes, la perpetua desconfianza y la tenaz voluntad de entender el texto.

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    El profesor Rico es “una gran eminencia, un primer espada, y muy severo”; “es muy temido, muy impertinente, muy cáustico”, señala un personaje de Tu rostro mañana, de Marías. El narrador del mismo libro lo describe así: “Un hombre calvo que curiosa y audazmente no se comportaba como calvo, con mirada displicente o incluso hastiada”.  Por su parte, en Los enamoramientos es visto de esta forma: “La cara del Profesor Rico la conocía bien, ha salido numerosas veces en la televisión y en la prensa, con su boca muelle, su calva limpia y muy bien llevada, sus gafas un poco grandes, su elegancia negligente –algo inglesa, algo italiana–, su tono desdeñoso y su actitud entre indolente y mordaz, quizá una forma de disimular una melancolía de fondo que se le nota en la mirada, como si fuera un hombre que, sintiéndose ya pasado, deplorara tener que tratar todavía con sus contemporáneos, ignorantes y triviales en su mayoría”.

    El “profesor Rico, hombre de gran saber” y “el joven Marías” eran las denominaciones irónicas que usaba para ellos un amigo común y mayor que ambos, el escritor Juan Benet (1927-1993), en cuya casa, en las tertulias que organizaba, se conocieron. Marías era el “joven”, porque efectivamente lo era (conoció a Benet  como un atlético y saltarín adolescente), pero además por ser hijo de Julián Marías.  La amistad que los unía a Benet, siguió uniendo a Marías y Rico. Es más, no sería tan extraño que Marías pensara en Benet a la hora de convertir a Rico en personaje, pues en la edición de 1983 del primer tomo de la obra Herrumbrosas lanzas, de Benet, se incluía un mapa que su autor levantó para Región, su zona inventada, en el que aparecen levemente disfrazados sus amigos: allí está la “casa del Rico”.

    Un aspecto al que ha vuelto muchas veces Francisco Rico, por ejemplo en los estudios recopilados en Texto y contextos, es que  la literatura no se basta a sí misma. En el discurso de contestación al ingreso de Javier Marías a la Real Academia Española, en 2008, lo dice así: “La novela nace de palabras compartidas y se nutre de hechos que inevitablemente remiten a una cierta especie de realidad. La ficción no es una propiedad del texto más que del contexto”.

    El profesor Rico, el verdadero, no el personaje, responde desde esa cierta especie de realidad en que vive.

    —Sus intereses han sido variados, pero hay algunos ámbitos o temas que han sido recurrentes: la literatura medieval, Petrarca, el humanismo, la novela picaresca. ¿Ha habido algo que determine esas opciones?

    A la Edad Media me llevaron don Ramón Menéndez Pidal y María Rosa Lida. A Petrarca y la picaresca, encargos editoriales de mi maestro Martín de Riquer, hacia 1962.

    —El narrador del Quijote confiesa ser aficionado a leer, “aunque sean los papeles rotos de las calles”. ¿Se siente cercano?

    Sí, sin duda, y todavía me cuesta leer de otro modo que en papel.

    —¿Fue usted un niño o joven «prodigio»?

    De niño, un poco como poeta; de joven, por la frecuentación de los ambientes literarios; por el resto, normalísimo.

    —Petrarca es probablemente el asunto al que más páginas le ha dedicado; en las más recientes de ellas, la visión que da en Ritratti allo specchio, él no aparece como una persona muy agradable…

    Es que no lo era… A mí no me cae simpático, pero me fascina extraer la verdad de sus mentiras o sus montajes.

    —Algo que ahora se da por sentado, pero ha sido una aportación suya, es que el Petrarca que se muestra en sus obras es algo así como una reconstrucción ideal o ficticia creada por el propio Petrarca…

    En efecto, pero esa reconstrucción ideal no la hace únicamente para exhibirla ante los demás, sino también ante sí mismo y a veces en términos solo comprensibles para él. De algunos casos sumamente curiosos trato en el librito I venerdì del Petrarca, a punto de salir en Adelphi.

    —Hablando de convertirse en criatura literaria, ¿es el  mapa de Benet su primera incursión en el mundo ficcional?

    La primera, en rigor, se da en las Investigaciones y conjeturas de Claudio Mendoza, de Luis Goytisolo.

    —¿Responde al gusto por la ficción el uso de seudónimos como el de Carlos Yarza?

    No, “Carlos Yarza” aparece cuando lo que escribo es, para mí, de carácter secundario o utilitario.

    —¿Existió la conversación contada en Negra espalda del tiempo de Marías?

    Existió, sí, y Javier la cuenta con una excepcional fidelidad, aparte de alguna tergiversación pro domo.

    —Observaba ese “profesor Rico” que él ya había aparecido en otras novelas. ¿Cuenta una de Javier Cercas?, ¿hay otras?

    De Cercas (que más de una vez pilla, confesadamente, frases mías) no sé, pero sí en varias otras, buenas, medianas y malas, de autor o de autora.

    —Con Marías ya figura con su nombre en varias novelas. ¿Se reconoce en esos retratos?

    El papel de “figura de donaire” o “gracioso” (como se decía en el Siglo de Oro) que me asigna es en parte una tomadura de pelo entre amigos, pero yo le correspondo con otros y me divierte también a mí. En cualquier caso, me consta que los lectores agradecen esos paréntesis o islotes de humor en la plúmbea escritura de Marías.

    —En un artículo recogido en Tiempos del “Quijote” señalaba como requisitos de un editor la crítica de las fuentes, la desconfianza y la voluntad de entender el texto. ¿Se confirma en ellos?

    Naturalmente. Editar un texto clásico no es cosa que pueda hacerse sin el conocimiento profundo de todas las dimensiones de la ecdótica, de los usos de la imprenta antigua y de bastantes otros saberes, a los que han sido ajenos la mayor parte de los editores de la obra.

    —¿Cuál es la mejor edición del Quijote?

    Si yo no creyera que es la mía, concretamente la edición de lectura, en un volumen, que ahora publica Alfaguara, no la hubiera hecho. Suelen ser buenas las adaptaciones para niños y en cómics.

    —¿Y cuáles son las principales dificultades para establecer el texto?

    Identificar los lugares con alteraciones y en especial adiciones de la imprenta y devolverlos al original de Cervantes. Con los añadidos es relativamente factible; con los cortes, bastante más arduo o resueltamente imposible.

    —La labor tipográfica y la composición por formas, ¿tiene muchas implicaciones?

    Contar en el manuscrito los segmentos que debían entrar en cada página y componerla independientemente de las otras por fuerza tenía que producir los cortes y adiciones a que he aludido. Si ello ocurre cuando se componía usando una edición anterior, qué no pasaría trabajando sobre un manuscrito.

    —¿Intervino Cervantes en la impresión del Quijote y los cambios en ediciones posteriores?

    Los cambios que pudo introducir en la segunda y tercera edición del Quijote, si se produjeron, tuvieron que ser mínimos. Los únicos importantes son los relativos a la pérdida y el hallazgo del asno de Sancho.

    —¿Era muy importante el corrector de imprenta entonces?

    Era, sí, el cerebro del taller. Entre las gentes de la imprenta, había incluso quienes no sabían leer; y los componedores dependían por completo de las instrucciones del corrector.

    —¿Cuál considera su mayor contribución a la crítica textual?

    Si acaso, aportar a la filología hispánica e italiana parte de las técnicas que yo aprendí de los estudiosos de lengua inglesa.

    —Algo en lo que ha insistido es que el texto no existe sin contextos…

    Ninguna acción de un individuo puede desligarse de las otras suyas, de su posición en la vida y del mundo que lo rodea. Leer o crear literatura no es una excepción.

    —En uno de los epígrafes de Primera cuarentena aparecía un verso de Byron: “Pero el hecho es que nada he planeado/ excepto tal vez tener un momento feliz”. ¿Qué parte de su labor responde a esta idea?

    Toda, salvo unos pocos encargos que al final han acabado siendo felicísimos.

    —De convertirse en un personaje del Siglo de Oro, ¿qué preferiría ser: un pícaro o un caballero andante?

    Qué va: más bien Inquisidor General o banquero florentino.

  405. Kafka y Walser escritores discretos

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    Sobre Robert Walser se han escrito con demora libros por montones, ninguno de los cuales deja de aludir a su temprano retiro en el manicomio cantonal de Appenzell, en Herisau, donde los días solía dividirlos entre largos paseos por la nieve, platos rebosantes de comida y cigarrillos que fumaba en el descanso. Las exiguas pruebas de reconocimiento que le llegaban como un rumor de otros lugares (se habían vuelto a imprimir sus obras, había aparecido en dos periódicos, circulaba en Viena un libro sobre su trabajo) no le interesaban: desayunaba en silencio, no hojeaba esa clase de periódicos ni consideraba que el hombre sobre el que escribían tuviera algo que ver con él.

    No le importaban siquiera sus enfermedades, que asumía como si fuesen de otros. Pero una vez sí le importó algo: en medio de la nieve de Degersheim, su amigo y tutor Carl Seelig le mencionó al pasar que el director de la Oficina de Seguros de Accidentes de Praga lo estaba leyendo: leía con devoción Los hermanos Tanner, Jacob von Gunten y sus delicados escritos sobre colinas y montañas. Lo que le importó no fue eso, en realidad, sino el hecho de que el director fuera aconsejado por un empleado que había muerto 20 años atrás. El empleado respiraba mal, como él, pero a diferencia suya no era aficionado al cigarrillo. 

    Walser vendió 100 ejemplares de su primer libro, y a Kafka le fue un poco mejor: 102 ejemplares de Meditaciones. Ambos fueron publicados por el mismo editor y murieron internados: en un manicomio el primero y en un sanatorio para tuberculosos el segundo.

    El empleado era Franz Kafka, para muchos el mejor escritor del siglo XX: se había enterado de que estaba enfermo mientras tomaba un descanso en la campiña bohemia de Zürau, hacia donde se había mudado en 1917 a pasar una temporada con su hermana. Walser simulaba, le comentaba a Seelig que en Praga seguramente había cosas más estimulantes que hacer que consultar aquellos libros suyos, pero saber que Kafka no solo lo había leído sino que era capaz de recitar fragmentos enteros de su prosa de la época de Berlín, no podía no conmoverlo. Había una letanía entre los personajes, una afinidad distraída, y de no ser porque en la minúscula aldea de Zürau sobraban los animales, como en Herisau los ancianos y los locos, la situación contaba con la misma pureza y la misma economía de elementos a la que por vocación ambos escritores aspiraban.

    La idea de que escribieran así (desprovistos de intrigas amorosas, de acción, de decorados) evidentemente no había sido del editor, quien había perdido dinero publicando los primeros libros de ambos. Por casualidad Kafka y Walser lo habían contactado el mismo año: el primero se había presentado una tarde de 1912 en el despacho de Kurt Wolff –el editor–, en compañía de un empresario sospechoso que hablaba de él como si fuese una estrella de rock; el segundo había enviado una sucinta carta manuscrita en la que lucía una caligrafía a lápiz del siglo XVIII.

    La estrella de rock no había abierto la boca en toda la tarde: era un muchachito tímido, que miraba hacia abajo y que apenas logró sobreponerse a la vergüenza que le hizo pasar Max Brod despidiéndose con esta frase: “Señor Wolff, siempre le quedaré más agradecido porque me devuelva mis manuscritos que por su publicación”. En sus Memorias, Wolff recuerda que nunca antes un escritor se había referido así a su obra, ni nunca más alguien lo haría, salvo Walser, quien en la carta que le enviaba ese mismo año exhibía un tono tan simple como profundamente singular: hablaba de un libro que había terminado y al que veía “como una obra modesta pero, también, grata quizá o acogedora”.

    Los relatos de Walser fueron publicados en tres tomos al año siguiente y no vendió más de 100 copias, muy parecido a lo que logró Kafka, quien en 1917 rendía cuentas a Max Brod: “Liquidación de la editorial por 102 ejemplares de Meditaciones, asombrosamente mucho”.

    Kafka había vendido esa cifra de ejemplares en cinco años y le parecía bastante; una década después el propio Wolff contaría una edición de La condena que iba por los 347 mil volúmenes. El único problema es que había pasado una década y el escritor de Praga agonizaba ahora en una clínica de Viena, donde dedicó sus últimos días a corregir un manuscrito.

    El manuscrito que Kafka corregía era “Un artista del hambre”: la tuberculosis le había estropeado la garganta, no podía tragar y la inanición se lo llevaba mientras revisaba estas pruebas en las que un actor de circo se entregaba al ayuno profesional para morir tranquilo en una jaula.

    En sus escenas finales, los escritores no se parecían: la Navidad de 1956 Walser almorzó un buen plato de choucroute con carne y salchichas de cerdo, que acompañó de un postre de merengue con nata montada. Después salió a dar un paseo, caminó un par de kilómetros por la nieve y sintió que le dolía el corazón: resbaló por una hondonada, su sombrero quedó a unos metros y Jürg Amann escribió que aquella tarde lo encontró primero un perro, después la gente de la granja próxima y finalmente el mundo entero. Kafka en cambio no comía: no había hallado en este mundo un solo plato que lo complaciera. La fama también le llegaría de manera póstuma.

  406. Bestsellers de la memoria

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    La distancia que nos separa, del peruano Renato Cisneros, es una novela engañosa y, aunque todo diga lo contrario, muy poco sorprendente. Al igual que muchas producciones latinoamericanas del último lustro, se presenta como una “novela de autoficción” (bastaría con llamarla autoficción), para disuadirnos desde la primera página de buscar en ella cualquier parecido con la realidad o de juzgar a sus personajes “fuera de la literatura”. Pero la suya es una exigencia insostenible, si se considera que su tema es la vida (o la muerte) del “Gaucho Cisneros”, militar que fuera ministro del Interior bajo la dictadura de Francisco Morales Bermúdez y ministro de Guerra durante el segundo gobierno de Belaúnde, en uno de los momentos más difíciles de la guerra contra Sendero Luminoso y Tupac Amaru, un conflicto que dejó un reguero de muertos inocentes entre los campesinos peruanos, asesinados tanto por los insurgentes como por los militares al mando.

    Lo que primero resulta familiar en el relato de Cisneros es cierta perplejidad con que ya nos venimos acostumbrando a que se hable de los padres, sobre todo en la generación de escritores nacidos entre 1970 y 1980. Comienza a convertirse en un lugar común la idea del secreto, de la impenetrabilidad de aquellos progenitores cuyas vidas estuvieron tan ciertamente inmersas en el torrente histórico. Como si el congelamiento de la Historia hubiese vaciado a los hijos; como si los ojos de esos padres y madres, preñados de urgencias y convicciones políticas, hubiesen petrificado las existencias de sus vástagos.

    En Argentina se habla de “los hijos de la militancia” para señalar una serie de producciones testimoniales, literarias y audiovisuales en que los hijos se hacen cargo, con una pluralidad narrativa e ideológica sorprendente, de las historias ferozmente truncadas de sus padres. En Chile podríamos preguntarnos de quiénes son hijos los narradores del 2000, por lo general asomados melancólicamente a la orilla de un pasado en que los padres, de clase media, acatan sin luchar el régimen de derecha. La literatura de padres ficcionalizados, ausentes o simplemente derechizados, que después de libros relevantes como Formas de volver a casa de Alejandro Zambra, Fuenzalida y Space Invaders de Nona Fernández o La edad del perro de Leonardo Sanhueza, seguidos de un rosario de otros relatos de mayor o menor valor literario, parece agotarse, salvo que alguna genialidad inesperada le dé vuelta a esta tendencia, de la que se diferencian tenuemente algunas novelas de temática afín, protagonizadas por padres e hijos menos pasivos, como ocurre con La resta, de Alia Trabucco. Nadie en Chile, de hecho, se ha atrevido a narrar la historia de los padres represores.

    “La novela de Cisneros se resguarda hábilmente de las críticas que, desde el mundo de los derechos humanos, se pueden hacer a un texto que constituye un verdadero canto amoroso a un padre que ha sido llamado ‘carnicero’”.

    Sobre esto va La distancia que nos separa: sobre la difícil opción de contar la historia de una dictadura desde quienes estuvieron en el poder. El “Gaucho” Cisneros Ezquerra es, sin duda, un padre que escasea en nuestra continental literatura de los hijos: un alto militar peruano formado en la Academia de Guerra argentina, junto con los que serían los peores represores de ese país, como es el caso de Videla, al que apoyó en su terrorismo de Estado. Es por esto que el libro de Renato Cisneros pudo ser provocador. No obstante, si bien tenía en sus manos la figura de un personaje tan temido y oscuro y con acceso inusual a un desfile de imágenes y nombres propios de militares, políticos y periodistas, renuncia al estatuto periodístico o testimonial que podría haberle dado ese matiz francamente transgresor a su texto. Recordemos, dice el narrador, que aquí hay “autoficción”. Literatura. Renato Cisneros se pierde la posibilidad de sobrepasar los límites de veras. De provocar: como lo hacía, con aseveraciones asesinas, su padre. Abandona la posibilidad de contar su historia asumiendo que esa búsqueda identitaria individual y burguesa a la que remite en todo momento (quién era mi padre, quién soy yo) es una exploración con arraigo en una circunstancia histórica violenta y desoladora. Prefiere edulcorar su relato ficcional, sobre el que no obstante una y otra vez lo han entrevistado –y él ha respondido– apuntando a sus aspectos factuales.

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    La ficción resguarda hábilmente de las críticas que, desde el mundo de los derechos humanos, se pueden hacer a un texto que no solo humaniza y complejiza, sino que constituye un verdadero canto amoroso a un padre que ha sido llamado “carnicero”. Por otro lado, hablar del tema ofrece el jugoso rédito de la “valentía” a su autor, porque muchos se saltan esto de la autoficción para aplaudir el valeroso gesto de Cisneros chico, de escribir “sobre su padre”. Ganancias por todos lados.

    La narración, en primera persona, se desliza con transparencia periodística. Las primeras 150 páginas preparan amorosamente para las que vienen: el hijo relata cómo su vida de pareja se ha visto frustrada y ha debido pasar por un psicoanalista que le pregunta por el matrimonio de sus padres, golpeando así, esquemáticamente, a las puertas de un trauma no demasiado complejo y de familia, que por momentos parece explicar la personalidad del severo e impopular “Gaucho” (podemos leer también “Guacho”) Cisneros: una genealogía masculina en que los hijos son el resultado de relaciones secretas, no formalizadas, partiendo por el tatarabuelo Gregorio Cartagena, sacerdote y padre de siete hijos. Tanto la narración de esa genealogía como el relato extenso y sentimental de los amores del padre, preparan al lector para la escena política: las fotos con los represores argentinos, la admiración por Kissinger y Pinochet, las infidelidades y borracheras, el trato machista y celoso al interior de la familia, las dudas sobre la intervención del padre en asesinatos, torturas y secuestros.

    A diferencia de otros relatos que sospechan del padre o intentan la siempre fracasada empresa de conocerlo, la de Cisneros parece más bien una elegía no exenta de belleza. Una justificación que lo exculpa y libera a él mismo, para que pueda ingresar limpiamente en el mundo de los escritores que admira (muy significativo es un cameo del reconocido Fabián Casas como un interlocutor válido para el narrador). Una indagatoria que atenúa la culpa porque, a la larga, todos somos seres complejos. Solo que antes o después de bañarse en la piscina con sus hijos, el Gaucho ordenaba un secuestro o encerraba a sus detractores en los subterráneos del Ministerio del Interior.

    Al mismo tiempo que se revelan parcialmente los hechos horrorosos, el narrador va colocando estratégicamente la cotidianidad de una familia en la balanza. Un padre que educa. Un padre que escribe cartas a sus hijos. El miedo a los atentados y un padre que puede protegerlos. Un padre al que por momentos el narrador y poeta se dirige con solemnidad sensiblera: “Hoy no eres un recuerdo, sino el fragmento de un recuerdo que me ataca en suaves ráfagas. Que graniza sobre mí”.

    El libro de Cisneros ha tenido mucha prensa y buena acogida en Perú. Su edición mexicana se ha hecho pocos meses después de su primera tirada en Lima, lo que revela el éxito de esta “autoficción” que, si tuviera que ser juzgada “literariamente” como exige su autor, asume muy pocos riesgos. A diferencia de textos recientes (pienso en Aparecida de Marta Dillon o Los topos de Félix Bruzzone), ofrece pocas rupturas. Es un relato ágil y muy legible que, sin embargo, se empantana en ciertas zonas demasiado sentimentales de la vida de su padre (como en las extensas páginas dedicadas a revelar su romance de juventud con una novia argentina) o en las largas peroratas existenciales del narrador. El mensaje se repite hasta la majadería: fuimos como muchas familias. La identificación, sin duda, es muy propia del melodrama. Si lloramos ante un culebrón es porque nos identificamos con las emociones de sus personajes. El relato del cáncer del padre no puede sino ser emocionante y en esto, creo, radica el éxito de este y otros libros. En producir identificación y no extrañeza. Aceptación y no crítica. Idealización sublime y no vulgaridad.

    Hace unos años, el colombiano Héctor Abad Faciolince escribió la historia de su padre, el médico Héctor Abad Gómez, asesinado por dos sicarios en Medellín. Una muerte anunciada que impactó a la sociedad colombiana. Abad pertenecía a la alta burguesía paisa y su hijo trata de dejar bien claro que si bien muchos pensaban que su padre era comunista, en realidad no lo era (si lo hubiese sido, ¿habría merecido más que lo mataran?). El suyo, cuenta, era un padre en exceso cariñoso, idealista, bondadoso e incluso ingenuo. El olvido que seremos ha tenido numerosas reediciones y ha generado toda una saga literaria y documental familiar. Se trata, sin embargo, de un relato domesticado, lleno de lugares comunes y en el límite de la cursilería, que a pesar de eso pretende, como el de Cisneros, fijarse en el prestigioso mundo de la literatura. Un relato que viene de la élite, y de ahí también el interés que suscita y su gran fortuna (sobre todo económica). Un bestseller de la memoria, al que le han dado el espaldarazo algunos escritores importantes, como Vargas Llosa (quien también bautiza el libro de Cisneros) y que problematiza escasamente la escritura y la historia colectiva, hipnotizado por la autocontemplación individualista y la ejemplaridad de su propia historia familiar. Ganancias por todos lados. Algo que ocurre también, en gran medida, con la autoficción de Cisneros.

    La distancia que nos separa es un título mentiroso. Expresa la reivindicación constante del autor, quien necesita distanciarse generacional, política y existencialmente de su padre, pero al mismo tiempo no duda en señalar con frecuencia semejanzas y afinidades inesperadas: su sentimentalismo, su fragilidad en la infancia y la adolescencia, sus problemas de autoestima, el temprano amor por los versos. El acto de relatar el libro es descrito por el hijo como una suerte de continuidad, el resultado de un mandato paterno: “¿Me has trasladado tus afanes incompletos? Mi herencia es algo que no reclamé, sino que cayó sobre mis hombros”, se queja con poca originalidad el narrador, afrontando un tema de la modernidad literaria que en nuestro continente han asumido con brillo muchos narradores, desde el ya lejano Borges hasta el muy cercano Mauro Libertella.

    Triste decirlo, pero uno de los aspectos literariamente más altos del libro es la afortunada elección del epígrafe, tomado del cuento “La tercera orilla del río” (y no “La tercera orilla del mundo”, como reza la edición mexicana), de Guimarães Rosa: “¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa?”, se pregunta un hijo que ve cómo su padre sube a una canoa para internarse en el río y permanecer allí durante años, sin avanzar, varado en la mitad de las aguas, cerca y lejos de su gente, aislado pero presente, vivo pero en ausencia. El resto de la familia sigue su camino. Una hija se casa y se va. La madre la sigue. Prefieren alejarse de la visión desoladora de ese padre loco, cuyos móviles nadie comprende. Solo el hijo se queda para ayudarlo. Renuncia a vivir, pero sin atreverse a relevar al padre e internarse río adentro. Ese no lugar en que está el padre es la tercera orilla: ni acá ni allá. Ni verdad ni mentira. Ese no lugar es la literatura, un espacio inexplicable, en que se confunden lo vivo y lo espectral. Renato Cisneros, hijo, nieto y bisnieto de las ilegitimidades y mentiras paternas, cree internarse en la canoa para salvar al padre que quiere ver atrapado allí dentro. Sin embargo, sus hábiles estrategias no son suficientes para alcanzar la tercera orilla.

  407. Los gritos del silencio

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    Si este libro es posiblemente el mejor análisis publicado hasta la fecha sobre la transición política chilena, es porque Daniel Mansuy se aproxima a este proceso con una serenidad y perspicacia difícil de encontrar en el debate público. De hecho, el reencuentro con la democracia fue una suerte de crisol, de aleph, que juntó en la sociedad chilena miedos con esperanzas, convicciones con responsabilidades, ideales con oportunismos, discursos para la galería con negociaciones de trastienda y desafíos del futuro con inercias del pasado. Fue mucho más que un diseño para pasar de la dictadura a la democracia. Mucho más que una maniobra de captura de los vencedores por los vencidos. Y también mucho más que esa gigantesca transacción, tantas veces denunciada, en la cual las cosas terminaron quedando más o menos igual bajo la apariencia del cambio.

    ¿Hubo una mente superior que la urdiera? Es posible. Es lo que de alguna manera todos quisiéramos creer. Por algo nos gustan las historias redondas. Mansuy cree que nadie intuyó mejor que Jaime Guzmán y Edgardo Boeninger los rumbos que tomaría el proceso. Pero es difícil pensar que ambos hayan sido capaces de anticipar todos sus alcances. Fue un período demasiado intenso, demasiado amplio y demasiado complejo. ¿Alguien podía haber calculado que el desarrollo económico iba a estallar de la manera que lo hizo? ¿Alguien podía imaginar que la sociedad disciplinada y de pobres que siempre habíamos sido se iba a convertir, a la vuelta de muy poco, en un país más o menos pujante y de clase media? ¿Podía haberse previsto a fines de los años 80 el nivel que iba a alcanzar en los 20 años siguientes la despolitización? ¿Estuvieron Guzmán o Boeninger en condiciones de advertir que lo que percibieron como ventajas iniciales para su causa, iba a pasarles la cuenta, en el incierto pacto no escrito convenido por ambos y al cabo de muy poco, a sus respectivos sectores?

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    Ensayo apasionante y lúcido como pocos, recorrido de principio a fin por una vehemente reivindicación de la política (de la política entendida como instancia superior de mediación entre intereses contrapuestos, como espacio de representación simbólica de la vida en comunidad y como ámbito privilegiado para visibilizar los proyectos de sociedad que habrán de disputarse el futuro), Mansuy dice que durante la transición, como en la canción de Schwenke y Nilo, fueron muchos los que se fueron quedando en silencio. Fue el caso, de partida, de la derecha, que se refugió en el reduccionismo economicista neoliberal y que, subsidiada por los enclaves autoritarios que la favorecían, nunca atinó a desplegar verdadera vocación de mayoría y simplemente se olvidó de hacer política. Fue también el caso de una Concertación que engordó desarrollando redes clientelares y se acostumbró a gobernar proclamando una cosa y haciendo otra. El silencio fue también la experiencia cotidiana de una ciudadanía que terminó colocando la política en la gaveta de los asuntos irrelevantes, al no advertir grandes diferencias, ganara quien ganara o gobernase quien gobernase.

    Para Mansuy eso fue lo que se vino abajo con la ruptura de los consensos y las manifestaciones de malestar del 2011. Cambió la cartografía de la política chilena y los últimos capítulos del ensayo, aparte de revisar críticamente el paradigma del régimen de lo público propuesto por Fernando Atria, quizás la figura intelectual de mayor gravitación en el movimiento estudiantil, dibujan parte de los desafíos ante los cuales las distintas fuerzas políticas habrán de comparecer en el futuro. El reto es arduo, porque no es cómodo el lugar que la modernidad acuerda a la política. Entre otras cosas porque los tiempos actuales tienden a enfatizar más la separación, la diferenciación e incluso la disociación, que los discursos de convocatoria y unidad.

    Libro especialmente contundente en referencias culturales iluminadoras, sagaz en la lectura de la contingencia, pero también muy sólido en sus anclajes con el mundo de las ideas, Nos fuimos quedando en silencio es un trabajo admirable. Un ensayo político diáfano, moderado y personal, reñido tanto con el inmovilismo pesimista de la derecha como con la embriaguez mesiánica de los nuevos movimientos de izquierda.

  408. Cuando el amor y la locura se cruzan

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    Entender el amor como una especie de locura y comprender, por otro lado, esta última en tanto resultado del delirio amoroso, pareciera ser tan antiguo como las raíces de nuestra cultura occidental. Pero, ¿qué sucede si el cruce de amor y locura es subsidiario a ambos? Un segundo momento de los dos. Como si el personaje enamorado y el personaje loco fueran dos figuras nacidas de una sola. No se trata de un amor loco, ni de un amor que hace perder la razón; tampoco de cifrar el afecto desde la alienación. No se trata, entonces, de explorar tanto el sentimiento amoroso así como la sinrazón desde un modelo de interdependencia, sino a partir de experiencias paralelas que atraviesan a un sujeto. No a cualquier sujeto, sino a uno escritural. Este es el experimento que propone Wolf Wondratschek en su Cartas de Kelly, novela epistolar publicada en Alemania en 1998, y que ahora es puesta a disposición del lector hispanoparlante en una cuidada edición de Editorial Herder.

    ¿Qué es una carta de amor? ¿Una demanda de amor? ¿Exige toda carta de amor una respuesta? ¿Una que afirme a quien escribe que no está hablando solo? ¿Decir “te amo” es un requerimiento de reiteración de la misma fórmula? ¿Un “te amo” que regresa las palabras, confundiendo a los amantes en un loop potencialmente infinito de un amor que se dice a sí mismo?

    En la novela de Wondratschek se problematiza este esquema, al momento de poner a disposición del lector las cartas de W a Kelly, pero imposibilitando la lectura de las respuestas de Kelly a W. No porque esta no le conteste; sabemos que lo hace, también porque las cartas de W a Kelly se colman de alusiones a la escritura de la amada. Las cartas están, pero son, al menos para nosotros, ilegibles. Son, entonces, un extraño injerto visual en el libro: dibujos, imágenes, curvas que suben y bajan, líneas que serpentean, borraduras y tachaduras que corrigen y rectifican. Fueron elaborados por la artista visual Lilo Rinkens para la novela de Wondratschek.

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    Lo que sí leemos son las cartas de W a Kelly. W que se vuelve loco y es ingresado a un psiquiátrico. Tras excesos de todo tipo –hay drogas, alcohol, falta de sueño, lecturas y escrituras involucrados–, W se interna. Acá se siente bien y prefiere permanecer cobijado entre otros locos, cuyos delirios relata con cariño, y entre médicos, a los que insiste en su enfermedad para que no lo den de alta. ¿Está realmente loco W? ¿Será que este loco es quien escribe todas las cartas, respondiéndose las suyas con aquellas líneas y curvas, que solo su locura puede traducir a la inteligibilidad?

    La novela renuncia a explicaciones, residiendo en su ambigüedad probablemente su mayor encanto. Es una novela extraña, peculiar y muy bella. Un texto en el que resuenan voces, como la de Georg Büchner o de Rainald Goetz, pero que al mismo tiempo reafirma el lugar que Wondratschek ocupa dentro del panorama literario alemán, resistiéndose a modas y tendencias, experimentando con formatos, voces y tonos. Una novela epistolar que nos obliga a interrogarnos respecto de la naturaleza de quién escribe cuando se escribe una carta. En este caso son cartas entre las que media una distancia enorme: tanto geográfica –W está en EEUU y Kelly vagabundea por diversas ciudades de Europa– como simbólica, porque Kelly quiere, si le creemos a W, que él vaya a buscarla, mientras que él desconfía de la presencia en tanto garante de una relación amorosa feliz. El amor de W a Kelly no tiene nada que ver con la presencia ni con la posesión. Hace recordar, en este sentido el amor que profesaba Flaubert a Louise Colet. Es un amor que parece residir en una profunda inscripción del otro en el yo.

  409. Un paso ágil hacia la nada

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    La poesía estadounidense, como la llama en su ensayo clásico Kevin Power, es una poética activa: quiere ser útil, vibra bajo una ardiente necesidad, es una “energía modelada” con “respeto por la integridad de las cosas (…), un arte de separación” que busca “no manchar los bordes del objeto”. Los poetas quieren dinamizar la existencia en su nitidez para que aparezca entera. Eso concreto, vivo, total, es lo que persiguieron George Oppen, Robert Creeley, Frank O’Hara, Allen Ginsberg y otros grandes. Corrieron el riesgo “de dar a las palabras y a los objetos la libertad que ellos piden”, y desde ahí dijeron su presencia en el mundo.

    Mark Strand (1934-2014, nacido en Canadá y criado en Estados Unidos), fue poeta, estudioso, profesor, editor y traductor, y también corrió ese riesgo metódica y laboriosamente. Como consta en Sobre nada y otros escritos, el conjunto de sus últimos ensayos y conferencias hechas alrededor del año 2000, se dio una gran libertad para escribir y pensar la poesía. Explora lo surrealista y lo absurdo, los clásicos y los románticos, lo doméstico en la narración y la traducción, los contemporáneos y la persistencia de la actividad. Y se entregó al lenguaje: “En ciertos puntos de mis poemas el lenguaje se apodera de ellos, y yo lo sigo. Es cuando algo suena bien. Confío en que lo que digo implica algo, aunque no estoy completamente seguro de qué estoy diciendo. Solo quiero dejarlo ser”.

    Ese riesgo comporta, dice Strand, cierto egoísmo, o el peligro de la tautología. Afirma, por ejemplo, que Joseph Brodsky, el poeta ruso exiliado de quien fue muy cercano, no puede considerarse poeta estadounidense, “pues ninguno de ellos es el filtro de las actitudes sociales ni de la sensibilidad pública. Puede que al poeta norteamericano solo le quepa aspirar a representar su propia existencia biográfica. Aunque se preocupe por la historia, esta se manifiesta en él como biografía”. Se incluye entre quienes no pueden ver la historia como algo con voluntad y destino propio: se mantiene en el interior para aspirar a una verdad depurada, más cerca de la mística que de la dialéctica. Los poetas van hacia lo desconocido, al inconsciente y lo perdido, que no es ni un sueño ni un recuerdo: algo oculto que más aparece mientras más se olvida. “Las transacciones del oficio suceden a oscuras”, dice Strand.

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    En uno de los ensayos más hermosos del libro, encuentra ese misterio al leer cuatro poemas norteamericanos que describen un cerro, el “monte misterioso”, “la loma que era el monte antes de que la poesía quedara relegada al lugar marginal que hoy ocupa”. Edwin Arlington, Emily Dickinson, Wallace Stevens y Anthony Hecht hablan en diferentes tonos de un lugar frío, invernal, ocre y pelado. La visión del cerro traspasa la historia y recapitula una vez más sobre lo esencial, una sencillez pesada y desnuda.

    Strand siguió la senda derecho hacia la nada. “Donde sea que esté, yo soy lo que falta”, escribió en uno de sus primeros poemas: la frase resuena en toda su obra y más allá. Le interesa que exista más antimateria que materia, que la nada no pueda nombrarse, siente el deseo de no saber. Si eso se considera místico, orientalista, pesimista, en Strand es un paso ágil de claridad hacia la sombra. Forma parte de la poética activa y llega a lugares cenagosos y vacíos. Se pregunta si nada es más real que nada, la vieja aserción de Demócrito que repuso Beckett, y que pocos siguen larga y valientemente. 

  410. Explicarlo todo

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    La historia de la ciencia está regada de ambición. Desde aquella que persigue comprender cada fenómeno natural a la quimera, más contemporánea, de dar con una teoría unificada del todo. Pero a la hora de contar el camino recorrido por la humanidad, la historia de la ciencia suele acomodar el relato de los esfuerzos científicos al contexto, es decir, a su época y lugar. Contra esto se revela el físico teórico Steven Weinberg (Premio Nobel de Física 1979 por sus estudios sobre electromagnética) al emprender su propia biografía de la ciencia humana. Es su valor agregado. Y resulta: Weinberg reclama explícitamente su derecho –y por extensión, el nuestro– de juzgar el pasado con los ojos del presente.

    De ese modo, Weinberg opera como un narrador que interrumpe un relato dinámico con frecuentes comentarios desde el presente, a partir de lo que sabemos hoy, como si fuera un cineasta repasando clásicos del cine.

    Desde los esfuerzos de los griegos por comprender la composición de la materia y las leyes del movimiento en adelante, los juicios de Weinberg son bastante taxativos: “Los griegos de la Antigüedad tienen muy poco en común con los físicos de hoy en día. Sus teorías no nos dicen nada”, escribe antes de proponer que a esos griegos se les considere “no como físicos o científicos, ni siquiera como filósofos, sino como poetas”. Y sus reflexiones sobre el quehacer científico hoy, en particular sobre las matemáticas, la física y la astronomía, resultan tan estimulantes como provocadoras: “¿Estamos cometiendo en la actualidad errores semejantes, estamos desperdiciando oportunidades para el progreso científico porque pasamos por alto fenómenos que parecen indignos de nuestra atención?”, se pregunta a propósito de los errores de Parménides y Zenón. “No podemos estar seguros, aunque lo dudo”, se contesta a renglón seguido.

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    No se trata necesariamente de una lectura “irreverente” de la historia de la ciencia, como anuncia su texto de contraportada. Y la verdad es que sobre biología hay brochazos, pues el autor se concentra en las matemáticas, la física y la astronomía. Pero la mirada de Weinberg, siempre aguda  y a ratos irónica, gatillará la curiosidad de cualquier lector interesado no solo en conocer lo que una sucesión de genios ha hecho para comprender el mundo, sino también en reflexionar sobre la historia que estamos construyendo a medida que cada trozo del presente pasa a engrosar las filas del pasado.

    A propósito de Pierre Duhem, físico y filósofo de la primera mitad del siglo XX, Weinberg vuelve al título del libro: la meta de explicar. Comenta: “Duhem pretendía restringir el papel de la ciencia simplemente a la construcción de teorías matemáticas que coincidieran con la observación, más que a esfuerzos globales para explicarlo todo. No comparto esa opinión, pues lo que pretende la labor de mi generación de físicos es una explicación en el mismo sentido en que utilizamos habitualmente la palabra, no como una simple descripción”. Luego ejemplifica: “El gran éxito de Newton consistió en explicar los movimientos de los planetas, no simplemente en describirlos”.

    Es quizás también el éxito de Weinberg en este libro: ir más allá de la descripción. Explicar. Aunque en el futuro lleguen, ojalá, otros como él, listos para juzgarlos con ojos de su presente.

  411. Una época, una banda, una obsesión

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    Iggy Pop tiene 69 años y camina con cierta dificultad, debido a que padece una escoliosis que le acortó una de sus piernas. Su figura inconfundible se recorta sobre la alfombra roja del Festival de Cine de Cannes y vestido de traje, pero sin camisa, el rockero estadounidense posa ante los flashes de cientos de fotógrafos que captan su llegada al Gran Teatro Lumière.

    Es la medianoche del 19 de mayo pasado y el desaforado Iggy es la estrella de una gala muy especial, en la que tres mil espectadores verán el estreno mundial de Gimme Danger, documental dedicado al período más emblemático de su vida y obra, realizado por Jim Jarmusch. La entrada de ambos en la enorme sala principal del festival es recibida con una larga ovación, la misma que se repetirá dos horas más tarde, al final de la función, cuando ya sean más de las dos y media de la madrugada.

    No es la primera vez que el rockero aparece en una película del director estadounidense. Iggy protagonizó el corto Coffee and cigarettes (1993), premiado en Cannes y donde actuó junto a Tom Waits; y en Dead man (1995), uno de los grandes filmes de Jarmusch, en el que encarnó a Salvatore, un personaje secundario modelado a su gusto.

    Esta vez, sin embargo, la apuesta era muy distinta. Gimme Danger es un filme sobre Iggy Pop y su legendaria banda, The Stooges. El título de la película proviene, justamente, del nombre de una de las canciones más recordadas del grupo, “Dame peligro”.

    En la pantalla, el cuerpo atlético y juvenil de Iggy Pop se contorsiona, se retuerce casi de forma espasmódica y se abalanza sobre los espectadores en películas captadas de manera amateur. Estamos a fines de los años 60, muchos años antes de que Iggy cantara la canción principal de Trainspotting (1996), “Lust for Life”, que iba a marcar su irrupción como estrella a nivel global. Iggy Pop es un pionero, un tipo que rompe esquemas y no respeta reglas, un desesperado que gritó su ira contra el mundo cuando los demás comulgaban con la utopía de un mundo mejor.

    Nada de pop

    Iggy Pop, que nació con el nombre de James Newell Osterberg, lideró el cuarteto The Stooges entre 1968 y 1974, en una carrera tan fulminante como influyente y rupturista. Al frente de esta banda, que apenas editó tres álbumes, el rockero inventó el punk y eso que hoy se llama “rock alternativo” una década antes de los Sex Pistols, hizo bodysurfing antes que cualquier otro frontman, cantó shows completos drogado y sin camisa cuando eso era simplemente impensable, y espetó canciones de letras breves e insolentes en 1968, tiempos en que el mundo giraba en torno a los discos de The Beatles y una brisa de amor y flores se levantaba con el movimiento hippie.

    ¿Y cómo se engancha Jarmusch, el cineasta más cool de Estados Unidos, con los Stooges? Autor de películas brillantes, estilizadas y agudas, Jarmusch parece muy neoyorquino, con el pelo totalmente blanco desde muy joven, con sus gafas de sol que nunca se saca y su parsimoniosa manera de hablar. Pero, como a él mismo le gusta recordar, proviene del Medio-Oeste de Estados Unidos (la misma zona donde creció Iggy Pop) y las bandas que marcaron su juventud fueron The Stooges y Velvet Underground, grupo señero de Nueva York.

    “No éramos jóvenes de la onda hippie de California”, dijo Jarmusch en Cannes, y entrega ahí una de las claves de la película y de la importancia contracultural de Iggy Pop y su banda.

    A fines de los 60, la ruptura que plantea The Stooges es absoluta y radical. Como el presagio de las tormentas que barrerán los sueños de millones en todo el mundo, su sonido ruidoso, sucio, vanguardistamente punkie, choca con las armonías que predominan entonces.

    Jim Morrison es uno de sus referentes, pero Iggy y sus muchachos van más allá. Desde sus raíces bien ancladas en la América profunda, y a contracorriente de todo lo que aconseja el pensamiento y las ideas de aquella época, el rock agresivo de los Stooges tiene la potencia de una bomba lanzada desde el espacio.

    En sus canciones, tan provocativas como “I Wanna Be Your Dog”, “Your Pretty Face is Going to Hell” y “Search and Destroy”, el rock furioso se despliega y se funde con emociones atragantadas y letras balbuceantes.

    “Este no es un documental sobre Iggy Pop”, aclaró Jarmusch, “porque si así fuera, duraría 15 horas, con todo lo que él ha hecho. Esta película es sobre Iggy y The Stooges. Y para mí no es un documental, tampoco un documento; es una especie de ensayo, o incluso una carta de amor a The Stooges, probablemente la mayor banda de rock de la historia”.

    Concebida como un collage de valiosas imágenes de archivo (fotos, videos, recortes de prensa) que se complementa con una entrevista central al rockero y otras a sus diversos colaboradores, la película traza una mirada prolija sobre los seis años de existencia del grupo y su entorno. Las imágenes, ya sea en blanco y negro o un poco fuera de foco, sorprenden. Por la fuerza de la música, por la inconsciente osadía de Iggy y los suyos, por la forma en que irrumpen en una escena en la que eran auténticos bichos raros, adelantados, visionarios, y por cómo esa aventura musical terminó siendo una de las trayectorias más influyentes del rock.

    Contrariamente al apellido de su protagonista, Gimme Danger no tiene nada de  pop. Es una película acuciosa en su búsqueda de información, rigurosa en su entrega de datos y contexto, austera en su manera de enfrentar la convulsionada historia de los Stooges. Gimme Danger exige la atención concentrada del espectador, porque no solo habla de música sino de una época y de una obsesión. La de arrasar con las barreras, superar límites y hacer historia.

  412. Un veterano de tres guerras: las razones del éxito

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    ¿Por qué un libro como este se convierte en un éxito de ventas? Porque es bueno, dirán algunos, como para cerrar este asunto de golpe, pero en realidad la calidad de un libro nunca ha sido indicador de su popularidad y viceversa. Por cada título bueno que no se vende hay montañas de otros pésimos que se venden mucho, y la popularidad de un libro tampoco debiera llevarnos a desconfiar de su calidad. Siempre ha habido excelentes libros que han sido muy populares y es penoso escuchar la queja por la mala calidad de las obras exitosas y el escaso éxito de las supuestamente buenas.

    Vistas desde cierta distancia, las modas editoriales o literarias son un asunto curioso y difícil de comprender. Cualquiera que frecuente esos cementerios de libros que son las librerías de segunda mano podrá toparse con montones de títulos que alguna vez fueron populares y que hoy acumulan moho. Pero de repente y de manera inesperada, algunos de estos olvidados nombres del pasado regresan del más allá, como ha ocurrido con Stefan Zweig, Curzio Malaparte y Vicki Baum, entre otros autores de moda de los años 40 y 50 que han vuelto en flamantes reediciones. La historia del gusto literario chileno es un asunto interesante que no se ha estudiado lo suficiente. Alguna vez Filebo (Luis Sánchez Latorre) me comentó que a mediados del siglo pasado los santiaguinos, junto con leer a autores europeos como los recién mencionados, buscaban libros locales sobre temas rurales y que le parecía sorprendente que la gente hiciera cola para leer las últimas entregas de Luis Durand y Eduardo Barrios.

    Podría pensarse razonablemente que el tema de un libro popular es un indicio de las preocupaciones y anhelos de sus lectores, pero la mayoría de las veces la literatura hace un comentario oblicuo de la actualidad que es difícil detectar. Cuando vi por primera vez un ejemplar de Un veterano de tres guerras, pensé de inmediato en algo latoso, como los recuerdos del general Estanislao del Campo. El sello editorial de la Academia de Historia Militar de Chile no auguraba nada bueno y creo no ser el único que considera a la historia militar como una de las formas más elaboradas del aburrimiento y a la exaltación de las glorias del Ejército como algo sospechoso. Cuando me volví a topar con este volumen, la campaña del boca a boca ya estaba operando y su popularidad iba en aumento, pero yo seguía inmune a sus efectos, pensando que el libro era el perfecto regalo para el día del padre, un artefacto anticuado y varonil como un frasco de gomina. Le atribuí su popularidad a su temática militar y temblé un poco al pensar que el libro removiera una especie de añoranza postiza en sus lectores por las guerras que no habían peleado.

    Pero me equivoqué. Tuvieron que obligarme a leer Un veterano de tres guerras para constatar que es un libro muy  bueno y que las miles de personas que se decidieron a comprarlo hicieron lo correcto. Se ha dicho con justicia que el libro es entretenido, ameno, que se lee como “una novela”, que informa sobre la historia nacional entregando datos reveladores y curiosos sobre el pasado. Todo esto es cierto, pero estas son características comunes de los libros de memorias, que en la literatura chilena del siglo XIX tiene muchos buenos exponentes, como los recuerdos de Zapiola o Pérez Rosales. Pero el libro tiene dos características bastante peculiares dentro del género de la autobiografía, que podrían explicar su popularidad.

    Para revisar la primera de estas características hay que considerar que el libro fue editado o “armado” por el periodista Guillermo Parvex, a partir de una serie de apuntes escritos a mano que heredó de su abuelo, Guillermo Canales, y que tuvo el acierto de hilvanar en un solo relato en primera persona. Según cuenta Parvex en la presentación de su trabajo, estos apuntes habrían sido el resultado de una serie de largas conversaciones de su abuelo con José Miguel Varela –el veterano en cuestión– hacia el final de la vida de este. Pero Varela tenía además sus propias anotaciones autobiográficas, que Canales habría incorporado a su relato para completarlo. Al leer Un veterano de tres guerras se deduce claramente que Varela  llevaba una especie de diario de vida o que tenía el hábito de apuntar sus actividades diarias y que por temperamento tal vez registraba hechos, cosas y reflexiones, más que sentimientos u otros asuntos íntimos. La mezcla o interpolación de estas anotaciones captadas en el momento mismo de su ocurrencia en una narración oral permite que diversos detalles que habitualmente se olvidan varias décadas más tarde permanezcan en el tiempo. No es raro que al final de su vida Varela haya terminado trabajando como notario, porque parece haber tenido una singular tendencia por el registro. Varela consigna hasta los muebles que había en muchas de las piezas donde estuvo e incluso enumera algunas de sus compras. Observa, por ejemplo, que su primera reunión de reclutamiento en el Ejército la tuvo en una habitación que tenía “un escritorio muy grande, con un sillón giratorio de madera y adosados a un muro una poltrona para tres personas y dos sillas estilo vienés”, y que en una oportunidad gastó su exiguo sueldo militar en una tienda del norte donde compró una colonia para caballeros Goeckel, dos jabones, 10 o más cajas de fósforos Ellis, fabricados en Rancagua, y media docena de paquetes de cigarrillos Napoleón de Valparaíso. Esta fijación de acontecimientos, usos y cientos de objetos del pasado, da a los recuerdos de Varela un color muy vivo. Se trata de detalles generalmente visuales que no solo dan inmediatez a su historia, sino también una luminosidad y nitidez extraordinarias. 

    Un veterano de tres guerras es el testimonio de un chileno de clase media, provinciano, educado y empeñoso. Esta es otra particularidad suya a la que también podría atribuirse su éxito. En la literatura chilena de memorias este tipo de recuerdos son muy escasos e incluso la historiografía chilena del siglo XIX, que ha tendido a concentrarse en las clases altas o bajas, ha puesto poca atención en la clase media o la ha tratado de manera poco generosa. José Miguel Varela nació en Concepción y quedó tempranamente huérfano. Estudió en el Liceo de Concepción, que entonces tenía medio siglo de existencia, y en esa misma institución siguió el Curso Fiscal de Leyes, donde se graduó de abogado. Recién titulado, Varela trabajó un tiempo como profesor en Puerto Montt hasta que decidió enrolarse en el Ejército para pelear en la Guerra del Pacífico. Nunca dice exactamente por qué razones tomó esta decisión, pero da a entender que el país completo había caído en una especie de furor patriótico a consecuencia de la tragedia de la Esmeralda en el combate naval de Iquique. No obstante esta advertencia, cuando el joven abogado llegó a enrolarse era el único que lo hacía de manera voluntaria, ya que todos sus compañeros habían sido reclutados por la fuerza. A partir de ese momento, Varela inició una carrera militar que interrumpió en 1890, cuando fue dado de baja del Ejército.

    El título “Un veterano de tres guerras” puede resultar engañoso, porque estos recuerdos no son estrictamente militares. Aquí hay mucho más. La hoja de servicios de Varela en el Ejército, incluida como anexo al final del libro, consigna que su carrera militar fue exitosa, pero sus relaciones con esta institución –y con el poder político– fueron más bien malas y estuvieron atravesadas por un sentimiento de decepción persistente. Varela intervino en tres conflictos bélicos: la Guerra del Pacífico, la supuesta campaña de “pacificación” de La Araucanía y en la Guerra Civil de 1891. Y su visión de cada una de ellas es radicalmente diferente.

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    Sus descripciones de los enfrentamientos en los que participó durante la Guerra del Pacífico son escalofriantes. El relato que hace de los “pechazos” de la caballería chilena, “chivateando” o dando unos gritos guturales que los soldados habían aprendido en las campañas de Arauco y moviendo sus sables como remolinos en su carga contra tropas peruanas y bolivianas, es algo que no se olvida fácilmente.

    Pero sus recuerdos de esta campaña no se reducen a estos enfrentamientos sangrientos, Varela describe la vida de la tropa, que estaba integrada por peones, estibadores, profesores, campesinos, estudiantes, comerciantes, artistas, talabarteros, albañiles, caldereros, sastres y cientos de otros civiles. A lo largo del libro Varela reiteradamente lamenta el abandono en que el Ejército y el Estado de Chile mantuvieron a estos ciudadanos, que fueron a dar su vida en esta guerra sin recibir sueldo ni recompensa. Es notorio que sus recuerdos de las otras campañas militares en las que intervino no tienen el mismo sentido de propósito que atribuyó a la guerra del 79 y su recuento es mucho más amargo.

    Varela llegó a la Frontera para integrar el Regimiento de Húsares de Angol, comisionado para vigilar a indígenas y bandidos que amenazaban el proceso de colonización de la región, pero terminó simpatizando con ellos. Observa que las bandas de forajidos que asolaban la Región de La Araucanía estaban compuestas en su mayoría por antiguos soldados de la guerra del 79, “que por poderosas razones debieron dedicarse a delinquir”. Varela, en cambio, entrega una imagen pésima del cruel teniente Pedro Trizano, militar encargado de la policía rural en la región. Hacia 1888 el Presidente Balmaceda lo designó en la comisión repartidora de tierras fiscales, donde fue testigo directo de los abusos que muchos hacendados de la Frontera cometieron con los propietarios mapuches. No deja de ser curioso que uno de los pocos combates que Varela describe en esta etapa de su vida sea un enfrentamiento con una cuadrilla de guerrilleros formada por estos mismos hacendados del sur que querían matarlo.

    En Un veterano de tres guerras puede leerse entre líneas una soterrada animosidad contra la oligarquía chilena. Haciendo la salvedad de la familia del Presidente Balmaceda, la imagen que presenta de esta clase no es muy feliz. Su lealtad con los hermanos Balmaceda lo llevó poco tiempo después a volver al frente de batalla en la guerra civil de 1891. Varela peleó en la batalla de Placilla, contra muchos de sus antiguos compañeros de armas. Su narración de este enfrentamiento está marcada por su “profunda tristeza”. Su descripción del descuartizamiento del general Barbosa produce dolor físico.

    La escritura de memorias como esta suele ser la ocasión perfecta para pasar en limpio o dar coherencia a la vida de quien las escribe y que este se retrate de la mejor manera posible; adoptando muchas veces una pose heroica o ejemplar, resaltando o inventando toda clase de virtudes. Por esta razón este género literario ha producido grandes monumentos a la mentira o la falsa modestia. Con esta sospecha en mente, uno podría preguntarse si Varela se presenta en sus recuerdos deliberadamente como un sujeto correcto y bien intencionado, dando testimonio de su responsabilidad, lealtad, devoción y patriotismo. Pero algo en el tono de estas páginas transmite una impresión de verdad, y también de candor y sencillez, sugiriendo que Varela pudo haber tenido un corazón simple, pero grande. Lo delata su propio lenguaje: ya nadie tiene “lindas vacaciones”.

    La condición social de Varela, sus desplazamientos a lo largo de Chile y sus diversas ocupaciones han permitido, según sostienen algunos, que su historia haya entusiasmado a toda clase de lectores. Pero hay una afirmación suya sobre su posición política que es necesario tomar en cuenta para comprender la popularidad transversal de estas memorias. Hacia el final de su libro, Varela se define políticamente como un nacionalista de ideas progresistas, posición que podría responder a su vinculación con el derrotado bando balmacedista, pues observa que quienes pensaban como él, se encontraban “repudiados y marginados” al terminar el siglo XIX. Pero es importante detenerse en la definición que da de su patriotismo: “Cuando hablo de nacionalistas”, dice, “hago referencia a aquellos que heredamos el pensamiento de los hombres que querían un Chile fuerte y progresista, pero que tenían la conciencia de que para que esto ocurriera el progreso tenía que llegar a cada uno de sus habitantes, partiendo por entregar a todos una sólida educación”. Varela recalca que su posición no debe confundirse con la de los nacionalsocialistas ni con las ideologías “ultranacionalistas” de Nicolás Palacios, el autor de Raza chilena, libro muy en boga en la época del Centenario.

    Varela, más que haber sido un veterano de tres guerras, fue, como él mismo dice, un sobreviviente de 20 gobiernos y un testigo de la transformación del país de un siglo a otro: “Un hombre que nació en un Chile prácticamente colonial y tuvo la ayuda divina para ver las grandes transformaciones sociales que experimentó”. Estos cambios sociales le produjeron cierta alarma y sospecha de lo que llama la “borrachera de la modernidad”, que el país comenzaba a vivir en las primeras décadas del siglo XX. Sus sospechas frente a esta modernización apuntaban principalmente al perjuicio que esta estaba causando en las clases populares. “En mi infancia también había muchos pobres, pero que yo recuerde no corrían el riesgo de morirse de hambre”.

    El hambre y las comidas ocupan parte importante de este libro. Sorprende la atención que Varela dedica en sus memorias a la comida: ajiacos, vacas asadas completas, cebollas crudas comidas como manzanas verdes, los dulces y tizanas de Lima, ponches de culén, néctares de duraznos, picarones, empanadas, buñuelos con chancaca derretida, pescado frito, cazuelas de vaca y gallina, caldos de cabeza, bistec a lo pobre en ocasiones de mantel largo y una larga serie de recuerdos, en los que “mi paladar y mi estómago fueron absolutamente dichosos”. Es indudable que gran parte del encanto de este libro son sus descripciones de una sociabilidad sencilla y afectuosa, tanto en el campo de batalla como en la vida civil –incluyendo caballos y perros–, muchas veces bajo un cielo abierto. En general, estas descripciones de la vida chilena del siglo XIX recuerdan la observación que hizo Orwell sobre la literatura norteamericana de mediados de ese mismo siglo, cuando “la vida tenía una calidad boyante, despreocupada, que puede sentirse en su lectura, como una sensación física en el estómago”.

    La lectura de estas páginas, a pesar de todas las adversidades y conflictos descritos, produce una sensación de camaradería y espacio que hoy parece dolorosamente lejana.

  413. Suscripción

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    Cuando tomé la decisión trascendente de suscribirme, creí que todos mis problemas habían terminado. No fue fácil, tuve que vencer las resistencias internas del primitivo económico que era yo, que no compraba nada si no era tomándolo con las manos y pagando con los billetes que sacaba del bolsillo. Nunca antes había hecho una suscripción a ninguna revista, y era raro que no lo hubiera hecho hasta entonces con Artforum, no solo porque era mi revista favorita sino por los inconvenientes que había tenido siempre para conseguirla. Algún día haré la historia de las estrategias a las que recurrí, los viajeros que me la trajeron, las excursiones a sitios donde la tenían, o no la tenían, los proveedores con los que me esperancé, y los que me defraudaron. Nunca dejé una pista sin explorar, por dudosa que fuera. Esa historia sería casi una autobiografía; los años de abundancia, los años de carencia, fueron haciendo mi vida. Hablaba del tema con todo el mundo; no le ocultaba a nadie mi busca, porque siempre estaba latente la posibilidad de que alguien supiera algo, me pusiera sobre un rastro prometedor. Todos me preguntaban por qué no me suscribía. ¿No era el paso más lógico, más racional? Para eso estaban las suscripciones, que por lo demás eran especialmente corrientes en los EEUU, donde el grueso de las revistas se distribuye por correo a los suscriptores. ¿Por qué no lo había hecho? Podría enumerar mil razones: no tenía tarjeta de crédito, no sabía cómo girar dinero o comprar un cheque en dólares, desconfiaba del correo… No eran razones serias. Para los trámites del pago podía hacerme asesorar por alguno de mis muchos amigos suscriptos a revistas extranjeras; y en realidad yo nunca desconfié del correo, al contrario, soy de los pocos que nunca se han perseguido con ese temor. Creo que no me suscribí porque en el fondo nunca lo consideré necesario. Podía pasar un año entero sin encontrar en todo Buenos Aires una sola Artforum, pero sabía que tarde o temprano la encontraría, y sabía y anticipaba el placer que me daría ese hallazgo. O quizás le temía mágicamente a la interrupción de la larga serie de hallazgos y decepciones, a ese ritmo sin ritmo al que se ajustaba mi vida desde mi juventud.

    Entonces, ¿por qué me decidí? Tampoco lo sé. Porque sí, por probar algo nuevo, porque se dieron las circunstancias. Un banco me había dado inopinadamente una tarjeta de crédito (sin que yo se la pidiera), hacía cerca de un año que no encontraba una sola Artforum, y descubrí que había un modo muy fácil de suscribirse por internet… En fin: lo hice. Quizás se había vuelto demasiado absurdo no hacerlo. Al día siguiente me escribieron por correo electrónico que habían ingresado mi suscripción y ya me habían enviado el último número (the last issue), y hasta agregaban un saludo afectuoso, “best wishes for you in Argentina”; mi pobre patria estaba en las primeras planas de los diarios de todo el mundo, por ciertas catástrofes económicas. Debió de llamarles la atención que en pleno descalabro social, político y financiero, un argentino tuviera la iniciativa de suscribirse a una sofisticada revista de arte. Pero mi plata valía como la de cualquier otro; en efecto, pagué ese fin de mes cuando me llegó el resumen de la tarjeta, y para entonces ya había recibido el primer número, the last issue, lo que me produjo una alegría enorme.

    La leí, la releí, pasaba interminablemente las páginas, de atrás para adelante, de adelante para atrás, la tenía cerrada en las manos cuando miraba televisión, se la presté a Ernesto, me la devolvió, la volví a leer. Estábamos en julio. Ese número que me habían mandado era el Summer Issue, el de junio, y en los dos meses siguientes, de receso estival, la revista no sale. Debía esperar a septiembre, cosa que hice de buena gana, optimista, confiando, sin impaciencia. A esta Artforum la sentía a la vez más valiosa y menos valiosa que las otras innumerables que habían llegado a mis manos en los últimos veinte años. No la había encontrado, el azar y la suerte no habían participado, no era un milagro; pero era la primera que venía directo a mí “de fábrica”, era el alba de una nueva época de mi vida, más automática, más previsible, y también de algún modo más rica. A partir de ahora podía construir “sobre bases sólidas”: no encuentro nada mejor que este lugar común para expresar el sentimiento que me embargaba, tan ambiguo como reconfortante.

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    Pues bien, llegó septiembre, y después octubre, noviembre… La Artforum no llegó. Ahora debería hacer la historia de lo que fue esperarla durante esos meses; pero es imposible, porque la espera estuvo hecha de tantos movimientos espirituales tan pequeños, tan variados, que no terminaría nunca. En realidad, no dejé de esperar un solo instante de esa época de mi vida. Cuando empezaba un nuevo mes mi espera se renovaba, recomenzaba de cero como si nunca hubiera sufrido una decepción. Se sostenía en esa condición prístina durante toda la primera semana y algo más; después empezaba a cambiar de color, pero, curiosamente, no de fuerza. La segunda semana caía en la categoría de un atraso comprensible por la mecánica del correo; la tercera, lo mismo pero ya con matices de accidente; y al final se iba contaminando con el tono que prevalecía en la cuarta semana, que era el de lo inexplicable, de los caprichos burocráticos de una institución tan grande y compleja como es el correo internacional, en el que “puede pasar cualquier cosa”. Empezaba otro mes, y todo lo anterior se borraba, la ilusión de inminencia renacía fresca y completa, incontaminada, y el ciclo se repetía. La espera se tensaba por los dos extremos; por un lado, me habían dicho que a los suscriptores les mandaban las revistas antes de que salieran a la venta, no bien llegaban de la imprenta, quizás una semana antes de que se distribuyeran en quioscos y librerías. De modo que el día 1 de cada mes yo ya estaba esperando en serio recibirla. Pero el día 10, o el 15, también se la podía esperar en serio, porque el viaje entre Nueva York y Buenos Aires es largo, y puede haber muchos obstáculos… En cuanto a los números de los meses ya pasados, los que no había recibido y no había motivos razonables para esperar, cuando ya había salido el número siguiente, no los descartaba del todo; para ellos tenía un compartimento especial de ilusión, más bien brumoso porque nunca lo elaboré en la conciencia; podía ser, por ejemplo, que se estuviera acumulando en el Correo Central a la espera de que alguien fuera a reclamarlas, cosa que yo haría cuando me trajeran la notificación correspondiente, y eso no estaba sujeto a ningún calendario porque dependía de que hicieran un inventario de bultos sin reclamar, o reacomodaran un depósito…

    Al margen de estos pensamientos, e independiente de ellos, tenía otro más concreto respecto del motivo por el que no recibía mi querida Artforum. La robaban en el correo. Esos robos tenían una larga tradición. Todo el mundo sabía que en el correo robaban revistas, para venderlas. Saberlo, o sospecharlo con harto fundamento, no solucionaba nada. Era triste, pero no había nada que hacer. Recibí condolencias muy solidarias de mis amigos, que me contaron historias parecidas, la más deprimente de las cuales era la del que había descubierto el puesto de librero de viejo (en Plaza Italia) donde el empleado infiel del correo iba a vender su revista, y él acudía todos los meses a comprarla: la pagaba dos veces, pero al menos la tenía. Recordé las muchas veces que yo había comprado Artforums en esos puestos, y la alegría que me daba hallarlas. De pronto esa misma busca me desalentaba. Me parecía imposible como una de esas coincidencias que suceden en las anécdotas, no en la realidad. Alguien me recomendó un remedio práctico, aunque no infalible: alquilar una casilla en el Correo Central, con lo que se eliminaba parte de la cadena (no toda) en la que podía tener lugar el hurto. La descarté, nunca se me ocurriría hacer algo así. Además, podía no tratarse de un robo. Nunca me ha gustado desconfiar del prójimo, no solo por odio al prejuicio sino porque me parece que la confianza simplifica la vida y contribuye a la paz interior. Además, hacía extensiva a todo el personal del Correo la simpatía indestructible que sentía por mi cartero, que es un hombrón ingenuo y simpático, y una vez me preguntó por qué yo recibía tanta correspondencia de tantos países. Ahora, cada vez que me tocaba el timbre o me paraba en la calle para darme un sobre (porque yo camino por el barrio casi tanto como él) se me alborotaba el corazón y creía que había llegado el momento… Por no llegar, ese momento era todos los momentos. Seguía recibiendo correspondencia de todo tipo, y se me antojaba que era un geniecillo burlón el que transformaba el sobre que yo quería recibir por otro que contenía una cuenta o la publicidad de una pizzería.

    En cuanto a tomar medidas serias y concretas, no tomé ninguna. Como me ha pasado tantas veces en la vida, me conformaba a una situación contra la que cualquier otro se habría rebelado vivamente. ¿Fatalismo? ¿Cobardía? Sentía una forma extraña, retorcida si se quiere, de la satisfacción. Había hecho todo lo que podía hacer. Suscribirme había sido un gesto tan ajeno a mi comportamiento normal, tan heroico (para mí) que me justificaba en una perfecta inacción. Era como si, después de tanta incertidumbre, de tanto azar, hubiera llegado al fin del camino. Ya no podían exigirme más.

    Claro que estaba (es decir: no estaba) la Artforum, mi revista favorita, ese lujo insólito y descontextualizado de mi provincianismo, esa fuente inagotable de ensoñaciones de arte. No la tenía, y no dejaba de desearla. La deseaba más que nunca. La situación tenía algo de contradictorio, y hasta se diría de insostenible. Algo tenía que pasar.

    Pero no pasó nada. Salvo que tomé en cuenta una curiosa fantasía que me dominó por entonces, más que fantasía una alucinación, de insuperable fuerza de realidad.

    Vivo en la esquina de las calles Bonorino y Bonifacio. Sobre Bonorino, a unos pocos metros (nos separan dos casas nada más) hay una comisaría, la “38”. Los policías estacionan los patrulleros en la calle, para el lado de la esquina, y dando la vuelta. Todo el tiempo están yendo y viniendo frente a la puerta de mi casa, subiendo y bajando de los autos. Había notado que antes de subir a un patrullero, cuando llevaban armas largas, verificaban la carga, o el seguro, o algún otro mecanismo. Era casi inevitable pensar que tarde o temprano habría un accidente, que podía depender de un pequeño error de cálculo en el movimiento de las manos, o de una falla del arma, y se les escaparía un tiro. Sobre todo porque en ese entonces la televisión estaba llena de muertos por disparos policiales al quedar en medio de un tiroteo, o por balas perdidas o por cualquier otra causa semejante. Hay noticias que se ponen de moda, inexplicablemente, y ésta era la moda del momento. Un accidente puede no suceder en cien años, o puede suceder hoy… Mirando a algún policía manipulando un fusil, se me tuvo que ocurrir que se le disparara de pronto, y me acertara a mí. Unir esta fugaz fantasía con la fantasía que dominaba mi vida debió de ser tan fácil como sumar dos más dos. Sonaba el portero eléctrico en mi casa mientras estábamos almorzando. Atendía yo, porque a esa hora, que era la hora del cartero, siempre me precipitaba a atender yo. “Quién es”. “Cartero”. “Ya bajo”. Y bajaba, saltando de a cuatro escalones, presa de una deliciosa expectativa veteada de cautelas de fatalismo. Abría la puerta. Aparecía la cara redonda del cartero, que me tendía una carta certificada, y mientras yo firmaba sacaba otros sobres de la saca de cuero… “Esto también es para usted…”. Y todavía algo más… Yo ya lo había visto: un sobre blanco, cuadrado, con un logo impreso en azul: ARTFORUM. Mi alegría era inmensa, era la recompensa de tanta espera, de tanta decepción. La tomaba como en un sueño. Como todas las cosas que uno ha esperado mucho, al hacerse real había perdido gran parte de su realidad, la había ido dejando en jirones en el camino sinuoso del deseo. Y en el momento en que la tenía en mis manos, se disparaba el fusil de un policía torpe en la vereda de enfrente, y de todos los sitios donde podía terminar la bala (en alguno tenía que terminar) terminaba en mí, en mi corazón. Tenía adelante al cartero, pesado y corpulento, pero la bala venía de lado, en diagonal, y me daba a mí sin rozarlo a él; en un primer momento no se daba cuenta de lo que pasaba; el ruido no era gran cosa: un estampido seco difícil de ubicar, como todos los ruidos breves. Veía la pequeña sacudida de mi cuerpo, y quizás mi expresión atónita, pero no coordinaba causa con efecto, no sabía que hubiera una secuencia de causa y efecto. Yo tampoco lo sabía, y no tenía tiempo de averiguarlo, porque ya estaba muriendo, antes de caer. Una bala de grueso calibre que hace un agujero en los delicados compartimentos del corazón no tiene apelaciones. Pero aun así tenía tiempo: tenía el instante supremo de morir. Me doblaba, caía, y el cartero en su desconcierto no atinaba a sostenerme, yo me derrumbaba cabeza abajo por los escalones, los sobres resbalaban de mis manos, todos salvo uno, el de la Artforum, la felicidad de cuya posesión me duraba todavía, anacrónica, confundida con la inmensa tristeza de morir, de dejar el mundo que había amado tanto. ¿Quién dijo que una herida en el corazón no sangra? Mi cuerpo se había vuelto una fuente; litros y litros de sangre roja, que brillaba como un gran rubí bajo el sol del mediodía corrían en círculo a mi alrededor, un vórtice en el que me hundía para siempre, aferrado a mi Artforum

     

    Este texto forma parte del libro Artforum, publicado el 2014 por editorial Blatt & Ríos.

  414. Aligerar la vida: bienestar, economía y consumo

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    La modernidad podría definirse por lógicas estructurales como la racionalización, la diferenciación funcional, la individuación, la secularización e incluso la mercantilización del mundo. Pero es igualmente posible esclarecer la cuestión por un camino más metafórico, echando mano de un modelo sensible, sugerente o simbólico. Desde este punto de vista, ninguna idea aclara mejor la dinámica de las sociedades modernas que la de “aligeramiento de la vida” y de lo que con toda justicia se ha llamado “guerra de lo ligero contra lo pesado”.

    Este programa empieza su aventura filosófica en los siglos XVII y XVIII. Cabalga a lomos de la fe en la Razón científica, moral y política. Se ponen las máximas esperanzas en la acción revolucionaria, pero también en los progresos tecnocientíficos que permitirán alcanzar una vida mejor, mitigar el apremio de las necesidades, eliminar el peso asfixiante de la pobreza y el sufrimiento. No se quedó en un simple sueño. Desde finales del siglo XVIII concluye la época de los grandes estragos del hambre y la peste. Poco a poco desaparecen las grandes hambrunas, mejora la salud, se reduce la duración media del trabajo. Son muchos los fenómenos que expresan el inicio de la aventura moderna del alivio de la existencia, gracias a unas condiciones materiales menos abrumadoras.

    Inaugurada en la época de las Luces, la lucha de lo ligero contra lo pesado cruza un umbral decisivo desde mediados del siglo XX con la aparición de las economías de consumo. En las economías desarrolladas proliferan por doquier los bienes dedicados a facilitar la vida cotidiana (higiene y confort de la vivienda, electrodomésticos, automóvil), pero también a informar y comunicar (televisor, teléfono, ordenador, Internet), a embellecer (ropa de confección, cosméticos, objetos decorativos), a divertir (televisión, equipo estéreo, música, cine, juegos, turismo). Si el universo consumista está íntimamente relacionado con el movimiento de aligeramiento de la vida es porque no deja de multiplicar las ofertas de confort, de desarrollar las facilidades, comodidades y atractivos del bienestar material.

    “La economía se ve reorganizada por el principio de ligereza, ya que el capitalismo de consumo funciona estructuralmente con la seducción, la frivolidad y la renovación perpetua de los modelos”.

    Con la era consumista triunfa una cultura cotidiana que ostenta el sello de la ligereza hedonista. Por todas partes se anuncian recargadas imágenes de evasión y promesas de placer. En las paredes de las ciudades se exhiben signos de felicidad perfecta y de erotismo liberado. Las representaciones visuales del turismo y de las vacaciones rezuman un aire de felicidad paradisíaca. Publicidad, proliferación de las formas de emplear el tiempo libre, animaciones, juegos, modas: todo nuestro mundo cotidiano vibra con cantos a la distracción, a los placeres del cuerpo y los sentidos, a la ligereza de vivir. Al difundir imágenes de felicidad consumidora, de diversión y erotismo, la civilización consumista proclama su ambición de liberar el principio de placer, de apartar al hombre de su larguísimo pasado de carencia, coerción y ascetismo. Con el culto al bienestar, a la diversión, a la felicidad aquí y ahora, triunfa un ideal de vida ligero, hedonista y lúdico.

    Al mismo tiempo, la propia economía se ve reorganizada por el principio de ligereza, ya que el capitalismo de consumo funciona estructuralmente con la seducción, la frivolidad y la renovación perpetua de los modelos. Lógicas que indican el advenimiento de un sistema-moda que gobierna el orden de la producción y de las necesidades. En este contexto, los objetos no se definen ya exclusivamente por su estricto valor de uso, sino que adquieren una connotación lúdica o tendencia que los hace bascular hacia lo ligero: todo objeto, en el límite, se vuelve gadget cargado de inutilidad y de seducción lúdica. Ya no es la gravedad de las máquinas de producción, sino una especie de ligereza transestética lo que envuelve los bienes de consumo. Todo a la vez, utilitario, estético, gadget, el objeto de consumo no solo es cada vez más ligero físicamente, sino que se inserta en una dimensión simbólica frívola: se promueve tanto por sus servicios “objetivos” como por el placer, la evasión, la distracción que proporciona. Lo ligero aparece como el emblema o la tonalidad dominante del mundo de las economías de consumo.

    El capitalismo de consumo y hoy de hiperconsumo representa una mutación en la historia social y cultural de la ligereza. Hasta entonces, esta se refería a fenómenos que, delimitados en el tiempo y en el espacio (fiestas, juegos, espectáculos), estaban regidos bien por la tradición, bien por los códigos de la vida mundana (la apariencia, la moda, la conversación). Esto ya no es así. La ligereza, en la era del omniconsumismo, se impone como norma general, ideal universal y permanente, principio fundamental de la vida en sociedad, estimulado por el orden comercial. Por obra y gracia del consumismo, vivimos el tiempo de la legitimación y generalización social de la ligereza, celebrada como valor cotidiano y modo de vida para todos.

    Lo ligero, en el pasado, remitía a esferas de la vida social consideradas secundarias y periféricas. El cambio es radical en este plano: producida y exigida por el propio sistema económico, difundida por los medios de masas, la ligereza es hoy un clima general, al mismo tiempo que una dinámica central que se aloja en el núcleo del mundo productivo y comercial. Estamos en un momento en que lo ligero ya no se opone a lo serio, dado que toda una parte de nuestra realidad más material y más neurálgica no se separa ya de lo frívolo: no se trata ya solo, como en el humor, de hablar con ligereza de cosas serias, sino de producir un mundo comercial con la apariencia de lo ligero.

    La mutación es igualmente tecnoeconómica. Hasta mediados del siglo XX, los sectores que desempeñaban un papel determinante en el desarrollo económico eran las industrias del carbón y del acero, las industrias hidroeléctricas y químicas, las máquinas-herramienta. El crecimiento viene dado por las industrias mineras y los grandes equipos colectivos; aquí las producciones pesadas son las fundamentales, ya que los bienes de consumo duraderos tienen una difusión social todavía muy limitada. Cierto que estos progresan con mucha rapidez a partir de 1920 en Estados Unidos, pero solo después de la Segunda Guerra Mundial la economía de lo ligero se vuelve preponderante, con el advenimiento del capitalismo de consumo de masas.

    En esta nueva economía, el impulso del desarrollo se apoya en la producción de servicios y bienes de consumo duraderos. La sociedad de consumo se define por la primacía de los servicios y bienes ligeros sobre las producciones y equipos pesados. En la actualidad, el consumo de los hogares de Francia y Estados Unidos representa respectivamente el 60% y el 70% del PIB de estos países: se ha convertido en el principal factor de crecimiento de nuestras economías.

    Tenemos, pues, un sistema económico que produce grandísimas cantidades de bienes materiales destinados al consumo de hogares, pero también de servicios cuyo papel en la economía no deja de aumentar. Economía de servicios y “sociedad de la información” están íntimamente ligados y constituyen lo que a veces se llama “capitalismo inmaterial”, es decir, una economía en la que la creación de valor se basa sobre todo en recursos inmateriales (innovación, marca, conocimiento, organización, etc.) y en la que una gran parte del producto es también inmaterial. De los bienes materiales a los servicios, el orden de lo “ligero” reestructura nuestras economías.

     

  415. Imágenes residuales

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    Supongo que no hay otro momento en la historia en el que las personas hayan podido acceder con tanta facilidad como hoy a un inmenso archivo de grabaciones, registros audiovisuales, películas, imágenes. El descomunal depósito que es YouTube no tiene equivalencia ni parangón con nada que esté escrito, editado o impreso. No tiene principio ni fin. Tampoco orden o desorden. Es un sitio que puede provocar la sensación de horror por su exceso de posibilidades o, por el contrario, despertarnos la curiosidad por buscar, zambullirse y perder el tiempo hasta lograr alguna experiencia que nos importe, sea esta una canción, una conferencia o una escena de una película que nos remita al pasado.

    Lo que digo es evidente para la mayoría de los jóvenes; no tanto para una cantidad de adultos que se resisten a este territorio en nombre de la tradición o la ignorancia. Desconocen que YouTube es el sitio al que muchos acuden para evadir la soledad con entretención, datos prácticos, cultura, humor y, sobre todo, imágenes sacadas de la realidad. Tras esta preferencia, hay una moral que no aspira a la asepsia sino al realismo brutal, poroso, que le concede a lo amateur un estatus de verdad superior a lo que diseñan los expertos. Es sintomático este gusto que sospecha de los adornos, de la pretensión y que se contenta con los registros de lo que acontece. Es una estética que asocia la precariedad de las imágenes, de preferencia captadas por un teléfono celular, con la autenticidad.

    Me refiero a las grabaciones en las que se revelan situaciones omitidas por los medios y que son, a la vez, evidencias y denuncias breves que se popularizan en cuestión de minutos. A veces terminan cambiando la agenda noticiosa de un país, en la medida en que muestran lo que se sabe de oídas y muchos quieren censurar.

    La estética de estos videos, en los que caben desde las imágenes de las cámaras de seguridad hasta las grabaciones a escondidas, viene a desarmar lo construido por la televisión como verosímil. La existencia pública y la circulación de esta nueva visualidad se la debemos a YouTube, que sin duda ha modificado nuestra sensibilidad e imaginario.

    Entonces me pregunto si los intelectuales y artistas pueden saltarse la rutina de revisar YouTube y detenerse en estos videos, en este nuevo pop. Me lo pregunto porque en esas indagaciones uno se topa con una cantidad de material que es tan variado como inquietante. Por ejemplo, al buscar qué hay sobre Bertrand Russell, uno se encuentra con una serie de entrevistas al filósofo, algunas subtituladas; con profesores de diversas razas hablando de él; con documentales sobre su vida y obra. Al mismo tiempo, con otros videos que tienen escasa relación con Russell, pero sí con las letras de su nombre. Son asociaciones vinculadas con las combinaciones de las letras y otros algoritmos.

    El asunto es que uno puede saltar desde lo que empezó indagando hacia lo que el impulso dicta. El resultado puede alcanzar el nivel de un hallazgo de arqueología visual cuando la suerte acompaña y la concentración no decae. Así fue como pasando de un video a otro encontré un programa de televisión peruano de los años 80, en el que Mario Vargas Llosa hace de corresponsal en Chile durante la dictadura. Aparece joven y combativo. Está en el entonces llamado Café del Cerro. Habla de la contingencia, luego conversa con Eduardo Gatti y el director de la revista La Bicicleta. Finalmente, Vargas Llosa le da la palabra a Rodrigo Lira, pero el poeta, aterrado, calla.

  416. El libro becerro

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    Valle de Copiapó, jueves 26 de octubre de 1540. El conquistador don Pedro de Valdivia, enfundado en su armadura de hierro, con todas sus armas, la adarga en el brazo izquierdo y la espada desnuda en la mano derecha, corta ramas, levanta piedras y las mueve de un lado para otro como si luchara contra un enemigo invisible. La hueste de españoles e indios es testigo de un desafío. Valdivia declara tomar posesión del valle y sus indios, así como de toda la gobernación que arranca de ahí en adelante. “Y si alguna persona o personas había que se lo contradijese o defendiese, que él se mataría con la tal persona o personas”. Para sustentar el reto sale a un campo vecino a esperar al contrincante. Acabado el despliegue de gestos y símbolos, Valdivia se vuelve a su escribano personal, Luis de Cartagena, y le pide que anote y testimonie lo ejecutado con pluma y papel. El registro escrito de esta ceremonia de raíz medieval será el primer texto redactado en el territorio y el arranque del primer libro escrito en Chile.

    Pedro de Valdivia y Luis de Cartagena eran, sino íntimos, al menos cercanos y de confianza. Cuando en marzo de 1540 el conquistador de Chile comenzó esta aventura de colonizar el infamado Chile, apenas 12 hombres lo siguieron. Entre esos primeros que salieron del Cuzco hacia Chile estaba Luis de Cartagena. Lanzada la modesta columna, se le fueron agregando integrantes hasta completar 150 españoles y cerca de mil indios.

    Tras un año de fatigas y peligros, la expedición llega al valle del Mapocho. El 12 de febrero de 1541 Valdivia funda la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo. El breve texto del acta de su fundación es redactado por Luis de Cartagena. El 7 de marzo siguiente se instaura el primer Cabildo. El documento que testimonia su creación también es compuesto por Luis de Cartagena. Una semana más tarde, Cartagena recibe el nombramiento oficial como escribano público y del Consejo y Cabildo de Santiago. Para cumplir con esta tarea se provee de un grueso volumen en el cual registrar las reuniones y las decisiones tomadas por el Cabildo. Este será el primer libro escrito en Chile.

    Así, siguiendo el ritmo de la primera conquista, el libro del Cabildo irá dando cuenta de los detalles de la incipiente vida urbana: el repartimiento de sitios para edificar viviendas, el acceso de los vecinos a las acequias, el salario de los zapateros y los peluqueros y el nombramiento de funcionarios públicos desde un negro esclavo como pregonero hasta, tras una simulada resistencia del beneficiario, la investidura por parte del Cabildo de Pedro de Valdivia como gobernador de Chile.

    El maltrato sufrido por el primer libro de Chile es el inicio de la atrabiliaria y arrogante administración de Hurtado de Mendoza, quien arrasa con la autoridad local y las prerrogativas de los primeros conquistadores.

    Esta rutina inaugural, anotada por Cartagena en el libro de Actas, será interrumpida el 11 de septiembre de 1541, cuando la ciudad de Santiago es atacada y destruida por los guerreros del cacique Michimalonco. Los españoles y sus indios auxiliares quedan con lo puesto, la ropa y las armas, nada más. Valdivia, en carta al rey Carlos V dará cuenta de esta destrucción, señalando que el único sustento para alimentar a la incipiente colonia es un chancho, una chancha, dos puñados de trigo, un pollo y una gallina. Y entre las muchas calamidades de aquella jornada, Cartagena encaja una de su especial incumbencia y responsabilidad: la destrucción del libro de actas del Cabildo de Santiago. Con el incendio no solo ha desaparecido el registro de los primeros hechos de la Conquista, también se han esfumado los documentos que respaldaban legalmente la creación del Chile hispano. La historia y la ley asentadas por escrito ya no existen.

    Ante la necesidad de preservar los sucesos y acuerdos del Cabildo, el escribano deberá reconstruir el volumen de memoria. Pero esa no será la mayor dificultad. En el incendio se ha quemado todo el papel disponible. Para rehacer la pieza destruida, Cartagena rebusca y utiliza cualquier material que le sirva de soporte más o menos adecuado para un nuevo libro. Recurre al reciclaje de cartas viejas y otros papeles y, como en épocas muy antiguas, utiliza “cueros de ovejas que se mataban”. De este modo, ingenioso y tenaz, el escribano del Cabildo reescribe lo acontecido hasta ese fatídico 11 de septiembre en un desconcertante volumen confeccionado de papeles viejos y pieles de animales. Desde entonces este segundo ejemplar será conocido como Libro becerro (denominación común a otros libros de la conquista americana).

    Los dos años siguientes serán atroces. A los rigores de la guerra y el aislamiento se sumará el hambre. Los conquistadores, vestidos con pellejos de animales y ponchos indígenas, deberán edificar, sembrar la tierra y hasta velar el sueño con las armas en la mano. La única esperanza de supervivencia para la destrozada hueste es recibir auxilios de Perú. Para ello Valdivia organiza una columna de cinco jinetes bajo el mando de Alonso de Monroy, y como argumento decisivo para entusiasmar a los españoles con Chile, funde todo el oro disponible y forja con este herraduras, estribos, frenos, aperos, platos y demás utensilios metálicos. Así, cubiertos de oro mal disimulado por pieles y herrumbre, se lanzan a la desesperada misión de rescate a través de cientos de kilómetros de territorio alzado.

    La dura espera de los españoles de Chile se prolongará dos años. Este desamparo se refleja en el Libro becerro, que señala apenas una reunión del Cabildo durante el período. El siguiente registro está fechado el 29 de diciembre de 1543. La ocasión no puede ser más feliz. Alonso de Monroy ha regresado con refuerzos de hombres y recursos para sostener la conquista. Gracias a estos socorros se realiza la solemne reapertura del Cabildo y Consejo de la ciudad. Al comenzar la sesión, el escribano Cartagena penetra en el recinto donde se reúne la corporación portando un grueso libro. Se encuentran presentes Pedro de Valdivia y los principales capitanes y miembros del Consejo Municipal. Ante ellos lee un texto. Como repasando los desastres compartidos, recuerda la rebelión de los indios del Mapocho y Aconcagua, el ataque contra la ciudad recién fundada, el incendio de la población y el peligro inminente de rendir sus vidas. Advierte entonces que entre las víctimas de la catástrofe se debe contar al libro de Actas del Cabildo y que, para reconstruirlo, debió recurrir a papeles viejos y cueros de oveja. Sin embargo, agrega, esta segunda versión del Libro de Actas sufrió una suerte aún más infausta. Como la destrucción de la ciudad no le dejó siquiera un cajón donde guardar el volumen, los papeles reciclados comenzaron a despedazarse. En cuanto a los cueros que fungieron de páginas, fueron devorados por los perros.

    Es entonces que viene la solicitud del escribano. Habiendo llegado papel con el rescate de Monroy, el obstinado Cartagena ha confeccionado un nuevo libro y pide que se le conceda el auxilio de una o dos personas que lo ayuden a reescribir, en este tercer ejemplar, lo perdido en la destrucción de los dos libros anteriores. Es decir, desde febrero de 1541 hasta enero de 1544. Esto significa encarar una labor de memoria, entrevista e investigación histórica. El Cabildo designa a los otros dos escribanos que hay en Chile, Juan Pinel y Juan de Cárdenas, para que lo ayuden en la tarea. El primero es el más viejo del grupo y el único que ostenta el título de escribano real. El otro, Juan de Cárdenas, según testimonios judiciales de la época “era un hombre como charlatán”. Este equipo será el encargado de reconstruir la tercera versión del Libro becerro.

    Cartagena pide, además, que una vez realizada la tarea de reescritura, los miembros del Cabildo revisen la obra y la aprueben firmando al final de cada año. Y en caso de que encuentren alguna falta, error u omisión, lo vuelvan a acordar, agreguen, corrijan y asienten lo que estimen necesario. Esta faena de escritura y revisión producirá, sin duda, distorsiones y contaminaciones entre el primer volumen, el segundo y este último.

    Aprobada la solicitud de Cartagena, el equipo de escribanos se lanza en la pesquisa y reconstrucción de los textos perdidos. En cuanto a las nuevas informaciones y acuerdos ahí reseñados desde esa fecha en adelante, el Libro becerro retoma un compás de vida urbana corriente.

    A fines de 1547 Valdivia decide viajar a Perú en busca de refuerzos para acometer la invasión del territorio mapuche. Para sorpresa de los españoles de Chile, el gobernador autoriza que aquellos que quieran abandonar el territorio, podrán hacerlo con él en el buque Santiago que se encuentra anclado en la bahía de Valparaíso. No son pocos los que quieren irse, entre ellos el anciano escribano Juan Pinel. Valdivia y el grupo de viajeros se dirigen a Valparaíso para embarcar hacia Perú. Llegados a la bahía, suben sus pertenencias a la embarcación, incluido todo el oro. Pero antes de partir Valdivia les ruega que bajen a tierra y lo acompañen para una cena de despedida. Estando ahí, bien comidos y bebidos, el gobernador se escabulle hacia la playa, embarca y escapa con el oro de estos desventurados. Este vil despojo, perpetrado con el fin de financiar la continuación de la Conquista, deberá ser formalizado mediante una constancia escrita. Por orden de Valdivia, el ingrato trámite es ejecutado por Luis de Cartagena. Y peor aún, Cartagena es muy cercano a su colega Juan Pinel. Viven en la misma casa y el primero considera a este último como su padre. Producto de esta cruel decepción, Juan Pinel caerá en una profunda depresión que lo llevará al suicidio. Esta infame maniobra distanciará al escribano Cartagena del gobernador y tendrá inesperadas consecuencias en su labor de escritura.

    Valdivia regresa de Perú en junio de 1549. Su viaje ha sido un éxito. No solo ha conseguido refuerzos militares, sino también ha obtenido el nombramiento oficial de gobernador de Chile por el virrey de Perú. Pero este respaldo significará una intervención más frecuente del virrey en los asuntos de Chile y su Cabildo. En junio de 1550 el Cabildo capitalino recibe una carta en la que, sabiendo que en Chile, tras la muerte de Juan Pinel, no hay escribanos reales, ordena que se nombre como escribano del Cabildo de Santiago al recién llegado Antonio de Valderrama. A Valdivia no le queda más que acatar. Esto significa el despido del esforzado Luis de Cartagena y la entrega del Libro becerro por el hecho de carecer de un título de “Su Majestad”.

    Gracias a los refuerzos obtenidos en Perú, Valdivia se lanza a la campaña militar que lo llevará a la muerte. El Libro becerro del Cabildo de Santiago, entretanto, volverá a su rutina de burocracia municipal. Esta monotonía se verá violentamente alterada el 11 de enero de 1554, cuando en la sesión de la corporación se lea una carta que informa de la muerte de Valdivia en Tucapel. En la emergencia el Cabildo de Santiago desplegará una entereza poco común. Por tres años, entre 1554 y 1557, sostendrá el mando ante las calamidades de la guerra. La muerte de Valdivia, la derrota consecutiva de los ejércitos españoles, el abandono de numerosas ciudades, la destrucción de Concepción, las campañas de Lautaro sobre Santiago y las reyertas entre Francisco de Aguirre y Francisco de Villagra por hacerse del poder.

    Luego del despido de Luis de Cartagena, los escribanos que le sucederán no tendrán la regularidad de su gestión. Al poco tiempo de su nombramiento, el escribano Valderrama será sustituido por Pascual de Ibazeta. Dos años más tarde este será reemplazado por Diego de Orué. La renuncia del escribano Orué en octubre de 1556 nos permitirá asomarnos a la materialidad de este libro. Pascual de Ibazeta, nombrado escribano del Cabildo de Santiago en lugar de Orué, informa en sesión del 27 de octubre de ese año que el Libro becerro tiene 309 fojas “escritas en todo y en parte” entre las cuales está cosido el testamento del gobernador Pedro de Valdivia.

    En mayo de 1557, cuando los mayores peligros de la guerra han sido conjurados por la acción del Cabildo de Santiago, arriba a la capital una columna de hombres fuertemente armados. Vienen de La Serena en representación del nuevo gobernador don García Hurtado de Mendoza. La partida penetra violentamente en el recinto del Cabildo para imponer la voluntad del nuevo gobernante. Incluso traen las mechas de sus mosquetes encendidas, listos para disparar. Producto del innecesario despliegue de violencia, las pavesas de las mechas caen en la mesa del Cabildo sobre las tapas del Libro becerro. Esta demostración de fuerza, simbolizada en el maltrato sufrido por el primer libro de Chile, es el inicio de la atrabiliaria y arrogante administración de Hurtado de Mendoza, quien arrasa con la autoridad local y las prerrogativas de los primeros conquistadores. Tres meses después, el 7 de agosto de 1557, el Libro becerro anota su último registro de una sesión del Cabildo de Santiago.

    Tras la expulsión del cargo del escribano del Cabildo de Santiago, Luis de Cartagena se trasladó a La Serena. Se sabe que en 1570 era regidor del Cabildo local y que en 1573 era elegido alcalde de la ciudad. En 1577 ostentaba el cargo de protector de indios y ese mismo año recibía, finalmente, un título oficial de Su Majestad, pero curiosamente no de escribano, sino de contador. Gracias a esta acreditación pudo sobrevivir dignamente. Hay constancia de que Cartagena vivía en 1587 y que entonces tenía 74 años. Las fuentes consultadas no registran la fecha de su fallecimiento. La obra de su vida, el Libro becerro que contiene las Actas del Cabildo de Santiago entre 1541 y 1557, se preserva en la bóveda del Archivo Nacional de Santiago. 

  417. Trazar la luz

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    Leonardo Sbaraglia maneja por una carretera escuchando música clásica en un Audi negro. La cabina parece aislada del exterior: un paisaje seco y montañoso donde la ruta se pierde sinuosa en una interminable doble línea continua. Tras una curva, la inesperada aparición de un Fiat desvencijado le recuerda que no está solo en el mundo. Sbaraglia intenta adelantar, pero el auto viejo se lo impide. El tercer cortometraje de la película argentina Relatos salvajes termina con los dos conductores muertos junto a un puente en medio de la nada. Un poco más allá, pasando ese puente, yendo desde Cafayate a Salta por la Ruta Nacional 68, se encuentra el desvío a la finca Altura Máxima, donde está el llamado “Museo de la Luz”.

    Situada en la finca, a 2.700 msnm en el noroeste argentino, la bodega Colomé es considerada la viña más alta del mundo. Allí, su propietario Donald Hess, un empresario visionario y coleccionista de arte suizo, montó el James Turrell Museum, un espacio de 1.700 metros cuadrados dedicado exclusivamente a la obra del gran artista norteamericano, con piezas que reúnen 50 años de trayectoria montadas en nueve impresionantes salas.

    “La luz tiene una gran importancia y forma parte del arte desde hace mucho, mucho tiempo”, cuenta Turrell en un documental realizado por la Deutsche Welle. “Pero yo no quería hacer algo donde la luz solo se reflejara, como en un cuadro o una fotografía. Yo quería trabajar con la propia luz”.

    James Turrell descubrió su fascinación por la luz cuando niño, agujereando las cortinas de su pieza con un alfiler para dibujar las constelaciones que no podía ver cuando lo dejaban encerrado a oscuras. Nació en Los Angeles, Estados Unidos, en 1943. A los 16 años obtuvo licencia de piloto y a los 22 se graduó en Psicología Perceptual. Cuáquero practicante, estudió geología, astronomía y matemáticas. Desde hace 40 años trabaja en el desierto de Arizona, transformando el cráter de un volcán extinto en un monumento espacial de dimensiones planetarias, para poder observar la luz del cielo y los movimientos de las estrellas.

    En el libro Cataratas, John Berger sugiere que el secreto de la visibilidad es que la luz y aquello que ilumina llega en el mismo instante. “Un espacio está lleno de luz”, escribe, “igual que un vaso puede estar lleno de agua”. Es difícil explicar lo que provocan las obras de Turrell que vemos en el museo. Al trabajar con la luz, al mismo tiempo trabajan con la percepción. En City of Arhirit (1976), un largo pasillo atravesado por iluminadas salas de colores sin márgenes, o en Spread (2003), una instalación de 400 metros cuadrados en la que el espectador atraviesa una pared aparentemente plana para entrar a una vasta dimensión paralela, Turrell consigue articular un vínculo omnisciente, creando intimidades sobrecogedoras y concibiendo inusuales espacios místicos que nos enfrentan, más que a una obra, a una zona dentro de nosotros mismos.

    “Trato de buscar la manera en que podamos sentir la luz en un aspecto espiritual. Si pensamos en las experiencias cercanas a la muerte, vemos que siempre, al describirlas, se usa vocabulario vinculado a la luz”, ha dicho el artista.

    De las nueve obras adquiridas por Hess en 20 años, cuatro toman luz del exterior y se transforman durante el día. Una obra en particular, titulada Unseen Blue, se beneficia de las condiciones de la atmósfera, el color del cielo y el bajo nivel de humedad que hay en la zona.

    “¿No habéis jamás experimentado, al ingresar en una de estas salas, el sentimiento de que la claridad que flota, difusa, en la pieza, no es una claridad ordinaria, sino que posee una cualidad rara, un peso particular?”, escribe Junichiro Tanizaki en su famoso ensayo Elogio de la sombra. Ahí, el autor japonés dice creer “que la belleza no es una sustancia en sí, sino nada más que un dibujo de sombras, un juego de claroscuro producido por la yuxtaposición de sustancias diversas”. Para Turrell, esas sustancias son los colores del espectro visible.

    luz

  418. Las vueltas del centro

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    A diferencia de otras capitales, en Santiago el centro histórico es el territorio que más hogares atrae, lo que se conoce como “densificación urbana”. Este fenómeno rompió una tendencia de años de despoblamiento, que se hizo crítica tras el terremoto de 1985.

    La idea de repoblar el centro toma fuerza en 1990, con la llegada de Jaime Ravinet a la alcaldía de Santiago, donde estaría 10 años. En su administración se crea un subsidio para incentivar la compra de viviendas, se flexibilizan los planes reguladores y se crean entidades dedicadas a promover la construcción de edificios.

    En esto no estaba solo. La meta de densificar la capital era compartida por la mayoría de los expertos y sus argumentos eran atendibles. Al densificar el centro se podría aprovechar su valiosa red de infraestructura y las personas vivirían más cerca de sus trabajos, evitando que la ciudad siguiera expandiéndose sobre suelos agrícolas y se crearan barrios alejados y con pocos servicios.

    Pero como el despoblamiento tenía larga data, costó pararlo. El punto de inflexión ocurre en 1997, cuando la comuna de Santiago duplica su participación sobre la construcción de viviendas del área metropolitana, llegando a 9%. Siete años después sube a 21% y en 2009 alcanza su peak cuando un tercio de los capitalinos decide comprar su vivienda en esta comuna.

    ¿Por qué se logró cambiar la tendencia? La primera explicación es cultural y socioeconómica. Fueron los hogares los que cambiaron, o para ser más precisos, se achicaron: mujeres y hombres solteros, estudiantes, divorciados, parejas sin hijos o con uno vieron el centro como el lugar perfecto para vivir. El segundo factor fue la congestión vehicular. El sueño de la casa comienza a desdibujarse cuando el tiempo de viaje al trabajo se acerca a una hora, y se transforma en una pesadilla luego del Transantiago. Muchas familias deciden sacrificar patio por proximidad.

    Sin embargo, el resultado no es tan feliz. Junto con los beneficios de vivir más cerca, aparecieron los problemas derivados de multiplicar entre cinco y 20 veces la población de una manzana. Las calles no dan abasto y los conflictos ciudadanos escalan, debido a que la construcción en altura implicaba tener ruidos molestos por meses y una pérdida permanente de atributos de vista, patrimonio y privacidad.

    Al rechazo general hacia las grandes torres, se sumó el de los propios habitantes del repoblamiento, que empezaron a presionar a los alcaldes para frenar la densificación. Esto se ha traducido en planes reguladores más restrictivos y un desplazamiento de los edificios. Hoy la comuna de Santiago ha bajado su ritmo de construcción, aunque ello no impide que aparezcan nuevos problemas. Muchos departamentos se usan como bodegas, hoteles informales y para el comercio sexual. Además, pisos completos están siendo comprados por inversionistas que los destinan a arriendo sin un control efectivo del pago de gastos comunes, complicando la mantención de los espacios comunes.

    Por otro lado, como algunas constructoras bajaron sus costos al máximo, la vejez de las torres ha sido dura, lo que es complejo cuando hablamos de edificios de 20 pisos relativamente nuevos, que lucen como ruinas prematuras, con síntomas de deterioro que podrían elevar los usos no deseados.

    No sabemos cuantos están en esta condición, pero basta que sea una fracción mínima para que el problema sea mayor: Entre 1990 y 2015 se aprobaron 155 mil nuevos departamentos en la comuna de Santiago, cifra superior a todas las viviendas que tienen Valparaíso o Concepción. Si un 1% fuera afectado por estos síntomas, estaríamos hablando de 20 o 30 torres que posiblemente haya que demoler o intervenir con programas sumamente complejos, que desconocemos, pero que tendremos que comenzar a pensar e implementar pronto.

  419. Lobos en la corte británica

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    Los líos de faldas del rey Enrique VIII de Inglaterra han sido fuente inagotable para las intrigas novelescas y cinematográficas, que se han concentrado en el perfil lascivo del Rey y en el desplante casquivano de sus amantes. El affaire más famoso es el que mantuvo con Ana Bolena, su segunda esposa (del total de seis que acumuló durante 38 años de reinado), pues llevó al monarca de la dinastía Tudor a enfrentarse con el Papa Clemente VI –aliado político de Catalina de Aragón, la primera mujer de Enrique–, y finalmente a cortar los lazos de la isla con la Iglesia de Roma.

    El guión de Wolf Hall, del dramaturgo Peter Straughan (adaptación de dos novelas de Hilary Mantel, En la corte del lobo y Una reina en el estrado) relata la pasión de Enrique y Ana desde el punto de vista de un outsider de la corte: Thomas Cromwell, un abogado de origen humilde que usa su olfato político para ascender socialmente, ganarse el oído de Enrique y convertirse en su mano derecha.

    Wolf Hall comienza en 1529. Enrique lleva dos décadas reinando y dos años tratando de disolver su matrimonio con la hija de los reyes católicos españoles, Catalina de Aragón –que no ha podido concebir un heredero hombre–, para casarse con Ana Bolena. La misión de anular la alianza está en manos del padrino político de Cromwell, el cardenal Wolsey, quien no logra la venia del Papa y cae en desgracia por su fracaso. Cromwell aprovecha su momento y despliega todo su talento, todo su pragmatismo y sigilo, para moverse entre los lobos de la corte y mover las piezas que le permitirán acumular más poder. Según la serie, es él quien alienta a Enrique a no arrodillarse ante el Papa (“Usted debe convertirse en el único líder supremo de este reino”) y a independizarse de Roma, instalando así los cimientos de la Inglaterra protestante, que competiría con España y Francia por el liderazgo europeo. La serie finaliza en 1536, cuando Bolena, que tampoco pudo darle un heredero a Enrique, es ejecutada por traición tras un juicio amañado por Cromwell.

    Más allá de los elogios a la puesta en escena y a las actuaciones, Wolf Hall fue acusada de tergiversar la historia y ser tendenciosamente anticatólica. Esto es patente en la rivalidad política e intelectual de Cromwell con Tomás Moro; mientras el primero es representado como un patriota moderno que sintoniza con el bajo pueblo y que se niega a usar la tortura para conseguir sus propósitos, Moro es caracterizado como un inquisidor reaccionario, más leal a Roma que al rey inglés. Por otra parte, Wolf Hall también abrió un debate intelectual que invitó a reevaluar los nefastos efectos que dejó la reforma protestante en la isla, cuya génesis sería más política que religiosa.

    Considerando que la serie –estrenada en 2015– no esperó la novela que le falta a Mantel para completar su trilogía sobre Cromwell, cabe preguntarse cuál es su significado hoy en día. En el contexto del Brexit (el abandono del Reino Unido de la Unión Europea), la serie parece querer exaltar la diferencia de una Inglaterra autónoma, que navega con timón propio y de espaldas a Europa. Sin embargo, la clave está en el montaje paralelo de la secuencia final, cuando Cromwell prepara y observa la decapitación de Ana Bolena. Sus ojos trémulos al conversar con el verdugo y al ver morir a la reina –él se da cuenta que morirá de la misma manera– parecen preguntarse si acaso ha luchado por la causa correcta y si la sangre derramada ha valido la pena.

  420. El yo quebrado

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    Es difícil fijar un punto donde la autobiografía se convirtió en un problema central de la historieta. Algo, que más allá de una tradición que contempla exponentes tan disímiles como Robert Crumb, Alison Bechdel, Chester Brown o Marjane Satrapi, Lewis Trondheim o Keiji Nakazawa, ha sido apenas abordado en Chile, a pesar de los poderosos trabajos que Marcela Trujillo viene publicando desde hace más de una década, las lecturas de lo cotidiano de Vicente Cociña y, en menor medida, lo que hizo Vicente Plaza en Las sinaventuras de Jaime Pardo.

    Anoto esto porque No abuses de este libro de Natichuleta y Gay gigante de Gabriel Ebensperger vuelven sobre el tema de la biografía. En ambos casos, se trata de su debut en el cómic. Ambos sortean con eficacia y sofisticación un problema técnico. Mal que mal, en la narrativa ilustrada el acto de representar la experiencia evade toda presunción de inmediatez y se convierte en una pregunta por el funcionamiento del lenguaje mismo, como si el yo se enmascarara para hacerse cargo, con mayor libertad, de su propio relato.

    Organizada a partir de un hecho puntual (la renuncia del protagonista a la revista donde trabaja y su vuelta a la Viña del Mar natal), la narración de Gay gigante se compone y descompone a partir de fragmentos de memorias, ejercicios introspectivos  y citas al cine y la televisión, que abordan la sensación de acoso y discriminación que padece el protagonista a partir de su condición homosexual. Eso permite que lo que cuente explote en múltiples direcciones, desde las memorias de la infancia y el recuerdo de novios hasta las canciones que lo definieron. Ebensperger es un dibujante hábil: Gay gigante es tan tierno como explícito y tan triste como epifánico, en la idea de la narración de un paisaje donde los objetos de la cultura pop sirven para enlazar los hitos que explican la propia vida. En ese sentido, Gay gigante es una obra importante. Ebensperger es un artista capaz de controlar todos los costados de su obra, al punto de que el mismo diseño del libro (que usa el color rosa como única paleta de colores) es parte de la confesión íntima y la memoria, un modo de desplegar su complejidad sobre la página.

    Narrando la historia de una muchacha que, luego de la separación de sus padres, sufre el abuso de la nueva pareja de su madre, en No abuses de este libro Natichuleta equilibra la gravedad de lo que narra con la ligereza de un trazo que descubre su propia potencia mientras avanza. La habilidad de la dibujante permite sacarle partido a su falsa ligereza, que descansa en la habilidad de empatizar con el lector y, a partir de eso, describir los costados más espinosos del funcionamiento de su familia. Ahí, el trazo caricaturesco ayuda a procesar el horror de lo que se cuenta, todos esos detalles que hacen insoportable lo cotidiano. Por supuesto, el cómic es un exorcismo: narrar es apropiarse y tomar el control del propio trauma, indagando en la complejidad y la profundidad del mismo, que se despliega, sobre la mitad del cómic, en el horizonte doloroso de una narradora que observa cómo su madre perdona al abusador y vuelve a vivir con él. Aquello es demoledor; existe como un horror que queda en suspenso a pesar de la fábula de resiliencia que el cómic compone. 

    Entonces, es quizás esta habilidad, la de volver al drama contra sí mismo para desmontarlo, lo que une a estos dos trabajos. Ese desmontaje tiene acá un sentido colectivo entendido casi como una necesidad ética del mismo relato, pero evadiendo cualquier fábula moral. Por el contrario, lo que importa son las fisuras y las contradicciones. Pocos géneros son más propicios para la autobiografía que la historieta, quizás por el hecho de que el yo existe por medio de la máscara: se libera gracias a la ficción, que es un avatar de la propia vida. 

  421. Un mundo desencantado

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    “Yo quiero dar cuenta del mundo… Quiero simplemente dar cuenta del mundo ”. Esta es una de las últimas frases pronunciadas por Jed Martin, el extraño protagonista de El mapa y el territorio. Como suele ocurrir con los personajes de Michel Houellebecq, Martin no es sino una de las posibilidades existenciales del propio autor. Cada uno a su manera, los héroes houellebecquianos habitan una doble posición: la del observador lúcido de una modernidad agonizante y la del habitante (y actor) de ese mundo desolado. Esta perspectiva doble y ambigua permite que los personajes observen la decadencia al mismo tiempo que la encarnan. Si el arte, como sugiere una y otra vez el mismo Houellebecq, es sobre todo el sometimiento absoluto a una intuición primigenia, no le podemos reprochar la falta de fidelidad. El célebre escritor francés pertenece a la raza de los erizos, si siguiéramos la taxonomía de Isaiah Berlin, pues sus textos son continuas variaciones sobre un mismo tema: la exploración exhaustiva (y patética) de los límites últimos de la experiencia moderna.

    Jed Martin es un artista tan exitoso como millonario, pero sus conexiones con el mundo exterior tienden a ser inexistentes. Su madre se suicidó cuando era niño y las relaciones con su padre (que termina sus días en un centro suizo de eutanasia) son limitadas y esporádicas. En lo afectivo, Martin nunca llega a sentir el deseo de comprometerse y tampoco tiene amigos (cosa “de adolescentes”). Con todo, Martin no es un nihilista ni tampoco un tipo asumido como posmoderno: su experiencia está más allá de esas categorías, porque representa aquel momento en que el desencantamiento del mundo ha sido consumado por completo.

    No es casual que Houellebecq, que se introduce como personaje de su propia novela, aparezca leyendo a Tocqueville. Después de todo, el autor de La democracia en América es quizás el más fino observador de los fenómenos que Houellebecq intenta aprehender, aunque haya escrito hace casi dos siglos. Si la modernidad es un progresivo abandono del espacio común que desemboca en un repliegue del individuo sobre sí mismo, ¿qué aspecto tendrá el mundo al final de ese recorrido? La sola formulación de esta pregunta le produce a Tocqueville un “temblor religioso”. Houellebecq utiliza todo su talento literario para intentar retratar del modo más preciso posible dicha posibilidad. Jed Martin es un hombre encerrado en sí mismo, sin ninguna motivación humana, cuya experiencia vital más significativa viene dada por el consumo y donde el trabajo ha perdido su carácter articulador de la vida social. Martin no tiene motivos de acción: la modernidad como el fin de la acción humana. Incluso el arte (y esta es una de las perspectivas más angustiantes) ha perdido su capacidad de ponernos en contacto con lo otro: si la obra del protagonista tiene tanto éxito es simplemente porque el delirante mercado del arte contemporáneo así lo decidió, es decir, porque en vez de explorar libremente nuevos valores se halla supeditado a la libertad del capital. El mapa y el territorio puede ser leída como un epílogo de Los sonámbulos, esa magnífica novela de Hermann Broch.

    Un mundo sin motivos es también un mundo sin energías. En el fondo, Houellebecq parece simplemente constatar (sin rabia ni nostalgia) el fin de la historia, o al menos de la historia de Occidente. ¿Tenemos nosotros, occidentales, deseos de proseguir de algún modo nuestra aventura? ¿O bien hemos abandonado toda forma de despliegue, toda forma de manifestación de algún tipo de identidad? ¿Cuál es la dirección del movimiento actual?

    No hay ninguna necesidad de compartir el sombrío diagnóstico de Houellebecq para agradecerle la agudeza con la que enfrenta estas preguntas. 

  422. Byung-Chul Han, el gran DJ de la filosofía actual

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    A los 22 años lo deja todo: país, familia, carrera. Había estudiado metalurgia en Seúl, capital de Corea del Sur, donde nació en 1959. Les mintió a sus padres diciéndoles que continuaría sus estudios en Alemania, pero sus intenciones no tenían nada que ver con el hierro o el metal sino con la cultura y el pensamiento. Así llega a Heidelberg, con una maleta y un escaso dominio del idioma. Su sueño era estudiar literatura, pero se dio cuenta de que era demasiado lento para leer. “Para estudiar a Hegel la velocidad no es importante. Basta con poder leer una página por día”, contó quien hoy parece llamado a suceder a Adorno, Habermas y Sloterdijk en esa categoría tan pero tan alemana: la del filósofo estrella y, al mismo tiempo, la del oráculo de su época.

    Byung-Chul Han se doctoró con una tesis de Heidegger y también estudió teología. Ahora da clases de filosofía y estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín. Cuenta con 16 libros publicados y al español ya se tradujeron seis. El más famoso: La sociedad del cansancio (lleva nueve ediciones). Los últimos: La salvación de lo bello y Filosofía del budismo zen.

    Mezclando a Barthes con Platón y a Heidegger con Foucault, nos invita a ver lo que hay detrás de la teodicea de la productividad (el agotamiento), la transparencia (la vigilancia) y las redes sociales (el aislamiento real).

    No es aficionado a dar entrevistas. Tampoco es una figura de los festivales culturales. Su notoriedad, entonces, tiene la gracia de deberse a sus textos. Y sus textos tienen la gracia de conectar una amplia tradición de pensamiento (Hegel, Kant, Freud, Nietzsche y Agamben, entre muchos otros) con fenómenos de la vida actual reconocibles por todos: la hiperactividad, la hiperproducción y la hipercomunicación.

    Es posible que no sea el pensador más original y que de un libro a otro se repita. Poco importa. Lo llamativo es que se instala como una especie de DJ para nada frenético. Mezclando a Barthes con Platón y a Heidegger con Foucault, nos invita a ver lo que hay detrás de la teodicea de la productividad (el agotamiento y la pérdida de la solidaridad), la transparencia (la vigilancia y falta de confianza) y las redes sociales (el aislamiento y la destrucción del sentido de la comunidad real). Con una prosa transparente y muy concisa, Byung-Chul Han apela al retorno de valores que desde el posmodernismo venían a la baja: verdad, belleza, intimidad, ética.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  423. Pactos de silencio

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    Ahora que lo pienso, es la sección más importante de mi biblioteca. Aún no es la más poblada, pero desde hace años crece como ninguna otra. Ni la ficción ni la poesía ni los ensayos ni la historia rivalizan en dinamismo con las estanterías de memorias, biografías, diarios, epistolarios y autobiografías.

    Partí siendo lector de novelas, luego me abrí a la historia y al ensayo, y solo tardíamente a esa “literatura del yo”, con la cual he ido cultivando un vínculo absorbente. Tiendo a creer que esa relación nació de las necesidades del investigador antes que de las derivas del placer. Me pasó lo que le pasa a cualquier historiador con ganas de atisbar la intimidad de la gente del pasado. Hay que sentarse a leer todas las memorias, los diarios, las autobiografías y los epistolarios que uno pille, intentando complementar los textos editados con los manuscritos encontrados en los archivos después de tragar polvo y mamarse el tedio de las horas perdidas.

    Lo que más me impresionó de esa literatura que cubría el Chile del siglo XIX y de inicios del XX, e intentaba dar cuenta de la vida privada de los sectores dirigentes: casi siempre omitía lo más íntimo. Rendía moderadamente como fuente histórica, porque mantenía en reserva bastante más de lo que revelaba. Los autores de esa literatura casi nunca se animaban a violar los pactos de silencio de una clase habituada a tratar como soplones a los narradores indiscretos. Hablaban de viajes por Europa, de personajes eminentes, de los rituales del cortejo, de la sociabilidad de salones y balnearios. A lo más soltaban algo sobre las rondas nocturnas por los burdeles y las peleas en patota bastón en mano.

    Nada o muy poco, en cambio, sobre las experiencias que tumban, como la muerte de los hijos, las traiciones, las humillaciones, los miedos o el hervor del odio. Nadie hurgaba en las cavidades de una psiquis astillada. Pasaban de largo ante lo que hoy juzgamos decisivo. Se puede atribuir ese decoro a una ética victoriana que censura las confesiones opuestas a las convenciones burguesas, pero sin olvidar que el automatismo gregario de la cultura nunca suprime todos los márgenes de autonomía individual. Entonces sí era posible contar con desparpajo los avatares de la propia vida. Y arreglárselas para salir ileso. No hay mejor ejemplo que Recuerdos del pasado, de Vicente Pérez Rosales.

    No es fácil hablar con soltura en una sociedad volcada sobre sí misma como un circo romano dispuesto a gozar con el sacrificio de los heterodoxos. Vicuña Mackenna, víctima de ese encono, señaló que escribir biografías no era oficio de cortesanos: decir la verdad sobre los notables del pasado siempre hería a algunos poderosos de turno. La venganza y el ostracismo asomaban a la vuelta de cualquier esquina. Vicuña Mackenna quedó a pasos de la cárcel por documentar los abusos de un ministro venal cuya familia montó en cólera. A Luis Orrego Luco le hicieron la cruz por publicar una novela, Casa grande, que se leyó como el relato en clave de historias reales. José Donoso tuvo que podar sus memorias, Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, para satisfacer el arribismo de sus familiares. Dosificar para no envenenar el ambiente ha sido una constante. En parte eso explica las inhibiciones. La mayoría escribe con miedo a dar un paso en falso.

    Las memorias de los comunistas e incluso de los apóstatas del partido ofrecen una veta de la tradición de autores recatados, que se hacen los lesos con las miserias y los tormentos de sus vidas. De los militantes en activo no puede esperarse mucho, salvo acatar la línea del partido, trazada a cordel sobre asfalto húmedo. Todavía en los años 90 resultaba plausible chochear con el amor por la poesía o el fervor por la justicia social, mientras se tiraba una cortina de humo sobre las complicidades con el estalinismo y el imperialismo de la URSS. Tampoco quienes dejan el partido parecen resueltos a airear su pasado con las sacudidas de una memoria enérgica. El relato del declive de su fe no suele conjurar la intensidad de la experiencia. Algunos cuentan su renuncia al partido con la ligereza con que un calvo cambia de peluquería.

    En este país cuesta encontrar autores dispuestos a sostener la ambición de Baudelaire, que quiso escribir sobre sí mismo con una sinceridad tan abrasiva como para hacer arder el papel “a cada contacto con la pluma de fuego”. Llevado a ese extremo, solo califica la novela El río, de Alfredo Gómez Morel, quien se sometió a un lacerante ritual autobiográfico, como si quisiera expiar las culpas de su vida de criminal a costa de su vida de rehabilitado. En vez de lavado de imagen, abyección pura y dura. El autorretrato en carne viva ni siquiera retrocede ante la posibilidad de infligir dolor y espanto a los íntimos.

    En la década de 1930, el francés Michel Leiris retomó el proyecto inconcluso de Baudelaire, y le imprimió un carácter programático. En Edad de hombre, libro escrito bajo la influencia cómplice del psicoanálisis y el surrealismo, quiso poner “al descubierto ciertas obsesiones de orden sentimental o sexual, confesar públicamente las deficiencias o cobardías que más me avergüenzan”. Leiris concibe la autobiografía como una catarsis de la cual se emerge transformado en otro, ante sí mismo y ante el mundo. Nada volverá a ser lo mismo tras esa escritura con la contundencia de un acto adánico. Hay que exponerse como el torero, decía Leiris, eludiendo las astas del toro, pero sin perder el estilo. Solo el goce estético puede mitigar el escándalo.